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De ser un ‘grammar nazi’ también se

sale
Están entre nosotros. Todos conocemos a alguien así. Un amigo, un familiar, un compañero
de trabajo. No descansan nunca, viven alerta, siempre al acecho. Están en la conversación
de bar, en las cenas familiares, en tus mensajes de WhatsApp, en las redes sociales. Son los
talibanes del idioma: personas que tienen la irritante costumbre de corregir a los demás su
forma de hablar. En definitiva, tiquismiquis de la lengua. El tiquismiquis lingüístico común
tiene una tendencia desmedida a sufrir de hemorragia ocular ante cualquier transgresión
gramatical o violación ortográfica: se irrita solo con oír un laísmo, siente un escalofrío al
ver una coma mal puesta y le sale un sarpullido ante un ‘haber’ impersonal indebidamente
concordado. En el mejor de los casos, el tiquismiquis común juzga en silencio al
interlocutor que ha cometido el crimen lingüístico. En los casos más graves, se alza cual
justiciero de la lengua y no duda en interrumpir la conversación para desfacer el entuerto
lingüístico cometido y señalar al perpetrador. Reconozcámoslo abiertamente: si somos
personas con inquietud por el idioma, es muy probable que en algún momento nosotros
mismos hayamos sido así. El entusiasta de la lengua que esté libre de haber sido
un grammar nazi que tire el primer diccionario.

¿Y por qué iba a estar mal corregir a los demás? ¿No es acaso una forma de defender el
idioma, de preservar el decoro lingüístico y de sacar del error a nuestro interlocutor? Está
tremendamente extendida la idea de que existe una lengua buena, deseable, culta y pulida a
la que debemos aspirar (cuya máxima autoridad y portavoz sería la RAE), mientras que
entendemos las variantes que se alejan de esa «buena lengua» como desviaciones que
debemos evitar a toda costa porque corrompen el idioma. Esta es la noción de lengua en la
que se nos educa desde que somos pequeños y que se amplifica y se difunde desde
instituciones y medios de comunicación como un mantra incuestionable. Hay que hablar
bien, hay que hablar siguiendo La Norma.

Pero, ¿de dónde sale la norma lingüística? ¿Es acaso una ley natural que debemos obedecer
so pena de que colapse el sistema lingüístico? ¿Bajó Dios de los cielos y proclamó que los
hablantes que osen decir «la dije de que» irán al infierno sin más miramientos? ¿Y qué
ocurre si la incumples?, ¿viene un académico de oficio y te multa? ¿Estamos abocados a la
incomprensión lingüística mutua? A pesar de las admoniciones de los hablantes más
agoreros, la norma lingüística no es un conjunto de leyes inmutables que los hablantes
deban obedecer. Cuando hablamos de una lengua (sea el español, el inglés, el catalán),
tendemos a pensar en los idiomas como si fueran un ente monolítico y unitario. Pero, en
realidad, las lenguas son una colección bastante heterogénea de variedades lingüísticas
diferentes que coexisten: por ejemplo, hablantes provenientes de zonas geográficas
distintas, de diferentes grupos sociales o de diferentes extractos socioeconómicos tienden a
hablar de formas muy diferentes, aunque hablen una misma lengua. Incluso un mismo
hablante se expresará de formas distintas según el contexto social en el que se encuentre.
Eso que llamamos español (o inglés, o catalán, etc.) es en realidad un paraguas que engloba
una inmensa cantidad de variedades lingüísticas distintas, sin que unas sean ni mejores ni
más deseables ni más eficaces que otras; simplemente, son distintas.

Una de esas muchas variedades que conforman la lengua es la llamada variedad culta. La
variedad culta es la que los hablantes suelen reconocer como una forma elevada de hablar,
y que normalmente esperamos encontrar en los medios de comunicación, en los textos
oficiales y que asociamos en general con el registro formal y esmerado. Pero la variedad
culta no deja de ser una variedad más de entre todo el repertorio de variedades lingüísticas
(geográficas, sociales, situacionales) que conforman la lengua. La variedad culta no tendría
más interés que cualquier otra variedad si no fuera porque es la que se considera prestigiosa
dentro de la comunidad de hablantes y, por tanto, la forma deseable de expresión, el
estándar lingüístico al que hay que aspirar, el que se enseña en la educación básica y cuya
norma dictan las instituciones normativas (en el caso del español, instituciones como la
RAE y la Fundéu). Sin que haya ninguna razón inherente y objetiva que lo motive, el
prestigio social convierte la variedad culta en el patrón que define la norma lingüística:
aquellos usos propios de la variedad culta se consideran correctos, mientras que todos los
demás serán considerados incorrectos.

El problema reside en que qué formas de hablar se consideran prestigiosas y deseables


dentro de una comunidad de hablantes no es una cuestión ni inocente ni accidental. De
hecho, lo que define a la variedad culta es que es aquella que usan las personas de nivel
sociocultural alto. Es decir, que la norma culta está hecha a imagen y semejanza de unos
estratos sociales muy concretos que perpetúan y justifican su posición de poder y privilegio
haciendo que sus propios usos lingüísticos se conviertan, no ya en los deseables, sino
directamente en lo que define qué es lo correcto, mientras aquellas variedades asociadas a
zonas geográficas o estratos sociales desfavorecidos y alejadas de los centros de poder
tienden a ser consideradas de segunda, cuando no directamente indeseables. En definitiva,
lo que llamamos «hablar bien» no es más que elevar a los altares la forma de hablar de un
conjunto reducido y muy particular de hablantes y que, gracias al prestigio social que los
rodea, se ha convertido en canónico. No hay nada inherentemente bueno ni objetivamente
mejor en aquellos usos lingüísticos que consideramos correctos. La idea de lo que se
considera correcto es, por tanto, tremendamente cuestionable desde el punto de vista social.
El prestigio lingüístico no es otra cosa que un remolque del prestigio social.
Es indudable que tener un código compartido (un estándar) que sea conocido y reconocido
por toda una comunidad de hablantes presenta innumerables ventajas, sobre todo cuando se
trata de textos que van a tener una difusión territorial y social muy alta (un texto
administrativo, las instrucciones para montar un mueble o un artículo de periódico, por
ejemplo). No se trata, pues, de abogar por la destrucción de cualquier formato lingüístico
que tenga visos de elevarse a la categoría de estándar compartido. Por ahora, esa función la
desempeña la norma culta. Pero lo que no podemos olvidar es de dónde surge eso que
llamamos norma y, sobre todo, a quién privilegia.

Por eso, juzgar a alguien por un uso lingüístico no estándar en una conversación, burlarse
de las variedades menos prestigiosas o considerar que «hablar mal» (es decir, no hablar
siguiendo la norma culta) es síntoma de tener pocas luces o de poca capacidad es un error
por partida doble. En primer lugar, porque la variedad culta no es ni mucho menos toda la
lengua, sino que tiene un ámbito de aplicación muy determinado. Y en segundo lugar,
porque cuando criticamos formas de habla que se alejan del canon lo que estamos
perpetuando es el desprecio por aquellas formas lingüísticas que han sido marginadas y
ridiculizadas por motivos que tienen mucho que ver con el poder y muy poco con la lengua.

No existe ninguna obligación lingüística, moral, legal, tan siquiera estética de expresarse
siguiendo los preceptos de la norma culta (más allá del deseo de cumplir una cierta
convención social arbitraria), como no existe ninguna razón objetiva que haga mejores o
más deseables los usos de la norma culta frente a todas las demás variedades lingüísticas.
Decirse amante de la lengua es incompatible con despreciar toda forma de habla que no
obedezca la norma y no podemos confundir la fijación con la observancia de la norma con
amor por el idioma. Es natural que tendamos a sentir reverencia por la norma y rechazo por
los demás usos y variedades lingüísticas, puesto que esa es la noción en la que nos
educamos y en la que vivimos inmersos.

Pero, afortunadamente, de ser un grammar nazi también se sale.

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