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CÁRCELES EN EL DESIERTO

MARIA JOSÉ BERTRAN- R. ANGELA SÁNCHEZ


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PRÓLOGO

Esta historia pudo suceder en cualquier lugar, pero sucedió aquí, en esta tierra de

valientes que aún no percibieron cuánto lo fueron.

Tanto conquistados como conquistadores tuvieron sus luchas personales e íntimas

en tiempos en que la justicia de Dios era el único orden establecido por sobre los demás

órdenes humanos, aunque no pocas veces la justicia de los hombres, aquella que emana

de los sentimientos desordenados de la Creación se impuso a pesar de todo y de muchos.

Eran tiempos de sinceridad y convencimiento, y de pocos espejos, cuando los

hombres se reflejaban en sus actos o en la mirada de otros hombres, o, en palabras

impresas con tinta de agallas sobre las hojas de blancura maculada por la humedad del

barco en su viaje a la Nueva España.


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LAUDARE

Inconstantes son las aguas que se adentran hacia el infinito donde termina el mar,

donde dicen, termina el mundo. Silenciosamente la proa de la galera española intenta

intrépidamente acercarse a ese límite que se mantiene siempre en la misma lejanía. En

la cubierta del navío, del lado derecho, casi debajo del timonero, está Fernando, quieto
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como ese cielo que lo acompaña

también sin moverse de su lugar, alterado como esas olas que nacen ante el avance del

navío. Todas las ideas del mundo se concentran en sus ojos que miran lo que todavía no

es presente. En su imaginación, en su pensamiento y en su ansiedad se reproducen

imágenes mentales a las que quiere alcanzar de inmediato porque si no llega pronto a ese

lugar llamado Nueva España quizás la temeridad que lo acompañaba hasta hace un

tiempo atrás, la decisión, al igual que la de todos sus compañeros de viaje para atravesar

esos mares y la fe de todos sus años de estudio en el monasterio, puedan haber perdido

vitalidad desde cuando, orgulloso, se sintió elegido por alguna providencia divina a la

que siempre estuvo seguro no poder definir, comprender o alcanzar con su intelecto

joven, caballero sin armadura que avanza hacia un futuro que sólo él puede arquitectar.

Recuerda con cariño las gaviotas que sobrevolaban en el puerto. Hace muchos

días que no ve ningún ave volando cerca del barco.

Pudiera llegar a pensar que allí en esas nuevas tierras, en ese nuevo continente no

existen las aves, pero muchos han sido los dichos que afirman, en leyendas maravillosas,

que las aves del nuevo mundo no tienen igual en su vieja tierra, y que en ella no existen

tan coloridas ni de cantos tan ufanos.

Fernando, de pecho frágil pero de decisiones fuertes, que avanza con la lentitud

del navío, más con la firmeza del timonero, resiste a los embates del mar interior

vigoroso.

En la península quedaban la política reformista de los Borbones, Felipe V y las

nuevas disposiciones administrativas, el traslado de la Casa de Contratación a Cádiz y el

Juzgado de Indias, a Sevilla. En las nuevas tierras otras ocupaciones serían menesteres
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cotidianos o extraordinarios

pero todo llegaría a su tiempo.

Fernando, fraile dominico, jugaba un papel importante dentro de la congregación,

indispensable en los acontecimientos venideros. Traía consigo la marca del

evangelizador, la cruz santa y la voluntad forjada en el pasado. Por ahora sólo canónicos

masculinos realizaban el largo viaje, más tarde, ya en tierras americanas, mártires y

santos también de su congregación alcanzarían posiciones de destaque en la fe y en la

consagración a la fe. No sólo varones serían devotos y fieles a la creencia católica. No

apenas varones demostrarían voluntad inquebrantable. También mujeres hechas de útero

y sangre, formas delicadas y voces apacibles se inclinarían a compartir el suplicio del

bien Amado Redentor en pos de propagar las enseñanzas recibidas. Muchos serían los

santos americanos, muchos los monjes y monjas dominicos, como santa Rosa de Lima,

que dejarían para siempre sus marcas de sacrificio y humildad en las tierras sin arado y

sin cosecha. No menor sería su reconocimiento por parte de la iglesia, porque esas

sangres mezcladas de ostracismo y devoción pasarían a engrosas las filas de los

combatientes contra la irreverencia pagana reconocidamente instalada en América.

Había partido hacía dos meses de tierra firme y en medio de aquel océano sólo

ponderaba presagios injustificados pero a los que todos prestamos, en algún momento,

atención, no sea que los instintos nos abandonen y quedemos a la deriva en otros

océanos más inconmensurables como el de la mente ardilosa. Por lo tanto suponer, no

estaba de más, pretender, consistía en un acto infalible de supervivencia y manipulear

información no traería más que confianza aunque fuera a priori.


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Después de descender

del navío restaría permanecer el tiempo suficiente en aquella localidad portuaria y si los

augurios se presentaran favorables, se trasladaría hasta la sede episcopal de Córdoba,

instalada allí por gracia del sumo pontífice Inocencio XII, también dominico y merced a

la intervención del compatriota Fray Juan Manuel Mercadillo, su obispo recién

designado.

Frente a las costas de las tierras de la corona portuguesa habían cruzado un navío

inglés cargado con esclavos negros traídos directamente de África, y un navío francés de

seguro con contrabando de paños hechos con hilo de Flandes, canela y pimienta.

Cuatro de los caballos transportados habían muerto la noche de la tormenta, dos

semanas atrás, cuando el viento arreció sin mengua y fueron obligados a descartar

barriles de pólvora y granos humedecidos por la lluvia torrencial. Si bien los animales

estaban bien amarrados con fuertes cinchas a los soportes de madera, nunca se pudo

evitar que el oleaje los asustara de tal manera que corcovearan en los diminutos recintos

por el miedo al viento, a la tormenta y a los gritos desenfrenados de los tripulantes en la

tarea de no perder parte del cargamento humano ni las mercancías.

Fernando había codiciado un percherón blanco con instinto garañón, que bien

podría servirle en sus viajes hacia Córdoba, pero lejos quedaban en el tiempo sus

correrías sobre el lomo de los caballos de la finca de sus parientes, los descansos

despreocupados sobre la hierba de las orillas de los arroyos y las miradas perdidas en la

lejanía de la nubes blancas que se agolpaban en el cielo azul despreciando cualquier

preocupación. De repente le pareció que la niñez y la juventud habían pasado demasiado

rápido. Es que con sus diecinueve años pero con el acumulo del largo adoctrinamiento
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regular del monasterio,

adquiriera a tan corta edad la seguridad de los adultos y la madurez de los líderes.

Liderazgo que se vería puesto a prueba en el futuro muchas veces en su tarea evangélica.

Nadie crece por crecer, nadie abandona una vida porque sí. Siempre hay motivos

en demasía para elegir una u otra circunstancia para el cumplimiento concreto del deber.

Deber que a pesar de agobiarnos, en la mayoría de las veces, siempre delata una decisión

aunque más no sea restringida e insensata, pero decisión al fin.

Fernando de la orden religiosa de los Predicadores Dominicos llegó a Buenos

Aires tres meses después de larga travesía marítima. Los sonidos del tronar de cañones

lo hicieron salir de su cabina pequeña y húmeda para correr a la derecha del buque desde

donde pudo apreciar la algarabía de gentes a ambas márgenes del lecho por donde

pasaban. Le causó mucha curiosidad ver aquellos cuerpos de torsos desnudos, tanto en

adultos como en niños y las cabelleras en desaliño de pequeños bultos que por la

distancia mal se delineaban. Las expresiones parecían de júbilo, pero nunca se podía

estar seguro ya que las noticias que corrían por la madre patria aseveraban, en la

mayoría de las veces, que se hacía difícil distinguir una expresión de alegría de la ira

incontrolable de estas gentes belicosas cuando se alzaban en ataque. Mucho tendría que

aprender, en adelante, sobre estos reconocidos vasallos del soberano en este mundo

nuevo por las imágenes pero tal vez más antiguo que el mismo continente de donde

Fernando venía.

El deslizar lento del navío se detuvo a unas tres leguas de la ciudad donde debía

recoger las órdenes estipuladas en cartas. Mientras tanto, descargaron todo lo traído
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desde ultramar en veleros que

entraban en un pequeño río para ser llevadas hasta la ciudad.

Fernando y algunos tripulantes subieron a los botes que los transportarían por el

río hasta donde el fondo se hacía más pantanoso, después, allí aparecieron varios

muchachos montados en pelo que sacaban a los pasajeros de las barquillas para que

éstas no anegaran por el peso.

Ya dentro del caserío se encontraron con una ciudad insignificante, de casas de

adobe, con apenas dos calles y una plaza. Supo sí, que cuatro conventos estaban

instalados en ella, el de los franciscanos, dominicos, trinitarios y jesuitas.

De resto era tierra rasa y desabrigada, con campos dilatados y pocos árboles,

donde el hierro era más caro que cualquier material precioso que se pudiera consignar.

En el convento de Buenos aires, fue recibido por cinco sacerdotes vestidos de

igual modo en hábitos desgastados. Las telas de sus prendas se asemejaban a las arrugas

de sus fisonomías, y, si bien no eran mucho más viejos que Fernando, sus pieles

mostraban la hostilidad del tiempo transcurrido en estos parajes, algo más feroz que en

las tierras natales.

Con sonrisas oficiosas lo escoltaron hasta la recámara destinada para su estadía

en la ciudad portuaria, en el ala izquierda del convento. Después de instalado lo

esperaban en la biblioteca donde el prior le entregarían la misiva venida desde el

obispado de Córdoba. Cuando quedó a solas y antes de decidirse a abrirla, pudo ver a

través del ventanal que daba a la callejuela empedrada, una mujer joven, descalza, con

ropa sencilla.
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Fernando eligió sentarse

sobre un banquillo bermellón que combinaba con la decoración de la enorme sala, las

cortinas y los forros de los demás asientos. Abrió el documento luego de examinar

largamente el lacre que lo sellaba. Cuánta emoción saberse elegido por sus superiores

para tan ardua tarea de evangelizar corazones en bruto de estas lejanías. Haber sido

requerido por la sede episcopal era un estímulo mayor como lo sería para cualquier

miembro de la Orden de los Predicadores que viajase a la Nueva España. La substancia

resinosa del sello escondió las órdenes ansiadas hasta que el muchacho respiró profundo

y la quebró para desenrollar la página de manera suave, como acariciando el papel.

Leyó y releyó los párrafos centrales unas tres veces. O no estaba comprendiendo

bien el significado de las palabras o el cansancio del viaje aún lo mantenía en un mareo

severo y sería éste el culpable de tan equivocada interpretación. Porque lo que acababa

de leer le abría las puertas hacia una alternativa real que desconocía.

Su destino final había sido modificado. El obispo le comunicaba que a razón de la

muerte del vicario de una pequeña parroquia localizada en Cuyo, debía dirigirse hasta

una comarca, en el camino de paso entre Buenos Aires y Santiago, tierra delimitada por

el desierto y el capricho de los aborígenes.

Fernando no se percató de la flojera que se apoderaba de sus manos al sostener la

carta. Demasiada atención en la lectura. Una corriente de aire se adentró desde la calle,

arrastrando consigo polvo y la hoja que se desprendió de sus dedos hasta acabar sobre el

empedrado, a pocos pasos de donde se acercaba la joven de cabello oscuro, tan liviana

como la brisa y que cargaba una estatua de la virgen. El dominico intuyó que si la

muchacha seguía en la misma dirección llegaría a pisarla. Ya iba a avisarle cuando otra
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ráfaga corrió por la callejuela y

levantó su falda. Ella atenta a no soltar la sagrada carga, aplacó la rebeldía de las telas

con una mano y siguió caminando tan atenta a su obligación que efectivamente pisó con

el pie descalzo el papel sin dar cuenta de otra cosa que sucediera a su alrededor. Así el

sacerdote inmigrante, a apenas dos días de arribado, pudo ver su futuro marcado con la

huella de una niña y la rebeldía agreste de estos horizontes vírgenes.

En La Punta de los Venados la extrañeza ya era acompañante conocida. El viaje

desde Buenos Aires, la lentitud de las carretas, horas de paisajes de extensiones

interminables, los matorrales, los animales desconocidos, todo se mezclaba a sus

expectativas junto al trinar de pájaros nuevos de excesiva independencia y

contradicción.

Por variadas carencias habían pasado, escasa provisión de agua, comida, y dos

averías de los vehículos, una en los cueros del techo, otra en las ruedas. Y como si fuera

poco, una borrachera de los guías y la amenaza temida y declarada, por boca de los

paisanos, de ser interceptados por malocas. Por lo que, cuando llegó a la puerta del

convento, no le resultó ni enclenque el campanario, ni absurdo el techo de paja, ni

minúsculo el edificio.

Un hombre, como aquellos que lo trasladaran de los botes a la costa, lo esperaba

en la capilla. Pero éste no tenía el pecho desnudo, aunque la misma determinación en la

mirada. El indio lo saludó en español y con un respeto que hasta el momento no hubiera

considerado ser parte del comportamiento de un originario.


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Inaca, indio joven, del

que no pudo adivinar de inmediato la edad, se movía con la prestancia de un adulto bien

educado. Más tarde, cuando supo que había sido apadrinado por el padre Franco,

durante sus últimos años de vida, comprendió la razón de sus modales pasivos que al

mismo tiempo contrastaban con un qué de aspereza tenaz que latía en su carne.

Luego de la bienvenida el criado lo ayudó a entrar el baúl con las pocas cosas que

traía de España. Entre las que había libros de filosofía, geografía, cartas papales, algún

autor declarado prohibido, ropa, estampas de santos, dos estuches y su capa con

esclavina negra.

♣♣♣

Fernando no esperó hasta que el alba lo despertara. Este nuevo instante, era en sí

mismo, y en conjunto con los próximos, el momento al que le había apostado la

esperanza e ilusión de los últimos meses que, hasta esa mañana, fueran poco

alentadores. La misa, la preparación del culto ¡Qué magnificencia la del tiempo que por

fin conseguía llevarle, cual ofrenda, una experiencia dulce, una faena grata, de aquellas a

las que se sentía capaz de significar! ¿De qué otro modo podría sentirse si parecía

incluso milagroso que al fin, luego de tantas jornadas oscurecidas, dominadas por el

éxodo, además de, claro, las decepciones que la transición Europa- Nueva España. Sí,

era un hálito de caridad divina que a pesar de todo aquello las fuerzas no le

abandonaran, y sirviera aún, a los designios del Padre. Es que el hombre, santo o
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pagano, enlaza su existencia con

el fin que elije para su vida de manera tal que hace de su paso por la tierra el medio para

obtener sus objetivos.

Aun aquí en tierras infértiles de devoción sabía que encontraría un terreno donde

cultivar la santa fe que lo acompañaba desde los años de convento. Durante muchos

años se había preparado para ser el mensajero de palabras balsámicas porque así estaba

escrito en el libro sagrado “Omnis sapientia a Domino Deo est et cum illo fuit semper et

est ante aevum”i.

Fernando se había dejado arrastrar por sus obligaciones, había sido succionado

por los planes de los altos prelados dominicos, y aún así, desorientado en cuanto al

futuro, podía igual cumplir con el deber de pregonar una fe que en él, vacilara

recientemente. Seguramente todo lo vivido en las últimas semanas por el dominico

resultara, con el pasar de los sucesos, en pruebas que su Dios, siempre omnisciente,

pretendía hacerle pasar. Incluyendo la tormenta y el desvío de destino. Sí, eran pruebas

celestiales, que tenían como objeto ir adecuando el espíritu del joven para ser apto a

confrontar cualquier tentativa que el demonio, más vivo en los pueblos que en el mismo

infierno, impusiera contra él. Por lo mismo podríamos decir que aquellas transgresiones

a las que Fernando estaba a punto de entregarse, no eran sino conflictos con que Satanás

se divertía regalándole; o quizá, como en este caso, se tratase de las manipulaciones que

una madre tierra decepcionada de los ultrajes en manos de sus hijos blancos, hubiese

decidido saldar sobre el joven ungido.

Pero sus palabras estaban bautizadas desde hacía bastante. Incluso el discurso,

concebido para esta primera misa inaugural de tantas futuras; encuentro introductorio
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entre aquellos infortunados,

entregados al despojo de toda posibilidad de redención, y la luz omnipresente.

Entre los que vivían allí, varados, en medio de la vanagloria de Córdoba y la

ostentación de Cuyo, este nuevo banquete, esta pequeña degustación del dulce símbolo

de salvación era en la integra, labrado para ser el camino hacia la felicidad perdida.

_ ¡Hermanos, os traigo la más sacra paz que mi pecho pueda ofrecer!

Porque aquella misa venía con Fernando desde mucho antes de su llegada a la

Nueva España.

Las palomas espiaban desde las vigas de maderas, en el medio del círculo que se

formaba en la esquina trasera izquierda del techo de paja de la humilde iglesia;

asemejándose a los cuerpos de la gente que parecían estar igual distribuidos dentro de el

templo. Y así como las palomas, hombres y mujeres agitaban las nuevas peticiones que

sus corazones exigían al altísimo. Aquéllas que habían sentido, durante el período

abstemio de Santa palabra, que a ya nadie parecía haber interesado oír.

Fernando entró al santuario. No obstante, impedido su acceso hasta el altar por la

puerta que unía su habitación a la iglesia y habiéndose visto, por tal circunstancia,

obligado a llegar por el mismo acceso que todos los mortales, su revelación no dejó de

ser sorprendente.

Los habitantes, tanto de la Nueva Córdoba, como de la provincia de Cuyo, no

hubieran vislumbrado en aquel nuevo culto la sensación que los criollos puntanos serían

capaces de rememorar hasta incluso el día después de muertos. No eran aquellos lejanos

compatriotas, víctimas infalibles del sudor frío y desesperanzado con que los crudos

inviernos golpeaban, impunes, a los ciudadanos de La Punta de los Venados. ¿Cómo,


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entonces, hubieran podido

aquellos, alojar en su alma el arduo deseo de protección, que por medio del adolescente

mensaje de Fernando, sentían ahora cumplirse en sus espíritus los habitantes de aquella

punta de venados?

Era comprensible que la esperanza, que este módico varón les ofrecía, fuera en

mucho, más alentadora que la desolación espiritual, económica y gobernativa, que el

hecho de pasar sus vidas allí, desérticos; lejanos de las novedades tecnológicas, de las

fiestas burguesas, en fin, omitidos por el confort tan buscado por los mestizos, que los

sometía. Sin dejar de apelar a las precarias y últimas misas antes de morir, que el fraile

Franco había sabido darles con gran dignidad, muy a pesar de su salud.

Y no era una sensación de envidia por las convidadas vidas que acostumbraban

los cuyanos, o el afán con el que Córdoba se volvía cada vez más poderosa. Era una

cuestión de desaliento. Aquí se conmovían diluidos con aquella palabra, que en

acentuación colonizadora, les acariciaba las almas como una madre a un niño asustado.

El clan Hernández se disponía de igual forma que las otras quince familias que

componían el vulgo de la ciudad. En La Punta de los Venados se erguían y disipaban

todos los ramajes de los Gil de Ciroga, de los Quiroga, de los Vidal Holgin, de los

Orosco, los Lusero, los Romero, los Toro, los Barroso, los Días Varroso, los Garin de

Aspeytia, los Ygostigui, los Balenzuela, Echeverria, Sosa, Oliva, y cada cual tenía total

conocimiento de la posición que le correspondía en los asientos áridos de la capilla.

Los Fernández, que formaban parte en su mayoría, de personalidades del cabildo

gozaban desde su propia asignación, de los lugares más cómodos para asistir al aula del

señor. Invariablemente Carmela Fernández se sentaba luego de que lo hiciera su marido


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Jaime y sus cuñados Felipe,

Marcelo y Jorge, quienes entraban triunfales durante la misa comenzada, sólo para que

el resto de los asistentes pudieran observar el apogeo de sus atuendos recién

almidonados. No todas las células de los Fernández gozaban de la exposición pública,

los tres hijos de Jaime proyectaban en sí mismos a la perfección, la gama de

comportamientos que podían esperarse de una estirpe como ésta. El más pequeño,

Francisco, era un niño de aquellos que disfrutan de gritar cuando una situación no los

convence, táctica que era imitada por su padre en el cabildo durante las sesiones

legislativas. Francisco llegaba a remedar, sin querer, la gritería de los indios cuando

invadían la plaza iniciado un levantamiento.

En cada ocasión en que el fraile se proponía iniciar el ritual de la comunión, el

niño activaba las membranas de sus cuerdas vocales y gritaba todo lo que no había

gritado durante el inicio de la misa. La disconformidad estaba en que creía que aquello

-la santa comunión- que consumían todos menos él, era una vaina azucarada de

algarroba y como Fernando no le “convidaba”, sus berrinches estallaban inasibles a

cualquier contención. Más radicales serían sus presunciones cuando al cumplir cinco

años y ante la explicación de que la hostia no era una golosina sino el cuerpo del mismo

Señor, su llanto fuera acrecentado al suponer que todos los que engullen carne humana

del buen hombre se irán, sin más remedio, al mismísimo infierno.

Si bien en rango de edad la que suponía seguirle era su hermana Ramona, que

para el momento del arribo de Fernando había cumplido los nueve años,

intelectualmente era Hugo el que se comportaba como el hijo del medio y aún con sus

dieciséis años disfrutaba todavía de sentarse en el regazo de su madre para presenciar la


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misa y Ramona no podía evitar

avergonzarse con aquella escena. No le importaba que Hugo no supiera nada más útil

que levantar maderas y trasladar la paja de un corral al otro, en verdad no le importaba

que no supiera leer las localizaciones de la Cruz del sur, o del pesebre y la Virgen en la

luna, ni diferenciar las estaciones del año o que se negara a tomar leche por la

suposición de que en realidad las vacas eran toros y sus urbes, penes, pero

¡Sinceramente! sentarse en la falda de su madre ¿Delante del resto de los habitantes de

la ciudad? ¿A quién se le

podía ocurrir? Era un suicidio social, para él y para ella también cuando se

encontraba con sus amigos.

Solía pensar, para conformarse, que Hugo era más bien la mascota de la familia;

que estaría pegado a la madre cuando ella noviara o contrajera matrimonio y que

cuidaría de los hijos de Francisco cuando aquél se fugara con alguna princesa india. O

tal vez sólo siguiera los condenados pasos de su padre y obrara como funcionario en un

cabildo que lo único que lograba resolver era quién se encargaría de encender los faroles

de la plaza, decisión que por en cuanto le competía a Jaime y a toda la esfera compuesta

por Felipe, Jorge y Marcelo Fernández y Pepe y Raúl Montebuey que eran quienes

disfrutaban de las tareas menos exigidas concernientes a los ministros de justicia, y

llevaban en sus nombres los títulos que correspondían a semejantes responsabilidades a

saber: alcalde, capitán, alférez real, teniente, alguacil mayor, regidor de vecinos, maestre

de campo.

Habitualmente su trabajo consistía en identificar los conflictos entre pobladores y

darles la prioridad debida para ser tratados en el cabildo. Tal vez la metodología
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resultara ineficiente ya que

coincidir en el ordenamiento de lo importante y aquello, lo sin valor, era penosamente

utópico, porque casi imposible se tornaba discernir entre las necesidades de los que

precisaban recuperar las tierras cedidas a los indios, y los otros, trabajadores y

campesinos que demandaban herramientas para labrar esas tierras. De igual forma era en

extremo complejo establecer esquemas efectivos para los precios de las mercaderías en

el trueque, y así evitar la reiteración de altercados entre el panadero, el herrero, el

zapatero, según fuera la oferta y la demanda mayor o menor en cada semana o mes.

♣♣♣
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A su Magestad, que Dios guarde.

Año de 1716 del Señor y al amparo de su Magestad Felipe V Rey de España,

Nápoles, Sicilia y Cerdeña, Duque de Milán, Soberano de los Países Bajos comienzo

éste, que habrá de ser un documento privado y secreto dadas las circunstancias que los

de este poblado y los mandatarios de la región vigilan, sino piadosamente en el marco de

la ley, sí, al amparo de sus propias intereses, nada menor que sea el motivo que los

impulsa comparado con las necesidades que aquejan a los pobladores de estos parajes

donde la tierra se asemeja a un edén de arena y piedra, tal vez olvidado de la Justicia

Divina pero siempre presente en las mentes de los jerarcas enviados desde España. No

menos autoridad tienen los nobles pobladores que atienden a las necesidades de la

Corona aunque de ella apenas conozcan los sellos epistolares y algún que otro óleo de

los soberanos.

Sabido es que esta corriente conquistadora en las formas pero esencialmente

cristiana en los objetivos, será el legado inmortal de España y si los aborígenes no


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reconocen aún a las

instituciones de la fe, con certeza reconocerán algún día la esencia espiritual que nos

movió y nos mueve a los sacerdotes aquí afincados a pesar de la pobreza, que nada más

es la promesa profunda que nos llevó a unirnos en esta campaña de evangelización en el

mundo nuevo.

Yo mismo como fraile dominico afianzo mi devoción en los pilares seculares de

mi orden, la misma que movió al fraile Valenzuela. No se trata de decidir qué es lo que

queremos hacer sino qué podemos hacer.

♣ ♣ ♣

Detrás, en la segunda fila, se sentaba la familia Cortés Julián, el mayor, el

heredero, permanecía desde su primer año y durante los dieciséis siguientes al lado

derecho del padre Álvaro, un hombre éste, honesto desde cualquier ángulo que se lo

pretendiera juzgar. Álvaro era descendiente de un presidiario español, Alberto Cortés, y

de una muchacha devota llamada Rosario Bertran, que venía de uno de los conventos de

la península al que había sido enviada para preparación para el matrimonio, pero al

morir sus padres y su hermano, llevado con parientes que lo prefirieron por su género, la

joven permaneció allí durante dos años y finalmente la superiora del convento decidió,

ya que nadie de su familia se opuso y dado que la púber no alojaba ninguna vocación

religiosa, enviarla hacia aquí para contraer matrimonio con alguno de los hombres que

se radicaban en esta región de la Nueva España donde fue elegida por un compañero

violento y vulgar. Aquella Rosario había recibido enseñanza en los temas fundamentales

de la doctrina cristiana, lectura y escritura, un poco de latín. Sabía coser, cocinar, tejer,

bordar y reconocía cierta disciplina.


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Entre las alumnas o

recogidas el convento buscaba sus futuras vocaciones.

Álvaro, por su parte, sentía un amor incondicional e irreprochable por su madre,

Rosario Bertran respeto forjado en la dignidad que la mujer había demostrado durante la

convivencia con un hombre, que estaba más cerca de pertenecer a una casta animal,

mixtura entre rata escurridiza y un mono desaprendido de cualquier comportamiento

social. Por eso, en más de una oportunidad, sentir que por su sangre corría la herencia de

tan infame ejemplar le producía escalofríos. El robo, la deslealtad y la vergüenza eran

vicios a los que Álvaro aberraba profundamente, y por eso dedicaba su tiempo a criar

cuidadosamente a los hijos bajo una moral pía y sustentada en los mandamientos divinos

que su madre le había inculcado con sus ejemplos cotidianos.

Su propia esposa, Ivana Sucre, madre de María del Rosario y de Julián, había

resultado indispensable para tan ardua tarea, y al observar el comportamiento de los

jóvenes, alcanzados sus años adolescentes, ambos se sentían gratificados con su labor

orientadora. Aunque, muy a su pesar y durante los últimos meses, Álvaro notara en

Julián ciertos ademanes de insolencia para con él y que se hacían cada vez más

evidentes. La razón del desacuerdo parecía haberse originado años atrás cuando Álvaro

decidió ceder parte de las tierras, recibidas de su padre, para asentamiento de un rejunte

de indios que los mandatarios del cabildo y en decisión consensuada amontonaran en las

cercanías de la ciudad.

Álvaro estaba convencido de que era una manera de retribuir a aquellos seres,

algo de todos los sufrimientos a los que el bandido de su padre y otros españoles habían
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sometido durante largo tiempo.

De cualquier modo no representaba mayor pérdida ofrendar a aquellos semejantes,

aunque fuera por un tiempo, tierras a las que no se les estaba dando uso alguno. Pero

Julián manifestó su descontento ante esa decisión, respaldándose en fundamentos vagos,

huéspedes de la supremacía que creía llevar en su sangre.

Y aún aquejado por la enfermedad, Álvaro, no pretendía modificar aquella

disposición. Sólo esperaba disfrutar de la vida que le restaba y estar seguro de que sus

hijos serían personas de bien. No obstante, la vehemencia con la que los diecisiete años

de Julián se mostraban últimamente, conmovía la tranquilidad del hombre. Es que la

población no estaba en situación de confrontarse a nada ni a nadie, mucho menos de

alimentar el resentimiento que ya se profesaba entre criollos y los llamados “salvajes”.

Con mucho esfuerzo la población alcanzaba a subsistir en una mediocre dignidad para

motivar una confrontación entre dos civilizaciones luchadoras, abandonadas y disímiles

entre si. Cualquier rencor sería extinguido tanto en la sangre de los idiotas que iniciaran

un encuentro bélico como en la sangre de los que no creían en hostilidades, y serían

callados por igual los impotentes ajenos a la situación y los que intentaran hacer alguna

cosa en prevención de la rebeldía de instintos ajenos.

Los asientos dispuestos paralelamente del otro lado del pasillo de la capilla,

generalmente eran ocupados por Pepe, Raúl y Carolina Montebuey.

Magdalena, la madre de Raúl, había fallecido cuando éste tenía apenas siete años,

durante el nacimiento de la segunda hija, Carolina, para quién criarse sin el amparo y la

comprensión de una madre resultó triste, pero el verdadero aguijón se generaba a raíz

del rechazo que su familia le dispensaba. Al parecer, y por lo que lograba traducir de las
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pocas palabras que se sostenían

en rededor del póstumo nombre de su madre, aquélla había sido una mujer muy

inteligente y aunque nadie lo admitiera, ella entendía en detrimento de la figura paterna

y masculina de Pepe, que Magdalena había sido el único vínculo real entre la familia

hasta el momento de su nacimiento, momento en que pasó a deslucir cierta felicidad

bordada sobre el manto desértico que poblaban.

El día en que Carolina celebró los trece años su vecina Choli organizó un festejo

en la otra casa, y debido a que, por tratarse de su cumpleaños, la niña se rehusara a

ocupar el rol de anfitriona, Raúl le gritó delante de su padre y todos los vecinos,

_ ¡Boba, fea, floja! Si no le atrae al menos ser una buena ama de casa ¡No se va a

casar nunca! ¡No tiene ni la mitad de la belleza de mamá! Dios la va a castigar por su

dejadez. ¡Terminará siendo criada o prostituta!

Esa tarde luego de llorar durante toda la hora del almuerzo mientras servía a su

padre, al hermano y al resto de los invitados, percibió que el poco cariño que les

guardara a los hombres de la familia, muy en el fondo de su corazón, se había incinerado

bajo la desdicha del maltrato.

Aquella noche dormiría en casa de Renata porque temía que el odio que se había

liberado dentro de su pecho fuera capaz de obrar sin su permiso y matara a puntazos a

Raúl.

Carolina solía conformarse pensando que no era la víctima de las mayores

desdichas que sucedían en el pueblo bastaba mirar a la pobre Inés que se las veía peor

lidiando con Teresa, la insufrible ciega hermana de Renata. No podía creerse que
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mujeres tan distintas

compartieran sangre. Teresa resultaba odiosa para cualquiera que compartiera algunos

momentos de su compañía. Era soberbia y ruin con las congéneres, más, de diferente

carácter en presencia masculina.

Y aquella que se llevaba el infame maltrato era Inés, La China. A la pobre, le

había tocado en desgracia servir de criada a una maniática mal dispuesta.

En cambio, Renata, más se asemejaba a un respiro de benevolencia. No mostraba

la personalidad sumisa ante los juicios fálicos, característica de sus contemporáneas, era

mujer de inmensa sabiduría y paciencia, ambas virtudes perfectamente mezcladas con

un humor que, cualquiera que la conocía, le envidiaba. De las más ancianas en La Punta

de los Venados y, sin embargo, disfrutaba incansable de participar en tareas no

obligatorias para alguien de su edad. Renata se erguía como el sol mañana a mañana,

dispuesta a iluminar a la gente del pueblo con su altruismo y gracia. Si bien varios

sucesos desgraciados habían intentado disminuir el regocijo de su sonrisa, inclusive su

amado marido ya no ocupaba un cuerpo en el suelo de los vivos, casi había logrado

desestimar su alegría, nada lo había conseguido. La buena Renata tejía a la par de

cualquier muchacha y manejaba el telar aun con mayor creatividad. La fama de sus

ponchos era la de ser los más acertados para empilcharse y sus jergones, los más

cómodos. También al ser una cocinera eximia, conocía a la perfección los secretos de la

preparación de patay, del arrope, así como del aguardiente, charque y quesos. La huerta

de su casa era la más fértil y colorida con plantas de tomate, apuntaladas en varas

verticales, y hierbas exclusivas para aplacar dolores y achaques.

_ Ña Renata, soy yo, Carolina…


25

En el umbral, Renata

pudo ver los rastros y las sombras del dolor húmedo de Carolina rodando por sus

mejillas y por el camisón de algodón que humeaba con el aire helado, detrás, la plaza

solitaria y cómplice.

_ Pase m´ija, pase. Venga, en el fogón hay té y no haga rechinar la madera del

piso que el fantasma de Enzo se despierta y ya no me deja dormir.

Renata era una de las pocas italianas. La gran mayoría se había asentado en los

puertos del Río de la Plata, pero a ella le había tocado seguir a su esposo hasta aquel

desierto. Enzo había sido el médico del pueblo. Él, junto al difunto fraile Franco habían

ayudado a “repuntar” el crecimiento del lugar, después de los primeros ataques indios,

con la reconstrucción de sus vidas, hechas secuelas del comportamiento colonizador

sobre los indios. Ambos caballeros de bien, honrados y altamente leales a las tareas

encomendadas, a ellos les había cabido la misión de arengar a más de cien personas por

día impidiendo que cayeran en la depresión de la desolación.

Muertos ellos, el control de la población no parecía disfrutar de cualquier futuro,

tal vez el destino de La Punta de los Venados no fuera más que el de conjugarse en un

punto de transición entre el sojuzgamiento progresivo de los paraísos a su alrededor,

algo así como ser el deshidratado purgatorio entre dos paraísos terrenales.

Carolina entró frotándose las conjuntivas con los nudillos. Desde la puerta de

calle hasta la cocina, que quedaba a continuación del zaguán con el que se unía la sala

de recibimiento, se deslizó en puntas de pie, sobre las chancletas de cuero de ternero que

se había cosido con la ayuda de Renata.


26

Desde las paredes del

vestíbulo, Enzo la observaba a través del espectro carbónico de los siete retratos que

parecían levitar sobre las gruesas paredes de adobe.

Renata entró en la cocina segundos después de Carolina. Cerró la puerta despacio

y cuando estuvo completamente cerrada, giró sobre sus pies hasta quedar frente a la

muchacha que recién en ese instante llenaba de aire el pecho con apariencia

desprotegida.

_ ¡Niña, que le he dicho que no hiciera ruido, pero respirar podía! Vamos

muchacha, no sufra si Dios así no lo requiere, son cosas de familia. Su hermano es

inteligente pero no lo culpo por sentir celos de usté ¡Mírese muchacha, mírese!

Decía Renata al señalarle el reflejo en la ventana que estaba detrás de Carolina.

_ ¡Es preciosa, y los hombres no tardaran en quererla para ellos! Eso le ocurre a

Raúl, él lo sabe y no soporta la idea de que la saquen de su lado. Además, miente acerca

de que no heredó la belleza de su madre ¡Es igual a ella! Lánguida y etérea.

_ Por favor Ña Renata, cuénteme más acerca de mi madre…

_ Sí, niña… Ehhh, ¿Qué puedo decirle que no haya dicho? Su madre era una

mujer muy decidida… Ehhh… Y bueno, le gustaban las cosas bellas, de materiales

costosos… siempre fue una mujer especial.

_ ¿Por qué, doña? ¿Por qué dice que mi mamá era especial?

_ Y, porque una mujer tan bella como su madre, fue muy codiciada por los

hombres del pueblo, su madre ha arrastrado un halo de fuego, siempre despertó pasiones

en quienes la conocían…
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_ Sí… cuando pienso en

eso la verdad no entiendo por qué se casó con mi tata. Podría haberse casado con un

general, un terrateniente… podría haber vivido mejor y no sometida a la vulgaridad de

un rancho y ¡Esos indios!

_ Bueno niña, pero los indios no tienen toda la culpa de nuestras penas… Hay

que aprender a hacernos responsables de nuestros actos que, invariablemente tienen

consecuencias… ¡Bien lo decía mi Enzo siempre que discursaba en el cabildo!

_ Sí, me lo había dicho, pero estoy hablando de mi padre y de mi hermano…

¡Qué par de… par de!

Un soplo helado recorrió la habitación, apagando la llama de la única vela que

alumbraba la conversación y haciendo erizar los vellos de ambas.

_ ¡Shhh! ¡Nuestros abusos han despertado a mí querido esposo! Vamos niña le

armé un catre junto al mío, vamos a acostarnos y así no incomodamos la paz de Enzo.

Renata deseaba curar las heridas de la pequeña por eso decidió levantarse un

poco más temprano para recibirla en la cocina con el desayuno listo. Cuando Carolina

despertó la soledad le absorbió el cuerpo, recorriendo el cuarto de su vecina con la

mirada desesperanzada, creyó que haber dormido en su compañía había sido una utopía.

Inmediatamente supo que la noche siguiente estaría sola de nuevo, como todas las

noches en que el único objetivo de su existencia era el de tener la cena lista antes de la

llegada de los hombres de la casa; luego dormir, dormir desde temprano para que el

dolor durmiera con ella y no pudiera apuñalarle las ilusiones.


28

Se levantó del catre y

luego de vestirse rápidamente, el frío arreciaba, ordenó un poco la habitación.

-¡Carolina! Muchachita ¿Está despierta?

-Buen día Ña Renata. Sí, estoy acomodando las colchas. Ya bajo a preparar el

desayuno, disculpe que dormí hasta tan tarde.

-Vamos niña deje todo como está y venga.

Gritó Renata sin perder la dulzura de su voz.

Cuando la joven entró a la cocina encontró que la mesa con platos colmados de

patay y una botija con arrope. El aroma dulzón inundaba la habitación y parecía tener el

poder de teñir el pecho de Carolina con un encantamiento de felicidad. En medio de los

recipientes dispuestos sobre la mesa, en el justo centro, se veía un jarro de barro cocido

que se erguía lleno de verbenas.

-Niña ¿Qué hace aún en el pasillo? Vamos pase y siéntese que hoy seré yo quien

la sirva. Dijo Renata sin poder evitar reírse de su propio comentario.

Carolina obedeció las palabras de la anciana y se sentó a la mesa, sin derramar

expresión alguna.

_ ¿Quiere té de rosa mosqueta?

La niña elevó la mirada hasta el rostro de Renata y ambas compartieron la

complicidad de aquel instante.

_Gracias.

_ ¿Gracias? ¿No es que tengo la más amable de las patroncitas… que agradece

mis labores? Le sirvo señora, permítame. ¡Ay, con todo este teatro se me ha olvidado lo

más importante, tómese el té, enseguida vuelvo!


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Renata se ausentó unos

minutos en los que Carolina bebió y comió con exultante disfrute. Ya se sentía más

tranquila y reconfortada.

_Tome…

Escuchó a su espalda.

_Esto es para usté.

Renata traía en sus manos un poncho precioso, colorido y grueso como ningún

otro que Carolina hubiera tenido jamás.

_Venga, vamos pruébeselo, le he bordado estas flores para que su hermano no se

lo usurpe. Tal vez haya perdido la juventud, pero la astucia nunca, niña, nunca.

_ Ña Renata, no sé qué decirle, usté… usté… es la única amiga que tengo.

Carolina se abalanzó sobre la anciana con tanta impulso que casi acaban las dos

sobre lo recipientes y las flores.

_ Bueh, calma muchacha. Venga siéntese que de eso quiero hablar. Niña, soy su

amiga y está bien que así lo sienta, pero estoy grande para compartir algunas cosas...

ahora que ya está en los trece necesita de alguien que entienda y comparta sus mismas

inquietudes.

_ ¡Es que, las niñas de este pueblo son todas unas bobas! Claro, es fácil burlarse

de mí porque no tengo madre que me peine bella o me enseñe a vestir como debiera.

Siempre se han reído de mí, y últimamente han tomado la costumbre de llamarme

charabón en lugar de Carolina y estoy segura de que eso fue idea de Raúl.

_Tiene que tener paciencia, es muy probable que sean menos maduras que usté

porque no han sufrido lo suficiente para comprender ciertos aspectos de la vida. Por eso
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anoche, cuando la niña discutió

con su hermano se me ocurrió una idea. Se acuerda de Inés ¿cierto?

_Mmm, no ¿Quién es?

_ Pero sí, la conoce, Inés, La China.

_ ¡Ah! Sí, la criada de doña Ingrid, la mestiza.

¡Eso! ¿Qué le parece si hablo con mi hermana para que le permita salir durante la

tarde, durante la siesta? Así ustedes pueden pasar un rato juntas y hacerse amigas, tal

vez…

Renata no precisó de respuesta alguna, las pupilas de la muchacha se encendieron

como aljófares en medio de un oscuro océano.

_ Ta bueno, todo cierto entonces. Ahora váyase a su casa así nadie se irrita por su

ausencia, pero no planee nada para esta tarde y asegúrese de tener sus quehaceres listos

para las cuatro. Prepare el mate y espérenos para la hora de la siesta ¿Le parece?

_ ¡Sí! Todo es perfecto, todo estará listo, no se preocupe ¡Gracias, gracias Ña

Renata, gracias!

_ Lo hago con todo gusto niña, pero ¿Se acuerda que le pedí que no me dijera

doña? Es que para mí es como si me abofeteara con todo mi ancianidad.

Renata rió a carcajadas hasta que la niña estuvo fuera de la casa, incluso Carolina

la oyó cuando estaba entrando a la suya.

Ni siquiera tuvieron que golpear la puerta, Carolina oyó los pasos cerca de la casa

y espió desde la ventana por la que solía espiar desde ése frágil mundo al que pertenecía.

_ ¡Vinieron!
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Dijo la joven luego de

abrir la puerta y sin querer sus ojos se posaron en el vientre de Inés, que parecía estar

ligeramente más prominente de lo que en general aparentaba “Debe ser difícil vivir con

la tensión de gritos permanentes, con certeza tanta agitación está matando su silueta”

Pensó.

_ ¡Carolina a la gente se la mira a los ojos, muchacha! Inés, salude a su nueva

amiga.

_ Buenas tardes, niña Carolina.

_ ¿Nos invita a pasar, pequeña, o quiere congelarnos para alimentarse con

nuestras carnes? Mire que la mía debe tener gusto a pasmado.

Entre risas, las tres entraron a la casa de Carolina y durante toda la tarde

conversaron de insignificancias y chismes inocentes de todas y cada una de las mujeres

del pueblo. Al día siguiente repitieron el encuentro, y así, durante unas semanas hasta

que Renata comenzó a ausentarse de las tertulias para que las niñas tuvieran la intimidad

necesaria que las amistades necesitan.

Entonces se juntaron religiosamente y sólo se justificaba la cancelación de un

encuentro si una de ellas contraía una enfermedad o estaba de castigo. Como por

ejemplo, durante el mes en que Inés cumpliría los dieciséis años, unos cinco meses

después del cumpleaños de Carolina, época en que La China alcanzó el pico de su

enfermedad, aquélla de “ansiedad que la hacia engordar tanto” y estuvo bajo el cuidado

de Renata durante treinta días.

Cuando Carolina la volvió a ver se sorprendió, parecía otra mujer. Parecía incluso

más distinguida, además de verse más delgada y atractiva. Su cuerpo había cambiado
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tanto que ahora parecía tener

unos senos que antes se perdían en la abundancia adiposa.

Luego de una temporada recuperada de chismería decidieron que eran dos

mujercitas superiores al resto en el pueblo y que debían usar sus inteligencias para

cometidos más importantes que afirmar la hipótesis de que la hija de los Pedernera

usaba los calzones de su padre porque ninguna otra ropa interior le entraba. Fue ahí que

sus reuniones se tornaron intelectuales y dieron comienzo a las tardes “L. A. T.” que

para todos era “Las Asombrosas Tejedoras” pero en verdad significaba “Las

Alfabetizadas Taumaturgas”, ya que los encuentros consistían en que Carolina enseñara

a Inés a leer y a escribir, práctica que percibía gracias a Renata, quién traía el

conocimiento del viejo continente mientras que La China iniciaba a su amiga en los

secretos del uso de las hierbas, heredado de su ascendencia indígena.

♣♣♣

De igual forma que venía obrando durante los últimos nueve meses, Fernando

procuraba nuevamente orientar sus mensajes para ofrecer los dones que tanto deseara

ofrecer a aquellas almas paganas y perturbadas, pero los ojos de María del Rosario le

habían perforado la firmeza como casi nadie en su vida previa lo había hecho. Eran sus

diecinueve años los culpables de tal indecisión, mezclados con las memorias cuasi

sexuales que aun guardaba del único encuentro humano que hubiera experimentado, la
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única hembra que había gozado,

su prima.

Eras lo separaban ya de aquel acontecimiento, pero aún mantenía viva en la piel

la sensación que el impudor de Carmen había impreso en él.

Recordó haberse sentido poderoso y al mismo tiempo indefenso ante tal

revelación. Tal vez fuera aquella conmoción de descontrol la que lo arrimara a los pies

del monasterio que más tarde le brindaría la entrada al universo de la virtud carnal y la

contención de los deseos.

La perfección añejada en sus recuerdos, endulzando la descripción de aquella

fémina silueta, le golpearon en la cara, y tomaron forma en la virginidad de la piel, boca,

nariz y exhalaciones que de Rosario le desembocaban.

Fernando observó la lengua impía y adolescente acceder a la carne de su Dios y

envidió, desde el instinto, obtener también adentrar parte de su cuerpo en las fauces

erógenas que le mostraba, de esa forma, por segunda vez ante su expectación. Le estaba

siendo permitido percibir el aroma de la sexualidad y no consiguió desviarse de él.

_ El cuerpo de Cristo.

Rozó la mejilla de María del Rosario, quien sonriendo, despejó los dientes

serafines, devolviéndole el gesto con aparente amabilidad.

_ Amén.

Los dedos de Fernando se entibiaron fugazmente, entrelazados en los cabellos

negros e impenetrables de la muchacha.

_ Gracias padre.
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Susurró María mientras

seguía el camino de la reverencia correspondiente a los que prueban la carne de

resurrección.

Más tarde, la vela aún ardía en la soledad del altar cual leal representante de la

inútil confusión con la que Fernando intentaba apagar de su espíritu las penetraciones

expresivas que las palabras de la niña habían enterrado en él, como múltiples réplicas.

“Gracias padre” repitió su memoria en consecuencia. Uno a uno las venias del

fundamento de los Predicadores caían tenues dentro de su alma, esclavas de la fusta

imponente con que la madre tierra, ópera prima del devenir humano, azota las

contradicciones ya vedadas de una religión que profesa el celibato.

Igual de obtusa que la oscuridad en su intento de alimentarse del fulgor que ardía

en la cera a través del pabilo manufacturado por el artesano del pueblo, se desangraba su

aparente derrota dejando pobres huellas de su existencia en el piso de la nave sagrada.

Vio en los bancos más alejados del altar millares de juicios fundamentados en el

silencio, que se deleitaban con él, como avarientos cachorros de lobisones desterrados

en el avance del blanco y oscuro humano. El hambre del vacío lo asustó, pareció querer

alimentarse de cualquier espacio que, débil de servicio, así lo permitiera. Entonces,

temió por su alma.

_ Encomendaos al Padre… Él eliminará todas las ofensas que en vuestro cuerpo

hereje estuvieren reproduciéndose.

Dijo a viva voz, procurando alejar, aunque sólo fuera por pequeños instantes, el

ardid con que la hoguera de la deserción, prometía quemarlo.


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Los ojos de Carolina

temblaron como las velas en el altar. Julián estaba diferente, parecía que el malestar

padecido durante las ocho semanas anteriores en las que se ausentara de la misa, lo

hubieran traído directamente desde la infancia a la pubertad. Sin duda había crecido

algunos centímetros y su cabello se mostraba más largo y vaporoso. La niña sintió como

si toda su pesadumbre fuera borrada del pecho por una luz divina. El estómago se le

contrajo, como acostumbraba cada vez que su hermano o su padre renovaban algún

comentario nocivo en público hacia ella, pero en este caso le deslumbró la sensación.

Tuvo vergüenza porque debajo del poncho sus pezones se sabían duros y con ellos los

labios inflados de sangre. La adolescencia le golpeó de frente como si sus deseos

hubieran crecido de repente junto con los cabellos de Julián y su rostro bien formado.

Quiso, como una necesidad incontrolable, estar vestida con prendas más adultas y

ostentar un peinado más sensual. No logró explicarse aquel montón de sentimientos

perturbados en su interior. Julián giró en su asiento y la muchacha se sonrojó sobre

manera. Agradeció a Dios que Raúl no percibiera su perturbación porque hubiera

significado un sinfín de comentarios inoportunos hacia el color de sus mejillas. Sin

embargo alguien notó la situación, fue Rosario que, sentada junto a Julián, dio un

vistazo hacia atrás y advirtió la expresión atónita de Carolina. Rosario le ofreció una

sonrisa cómplice y delicada y volvió su atención hacia el altar donde el fraile estaba

llegando.

Fernando recogió su hábito para no enredarse al subir los bajos escalones de

acceso hasta el altar y al pisar el último trecho que de él lo separaba inclinó el cuerpo y
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llevó la mano derecha a la

frente, recorriendo en sagrada devoción por el pecho la señal de la cruz. Después, ya con

la columna erecta y sin decir palabra alguna, se ubicó detrás del humilde atril donde

reposaba la Biblia y con la mirada fija en el Jesús petrificado, que parecía no perder de

vista a nadie desde la altura de su crucifixión, se persignó nuevamente, de esta vez en

voz alta para que los feligreses acompañaran su declamación.

_ In Nomini Patris, et Filli, et Spiritu Sancti.

_ Amén.

Respondieron.

_ Dominus vobiscum.

_ Et cum spirito tuo.

Tornaron a responder.

_ Hermanos, para celebrar dignamente este sagrado misterio, pidamos perdón por

nuestros pecados.

_ Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado

mucho de pensamiento, palabra, obra. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima

culpa. Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles y arcángeles, a los

santos y a vosotros, hermanos, que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor.

Mediante estas palabras todos los presentes pidieron por su alma al Dios

abstraído en su sacrificio, todos salvo algunos niños que aún eran demasiado pequeños

para pedir disculpas por males que no sabían si habían cometido. Ellos y Carolina, quien

permanecía dispersa con los aromas que el varonil cuerpo de Julián desprendía. Un codo

en la costilla hizo que la sensación de asfixia de la muchacha se hiciera real. Volteó en


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dirección al golpe, Pepe la

observaba furioso.

_ ¡Dése vuelta y preste atención! ¡Que gire le digo!

Obedeció a su padre y respirando despacio para recobrar la compostura persiguió

las palabras en el orden pretendido y repitió sin sentido alguno aquello que el conjunto

de hombres y mujeres aceptaban repetir.

_ Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y

nos lleve a la vida eterna.

Con la única diferencia que al pronunciar la palabra “eterna” sólo pudo pensar en

ella y Julián, ambos caminando la vejez y sus manos rozándose en el funeral de algún

conocido.

_ Amén.

♣♣♣
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A su Magestad, que Dios guarde

Por estos días los quehaceres regulares de la población no pasan de aquellos en

que los hombres cuidan el ganado, levantan cercas y fabrican las herramientas de hierro.

En realidad la demanda de herreros es grande por estas horas pero bien llegará el día en

que tengamos material humano suficiente para no tener que andar esperando que la

fragua y las manos de los artesanos nos provean en tiempo y forma de los encargos.

La villa se encuentra por ahora demasiado aislada casi abandonada de las

autoridades de la gobernación de Chile y de los mismos corregidores de Cuyo. Por más

que se insista en el pedido de auxilio parecen no tener oídos para nuestras peticiones.

Los moradores aunque en la mayoría no llegan a entender sesudamente el por qué de su

permanencia por estos lugares insisten en llevar una vida normal dentro de lo que las

condiciones permiten.

Por el momento no cuenta La Punta de los Venados con más de unas pocas

manzanas distribuidas de la manera que indico en el mapa.


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Los capitulares se reúnen muy de vez en cuando dada la morosidad en llegar a

acuerdos conjuntos para encontrar ciertas soluciones no por ser menos urgentes más

porque los encargados de encontrarlas están más ocupados en los quehaceres de sus

estancias y preocupados por una legua a más de tierra que puedan obtener en concesión.

Muy frecuentemente se usa el escaso papel y la tinta para redactar petitorios a Cuyo que

demoran meses en dar respuesta y así sigue la reiteración de los problemas no resueltos

y las urgencias dominantes.


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Hubo la reunión en el

Cabildo en día primero de enero para que fueran elegidos los alcaldes ordinarios y

demás ministros de justicia invocando la paz y tranquilidad de la república. Como

acostumbrado fui requerido para el juramento por Dios Nuestro y fue momento de

elevar una plegaria por las pobres viudas presentes quiénes andan precisando de ayuda.

♣♣♣
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Las paupérrimas mantas proporcionadas por Inaca al fraile la noche anterior, no

habían alcanzado a cumplir su cometido, pero lleno de jovialidad, Fernando se despegó

del catre. Vistió el hábito y condujo su cuerpo hasta el patio del fondo, allí donde la

letrina despedía sus malos olores pero a prudente distancia de su habitación. Después

volvió al interior de la vivienda donde sobre la mesa de algarrobo le esperaba una jarra

cobriza y una artesa a medio llenar de agua en la que se lavó las manos y el rostro.
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Frente al fuego fue

descongelándose poco a poco, junto a la pava que reposaba sobre el fuego.

El indio mudo, más por decisión que por impedimento, colaba, concentrado, la

infusión que exhalaba vapores aromáticos. Inaca había despegado del fuego el recipiente

de cobre dentro del cual hervían las hojas de cedrón y decantaba su contenido dentro de

una taza tosca de cerámica colorada. Enjuagó el jarro y, una vez lleno de agua, lo

dispuso sobre el fogón nuevamente. Sobre una bandeja de madera raída, organizó la taza

llena, algo de miel, una cesta repleta de tortas asadas al rescoldo, una media calabaza

con manteca, otra con arrope de tunas y un plato. La levantó y le indicó al fraile con la

mirada que inaugurase el paso hacia la mesa. Fernando se acercó y tomó ubicación cerca

del hogar encendido. Inaca acomodó frente al fraile todos los elementos de la bandeja,

abrió las telas que revestían la abertura de la ventana y la luz de un sol radiante, pero

lejano, entibió dulcemente los pétalos de las retamas, que reposaban dentro del florero

en el centro de la mesa.

_ El Chorrillero está atropellando hoy, peor que ayer… ¿Le traigo una chuchocaii?

_ Con lo que me has traído es suficiente, hoy estamos de comilona…

El indio se aproximó del fraile y dejó una cuchara de madera para que pudiera

untar el pan. Tomó con suavidad la bandeja y se retiró.

_ Inaca, ¿No come nada?

_ Tomé un candeal temprano, Padre, luego de preparar el pan, pero me quedo con

usté, lo acompaño si quiere… el domingo lo han invitado a una cogotera en lo de los

Cortés…
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Inaca retornó al fogón,

donde abandonó la bandeja sobre una mesada y dirigió su presencia en compañía de

Fernando. Inaca se sentó del otro lado de la mesa, enfrentado al fraile quién lo miraba

con asombro haciendo roncar el mate por la bombilla.

Terminado el desayuno, el fraile acomodó con prolijidad los cabellos

desorganizados y se dispuso a inspeccionar la capilla de la Virgen del Rosario del Nicho.

Recorrió la nave angosta con pocas aberturas, de interior sobrio y una vez más palpó los

sólidos muros.

♣♣♣

El pecho de Rosario ardía de emoción, lo vería otra vez.

Cuando llegó a la casa, estaban su padre y su hermano y al fondo de la sala,

sentado a la mesa, al Fraile Fernando.

No le resultó raro, Álvaro siempre obraba con mayor juicio que su abuelo y era

una buena idea establecer vínculos personales con el nuevo representante de la corona.

Pero la avidez parecía no existir en Pepe y, si bien su título de teniente regidor del
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cabildo obraba a su favor en

cada ocasión en que precisaba algo, como garantía segura de que obtendría lo que

deseaba, el poder real provenía de las instituciones eclesiásticas y el cabildo acababa

doblegándose ante las disposiciones obispales. Por eso es que resultaba más conveniente

organizar encuentros con los representantes de la iglesia que con cualquier criollo o

español que tuviera ideales de grandeza avaladas por títulos otorgados sin el menor

respaldo de nobleza.

Los invitados a la cena eran múltiples, la familia Hernández, la charlatana de

Carmela, con Hugo en su falda y el pequeño Francisco en brazos de su hermana

Ramona. Junto a Carmela se erguía de engreimiento su marido Jaime que parecía llevar

marcado en la frente “Teniente corregidor”. Junto a él, Felipe, su cuñado, que no dejaba

de azotar a miradas a Rosario, quién se sonrojaba por tal atrevimiento. La cabecera

estaba ocupada por el anfitrión y dueño de la casa, Álvaro Cortés, a su derecha Julián y

a su izquierda su esposa Ivana y la bella Rosario. Todos conformando la efigie perfecta

de la familia criolla por excelencia. En la otra punta de la mesa estaban Carolina, su

padre, Pepe y su hermano Raúl al lado del alcalde y Jorge, el regidor.

Los intereses de aquel encuentro se arremolinaban como los vientos del desierto

puntano, con la misma vehemencia y contradicción. Por un lado los instintos más

inocentes dormían en los deseos de los jóvenes. Ramona pretendía establecerse como un

perfecto ejemplar de una dama de bien, pero veía sus deseos truncados por la

demostración de vulgaridad que chocaba con sus quimeras cada vez que su madre

alimentaba a Hugo, en la boca, con charque. Carolina, además de envidiar el afecto con

el que la muchacha había sido criada, no perdía oportunidad en sonreír irónica ante la
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vergüenza de Renata al mismo

tiempo que ocupaba sus ojos sofocados por la presencia de Julián. Él era realmente un

muchacho atractivo visto desde cualquier perspectiva. Julián era ibérico desde el cabello

hasta las convicciones. De mirada dura y decidida a colonizar cualquier imagen que

osara ser vislumbrada por sus ojos europeos.

Durante esa velada, Julián dividía su atención en acechar el comportamiento

inapropiado que Felipe mostraba con su hermana y en inmiscuirse en la conversación

que su antecesor mantenía con el fraile Fernando respecto del destino de unas tierras que

Álvaro cediera a los indios con intenciones pacíficas con lo que el primogénito estaba

obsesionado pretendiendo el desalojo de las tierras por parte de los “salvajes” para hacer

con ellas un campo aprovechable para la crianza de ganado. Estaba convencido de que

ése sería el estímulo para que su ciudad pudiera mejorar el intercambio comercial con

las poblaciones vecinas.

Y era ése, el motivo de un único y reciproco enfrentamiento entre padre e hijo.

Cuando uno garantizaba la posibilidad de lazos fraternales con los indios, el otro insistía

en el rechazo constante para disminuir las amenazas. Lo que Julián ignoraba era que

hasta que Álvaro no perdiera la vida, su decisión sería la única de peso.

Tampoco Fernando conocía los motivos de aquella cena. Era Álvaro quien

confiaba en que el asesoramiento religioso calmara el ardor de pasiones en el alma de su

heredero antes de que algún verdugo, o la vejez, se lo llevaran consigo. El buen hombre

quería tener la certeza de que el frenesí de su hijo no lo dañaría ni a él ni a nadie en el

pueblo. Quería sí, ayudar al muchacho a labrar una prudencia apta para regirse en

nombre de la paz y no de la ambición.


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Por otro lado, Rosario

parecía no percatarse de las miradas cordiales de Raúl porque su intención estaba

orientada únicamente a hacer con que Fernando se sintiera cómodo y sus padres

apreciaran el comportamiento que, como criolla de alta alcurnia, sabía demostrar.

Carolina, en cambio, estaba atenta a las pretensiones, brotadas desde el amor, que su

hermano abrigaba por Rosario y, lejos de aprobar aquella o cualquier aproximación, se

le retorcían las tripas de celos por el rumbo errado que ese cariño tomaba y que por

cuestión de sangre lo veía como suyo y no con el nombre de otra mujer. No eran apenas

celos que la llevaban a odiar a Raúl y a su padre, era también el dolor de saber que

nunca su propia familia había sentido aprecio por ella, verdadera miembro del clan.

Desde el inicio de clases, Ramona y Rosario, acostumbraban a caminar solas el

primer trayecto del recorrido, desde el interior de la propiedad hasta el cruce del camino.

Allí se encontraban para seguir hasta la casa de la maestra.

No todos los jóvenes estaban deseosos de instrucción. De hecho, ellas eran las

únicas que nunca faltaban a clase, en parte por voluntad propia, en parte porque sus

padres les permitían tomarse una tarde a la semana para cultivar el aprendizaje y, de más

está decir, que oportunidad como ésa no era otorgada a la mayoría de las adolescentes

del pueblo, a las que, por causa de su género, les aguardaban otros deberes más

inclinados a las tareas hogareñas como la costura, el bordado, la cocina y la limpieza.

A los varones, en cambio, se los consideraba más en favor de que estudiasen. Las

clases impartidas a los muchachos se distinguían por ser más frecuentes y organizadas.

A pesar de eso, doña Dominga se empeñaba en que las jovencitas aprendieran,


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por lo menos, a leer y escribir.

Ella estaba convencida de que en las mujeres radicaba el futuro cultural de las

generaciones que se harían cargo de la ciudad “Si la evolución toca la puerta del hogar

y la mujer no está pronta para recibirla, el retroceso es seguro e inevitable”, decía.

Esa tarde comenzaron con el Evangelio según San Mateo, capítulo 6, versículos

del 9 al 13, siendo leído al comienzo por la maestra, despacio y luego ambas repetían.

Pero, las clases de Doña Dominga tenían una peculiaridad, la mujer solía declamar hasta

dormirse y aún después de ello. Sentada en su silla preferida, cerca de la ventana y de

espaldas a las alumnas, posición elegida en favor de su propia estima porque al quedar

con el rostro escondido, las niñas no se percatarían de sus cabeceadas. Muy por el

contrario Rosario y Ramona se divertían muchísimo con esos momentos, teniendo el

cuidado de evitar avergonzar a la anciana en bien de no interrumpir aquellos

espectáculos. Durante esa tarde la maestra modulaba, “Padre nuestro que estás en los

cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu charque, que hay hambre en el

pueblo, danos hoy nuestro mal de cada día, perdona nuestros berrinchesssszzzzzzz”,

mientras el chocoiii de la anciana, debajo de la mesa, no cesaba de despedir humores

fétidos.

Entre una gracia y la otra, las muchachas se desternillaban de la risa a la vez que

guardaban en la memoria la variedad de versiones sobre los versículos leídos, hasta que

Doña Dominga despertó por una carcajada al unísono y suspendió la clase, claramente

ofendida por la actitud de las niñas. Por lo que Rosario y Renata, con el resto de la tarde

libre, decidieron correr hasta el árbol “Pelao”, tronco seco que así llamaban y que servía

de asentamiento para cantidades de nidos.


48

Las dos tenían, también

por costumbre, recoger bichos canasto. Rosario por pura diversión, Ramona por una

razón más despiadada. Dejaba los cestos escondidos en el catre de su hermano, para, al

momento de salir las larvas, acusarlo de ser un niño realmente sucio, tan sucio que los

parásitos se lo comían por dentro.

Después de eso decidieron ir a recolectar vainas de algarrobo, que debían ser las

más grandes y maduras de la temporada, sólo encontradas en la estancia de Felipe

Fernández. Allí, sabían, esos árboles crecían muy bien gracias a una vertiente que nacía

cerca y siendo su propio tío el dueño, quién no le inspiraba suficiente afecto, Renata no

tuvo ningún reparo en retornar a su casa con una cosecha enorme.

La tarde fue buena ocasión para que La China y Carolina realizaran uno de sus

encuentros del L. A. T. en la que intentaron interpretar el libro que Inaca les prestara.

Para comenzar, la joven Montebuey leyó un párrafo del tomo I, discurso V del

libro de Feijoo, “Teatro crítico universal”. Párrafo que hablaba de la medicina entendida

sobre conceptos casi absurdos a su noción de niña. Por lo que, Carolina modificó todo el

contenido del texto en favor de que su amiga lo entendiera. Ella podía hacerlo, porque

Renata la había instruido ya que no le permitían ir a lo de Doña Dominga y de hecho

Carolina Montebuey leía bastante bien y escribía con igual capacidad.

Pero hubo algo que la dejó pensando horas, después del encuentro. Una frase en

el discurso XVI “La defensa de las mujeres” en el que se hablaba del maltrato y

menosprecio a las mujeres “que hay hombre tan maldito, que dice que una mujer no es

buena, sólo porque ella no quiso ser mala”


49

Carolina fue mandada a

recoger los charques secos y terminar de moler, en el mortero, las vainas verdes de

algarroba, esenciales para la preparación de la alojaiv y siempre la misma tediosa labor

de machacar las chauchas que se secaban al sol desde una semana antes hasta volverlas

harina para cernerla y mezclarla con agua para el patayv. Después venían los moldes, el

apisonamiento y las brasas. Odiaba trabajar tanto para alcanzar el resultado, pero más

odiaba, ser ella la encargada de llevar a cabo todo el proceso que luego nadie agradecía.

Semana tras semana estaba condenada a recoger las vainas, secarlas, molerlas,

preparar la masa, cocer a las brasas. En cierto modo, una sola cosa le excitaba en la

faena, el mortero, fuera tal vez porque podía, a través de la fuerza empleada, descargar

un poco de la furia que se enredaba en su pecho por los disgustos del mal solucionado

amor fraternal. Ella, como el patay, tardaba demasiado en volverse dulce, pero

ciertamente después de largos padecimientos y de que sus afectos se secaran en el vapor

de la transpiración provocada por repetidos episodios de furia y llanto, le aguardaría el

futuro con las condiciones necesarias para forjar algún beneficio y despegarla así de los

maltratos que tanto la torturaban desde la infancia.

Colocó los charques sobre la mesa y aproximó una candela para iluminar la

velada. Dispuso sillas para Pepe y Raúl y se preparó a servirlos como tarde tras tarde le

incumbía hacerlo. No había acomodado los utensilios sobre la mesa cuando padre y

hermano atravesaron el umbral de la casa.

_ ¡Carolina, Carolina! ¿Dónde está?

_ Buenas noches, padre, estaba preparando la cena.


50

_ Ay hermana querida,

cuándo llegará el día en que tenga sus labores listas para el momento en que son

necesarias ¿Pretende que luego de atravesar la ciudad a caballo tengamos paciencia para

calmar nuestros estómagos y explicarle que “Está preparando la cena” cuando debiera

tenerla lista antes de nuestra llegada? Mírenos ¿No ve el cansancio dibujado en el rostro

de nuestro tata? Ha estado toda la jornada velando por su bienestar y así como por el de

todos en esta ciudad. Ha intervenido en su nombre para que las decisiones capitulares le

sean beneficiosas ¿Y usté no es capaz de tener una simple comida lista para

reconfortarlo?

Pepe no dijo nada, simplemente miró con recelo a Carolina como si un simple

vistazo bastara para cementar sobre ella una pirámide de acusaciones.

Ambos se sentaron a la mesa y aguardaron en silencio a que la muchacha acabara

de disponerla.

_ ¡Puaj!

Exclamó Raúl.

_ ¿Cuántas veces le he dicho que debe salar más la carne? ¡Esto no tiene sabor!

¿Por qué no me alimenta directamente con un pedazo de suela? Sería lo mismo para mi

paladar ¡Qué desperdicio!

Esa noche Raúl estaba más ruin que de costumbre.

Como todas las actitudes humanas, aquello tenía una explicación. Días atrás

Carolina había gozado al reírse y avergonzar a Ramona durante la cena de los Cortéz y a

pesar de que el carácter de Raúl siempre se mostrara recio, sin dar señal alguna en

público de su irritación, aquella situación le había molestado sobremanera. En algún


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lugar de su alma se sabía

culpable por el resentimiento que su hermana revelaba hacia la muchachita. Sabía que su

trato hacia ella no era el mejor que se podía forjar entre dos hermanos, pero aún así, no

podía modificar el rechazo que le provocaba.

Las provocaciones habían excedido su cauce. De pequeños parecían tratarse de

una rivalidad insignificante propia de la normalidad del vínculo entre dos hermanos,

más o menos de la misma edad, pero a medida que los años pasaban y sus ánimos,

además de sus cuerpos, entraban en la pubertad, las discusiones desembocaban en

expresiones de intolerancia real y sincera entre ambos.

Carolina había tenido alguna vez la posibilidad de convertirse en una mujercita

bondadosa y desinteresada, ahora, deambulaba por su adolescencia con una sucesión de

sufrimientos y necesidades que reflejaba a las claras en sus actitudes para con las demás

niñas del pueblo.

♣♣♣

En muchas ocasiones Álvaro y Julián discutieron en público. En esos momentos

Julián padecía de un humor especial, una conjunción de irritación, rabia, impotencia y

excesiva frustración. El muchacho admiraba a su padre, siempre lo había hecho y desde

niño lo tenía en bien. Lo consideraba un hombre digno y aspiraba a convertirse él mismo

en un caballero de igual o mayor nobleza pero los sentimientos de la infancia obraban

distantes de los sentimientos actuales. Le ganaba la necesidad de imponer sus ideas, de

convertirse al fin, en el macho alfa. De ser, de allí en adelante, dueño de la última


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palabra por sobre la de sus

pares, de que sus ideas se hicieran realidad en un santiamén. La ambición de poder lo

oponía a su padre. Estaba convencido de que los “salvajes” eran el mayor, aunque no el

único, problema de su gente ¿Qué sentido había entonces en proveerles de un espacio

desde donde auspiciaran estrategias de ataque y devastación contra la ciudad?

Julián no ponderaba la conciliación. Su único método contra todo lo despreciado

era vencerlo como a cualquier enemigo, derrotarlos por completo y disfrutar, desde el

triunfo, de la legitimidad del vencedor y en esa sospecha ya consideraba que todos los

que no se sumaran a la causa pasarían a formar parte del grupo oponente, sin importarle

desde la tierra de qué continente brotara su sangre.

Carolina observó hasta que la discusión acabó. Cuando Álvaro se distanció de su

hijo en el centro de la plaza, se dejó rozar el rostro por la brisa del atardecer en la carrera

desde las inmediaciones de la capilla.

_ ¡Julián! ¡Julián!

Los chillidos de la muchacha no lograron atraer la atención del joven, atrapada en

la succión abrumadora en la que se encontraba su mente. Carolina alcanzó la polvorienta

calle que la separaba del deseo y atravesó la plaza hasta llegar a su lado. Le tocó la nuca

con las yemas entibiadas por el calor del poncho.

_ ¿No me oyó? Le grité varias veces ¿Qué sucede? Tiene un extraño semblante

¿Está bien?

_ Hola, niña ¿En que anda? ¿Buscando alimentos para preparar la cena?
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_ Eh... en realidad no,

quise venir a brindarle a mi alma un poco de orientación divina, pero ahora que lo dice

ya debería estar preparando la comida. ¿No se siente bien, verdá?

_ Todo está bien, sólo me ha enfriado un poco el clima.

_ No quiero ser impertinente, Julián, pero conozco sus gestos demasiado bien

como para no darme cuenta de la angustia en su rostro ¡Vamos, puede confiar en mí!

¿Qué sucede?

_ Nada, niña, nada grave, es que hay ocasiones en que coincidir con las opiniones

de los demás se vuelve un poco complicado, especialmente cuando uno debe obedecer a

imposiciones que no concuerda.

_ ¡Ah! Es por las tierras que su padre ofreció a los indios.

_ ¡Un momento! ¿Cómo sabe eso?

_ Querido vecino, aunque le parezca medio abombadavi, no es así. No olvide que

vivo bajo el mismo techo que uno de los Regidores del Cabildo y, aquí entre nosotros, su

inteligencia es bastante resumida como para proteger la información con la que cuentan

¿Cree que no he escuchado acerca de las iniciativas que Álvaro ha tomado a favor de

nuestros enemigos?

_ ¡No sea impertinente! Está hablando sobre nuestros padres… pero dígame

¿También le parece que el asunto de las tierras ha sido mal manejado?

_ ¡Claro! ¿Qué sentido le encuentra uno en ayudar a quienes no nos dejan vivir en

paz? Yo creo, sinceramente que cuando el peculio de los Cortés pase a sus manos, su

familia obtendrá muchos más beneficios, aquéllos que le corresponden por estirpe y si

ustedes se enriquecen también lo haremos el resto de los vecinos.


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_ Es más inteligente de

lo que parece, pero no olvide que el don de la genialidad en las mujeres no siempre es

benévolo. Si lo usa para aconsejar a los hombres que la rodean, sin ser pedante o

demasiado entremetida, hará bien; si lo utiliza para dar a sus hijos la educación necesaria

para que sean personas agradecidas con sus compatriotas y su destino, hará bien, más si

sus ambiciones de poder esquivan aquella inteligencia con la que pocas mujeres son

bendecidas y camina el sendero de la astucia, sembrará el fracaso en la vida de los que la

acompañen y el castigo divino. Las mujeres deben aspirar a ser como la Santísima

Virgen y seguir a su marido a donde sus instintos y obligaciones lo guíen, hasta la

muerte si así él lo decidiera.

_ ¡Ay, Julián! ¡Qué palabras más inspiradoras las que salen de sus labios! ¡Sueño

con que un hombre como usté me elija para compañera en la vida y me permita ofrecerle

todo de mí para que su éxito y felicidad sean seguros! ¡Me tengo que ir! El sol está

abandonando nuestro horizonte y ya sabe que los estómagos de mi familia son muy

sensibles a la impuntualidad.

Carolina caminó unos pasos de espaldas, levantando la mano en señal de

despedida y con la mirada irradiando sensualidad gritó,

_ ¡No olvide que puede contar conmigo! Le seré útil en cualquier asunto en que

precise de un “compinche”

Julián quedo más pensativo de lo que había estado antes de la conversación. No

porque su carácter fuera débil y víctima de cualquier asedio, no estaba acostumbrado a

que provinieran de una dama y menos aún de una dama más joven que él.

Definitivamente Carolina poseía agallas comparada con sus pares, lo que se podía
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justificar por la sumisión de la

muchacha a su familia durante tanto tiempo y este frenesí temprano de independencia

despertado en ella. Pero es bueno recordar que la libertad en tiempos de nuestras aquí

heroínas, dependía de los lazos matrimoniales como única oportunidad.

Sólo que Carolina tenía muy claros sus objetivos al igual que sus prioridades. Si

su pretensión era la de torcer al destino para transformar el sufrimiento por gracias

futuras, su pericia no podía tropezar en baches de ningún tipo, y con esto de Julián,

había que cincharvii. Parte del plano de acción ya estaba siendo realizado y las fichas

caían en las casillas pretendidas con tanta facilidad, que la muchacha se sorprendía con

su propia picardía y el escaso juicio ajeno. Porque su principal ambición era casarse con

Julián y para ello precisaba enamorarlo, o en su defecto, conseguir su aprobación y de

aquellos que lo influenciaban. De allí que su iniciada amistad con Rosario resultaba

conveniente y, al mismo tiempo, que Raúl se perdiera en las cualidades de Rosario. Eso,

por el momento, muy provechoso ya que lo mantenía incomunicado del mundo en el

que ella, su hermana, estaba plantando posibilidades que pronto serían triunfos rotundos.

Por otro lado, más adelante Rosario podría ser la indicada para persuadir a Raúl,

ya devenido en su enamorado, en favor de la unión marital de Carolina y Julián.

La amistad con quien consideraba su futura cuñada, había multiplicado las armas

a favor de Carolina. La joven Cortéz confiaba en ella. Receptaba y guardaba

información, que en años venideros sería de vital trascendencia para sus planes.

Rosario ya no negaba su interés, más que normal, por Fernando. Condición que

resultaba más que apropiada para los planes de Carolina y tan oportuna, como fuera de

lo común, que había ocasiones en las que debía recordarse si lo que oyera de la boca de
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su amiga era real, sumado a

que, y ésta la mejor parte de la historia, el propio fraile correspondía a aquel interés

indecente.

♣♣♣

A su Magestad, que Dios guarde

El asunto de los indios encomendados también requiere de atención aunque los

dueños de las tierras han recibido la orden del Cabildo de hacer el rejunte y recuento

para que ningún alma deje de ser evangelizada so pena de pagaren con multas o prisión.

Es sabido que esas almas impuras no pueden ni deben alejarse más de cuatro leguas del

poblado pero siempre hay alguna que se deja atraer por las promesas de tierras y ganado

que les hacen los caciques de las tolderías que nos circundan. Bien es sabido que las

tierras son ahora de la corona por derecho y privilegio y que el ganado cimarrón fue

traído aquí por nuestros colonizadores y pastan y se reproducen apenas por la bondad
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del Señor pero así están las

cosas y es gente de un lado y del otro reclamando poses que hay que delimitar con actas

para que los vecinos no entren en discusiones malogradas y las almas vasallas de su

Magestad puedan al fin ser adoctrinadas como merecen.

Yo mismo no doy a basto con esta tarea. Ando en negociaciones para solicitar al

Cabildo un solar mayor donde construir una escuela y una cocina grande para que

alguna dama de la ciudad enseñe a las indias a hacer nuestros platos ya que las pobres

apenas saben consumir lo que Dios da en la naturaleza y muchas veces sin pasar por el

cocido. Así es que se expanden algunas dolencias en la carne y en los vegetales que ni

tienen el intuito de lavar correctamente.

♣♣♣

Carolina sabía que la gravedad de dicha transgresión en un universo donde la

tierra y el cielo obran bajo las licencias de tan noble patrón, lo más adecuado para

invalidar sus órdenes sería que la autoridad en vigencia padeciera los repudios de sus

esclavos, consecuencia que, en caso de no alterarse por sí sola, ella no dudaría en

divulgar.

Sin embargo, todas las acciones, consecuencia de sus instigaciones, tendrían

resultados que la excederían y la llevarían a arriesgar de sí más de lo que pretendía. Los

barrancos del futuro la conducirían a acciones impensadas, vadeando límites definitivos.

Carolina se convertiría en el verdugo de unos cuantos y el mayoral Cortéz moriría por su


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causa. Pero esos

acontecimientos estaban lejanos aún. Por el momento, sus manos sólo entrelazaban el

tejido destructor.

El agua escaseaba desde hacía más de una semana y no se descubría el motivo.

La penosa situación se sumaba a la casi nula reserva de ganado con la que contaba el

pueblo.

Seis meses atrás la ciudad había sufrido una nueva rebelión indígena y, si bien los

“salvajes” no se habían llevado más que dos mujeres y tres niños, las cabezas de ganado

robadas superaban el sesenta por ciento del ganado total de la comarca, de todas las

familias juntas.

Para entonces sólo Lusiano Lusero, un paisano criollo, poseía algunas cabezas

para alimentarse y seguir reproduciendo. Y toda esta desconformidad de la villa era

mencionada sin paciencia ante las autoridades del cabildo, de modo que toda la

responsabilidad de proponer y encontrar soluciones pesaba sobre los hombros de Pepe y

sus camaradas.

Siendo así, Carolina se cuidaba de no alterar el humor de nadie en la familia

porque sabía que la única que luego pagaría “los platos rotos” sería ella, con el

sufrimiento de castigos injustos. Además, y debido a que había recibido quejas de su

padre “Ando olisqueando olores raros y no es yerbiadoviii”, que había en la casa cuando

él llegaba. Hedores que provenían de las infusiones preparadas en sus encuentros con La

China, ambas decidieron a contra gusto, que durante esa semana en especial, el L. A. T.

-Las Alfabetizadas Taumaturgas- se reuniría en casa de Ingrid.


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La idea primera había

sido hacerlo en casa de Renata. El inconveniente se presentaba en que la anciana,

podrían jurar, no aprobaría sus inocentes ensayos de alquimia. Así que, como segunda

opción, pensaron en la casa de Ingrid, pero allí también el permiso estaría denegado,

resolvieron darle un sedativo cada tarde durante toda la semana. De cualquier forma la

anciana dormía la siesta y con té o sin él, nadie, ni ella misma notaría la diferencia. Todo

el plan consistía en machacar unas pocas hojas de chamico y mezclar gotas del zumo en

el almuerzo para lograr unas horas sin sobresaltos y luego suministrarle infusión de

lantana para que no padeciera el resto del día la somnolencia que lo primero le

produjera. Los resultados eran de maravilla. Transitaban por el día miércoles y no había

surgido inconveniente alguno. De hecho parecía que la suerte de toda la ciudad

comenzaba a cambiar.

Si bien la falta de carne no estaba solucionada, Raúl descubriera la causa de la

escasez de agua.

En los terrenos altos de la ciudad, pertenecientes a las familias Suárez y Olguín,

la creación de huertas demasiado extensas, algunas de los dueños directos y otras,

muchas otras, de familiares y vecinos de ellos, impedía que el agua de los ríos serranos

llegara con el caudal acostumbrado a la ciudad. La noticia acrecentó el enojo de los que

padecían la falta de agua y la irritación sumergió a toda la ciudad que se separó en dos

bandos, el que vivía en el alto, que exigía el derecho a sembrar lo que les viniera en

ganas y el otro que poseía tierras en la parte baja y exigía que se detuvieran las

intransigencias.
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El enfrentamiento creció

de tal manera que las autoridades del Cabildo tuvieron que pedir la mediación del fraile

Fernando para que, con su orientación de hombre santo, conciliara relaciones entre los

habitantes de La Punta de los Venados.

La intervención resultó balsámica y, aprovechando que las disputas se habían

calmado un poco, se convocó, inmediatamente luego de la misa, a una reunión del

Cabildo. En la reunión decidieron que las familias habientes de terrenos en el alto, sólo

podían cosechar de la tierra en beneficio propio, y no para el de vecinos o familiares;

caso contrario deberían pagar multas elevadas. De esta forma se vería preservada el agua

para aquellos que vivían en el bajo, donde estaban ubicadas las casas de los habitantes

de mayor distinción, todos emplazados alrededor de la manzana central.

Al comunicar lo convenido en la reunión al resto del pueblo, muchos de los

habitantes del sector penitenciado se rebelaron contra la ordenanza, aludiendo que se

estaba cometiendo injusticia y argumentaban que nadie podía quitarles lo que era suyo y

que, además de escasear la carne y la limitación en el sembrado de verduras suficientes,

qué se supondría que debían comer.

Guillermo Olguin, escuchó atento la marea de quejas que iban de un sector al

otro, escrutando con la mirada a los titulares del Cabildo y al gentío bullicioso. Mientras

buscaba una solución, su atención se detuvo en Lusiano Lusero que estaba sentado lejos

del escándalo en un banco de la plaza, masticando tabaco. De pronto todo cobró sentido

y los cabos sueltos formaron la perfecta herramienta para obtener beneficios de la

situación.

_ ¡Compañeros!
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Gritó, acallando al resto

de las opiniones

_La Punta de los Venados es una comarca de valientes ¡De valientes y

compadres! ¿No es así?

_ ¡Sí!

Exclamó todo el sector del alto, vecinos de Olguin. Mientras el sector opuesto,

calló atónito.

_ ¡Pues, entonces debemos comportarnos como tales! Como ciudadanos del

mismo rey, como compadres, como vecinos ¡Como hermanos hijos del mismo Dios!

_ ¡Sí!

Repitieron todos.

_ ¡Si somos hermanos, devuélvannos el agua!

Gritó un tal José Romero.

_ Sí compañero ¡Tiene razón!

Aquellos que estaban con Olguín no comprendieron esas palabras; sin embargo

algunos, insistentes en la protesta, continuaron incitándolo sin oír realmente lo que

Guillermo decía.

_ Nosotros debemos compartir el agua con el resto de los habitantes, porque el

agua es necesaria para vivir y como conciudadanos debemos asegurarnos la

supervivencia los unos a los otros; pero de la misma manera, aquellos que aún tienen

ganado, están obligados a compartir con el resto de nosotros un poco de carne…

Y en estas frases alzó aun más la voz.


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_ ¡Para que la población

entera no caiga en pestes y achaques! Así que si los del alto compartimos el agua, que

Don Lusero, vecino del bajo, comparta su carne.

_ ¡Sí!

Aclamaron.

_ ¡Así se habla compadre!

Lusiano, que continuaba masticando tabaco no pudo evitar atragantarse con el

bolo de excesivo que se le atoró en la garganta impidiéndole hablar. El rostro se tornó

bermellón y, desesperado, agitó los brazos con desorbitados ojos. Al mismo tiempo, los

vecinos, creyendo que todo aquello era producto de un ataque de furia, permanecieron

alejados para evitar ser víctimas del enojo. Pero gracias a la presteza de Inés el apremio

no pasó a mayores. La muchacha, que pasaba por allí en dirección a la casa de Renata,

ya que precisaba la olla que le había prestado sin permiso de Ingrid y que, esa mañana,

su patrona le había exigido demencialmente, al ver a Lusiano Lusero, y sin saber nada

de lo que sucedía, corrió en su dirección, lo tomó desde atrás por debajo de las axilas y

le dio un fuerte apretón, maniobra indicada para asistir a quien se ahoga con algo. Así

cuatro veces hasta que el bolo de tabaco y saliva salió despedido de la boca de Luciano e

impactó contra el rostro de Hugo Fernández, que, junto a su madre, presenciaba el

ardoroso debate.

La que más se divirtió con el percance fue Ramona, quien, aunque no se rió, por

pura cortesía, fue feliz sabiendo que su hermano al fin pasaba un poco de la vergüenza

en la que ella vivía sumida, por su culpa.


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Finalmente, una semana

después, con una nueva reunión capitular, se resolvió en entredicho, disponiendo

exactamente lo propuesto por Olguin, de modo tal que todos en el pueblo, salvo Lusero,

quedaron conformes con lo decidido.

♣♣♣

Mientras Inés estaba siendo retrasada por el “circo” en la plaza, Carolina se

dirigió a casa de Ingrid con intención de asistir al encuentro del L. A. T. Luego de

golpear dos veces sin recibir respuesta, decidió entrar para evitar los ruidos de los toques

a la puerta. Ya adentro, buscó a su amiga por toda la casa, con la tranquilidad de saber

que la dueña se hallaba dormida. Al no encontrarla en ningún sitio, salió al patio trasero
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en dirección a la alcoba de La

China.

Cuando abrió la puerta de la precaria choza no se atrevió a traspasar el umbral.

Allí, en el catre de su amiga vio a una niña de unos tres años sumida en un sueño

profundo. Luego de unos instantes se acercó a ella y, contradiciendo a su razonamiento,

los rasgos de la infante confirmaron que la niña que reposaba en el jergón era, sin duda

alguna, pariente de su amiga. De pronto todos los recuerdos que alojaba su memoria

definieron aquel escenario. Carolina recordó el vientre de Inés al comenzar los

encuentros, la gordura de la criada incrementándose, los treinta días de supuesta

enfermedad y el cambio rotundo luego la ausencia; la asombrosa mutación del cuerpo, el

aparente desarrollo de los pechos. Todo. Todo cobraba nuevo sentido ahora.

Allí de pie, como detenida en el tiempo, sintió una mano sobre el hombro. Inés le

hizo una seña para que no hablara y la escoltó hasta el patio, entre la casona y la choza.

_ Carolina… no voy a negarle nada… usté es mi amiga… por favor, júreme que

nunca dirá palabra alguna sobre lo que acaba de ver ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Júrelo!

El semblante de Carolina pareció no encontrar el pasaje de regreso al mundo

donde su única compañera rogaba por su complicidad. La China impulsada por la

desesperación la sacudió hasta obtener la respuesta requerida.

_ Se lo juro.

Dijo por fin Carolina y la abrazó.

La misa, concluyó. Las últimas palabras habían sido dadas y las personas, como

los segundos, abandonaban la ceremonia apurando los pasos para retomar cada cual a su

deber, ése que los definía según hicieran o por quienes los hicieran, artesanos,
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ganaderos, comerciantes,

soldados, madres, esposas, hijos, hermanos.

Fernando se sumió en la soledad del que no comparte responsabilidades. En sus

vértebras pesaban cada uno de los destinos de las almas a las que debía adoctrinar. Él

como los demás sólo sabía ser aquello que debía. Sin embargo, la dualidad humana

inherente desde antes del dogma cristiano, estaba disgregando poco a poco su identidad

y abriendo vacíos favorables para el desarrollo de embriones paganos sedientos de

sensaciones inguinales, de crecientes apegos, de necesidades y dependencias, todos

torrentes hormonales donde ahogarse.

La iglesia quedó vacía. Fernando camino lentamente desde el altar hasta la

magnánima puerta de algarrobo abierta, siempre abierta salvo en ocasiones en las que la

Santa Fe del lugar obraba como único escudo protector contra enemigos más concretos

armados con lanzas inflamadas de odio con las que quemaban lo sembrado en estas

tierras vírgenes y fértiles.

Acarició la madera con el cariño que se le brinda a lo que nos es indispensable y

dejó que su hombro descansara un poco de gravedad sobre la fibra tallada.

La en breve ausente luz iluminó la diáfana presencia de Rosario a la distancia. La

muchacha reposaba, sentada sobre una raíz expuesta sobre la tierra, brazo indolente del

tronco grueso que en las alturas exponía sus gajos al vaivén del viento.

Fernando olvidó por unos momentos la amargura eferente en sus venas. Separó el

cuerpo de la puerta y caminó hasta cerca de la joven.

_ María, aún no te has ido… pude ver a tu madre y a tu hermano alejándose ¿Por

qué no fuiste con ellos?


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_ Señor, si usté supiera

cuán doloroso es volver a casa entendería por qué prefiero quedarme aquí sufriendo los

caprichos del viento, que, al menos, logra llevarse el sonido de mi respiración.

_ Hija…

_ ¡Por favor no me llame así! Oír esa palabra en su boca es sentir como si

mordiera mis entrañas avarientas… poco falta para que desaparezca de este mundo el

único hombre al que le cabe llamarme de ese modo.

_ Rosario, no entiendo lo que dices. Tal vez si me explicases al menos por qué

estás llorando, pudiera ayudarte a desganar tu angustia para que se revele en otros

menos inocentes.

_ No quiero, Señor, ser imprudente y manifestarle mi enojo contra aquél a quien

usté tanto devota… es que en estos momentos dispenso creencias divinas… me hacen

falta caricias humanas.

_ Muchacha, acepta mi mano, vamos que me corresponde oírte en confesión para

alivianar el grado de tu desesperanza ¡Vamos a que me cuentes y recemos juntos por el

rumbo de tus pasos!

Fernando hizo que Rosario esperara algunos minutos en la esquina de la cuadra

de la iglesia, momentos que utilizó para librar de sus tareas a las mujeres encargadas de

limpiar los asientos y el piso de la capilla. No hizo falta excusa alguna para lograr

obediencia y así, cuando las cuatro damas doblaron la otra esquina, el fraile hizo señas a

la muchacha para que entrara. Cuando ambos estuvieron adentro, el fraile cerró las

puertas.

_ Por más sumida en el dolor que me encuentre, Señor ¡Muero de lucidez!


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_ ¿Qué dices?

_ Veo que tengo razón cuando le digo que soy inoportuna, de otra forma no

cerraría usté las puertas. Teme por los dichos de la gente. Estoy enredándolo en

desdichas terrenales de las que debería alejarse para no comprometer su prestigio.

_ ¡Deja ya los absurdos del innombrable! Sólo quiero ofrecerte un poco de

tranquilidad… un poco de apoyo ¡Ven, vamos a sentarnos!

Él la acompañó hasta uno de los bancos y se sentaron lado a lado.

_ Dime ¿Por qué te aflige tanto volver a tu casa? Tu familia es bendecida y no

careces más que ningún otro.

_ Pronto ha de faltarme, si es que ya no lo tengo.

_ ¿Qué, no tienes? ¡Niña sé clara!

_ Mi padre está muy enfermo, Señor.

_ Estás exagerando, debe ser un achaque cotidiano, con reposo mejora, ya verás.

_ No diga eso ni trate mi dolor con tanta liviandad. Usté no ha visto el color de la

muerte en su rostro ni ha escuchado los llantos de mi madre todas las madrugadas.

Señor, mi madre no llora por cualquier cosa, sólo conocí sus lágrimas cuando mi abuelo

falleció. Su dolor es suficiente prueba de que mi padre ya está muerto.

Los sollozos de Rosario invadieron los contornos de la capilla y las paredes, al

igual que las palomas escondidas entre las vigas y la paja del techo, temblaron ante el

gemido de angustia. Entre ecos la mirada de la Virgen pareció torcerse hasta desfigurar

el pétreo rostro sagrado. Fernando apresuró pasos hasta el altar y tomo de él el cuenco

donde vacilaba el agua bendita. Después se acercó a la niña y le dio a beber para que

calmara su llanto. La muchacha elevó la mirada hacia el Dios de las alturas y creyó ver,
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al tiempo en que sorbía, que la

bendición descendía sobre ella en la forma de pequeños querubines aleteando sobre su

cabeza, destellando partículas tornasoladas.

Fernando le retiró el cuenco de las manos y lo dejó debajo del banco. La observó

callado unos instantes. Acercó su palma al rostro y la acarició con la misma dulzura con

la que lo había hecho en aquel primer encuentro cuando la alimentara con el cuerpo de

su Dios. Traía el recuerdo de los dientes serafines y el deseo de volver a verlos. Cedió al

impulso de su hombría y separó con los dedos los labios de la joven para disfrutar,

complacido, el calor húmedo de la lengua. Unos instantes fueron suficientes para que el

cuerpo no escuchara ya consignas disciplinarias.

Rosario sabía que ésa avidez era la culpable del escozor desconocido que

empapaba la naturaleza de su vagina, irrigando allende sus piernas, subiendo hasta la

dureza de sus pechos y sometiendo los mandatos indignados.

Las manos del fraile se inundaron de sudor sobre la despojada dermis del rostro

de su amante. Recorrió, así, la mejilla tibia, el cuello erguido hasta la nuca endurecida de

prohibiciones. Sus dedos rompieron, definitivamente, los límites y los cuatro labios se

reconocieran en un beso furtivo de imposibilidades vulneradas.

Las luces de las velas centellearon desde el altar como estrellas indecisas.

Morían y revivían en brillo, conmovidas por ser parte de ese único escenario de pureza

y entrega humana.

Las tribulaciones ya no fueron obstáculo alguno para la carne de Rosario y su

hombre ¡Hombre más que nunca! ¡Hombre! Mientras la reclinaba sobre el banco y

mordía insaciable los primeros tres botones del vestido, umbral de los pechos. ¡Hombre!
69

Mientras su lengua le enjugaba

las lágrimas, lamiéndolas para suprimirlas de la mirada de su amada.

Despedidos por el vaivén de los cuerpos acabaron en el suelo, enjaulados entre

las patas de los bancos. La espalda de la joven se humedeció en el piso aún mojado y

manchas de polvo húmedo impregnaron las telas de su ropa. Los indicios del pecado

menguaron, otras máculas más significantes marcarían de rojo la entrepierna de la

doncella, dando fe de lo ocurrido entre sus instintos y sus dolores de incomprensión.

Rosario se levantó la “pollera”ix, al momento en que Fernando, impávido, le

arrancó las bragas. La sotana siguió impidiéndole alcanzar el placer venéreo pero las

manos de ella la removieron a un costado de manera que pudiera acariciar la piel beata

de la vulva.

Fernando entonces clavó su mirada en la protuberancia bendita y derramó agua

bendita desde su boca, en las alturas, sobre el vientre y el pubis y cerca de la vulva posó

la anémica lengua, indicándola receptora de su bendición.

El gemido se repitió varias veces, no más por las angustias irremediables,

promovido sí por placeres igual de tenaces. La imagen de la Virgen escuchó los tonos

destemplados de la garganta de la chica y enlazada con ellos la respiración jadeante de

Fernando. ¡Hombre más que nunca! Ahora que alimentaba con su carne y con le de

ningún otro, el apetito de ambos. “Amén” resonó la palabra entre ecos. “Gracias Padre”

fue la respuesta en el aire.

Fernando nunca había creído que existiera una forma para el hombre pagano de

sentirse “dios” él mismo, y tan poderoso.


70

El fraile supuso que el

placer, que Rosario sentía, la hubiera transportado hacia algún lugar de inigualable

calma. Un espacio sin alteraciones triviales o de cualquier otra naturaleza por el rostro

impasible de la niña pero, de repente, la notó asustada otra vez. Casi pensó que era por

su culpa. Acababa de abusar de su inocencia. La había seducido y con certeza ella

comenzaba a arrepentirse de la abominación cometida. Estaba en esos pensamientos

arremolinados hasta que sintió que Rosario lo empujaba queriendo despegarlo de su

cuerpo y en ese instante se le hicieron reales los golpes en la puerta. Había alguien a la

entrada de la iglesia.

Rosario y Fernando cubrieron sus cuerpos con agilidad. La muchacha corrió al

confesionario obedeciendo una seña del fraile, quien, luego de cerrar la puerta del

locutorio, él enderezó sus pasos hacia la entrada y abrió una de las hojas de la puerta

como con dificultad y cansancio.

_ ¡Padre, Padrecito! ¡Tiene que venir pronto, han ocurrido acontecimientos

demoniacos! ¡Ave María Purísima! ¡La furia del mandinga ataca contra la familia

Cortés! ¡Padre, Padre, que Dios no los abandone!

El sólo gesto de Renata no precisaba de más explicaciones pero Fernando las

exigió en pos de ganar al menos algo de tiempo y reponer la compostura.

_ Álvaro está en los últimos instantes de su vida, Señor, y la pequeña ha

desaparecido. Su padre morirá sin el último beso del ángel más puro. Tampoco se ha

confesado hace días porque su salud le impedía venir ¡Por favor, Padre! Acompáñenos a

verlo, por lo menos que reciba la extremaunción. Ya mandé a alguien a buscar a la niña
71

pero pídale a Inaca, que bien

conoce sus costumbres y es el mejor baqueano en la región.

_ No se preocupe cristiana, iré con Vuestra merced a despedir a tan grande

hombre. Permítame juntar lo necesario e iré con Vuestra merced ¿Has traído caballos?

_ Sí, mi Padrecito ¡Por favor apresure el paso que el hombre se nos va!

Fernando indicó a Renata que saliera de la iglesia y volvió a arrimar la puerta.

Tomó la Biblia del altar y entró al confesionario. Rosario había abandonado el llanto.

Fernando abrazó el menudo ser con firmeza, prometiéndole con ternura que siempre

existiría un lugar entre sus brazos para un alma tan vulnerable y dulce como la suya.

Le susurró al oído,

_ Debes correr junto a tu padre, y devolverle su amor con palabras de aliento y

bonanza… pero danos tiempo a que partamos, María, luego puedes salir… me ocuparé

de dejarte un caballo en la entrada para que llegues sin dificultad. Ten paz.

En ese momento pareció que el deber ser de aquel hombre superaba a la

verdadera magia sanguínea que lo hacía secular. Las emociones que lo enloquecían de

amor por la niña lucharon ferozmente contra las inclinaciones del hombre santo y, sin

embargo, su dolor y las incapacidades que surgían a borbotones por haber osado

corromper el sacro espacio no lograban desequilibrarlo. Sus gestos, movimientos,

palabras seguían siendo las del soldado augusto y puro. Nada de culpa.

El hombre salió rápidamente al encuentro de Renata y de los hombres que la

escoltaban. Había tres caballos y una jardinera.

_ Suba, Padrecito, suba.

_ Compadre Zacarías, deje la yegua moteada amarrada en aquel árbol…


72

Ordenó Fernando.

_ Que he mandando buscar a Inaca para que encuentre a la niña Rosario, pero no

le quites la montura, la muchacha no debe saber galopar en pelo.

Zacarías obedeció y Fernando subió al transporte junto a Renata. Todos partieron

inmediatamente.

Rosario asomó el rostro pálido entre la puerta entreabierta y enterró sus pupilas

en la luz de la luna. Estaba demasiado aturdida como para comprender la confusión de

sus actos y de los ajenos de los que había sido protagonista y cómplice durante la

jornada. Pero la luna altanera sí los comprendió y pareció bajarse de su pedestal brillante

con la única intención de acariciar la desolación de la pequeña mujer.

Rosario entendió que sería adecuado montar la yegua y correr hasta el lecho de

partida de su padre. Así lo inició. Arrastró con terquedad un tronco hasta el costado

izquierdo del animal. Subió. Desde allí pudo con un pequeño envión alcanzar el lomo,

cuando percibió que su cabalgadura aún estaba atado al árbol tuvo que bajarse,

desamarrarlo y repetir la maniobra.

No hubo necesidad de inducirla a que galopara, Chimeia, la yegua madrina,

corrió por sí propia como si fuera suyo el afán de llegar.

El viento frío sacó a Rosario del ensueño y la sumergió de nuevo en el llanto por

la inminente ausencia de su querido Álvaro. Mientras otra especie de ardor dominaba

todo el extremo inferior de su cuerpo con cada paso de la yegua y sin que ella lo

advirtiera, la sangre dejaba huellas sobre el camino como marcando la despedida. Esa

tierra era suya y suyo el cuño.


73

Llegó a la tranquera.

Doscientos metros faltaban para ver la vida de Álvaro suspendiéndose en el límite.

Chimeia supo frenar donde debía. Incluso se agachó para que la niña pudiera

bajar del lomo sin golpearse y Rosario se deslizó como si su pelaje fuera una rampa

hacia el mundo real, ése de guapezas incomprensibles y caprichosas.

Apenas sus pies rozaron el suelo escuchó melodías, que no le era permitido

disfrutar y por unos instantes se supo eterna y aislada entre memorias.

Corrió entre las retamas mientras observaba en la lejanía, como eyaculadas detrás

de la casa, las pircas dividían las propiedades. Entonces lo vio cerca de la loma,

saludándola con la mano en alto. La niña tropezó en los pastizales y cayó de rodillas

sobre la tierra. Cuando elevó nuevamente la mirada, quedaba una vaporosa luminosidad

en el horizonte sobre las piedras, donde momentos atrás viera a Álvaro. Creyó que

amanecía pero de pronto la claridad se esfumó. La fugaz sonrisa que se había dibujado

en su rostro se deshizo en lágrimas y se desplomó en el suelo de la finca y su llanto lo

fecundó junto a las gotas de rocío.

La armonía del canto de un ave se escuchó entre los desniveles de las sierras e

inundó los oídos de Rosario como un rasguño al alma. La joven se irguió y continuó el

camino hacia su casa con un andar lento y recatado.

Cuando la puerta de la casa se abrió, entendió que ninguno de los presentes

desconocía el olor de la muerte concibiéndose en el cuerpo de Cortés.

La imagen en frente, con manchas de sangre en la ropa, los ojos enrojecidos, las

lagrimas perdidas y el cabello desgreñado, enmarcando un rostro corrompido por

razones, se imprimió en las pupilas de Fernando, Ivana, Renata, Julián, Carolina y el


74

resto de los presentes. Parecía

que el dolor de Rosario hubiera llegado hasta el mismo infierno y allí le robaran, en un

palpitar, la fe en el mundo y en el hombre. Es que en aquella madrugada la pureza había

sido extirpada de su vientre y la esperanza, de su el espíritu. Ahora como un vagabundo

buscaba algún rincón libre de pesares para florecer, rincón que ya no encontraría.

Carolina corrió a su encuentro y pudo sostenerla en el gradual desmayo. Poco

después despertó sobre la cama grande a la que había sido arrastrada por los brazos de

alguno de los hombres presentes, entre ellos, los de Fernando.

Entreabrió los ojos y entendió que yacía en el mismo lecho que su padre, ladeada

por el cuerpo de sangre fría y postura tiesa. De pie, alrededor del mueble, la asistían con

bebidas, abanadas y un cuchicheo errante que llegaba a su mente en la misma dispersión

de donde oyera el canto de aquel pájaro. Es que Rosario, en cierto modo, estaba muerta

también.

♣♣♣
75

A su Magestad, que Dios guarde

Tengo en cuenta siempre que algunos vecinos continúan maltratando a los pobres

indios pero se me hace difícil interceder dado que no siempre me proveen de

cabalgadura y las distancias entre los terruños de los hacendados es enorme pero bien

vale recordar que se me ha concedido la autoridad de aplicar penas a los encomenderos,

sean naturales cuanto españoles para que se enmienden en sus actos.

El problema de la mita es el más grande obstáculo con el que me tropiezo y andan

preocupándome algunas acciones de cierto heredero de la comarca. Su padre que Dios lo

tenga en su gloria era un grande hombre pero es sabido que la ambición malogra las

conductas poco preocupadas en mantenerse cerca de los mandatos del Creador. Veré en

estos días cómo puedo resolver eso. Algunas informaciones no están mayormente claras

pero con paciencia y la ayuda de Inaca tal vez pueda anoticiarme mejor.

Bien es sabido que el bendito fray Bartolomé de las Casas ya hubo reclamado por

estos desmanes y Dios lo tenga en la gloria hubo de mucho luchar y enfrentarse a los

enemigos de Dios y del Rey para conseguir que sus ideas fueran al menos escuchadas.

Nadie en su sano juicio habrá de ser cómplice de las privaciones de libertad a las que

estos pobres seres se ven obligados y humillados a una servidumbre tan vil como las
76

vejaciones que les son

impuestas, después se quejan los señores de su rebeldía y de sus alzamientos feroces.

♣♣♣

BENEDICERE
77

La humillación le zumbaba en la espalda ¿Era acaso el color de su piel el motivo

de tanta intolerancia? ¿Era el abuso supeditado a los pigmentos con que la tierra lo había

heredado?

_ Ya no más,

Se dijo,

_ ¡Ya no más!

Repitió en el humo de sus pensamientos. Ése día estaba marcado para él y sus

iguales. Día para homologar el derecho de su presencia aunque lo separasen de él de

forma constante.

El pedazo de tejido de lana le alcanzó para contener el negro humo antes de

entrar por su boca y nariz. La visión no le fue perturbada, parecía poseer en los ojos una

la habilidad de la lechuza que encuentra lo que busca pese a la oscuridad. Nada sería

capaz de distanciarlo de su presa y entre sombras cazaría la carne que tanto preciaba.

Pero le temblaban las manos, develando una ínfima cobardía en su temple. Algo

fastidioso en su naturaleza y en el ambiente.

La plaza mayor estaba en llamas. Las hojarascas mudas iban al encuentro de la

aniquilación. Los troncos y a pesar del calor se presentían inmunes al incendio, de

alguna manera sólo ellos serian los testigos sobrevivientes de la emboscada en algún

futuro.
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Se decidió a cruzarla.

Rodeó las quemas más avanzadas. Pasó frente al templo cuyo techo de paja ardía y se

detuvo tres segundos para disfrutar el derrumbamiento de una pared colindante.

Presencio, en el reino de la fe blanca como la cruz de los caídos se derretía y el dolor de

aquellos ojos crucificados al fin tenía una explicación lógica para Inaca.

_Llora.

Pensó,

_ Llora que no hay alma en la tierra capaz de evitarte el sufrimiento que mereces.

Los salvajes, bien sabemos, que la culpa no la tiene el chancho, sino el que le da el

afrecho.

Siguió caminando. Cruzó perpendicular al Cabildo. El edificio desprendía un olor

ácido.

_ Son las jerarquías que el hombre impone.

Se dijo,

_ El orgullo de los malacarax está muriendo ¡Amalaya!xi Y ellos andando como

alma en pena.

Se dirigió hacia la tercera manzana. Cayéxii debía estar allí. Siempre corría al

mismo protegido sótano cuando quería apartarse de la realidad. Inaca entró por la puerta

de atrás que se mantenía intacta. La casa no había caído bajo la violencia de los

“salvajes”. No se escuchaba ruido alguno. Ciertamente todos los moradores estarían

escondiéndose debajo de la vivienda. Golpeó la tapa de madera al ras del suelo. Nadie

respondió.
79

_ Soy Inaca, abran.

María del Rosario ¿Está ahí? El padre Fernando precisa de Vuestra merced, que lo asista

junto conmigo para salvar los escritos sacros.

María abrió la puerta.

_ Mi mama ¡Salve a mi mama!

_ Ivana está bien. No se preocupe. Ahora, venga conmigo que debemos ayudar al

Padre.

María lo siguió. Inaca atravesó el pueblo en sentido contrario al lugar donde se

caía la iglesia matriz.

_ ¿A dónde vamos?

_ Tenemos que buscar refuerzos,

Dijo Inaca.

_ Fernando me mandó a mí porque los enemigos no habrán de derramar más

sangre india. Los que vengan conmigo estarán a salvo.

Cuando estuvieron lo suficientemente alejados de la plaza donde se erguía una

construcción todavía no acabada, sin techo y adobe aun fresco, Inaca dijo,

_ Entre, entre que escucho ruidos, vamos escóndase.

Rosario se puso más pálida, entró rápido a la edificación y trató de disminuir el

sonido de sus sollozos mordiéndose el puño mientras se encaminaba hacia una de las

habitaciones. Entonces escuchó el galope de por lo menos cinco caballos, y también

cuando se detuvieron. No consiguió entender lo que unos hombres le hablaban al indio,

pero individualizó un tono de enojo y arrogancia. Los cascos de los caballos volvieron a

repicar. Rosario más tranquila miró la oscuridad del cielo, después escuchó pasos.
80

_ Inaca ¿Está ahí, Inaca?

Preguntó susurrando mientras salía de su escondite y alcanzaba a ver a tres

hombres de torso desnudo alejándose de la casa. Muda dejó brotar de sus ojos el miedo.

Pasos se sucedieron a su espalda. Inmediatamente crujieron una madera y su cráneo.

Rosario cayó desmayada.

El indio Inaca pareció estar siendo dominado por un cierto placer animal, sin

embargo ese gozo nacía de la codicia humana. Aquello no era más que venganza, todas

las venganzas en una sola. Bien se dice que la venganza es el vino de los dioses… tal

vez lo único que hace falta para subir un paso más cerca de las deidades es ser capaz de

regocijarse tanto frente al dolor ajeno como ése. Dolor que cobraba vida en las lágrimas

reprimidas de Rosario que reñían con los párpados pesados, imposibilitados e inútiles.

Las manos del nativo rozaron las carnes femeninas como ahuyentando los

temores de la piel y alimentaron el sentido de su olfato con el aroma de aquel cuerpo.

Despacio le sacó la ropa almidonada, vestiduras de muchacha criolla de familia. Desató

los lazos que aprisionaban la melena en una trenza y así brotaron desde el cuero

cabelludo, uno a uno, los mechones renegridos que serpentearon sobre los hombros de

Rosario en cuanto el viento alzaba las represalias en anillos de humo.

El odio le recorrió las venas, encendiendo de rabia sus tripas. El odio como guía

que embestía contra la desnudez de Rosario. Primero fue lento pero de violencia firme.

Inaca jadeaba con las embestidas que aumentaron en ímpetu. Sintió que le quemaba la

ira de cada segundo de soledad disimulado. Hasta que su naufragio erupcionó desde el

órgano frenético, desde el vacío estéril hacia la victoria. Siembra.


81

Rosario sintió que una

manada de ganado cimarrón le había pasado por encima. De pronto recordó a los tres

indios. Quiso levantarse pero todo a su alrededor giraba muy rápido. Cayó de nuevo

sobre la tierra. Sintió frío en las piernas y el bajo vientre. Irguió el tronco para mirarse y

por momentos creyó que había sufrido algún tipo de mutilación, por la sangre aun

húmeda y tibia que descubrió en la piel. Cuando se enderezó de vez se convenció de que

efectivamente una “bagualada”xiii le había pasado encima.

Mientras lloraba, contaba las contusiones en las pantorrillas, como si ellas

pudieran decirle el número de atrocidades que aquellos “salvajes” habían cometido en su

cuerpo inconciente.

_ ¡Me ha castigado! ¡Todo esto es culpa mía, sólo mía! ¡Perdóneme Señor, no

quise alejarlo de usté! ¡Perdóneme, por favor!

Las palabras nacían de sus labios, como puñales en la conciencia.

_ ¡Inaca! ¡Inaca!

Aquel cuerpo tendido entre los pastizales le pareció ser el de su amigo. Las

fuerzas le surgieron de algún rincón muy bien escondido y cubriendo sus vergüenzas

con el vestido que encontró al costado de su cuerpo, consiguió ponerse de pie y caminar

los treinta metros que la separaban del indio inconsciente.

El cuerpo estaba tendido boca abajo y su pecho se elevaba todavía con deslucida

respiración. Rosario se arrodilló junto a él y lo giró con mucho esfuerzo hasta dejarlo

boca arriba.
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_ ¡Inaca! ¡Inaca

responda! ¡Ay, cuánto se ha equivocado mi querido Fernando al decir que nada le harían

los salvajes ¡Míreme a mí, al borde del infierno! y usté amigo, a punto de cortarsexiv!

Rosario abrió la boca de Inaca y puso su boca para darle aire al tiempo que

rezaba.

_ Padre nuestro que estás en los cielos,

Repitió la maniobra de resucitación.

_ Santificado sea tu nombre,

La muchacha prosiguió y el joven reaccionó en medio de la oración. Rosario le

sugirió con un gesto que se quedara callado hasta acabara el rezo.

Todavía no amanecía. Le urgió la necesidad de lavarse la vergüenza y cubrir su

cuerpo poluto antes de volver al pueblo. Su madre penaría si descubriera lo ocurrido y

ya tenía suficiente con la muerte del esposo para que ella generara más dolor en la

familia. Además, cualquier incitación a su hermano, en favor de venganza contra los

“salvajes”, sería el prólogo para el inicio de la desgracia de toda la comunidad criolla.

Prefirió callarse e hizo prometer a Inaca que tampoco diría nada.

♣♣♣
83

Enamorando las brisas

del viento, danzaban las fibras de las acacias y producían un sonido metálico como si

miles de láminas chocaran. Detrás de las gruesas paredes, la duda deterioraba la

voluntad de Rosario con la misma firmeza con la que el viento desgastaba el adobe de la

casa.

_ ¿Qué cree mi amiga? ¿Qué debo hacer? ¿Habrá algún santo, compasivo lo

suficiente, para interceder por mí ante el Señor? ¿Habrá algún perdón para este ser en el

que me he convertido? ¡Un demonio, Carolina, eso es lo que soy! Mis actos han

“desgraciado” a todo el que se me acercó. Dios ha desviado su mirada de mí, sólo restan

puniciones para mi cuerpo y alma.

_ ¡Oh, Rosario querida, tenga calma! Que no hay nadie libre del mal en este

mundo absurdo. Sólo ármese de paciencia que nuestro Señor encontrará la forma de

redimir sus pecados y librarla de la condena eterna. Sea obediente y haga penitencia que

nuestro Creador compensará tu abnegación abriendo nuevamente las entradas al paraíso.

_ Shhh, escucho pasos y ese andar nervioso sólo puede ser el de Julián. Él no

sabe de ninguno de todos los venenos bajo los que agonizo, tan infecta mi alma

perversa.

No hubo pausa entre las palabras de Rosario y los golpes en la puerta de la

habitación.

_ Hermana, ¿Se ha dormido?

_ No querido hermano, no lo estoy.

_ ¿Puedo hablarle?

_ Entre y únase a la charla.


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_ ¡Carolina, no sabía que

estaba aquí y no debería estar! Usté es conciente de los síntomas que Rosario presenta,

si trascienden los dichos sobre su visita es muy posible que la condenen a cuarentena

también ¡Niñas irresponsables! ¿No les acusa su conciencia que están poniendo en

riesgo a todos en el pueblo? ¡Esta peste es terrible, peor que las anteriores! Claro, debo

suponer que su edad no les permite darse cuenta de la gravedad en la que nos vemos

envueltos por esta epidemia que nos azota, pero no es esa excusa válida ¡Váyase

Carolina y procure que nadie la vea salir!

_ Hermano no sea tan duro con nosotras. Carolina ha venido a escuchar mis

lamentos y velar por mi salud. Además, no sea tan obsesivo con mi cuidado, sólo tengo

vómitos y mareos. No hay en mí ninguna de esas manchas que imprime la viruela.

Seguramente soy víctima de un empachoxv.

_ Rosario muchacha sin respeto ¡Cómo ha cambiado su carácter desde la muerte

de nuestro padre! Era sumisa con las decisiones de él pero ahora está rebelde y

contestataria. Ya decía yo que la compañía de Inaca no es positiva para temperamentos

débiles como el de las mujeres. Parece una salvaje con su comportamiento ¿Acaso debo

recordarle mi autoridad sobre su tutela? Agradezca que ahora yo sea el jefe de esta

familia y pueda oponerme a que siga actuando así. En otras circunstancias estaría a la

deriva de su mala voluntad y la de, vaya a saber, qué hombre de costumbres inferiores a

su noble sangre y moral cristiana, que ha recibido por educación gracias a la corona ¡Y

no se diga más! ¡Que mis palabras sean obligaciones! ¿Me ha oído? Va a seguir mis

indicaciones y beberá ese té que tanto me ha costado conseguirle. Según las

afirmaciones de su descubridor, es imbatible contra la enfermedad que padece y le


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advierto por única vez, mocosa,

si se empecina en oponerse a mis deseos será enviada lejos de aquí donde las manchas

de las razas no la contagien. Por supuesto, estará al cuidado de régimen más estricto que

el mío, al que no podrá oponerse.

_ Amiga escuche los saberes de su hermano…

Dijo carolina.

_… Que su hombría y su edad le suman mayor sabiduría que la nuestra ¡Beba,

querida, que la salud volverá a usté como la claridad vuelve con el amanecer!

_ Julián, no comprendo qué lo impulsa a creer que no obedezco sus

disposiciones. De verdad agradezco gozar del cuidado de un hermano mayor. Si bien no

he sido madre aún, tal vez sea mi carácter de hembra lo que empuja a mi espíritu a

interceder por los desamparados. No confunda mi compasión con rebeldía a su

autoridad. Es la piedad la que me conduce cuando pienso que aquéllos, los que tan

empecinadamente quiere enfrentar, sufren las mismas peripecias que Dios ha puesto en

nuestro camino, le cuerpeanxvi a la mala suerte igual que nosotros, el mismo desabrigo,

los mismos infortunios.

_ ¡Qué cosas dice! Dios no nos pone dificultades, es el mañosoxvii que obra a

través de esos salvajes, a quienes usté llama de humanos ¿O acaso me va a negar que

son ellos los que nos roban el ganado, las tierras y las mujeres, queman nuestros hogares

y la sagrada capilla? No la entiendo Rosario ¿Qué cosa dentro de usté puede concebir

tanta vana adhesión para esos verdugos, ladrones y asesinos? Usté es tan tonta que tiene

la capacidad de relacionarse con ellos. ¿No ve que ellos son oscuros y opacos como la

tierra y nosotros claros y diáfanos como las nubes? ¡Cuánta ignorancia! ¡No puedo
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arriesgarme! Así como piensa

usté es capaz de condenarnos a todos ¡Está decidido! Apenas su cuerpo se recupere, se

irá, viajará a Cuyo.

_ ¡Por favor no me haga eso! La vida me ha separado de nuestro padre, no sea el

culpable de que me aleje de mi madre también y de mi hogar ¡Por favor Julián!

Reconsidere y sea indulgente con su única hermana ¡Madre no soportará que nos separe!

_ ¿Quién se cree, criatura, para culparme de sus errores? Entienda, es usté misma

quien se ha separado de nosotros. Actúo así para su bienestar y en resguardo del buen

nombre de nuestra familia ¡Y basta de lloriqueo! ¡Beba el té que ya se le ha enfriado!

Las manos de Carolina le acercaron el jarro a los labios extintos y el líquido se

dilató en su cuerpo como la hiedra adhiriéndose a las paredes de la garganta. Después

las pupilas se retrajeron, víctimas del ardor que endureció su pecho para dilatarse luego

como enormes lunas llenas y adentrarse, el líquido, hasta el vacío que habitaba en la

muchacha.

Julián no se quedó para verla, se conformó con encomendar a Carolina la tarea y

ésta se quedó en la habitación, vigilando que las hierbas comieran los gorrones que

dormían en lo íntimo del cuerpo de su hermana. Carolina se sonrojó, cómplice, en una

sonrisa al despedirse de su amado.

Rosario despertó horas después en los brazos de su amiga quién le enjugaba

piadosamente el sudor de la frente. Ensangrentada y poseída por el terror, sintió que sus

entrañas erupcionaban vapores ardientes tan ácidos y rapaces que le descomponían la

carne. Así gimió entre vómitos durante la vigilia y se mortificó en el delirio cuando veía
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la sangre que corría entre sus

muslos. No había ninguna redención para el inocente, entregado a los brazos de la

muerte, que se retorcía tan vulnerable en las tinieblas terrenales que pronto dejarían sin

haber siquiera respirado la vida por una única vez.

En ese momento Rosario no tenía conciencia de los verdaderos motivos por los

que sus próximos años estarían bajo la tutela de un extraño. Aquel cambio no sería

consecuencia de los precarios recursos que el desierto promocionaba a su familia, ni de

la sequía, ni de la peste que aniquilaba a los habitantes de La Punta de los Venados.

Sería, tanto ella y su futuro alterado así como la esclavitud de siete hombres, otra de las

tantas manipulaciones con las que Julián jugaba a ser dios de sus territorios.

Por ahora, retorciéndose entre aflicciones, intentaba dominar el cuerpo para

separarlo de los brazos de Carolina que trenzaba su cabello. No existía ya nada en sí

capaz de despejar ataques. Nada que fuera lo suficientemente habilidoso para detener su

destino e interceder por la vida que en su vientre no llegaría a concebirse.

El sol masticó los últimos vestigios de la noche espinosa en vigilia en la que

Rosario había zozobrado durante horas.

Carolina arropó los músculos deshechos de la muchacha y limpió, por última vez,

en la jornada, el sudor de su frente. Ya se escuchaban los rezos de la romería. Debía

llegar a la plaza antes que su padre y su hermano, ya que Renata sería una de las

primeras en ir y en caso de que Pepe y Raúl llegaran a desconfiar que no hubiera

dormido en casa de la vecina como se había dispuesto, sus problemas aumentarían.


88

La mañana se embellecía

con la luminosidad de los reflejos distantes que propagaban los pistilos de las velas.

Doscientos metros más y se confundiría al resto de los habitantes que repetían al

unísono, plegarias en favor de la salud de los enfermos con la mediación del caritativo

Jesús.

Fernando encabezaba la procesión con el rostro más pálido que de costumbre.

Las ojeras estaban acentuadas. Tenía un color casi violáceo en la piel. Si bien es cierto

que le preocupaba bastante el destino de esa grey, también es cierto que estaba

intranquilo por la salud de uno de ellos en especial. Y que Rosario no estuviera presente

en aquel encuentro confirmaba sus suposiciones. O la muchacha estaba enferma o había

llegado a oídos de Julián el rumor de su encuentro clandestino. De cualquier manera la

ausencia era señal de algún problema en potencia que podía ser peor que la peste

abrumadora. Sólo permanecía agazapado, esperando pacientemente para explotar en

desastre.

El joven Fernando no sintió piedad por su propia alma a pesar de saberse dentro

de un fuego descontrolado. La mecha encendida en aquella primera misa o tal vez antes,

cuando el destino caprichoso, labrado en la infancia, lo vio rendirse ante la desnudez de

la primera mujer, arremetió contra su orfandad espiritual, segura de conseguir sus

anhelos; segura de poder manipularlo como a un cordero derrotado.

Pero Rosario era otra cosa, no tenía culpa alguna. Pobre muchacha a quién el

paraíso se le negaba por entregarse al hombre incorrecto. ¿No era su amor lánguido

semejante a la benevolencia del Todopoderoso?


89

Lo peor, para el hombre,

era no conseguir sacar de sus labios la sensación de aquella boca que se había

desplegado sobre ellos como una galaxia misteriosa sumergiéndolo en edenes

desconocidos. Si hubiera un lugar al que quisiera llegar después de muerto, era hasta

aquella boca. Aquélla era el verdadero paraíso terrenal.

Fernando se arrepintió de recibir su entrega suprema, de ser él el rostro de la fe

que suponía ahora amorfa, y de representar, vestido en el hábito casto, un al objeto de

devoción. Se había aprovechado de la naturaleza de aquella niña para hacerla su victima

ideal, inmolada entre pecados capitales al mismísimo infierno. El mandinga debiera

estar sonriendo complacido.

_ Renata, ya llegué.

_ ¡Carolina! ¿Por qué demoró tanto? Habíamos dicho de encontrarnos a las

cuatro, ya son las cinco menos cuarto ¡Casi logra infartarme muchacha! ¡Ay, sí que usté

es arriesgada! ¿Qué le hubiera dicho a su padre si aparecía antes? ¿Cómo iría yo a

justificar su ausencia? Sabe que tendría que haberme estrujado los sesosxviii si me metía

en un lío como ése.

_ Discúlpeme, debí llegar antes, pero no pude.

_ ¿Ni siquiera va a contarme en qué se ha metido? ¡Anda demasiado misteriosa!

Además, Enzo me anduvo haciendo unos comentarios acerca de su comportamiento.

Los dos me van a volver loca.

_ Bueno… pero seguramente Enzo ande confundido, usté ya sabe que a veces la

razón le falla a los finados.


90

_ Tenga cuidado, no se

burle de los muertos, que ellos escuchan sus reniegos en el aire. Usté debe mostrar el

debido respeto si quiere contar con su apoyo, y debe hablar con buenas palabras de de

mi Enzo si pretende contar con el mío.

_ Sí Ña, tiene razón, perdone, es que la vigilia me enturbia los pensamientos y

estoy muy nerviosa por todo lo que está pasando. Ya son siete los enfermos, Renata,

estamos todos expuestos a la ira del Señor.

_ No juegue conmigo Carolina, que todavía no me ha dicho donde estaba

¿Pretende distraerme con exclamaciones, preocupaciones con enfermedades y amenazas

divinas para hacerme olvidar de sus acciones? Ni me lo diga a mí que he sobrevivido a

muchas pestes en este lugar. Siempre ha sido más el escándalo que la realidad. Es cierto

que si mi Enzo viviera estaríamos todos más seguros ¡Con qué sabiduría curaba

cualquier achaque! Pero de igual forma nuestro Señor es bondadoso y si hacemos las

debidas plegarias, como ahora mismo, pronto nos librará de estas calamidades. A Él no

le gusta ver sufrir a sus hijos pero vamos que no es a su juicio que le temo sino al suyo,

dígame ¿Qué anda haciendo a escondidas y con tanta tenacidad?

_ No se me enoje, amiga, usté es la única persona a la que puedo acudir en este

mundo miserable.

_ Bueh, tampoco es para tanto, no se ponga así m´ija. Yo nunca la dejaría sola

frente a cualquier adversidad. Sólo pretendo un poco de retribución por la confianza que

le he dado, ¿Entiende? ¡Vamos, no me lagrimee muchacha!

La plaza ya se llenaba de personas envueltas en sus pullosxix, ponchos,

barracanesxx y chalinas tejidos en los telares. Niños, ancianos, adultos y adolescentes


91

llegaban desde las cuatro

esquinas. El repiqueteo de los cascos de los caballos asustó a los pájaros que dormían en

los árboles y volaron en bandadas haciendo parecer que el cielo se desperezaba.

La procesión comenzó. Adelante, con el misal en la mano iba Fernando, lento y

abrumado, elevando la voz a las alturas para que todos oyeran y repitieran la invocación,

pero con la mirada clavada en el polvo. A su lado Inaca sostenía el cirio más grande, el

que parecía querer iluminar las palabras que el fraile leía. Inaca repetía en su lengua las

plegarias.

Los votos serían muchos, tantos como la suma de los pasos marcados alrededor

de la plaza, a lo largo de las cuatro manzanas y regresando a la iglesia donde se

realizaría la misa pactada para el mediodía.

Durante toda aquella semana y firmado en un acta del Cabildo, había sido

prohibido cualquier encuentro pagano o social.

Todo tiempo de ocio debía ser utilizado con fines sagrados, para rezar

incansablemente a favor de los enfermos y de la ciudad o bien, ayudar a realizar tareas

sanitarias. Si bien sólo siete personas estaban en cuarentena por la viruela, todo el resto

estaba consumido por el miedo y el arrepentimiento. Si Dios los castigaba de esa forma

y la culpa dormía en sus almas, deberían hacer lo imposible para lavar sus pecados antes

que éstos los arrastraran a una muerte segura y la eternidad entre fuegos abrasadores que

nunca más los mataría aunque respiraran su ardor.

♣♣♣
92

A su Magestad, que Dios guarde

Será bueno solicitar también un espacio mayor para que mi criado pueda realizar

otras tareas además de la preparación de mis refrigerios ya que las damas limpian la

parroquia y algunos señores nunca se olvidan de su párroco enviándome

mantenimientos.
93

Confío en que sería

importante darle a Inaca la responsabilidad de escribir estas notas. Él se ha mostrado

cuidadoso y ágil en la escritura salvo cuando le hablo en latín que no es lengua de su

costumbre. Dios ha de querer que aprenda rápido así le ahorraría a este siervo buenas

horas de redacción.

El comercio con Buenos Ayres y Chile está mejorando día a día con la bendición

de Nuestro Señor. Las vaquerías recorren leguas llevando el ganado hasta las

poblaciones que tienen cómo pagar nuestros precios y así los vecinos están cada día más

entusiasmados por las ganancias.

♣♣♣

Fernando retornó a su habitación con el alma vacía luego de rechazar la frugal

cena y con la sensación de que su cuerpo era un eslabón más, parte de la cadena pagana

que intentaba pagar por sus pecados. Con el peso de la santidad negada. Lloró y sus

manos se humedecieron con las lágrimas sacrificadas.


94

_ Agua…

Pensó.

_ Mis ojos la derrochan con petulancia y tantos días hace que no tenemos en el

pueblo para beber…

Sus labios se despegaron por voluntad desconocida y su alma gritó sin reparo

alguno de ser escuchada.

_ ¡Tanta ironía como las leyes del resto del mundo que machacas! ¡Sí, a vos os

hablo, mi Cristo! Que dices amarnos más que a ti mismo. Que has sufrido en la cruz y la

humanidad es la culpable de tu muerte y tu sangre derramada ¡Ya detén mi tormento!

Que me lo merezco es cierto, entonces ¡Hazlo, hazlo cuanto te gratifique, pero no

descargues tu magnifica ira sobre estos inocentes! ¿Qué pueden hacer ante lo

irremediable? ¡Perdónalos y perdónala, Padre perdónala! Me enviaste hasta aquí, a este

paraje entre la vida y la muerte, a este desierto que es semejante a la espera, un agujero

absorbido por la sequía y la fuerza de la naturaleza y sus “salvajes”. Me trajiste aquí

para hermanarme con tus hijos de la Nueva España, para que mi historia sirva de

ejemplo a las miradas perdidas y avancen en el camino hacia tu resguardo eterno… En

honor a la verdad, Padre ¡Cuánta mentira! ¿Serías capaz de soportar que las huellas de

la vergüenza te azotaran el espíritu como lo hacen las mías? No he podido volver a

levantar mi frente al cielo, tu cielo, ése que ahora no es más que un espacios vacío que

nada, ya, representan para mí. No encuentro consuelo. Os ruego ¡Sal de mi cabeza! ¡No!

¡No puedo justificar tanto dolor!

El fraile acongojado tomó el rosario que llevaba sobre el pecho y lo enroscó

varias veces en su muñeca, presionando con fuerza y diciendo.


95

_ ¡Ya verás! Si quieres

sacrificio lo tendrás. Todos verán que mis venas estallan por la presión que ejerces sobre

mí. ¡Qué ironía morir lastimado por el rosario… ¡Rosario, mi Rosario! ¿Dónde te

habrán llevado las extravagancias de tu hermano? ¡Ojalá nunca hubieras acercado tu

rostro al mío!

Las lágrimas fueron creciendo en número. Pronto las concavidades de sus manos

se mojaron delatando la piel antes seca del fraile. Después cubrió con ellas el rostro y

sintió que se sofocaba. Preveía períodos duros. Había atravesado caminos de los que no

es fácil regresar. Había permitido que su cuerpo se adentrara en el instinto y la mente

entrenada de religiosidad ya no era la misma. Algo malévolo instruido en la

imperfección humana, lo agitaba entre dos mundos y él era el hombre que obedecía a

dos amos. Estaba a merced de una marea voluptuosa que solo los mortales sienten, sólo

la benevolencia concebida en las alturas conseguiría abrazarle el alma.

Al mismo tiempo, en el patio de la vivienda, Inaca intentaba acomodar sus

pensamientos, tendido sobre el catre debajo del árbol.

_ ¡No pediré disculpa, no la necesito! Apenas por existir soy merecedor de tu

infierno, Dios ajeno, Dios de los blancos ¿Me azota con más placer tu demonio esclavo

para ver qué sangre brota de mi carne oscura? Los dos sabemos que lo intenté. Quise

unirme a tu rebaño, ser aceptado, sentirme parte de sus familias pero siempre seré

forastero con cada límite impuesto por los ojos que me miran ¿Quién más intentará

decidir si soy apto? ¿Hasta cuando seré juzgado para que se me permita la entrada a tu

paraíso? ¡No más! Ahora me he entregado a la inmoralidad. Al menos es mía la

venganza y ni tus castigos ni los de nadie podrán quitármela. Rosario no volverá a ser
96

pura, le he quitado lo que me

han quitado. Pronto todos sabrán que ha sido mujer de un “salvaje” y nunca más la

verán igual a ellos ¡Su sangre se oscurecerá, será negra y contagiosa y no habrá mano

que le ofrezca sincera compañía! Sólo tendrá ulceras que la masticarán como han hecho

conmigo y sus “hermanos blancos” y sus fantasmas irán a la lucha para ser aplastados

en la ambición de lo que no se necesita. Sé que Julián buscará a los “salvajes” cuando

sepa lo que ha ocurrido, entonces tendrá el motivo que le hace falta para asesinar a todos

y lo mataré con mi lanza. Morirá a mis pies asumiendo su inferioridad… y cuando vea

mi rostro por última vez, sabrá que fui yo quien escupió sobre la honradez de su

hermana. Después… podré ir a tu encuentro para saldar cuentas con vos… Solos, vos y

yo.

♣♣♣

El control sobre la vida de María del Rosario ya no estaba en sus manos ni en las

de nadie que escuchara por acaso sus objeciones. Su cuerpo era un fragmento de tierras

disputadas al azar, manipulado por deseos ajenos. Esas tinieblas invasivas que más de
97

una vez nos rodean en favor de

supuestos deberes e intereses más sagaces que los nuestros.

Así subió a la carreta porque de nada le valía negarse, con el rostro marcado por

trazos rojos y el semblante de borrega resignada al lamento. Aún llevaba en las uñas,

sangre seca del interior de su vientre, prueba de la muerte de su hijo, de la traición de la

familia.

En leguas quedaron marcados los cascos de los caballos y las ruedas de las

carretas que se encaminaban hacia el destino que no eligiera. La acompañaban tres

hombres que no dejaban de mirarla mientras ella apenas podía sentir la parálisis de una

temprana nostalgia erigirse en presente como los hormigueros en el campo.

Despertó algunas horas después con la secura del polvo salitroso en la garganta.

Fue el rumor producido por las aguas del río lo que la incitó a despegar los párpados.

Sus ojos parecían haber erupcionado humores espesos que le producían ardor en los

lagrimales como si en realidad aquellos cogollos de lagañas que se liaban tenaces con

sus pestañas, fueran lava seca. Pero más que el desagrado en los párpados, retomar a la

vigilia era como ser arrastrada hacia un vacío que la digería una y mil veces

mordisqueando los minúsculos vestigios de bonanza que traía en el pecho.

Tres golpes en el cuero que cubría la carreta fueron suficientes para que Rosario

decidiera salir. No había motivo alguno para convertirse en un problema para aquel

capataz que sólo cumplía con su trabajo. Él y el resto de los peones que acompañaban a

la tropa, obedecían órdenes como cualquier hombre o mujer en estas tierras arenosas que

atravesaban. Eran partículas sin albedrío en derredor de los deseos de aquellos otros que

sí admitían tener un derecho de ser.


98

Cuando bajó, caminó

entre las otras carretas y los bueyes que estaban atados a ellas. Su andar autómata hacia

el río, la inclinación del cuerpo y el modo como bebió el agua atribuyeron a su figura

femenina la condición básica de las bestias que tiraban de la carga. Pero su cuerpo,

aunque inutilizado, permitió que los sentidos apreciaran cada uno de los estímulos que le

ofreció el paisaje de la primera parada, aquélla en El Lincexxi, un rancho miserable y una

pulpería donde vivían el maestro de posta, sus esposa y cinco hijos, tres de los cuales,

mujeres.

Los integrantes de la familia iban y venían de su casa a las carretas cargando

provisiones que llegaban en ellas. Estos lugareños parecían niños entusiastas de

participar de cualquier labor que los alejara de la nada en la que se veían sumidos en sus

rutinas. Las niñas trajeron huevos hervidos y se los ofrecieron a Rosario y a los demás

viajeros. El puestero pidió que a la vuelta del viaje le trajeran vino. La esposa, mujer

sufrida y melancólica, asaba charque en las brasas, y los niños más chicos arrastraban

leña hasta la casa con el simple objetivo de, al menos, ayudar a sus padres a mantener el

fogón encendido.

Nadie, que le insistiera, consiguió que la muchacha comiera o iniciara

conversación. Mientras tanto los peones arreglaban sus monturas, daban agua a los

caballos y se tiraban a descansar debajo de los árboles.

Allí a orillas de la laguna, mientras el correo era entregado y recibido, Rosario

intentó inútilmente callar el zumbido en sus oídos hasta que no aguantó más y se dejó

caer al agua desde una piedra donde había permanecido sin moverse desde que llegara.
99

Uno de los hombres que

estiraba las piernas inmediatamente identificó el sonido del choque en el agua.

El viaje se atrasó entonces porque el invierno que congelaba aquellas aguas

también escarchó los cabellos y la ropa de Rosario. La mujer del lugar le proveyó

algunos trapos secos y la encaminó hasta cerca de la fogata que los hombres armaron

con troncos, una gran pirámide que no tardó en avivarse. Pira que no atinaba a ser buena

decisión porque cualquier humareda vista a la distancia atraería malas visitas de los

saqueadores.

De por sí aquel viaje representaba desventajas desde la partida. Generalmente la

tropa era compuesta por no menos de diez carretas para poder ofrecer alguna resistencia

en caso de que las lanzas enemigas la atacaran. Éste, no era como cualquier otro,

producto del contrabando, no de pieles ni de provisiones, aquí se consumaba el tráfico

de gente.

Julián acertara establecer contacto con un alto mandatario de Cuyo, amigo de su

padre en la infancia. Por lo tanto, muerto aquel, su sucesor, a sabiendas de las

intenciones esclavistas del cuyano, le entregaba doce indios en trueque del favor de

recibir bajo su tutoría a su hermana para hacer de ella algún bien. Y si bien Julián había

mantenido sigilo desde el principio de la jornada poco le importaba que alguien se

anoticiara, porque nadie hubiera impedido tal actitud. Diferente sería si el fraile o los

mismos salvajes interfirieran la información, entonces la guerra estallaría y La Punta de

los Venados no tenía condiciones de presentar batalla a nada.

Por varias razones decidieron recibir el amanecer en el precario Fuerte. Continuar


100

el viaje de madrugada hubiera

significado exponerse demasiado. Cuando el sol apareció, la caravana retomó la ruta

hacia Mendoza.

El trance de Rosario la hacía ausente de los acontecimientos en su entorno.

Fundía la mirada en la tierra amarillenta y arenosa. Dentro de sí, el horizonte era

idéntico al inhóspito camino. Imágenes perdidas se agolpaban en su memoria. En menos

de dos meses había conocido el amor de un varón, la crueldad de un enemigo

consanguíneo y la realidad de la muerte. Sentía tanta falta de los labios del amado que

apenas conseguía remediar la angustia de perder un padre y un hijo con la ilusión de

mezclar la saliva de Fernando con su llanto rebelde. Sucumbía extraviada a la actitud de

Julián, la pérdida del posible hijo de su enamorado y el ataque de aquel salvaje. En una

palabra no era dueña de sus emociones y obligada a coexistir con la nostalgia

enardecida. De allí en adelante apenas vegetaría y sin embargo a pesar de presentir un

venidero sufrimiento por el resto de su vida, restaba aun esperar la hora en que el

demonio al fin la reclamara para sí.

Habiéndose distanciado unas varias leguas de El Lince y ya entrada la mañana,

escucharon el retumbe de los cascos del malón. Todos quedaron petrificados por un

instante, salvo la joven que llevaba, en ese estado, más de ocho semanas.

El malón avanzó siguiendo las huellas de las carretas. Cuando el tumulto se hizo

más cercano, y a sabiendas de que los bueyes serían alcanzados por la velocidad de los

caballos, se detuvieron y empuñaron sus armas. El hombre que conducía la primera

carreta disparó en dirección a los quince jinetes que galopaban voraces en el ataque.

Cinco lanzas alcanzaron varios vehículos en respuesta inmediata, una perforó el


101

estómago de uno de los criollos

que escoltaba a la niña y la otra, el hombro del que había abierto fuego. Juan, el que

sobró ileso desvistió con rapidez el cadáver junto a Rosario. Ella siquiera hizo

movimiento.

_ ¡Epa los pampas!

Gritó el hombre.

_Vamos apúrese, vista estas ropas que pronto nos alcanzan.

Rosario en la entrega del que nada tiene que perder, obedeció la orden y se

desnudó tan velozmente como volvió a vestirse, pero ahora con pantalones, botas y la

chaqueta ensangrentada del muerto. Mientras ella se cerraba los últimos botones Juan le

pasó por el rostro y la cabeza, sangre de su compañero y, con la ayuda de un facón le

cortó el cabello que luego se quemaría junto con la carreta y el muerto.

_ Si la atrapan, no hable, ¿Me ha oído? No hable o será una eterna cautiva.

Juan derramó aguardiente e indicó a Rosario que lo ayudara en la tarea. A pesar

de que ella no estaba convencida de que la vida en las tolderías pudiera ser peor de la

que había pasado o de la que esperaba pasar con el hombre que la aguardaba en el oeste,

ayudó al muchacho impulsada por el empeño que Juan demostraba en salvaguardarla.

Luego de volcar los líquidos ambos salieron del endeble refugio.

Juan se movía como si toda su vida hubiera sabido qué hacer en un momento

como aquel. El muchacho calculó la distancia que los separaban de sus atacantes y tuvo

esperanzas de que algunos pudieran salvarse. Corrió y ordenó que dispusieran las

carretas de manera a formar un círculo y dentro de ellas a los doce indios.

Desamarró los tres caballos que llevaban como refuerzo y con una mirada se supo
102

quienes tendrían la posibilidad

de escapar y quienes conocerían de forma prematura el lugar de sus sepulturas. Los

heridos ya estaban condenados, ellos y los hombres contrabandeados.

Juan ayudó a Rosario a montar un caballo y otros dos hombres los imitaron.

El que había disparado por primera vez quedó a cargo de quemar la carroza

promoviendo así el incendio pretendido, de manera que los “esclavos” que trasladaban

quedaran a merced del fuego.

Con esa maniobra intentaban que una parte de los atacantes suspendieran la

cacería en beneficio de rescatar a sus pares. Los otros indios serían enfrentados por los

cinco hombres imposibilitados de sumarse al escape, quienes, a fuerza de tiros,

intentarían más bajas entre los enemigos. El resto de los viajantes estaba en manos de la

suerte y la premura con que lograran llegar al próximo refugio en el camino.

“Tu suerte quiso estar partida, mitad verdad, mitad mentira” Escuchara de la

boca de su padre, entre rezos, frente a la tumba de la abuela.

Con las piernas zurcidas al vientre del caballo, los brazos alrededor de la cintura

de Juan y la sangre seca en el rostro, Rosario pensó que tal vez en esta ocasión la otra

mitad de la fortuna se hiciera presente y pudieran escapar sanos de aquel lugar.

El galope duró leguas, por paisajes idénticos, situación que los desorientaba

porque ninguno de los que corrían en esa fuga gozaba de información fidedigna acerca

de la localización exacta de la siguiente posta. Tenían la certeza, más parecida con

ilusión, de que en la dirección en que iban encontrarían, cual manantial en el desierto, el

fuerte El Talaxxii.
103

Al oscurecer, los

animales mostraron extremo cansancio, no obstante, tanto bestias cuanto jinetes sabían

de aliada a la adrenalina, esa compañera en situaciones de peligro. Dada la situación,

detuvieron la carrera, al menos por unas horas y confiaron en la noche cómplice de su

seguridad.

Juan desmontó y ayudó a Rosario a hacer lo mismo. Los otros dos hombres

siguieron su ejemplo y libraron a los caballos del peso de los aperos. Era evidente que

Juan continuaba ejerciendo cierto liderazgo sobre los demás, de manera que cuando

dispuso que Rosario se quedara al cuidado de Felipe mientras él y Manuel fueran en

búsqueda de alimento, los dos acataron la decisión.

Los cazadores, ya asignados, descansaron algunos minutos e iniciaron la

caminata, silenciosos para evitar el escape de potenciales presas. Nadie expresó palabra

alguna, que trajera a la conversación, el posible destino de sus compañeros en manos de

los indios.

Felipe sacudió los jergones que habían cubierto al animal e indicó a la muchacha

que se recostara junto al cansado cuerpo del animal para aprovechar el calor, por encima

de una de las mantas y que se cubriera con otra. La joven se durmió con la imagen de

Juan y Manuel haciéndose cada vez más pequeña en la distancia.

Después, Felipe se sentó sobre una piedra, cubierto con la manta que le sobraba a

la muchacha y cayó en adormecimiento contra su voluntad, con la cabeza apoyada sobre

los brazos y las rodillas.

El descanso se sucedió calmo como si el desierto estuviera satisfecho con la

persecución del día anterior. Al alba nuevas esperanzas se forjarían.


104

Rosario fue la primera en

darse cuenta. Cuando despertó, ni Juan ni Manuel habían regresado pero al observar el

horizonte pudo distinguir a dos hombres viniendo en su dirección.

El caballo se enderezó, incomodado por los movimientos de la muchacha, y esto

despertó también a Felipe que luego espió a los hombres que se acercaban. Rápidamente

se libró de la manta que lo cobijara y comenzó a agitar los brazos para atraer la atención

de los visitantes. Uno de ellos hizo el mismo gesto y Felipe se dispuso a preparar a las

cabalgaduras cuando descubrió que en lugar de tres caballos había sólo dos lo que

sumaba nuevos contratiempos, la incertidumbre de que la tarea de sus compañeros en

conseguir alimento hubiera sido completada y, además, ahora con un caballo menos, el

obstáculo de tener que montar en pares sobre un único animal lo que obligaría a

disminuir la velocidad. Tal vez el desierto aún no estuviera satisfecho ¿Cuántas

desventuras más les esperaban?

_ ¡Que ha sido culpa suya!

Comenzó a renegar Felipe en contra de Rosario.

_ ¿Cómo no ha despertado con el andar del animal? ¿Acaso no dicen que ustedes,

las mujeres, tienen instinto más atinado? ¡Dónde ha dejado el suyo muchacha! Ellos han

de culparme ahora, estoy seguro ¡A mí, que debiera estar bebiendo aguardiente! ¡A mí,

Felipe Fernandes! ¿Qué culpa tengo yo de haber recibido instrucción más distinguida?

¿Por qué tengo que ser más diestro en estas tareas que no me corresponden?

El hombre, casi al borde de la furia, seguía con su monólogo.

_ ¡Maldigo el día en que acepté que su hermano me convenciera a compartir viaje

con usté! ¡Maldito Julián, individuo de mala laya! Ese amargo, siempre con sus
105

negocios sospechosos ¡No! ¡No

he de morir por causa suya ni de ningún Cortés!

Felipe ensilló, a toda velocidad, el caballo más fuerte y montó sobre él. Miró a

Rosario mientras iniciaba el galope en dirección contraria a los hombres que se

aproximaban y gritó.

_ Vaya rezando un rosario, María, en breve será comida pa los caranchos.

La muchacha se sentó en la misma piedra que ocupara Felipe. Ya cerca pudo

distinguir que no se trataba ni de Juan ni de Manuel. Estos traían rifles y vestían

pantalones, ponchos y birretes. No presentaban mejor semblante que los rostros de Juan

y Manuel la última vez que los viera.

Se detuvieron a veinte pasos de la muchacha. Si bien estaban seguros de que no

se trataba de un “salvaje” tampoco pudieron definir a que especie o sexo pertenecía

aquel cuerpo sucio de sangre y tan aislado de todo lo que lo rodeaba que era Rosario.

_ ¡Usté es Felipe?

Preguntó uno.

Rosario evitó hablar. Se quitó la manta y poniéndose de pie, apretó los brazos

contra el pecho. La camisa que vestía delineó el volumen de sus pechos.

_ Pedro, es la muchacha.

Exclamó el segundo, Dimas Herrero y ambos corrieron cerca de la mujer sin

desatender cualquier movimiento a su alrededor.

_ ¿Qué es lo que ha pasado? ¡Virgen Santa!

_ ¡No la asuste compadre Dimas! Déjeme hablar a mí… Muchacha, ayer durante

la partida de descubierta nocturna nuestros compadres se han encontrado con su esposo


106

Manuel. Al borde de la muerte

consiguió avisarnos de usté y del otro hombre y los tres caballos. Pero… ahora no

entendemos por qué uno ha escapado al vernos y sólo queda usté y su montura.

Rosario miró a uno, luego al otro y volvió a sentarse en la piedra.

_ ¡No sea impertinente mujer y conteste a mi compañero!

_ Dimas, déjeme hablar a mí ¿No se da cuenta que la pobre está asustada y

cubierta de sangre? Ya lo quiero ver al compadre después de pasar una noche en este

lugar helado... Es una suerte que esté viva.

_ Suerte para ella.

Pedro lo miró con desprecio.

_ Ham, después usté pregunta por qué las mujeres lo desprecian.

_ Ellas no me desprecian, yo soy quién las dispensa ¡Qué raza más irritante!

Pedro preparó el caballo que pastaba a unos metros, cubrió a la joven con una

manta, le extendió el chiflexxiii con agua e instigó a Dimas para que la ayudara a montar.

Estando listos retomaron la ruta del Fuerte. Caminaron bastante antes de que Rosario se

durmiera agarrada a la garganteraxxiv de la cabezada.

_ Pobre, se sentirá mejor cuando mi patrona le de una mano.

Arribaron a la estancia a la hora del almuerzo. Rosario despertó con la algarabía

que acontecía alrededor del fogón donde todos se reunían diariamente a las once para

alimentarse con las pequeñas raciones de comida y el mate. Antes de que la muchacha se

dispusiera a comer Doña Ana Alarcón le pido que la acompañara hasta la aguada

cercana para que se lavara un poco.


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_ Tenga m´ija, éstas

pertenecieron a un hombre muy bueno. Tiene suerte de que el pobre Atanasio no pueda

usarlas más, murió de frío haciendo la guardia hace unos días. Cuídela, por aquí no

abundan las vestiduras.

Rosario vistió la camisa y pantalón del difunto. Se calzó las botas y el poncho y

birrete. Antes de ir a almorzar acomodó la manta y el resto de sus nuevas pertenencias

en el rincón que le asignaran en la casa de los Alarcón, donde vivían también Pedro, su

esposa Ana y tres jóvenes, dos niñas y un niño.

Cuando la muchacha retornó al fogón, no hubo varón que no fijara su atención en

ella. Aunque llevara el cabello en desaliño y la cara lavada, Rosario emanaba gracia y

calidez. La piel del rostro le resplandecía con un humor tibio, como si partículas

tornasoladas se le hubieran adherido a través de la mano eximia de un artesano.

La joven se sentó donde Ana dispuso, junto a sus hijas Tránsita y Micaela. Ambas

hicieron espacio entre sus cuerpos para que ella se ubicara cerca del fuego. En cuestión

de segundos Doña Ana le trajo un plato de madera con carne, choclos y dos galletas.

_ No es mucho, deberían enviarnos un poco más. En los últimos meses no se está

cumpliendo con las raciones debidas, pero quédese tranquila que no morirá de hambre

con nosotros ¡Coma despacio para no empanzarse!

Rosario aceptó el plato y perdió la mirada en las llamas.

_ Usté es lindona ¿Se casó muy joven, verdá?

_ ¡Tránsita, ésas no son preguntas de hacer!

Reclamó Micaela.

_ ¡Pero si ella va a vivir con nosotros, hermana, va a ser como de la familia!


108

Respondió Tránsita y

continuó.

_ El hombre que la mando a buscar, su marido, también era muy buen mozo.

_ ¡Hermana! Pero ¡Ya metió la pata! ¿No ve que no la han anoticiado todavía?

Tránsita se quedó callada, medio triste, y acabó de comer en silencio. Cuando su

hermana Micaela y el resto de la gente abandonaron el fogón para ocuparse de sus

labores, se arrodilló ante Rosario y tomándole las manos dijo.

_ Debe ser muy difícil para usté comprender porque Diosito se ha llevado a su

esposo. Pero debe tener fe, debe confiar en las decisiones del Altísimo y agradecer por

haberle permitido a Manuel decirles a los soldados dónde estaba, con el último aliento

del hombre. Usté debe ser alguien muy importante en los planes del Señor para haber

dilatado la muerte de un hombre sólo para salvarla. Todos dicen que su marido vivió lo

suficiente para decir su paradero… por eso, Hermana, si puedo llamarla así, debe

cuidarse como él lo hizo, tiene que comer… las bondades del Señor ayudan si lo

permitimos.

Tránsita le besó las manos y volvió a alcanzarle el plato con comida que Rosario

había dejado en el suelo, a un lado.

Luego de dormir unas horas la condujeron al encuentro de Don Antonio Varas, el

jefe de la guarnición del Fuerte. La muchacha lucía un poco más viva cuando entró en la

habitación donde Antonio la esperaba.

_ Señora, pase, siéntese. Lamento tener que informarle que su esposo, Don

Manuel, está muerto.


109

Rosario lo miró más allá

del agujero negro de sus pupilas. Antonio se sintió incómodo.

_ No se preocupe muchacha, hoy mismo mando un mensajero, donde usté mande,

para que la vengan a buscar. Por eso necesito que me diga su nombre y el de su marido,

completo.

Rosario continuó mirándolo fijo sin abrir la boca.

El comandante se puso de pie y se acercó a ella. Puso una mano sobre su hombro

y lo palmeó nervioso.

_ Señora ¿Usté se acuerda de su nombre verdá?… Señora.

Rosario a su vez tocó la mano del hombre y negó con la cabeza.

El comandante retiró con cuidado la mano y dispuso que ella se quedara allí

esperándolo y salió de la habitación.

Por la tarde cuando todos acudieron al fogón para el mate, el mensajero ya había

sido enviado a La Punta de los Venados. Era necesario recibir orientación para

solucionar aquella situación y como no contaban con ningún dato de la mujer, Antonio

enviaba minuciosa descripción de los hechos sucedidos con Rosario y de Manuel.

♣♣♣
110

A su Magestad, que Dios guarde

El Acta capitular deste día 20 de julio, acordada en reunión del Cabildo, Justicia y

Regimiento de La Punta de los Venados fue en demanda de los reiterados problemas que

con el suministro de agua vienen aconteciendo. Para ello tuvo el cabildo la misión de

reunirse en el ayuntamiento a pedido de los vecinos para tratar el asunto. Se nombró un

alcalde de aguas para que gobierne las acequias principales y los ramales en provecho de

la provisión de agua. Gracias a Dios los capitulares no demoraron demasiado en ponerse

de acuerdo. Es sabido que la comarca tiene repartidas sus tierras en el alto y en el bajo y

son estos últimos los que más sufren por la falta de las aguas cuando los vecinos del alto
111

abastecen sus sementeras al

punto de que el agua disminuya para los sembradíos del bajo. Don Joseph de Salinas

dijo que aceptaba lo tengan como Juez de aguas en el nombramiento y juró por Dios

Nuestro Señor y una señal de la Cruz que hará mandar, prender y multar a quien no

obedeciere el mandato de hacer correr por semanas el agua corriendo por una parte una

semana y la otra por la otra parte por ser poca la que viene de arriba y no alcanzar a

todos. Los firmantes de esta acta fueron: Felipe Fernandes. Jorge Fernandes. Pepe

Montebuey. Raúl Montebuey. Marcelo Fernandes. Joseph de Salinas. Lusiano Lusero.

Diego Olguin. Francisco Garin de Aspeitia. Juan Baptista de Pagoaga. Christobal

Barroso. Marselo Magallan. Pero es sabido que tales actuaciones no sirven de nada

cuando por aquí pasan las tropas y los troperos permiten a las reses beber en las acequias

quedando todas ellas en descompostura y cargadas de arena.

La falta de orden en la preservación de los archivos es otra cosa muy común en el

cabildo, siendo que los escribanos se llevan las actas a sus hogares sin dejarlas en el

libro capitular y luego hacen del papel otros usos y no el de devolverlos.

♣♣♣

Los habitantes del Fuerte parecieron desplegar un poco de vivacidad con la

presencia de Rosario.

Esa mañana, se había levantado como todos al toque de Diana, unas tres horas

antes de aclarar. Inmediatamente presenció la partida de descubiertaxxv, que en esa

jornada estaban compuestas por tres hombres quienes serían los encargados de explorar

el territorio para evitar sorpresas de malones o la presencia de gente extraña.

La muchacha y el resto de las mujeres estaban encargadas de ordeñar y revisar el


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rebaño en busca de heridas

infectadas y rasquetear las pezuñas para soltarlo a pastar, luego que la partida de

descubierta confirmara que no existía peligro.

Ya con las vacas pastando y sin otro contratiempo, le concernía, a las habilidades

femeninas, la preparación del té pampa sin endulzar, que se servía a modo de desayuno

en el receso de media hora asignado a las siete de la mañana más o menos.

Ese día Antonio había determinado que podían realizar el lavado de las ropas, así

que toda la tropa, salvo aquellos aspirantes que formaban la guardia de prevención, se

dedicó a eso. El ambiente del Fuerte era un solo jolgorio porque, además, se acercaba la

fecha de pago de sueldo a los soldados y se corría la voz de que este mes era casi seguro

que llegarían los seis pesos mensuales para cada uno y también los víveres considerados

de lujo, galletas de arroz, tabaco y la yerba, que andaban escaseando tanto en la última

temporada.

Sin embargo nada de eso llegó hasta la semana después cuando la alegría invadió

el Fuerte y parecieron olvidarse de la presencia extraña de Rosario, ocupada en el

pisadero de adobe como el resto.

Poco a poco fue ayudando en otras actividades como la levantada de cercos, el

corte de totora en la laguna, usada para los techos y otras ocupaciones. Lo hacia con tal

esmero que incluso Antonio tuvo leves esperanzas de que nadie la reclamara.

Pronto el cabello de la hermosa mujer creció hasta los hombros y el brillo

azabache que producía la luz de la luna sobre él, arrancó sonrisas disimuladas en los

masculinos rostros mozos, sonrisas a las que ella respondía con leve inclinación de la

cabeza.
113

Dimas no tardó en

encariñarse con la joven. Solía afirmar que era la única mujer que había conocido que no

poseía la capacidad de irritarlo.

_ ¡Es que no habla!

Confirmaba vehemente mientras masticaba la carne que Rosario le servía. Ella no

se preocupaba en reprimir alguna risita divertida.

Tránsita y Micaela eran todo sentimiento con la nueva integrante de la familia. Se

turnaban por la noche para arroparla y rezar de rodillas junto al catre para que recuperara

la voz y la memoria, pero Transita, especialmente, que odiaba esperar milagros sin hacer

nada, inventó un lenguaje de señas para comunicarse mejor con Rosario, lo que las

llevaba a divertirse mientras los muchachos se descosían las neuronas por adivinar de

qué cosas hablaban.

En general las charlas eran sobre el amor profundo que Tránsita sentía por uno de

los soldados del Fuerte, Rafael Peres, quien más de una vez se percataba de las miradas

furtivas de la joven Alarcón sin evitar sonrojarse cuando las sorprendía dibujando

corazones sobre el polvo. Corazones que llevaban la primera letra del nombre de

Tránsita y la del suyo encerrada en un corazón de tierra.

Rafael sabía que la pequeña Escudero cumpliría los quince años en pocos meses

y tenía el secreto afán de pedirle la mano al padre pero lamentablemente la ocasión que

el destino le brindó para tal ocasión no fue de las más agradables.

Una noche Pedro y Dimas se hicieron cargo de la Partida de Exploración

ordenada por el Comandante para ir al encuentro que se hacía cada seis días con

exploradores de los fortines vecinos.


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_ Deberían haber llegado

hace un rato… ¿Les habrá pasado algo, compañero Dimas?

_ Mire Pedro, las cosas andan bien últimamente, pero usté sabe que las

vacaciones del demonio nunca son demasiado prolongadas.

_ ¡Caracho, que no se puede vivir en paz! Ya decía yo que mejor me hubiera sido

quedarme en el Tucumán que venía creciendo al galope.

_ Nunca me contó bien por qué no se quedó allá, compadre

_ ¿Sabe lo que pasa cumpa? Las traiciones de los hombres no son las mismas que

las que el corazón aplica.

_ En criollo hermano, que no le entiendo media palabra.

_ ¿Vio la Ana?

_ Sí, Pedro, su mujer… Sé quien es Ana.

_ Bueno, bueno, no se fatigue. La Ana estaba “de encarguexxvi” cuando la conocí.

Dimas dejó caer la mandíbula y abrió, descomunales, los ojos.

_ ¡No me mire así hombre! el marido anterior era mala gente, la golpeaba y casi

le hace perder al hijo… sí, el Mario no es hijo mío.

_ Ya me parecía a mí que era un poco distinto pa ser hijo suyo. No se ofenda

Pedro, pero usté sabe que ese niño tiene algo raro ¡Hasta en la forma de andar! Parece

medio caído del catre ¿Y lo crespo? Es evidente que ni usté ni la Ana son de tiene rulos

en la cresta.

_ Sí, bueh, es verdá que el pobre no piensa bien a veces. Siempre creímos que era

por los golpes que le dieron a su madre en la barriga.

_ ¡Shhh!
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Pedro elevó el rifle, que

hasta el momento había estado en descanso, en contra de las rígidas órdenes de

exploración.

_ Pedro ¿Está oyendo que alguien gime?

_ Sí, oí ¡Al suelo Dimas!

Ambos hombres se estiraron sobre la tierra y así de quedaron la noche entera,

vigilantes, sin más abrigo que la ropa que llevaban puesta.

Por la mañana vieron a lo lejos la carpa de los exploradores. Después de

asegurarse que la zona, sierras y el horizonte no presentaran presencia hostil, recién

entonces se encaminaron hacia la carpa que se sacudía con el viento.

Lo que encontraron adentro les heló la sangre un poco más que el frío sufrido por

la noche. Los dos exploradores yacían degollados y desnudos.

Ninguno tocó nada. El estado de los compadres era evidente. Apuraron el paso

para alertar al resto rápidamente, además, el frío ya les consumía las fuerzas.

Cuando Antonio fue avisado, se dio la señal de alarma y dos exploradores de

caballería fueron enviados hasta El Bebedero y otros dos hasta El Lince con la terrible

noticia. Los hombres asesinados resultaron ser soldados de una guardia del segundo

fuerte.

Las calamidades parecieron multiplicarse.

Esa noche Dimas y Pedro sucumbieron a una fiebre fuerte, y según entendidos, y

por lo que se veía a simple vista, no les quedaba mucho a los dos.

El joven Peres decidió que superaría su timidez esa misma noche dado que podría

ser la última oportunidad. Para eso fue primero en búsqueda del jefe Antonio y solicitó
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permiso para hablar con Pedro,

explicando su intención, a lo que el hombre accedió porque también presintió que los

enfermos no vivirían para ver el alba.

_ Ojala esta noche no estire la pata… ¡Qué suerte la mía ésta de dejar el pellejo

para protección ajena.

Pensó Pedro como muchas veces, él mismo, se había cuestionado sobre la validez

del sacrificio entre arenas saladas y totoras mudas de sangre ausente ¿Quién podría

aseverar que los exentos de tales pruebas eran hermanos? ¿Que aquellas pieles fueran

extensiones de las propias?

Así, entre cavilaciones dejó que el firmamento, que ilustraba la bóveda del

páramo en aquella noche, lo absorbiera para mostrarle la mejor visión de la luna, ésa que

veríamos si consiguiéramos superarnos en altura.

_ Sí, es preferible.

Se convenció, además, ya estaba aburrido de hacerse esas preguntas o cualquier

otra. Transcurrían las horas en que el sudor colonizaba su cuerpo acompañando a

delirios y realidades paralelas.

A su lado, Dimas experimentaba la vigilia más lucida de todas las que hubiera

vivido, sin embargo, al ver entrar a Rafael a la habitación creyó, por un segundo, que se

trataba de Rosario pero no mostró rechazo alguno, aunque sí, decepción. Recordó que

había conocido la aprensión del primer enamoramiento y a pesar del cuerpo enfermo

podía sentir las palpitaciones subversivas de todo un mundo dentro de sí. Subversivas,

sí, porque desde el día en que Dimas la viera por primera y única vez, sentada dentro de

la carreta, con los cabellos finos, pero dispersos al capricho del aire; la tez transparente
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como el agua del río y con igual

atrevimiento que sus corrientes en lo encarnado de los labios, desde aquel día, sus

quince años despertaron en las pupilas perdidas de la cieguita italiana que exhalaba

desánimo al aire. Siguiendo aquellos momentos de conmoción, el orbe íntegro cobrara

un nuevo sentido y el corazón de Dimas concibiera su propia versión. Desde luego que

la semilla que no es regada debidamente sucumbe y su cobardía, ésa que lo había

inmovilizado dentro de las estructuras de lo correcto fue lo que permitió a los preceptos

ajenos arrasar con cualquier ilusión y cualquier posibilidad de venir a ser.

Dimas entendía, más por sabio que por cualquier otra causa, el afecto recíproco

entre la pequeña Alarcón y Peres. Amor que germina como un soplo pasional y eleva a

los hombres más allá de las vivencias terrenales. Supo por qué el muchacho estaba

presente en el lecho de su amigo y vio en eso la oportunidad de saldar consigo mismo

las deudas antiguas, aquéllas que dicen, sólo se pueden pagar con sangre. Fue conciente,

a pesar de la fiebre, de que nada podría enmendar los años infelices, el insuficiente

coraje de sus tiempos de mocedad, que le habían provocado frustraciones futuras, pero

ese joven soldado, de pie junto a la puerta con gesto de igual asombro no era

comparable con aquel joven Dimas. Peres no miraría la carreta de lejos para verla llegar

y partir de su vida sin hacer objeción. Algunas pasiones varoniles son capaces,

ciertamente, de dar apoyo en estas hazañas que alimentan el espíritu púber de los

hombres, con la misma ingenuidad con que el cáliz materno alimenta a los recién

nacidos.

_ Vamos, hombre, acérquese, es seguro que Pedro puede cruzar con usté algunas

palabras o al menos escuchar lo que tenga para decirle.


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Dimas se incorporó con

mucho esfuerzo y humedeció con un paño embebido en agua el rostro de su amigo.

Pedro pareció recuperarse un poco. Después le besó la frente al compadre sospechando

que pronto ambos se reencontrarían en la próxima posta, indicada para ellos en esa

noche. Con movimientos lentos, levanto la manta y dio una palmadita en el hombro del

joven antes de salir de la habitación.

Dimas murió treinta y tres pasos adelante, sentado cerca de las últimas brasas

ardientes del fogón de la tarde. Murió con los ojos fijos en un corazón dibujado en la

tierra con las iniciales “T” y “R” y una sonrisa en los labios.

Rosario fue quien lo encontró minutos más tarde, aun tenía la carne tibia. Ella se

sentó a su lado y rezó, a viva voz, todas las oraciones que recordaba.

Dentro de la habitación la fiebre caquéctica cargaba su segunda víctima. Pedro

Alarcón, entre delirios se regocijaba con los últimos latidos del corazón de quien no

dejaba en mal futuro a sus seres queridos. Las lágrimas de reconocimiento se deslizaban

de sus ojos, al ver a su frente, un joven esforzado y decidido que cuidaría de su pequeña

y del resto de la familia.

A este paso el campo santo aledaño pronto estaría más habitado que el Fuerte.

No hubo tiempo para rituales ni cura que los realizara, de modo que unas horas

antes de la Diana los hombres del Fuerte, entre ellos Rafael, desvistieron los cadáveres y

los trasladaron trecientos metros al sur, para luego enterrarlos en el campo donde los

caídos en servicio eran inhumados.

El resto de la jornada se sucedió como todos los días. No se podían permitir caer
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en desazón por las pérdidas, eso

afectaría el ánimo de todos.

Ana, movida por la urgencia, solicitó que Antonio efectuara la unión nupcial de

su hija y Peres lo más pronto posible. Aún estaba sentida por la muerte de su marido,

pero quería con este hecho, que el alma de su esposo, todavía por cerca, estuviera

presente en un momento tan importante. Después, todos sabemos que las almas rumbean

para otros pagos.

El casamiento se programó para el día siguiente y se agregó a la lista de tareas

pendientes la construcción de un nuevo rancho para el matrimonio Peres.

Estuvieron presentes en la boda apenas aquellos más allegados a la pareja. En

lugares como aquellos no podían permitirse demasiado festejo, por un lado, debido a

que cada uno era indispensable en las tareas asignadas, y por otro, si bien la alegría es

buena para alimentar las almas, pesaba la ausencia de los fallecidos en el deber. Además,

la vida siempre continúa y si se engañaban con demasiada diversión, la consecuencia

segura sería un malestar cuando volvieran a la realidad desnuda y cruda de vivir bajo el

peso de tremendas responsabilidades como eran las del Fuerte. Ningún ser humano que

no hubiera pasado, por lo menos, un mes en un lugar como ése podría reproducir con

autenticidad lo significaba.

Si bien las amenazas parecían idénticas tanto en los fortines como en las

ciudades. En éstas, el faltante de suministros y el acecho constante de las rebeliones

salvajes se equilibraban con el acto de sobrevivir dentro de límites reducidos, actuar

conforme órdenes capitulares que, más allá de su efectividad, obedecieran a un

consenso; tener la libertad de asistir domingo a domingo e incluso con más frecuencia
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para escuchar la palabra del

representante del Creador en la tierra, quien aceleraba la recepción de las peticiones ante

el Señor de todos los Cielos, marcaba la diferencia. Es que los hombres somos seres

demandantes y poder requerir la presencia de un Padre dinámico, por peor que éste

fuera, resultaba más efectivo que no tener padre alguno. Además, estaban las escapadas

a la pulpería, “descostillarse de risa” con las ocurrencias de algún borrachín, saborear la

mazamorra casera o hacer el amor protegido por puertas de algarrobo y paredes de

adobe resultaba para los habitantes del Fuerte una irremediable quimera.

El desierto corroía los límites impuestos por el blanco así como, poco a poco, los

temperamentos de los que pretendían fundar algún refugio en él.

Sabemos que las demarcaciones, si bien expandidas cada día a fuerza de lucha,

eran y son hasta hoy, pertenencia de araucanos, ranqueles y huarpes, esos rudos

preparados para subsistir, conocedores de los caprichos del viento y señores de los

escondites del agua dulce. Y como es normal, todo lo que transcurriera en tierras

“prestadas” sufría la amenaza recurrente de volver a las manos de sus dueños, “Los

hijos de la arena”. Frente a ellos, los pobladores eran como niños desmadrados, como

ofrendas para el hambre de la tierra y divertimento del horizonte esquivo.

Tránsita avanzaba de la mano de su madre y de su hermana. Detrás Rosario, con

un gajo de caldén, borraba las huellas de la niña para que ningún otro hombre que

pretendiera el amor de la muchacha pudiera encontrarla de allí en más.

La voluntad de la pequeña Escudero se unía en intenciones a las de Rafael quien

que no tenía familia alguna en el Fuerte. El novio la esperó, arrodillado junto a la

laguna, con los brazos extendidos.


121

El comandante estaba

ausente por los servicios en la guarnición.

A la derecha de Peres, don Lucas Vilches de pie se aprontaba para dar lectura al

escrito elaborado por Antonio como garantía y confirmación de aquella unión.

Micaela había entrelazado dos festones con tiras de tela vieja de la camisa del

primer uniforme de su padre. Ana los colocó alrededor del cuello de cada núbil y, luego

de esta distinción, Rafael recibió a su esposa en brazos, le besó la frente, las mejillas y

las manos. La giró de espaldas hacia él y aflojó lentamente la corona de trenzas que

adornaba su cabello. Tránsita cerró los ojos y se permitió imaginar a través de las

caricias amorosas que lubricaban su pasión inexperta.

La ceremonia fue breve y perdurable. Luego los siete volvieron a sus faenas con

la leve sensación de que Pedro Alarcón había permanecido junto a la laguna, listo para

partir hacia destinos imposibles, por en cuanto, para el resto.

Esa noche Mario Alarcón se mostró más meditabundo que de costumbre. El

muchacho, aunque parecía denotar en su rostro algún entendimiento sobre las

conversaciones que presenciaba, cuando alguien lo hacía partícipe en las opiniones, se

quedaba en silencio o daba respuestas que en nada tenían que ver con la temática

abordada. Pero en aquella ocasión había hecho evidente su disconformidad por no

haberle sido permitido estar presente en las nupcias de su hermana. Varias personas se

habían acercado a explicarle, repetidas veces, que no se podía descuidar el Fuerte y más

aún con la pérdida de dos hombres valiosos, pero Mario no comprendía, él no se sentía

porción de ninguna comunidad. Se suponía distinto y exigía trato adecuado a su


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soberbia. Por eso el tamaño de

su ofensa. No reconocía autoridad y mucho menos que dispusieran de su vida quienes, a

su parecer, no le inspiraban ningún respeto.

Muerto su padre, único guía que había aceptado, aspiraba a desviar su rumbo

hasta donde sus cualidades fueran reconocidas y premiadas.

Desde el rincón de la casa observó a Ana, su madre, sirviendo la mesa y odió que

hubiera sobrevivido a Pedro. En su consideración la mujer era menos que nada, una

mula de carga, pero mientras Pedro vivía al menos era mula con dueño, lo que

adjudicaba una pequeña porción de valor. Viuda de Alarcón, Doña Ana no era más que

un útero inservible para la naturaleza y los hombres.

Así pensaba Mario cuando se disculpó para retirarse en dirección a las letrinas.

Nadie notó que se dirigía directamente a la despensa donde se guardaban las provisiones

de la familia, el alimento para el mes entero.

Escondió todo lo que pudo dentro del morral de su padre y se dirigió a uno de los

hombres que habría de salir para la próxima vigilancia nocturna.

¬ Oiga José… lo veo cansado compañero. Si quiere tomo su lugar esta noche y

lueguito usté me devuelve el favor.

_ ¡Oh, Mario, agradecido! pero verá usté, no sé si sea conveniente, digo, tal vez

anda distraído por la muerte de su querido padre.

_ ¡Qué nada! Al contrario Don, me hará mejor distraer mi atención con algo más

beneficioso.

_ Bueh, siendo así, acepto el trato, vaya nomás, pero espérelo a Vilches que le

toca esta noche también.


123

Con la amenaza de los

“salvajes” tan cercana, no le fue difícil a Mario convencer a José que, como más de uno

en el lugar no se moría de ansiedad por salir a exponerse en el desierto que degollaba a

los valientes. Así, partió con Don Lucas una media hora más tarde. Ambos portaban sus

rifles listos pero especialmente Lucas tenía la inteligencia suficiente para reconocer a

qué tipo de enemigo se enfrentaban y por eso respetaba la amenaza nativa. Al contrario,

el huérfano por segunda vez estaba convencido de que su presencia y el rifle eran

imbatibles. Bruta imprudencia incapaz de aconsejarlo en contra de lo que estaba a punto

de hacer.

Recorrida una media legua, Mario asestó un golpe en la cabeza de su compañero.

Le quitó el rifle y lo arrastró cerca de la entrada del Fuerte. Después, a pie, se alejó con

doble fuego en el pecho, la vibración del anhelo casi alcanzado y el orgullo personal.

Decidido estaba que desertaría de El Tala. Decisión que muchos pagaran de diferentes

maneras, muertos en manos de los indios, sometidos a los caprichos del desierto o por el

castigo impuesto por sus propios jefes al declararlos autores de alta traición.

Caminó un tiempo más con una de las armas enhiesta y la otra, la que había

robado de Don Lucas Vilches, en la cintura. El chistido de la lechuza encima de una

rama hizo que Mario disparara al aire asustado, y en el impulso golpeó a la otra que

pendía en su cintura lo que produjo que ésta también se disparara y el proyectil

impactara en su pie derecho. El muchacho se mordió los labios para no gritar del dolor.

Le era suficiente con darse cuenta de la torpeza de su accionar. Así, herido, anduvo

cuanto pudo con el miembro ensangrentado. Llegó a arrastrase casi inconciente por el

dolor y la pérdida de sangre, es que la tenacidad de este individuo superaba en mucho a


124

su mísera inteligencia.

Las pisadas del caballo se hicieron eco del disparo. Juan siguió el rastro cobarde

que manchaba la tierra seca. Así encontró a Mario enroscado como una reptil, posición

que sugería su naturaleza. Con el rostro sobre el polvo, el pulgar izquierdo dentro de la

boca y los ojos semicerrados.

Juan cargó al muchacho sobre la grupa de su caballo y comió avivadamente

algunos de los víveres que Mario traía. Con cierta esperanza se dirigió a El Tala, lugar

que aún no había explorado en su búsqueda por Rosario, Manuel y Felipe. Se sintió un

poco consolado con el hecho de haber socorrido a un camarada en apuros. Imploró al

cielo que sus compañeros desaparecidos estuvieran en aquel lugar ya que a El Lince no

habían vuelto ni habían pasado por El Tala y no tenia noticias de ellos hacía tiempo.

Sobre el andar tranquilo del equino, el noble hombre no tenía idea de que llevaba

a Mario, hacia una muerte deshonrosa.

A pocos pasos del Fuerte encontró el cuerpo de Vilches y a esa altura ya no se

explicaba qué había sucedido pero subió el otro cuerpo y se propuso llegar hasta las

puertas de El Tala ya con el temor de tener que explicar la causa del estado de aquellos

dos hombres.

Al llegar lo recibió Antonio, quién tuvo como reacción primera apuntarlo con su

fusil y obligarlo a postrarse de cara en el suelo con las manos detrás de la nuca.

Rosario caminaba en dirección de Antonio con algunos trozos de la carne de una

yegua flaca y vieja que habían asado esa tarde cuando reconoció a Juan. De inmediato

soltó los alimentos y corrió en su auxilio. Dada la circularidad del mundo esta vez le
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correspondía a la muchacha

salvar la vida de su amigo.

_ ¡Antonio! ¡Señor! ¡No dispare!

El comandante volvió el rostro sorprendido hacia la joven, no tanto por lo que

dijera, sino porque estaba boquiabierto de oírla hablar.

Rosario se situó entre el arma y Juan. Éste, que no la había reconocido por la

oscuridad ni por la voz que nunca escuchara, vislumbró la figura pequeña bajo la luz de

la luna y sintió como aquellas lágrimas, fueran de alivio, se le escapaban intensas pero

silenciosas. Es que encontrarla viva le devolvía su autoestima, era un caballero como

pocos.

Casi al mismo tiempo Don Lucas salió de su inconciencia y sin darse cuenta de la

incómoda posición levantó el torso y cayó golpeando en seco contra el suelo. Antonio

bajó el arma y fue a socorrerlo mientras Juan se arrodillaba a los pies de Rosario.

_ ¡Yo sabía, muchacha! ¡Sabía que usté era de madera de ley! ¡Qué esencia la

suya, qué sangre la suya!

_ ¡Compadre! ¿Qué le ha pasado? ¿Fue este hombre? ¡Contésteme!

Preguntó Antonio nervioso.

Don Vilches apretó la mano que le ofrecía Antonio y consiguió levantarse y

apoyarse en el cuerpo de su superior.

_ Comandante, es verdad que estoy algo mareado pero eso no modifica mis

recuerdos, ha sido Mario quien me golpeó en la cabeza con su rifle.

Antonio miró al muchacho que continuaba inconciente y perdiendo su grasoso

humor por la herida.


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_ Ya me decía yo que no

por nada alguien se ofrece a un reemplazo de partida de descubierta en momentos como

estos. Pero dígame ¿Usté le disparó al desertor?

Preguntó simultáneamente a Juan, quien parecía estar de vuelta al mundo real y lo

observaba.

_ No señor, lo encontré así como lo ve, a una poca distancia uno de otro. Escuché

un tiro y corrí en auxilio pero primero encostré al herido de bala y me sorprendió que

tuviera dos fusiles. Es de mi conocimiento que cada soldado en la partida de descubierta

lleva uno nomás.

_ ¡El muy desgraciado! ¡Pobre las Alarcón! Pérdida tras pérdida… pero no debo

ni puedo perdonarle la a un traidor cobarde como éste... ¡Va para la fosa con la basura

del día!

Articuló las últimas palabras previo al tiro en la cabeza que propinó al bulto

humano después que lo deslizó con asco del caballo para que el animal no se asustara.

A la mañana siguiente el Fuerte se vio nuevamente envuelto en secreteos

nerviosos. Por un lado estaban los que se sentían identificados con la idea de abandonar

esa vida yerma que los consumía hasta el autismo para lo que la ejecución de Mario

representaba una clara punición disciplinaria. De repente caían en la cuenta de cuán

comprometidos estaban en la agrupación que formaban y hasta qué punto ese

compromiso se figuraba una espada suspendida sobre sus cuellos en el cumplimiento del

deber. En cualquier instante de descuido o de entrega al temor tan humano, en cualquier

segundo de obediencia a sus instintos más íntimos de supervivencia, ese cordón tensado

sobre sus existencias podría romperse y llevarlos a la deshonra de una muerte sin ningún
127

prestigio.

Otros, por el contrario, estaban convencidos de que el fusilamiento de tan

despreciable cobarde ejemplar favorecía al equilibrio moral de todo el Fuerte, única

manera de proteger a sus habitantes del caos. Entonces, visto desde esta perspectiva,

cada muerte, bajo estos cargos, no hacía más que justificar el propio sacrificio ante una

sociedad y el “deber ser” individual.

La familia de Mario, lo que quedaba de ella, estaba exactamente en el medio de

tan diferentes opiniones. Si bien pesaba en sus pechos el duelo por el pariente, en sus

mentes se instalaba la tranquilidad de saber que el error había sido enmendado, que el

insulto había sido contrarrestado con la muerte del transgresor.

Cuando las disposiciones del comienzo de día fueron establecidas Antonio se

dispuso a interrogar a Juan que permanecía bajo arresto por su sospechoso

aparecimiento. El comandante tenía para sí que el muchacho no era culpable de

inmoralidad alguna pero recelaba que se llevara a Rosario y la idea lo perturbaba.

El pobre paisano estaba amarrado a un palo en medio del patio resistiendo el frío

sobre sus cueros y los remolinos polvorientos que danzaban a su alrededor.

Rosario, hasta el momento, no expresara pensamiento alguno a pesar de las

preguntas incesantes de sus pares y del mismo jefe. No porque no tuviera nada para

decir, su silencio fue una protesta contra la actitud tomada con quien creía su amigo.

De cualquier forma, después del toque de Diana y momentos después de que el

cuerpo de Mario fuera arrojado al pozo junto a los deshechos de la jornada anterior,

corrió el rumor de que Juan sería fusilado.

Rosario se decidió. Fue en búsqueda de Antonio y le relató todas las vicisitudes


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de su viaje, omitiendo el

traslado ilegal de indios. Como siempre no quiso aumentar el recelo entre ambos bandos

y mucho menos poner en evidencia la pérdida de cuatro hombres en manos de los

salvajes. Antonio escuchó atentamente hasta que la joven pronunció el apellido Cortés.

♣♣♣

A su Magestad, que Dios guarde

Nuestro Señor guarde y prospere el estado de nuestra señoría el Rey. Se han

establecido dos pulperías con cuya instalación no he estado completamente de acuerdo a

pesar de los capitulares argüir que dichos establecimientos traerán prosperidad a la

comarca. Dicen que las mercaderías originarias podrán ser vendidas a los viajantes que

transitan el Camino Real. Pero sospecho y Dios no permita tal indecencia que muchos

son ya los varones que se complacen con la bebida y algunas indias de mala naturaleza

andan coqueteando con los viajeros. Dios no permita que esto pase a mayores.

Propuse que el Cabildo se reuniera y así lo hicieron el sargento mayor don Pepe

Montebuey, teniente de corregidor y justicia mayor, el capitán Felipe Fernandes, alcalde

ordinario de primer voto, el capitán Raúl Montebuey, alcalde ordinario de segundo voto,

el alférez Marcelo Fernández, alguacil mayor y Jorge Fernández, regidor todos unidos

trataron sobre mi preocupación de las pulperías y siendo así dijeron que por cuanto el

señor don Thomas Marin de Pobeda, caballero del Orden de Santiago, gobernador y
129

capitán general que fue de este

reino, concedió que hubiese dos pulperías en esta ciudad porque es necesario al bien

común y al útil que de ellas se haga, se les obligará a pagar treinta y cinco pesos y

ordena que ninguna persona de cualquier calidad y condición que sea no venda vino ni

aguardiente en ninguna casa ni paraje so pena de pagar veinte pesos y perder el vino,

aguardiente y los géneros vendibles que allí almacenaren multa que será también

aplicada a los propios de la ciudad o cualquier poblador que en tal falta incurriere.

♣♣♣

Juan y Rosario abandonaron El Tala al alba. Antonio les permitió llevarse el

animal en el que Rosario había llegado al Fuerte de manera que ambos tuvieron su

propia cabalgadura.

El tramo recorrido fue hasta Chalantaxxvii, donde pasaron la noche. Allí Rosario

cambió el birrete de soldado y una de las camisas de algodón, recuerdo de Ana, por un

poco de agua y charque suficiente para el trayecto siguiente que sería el doble de

distancia.

El próximo itinerario contemplaba pasar por el fuerte de El Bebedero.

Habían sido tan abruptos los asesinatos de aquellos soldados de El Lince, que

deseaban llegar con premura al lugar donde habría mayor comodidad y, una vez allí,

habrían superado la amenaza de un encuentro en el camino con otros peligros

potenciales. Pesaba sobre la espalda de los jóvenes, a diferencia de cualquier otro viajero

por la región, la certeza de ser reconocidos por los indios por ser ellos los que se

escaparan del ataque a las carretas tiempo atrás. Aun ignoraban la suerte que pudieran
130

haber corrido los doce cautivos

abandonados al incendio, y eso hecho los hacía participes y culpables ante los ojos de

los salvajes que no dudaban en expresar su furia y su violencia en la región.

A Juan lo abrumaba la muerte de los soldados. De alguna manera se sentía

responsable, en tanto Rosario se acongojaba con la pérdida de Pedro y Dimas, ya casi

olvidadas las faltas religiosas que, desde hacía algún tiempo, no se permitía recordar con

las nuevas actividades.

Acamparon toda la noche en algún sitio entre Chalanta y El Bebedero. Juan

dispuso un pequeño fogón en un hueco en la tierra para conservar el calor de las brasas

hasta la madrugada. Tomaron turnos para dormir y dejaron que los caballos pastaran,

amarrados a un árbol, en un pequeño sector cerca de una aguada que les proveyó

hierbas ralas.

Hasta ese momento, Rosario no había indagado sobre los sucesos durante la

huida, ni Juan le preguntara sobre la experiencia en el Fuerte. Ambos supusieron que si

no se hablaba del tema sería como dejar los recuerdos para atrás en aquellos parajes

distantes, y las pérdidas sufridas se disolverían, poco a poco, en la aspereza de la arena.

Sin embargo al llegar a El Bebedero, luego de superar horas de viaje en las que

no pudieron evitar la sensación de estar siendo perseguidos, hubo un momento en que el

sosiego los unió en un destino único y emparentado. Allí, el ambiente despreocupado de

sus residentes los reconfortó en una bienvenida carente de curiosidad hacia los que

parecían nada más que una pareja en tránsito, con lo que ninguno de los dos se tomó el

trabajo de afirmar lo contrario. Así ahorraron explicaciones de todo lo ocurrido y

posibles miradas inquisitivas de alguna mentalidad más sujeta a criterios puritanos que
131

continuaba creyendo que la

relación entre un hombre y una mujer sólo ofrece un camino a ser recorrido, el del

matrimonio. Obedeciendo a esta percepción ajena, durmieron juntos en la misma tienda

los tres días que permanecieron en el Fuerte, o esbozo de Fuerte, ya que todos los

puestos visitados eran apenas una débil línea imaginaria con intención defensiva ante el

avance indio, tal cual trazos de las futuras tácticas en ese confronto permanente de

culturas.

De cualquier modo y aunque establecimiento precario e incierto pero obligatorio

para pocos, una reparo como aquél cobraba importancia en la seguridad de las rutas

cuando utilizados por representantes de la estirpe española o criolla, que sí tenían

destinos seguros cuando viajaban de un hogar a otro, confiados que en tales postas

fueran apenas parte del camino con principio y final definitivos y no una perdurable

escaramuza de la muerte.

_ ¿Usté no va a dirigirme la palabra? ¿A qué le tiene miedo?

Rosario no respondió. Estaba por demás distraída en sacar los abrojos de sus

ropas. Después se cubrió con la frazada rústica y entonces su silueta se asemejó al lomo

de las sierras que vigilaban afuera libres de elucubraciones.

_ Vamos moza, que los dos hemos pasado lo suficiente juntos como para no

considerarnos amigos en este entreveroxxviii… Hablando en criollo, yo le di mi palabra a

tu hermano de que llegarías donde debes, y voy a cumplirlo, como que me llamo Juan.

_ ¡Que poco sabe usté de dónde se ha metido! No pongo en duda su buena

intención pero por estos lugares el inocente termina comiendo de la carne de su vecino y

hasta el mismo Dios, a veces, se deja tentar por el resentimiento. Por eso, tenga
132

prudencia con las promesas que

salen de sus labios, mucho carancho anda suelto por el desierto y usté puede ser uno

más.

Juan quedó boquiabierto. Miró a Rosario con algo de tristeza, vergüenza y

admiración.

_ Entiendo que no quiera hablar del asunto, quién sabe un poco de distracción no

le vendría mal. Usté precisa de compañía agradable y yo no lo estoy siendo… la invito a

ir hasta el fogón en el patio, de seguro ya están reunidos los paisanos contando historias.

Oído esto, la joven empujó el paño que la separaba del mundo y salió con la

trémula necesidad de ver los leños consumirse, como si en ellos quemara traiciones.

Juan demoró segundos en recobrar el mando de su propio cuerpo, y apenas le fue

posible, ordenó a sus piernas que lo llevaran detrás de Rosario.

En torno al fogón se reunía también la compañía de indios, grupo pacífico de

encomendados, a los que Juan desconfiaba por no creer que pudieran llegar a ser

sumisos y educados. Para este criollo todo llevaba implícito la sospecha, todo era una

amenaza constante, y de ser consultado nunca permitiría la presencia salvaje dentro de

comunidades criollas porque, a pesar de la admiración que sentía por ellos, por

sobrevivientes, lo dominaba el miedo. Miedo a su valentía y astucia, y sobre todo, a la

perseverancia demostrada por estos seres que, cuando en cantidad y si así se lo

propusieran, tendrían con qué expulsar a los “huinca” de sus tierras. De hecho, en las

noches de insomnio se preguntaba por qué todavía no lo habían hecho, pero la situación

estaba como el juego del gato y el ratón.

Rosario, por el contrario, no les temía, a pesar de haber sido ultrajada por ellos.
133

Otros peores actos, en contra de

su voluntad, le causaran verdadero dolor ¡Tanto más le doliera el fruto extirpado de su

entraña!

¿Qué es el cuerpo sino una perfecta estructura esclava de sí misma? ¿Eran

culpables quiénes la habían tomado a la fuerza si sus instintos rudos comos los del lobo

somete a su hembra? ¿Qué diferencia hay entre la dulzura de una pareja cuando

ofrendan sus cuerpos ambicionando la comunión real, ornada de palabras dulces y

vaivenes armoniosos con la simple unión sexual del roce de carnes tibias y perecederas?

Esto pensaba la joven cuando a la distancia vio a los indios sentados junto al

fuego y el recuerdo de Inaca sacudió sus pensamientos ¿Cómo estaría su amigo entre

tanta farsa organizada, observando comulgar al rebaño de bípedos, que en la guarida de

sus casas bien disfrutaban azotando a los criados indios o vendían como vacas lejos de

sus hogares? Si ella, mujer de apellido prestigioso había sido sojuzgada y trocada como

mercadería igual que esos seres de cuerpo sepia. Cercana se sentía de ellos en el

sentimiento mientras caminaba bajo la fragancia de la luna que aquella noche

amamantaba la tierra. Las dos figuraban aroma y luz.

Qué lugar ocuparía cada uno alrededor del fogón, estaba prefijado. Los criollos

de un lado y los indios del otro. Rosario no dudó en saber dónde le correspondía estar y

fue a sentarse junto a una indiecita de unos siete años de nombre Antumalen.

_ ¡Qué nombre tan hermoso! ¿Qué significa?

La niña sonrió ante la pregunta.

_ Hija del sol.


134

Rosario dejó escapar una

risita al verla señalar el cielo.

_ ¿Usté ríe, por qué?

La joven miró de nuevo en dirección al cielo.

_ Esa es la luna, el sol es el amarillo, el que sale de día.

La niña también soltó una carcajada.

Rosario no entendió el ataque de risa de la pequeña pero cuando Antumalen pudo

hablar la miró seria a los ojos y dijo.

_ Yo veo el sol en la noche, como veo el dolor bañando su sonrisa… algunas

cosas siempre están.

En ese momento un indio adulto, el padre de la pequeña, le hizo señas para que

fuera cerca de él. Antumalen desamarró un tiento fino, colgado del cuello, adornado con

una piedra y se lo entregó a Rosario.

_ No mate a la angustia… corte lazos con ella.

La indiecita corrió a los brazos de su padre.

Rosario estaba sorprendida por las palabras de la niña cuando Juan ocupó su

lugar.

_ ¡Disculpeme, Rosario! Palabraxxix que no quise molestarla anoche con mi

cháchara.

Rosario giró el rostro hacia Juan, después miró a “Antulxxx” entre las estrellas y

dijo.

_ Disculpeme usté a mí… Le debo la vida… ¡Gracias!


135

El vocerío disminuyó y todos escucharon al hombre que iniciaba el relato con

entusiasmo.

_ ¡Que nadie diga lo contrario! ¡La pucha que yo lo he visto con mis propios

ojos! Sé que hay quien asegura que puede que sea el reflejo de alguna luz sobre los

cauces de agua escondidos ¡Pero no compañeros! Aquel día que me tocó hacer la

guardia, Ufff... no se imaginan el calor que hacía ese verano, le había pedido a la

Virgencita que cuidara el alma de mi mama, allá por los caminos de las nubes donde uno

no llega para poder ayudar. Estaba tan triste este paisano que no tenía voluntad ni para el

mate, aquella mañana. La pérdida de un ser querido… Bueno todos saben, las mujeres

son todas maravillosas pero no hay como la madre de uno. La cuestión es que me había

tocado hacer la descubierta solo porque mi cumpa el Jeremías andaba muy achacado y

sin consultarle nada al jefe, le dije que se quedara; y así salimos nomás, mi rifle y yo, a

hacernos los fuertes en la recorrida de siempre. La verdad es que en esos días no me

importaba si me pasaba algo, andaba retobadoxxxi y extrañaba mucho a mis hermanos…

¡Que no supieran que la vieja había muerto y no tener derecho de ir hasta La Punta de

los Venados para darles el parte en carne y hueso… ¡La desdicha me consumía la

cabeza! En fin, como les decía, iba yo con el rifle en alto y las ansias de dispararle a

cualquier cosa cuando, en la mitad de la ronda, escuché ladridos de perros cimarrones

¡Ay Virgen Santa! No sería sincero si no les confesara que me achuschéxxxii todo, desde

los pies hasta la punta del rifle ¿A qué le iba a ser puntería yo? Si ni siquiera podía

quedarme firme. Y se me venían nomás los endiablados. Los escuché acercarse cada vez
136

más como si ya me estuvieran

rodeando. Empecé a girar como si me buscara la cola y ¡Pucha digo! que no podía ver a

ninguno. Para mí eran unos cuatro por lo menos, así que sólo me quedaba esperar el

ardor del diente entrando en la pierna. Y ahí… ¡Ahí fue cuando la vi! ¡Perfecta! Una luz

plateada alumbrando justo el lugar por donde venían las fieras. Ahí, rapidito, disparé una

vez y creo que acerté a alguno porque escuché un chillido fiero. Cargué rápido el arma y

disparé otra vez, ahí pude ver que se daban en retirada. Por eso les digo paisanos… y yo

que pensaba que tenía que preocuparme por la vieja y la muy mañosa me salvó de que

los cimarrones me masticaran el pellejo como a una yegua vieja ¡Yo hablo de lo que vi,

señores! Y esa noche ¡Juro que no había luna ni luz que se reflejara en el agua!

Dos o tres relatos más se sucedieran y el fuego ya no crepitaba en el oxígeno de

la madera. La incandescencia de las brasas era lo que restaba. Los que se habían reunido

a su alrededor, los de piel blanca curtida por el sol, comenzaron a retirarse para

descansar. La mañana siguiente los despertaría después de algunas horas, convidándolos

al nuevo día que enfrentarían, resignados.

Por el contrario, el ritual de los indios apenas comenzaba. Cinco de los hombres

echaron un vistazo alrededor como asegurándose de que ya no quedaran criollos cerca.

Un anciano miró fijamente a Rosario, después a Juan que tenía los ojos entrecerrados.

La muchacha pareció comprender lo que aquellas pupilas antiguas, entre párpados

arrugados, le decían. Palmeó el hombro de su compañero de viaje y ambos se

levantaron. Juan hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida y se dejó conducir

por Rosario hasta la tienda.


137

Momentos después ella

volvió al lado de la fogata y, una vez sentada, cerró los ojos y se dejó invadir por el tono

penoso, casi lamento, de los cánticos indios. Experimentó la imagen interna de aquellos

seres bailando sobre las llamas tornasoladas y la melodía la fue poseyendo más allá de la

piel, con un sosiego por mucho tiempo ausente.


xxxiii
Fill mapuqui ñi pulli qui

Aumquei

Ka inchíñ ka tefa pullinguei

Elfilalay ñi lalay

inchiñ talli pulli

Ka lepuy pepirguei tati

Pue utraqueleimi pui rume

Quiñe pulli qui sumguei inchiñ

feumeu quiñe mapu qui sumguei.

Ella no entendía lo que estaban diciendo ni tenía la certeza de que fueran sus

labios los que modulaban, pero las ondulaciones cadenciosas se regulaban con las

flamas y se elevaban al aire. El fuego y las voces latían en el pecho de la eternidad y la

molicie de la madrugada. Entretanto el viento jugaba a las escondidas entre los troncos y

el eco se perdía en las sierras lejanas.

Rosario entendió el sentimiento aunado con la tierra. La nostalgia por su padre

desapareció. El vientre se completó de nuevo y su hijo robado jugó con Antumalen.

Nuevamente las pupilas tiznadas se fijaron en las suyas.

_ No mate a su angustia, rompa los lazos con ella.


138

Exhaló y tomó contacto

con la realidad, el fuego casi consumido, el tronco del algarrobo, los ojos de Antumalen,

su piel trigueña y la ancianidad del mundo.

Ya de partida los viajeros, la muchacha seguía inmersa en la calma de la noche

anterior. Ambos recorrieron el patio, despidiéndose con palabras breves y apretones de

manos. Este último descanso les había dado fuerzas nuevas y la voluntad de llegar a

Mendoza se reivindicaba. Voluntad casi transformada en avidez. Avidez culpable de

asemejar los días sucesivos a la llegada a El Bebedero hasta parecer uno. Con la única

diferencia del aumento de la debilidad física por el cansancio y la incapacidad del sol de

mantenerse en la cresta del mundo.

Pocas leguas más, y el desierto se re inauguraba ajeno a los conflictos entre

blancos, negros o mestizos, imparcial a las segregaciones entre los de sangre

emparentada, como ya se sabe, de un único color.

Suerte para los dos, que el río Desaguadero no estuviera correntoso, pero así

mismo la dificultad fue la de bajar con los caballos el pronunciado declive de las

barrancas. Al llegar a la balsa, servicio de cruce que prestaba un hombre mal encarado

en la apariencia y en el carácter, debieron sacar las monturas de los lomos de los

animales y las alforjas para llevarlos con ellos en la embarcación donde sólo se admitían

pasajeros y equipajes. Los caballos cruzaban a nado atados a una canoa para poder

reunirlos en la orilla opuesta.


139

Del otro lado estaba la

cabaña del balsero, un lugar desprovisto de cualquier comodidad, de manera que no

pudieron abastecerse de comida ni de agua por encontrarse los barriles vacíos desde el

día anterior. El agua era traída a lomo de animales desde una estancia vecina.

Después de cruzar y de constatar que sólo les restaba seguir viaje con lo poco que

traían, Rosario y Juan echaron un vistazo dentro del cobertizo donde vivía el balsero,

donde vieron a varios hombres y mujeres de aspecto desagradable alrededor de un fuego

que ardía en el piso.

Antes de partir el balsero, con inusitada gentileza, le alcanzó a Juan un chifle con

vino.

Después de la región de implacable secura, con sus espinillos, molles y jarillas, el

paisaje maduraba silencioso en árboles esparcidos como bosques recién fecundos.

¿Cuánto más andarían? ¿Qué lejos estaba aún el destino final?

La mente, le jugaba a Rosario, una suerte de ilusión, trayéndole a la lengua los

sabores de un pedazo de sandía deshaciéndose en la boca y del vino que Renata hacía

con las uvas del parral de su amado Enzo. La sed parecía menguarle el juicio mientras

mantenía los ojos en la ruta y la polvareda que levantaba el caballo de Juan más

adelante. El cuerpo caliente, fuera por el cansancio, fuera porque menstruaba como no

menstruara durante largo tiempo hacía lícito el abatimiento que sentía.

De repente Rosario inclinó el peso de su cuerpo hacia atrás y tiró de las riendas.

El animal detuvo su carrera. Ella bajó y corrió hasta un grupo de plantas.


140

Su compañero, que

estaba bastante adelantado, volvía después de haber constatado la ausencia de su

compañera y con fastidio le recriminó.

_ Creí que le había pasado algo ¿No era que estaba apurada? ¡Vamos mujer, deje

de mirar el sol que usté puede disfrutar del atardecer sobre el caballo!

_ ¿Qué? ¿De qué habla Juan?

Rosario lo miró con impaciencia.

_ No estoy mirando el atardecer ¿No ve?

Juan alguna vez había considerado que las mujeres debían ser autónomas y más

decididas, pero justo en ese momento que Rosario lo fuera le resultaba un despropósito.

Tal vez prefería a la muchacha de cabellos lánguidos y voz ausente de la carreta.

_ Es una higuera, Juan ¡Una higuera!

Los ojos del paisano adquirieron brillo nuevo. Saltó del caballo con el afán de

quién no se alimentaba desde hacía tiempo. De manera que aquellas frutas le sabían a

milagro.

Cuando terminaron de cosechar, el árbol quedó completamente liviano. Sus ramas

se elevaron libres del peso de las decenas de higos. Peso que fue trasladado, en parte, a

los estómagos de los viajantes, en parte a las alforjas. Durante el resto de la jornada

estarían por lo menos saciados.

A lo lejos vieron la metrópoli erguirse en un contorno de adobe y prosperidad.

Rosario sabía que aunque no mereciera demasiada misericordia por los hechos

acontecidos en la distante La Punta de los Venados, esa mancha que veía acercase a la
141

velocidad del galope de su

caballo no podría ser otra cosa que Mendoza.

Ya en la ciudad, atrajeron la curiosidad de los transeúntes, más hacia ella que a

Juan. Era obvio que la presencia de una figura femenina vestida de hombre, cubierta por

el polvo y con la rudeza marcada en el rostro no era cosa de cualquier mediodía.

La razón de Rosario se concentraba en obedecer las indicaciones de su guía y

seguirlo de cerca mientras entraban en aquel lugar diferente.

Llegaron a la casa del hermano de Juan y luego de atar los caballos al palenque,

en la entrada de la finca, entraron y de prisa comenzaron los preparativos para el gran

encuentro con el Teniente Corregidor de Cuyo.

La joven se bañó y vistió ropas, acorde. Juan, mientras tanto, insistía en que se

disimulasen los maltratos del viaje en la mujer, instigando a su cuñada para que

compusiera de la mejor manera la apariencia de lo que parecía ser, con mucha

observación, Rosario.

Después de dormir una siesta, el joven golpeó con insistencia la puerta de la

habitación donde las mujeres se acicalaban y cuando vio salir a Rosario, no supo dónde

mirarla primero. Hasta ahora no había notado la solidez con que se pronunciaban sus

senos ni la finura de su cintura.

La cuñada lo censuró.

_ ¡Cierre esa boca, cuñado! ¡Pestañee hombre!

Rosario soltó una carcajada, que en nada era adecuado a la conducta de una

criolla de esa época, pero si a alguien poco le importaba seguir el protocolo, ese alguien

era ella.
142

Inmediatamente, ambos

salieron a la calle donde la luz escaseaba y ella caminó entre la gente como siguiendo el

recorrido que le marcaban los faroles encendidos.

Así, las luces los llevaron hasta la plaza central y mientras caminaba, Rosario

giraba en ambas direcciones para poder ver todo, al tiempo en que su vestido rumoreaba

en el roce de las telas y los bucles sueltos rodaban por la espalda. La atención de la

muchacha se dividía entre la enorme cruz de la iglesia, la gran puerta del edificio del

Cabildo y la belleza de los colores de los árboles.

Juan se le acercó por detrás y tomándola del brazo le indicó que caminaran hasta

una de las fachadas más bellas que la joven hubiera conocido.

_ No Rosario, por ahí no. ¡Sígame! Ya tendrá tiempo de pasear tranquila. Vamos

que él, debe estar esperándonos ha mucho tiempo... Supongo.

La negra Simona atendió al llamado de los jóvenes en la puerta y los hizo pasar

hasta el salón donde se recibían las visitas. Allí, imponente sobre el resto de la

decoración, incluso más soberbio que la escalera de mármol, estaba una pintura al óleo

del General y una de las mujeres más hermosas que Rosario hubiera conocido. El

caballero, un hidalgo, pero Rosario puso su atención en la mujer, peinada con un tocado

extraordinario, el cuello descubierto, sumamente femenino y ornado el pecho con una

medalla dorada con una “M” grabada en el centro. Las mejillas, cubiertas con delicadas

pecas que encendían levemente el semblante de la bella dama. Había en ella algo de muy

conocido para Rosario, algo que durante el tiempo de contemplación en que los hicieron

esperar, no pudo identificar.


143

_ Teniente de Corregidor,

Sargento Mayor Don José de Mayorga, justicia mayor de esta provincia de Cuyo.

Rosario que había estado hipnotizada por la dama del retrato, giró sobresaltada

pero sin perder la jovialidad de sus gestos.

_ Buenas tardes, señor corregidor, soy María del Rosario Cortés.

El caballero bajó los últimos escalones que lo separaban de la planta baja. Se

acercó a Rosario y corrigiéndole la postura de los hombros le dijo,

_ María del Rosario de Mayorga.

♣♣♣
144

A su Magestad, que Dios guarde

En este día del Señor y de su Magestad ha llegado al Cabildo la noticia de que un

mozo llamado Dionisio Escobar que había sido cautivo del cacique Melcaguen fue

socorrido por el capitán Balthasar de Quiroga y habiendo sido interrogado dijo que su

cautiverio se prolongó durante catorce meses en la toldería junto con otros cinco

compañeros suyos a su parecer distante a doscientos cincuenta leguas de donde los

encontró. Paraje que corresponde a la parte de Chilue cercano a la cordillera y a otros

asentamientos de indios. Dijo el hombre que durante el tiempo en que estuvo con los

indios el cacique Melcaguen convocó a tres caciques más llamados Sanchal,

Quelesenain y Yacachu para venir a la sierra de Casuati para atacar cualquier tropa que

encontraren entre Buenos Aires, Córdoba, y esta ciudad y provincia. Este mozo que

había sido traído junto con los indios en una caminata de casi un mes tuvo la fortuna de

escaparse de ellos hurtándoles veintiocho caballos y atravesó las pampas sin

conocimiento alguno y milagrosamente llegó a los veintiocho días a esta ciudad. Dijo

también que no habiendo hombres suficientes para castigar a estos indios no aconsejaba

ir detrás de esta tarea para no exponernos a un mal suceso y a las malísimas

consecuencias que esto podría aparejar porque desde hace un tiempo no hemos
145

experimentado desgracia ni

inquietud alguna, considerando la misericordia de Dios.

♣♣♣

PRAEDICARE
146

La China había despertado desmejorada. Lo sucedido la tarde anterior le producía

sensaciones encontradas. Por un lado, que su secreto reposara sobre tres espaldas, en

lugar de dos, la reconfortaba. De allí en adelante, en caso de que ella no estuviera para

proteger a su pequeña Llaulillay podría hacerlo Renata, quién ya había demostrado

bondad durante el embarazo y los primeros dos años de vida de la niña, y … Carolina.

Inés, La China, no era boba, llevaba en la sangre el instinto del animal más

salvaje, y olía el palpitar de una constante amenaza cada vez que pensaba que Carolina

conocía su secreto.

Ingrid, como de costumbre, aquella mañana impartía órdenes a los gritos. No

porque la cieguita no estimara a su criada, la inmigrante tenía por ella una gran cariño.

Pero al principio, es cierto, sintió cierto rechazo por la mestiza, principalmente porque

se la recomendara su hermana Renata.

Si había algo por resolver en aquella familia eran los sentimientos de Ingrid hacia

su hermana. Que Renata gozara de la gracia de la vista ya era motivo suficiente de

resentimiento para separarlas y, además, la había traído desde tan lejos a esta Nueva

España cuando tenía trece años. Aquí donde nunca habría de conseguir marido. Donde

ningún hombre, en su sano juicio, se casaría con una mujer ciega en una tierra que
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precisaba de heroínas y no de

víctimas. Quién sabe- Ingrid estaba convencida- en Italia habría encantado a algún

caballero distinguido, tal vez, más maduro que ella, que al verla tan bella y frágil, la

hubiera desposado. Pero por Renata su vida era soledad constante, y a veces, cuando el

pecho le ardía demás, se congraciaba con el hecho de que su hermana no concibiera hijo.

En algo la vida demostraba una cierta proporción.

La cieguita estimaba a su criada tanto que reconocía hasta su respiración, como si

pudiera oxigenarse con la proximidad de aquel cuerpo. Ingrid conocía todos los

pormenores de la vida de Inés. Que había sido abandonada. Que era inteligente y

compasiva. Tanto la quería que había decidido dejarle en herencia todos sus bienes. A

ella y a Llaulillay de quien conocía la existencia.

La China seguía sentada en la misma posición en que estaba durante la visita del

día anterior. Encorvada hacia adelante, apenas apoyando las nalgas en el borde del catre

de la celda.

En el calabozo contiguo un borracho orinaba contra la pared, intentando dibujar

corazones, aun bajo el efecto del agua ardiente que había bebido en cantidades durante

la madrugada, en la pulpería.

_ Moza… este corazón es para usté, para que sonría un poco…

Poco antes del amanecer llegó Raúl con un paquete en las manos e hizo señas al

guardia para que le abriera la reja. Raúl miró al ebrio que de nuevo se había tendido a

dormir e hizo un gesto de desagrado. Con otro ademán sugirió que lo dejaran solo con la

muchacha y tras caminar unos pasos se arrodilló frente a ella y depositó el paquete en
148

las piernas de la india.

_ Le traje algo para comer.

Inés levantó la mirada.

_ Le agradezco la amabilidad, pero uno come para vivir ¿vio? así que no sirve de

mucho ahora.

_ Vamos Inés, hasta Jesús tuvo su última cena.

_ Jesús lo merecía, patrón.

Raúl le acarició el cabello renegrido y le levantó el mentón para mirarle el rostro.

_ ¿Sabe moza? No es necesario que… que la fusilen mañana. Anduve pensando,

y quiero pedir para casarme con usté… la multa también la puedo pagar.

_ Perdóneme la ingratitud pero, debo pagar mis culpas... Nadie tiene que librarme

de ellas… Yo maté a Ingrid y tengo que morir por eso.

La China se desató en llanto tembloroso. El paquete que reposaba en sus rodillas

cayó al suelo.

_ Inés, no tiene por qué demostrar una fortaleza con la que no cuenta. Defienda

su vida. Si vive tendrá oportunidad de reparar sus faltas.

_ No es por eso que lloro, patrón.

_ ¿Y entonces? Dígame, ¿Cómo puedo disminuir su sufrimiento? ¡Dígame por

Dios! Hago lo que quiera, lo que necesite… menos andar matando gente con morteros

por ahí.

Raúl rió nervioso. Inés permaneció impávida mientras hablaba.

_ ¿Puedo confiar en usté? ¿Me lo jura por su alma? ¿Por el alma de su señor?

Raúl quedó confuso por unos segundos.


149

_ Sí, Inés, cuénteme.

_ No temo por mí, sino por… por… tengo una hija pequeña.

Raúl cayó hacia atrás. Inés lo tomó de los brazos para ayudarlo.

_ Por favor, preciso que sea usté quien la cuide. Para mí eso valdría más que

vivir.

El hombre no lograba articular las piezas de la situación.

_ ¿Lo sabe mi hermana? ¿Lo sabe Carolina?

La China confirmó con la cabeza.

_ Sí, ella y Renata.

La China lloraba en silencio.

_ No puedo pedirle a Renata, ella siempre me ayudó y mire cómo le pagué…

Mire lo que le hice.

_ Pero… ¿Y Carolina? Ustedes eran tan amigas ¿Será que ella no se ha

ofrecido?... La muy…

La China volvió a mirar el suelo.

_ Disculpe, prefiero no hablar de ella. Lo único que le pido es que evite que mi

hija caiga en manos de su hermana ¡Llévela lejos, bien lejos!

_No preciso que diga mucho de Carolina, la conozco. Entiendo de lo que me

habla ¡Esa niña caprichosa y egoísta!

_ ¡No patrón, usté no entiende de lo que le hablo! ¡Cuídese de Carolina! ¡Cuídese

como si en ella viera las puertas al infierno!

La fachada de la casa de Renata parecía estar igual de apagada que la mujer que
150

la habitaba.

Por la puerta entreabierta entraban remolinos de polvo, dibujando espirales en el

suelo. Polvo que se mezclaba a la suciedad de algunos días.

La anciana parecía vencida. Sentada en una silla con los ojos fijos en una hoja de

papel amarillenta que documentaba la llegada de Enzo, Ingrid, y de ella misma al puerto

de Buenos Aires.

_ Me acuerdo del vestido celeste ¡Te quedaba tan lindo! Combinaba con los

colores de los lazos en tu pelo y destacaba tus pecas, esas hermosas pecas en los

hombros y en el cuello que te heredó nuestra madre. Yo sabía, siempre lo supe…

¡Perdóname! La juventud de ese entonces me hizo creer que mi felicidad podría

transformarse en la tuya. Sí, sí señor, fui egoísta. Fue mi culpa. Te arrastré en mi

compañía y nunca contemplé tus deseos. Esas fantasías que tenías de casarte con un

hombre mayor que supiera protegerte. Querida, siempre te hiciste la dura y en realidad

eras, eras más frágil que yo pero más valiente. ¡Ay hermana mía! Te traicioné desde el

día en que guardé tu ropa en el baúl, junto a la nuestra, y convencí a nuestros padres de

que estarías mejor conmigo ¿Cómo? Sin volver a verlos, nunca más, a ellos ni a nadie.

Cuando viajábamos, yo estaba llena de entusiasmo y vos vomitabas, callada, sin decirme

nada. Así fue en el barco y luego en el coche de caballos. Vomitabas como gritando que

querías volver. Mira como acabó todo… me merezco toda la soledad y la culpa, la

infecundidad, esta ancianidad vacía porque no fui conciente de mis actos. Diagramé

futuros como si cerca hubiera estado de la sabiduría del altísimo… Tú estás más cerca

ahora ¡Perdóname hermana mía, no supe lo que hacía!

Se comenzó a escuchar el bullicio en la plaza. Renata lo escuchó. Los gritos se


151

hicieron eco en las gruesas

paredes de las casas y los recovecos.

La vida de La China estaba por ser descartada de La Punta de los Venados.

Así, llegaba la mujer abatida, desde la cárcel a la plaza. Más arriba, el campanario

de la iglesia parecía ser el hermano mayor de los edificios, ese santuario impuesto en

tierras paganas como fortín inaugural de la guerra entre el fanatismo nada pueril de los

que se delegan su vida entera a la responsabilidad ajena más que a sí mismos, en el

transcurso humano del auto conocimiento. Dioses y humanos, cristianos e idólatras,

fantasía y realidad.

El rostro de La China estaba libre de irritación, siquiera miedo o algún desliz de

violencia se notaban. Caminaba lentamente hacia el centro de la plaza donde la

esperaban los representantes capitulares y el funcionario religioso. Como si nadie

estuviera allí. Como si no existiera el desprecio público. Como si los presentes no la

apedrearan con la mirada a cada paso.

Raúl de pie cerca de su padre, la miraba, mientras el hombre, con autoridad,

elevaba la voz en la lectura viva, fingida de parsimonia en el acto previo al fusilamiento.

Carolina lloraba a gritos intentando impedir que Benítez escoltara a La China

hasta la posición delante de los armas. Julián se le acercó. La sujetó por los hombros y

su esposa cayó a sus pies y abrazada a sus piernas, se lamentaba impotente. Bien

sabemos que dentro del pecho de la hidalga era el capricho que la movía hasta el

estallido histérico de no ser ella quien disparara la condena contra su amiga.

Julián la levantó contra su pecho y Carolina dijo.

_ ¡Esposo mío, haga algo! ¡Usté es un Cortés! ¡Tiene que poder hacer algo!
152

_ ¡Mujer, modérese, son

los designios del Señor! Nada podemos hacer para cambiar lo sucedido. Despídase de

ella con calma. Sólo le queda rogar perdón para ella cuando la reciban, allá arriba, donde

la jurisdicción de apellidos queda nula.

Pepe comenzó a leer el edicto.

_ En la ciudad de La Punta de los Venados, en la provincia de Cuyo, en dos días

de mayo de mil setecientos y once años habiéndose este auto presentado ante el Cabildo,

Justicia y Regimiento…

Ante mí Pepe Fernández, escribano público y de cabildo. Se estableció como

pagamiento de sus culpas en el asesinato de la señora Ingrid sucedido el día veintiocho

de abril de este año… la mujer de casta india, Inés. Será sometida a la penitencia de

fusilamiento público. Sólo pudiendo ser redimida de su penitencia si algún hombre de

ascendencia criolla o española pidiere su mano en matrimonio y pagara la suma de 50

pesos por el valor de la condena.

Todos los presentes se miraron, acordando en pacto silenciosamente, que ningún

soltero tuviera el atrevimiento de pedir tal clemencia para la muchacha.

Pepe se dispuso a continuar con la lectura cuando sintió en el hombro la mano de

Raúl. Éste le susurró.

_ Permítame, padre.

El hombre avanzó dos pasos.

_ Yo, Raúl Fernández, pido en matrimonio a la señorita Inés, ante los ojos del

santo fraile, de las autoridades capitulares y de todos los vecinos. He de pagar la multa

solicitada y hacerme cargo del futuro comportamiento de la que será mi esposa.


153

La reacción de la gente

fue casi corrosiva. Se endurecieron los rostros, se apretujaron los dedos y alguno gritó

¡Traidor! o ¡Pecador! Raúl aprovecho y se acercó a La China.

_ Acepte, Inés. Acepte y mañana mismo nos vamos, los tres... Nos vamos los tres.

La China lo miró y a Fernando que, distraído en otras disposiciones, leía la Biblia

al lado de un desencajado Pepe.

_ Sólo júreme que cuidará a la niña… ¡Júrelo!

Raúl la abrazó y prometió.

_ Admiro su coraje. Sí, cuidaré a su hija.

La China se separó de Raúl. Caminó hasta el centro del círculo de curiosos y dijo

con la voz temblorosa pero el discurso firme.

_ No acepto. Mis pecados serán cobrados ahora. Estoy lista.

Pepe, entonces, dio la orden de que la mujer fuera dispuesta de espalda a los

rifles. Nunca se dispararía a la santidad de sus senos.

Los cuatro hombres de la milicia, firmes, formaron fila a unos cinco metros

detrás de La China. Pepe dio la orden de preparar armas y el redoblar del solitario

tambor comenzó.

Inés levantó el rostro al cielo y, tal vez, en comunicación íntima con el Señor,

sintió los últimos rasguños del sol que se hicieron lejanos como las percusiones.

El sonido del disparo entró junto con el polvo por la pequeña abertura de la

puerta de la casa de Renata. Ella sucumbió a la fuerza del sollozo y así la encontró

Inaca. Desmoronada entre vivos y muertos, entre indulgencias y odios.

_ ¡Doña, doñita!
154

La mujer se volvió en su

dirección.

_ Pase, pase. Entre así no le ven los vecinos ¿Sabe?, andan diciendo que lo han

visto con el padrecito Franco, el viernes pasado y de seguro ya empezaron los chismes.

_ ¿Qué dice Ña Renata? Está mesturiandoxxxiv. Soy Inaca.

_ Ja ja ja… Enzo ¿Usté le cree lo que dice?... ¡Sí, ya sé que el niño se llama

Inaca, hombre!... Ese nombre me ha rondado en la cabeza desde que me lo contó, hasta

en los sueños lo escucho… pero no estoy convencida de que estemos haciendo lo

cierto… ¡Tampoco se puede abandonar a la criatura!... Dirá ¿Qué sé yo de ser madre? Es

que estos sentimientos vienen con toda mujer… Tal vez la madre de éste, allá en la

toldería, tenga sus razones… entregar un hijo… Humm...

_ ¿De qué habla? ¡Por favor Ña Renata, de qué me está hablando!

_ Hermana… Ingrid, espéreme… Enzo ¡Digale que me hable! ¿Está con usté,

verdá?... Digame, Enzo ¿La puede ver?

Inaca se acercó más a la mujer. La increpó.

_ ¡Qué me diga lo que sabe! ¡Suelte! ¡Diga!

Como si recién entonces Renata notara su presencia, enmudeció unos instantes, y

se quedó mirando como el grupo de personas, presentes en la plaza, se dispersaba.

Volvió el rostro hacia el indio.

_ ¡La niña, la niña! ¡Dónde está la niña! ¡Traigame la niña! ¡Yo juré, China! ¡Le

juré a usté lo mismo que juró Franco!

♣♣♣
155

No era la primera vez

que conjeturaba. De hecho, en su pensamiento, la fantasía siempre bordeaba los límites

de la planificación. Carolina se convencía del camino que debía seguir para convertirse

en esposa de Julián Cortes y hacer que éste, antes o después de la boda, llegara a ser el

hombre más poderoso de todo La Punta de los Venados.

Eran las siete y se encontraron. Rosario cargaba con su atractivo de siempre y

Carolina con el camuflaje necesario para fingir durante el tiempo que durara la reunión.

Un abrazo afectuoso y varios besos fueron preámbulo de la conversación. Las dos

jóvenes proponían confesarse intimidades y los miedos más profundos.

_ ¿Dónde iremos hoy?

Preguntó Carolina.

_ Al establo de la hacienda. Julián y mi padre discutieron otra vez, así que es

probable que no regresen hasta la madrugada, ambos borrachos, así que no nos

interrumpirán. Y mi madre, bueno, ya sabe, no se despega del altarcito de su habitación

hasta que sus rezos den resultado y todo vuelva a la normalidad.

_ ¿Borrachos? ¿Y por qué discutieron?

_ Por lo de siempre… pero vamos, ya le cuento en la casa.

Caminaron ligeras y atentas a que nadie las viera deambulando solas por esas

horas.

Por poco don Estevao, las ve. El portugués era el encargado semanal de encender

las luminarias públicas y así caminaba con la antorcha de farol en farol, dedicando algún

insulto en los intermedios, cuando escuchó a sus espaldas la conversación entre las

muchachas.
156

Carolina, habiéndose

dado cuenta de la presencia del hombre, imitó el maullido de un gato y obligó, con un

empujón, a que Rosario y ella se escondieran en las sombras de los árboles. Rosario

quedó boquiabierta con la habilidad de su amiga para hacerlo.

_ ¡Es toda una entendida!

_ Si hubiera pasado su infancia en mi casa, también lo sería.

Entre evasiones y palabras susurradas llegaron al establo, de los Cortés. Y ya allá,

Rosario condujo a su compinche hasta el lugar donde pasarían la vigilia.

Cuando se sentaron, y el mate listo para entibiar el encuentro, Rosario casi

escupió al hablar.

_ ¡No puedo más! Gracias por querer escucharme. Si no lo digo creo que me

explotará el estómago.

_ No se preocupe. A mí me pasa lo mismo.

_ Hablar es como confesarme con usté. Me siento mejor después. Es que, no

puedo decírselo a él, justamente a él.

_ La comprendo. Cuénteme.

_ ¿Cómo puedo decirle “Padre, he pecado, imaginándome que usté toma mi

mano en la oscuridad de la noche y me da un beso casi eterno antes de comulgar”? ¿Se

imagina? O me destierra del Paraíso desde ahora o me declaran loca.

_ Bueno, pero... yo he notado algunas miradas de Fernando hacia usté.

_ ¿Sí? ¡Ay, por favor no me entusiasme con imposibles!… ¿Cuándo?

_ Varias veces. La otra mañana, cuando acabó la misa ¿Se acuerda? Usté llevaba

puesto el vestido blanco. Ése medio transparente.


157

_ Sí. Fue medio a

propósito que lo vestí para la misa.

_ Siendo así le digo que… ¡Propósito cumplido, amiga! Cuando usté se despidió

y se fue del brazo de su padre ¡Por Dios! ¡Hubiera visto como se le perdían los ojos en

su espalda descubierta! ¡La miraba como si algo de divino se hubiera refugiado en sus

caderas!

Rosario se sonrojó y bajó la cabeza. Su mirada se entretuvo en los dedos de los

pies, que movía, inquieta.

_ ¡Usté exagera! no sé como se atreve a imaginar esas cosas.

_ Yo lo vi, pero no lo hice. Si son los designios del Altísimo... Dígame una cosa

¿Siente que haya algo demoniaco cuando le late el corazón con fuerza al verlo?

_ En esos momentos no. Es puro placer y plenitud. Después, cuando pienso en las

sensaciones que me produjo, ahí es cuando la culpa me hace su esclava.

_ Es que está malinterpretando las señales, amiga. Escúcheme. Él es un hombre

santo y yo puedo apostar que siente lo mismo que usté siente, por eso no hay forma de

que este amor entre ustedes no sea un designio divino. Nuestro Dios es quien lo hizo.

Hay que aceptar y conducirse por lo que el alma manda. De seguro esa culpa, que siente

después, es la mano del Satanás que intenta deshacer la obra sagrada.

_ ¿Usté cree?

_ ¡Sí! No siempre entendemos lo que Dios se propone. Pero Él todo lo sabe. Fe

Rosario. Fe.

A la mañana siguiente los pensamientos de Carolina erraban por el sueño. Aun


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medio aletargada, repasaba la

maniobra para matar a su futuro suegro sin dejar de poner atención en la limpieza de la

casa y la preparación del almuerzo. Culpaba a la conversación con Rosario por el sueño

que ahora sufría y su irritación crecía, como siempre, cuando no podía hacer total uso de

sus facultades mentales, fuente inagotable de la información utilizada en favor de la

concreción de sus planes. En ese momento ella veía nuevas posibilidades dados los

conflictos de la familia Cortés y en la increíble situación generada entre Rosario y

Fernando.

El plan era seguir al potentado Álvaro Cortés hasta la pulpería, quien, y a su

favor, estaba tornándose amigo de la bebida, según él creía, porque los problemas

aumentaban y el alcohol tenía ese don de aliviar la carga. El alcohol, como un joven

fortachón, quitándole el peso de la espalda durante la borrachera. Y Carolina estaba

anoticiada que, cuando padre e hijo discutían, el primero rumbeaba para la pulpería de

don Pascual y Julián para la de don Romero, apenas para no encontrarse. Mujer que era,

ella conocía la generosidad de ciertas circunstancias y podría, según su habilidad,

obtener beneficios de la situaciones. Y, tal vez fuera por la desvirtuada lógica del

cansancio, tal vez por la temeridad de otra ebriedad que, en aquellos momentos cuando

la racionalidad escasea y el deseo naufraga entre proyectos, surge en la costa de la

audacia que Carolina imaginaba la muerte de su suegro de una forma algo menos

peculiar y macabra. Estaba decidida. Esperaría, paciente, el siguiente altercado entre

Álvaro y Julián, cosa que se había tornado reiterada. Seguiría a su suegro hasta la

pulpería y esperaría a que saliera alcoholizado. Continuando con la vigilancia se

aseguraría para nadie los viera y en algún lugar entre la mercería y la estancia lo
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empujaría al suelo, y en aquel

estado de semiinconsciencia, lo asfixiaría con algún cuero sobre el rostro.

Esperaba que todo el plan no fuera en vano.

Álvaro despertó nauseado. El efecto de la borrachera le malograba

definitivamente el buen funcionamiento del cuerpo. Podía sentir aún ese quemor en el

estómago acompañado del aliento repugnante de los fracasados. Giró en la cama hasta

descubrir que su mujer no estaba acostada. Supuso que ya sería tarde y que la actividad

diaria ya habría comenzado a pesar de su desgano.

_ Ya me tocará morirme de una vez.

Pensó el hombre sacudido por el malhumor que le produjera discutir con Julián la

noche anterior.

_ ¡Maldito lugar éste! Y maldito este muchacho soberbio y terco ¡Aprenderá!

¡Aprenderá antes de que me vaya de esta familia, como que soy hijo de Rosario Bertran

Se puso de pie con bastante dificultad y caminó con movimientos torpes hasta la

sala. Toda su imagen se enmarcaba en un menoscabo de conducta. Ivana dormitaba con

el rostro inclinado sobre una de las esquinas del altar que se erguía contra la pared. La

propia Virgen parecía contemplar a Ivana con compasión, con sus iris, manufacturados.

Algo en esos ojos lo quemaba con la culpa y la sensación que el alcohol le provocara

momentos atrás se suprimió para dar paso a otros rencores más ponzoñosos. Se remordía

por haberle fallado a su esposa una vez más, por andar entregándose a la bebida en lugar

de recurrir a su consejo y compañía como siempre habían hecho mutuamente.

Porque la situación desintegraba, poco a poco, la relación familiar de otros


160

tiempos. El capricho de Julián

incidía permanentemente en la armonía del clan Cortés. Nunca habían visto tamaña

ambición y necedad como la que Julián erigía como estandarte, reforzada en su brío

juvenil.

Qué frustrante resultaba para Álvaro verse convertido a la imagen del hombre que

más había repudiado. Finalmente, tal vez sin darse cuenta, él mismo acabara

entregándose a la comodidad del modelo masculino de la época, así como su padre, y

allí estaba él, contrariando a la siguiente generación como si nada valieran los

sentimientos o deseos ajenos. Estaba descuidando a Rosario y aunque no tuviera

completa conciencia de ello, la niña ahora era casi una mujer, y transitaba sus propios

períodos, tal vez claves para que la semilla de su crianza se forjara consistente en el

orgullo del apellido Cortés y la vida distinguida. Estaba descuidando a Ivana,

desconsolada al borde del altar, resbalándose entre rezos adormilados y buscando

consuelo.

Culpable, cansado y trasnochado, Álvaro cayó al suelo. El golpe sobresaltó a

Ivana que inmediatamente lo acudió y con gritos atrajo a los hijos para que la ayudaran a

levantarlo y llevarlo hasta la cama, de donde no saldría por varios días.

Pese a la disposición capitular, la pulpería estaba abarrotada de clientes. En esa

confusión de voces y risas se encontraban autoridades del propio Cabildo, los mismos

que habían prohibido la venta de bebida alcohólica. Don Cerezo servía a los asiduos con

una sonrisa amplia e interesada, principalmente a Felipe Fernandes quien, como todas

las noches, disfrutaba de los beneficios que el poder le otorgaba, una mesa sólo para él,
161

y la certeza de un buen

descuento en la consumición.

Julián entró enardecido, siquiera tuvo que decir a Cerezo que quería que le

sirviera. El cantinero corrió hasta el mostrador y puso una botella de aguardiente.

Felipe observó a Julián con íntima atención. Hacía unas semanas que el

muchacho vagueaba en la cantina furioso y totalmente lenguaraz. El hombre, que no era

ningún inocente, sabía que Cortés y su hijo andaban distanciados y también era de su

conocimiento la causa del conflicto. Por eso no pretendía perder tiempo. Tarde o

temprano Álvaro moriría y este adolescente esquivo y desanimado que bebía sin control,

sería dueño del poder y las riquezas para abordar cuanto proyecto, lícito o ilícito, se

propusiera o, como en su intención, le propusiera.

Felipe hizo un gesto a Julián, disponiéndose, con cierta ceremonia, a acompañarlo

durante la velada. Julián, demasiado amustiado por el rechazo de su propio padre, no

dudó en aceptar lo que le pareció una invitación amigable y desinteresada. Horas más

tarde, antes de las primeras señales del movimiento diario en La Punta de los Venados,

Felipe acompañaba a Julián hasta su casa, iniciando lo que consideraba uno de los

vínculos más provechosos para sus intereses.

♣♣♣
162

A su Magestad, que Dios guarde.

Son tantas las necesidades y calamidades que sufren los habitantes desta ciudad

que a pesar de los tantos pedidos realizados a los señores oidores y corregidores de la

capitanía general de Chile y de la provincia de Cuyo siempre se excusan fundándose en

que hay casos más graves que atender y su escaso tiempo y las muchas actividades le

impiden hacer una inspección del dilatado territorio cuyano, sobretodo por encontrarse

el riesgo de los indios tan cercano de nuestras fronteras de La Punta de los Venados. En

espera de decisiones seguimos en el pueblo sustentándonos en la fe de Dios y habiendo

hoy reunido el cabildo pasaron a mi casa los vecinos Vilches, Fernandes y Lusero y en

calidad de Vicario desta ciudad me hicieron saber de sus necesidades actuales que

padecen de enfermedades y muertes y ofrecí con toda voluntad dar principio el día de

mañana a la novena y rogativa a Nuestra Señora.

♣♣♣

Con su reciente situación matrimonial, Carolina comenzaba a desistir de los


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planes elaborados en la soledad

de su disconformidad pasada. Por fin lucía el apellido Cortés como propio y durante las

semanas subsecuentes había notado cierta predisposición para con ella, por parte de su

familia. Ciertos gestos de afecto y algunos obsequios la llevaban a creer que su unión

con Julián finalmente la elevaran en consideración ante Pepe y Raúl.

Pero a medida que los días pasaron y su vientre pareció incapaz de generar otros

órganos que no fueran los propios, el desagrado ante su presencia en los ojos de los

hombres de su familia retornó. Incluso Julián, cada vez más inaccesible y ausente. De

hecho lo había sorprendido varias veces, teniendo conversaciones secretas con Ivana.

Además, no le pasaba inadvertido, a ella, que bastante conocía sobre hierbas, que desde

abril su marido mezclaba, en sus ingestiones diarias, yuyos para estimular su fertilidad.

Contexto

El mundo de la joven esposa se desmoronaba. No más lo controlaba como meses

atrás. No obstante el hecho de que Rosario hubiera sido alejada y Fernando continuara

ignorante del tráfico de indios que Julián y Felipe perpetraban, su poder se desvanecía

cada mes que su endometrio sangraba.

Carolina seguía asfixiada por los quehaceres de la casa y hastiada por las

obligaciones carnales de las que no disfrutaba. Sin embargo aún podía contar con la

amistad de Renata y la China, quienes la acudían con afecto y la predisposición

desinteresada de la amistad. Esto, de cuando en cuando, ofrecía a su alma un poco de

solvencia.

Aquel día Carolina Cortés preparó una cena para Raúl, Pepe, Julián y Renata y La
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China se ofreció para ayudarla,

de modo que ambas tuvieron todo listo a la llegada de los convidados.

Después de la comida, los hombres conversaron sobre asuntos que parecía

incumbirles sólo a ellos mientras en la cocina, Renata y las jóvenes lavaban la vajilla

usada durante la velada. Carolina se aseguró de servir aguardiente a los caballeros para

prevenir una escapada a la pulpería, sabiendo que las lenguas se sueltan con el alcohol y

prefería ser ella la testigo de cualquier comentario indebido.

Observó como su padre y hermano estaban preocupados en agradar a Julián,

justificable ahora porque lo admiraban así tan joven y económicamente bien

posicionado, lo que suponían cierta conveniencia para ambos, debido a los contactos que

su marido poseía y lo que podría venir a concretarse en materia de negocios acordes a

sus intereses.

Pero lo que Carolina presenció esa noche indicaba que muy lejos se estaba de un

equilibrio real en las relaciones pacatas de la gente de la ciudad.

Renata decidió a cierta hora que era momento de retirarse, de manera que

Carolina se dispuso a acompañarla. Ambas abandonaron la casa mientras La China

quedó encargada de que los hombres no hicieran desmanes a causa de la borrachera.

La casa de Julián Cortés no quedaba muy lejos de la manzana central, de modo

que Carolina no tardó mucho en escoltar a su amiga y volver.

Fue cuando subía los escalones de la vereda hacia la galería que escuchó las

carcajadas. Primero identificó las de Pepe, después las de Raúl, lo que le pareció

bastante normal ya que ambos solían desinhibirse con la ayuda del aguardiente. Lo
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extraño fue que en el bullicio

escuchó a Julián y a la China también riéndose. Raro porque Julián no era hombre de

bromas, y la timidez conocida de Inés contradecía tanta algazara en presencia masculina.

Todo bastante inusual si no hubiera habido motivo lo suficientemente lúdico para

convocar el buen humor colectivo.

Decidió que no interrumpiría, pero sí intentaría conocer la causa por eso rodeó la

casa y entró por la puerta de la cocina. Así ninguno reparó en ella, detenida en la sala y

Carolina puso atención en lo que se estaba conversando.

_ Usté siempre tan afiladorxxxv.

Dijo La China entre risitas histéricas y la esposa Cortés pudo percibir la

influencia de la bebida en la inflexión de las palabras, con lo que la situación la

desconcertaba cada vez más.

_ Pero si mi suegro tiene razón ¡Mire el ancho de esas caderas!

Declaró Julián con entusiasmo.

_ No sólo el ancho, cuñado mío, mire la forma…

Completó Raúl, subiendo la voz sobre el sonido de la palmeada dada en los

glúteos de la criada.

_ ¡Diez crías por lo menos! Créame, tengo ojo para estas cosas.

Agregó Pepe enfatizando la mirada lasciva al decir “ojo para estas cosas”. Los

tres rieron hasta que la frente de Pepe se contrajo en arrugas, induciendo al silencio a los

presentes.

_ ¡Ay Julián! ¿Y que me dice de usté? ¿Será que mi hija está seca? … ¡Qué mala

pata!
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Carolina no soportó la

inactividad calculada de estar siendo testigo de esos comentarios y recogió una segunda

botella de aguardiente de sobre la mesa de la cocina y cruzó la sala.

_ ¿Alguien gusta un poco más? ¿Esposo mío? ¿Papá? ¿Raúl?… ¿China?

El recinto pareció congelarse por unos segundos y con él las palabras en los

rostros que se volvieron duros y serios. Julián se puso de pie y delineó una sonrisa

mientras señalaba la puerta de salida.

_ No querida, ya es muy tarde. Es más, nuestros invitados la estaban esperando

para despedirse… pero usté tardo tanto…

_ Comprendo, disculpen. No cuento con la rapidez de otros.

Carolina clavó sus ojos en la China, de pie entre los asientos de Pepe y Raúl. Este

último separaba rápidamente su mano de la cadera de la criada y también se levantaba

disimulando la situación.

_ Amiga, si prefiere me quedo para ordenar todo.

Dijo la criada

_ Gracias, sí, sería de mucha ayuda.

Incómodos los caballeros salieron y Julián se despidió de La China camino al

dormitorio. Ambas mujeres se ocuparon de devolver cada cosa a su sitio, mientras La

China intentaba recomponer el crédito ante su amiga.

_ Sabe, hay algo que he querido decirle… desde hace algún tiempo.

Comenzó Inés.

_ Bueno, amiga, dígamelo ahora, siempre estoy dispuesta a oírla ¿Lo sabe verdá?

_ Sí, ha sido tan amable conmigo… tan buena… siento que la traiciono si no me
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confieso esta noche.

_ ¡Qué seria se ha puesto! ¿Mató a alguien? Si es así no se preocupe, somos

dos…

Dijo Carolina, divertida.

La China rió pero escandalizada.

_ ¡Pero qué cosas se le ocurren! Uste es tan inteligente, pero no, no es eso. Lo que

quiero que sepa es que… bueno… yo sé que de niña la han tratado muy mal… a veces

las relaciones en la familia son complicadas, sobretodo cuando se es niño, pero ahora…

ahora es distinto… un buen hombre…

_ Inés, déjese de preámbulos. Sé eso que me quiere confiar… Raúl y usté…

bueno, se gustan... es eso ¿Verdá?

_ ¡Ay! ¡No se le pasa nada!

_ Si es cierto, pero quédese tranquila, ya no sufro por causa de mi familia, soy

una mujer feliz y además ¿Quién mejor que usté para cuñada? pero…

_ ¿Qué? ¡Dígame! Tiene novia ¿Verdá? No quiere nada serio conmigo...

_ ¡Cállese! No he dicho nada de esas boberías. Le iba a aconsejar que le cuente

sobre… bueno sobre aquello que está para cumplir ocho años.

La alegría de la criada pareció deshacerse.

_ ¡No! Si sabe sobre ella… me acusa en el cabildo…

_ ¡Mujer! ¡Él no haría eso! Es incapaz de hacerle mal a alguien que no sea yo.

Además, no puede tenerla encerrada mucho tiempo más.

_ ¡La saco! En las noches sale, incluso Renata ya la llevó a la iglesia…una vez.

_ ¿Y el fraile lo sabe?
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_ Bueno, en realidad al

principio sólo lo sabía Inaca. Él las ayudaba a escabullirse, pero una noche Fernando las

encontró… me juró mantenerlo en secreto y además la bautizó.

_ Entonces, no entiendo porque no la quiere mostrar al mundo. Antes era menor,

temía por la reacción de todos, pero Inés, usté ya está grande.

_ No patroncita, usté no entiende. Si Ingrid lo llega a saber nos echa a la calle. Es

capaz de convencer a que me juzguen por haberla engañado durante todos estos años.

_ Con más razón. Dígaselo a mi hermano. Si Raúl acepta, ustedes se casan y se

deja de tanto drama.

_ ¿Cómo decirle? ¿Cuándo lo hago?

_ Vamos querida que seré estéril pero no idiota. ¿Cree que no sé que se

encuentran a escondidas y en la noche?

Inés no respondió.

_ No se ponga así. No la juzgo. Ustedes han de hacer lo que mejor les parezca,

pero por su bien y el de su hija, tienen que formalizar pronto.

♣♣♣

Renata despertó. Aún lo escuchaba. Se sentó en la cama mientras se limpiaba las

lagañas. El cuarto estaba igual de oscuro que la noche y el resonar de las palabras
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escuchadas durante el sueño se

mantenía afuera y dentro de su cabeza. Sintió agradecimiento por mantener esa conexión

con su marido muerto. Enzo debía estar muy cerca de Dios para convencerlo a que se

comunicara con ella. ¡Qué hombre santificado! Aunque tanta dicha se comparase a la

preocupación que tales visiones le dejaban durante días. Estaba abatida. Las

informaciones no eran ni buenas ni exactas. La vejez le tembló en las manos y hasta

alguna mucosa desviada, goteó desde su nariz. La China, era ella quien había visto a

Enzo cargar en los brazos, tranquila pero de aspecto transitorio, casi borrosa. Como si no

perteneciera al sitio donde estaba.

Sabía que su marido solía ser dramático en lo que a desvelos oníricos se refería

¿Sería tan grave lo que se avecinaba?

Volvió a acostarse. Intentó conciliar el sueño, convencida de que tal vez le trajera

indicaciones más precisas sobre las adversidades próximas. Puede que soñara con el

futuro más claramente. En la mañana sólo pudo recordar a su Enzo y las maneras

oscuras, tal vez elucubradas por el Señor para entrelazar las dimensiones del tiempo.

♣♣♣

A su Magestad, que Dios guarde

Habiendo pasado el santo Obispo Fray Bernardo Carrasco por esta comarca dio

cuenta de las carencias económicas de este siervo y de la parroquia, hasta me interpeló


170

por mis pobres vestiduras a lo

que respondí que Dios proveerá y prometió interceder ante el Gobernador de Chile para

que si bien la humildad es la base de nuestra congregación se hace menester contar con

lo necesario para pasar la vida y poder servir mis beneficios. Instó, mediante pedido

verbal a los capitulares a que me provean de una parte de las entradas mensuales a la

mesa capitular a favor de que no falte el pasto espiritual en la ciudad y que como

párroco pueda administrar los Santísimos Sacramentos. Dicho esto también me ha

entregado el curato por y según sus propias palabras “hallarme en bastante inteligencia

de la lengua de los indios”. Bien es sabido que la compañía de Inaca ha procedido en

ayuda para que pueda obtener yo este conocimiento. También ordenó que nunca

descuide la enseñanza del Evangelio y que todos los domingos enseñe a los

parroquianos la Doctrina Cristiana y los principales misterios de nuestra fe, así mismo

que toda la gente de servicio en esta iglesia recen todas las oraciones empezando por la

señal de la cruz y acabando por un acto de contrición. Que haga matrícula todos los años

de todos los feligreses, que tenga mucho cuidado en que no trabajen los días de fiesta,

que procure atraer a los indios infieles para que cogiendo amor a nuestra religión

católica, se reduzcan con facilidad a nuestra fe. Y que no permita que se les hagan

extorsión ni agravios por los jueces seculares, ni que les cobren la tasa o el tributo, sin

que hayan tenido antes veinte años de residencia entre españoles.

Finalizando con lo importante y necesario que es la educación y buena crianza de

los niños rogó a las autoridades que se nombren hombres con aptitudes para la

enseñanza y se constituyan en maestros y que se abran escuelas porque “los jóvenes


171

debe estar aptos para los

ejercicios políticos y el bien espiritual y temporal de esta república”

Obedeciendo a este pedido del hermano en la fe, el Cabildo se reunió a los pocos

días y acordó citar a cinco vecinos de la zona del valle de San Javier para que sean

maestros.

♣♣♣

Carolina podría jurar que por más interesado que Raúl estuviera en Inés, Pepe

nunca le permitiría casarse con una india. Por alguna razón las mujeres le resultaban a
172

aquel hombre una clase

endemoniada, de modo que una mujer india estaba casi a la altura de un mero

entretenimiento y peor si se trataba de una hembra de ésas, con un hijo bastardo. No,

nunca lo aceptaría. Ni ella misma en quien la compasión se diluía día tras día. La China

se lo tenía bien merecido por haber sido cómplice en las humillaciones que había tenido

que soportar. ¿Cómo podía una amiga de verdad reírse tan cruelmente de la incapacidad

de su vientre? ¿Acaso no entendía que la infecundidad en una mujer era algo así como

una maldición?

¿No era suficiente con todo lo pasado con su propia su familia? ¿Tener que

soportar la desdicha de ser traicionada por una amiga también? No iría a tolerar ese

comportamiento de aquella mujer, mucho menos de Inés a la que había estimado

sinceramente.

El dolor y la rabia le transpiraban en la frente. No obstante, ahí estaba ella

cuidando de la hija enferma de la ingrata que se riera a sus espaldas. Leal, mientras la

otra se encontraba con su hermano, primer verdugo de su infancia.

¿Y si Raúl aceptaba? ¿Y si el muy miserable se rebelaba por primera vez ante

Pepe? ¿Sería capaz? ¿Y si todos conseguían felicidad menos ella? Siempre añadida y

humillada.

Miro a la niña que dormía sobre el catre, con las mejillas enrojecidas por la

fiebre.

_ “Apenas una fiebre”, nos dijo Renata… Yo creo que deberías morirte para

enseñarle algo a la casquivana de tu madre. Dejarte aquí para ir a encontrarse con un

hombre ¡Qué mujer más…! Y yo con vos ¿Qué hago cuidando hijos ajenos? “Carolina,
173

amiga, he pensado lo que me

aconsejó… Sí, pienso decírselo esta noche, pero mi niña está achacada ¿Puede

cuidármela hasta que vuelva? Tengo miedo que se despierte y no me encuentre… anda

más chiva que nunca, la muy inquieta es capaz de meterse en lo de Ingrid…” ¡Qué

idiota que soy! ¡Nunca voy a aprender! La gente tiene razón, mujer tenía que ser por lo

poco inteligente ¡Idiota! ¡Eso soy! ¡Una completa imbécil!

Carolina se reprochaba. Llaulillay dormía y respiraba con dificultad. La mujer la

miró un largo tiempo en silencio y en la oscuridad de la habitación vomitó su envidia

¿Cómo una mujer de clase menor consiguiera concebir a los quince años y ella, con

veintiuno, todavía no lo lograba?

Con saña se lanzó sobre la niña y, tapándole la boca con una mano, golpeó el

cuerpo indefenso durante unos minutos de extrema violencia. Cuando volvió en sí, sintió

pánico y creyendo muerta a la niña, comenzó a maquinar defensas ante posibles

acusaciones. Su mente exenta de remordimiento, conjugaba excusas verosímiles.

Decidió que culparía a Ingrid. “Sí, esa vieja odiosa era capaz de agredir a un ser más

vulnerable que ella” Por lo menos eso debía creer Inés.

El cielo comenzaba a clarear cuando la puerta de la casucha se abrió.

_ Ay, Carolina disculpe mi tardanza. No pude decírselo, qué tonta que…

La China frenó las justificativas cuando pudo entender la escena. Carolina lloraba

junto al catre. La pequeña tenía hematomas en el rostro y parecía no respirar.

Los músculos de La China se entumecieron.

_ ¡Perdóneme! Escuché ruidos en la casa… Ingrid te llamaba… no hablé para


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que no me reconociera, para

evitar sospechas… la vieja pidió un té y se me ocurrió ponerle chamico para que no se

despertara hasta la noche... se lo llevé a la alcoba y tuve que ir al baño y ahí… ahí

escuché... seguramente tu hija despertó y fue a buscarte... Ingrid debe haber escuchado

el ruido porque volvió a preguntar gritando si eras vos... yo no quise responder para que

no me descubriera… pero Llaulillay ya estaba en la casa... cuando fui a la habitación…

no pude hacer nada... ¡Ay, amiga perdóneme!... la vieja maldita estaba asustada y

empuñaba el facón, ése que guarda bajo la almohada… se ve que ya había bebido el té

porque caminó tambaleándose en dirección a la pequeña… con aquel camisón enorme,

el cabello despeinado sobre los ojos, parecía la Salamanca... la niña estaba de pie,

petrificada, mirando aquella figura… dio un paso hacia atrás y quedó cerca de la ventana

pero… Ingrid escuchó mis pasos cerca de la puerta, entonces giró hacia mí… ya estaba

mareada por el efecto del yuyo y perdió el equilibrio… chocó contra Llaulillay y la

pobrecita cayó desde allá arriba… ¡Perdóneme! ¡Por Dios esto no tenía que pasar!…

¡Creo que está muerta!

Y casi en un susurro, Carolina completó,

_ La vieja duerme…

Inés temblaba desde los párpados hasta las manos. Salió de la casucha y entró en

la casa grande, haciendo descaso a los llamados de su amiga que sollozaba junto al

cuerpo amortecido. Llegó a la cocina. Recorrió con la mirada la superficie de la mesa de

madera y tomó la maza del mortero. Con ella entró a la habitación de Ingrid y se detuvo

a ver cómo los rayos del sol teñían la nuca de la anciana que dormía de costado, de

espaldas a la ventana y a la puerta. Después caminó doce pasos hasta quedar a


175

centímetros de la patrona.

Levantó el palo, sostenido entre ambas manos y golpeó el cráneo de Ingrid siete veces.

Tres en la parte superior, uno que se desvió hacia la nuca, el quinto y sexto a los

costados de la cabeza, encima de las orejas, y para el séptimo, pasó por encima del

cuerpo y le pegó en la frente. Los gritos ahogados de la anciana acompañaron los dos

primeros golpes.

♣♣♣
176

La celda no parecía tan

desagradable ahora. La certeza de que Llaulillay había sobrevivido le hacía soportable el

futuro. Después de creerla muerta y en la desesperación de que nadie le diera a su

cuerpito santa sepultura, todo había tomado nuevo rumbo gracias a la intervención del

fraile.

Apenas Fernando supo lo acontecido, o creyó saberlo, fue a la barraca de La

China, suponiendo que Renata, demasiado angustiada, no le ofrecería ninguna ayuda en

ese momento. Por lo que quedaban Inaca y él mismo, pero, pedirle a Inaca participación

en un acontecimiento de esta gravedad, mandarlo a la casa, sería implicar su condición

aborigen a la sospecha de un crimen y habladurías de que la pequeña fuera hija de

ambos. De modo que decidió encargarse, en persona, de la situación aunque

conmocionado por los hematomas terribles que la niña presentaba en el cuerpo. Pero no

había tiempo para perder. Pasados los primeros momentos las autoridades judiciales

irían a la casa. El dominico cargó a la niña envuelta en unos trapos y la llevó a la iglesia

y sólo en la noche de confesión de la condenada a muerte la llevó, también escondida,

para que viera a su madre.

_ Mire, a mí no me habla, no ha hablado desde que la llevé conmigo… se la traje

para que se vieran… por última vez… además, quiero saber que quiere que haga por

ella.

La China sonrió y extendió los brazos hacia la niña que corrió a abrazarla, a

través de las rejas.

_ Está pálida mi guaga, pero está viva.

_ ¡Shhh! No hagan tanto ruido, el guardia puede entrar.


177

♣♣♣

Una vez más todos se reunieron para escuchar la palabra del fraile. Único ser,

según su afirmación, eximido de tentaciones y arrebatos humanos. Aunque todos

sabemos que no era más que un hombre con vestuario diferente pero de igual materia, de

igual imperfección.

Siempre han sido las jerarquías las que imponen compromisos inalcanzables. Así

estaba Fernando, enaltecido en los conceptos del credo quimérico, tutelando corderos,

que ese día aguardaban voraces, cualquier respuesta para detener dudas íntimas y

amenazantes.

Desde igual aspiración es que Rosario lo vio, “el mentor”, con su báculo y

guiándolos hacia la liberación prometida pero no asegurada, por ser, él mismo, esclavo

que conduce en nombre de otro. ¿No son acaso los dogmas ajenos apenas nuevos

conflictos de fe? Fe, en la mayoría de las veces, nula de lógica y matizada de abstracción.

Todo lo puesto a ella somos nosotros, hombres insaciables, mujeres inconformadas, el

deseo, las protuberancias de la carne y el hueso incapacitado del anciano.

En el horizonte demasiado lejano, donde se concibe el bien y el mal, allí

desterradas, se encuentran las intenciones humanas, y la fe, un poco más abajo, imparte

los destinos de quienes, como en ese templo, responsabilizaban al hombre que les

hablaba de pecado y pecadores, de castigo y recompensa, de la inmortalidad del creador

y la aniquilación de sus hijos desviados.

“Somos y seremos inocentes mortales resignados a la ausencia de propósito para


178

el que Nuestro Padre nos creó”

Pensó Fernando mientras su discurso entrenado proseguía con la lectura del Evangelio

indicado para esa misa. Evangelio o cuerda suspendida en el abismo para comunicar el

cielo con el hombre exiliado del instinto por la religión.

Ivana rezaba sumergida en la esperanza. Las arrugas de la frente frotaban los

cabellos desprolijos. Sostenía con fuerza un rosario entre las manos. Había marcas en los

dedos que revelaban las ininterrumpidas oraciones. De cuando en cuando miraba el

espacio vacío que solía ocupar su marido, ausente de la ceremonia por el malestar de

hacía diez días.

Julián y Rosario también parecían abstraídos. Ella, resignada a los misterios de la

enfermedad y de la muerte. Julián, con muecas entre ira y malestar. Desde el comienzo

de la misa, el muchacho permaneció con el cuerpo inclinado hacia adelante, la cabeza

entre las manos, los codos sobre las rodillas, el cabello, más largo que lo usual, le cubría

las manos y algunas lágrimas impresas sobre el pantalón.

Aquel día, Renata se había ofrecido para cuidar a Álvaro en lugar de Carolina, que

lo había asistido durante gran parte de la enfermedad. Carolina estaba sentada

discretamente junto a Raúl y Pepe.

En el banco de atrás, Ramona observaba a Rosario, más preocupada por la joven

Cortés que por lo que le ocurría a su padre. Ambas acostumbraban a conversar bastante

en las clases de lengua y había escuchado algunas confidencias suyas, aunque

últimamente la notaba esquiva, más introvertida, lo que la hacía suponer que su

compañera de clases estaba siendo relegada con tanta atención de la familia hacia el
179

rebelde Julián. Pero no cabía

duda que Rosario era de buena madera. Con lo que no acordaba era con esas miradas

sensuales de Rosario hacia Fernando y su amistad con Carolina. Nunca le había caído en

gracia. Aquella joven le producía lástima y rechazo. La Fernandes no miraba a los ojos

cuando hablaba con alguien y Ramona había aprendido que eso significaba culpa. Lo

mismo hacía su perro cuando se robaba el patay de la cocina y Hugo cuando mentía

sobre si se había bañado.

Carolina fue una de las últimas en salir de la capilla. Siempre esperaba que su

padre y su hermano caminaran adelante para ir detrás de ellos. Ya afuera, vio a Rosario

cruzando la calle en dirección a la plaza, lo que le llamó la atención porque Julián e

Ivana subían al “sulky”. Esperando descubrir algo más, dejó que Raúl y Pepe se alejaran.

Nunca voltearían para ver si los seguía. Se escondió en su lugar favorito, a la vuelta de la

iglesia, desde donde podía espiar los alrededores de la plaza, cobijándose gracias a la

oscuridad del farol que siempre estaba apagado por causa del hombre, aseguraban, que

había vivido frente a él. Individuo que tenía por costumbre contemplar las estrellas desde

el portal de la casa y que de seguro apagaba la candela cada vez que pasaba el farolero. Y

aún después de difunto parecía continuar con su terquedad, cosa que no asustaba a

Carolina siempre que sirviera a sus propósitos.

Rosario se sentó sobre la raíz de un árbol. Luego Fernando se le acercó.

_ ¡Ay que rabia! ¡Cómo la odio! Yo envidiando su familia, Rosario, y usté con su

padre en lecho de muerte, coqueteando con Fernando.

Pero la misma tirria la hizo sonreír con esa mueca dura, dibujo de una sonrisa.
180

Aprobó cínicamente el romance

reprochable de Rosario y Fernando y dio gracias a las hierbas suministradas a Álvaro.

No faltaba mucho para saber de su muerte. Hasta resultaba sorprendente que el viejo

viniera sobreviviendo, hacía diez días a los efectos del veneno.

_ ¡Ésa es la sangre que quiero para mis hijos!

Se dijo, mientras la insignia de los Cortés se le garabateaba en los pensamientos.

Julián cedía a su constante seducción. Eran compinches, al fin. Hasta había concordado

con las dosis agregadas en el alimento de su padre. Y en esto Carolina estaba cierta. El

muchacho no desconocía los efectos. El engaño del principio ya no era tal porque Julián,

cómplice cobarde, pero cómplice al fin, no hacía más que ayudar, aunque inseguro, a la

concreción de la muerte de Álvaro y ella, Carolina tomaba la decisión por los dos o en el

menor de los casos daba rienda suelta a su capricho. Muerto Cortés, el casamiento sería

cometido fácil. Su marido se sentiría culpable.

También le revelaría el vínculo inmoral de su hermana con el fraile y no

desestimaba tener que adornar un poco la situación. Tal vez sumar un beso que nunca

viera o una caricia escandalosa. Estaba segura de que Julián acabaría por convencerse de

que la necesitaba a su lado más que a nadie.

Así divagaba Carolina cuando Rosario se encaminó hacia donde estaba ¿La habría

descubierto? La espía retrocedió y fue obligada a esconderse detrás del tronco próximo.

Desde allí vio que Rosario doblaba en dirección a la iglesia para perderse de vista.

Carolina recorrió el mismo trayecto y cuando llegó a la puerta cerrada de la

iglesia, supo, mucho antes de mirar por la rendija, que Rosario y Fernando estaban solos.

La satisfacción la dominó. No precisaba nada más. Esa misma noche le relataría


181

todo a Julián. Se separó de la

puerta haciendo el mínimo ruido y se lanzó en carrera hasta la estancia Cortés.

♣♣♣

A su Magestad, en el nombre de Dios amén.

Vinieron por estos días noticias de que los hermanos de la Compañía vendrían a

afincarse en La Punta de los Venados. La posesión de la manzana norte de la plaza y


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más otras tierras adquiridas y

donadas dan a los frailes una cómoda situación que contrasta con la pobreza desta

ciudad. No ha de negarse que la Compañía venga a ser de ayuda en los emprendimientos

de la ciudad sabida es su capacidad de conocimiento en las ciencias y en las artes. Pero

hace tanto tiempo que pido al cabildo un solar para la escuela y hasta ahora nada he

recibido, siquiera el diezmo prometido. Me he conformado con que se hagan luces en el

convento durante los días santificados.

Los límites de jurisdicción son a saber los que llenan informes que son llevados a

Cuyo y a Chile sin que se tenga hasta ahora ninguna resolución no habiendo recursos en

la región más que aquellos que se refieren a la cría de ganado por esta causa la población

se encuentra dispersa en la campaña y no hay manera de agruparlos quedando reducida

esta ciudad a siete manzanas y algunas chacras todas carentes de agua. El archivo de la

ciudad se encuentra en posesión de un alcalde de segundo voto y no se hallan entre los

papeles desencuadernados notificación real de ningún deslinde de las jurisdicciones de

Córdoba.

Con el ganado orejano y sin marcar ha sido resuelto que cualquier dueño realice

el rejunte para mejora de la administración de la provincia so pena de multa inclusive el

que pertenece a la Compañía de los santos padres.

Oficializaron la orden de fortificación de la plaza y que cada visitante que a ella

llegue tenga por orden del cabildo identificarse y solicitar permiso por escrito para su

entrada en los limites de la cuidad, siendo construidas barricadas con hombre armados

dejando paso apenas a las señoras que vienen a misa.

♣♣♣
183

Julián se apartó unos pasos. Los presentes quedaron cerca del cadáver de Álvaro y

de Rosario desmayada, ambos en la misma cama. No tenía estómago para presenciar

aquello ni la valentía para aceptar el resultado de su acto. Con una botella de aguardiente
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y la chuspa del tabaco de su

padre, se erigió en el nuevo jefe de la familia. Salió al patio de la casa y se apoyó sobre

la barriga de Chimeia, aún alerta en el lugar que la dejara Rosario. El animal resopló,

como fastidiado por el roce con su cuerpo, y amagó alejarse de él. Finalmente, cuando

Julián quiso acariciarla, Chimeia se encabritó al tiempo en que un relincho agobiado

salió de su garganta.

_ ¡Maldita yegua inmunda! ¡Mañana mismo mandaré a sacrificarla! ¿Acaso no

sabe quién soy ahora? ¿Eh? ¿No le han dicho? ¡Bestia repugnante!

Julián no tuvo más que sentarse sobre un atado de paja y beber de un sólo trago

un cuarto de la botella. Después encendió el cigarrillo y dio una gran bocanada. Cuando

Carolina salió a su encuentro estaba tosiendo.

_ ¡Qué hace aquí mujer! ¡Vayase! ¡Dejeme solo!

Ella sonrió y lo encaró desde una autoridad que se desconocía hasta entonces.

_ No me voy nada. Menos cuando un cobarde como usté me lo ordene.

Julián tambaleándose se abalanzó hacia ella, que nada más precisó correrse de

lado para que el muchacho cayera para adelante, llevado por su deplorable estado.

_ ¿Me puede explicar qué es lo que pretende hacer con esa actitud torpe que está

teniendo?

Julián se paró al tercer intento y volvió al lugar donde estaba sentado. Siguió

bebiendo como si no la escuchara. El poco caso la irritó y sin dudar se le volvió a acercar

para arrancarle la botella de la mano y darle una bofetada.

¡Qué vergüenza!

Sorprendido por la violencia de Carolina la enfrentó una vez más. Le quitó la


185

botella y la escupió en el rostro.

_ ¡No se olvide que es apenas una mujer!

Ella se limpió la saliva con la mano y luego saboreó la humedad.

_ Hummm, tiene gusto a fra-ca-sa-do.

No pudiendo controlar su furia al tiempo que un asombro nunca antes

experimentado, Julián sorbió otro trago y le alcanzó la botella.

Carolina bebió complacida y dijo.

_ Hay algo que tengo que contarle… es sobre su hermana.

♣♣♣

Inaca seguía pensando en la mujer negra que viera descender de la carreta aquella

mañana. Pensó que mejor hubiera sido no ser testigo de lo escuchado y visto. Andaba él
186

recogiendo las listas de

encomendados por las haciendas locales, tarea que le encomendara Fernando para el

censo ordenado desde Cuyo.

De por sí, tener que recorrer estancia por estancia recibiendo la información sobre

la cantidad de indios trabajando en cada una, le resultaba desagradable. Él sabía que, al

contrario de lo que declaraban los dueños de las tierras, la mayoría maltrataba a sus pares

nativos, manteniéndolos como animales mal alimentados, obligados a vivir en pocilgas

donde eran vulnerables a cualquier achaque. Con el pasar del tiempo muchos morían

muy enfermos o eran fusilados por intentar recuperar la libertad alguna vez normal. Por

eso le hervía la sangre con sólo imaginar a alguno de sus hermanos en tal situación. Y ni

pensar, lo que en cualquier momento podría suceder, que su hermanita viniera a ser

forzada por algún blanco. “Nuestros indios gozan de perfecta salud y tratamiento”

decían algunas declaraciones pero se sabía que no pasaba semana sin que se los azotara

por razones inútiles y fines malvados.

La mujer negra, decíamos, fue lo que Inaca vio mientras divagaba entre ideas. La

pobre mujer mostraba miedo por vaya uno a saber cuántas atrocidades hubiera

soportado. De maternidad reciente, sus pechos mostraban la hinchazón de la lactancia y

el vientre aún no se le bajaba. La tristeza en los ojos, mayor que el temor, justificaba la

separación de su prole.

Inaca hubo de contener su irritación al escuchar la conversación entre los hombres

que la escoltaban en la carreta, a cerca del ventajoso precio conseguido en el

intercambio, de lo beneficioso de comprar esclavos africanos que entraban directamente

por el puerto de Buenos Aires y no los adquiridos desde Brasil, para evitar el recargo del
187

viaje por tierra y las varias

escalas. Si bien el indio no llegaba a comprender el concepto de las transacciones

comerciales, navegación, tasas, tributos y escalas, entendía claramente que aquellos seres

valían lo mismo que cualquier producto de la tierra aunque fueran personas. Estaba

convencido de que los blancos tenían métodos muy extraños para ponerle valor a las

cosas y una irrefrenable ambición por la propiedad.

La noche se le venía encima y debía hablar con Fernando antes de que se acostara

y entregarle los datos obtenidos hasta el momento, un tercio de lo encargado. Los dos

días próximos incluían largas caminatas y más apreciaciones desagradables, llenas de

mentiras y absurdos. Inaca se sentía asqueado lo que contribuía a que su rabia aumentara.

Luego de que los papeles estuvieran en manos del dominico, fue a la casa de

Renata. Con ella se anoticiara de la existencia de Llaulillay, la hija de Inés, y del

compromiso de llevar a pasear a la pequeña sin que fuera vista, especialmente a la iglesia

para inculcarle la religión cristiana porque la anciana andaba cansada y con falta de vista.

La buena nueva lo había sorprendido y alegrado. La sangre de sus ancestros

permanecía dinámica y la predisposición de Renata para cuidar a la niña lo conmovía.

Así había sido consigo cuando el fraile Franco lo criara. Algunos blancos suelen ser

ángeles y el indígena que cuente con vínculo tal puede ahorrarse la mitad de los pesares

con dicha protección.

Esa noche vio corretear a la pequeña entre las imágenes sagradas y los bancos,

subirse a ellos y hacer todo tipo de preguntas.

Inés tenía la certeza de que su hija no despertaría hasta entrado el mediodía. El


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paseo con Inaca la había

devuelto satisfecha y cansada. Cerró la puerta de su cabaña y se preparó para soportar

otra jornada de caprichos de Ingrid. Por suerte a la tarde se reunía el L. A. T. después de

varios días en que las dos amigas estuvieran ausentes, La China por lo cuidados

requeridos de su hija y Carolina por el inicio de su nueva amistad con Rosario.

La China no estaba celosa, pero siempre se había sentido muy cómoda siendo la

única amiga de Carolina y ahora la competencia de la compañía de la joven Cortes, le

resultaba inconveniente. Tendría que buscar una forma de mantener interesada a su

amiga y aunque poco poseía, se le ocurrió hacerle un regalo. Por eso, la noche anterior

cuando Inaca trajo a la niña a casa, le pidió si podía conseguirle algún libro,

justificándose con que Carolina le estaba enseñando a leer y escribir y no tenía ninguno

para practicar. Inaca prometió traérselo antes de la hora del mate para que su aprendizaje

no se viera detenido.

Ingrid almorzó, La China le preparó el té de siempre y la anciana se acostó para

dormir la siesta, no sin antes gritar,

_ ¡China!

_ Diga patroncita.

_ Siempre tan silenciosa ¡Parece una rata escondiéndose! cof cof cof. Fíjese en el

desorden del otro cuarto, hay unos juguetes y ropa de niña que traje de Italia, no sé por

qué mi hermana insiste en conservarlas tanto tiempo, seguramente pensaba que iba a

tener una hija ¡Deshágase de todo! A menos que Renata crea que todavía puede quedar

preñada...

Las risas opacas de la mujer resonaron en los tímpanos de La China cuando


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bajaba las escaleras. Si su

patrona se lo ordenaba tirar todo, tenía a quien dárselas, su hija sería la receptora de

todos aquellos juguetes y las lindas ropas. Y cuando Inaca le trajo el libro se convenció

de que aquel día era uno muy especial.

_ ¡Cuando lo vea Carolina! ¡Muchas gracias, Inaca! ¡Le debo un tremendo favor,

cuente conmigo para ayudarle cuando guste!

_ Por nada, Inés, asegúrese de que no lo vea nadie más que usté y Carolina. El

dueño no notara falta, pero si alguien se entera y llega a oídos de Fernando, estaríamos

los tres entreverados. Confío en ustedes.

_ ¡Quédese tranquilo hombre! Aquí nadie es estómago resfriadoxxxvi, además usté

sabe lo de… bueno, lo de mi niña.

Esa tarde, Inaca prosiguió con el censo. Estaba recorriendo la zona noroeste de la

comarca, por lo que en breve estaría golpeando las puertas de la hacienda Cortés. Tratar

con el sucesor de Álvaro, ese adolescente insoportable, metido a querer manejar el poder

y las riquezas que heredaría le resultaba odioso, además, sabía por comentarios de

Fernando que padre e hijo andaban distanciados por causa de las tierras que Cortés padre

había cedido a los indios. Con esta perspectiva, el hombre enfermo, la posibilidad de su

muerte y la intención de Julián de no hacerse cargo de los encomendados que trabajaban

en la estancia, Inaca se volvía más y más resentido.

Al pasar la tranquera, estaba cansado y con la cabeza caliente por el sol. Golpeó

las manos y Rosario salió a recibirlo con semblante lánguido.

_ ¡Ave María! Cayé, me manda el fraile para que busque los datos que pidió
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tuvieran preparados para hoy.

_ Ah sí, me lo dijo mi madre. Vaya hasta el cobertizo, ahí está mi hermano

esperándolo, desde hace rato. Disculpe que no lo acompañe, estamos tratando del aseo de

mi padre que no ha amanecido bien.

Dijo la joven, secando disimuladamente una lágrima.

_ No esté triste. Ya verá que mejora. Su padre es un hombre fuerte.

El establo estaba bien alejado de la casa. Inaca caminó pesaroso los doscientos

metros que separaban una edificación de la otra. “¡Pobre Cayé! Quedarse sin padre tan

joven” pensó solidario. Pero él no estaba preparado para presenciar lo que ocurría tras

las puertas de madera.

Sorprendió a Julián con los pantalones bajos, en los tobillos, encima de una india

de unos trece años que sollozaba en silencio mientras el muchacho la sujetaba por las

muñecas y la besaba alocadamente. Estaba ultrajándola con fuerza sobre un monte de

paja. A su lado, una botella goteaba los últimos vestigios de alcohol, empapando la blusa

desgarrada de la niña en el suelo.

Cuando el portón se abrió, el atacante demoró unos segundos hasta notar la

presencia de Inaca, con la figura iluminada en el cuadro de la puerta y el rostro afligido

de rabia.

Ninguno de los dos hombres hizo movimiento alguno hasta que los gritos

desesperados que venían de la casa los hicieron reaccionar. Rápidamente Julián se puso

de pie, acomodó su ropa y corrió afuera. La india se cubrió los pechos con el brazo y aún

llorando recogió la blusa destrozada y sucia.

_ Por favor, no diga nada, si mi gente se entera lo matan… y después los matarían
191

a ellos.

Inaca prometió con la mirada. Salió del establo. Cerró la puerta y caminó

perturbado en dirección a los gritos. Antes de llegar a la puerta de la casa apareció

Carolina que le aconsejó que volviera en otro momento para buscar la información. Ella

se excusó en nombre de la familia diciendo que el señor Álvaro había empeorado y

estaba vomitando sangre.

Cuando pasó cerca de la ventana, Julián lo miró amenazante haciéndole señas con

la cabeza de que se fuera.

Inaca corrió a campo traviesa hasta que sus pulmones quemaron. Entonces se

detuvo frente a un tronco caído y lo golpeó con los puños hasta sentir los huesos

inservibles. No concebía explicación para tal comportamiento. Peor aún, se sentía

cobarde. Nada más que un animal disminuido, domesticado por el blanco. Se desconocía.

En otro momento, no habría mediador entre su instinto y su procedimiento. En otro

momento, habría atravesado a Julián con su lanza para hacer justicia con la muchacha

violada. Pero ahora, un dios era el dueño de sus emociones ¿Acaso ese mismo dios no

debiera controlar también el accionar de los blancos? ¿Por qué él, un indio, no había

quebrado los mandatos divinos y aquel otro los manipulaba sin el menor remordimiento?

¿Qué contradicción era ésa propuesta por el Todopoderoso? ¿Franco había estado

equivocado? ¿Era la religión diferente para indios y blancos?

Cerca de la casa de Renata aún renegaba de sí mismo.

Aunque tocó varias veces a la puerta nadie respondió. La anciana parecía haber

olvidado que esa noche iba a llevar la niña a pasear. Giró hasta ver la iglesia. Tal vez

Renata estaba allí pero decidió quedarse. No se sentía en condiciones de escuchar


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alabanzas en favor de un dios

que favorecía a los atacantes de niñas abusadas.

Entró a la casa y la esperó, como Renata le sugiriera varias veces. Sentado frente a

la ventana vio a los devotos saliendo de la capilla. Giró la cabeza cuando Julián y su

madre subían al carro. Después distinguió a Rosario sentada bajo un árbol de la plaza,

Raúl y Pepe que se alejaban y Carolina, volviendo sobre sus pasos hasta perderse en la

oscuridad.

Renata tardaba en salir. Fernando también salió y caminó hacia la joven Cortés.

_ Sí, padre, háblele, usté sabrá cómo darle un poco de sosiego a la pobrecita, si la

hubiera visto esta tarde.

Pensó Inaca.

Pasados unos minutos, Fernando entró en la iglesia y Rosario fue hasta el

escondite de Carolina. Las señoras que habitualmente limpiaban el templo se alejaron en

sentido contrario a Rosario. Fernando volvió a salir y condujo a la Cortés adentro y cerró

las puertas. Renata no estaba allá, ahora lo sabía. De pronto Carolina salió de entre las

sombras y caminó hasta la capilla. Espió por la helgadura, caminó hacia atrás con

cuidado y salió corriendo.

Inaca quiso verificar lo que había visto Carolina.

Si quedaba una mínima posibilidad de que el indio siguiera creyendo en las

verdades blancas, ésta acababa de malograrse. Fernando estaba sobre Rosario, y al

contrario de la muchacha en la estancia, Rosario no se debatía, gemía de placer.

♣♣♣
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A su Magestad, que Dios guarde

Por sentencia a causa de violación ha llegado a La Punta de los Venados un indio

del Paraguay carpintero de la Compañía en aquella provincia y con pena de azotes y

destierro perpetuo de su ciudad y jurisdicción de San Juan y en vista de que la

reedificación de la iglesia de Santo Domingo está en andamiento se le concedió pagase

su pena con servicio personal.


194

La defensa armada pero

nunca providenciada correctamente dado los tantos pedidos a la Audiencia de Chile y

autoridades centrales se ha concentrado en unos pocos milicianos y los vecinos con

todos sus elementos de combate disponibles pero la escasa renta del cabildo impide

como siempre estar preparados para detener el avance de las malocas. Los indios

encomendados son muy pocos por estos días y los ataques por el sur de los rebeldes

disminuye cada día la oportunidad de una larga tregua.

Los vecinos se hallan descontentos con el otorgamiento de tierras a los padres de

la Compañía y algunos requieren de las autoridades se haga prevalecer los títulos que

para sí mantienen por filiación y descendencia.

♣♣♣

La ciudad se nubló por la tristeza. Sollozos en los cuatro puntos cardinales. Gente

dirigiéndose al funeral de Álvaro Cortés.

Los hombres más allegados al potentado lo trasladaron desde su cama hasta el

carro sin lona, especialmente preparado para llevarlo en el último trayecto por las calles

de La Punta de los Venados. Flores blancas adornaban el carruaje y los arneses de los

caballos. Pétalos blancos perfumaban el cuerpo del difunto.


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Nadie que hubiera

conocido a Álvaro se negó a acompañar el cortejo fúnebre. Inclusive los encomendados

estuvieron en tan íntima ceremonia. Julián los miró con antipatía pero Rosario intervino

en nombre de su padre para que no hiciera de aquella despedida un espectáculo torpe y

vergonzoso. Por eso el reciente heredero, al verse impedido de realizar su capricho dijo

que no proseguiría y se ausentaría de la ceremonia. Carolina estuvo a punto de quedarse

con él pero resolvió no tomar una posición tan contumaz. Ahora había que ser más cauta

que nunca. Ya daría el bote sin caer en arrebatos demasiado idealistas.

Rosario caminaba tomada del brazo de Ivana, ambas adelante junto a Fernando.

Inaca, y a contra gusto, manejaba los caballos. Si por él fuera largaría los animales a que

corrieran a donde les diera el instinto. Seguramente los equinos gozaban de mejor juicio

que cualquiera de los presentes.

Llegando el final de tarde y con el escasear de la luz, se encendieron las velas que

algunas personas llevaban, sumando al cortejo una belleza lastimosa. Nadie había

abandonado su lugar en la aglomeración aunque el cansancio les alcanzara las piernas.

Siquiera los niños se quejaban. Si Inaca diera rienda suelta a su imaginación y los

encaminara hacia un abismo, con certeza todos caerían a la muerte antes que resignar su

lugar en la memoria de aquel día. Aunque de aquel día, la ciudad de Loiola recordaría

algo más cruel que una única muerte.

Ivana marchaba desgastada. Los últimos diez días de enfermedad de su marido

habían minado su resistencia y el cuerpo mostraba el esfuerzo. Carolina se acercó y

rodeó con el brazo la cintura de la viuda para ayudarla a caminar pero Rosario le indicó,
196

que en lugar de eso, acompañara

a su madre a sentarse en el sulky. De manera que la niña Cortés quedó sola con Fernando

al frente del acompañamiento.

La niña se sintió reconfortada con la proximidad del único que le había dado un

poco de felicidad en las últimas horas. Todo había pasado tan rápido que la abertura

hacia su íntima feminidad todavía ardía, fuera por la penetración, fuera por el contacto

con el agua bendita.

Se acercó con disimulo a Fernando que cargaba la Biblia abierta. Estiró el brazo lo

suficiente para rozar el codo del fraile con intención de tomarse de él. Cuando el

dominico sintió el contacto no pudo evitar que las manos le temblaran y la Biblia cayó

sobre la tierra, empolvándose las tapas y algunas de las páginas de papel de seda.

Entonces las mejillas del rostro abrumado de la niña se sonrojaron. Fernando se agachó y

levantó el libro. Miró a la muchacha con un gesto que ella interpretó de reprobación y

limpió la Biblia con la sotana para alejarse luego unos pasos adelante. La angustia se

apoderó de Rosario. El llanto y la tos se apoderaron de ella también.

Ramona y Renata se acercaron a ella para intentar calmarla con caricias y

abrazos. Le prometieron que el dolor de la pérdida cesaría poco a poco y que su corazón

se remediaría del pesar. Rosario casi no las escuchaba, sentía el ímpetu del llanto

incontrolable y la certeza de que la herida que se acababa de abrir en su sangre no se

sanaría con palabras.

Inaca despertó del sueño hostigado por el miedo. En la pesadilla, una avanzada de

blancos recorría la toldería matando a todos los de piel marrón. Aunque despierto, la
197

vigilia reproducía los aullidos

lastimeros de las mujeres. La visión de su hermanita mutilada por la violencia entre razas

lo aturdía hasta la locura. Él creía en las visiones. Aquel sueño y los acontecimientos en

el lugar hacían creíble el presagio, como la calma antes de la tormenta. Guerra entre

elementos. Guerra entre humanos. No era de negar, que Julián no limitaría esfuerzos

hasta recuperar las tierras entregadas, si bien, para ello tuviera que acabar con cada uno

de los yanaconas. De vivir Franco ciertamente habría preferido sacrificarse en pos de

resolver el conflicto y proteger a los vasallos originarios de las colonias. En cambio este

Fernando no tenía autoridad ni entrenamiento suficiente para evitar las calamidades.

Había preferido entretenerse con las curvas de Rosario en lugar de tomar real

participación en el conflicto que ahora amenazaba con arrasar todo lo construido por las

generaciones pretéritas. Estaba culpando internamente a la muchacha de ciertas malas

sensaciones que lo dividían. Había sido hombre de estimar en mucho a las mujeres. Las

sabía guías de los deseos y destinos de la humanidad pero en este caso la seducción que

Rosario ejercía sobre Fernando no estaba llevando a nada que no fuera peligroso,

entonces, pensó “Habrá que disminuir la influencia de la dama al mismo tiempo que

ocuparse de Julián ¿Quiénes se creen ellos para que sus intereses personales se

sobrepongan al bienestar general?”

Ahora había decidido. No precisaba de más justificativas.

Alejándose de la capilla, caminó hasta la caballeriza más cercana y robó un

caballo que, de inicio, no montó para evitar el barullo de los cascos. Luego cabalgó en la

dirección que creyó correcta. Al bajar del animal, encendió una fogata y en ella una

antorcha. Tornó a cabalgar en círculos con la antorcha alto. La respuesta no se hizo


198

esperar. Dos pampas vinieron a

su encuentro. La artimaña antigua de comunicación a distancia todavía daba resultados.

Cunado niño, el cacique de su tribu le había enseñado el truco.

Uno de los pampa le apuntó con su lanza al pecho y luego la acercó al cuello de

Inaca. El compañero, algo más robusto y de más edad detuvo el gesto amenazador del

primero indicando que bajara la lanza.

_ Lo conozco, es el renegado.

_ Da lo mismo, o nos da un motivo que valga su vida o muere.

Confirmó el indio joven sin intimidarse.

Inaca se mantuvo calmo, sabía de su desventaja.

Nuevamente avisados sobre el estado de consternación y debilidad en el pueblo,

los indios rebeldes atacaron esa misma noche. El cuerpo de La China todavía estaba

fresco.

Este asalto fue más cruento que el primero. Trecientos hombres a caballo

traspasaron la frontera y entraron en la villa. Todos armados con lanzas, boleadoras y

teas encendidas dispuestos a quemar todo. Antes de que los habitantes pudieran atinar a

cualquier acto defensivo, la ciudad se sumió en una humareda espesa y gritos de terror y

dolor.

Inaca se encontró de nuevo con el cacique del bando.

_ Vamos, lleveme con el huinca.

_ Prometame otra vez que me reuniré con Suan.

El cacique asintió y le indicó con un gesto que subiera a la grupa para salir a toda
199

velocidad en dirección a la

estancia de Julián Cortés.

Las mujeres salían de sus casas, corriendo aterradas y cargando a sus hijos para

protegerlos del fuego que se expandía por los techos, pero en cuanto alcanzaban la calle

eran interceptadas por los hombres de pieles curtidas y rostros severos que las atrapaban

por las melenas y las subían al lomo de sus cabalgaduras. Así eran raptadas, de bruces y

atravesadas en el cuerpo del animal. Muchos niños, desorientados corrían igual destino.

Por el contrario, pocos hombres se mantenían en pie. La mayoría se desangraba en

el suelo. En la confusión, Felipe corría de un lado para otro con las ropas en llamas hasta

que una lanza lo atravesó desde la nuca hasta la barriga y cayó a los pies de una negra

que, desorientada igual a los niños, permanecía inmóvil, tal vez a la espera de que

alguien le dijera dónde refugiarse.

Fernando corrió a la habitación de Inaca pero no lo encontró. Levantó en brazos a

la hija de Inés y entró al templo donde ya se encontraban los pocos que habían podido

llegar, entre ellos Renata, Ramona y Raúl.

La niña lloraba, asustada por la agitación y en un intento de calmarla Fernando la

entró al confesionario. El tiempo se detuvo para el hombre de fe. Impávido, recordó la

angustia de Rosario años atrás, y deseó, tenerla allí.

Carolina supuso a qué se exponía su esposo. Sin perder tiempo arrastró a Julián,

semidormido en su borrachera, hasta el establo, donde después del primer ataque indio

habían construido un sótano. Una vez que el hombre se desplomó dentro, y cuando ella
200

estaba a punto de entrar, escuchó

el galope a su espalda. Entendió que ya no podría ocultarse, de manera que cerró la tapa

del agujero, ateó fuego a la paja y salió por atrás. Corrió lo más velozmente que pudo,

esperando distraer a los que buscaban a Cortés.

Al verla, el cacique que llevaba a Inaca quiso saber quién era.

_ Es su mujer.

Rápidamente Inaca bajó del caballo y el cacique galopó detrás de Carolina.

Las piernas delgadas de la mujer avanzaron con largos trancos “¡Charabón!

¡Charabón!” Delante de ella la libertad, detrás, un viento sombrío. En la carrera giró la

cabeza en dirección al establo incendiado para asegurarse del destino menos

comprometido de Julián.

Fue cuando distinguió su aspecto por primera vez. El rostro, de mandíbulas

cuadradas, y casi tan oscuro como la naturaleza de la noche. Él avanzaba azuzando el

caballo. Ambos desenfrenados. “¡Corre! ¡Corre aún después de que el aliento se acabe!

Y si la niña, que fui, renuncia ¡Corre más! El desamor endurece los músculos… el

corazón es un músculo”

Sintió las piernas aflojársele. Levantó la falda con ambas manos para que sus

pasos no se enredaran con las telas estampadas. La sangre se le espesó y costó a fluir por

las venas, como púas o rejas que se erguían en sus paredes intestinas. Cárcel,

indestructible cárcel de la que no había fuga posible.

Aunque se esforzó no pudo escapar de aquellos ojos avarientos, la figura de

melena y patas rasgó la humareda, alzó las boleadores y dobló la velocidad del galope.

En un renovado impulso, ella perdió uno de las alpargatas y a pesar del ardor que
201

le produjeron las espinas

rasgándole las plantas de los pies, siguió. Las flores anaranjadas de su falda ondearon en

el paisaje y la tierra seca le refregó los labios. Presintió el golpe antes mismo de

recibirlo. ¡Charabón! ¡Charabón! Cuando el jinete la alcanzó, la golpeó en la cabeza.

Carolina se desplomó, sangrando. “Estoy cayendo entre flores trasnochadas y pircas

errantes”

Mientras tanto la ciudad continuaba ardiendo en cada sangre derramada, en la

madera, en las piedras caldeadas. Ya lejos, los trecientos indios arrastraban más de la

mitad de las mujeres y los niños pobladores, además de unas quinientas reses. Inaca

cabalgó al encuentro esperado con su hermana menor.

Cuando se reanimó, Carolina tenía la cabeza apoyada sobre un hombro que olía a

ceniza y grasa. Sin desviar la mirada del camino, allá al fondo ya se veía la toldería, el

jefe indio pronunció unas palabras que ella no comprendió “wedaymi cha?xxxvii”. Sin

embargo, entre esos brazos cubiertos de venas y salpicados de sangre ajena, sintió una

cierta dicha que no recordaba estar acostumbrada. Cansada de usurpar afectos ahora

estaba siendo requerida aunque fuera el trofeo de alguien. Los pasos del caballo la

adormecieron. Volvió a recostarse sobre el pecho de su captor. Se entregó sin luchar a esa

sensación de absoluta despreocupación.

♣♣♣
202

A su Magestad, que Dios guarde. Muy alto Rey

La predicación y enseñamiento de nuestra santa fe católica ha sido llevada por

todas las provincias y comarcas para que vivan bajo vuestra obediencia, buena vigilancia

y costumbres y mantenidos en justicia pues, como está dicho, lo que principalmente

pretendemos es el favor de Dios Nuestro Señor y la conversión de los naturales. A la

misma Audiencia Real, a quien vuestra Magestad le remite la determinación de

gobernar, se les hace menester determinar más por lo jurídico que por lo arbitrario

porque esta provincia en todo el reyno de Chile es la que más necesidad tiene de
203

gobierno y donde más cosas

extraordinarias se ofrecen que proveer, por tener las calidades notorias que en este

informe se detallan y bastarán para probanza. La gente necesitada de esta provincia ha

servido a su Magestad sin ninguna esperanza de premio, por estar el gobernador ausente

y lejos, y faltarles la posibilidad para ir en demanda de la satisfacción de su mérito y

pedir gratificación por lo que han servido, siendo este lugar de los más peligrosos y

donde más fortaleza de los pobladores se requiere. Tiene por buen crédito la persona que

le entrega este informe, aspirar a los más altos deseos de cada uno de los súbditos

vuestros para que en el cumplimiento de la ley se haga justo oído de nuestros reclamos

impulsados por el abandono ajeno de que somos mérito. La experiencia de vuestra

Magestad bien puede mostrarle para ver y entender que la necesidad y obligación nos

hace dar pesadumbre con tan largas solicitudes.

Vuestra majestad proveerá lo que fuere necesario y más conviniere y nuestro Señor en la

sacra y católica persona de vuestra Magestad prospere con aumento de mayores

recíprocos y señoríos como vuestros vasallos deseamos desde esta ciudad de La Punta

de los Venados.

♣♣♣
204

Las telas blancas del hábito pretendieron detener los pasos acelerados de

Fernando. Sacudidas irregulares, de los golpes de sus rodillas contra los pliegues

algodonados, resonaron en el silencio acostumbrado del claustro penumbroso. La idea

clavada en su mente, tal cual veía todos los días los clavos de su Redentor en la cruz

modesta, esculpida por su ayudante indio, le produjo, a cada paso, una especie de

desmayo intelectual. ¿Cuál sería la reacción de sus superiores y del rey, en la península,

al recibir estos informes?


205

Desde hacía años escribía

sobre hojas que, con el pasar del tiempo, se fueron transformando en un informe

detallado de los acontecimientos de La Punta de los Venados, no con la intención de

señalar coyunturas complejas o errores ajenos sino para que, como todo en su vida,

obedeciera a la metódica disciplina aprendida en los años de convento. Así, en cada

párrafo había esparcido tanto la euforia cuanto la decepción. Con palabras recatadas,

ingenuas, narraba la experiencia de un joven que se hizo viejo en la contienda interna de

valores, sujeto a las imposiciones del cuerpo y el modelo espiritual.

Querido Fernando,

Hoy le escribo desde la misma deserción en la que me encuentro desde mi partida,

desde mi destierro de La Punta de los Venados. Usted sabrá mejor que nadie lo costoso

que me resultó durante este tiempo solevantar nuevas alforjas, sin olvidar el suelo del

que vengo y al que pretendo volver sea el momento en que fuere. Noté, en las últimas

cartas recibidas, que la situación, tal vez, sí sea lo grave que usted declara desde el inicio.

Sepa disculpar mi desconfianza al respecto, es que los comentarios que nos llegan hasta

Cuyo sobre la Compañía son tan variados cuanto contradictorios y se nos hace difícil,

como autoridad, implementar cualquier regulación sobre bases inciertas. De cualquier

modo no quiero que se alarme por lo que voy a confesarle. Yo, por mi parte, he intentado

desde aquí convenir alguna solución, más, no hay jurisdicción interesada en atravesarse

en los conflictos eclesiásticos y, mucho menos, si de intervenir en nombre de La Punta

de los Venados se trata. Usted sabe, que ahora sí cuento con la voluntad necesaria para

instruir correctamente a aquellos que lo necesiten e intervenir en representación de los

intereses de los míos, y de aquellos otros que también habitan nuestras tierras.
206

En treinta días un navío

zarpará desde Santiago hacia España, y su informe tomará el mismo rumbo conmigo,

buscando cobijo en juicios ajenos. Ojalá encuentre respuesta en aquellos que nos han

dado apellido y palabra. Y si los que se llaman de nuestros patriarcas, nuestros

superiores, no se promueven a favor nuestro, podré confirmar al fin que el desamparo en

el mundo es la herramienta menos agradable pero más provechosa, ésa que se afila con el

tiempo y es menester darle uso en las últimas acometidas. Si nadie responde en nuestro

nombre debiéramos cambiarnos los nombres y responder por nosotros mismos.

Sepa que he vuelto a la capilla. Aún siento a mi virgen cómplice y calma. ¿Será

que me reconoció y no he cambiado a sus ojos? Comencé a creer que nunca me fui

realmente y que el confesionario me guardaba serena para mis batallas. La ofrenda ya se

la he dado, fraile, y comprenda que no queda sangre litúrgica en mis sollozos. A veces

creo que canjeé la inocencia por la verdad, y hoy soy otra persona que no siente afecto

por los muertos ni aflicción por los vivos, nada más que compromiso por los que estamos

en el medio de esas dos instancias.

María del Rosario Cortes de Mayorga Correa de Sá y Vilhena


207

La Punta de los Venados, lugar donde algunas personas vivían para el acúmulo,

otras por el poder, aquéllas por la simple indolencia de saber respirar.

Fernando limpiaba la patena, el platillo que sólo a él le estaba permitido acceder,

con movimientos, tal vez, menos veloces y exactos que los de su juventud pero igual de

eficientes. La liturgia había concluido. Vio los rostros de los que a ella concurrieran, ni

felices, ni extasiados, imbuidos sí, por la perfecta convención de pedir y esperar.

En su propia espera, Fernando acabó de dar brillo a los enseres sangrados,

cuidando que estuvieran impecables para luego poder re-sumirse en la acción segura de

predicar. Después caminó hasta la imagen de su “diosa”, la de pies descalzos y mirada


208

íntegra. Ésa que sí había

merecido, a su entender, que le pulieran los empeines con adoración en ofrenda

irrestricta. “Ofrenda”. La palabra caligrafiada por Rosario le vino a la memoria y guió su

mirada al vientre de la imagen, rígido como la materia que lo componía, prescrito como

el tiempo pasado, carnívoro como las flores que se nutren de insectos, libre como las

mujeres que se comen el pecado.

La hija de la China lo esperaba a un costado de uno de los bancos.

_ Estoy solo como siempre pero esta mano pequeña de piel curtida por la

incomprensión humana que ahora me roza, la dueña de esta mano a quién supero en

altura, que me mira con los ojos llenos de sorpresa y humanidad, amistad y ausencia de

desconfianza, esta mano entibia la mía con sólo tocarla. Si la aprieto en el afán de no

sentirme tan perdido, tal vez me conduzca el paso hacia lo que aún me resta de futuro.

♣♣♣

Diciembre, San Luis, 9 de 1910


Al señor Juan W. Gez:
Tengo el agrado de dirigirme a Ud. acompañándole copia legalizada del decreto
expedido con fecha 7 del corriente, por el cual se le designa para escribir la
Historia de la Provincia de acuerdo con la ley N° 405 cuya copia también acompaño.
En caso de aceptar esta designación, invito a Ud a pasar por mi despacho a objeto
de lo establecido por el Art. 3º de la citada ley.
Saludo a Ud. atte.
Juan Darat.

Corrientes, octubre 24 de 1913


Al Excmo. Sr. Gobernador de la provincia de San Luis, Dr. Juan Daract.
[…] Abrigo la esperanza de que la crítica sana e ilustrada ha de hacer, también,
justicia a mis afanes y a la sinceridad que he puesto en tan honrosa tarea […]
Saludo a V.E. con mi consideración distinguida.
J. W. Gez.
209

Juan intentaba imaginar cuántas marcas habría, sobre la tierra y precediéndolo. “El

pasado de nuestra provincia, en los lejanos y oscuros tiempos de sus orígenes y en los más

recientes, pero agitados y tormentosos, todo se supeditaba a la necesidad de vivir. En verdad

que nuestros antepasados no estaban para conservar papeles, pues les bastó transmitir a sus

descendientes la tradición oral de sus infinitas desventuras y de sus glorias pasajeras,

referidas, en las horas del reposo o del desaliento, en las intimidades del hogar”1

_ ¿Seré capaz, en tal caso, de reconstruir vidas…?

Se preguntó entre sorbo y sorbo.

_ Legados desde la pérdida y la omisión ¿Está en los documentos el protagonismo

negado de “las” que no empuñaron armas pero sí, limpiaron la sangre y la fertilizaron una y otra

vez?

Tal vez las respuestas estuvieran en el polvo seco e indocto que se levantó, más allá de su

ventana, humeando como el té que esperaba ser consumido.

Ahora los sueños cobrarían cuerpo; silueta de viajes y conocimiento primerizo como si

tuviera la oportunidad, y el respaldo, de pernoctar entre quimeras temporales y bautizar el

presente desde las raíces.

Juan sabía que imaginar no era su trabajo. Aunque próxima y hermanada, la

investigación obraría de estandarte para la causa y la garantía.

En años posteriores se sucederían batallas con su nombre, a favor y en contra. Años

después, el juicio reiterado lo defendería como siendo el único que reescribiera la identidad

desde sus ojos anudados de presente y ansiedad. Ojos humanos.

1
Parte del prólogo de Juan W. Gez en “Historia de la provincia de San Luis”. Reedición de junio de 1996. San
Luis Libro.
210

Alguien golpeó la puerta. El

té debería seguir esperando así como la historia a ser contada. Tal vez cuando volviera para

beberlo ya no sería té. Después escuchó la voz de Estela, su ama de llaves.

_ Jouvita Carrizo, señor

Gez pidió que lo trajera hasta la sala y fue a su encuentro, luego de vestir el saco oscuro.

El rostro, revelando la raza, no sorprendió al historiador. Por nombres aprehendemos el

mundo.

_ Buenos días caballero.

Le dijo extendiéndole la mano, en señal de bienvenida.

Jouvita lo miró y en la palma abierta depositó un envoltorio de cuero del que salían hojas

amarillentas y ajadas.

_ Señor Gez, no quiero molestarlo… Desde mis antepasados, que esos escritos pasan de

uno a otro, en la familia. Nadie supo nunca qué hacer con ellos. Usté seguro les encontrará buen

uso.

Gez tomó, de la petaca de cuero, la hoja que más sobresalía. Acomodó los lentes sobre la

nariz y mientras leía las primeras líneas, Jouvita se retiró.

Ya afuera, el descendiente de los pueblos originarios presenció a través de la ventana que

daba al jardín, la abstracción casi alienada del hombre blanco. Vio la espalda, de hombros

caídos, que reverenciaba al tiempo. Las manos estremecidas, la frente ebria de ahínco y el brillo

de la mirada acurrucada en aquellos trazos desprolijos y únicos,

“Estos manuscritos nacen de la indignación ¿Hasta cuándo nos llenaremos la boca de

tierra y piedras? Perdimos tanto, vidas, pero ahora estamos aquí, sobreviviendo a un amargo

día después del otro, penosamente, uno de cada vez. Los hombres blancos ya estaban en

nuestras tierras cuando yo nací, por eso no me es extrañó convivir con ellos, viéndolos dar

órdenes y arreándonos, como a ganado, de una región a otra, como si nuestra necesidad de
211

permanecer en el terruño fuera

sinónimo de una sed inoportuna durante el sueño.

Suan nació cuando yo tenía ocho años, es el quinto hijo de mi familia y la tercera hija

mujer. Fue en un invierno frío y lleno de sucesos inesperados para nuestra ya venida a menos

población, así que casi no tuvo tratamientos especiales, ni los cuidados, a los que nuestros

niños habían estado acostumbrados a recibir en otros tiempos. Pero Suan creció como

cualquier crío, que no se deja contaminar con las agruras de la gente grande y en un ambiente

extraño de movimiento militar. A veces hacía preguntas que recibían por respuesta gestos

silenciosos o caricias en la cabeza con la intención de “un día comprenderás”. Para mí ha sido

más difícil, lejos de mi familia. Aunque ya comprendí en cuerpo y alma todos esos absurdos,

aún duele, rebela, resiente más y más. Y así ha sido hasta hoy…
212
i

Toda sabiduría viene del Señor, y con él está por siempre (Eclesiastés I:1)
ii
Choclo secado al horno, que se conserva mucho tiempo.
iii
Perro.
iv
Bebida que se prepara con algarroba molida, blanca o negra, o fruta de molle beber. Se la deja
fermentar poco tiempo, en agua abundante, en tinajas, noques, jarras. Es dulce, refrescante,
agradable.
v
Especie de mazapán, que se hace con harina de algarroba, mientras más cernida mejor,
ligeramente humedecida y puesta en moldes, donde se la apisona y luego se pone a cocer a las
brasas.
vi
Aturdido, atontado.
vii
Trabajar esforzadamente. Ayudar a otro en sus penas y trabajos.
viii
Infusión que se prepara con la yerba mate. Se le dice también: mate cocido.
ix
Prenda muy criolla de la vestimenta femenina, comúnmente ancha, que se sujeta con pretina a la
cintura.
x
El caballo que tiene el pelaje blanco en la parte anterior de la cabeza.
xi
(Ah, mal haya) Interj. Expresa deseo. Ojalá. Se usa mucho en dos sentidos contrarios: ¡Amalaya
te parta un rayo!
xii
Nombre huarpe: corazón
xiii
Manada de caballos baguales. Hacienda de animales alzados o salvajes.
xiv
Expirar, morir.
xv
Intoxicación alimentaria, frecuente en los niños. Se “quiebra el empacho” con cataplasmas y
tisanas de yuyos medicinales.
xvi
Moverse de manera de evitar los golpes. Levantarse después de las adversidades.
xvii
Diablo, Satanás.
xviii
Fatigarse la mente por resolver un problema, por encontrar una solución.
xix
Manta de lana de llama o de oveja, que conserva los tonos naturales. Es tejido en telar criollo y
luego cardada.
xx
Tejido fuerte, para ropas bastas, hecho en telar criollo.
xxi
A unos 20 kilómetros al sur este de la ciudad de San Luis. Poblado a principios del siglo XVIII.
xxii
A 30 Kilómetros al sur de la Ciudad de San Luis.
xxiii
Recipiente para llevar agua, vino y alguna vez municiones. Hecho con un asta de vaca, cerrado
con una rodaja de madera en la base y un tapón en la parte angosta.
xxiv
Parte de la cabezada, la que rodea el cogote del animal.
xxv
Hombres del fuerte que salen a rastrear el campo inmediato en búsqueda de rastros de indios.
Deben ir al paso y con los caballos de tiro.
xxvi
Estar embarazada la mujer
xxvii
La localidad de Charlone ubicada a 55 kilómetros al sur de la ciudad de San Luis, antiguamente
era conocida con el nombre de Chalanta.
xxviii
Confusión, desorden
xxix
Interj. Voz con la que se asegura ser verdad lo que se dice.
xxx
Sol (Mapuche)
xxxi
Dícese de la persona que se enoja y se queda hosca y como metida en su rabia.
xxxii
Temblar. Sentir escalofríos.
xxxiii
Toda la tierra es una sola alma y somos parte de ella, no podrán morir nuestras almas, cambiar
sí que pueden pero no apagarse. Una sola alma somos como hay un sólo mundo.
xxxiv
Mezclar, confundir (Deformación de mixturar).
xxxv
Aficionado a galantear, si es varón; a aceptar o provocar festejos, si es mujer.
xxxvi
Mod. Aplícase a las personas que no saben guardar secreto, o lo que se les ha confiado en forma
reservada.
xxxvii
¿Estás satisfecha? (Ranquel)

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