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Solapa
Desde niña no me bastaba con leer los libros de historia, necesitaba experimentar cómo
sentían los antiguos, que en definitiva también habían sido hombres y mujeres. Me transportaba no
a las ruinas aunque las estuviera viendo frente a mí en las imágenes, yo precisaba más. Precisaba los
olores, los sabores, los colores, las formas. Precisé siempre develar la magnificencia de los sentidos
y de los sentimientos pues presentía que descubriéndome, descubriría más rápidamente el misterio
que tenía enfrente: otro ser humano.
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Imágenes de un pueblo.
Es un círculo mal acabado de fuego y calor. Las brasas, muy debajo, iridiscentes. Encima de
ellas troncos secos que avivan más y más la furia del consumante ardor que toma fuerzas como
queriendo catapultarse hacia la negritud del cielo calmo y lejano. Están alrededor de ese fuego,
desparramados como radios luminosos, estirados en el suelo templado.
Descansan los músculos, los huesos que horas antes soportaron presiones inmensas con
temblores y sudores imposibles de contención. Algunas duermen y suspiran quedas, no sueñan, apenas
recuerdan dormidas la experiencia pasada, el reencuentro después de tantos años, de tantas vidas, de
tantas incongruencias.
La fuente. Adana 1
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La indomable
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derecha, enmarañada en algunos mechones. Entonces en un último recodo del sendero, levantó el
rostro y vio simultáneamente el chorro de agua y a su amiga, que de espaldas sostenía una vasija que se
llenaba rápidamente.
“Me alegro de verla”. Pensó. “No siempre nos encontramos en la fuente, aprovecharé para
preguntarle por las otras amigas y contarle lo que he estado soñando en estas últimas noches”.
No sabría explicar exactamente si era un sueño agradable o no. Lo reconocía como un enigma
bastante difícil de descifrar entendiendo que sus datos de comparación e información eran muy pobres
para hacerlo. Su madre, seguramente le diría que “Los Dioses hablan de modos extraños” y su padre
honesto y demasiado rudo supondría que “Toda joven imagina cosas desatinadas para ocupar su
tiempo cuando no realiza quehaceres domésticos”
Valvia1 era lo opuesto a ella en apariencia como si la feminidad tuviera varias fases bien
delimitadas y ricas en detalles. Miraba y sonreía amablemente; no había inseguridad reflejada en su
rostro ni en su manera de hablar. Aunque su voz era suave, con un toque de melindre, determinaba
pulcritud en las palabras que no evocaban grandes pensamientos. Decía lo que pensaba, exactamente,
aún cuando dudaba las frases se encogían en una sola sensación y era como si afirmase el hecho de que
dudar también era válido. Los cabellos eran lacios y negros como los ojos. El cuerpo un tanto frágil,
de huesos pequeños. Discreta, madura, con un que de autoridad recorriéndole la columna erguida, que
la hacía aparentar más altura. También llevaba túnica clara y un manto negro que le cubría desde la
cabeza hasta la mitad de la espalda, lo que le daba también un rasgo de austeridad profunda advenida
de viejas costumbres de mujeres medrosas, sumisas a sus padres y maridos y obedientes a las leyes.
Adana, después de dejar la thina en el mismo lugar en que estuviera la otra vasija permitiendo
el pasaje del agua a su interior, le tomó las manos y se besaron ligeramente en los labios, así lo hacían
sintiéndose más fraternalmente unidas. No eran parientes; sus sangres nunca se habían mezclado ni
remotamente, pero el gran afecto que las unía las hermanaba en la paz de sus cercanías espirituales. Y
se sentaron lado a lado debajo de un olivo oscuro, cuya sombra refrescaba la siesta y la tierra en un
amplio círculo. Conversaron, riendo a intervalos. Se las veía tan sueltas, tan bellas, tan antónimas. No
existía nada que pudiese turbar esa imagen simploria de dos mujeres confidenciándose pequeños
secretos e ilusiones; desvaríos inocentes de doncellas.
Y como el fruto que se desprende a destiempo, secamente, así recordó Adana su sueño y
comenzó a relatarlo entre asombro e interrogantes. Podría por fin explayar todos los detalles sin ser
interrumpida o malinterpretada, podía dar todo el énfasis que era capaz y aunque su amiga al final del
relato no le dijera nada concluyente, desmenuzaría su inquietud y se vaciaría de esa casi preocupación
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Puerta
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unas gotas de sudor de su frente alba, hizo que su cabellera rubia le cubriera el regazo y mientras la
joven cerraba los ojos y descansaba, le dijo
-Yo he tenido el mismo sueño.
El viento continuó suave. No o era viento, era brisa de media tarde. El murmullo del agua no
había cesado pero resonaba más fuerte, tamborileando sobre las piedras. Los aromas se mixturaron y el
sol resplandecía.
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Hodós
El piso de piedras rectangulares, esmeradamente dispuestas lado a lado, formaba cruces y
daban hasta cierto reflejo cuando las ventanas de marco de roble estaban abiertas desde el amanecer
hacia la mañana. Sus moradores paseaban silenciosamente por los corredores. Unos limpiaban con
escobas de pajas y palmas los rincones, otros llevaban grandes pilas de manuscritos cuyas antigüedades
eran imposibles de precisar a simple vista por el color deslúcido de los papiros traídos desde tierras
cercanas a Egipto. Los hombres se movían tan sutiles y etéreos como si se deslizasen a poca altura del
suelo. Causaban cierto espejismo al verlos a poca distancia. Parecían sombras vivientes mimetizados
con las paredes, también de piedra. Tomaban para sí el color pardusco y hasta su propio olor húmedo,
musgoso y frío. En algunas de las puertas se vislumbraban, esculpidos precisamente, símbolos. Eran
mezclas de dibujos y letras con círculos, alas, esferas, ojos simétricos y enigmáticos y con escritos
cortos que daban al grupo armonía y belleza aunque sin significado aparente. Podría decirse que todo
el predio conformaba un laberinto penumbroso en donde aparecían y desaparecían siluetas si que se
pudiese establecer si eran tres o cuatro hombres apenas que repetidas veces transcurrían o cientos de
ellos que sorpresivamente se encontraban en un mismo pasillo al tiempo de aleteos fugaces. Aleteos
fugaces y sin sonidos. Sin siquiera rumores de pasos. Sin brillos esporádicos de miradas, ya que sus
rostros semi cubiertos denotaban el ensimismamiento de cada uno. Podrían hasta estar caminando con
los ojos cerrados o inmersos en ensueños o letargos hondos.
Las ventanas abiertas eran las que daban a un extenso patio interno cuyo piso de piedras
prolijamente posicionadas rodeaban a canteros de tierra y arena. Datileras circundaban manantiales
borbollantes donde la vegetación era más verdi-clara. Abundaban plantas bajas de hojas semi-pulposas
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camino
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entremezcladas con flores diminutas, blancas y amarillas que respiraban desinhibidamente la humedad
del espacio y devolvían sus fragancias dulzonas perceptibles a poca distancia. Desde allí se veían tres
torres y todo el techo en terrazas planas con parapetos de poca altura. Escalinatas superiores llegaban
hasta ellas desde el interior de la estructura. En lo más la sobriedad tomaba la apariencia tanto austera
cuanto impasible. Un hálito de solitario recogimiento, de sensible paz penetraba directamente en la
mente y en el sentimiento. Allí las perturbaciones eran desarraigos emigrantes de muchos siglos que
habían partido a procura de sitios más endebles para instalarse, dejando la certeza de que esos muros ni
las añoraban ni las recordaban.
En una habitación que daba a ese patio había una biblioteca, libros y pergaminos
acumulados en estanterías y hasta en el suelo. Una mesa rústica con un único banquillo igualmente
tosco y antiguo, y un hombre que aprovechaba la luz límpida del día para leer concentrado,
compenetrado. Tenía las manos pálidas, seguras, inmoladas a tareas poco mundanas, manos que
manipulaban lo impalpable. Dado a longas horas de meditación y escritura en silencio, su rostro en
inconmensurable sosiego, carecía de marcas en la piel o contracciones profundas. Era de cuerpo
robusto, aunque sus músculos no hubieran sido conformados con rigurosos ejercicios físicos. De
mediana altura y mediana edad. Su cabello, tal vez castaño claro, se veía bastante encanecido dando un
brillo de topacio suave a la corona de su cabeza. Ese mismo brillo recorría una frente amplia,
descansada hasta los ojos grises, que no se exigían esfuerzo al mirar como si en un solo y largo
espectro fisgaran las cercanías y lejanías. Por eso eran un tanto perturbadores porque asían con la
misma ligereza la superficialidad y la profundeza de las cosas y de las personas. La nariz recta, no muy
grande, imponía al conjunto un aire monárquico. La boca cerrada delicadamente era rosada y blanda
con el labio inferior adelantado en un gesto casi infantil, parecía saborear frutas placenteramente
dulces, tragando de tanto en tanto saliva que recorría la garganta en una ondulación casi imperceptible.
El tórax ancho cambiaba esporádicamente de posición y el brazo derecho sobre la mesa alcanzaba con
los dedos pulgar e índice a retorcer algunos pelos de su barba igualmente canosa, abundante y bien
recortada la que dejaba entre apreciar un cuello grueso, entroncado y firme. Quien lo viera así tan
calmo no imaginaria la inestabilidad inquietante de sus pensamientos, pues su cerebro intentaba la
asimilación de conceptos desacondicionando las interpretaciones que pugnaban entre la lógica y la fe.
Si bien su vida asceta era dedicada a la contemplación y mesura, había una necesidad incompleta.
Mucho había estudiado y ponderado las posibilidades en la existencia del ser, escrutado antiguos
escritos donde cada mano depositara sus propias experiencias vitales, deseos y conclusiones. Pero él
sabía que experimentar era sobre todo una tarea individual y que allí se rigen las ilimitadas
refutaciones del hombre en cuanto a su humanidad concreta, o a su deidad asumida, en parte, pero
abstracta en las configuraciones. Temía que su contienda diaria no le diera las respuestas tan
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Hermano Mayor
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Los últimos sonidos lo descubrieron apabullado, vulnerable. Estaba de pie con las manos
escondidas entre el ropaje. Su mentón casi tocaba el pecho, los ojos cerrados. El rostro estaba pálido,
muy pálido y una humedad lagrimosa se escurría por las mejillas que mostraban diseños azulados,
donde los vasos muy finos se transparentaban a través de la piel rosa- blanquecina.
-Deseas saber lo que ya está manifestado, ésa es la respuesta sin palabras. Desconfías de la
verdad inmersa en el éter absoluto, que te rodea y embebe cada poro. Individualmente ya hemos
despertado, aunque no hayamos tomado conciencia del hecho. Hemos alcanzado nuestro destino, pero
una desordenada decepción nos impulsa a seguir torpemente adelante.
Su mentor se volvió de espaldas a él y a la ventana, y se alejó como había llegado. El
silencio retomó su amplitud colosal, y las piedras de las paredes su costumbrera capacidad de contener
en su interior la estancación y el equilibrio de fortalezas.
Temporal en el mar
El barco se escoraba abofeteado por el viento y la vehemencia de las olas. Las maderas de
cedro crujían dolorosamente azotadas por cada golpe del agua y la quilla resistía incólume para no
perder su contextura de embarcación aunque en ese momento fuera un objeto inservible ante tanta
magnificencia y furia. Orzando intrépidamente la vastedad del mar, hombres y nave enfrentaban a los
embates una y otra vez en duelo interminable y obstinado. Los gritos hablaban de órdenes; los rugidos
del viento, de incorrupción. La vela atada a gruesas cuerdas de cáñamo, mojada e inflada
desmedidamente, intencionaba mantenerse erguida junto al palo mayor que antes de arquearse se
quebraría cayendo sobre La doble fila de remeros de cuerpos bronceados.
En cada inspiración, 1Alkhi tragaba agua salada que lo revivía momentáneamente para después
convulsionarlo, entonces tosía y escupía tanto exceso. Sentía la confrontación de su cuerpo, muy
caliente, calor que emanaba del esfuerzo de empujar el remo grueso, pesado e inerte con el frío que lo
envolvía en un repujo de penetración a través de los músculos sin ninguna moderación. Un calambre le
recorría la espalda hasta la pierna izquierda. Las sandalias se habían soltado y la madera mojada y
resbaladiza contenía a sus pies que arqueados como garras, pretendían hundírsele para encontrar un
mejor apoyo.
Seguramente tanta ira correspondía a la divinidad más alta que existía en el mundo. El señor
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vaso de licor excitante
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de las tormentas requería mas obediencia mostrando a cada instante su poder ilimitado y si
sobreviviese a estas circunstancias y llegasen a la costa aun lejana, Alkhi iría hasta el santuario para
ofrecer sacrificios a los dioses.
Escuchó el horrible chasquido cerca de su cabeza, un líquido espeso lo cegó y entibió su
rostro, y cuando pensaba que había sido la tempestad quien gimiera, un cuerpo cayó encima de sus
piernas y rodó compelido por la tremenda inclinación de la proa que sumía su espolón en el agua como
un pez mitológico hendiendo y sumergiéndose en la oscura tela violenta de la sustancia amorfa. A
pesar de la oscuridad repentina que inmediataba al temporal, supo que otra oscuridad lo envolvía, la de
la noche y la de la insignificancia de aferrarse al remo. Confiar en sus brazos lo sublimaba. Era un
guerrero, pocas veces había temido; muchas, los dioses lo habían acompañado haciendo notoria su
protección. Traía en su sangre la herencia indócil de su padre valiente, estoico; la audacia náutica,
además de una musculatura soberbia y la habilidad de su madre, disciplina y constancia de completa
mujer, que paría un hijo tras otro, alimentaba a todos y se encargaba de hilar y coser sus ropas.
Así creyó ver que el mar se azulaba y aquietaba sin perder el vaivén, que se volvía menos
cadencioso, y que tallos verdosos sosteniendo a millares de florcitas en un valle extendido entre la
playa y las montañas. Entre las plantas de lino, en el aire que comenzaba a entibiarse hacia el mediodía
contempló a mujeres que caminaban distraídas, apoyando en sus ancas los cestos hechos con ramas de
mimbrera, curvándose de vez en cuando hacia un costado para recoger ramilletes naturalmente
agrupados. Sus sayas eran de colores suaves y algunas se confundían al color del sembradío. Hablaban
de asuntos divertidos y soñaban mientras sus manos garabateaban en el aire figuras que acompañaban
al nudo de la conversación.
Cualquiera de esas damas lo haría feliz. Podría entregarle un brazalete de fino labrado
realizado por expertos joyeros de los pueblos que había visitado y recibir a cambio la embriaguez de
sus manos y su cuerpo mullido que lo orientarían a mil placeres, en una persecución encadenada de
deseos. Descalzo y desnudo esclavizaría su brío de hombre a los requiebros y espasmos de su
compañera. Sólo este tipo de lucha lo derrotaba. Únicamente frente a tal adversario cerraba los ojos y
se desentendía de manotear la empuñadura de su espada.
Las imágenes pasaban rápidamente ante su expresión de abandono y unos movimientos
leves, llenos de vivacidad le recorrían el vientre apañándolo como una gran red que recoge, después de
horas de espera, infinidad de inquietos peces, que aun rebelándose al cautiverio no tienen otra
alternativa que entregarse absorbidos por la determinación del pescador.
El deseo era una piedra abriendo cada vez mas los círculos en el agua; un sol reverberando
en la concavidad de su escudo apoyado sobre las piedras en alguna siesta. Una mujer estuvo a su
alcance y respirando el perfume de la emulsión en los miembros húmedos subyugó traicioneramente a
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Avis
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La lámina de oro, fijada en la pared de roca volcánica por diez clavos igualmente dorados y de
cabezas romas, relucía dentro del santuario de luz difusa y su inscripción parecía iluminarlo con
sorprendente sencillez. Era el lugar donde Tinia1, Uni2 y Menvra3 se comunicaban con los hombres
para ofrecerles un cuadro preciso de sus sentimientos y planes. Alkhi leía con lentitud, adentro, su
mente despertaba con modorra al mensaje. Estaba allí por determinación de su destino, había corrido
mucho peligro, fuera el único sobreviviente de aquel desastre en el mar donde todos sus compañeros,
soldados entrenados y valientes murieran. Compartían, tal vez ahora alegremente próximos, la
hospitalidad de las divinidades y sus condiciones inmutables. Allí las propias diosas serian mujeres que
deleitarían sus cuerpos y almas en un bienestar eterno; así como en el fresco en la pared lateral cerca
del altar, donde un joven 4rasna de torso desnudo y corona de laureles en las sienes, aceptaba
complacido; en su mirada la inconmensurable dicha, las atenciones de una hermosa doncella de piel
muy blanca y manos empetaladas que delante de una mesa colmada de frutas y riquezas le entregaba
un huevo, símbolo de la perpetuidad.
-Ése debe ser el palacio de cristal, donde los muertos comparten la alegría de la vida en el más
allá, pensó.
Un frío le erizó la piel como escalonadamente, y a cada ondulación, aun más temeraria que la
anterior, seguía una duda, un interrogante. Entonces escuchó, la voz tan solemne cuanto cargada de
hipnotismo.
Para el arte
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Júpiter
2 Juno
3 Minerva
4 Supuesto nombre de los antiguos habitantes de Etruria
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por el sueño
bebe de ti
hombre solitario que
al navío
lo lleva desnudo
La paloma en su pico...
La arúspice caminaba insustancial mientras sahumaba el recinto con la fragancia del loto. Se
movía pausadamente. Recorría el lugar dueña absoluta de sus secretos.
Ni muy alta, ni muy bella; en ella se distorsionaban las similitudes esquivas de toda
comparación con lo humano. Su presencia era, como para decirlo de alguna manera, absoluta,
envolvente, insignificante de cualquier arbitrio.
-¿Para qué has venido, dijo con el mismo tono ubicuo con que había hablado en las frases
anteriores.
ALKHI -Prometí al cielo, cuando estuve entre la vida y la muerte, que ofrendaría en gratitud si
nos salvábamos de aquella tempestad. Ahora estoy un poco confuso porque debo agradecer el haberme
preservado, pero los demás, ¿Estarán ahora en este mismo regocijo?
Un ínfimo dolor en el centro del pecho lo quebró delicadamente, sintió que lloraba.
-¿Se puede llorar de alegría y tristeza a la vez?... ¿Cómo separamos la miel del panal sin
destruir el trabajo de toda una colmena?
Levantó la mirada que había permanecido clavada en el piso, en las piedras donde al mismo
tiempo en que hablaba su mente se entretenía con los surcos grises y blancos.
Y percibió la vibración plateada que se expandía a partir de la figura enfrente; los colores
alternaban en azul, oro y plata y a cada instante uno de ellos predominaba como engulléndose a los
demás hasta calmarse en uno único y radiante, el azul.
Todos hablaban y respetaban a los augures del templo; decían que La propia palabra
significaba AVE y que ellos recorrían sin dificultad los caminos entre el cielo y la tierra. Eran los
mensajeros del universo.
Lo que iba a presenciar era totalmente incidental y siguió con ojos afligidos cada uno de los
movimientos de 1Eubea, aunque no interpretase las causas de cada disposición.
Vio que la arúspice a algunos metros, ya muy cerca del altar, se arrodillaba frente a un pedestal
de piedra granito. Había sido una bilocación pues al verla allí, también percibió por el rabillo del ojo
que otra figura se desvanece en el sitio donde explotaran las luces.
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la que da felicidad
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Pero estaba bastante asombrado como para organizar las imágenes racionalmente; mal sabía
Alkhi que eso era más que un destello del sol en el lomo curvo, mojado y plateado de un pez cuando
salta a la superficie de las aguas.
Eubea abrió los brazos, inclinó la cabeza hacia atrás de manera que sus ojos se fijaran en lo
alto y desde el granito se elevó una columna transparente y blanquecina como si millares de cristales
de feldespato unidos por una fuerza centrípeta se mantuvieran en esa colocación circular y ascendente,
y brillaran circuyendo levemente hacia la izquierda sobre su base.
La agitación fue conmovedora y habiendo alcanzado un punto máximo se mantenía, ahora,
inalterable como la emisión de una sola nota constante en el vacío.
El guerrero sudaba y los pelos de sus brazos y piernas estaban erizados, incluso creyó sentir
que los cabellos de la nuca también lo estaban a pesar de la humedad que los impregnaba; y volvió a
escuchar,
Para el arte...
Por el sueño...
Come de ti
esquivo amante, que
la semilla
estalla en su sangre
nómada, soleada, constante.
Había nacido de una mujer que realizaba las mismas tareas en el templo, quien también trajera esa
herencia de su propia madre jerarquizadas desde generaciones. Estaban sintetizadas, ahora, todas
aquellas con-naturalidades en la persona de Eubea. Algunas veces ella había cuestionado si de poder
elegir desempeñase su vida así, pero los conocimientos, las aptitudes y las herramientas eran su
epidermis, su corazón y su alma. De cierto ya había estimado ser lo que era, sólo no recordaba cuándo.
Un deseo habría sido expresado siendo ésta la benévola respuesta concedida por los solícitos dioses.
“El hombre hace el dolor desde sí y su entorno para no soportar vivir en el desorden del olvido
y así sentirse presionado a volver a su verdadero Ser”.
Mansamente, tímidamente como el viento que se aquieta en un vértigo después del temporal
cuando fue cruel con los finos tallos y sus hojas, vio Alkhi la mansedumbre y delicadeza con que la
arúspice retornaba de su transfiguración, Entonces aquel mismo viento era manos sedosas que recogían
los pétalos del suelo y consolaban amorosamente su devastación. Supo que ya no estaba triste, que el
desconsuelo se había suprimido de su pecho. Estaba vivo, allí y esto era lo segundo más
importante.¿Lo primordial, el para qué? Eubea susurraba,
-Venís todos con un trabajo y una responsabilidad cada uno. Subid a la parte más alta de
vosotros. Subid sin perdida de tiempo. Sólo desde la cima se ve la verdad.
Y concluía con la voz más bella que un mortal hubiera escuchado jamás,
-No te detengas
sigue a la vida,
No dejes que el pensamiento
opaque su fuego.
él es la fuerza
que hace sonar
tu sentimiento.
No te detengas
imita a la vida
hasta que sepas
que eres la misma.
-¿Qué he descubierto de mí hoy?, titubeó Alkhi -¿Sin navegar en mares, sin empuñar mi
espada, sin destrozar mis músculos y mis carnes?
Cruzó la puerta del templo, aún era el día y el calor le refregó la piel amigablemente. En la
semipenumbra, adentro, ya no había luces ni explosiones. Todo olía a loto y unos labios seguían
pronunciando,
...corazón de tierras moldeadas
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Drusa
Habitante de la boscosa humedad de la montaña, 1Chymeia pensaba absorta, viendo como los
arbustos crecían en desorden. Estaba sentada en la tierra negra, blanda, fresca y se sentía realmente
conectada a sus entrañas, ésta era su madre beneplácita.
Permanecía largas horas observando el desenvolverse de la naturaleza. Hacerlo, era para ella
entender el movimiento de la vida. Eran verdaderas lecciones de cómo y por qué funcionan las
actividades del mundo, aun lo que ciertamente aparecía cruel e injusto. Pero todo se presentaba con
equidad desembarazada, la misma tarea tenían el enorme roble a su frente y la desprovista hierba para
emerger del suelo, crecer y sostenerse ante la lluvia o el viento. Aún la serpiente blanca deslizándose
silenciosa y calma entre las ramas de la encina silvestre, la fascinaba en la quietud del atardecer. La
descubrió de repente y La imaginó como anillo en cada tallo. La boca abierta del animal no la asustaba
porque había alguna cosa en su mirada que sentenciaba el miedo, lo ahuyentaba. La mujer entendía que
nada ni nadie tiene la intención del mal y ninguna de las dos se imponía, tal vez incrédulas, tal vez
sabiendo que “el temor no deja vivir”. El sol brillaba sobre la piel blanca de ambas y se respetaron.
Chymeia tenía el alma fraguada de intención y esmaltada de destierro. Los recuerdos de su
infancia y los de toda su vida se resumían en aprendizajes duros y cansadores. Usaba su intelecto
descomprometido del placer para conjeturar, recrear y asimilar situaciones que no siempre aparecían
dóciles a su entendimiento. Había nacido con dificultad cuando su madre desgarrando las carnes en
esfuerzos primitivos, intentaba expulsarla en el parto desde su vientre diminuto y frágil. Y volviendo a
ese momento en estados alterados de conciencia se preguntaba el por qué de esta manera tan difícil de
ingresar al ambiente humano. ¿Sería un toque de nostalgia de otro vivir más regocijado o la reluctancia
a un porvenir incrementado de hostilidades?
Era de estatura pequeña y largo cabello castaño-oscuro que molduraban su rostro de apariencia
feérica. La frente reflejaba constantemente preocupación y el ceño fruncido ya había dejado sus
marcas; marcas éstas que desaparecían por instantes cuando algo le llamaba la atención y la insuflaba
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Alquimia
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de una alegría que evidentemente se despertaba desde adentro, entonces se veía bella, calma y
femenina. Era como la piedra que exterioriza tosquedad y displicencia, y cuando partida muestra en su
concavidad los cristales semipreciosos.
Ella se copiaba a sí misma experimentando y reviviendo sus propios dolores, sus agudas
tristezas para simplificar en cada acto la maledicencia de la insatisfacción humana y elevarse sabiendo
que este mismo dolor burila, compacta y hace al ser cada vez más resistente y menos mediocre. Para
dejar de una vez la auto conmiseración y parar de bajar la frente golpeándose el pecho con el: Me lo
merezco.
Todo debía tener utilidad aunque los procesos fueran diferentes. La alternativa de recuperar un
método de sobrevivir al desatino era posible y evidente. No traía maguas a pesar de todo. Consideraba
que apenas había defasaje entre lo que había ansiado y lo acontecido, según sus propias palabras dichas
a la noche silenciosa,”Me entregué desnuda. Pudieron haber desgarrado la piel, los músculos, mas el
alma ¡Ah esta mi alma empecinada, furiosa, guerrera, esta alma mía no acoge sacrificios”
Era la mañana bien temprana y la mujer, antes de que el sol penetrase perpendicular entre las
copas, ya se bañaba en las aguas de la cascada que después de caer respingando y vocinglereando
como niños en sus juegos, se aquietaba en el lago formado por la depresión socavada de una enorme
piedra a modo de terraza. La seducción de este único acto la demoraba todos los días. La desnudez, la
fragancia de las flores, la entusiasta niñería de las gotas salpicando sus ojos y el calor poseedor de los
rayos solares la hacían reconocer en la memoria sensaciones torpes de caricias que otrora sintiera en la
piel cuando en la somnolencia del amor con un hombre, disfrutara del placer innumerables veces,
mezclando sus savias sagradas. Pero esto era tan sólo un vagabundo y errante recuerdo atrapado en un
rincón melancólico.
Lentamente deslizaba con las palmas de las manos el jaboncillo fabricado con aceite, jabí, miel
rosada y saponaria. Todos los ingredientes adquirían consistencia de ungüento y la limpiaban al tiempo
que el olor de manzanas silvestres se le impregnaban en el cuerpo y en el cabello. Así, se quedaba
recostada sobre un peñasco hasta secarse. Después vestía una camisa de lino hasta los pies y caminaba
hacia su morada, una gruta en la montaña cuya entrada disimulada por los helechos gigantes y
zarzamoras le ofrecían seguridad, comodidad y el silencio de los que dependía para sus meditaciones.
Hodós, que se había detenido a descansar después de un día de caminata, comía algunas frutas
y llenaba su odre con agua fresca cuando la vio paseando al descuido entre la vegetación y la llamó con
apenas una palabra -Mujer.
No presintió que la dueña de esa imagen sensible, al volverse para mirarlo, pudiera encararlo
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con ojos, tan sorprendidos, primero, y agresivos luego, como los de un felino que se alastra a expensas
de su voraz astucia. Chymeia horadaba con el verdor de sus iris. Toda presencia de personas la
hostigaba y cuando esto acontecía resultaba en encuentros ásperos y aborrecidos y se reveló en su voz
cuando preguntó secamente
-¿Quién eres? ¿Qué haces aquí en el bosque, acaso allá abajo no hay lugar suficiente para que
puedas caminar?
Hodós recordó las palabras amigas de Thunán, el Hermano Mayor, cuando aconsejándolo le
dijera que debía llevar un recado a los monjes de otro monasterio y que seguramente este viaje a través
de las colinas esverdeadas y fecundas de aire fresco aclamarían sus inquietudes y la auto inquisición
que lo sobrecogía y lo compungía en los últimos días; estaría a solas consigo aspirando la sosegada
visión de las estancias vecinas y podría, aunque no completamente porque así era su temperamento,
deshacerse de buena cantidad de temores que lo desalentaban. Hacía mucho tiempo que no intimidaba
con una mujer, pero recordaba las cualidades de una; las semejanzas y diferencias de aquellas criaturas
que acompañaban a los varones desde el génesis. Además en su pueblo ellas no carecían de
importancia y respeto, cabiéndoles en muchas ocasiones, posiciones de gran jerarquía. Sólo que esta
mujer lo decepcionaba claramente. Sus formas evidenciaban feminidad, los pies eran pequeños, las
manos y dedos, delicada, largos. La tez, blanca; la cintura que se distinguía a través del tejido, estrecha.
Pero había un modo impertinente de masculinidad e indolencia y la casi necesidad de transformar estos
valores en propios. Es que ella era un animal solitario acostumbrado a lamer sus heridas en receso,
amordazando sus lamentos y sus vacíos.
Intentó responder como él acostumbraba a hacerlo, prudentemente, gentilmente, pero la
irritación lo superó y pudo apenas mirarla con el gris, de esta vez, metálico. Es que al tiempo de una
enorme perplejidad, un disgusto in-contenido se le deslizaba como lava entre las grietas de su auto
control. Y no dijo nada.
Ella permanecía de pie, esperando, desafiando y resguardándose de quien sabe qué peligro.
Después caminó en semicírculo, cortó una hoja y en cuanto la quebraba repetidas veces se detuvo de
perfil al monje, a unos cuantos pasos. Sus cabellos, en revuelo desordenado, formaron flamas alrededor
de su cabeza y cuello descubriendo la espalda recta, soberbia y su impaciencia se amalgamó al aire
que descendía hacia el valle. Sólo entonces su carácter hosco se desvaneció y el rostro adquirió
tranquilidad.
-Llegué al amanecer a la costa de la gran tierra, comenzó Hodós -Vivo en un apartado que se
encuentra en una isla no muy lejos de aquí. Soy un monje y mi superior me encomendó una breve tarea
junto a los sacerdotes de un santuario que, según me indicó y si no me he desviado lo suficiente,
avistaré por la tarde.
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El cielo estaba plomizo. Unas gotas comenzaron a mojarlo y debía buscar un lugar donde
resguardarse. Se cubrió la cabeza con el capuz, guardó las frutas en su bolso y se apresó en dirección al
valle.
Las ramas de algunos árboles comenzaron a ceder ante el peso de la lluvia, que caía dócilmente,
y en medio de la floresta la mujer danzó descalza. Allí se realizaba la alquimia poderosa que le daba
alegría. Porque las serpientes tienen sus guaridas y las mariposas, sus crisálidas... Chymeia tenía el
impulso de vivir.
La artesana
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Myrizo dormía con el recuerdo del cielo estrellado impreso en sus retinas. Sobre un acolchado
de piel, tendida de lado, inocentemente se entregaba al descanso y a los sueños. Una túnica de algodón
fino, teñida por ella misma con solución de manzanilla le cubría medio cuerpo de amarillo pálido
dejando a las largas y torneadas piernas al descubierto y a los pies de dedos bien formados del color de
la terracota de sus estatuas, que con tanto cuidado moldeaba y cocía. Los cabellos ondulados, que se
desparramaban descuidadamente por la cabecera de la cama, tenían el tono rojizo y el perfume de la
mirra, le cubrían el hombro por la curvatura de su cintura hasta terminar en hilos muy sedosos cerca de
sus caderas. Las manos estaban con las palmas encontradas debajo de su mejilla y todo su rostro muy
delicado expresaba una serenidad total.
La habitación era amplísima, casi un salón por sus dimensiones, con ventanas grandes y bajas
en cada pared, menos en la que daba al sur, de paralelepípedos de piedra blanca con superficies, tanto
interna cuanto externa casi sin aristas ni salientes exageradas. Era fresca durante el día, permitiéndole
trabajar cómodamente, y desde una de las ventanas, la que daba al oeste, podía verse el mar toda vez
que levantaba la vista de la mesa. El mar constante, lento, inmortal. Con los lomos verdi-azules a lo
lejos, y blancuzcos cuando la espuma se acercaba mas a la playa. Parecía un extenso jardín con setos
de flores bicolores, que resplandecían al toque de cada uno de los miles de rayos luminosos. A veces el
ronroneo de las aguas impulsaba a la mujer a seguir atentamente una onda desde que emergía hasta que
se estrellaba en la arena. Era como un juego, que realizaba consciente e inconscientemente. Después
1
perfume
23
sonreía y la brisa fresca cargada de “maresia” y olor de peces, ensueños y lejanías, le arrancaban
hondos suspiros prolongados.
Aun en su casa como en el santuario ella se movía prolijamente. Allí iba dos o tres veces por
luna cargando botellas colmadas de ungüentos y perfumes. Era una de las alfareras que conocía la
formula para hacer cerámica negra pues había tenido buenos maestros y acceso fácil, por vivir en la
costa, a contactos a muchos niveles, con los demás pueblos del Mediterráneo, cuando los marineros
que navegaban todos los mares traían conocimientos y objetos, y le enseñaban nuevas habilidades. Así
aprendiera a realizar copas de cristal y a pintarlas luego con innumerables pigmentaciones extraídas de
hojas, frutos y raíces. Tinturas que preparaba en sus calderas. De la raíz de rubia: la purpurina, de la
manzanilla: el amarillo, guardando celosamente los vidrios que contenían la preciada púrpura hecha
con múrex de la lejana Anatolia, y el intenso azul producto del óxido de cierto mineral.
De día mientras trabajaba o cuando salía a entregar sus artesanías, peinaba sus cabellos en un
rodete en lo alto de la cabeza, que sostenía con una fíbula de oro adornada de coral, dejando algunos
mechones sueltos a los costados sobre las orejas. Su andar elegante, su figura delgada bien
proporcionada, como una sílfide, recorría las avenidas hablando con las personas con la amabilidad y
simpatía, que le eran propias. En esas circunstancias usaba túnica castaño claro, teñida con corteza de
sándalo de la cual exhalaba su perfume. Con un manto pequeño de tejido más grueso, pintado a mano
con bordes sobre fondo morado y meandros negros, rojos y blancos. Este, apoyado sobre el hombro
derecho y sujetado con un alfiler, cuya cabeza representaba una pequeña flor, caía al descuido hasta la
dobladura del brazo izquierdo y toda su imagen recordaba a un espléndido monte amarronado en un
día de sol, cuando una nube cruza el cielo y su figura ensombrece las laderas oscureciendo su verdor.
Ella se delineaba aun más al pasar entre las paredes blancas de las casas bajas y sus brazaletes
incrustados de jaspe blanco y negro, y ágata verdusca, lucían en sus brazos de muñecas finas, mientras
que en los dedos de la mano alongada, de uñas muy cortas y de piel un poco maltratada por las tareas
manuales, usaba anillos de un sólo hilo de oro martillado y con apenas una gema roja sin facetar.
Golpeando la arcilla empapada, para darle compactación y a la vez limpiándola de cuerpos
extraños al barro, la artesana hundió los dedos repetidas veces para alcanzar la consistencia pretendida.
La humedad y la blandura masajeaban sus nervios diestros y al cabo, con satisfacción, conociendo el
punto exacto de la preparación, la repartió en algunos pedazos y sobre una plataforma cuadrada de
madera maciza colocó a la que moldearía cuidadosamente. Al costado dispuso varias gubias de palo
con puntas cortantes de diferentes formas y dos o tres potes con agua.
Escuchó al mar. Aspiró su hálito salino y al mirarlo detenidamente por el vano de la pared
buscando inspiración para iniciar su obra, la vio, no muy lejos, sentada en la arena.
Observó unos instantes y algo la hizo pestañear varias veces, es que quería aclarar su visión
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para asegurarse de que la mujer no era tan grande cuanto parecía y de que sí, alrededor del cuerpo
había un halo iridiscente ampliándose más y más, especialmente sobre la cabeza formando una bóveda
que se alargaba en dirección al mar y allí se encontraba con otra nebulosidad, que ascendía desde él.
Eran flujo y reflujo como si las almas de una y otro dialogaran a su manera, increíblemente.
Las manos de Myrizo temblaron un momento. Las apoyó sobre el barro y así se quedó
elucubrando hasta disipar la confusión de su mente. Sintió el frío en las palmas. Un zumbido hiloso se
transfería monótonamente desde los oídos al cerebro. Algo se retorció en el estómago lo que la hizo
encoger las piernas hacia el vientre. Y el corazón le salpicó emociones desencontradas pero entonces
supo que debía ir hasta la playa. Se puso de pie, eliminando la incomodidad grosera y se encaminó
como arrastrada hacia el bulto femenino, que para ella era un ente de la naturaleza. Casi tropezando,
sus pies delicados pisaron la arena mojada y humilde. Corrió. Los orillos de sus lienzos azulados se
mojaron en cuanto desparramaban flores invisibles de lavanda. La mañana, la arena, el agua, el sol
vieron, sintiendo estas dos presencias vaporosas y si fueran capaces de extasiarse, en esa hora lo
estuvieron. Como a cinco pasos se detuvo. Le vio el perfil. Lentamente Eubea giró la cabeza y
desabrochó la sonrisa dulce
- Buen día, dijo.
- ... No sabía que eras tú... No sabía que venías a la playa... No...
Eubea percibió la inestabilidad de la bella artesana. Sonrió aun más y le ofreció la mano
guiándola a que se acercara y sentara a su lado.
Eubea:-Salgo del templo a veces para recrearme en su esencia- señaló extendiendo el brazo y
abarcando en un semicírculo todo el azul hasta la línea del horizonte. Cuantas veces había comulgado
con el seno de la madre, en los amaneceres, en los atardeceres. Su relación con la fluidez de esas
profundezas sin conflictos proseguía ardorosamente. Absorbía su magnitud, sus pormenores y
entonaba en su corazón el melodioso enamoramiento inmortal de su pulsar. Sentía su origen allí. Esa
era su escuela. Desde allí venían los misterios absorbidos uno a uno y el desandar recíproco de sus
similitudes. Suspiro largamente. Sus ojos claros, intensos, tenían el brillo de la emoción y la entrega.
Aun mantenía entre las suyas, la mano de Myrizo, la besó con tanto cariño y le preguntó.
- ¿Ya hiciste la estatua que pondremos en el altar?
-Había comenzado cuando te vi aquí, y como nunca lo he hecho a no ser en aquel recinto, la
curiosidad me subyugó y.. ¡Estabas tan linda! Yo hago mi trabajo simple y cuando voy al templo y me
permites acomodar, limpiar los objetos sagrados, me siento agradecida a ti y a los dioses. Pudiera serte
útil pero es lo que sé hacer...
La arúspice presintió un tono de menosprecio. ¿Myrizo reconsideraba su ocupación? El
arrebatamiento fue instantáneo, abrupto y habló con belleza.
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-La misión o tarea a desempeñar, que tanto nos preocupa, nace en la personalidad y actividad
que cada uno tenga. Es intrínseca y constante. No hay tareas ni misiones más importantes que otras.
Todas son necesarias. ¿O es que hay algo o alguien en la naturaleza que no sea necesario? Hasta el mal
y el dolor están con una finalidad: para ser transmutados. ¡Comprometeos con lo que elegís! No sois lo
que decís que sois, sino lo que hacéis. Ser y hacer es una misma palabra ramificada. En el hacer está el
pensar y el sentir. Si seguís dándoos permiso para no hacer, no podéis ser. Entonces estáis mintiendo.
Dejad pues de dormir, incentivando el sueño con el hábito de sentiros in-merecedores, pues estáis
faltando al primer mandamiento, que es la primera ley. ¡Responsabilizaos en la alegría de ser! Aceptad
vuestra única naturaleza.
-Cada uno de nosotros tiene una característica in-común que nos define. Por veces creemos
desentonar un poco de las actividades generales y esto nos hace evadirnos irresponsablemente.
Myrizo miró primero hacia la tercera mujer, que llegada no se sabía de donde, marcaba la
pronunciación de lo que decía. Luego fue Eubea, que al centrar la mirada en aquellos ojos muy
parecidos a los suyos, supo que esa voz estuviera callada por mucho tiempo a sus oídos, porque ya la
conocía. Conocía a Chymeia de otras épocas, cuando tenían otros nombres y hablaban otra lengua.
Habían compartido juntas el tiempo de maduración de las uvas, la inquietud y las lágrimas de
despedidas. Con otras ropas y creencias habían sido una, espectando al mundo. Tal vez por eso estaban
allí, para hacer del reencuentro un encuentro perenne, para no olvidarse del por qué y el para qué.
Todo su entorno se iluminó. La devoción de Myrizo y su aceptación espontánea de los enigmas
la hacían partícipe de este acontecimiento. Chymeia valorizaba a la naturaleza y sabía de su influencia
sana sobre los hombres. Eubea era el conducto inmaterial y atemporal por donde pasaba la luz.
Pax-Humus
Los antiguos rendían culto a un buen número de dioses, hoy la historia los llama paganos. Esos
dioses tenían en cada cualidad y en cada sentimiento, el poder de la naturaleza y del universo. Los
antiguos sabían que el fuego y la lluvia podían ser maléficos o benévolos, pero siempre reflejaban lo
que estaba sucediendo en el cielo y que todos los cuerpos estaban interconectados. Que el amor y la
fecundidad, con temperamentos propios, también eran divinidades poderosas capaces de transformar a
26
los humanos y por eso los adoraban. Todos ellos creaban o recreaban con la ayuda de los hombres. Tal
era la interrelación que muchos al ser seducidos por mortales, fueron amantes apasionados y
engendraron semidioses.
Más, desde que nos impusieron un solo dios, nos ha sido cada vez más difícil integrar en una
imagen o idea la calidad de un único poder tan enorme y confiable. La versatilidad de ese poder con el
pasar de los siglos fue disminuyendo al punto que los humanos caminamos por la tierra, respiramos y
comemos sus frutos rindiendo culto a un dios demasiado ajeno y extraño a estas manifestaciones
cotidianas. Es un dios sin dolor físico, sin interés material, sin deleites sensuales. Es un dios sin
lágrimas ni sonrisas. Es distante, sin sensibilidad y parece alguien que vive en otros mundos sin
tonalidades, sin sonidos. Y el que ese déspota juzgue las acciones de los hombres es una condenación
desanimadamente explícita de nuestra imprudencia.
Ensimismada y silenciosa recorría el pequeño recinto donde el olor de los pergaminos y rollos
manuscritos, el oscuro color de las urnas de bronce y los muebles austeros disimulaban la copiosa
riqueza de lo allí contenido: toda la vivacidad de las palabras, toda la cultura de su pueblo. 1Rásvena,
escriba y literata, mujer joven y erudita disimulaba también su erudición en la simplicidad de su
apariencia. Tenía el rostro redondo, claro, con ojos alongados. La boca pequeña y carnosa, los cabellos
rizados, que le caían en mechones retorcidos por el pecho y la espalda, y la expresión calma de sus
gestos casi sonrientes, recordaba a las antefijas del templo de Uni. El color purpúreo de la túnica
resaltaba sobretodo la albura de su piel y el radiante de sus cabellos teñidos del sol de la siesta que
invadía el cuarto a través de la ventana, perfecto marco al verde ocre de las colinas bajas y al tenue de
la bóveda azul. Con sus manos serenas y pulcras, Rásvena escribía en el Libro Ritual,
“En el principio cuando sólo era luz, 2Aster- Ati que era todo lo que existía, la ESTRELLA
BRILLANTE DEL INICIO Y DE SIEMPRE, siendo dios y diosa se contempló hacia dentro y por un
momento dejó de amar lo que la rodeaba y se amó a sí misma. Sintió una felicidad inmensa del tamaño
de su todo-poder y descubriendo en el rincón del universo un lugar oscuro se recostó a dormir por
primera vez en su in- tiempo. El silencio veló el sueño de su encantamiento y cuando despertó había
dos niños mamando en sus pechos con formas parecidas a sus formas.
Entonces Aster-Ati supo que ellos, fruto de su amor, serían su desvelo y su alegría, y cuando
más los amaba, más el gran universo se transformaba en colores y siluetas, siendo las fantasías de la
1
La que ve
2
Estrella Madre
27
diosa- dios, la propia creación. Buscó entonces una cuna para 1Hinthial y2Zamathiman y los depositó
en la blandura del mar para que perpetuaran sobre la tierra el recuerdo del Sentimiento Primero.
La vida, como un viento perfumado, sopló a la altura de las plantas bajas y florales y zigzagueó
entre los troncos de los árboles. Jugueteó sobre la hierba trazando círculos como si quisiera besar todo
atrevidamente y nada pudiera detenerla. Atravesó el agua de pequeños arroyos y se sumergió en las
piedras de las montañas corriendo después paralela a la superficie del mar. Bailoteó como mariposas
en torno de sus cabezas, penetrándolos en la inspiración, liberándose en la expiración y repitiendo
incontables veces ese movimiento. Su aroma está en el mundo día a día, en los anocheceres, en los
amaneceres y se posa en las narices de los recién nacidos que la absorben chupándose el pulgar.
Así se pobló la tierra de hijos e hijas del Gran Sueño, seres que no son opuestos sino
complemento, dos partes reconciliables”. Y continuaba, porque era así como los ancestros habían
descrito, “Nosotros, los hermanos, teníamos un mar azul intenso que guardaba en su vientre a la gran
ciudad, que acogía a los hermanos de las estrellas, y en el corazón de sus construcciones se templaban
los espíritus de los hombres que debían enseñar las leyes a otros hombres”.
“El gran templo será construido de acuerdo a la unificación de las ideas transmitidas a través
de los augurios, que será la voluntad de trascender al plano humano un sitio donde los dioses
comunicarán sus revelaciones. Nada será hecho al azar. La bienaventuranza estará siempre presente
para armonizar el diálogo entre los poderes del cielo y la tierra.
Los primeros cinco escalones representarán el número del Hombre. Son los sentidos con que
cuenta el ser humano para insertarse en la naturaleza y poder vivenciar a cada momento de su
existencia los contactos con ella. Condiciones éstas que no lo alejan mucho de los animales, pero son
inherentes a su relación con las criaturas que lo rodean dócilmente.
El hombre con sus oídos descubre lo externo, los sonidos lo sorprenden y despiertan su
curiosidad, sabe que no está solo.
El hombre huele y descubre que la naturaleza actúa por sí, aunque se mantiene afuera, lo
ayuda a agudizar su percepción.
El hombre ve, y cuando el mundo se muestra, él confirma las sensaciones anteriores y se
regocija.
El hombre puede tocar ese mundo, se relaciona y retribuye.
El hombre saborea, adquiere confianza, acepta e introduce en su cuerpo al mundo.
Con los sentidos está completada la observación del hombre inmerso en la naturaleza sin
oponerse a sus dominios. Porque éstos son los dones dados por los dioses y hasta el hombre más pobre
1
Alma
2
Dorada
28
tendrá igual acceso a los vientos y a las aguas. Dice Aster- Ati “Para sus hijos no habrá misterios, pues
los misterios son debilidad”.
Después se dispondrá un profundo atrio con doble hilera de columnas, ocho en total, que
representarán a las energías que lo elevarán hacia el cielo.
La tierra: donde la experiencia física concreta el gusto por la vida tal como es. Es el
despertar y el reconocimiento de su propia imagen.
La fertilidad: el hombre engendra a otro hombre y recuerda el acto de la estrella.
La mente: desarrolla su capacidad de pensar para interpretar y nominar a la estrella. Es su
poder de felicidad y de seguridad.
El corazón: su sentimiento es poderoso, desde él se auto crea y sustenta. Ama como fue
amado, se complace en la armonía.
La naturalidad: conociendo las leyes del universo, el hombre desarrolla sus planes cósmicos.
La voz: es magia y fuerza, es acción creadora. Los dioses juegan con las palabras, ríen a
carcajadas. Los humanos y los dioses se divierten. Hablar es más difícil que cualquier otra labor.
La videncia: aún cuando los dioses y los hombres callen, sus almas se comunicarán, así será
entre sus iguales.
El espíritu: es su identidad con la Estrella. Su elección ya fue hecha. El hombre convive con
su divinidad inmutable.
Así, el hombre pasando por estos estados, conoce su esencia, completa su experiencia y su paso
por la tierra, porque sabe que en cada cambio hay una causa y en cada causa, una voluntad; en la
voluntad, el renacimiento.
Detrás de éstas y hacia el fondo se construirán tres estancias de igual tamaño, belleza y riqueza
en la ornamentación, siendo la del centro dedicada a Tinia, que es la semblanza señorial de Aster- Ati y
que nunca dejará de proporcionar su poder y equilibrio. Es el lugar donde reinará la Naturalidad y la
Concentración.
A la derecha de ésta, estará Uni, que es la personificación del vientre de Aster- Ati. Allí estará
la Simplicidad y la Vitalidad Cósmica.
A la izquierda de las dos, será el santuario de Menvra, que es la personificación de Aster- Ati
en su pensamiento y sentimiento, guiando a sus hijos en el camino del arte y la sabiduría. Los dones
serán el Conocimiento y la Abundancia.
El hombre coordinará la doctrina de la Manifestación del Para Siempre Jamás, para que al cabo
de diez siglos el Hado se cumpla y todo pueda transmutarse y sucederse. Y concluía, siendo la propia
estrella definiéndose a sí misma:
29
En el recogimiento
Que es regocijo
Estoy
En el punto en que
Se unen los espacios,
Los colores
Yo soy
En el silencio
Que une a todos los sonidos
Vibra el amor.
Os amo.
Soy en vosotros.
Kharienia1
1
Disfrazar burlas con ingenio
30
se cernían a través de su persona y las alegorías del júbilo se desencadenaban de sus cuerpos sinuosos
y estériles para contribuir a que los toscos seres se deleitasen en sus fiestas. Los duendes maléficos se
amigaban y mezclaban a los hombres saboreando los honores de ser simplemente criaturas comunes
que danzaban sin tener que acechar o tejer artimañas para probar el temple de hombres deseosos de
superar sus limitaciones. Entonces la jerarca sonreía y sus rasgos aniñados encorajaban a la multitud
que con las mismas antorchas encendían las hogueras y el tañido de los címbalos irrumpía en la
algarabía que continuaría hasta el amanecer. Todos se volverían a sus propios divertimentos, seguros
de que la mujer cumpliendo por completo su tarea, velaría por toda la noche en que las ceremonias
transcurriesen.
Había nacido en una familia de clase privilegiada, dueña de grandes tierras, con derechos
políticos indiscutibles que usufructuaba también en la participación de las ceremonias del culto.
Aunque toda esa superstición inculcada por sus padres poderosos impusiera a su vida prácticas
remotas, sentía que nada de eso era pertinente, porque el ser humano es por sí, alegre y vive en el
eterno éxtasis del descubrir significados para las necesidades imperiosas de su espíritu. Que todas esas
imposiciones eran realidades cortas y que el mundo no podía ser tan reducido.
Estaba en medio de ambas consideraciones y aunque cada una de estas mitades pareciera
infalible, Kharienia anhelaba sentir la decisión del todo y esa era la dirección que buscaba completar y
así completarse. Quienes la miraban con ligereza, como todas aquellas personas afligidas, no recibían
la verdadera impresión de su encanto y la transparencia de su presencia. Ella comunicaba verdades sin
dificultad; alegría sin jactancia, recuperaba los adormecidos pensamientos de gratificación. La
educación que había recibido era siempre impregnada de solemnidad. Cada movimiento,
obligatoriamente superlativo, la empujaba a connotaciones excedidas en opulencia. Nunca o casi nunca
las situaciones se presentaban con ligereza amena como para permitirle exteriorizar su temperamento
desinhibido y casi travieso. Ella no era nada de todo eso que intentaban que representase: los intereses
de sus padres y su familia. La imposición del respeto forzado, instrumentando el miedo, la
desorientaba.
Apreció desde su lecho y a través de las cortinas de lienzos translúcidos, el minúsculo beso de
luz del amanecer. Era esa la hora en que la noche y el día son uno solo; pero sintiéndose inquieta y
queriendo pensar mejor alejada de esas paredes, se irguió y vistió ligeramente una túnica clarísima,
muy leve, sin mangas, con apenas unos bordados de hilos rosados en el escote y el ruedo. Las sandalias
de cuero, ricas en pedrerías, desparramaban sus tiras al costado de la cama y en ellas hizo el ademán de
calzar primero el pie derecho, pero deshizo su impulso, dejándolas en el mismo lugar y caminó
descalza hasta el magnífico jardín del palacio. El olor de flores y frutas se mezclaban como si
compitieran a penetrarle en las narices ¿Qué ilusión por mejor tramada podría llenarla como esta
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vivencia intensa, natural y gratuita? Se sintió inmersa en la expectación de la dicha. No podía creer que
ese lugar fuera terrenal. La semi-oscuridad suelta entre los árboles frondosos, los pájaros somnolientos
que desde sus atalayas avisaban la inminencia del gran astro, el cielo mitad amarillo-rosado, mitad gris
despintado donde algunas, muy pocas estrellas impertinentes reluctaban a apagarse. Kharienia sonrió.
Se divertía y juntaba las palmas contra el pecho juvenil. Hubiera querido decirle al pueblo que la
alegría no tiene fecha ni dueño exclusivo, que las tonalidades del bienestar no precisan ser cambiadas
porque en su armonía está la inteligente elección de cada uno. Que sus temores y exagerado servilismo
excluían más y más la floración de sus verdaderas naturalezas. ¿Pero cómo podía hacerlo? ¿Quién era
ella sino una prisionera más, áspero símbolo de lo que no podía evitarse? Este último pensamiento se
cerró como una trampa de dientes agudos sobre sus tobillos finos, el dolor la hizo tambalear. Era
cierto, no podía avanzar por más que quisiera. Se fue agachando despacio, recogió la túnica por el lado
derecho con mano trémula hasta sentarse sobre la grama humedecida y así lloro su amargura tapándose
el rostro con ambas manos. Sus sollozos le sacudían el tórax y los gemidos se enredaban entre las
flores blancas de corolas indiferentes a su tristeza. Algún pájaro dejó de cantar y voló en silencioso
batir de alas hasta la punta del árbol más cercano quedándose a balancear en la rama que lo sostenía.
Todo a su alrededor estuvo calmo, sin la impaciencia de los que ignoraban como ella, qué hacer con su
destino al parecer tan rigurosamente marcado.
- Princesa vuestra madre os llama.
Escuchó la voz, ausente de sensación. Sintió el calor del sol en el vientre y retiró las manos
mojadas del rostro. Aun estaba acostada sobre la tierra, aun las lágrimas le empapaban el cuello y entre
las pestañas adheridas, la luz se adentro atrevida y odiosa. Sentía los párpados hinchados y pegajosos
pero así mismo reconoció a la sierva joven parada a un costado, atenta como siempre a cualquier
pedido suyo. Era Valvia la nueva doncella que la acompañaba hacía poco tiempo y que solícita y
esmerada la ayudaba a ponerse de pie haciendo con que se apoyara en su hombro. Después la condujo
delicadamente hacia el interior de su alcoba donde la desvistió y la indujo al baño tibio preparado en la
enorme bañera de mármol rosado. Sobre el agua flotaban flores de narcisos.
Con el cuerpo ya más relajado y sus pensamientos semi-adormecidos por el perfume de las
flores, continuaba a reconsiderar su vida que sabía era circunstancial, y se sabía con el coraje para
modificarla. El gran espejo de obsidiana le devolvió una imagen estupenda del cuerpo entero y de su
rostro enmarcado en los cabellos brillantes. Intentó una sonrisa para modificar el semblante afligido y
se satisfizo pues los labios se alargaron más con otra sonrisa honesta y natural. Valvia a su espalda
preparó los vestidos, la untó con perfumes y la peinó de manera tan primorosa que se sintió
nuevamente complacida. Había retomado la alegría y lo que vio ahora era la niña-mujer elegante,
segura y endiosada por todos. La doncella le colocó, poco después, una gargantilla de ópalos alrededor
32
del cuello y mientras prendía las extremidades sobre la nuca, Kharienia siguió los reflejos de las
piedras sobre las clavículas, esos dos huesos finos en sentido opuesto marcando la base de la garganta
y sosteniendo toda la cabeza; la belleza del rostro y los pensamientos de amabilidad y condescendencia
que la enternecían hacia las demás personas. Hubo un punto entre las clavículas donde fijó los ojos.
Allí estaba la clave, la llave que debía entornar para abrir la garganta y dar paso a su voluntad de decir
todo lo que pensaba y así dar soltura a su imperante sentimiento de libertad.
- Si pudierais ir hasta el templo, Señora, quizás la bella arúspice consultaría al oráculo para
brindaros sosiego- Valvia la aconsejaba, sumisa y respetuosamente, pero con una preocupación
espontánea. Era una mujer simple aunque conocía el dolor no compartido y presentía la carga
desmesurada que su ama intentaba sobrellevar a su pesar.
- Tenéis razón, noble Valvia, atenderé a mi madre y a los convidados que con ella vinieren y
después cuando sea la tarde y no haya llegado la noche, iremos juntas a visitar el santuario. Llevarás
ofrendas y en nuestros nombres agradaréis a los dioses y si ella puede escucharme tal vez entienda todo
esto que me confunde y angustia.
Las cortinas se fueron abriendo a su paso, unas tras otras, pujadas por las damas de compañía
que le servían y la gran puerta de madera labrada en lámina de oro y plata se cerró después de su
pasaje, dejando en la habitación de rica decoración, el perfume suave de Kharienia, el brillo de sus
ojos decentes y las partículas luminosas y áureas que destellaron de las filigranas de su tiara de
princesa.
Era la tarde, que perezosamente se entretejía en el cielo con nubes bajas, mientras el sol como
un sediento, bebía las aguas del gran mar sorbiendo descansadamente su superficie ondeante e
inagotable y como tal, no contentándose con sentir el sabor en su lengua anaranjada, se sumergía
complacido apagándose poco a poco en los límites oníricos e inconquistables de su territorio. El
templo tenía, así, el privilegio inestimable de contemplar y ser contemplado por sus rayos hasta que
éstos fueran sólo un aliento.
Subieron los escalones de la breve gradería hasta alcanzar el pórtico y el corredor sostenido por
columnas monumentales. Detrás de ellas en la puerta central, más grande que las dos laterales había
una inscripción: Brotarás a los soles de mis necesidades y seremos alabados por este don de
33
perpetuidad.
La puerta abierta permitía entrever una pálida iluminación en el interior, luz de pequeños
candiles encendidos con aceite de almendras y resina. La princesa entró e inspiró el perfume de loto
contemplando los hermosos frescos donde jóvenes aparentaban moverse con lentitud y gracia
realizando sus quehaceres entretenidos, mientras bellas bailarinas ondulaban sus cuerpos al sonido de
las flautas percutiendo entre los dedos pequeños crótalos de bronce y oro. Toda la escena se
desenvolvía entre el vuelo de numerosos pájaros azules, amarillos y blancos.
Valvia llevaba una estatuilla de bronce, dos incenciarios y esencias de benjuí, lirio y sándalo
para quemar en el altar y propiciar a los dioses sus respetos, también un rollo de muselina estampada
de Siria.
Desde el fondo del santuario vieron adelantarse a la mujer silenciosa. Traía unas copas de
cristal soplado, que limpiaba con esmero a la vez que los acomodaba misteriosamente dispuestas sobre
una piedra, estaba descalza y tobilleras doradas ceñían con gracia sus piernas.
- Estáis en presencia de Uni, dijo en un susurro -pero su hija predilecta no podrá atenderos
ahora.
Kharienia no entendió la negativa y creyéndola la arúspice se apresuró a continuar preguntando
sobre cuando debía volver. Myrizo sonrió y meneó la cabeza chasqueando la lengua entre los dientes
convencida de la confusión y explico,
- Mi señora Eubea camina en la playa, tal vez no lejos de aquí, yo entretanto cuido este lugar.
Pero un mensaje me ha dejado para vuestra deliciosa presencia, ella dijo “que conservéis la piel limpia
y la mente sin conturbaciones hasta el momento de la audiencia. Cuando la alondra cante, por tercera
vez, el sol ya iluminará a ras la tierra y la hierba fresca secará poco a poco su sudor nocturno. Será
entonces cuando iniciaréis vuestro caminar rumbo al templo y cada paso será presenciado por las
piedras tibias” Dijo también “que el azahar arome vuestro sueño”
Valvia había puesto total cuidado en hacer junto a Kharienia todo lo sugerido a la princesa y
más. Mientras ella dormía un poco agitada en su sueño, la sierva velaba y meditaba en un rincón de la
habitación, entre la cama y la ventana. El airage manso de la noche formaba pliegues en su quitón
aguamarinado mientras su sombra caía de bruces mimosa y grande contra la pared. Se mantenía calma,
concentrada y serena, recordando perezosamente aquel sueño compartido con su amiga Adana, que
había quedado allá al norte donde vivieron su niñez y adolescencia, bañándose en la ribera del río que
pasaba cerca de las murallas de la ciudad.
Aquí en la rica región del sur, el Lacio, su vida comenzaba a tomar otra delineación. Su
independencia se completaría una vez que llegara a la mayoría de edad, dejase el palacio y formase
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junto a algún varón una nueva familia y tal vez juntos, su esposo y ella volverían a 1Arruns y darían
hijos a la vida y a la tierra. Amada tierra que los cobijaba con tanta benevolencia. Más, ahora, era
inminente dedicar todo su esfuerzo y su amor para acompañar a su ama a un reconocimiento y cura de
la insidiosa ansiedad que le delinquía el alma y hasta a veces, el cuerpo perfecto y joven. En el templo
Eubea sabría qué hacer, retiraría los remiendos sentimentales de Kharienia y curaría su sufrimiento,
quizás para siempre.
Movió las manos en ademán rápido y algo también se movió detrás y debajo de ellas, era una
silueta más nítida que las que dan las luces de los candelabros y percibió que la luminosidad del
exterior ya engullía la penumbra del cuarto, se levantó, miró hacia afuera y entendió el milenario
silencio estridente que resoplaba secular entre las hojas, desmadejando enredaderas, y poseyendo el
vano solitario y abundante del frescor matinal.
Cuando el cielo sollozara y las plantas recogieran sus lágrimas, aun fuera noche. Ahora y en
adelante, cada forma verde elevaría al rostro azul diamantes platinados para re-hidratarlo. Valvia era el
silencio y el espacio ilimitados.
Allá a poca distancia, vio un árbol dorado y una garza blanca, como estática en su nido. Sí, la
naturaleza ya pintaba su tela de cada mañana y era hora de partir. Corrió al parque y llenó una cesta
mediana con moras maduras, las acomodó en dos cálices de terracota vitrificada y desparramó una
cucharada de miel y unas gotas de limón en cada una, sobre las frutas.
Despertó con una caricia en el pelo a su ama y desplegó a sus pies la túnica blanca bordada con
hilos de seda y el manto verde malva. La alondra había trinado dos veces en cuanto comían silenciosas
y pensativas. La sierva se vistió también de color azafrán muy pálido. Peinó los negros cabellos de la
princesa y luego los suyos propios. Las mujeres se miraron y abrazaron con mucha excitación y
salieron recorriendo los senderos húmedos entre las plantas.
Las telas sutiles hermoseadas, hermoseaban aun más a las formas nítidas y lánguidas,
acompañando las formas y dis-formas. Caprichosamente iban detrás del cuerpo y volvían delante de la
brisa. Las rodillas despejadas de las mujeres rosadas se perfilaban a cada paso, ninguna tensión las
sometía, había libertad y ligereza, había pereza y desentendimiento. Les era fácil caminar y
desplazarse. Sólo el color de las nubes sonrojaba sus hombros y el sol entibiaba sus cabelleras sueltas
en el amanecer de Etruria.
Cuando llegaron al templo, una paloma venida del oeste donde el mar repetía su voz de
multitudes, voló en gran círculo sobre sus cabezas, giró primero hacia la izquierda y luego hacia la
derecha, deslizando blancura en la alfombra azul, con velocidad y espontaneidad de buen augurio. Era
1
Antigua provincia de Etruria
35
la segunda ave que Valvia veía en aquel día: una quieta, la otra en movimiento; una grande, la otra
pequeña; las dos blancas. Sí, los dioses veían con agrado aquel encuentro.
En la arena tamizada de oro, a unos cien pasos, Chymeia entretejía una guirnalda en cuanto sus
labios repetían frases inaudibles. Esa misma guirnalda adornaría más tarde la cabeza de la doncella
real. Sacaba del fondo de un cuévano: claveles, ramas de laurel, pequeños y finos sarmientos con los
que sujetaba los tallos y transmitía en cada acto y en cada posición del arreglo, el poder de la tierra, el
amor al suelo sagrado, el cántico energético de la magia que la auxiliaba a conocer lo que estaba
haciendo y a hacer lo que ella sabía tan bien. Sonreía a gusto y probaba de tanto en tanto la corona en
su compañera, tendida a su lado, alerta al movimiento de los peces arrojados sobre las olas. La esfinge
negra era Samla, la loba hermana de su soledad y su misterio.
Tan pronto como entraron al templo pudieron advertir una claridad fuera de lo común en aquel
lugar. Los frescos exhalaban vida, los ojos y los rostros allí pintados contenían una alegría calma y una
beatitud amorosa. Había varias personas vestidas con lienzos blancos, descalzas, sentadas en el suelo y
hablando en susurros. Desde un rostro blanco surgía un diálogo hacia una cabeza gris y ambos
sonreían, eran Rásvena y Hodós. Myrizo sonreía como nunca y arrodillándose, retiro las sandalias de
Kharienia.
Las columnas estucadas parecían brillar intensamente. El piso de mármol estaba impecable y en
un círculo mayor ardía un fuego casi hipnotizante, un fuego sin humo, un fuego abstracto de tan puro.
En el rincón opuesto a las presencias blancas, la cabellera pelirroja de Tejnée1, el súbulo2,
acompañaba con los vaivenes de su cabeza en un compás intrínseco al movimiento de los dedos sobre
las cuerdas de la lira. Mordiendo el labio inferior, el hombre interpretaba los pentagramas invisibles
contenidos en su arte, en su sangre, en la fibra de la madera que aun cuando tronco ya habían exaltado
a sus oídos con los murmullos de la música, así él traía los ritmos del plano etéreo al plano de la
materia.
Al mismo tiempo en que Eubea surgía detrás del santuario Chymeia también entraba al
recinto. La arúspice sonreía con mucha dulzura hacia todos y se adelantaba hasta ellos con pasos
delicados.
Chymeia ordenó a la loba permanecer en el pórtico y con la guirnalda ya acabada extendía el
brazo derecho hacia Eubea y ésta rodeó con cuidado la coronilla de Kharienia. Todos formaron un
círculo alrededor del fuego y la última a sentarse fue Myrizo, que aplicadamente lanzaba sobre las
llamas las esencias traídas el día anterior. Sabiendo de los efectos de las hierbas, fue primero el benjuí
para alejar la tristeza y la soledad, luego el lirio en la intención de despertar el darse cuenta inmediato
1
Arte
2
Tocador de flauta
36
de las conciencias, y por último, el sándalo para inducir al estado ideal de la meditación. Así en
silencio, todos y cada uno permaneció quieto, absorto, impregnado de paz mientras Eubea, puesta de
pie, deshilaba filamentos etéreos sobre los cuerpos entregados a la relajación de las mentes hasta que
fueran como continentes gemelos desplegando sus diferentes cortezas y, tan sutiles que la augur
pudiese curarlos y reunirlos en armonía concentrada. Así habló la belleza y el misticismo, y la voz
clara dijo:
Un momento más, y en sus manos consagró el líquido del jarrón dorado, donde una gran
esmeralda incrustada, la piedra de la Diosa 1Turán, resplandecía para abrir la puerta de la garganta y
permitir la conversión de las energías cósmicas en palabras y canciones. Así, las emociones se
entibiaban y ya no dañarían sino en insignificante trueque de simplicidades. Dándolo de beber a
Kharienia que ya estaba a su frente, Eubea enunció con parsimonia, uno a uno, sus ingredientes:
-Acíbar, tila, camomila, ficus, adelfilla, limón, coral rojo, 2terra sigillata, ébano, almizcar,
ámbar... hojas de oro y de plata, zafiro, esmeralda, topacio, perlas, jacinto.
Y declamó -Deja emerger tus porciones vitales, que lo masculino de tu ser no abandone tu lado
femenino y éste quejoso y desafecto se olvide del amor ancestral que le pertenece por heredad. Que
AIXIA sea tu equilibrio, así como Zamathiman y Hinthial desde siempre fueron la yunción del amor
de la gran diosa-dios.
Karienia mojó los labios, cerró los ojos.
1
Venus
2
Arcilla curativa con el sello de la diosa Diana
37
Todos los cuerpos comenzaron a irradiar como el propio corazón solar y el perfume broto
caudaloso desde los ejes de sus columnas vertebrales con tanta intensidad como la humedad desde una
galería subterránea,
...darse cuenta que irse
es volver
para empezar a quedarse,
sacudiendo el silencio planetario.
Mujer del mismo árbol.
Muchos caminos para un solo árbol.
Fruto Maduro
Hombres altivos, seguros, libres, caminaban al sol del medio día. Las sandalias ásperas se
adherían a sus pieles morenas como las barbas del viento se adhieren a la rugosidad de los troncos de
los algarrobos. Sus sueños tenían la misma vitalidad que la vigilia, y la conversación sincera con los
38
vecinos. Sus sueños se modelaban de igual manera enmelenados en sus frentes como en sus alcobas.
Se lamían los labios al olor que de los almuerzos destilaban manos claras en el carnaval de
las cocinas. El arroz se duplicaba en las ollas, la 1saína se dividía en los morteros. La solidez de las
carnes se minimizaban y los niños con sus perros jugaban en las esquinas desatendiendo a los llamados
de sus madres.
Las colinas rivalizaban en sus verdes, el mar perseguía los límites del cielo, se encontraban,
se desencontraban en alguna isla lejana. La tierra se sometía a las aguas del río, los ríos se sometían a
la avaricia del mar. Los dioses también descansaban.
Valvia distribuyó jarrones con agua para los del grupo, que después del canto se dispersó y
acomodó por los dos salones en el intervalo de la ceremonia de cura e iniciación de Kharienia. Eubea y
Myrizo mientras tanto se habían retirado a la habitación lateral, contigua al altar. Rásvena registraba
todo lo acontecido. Chymeia miraba a Hodós y se preguntaba que estaría haciendo el monje en aquel
templo. Lo veía más seguro, menos temeroso, menos escrupuloso. Ya no había duda en su mirada,
había sí, blandeza, ternura suelta. Y nuevamente reconoció esa devoción que le nacía en el abdomen y
le recorría el pecho, entibiando su sangre, y de esta vez lo besó con un suspiro. ¿Qué recuerdo le
palpaba el alma cuando lo encontraba? ¿De qué vientre compartido se habían consustanciado? ¿Podría
algún día llamarlo hermano y ser retribuida?
Estaban todos dispuestos para re-iniciar la ceremonia. De esta vez Kharienia estaba desnuda
envuelta apenas con la muselina estampada venida de las regiones de oriente, donde las manos que la
habían hilado estaban más compenetradas con el origen de la civilización; cuando sus antepasados con
conocimiento y habilidad, ritualizaban las leyes y los ritmos de la magia, tan antigua como el mundo
de los hombres. Eubea y Chymeia se adelantaron dentro del círculo a modo de equilibrar integralmente
las energías complementares y Myrizo, retirando el sutil paño comenzó a dibujar sobre la piel de la
joven. Los demás contemplaban y armonizaban el ambiente. Chymeia dijo en voz grave y
equilibradamente juvenil:
- ¿Por qué llegar a la exhaustación en busca de soluciones a problemas tan magnamente
concebidos? Si enunciar es igual a profetizar y esto forzará al auto-cumplimiento de lo pronosticado.
La capacidad de crear el enigma no excluye la capacidad de crear su respuesta, pues de otra forma el
enigma perdería su identidad y se tornaría inútil, carente de emoción y de sofisticación...-
Myrizo trabajaba concentrada, artística, estupenda. Primero dibujó un rubí en el pecho de la
iniciada para transmitirle calor y aceptación de sí misma como ser humano para realizar su misión, y
una turquesa en cada palma para su integración y equilibrio. En la frente, un cristal por su clareza y
1
gramínea forrajera parecida al sorgo
39
nitidez, y envolvió los brazos desde los pulsos a los hombros con hilos de oro para fortalecer sus
músculos y su masculinidad. La artesana tomada en un transe diagnosticaba y curaba al mismo tiempo.
-...Toda pregunta tiene su respuesta; manzana del mismo árbol; y la respuesta, infinidad de
formas; muchos caminos para un solo árbol. Tenemos el alma demasiado sedentaria de inmortalidad,
confusa y confesa de incredulidad. Como semillas esperamos apenas germinar como un único destino
preestablecido y crecemos hacia la luz, orientándonos en la oscuridad del menosprecio...
Tambaleantes, luchamos, empedernidos...
En ese momento, líneas paralelas, verde y turquesa dividieron con colores los brazos de
Kharienia y longitudinalmente subieron por entre los dedos de sus pies para terminar en el ombligo
pintado con la mitad de un fruto amarronado que era alimentado por esta savia, lo que representaba su
feminidad temida, descuidada y casi in-asumida. La ermitaña prosiguió,
-...En una rigidez escalofriante, censuramos, instamos a hacer lo mismo que hacemos,
excedidos en maniobras, suspicacias, artimañas. Incandescentes en valentía, superhombres, titánicos. Y
cuando no haya más enemigos para asediarnos, ni murallas para contenernos, ni enigmas, ni oscuridad,
ni flores para despetalar ¿Nos despediremos de la vida como del amante furtivo, y a la luz de la verdad
supondremos que toda aquella pasión fue pasajera?...
En los pechos, desde el rubí hacia abajo y hasta el ombligo, su pincel trazó la forma de los
ovarios: la mujer no negaría su fertilidad. En la garganta, con pétalos perla-rosados, terminó un vértice
agudo y demasiado estrecho, eran las dificultades que no decía y que soportaba. Remarcó las cejas con
azul y un rombo alrededor del cristal, pintó sus párpados también con verde y a partir de allí, cinco
líneas doradas hasta la naciente del cabello bien en el centro de la frente, y colocó cinco perlas en las
terminales de esos rayos. Después rodeó a Kharienia con dos pasos hasta su espalda y pintó,
igualmente las líneas desde el suelo subiendo por las piernas y uniéndolas en el cóccix; desde allí
siguieron más anchas a lo largo de la columna y a la altura del corazón diseñó un lapislázuli en el
vértice inferior del triángulo formado con los hombros y los colores aunados, verde y azul se perdieron
en la nuca bajo los cabellos. De esta manera quedaba fortalecida su voluntad y su acción.
-...Amor, te daremos otro nombre para re-descubrirte y volver a creer, en una acción no
compulsoria de crecer porque sí. Preservaremos el eje interno firme y flexible como un tallo.
Experimentaremos, viviremos y retornaremos al interior más enriquecidos. Somos vigas maestras que
separando el cielo de la tierra nos hacemos mediadores entre los opuestos.
Por último desde las tobilleras de oro que representaban su esclavitud, Myrizo pintó en la
princesa, dos pequeños cuerpos arredondeados como granos con brotes de germinación, que crecían
por el lado externo de la pierna, porque siempre existía una nueva oportunidad.
Los integrantes del grupo elevaron sus palmas izquierdas hasta la frente y las otras hacia
40
delante, con el brazo estirado. La energía revigorizada hacía temblar sus ropas y fueron como plantas
fotosintetizando sus alimentos. Cantaron como el aire entre los acantilados,
Desperecémonos
en este cuerpo de incomodidades,
de enredos,
de tropiezos fugitivos,
de misterios incongruentes.
Horneemos en el silencio
todas las estaciones
y en la alegría,
lágrimas de atardeceres.
Manzana del mismo árbol...
memoria intacta...
1
Atiieriers clansii saahta sechee aisoi
Los esposos
El viento en un cortejar romántico había llevado a la lluvia cortesana para una danza nocturna
en la embriaguez del olor de los cedros y de los líquenes. La bruma en la mañana se levantaba desde el
mantillo mojado, había sido una larga noche. Noche repleta de murmullos, de secretos confesados, de
señales misteriosas, de enamoramientos vegetales. Corría un lobo entre las piedras colocadas como
objetos decorativos sobre el suelo fértil, blando, deseoso de fecundación. La bruma era eterna,
cautivante y transfiguraba todos los elementos del bosque dándole un halo desmesurado de irrealidad,
transportando a quien mirase aquellas imágenes a mundos inmerecidamente llamados fantásticos. Todo
era impermanente, sofisticadamente inconcluso. Las formas aparecían nítidas al principio e instantes
después confundían a la intuición, a la mente y a la lógica. Había que mirar con el corazón, aunque los
ojos se desesperaran de celos, sería la única manera y camino posibles. En el mes 2Aclus la carne de la
tierra sagrada se renovaba dispensando sus vestiduras oscuras y cubriéndose con los espléndidos
1
¡Hijos e hijas de la Sagrada Etruria!
2
mes de junio
41
1
Velthur y 2Ramuthas
1
Velludo, felpudo
2
La que reemplaza
43
innovado en muchos siglos y ese mismo sol caminaba hacia el poniente, donde por largos instantes se
detenía para consumirse en luz y color e individualizar su imagen fascinantemente roja. Las nubes en
trayectoria certera lo perseguían despreocupadas, sin temor a precipitarse en la enorme llamarada. El
mundo se acababa en el oeste y cada condensación sólo hacia avivar la hoguera, inflamándose a
medida que se acercaba.
La mujer recordaba las noches oscuras cuando su mano arrojaba leños al fuego y todo se
iluminaba pasajeramente; la cortesía del calor le placía el cuerpo y se le arraigaba, hasta que las brasas
fueran una tímida vivencia.
Así era este atardecer. Los dioses quemaban los infortunios del mundo cada final de día,
administrando la renovación de los sueños humanos, hablando a través de sus augures, quienes sabían
que contemplar el 1Templum espacio determinado del cielo, era recoger e interpretar los presagios para
que 2Munthu continuase sus pasos, confiando en poder concluir los planes diseñados en el éter y así
vivir con “entusiasmo” inspirados en lo alto.
Ella viajaba hacia el norte.
Velthur, el lucumón poderoso de la señorial Tarquinii, había sido asaltado en sus propias
reglas por una imposición constante de expectativas, que generándole dudas, le creaban visiones
conflictivas del mundo, llevándolo a inevitables cuestionamientos de sus concepciones a respecto de
los dioses y de los hombres. Intentó seguir el camino del aislamiento a pesar de la generosa compañía
de su joven esposa Ramuthas. Él no buscaba respuestas improvisadas. Sabía de la honestidad de sus
deseos, de las exigencias crecientes a pesar de insatisfechas de su intelecto aprimorado. Pero las
señales se confundían, los diagnósticos fallaban. Querer y Deber se incapacitaban mutuamente y uno
contaminaba al otro.
En sus sueños, a los que no podía manipular, indomesticables presentimientos le alteraban el
alma, viajando por senderos desolados y deambulando hasta el límite de su resistencia físico-mental sin
encontrar aprendizajes creíbles. Deprimido y desesperanzado asistía permanentemente a la vejez
mansa de las ideas y al ingenuo ejercicio de aprender en la periferia de su origen, los reveses de la
madurez espiritual. Por estas inquietudes, había solicitado al arúspice de su estado, la presencia suya y
de un consejero con quien conversar y discutir a cerca de esas fuerzas ajenas a su acostumbrado interés
para inspirar a que su identidad en movimiento se expandiera, creciendo sutil y pacíficamente,
evitando rupturas en su interior.
Lo encontraron, el sacerdote y la ermitaña, recostado en un triclíneo, disperso en la mirada y
1
Cielo
2
Mundo: diosa de los adornos femeninos
44
saboreando uvas que le extendía un esclavo desnudo con guirnalda sobre el cabello ébano. Un perro,
con riquísimo, collar se amodorraba debajo del mueble. A pocos pasos, otros dos esclavos conversaban
mientras trenzaban flores y hojas exuberantes de color. Cinco histriones interpretaban con
movimientos, combinando y recombinando brazos y piernas, el ritmo infantil de las flautas.
Velthur tenía el torso desnudo. Su quitón blanco, matizado de marrón, negro y oro, amarrado en
la cintura, le cubría hasta los muslos y las sandalias tirrénicas moldeaban sus pies grandes, bien
cuidados. Los músculos del pecho y brazos demarcaban su vigor, lo que sumado a su altura
prominente, corroboraban la edad joven, una leve imprudencia en la alimentación abundante, un
descrédito del pesimismo. Y la forma de la cabeza, su perfil y los ojos pequeños denotaban un exceso
de ingeniosidad.
Se veían cubas desparramadas en los rincones, sobre el piso brillantísimo, cálices de plata y
piedras semi-preciosas sobre las mesas, escudos y espadas en las paredes de tintes suaves y un fresco
deslumbrante donde un caballo azul ensayaba un paso ágil y elegante. Toda la habitación estaba
adornada por un estuco policromado en el rodapié. El enorme lampadario difundía una luz intensa que
era captada cautivantemente por las estatuillas de ámbar que evaporaban centenas de líneas nómades
en la oscilación de las llamas que las velas distribuían.
Aunque pareciera inhibida, Ramuthas sentada en la poltrona púrpura observaba a todos con su
mirada marcante, la boca entreabierta y una sonrisa animada pero enigmática.
Su fisonomía adolescente le daba un aire de ostentación litúrgica. De piel muy clara, los
cabellos retorcidos en la frente descendían hasta las orejas y alcanzaban la cintura.
Un gorro de estilo sirio la cubría, y el vestido azul recamado rodeaba su garganta, demostrando
la silueta lánguida, hasta los pies como un árbol con nuances de danza, o un balbuceo de palabras
sumergidas en el silencio de la noche. Flores diminutas bordadas en realce parecían caerse sobre los
zapatos, en forma de botas cortas, mientras sus dedos jugueteaban con otra flor recogida a poco del
jardín. Ninguna joya la adornaba. Chymeia sintió que esa mujer representaba la típica tradición de la
cultura 1Reasna aquella que Tarconte había enseñado, con sus visiones de una existencia más viva,
más cálida, más desnuda y despreocupada. La práctica de la 2Mantike en la 3Etrusca Disciplina y la
perfecta aceptación de la continuidad de la vida sin temor a la muerte, que era tan sólo un viaje a
iniciarse con serenidad. Mientras tanto sería vital amar, tocar la flauta para soplar el hálito divino en
todas las cosas, como fue en el principio, danzar, disfrutar de todo.
1
Rea ( real) Na ( último)
2
Arte de la adivinación
3
Ciencia misteriosa basada en augurios
45
1
“Yo soy Chymeia, de Fiésole, la que tiene al sol y a la luna por padres”
46
en los demás. Verás con asombro que cada uno sabe como realizar los planes del universo.
Tu contemplación es alegría.
Tu descanso, tiempo de crear.
Tu fe, el único incentivo para continuar siendo en todos.
¡No apeles!
¡No reniegues!
¡No te apenes!
Sólo la continuación y el mejoramiento serán los bálsamos para tu angustia... y el Amor que en
sí todo lo contiene, siendo la esencia de la existencia.
-Si... Entiendo..., respondió el hombre en un susurro -El Amor sigue sus propias reglas, es
integralmente constante, genera sus expectativas y ofrece las respuestas... Cauciona sus convicciones.
Se refregó garganta y barbilla con el dorso de la mano, miró a Ramuthas que aún sonreía,
después a Chymeia,
- ¿Os quedareis para los torneos?, se sentía cansado.
- Agradezco vuestro convite. Sí, me quedaré.-
Sólo entonces la Fiesolense descubrió, en la frente de la jerarca, una estrella dibujada en
plateado, y ambas se recuperaron en la memoria. Eubea, un día, le había dicho algo que ahora
recordaba con persistencia:
“El hombre es inteligente cuando se sumerge en lo profundo de su corazón y desde allí ofrece
su naturaleza divina, adaptándola por medio de la razón a cada ser que encuentre en su camino”.
“Eso que tu crees ser el cielo, llama tu atención porque desde allí venían los hombres que
enseñaban a los hombres a ser como dioses”
Había una gran conmemoración en que el hombre festejaba la felicidad de ser apadrinado por
los dioses y agradecía la bondadosa aparcería que ellos les ofrecían en su magnitud de iluminados, de
existencias estelares.
Las embarcaciones ancladas en el puerto habían sido casi abandonadas y dormitaban acunadas
por las aguas solitarias. Las callejuelas tampoco comprendían tanto sosiego, aunque vanidosas con la
48
sosteniendo escudos, espadas y lanzas. Sus largas cabelleras desaliñadas se enredaban en los pectorales
de cuero. Sus barbas pelirrojas, en los collares de hueso y los cinturones anchísimos de hebillas
doradas armonizaban en rudeza y sencillez con sus brazaletes. Detrás de sí los carros arrastrados por
bueyes, con sus mujeres, niños y ancianos, transformaban las escenas rurales en domicilios urbanos
con habitantes toscos, alegres, que no reían porque sí, que no estaban solos. Que se renovaban como
los ríos con las lluvias, como el fuego con el rayo, como la tierra con cada siembra. Así estos hombres
renovaban en los juegos de cada año, la luz de sus espíritus y sus voluntades. Nada era ahorrado a sus
impulsos. La concordancia luminosa se movilizaba entre la niebla, en la oscuridad y sobre los temores.
Después cada atleta que había sido acompañado por súbulos y tocadores de lira, meditaba y
ofrecía su intención a su dios protector para luego exhumar sus fuerzas en los cuerpos untados de
aceite y sudor.
La música y los aplausos de los espectadores se oían al finalizar cada competición, lanzadas
desde las gradas impacientes, estimulando la preponderancia de uno y otro competidor orgulloso de su
patrimonio natural y auténtico anhelo.
Velthur asistía atentamente instalado a voluntad en su asiento, con una nítida despreocupación,
comportándose con cortesía solidaria cuando coronaba a cada vencedor como si con el pasar de las
horas su tristeza estuviera menos acentuada y su dolor murmurante ahora tolerable. Entretanto el
intercambio de salutaciones entre las diferentes tribus, clanes y grupos étnicos, inventaban ritos de
hospitalidad.
Compartieron con todos los convidados el banquete exquisito que había sido preparado para el
mediodía y manido desde el día anterior.
Tefor el augur de Tarquinii acompañado por cinco camilas conversaba con el lucumón.
Ramuthas que también participaba miró a Chymeia y su invisible gesto la convidó a retirarse a un
rincón donde no fueran importunadas por los serviciales que iban y venían por el salón.
-¿Creéis que nuestro pueblo pueda moldear su propio destino? ¿Que podremos compartir con
otros nuestra alegría sin reservas del por qué creemos en los milagros y vivimos en la comprensión
cálida de las acciones milagrosas?, preguntó Ramuthas.
La pregunta estaba travestida de infantilidad y Chymeia quedó impresionada.
- ¿Podrá la tierra generosa concomitar la transformación de los hombres sin que el antiguo
idilio entre ambos se desvanezca tornándose una falacia, concluyó?
Su hermana Eubea le había pedido tiempo atrás que escribiera un mensaje recibido en una de
sus consultas. Le había dicho que no era el momento de darlo a conocer; que ya habría un tiempo en
que el ser humano fracasado e indignado daría curso libre a su irremediable soledad, corriendo del
antagonismo a la auto-condena. Que las culturas se opondrían de tal modo a la naturaleza que sus ideas
50
incontenidas e intolerantes se asemejarían a las aguas intranquilas del lago cuando las corrientes del río
lo desbordan. Entonces “la palabra escrita que permanece en las manos” sería imprescindible y
reconquistada, y comenzó a recordarlo palabra por palabra:
“Id tras vuestro dolor. Perseguidlo, atenazadlo, acorraladlo y destruidlo.
El dolor es el causante del retraso en la humanidad terrestre. Hay que destruir al dolor. Lo único
capaz de hacerlo es la energía máxima que brota de la fuente del gran Sol Central.
Centraos y luego convocad al Amor para que os limpie. Es energía y cae sobre vosotros si la
convocáis, si os abrís para ella. Bebedla, hacedla correr.
Sed conscientes que sois esa misma energía y a cada persona que crucéis, convocad Amor para
él y que sea curado. La energía de la fuente consume vuestros dolores, hundíos en Ella y hundid al
planeta tierra en Ella.
¡Eso es un Holocausto! el sacrificio de vuestro dolor para la redención de un mundo.
Sed curados los que tengáis buena voluntad, que es la voluntad de la Fuente.
Había agregado: Que aunque desmoralizados los hombres traducirían sus deficiencias en un
gran poder de unificación, de confianza, de reconocimiento intimo, vivenciado en mudanzas de gran
significado”
¿Pero por qué Ramuthas interrogaba ahora sobre eso? ¿Infería alguna declinación en el
conocimiento del hombre sobre sí mismo?
La adivina buscaba afanosamente dentro de su alma alguna respuesta para esta mujer de
condición prestigiosa y a quien vislumbraba sinceramente conmovida con la evolución del
comportamiento de los hombres en el futuro, como si temiera que el mundo aprendiera a lidiar con las
normas milenares. En un impulso inconsciente en que los gestos demostraban emociones
multiplicadas, Chymeia entornó los párpados y la visión bárbara le produjo temblores y un comienzo
de sollozos.
Veía pasar rápidamente violencia, dolor y decadencia. Naciones poderosas y sus
desmembramientos, la intensificación del hiato entre el cielo y la tierra, la reacción de los dioses
condenados por la crueldad de la inexistencia. La libertad como una versión finita. La imagen de una
simiente luminosa que volaba en torno de una vela encendida, demostrando su fragilidad. Un ojo
enorme que escrutaba con dos iris celestes y... a su amada hermana que caminaba hacia el bosque
donde deteniéndose, elevaba los brazos y se perdía en una inmensa luz perpendicular y dorada que la
llevaba hacia arriba en cuanto Chymeia gritaba desesperadamente y se quedaba allí, impotente.
Después, la oscuridad exasperante y el acecho de manos innaturales, que desde la fronda le rasgaban
las telas de su túnica y agonizaban con un lamento agrio. Ella corría, lloraba, se deshacía de las garras
y un grito infrahumano, restricto a su ser interno, se debatía entre la motivación y la comprensión.
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Ramuthas sentada frente a ella, también con los ojos cerrados, acompañaba su transe, serena e
impávida. Sonidos surgieron como re-entrenando los músculos faciales y lentamente emitió el
mensaje:
“Sólo después del comienzo de la decadencia del último gran imperio terrestre, paulatinamente
“los que se originaron en el vientre”, los hijos del sol, volverán al espíritu de amor que unió al “nudo”
y que debe unir a la civilización que renacerá con ellos. Recordarán los mensajes, cada uno ocupará su
antiguo puesto o lugar, se quebrarán todos los dominios y los dominadores, y será otra era.
Cuando la luz sea hecha en la armonía, os encontrareis y armareis con perfección vuestra tarea.
Derramareis vuestra luz a conciencia de que estaréis aquí por elección propia para curar o bendecir,
que es lo mismo, las llagas del miedo que los hombres habrán hecho.
Mientras tanto, la tierra abre su corazón ¡Regadla constantemente!”
La inocencia del camino directo a la fidelidad pareció decaer en el acontecer cotidiano, en tanto
algunos encerraban aun el hábito de credulidad y pasividad. Porque en esos tiempos vinieron muchos
para proscribir miradas inocentes y argumentar con un lenguaje tan falso como las imágenes ávidas de
conceptualismo. Las palabras tomaron otros significados, insólitos in-formes de ficción que disminuían
la comprensión confiable de lo que sus mentes estaban acostumbradas.
Yo no comprendía muy bien los últimos acontecimientos, pero retornaba así mismo contenta a
mi lar.
Pasaría antes por el templo para llenarme del amor de Eubea, le contaría todo, mi hermana me
ayudaría a esclarecer la visión. Comentaríamos pormenores del viaje y sobre todo sentiría la felicidad
de rever a la sacerdotisa, la artífice espiritual que siempre definía los fundamentos de la vida con su
extraordinaria capacidad de entibiar sentimientos.
Saliendo de Tarquinii me sentí intensamente leve, nada me acongojaba en mi entrega a la vida,
al aire matinal, al conocimiento de que vivir era realizarse en las cosas menudas y realizar
constructivamente, la atractiva dinámica de la “trayectoria celeste”. Después de atravesar el 1Chirivus,
me sentí más apaciguada. El bosque ruidoso me recibía con sus sombras frescas y sus aromas. Con la
1
Tercer río: Tíber
52
mirada intentaba acompañar cada sobresalto de las hojas, respiraba profundamente y sonreía. En la
copa de los árboles vi como los pájaros, en gran número, se comunicaban con un lenguaje simple,
bendecidos por el nuevo día, girando y aleteando con expresión de no-esfuerzo, de tranquilo
desembarazo.
Una coneja y su cría escogían raíces, saltando entre los tallos de flores anaranjadas. Loa
caminos se abrían entre los troncos y el follaje con intención protectora, se cerraba en las ramas más
altas; una claridad blanquecina embebía los espacios inorgánicos y la energía se difundía mezclada a
corrientes de felpillas florales esparcidas y polen desprendido de las patas de los insectos.
En cuanto mi mente se vaciaba de contrariedades cada sensación en repetición se extremaba,
univerzalisándome. Por momentos pertenecí a los pasos ágiles del ciervo y su visión puramente
defensiva, o al crepitar de las ramas secas semihundidas en la tierra, al aleteo veloz de las abejas. Yo
era el cerne de la madera en la reminiscencia de la piedra, en la humedad del rocío. Yo era todo lo que
me rodeaba, recibiendo informaciones constantes e impresionantes de cada manifestación física. Mi
sensibilidad consentida me retenía amplificada con lo experimentado en el bosque, contenida en un
bienestar corporal y pigmentario. Las moléculas de mi carne se entremezclaban a mi piel etérea y se
temperaba la savia de mis territorios íntimos.
Un sendero liso y angosto me condujo hasta una laguna entusiasta de colores plateados donde
los juncos se limitaban a agradar a libélulas de posos inmóviles y vuelos inebriantes. Extrañamente el
agua se acomodaba al comportamiento de sus habitantes, sosegada en el centro y fuertemente brillante,
avivada y agitada sobre la lapa de las orillas más verdi-oscuras. Eran movimientos diversos, diferentes
ópticas y una misma naturaleza.
Vi al cisne a unos pasos de los juncos y pensé admirarlo más de cerca, me recogí la túnica y
entré al agua, mojándome hasta las rodillas. El animal ni siquiera se volvió y su deslizar blanco negaba
cualquier inquietud. Cuando la ondulación del agua, provocada por mis movimientos, llegó hasta sus
plumas, un deslumbramiento de alegría me alcanzó el alma, yo deseaba apenas mirar, oír y tocar y mi
expresión de infantilidad parecía crecer en admiración. Extendí el brazo tan lentamente como pude y la
curvatura de mis dedos adquirió con la forma de la palma una manera pequeña, llena de ternura pronta
para gastarse en caricia. Entonces algo me quemó, no como el fuego calienta la piel o la carne y nos
obliga a alejarnos, sino como la fascinación que permanece, arrastra y hasta sofoca pero así mismo fija,
extasía y embebe en creciente exuberancia. Me sentí invadida de sensualidad, de gentil bienestar. Las
retinas viabilizaban la entrada de la luz y de la imagen que se contorcía emitiendo soplos de
vibraciones hasta concluir en un sonido como un canto que se propagaba grave y ritmado. El cisne se
elevó sobre el agua, pero ya no tenía forma de cisne y lo que antes había sido su cuello negro, ahora era
cabellera, que generaba ondas brillantes y perfumadas. Las plumas, una a una, se deslizaban en
53
pliegues de una túnica comparada a la niebla rosada que va de encuentro al sol cuando amanece y la
piel de la ninfa era aterciopelada como pétalos de lirio. Mi mano extendida se anidó en la concavidad
magi-seda de la mano mutante, en cuanto la efervescencia del líquido, en nuestro entorno, se
aglomeraba como peces y emergía en mariposas doradas, que sin entorpecerse aunque fueran miles,
salpicaron el aire, revolaron sobre nuestras cabezas y se perdieron en dirección a los árboles. Sentí el
toque ligero de las alas en el rostro y en los brazos desnudos y aun cuando se alejaron me quedó en la
piel el cosquilleo estimulante. Había traspasado al mundo de la magia y aunque mi convivencia con
ella era casi cotidiana entendí que AIXIA era potenciar la entrega.
Calap: cleusal: tepne :ti: alplu: avsil: tev: Al costado de la cama cabe la sombra blanca
enuut: septnet: thuune: tu hermano desatará el nudo.
Capintia: culnech: appul: vanthu: ar: ialspa: Deja la copa descansar. La ira escapa.
cupe: unsannet: piersole: Carslima: Hazte violeta confiante, pacífica ¡Divinalma!
Era tan deliciosa la voz del ser, que conmovida me mantuve como nublada a cualquier otra
percepción, pero así mismo, sentí la libertad de preguntar con comodidad incuestionable.
- ¿Quién eres?
- El elemento del agua. Su espíritu, me contestó,
- ¿Cómo te llamas?
- Calfeísta
- ¿Por qué te presentas?
- Mientras paseabas por el bosque tu campo de poder se purifico por tu gran sentimiento hacia
la naturaleza y reforzaste la atención en el centro del pecho. Tu atención es la conciencia, desde allí se
irradia poderosamente la energía del amor. Cada ser humano tiene un generador, un sol para
mantenerse conectado con innumerables mundos o realidades diferentes, eso es la vida. La respiración
consciente alienta al fuego sagrado y el oxígeno alienta a la llama en el cuerpo físico. El fuego sagrado
eres tú con todas las potencialidades.
-¿Por qué a veces siento angostura y este sol se debilita tanto?- había por fin encontrado a quién
interrogar sobre la mustiedad experimentada
- Chymeia, me dijo- tu nombre significa ennoblecer lo ordinario, transmutar conociendo la
intención. Como la tierra te adaptas y fortaleces, desenvuelves tu comprensión, avanzas, mejoras y
como ella tendrás vida prolongada. Mas, vigila para que estos cambios no te provoquen tristezas,
recuerda ser alegre. El que siente alegría es invencible y ya no requiere para sí, lo único que lo mueve
es compartir, dar y así re-alimentarse con el gozo de los demás.
54
Tal vez fuera la ansiedad por llegar a Pirgy que hacía mis pies trastabillar en las piedras y
parecía andar en el mismo trecho del camino, siempre. El paisaje no cambiaba de perspectiva, los
montes se mantenían insólitamente detenidos, no corría brisa. Las manos me temblaban ligeramente,
las pantorrillas me aguijoneaban. Había caminado demasiado y ya no era tan joven. ”Sé alegre” me
había dicho Calfeísta “Regocíjate”
Le pediría a Myrizo que pintara la ninfa y el vuelo de mariposas, seria un hermoso fresco
parietal para el templo. Y al artista de Veio, conocedor de los metales, una estatua de Samla en bronce
que ciertamente Kharienia aceptaría para su palacio... y una mariposa azul para Eubea, para la blancura
de su pecho. Sí, para la Señora Azul, una mariposa azul en oro. ¡No! En plata para lucirla en los días en
que Usil marca las sombras con más color y demora más en el cielo.
Pasé cerca de unas casas y algunos niños me vieron y comenzaron a gritar mi nombre, como lo
hacen los niños, con audacia en los gestos y curiosidad en las miradas, adelantándose casi a tocarme y
retrocediendo luego para buscar la seguridad en las faldas de sus madres, interrumpiendo así la
actividad de los adultos que conversaban o trabajaban la arcilla. Los gansos correteaban perseguidos
por los perros.
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nosotros, entonces. Demasiada sangre corría por las colinas del Lacio, realmente la noble Kharenia
tendría mucho con qué preocuparse.
Durante muchos años habíamos vivido en concordancia con leyes y aptitudes, que no
renegaban ni de nuestra raza, ni de nuestra serenidad. Todo estaba organizado de acuerdo al orden
preestablecido naturalmente. No nos importaba demasiado argüir sobre entreverados intelectuales ni
proposiciones desencadenadas del comportamiento humano.
No cuestionábamos a los dioses ni a sus acciones, pues ellos nos aconsejaban en cuanto a qué
y cómo hacerlo. Casi todo estaba relacionado en la naturaleza para nuestra disposición e imitábamos en
la mayoría de las veces las actitudes de nuestros ancestros.
Yo misma había tenido mi tiempo para aprender algunas ciencias, la soltura para ponerlas en
práctica y continuar, como en mi visita a Tarquinii, conjeturando y discutiendo a respecto de muchas
cuestiones con hombres más y menos didactas. Mi experiencia mayor se basaba en la observación
directa de los fenómenos comprendiendo fácilmente la justa yuxtaposición del proceso de nacer, crecer
y madurar, lo que me permitía apreciar nuestra homogeneidad en la naturaleza. Yo llenaba las thinas
de mis días haciendo que cada hecho me recordara algo, levantaba gradualmente futuros imperfectos,
avanzaba con cuidado y tropezaba en la mayoría de las veces con la dualidad de circunstancias en las
que debía progresar alternativamente. Transitaba los caminos, descartando analogías.
Las hiedras refrescaban las paredes del templo y todo pertenecía al silencio. Incursionar en su
autoridad visiblemente imperturbable, parecía una indiscreta actitud.
Llegué cuando el cielo imitaba el color del cieno y el viento mezclaba los olores desiguales de
las plantas en un generalizado velo terroso, que pairaba sobre el techo, golpeaba la acrotera y deslucía
las aguas con ondas cada vez más desordenadas. Tuve que ceñirme el manto para no sentir frío, y
empujar con fuerza la puerta pequeña del fondo por donde Eubea salía a la playa cuando no la
ocupaban sus meditaciones. La semi- oscuridad calmó mis ojos y las telas de mis ropas, había una
candela encendida y también allí el silencio era el hospedero. Examiné el círculo de piedra, nuestro
fuego sagrado estaba apagado. Sobre el ara del santuario había un polvo fino de días sin limpiar.
Presentí que los dioses habían abandonado este lugar, insatisfechos, tal vez, por el tratamiento
demasiado reverente de nuestra parte. Ellos no podían ser encerrados en estatuas de barro, espacios tan
reducidos y colmados de dorados metales. Creo que Apolo, aun en su condición divina, prefería andar
disfrutando del sol en los caminos pedregosos, sobre la hierba mullida o en la arena mojada a sonreír
paralizado dentro de una fortaleza de piedra, atendiendo a nuestros rituales.
58
No conseguí soportar la soledad espinosa del lugar. Encendí algunas velas del candelabro
esculpido en piedra verde y quemé esencias que encontré sobre el altar menor. Necesitaba reflexionar,
a pesar de sentir sólo ganas de llorar y me acurruqué en el pavimento, escuchando como se aproximaba
la tormenta precedida por el tropel acústico y el siseo del viento. Tal vez tuviera que dormir allí,
después buscaría a Myrizo para que me contara qué estaba ocurriendo. En esa noche, la más solitaria
de mi vida, carecía de amigos, no había cantos y mi dios interior se encogía.
El sueño me fue tomando en un devaneo de redes vagas al igual que el árbol derribado se va
aletargando en el suelo aunque su savia furiosa se empecine en seguir circulando. Mis sueños fueron
confusos, saturados de enigmas, de insospechados significados, yo sabía que era la voz de los dioses
pero de esta vez, su lengua me resultaba casi incomprensible. Charún1 se presentaba en forma de niño.
Un niño artero, lleno de caprichos, con astucia disfrazada en cuerpo y rostro inocentes. Me ofrecía
graciosamente concesiones, taladraba mi ambición tanteando mis deseos menos sujetos al alma y más
próximos a la codicia mientras yo me negaba una y otra vez a ser recipiente de sus ofertas. Entonces
mi recusa multiplicaba las fuerzas de su imposición, aumentando el asedio; ampliándose los limites de
desequilibrio y dudas. Mi casa estaba sobre una montaña y un hombre alto de cabello rúbeo, que
parecía ser mi compañero y del que recibía mucho afecto, me convidada a viajar con él. No sé hacia
donde, pero debíamos bajar una pendiente con senda amplia y sinuosa. Mientras tanto el niño Charún
recorría toda la casa, realizando maravillas con sus poderes. Llegó a transformarse en un simio absurdo
que echaba heces en todos los lugares de una amplia sala y hasta encima de mí. Me sorprendí de que
no tuviera olor. Cuando iniciábamos el descenso, nos interrumpió y dirigiéndose con palabras
agresivas me advirtió la conformidad en detener su hostigamiento pero antes, dijo, debía practicar un
rito para dejarme en verdadera libertad y lo hizo con enojo. Tomó una de un amontonado de espadas
anchas y oscuras sobre el piso y apuntando a mi corazón declamó palabras extrañas y la dejó a mis pies
al lado de mi cuerpo. Luego tomó la segunda y las demás, señalando siempre algún punto en el pecho
como en la espalda hasta que llegada la última sentenció,
- ! No aceptas mis regalos, tampoco tendrás nada que haya sido dado por mí!-
Su rostro estaba tomado por una mueca, se volvió y se marchó. Después también lo hicimos
nosotros.
Las espadas quedaron en la casa. Eran siete.
1
Barquero que conduce los muertos al infierno
59
Confundiendo el barullo de las olas con el del viento de la noche pasada, desliaba
perezosamente el camino de regreso a la vigilia. Las luces del interior se habían apagado. Bebí agua
fresquísima del grifo de piedra y salí con intención de bañarme ya que el día nuevamente estaba muy
caliente. En la bolsa de piel encontré ropa más fresca y arreglé las cintas de mis sandalias tan roídas.
También comí unos pancitos que Felixia me había dado y fui llegando a la casa de Myrizo.
Fui directamente a la ventana desde donde ella veía el mar cuando trabajaba y la encontré con
la mirada lejana, mirando más allá del agua y de sus confines. Se alegró de mi visita, yo de encontrarla.
Rodeé el frente y entré. Me tomó las manos y me besó en los labios. Instantes después colocó en un
rincón varios almohadones para que nos sentáramos a conversar. Primero quiso saber de mi viaje, de
las decoraciones del palacio de Velthur. Si había visto cerámicas nuevas, pinturas, y cuán avanzados
estaban los maestros del arte de aquel reino. Le conté todos los detalles que mi memoria me permitía,
le comenté también del juego con dados y de la sorpresa cuando había ganado en tres lances. De
repente detrás de las risas de nuestros comentarios su rostro se anubló, recién entonces percibí que su
cabello no lucía aquel color rojizo tan bello de antes, lo llevaba sujeto en una trenza, parecía triste.
Comenzó a hablar, cortando las frases, buscando las palabras exactas que le resultaban tan
difíciles, porque aquello que intentaba explicar, tampoco ella lo comprendía muy bien.
Me dijo que a un día de caminata de allí, no sabía desde cuándo, convivían habitantes en una
población, se decía, organizada por gentes venidas del otro lado de los pantanos del este. Que esa
ciudad tenía su santuario y sus dioses, y que el lucumón, muy guerrero, armaba indiscriminadamente
un gran ejército a la vez que murallas la fortificaban, haciéndola impenetrable. Eran hombres rudos con
sus propias leyes y afanes propios, que condicionaban sus actos a la idea común de la fuerza. Algunos
habían venido hasta el templo en representación del nuevo rey con convites, y mantenido
conversaciones con Hodós y Eubea. Myrizo mencionó que nadie había compartido tales
conversaciones. Se miró las manos que descansaban sobre el vientre y susurró preocupada. Ella sabía
la intención. Al llegar a Ruma retendrían a Eubea para consultas y cultos en aquel lugar, en tanto
Hodós a su vez habría aceptado el cargo de consejero a cambio de buena paga, tal vez riquezas y
posición de respeto.
- ¿Y Adana?, le pregunté -¿Venía de tan lejos para qué? ¿Dónde está?
Me respondió a medias diciendo que Pyrgi sería anexado a Ruma. Adana había viajado con
ellos y luego volvería para instalarse a orilla del mar, ya que ese lugar era estratégico para la nueva
ciudad que se hallaba lejos de la playa. Myrizo dijo también que no se quedaría allí. Viajaría a Veii por
una ruta del sur junto a otras personas que querían alejarse de este lugar donde la violencia se tornaba
cotidiana. Ya estaba casi todo preparado para su partida, nos despedimos con la promesa mutua de
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revernos.
Yo entendía que algunos de nuestra tierra patria hubieran decidido separarse a otras
comunidades pero era nuestra propia sangre que se rebelaba con aspiraciones de conquista.
también pensaba en mi hermana, en su amor por el monje, en los años de su espera y otro sentimiento
me excedía: aunque justificara fácilmente lo sugestivo de una punición, omitir responsabilidad por mis
acciones futuras afectaba mi alma y mis ojos como el leño verde que arde. Estaba desorientada con la
rapidez de los pensamientos y la dificultad de convencerme dentro de esta barrera de emociones y
razones. Imaginaba otras situaciones iguales que podrían acontecer, desequilibrando mi acción interna
de seguridad con la externa de imprevisibilidad. Yo tenía la conciencia feliz de la organización natural,
el conocimiento ingenuo del poder de coerción de todo lo que me rodeaba, apenas continuaba en el
vacío ignorante de los sentimientos ajenos y esto me empapaba de impotencia. Algo como un manto
irredimible me cubrió superlativando mis dispositivos de alerta, entonces no lo consideré nocivo.
Sentía su viscosidad, su impermeabilidad... sentía miedo. Eso mismo había visto en los ojos de Myrizo,
e identificado, muchas veces después, en otras muchas miradas.
Ruma
En la última mitad de mi vida había caminado casi sin rumbo. Iba de aldea en aldea, de ciudad
en ciudad comiendo lo que me daban a cambio de mis adivinaciones y consejos a las gentes respecto
de sus sembrados, de algún negocio con cabras, peces o artesanías.
Siempre me recibían con cariño, a su manera todos me respetaban o me temían, pero en las más
veces había encontrado demostraciones sinceras de amistad.
Conocí a mi madre, pero no a mi padre, desaparecido en un naufragio en el gran 1Mar del
Medio, toda mi sensibilidad venía por la sangre materna. Recuerdo mi adolescencia, estudiando en el
colegio con hombres y mujeres sabios, algunos sacerdotes. Y recuerdo también mis inquietudes
estimuladas por la calidez de sus maneras de hablar. Después resolví considerar directamente las
acciones, aun por caminos diferentes y hasta desacordes, en los que conseguía siempre algún indicio de
eficacia práctica. Los Ostenta2 eran la base de mi razonamiento.
Recorriendo nuestra tierra, desde Fiésole hasta el sur, llegué a comienzos del tiempo de los
frutos al Lacio y allí encontré la gruta donde instalé mi casa, lugar que Samla también eligiera para
parir. Era su primera cría y me había aceptado por ser un animal muy joven y reina de la manada,
1
Mar Mediterráneo
2
Fenómenos
62
aunque tuve que permanecer a oscuras durante toda la noche en que nacieron sus tres cachorros y
escuchar a los otros lobos rondando, vigilando y festejando con aullidos cada vez que uno de los
animalitos comenzaba a respirar por sí, como si supieran desde afuera lo que acontecía paso a paso.
De la manada, sólo una hembra puede procrear, manteniendo así un número reducido de
componentes bien organizados y como en nuestras costumbres, la importancia de ellas es respetada por
todos. También observé que los lobos nunca luchan hasta la muerte. Lo hacen hasta probar que hay
uno más fuerte para ser el jefe, mientras el vencido le muestra barriga y garganta en señal de que
admite su superioridad.
Así pasamos en compañía mutua muchos años con Samla, que no se alejaba demasiado de la
gruta, pero vivía con su manada en libertad ya que nunca pretendí domesticarla. El animal elegía
cuando estar conmigo y cuando no. Sus compañeros nunca me atacaron pero no se acercaban a mí
como la loba negra con quien recorrí el bosque y rodé en la hierba, jugando como uno más. Siempre
me concedía conocer a su prole y una vez hasta toqué uno muy parecido a ella.
La sacerdotisa solía mirarnos con curiosidad cada vez que nos acercábamos al templo paseando
por la arena. Es cierto que la apariencia de la loba no era mansa y tal vez mi estatura pequeña hacía
vérsela más grande de lo que era. A Myrizo en cambio le gustaba acariciarla, pero por Samla conocí a
mi hermana.
Al principio apenas nos miramos largamente. Éramos muy parecidas en lo físico, con casi la
misma edad, aunque dominábamos poderes diferentes que hoy comprendo se equilibran, de allí la
atracción y el amor que sentíamos. Yo era la fuerza de la raíz que se hunde en la tierra para extraer su
alimento con obstinación, la resolución del tallo de elevarse a pesar del viento y no pocas veces me
había quebrado. Ella era la candidez de la flor y la sabrosura de los frutos, el perpetuarse en la semilla
y la esperanza del renacimiento. Ambas éramos hijas del mismo vientre ancestral, concebidas de
humanidad, materializadas en los ciclos, acrecentadas de intuición. Cierta vez me regaló un pequeño
manuscrito donde poemas suyos reflejaban la sabiduría y transparencia de su espíritu, encabezándolo
con frases que se asentaron para siempre en mi corazón,
A la identidad se le consume el destino
cuando ve como un fin, su principio.
Entonces escribo la palabra “Hermana”,
otorgándole la fertilidad de la simiente
y la fe leal de la raíz.
Porque por la Gracia de tus Dones
Todo siempre ha sido más fácil.
63
Ella también reconocía la comunidad de nuestro origen. ¡Cómo necesitaba en esos momentos
que Eubea me condujera amorosamente a mi antiguo cauce de armonía! Muchas veces habíamos
recorrido los meandros del pensamiento y moderado lentamente sentimientos inquietos. Yo me movía
a veces con la pasión del 1Vulturnnus en el estío, mas con su paciente conducción reducía mi
vehemencia.
-¡Despierta!, me había dicho su voz -¡Despertar es entregar el sueño ¡Entrega tu sueño de
desamor, tu ilusión de estar sola en medio de la niebla. Pon tus manos en alto y en ellas tu cúmulo de
ignorancias y ofrécelas. Dalas al cielo, no a tus hermanos que están tan perdidos y temerosos como tú.
Después toma la antorcha que se te ofrece. Tómala y bájala hasta el centro de tu pecho. Es la única luz
que disipará tu malestar. Tu obligación es: Estar iluminada o ser iluminada. Tu registro duro de la vida
y de sus circunstancias NO ES REAL. Y lo que tú quieres es nadar en la solvencia de la Luz que es la
solvencia del Amor. Aparta la idea de Yo que tienes. Entrégala. Sacrifícala. Así tal como está es
ilusión que se desvanece al primer ventarrón. Quítate ya ese vestido tan pesado que traes. Toca, mira,
habla, oye en todas las cosas y seres que te rodean y ayudan sin saberlo y aún cuando parezca lo
contrario.
Respira hondo y vuelve. Vuelve para que la manifestación sea en tu individualidad sin tardanza.
Bebe que estás demasiado sedienta. Extráete. Extráctate. Desde el centro de tu pecho. Desde la
Fuente
Desde el sol de tu Uni-verso. Allí estás. Allí eres. Porque allí te unes a Todos y a Todo”
Caminaba hacia la establecida población ya con menos enojo. Debía ver más allá de lo que las
apariencias me mostraban, debía volver a mi punto de encaje, recordar AIXIA.
Al salir de una espesa arboleda divisé las colinas de Ruma, parecía haber tanta actividad.
Después de pasar por sus murallas recorrí algunas calles donde muy pocas mujeres, algunas muy
jóvenes con miradas huidizas, vestimentas austeras y sobre todo silenciosas, cargaban cestos y cántaros
de agua.
Sus moradores parecían hombres bastante toscos y casi todos, sino todos, aprestados a
ocupaciones típicamente militares. Se escuchaban los martillos maleando en los yunques al hierro de
las armas con sonidos repetidos y desarmoniosos. El olor de los establos era penetrante, nunca había
visto tantos caballos y tanta dedicación en sus cuidados. También vi artesanos que cortaban y
trenzaban lonjas de cuero. Nadie me miró, ni siquiera con curiosidad por estar demasiado ocupados en
sus preparativos.
1
Viento del S.E, aire caliente del verano
64
Había casas de piedra, de madera y hasta pequeñas tiendas de telas que la brisa ondulaba
permanentemente. Me llamó la atención no ver niños. Diferente de las ciudades que hasta entonces
conociera, donde siempre eran los primeros a recibirme con gritería, mechones en los ojos, rodillas
lastimadas y moco en la nariz.
Orientándome por el trazado de otras construcciones seguí por una avenida más ancha que por
costumbre siempre llevaba al foro y allí vi los edificios en el centro de la ciudad sobre una ladera: Foro
y capitolio, ningún pueblo nunca se olvidaría de sus dioses.
Dos soldados a cada lado de la puerta en arco me detuvieron, allí sí, había limpieza y lujo. Uno
de ellos dio aviso a un hombre viejo con toga blanca, quien después de escucharme decirle que venía
de Pyrgi y deseaba ver a Eubea, me indicó pasar y aguardar en un enorme vestíbulo donde la
decoración era muy parecida a la de nuestros palacios pero con incremento de estatuas de bronce, no
de dioses, sino de hombres en posturas altivas, coronados de laureles y con atuendos de la milicia. Me
pregunté por qué ninguno sonreía, si bien nadie que hiciera la guerra podría mantener la risa en el
rostro porque el simple hecho de luchar implicaba preocupación e iracundia.
Por primera vez vi a Eubea correr, lo hacía con impaciencia hasta que llegó a mí. Su rostro
parecía cansado. Me abrazó con fuerza, me besó preguntándome varias veces cómo me encontraba de
ánimo y me condujo al interior de lo que supuse era una biblioteca. En aquel lugar cómodo, amplio
había manuscritos de todo tipo. Alcancé a ver algunos, redactados en caracteres que yo conocía, a
pesar de que nuestros escribas tenían varias maneras de escribir para mantener sus obras en reserva y
bien ajenas a la comprensión de cualquiera que los leyera. Acostumbrábamos a combinar varios
estilos conocidos con algunas lenguas de los pueblos vecinos, pero había expertos en letras,
generalmente sacerdotes, que usaban signos y grafías regulares con significados apenas conocidos por
ellos.
Nuestro territorio era visitado por muchas gentes, venidos de las montañas, del mar, de las islas
y era obvio que mantuviéramos nuestros conocimientos más ancestrales resguardados de aquellos que
no pertenecían a nuestro origen, no por egoísmo, éramos solidarios con los visitantes, respetábamos sus
costumbres y respetaban las nuestras, pero las enseñanzas de los antepasados a veces diferían de las
suyas y esto principalmente era nuestro mayor legado. Podíamos aprender, y lo hacíamos, técnicas
variadas en las artes, pero estábamos unidos a lo largo del territorio por sentimientos más alegres y
menos complicados que otros pueblos. Ya habíamos sido guerreros, piratas y conquistadores. Ahora
establecidos y organizados vivíamos en complaciente paz. Ahora, ésta era nuestra patria y debíamos
honrarla. Cuando la madre nos abre sus brazos, normal es que ocupemos su regazo con dulzura y
besemos su seno con gratitud, pues sus labios pueden pronunciar cada nombre de sus hijos aunque
éstos formen una nación.
65
La sacerdotisa me dijo que estaba siendo de gran ayuda al soberano quien tomaba sus augurios
con aprobación pues pretendía gobernar haciendo honor a su estirpe, con sabiduría y benevolencia.
¿Sería posible que ella no hubiera visto aun cómo se organizaban en las calles hombres, animales y
armas? Que Hodós estaba satisfecho con sus tareas y nada quedaba del monje irresoluto y dubitativo.
Sabía que no podría abandonar la ciudad lo que no la preocupaba, dijo que podríamos reunirnos
cuando quisiéramos. Le recordé que Myrizo ya no vivía sobre el mar, y Kharienia habitaba un reino
con quien los actuales moradores no mantenían relaciones amigables.
Quería contarle, además, mis temores, la conversación con Velthur, mi tristeza pasada cuando
ella partiera, la aparición de la ninfa, mis sueños. Lo único que hice fue escucharla decir que estaba
feliz, más enamorada y nuevamente presentí que me ahogaría en mis propias estimaciones. Era como
esperar la primavera, aturdida por el gorjeo de las golondrinas... me hablaba como si yo aun sintiese en
mí el mismo sentimiento por el insulano y dejé que así lo creyera, deseosa de que el remanso de su
devoción me poseyera.
Acordamos reunirnos en un bosque lindero al río no muy lejos de allí. Ella mandaría a avisar a
Kharienia y a Valvia, y pediría que también lo hicieran con Myrizo. Adana y Rásvena la acompañaban
temporariamente, de manera que irían las tres juntas, Eubea contaba con la presencia de Hodós y esto
era lo que yo más temía. Recelaba cuál sería mi comportamiento en su presencia. Nos encontraríamos
dentro de dos días a la mañana temprano.
Hodós no asistió, tampoco Myrizo por estar demasiado atemorizada.
A través de las hojas amontonadas en las ramas copiosas, se filtraban los haces lumínicos de la
claridad matinal, guardando direcciones oblicuas. Y segmentados, de cuando en cuando, por el
movimiento del viento en la convexidad verde hacían que las copas parecieran una flota de abstraído
origen navegando sobre la mancha oscura del suelo donde hundían sus remos transparentes.
El aire apañaba los perfumes; la tierra, la humedad. Los pájaros, el silencio, enmadejándolo
alrededor de los troncos hasta el atardecer. Yo había pasado dos días con sus noches deambulando
desde que saliera de Ruma. Me alimenté con las últimas pocas frutas del verano y algunas pastas de
trigo que Eubea me diera. Pronto vendría la temporada de lluvias, luego el invierno y se precipitaba
sobre mí el deseo de encontrar una morada más amena, tal vez más templada. Hasta nuestros muertos
disfrutaban en sus hipogeos y sus huesos ya no reclamaban como los míos al relente.
Apoyada la espalda en la corteza descascada del estoraque añejo, ensoñaba con un hombre que
me amara descreído de desconsuelo y concebido de labios alados. Cuyo cuerpo se pareciera al de
66
1
Silvanus con la suspicacia de Mercurio, la decisión de Hércules y la pureza de Aurora. Que fuera en
su animosidad como 2Voltumma y como 3Vanth acogiera mi alma resuelta a disfrutar. Libre como
Diana en los bosques. Alegre como 4Marvsias en sus músicas. Y que en el aliento de Baco me
conformara con hijos, tantos como los granos que abarcaba el rastro de uno de mis pies en la arena.
Sentía nostalgia del que no había llegado:
Los dragones solitarios se amodorran
en sus cubiles afuera
sólo existen en la fantasía de los hombres
o en la veneración de los sabios.
Mas, sabremos no ser una quimera
y nos encontraremos
compartiendo siglos de letargo
concretizando cuerpos, calores.
Lentamente, suavemente
los mitos se quebrarán
y la metamorfosis se realizará.
Cuando nuevamente adormezca
a esperarte otros siglos, regada, besada,
mis sueños se poblarán
de las memorias de tu hálito.
Y... quizás... un dragón dormido... Sonría.
Me trajo a tona el percutir de cascos. La biga apareció conducida por un soldado bien
uniformado. Usaba las mejillas y el mentón en cuidadoso afeite, el cabello cortísimo y su pectoral y los
arneses de los animales, relucientes.
Eubea venía con él, en pie. En su sonrisa se deleitaba el aire y se aventajaba la vida. Vestía una
túnica a los tobillos, azul-turquesa y calzaba sandalias doradas. Un velo del mismo color protegía sus
cabellos en el andar rápido del carro. No me animé a preguntar por su compañero. De inmediato vi otro
vehículo del que descendieron Rásvena y Adana conversando. Una vestía de blanco, la otra de amarillo
1
Semidiós de las selvas
2
Dios de las estaciones
3
Diosa bienhechora del infierno que acoge a las almas
4
Sátiro que toca la flauta
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pálido. ¡Estábamos tan contentas con este reencuentro! Una vez más fui receptora de los cariños
exagerados de Rásvena que siempre recordaba la vez en que nos conociéramos y yo me intimidé con
su manera de demostrar amistad, entonces ella me mirara aturdida como quien mira a un guerrero
bárbaro que se perfuma de lirios. Adana era prudente en los movimientos, en las palabras, en la
vestimenta. Lo único travieso e infrecuente era su mirada azul. Notávase concentrada en los
pensamientos, práctica y pronta a transmitir, llena de paz y afecto.
Extendimos mantas y nos sentamos a esperar a las demás que llegaron, no pasado mucho
tiempo. Kharienia rebosante y Valvia espléndida de calidez nos saludaron con expresión de placer
dando grato significado a los vínculos fraternales que nos unían. La princesa estaba envuelta en sedas
tan tenues como la timidez de sus ojos. Valvia, sensibilizada en el verdor malva de su feminidad,
solamente interrumpida por los guantes de cuero que usaba para no maltratar las manos con las correas
ásperas con que sujetaba a los caballos.
exquisitos y deliciosos jarabes. Halláis en vuestro fondo el néctar perfumado del que liban las abejas
para fabricar el Amor que es la más poderosa medicina”
Hubo una brisa grávida de encantamiento. Valvia miró hacia arriba y descerró un gemido agudo
de sorpresa. Podía verse sobre los árboles el azul resplandeciente de un cielo perezoso de inquietudes.
Mas, desde las ramas oscuras, como emanando a través de la fibra leñosa, se desabrocharon flores, que
concretada la expansión de sus pétalos, se desprendieron en lluvia silenciosa.
- ...Si abrís “al despertar” vuestras corolas y fuentes receptivas, libando y bebiendo desde la
Gran Madre Copa-Flor, aspirando su poderoso néctar de Amor, podréis sin dificultad dejar que los
demás seres beban y aspiren de vosotros después. Aprovechad este festejo y bebed del que ya
aprendió, del que tiene vuestra misma naturaleza..-
Púrpuras y violáceos, rosados y blancos cubrieron nuestro entorno, nuestros cabellos y túnicas,
después desaparecieron como el rocío reluctante del amanecer.
- ...La posibilidad del sol está en cada uno- Continuó Eubea- Basta filtrar en cada rayo
individual el poder Solar. Basta querer aprehender la verdad de vuestra herencia. Ninguno de
vosotros es originario de este mundo. Habéis venido a él cuando fue necesario guiar y enseñar a los
primitivos hermanos del planeta. Habéis sufrido en la materia la persecución, tortura y muerte tantas
veces que también caísteis en la costumbre de la barbarie. Pero es tiempo del Sol, de la Luz. Sois los
ricos de la tierra porque tenéis la experiencia acumulada.
Ejercitaos sin más demora. Tenéis todas las posibilidades. Usadlas.
Sólo sois energías para hacer de contrapeso al caos y la confusión de final y principio de Eras
diferentes.
Asumid lo que sois, partes importantes de un Todo que contiene en sí al Todo”
La voz del oráculo se desvaneció y fuimos abriendo los ojos, Observé el rostro de Valvia, era la
única que permanecía en arrobamiento, las demás distendimos brazos y piernas entumecidos por la
posición.
El sol parecía inmóvil sobre el mundo destellando como una gran lucerna. Recordé el palacio
de Velthur y seguí el paso distraído de los caballos atados al carro que pacían en la solana cercana a la
ribera. Me pregunté dónde estaría el soldado que acompañara a la sacerdotisa y fui interrumpida en mi
rumoreo por la voz de Valvia, primero entrecortada y vacilante, afirmándose a medida que crecía
nuestra sorpresa.
- Lo veo envuelto en luz blanca algodonada, siento que es aromatizada y tibia. Es él, pero mi
mente acepta en lo íntimo, que es la suma de masculino y femenino. Veo su esencia, no su envoltura.
Está hecho de materia y fuerza.
Lo primero que me sustrajo fue girar la cabeza hacia el tronco añejísimo como a veinte pasos de
69
nosotros. La mujer seguía hablando, yo no escuchaba. Lo vi. Tenía altura mediana y un hábito de
sacerdote, marrón de piel de camello esmeradamente curtida. Cubriéndole el rostro a medias, el capuz
delineaba un cráneo armónico y contrastaba con la barba semi-blanca y corta.
Caminó como si no sintiera el atrito de sus ropas pesadas contra la piel. Besó a Valvia en la
frente y a todas con su mirada negra.
Me sentí en el tope de un precipicio y creyendo que me estaba arrodillando, golpeé el rostro en
el suelo. Alcé la mano derecha en un espejismo de movimientos del brazo, de los dedos, que intentaban
aprisionar lo etéreo. Fui cegada por su brillo y su perfume me ahogó como rosas de otros jardines fuera
de este mundo, consiguiendo un acto único: tocar su túnica y en los labios, el roce áspero del tejido me
desvendó el misterio austero del universo en una sola imagen... y lo besé. Después busqué la mirada de
Eubea que sonreía. Ella comprendía. Mis sienes golpearon como las mazas en el metal de los herreros.
Hubiera querido ver a Hodós, perdonarlo siendo fiel a la promesa de convertirme en herramienta, en
sus manos. Concluir con las peticiones de mis intereses. Dejar de evidenciar mis discordancias
superando las teorías. Aprimorar sobretodo el ritmo de mi despertar desde la virtualidad.
- Amadas. Amadas. Amadas
No os sorprendáis de ser tan amadas. No os enjuicies de tan mal modo. Natural es amar y ser
amado. Antinatural es no serlo
No vi que se movieran sus labios pero escuché sus palabras. Zaikar hijo celestial de Tinia,
inesperadamente había diluido la curva de los tiempos y estaba con nosotras, podíamos sentir su poder.
-Algún día escribiréis y los antiguos leerán, pues los cimientos de muchas murallas servirán de
cimientos a más y más ciudades.
Ya aprendisteis a Crear, Descrear y Recrear porque la ley perfecta es energía circular, como
lo es la vida, ahora quedaréis libres para que cada rayo evolucione y se cree individualmente.
No os enojéis con vuestros hermanos. Cada pensamiento o sentimiento de amonestación para
con alguien es un nudo de energía donde se baja la vibración y es necesario “despejar el aire”
Entregad vuestra ayuda y la recompensa será el júbilo y la abundancia que buscáis.
Las llaves son: Sabiduría y Felicidad.
Sea hecho con la flor un mismo acto: una convocatoria.
restringían a medida que el verano terminaba y las hojas se enmascaraban en sus amarillo-ocres. En un
círculo mal acabado de fuego y calor, las brasas muy debajo se irisaban y encima de ellas, maderas
secas avivaban más y más la furia del consumante ardor que tomaba fuerzas para catapultarse hacia la
negritud lejana. Estábamos alrededor de ese fuego, desparramadas como radios luminosos, estirados en
el suelo, aun templado. Descansábamos los músculos, los huesos que horas antes soportaran presiones
inmensas con temblores y sudores imposibles de contener. Algunas suspirábamos, quedo. No
soñábamos, apenas recordábamos dormidas la experiencia pasada, el reencuentro después de tantos
años, tantas vidas, tantas incongruencias.
La inocencia había pasado.
Volví a encontrarme con Charún, de esa vez se figuraba como un anciano cordial que
conversaba conmigo, disgustado con su esposa, joven y sensual quien era muy ambiciosa y
dominadora. Me decía que sus riquezas apenas le alcanzaban para satisfacer sus caprichos. Pude verla
en una habitación que daba al jardín donde estábamos, de cuerpo estrecho y melena negra. Yo le
contaba que sobrevivía con muy poco, entonces nuevamente me ofreció su ayuda, dándome, lo que
dijo ser, lo único de valor que tenía a su alcance. Me entregó dos espadas cortas y dos puñales a los que
rechacé. Mas, mientras lo hacía, desenvainé, llamada por la curiosidad, una de las láminas de su funda
en cuero negro labrada en oro, y vi sorprendida que la hoja de metal estaba quebrada quedando apenas
la empuñadura, a lo que el anciano sonrió con burla. Tuve muchos otros sueños, con muchas gentes y
en muchos lugares, pero no conseguí recordarlos.
Olí el aceite mixturado a hierbas en el ungüento que me untaba casi todo el vientre y pecho.
Quise erguirme del lecho blando para reconocer el lugar en que me encontraba y desde donde
escuchaba rumores familiares, trinos de pájaros, cantos de ranas y el olor particular de los lucios. Mas
el dolor debajo de las costillas por el lado izquierdo fue tremendo, las piernas se me contrajeron y perdí
la visión. El oído permaneció atento.
- Carslima no te muevas. Equilibra tu energía y no desatiendas los reclamos de tu cuerpo físico.
Escuchar la voz de Calfeísta me produjo una inmediata tranquilidad, aunque mi mente
deambulaba por parajes enlaberintados. Me di cuenta de que nos habíamos reunido muy cerca de la
laguna donde conociera a la ninfa y que seguramente con tremenda herida provocada por el arma del
romano, me habían dejado allí ciertos de que moriría.
Le pregunté sobre mis hermanas y sólo por la dulzura de sus palabras no entré en desesperación
a pesar de las noticias que me daba. Dijo que Kharienia y Valvia estaban prisioneras en Ruma y que el
padre de la princesa iniciara una guerra feroz contra la ciudad, plagada de batallas sangrientísimas y
72
muertes incontables en los ejércitos de ambos reinos. Que Adana y Rásvena, de regreso a Pyrgi,
realizaban sus tareas habituales aunque custodiadas permanentemente. Que el monje había enloquecido
y deambulaba por las colinas. Gritaba que se ahogaba en la “oscuridad insoportable”. Que a veces
llamaba a Eubea, otras pedía que Chymeia lo ayudara.
La ninfa vio el rictus en mi semblante y agregó,
-Es demasiado cedo para que te preocupes. Mejor será, recuperarte. he trabajado sobre los hilos
de tu urdimbre energética, ahora precisas continuar usando las hierbas medicinales que curarán tu
carne.
Me explicó que el ungüento contenía esencia de oliva y polvo de pie de lobo1, a veces también
hojas de áloe por ser excelente sarcótico. Me daba a beber tisanas de gentiana2, maiorana3, anthemis4,
tilia5. Me había trenzado una corona con ramos de alfazema6 , rosmaris7 , salvia y violeta. A veces
cambiaba éstas por verbenas y me hacía inspirar arbusto8 de Beocia en estrechos momentos. Pasados
varios días, cuando ya estuve bastante recuperada y la herida comenzaba a cicatrizar, usaba esencia
aceitosa de apio de piedra de la isla de los Sardos9, no en la herida propiamente, sino en algunos puntos
de los brazos, piernas y la cabeza.
Nunca vi donde ella preparaba los ungüentos o las tisanas, apenas me los traía y explicaba sus
componentes y procesos de preparación. Siempre tuve ropas limpias y el lecho cómodo, blando y tibio.
No sentí frío por las noches, ni calor durante el día. El viento no me incomodó, el rocío no me mojó y
cuando Calfeísta no estaba conmigo, el cisne se deslizaba imperturbable sobre las aguas.
Cuando pude comer me ofreció cecina de pescado con algunas hojas de coentro, uvas con miel,
suco de limón con remolacha y menta maceradas.
Otra vez pregunté a la ninfa sobre lo que estaba aconteciendo en el sur.
-Ruma no será apenas una ciudad más, me contestó -La hiedra tiene un tallo y puede extender
sus brazos indefinidamente mientras las raíces aéreas encuentren donde asirse. Nada las detendrá a no
ser ella misma cuando su ciclo se haya completado y otras plantas se tornen más fuertes ahogándola,
mientras tanto ninguna flor desabrochará.
También me enseñó valiosas artes en la respiración, fricciones, meditación y un método
apropiado para despertar amorosamente. El proceso era muy apaciguador: después de conseguir una
1
licopodio, cicatrizante
2
febrífugo
3
orégano, antiespasmódico
4
manzanilla, antiinflamatorio
5
tilo, serenidad
6
lavanda, armonizante vibracional
7
romero, analgésico
8
canela, estimulante
9
perejil, estimulante nervioso
73
buena relajación debía centrar la atención en el pecho, exactamente en el centro y visualizar allí una
flor blanca totalmente abierta, como la flor del loto. Me indicó que la inspeccionara y suavemente me
dejara caer en su interior. Cuando sintiera que el proceso de caer concluía y estuviera quieta, viera
como desde el fondo aparecía un emergente del que manaba un “susurro” de néctar, similar a la miel,
que se hacía más caudaloso a medida que salía. Y que cuando llegaba a la superficie recorriera la
espiga de mis vértebras y vertiese desde el eje por todos los conductos, que desembocan y parten desde
él, y al llegar a la palma de las manos irradiase hacia el exterior. Según la cantidad de tiempo y con la
intensidad con que lo practicara resultaba muy curativo y si lo hiciera en ambientes adecuados, todos
los días.
La ninfa con su increíble suavidad me instó a encontrar al maestro interno para no caer en la
comodidad “Porque cada vez que alguien dice No Puedo está matando a su Dios Único”
Me dijo que: la llave más valiosa que los humanos hemos tenido se encuentra en nuestro propio
corazón.
Estaba casi al final de mi completa curación. Dos lunas habían pasado y nunca más supe de mis
hermanas. Me recuperaba siguiendo las recomendaciones de Calfeísta que me ayudaba en el nuevo
emprendimiento de conocerme íntimamente, ella me aseveraba que los cambios eran inevitables, más
enriquecedores. Tal vez volviera a encontrar a las mujeres con las que compartiera momentos
imborrables de alegría. Todas habíamos sido preparadas de la misma manera para acontecimientos
ulteriores. También Eubea había obrado por su albedrío y hasta ella retomaría su aprendizaje.
A veces pensaba en Valvia y su prontitud a formar una familia, seguramente habría sido esposa
amante y madre virtuosa. ¡Kharienia tenía tanta valentía para sobrevivir!
No importaba cuándo, nos reconoceríamos bajo cualquier apariencia, Alkhi el bello navegador,
Tejnée y sus músicas amoladas en piedras del infinito, Velthur, Ramuthas, Myrizo, Rásvena, Adana...
y Hodós.
Cuando estuve pronta a iniciar mi viaje hacia el norte, dispuesta a ir más allá del primer río,
donde habitaban los “alegres guerreros”, recordé las siete espadas de Charún y las siete colinas de
Ruma. Yo no pertenecía a aquel lugar, fui contra ella y ella fue contra mí. Recordé “la sombra blanca
al costado de la cama” y los días en que la Virtud me curaba y acompañaba. La burla del mismo
Charún cuando me entregara la espada quebrada. Yo me había sometido al miedo y temiera más de lo
debido.
Samla vino a visitarme y anduve por última vez por las colinas húmedas. Calfeísta me
proveyera de ropa abrigada, túnica y manto de algodón grueso de color negro, botas de piel de cabra y
un saco con mantenimientos.
El sendero ralo de hierbas subía por una loma y en él caminé. Frente a mí, rodeándome, las
74
montañas formaban una pared alta y creí escuchar una flauta entre los montes o en mi memoria. El aire
fresco me acarició como nunca antes, yo debía devolver la dilección y levanté los brazos, girando
lentamente sobre un peñasco hasta mirar en todas direcciones. A mi izquierda, disimulado por el brillo
del sol y el cielo limpio, corría el arroyo repitiendo curvas y hondonadas. Samla detrás de mí y más
abajo, fue hasta él y cuando estuvo en la orilla me miró, convidándome. También bajé y las dos
bebimos del agua fresca, silenciosas. Yo con la necesidad del animal, ella con mi reverencia. Dejaba
que el líquido me mojara el rostro echada de bruces y sin usar las manos, lo hacía como la loba.
Sorbíamos y descansábamos, después le rocié gotas en la cara y las dos corrimos, tropezamos y
jugamos hasta quedarnos tiradas sobre las piedras y los arbustos semi-secos.
Así nos despedimos.
Helgaíster1
Partí cuando el frío aun no desprendía nubes heladas sobre la tierra. Lo hice a pie, admirando la
belleza de nuestro territorio y sinceramente no acreditaba que el malestar de las gentes del sur
demorara a terminar. Por lo menos la novísima ciudad sufriría por unos tiempos los estremecimientos
obligatorios de todo comienzo, cuando se discorda en muchos aspectos de la división de tierras,
instalación edilicia, reparto de esclavos y del oficio que cada ciudadano tendrá que desempeñar para
contribuir al equilibrio de las producciones necesarias a todos. Para mí era muy precoz garantir que su
expansión pudiera ser ilimitada.
Por algunos momentos me dispuse a visitar a los soberanos de Tarquinii, pero era la data en
que los lucumones se reunían en el gran templo y como yo no tenía anticipado lo que haría, sentí la
convicción de seguir hacia el norte para continuar con mis estudios.
En los agros fuera de los poblados quedaban restos de las cosechas de la última estación,
mismo así, era agradable verlos con las murallas al fondo. Unos niños que hacían ronda tomados de las
manos me ofrecieron la última imagen de Etruria. Nosotros también nos disponíamos siempre en
círculo. Zaikar había dicho que la ley perfecta es circular como la vida, Sus voces infantiles entonaron:
... Curvemos la risa hasta permanecer lúcidos
Darse cuenta que irse es volver...
1
Helgadura, helecho
75
En Populonia me fue difícil orientarme dentro del inmenso implante urbanístico de la región y
sus fábricas. Allí se trabajaban todos los metales, se comerciaban todas las cerámicas. Sus ciudades
mortuorias eran numerosas y ricas al igual que las casas de sus habitantes. Bueno fue que me
acompañaran al puerto y allí embarqué en una nave que iba a 1Antium, la ciudad levantada en honor a
Jano, sobre 2Genau.
Yo nunca había viajado por mar, siempre lo reverenciara desde la arena del litoral, pero cuando
nos adentramos, comprobé su lisura, su encantamiento y su inmanejable rumor. Desde la proa asistía al
desfile de lomos plata-azulados de los peces corredores del Mar del Medio. Eran tantos como las
cabras en los rebaños de los pastores 3Albenses y se movían con la cadencia de la saloma de los
marineros. Dormía en las esteras de esparto destinadas a cada pasajero justo debajo de la regala donde
terminaba la larga fila de remeros cobijada con colchas de lana animal y vegetal. Durante el viaje
pagué con el espejo de bronce y oro obsequio de Myrizo y una tafna de plata que me diera Velthur.
Auguraba mientras viajaba. El que primero me consultó fue el capitán y luego algunos soldados y
negociadores de mercancías, ricos comerciantes que viajaban con nosotros, que lo hacían
periódicamente y no sólo a Antiun sino a las tierras del 4Imperio del Río, a las islas de los Micenios y a
la alejada tierra de Anatolia.
Por las noches me quedaba despierta, a rostro abierto a las estrellas, imaginando el incontrito
séquito de doncellas que sirven en el cielo a los dioses. ¿Habría más estrellas que hombres en la tierra?
Aunque no lo fueran ¡Cuán abundante se presentaba todo en el universo! El vientre proseguía creando.
Cuando arribamos al puerto y en vista de la soberbia ciudad, hubo movimiento agitado, mas
ordenado, de los hombres a cargo de la navegación en cuanto nos poníamos de costado al muelle. Unos
pujaban de las sogas de cáñamo y otros se aprestaban a desembarcar los cuantiosos barriles, cajas y
sacos estibados en las bodegas. En ese ir y venir descubrí a Helgaíster, un adolescente de cabellos
largos color de brasas, de gran estatura para su edad, con la piel cobriza de sol, que subía a los palos
para sujetar la vela. Se movía con tanta destreza y habilidad que tuve certeza de no haber visto en la
naturaleza una esencia igual a la suya. Él lo llamó “brío”, se autonomeó Alpenix5 y me dijo que a su
nombre se lo dieron algunos marinos por tener los dos dientes del frente separados. Que era huérfano y
desde niño trabajaba en los barcos. Nosotros los conocíamos como Galeses6 por la alegría de sus
reuniones.
Al cederle mi decisión de continuar en dirección norte se ofreció solícito a acompañarme pues
1
Génova
2
ensenada
3
habitantes de Albalonga, antigua ciudad del Lacio
4
Egipto
5
hombres de altura, del Celta “Alp”alto
6
Gal: alegría, gracia, garbo
76
añoraba la tierra donde había nacido y los hermosos paisajes de la región. Aun entibiaba algunos
recuerdos de su niñez aunque no podía explicar como había llegado al mar. Le contaron que su madre
había muerto mientras viajaba a la isla de los Sardos, adolecida de extraña fiebre. Entonces los marinos
y el mismo naviero decidieran adoptarlo y cuidarlo al tiempo que él aprendía las labores rutinarias. Al
cabo de contarme su breve historia recogió sus ropas, compramos comestibles y tuve la noticia de que
ya no viajaríamos a pie. Helgaíster había conseguido un carro tirado por bueyes para llegar al centro de
la planicie que anticipaba a la cadena montañosa donde vivían las tribus galas. Él hablaba muy bien
nuestra lengua y seguramente muchas otras. Me contó de mares interminables y mujeres de piel oscura
como la noche. De libros exquisitos y autores que engastaban palabras como los joyeros más expertos
y que esas joyas permanecían guardadas en bibliotecas que los sabios visitaban para reunirse en largos
diálogos sobre los dioses, los hombres y las obras de ambos. De extraños animales1 más grandes que
cinco hombres juntos y capaces de cargar lo que varios caballos. Armas, víveres y hasta las tiendas de
los campamentos cabían sobre el lomo de un sólo animal, a la vez que proporcionaban leche y pelo
para tejer vestidos.
- Lo más curioso, exclamó -es que no come ni bebe. Anda con los ojos cerrados y se arrodilla
antes de echarse.
Me decía que en las últimas tierras del oeste donde no había más allá; donde existía nada más
que agua, las gentes2 eran de alegres danzas, de piel parda, de cabellos y barbas oscuras.
Yo nunca había permanecido tanto tiempo callada como frente a este niño-hombre que me
cautivaba con sus relatos. Él conocía mucho más de lo que yo aprendiera en todos mis años lo que
hacía que me sintiera tórpida, serena con su compañía, protegida, y colmada de dicha cuando propuso
llamarme Taltaine: “Madre sin vientre”
Llegamos al poblado austero y casi primitivo. No pasaba de una aglomeración de chozas con
techos de paja rodeada de árboles, se diría que ni un solo gajo había sido desplazado para la instalación
de tan pobres residencias. De las puertas y de los techos colgaban toda clase de adornos y utensilios,
pieles de animales, escudos bruñidos, yelmos, lanzas y hachas de hierro. Algunos hombres llevaban
todo el cuerpo cubierto, ceñido con pretinas y otros mostraban sus pieles claras y músculos robustos.
Percibí que no había diferencia entre sus espaldas y las del joven que me acompañaba. Tanto ellos,
como mujeres y niños, lucían luengos cabellos sueltos y mal peinados. Usaban clámides3 desaliñados y
pectorales de cuero o bronce. En los pies y hasta las rodillas se envolvían con trozos de piel que
amarraban con cintas de cuero aparentando botas firmes y muy protectoras por fuera de las bragas
1
camellos
2
íberos
3
capa corta y liviana
77
toscas. Otros carros iguales a aquel en que llegábamos estaban al lado de las casas. En corrales de
piedra contenían a bueyes y caballos.
Una frágil muralla también de piedra, muy baja y sin argamasa circundaba la aldea.
Me sentí receptiva por el clima de tibieza excepcional y la vegetación abundante. Aún siendo
extranjera no hubo uno solo que no dejara de lado sus tareas para salir a nuestro encuentro y darnos la
bienvenida, a los que Helgaíster respondía en su idioma. Yo apenas sonreía con cortesía. Después supe
que les narraba nuestra procedencia.
Me presentó ante todos con el nombre de Taltaine y agregó que yo era su tutora, lo que me
asombró pues no imaginaba que me concediera, en tan poco tiempo, tan alta consideración. De repente
se había declarado mi pupilo y me hacía sentir orgullosísima.
Como habíamos llegado cerca del mediodía y después de que nos asignaran una cabaña donde
dejamos nuestras bolsas, nos reunimos a la sombra para comer. Las tablas de madera eran enormes y
cada uno había contribuido con meriendas. Las mujeres mostraban una belleza particular, nos
parecíamos sin exagerados afeites. Se movilizaban con responsabilidad estética, parecían ellas las
herederas de cuanta maravilla afectiva se reproducía en ese lugar. Hablaban con la soltura de los
hombres, no escaseaban en mostrar sus piernas para saltar una cerca o sentarse en los bancos. Reían o
discutían emitiendo acaloradas opiniones con la independencia de nuestras mujeres, mas con un
comportamiento más efusivo y licencioso.
Su jefe, el Breno, que había llegado simultáneamente con nosotros de visitar a otras tribus,
aunque no nos habló nos dirigió un breve gesto de anuencia, entendí de bienvenida. Con él estaba un
anciano de barba blanca, tan larga que le acariciaba el vientre y por detrás el cabello tocaba la mitad de
las espaldas. Este se mostró tan ceremonioso que no pude menos que pensar que era un sacerdote.
Helgaíster acrecentó que Ximilo era mucho más que eso, era su Druida.
Todos hablaron del próximo Samaín, comienzo del invierno, y de los rituales a realizarse, lo
que abría mi curiosidad de manera inesperada. En mi tierra no conocía nada parecido.
Eran espontáneos para comer, para sonreír, para reír a carcajadas. Al banquete no le faltó nada.
Jabalí y pavo asados con miel y manzanas, borraja con almendras y salmuera, nuégados1 recién
horneados y cerveza. Las conversaciones se extendieron hasta casi el atardecer. Dentro de mí se
aceleraba el alejamiento de cualquier incómodo, acrecentándose en estado de sólido contentamiento.
Cuando llegó la noche y las hachas se encendieron me dormí recordando Etruria, ya sin tristeza, con el
alma bañada en miel y el lloriqueo de algún niño pequeño que pedía alimento fue lo último que
escuché. Soñé que estaba en la margen de un lago, taraceada en piedras de color rosa. Caminando
1
pasta de harina, miel y nueces
78
entre esas flores minerales llegué a una gruta cuyo techo al nivel del suelo no había visto a la distancia.
Al entrar me deslumbraron enormes cristales índigo y purpúreos que se erigían como en un altar y
parecía que al tocarlos aumentaban su brillo. La gruta era estrecha y una lenta marea comenzó a anegar
el lugar. Yo pretendía llevarme algunos cristales pero de tan grandes y sólidos no conseguí separarlos.
Volví al exterior cuando ya no quedaba playa y me quedé observando los montes verdes, con el agua
hasta los tobillos, mientras la tarde se encerraba detrás de mí.
Cuando amaneció recorrí el bosque a procura de la cascada que una de las mujeres me había
indicado. Bruxian, la esposa del breno Berk-liso me había provisto de ropa y calzado nuevos. Yo traía
jaboncillo, mi peine y mi toalla. Después de un baño en el aguacero frío y en el frescor aromatizado de
la mañana dediqué el tiempo a reconocer árboles y hierbas del terreno cuando vi a Ximilo cortando
hojas de la hierba que enlaza las encinas1. Minuciosamente escogía en cada rama las que guardaría en
la bolsa sujeta a su cintura, sobre la túnica áspera. Al acercarme por detrás, me saludó volviendo la
cabeza sin dejar de palpar los brotes con los dediles de seda. Para segar usaba una hoz de oro con
mango de madera.
Yo no imaginaba como iniciar conversación con el druida, se me parecía tan extraño, tan
solemne. Pasó mucho tiempo hasta que llegué a conocerlo parcialmente, claro que nunca fue reticente
al hablar conmigo o al transmitirme sus conocimientos y tratarme con la afabilidad que antes
encontrara en nuestro grupo de Pyrgi. Atiné en ese primer encuentro a preguntarle cuál era su oficio,
- Todos, me contestó -nuestra naturaleza es demasiado vasta ¿Cuántos años has estudiado?
- La mitad de mi vida-, e respondí
- Súmale la otra mitad y es lo que yo estuve ocupado.
Este pueblo respetaba a la madre tierra como nosotros, conocían los misterios del origen, pero
vivían imbuidos de tanta libertad que me sorprendía.
- ¿Cuál es tu ciencia?, insistí -¿Eres un sabio?
Comenzó a declamar y recordé a Eubea cuando explicaba que lo bello de su voz no estaba en la
voz misma sino en lo que los dioses manifestaban a través de ella. Con Ximilo fue lo mismo,
-En la desproporción está la porción
Del Pro, del Super Yo.
En el desorden está el orden.
En la suavidad de lo In-manifiesto
Está la Manifestación de la vida.
Tu quieres una idea.
1
muérdago
79
Vi que miraba al cielo. Sentí que me miraba. Ximilo había desnudado mis pensamientos.
Con el pasar de las jornadas fui tornándome huésped permanente de los Alegres.
Excursionábamos en los lagos cercanos y mi pupilo me llamó la atención a la forma de uno que
llamaban Commo y figuraba las líneas de una horquilla invertida. Allí Flora era tan excelsa como el
clima de eterna primavera y las aguas efervescentes de vida, enmarcadas por las montañas. Era mi
lugar predilecto.
Helgaíster comenzara a usar el cabello amarrado en un rabo detrás de la cabeza. El peinado
hacia vérselo más bello y resaltaba sus ojos azules. En el niño afloraba el hombre poderoso en fuerza
física y claridad mental. Con los días se formaba prolijamente el carácter del futuro breno.
Mientras Ximilo me aleccionaba, yo proseguía en la enseñanza de mi hijo adoptivo. El druida
me entusiasmara a registrar mis vivencias en Etruria y cuando el hiemal llegó y la nieve pesaba sobre
las ramas, mirando a través de la pequeña abertura de mi casa, yo escribía. Mucho me faltaba por
conocer, pero en adelante transformaría mi vida, sería violeta confiante... ya conocía la intención.
81
Mirando ahora la tierra debajo del duraznero, recuerdo que un campelio2 atrás miraba hacia ese
mismo lugar y vi como un cielo estrellado se reproducía debajo del árbol. Entonces llovía y cada gota
al tocar el suelo tomaba forma y brillo instantáneos de estrellas, separadas por menos de medio palmo.
En cuanto las primeras hubieran conseguido su máxima magnitud y comenzaban a apagarse, las demás
se encendían a su alrededor. ¡El cielo en el suelo! Esto requiere que el sol aun esté alto sobre el oeste y
su posición sea de frente al observador. Dos preguntas nacieron ¿Caerá una gota en el mismo lugar
donde otra cayó? ¿Por qué la lluvia es inclinada? Hubo otra así mismo ¿la misma gota que se
desprende de la nube es la que toca la tierra sin ninguna alteración? Y prontamente sentí el olor del
cielo, pues no es de tierra mojada ¡Es perfume de cielo!
- ¿Qué es lo primero que se forma cuando cae la lluvia?, pregunté esa tarde a Helgaíster.
- Aguazales, me dijo distraído como quien responde a un niño.
- ¡No! ¡Curvas aguijadas!, afirmé -la lluvia inclinada que moja las hojas más altas hace
desprenderse de ellas gotas verticales y todas al unísono forman ángulos agudos visuales y sonoros.
Allí el agua habla en la lluvia, como las cascadas en los ríos, las ondas en el mar y las lágrimas en el
rostro de los que lloran...
- Siiiiiimm, respondió -¡Y después aguazales!
Su razón era más fiel y menos complicada.
Por entonces yo continuaba escribiendo. Ximilo me dijo que registrara los recuerdos de Etruria,
mas que asimilara con mucha meditación lo que hablábamos, que no tuviera prisa por registrar esto si
no lo hubiera comprendido plenamente. Supe que al druida no le complacía escribir, tal vez debido a su
memoria fabulosa.
Habían preparado para mi uso láminas delgadas de fieltro, en lo que los hombres de este pueblo
eran expertos; adaptadas al final de su proceso para que yo pudiera estampar sobre ellas las letras.
También me proveyeron de cálamos con tinta. En Etruria lo hacíamos sobre tablillas de arcilla o sobre
metales que incidíamos con estilos.
Los alpenses construían pavimentos con piedras aplanadas en su fase superior y colocados lado
a lado sin dejar helgaduras, sobre las que esparcían grandes cantidades de borra de lana y pelos que
1
31 de octubre a 1 de noviembre. Fin del verano y comienzo del año
2
período de quince días
82
ellos llamaban “vlan”. Luego, hacían pisotear esa estopa basta por caballos y después de comprimidas
y extendidas sobre el suelo, recubrían las telas con greda arcillosa y agregaban vinagre a esencias
mezclado, para conseguir de los fieltros así preparados, solidez y resistencia. Para hacer las láminas
que me daban, las embebían por fin en resina y así les sacaban la excesiva porosidad y con la piel de
un pez las frotaban para alisarlas.
En mi cabaña de un solo compartimiento; me dijeron que era igual a la de Ximilo, se distribuían
una cama de troncos con pieles para cubrirme, un hogar rústico en un rincón, una mesa de madera y un
banco. Dos paredes eran ocupadas por estantes, donde guardaba mis escritos, piedras, hojas y flores
secas, y canastas con algunas ropas. Más tarde mandaron a hacer cofres de fieltro, madera y pieles para
que guardara mis biblos.
El Samaín llegara. No había quien no hablara de ello y quien no estuviera estimulado por las
celebraciones del comienzo de la época de frío y descanso de la madre tierra. Esa noche, del día
dedicado a una diosa vieja llamada Cailleach, se encerraban en sus casas y dormían de una manera
muy particular. Tapaban sus oídos con cera y con finos lienzos se vendaban los ojos, es que cuando el
sol se escondía, decían, se abrían las puertas del mundo del Más Allá y los espíritus vagaban
libremente. De esa manera no oían sus quejumbres o llamados y no se arriesgaban a verlos y quedar
ciegos o enloquecer. El ganado quedaba suelto en los campos y delante de las puertas colgaban atados
de ramitas de serbal.
Antes de encerrarme también, bebí una tisana que me enviara Ximilo y a la que Vozibran, mi
esclava personal, endulzó con unas gotas de miel antes de retirarse a su cabaña. El druida me aconsejó
por la tarde, en nuestra conversación diaria que hiciera tal cual todos, y que no me dejara seducir por la
curiosidad.
La calina descendió más silenciosa y calma que nunca. Aseguré el cuero en la ventana que
servía de cortina, mojé el pabilo de la candela y me acosté abrigándome bien. Puedo creer que no
dormí mucho, pues no recordaba cuando desperté, el haber soñado. Afuera en el bosque el vocerío era
en demasía. Choque de metales, risas y cantos se sucedían como los ruidos de un gran sarao. Al abrir
los ojos me quedé escuchando y cuando intenté levantarme no pude, estaba paralizada. Sólo mantenía
los oídos y la vista atentos. Oí al tiempo, que abrían la puerta y una vieja andrajosa entró, recorrió el
espacio de mi casa, me miró y se retiró como había llegado. Su andar era tardo, las ropas, sucias y el
mal olor no tardó a impregnar mi recinto.
Cuando conseguí erguirme, fui hasta la ventana, descerré el cuero y miré hacia fuera. La luz
resplandecía pero no pude orientarme en cuanto a dónde estaba la luna, era como un brillo metálico.
Era luz gris que tintaba el exterior, los árboles y las casas. Las ramas secas eran como pescuezos de
dragones.
83
Una mujer joven, preñada recorría el sendero en dirección a mí. Creí ver un torbellino oscuro
en su vientre y en ese mismo instante ella colocó sus manos sobre él. Cuando las retiró la piel estaba
oscura y las carnes comenzaron a moverse. Primero se perfiló la cabeza, luego los brazos y piernas del
niño que no dejaba de contorcerse hasta que vislumbré su rostro claramente y el gesto de lloro. Sentí
asombro y terror ante esa boca abierta sin profundidad y los bultos de sus rodillas y sus manitos
inquietas. Cuando volví la cabeza hacia el bosque, una muchedumbre apareció de entre los árboles,
guerreros sangrientos arrastrando sus lanzas, mujeres bellísimas semidesnudas, algunas sonriendo,
algunas lamentándose. Niños solitarios con deformidades. Supuse, porque el sopor y la blandicia me
dominaban, que algunos rostros me eran familiares, así como sus vestimentas. Un hombre alto y su
compañera tomados de las manos se alejaron del cortejo fantasmagórico que enderezaba hacia el otro
lado del asentamiento de casas, y al detenerse frente a mi ventana abierta me miraron con dulzura y
determinación, sus labios se abrieron pronunciando a su vez dos palabras: Xkali, el varón; Nólava, la
mujer, y al no comprender todavía la lengua de los alpenses, apenas memoricé los sonidos.
Cuando ellos siguieron su camino detrás de los otros, mi cuerpo se estremeció. Sentí una garra
en mi pulso derecho y vi mi propia imagen. La imagen de mí misma que me asía por el brazo,
penetraba a través de las piedras y me empujaba hasta encontrar los maderos de la cama lo que me
obligó a caer sobre el mueble, golpeándome la cabeza. Esos ojos, que eran os míos, se fijaron en mis
ojos, la imagen me contuvo con fuerza por algunos instantes y oí -¡No me vencerás!
Yo no entendí. No respondí. No pensé en nada a no ser en lo violento de la visión. Mis
músculos rígidos fueron ablandándose y la imagen retrocedió, caminando hasta disolverse, después de
atravesar nuevamente las piedras. Entonces me dormí. Ya no quería ver, aunque los ruidos
permanecieron por toda la noche. Sé que aun dormida los escuchaba. Los escuchaba en mis sueños.
Cuando abrí los ojos, la luz aún era tenue, pero tenía otro color. Amanecía y los hombres estaban
reuniendo el ganado para encerrarlo en sus rediles. El invierno había comenzado y el nuevo año.
Durante toda la mañana procuré por Ximilo, debía pedir que me explicara el significado de lo
que viera en la noche anterior. La aparición de los Draugr1 me había causado el mismo terror que
cuando el rumano me atacara, sólo que de esta vez no veía ninguna relación entre los hechos.
Luego temprano, casi a media mañana, los alpenses se reunieron a comer antes de lo
acostumbrado, tomando leche caliente con orégano y miel acompañado de panecitos y frutas secas,
también algunas frutas duras.
Después de que el sol pasó por el punto más alto del cielo, Helgaíster vino a buscarme. Tenía
en el semblante la excitación y manera de los niños que se preparan a jugar sus juegos favoritos. Me
1
espectro
84
entregó una braga y un vestido de piel sin mangas hasta la mitad de la pierna.
- Vístelos, me dijo -También tengo artes a enseñarte.
Ciertamente prefería haber encontrado al druida, pero su entusiasmo me contagió. En el interior
de mi cabaña cambié mis ropas por aquellas que eran más pesadas a no ser los calzones largos que me
daban más libertad en los pasos. Sus mujeres las usaban. Yo aún conservaba la túnica a usanza de
Etruria.
Fuimos hasta un prado cercano, desde donde las montañas se veían azules con algunas cumbres
ya blancas. El aire lastimaba los pulmones si aspirado con fuerza, pero el sol aún malcriaba a nuestros
cuerpos. El joven, mi buen pupilo, me entregó un escudo de mimbre, ciñó mi cintura con una faja de
cuero donde acomodó el puñal y me entregó dos espadas.
-La más larga sostenla con tu diestra, dijo. Medía de largo tres palmos de mi mano con los
dedos abiertos.
-La corta en la mano izquierda y aguarda. Esta tenía un palmo menos, como la de los rumanos y
su hoja era más ancha. Él preparó una lanza.
-Las mujeres tiene más a defender que nosotros los varones, expresó -Muchos pueblos detienen
a sus mujeres dentro de casa como a animales domésticos o como a sus tesoros encofrados. Pero los
tesoros no tienen dueños cuando la espada los asalta. Aún los animales se defienden y las mujeres
deben ser sus propias dueñas, pues sus tesoros están dentro de sí ¿Sabes Taltaine? Desde el origen,
desde que los dioses bajaron del palacio de cristal a la tierra, ha habido muchos héroes fuertes y
valientes, pero ninguno de ellos pudo evitar a la muerte. La mujer en cambio nunca murió y nunca
morirá. Ha sido una sola desde el inicio, adoptando diferentes formas. La mujer es inmortal. Su vientre
es inmortal porque ella es Primordial.
Comenzó a rodearme, apuntándome con la lanza. No se divertía. Estaba realmente dispuesto a
enseñarme. Tensé los músculos del brazo derecho y abrí las piernas. Helgaíster gritó y la lanza pasó
por encima de mi cabeza. Lo que me dijo fue que usara ambas espadas al mismo tiempo, cruzándolas
para detener el golpe y si consiguiese aprisionar el mango de su arma entre las hojas, seria el momento
de desarmarlo, forzando hacia un costado y arrancándola de sus manos. Una y otra vez atacó al cuerpo
y a las piernas. Al principio fui lenta, aunque entendía sus maniobras, me faltaba fuerza para levantar
los hierros, pero poco a poco fui subordinando los músculos gradualmente a las incitaciones del
cerebro y éste se aliaba a mis ojos. Cada virada se desprocedía de emociones y las probabilidades,
prominentes al principio, se investían de habilidad, reconocidas de simultaneidad. Sus embates
justificaban cada esfuerzo. El suceso de la impunidad me satisfacía. Estábamos sudados y acalorados.
85
1
Los dos conmemorábamos cada defensa bien realizada. Los gritos de ¡Bodi! de Helgaíster me
alegraban sobremanera.
Cuando nos sentamos a descansar me explicó el uso del puñal.
-Si fueras desarmada aun puedes utilizarlo a distancia, arrojándolo al pecho del enemigo, dijo -
Ellos usan ambas manos para cargar escudo y espada y cuando los pierdan, tú tendrás el puñal. Por eso
nuestros escudos están fijos al hombro. Recuerda, además, que muchos guerreros hieren de punta con
sus espadas, es mejor hacerlo con el filo. Sólo precisarás de buen movimiento y el blanco siempre
estará a tu alcance.
Cuando me ayudó a erguirme, me detuvo frente a sí y vi la bondad de su mirada y el suave arco
de su sonrisa. Entonces nos abrazamos ¡Era tan Alto! Rodeé su cintura y confirmé que mi cabeza no
subía más alto que ella. Luego de regreso a la villa, me preguntó.
- ¿Sabes cabalgar?
-No, le dije -¿También debo aprender?
-HUAN TCHEL DANA2, me respondió.
Al llegar a mi cabaña, Vozibran calentó agua y me limpió el cuerpo y los cabellos, y volví a
usar la túnica.
Pretendía cesar de hacer tantas interrogaciones, pero la manera más honesta de mi personalidad
era preguntar a cerca de lo que no comprendía. Ximilo siempre confirmaba mis interpretaciones de sus
discursos y aunque estas interpretaciones variaban con el transcurrir de los días, así mismo, él seguía
confirmándolas diciendo que eran mi verdad, como yo entendía el mundo, y que en ese tránsito sólo
intervendría cuando me estuviera desviando. Algunas veces yo misma me contradecía. Un día
afirmaba, al día siguiente negaba y Ximilo continuaba asintiendo que yo estaba en lo cierto.
- Si cuando creo en una opción y luego en otra me consientes en ambas ¿Estoy en trastorno de
mi juicio?
-No. Estás “apenas cierta”, es decir “cierta con dificultad”. En el aprendizaje y conocimiento de
la verdad hay dificultades, hay penas. Llegará el día en que no te apenes por lo que sabes y ese saber
no te cause sino complacencia. Conserva tu paciencia y avanza en lo que es tu regreso. Cuando más
camino hayas transitado, más cerca estarás del inicio. Todos volvemos. El pez remonta el río para
desovar; el ave el árbol para hacer su nido, el árbol en la semilla vuelve a la tierra y el hombre no será
nada sin el calor del vientre de su origen.
- ¿Y las visiones de la noche de Samaín?, indagué impaciente.
-Tu comprensión de lo que eres también deambula como los espíritus de los muertos. Por veces
1
¡Victoria!
2
“El sol viaja rápido”
86
se torna tan poderosa que es el único enemigo que tienes, y le temes porque osa mirarte a la cara
amenazante.
-Me he iniciado y saneado desde el interior, como las aguas recónditas desde el corazón de las
piedras. Me has ayudado a entender principalmente el poder de integración de mis redes que no paran
de crecer. Aún así consideras mis padrones como mensajes inclusivistas y aunque consumo tus
enseñamientos represándolos para enfrentar situaciones nuevas con soluciones antiguas ¡Me consideras
despreparada para lidiar con las exigencias de la auto-comprensión!
Dije lo que dije molesta, apesadumbrada, incapacitada de satisfacer tales demandas. Él agregó
con calidez
-Acepto lo que me dices, desde tu necesidad de atender y no de ser atendida. ¿Cuál es tu mayor
deseo?
-No tuve ninguna pretensión en la vida, inicié -a no ser que mi cuerpo descansara a veces en
algún sitio amparado de la lluvia, el sol o el frío, y pudiera reacomodarse en sus huesos y músculos.
Intentaba simplemente proteger la cápsula que me ha permitido moverme en esta amada tierra.
Después de que Charum me lleve y Vanth me envuelva en su bálsamo, no deseo tumbas costosas ni
adornos inútiles a pesar de que los míos tengan la creencia de que así debe ser. Yo soy Chymeia y
completada la transmutación, ya no precisará mi fiel compañero, de construcciones para albergarse.
Aquí dejaré este pedazo que no me pertenecerá y no tendrá más que la identidad del humus. Tal vez
durante un corto tiempo mantenga mi perfume, su perfume particular, pero después de separados me
habré llevado lo esencial. Por tanto, que mi cuerpo siga su propio camino de fertilidad y tiempo, y
debajo de algún árbol alimente sus raíces y la de las hierbas verdes, para que éstas alimenten las bocas
de los animales pequeños. Después que la misma energía transformada se transforme más una vez
dentro de las entrañas de los animales mayores y pueda correr este cuerpo mío, permaneciendo en los
bosques que tanto placer le dieron cuando con mi forma admirábamos. ¡Que en el fruto de los árboles
endulce las bocas de madres e hijos; de algún pájaro o de los amantes después de consumado su amor!
No digo que no lo extrañaré, pero en otros cuerpos más perfectos habré de desplazarme y abrazaré a
otros hermanos que con bondad ya más desvencijada de temores, tendrán la misión de continuar
guiándome de regreso a casa.
- El hombre sigue varias direcciones- acrecentó- Estás en el camino cierto. Beltaine1 acontece
después de Samaín según la creencia de unos, antes de él para otros. Pero las estaciones tienen para sí
un delicado equilibrio del tiempo que no manejamos y no obstante es contingible. ¿Sabes cantar? ¿Te
gustan los cantos? Como siempre me sorprendía alternando asuntos.
1
Verano. 30 de abril a 1 de mayo. Fiesta del fuego de Belinus (dios del sol y la medicina). Fin del encierro
invernal
87
El tiempo en que amanece se pronunciaba frágil y fresco. Me había propuesto bien receptarlo
ese día, aunque no consiguiera erguirme del lecho más temprano que los lugareños, pues apenas los
pájaros comenzaban a ensayar sus trinos, ellos ya estaban en las tareas.
Me fui alejando de la población. Fui hacia las montañas, vestida con la ropa de cabalgar que
había tomado como diaria, empujada por el frío y seducida por la comodidad que ellas me daban. Subí
unos cuantos pasos por un ladero del monte ayudándome con un cayado y con las fuerzas que mi
cuerpo aún poseía. Ejercitarme junto a Helgaíster me había renovado en mi disposición física. Desde
allá contaba los lagos y jugaba a imaginar un universo tan grande donde ellos fuesen flores mojadas de
rocío, y sus brillos, ondular displicente de pétalos. La pradera se veía extendida sin mesura, desplegada
como mantas lujosas sobre las camas de los monarcas.
Un punto oscuro, primero, llamó a mis ojos. El punto desprestigiaba la llaneza verde, pero me
di cuenta, al aproximarse, de que lo verde con su inmensidad no frustraba su relevancia. Helgaíster
cabalgaba. Animal y caballero eran uno solo, como el centauro, entremezclando sus complicidades
tenazmente. La niebla aún baja parecía romperse bajo las patas del corcel que la quebraban próxima al
88
suelo, como el camponés quiebra sus capas con las herramientas de metal cuando busca dentro de él
las valías para calmar su hambre.
Imaginaba en mis entrañas el golpe de sus pasos exigentes. Comparaba su ritmo, que se
acrecentaba, al de la saeta en el aire programada por la expectativa del arquero y la providencia del
arco. Esa imagen desprovista de dramatismo, la hinchazón de los músculos y la carrera acelerada,
desescondían ante mi mirada, el potencial de su descendencia. Helagaíster se movilizaba moderno,
tutelar, destemido, conquistador, superfluo e íntimo de su temperamento inédito, recesado en la
estabilidad de las tareas que había desempeñado en el barco. Su diferencia estaba en esa recombinación
de encanto, estética, información... ¡Hipercracia!
Hijo de Xkali y de Nólava, generado en virtudes, no sólo era el resultado de condiciones
antecedentes y de conceptos mágicos. La libertad estimulaba sus pulmones, la valentía lideraba sus
actos y el conocimiento propiciaba su identidad. Tal vez su verdadero nombre no fuera apenas
sugerido, sino purificado a través de profecías. Su nombre era Dumok “Arena que el viento moldea“
Así, azuzando a su cabalgadura dio varias vueltas y desplegó acrobacias en la montura
recogiendo piedras del suelo al galope y permaneciendo sobre ella aún cuando el animal estuviera
encabritado. Después lo liberó de las bridas y se estiró en la grama. Mi hijo descansaba. Lo amé,
inadvertida entre las piedras. Lo amé, como hasta entonces a nadie, y mi camisa se humedeció hasta la
cintura. Mis pechos, constantemente magnificados por ese amor, proyectaron su fuerza maternal y
susurraron leche.
No habían pasado dos lunas desde que me estableciera con los alpenses y descubría que la
eficiencia de mis dudas y tristezas se reducía y como, elaborándose en las mudanzas constantes, mi
crisis fallida agudizaba la capacidad de reinstalar sobre-estructuras menos improvisadas y más
satisfactorias.
El precio defensivo, ya vencido, me sintonizaba ahora con un estado más estable, con algunos
desvíos menos multiplicados y con la imposibilidad más controlada. Me percataba de que las pérdidas,
tan temidas, en realidad no habían acontecido y de que eran más las señales auspiciosas, el
reconocimiento de neologismos, mayor que los desafíos. Mis experiencias de toda la vida habían
creado, en mí desde la niñez, el hábito, que en el presente trataba de despreciar, concentracionario y
autoritario de personalizar los hechos en sí, sin enfrentar el de que era yo quien escogía, pudiendo
mudarlos cuando bien lo entendiera, escapando a su poder y desvendando su monopolio.
-...En ese manantial de hechos,
en la situación de vuelco, describiendo
un círculo hueco, habrás tenido la Experiencia,
habrás, ya, sido Pasado.
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pequeñas vasijas. Observé que los hombres sostenían todas sus armas.
Ximilo me llevó a través de los presentes que se abrían a nuestro paso y el tirón delicado en mi
manga me comunicó su deseo de que lo acompañara hasta el altar. Allí me quedé de pie junto a tres
mujeres. Al druida lo esperaban dos sacerdotes vestidos como él, con túnicas claras y de uno de ellos
sobresaltaba la barba rúbea sobre el tejido. Adornaron sus sienes con guirnaldas de hojas mientras la
sacerdotisa encendía un fuego al costado de la mesa de piedra. El silencio pulcro de los asistentes me
estremecía. Sus semblantes de deslumbramiento infantil se solidarizaban con mi admiración, mas mis
oídos tan poco adaptados a su lenguaje me privaron finalmente de entender las palabras de las
oraciones del ritual. Me estaba siendo muy lento aprender su habla, pues no la registraban en escritura
y tanto Ximilo como Helgaíster se comunicaban conmigo en la mía. Pero yo había aprendido que para
los Com-broges1, tanto la materia cuanto el espíritu son eternos y la sustancia del universo se mantiene
inalterable en medio de la perpetua variación de sus fenómenos en los cuales predomina siempre la
influencia del agua y del fuego. Así, celebraban sus rituales en las vertientes o encendían hogueras
como de esa vez. También a pesar de las tantas divinidades que veneraban casi ninguna era
representada por ídolos. Sus deidades podían tener cientos de formas, humanas, animalescas o
alegóricas porque en las transmigraciones el alma inmortal pasaba desde un cuerpo a otro, menos o
más perfecto. Hablaban de un palacio de piedra transparente, construido en un solo bloque, que hería a
los ojos humanos con su resplandor, donde el Eterno, el Infinito, el dios de todos los dioses moraba y
hacia donde marchaban las almas de los héroes para reposar por cuanto sus actos bravíos le dieran
merecimiento. Aquí en la tierra, los druidas eran los grandes sacerdotes de todas sus creencias además
de abogar, ejercer la maestranza, la medicina, magia, elocuencia, poesía, teología e historia. De allí su
nominación: druidas, hombres y mujeres que “conocían a fondo, completamente” todas las ciencias,
investidos de autoridad civil, militar y religiosa estableciendo de manera amplificada la cohesión de
todos los legados tribales. En la ceremonia sólo no pude substraerme a los cantos. Las voces
increíblemente potentes, aunque delicadas, emergían desde la materia hacia el espacio, llenando uno y
otro para tangir el objetivo de amar a los dioses, sin desatender lo humano. Las palabras salían de sus
gargantas y ornadas en los labios, templadas en el hálito, saboreadas en las lenguas, danzaban en las
ondas de los sonidos hasta mis oídos y me sorprendí embelesada, fascinada. Mientras los guerreros
marcaban compases al unísono, articulados y vigorosos como impulsos cardiales, las voces femeninas
se eslabonaban en balanceos hipnóticos, como de aguas o de cipreses en ráfagas verdes, agarrados a la
crin de un caballo. Así, un sonido se sobreponía al otro, al principio, y luego se fundían como el viento
a la lluvia o los relámpagos al trueno en un temporal. Había momentos de diálogo entre los poetas que
1
gentes del mismo pueblo.
91
tañían liras y soplaban flautas y los ceremoniantes, dando a las expresiones, belleza depurada de
improvisación y equilibrio de completancia espiritual. Debo confesar que asistí a muchas ceremonias
del bosque pero ninguna me impresionó como ésta primera y por eso, al momento de escribir este
pasaje, ya había procurado conocer las letras de una cantiga, mi preferida, la que el bardo1 Kunquetech
me enseñara con paciencia y que yo transcribo aquí, con los símbolos de nuestra escritura.
En una enorme caldera de cobre, las mujeres prepararon, después que Ximilo les entregó el
producto de su cosecha en los encinares, una bebida untuosa. Era hidromiel y al finalizar el ritual, uno
a uno bebió, comenzando por ellas mismas. Luego me llamaron- ¡Mabinogi!, y el propio druida me
ofreció de la copa con volutas. El sabor era dulce, aunque un poco viscoso al paladar. Y nuevamente
las voces resonaron. Supe luego el significado de aquel nombre, me habían llamado” aprendiz
literario”. Cuando todos se alejaron disciplinadamente del lugar, Ximilo limpió su copa y las
sacerdotisas desarmaron el altar. Aún era temprano, ni siquiera la hora del mediodía, y me sentí
convidada a continuar el diálogo
- Maestro, le dije, -¿Para qué sirven el anhelo y la ansiedad?
-Los usas cuando crees que los necesitas, algunos tienen armas grandes, otros se defienden con
varas quebradizas.
Chymeia -¿Crees que podré llegar a igualarte?
1
poetas, oradores y músicos. Jerarquía inferior a la de los druidas.
2
viento del norte.
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Ximilo -Creo que eres una flor en mis manos, y juntos en las manos del Ser. Yo transito a tu
lado y tú al mío.
Chymeia -¿Y cuándo estaremos realmente preparados para ser?
Ximilo -Eres el conjunto de posibilidades entremezcladas entre sí.
Algunas de esas posibilidades tienen identidades semejantes, mas, crean a su vez filiaciones o
ramas con posibilidades intrínsecas. Encontrarte y conocerte es defrontarte con todas las posibilidades
de tal manera que sólo adoptando la esencia y forma, divinas, podría realizarse de manera unilateral.
No es imposible ni impracticable. Desde esta forma, nuestra, humana pensamos ser ésa una
posibilidad remota, tal vez única. Pero es como sentarse a la vera del camino, sin que ello signifique
que continuaras, o regresaras O proseguirás atravesando por el campo ladero.
Tal vez te quedes a vivir allí y transformes el paisaje del camino.
El único objetivo del ser humano es la “opción”, “la elección” dada la oportunidad que posee da
hacerlo y seguir, cualquiera sea el rumbo donde se defrontará con Dispater1 entonces será completo por
una única vez.
En la cronología del hombre, en su tiempo lineal esa posibilidad, a pesar de ser inmensa, es
restringida en este planeta.
Pero si “ser divino” es una posibilidad que se auto-crea y auto-recrea, podemos decir que
vivimos en compañía de lo divino, siendo lo divino. Nuestros sentimientos se encargan de darle o
sustraerle énfasis a esta afirmación... ¿Has visto a Dumok?
Como siempre me interrumpía cuando yo más intentaba comprenderlo. Tenía la capacidad de
producirme las expectativas, activar el ejercicio de mi mente y no permitirme llegar a la maturidad del
entendimiento.
-Te automatizas y resistes- Me sorprendió- Ejercítate con regularidad, pero no concluyas tan
rápidamente, eso te dará significados menores y rápidos pero llenos de contrastes. Por eso el privilegio
es de pocos.
Pude comprobar durante el almuerzo otras características de los alpenses, su humor no
desafecto a la provocación. Fuimos servidos por varios Gwas2, con porridge3 muy caliente, luego
esox4 asado y meacan5, hojas verdes comestibles, dulce de arándano y por supuesto mucha cerveza y
vino a los que ya me había acostumbrado por su abundancia en las refecciones. Berk-Liso hizo los
honores y alzó su copa, pronunciando con vehemencia:
1
dios de los infiernos. .Los galos se decían descendientes de él.
2
mozo, servidor.
3
sopa de avena y cebada.
4
salmón.
5
zanahoria.
93
A cada exclamación y deseo del breno, la repetición y jura de los comensales fue solemne,
entusiasta, casi aguerrida. Las notas de las arpas de los bardos se elevaron desde algún sitio detrás de
nosotros y el salvajismo cundió. Los golpes de puños y de hierros sobre los tableros, exaltaron aun más
a sus espíritus. Bebieron desordenadamente, cantaron y rieron. Entonces comenzaron una especie de
diálogo, procedidos de estridentes carcajadas. Notábase que aguzaban el ingenio pues el clima de
atención en todos aumentaba a cada momento. Pedí a Dumok que hiciera traducción de sus hablas.
Presentí que no debía inadvertir aquello. En el comienzo unos proferían acertijos o chanzas y otros
respondían con sagacidad para que poco a poco quedaran sólo algunos, como ratificando su reputación
de eximios retóricos, un poco arrogantes aunque optimistas, matizando sus dichos, o despreciando
provocativamente las refutaciones con propensión a la mordacidad intelectual.
Dijo Inxche, un alpense de la altura de dos de mis pasos sumados y exigidos,
- La flor oscura no es la sombra
de la flor pálida.
Los árboles ocultan a nuestra sombra
y el hombre trug4
no almacena la suya
en su errar.
¿ Quién se emancipará
de la ilusión tan bien equilibrada?
Caybijes :
- Cavannus5 desprecia la luz,
y todo ser en el vientre de su madre
lo hace, contamos las noches
1
dios galo protector de las tribus.
2
El eterno, el Infinito
3
Espíritu del rayo, dios del cielo árbitro del mundo
4
vagabundo, hombre errante
5
buho
94
aunque durmamos
y el día interrumpa su quietud.
Al trug no le importa
tener o almacenar.
El que se esclaviza a la ilusión
participa también de su equilibrio,
y ella se emancipa a sí misma.
Inxche :
-¿Acaso el que habla
prefiere la suya en el magos1,
nunca bajo el sol del mediodía
cuándo es menor que su propia talla?
¿O se ufana con el brillo
a sus espaldas
para verla intensificada
contra el lomo de las alesias 2?
Caybijes se levantó con rabia y contrario a lo que pensé, las mujeres rieron y los hombres
continuaron a incentivarlo. Tragó su vino. Se frotó los bigotes mojados de la bebida con el dorso de la
mano y continuó, las mejillas enrojecidas.
- Mi espada no corta sombras.
Y aun las pieles
de gabros 3 cimeros
he suturado para mis boly 4.
Consolidarnos habremos,
y no difundirnos
Prolongarse, no es alongar las
horas de vida.
Es lucirse mentalmente,
adiestrar el cuerpo y la capacidad
1
llano
2
colina rocosa
3
cabras
4
bolsa
95
y no aceptar la derrota
aunque sea parcial.
Una mujer con hombros más estrechos que los de las lindas alpenses y más anchos que los
míos. De piel del color del sorgo, cuya lisura era tal cual la de los frutos del almendro, y cintura
estrecha como desfiladero entre montes, con voz que tañía campánulas de fino bronce, habló después
de erguirse del banco, dejando a la apreciación de todos, la tibieza de su perfil más oscuro que el
nuestro, sus labios gruesos, sus dientes blancos de aquella belleza de mis antepasados de Anatolia. Su
nombre era Kilbelé, “la que vino de lejos”.
- Habláis de condicionar
lo inagotable,
en cuanto la enredadera florece
sin fronteras pegada al muro
y se confunde a su propia sombra,
desafiándose a sí misma
y a la luz.
¿A quién acrimina
la hiedra cuando la pared se acaba
en su desenfrenado crecimiento?
¿No sienten acaso los brotes
terminales: esperanza,
y el tronco principal: nostalgia?
¿Ambas renuncian
o reivindican?
Yo digo que la ilusión
es la vestidura de una verdad.
Cuando nos amamos estamos desnudos,
y en el instante sagrado
de los amantes, ninguno es capaz de mentir.
Pues muchas son las ramas,
mas, el árbol es el mismo.
“... Manzana del mismo árbol y muchos caminos para un solo árbol...” El silencio me mareó,
me ensordeció. Sentí la mirada de Ximilo y la mano de Dumok. Olí el perfume de loto del templo de
96
Pyrgi y en el recuerdo vi la sonrisa de Eubea. El olor de comida y bebida me asqueó. Mi cuerpo estaba
allí. Mi mente había tropezado con sentimientos adormecidos, en tanto las lágrimas emergían; mis
labios sonreían y una parte considerable de mí volvía al pasado inmenso, oportunista y avafador1. Esa
tarde escribí, movilizándome despreparadamente para organizar mis pensamientos: “Hoy siento esa
tremenda necesidad de “no ser”, como si mi ser completo, copulando con el hartazgo, tuviera la
soberbia de pretender volver a un origen trans-remoto de equidad, destemidamente defendida por mí,
pero asediada por siglos, asediada por in-nomenclados periodos de tiempo ¿Quién soy? y no pregunto
¿Qué soy? para no perder el último filón de mi veta humana, descreída y mal interpretada ¿Soy
Chymeia, Taltaine? ¿Soy un árbol, un ave, una piedra? Aunque la pretensión mía sea demasiada ¿Soy,
apenas siendo? ¿Soy porque pienso que... soy? Las pruebas para demostrármelo se han perdido en un
cuestionamiento trivialmente inmortal, incuestionablemente atemporal, decididamente incomprensible.
En la maraña de pensamientos y sentimientos doloridos hay la “saudade”, esa inquieta necesidad
irrefrenable e in-conformable de presenciar mi otra parte y gritarle ¡Reconóceme! ¡Reconóceme, lo
necesito y lo necesitas!
El amor no se alimenta solo en mi humanidad. Este amor mío precisa de desafíos para
manifestarse. Porque si idealizo mi amor a solas, lo voy rigiendo por reglas propias que se restringen
en límites, a medida que pasan los días y aumenta la soledad. Preciso practicar el amor, y él precisa de
situaciones para elegir y mantenerse activo. Necesito tener frente a mí dos caminos, para obligarme a
escoger y en esa elección fortificar al amor, previo paso por el cariño! ¡No me basta amarme, tan sólo
amarme! Preciso de las miradas de gentes, de los pedidos de gentes, de las insistencias y urgencias de
gentes para ponerme en movimiento y amar. Estoy perdiendo el hábito del amor al no poseer
reciprocidad. Cuando mis entrañas duelen les doy algo para que sanen, alimento o algún medicamento.
Cuando los ojos se me secan, allí hay una sustancia para calmarlo. Cuando la mente reclama escucho
música o escribo. Pero cuando el corazón solloza ¿Qué le doy? ¿Qué tengo para ofrecerle? ¿Mi pobre
auto-conformismo? Él no lo acepta y las manos se rebelan ¡Quieren caricias! Lo alto de mi cabeza
quiere un pecho grande que lo acune. Los labios se muerden, quieren besos. El hueco de mi pubis
quiere calor y aproximación de otro espacio que lo complete. Entonces se compromete cada vez más la
cisura entre lo que pienso que soy y este cuerpo reclamón, pero humano, carnal y entendible. Mis
depósitos, otrora completos de risas, diálogos y sentimientos compartidos están vacíos, enmohecidos y
el viento de la desesperanza los azota con pretensión de corroerlos. Si alguien en mi descuido... me
hubiera amado, detrás de las capas de necedad, desconsuelo y solvencia sensorial, yo no me había dado
cuenta. Y qué tendenciosa me resultaba la vida con este desconocimiento ¡Porque ciertamente me
1
sofocante
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habría hundido en ese sentimiento de reciprocidad! Pero me eran tan prolongadas las convalecencias
de las tristezas que parecían unirse una a la otra sin dejar espacios significantes para que pudiera
congratularme con la caricia de la mano en el rostro o el calor de otro cuerpo amollecido a mi lado. ¿Se
puede vivir esta vida terrestre buscando el amor y ser castigada por no haberlo advertido? Si la vida es
un camino que indefectiblemente lleva a la muerte ¿Por qué no he de buscar un atajo? ¿Sería como
comenzar de nuevo? ¿Sería como en lo nuevo comenzar? ¿De nuevo... cómo los comienzos? ¿Y cómo
sería? Sé que estoy muy lejos de casa y los míos no saben cuánto los extraño. Porque este sentimiento
huele a tierra, a sal de este planeta sin vecinos y sin símiles. Este sentimiento huele a humano, a
desarraigo, a lejura, y la locura se presenta hábil y seductora, pretenciosa sanadora de cualquier
pensamiento inquisitivo. Me pone miel en la boca para que me duerma como la nodriza que no conoce
otra solución. Pero el niño inmortal de mi alma ya no quiere dormir y soñar. Quiere crecer. Destejer los
sueños y volver a casa. Mi niño no quiere nacer y morir meramente en actos dolorosos y repetidos. No
quiere imaginar silfos ¡Quiere jugar con ellos!
No quiero ser el verbo. Quiero volver a la intención del verbo antes de él manifestarse, a la
fuente sin la moción, siquiera, de la palabra. Quiero llegar al punto de la Nada y recomenzar a armar
con el amor los mundos nuevos. La nada: la arcilla. El amor: las manos. Quiero construir palabras
nunca dichas y sentimientos sin remiendos. El anhelo y la complacencia en la justa medida para que
ninguno de los dos se desborde. El beso y la boca que lo recibe. Pero mudaría algunas cosas. Los
humanos volarían y los pájaros vivirían en casas de ladrillo y argamasa. Nadie comería a nadie, es
absurda esta manera de transformación de la energía. Seríamos como las plantas, menos cruel. En este
momento estoy en ebriedad cósmica. Los músculos cardíacos no lo entienden y se sobresaltan. Los
ojos inútiles en donde estoy se nublan. Al menos los pulmones respiran costumbreros”.
De repente caí en la cuenta de que el tiempo de mi convivencia con la tribu bárbara resultara
mucho, pues había conseguido desestimar mis antiguos conflictos; y poco, si pretendiera recoger en la
cosecha, aun temprana la sobriedad de la risa por la risa misma, la tranquilidad íntima, el deseo más
expandido y la liberalidad de mis actos. Entendía por qué Ximilo me reprendía cuando afirmaba
- Nunca te permitiste ser así.
Y marcaba con su mano una altura del suelo hasta lo que seria mi cintura,
- Apilas prioridades como si tuvieras la posibilidad de saciar todas las demandas al mismo
tiempo.
Él insistía amorosa y sabiamente en que yo creciera poco a poco. Y tenía razón. No recordaba
haber disfrutado mi niñez. Yo me desaguaba como los ríos turbulentos, desacompasadamente y
pesadamente con el ansia de dar respuestas múltiples a lo que ni siquiera entendía derechamente.
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Comencé a dar más atención a mi hijo y supe que estaba enamorado. Si bien él me lo dijo,
también noté su reblandecimiento, su sonrosarse al pronunciar el nombre de la amada. Las historias de
sus sueños reiteraban la presencia de ella. Tenía la mirada más clara, el semblante más puro. Mi niño
crecía con el tiempo correcto.
Me llevaba a cabalgar más asiduamente para estar a solas conmigo y poder hablarme de
Uzdrila.
-En Lugnasad1 nos casaremos. Creo que me dará más hijos de los que pretendo y eso me
alegra. Yo tengo un gran rebaño y mis amelgas dan trigo, cebada y avena. Tampoco me faltará heno,
las tierras de mis padres ahora son mías ¿Sabes que Uzdrila es sobrina de Ximilo? Haremos nuestra
cabaña de matrimonio cerca del río y ella me pidió si no podrías ayudarla ¿Lo harías Taltaine?
- Lo haré Dumok, hijo de Xkali y de Nólava, lo haré.
Me miró sorprendido y ante su mueca solté la carcajada.
- Y deberás entregarme en los esponsales, continuó.
- Sí hijo mío.
- ¡Vozibran habrá de prepararte un hermoso vestido para la celebración.
Cuando iba a asentir nuevamente, me interrumpió con una última afirmación
-¡Tal vez te cases también.
Y fue él quien rió de mi gesto.
-Antes de Beltaine viajaré al sur. Quiero rever a los marineros y a las costas del otro lado del
Gran Mar. Creo que Kilbelé viajará a su patria ¿Sería posible que vinieras con nosotros?
Me apañó en un suspiro. Mi partida de Etruria había sido rápida, llena de inconvenientes,
solitaria, indecisa. Volver allá, aunque no lo hubiera cogitado hasta ahora, me llenaba de
imprecabilidad. Si bien no vería a quien más había amado, mi hermana Eubea. Sabría de los sacerdotes
de Pyrgi. Si fuera posible, tal vez de Hodós.
Dicen que el pasado es inalterable, que hay que vivir con él. Pero yo veía la oportunidad de
desordenarlo, removerlo, retirando de sobre él las dudas, como se retiran las finas telas de arañas
nocturnas, cargadas de rocío de entre los gajos al amanecer. Mi pasado brillaba indemne como esas
tejeduras al sol del alba. Yo no pretendía destruirlas pero sí adentrarme en ellas.
-Quiero encontrar un obsequio para Uzdrila como ninguna novia reciba- Acrecentó Dumok y lo
entendí. Estas gentes eran amantes de todo lo que nada tenía nada de ellos. Eran curiosos de
civilización y lo extranjero mediterráneo ejercía sobre sí un atractivo particular. Mucho más a mi hijo,
1
otoño.31 de julio a 1 de agosto.Matrimonio de Lug
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Mis días transcurrieron más tranquilos y proficuos. Acompañaba algunas veces a las mujeres a
la labranza y me deleitaba en los prados, viendo como pastaban los rebaños. El frío fue acentuándose y
adopté definitivamente bragas y pieles. La nieve cubrió gran parte del valle pero en mi cabaña siempre
limpia, la tibieza del hogar me mantenía bien dispuesta a pesar del invierno y gracias al atento cuidado
de Vozibran. Cuando cabalgaba en las extensas landas con el Cierzo a mis espaldas, podía sentir en las
bridas el ritmo galopante del animal que se conectaba con mi sangre y con mi respiración, bloqueando
el fastidio de los pensamientos demasiado intelingidos. Corría el caballo. Corría mi yo libremente sin
lastres.
Conocí sus instrumentos de labranza y me parecieron más avanzados que los nuestros. El gran
arado de dos cantus 1 arrastrado por varios bueyes a los que azuzaban con gritos estridentes que se
esparcían por el valle. Sus enormes hoces para segar heno. Sus rastrillos y cedazos para separar los
granos. Después de la época de preparación de la tierra y de siembra, las mujeres cuidaban el labrantío
escardando, y yo ayudaba, también lo haría en la siega.
Tres lunas y trece noches después de Samaín, abrí los ojos despertada por cánticos festivos
enfrente a mi cabaña. No sabiendo por qué, durmiera más de lo acostumbrado, vi que el sol, ya alto,
perforaba las paredes de troncos pasando a través de las hendijas. Eran voces, liras y repiqueteos de
metales finos en un ritmo saltante y contagioso. Los golpes en la puerta me obligaron a erguirme y
cundo abrí, Vozibran me extendió una túnica teñida en colores violáceos con perfume de estacte2 y mis
vecinos cantaron, rieron y me bendijeron. La data de aniversario de mi nacimiento, que había
confidenciado sólo a mi hijo, fue conocida y festejada por todos. Puedo decir aquí lo increíble de
aquella ceremonia. Cada uno me otorgó su deseo personal trayendo una ramita de lavanda, que besaba
y me entregaba. Vozibran en tanto las tomaba de mis manos y ornaba una cesta a mis pies. ¿Podría
haber imaginado un despertar mejor? Aun después de que cerramos la puerta y mi esclava con
prontitud hacía mi afeite y disponía mi ropa, la música continuó. La reunión del almuerzo fue el auge
de aquella conmemoración. Afectivos y gentiles brindaron varias veces en mi honor y comimos en un
clima de jovialidad. Me sirvieron vino-miel en una copa, que olía a madreselva. Lo noté al beber el
líquido cuando sus vapores impregnaron mi olfato desde la garganta. Recibí un tapete colorido del
1
llanta de rueda, de hierro. De “cant” círculo.
2
Aceite esencial oloroso de la mirra fresca
100
breno y su esposa. Ximilo me dio un sartal de cuentas de ámbar que acepté como talismán, y Dumok,
lo que llevaría por toda mi vida: un minci1 dorado y esmaltado que el druida untó con aceite esencial
desconocido por mí. Al colocarlo en mi cuello enunció:
Era un collar. Un vástago macizo de metal torcido en círculo que no llega a cerrarse, siendo la
señal entre los alpenses de la dignidad del hombre y la mujer libres.
Esa tarde bailé mucho hasta acelerar mi respiración y la sangre. Creo que reí por todos los años
en que no lo había hecho y conversamos planeando nuestro viaje. Los vates 2 declamaron y los bardos
entonaron sus instrumentos, incansables. La fiesta alcanzó el final del día, hasta que las hogueras no
más calentaron.
Oimelec3
Acallanh era el nombre de los diálogos que mantenían los druidas entre sí o con los jefes de los
vates, los mismos a los que Ximilo me inducía cuando nos reuníamos.
- Para hablar con conocimiento, para aprender, enseñar y reconocer, decía.
Fue en ese tiempo que Mevilomh me encomendó otra tarea específica a su jerarquía y
presupuestamente adaptable por entonces a mi capacidad. Yo debía saber, como ellos, trescientos
cincuenta relatos: doscientos cincuenta grandes y cien pequeños, así que me mantuve ocupada por
varias lunas, y éste fue el primero al que llamé Reluctancia:
“La masa nebulosa de energía se ondea plasmada de inquietudes. Otras ondas se remueven
entrechocándose y crepitando. Su eco a infinita distancia se pierde en la amplitud espacial. Con fuerza
magnánima se entrelazan y confunden en colores sui-géneris, como en un vientre de humores
1
collar
2
poetas
3
Primavera. 31 de enero a1 de febrero. Dedicado a Brigit
101
En el fondo gelatinoso
del vientre de mi madre
floto, bostezo... disfruto,
1
puro, eterno
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La gravidez está en su fin. La mujer cierra los ojos, jadea y expulsa impecablemente en un
cuerpo “la verdad del universo”. La madre entonces tiene su descanso merecido mientras "el hijo del
universo" mama en sus tetas. Con manos ardorosas, tibias, mas, ancianas de sueños estelares Único dio
forma graciosa a este ser humano, y le besó las facies proclamándolo dios. En lo infinito de esta alma
semejante a la suya guardó la belleza insuperable de un sólo sentimiento y le susurra en la quietud de
las noches, su grandeza y su beatitud ¡No temas a tu deidad, no te temas! ¡Eres parte de mi sueño!
Lo declamé en la noche de mi aniversario, iluminada por el brillo de las hogueras en sus iris
atentas y el druida exclamó
- Admiro tu solercia Chymeia.
Él me había llamado por mi nombre etrusco y me propuso un tema para la próxima historia.
- Háblame de la vida y la muerte de un breno.
Y yo relaté:
“El silencio suena como vibración de alambres tensos, justifico que los matorrales no son los
causantes, pues los veo moverse, ladearse hacia el oeste. Apenas veo la imagen y no consigo
combinarla con el sonido del silencio. Para el hombre todo es ocre, es decir esos mismos matorrales
espinosos, la tierra y las montañas. El recuerdo es algo más oscuro con algunas sonrisas verdes. Son las
hojas del otoño de su historia. Busca en la tierra del camino sin comienzo ni fin. Tanto da que vaya o
que vuelva. Tantea con la punta de los dedos lo que a pesar de invisible sabe indeleble. Busca huellas
de gotas de sangre, su sangre. Algo le preocupaba cuando pasó por allí, pero también algo lo hiciera
sentir omnipotente. Llevaba un problema para resolver y una dicha que subestimaba las derivaciones
del conflicto.
No le gustaba sentir la fatiga del viaje aunque recién comenzaba. No le gustaban los músculos
doloridos por los solevantos del terreno, el polvo en la ropa y en la cara cubierta de pelos. No le
agradaba estar sin ejecutar las ideas que en ese momento lo seducían como ninfas, así como los ojos
negros de ella lo seducían conduciéndolo a caminos diferentes de tentaciones, de intenciones, todas
magnificas. Lo único agradable para el breno en el panorama era aquella flor blanca, innombrable por
su desconocimiento, pero semejante a ella en el día en que partiera. Tal vez tuviera su aroma y hasta su
textura. Inmerecido sería compararla a su piel o a su inocencia. Ella era más que una flor. Sí. Un millón
de veces más adjetiva que la mayor obra de la naturaleza vegetal. Pero él no estaba allí para hablar de
flores ni de mujeres. Estaba allí para recordar y entender lo que aconteciera en apenas unos momentos
y que por primera vez en su vida no analizara ni concluyera.
Viajaba hacia el oriente y pretendía volver. Pretendía demorar unos días en esa región más
103
cerca de la prehistoria, que de la historia se estaban ocupando unos cuantos. Y aunque fuera como el
nombre de Borvo o Manannan, el suyo a pesar de muchos sería pronunciado como Gracia o Demonio.
No le importaba cuánto sería ponderado. Vivió para eso y su destino se trazara con su ayuda. Nació
varón para valerse por sí mismo y por ella.
Todos los mensajes que llevaba, con diferentes destinos, habían sido estudiados,
reflexionados aunque la precisión de las palabras escritas siempre dependiera de los gestos o los
silencios de sus interlocutores, siempre quedaban en la boca palabras demorados que podían atacar a
una orden suya o replegarse infinitamente según el resultado del combate verbal o in-facto. Lo cierto es
que esa vez todo había parecido más fácil, aún las apariencias. Los hombres con los que se había
contactado estaban de acuerdo con su resolución y hasta con su obsesión; de no ser así no se habría
dado el tiempo para sentirse atraído por sus encantos. Era joven pero por entonces sin licencia para el
amor.
El grito de la guaita avisó que salían de la estancia. Siempre había una posibilidad de ser
atacados por enemigos, fieras o ladrones, y no pudiendo hablar o dormir, pensaba. El hombre de la
guaita gritó de nuevo, algo lo estimulaba. Miró hacia el occidente y sólo vio ocre. No fue la voz de un
hombre, fueron seis o siete voces. Tomó su puñal pero el vehículo aún no se detuvo lo que lo
tranquilizo. La voz del niño no solo lo alteró, le dolió. El carro entonces ya se había detenido y el
bulto oscuro rodó. Los caballos bufaron y relincharon y desde las matas desafiaron su hombría:
“Maldito cuervo, ya no volarás”.
Más le hubiera valido tomar la espada que el puñal, éste fue una garra de uñas desafiladas. Y
entre los rostros y los gritos, pensó en su caballo, en el niño, en ella. Ahora se daba cuenta de que él era
una apariencia con ninguna afinidad con lo que sentía en ese momento. Los puñales entraron y salieron
de su vientre varias veces, aún así lo arrastraron fuera del carro y en consecuencia de que su cabeza
estuviera inclinada hacia delante, vio las gotas adentrándose en el polvo reseco y pegadizo. Esas gotas
que intenta palpar. Ya entendió porqué, quienes. Sólo no entiende por qué no cambió a tiempo su
historia. Sus matadores fueron menos salvaje s de lo que imaginara, y contrario a lo que realizaban los
integrantes de algunas tribus no le comieron el corazón para apropiarse de su valentía. Y contrario a lo
que él pensaba, no estaba impregnado apenas de audacia e impertinencia, una hija de esas tierras lo
había enamorado. Eso le valió para volver hoy y hacer lo que está haciendo: recordar y detenerse a
apreciar estas montañas, estos matorrales y esta tierra que aunque llena de marcas indelebles, a veces
nos es tan invisible”.
104
Estaba decidido que viajaría al sur, aún redundando en aflicciones, ya que mi presente en esa
hora era capaz de acontecer en un ambiente menos hostil y tal vez tendría que adaptarme a medias al
remedio equivocado volviendo a Etruria. Quise meditar y fui hasta el lago, pero no encontré allí la
claridad suficiente. Demoraba a concretizar la distancia entre mis deseos y sus posibles realizaciones.
Incapacitada de dotar de progreso a mis cavilaciones, dejé el lugar y subí a la montaña. Esa noche
había tenido un sueño, infinitamente más corto que las apariciones que acostumbraban a poblar sus
trayectos.
Subí, sintiendo bajo mis pies cada piedra, sus tamaños, formas, sus grises. Me compelía una
fuerza innecesaria al esfuerzo de la ascensión. El aire me ahogaba y apretujaba mi estómago un ansia
indefinida pues iba en busca de algo aún indefinido. Cargaba mis recuerdos, mis esperanzas.
Acreditaba en días venideros mejores. Estaba recuperando el sentimiento de respeto, la responsabilidad
de ser. Estaba asumiendo la prudencia, construyendo y mejorando mi destino. Me detuve a ver las
asimetrías de la pared rocosa, como un asiento escondido entre alturas. Nadie en este mundo podría
haberlo esculpido, sin embargo estaba allí. El sueño fuera apenas una sensación, y la visión, una única
palabra dibujándose ante mis ojos de durmiente. Entonces se formara vagamente la palabra: cristal.
Presentí que después de ella proseguiría otra palabra que pudiera denotar alguna acción pero no pude
retenerla. El sueño concluyó y me desperté inmediatamente llevando la incógnita a la vigilia.
El sol alumbraba desde el naciente y destellaba en las rocas acuminadas, los minerales que las
formaban, espejaban sus rayos para hacerlos más potentes, mas dorados. Subí un poco mas hasta
instalarme en medio de la meseta rodeado de las murallas naturales. Experimente la liviandad del
descanso y el viento me desdeñó, en ese punto protegido de sus caricias. Al sentarme vi las
formaciones pétreas que se distribuían formando un círculo y yo en el medio de ellas. Las piedras
largas e hincadas verticalmente me ofrecían la conveniencia de examinar detenidamente mis
pronósticos. Allí no me sentía subalternada. Podía asociar, disociar sin tropiezos ¿Sería este un lugar
mágico? ¿Sería un templo?.
Quería haber podido conocer a mi padre, hablar con él como hablaba con Ximilo. Sentir en la
infancia y desde mi poca estatura, sus ojos, sus labios en mis cabellos, y sus brazos discretos de fuerza,
sosteniéndome sobre su pecho o contra su pectoral. Quería haber podido escuchar sus intenciones, sus
estímulos, las preocupaciones de su profesión o las palabras que lo ayudaban a decidir en su vida.
Quería haber podido verlo mirándome, y allende de mí, para su propio futuro. Conocer su porte, su
celo, su naturalidad, su calidez. Oler su mador, palpar sus ilusiones, sentarme a sus pies y jugar con sus
sandalias.
Quería haber podido respirar su presencia masculina, dotarme de sus aspiraciones intelectuales,
saltar sobre su barriga de músculos rígidos y adormecerme llorando, confundiendo el latido de su
105
corazón con el mío. Morder la punta de sus dedos y salivarle la cara con mis besos, usurpando su barba
y su perfume. Quería poder recordar el crujido de la cama cuando amaba a mi madre, la poderosa
cortesana de su vida, y verlo bañarse después en la cisterna del patio interior.
¿Estaba pensando? ¡No! Estaba viendo en la piedra cada deseo. Pasaban lentamente todas las
acciones, como si las imágenes de mis recuerdos mas obstruidos se realizaran en un espejo,
encadenándose, administradas por mi propio impulso. Yo deseaba, preguntaba y el espejo recordaba y
me ofrecía la ilusión de recorrer el pasado con aspectos que no me eran conscientes. Erasne resucitaba
en mi memoria. Aquel hombre celoso y serio había sido mi padre. Lloré mi olvido y la tendencia a
permanecer separada del recuerdo que creí innecesario. Yo estaba envejeciendo y precisaba unirme a
él. Precisaba relacionarme con amor a alguien, a todos; mi padre había provocado mi existencia y yo
no podía romper ese lazo.
El cielo se abrió de manera que no puedo explicarlo. El espejo se fundió en la piedra y todo fue
cristal restallando con brillo tan inmenso como si el sol del mediodía entrara en las entrañas de la
montaña. Sentí el poder de Aixia, las punzadas sonoras en los oídos, el corazón se mantuvo calmo. Un
bloque de cuarzo blanco se abrió a modo de puerta horizontal y Eubea me extendió sus brazos,
pronunció mi nombre y cantó. Después colocó sus manos encima de mi cabeza y dividió mis dos
mitades en un gesto. Hizo que las elevaba al cielo y derramó sus bendiciones sobre mí.
Una razón más poderosa que nunca me decía que debía viajar y esa era la data oportuna.
Partimos a comienzo del primer Attnugud1 del último mes de Samahín. No llevábamos mucho equipaje
y la noche anterior Ximilo había preparado pociones en una ceremonia breve de despedida. Kilbelé no
sabía a ciencia cierta si regresaría con los alpenses. Yo iniciaba ese retorno bastante confiante y
Dumok ambicionaba corresponder a todas sus expectativas.
Los bueyes bufaron y fui viendo, quedándose entre la tela azul verde salpicada de blanco, la
villa del breno Berk-Liso, con sus humaredas hogareñas, esos extraños diseños que los adivinos de mi
tierra sabíamos leer a la perfección y que en este caso declaraban la tranquilidad de un pueblo, su
moderado descanso en la estación del frío. Siempre reflexionaba, al ver los anillos oscuros desde lejos
en mis andanzas por Etruria, que cada lar tiene el humo de un color diferente. Muchas veces cansada
de una caminata me sorprendía desde algún punto lejano la promesa de comida caliente y compañía
afectuosa, de un lecho alumbrado por candiles, del olor de las telas y de las esencias. Tan diferentes del
aroma de la tierra húmeda de rocío, de la madera aun verde y la luz desparramada de las estrellas.
Como dije, llevábamos poco equipaje, pero descubrí entre los hatos de ropa de la oriental una flauta y
1
Primera quincena de Enero
106
una citara. Los dioses prodigaban un viaje agradable con su compañía, no seriamos privados de
melodías y cantos.
Al llegar a Genau pasamos una noche en un campamento de gentes que también subirían al
barco, el que abordamos a la mañana siguiente no bien hubieron recogido varios bultos. Dumok se
presentó al capitán venido de la Hélade y acertó nuestro pagamento de acuerdo al itinerario.
Llevábamos algunas piezas de oro que no entregamos, pero sí, más de veinte espadas de hierro y varios
fardos de fieltro traídos para ese fin, además mi hijo ayudaría a los marineros, Kilbelé cantaría y yo
ejercería mis adivinaciones. Esto a cambio de un buen lugar donde descansar por las noches y alguna
comida.
El navío medía más de treinta pasos de hombre, con dos velas cuadradas, una mayor. Era muy
alto, con una boga profunda dividida en tres pisos donde aparecían tres filas de remos. Costearíamos el
Gran Mar del Medio y por las noches cuando el silencio exterior era el dueño, se escuchaban los
cómitres dirigiendo a los remeros mientras en la cubierta principal dos marineros maniobraban los
timones a las órdenes de un piloto. Yo miraba ese silencio del mar y podía palparlo. Sus caricias
salitrosas resbalaban en los cabellos claros de Helgaíster, tan diferente de los demás subordinados. Él
era el dios arcano y blanco, árbitro y comandante de esa sangre tribal. El conocía los movimientos de
una nave y la familiaridad con sus curvas lo hacían preponderante. Aunque por debajo de sus trajes la
piel fuera igual, los músculos tuvieran el mismo calor y las almas las mismas aspiraciones, mi niño
poseía una razón más vehemente: su ilimitada independencia, ésa que ningún hombre pierde sin morir,
porque ningún hombre debiera rendirse a otro hombre. Eso lo hacia el preferido de sus dioses y su
genio navegante, ahora lo protegía.
Viajamos ese día durante todas las horas de luz, poco ayudados por el viento. Y para no agotar
las fuerzas de los remeros, nos detuvimos cerca de la costa donde pasamos la noche retomando la
travesía al día siguiente. En el primer puerto a detenernos con el fin de comerciar, fue Populonia, que
se veía con la misma actividad y tal vez más, que cuando pasara por ella al salir de Etruria. El trabajo
de los cargadores fue arduo, diligente, interesante de ver en las filas que subían y descendían a través
del puente sobre la borda y el pavimento del muelle. Supe que el hierro de la isla de Elba fue el
cargamento más valioso que el barco llevaría hasta el Ática y a algunas islas del Mar del Archipiélago.
Estuvimos allí tres días.
Conversamos mucho Kilbelé y yo ya que nada restaba por hacer, y la presentí dotada de un
pensamiento práctico, elevación espiritual y habilidad con los instrumentos, que acompañaran los
cantos de sus antepasados en épocas gloriosas y a los que ella dedicaba el mismo entusiasmo.
Al quinto día nos detuvimos en una pequeña colonia cerca de Pyrgi y comencé a sentir la
sensación de incomodidad, con esa tendencia creciente y primitiva de desconfianza intolerable y de
107
dolor re-alimentado. Esa noche soñé que volvía a buscar a Samla. Sugerida por voces que no reconocía
me adentraba en una población, siguiendo por calles angostas entre casa coloridas hasta donde sabía,
podría encontrarla. a medio andar, el lugar se transformaba en un mercado y luego en un cementerio,
sin perder los colores y la animosidad. Para dar eficacia a mi búsqueda, preguntaba a una mujer joven,
con túnica púrpura, bordada en oro y cabellos oscuros, sobre la loba negra. A pesar de mi preocupación
y sabiendo ella de su paradero pues estaba en su propia casa, me obligaba a reprimir mi deseo
diciéndome que Samla no querría verme porque estaba vieja y tullida de las piernas traseras. La
resistencia en su actitud y la pasividad de mi petición me hacían desde la misma puerta, desandar el
camino.
Nos facilitaron dos días más en los que harían trabajos rutinarios. No quise que me
acompañaran y me dirigí a Pyrgi. Las nubes corrían con total certeza en sentido contrario y las
preguntas diversas y agolpadas me excitaban hasta el punto de mirar sólo hacia abajo el resto del
camino. Yo acostumbraba a adivinar los presagios en el vuelo de los pájaros. Presentí entonces que lo
que estaba viendo era la oscura silueta pairando en la lasitud diseminada de la infinitud del suelo. Veía
aquí abajo su sombra, tan ágil como el animal mismo, pero más virginal y menos mortal porque aquí
ellas pueden cruzarse sin chocarse y sin amalgamarse. Tal vez en el mundo de las sombras o por lo
menos en el claro-oscuro todo pueda escanciarse de concurrencia, de espantosa multitud, sin
abrumarse. Me decía a mí misma que encontrara lo que fuera en Pyrgi, habría de serme de utilidad.
Cuando levanté la vista, el templo estaba allí y toda la supuesta impasibilidad se tornó frágil, pequeña y
cerró los ojos a mis intenciones.
Encontré a una mujer de pequeña estatura que siguió mis movimientos hasta que estuve muy
cerca de ella. No aparentaba amabilidad. Creí ver en su rostro los signos del cansancio, del arredro,
casi del desprecio. Nunca sonrió. Me permitió entrar al patio posterior. Nos sentamos en un banco de
piedra y ella prosiguió con su tarea de entretejer fibras de algodón. No conocía a ninguno de mis
hermanos. Sabia sí, que antes de su llegada habían morado en el lugar unas sacerdotisas. Desconocía y
me lo aseguró, sus actuales paraderos. Conversamos cosas triviales. Su desdén hacia cualquier asunto
era preponderante. Pero yo entendía o adivinaba que esa no era su actitud diaria, de ser así sus actos
tendrían poca repercusión y su eufemismo, demasiada debilidad o inexistencia. Después apareció un
hombre. No era sacerdote. Más bien me pareció un hombre de leyes, quien comenzó a hablarme
gentilmente. Me preguntó qué quería, a quién buscaba; a lo que contesté con reservas pues sentía
desconfianza. Al principio fue como si le alegrara mi intención de reencontrar a mis hermanos, su voz
era dulce. Preguntaba con pasividad, con comprensión, con solidaridad. Dos o tres veces me planteó
sus juicios como incitándome a comprender los hechos y para disminuir mi desasosiego. Callaba
sobriamente aunque no estuviera de acuerdo con mis interpretaciones, por lo menos así pareció pero
108
era como el fuego encendido en un pastizal, primero del tamaño de una lumbre casera y que luego
tomaba para sí, espacio y autodeterminación, ahogando cualquier quejumbre plantada a su paso. Se
extendía como se extienden las sombras de las nubes sobre los campos, muda pero agresivamente. Me
vi sometida a su calor, a su acción puntiaguda e hiriente, sojuzgándome a la discusión, rebatiendo sus
imprecaciones, buscando y usándolas también. Me permití entrar en una batalla sin reaccionar. Yo traía
armas que no pretendía usar, pero allí estaban y sus provocaciones me sedujeron. Pensé en los
temporales...también comienzan calmamente. Así como el amor de los amantes en los lechos. Como el
hambre, como la alegría de la sorpresa ¿La muerte tomará el mismo ímpetu?
- Las leyes están para ser obedecidas, me dijo -Todo está reglamentado y el que no se atiene
está en desacuerdo con el movimiento uniforme que ellos pretenden imponer para el bien de los que las
practican. Porque los dioses cuidan de nuestras cosechas y a ellos hacemos ofrendas, pero el hombre
debe precaverse de no sembrar en suelo fértil. El monarca reparte las tierras y dona los granos. Él está
entre los dioses y los hombres. A él cabe la mayor responsabilidad y el respeto merecido.
Chymeia: - Los hermanos de Pyrgi cuidábamos a los hombres, desenterrábamos sus alegrías
para que la Ley fuera comprendida y así, perfecta. Si bien no todos pudieran comunicarse
directamente con los dioses y precisaran de nuestra intermediación, es restarles ese poder a los
habitantes del cielo ¿Qué señor o Señora divinos no ha usado de artilugios para allegarse hasta el más
simple e ingenuo oidor?
Hombre: -La Ley es para todos y todos deben ser iguales para la Ley. Los hombres son iguales,
los sacerdotes no comprenden eso. Vosotros no comprendíais eso y todo debe ser para el bien común.
Discordar con el monarca es repartir bienes.
Chymeia: -Etruria ha sido armoniosa durante mucho tiempo. Sus lucumones han prevalecido de
manera consciente y acatando el deseo popular. Cada organismo se rige a sí mismo por sus propios
conocimientos interiores. Ante la flor seca la mente piensa en la fragilidad del pétalo y la carencia del
tallo; el corazón en cambio retiene la frescura de su perfume, la satisfacción antigua, la promesa de
otras flores renacientes.-
Hombre: -El corazón no malea el hierro, ni arma ejércitos, ni planifica estrategias. No construye
albergues, ni murallas. Se necesita pensar en la forma y consistencia de la piedra para que la fortaleza
sea inquebrantable ¿Qué harían los sentimientos desorganizados y prostituidos sino echarse a dormir
sobre su frialdad para soñar con materiales menos duros, o esperar indeterminadamente que la piedra
se transforme con los tiempos venideros?
-¿Dónde están mis hermanos? No pregunté, amenacé, infiriendo la respuesta.
Hombre: -Están donde deben estar. Donde se les recuerde diariamente los límites de sus
actividades. Donde sus augurios son filtrados para no herir a las leyes, ni al monarca. Donde el
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sobresalto que siguió a estas cavilaciones. Me sentí afectada en mi orgullo aunque nunca entendiera
bien su significado. Fue como proponerme no querer seguir escuchando aunque permaneciera allí, sino
que deseé que él no continuara hablando ni continuara envanideciéndose de su postura ante la vida,
ante el reino y las leyes.
Hombre: - ¡Yo viví bien!- Se jactaba- Por eso vivo bien y nadie me molesta. Dono de mis
ganancias al tesoro público, no ofendo al monarca, ofrendo a los dioses. Pero tú, tú nos molestas a
todos con tu inconsecuencia y tu soberbia. Con tu insistencia en requerir lo que no te mereces-
Su voz y sus ademanes estaban exaltados. Llegó tan cerca de mí que pude oler su aliento y su
perfume dulce de mirra. Pude ver en sus ojos, tan sólo eso, ojos que miraban demasiado
compenetrados en aumentar desde adentro y realimentar, desde afuera, su ira. Pero eran dos ojos, dos
órganos que la muerte rápido se lleva antes que a lo demás de nuestras carnes. Así lo vi. Así lo sentí y
cuando gritó por los guardias, yo lloraba, pero creo que era de risa a pesar de no haber dejado de
contestarle cada insulto. Ya no le temía.
-Puedes llamarlos, grité -Sus fuerzas no someterán a mi convencimiento. ¡Estás declarándote
mi enemigo y te aborrece que no haga lo mismo!
Hombre: -Ríes, afirmó -Pero bien recuerdas el fuego del hierro...
Era cierto, el dolor del corte de la espada que experimentara tiempo atrás muy cerca de allí me
sobresaltaba muchas veces e n la vigilia y en los sueños, y mi cuerpo se retesaba ante aquellas
imágenes del cerebro. No hablé más; estaba comprendiendo por fin la necesidad de aumentar mi
cautela. Los soldados se detuvieron en el umbral del pórtico esperando una nueva orden, que no llegó.
Pregunté, haciendo caso omiso del peligro, como tomada por esa locura vivaz y desvergonzada que
me mantenía en calma.
-¿Hodós fue el autor de aquella felonía?
Hombre: -Aunque ya no merezca importancia el hecho, te diré. No, el sacerdote no os traicionó.
Él pretendía reunir vuestro grupo en torno de los soberanos. Hodós fue doblemente inocente, no hubo
traición para consigo ni para con los suyos. Y si quieres irte que sea ahora y para siempre. Creceremos
a nuestra manera. Ya no es más tiempo de ensoñación. Ruma aguarda para ser engrandecida. Nuestra
nación ha nacido del héroe Quirino y será revalorizada por nuestras acciones. Tú llévate tu desorden y
tu incapacidad y que los dioses sean benevolentes contigo.
Caminé hacia la puerta de ingreso al templo. Me sorprendí al ver en los ojos de la mujer, que
permaneciera en silencio, esa humedad que desfigura al iris y entorna los párpados. Me acompañó y
despidió. Cuando ya pisaba la arena los vi conversando como si cada uno volviera a su antigua y
fingida postura. Me propuse llorar y aunque más tarde lo intenté fue en vano. No había por qué llorar.
Estaba vacía pero podía adivinar el renadío. La sentina maloliente fuera lavada o hundida con el resto
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de la vieja embarcación.
Aún tenía el resto del día, y un día más para volver al puerto. Creí ver a Samla recortada sobre
una colina, y escuchar su aullido.
Mi madre dijera en mi niñez que las mitades se procuran, atraen o desviven si no se encuentran,
porque el Todo incompleto no existe. Había algo más que el hombre del templo expresara, no supe si
para lastimarme más o con disfrazada intención de darme la buena nueva. Hodós, hijo de Erasne el
latino y de la fiesolense Clevia, marido y amante de Eubea, bello por fuera y por dentro; bello porque
su presencia era el regocijo de los dioses, albo y sano porque renacería según el amor en los tiempos
que vendrían para iluminar y ser iluminado, sacerdote y conocedor de la ley, Hodós, era mi hermano
de sangre. A la edad de un año, cuando aún yo no pisaba derecho y erecta sobre la tierra, mi madre,
nuestra madre diera a luz a Hodós, y Erasne, nuestro padre muriera. Aun niño, una sacerdotisa lo llevó
al templo y creció en el ambiente de los sacerdotes y los escribas. Mi madre desapareció tiempo
después y fui criada por campesinos hasta ingresar también al colegio sacerdotal, por eso no nos
habíamos conocido. Por Eso sentía en mi corazón tamaño amor hacia él.
Pasé la noche con unos pescadores cerca de Alsium al sur de Pirgy, fue una noche incomoda,
hubiera preferido estar sola. Oscilé entre la angustia y la ira; del hambre al sueño, del calor estremecido
en el estomago al frío por todo el cuerpo. Casi no dormí... No pude pensar. Quería estar lejos de allí y
así partí temprano con el frescor de la noche, creo que para nunca más volver a Etruria. Ninguno de mi
familia vivía ya y mi vida, como árbol de frutos nuevos debía ser atendido ahora. Mis nuevos frutos
eran los amigos de Alpenia y mi pupilo.
Esta decisión me alentaba a una perspectiva llana y amplia de acontecimientos renovadores.
Cuando subí al barco no miré hacia atrás, no comenté con nadie los sucesos y me sentí aliviada.
Durante los días que siguieron y hasta que entramos en aguas del gran Mar Central, hilvané otra
historia y la llamé “Casi mujer”.
“Atravesó la calle zigzagueando entre mercancías y mercantes, en la feria matinal, entre voces
y rostros que intentaban superar el tiempo en que el sol recorría medio cielo.
- Superar al tiempo- pensó- Si el tiempo nos supera largamente-
Sus ojos miraban, cuidando la distancia de sus pasos y la que la separaban de aquellas tablillas
amarillentas de arcilla enclavadas en la puerta de madera. Permaneció leyendo, con todo cuidado,
intentando retener cada letra y cada palabra escritas “SE PREMIARÁ A la MEJOR OBRA
NARRATIVA PRESENTADA CON...”
-¿Habré de presentar alguna de las que ya poseo? Pero son un tanto extrañas. Hablan de
sensaciones demasiado complejas. Hablan de aprendizajes, mis propios aprendizajes. Tal vez...
Entonces allí estuvo en su pantalla mental un título: la mujer casi pájaro. Y una sensación de
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frío y mini-temblor le sopló en algún lugar del cuerpo, como si aconteciera a escondidas de su propio
darse cuenta. Después, la excitación de cómo comenzar y una palabra: Libre, bailoteó en su cerebro.
Luego una frase: Evadir a la muerte, intencionaba a su corazón como hecho posible y absoluto. Y éste
último le produjo alegría y una sonrisa repujó las comisuras de sus labios dando forma a un
sentimiento de alivio.
Por la tarde, sola, mientras los comerciantes continuaban gritando, y los artesanos martillaban
sus metales comenzó a escribir:
“Era una mujer joven con preocupaciones ni más ni menos que cualquier gente que camina un
poco a la deriva por esta tierra, intentando ser útil. Sentirse útil. Para tener qué comer, qué vestir,
dónde vivir, dispensando sus sueños para después. Porque al ahora las responsabilidades urgían y no es
fácil enfrentar varias batallas al mismo tiempo. De cierta manera todo animal domesticado se olvida de
los riesgos, y realizar sueños es, siempre o casi siempre, olvidarse justamente de comer, dormir. Siendo
útil a uno mismo. Desde niña sus sueños se fueran desvaneciendo, a veces de a uno, a veces de a dos o
tres y ahora a poquísimo de celebrar su aniversario cuarenta y tres, el recuento de sueños cada vez
resultaba en un total menor y tenía recelo de que si perdía alguno más se encontraría con muy poco o
nada para realizar y para alimentar la intencionalidad de continuar viviendo”.
- Hum, pensó -Es una historia amarga. Creo que no agradará a los jueces.
Pero ya la había comenzado y aunque no la declamara en el tal concurso, tenía una tremenda
curiosidad por saber qué rumbo tomaría esta historia. ¿Qué hecho sorprendente saldría d su cerebro, un
poco artesano de sensaciones y experiencias? Además, la picazón en la espalda y el calor en el cuello
que subía hacia la cabeza, le suponían, no- cansancio, mas una cierta vibración diferente.
-Anoche no dormí muy bien. Tengo los músculos tensos.
Y continuó:
“Había soñado con claridad asombrosa desde la niñez hasta la adolescencia que aprendía a
volar. Primero, contenía la respiración. Segundo, mantenía los músculos tan rígidos cuanto podía y
estos pasos tan simples la elevaban del suelo unos palmos. El temor a despegarse sin tener ningún
apoyo tangible y derrotándose al pensamiento, la hacía sudar, soltar el aire, aflojarse y caer al piso
nuevamente, Durante un largo tiempo practicara justamente eso: perder el temor a volar, flotando por
encima de un mueble, de un muro, de un árbol pequeño. Hasta que un día, cuando excelsa de amor por
un hombre, se vio vestida con blanco y transparente traje y voló. Voló rozando con las puntas de los
pies las copas de grandes pinos. Jugó a seguir la serpentina marca de un camino y el aire fresco,
mansamente acarició su rostro, sus piernas y el alma”
-Nunca sentí a esta silla tan cómoda. Es increíble pero parece como si la temperatura de la
madera atravesara mi cuerpo ¿Y la mesa? ¡Qué linda es esta mesa! Los dibujos del propio árbol están
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aquí diseñados y es como si pudiera restablecer su forma original y volverla tronco de nuevo.
Se restregó los párpados y posicionó la cabeza de costado como si viera con un solo ojo, y
bien.
-Siempre siento que los pies se me hinchan demasiado de día. Ahora cuando es más fresco, las
sandalias me quedan holgadas.
“¿Entonces esto era volar? ¿Esto era ser pájaro? No sólo podía romper la fuerza del aire,
también rompía los grilletes de la duda, las cadenas gruesas de las tristezas, los muros de las
obligaciones y se amigaba con los imposibles, teniendo certeza irrefutable de la existencia del dios
interior”
-Por los dioses ¡Estoy más cansada de lo que pensaba! El estilo me pesa enormemente. Es que
tengo los dedos tan finos y las uñas muy largas. Por eso me incomoda para ¡Ohhhhh!
La exclamación hizo eco en la habitación más bien pequeña. Pero no un eco resonante, sino un
eco melodioso, como un piar. Las letras incisas en la tablilla parecían bandos de mosquitos, y le dio
deseos de comérselos. Por eso los picoteaba. El estilo rodó, rodó, rodó y terminó en el suelo. El estilo
en el suelo y ella sobre la urna de bronce ¿Urna de bronce? Vio a los muebles, a la silla, a la mesa
desde otra perspectiva y a la ventana abierta. Vio aquel hueco por donde podría pasar. Contuvo la
respiración. Atiesó los músculos. Levantó las alas y voló con una sola intención: Aliviar el alma...
Alcanzar a los dioses.
Algunas plumas del pecho estaban mojadas como si hubiera llorado, pero los pájaros no lloran.
Los pájaros son libres. Las tablillas sí, estaban mojadas con algunas lágrimas. Es que las palabras no
pueden Evadir a la Muerte”
Corriendo la mirada por la costa no muy lejana, podía verse el asentamiento de la isla de
Pitecusa, donde los hombres del mismo origen que los que navegaban el barco que nos transportaba,
habían llegado con intención de construir en las tierras al sur de nuestra patria, una prolongación de la
suya. Al llegar al estrecho de Skilia, los marinos decidieron virar a la izquierda en vez de proseguir y
arriesgarse a un enfrentamiento con los barcos del puerto de Karath Hadash1, donde los fenicios
dominaban el paso hacia ambos lados del mar.
Enfrenté admirada y conmovida los vientos, que rigen su potestad, en este lecho de agua
estrecho y amurallado de acantilados. Donde las corrientes se cruzan, en un intento pertinaz de
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Cartago
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extender sus fronteras; y las furias exhibidas, más catárticas que fenomenales, desparramaron el pánico
entre el comando y la subordinación de la nave. Antes y después del paso por aquel lugar, muchos me
contaron las leyendas que se manifestaban como verdaderas a respecto de lo que allí ocurría y pidieron
que con mis plegarias y ofrendas intentara calmar esas demostraciones. A las mujeres que estábamos
juntos, nos amarraron fuertemente, con cáñamo, a partes inmóviles del navío para que estuviéramos
seguras y los hombres pudieran realizar sus tareas sin ocuparse con nosotras. El agua salada nos azotó
espantosamente. Los hombres se desplazaban casi desprovistos de visión por la salvajería del
momento. Los gritos, órdenes y lamentos nos invadieron durante largos momentos. Era como soportar
al enemigo en una conquista tenaz de nuestro territorio. Los cuerpos mojados, los cabellos
desordenados, el barco poniéndose casi de punta sobre la proa absorbida por los torbellinos y la
exclusión total de cualquier solidaridad en un ritual de naturalidad e indiferencia, me hizo pensar en la
acción lúdica de la naturaleza, tan fatal en la más de las veces para los humanos.
En ese tiempo en que muchos eran los reinos sobre la tierra y muchos los reyes, como la
tempestad que derriba árboles y barcos, así las pasiones de los hombres hacían derribarse unos a otros.
Pero después del gran movimiento vino la serenidad. Nuestra nave fue envuelta, desde ese día en
adelante, por cielos azules y aguas azules hasta que la luna cambió de forma. Y llegamos sin
infortunios a las costas de un país diferente, con el que nunca había soñado antes, pero que me daría
buena parte del material de mis sueños posteriores. Era un país incapaz de sobrevivir sin un rey. Según
sus creencias, el mundo era la obra de un dios primordial y toda su creación precisaba, para continuar y
extenderse, que un heredero suyo: el Rey, su hijo carnal, dirigiera y llevara a término la obra de su
padre. Y también, como un dios, servirse en el culto y a los dioses menores. Él y sólo él podía hacer
reinar a Maat, hija de Re: el sol, señora de la verdad, la justicia, equidad y equilibrio cósmico, y a
quien todo el universo le era sumiso. Los hombres tenían una nodriza, Hathor: diosa de la felicidad,
que era la vaca celestial. Y casi todos sus dioses tenían forma de animal y humano.
Era una época extraña para visitar “Las tierras fértiles”. Las lluvias del verano transformaran el
paisaje de lo que seguramente habríamos de visitar. No me complacían las lluvias y sin embargo a los
habitantes de allí les agradaba el obsequio de sus dioses. Su gran río crecía con ellas, tomaba posesión
de amplias fajas de campos linderos y cuando esas aguas se alejaban la producción de alimentos era
posible gracias a la fertilidad del suelo.
Dejamos el navío anclado en la desembocadura de su río, cuando descargarían y recargarían
con los productos autóctonos, y en otra barca serpenteando entre lo que era arena y más arena fileteada
de juncos, llegamos a una ciudad y al templo en honor del gran Amón: el principio entre los
principios. Y vi allí parte de sus cultos. Hombres y mujeres en procesión, caminaban ingresando al
templo, como en éxtasis. El sonido que salía de sus bocas era grave. Había sonidos articulados por sus
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gargantas pero no había palabras. Todos estaban descalzos, y los hombres llevaban fajas blancas de
lino, plegadas, dejando el torso desnudo. Blancas al igual que las ságulas ceñidas de las mujeres. Yo
había visto a lo largo de las márgenes del río a gentes con cabellos abundantes, aquí todos llevaban el
cráneo rapado. Supe entonces por Helgaíster, que resultó ser mi guía más perfecto, que en las
ceremonias religiosas como ésta, donde mostrarse a Amón era mostrarse sin lujos, ellos se quitaban
los postizos de algodón teñido. Sólo los sacerdotes usaban barbas recortadas y entrelazadas de manera
curiosa; y tocas que les daban aspecto solemne. Los sahumerios eran abundantes frente al altar y por
todo el templo donde sus dioses representaban poderes diferentes. Todos superiores y únicos. Un ídolo
con cuerpo de hombre y cabeza de halcón parecía erguirse sobre los demás y a éste ofrecían flores,
bálsamos y pequeñas canastillas con frutas y piedras coloridas que supe más tarde ser de lo que
llamaban vidrio. Se arrodillaban y erguían repetidas veces adorándolo. Postraban sus cuerpos hasta
quedarse extendidos con las frentes tocando el piso, mientras el sacerdote declamaba con voz potente
que hacia eco en la enorme construcción donde las columnas internas eran como troncos macizos
capaces de sustentar al propio cielo y creo que esto era lo que representaban: la fortaleza del mundo
inferior de los hombres comparable tal vez a la misma fortaleza de los dioses. Los tambores sonaban
suavemente y los sistros no desacompañaban sus compases. El olor a incienso era profundo y rancio, y
mientras acontecían sus rituales, el poder me habló de la tradición de unir el pasado con el presente. De
no descuidar ninguna etapa para poder conservar el aprendizaje. Esa tarde el poder se asentó en mis
manos y me indicó que ya sabía usarlo, que recordara emplear mi voluntad. El soplo del aire por la
caña hueca me habló de arte y de magia. El sonido del aire por el hueco de la caña era el sonido
incesante de la energía de todo el universo y comprendí que nuestras vidas debían ser como ese pasaje
del aire: justo, perfecto, profundo, intacto, penetrante, sobrio, permanente.
Las batidas en los tambores se fueron acelerando más y más. Su sacerdote cantaba. Yo me
extasiaba y mi garganta pronunciaba una sílaba que vaciaba y llenaba mi mente. Sentí que podía oler el
sonido, como el lobo, en la brisa cuando eleva si hocico; o el gato cuando lame sus pelos. Alguien
habló entonces a mis oídos. Primero creí que era el ídolo. Luego, su sacerdote o la luz que giraba entre
las columnas, pero mis ojos estaban cerrados y mis oídos estaban cerrados. Esa voz no venía de fuera
de mí, sino de dentro. Y proclamaba: Aún la lucha con espadas debe ser considerada limpia, pues los
hierros son la prolongación de las manos, fuerzas e impulsos del que los sostiene. Su habilidad podrá
ser superada por el adversario pero si así no lo fuera, los dioses no le permitirán mojar sus manos
directamente con la sangre de aquél, ni sentir en su pulso los estertores de esa muerte para que en el
momento de la partida de esa otra alma, sus almas no se aten mutuamente. No se enreden en futuras
vivencias confusas e incomprensibles. No debemos tocar al hombre que muere. Su partida nos
impondrá respeto y distancia. El debe partir limpio de nuestras emociones.
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adaptación corre definitivamente por nuestra cuenta. Demandamos normalidad en los milagros y las
mudanzas se nos dan a los sobresaltos. Acaso debamos fortalecernos en lo humano, en el músculo
esculpido de los valientes o en la frente lisa de los pensadores. Claro es que tampoco, pude estudiar sus
libros por la complejidad de su escritura y esto tuvo mucha similitud con un sueño, por esos días, en el
que entraba a una biblioteca y me paraba delante de innumerables estantes con libros y aunque
quisiese no podía leerlos pues se encontraban desordenados, o muy altos para alcanzarlos con mi brazo
erguido. El desencanto me volvía irresoluta y una voz detrás de mí me demandaba la culpabilidad de
aquella confusión. Entonces me limitaba a intentar ordenarlos si n conseguir concluir la tarea, ya que el
libro de orden doscientos veintisiete había desaparecido y eso me hacia detener.
Yo diría que el país de las “Tierras fértiles”, con su río oscuro, sus salmodias y su superstición
me resultaba un tanto siniestro, y fue bueno que pronto nos embarcáramos. Helgaíster había
encontrado su regalo para la boda: un chal de flecos y frascos de vidrio con paredes tan delgadas y
transparentes como la fibra de nuestras uñas. De los juncos, que abundaban en las orillas del río,
retiraban unas láminas de sus tallos que usaban para escribir. Era tan lisa y resistente que no pude
ahorrarme de llevarme una buena cantidad para realizar mis escritos. Hubiera querido también
encontrar un presente para Ximilo, pero sentí que nada de lo que allí había le hubiera agradado. Kilbelé
adquirió una cítara curva, bálsamo de loto y collares de cuentas de vidrio. No continuó el viaje con
nosotros y esperó el arribo de una nueva nave que la llevaría a su patria. Sentí que no volvería a verla
pero “La que venía de lejos” dejó en mí el grato recuerdo del vino al paladar del sediento.
Cuatro días nos consumió pasar por la isla grande, Creta, hasta llegar a las Cíclades y desde
ellas, un día y medio más para navegarlas y aportar en las “tierras de costas prolongadas” Ática, y en
su ciudad: Athinai.
Al contrario de los rostros oscuros y secos de los habitantes de las “tierras fértiles”, al llegar a
la Hélade me encontré con gentes de atléticas, ágiles y nerviosas formas. Sus rostros eran bellos, con
singularidades, pero en general muy bellos. Las proporciones de sus cuerpos eran elegantes, mucho
más que los cuerpos que yo hubiera visto en mi viaje hasta aquí, aunque de baja estatura. Podría decir
que ningún pueblo vivía tan agitada y esforzadamente como éste, y ninguno poseía en su seno tanta
dedicación a la música y a la poesía, ya que en cualquier calle sus aedos entonaban himnos,
acompañados de sus liras. Descansamos en un paraje, donde comimos dulce de cebada, legumbres y
pescado fresco, a las afueras de la fortaleza de la ciudad. Y nos aconsejaron a bañarnos en le mar para
purificarnos si acaso fuéramos a Eleusis. También deberíamos ayunar durante el viaje. Me dormí
pensando en el amor. No en el amor universal, como el que me hablaba Ximilo. Ni en ese que se
despoja y crece en pos del otro, como el mío hacia Helgaíster. Ni en el amor que había sentido por mi
hermana Eubea, ni en el que sangra en deseos de llorar, como hacia Hodós. Pensaba en el amor, y en
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ser amada. Y tuve un sueño que despertó cada palmo de mi piel. No de esta piel en este cuerpo mío.
Despertó la piel de algo más interno, mayor: la piel de mi alma. Soñé que había un hombre joven que
luchaba con algo o contra algo que lo separaba de mí. El sueño fue contradictorio, complejo y me es
difícil ahora recordarlo paso a paso, o hecho tras hecho. Sólo sé que al final, al principio de mi
despertar, en ese momento cuando se mezclan los ruidos de la naturaleza y los ruidos internos del
hombre, él me decía una frase: Te amo. La cual, aún siendo corta, recargaba con su mirada aquel
sentimiento. Al abrir los ojos, en cuanto me despedía de los brazos fuertes del sueño, me quedé
recostada con las manos debajo de la nuca, mirando al cielo, y una y otra vez, en mi memoria,
escuchaba aquellas palabras, reconstruyendo los ojos y la boca del ser amante. Pensé en un varón y en
el matrimonio. ¿Sería posible encontrar a ese ser en la vigilia? ¿Los dioses me avisaban que me
preparara a agradarlo? ¿O el mundo de los sueños, siendo más vasto, me atraía a permanecer en él para
encontrar a mi semidiós alado?
silla alta de tres pies, volcada hacia su vientre y con la mano en la frente. Parecía sostenerse con mucha
dificultad sobre el asiento de oro. Vestía una túnica muy holgada. El semblante era pálido y los
cabellos, otrora peinados, pendían hacia delante desmelenados y mojados de sudor. Noté un orificio en
el piso de piedra, desde el cual emanaba un vapor muy tenue, justo delante de la mujer Entendí que
ella observaba las diminutas volutas, adivinando en sus formas los augurios, pero olí algo más fuerte
que sahumerios. A ese olor lo había percibido una vez en Etruria cuando la montaña se moviera,
desplazando un bloque de piedra y abriendo una gruta entre las rocas. Los campesinos decían que la
tierra también respira de tiempo en tiempo y que su hálito es más fuerte porque sus entrañas contienen
humores desconocidos.
Me adelanté hasta que quedar a unos cinco pasos de la sacerdotisa, quien nunca me miró
directamente cuando me pidió con suavidad, con tono casi cansado, que me tendiera de bruces sobre
una estera y que permaneciera allí en la posición más cómoda.
-Nada habré de decirte que no sepas- expresó- No intervendré en tus visiones pero sabe que
estás aquí para ser ayudada. Pide y serás atendida. Detente y sabré ponderar tu descanso. Ve hasta
donde puedas y estaré a tu lado-
Me hubiera gustado observar sus ademanes a mis espaldas. Mientras se clareaban mis
pensamientos, sentí una unión tal con su espíritu que podía afirmar que ya no estaba tendida sino sobre
mí, oficiando conjuntamente aquel ritual. Sé que tomó varias piedras y las colocó en diferentes puntos
de mi columna. Este magisterio era muy suyo y personal, y aunque yo no lo entendiera, supuse que
estaba muy ligado a lo que comencé a experimentar.
Primero y coincidiendo con la piedra a la altura del corazón, sobre las vértebras, vi un gancho
de alambre oscuro como una araña del tamaño de mi mano, que se desprendía rápidamente hacia
arriba, como si el animal de metal hubiera saltado. Lo vi desvanecerse a pocos palmos de mi espalda y
volví la vista hacia donde estuviera; la herida dejada era un agujero sanguinolento y putrefacto. Pensé
“Hay que curar allí... ¿Qué es esto?” Y el recuerdo de un rostro en mi pasado apareció, diciéndome “no
me has dejado libre por mucho tiempo. Yo preciso partir “.
La pitonisa en el mismo instante en que mi garganta se cerraba comprimida por la pena y por
las lágrimas, pronunció,
- Si deseas llorar, hazlo, pero déjalo ir.
Yo había mantenido el recuerdo y con él, parte del alma de aquel ser amado, como
pretendiendo hacerlo mío; y las imágenes superpuestas de lo vivenciado en Karnak elucidaban el
mensaje recibido: no debemos tocar al hombre que muere. Su partida nos impondrá respeto y distancia.
El debe partir limpio de nuestras emociones para no enredarse en futuras vivencias confusas e
incomprensibles.
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Experimenté la piel menos caliente y el rostro todo más sereno. La voz exclamó
- Estabas viendo, pero no estabas viendo.
Recordé a Ximilo en “¿Te aventajas por lo que ves? La ilusión tiene su poder”. Y un águila con
su aletear emitió círculos luminosos que se agigantaban en movimientos intermitentes como los que
provoca la piedra sobre el manto del lago. Comencé a presentir que se aproximaba el final de la visión
y, de esto nunca supe el por qué, mas, me apresuré a preguntar ¿Qué es vivir? ¿Qué función cumplimos
los seres humanos y nuestros lazos terrenales? Mi intelecto tomó forma humana y a él me dirigí. Me
respondió que era incapaz de enunciar un enigma tan sofisticado que ni él mismo supiera la respuesta
pero con una voz que todo lo cubría me explicó,
-Imagina un espejo frente a otro de iguales dimensiones a escaso espacio de distancia y dime
¿Qué reflejan? ¿La infinitud de la nada reflejada anula sus vacíos? Ahora sepáralos y vuélvelos hacia
fuera de manera que queden lado a lado y veras reflejada toda forma, todo hecho y todo color que pase
delante de ellos, aunque el acto de imprimir esas imágenes sea una impresión límpida pero fugitiva.
Pensé que la búsqueda de la verdad es agobiadora. Exploramos, navegamos entre las
informaciones y discernimos sobre la confección del significado de cada palabra sin poder tocar sus
límites. Sin saber si estamos adentrándonos o siendo lanzados hacia lejos. Y en nuestro propio
horizonte agotado se alternan decisiones racionales en un viaje abstracto de esas fronteras arbitrarias en
donde lo primero no es preguntarse ¿Quiénes somos? sino ¿Por qué actuamos de tan diferentes
maneras e intentamos abarcarlo todo al tiempo en que tememos deshacernos de la identidad y
desdeñamos la expansión? Entonces y únicamente entonces, la pitonisa me habló con palabras que no
eran suyas porque la diosa actuaba en ella y la consagraba sacerdotisa de su culto:
-¡Sostente! ¡Habla la luz!
En lo efímero
compensarás
a tu abundancia.
Cuando tus pasos
sean huellas
y las huellas
sean in-tiempo,
cabrás en
tus limites
epónimos.
Y para que yo no hablara me untó los labios con miel perfumada y la frente con aceite.
Descansé un instante más y salí hasta los muros que rodeaban al templo, dejando en su interior a mi
122
Durante mi permanencia en el Ática comprendí que aquellas gentes tenían gran similitud con
mis propias inquietudes. Trabajaban arduamente construyendo y labrando, pero pensaban, sobre todo y
más que todos, en la posibilidad de que la justicia fuera igualmente ecuánime así en sus actos como en
sus palabras. Los hombres sabios se volvían al pensamiento con la atracción de los niños hacia los
dulces y no se importunaban en pasar largos momentos dialogando, escarbando en la hondura de sus
sentimientos y de las realizaciones del alma. Las virtudes del hombre eran además de exaltadas,
corregidas y si posible fuera, acrecentadas. Sus dioses no eran frágiles dioses de materia, también eran
ejemplos a ser imitados. No quedaban apenas en las leyendas y en las situaciones históricas.
Progresaban en la revalorización de actitudes y así consentían a un reconocimiento cotidiano del
hombre frente a su vida y del hombre frente a su propia alma inmortal. Ellos se licenciaban preguntar
¿Qué eran los hombres y qué eran los dioses?, orientándose en los paréntesis de las dudas y
afianzándose en la ardua tarea de conocerse a sí mismos. Consideré en aquel momento que la niñez y
la adolescencia de la humanidad estaban quedando atrás, no por asimiladas completamente, mas,
porque todo nos compelía a trascender etapas aunque no hubiéramos considerado lo difícil de estos
progresos.
Llegando a Athinai me condujeron a visitar a un sabio, por lo menos esto era lo que decían
quienes lo conocían y amaban, además de informarme que el hombre tenía muchos enemigos que no
sólo no compartían sus pensamientos, como se sentían ofendidos por sus cuestionamientos y criticas.
Intenté predecir o adivinar el por qué de tal antagonismo, y sólo después de oírlo, entendí que sus
palabras calaban al punto de producir reacciones encontradas.
Cuando pisamos el ágora lo vi. Estaba sentado al descuido sobre un banco si respaldo. Tenía los
pies lado a lado y estaba descalzo. Se cubría con una túnica descolorida de tan antigua y bastante
desaliñada. No tenía la apariencia de sabio, más bien parecía un ventrudo mercader de ésos que se lo
pasa exagerando el valor de sus mercancías al tiempo en que desvaloriza las de sus vecinos. Hablaba
como si se dirigiera a una multitud y a pesar de recorrer con la mirada nuestros rostros, no se detenía
en ninguno. Nos hablaba, pero no a nosotros individualmente, no a nuestros intelectos. Decían que
había sido un militar excelso aunque su apariencia fuera la de una comadrona. Mofletudo y calvo,
usaba las palabras con tal ironía como quien juega con fuego. Siempre estaba a punto de quemar a
alguien con sus malabarismos dialécticos.
Un joven ateniense le preguntó sobre cómo hacer para vivir una vida de virtud y el sabio se
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Sabio: -Las leyes que obedeces ¿Obedecen en su alternancia al ritmo de tus deseos y de tus
conveniencias?
Joven: -Son iguales para todos así no podré quejarme de injusticia alguna-
Sabio: -Te sientes protegido cuando libre caminas por las calles, mas, dime ¿Te sentirías
igualmente protegido si encarcelado esperaras juicio, o te rebelarías contra ellas y contra el destino que
te llevó hasta allí?
En ese momento el joven calló, pero el sabio continuó,
-Las leyes deciden en el tribunal el castigo por tu comportamiento incorrecto, pero ¿Te
protegen fuera de la cárcel, del enemigo, del ladrón o del abusador si éstos intentaran darte muerte?
¿Detienen su puño para que la espada o el puñal no te dañen? Respóndeme ¿Las leyes son piadosas
con el que las respeta o con el que las ignora?
Joven: -Yo... no sé, dijo balbuceando.
Sabio: -¿Es menester persuadirse, comprender, conocer, obedecer ciegamente o desechar? ¿Es
más fácil y menos comprometedora la obediencia que la pasión a la verdad?
Joven:- ¡Me dices que no obedezca a las leyes, que no me exponga a ellas!
Sabio:- Te pregunto si las lisonjeas vanamente o las cuestionas con atención. ¿Que cortesana te
amará si entregándote a sus deleites le pagas menos de lo que habrá de comer en un día?
El joven militar sacudió la cabeza en ademán de aturdimiento. Al final él había hecho sólo una
pregunta y el sabio lo había mareado con un torrente de ellas; preguntas éstas que lo descubrían
claramente desconcertado y confundido.
Hubo otra persona, que adelantándose, expresó una nueva inquietud. Vi como todos daban su
atención al iniciado diálogo y se desentendían del muchacho. El sabio continuaba respondiendo y
preguntando con soltura y rozagancia. Había murmullos, reclamaciones en voz alta y protestas airadas.
El centro de todas las miradas era un hombre maduro, con túnica blanca y cabellos rizados, que
solicitaba a respecto del arte y de los oficios; parecía ser un músico o un poeta. Me percaté de la
mirada aún perdida del primer joven, su boca entreabierta y los músculos de su garganta rígidos. Hasta
que finalmente cuando éstos se soltaron y la voz pudo desaprisionársele, exclamó volviendo sobre sus
talones y sobreponiéndose al barullo desencadenado en el ágora.
- Forzosamente debo obedecer a las leyes pues ellas son la autoridad. Y debo obedecer a mis
deseos íntimos pues es mi autoridad ¿Cómo podría reconocer jerarquías si no las tuviera en mi
interior, si no me relacionara honestamente con mis sentimientos? Creo señor, que encontrar regocijo
en las cosas que reconozco como parte del bien, es mi virtud.
Sabio: -No dudes de lo qué sabes, cómo lo sabes y desde cuándo, eso te traerá felicidad, dijo el
anciano y no quise escuchar más.
125
Con paso lento me dirigí hacia un cantero ornado con rosales. La brisa era perfumada en ese
lugar y me abandoné a la contemplación de aquellas rosas. Fue cuando desde una de las flores más
altas, se despegó un pétalo y en su rápido recorrido hasta el suelo se me ocurrió que la belleza, vista
por nuestros ojos, es perecedera y angustiante, pero debemos desvestirnos como la rosa, momento tras
momento, para descubrirnos en nuestra verdad. La flor es una consecuencia de muchas consecuencias
inevitables y ella lo sabe, por eso no se rebela a su destino en cuanto aprende a ser, en la perfección,
una rosa.
Beltaine
Al momento de escribir estos pasajes, puedo reconocer cuán fácil me está resultando ahora
manuscribir mis recuerdos y todas las experiencias de mi vida. ¡Cuántos acontecimientos importantes y
relevantes en mi transcurrir sobre le tierra de los dioses y de los hombres! Para ello he usado lugares
comunes: la sombra de un árbol en la espesura del bosque, la reconciliadora frescura de la proximidad
de una caída de agua y alguna piedra que se ofrecía gentilmente para mi propósito. La seguridad de mi
cabaña donde todos mis neceseres estaban al alcance, inclusive la confortable cama con pieles para un
descanso entre escritos. La colina pedregosa desde donde avistaba las llanuras de la tierra de Alpenia y
hasta la arena de las márgenes de mi adorado lago donde me sentaba, fueron propicios.
Aunque a veces ahora, mis ojos están más cansados que de costumbre y no puedo realizar esa
actividad, mis recuerdos fluyen con tal magnitud que me incomoda no poder plasmarlos al instante
pero la memoria no traiciona y agradezco que mi hijo lo haga por mí y hasta acceda a releer lo que
hemos realizado. A veces cuando Helgaíster no está en la villa y deseo leer sin su ayuda uso un pedazo
de vidrio que traje de” La tierra de las arenas eternas” y él me facilita la tarea en cuanto lo coloco a un
palmo de distancia de las láminas impresas y se realiza el efecto de aumentar el tamaño de las letras
que es lo que mi vista se niega a hacer. Temo que sea la edad y que no sea sólo por estas veces que mis
ojos congestionados me lo impidan pues el desaparecimiento de esta capacidad parece ser gradual y no
encuentro sustitución a mi inconveniencia.
Al volver de nuestro viaje a Hélade nos encontramos con la excitación de las recientes
novedades. Impávidos, perfilamos desde la distancia lo que parecía una confusión de los sentidos, la
villa semidestruida. Continuas discordias entre las tribus habían tenido un desenlace feroz cuando
varios bandos se enfrentaron con los pueblos venidos de allende los montes del norte, los Burghunds.
126
Las murallas que fortificaban estaban en pie, el ganado pastaba en el campo y algo como un susurro
impresionante se elevaba desde el amontonado de cabañas saqueadas y no eran las liras que sonaban.
Las mujeres caminaban acongojadas, como protestando en voz baja o balbuceando oraciones, y los
niños correteaban casi autómatas, entre el desorden de maderos, pajas y pieles quemadas o en jirones.
Mi hijo se volvió interrogándome con su mirada clara y no supe qué respuesta darle ni siquiera hice
ademán para tocarlo, me pareció que su figura resplandecía bajo el cielo azul de ese día con tintes más
grisáceos. Presentí su sorpresa y su tristeza.
Por todos lados había paredes destruidas, la violencia asestada contra ellas fuera desmedida.
Bajamos del carro que nos condujera desde el puerto y buscamos inmediatamente a Ximilo, Berk-Liso
y a su esposa y aunque no lo encontráramos dentro de aquella confusión, una mujer nos avisó que el
druida estaba curando a los heridos en una especie de toldo levantado mas cerca del bosque, donde yo
acostumbraba a tomar mis baños en las aguas de la cascada. No eran muchos los heridos, en realidad
eran aquellos pocos que sobrevivieran con lastimaduras graves. Hombres y mujeres que seguramente
no habían encontrado las fauces de la muerte en la confrontación, no porque le temieran;
decididamente habrían defendido lo que era parte de su instinto territorial y de su arraigada identidad
independiente y orgullosa, sino porque el derecho a sobrevivir había sido una vez más la diferencia en
las posibilidades de sus futuros conquistados.
Al término de aquel 1lathe ya habíamos realizado tantas tareas que casi no pude darme cuenta
de cómo me aprestaba a atender a los requerimientos constantes de Ximilo para limpiar cortes
ensangrentados, aplicar ungüentos y vendajes, retornar huesos quebrados a sus posiciones naturales y
entablillar tantos miembros como los descubriera. Al mismo tiempo en que atendíamos a las víctimas,
Ximilo tampoco desmerecía mis opiniones y creo que fui más consultada que ordenada. Si bien el
druida conocía minuciosamente cada hierba y sus usos eficaces, yo agradecí a Calfeísta el que me
hubiera instruido en aplicaciones farmacéuticas pues pude orientar a los esclavos a que prepararan
ciertas tisanas e intenté que algunas personas inhibieran quejas y sobresaltos, induciéndolos a
meditaciones de manera que pudieran descansar sus mentes afligidas para permitir que los cuerpos
desenvolvieran sin obstáculos procesos naturales y rápidos de saneamiento. Procuré que ellos se
sintieran confortables. Cuidé de sus alimentos personalmente y no desdeñé narrarles sobre mi viaje
hasta que poco faltara para que algunos ojos se cerraran y entraran en un sueño piadoso.
Las mujeres que me acompañaban me observaban, imitándome cuidadosamente, en cuanto los
hombres habían comenzado a reconstruir los daños visibles y tremendos de aquella batalla en la que
todos habían participado por impulsos que yo desconocía. Esas mujeres que en otros tiempos se
1
día
127
pasaban cogiendo vegetales, también estaban entrenadas para el combate, si necesario fuera, cuerpo a
cuerpo. Su agresividad en la lucha con espadas y su grado de certitud en el lanzamiento del 1gaesum,
las descubría de naturaleza semi-humana, casi como lo fueran las respetadas valquirias del Panteón de
sus héroes.
Las flautas sonaron esa noche y no puedo decir que tuvieran un qué de tristeza. Parecíame más
bien que emitían ritmo y sonido triunfales aunque calmos. Estaban embebidas de aquella calma
sugestiva con noción de desaparecimiento de privaciones. El oírlas simplificaba la violencia del acto
triunfalista, aunque tuvieran fuerza no había desprecio, más bien compasión, sin culpa. Las liras que
las acompañaban se inmiscuían a intervalos con tañidos cortos como indicando oportunidades de no-
pesimismo, contrario a la desvalorización que pueda experimentarse ante la muerte. Era éxtasis místico
de gusto por la vida. Vida que nos exhala siempre su extrema generosidad.
Los que presenciábamos el desfile de antorchas de aquella noche sabíamos que
acompañábamos, no a los cuerpos ya rígidos y desfigurados algunos, por el contrario manifestábamos
admiración hacia los que en actos heroicos supieran embregarse sobre todo simbólicamente en
demostrar que la participación en cada acción del vivir es la ocupación de aceptar el privilegio de
hacerlo constantemente aunque haya que cambiar de envoltorio de tanto en tanto.
Las almas de los que allí yacían continuaban desparramando bendiciones hacia nosotros que
sólo hacíamos despedirlos hasta un próximo reencuentro. Nos encaminamos hacia la prominencia del
relieve en las colinas más cercanas y sobre grandes piras de leñas y en forma individual se depositó
cada cuerpo. Si por acaso el muerto no hubiera dejado parientes o no tuviera más herederos directos se
colocaba junto a sí todas sus pertenencias, ropas vajillas, armas y todo lo que hubiera sido suyo en la
villa, más tarde se sacrificarían sus animales domésticos. Nadie se permitía quedarse con lo que fuera
de su propiedad y vi como los esclavos personales del difunto lloraban con muestras de real afecto. Un
canto unisílabo se elevó acompañado solamente por algunas liras y una flauta. El canto ascendía y
descendía en vibración. Dábamos nuestro adiós. El druida con sus sacerdotisas ungía las frentes de los
caídos y besaban sus labios mientras los presentes de pie también enviaban besos en sus direcciones;
besos depositados en las palmas y ofrecidos. De pronto las liras cesaron y permanecieron las voces que
se apagaban lentamente para que después de un silencio breve, adelantarnos y con las teas encender
las pajas en lo bajo de los leños. Al retirarnos pudimos ver que las llamas crepitaban y apuntaban al
cielo. El ritual no dejó estigmas, si bien devenía de una guerra. Ese ritual significaba emancipación de
la ilusión larga, lineal y abrupta de los sucesivos regímenes de otrora, marcados por la desilusión y la
decadencia. Sentí como Helgaíster me tomaba de los hombros y me besaba en los labios. Sonreía y me
1
venablo, especie de jabalina
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amaba. También presentí que su mirada insinuaba lo que no comprendí en ese momento.
Los alpenses convivían en unidades, TUATH, que eran familias donde los parientes se criaban,
decían, con la misma leche y sobre el mismo suelo, y cada una de esas agrupaciones o tribus se definía
con cuatro grupos de parientes. La ramificación GELFINE, la familia de GEIL a lo que daban el
significado de Mano, se componía por el padre con su hijo, su nieto, biznieto y el hijo de éste. Esta era
la familia más cierta aunque el TUATH se multiplicase sin cesar. El DERBFINE comprendía al abuelo
en la línea directa y en la línea colateral tío, primo hermano y primo segundo. IARFINE era la familia
lejana, en la línea directa, el tres veces abuelo y en la línea colateral, el hermano del abuelo y dos
grados de primos constituidos por los hijos y los nietos de éste. INDFINE era la familia última,
comprendía en la línea directa, por el dos veces abuelo y en la línea colateral, por el hermano del
bisabuelo y dos grados de primos, hijos y nietos de los últimos. Todos los parientes en la tribu eran
Agnados, así pues GELFINE y DERBFINE eran la familia sin restricción. Existía también la
costumbre de confiar niños a padres nodrizos, como lo que aconteciera con Helgaíster y yo, llevado
por su propia elección. Esta situación adquiría verdaderos lazos de parentesco y la correspondencia
entre ambos era reflexiva y enriquecedora de manera que los niños llevaban en la indicación de su
filiación el nombre del AITE y las obligaciones jurídicas recíprocas que unían al padre o madre
nodrizos con su pupilo. La familia de mi hijo se ajustaba entonces en un gran gráfico del que yo no
estaba omitida y si ahora estoy narrando lo de su familia en rigurosa explicación es porque los
acontecimientos siguientes a la gran batalla pusieron especial acento en las calificaciones de Dumok y
sus antepasados, pues mi hijo sería el próximo Breno con la muerte de Berk-Liso y la desistencia de
Bruxian a aquel cargo, ya que ella prefería administrar sus tierras y ganados a aceptar la
responsabilidad de liderar las tribus.
adentradas a través de la vulva de los tiempos se gestarían cuidadosamente para engravidar nuestros
espíritus de evolución cognitiva y certeza para que nuestras existencias tendieran a mejorar día tras
día?
Y más serian las noticias. En los días venideros, Ximilo entre otros, aportaría la exquisita
oportunidad de que aprobara el ejercer un cargo, que para mí resultaría poner en práctica,
efectivamente, todo el acumulado de informaciones y conocimientos adquiridos y la viabilidad de
objetivizar los conceptos hasta entonces cogitados. Él me había escogido para ser druidesa y precisé
tener coraje para enfrentar el hecho de que yo era su discípula bien sucedida y sería de allí en más, no
sólo respetada y estimulada, sino también amada por el pueblo. Desde mis hermanos de Pyrgi, en un
tiempo infinitamente corto, yo había sentido el amor de madre y amor de hija, y los recorría
descubriendo que ya no temía a la voluptuosidad de los sentimientos, que me restringiera tantas veces
antes de sentir. Comencé a darme cuenta de que yo había sabido amar a la naturaleza y a los dioses
pero no así a los hombres.
Estábamos en verano y los fuegos de Belinus, dios del sol y la medicina ardían en las hogueras
de los campos. Los habitantes de la villa estaban tomados de un entusiasmo encantador. Los jóvenes
varones que comenzaban a criar vellos en el rostro y en el cuerpo y las bellas mujercitas que ya
sangraban acompañando los periodos lunares, no hacían secreto de los cambios de sus formas
corporales y emocionales, exaltados por esa delicada estética que la naturaleza les ofrecía física y
químicamente. Las chozas de ramas y hojas se multiplicaban alrededor del poblado y podían
identificarse por ornamentaciones particulares que hubieran realizado los familiares de los
adolescentes. En cada choza, por las noches claras, dos núbiles se reunirían atraídos por el amor y la
necesidad, moldeada por el tiempo dentro de ellos, de entregarse mutuamente, desenvolver sus
sexualidades y procrearse. Me esforcé en embellecer la cabaña que ocuparían Dumok y Uzdrila. Junté
abundantes ramos de lavanda para decorarla por fuera y por dentro. Hice un colchón mullido de pajas y
coloqué por cima, pieles bien curtidas, una vasija para el agua y una para el hidromiel; pequeñas toallas
de algodón del más suave que pude encontrar y dos túnicas de blancor impecable a causa de clarearlas
al sol con bastante del jabón que Vozibran preparaba.
Los días y las noches, durante diez nacimientos solares fueron de cotidiana alegría y
enfervorizada celebración. Bebíamos y danzábamos, desliados de cualquier preocupación a no ser la de
mantener los fuegos ardiendo. Y en una de esas noches, cuando el cansancio me sedujo y me retiré a
dormir fascinada aún por el vino, las voces y las músicas, tuve un sueño que no recuerdo haya sido
superado por otro con más realidad y belleza. En ese desvarío nocturno me vi paseando en el bosque,
silenciosa y sosegadamente sin saber con exactitud el por qué de mi permanencia en ese lugar. Fue
cuando escuché gemidos tímidos producidos por alguien a muy poca distancia. En principio los árboles
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me impidieron de identificar a nadie pero al continuar caminando entre tronco y tronco me detuve
como a cinco pasos de una mujer que pujaba en un parto solitario. Su espalda estaba sostenida contra
un árbol enorme. Tenía las manos abiertas sobre las rodillas a las que mantenía separadas, y la cabeza
le pendía hacia delante en ademán constante de observar la expulsión. Hizo dos o tres esfuerzos que
justificaron el aceleramiento del trabajo de nacimiento e inmediatamente descubrí lo que fuera
impedida por la primera visión que la mujer me produjera. Ella estaba bien en el centro de un claro del
bosque y un haz de luz dorada la envolvía y penetraba a través de lo alto de la cabeza. Entonces el
gozo le suavizó los gestos como si acabara de consumirse algo realmente placentero y cuando miré
hacia su pubis, por allí expelía como en bocanadas de vapor, pequeños seres del tamaño de un palmo.
Seres transparentes y brillantes que salían a intervalos cortos, quedaban flotando brevemente en el aire
y se esparcían con la brisa o por sus propios aleteos. La mujer, después de parir hadas y silfos
fulgurantes, enderezó la cabeza contra el tronco y cerró los ojos. Yo me quedé viendo como el bosque
se poblaba de seres fantásticos.
En esos días que siguieron a las festividades, se organizó todo para que yo asumiera mi nueva
jerarquía. Pensé que se me impondría una mayor preparación y más exigida; pero el druida apenas me
preguntó si tenía hechas más de la mitad de las historias y memorizadas, a lo que asentí, pues así era.
Probablemente mi ansiedad no tenía referencias y el vértigo no me permitía ver que, a su parecer, yo
había superado mis incapacidades y resuelto mis desgobiernos deficitarios anteriores. Estaba
estabilizada.
Las ceremonias acontecieron, una a la noche en el dolmen de todos los rituales, la otra a orillas
de una caída de agua durante el tiempo en que el sol está alto, y todas las sacerdotisas estuvieron
presentes. Vozibran me había ayudado con el baño bien cedo y hecho mis afeites. Me vistió con una
túnica de azul muy tenue y un par de sandalias de cuero blando retorcido, que amarré cerca de las
rodillas. El escote amplio del vestido permitía que el minci brillara sobre la piel, lo que daba relevancia
a mi libertad en florecimiento.
Sentía en mi seno, el corazón movedizo y una fuerza mágica se anidó dentro de mí con los
vínculos de tantos deseos. Y la presencia de los que entonces amaba, me empujó a una acción antigua
y bastante olvidada pero no menos vigorosa a la que no pude negarme, y lloré por prolongados
instantes.
Al decir de Ximilo, yo debía acostumbrarme a lo que hicieran por años, miles de años, todos
los druidas. A intimidar con los poderes del sol y de la luna, a conocer los secretos que estas dos
fuerzas me revelarían a medida que los necesitara, y según él, tales expresiones estaban reservadas a
quienes habíamos nacido con la facultad de reconocer en nuestros comportamientos, la ligereza de los
cambios cotidianos de sensibilidad. Eso denotaba que podíamos aprender, que estábamos
132
Sentí que los pies, y por un impulso mecánico miré en su dirección, persistían en sus formas
oblongas, pero perdían la piel blanca y desaparecían las sandalias, mostrándose oscuros y cubiertos de
pelos. Así también, las uñas, que se alongaban más adquiriendo una semi-curvatura pronunciada y
filosa en las puntas.
Concedo que aquello no era una evocación, pues los ojos y la mente trabajaban juntos en la
contemplación, y como en un primer estado los receptores de tal visión se desencadenaban en
sentimientos de paz y conformidad asociados con un segundo estado de alerta que se consolidaba en
excitación, poco frecuente en mis experiencias extra sensoriales. La piel oscura y los pelos subieron
hasta las rodillas al tiempo en que deseé salir de la inmovilidad y comencé a mover los dedos teniendo
así la percepción de que aquellas garras me pertenecían y ansié por hendirlas en la tierra impulsando
los movimientos de pasos en la carrera, y despreciando cualquier representación de acondicionamiento.
Yo no era ajena a este espíritu que me poseía. Había caminado y penetrado en los bosques con él.
Había descansado sobre su vientre o cabeza con cabeza. Había bebido junto a él y dormido en cuevas
oscuras aunque protegidas de la oscuridad de las noches sin luna, o como merodeador, atravesado los
cursos de agua en pos de atraparle en su espejo y asediado con mi aullido por no conseguir obtener su
riqueza plateada. Lado a lado había heredado su intimidad y adquirido su instinto ancestral, y muchas
veces nos habíamos plantado detrás de un arbusto, intentando adivinar en qué dirección el venado
correría para después lanzarme detrás de la caza con la audacia del lobato. El pelambre gilvo, en la
133
práctica del roce con el viento, se abanaba en mi lomo, y por todo el cuerpo desarrollé esa flexibilidad
de tallo y ese adiestramiento muscular genésico del esfuerzo y la habilidad.
Sin negación alguna correteé detrás de Samla y ella detrás de mí en el juego secuenciado de
liderazgo. En nuestros movimientos la determinación nacía tan liberal como la presencia de
purificación de todas las inquietudes. La danza conmemorativa de la naturaleza nos reunía en la visión
con nuestra madre, tan femenina.
Cuando al fin fui volviendo al ajuste de mi conciencia a la vigilia, aún me revolcaba entre las
matas y sobre la hierba. Estaba desnuda y conservaba en las plantas, la humedad pegajosa del humus.
Bien diferente de aquellos momentos cuando conocí a mi espíritu protector serian las imágenes
que transitarían por mi cerebro durante el ritual nocturno quitándome entusiasmo y acentuando los
temores.
En la ocasión sólo estuvimos el druida y yo, sentados sobre mantas a la par del fuego,
disfrutando de la noche garantida por los astros brillantes y la luna redonda del solsticio vernal. Con
recato el sacerdote me guió en una conversación ingenua que rodó inevitablemente hacia una nueva
visión multiplicadamente atroz y conmovedora, que vivencié llena de ignorancia e incredulidad. Un
inesperado giro de la percepción me llevó al interior del templo. Aquel templo que visitara en el
continente más allá del Gran Mar Central. Estaba tendida de espaldas contra el ara y podía ver a mi
alrededor las elevadas y enormes columnas, como en verdad existían en aquel monumento. MI
condición de parturienta me mantenía en un esfuerzo quejoso y sudoriento aunque afectada
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con las dos manos y horizontalmente contra mi rodilla. Lo quebré en varios pedazos. Aticé con ellos un
fuego y me quedé contemplando las estrellas. Cuando desperté tuve la inspiración, a partir de ese
sueño, de escribir una nueva historia en la que un hombre, con un defecto de nacimiento en la pierna,
viviría movilizándose apoyado en una vara, que representaba a la muerte sin poder independizarse de
ella por miedo, auto-subestimación y desconocimiento realizaría toda su vida, desde los grandes hasta
los pequeños actos, acompañado de su bastón. Hasta que un día, contemplando a las estrellas en una
noche fría, el hombre quebraría la madera para encender un fuego, que lo calentara, y esa noche
mataría a la muerte. El día siguiente lo descubriría como un recién nacido y la mujer de una caravana,
que se detuviera también para descansar, lo recogería entre sus brazos y lo amaría de allí en adelante
como a un hijo. La mujer se habría ganado la vida tallando bastones de madera.
Mi edad no era ya la de una joven. Había conmemorado mi pasar de cuarenta y cinco veranos
y en aquel Lugnasad consagraría, además del casamiento de mi hijo, el mío, obedeciendo a sus propias
palabras proféticas
Ya no olía orégano para reconfortar mi soledad y mi emoción apenada. Ni hojas de limón para
purificarme y abrirme a estados más prácticos, ni enebro para superar la ansiedad. El insomnio y la
fatiga mental también habían quedado casi relegados.
La guirnalda de flores de tilias aromatizaba siempre la corona de mi cabeza con su serena
alegría. Ahora recogía verbenas y violetas con las que adornaba mi cabaña. Colgaba campanillas de
ónice en el arco de la puerta y de la ventana. Usaba bragas y botas en invierno. Y túnica y sandalias en
verano. Recibía a mis convidados con comidas preparadas por mí con la ayuda de Vozibran que tanto
me había enseñado en las tareas domésticas.
Tuve un amigo: Haraem “el halcón que ríe“, era un hombre que vivía acompañado de su
halcón. Lo había criado desde polluelo. Viajaban juntos y el animal cazaba para él. Era su espíritu
protector. Siempre me contaba que los poderes del halcón lo mantenían alerta.
-Él se mueve con el viento, decía -Y cuando más alto vuela mejor visualiza lo que camina al ras
del suelo, entonces baja a buscar su alimento, eligiendo lo que juzga apropiado. Su afirmación está en
lo que ve, pues su vista prevalece por sobre todos sus sentidos y cuando está en el aire, en las alturas,
salienta lo que posee de más ventajoso: las alas. Incorporando a su jerarquía más y más legitimidad, la
que legará a su descendencia.
Haraem tenía una estrepitosa carcajada y un hondo sentido de la estética. Tocaba flauta y me
obsequió una, a la que nunca manejé con maestría, a pesar de las horas de práctica y su empeño en
enseñarme. Sí, le confeccioné un estuche, siguiendo la forma del instrumento, con una tela azul; de
algodón y seda sobre la que bordé pequeños círculos rojos y verdes. Gastábamos longas horas
conversando y me seducía con sus interpretaciones musicales.
136
Otras veces cuando recorrí los campos cosechados, en uno de esos días vi una imagen, en el
cielo crepuscular, de tal voluptuosidad que me detuvo en caprichosa estática, en presencia de aquella
luz, con humildad concebida de reconocimiento. El sol ya había descendido la línea del horizonte pero
dejaba su color rojizo desparramado en un tercio de la bóveda. Una nube en voluta era la única que se
aferraba en aquel punto de todo el espacio, seguía la dirección de sudoeste a noroeste, mudando
levemente sus perfiles de hoz gigante y su mango grueso, fijo y horizontal tenía el color del fuego en
brasa. La hoz siega, pensé, los granos maduros. Ellos, después de nutridos por la tierra, se entregan
santamente para nuestra alimentación. Es su transmutación en el círculo de la vida.
Esa nube fue a la vez un presagio pues yo precisaría cortar las hierbas y algunos frutos para las
pociones y tisanas, y tiempo después Ximilo me obsequiaría la hoz con lo que lo haría.
Chedibann era quien yo había esperado desde siempre, y siento el alma resplandeciente en
carcajadas de niño cada vez que lo pienso y alborozo tintineante cada vez que lo digo. El se había
atrevido a cruzar las colinas hasta mi valle. Él tenía la osadía de venir desde lejos hasta mí. No, sus alas
no se habían quemado como yo pensara. En verdad yo no había volado tan alto ni tan cerca del sol,
bastaba con ser yo misma y desenterrar de mí lo mejor para brindárselo.
Te adivino tibio, cálida cáscara que encierra
el dulce sabor de la sensibilidad masculina.
Había yo escrito,
Chedibann era la fase del amor que me restaba por conocer y disfrutar. No he de decir que el
transcurrir de mi vida y sus hechos sean excepcionales, lo magnifico reside en haberlo podido realizar.
Creo que cada historia de las gentes, son historias magnificas y relevantes, remarcadas de solicitudes y
evidentes de asombro. Se nos ofrecen las oportunidades vagamente para ser completadas en reales
servicios que nos atienden, así mismo en dilemas resueltos, con el auxilio de nuestra inteligencia y
nuestra desinhibición de querer concluir el aprendizaje. Ya doy por descontado que el esfuerzo y la
alegría justifican el convite a vivir a ejemplo de nuestros antepasados y en aceptación de nuestro futuro
en esta tierra. Las opciones a veces son duras. Trabajar para conciliar los deseos, la comprensión y el
resurgir de nuestra alma divina, es casi siempre equilibrarse entre el desamor y la desistencia. Con
nociones inhábiles nos empobrecemos en tristes miradas de desconsuelo pero el ritmo de la vida,
aunque descendiendo hasta su mínimo estado y reteniéndonos paralizados, nos informa constantemente
que el universo palpita y que dormir o ensoñar, no es morir; subyacente a nuestras intenciones esta el
hálito de la Permanencia que es lo que llamamos Eternidad.
Conocí a Chedibann cuando mi deseo más íntimo se había enriquecido a sí mismo y
usufructuaba de la prosperidad. Cuando corrientes innovadoras de auto-aprecio me inspiraban
sentimientos y coexistían con la moderación y el optimismo auto-nutrido. Conocí a Chedibann cuando
en fin podía verlo, y no sólo escuchar su anunciación, cuando fui capaz de descorrer las telas de la
ilusión y dar la bienvenida al nacimiento del sol. Las dualidades contrarias de mi personalidad habían
desaparecido y aunque me sintiera a veces lo bastante extraña como para suponer que pudiese ser
desventurado, también el estado de quietud de todo mi ser, casi de vacío sensacional, me daba la
descartada certeza de que todo estaría bien. De que al fin había yo entrado en el torrente de aguas de
ese río que es la vida, donde el fluir manso o sinuoso, lento a veces y desmesurado otras, siempre esta
dotado de movilidad ya sea corriendo y deslizándose en cauces preponderantes, o filtrándose entre
piedras y desniveles. Mi fluir en el río implicaba una superficie impaciente por proseguir sobre un
fondo seguro y potencialmente de progreso. Donde avanzar es la manifestación del suceso, el no
detenerse: la asumida responsabilidad de la construcción evidente de lo que llaman: Destino.
Chedibann, cuyo nombre significa “grito fuerte” me daba, cuando estaba conmigo, la
tranquilidad del estar a solas. Encontré en él la primorosa soltura de ver en sus ojos mi imagen
completa, desnuda, pura. Podía reflejarme en ellos sin miedos ni defectos. Y oía de su boca lo que más
desearía decirme a mí misma, y a lo que más escucharía con atención. Comprendí que su apariencia de
luz era lo que me había negado desde hacía tanto tiempo. Él brillaba sin conflictos y yo podía hacerlo
igualmente. Su reflejo sólo me devolvía lo mejor de mí. Nuestras energías se asimilaban de manera que
no competían, por el contrario se reforzaban y engrandecían. Ya no me licenciaba especular sobre el
futuro, ni me detenía en comparaciones con el pasado. Su presencia me mantenía constantemente en el
138
Lugnasad
Para la época en que las hojas comenzaban a amarillearse y las copas de los árboles se
figuraban como las cabelleras de las gentes de la tribu, ya habíamos realizado las cosechas, y los días
eran dedicados a los torneos a caballo y pruebas de destreza. También se concertarían los matrimonios
y ese año entronaríamos a nuestro breno. Nada más habré de decir a este respecto, a no ser que mi hijo
envuelto en total fastuosidad, fue coronado por Ximilo, ungido por mí, bendecido primero y aclamado
después por el pueblo. Así el sentimiento que predominaba en todos era la esperanza de una dirigencia
estable y segura, inspirada en la fuerza de unificación que Dumok poseía. Su capacidad era notable por
ese entonces, a pesar de su corta edad la combinación inigualable de un alto espíritu de liderazgo,
abundante experiencia, virilidad, veracidad, justicia, generosidad y solidaridad definía su conducta y
nos transmitía el íntimo mensaje de que ese niño, habiendo sido moldeado lejos del lugar donde
naciera, no discontinuaba en lo que le era propio desde generaciones: la herencia de verdaderos valores
de prestigio.
139
Y llegaron los esponsales y con ellos la realización de los votos sagrados de vivir en comunión
con nuestras parejas. En ese sentido yo me sentía en una dimensión de perfecto enamoramiento que
reivindicaba en un mismo amor los sentimientos hacia la naturaleza, hacia mí y hacia Chedibann, el
auvernés.
Desde temprano las ocupaciones de todos en la villa fueron la preparación de las abundantes
comidas a ser servidas en las bodas, y los vinos y demás bebidas. Las tareas generalizadas daban a la
tribu un intensificado ritmo, diseminando animación y un permisivo entusiasmo que tangía la euforia.
Sería de más decir cuánto amaba a Chedibann y cuán segura me encontraba de que nuestra
relación era y sería expedita de cualquier inconveniente. Aquel hombre venido de la región cercana al
Gran Mar del Oeste, de las tierras de Auvernia, había nacido en la vecindad de Carnutes, lugar en
donde todas las tribus realizaban sus asambleas anuales y en donde recibían especialmente a los
druidas, sus embajadores, sagrados emisarios de ese lazo superior que las unía.
Mi esposo no vestía aquel día su ropa de jerga costumbrera. En los pies y hasta las pantorrillas
calzaba pieles atadas con tiras de cuero. Una camisa corta también de piel curtida le cubría el cuerpo
hasta la mitad de las piernas, sobre los hombros, un manto teñido de azul. Por encima del pecho y
espalda, un pectoral de cuero enrijecido y acinturado y sobre éste, además del minci, dos collares de
oro: el primero con pequeños cilindros y el segundo de placas más o menos arredondadas, figurando
las escamas de un pez. Ambos cincelados a martillo y decorados con labraduras. Su cabello estaba
suelto y le caía sobre la frente ancha y llena, enmarcando el rostro anguloso con nariz larga y delgada.
También sus brazos estaban adornados: el derecho con brazalete cerca del hombro, el izquierdo con
dos brazaletes iguales al minci pero colocados cerca del codo.
Los dos pronunciamos, a nuestros tiempos, los juramentos de amor y fidelidad que nos
deberíamos de allí en adelante. Percibí que la voz de Chedibann estuvo temblorosa por algunos
momentos y también creí por otros instantes que sus palabras seguían el compás de las liras y las
flautas. Sé, sí, y de esto no tengo duda, que cada vez que el guerrero pelirrojo hablaba emitía palabras
en forma de mariposillas blancas que se perdían por la larga y ancha pradera. Casi al final de la
ceremonia, Ximilo dispuso su oráculo adivinatorio sobre un paño blanco, eran las runas1. Y luego de
una breve oración a los dioses y a la naturaleza, los volvió a colocar en la pequeña bolsa de cuero que
era su receptáculo. Entonces nos pidió que acompañáramos a nuestra concentración con el deseo más
fiel y primero que nuestros corazones pudieran albergar para después arrojar las piedras nuevamente
sobre la tela e interpretar sus predicciones. Mi runa fue Fearn, la Suma Sacerdotisa, la mujer cuyo
elemento es la tierra y cuyos poderes psíquicos le dan el conocimiento mágico ancestral. Fearn es
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de “norrers” secreto
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femenina. Es el inicio, la paciencia y la conquista. Es la vaca que lamió un enorme bloque de hielo y
así permitió que naciera a la vida el primer hombre dándole también calor y alimento. Fearn observa el
lado oscuro de la naturaleza humana y su astro es la luna.
Después fue lanzada la runa para mi esposo y de esa vez fue Ioho, el Rey de Espadas. Su
elemento es el fuego, símbolo de sabiduría y actividad de la mente consciente. En el dinamismo, buen
consejo y control de las situaciones, aun difíciles, nada lo supera porque Ioho está representado por el
tejo “el guardián de las almas”, “el guardián de las llamas”. Es el árbol de la madera rojiza del arco, de
la hechura del barco y hasta de las propias runas. Flexible, resistente, soberano, longevo, permanece
entero y no se quiebra aún cuando los demás lo hagan. Es el defensor, la esperanza de continuidad.
Evidente era que aquellas piedras sagradas conocían nuestros destinos y sus mensajes habían
resultado tan claros como nuestras propias historias. Mi esposo y yo éramos elegidos el uno para el
otro. Por alguna razón, no bien comprendida pero instados a aceptar, estábamos juntos y cuando él me
amó esa noche y su poder penetró en el mío, supe cómo la esencia de la tierra se complace cuando los
rayos del sol guarnecen sus carnes profundas. Supe que cada equivocación y cada duda eran el
movimiento de la piedra para no quedarse en un mismo lugar. Que cada lágrima y cada noche mal
dormida, puertas que se cierran detrás de nosotros y no, delante. Cada flor que se despoja de sus
pétalos, la irreverencia del minúsculo fruto.
Chedibann se fue a combatir y pasé mucho tiempo esperando que regresara. La tarde antes de
su partida, llovía mucho y los que leen ya deben saber que no me gustan los días lluviosos, a no ser
cuando su rostro y su voz estaban conmigo y conseguía iluminarlos. Me despidió, como antes no lo
había hecho. Me dijo que me amaba, y su sonrisa, mirada y su abrazo apretado, reflejaron su hondo
sentimiento. ¡Cuánto nos amábamos! El beso tibio y profundo se fundió con el mío, y a pesar de que
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Habla Dumok
Yo la veía estarse parada frente a un tronco, observándolo y contando los colores del musgo
que recubría su corteza y cuando hablaba dirigiéndose a mí, lo hacía en tono suave cargado de éxtasis,
devenido de su fascinación por las palabras.
-Tal vez a estos escritos no los lean los jóvenes, decía -sin tiempo para meditaciones profundas
porque sus acciones son las que deberán ser profundas. Ni los viejos medrosos del fin que se acerca y
con él, el mal juicio de sus pocas acciones profundas. Tal vez, los lean algunos pocos, parecidos entre
sí y conmigo,
He visto mi muerte graciosa y luminosa
sin frío, sin miedo, he traspasado la vida.
He soñado el momento, tranquilo pasaje,
Sonriendo, volando, sin enredos de preguntas.
He iluminado mi alma, arrebatada, suntuosa,
con sutilidad de hadas.
He recogido mi séquito, sentires, pensares,
Con amplitud de tiempos.
He partido, aunque permanezco,
al abismo de perfumes, al etéreo conocimiento.
Embriagada de ese momento divino,
estoy todavía sentada
Con ansiedad de iniciar mi vuelo.
Cada experiencia vital es verdadera para quien la experimenta. Siempre es divina. Muchos
hechos me han aproximado a lo que Taltaine me enseñó de manera a confundirse como si fueran los de
una única persona. Muchos me han alejado tangencialmente de ella al punto de creer que éramos
llanamente diferentes.
Mi madre vivió como pocos y murió como todos. El recuerdo que atesoro de ella supera los
hechos y superará todos los de quienes la conocimos. ¡Podía ser tan áspera por fuera y tan deliciosa
por dentro, como las Drusas que tienen esa necesidad natural y obstinada de esconder su gran núcleo
vacío envuelto en paredes preciosas! Mis hijos no conocerán otra estirpe familiar a no ser la suya. Lo
que soy y lo que ellos serán llevan la herencia de sus conocimientos. Mi madre “la mujer inmortal” me
dio a luz en Nólava y volvió para conducirme en Taltaine. Ahora está a mi lado para amarme
nuevamente y acompañarme en Uzdrila y veré muy pronto su renacimiento en mi hija que se llamará
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Laubja1.
1
Cuna.
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Epílogo