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CÓDIGO PENAL

Hacia inicios de los años noventa las posiciones a favor de una revisión y modificación,
parcial o total, del Código Penal de 1924 eran las predominantes. En lo que nunca hubo
consenso fue en la metodología que tal revisión integral o focalizada requería. Para unos
debía aplicarse un proceso pausado y con amplía participación de la sociedad organizada.
Para otros, la evaluación del Código Maúrtua debía ser rápida y a su cargo deberían de
quedar los especialistas. Esta última opción fue la que finalmente prevaleció; con lo cual la
reforma penal pasó a ser un tema de iniciados y donde al grueso de la sociedad peruana
sólo le tocó cumplir un rol pasivo. Esto es, sin mayor acceso ni intervención en las distintas
etapas del proceso, en la provisión de sus insumos criminológicos básicos, ni mucho menos
en el control de las grandes decisiones de política criminal que aquella sesgada reforma fue
adoptando entre setiembre de 1984 y abril de 1991. Por su parte, la clase política fue
creando las condiciones necesarias para la viabilidad de ese concéntrico modelo de cambios.
En efecto, el Poder Ejecutivo fue asegurando, a lo largo del periodo reformista, la
subordinación del Poder Legislativo el cual, en más de una ocasión, le concedió facultades
legislativas para controlar plenamente el ritmo y orientación final de la reforma. Esto último,
se hizo patente en el sospechoso giro que adquirieron las fórmulas legales sobre
flexibilización del aborto en los proyectos finales de 1991. Dicha praxis, por lo demás, privó
a la Nación de un amplio debate sobre los contenidos de una de las leyes de mayor y
compleja repercusión social, como lo es un Código Penal.

Pero, pese al aparente hermetismo tecnocrático que fue asumiendo el proceso reformista,
muchos interesados fuimos aportando, desde la actividad académica, algunas iniciativas
aisladas que procuraban coadyuvar a una mejor reflexión de quienes tuvieron a su cargo las
responsabilidades de los cambios. Cabe también destacar que una característica común del
proceso reformista que llevó a la promulgación del Código Penal de 1991, fue su exagerada
vocación importadora del derecho y de la política criminal foránea. Otro rasgo disfuncional
del proceso de reforma fue el escaso interés que él suscitó entre los diferentes sectores de
la población nacional. Incluso en el cotidiano espacio de los medios de comunicación, la
reforma penal fue también objeto de marginación y desinterés. En síntesis, fue evidente que
la reforma penal fue un suceso político social elitizado y ajeno al peruano de a pie, el cual
respondió al mismo, de modo consciente o inconsciente, con el ostracismo y la indiferencia.

Uno de los principales objetivos de la reforma legislativa fue concentrar la tipificación y


sanción de todo hecho punible dentro de un mismo instrumento legal sistematizado. Con
ello se pretendía evitar y suprimir la coexistencia paralela de una vasta variedad de leyes
penales especiales o accesorias que también tipificaban y sancionaban delitos y de las
cuales, rara vez, la población tomaba conocimiento. Por ejemplo, los delitos de contrabando
y defraudación de rentas de aduana se encontraban regulados por la Ley N° 24939. Los
delitos de defraudación tributaria, en cambio, fueron incluidos en el Código Tributario de
1966. Otros delitos como la omisión de asistencia familiar o el tráfico ilícito de drogas,
también estaban previstos en normas periféricas o complementarias como la Ley N° 13906
y el Decreto Ley N° 22095, respectivamente.

Otro postulado esencial que inspiró la reforma, fue promover la inclusión de controles
normativos para evitar que las futuras criminalizaciones y sanciones, que surgieran de la
siempre voluble política criminal nacional, se fueran apartando paulatinamente de los
límites punitivos propios de un Estado Social y Democrático de Derecho. Cabe resaltar que
la doctrina reformista siempre excluyó toda posibilidad de formalizar la pena de muerte,
pese a que la misma se hallaba constitucionalizada desde 1979. Asimismo, se rechazó la
incorporación de penas privativas de libertad de duración indeterminada, así como las
discutibles agravantes cualificadas por reincidencia o habitualidad. También es necesario
mencionar que la reforma penal de 1991 omitió concretar algunos cambios que resultaban
indispensables para generar una modificación positiva de las prácticas funcionales que
desarrollaban las agencias e instancias del Sistema Penal nacional, especialmente la
Judicatura y el Ministerio Público.

Sin embargo, pese a todas sus virtudes y defectos, el Código Penal de 1991 en su versión
original, respondió a una visión político criminal democrático, mínima y garantista. Esta fue,
sin lugar a dudas, una de sus principales fortalezas. Más aún, su vocación humanista y
constitucional fue seguida, luego, por otras reformas no menos importantes que hicieron
suya aquella ideología.

Lamentablemente, fueron la inestable coyuntura política y la profunda crisis económica que


preexistían en el país y que acompañaron desde sus primeros años la vigencia del Nuevo
Código Penal, las que finalmente se constituyeron en su corriente opositora, expresada
sobre todo en el incremento cotidiano de delitos sensibles a la población nacional como el
robo, el secuestro y la violación de menores, fueron creando las condiciones necesarias para
una avasalladora contrarreforma. La agresiva contrarreforma que desde sus inicios adopto
un modelo represivo y sobrecriminalizador, que subordinó sus principios rectores y los
condicionó a dictatoriales razones de Estado.

El retorno a la democracia, a inicios del siglo XXI, así como la vigencia de una nueva
Constitución a partir de 1993, no lograron devolverle al Código Penal de 1991 su anterior
filosofía y orientación político criminal. Tampoco se evidenciaron cambios importantes en
el panorama criminológico de inseguridad ciudadana que vivía el país. Todo lo contrario, en
este nuevo escenario socio político, las leyes posteriores siguieron acentuando una
exagerada funcionalidad punitiva.

En lo concerniente a las faltas también ocurrieron cambios legislativos repentinos e inéditos.


Es así, por ejemplo, que se reformularon las normas sobre las faltas contra el patrimonio o
pequeños hurtos, a fin de que ellas puedan ser sancionadas con penas privativas de libertad
efectivas. Fue también una involución negativa, en el tránsito de los veinticinco años de la
vigencia del Código Penal de 1991, el precoz abandono de su función unificadora de lo
punible y delictivo. Efectivamente, la gran mayoría de los delitos fiscales (Defraudación
Tributaria, Contrabando, etc.), los delitos de terrorismo y el delito de lavado de dinero, entre
otros, fueron repentinamente extraídos de la Parte Especial o pasaron a ser criminalizados
en leyes complementarias o especiales como, por ejemplo, la Ley Penal Tributaria (Decreto
Legislativo N° 813), la Ley de Delitos Aduaneros (Ley N° 28008) y las normas penales contra
el Lavado de Activos (Decreto Legislativo N° 1106). Igualmente, gran parte de los otrora
innovadores delitos económicos, como las formas de abuso de poder económico o la
publicidad engañosa, se despenalizaron y fueron trasladados al ámbito administrativo de
competencia del INDECOPI por el Decreto Legislativo N° 1034 del 25 de junio de 2008.
En el ámbito del denominado derecho penal transnacional, no ha sido menos significativa la
influencia que en todo este tiempo han ejercido los convenios globales o regionales (ONU,
OEA, CAN), en la ampliación de los delitos y de las penas en nuestra legislación penal
fundamental. La búsqueda globalizada de una armonización legislativa o de una estrategia
universal contra la criminalidad organizada, ha obligadoal legislador nacional, a incorporar
un significativo elenco inéditos delitos relacionados con esta criminalidad de proyección
global.

Ya a veinticinco años de distancia de la puesta en vigencia del Código Penal de 1991, se


discute formalmente sobre su renovación parcial o su sustitución integral. Por tanto, en este
inesperado marco de latente reforma legislativa, resulta pertinente exigir del legislador,
prudencia, coherencia y responsabilidad. Y en coherencia con ello cabe demandar que toda
vocación de cambios debe empezar reconociendo que la realidad nacional en este cuarto
de siglo ha cambiado notablemente en muchos aspectos. Resulta esencial tomar en cuenta
que vivimos en un mundo criminalizado y donde la presencia silenciosa pero activa, a la vez
que expansiva, de la criminalidad organizada, se constituye en un componente funcional e
insoslayable de las ideologías, los estilos de gobierno y los paradigmas psicosociales. La
realidad actual hace evidente que “el crimen organizado ha abandonado la marginalidad y
se ha instalado en el corazón de nuestros sistemas políticos y económicos”. Hoy cabe
caracterizar al Perú como un país de economía emergente pero con altos registros de
informalidad. Y donde, además, concurren muchas condiciones favorables para el
crecimiento constante de la delincuencia violenta y organizada. Cabe señalar que señalar
que para los peruanos de la segunda década del Siglo XXI es la delincuencia el principal
problema social y político del país.

Finalmente, en lo político es de admitir que tales percepciones, exageradas o no, reales o


aparentes, sobre la criminalidad e inseguridad, son en el momento actual comunes y
transversales a muchos otros países de la región. Por ello es necesario implementar acciones
y medidas complementarias, de indispensable contenido penal, que han llegado a
considerar la aplicación extrema de estados constitucionales de excepción para “combatir
el delito”. De esta manera, hoy son más frecuentes y cada vez más directos, o menos
encubiertos, los programas o estrategias que reproducen formas de “gobernar a través del
delito” o de explotar psicosocialmente las ventajas simbólicas que ofrecen a la clase política,
modelos de política criminal basados en el “gobierno de la penalidad”.

Por tanto, si algo hay que decir para reconocer y dejar a salvo el valor histórico, social y
político de ese Código Penal que vio la luz en abril de 1991, sería “que todo tiempo pasado
fue mejor”.

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