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Lo único que Jesús hace a lo largo de toda su vida es la Voluntad del Padre. A la edad de 12
años, nos dice Lucas, Jesús se pierde en el templo y cuando la madre viene a buscarlo lo
único que se le ocurre decir al niño es: "¿Por qué me buscabais?, ¿no sabíais que yo debo
ocuparme de los asuntos de mi Padre?" (Lc 2,49). A partir de ahí toda su vida es hacer la
Voluntad del Padre. No tiene otro objetivo. Su gran meta en la vida es esa y ninguna más.
Tan obsesionado estaba con esa misión que cuando alguien intentaba desviarlo de ahí,
Jesús, reaccionaba violentamente. En una de las ocasiones en que Jesús comparte con los
suyos que lo van a juzgar, condenar y matar en Jerusalén, Pedro se lo lleva a parte y
comienza a reprenderle por decir esas cosas tan tristes: “Dios no lo permita, Señor, eso no
sucederá” (Mt 16,22). La reacción de Jesús ante esto es terrible y violenta: "¡apártate de mí
Satanás! Tú eres para mí un obstáculo porque piensas como los hombres y no como Dios"
(Mt 16,23).
Jesús no tiene otro objetivo ni otra misión en la vida que hacer la voluntad del Padre y
¡aunque eso le cueste la vida! Lo va a cumplir… No le importan las consecuencias de esa
opción vital (muerte en la cruz); no le importa perder amigos íntimos y buenos en el
empeño (“apártate de mí”); y no le importa disgustar a su madre y al resto de su familia. De
hecho, cuando Jesús habla de su verdadera familia, no se refiere a la Virgen María ni al
resto de familiares presentes, sino que afirma con rotundidad que su madre y sus
hermanos son aquellos que cumplen la Voluntad de Dios (Mc 3,31-35). Hay una conexión
total ahí entre Dios y Jesús. Tal es la conexión que esto es ser uno.
Pero ¿Cuál es mi relación con Dios?, ¿podríamos decir también que esa relación es tal que
Dios y yo somos uno? ¿A qué Dios estoy rezando?, ¿quién es Dios para mí?
Me gusta mucho un antiguo relato indio budista. Cuentan que había cuatro ciegos que
descubrieron un elefante. Como aquellos hombres nunca antes se habían encontrado con
un elefante, lo palparon para tratar de entender y de describir aquel nuevo fenómeno. Uno
agarró la trompa y concluyó que era una serpiente. Otro exploró una de las patas y lo
describió como un árbol. Un tercer encontró la cola del elefante dijo que era una soga. Y el
cuarto ciego, tras descubrir un costado del elefante, concluyó que era un muro.
¿Quién tenía razón? Cada uno de los ciegos descubrió lo mismo: un elefante. Por tanto,
todos tenían razón, pero ninguno tenía toda la razón.
Sabemos que Dios es indefinible e inabarcable, pero cada uno se fija en las características
que más le van a la hora de relacionarse con Dios. A mí me van éstas:
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UN DIOS CERCANO: El Enmanuel, el Dios con nosotros presente desde el principio (sal 46-
45) y que no puede estar más cercano ahora que ha venido al mundo, que se ha hecho
hombre (Jn 1,14) y ha querido quedarse para siempre en el sacramento de la Eucaristía. Un
Dios tan cercano, tan actuante en mi vida que no soy capaz de verlo la mayoría de las veces.
UN DIOS PERSONAL: es un Dios para mí. Que me llama por mi nombre, que me quiere a mí,
con mi nombre y apellidos. Que me llama “el amado predilecto”. Al que puedo llamar Abba:
papá. Un papá que es misericordia infinita a pesar de mis muchos pecados, un papá que
estás más cerca del amor y el perdón que de la autoridad implacable. Lejos del poder y el
control que la palabra “padre” implica, Abba está más cerca del amor personal e
incondicional que me tiene. Llamar a Dios Abba no es dar un nombre, es establecer con él
una relación íntima, sin miedos, confiada y estimulante; justo la que Jesús tenía.
UN DIOS OCULTO: Dios está oculto. A Dios no se le puede entender ni captar con la mente
humana. En cuanto identificamos a Dios con cualquier acontecimiento de la vida o situación
específica jugamos a ser Dios y distorsionamos la verdad.
Todos hemos sido testigos de la ausencia de Dios. Pedimos y no se cumple, rezamos y no
somos escuchados, preguntamos y no recibimos respuesta, imploramos y sólo escuchamos
silencio. ¿Dónde está Dios?
La presencia de Dios está tan por encima de la experiencia humana de estar cerca de
alguien, que fácilmente se malinterpreta como ausencia. Pero esa ausencia suele sentirse
tan profundamente que lleva a una nueva sensación de presencia de Dios (sal 22,1-5). La
experiencia de la cruz, donde se juntaron soledad total y aceptación plena, oscuridad total y
luz brillante, es la hora de la muerte en la que se afirma la Vida … El misterio de la presencia
de Dios, por tanto, sólo puede tocarse con una profunda conciencia de la ausencia de Dios.
DIOS NOS ESTÁ BUSCANDO: me he pasado la vida buscando a Dios y no he hecho más que
ir de fracaso en fracaso. Y durante todo ese tiempo no era consciente de que era Dios el
que trataba de encontrarme, conocerme y amarme. Por tanto, la pregunta no es ¿cómo
encontrar a Dios?, sino ¿cómo dejar que Dios me encuentre?; ni ¿cómo conocer a Dios?,
sino ¿cómo dejar que Dios me conozca?; ni ¿cómo ama Dios?, sino ¿cómo dejarme amar
por Dios? En definitiva, la gran pregunta no es ¿quién es Dios para mí?, sino ¿quién soy yo
para Dios? La gran noticia es que Dios está tratando de buscarme, tratando de
encontrarme, ansiando llevarme a casa.1
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cf Henri J.M. Nouwen, Dirección Espiritual (Santander: Sal Terrae, 2007).
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