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Pero atención: no nos rebelamos contra la sociedad, sino contra una sociedad
determinada. No desobedecemos porque no queramos obedecer jamás a nada ni a
nadie, sino porque queremos mejores razones para obedecer de las que nos dan y
jefes que ordenen con una autoridad más respetable. Por eso el viejo Kant señaló que
somos «insocialmente sociables», no asociales o antisociales sin más. Los grupos
animales cambian a veces sus pautas de conducta, de acuerdo con las exigencias de la
evolución biológica cuya orientación tiende a asegurar la conservación de la especie.
Las sociedades humanas se transforman históricamente, de acuerdo a criterios mucho
más complejas, tan complejas... que no sabemos cuáles son. Unos cambios intentan
asegurar determinados objetivos, otros consolidar ciertos valores, y muchas
transformaciones parecen provenir del descubrimiento de nuevas técnicas para hacer
o deshacer cosas. Lo único indudable es que en todas las sociedades humanas (y en
cada miembro individual de esas sociedades) se dan razones para la obediencia y
razones para la rebelión. Tan sociables somos cuando obedecemos por las razones
que nos parecen válidas como cuando desobedecemos y nos sublevamos por otras
que se nos antojan de más peso. De modo que, para entender algo de la política,
tendremos que plantearnos esas diversas razones. Porque la política no es más que el
conjunto de las razones para obedecer y de las razones para sublevarse...
En el capítulo anterior hemos revisado algunas de las razones por las que renunciar a
parte de la libertad personal y obedecer a otro nunca nos ha parecido a los humanos
mala idea, a pesar de los obvios inconvenientes. A fin de cuentas, de lo que se trata es
de aprovechar al máximo las ventajas de vivir juntos, en comunidad. La principal de
esas ventajas es aunar esfuerzos y así lograr objetivos que cada cual por sí mismo
nunca conseguiría. Una dirección única posibilita esa unidad de colaboración; y tal
dirección debe tener cierta estabilidad, para garantizar que la unidad social no sea
cosa de un día sino algo en lo que puede confiarse. Como señaló un pensador
(Federico Nietzsche, en el siglo pasado), las sociedades consisten en una serie de
promesas, explícitas o implícitas, que los miembros del grupo se hacen unos a otros.
Tiene que haber alguien con autoridad suficiente para garantizar que esas promesas
van a cumplirse y para obligar a que se cumplan. Si no, la vida en común ya no merece
los fastidios que debemos soportar unos de otros... Luego está la amenaza de que los
conflictos entre los individuos acaben en violencia incontrolable. Aunque tanto
nombre propio rompa un poco nuestro pacto de que en estos libros yo te cuento las
ideas ajenas como si se me acabaran de ocurrir a mí, me arriesgaré a citar a otro
personaje ilustre: Thomas Hobbes, un filósofo inglés del siglo XVII. En su opinión, los
hombres eligieron jefes por miedo... a sí mismos, a lo que podría llegar a ser su vida si
no designaban a alguien que les mandase y zanjara sus disputas. Con una visión
pesimista de los humanos (o realista, como prefieras), Hobbes pensaba que el hombre
puede llegar a ser una fiera para los otros hombres: ni el más fuerte puede estar
seguro, porque de vez en cuando tiene que dormir y el enemigo aparentemente
debilucho es capaz de acercarse durante el sueño y apiolarle sin problemas... La vida
de los individuos permanentemente enfrentados unos a otros, siempre temiendo el
golpe fatal, es una existencia oscura, brutal y corta. Por esa razón prefiere cada cual
renunciar a su impulso violento contra los demás y someterse todos a un único
monopolizador de la violencia, el gobernante: ¡más vale temer a uno que a todos, dice
Hobbes, sobre todo si ese uno se rige por normas claras y no por caprichos! Pero hasta
un Calígula, con todo su horror, es menos malo que dejar sueltos a los mil Calígulas
que todos llevamos dentro...
Vamos a ver. No hay nada de evidente en eso de que los hombres son iguales. Más bien
todo lo contrario: ¡lo evidente es que los hombres son radicalmente distintos unos de
otros! Los hay cobardes y débiles, fuertes y valientes, fuertes pero cobardes, débiles
pero valientes, guapos, feos, altos, bajos, rápidos, lentos, listos, bobos... por no hablar
de que unos son niños, otros adultos y otros viejos, o que unos son mujeres y los
demás hombres. De las diferencias de raza, lengua, cultura, etc., no hablaremos por el
momento para no liar las cosas demasiado desde el principio. Lo que quiero señalarte
es que lo que salta a la vista no es la igualdad entre los hombres, sino su desigualdad o,
mejor, sus diversas desigualdades según el aspecto de su físico o de su conducta que
prefiramos considerar. Las primeras organizaciones sociales partieron como es lógico
de esas distinciones tan evidentes entre unos y otros. Las diferencias se aprovecharon
en beneficio del grupo: que el mejor cazador dirija la caza, que el más fuerte y valiente
organice el combate, que el de mayor experiencia aconseje cómo comportarse en tal o
cual circunstancia, etc.. Lo importante era que el grupo funcionase del modo más
eficaz posible. Más adelante, cuando los grupos se hicieron mayores y las diversas
actividades dentro de ellos más complicadas, las desigualdades entre los hombres ya
no dependieron solamente de las aptitudes de los individuos, sino también de su linaje
familiar y de sus posesiones. Los hombres se hicieron desiguales no sólo por lo que
eran, sino también por lo que tenían. Y lo más importante: las desigualdades se
hicieron hereditarias. Los hijos de los reyes fueron reyes, los hijos de ricos nacían
también ya ricos y el que tenía padres esclavos no podía aspirar a nada mejor que a la
esclavitud. Quedó establecido que unos venían al mundo para mandar y otros para
obedecer. Se promulgaron leyes: las hacían los que mandaban para los que obedecían.
Por tanto, no eran obligatorias para el que mandaba sino sólo para el que debía
obedecer. La jerarquía social se justificaba por mitos y creencias religiosas,
administradas por los sacerdotes (como te dije antes, los reyes más listos se
proclamaron también sumos sacerdotes, para ahorrar trámites y no tener
competencia en su mando).