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COMPARADAS conmigo, otras maravillas del universo se antojan insignificantes.

Soy una
masa fungiforme, o con aspecto de hongo, constituida por un tejido celular gris y blanco;
mi peso es de 1.400 gramos; mi consistencia, gelatinosa. Ninguna computadora puede
imitar mis innumerables funciones. El número de elementos que me integran asciende a
cifras astronómicas: unos 30.000 millones de neuronas y una cantidad de cinco a diez
veces mayor de células neuróglicas. Lo admirable es que todo esto cabe en la copa de un
sombrero de talla normal. Soy el cerebro de Juan.*

Pero no soy simplemente una parte de él, sino Juan mismo: su personalidad, sus
reacciones, su capacidad mental. Aunque él cree que oye con los oídos, que saborea con
la lengua y palpa con los dedos, en realidad todas estas sensaciones ocurren en mi
interior; sus oídos, lengua y dedos no hacen sino recoger la información necesaria. Yo le
comunico cuándo está enfermo y cuándo tiene hambre; regulo su instinto sexual, sus
estados de ánimo y, en fin, toda su vida.

Incluso mientras duerme Juan, recibo y transmito una cantidad de mensajes que supera
la capacidad de todas las centrales telefónicas del mundo. Es pasmoso el cúmulo de
datos que constantemente llegan a Juan desde el exterior. ¿Cómo logro desempeñar este
trabajo? Sencillamente selecciono lo que considero importante y Juan pasa por alto el
resto. Si escucha un disco fonográfico y al mismo tiempo pretende leer, se concentrará
en el disco o en el libro, mas no en ambos a la vez. Si se engolfa en la lectura de una
novela especialmente interesante mientras suena el disco, no debe extrañarle que no
recuerde haber escuchado su melodía predilecta.

Claro está que, si sucede algo capaz de ponerlo a él en peligro, entro en acción
instantáneamente. Por ejemplo: cuando Juan resbala, lo dirijo para que recupere el
equilibrio y envío un mensaje a los brazos para amortiguar la caída. Sí a pesar de esto
cae por tierra, le comunico en el acto en dónde se ha lastimado. Y el acontecimiento
queda almacenado en mi memoria para que, en lo futuro, Juan tenga más cuidado al
andar por lugares resbaladizos.

Además de ocuparme de tales contingencias, tengo que cumplir otras muchas


tareas "domésticas". Una de ellas consiste en vigilar la respiración. Dispongo de
detectores que me informan cuando aumenta el bióxido de carbono en la sangre de Juan
y, por tanto, necesita más oxígeno. Ajusto entonces la frecuencia de los movimientos
respiratorios sincronizando al ritmo conveniente la contracción y el relajamiento de los
músculos torácicos.

De esta y mil maneras más cuido de Juan como si fuera un recién nacido. A cambio de
ello soy muy exigente, pues a pesar de que sólo constituyo el dos por ciento del peso
corporal de Juan, necesito el veinte del oxígeno que usa y la quinta parte de la sangre
que impele su corazón. Mi buen funcionamiento depende del aprovisionamiento
constante de este vital fluido. Si disminuye temporalmente el suministro de sangre, Juan
se desmayará. Y si se interrumpe unos cuantos minutos, tendré graves trastornos que
acaso redunden en parálisis e incluso en la muerte. Exijo asimismo un abastecimiento
continuo de mi principal alimento: la glucosa. Hasta en situaciones de hambre extrema,
soy el primer órgano que recibe el alimento disponible, pues Juan perecería sin mí.

Soy en muchos aspectos como un vasto continente inexplorado del que sólo se conoce
someramente el litoral. Pero los investigadores que tratan de dibujar mi mapa han
logrado esclarecer ciertos detalles interesantísimos. Así, por ejemplo, a pesar de que se
localiza en mí cada sensación de dolor, yo no siento ningún dolor en mi propia masa; ni
siquiera cuando me hacen cortes. Esta propiedad permite a los cirujanos hacer
operaciones encefálicas en pacientes perfectamente despiertos, circunstancia que
aprovechan los investigadores para excitar eléctricamente determinadas zonas
cerebrales y observar la respuesta a tales estímulos. Si alguna vez sometieran a Juan a
una operación de este género, su asombro sería mayúsculo al comprobar todo lo que
puede ocurrir. Un leve estímulo eléctrico en cierta zona mía le haría ver a su maestro de
tercer año de primera enseñanza, que él ha olvidado por completo hace mucho tiempo.
Si le estimularan otros puntos, acaso "oiría" el silbato de un tren o la canción de cuna
que no pudo recordar unas horas antes. Soy en cierta medida un viejo desván donde se
almacenan vivencias de toda la vida. Acaso Juan no esté consciente de todo lo que
conserva su memoria, mas no por ello dejan de estar ahí los recuerdos.

Los cartógrafos del cerebro han logrado delinear al menos un esquema de las
principales zonas cerebrales donde se localizan mis funciones: la vista en la parte
posterior, el oído en las laterales. Quizá el descubrimiento reciente de mayor interés sea
el del "centro del placer".

Si se enseña a una rata a oprimir un interruptor que envía una pequeñísima descarga
eléctrica a su centro del placer, el animal lo oprimirá casi continuamente, y preferirá ese
estímulo al alimento. Con el tiempo moriría de inanición, pero feliz probablemente. Si
Juan sufriera de un grave estado de depresión anímica, quizá los neurólogos le
implantarían diminutos electrodos en el cerebro, y así, mediante un estímulo adecuado
con pequeñas descargas eléctricas, lo sacarían de la depresión y le inspirarían una
delirante euforia.

Resido, por supuesto, en un recinto protegido como una fortaleza. El cráneo tiene de
espesor medio centímetro en la bóveda y algo más en la base. Floto en un líquido que
mé protege amortiguando los golpes. Existe una barrera entre la circulación general y la
del cerebro que funciona como una esclusa para permitir el paso de ciertas sustancias e
impedir el de otras. Este dispositivo fisiológico deja paso a la glucosa que necesito, pero
no a las bacterias ni a las sustancias tóxicas. La mayoría de los analgésicos y anestésicos
franquean la barrera con facilidad, pero por desgracia también la trasponen el alcohol y
las drogas alucinógenas, productos que distorsionan mucho mis actividades normales,
hasta el punto de poder "oír" a veces alguna imagen visual.

Permítanme hablar brevemente de mi estructura. Si se arranca un tepe o puñado de


tierra con césped, se verán las raíces que se entrelazan unas con otras formando una
tupida maraña. Así es mi textura, sólo que multiplicada millones de veces. Cada una de
mis 30.000 millones de neuronas (nombre que se da a las células nerviosas) está
conectada con otras. ¡Algunas tienen hasta 60.000 conexiones!

La neurona semeja una araña colgada de un hilo de su tela. El cuerpo de la araña sería el
cuerpo celular; el filamento del que pende, la neurita o cilindroeje; y las patas del
animal, las prolongaciones arboriformes o dendritas. Estas ramificaciones reciben una
señal de las neuronas adyacentes y la transmiten al cuerpo celular, el cual, a su vez, la
pasa al filamento del cilindroeje a velocidades hasta de 360 k.p.h. Después de pasar
cada señal, el filamento tarda alrededor de una dos milésima de segundo en volver a
cargarse químicamente. En ningún punto se tocan unas con otras mis neuronas; las
señales saltan como la chispa entre los electrodos de una bujía de automóvil. A
cada "chispazo", los nervios se comunican químicamente entre sí.

No obstante mí polifacética actividad, nunca aprendí, por desgracia, las maravillas de la


reproducción. Las células cutáneas, las hepáticas y las sanguíneas son sustituidas por
otras iguales a ellas cuando se lesionan o se pierden. En cambio, si yo pierdo una de mis
células, jamás la recupero; a los 35 años de edad Juan perdía ya más de mil neuronas al
día. Al envejecer, mi peso va disminuyendo gradualmente, y esta enorme pérdida de
neuronas resultaría desastrosa si no dispusiera yo de considerables reservas. Pero puedo
compensar la merma: si perecen mil de mis células, otras mil, antes ociosas,
desempeñarán las funciones de las desaparecidas. Quizá él nunca se percate de tal
pérdida, a menos que sea muy cuantiosa, ya que le disminuirá la capacidad olfativa, la
percepción de los sabores y acaso pierda el oído. A medida que vayan pereciendo más
neuronas, Juan notará que mengua su atención y cada vez le resultará más difícil
recordar nombres, fechas y números telefónicos. Sin embargo, tendré a mi cuidado
todas las funciones importantes de Juan hasta el final de su vida.

Juan sabe que tiene dos riñones, dos pulmones y dos cápsulas suprarrenales, pero no me
concibe a mí como un órgano doble, aunque en realidad lo soy, en vista de que poseo
dos hemisferios distintos: derecho e izquierdo. El izquierdo regula las actividades de la
mitad derecha del cuerpo, y mi hemisferio derecho gobierna las de la mitad izquierda.
En la mayoría de las personas el hemisferio cerebral izquierdo es el dominante, mientras
que en los zurdos sucede lo contrario. Ciertos estudios recientes parecen indicar que mi
hemisferio izquierdo regula las facultades de Juan para la expresión oral, escrita y
matemática. Mi hemisferio derecho es fundamentalmente "mudo", pero puede hacer
otras cosas, como juzgar las relaciones espaciales.

Mi propiedad más sobresaliente es, sin duda, mi sistema de solidaridad y reserva


funcional. Guardo cada recuerdo en diversos sitios. Por consiguiente, ver un manzano u
oír el murmullo de un riachuelo podrían suscitar en mí el mismo recuerdo de cierto
paisaje. Por ello, si se destruyera una parte de mí, aún podría Juan desempeñarse
bastante aceptablemente. Quizá se necesitaría mucho tiempo para que mi parte intacta
tuviera funciones nuevas, pero frecuentemente puedo poner en marcha otras redes de
conexiones nerviosas para suplir las que haya perdido. Juan volvería a hablar, sus
miembros paralizados recobrarían el movimiento y cesaría su confusión mental.

Esta asombrosa adaptabilidad es una bendición, pues, a pesar del complejo sistema de
defensa que poseo, estoy sujeto a muchos trastornos. Los tumores pueden tener en mí
efectos catastróficos de muy diversa índole; por fortuna, cuando es posible extirparlos,
se logra sin daño ninguno, y se suelen conseguir curaciones espectaculares.

La apoplejía es otro padecimiento grave que puede afectarme. Se forma un coágulo en


uno de mis vasos capilares, o una de mis arteriolas se debilita y se rompe; así, el
territorio de ese vaso queda sin riego sanguíneo y no tarda en morir. Los síntomas
varían, desde pequeñas lagunas mentales hasta parálisis total y la muerte del individuo.
En algunos casos es poco lo que se puede hacer para combatir la apoplejía. En otros hay
posibilidad de rehabilitación. El éxito dependerá de la zona afectada y de su extensión
mayor o menor.

Un tercer enemigo mío es la conmoción cerebral. A pesar del efecto amortiguador del
líquido que me rodea y de la protección que me brinda la fortaleza ósea donde estoy
encerrado, sufro a veces golpes, accidentes o caídas. Reacciono de muchas maneras
diferentes. Puedo hincharme como un dedo contundido. Sólo que, como estoy
constreñido en un recinto cerrado, limitado por una caja ósea, no tengo espacio para
dilatarme. Hay entonces un aumento de la presión intracraneal que puede causar desde
un desmayo hasta la muerte.

Pero, como hemos visto, mi poder de recuperación es extraordinario. Más aún: mis
aptitudes distan mucho de haber llegado a su pleno desarrollo. Si parecen admirables
mis logros actuales (el lenguaje, la memoria, el raciocinio y mis otras maravillas), acaso
no sean nada comparadas con lo que nos depara el futuro. Mis recursos apenas se han
aprovechado en una parte mínima. Mi potencial de perfeccionamiento funcional es
enorme, Los seres humanos que vivan dentro de unos cuantos centenares de miles de
años, acaso me considerarán, en mí estado actual, un órgano tan primitivo como les
parece a los de hoy el cerebro del hombre de Neandertal.

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