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Instituto del Verbo Encarnado

Hogar San Juan Bosco

La tempestad calmada

R.P. Lic, Sergio Pablo Larumbe, I.V.E.

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San Rafael, Mendoza (Argentina) 2006

Introducción

En el presente libro nos proponemos como objetivo principal el mostrar la providencia de Dios, como
Dios esta siempre presente en nuestras vidas.
El titulo de este libro evoca aquel episodio ocurrido en el lago de Galilea cuando Cristo navegaba con
sus apóstoles. Dicen las Sagradas Escrituras al respecto: “En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas
irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba la barca. El estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal.
Le despiertan y le dicen: « Maestro, ¿no te importa que perezcamos? » El, habiéndose despertado, increpó al
viento y dijo al mar: « ¡Calla, enmudece! » El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «
¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe? » Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a
otros: « Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen? ».
Fue el señor mismo quien impulso a sus discípulos a subir a la barca: “crucemos – les dijo – a la otra
orilla”. El, como Dios que era, sabia bien lo que les esperaba, ya que nada acontece sin el permiso del señor. Y
sin embargo los exhorto a caminar hacia la prueba.
El episodio muestra perfectamente como Dios esta presente siempre en nuestras vidas, y nada,
absolutamente nada sucede sin su permiso y su providencia. El esta presente como padre, como hermano,
como esposo, esposa, como amigo, proveyendo en cada momento aquello que mas necesitamos para salir
victoriosos de cada tormenta que tiene que sufrir nuestra pobre nave.
Expliquemos un poco más este pasaje para que veamos de modo más palpable la providencia de Dios,
objetivo principal de dicho libro.
Los apóstoles estando en la barca sacudida por las olas mientras Jesús dormía, y comprobando luego el
poder absoluto del señor que rápidamente hizo cesar la tempestad, los apóstoles aprenderían por los ojos que
Jesús era verdadero hombre y verdadero Dios.
Dormía primero sobre el cabezal de la popa, mostrando así que era hombre como nosotros, sujeto a las
necesidades de todos los mortales. Calmo luego el mar bravío, en lo cual se manifiesta como Dios, a quien el
viento y el oleaje obedecían, como nos enseña la Lectura del libro de Job 38, 1. 8-11: El Señor habló a Job
desde la tormenta: y le dije (hablándole a la tormenta): "Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la
arrogancia de tus olas"?”.
En el salmo hemos escuchado que se dijo: Pero en la angustia invocaron al Señor, y él los libró de sus
tribulaciones; cambió el huracán en una brisa suave y se aplacaron las olas del mar. y en el mismo evangelio
después de que los apóstoles elevaron sus oraciones a Cristo se dice que: “Se puso en pie, increpó al viento y
dijo al lago: -“¡Silencio, cállate!”.El viento cesó y vino una gran calma. Y los apóstoles dice el evangelio: “Se
quedaron espantados y se decían unos a otros:
-“¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”.

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Obrando así el señor fortalecía la fe de sus discípulos, fe todavía incipiente, pero que empezaba a
aprender que Jesús era el Señor de la historia y de los elementos.
Sólo un niño o un animal puede dormir en esas condiciones en que los tres Evangelistas dicen que
Cristo realmente “dormía”; y también un hombre que esté tan cansado como un animal y tenga una naturaleza
tan sana como la de un niño. Muchos hombres de natura privilegiadamente robusta sabemos que podían
dormir cuando querían: como el Primer Napoleón por ejemplo, del cual se cuenta podía eso: dormir cuando le
parecía bien, sobre todo en los sermones; y hubo que despertarlo la mañana de la batalla de Austerlitz.
Bueno, el caso es que Cristo dormía, y los discípulos lo despertaron diciéndole algo que está
diferentemente en los tres evangelistas; pero en realidad le deben haber gritado no tres sino unas doce cosas
diferentes por lo menos; que se resumen en ésta: “¿No te importa nada que nosotros “sonemos”?”, que trae
San Lucas como resumen de toda la gritería. Lo que dijo Mateo, que estaba allí, fue esto: “Señor, ayúdanos,
perecemos.” Cada uno dijo lo mejor que supo y eso es todo.
Lo que les dijo Cristo —en esto concuerdan los tres relatores— fue “cobardes” o sea “hombres de
poca fe
Dice el Papa Juan Pablo II: “Hoy su Palabra interpela nuestra fe, a veces vacilante y que provoca
miedos infundados: "¿Por qué sois tan cobardes? -Dice- ¿Aún no tenéis fe?" (Mt 4,40). Son muchos los
temores que nos atenazan y que pueden inducirnos a la cobardía o al desánimo: el miedo al aparente silencio
de Dios, el miedo a los grandes poderes del mundo que pretenden competir con la omnipotencia y la
providencia divinas, el miedo, en fin, a una cultura que parece relegar a la marginación e insignificancia social
el sentido religioso y cristiano de la vida”.
Sin embargo, tal vez no es a “los de afuera” a quienes se dirige de manera especial el reproche de
Jesús “¡Hombres de poca fe!”, sino a quienes están en la barca, a nosotros creyentes y hasta a algunos
pastores que se muestran perennemente pesimistas y temerosos acerca del porvenir de la Iglesia, como si la
Iglesia fuera un barquito de papel que puede hundirse ante cualquier soplo de viento, o como si fuera una
enferma siempre afiebrada o convaleciente. Una Iglesia que mira más las olas que la rodean que al Señor
frente a ella.
Más a menudo que en la Iglesia, la tempestad está en nuestro corazón. (El de Tiberíades era un mar
pequeño, apenas un lago, sin embargo, ¡allí se desató una gran tempestad!). Tentaciones, desaliento, rebelión:
todo parece caernos encima. ¡Sálvame, Dios mío porque el agua me llega a la garganta! , nos dan ganas de
gritar con el salmista (Sal. 69, 2). Es el momento de despertar aquella fe que hoy la liturgia nos ha inculcado;
el momento de despertar a Jesús que duerme en nuestra misma barca, y de gritarle “Señor, ¿no te importa
que yo esté por hundirme?” Es el momento de encontrar el diálogo con él en la plegaria, de buscarlo a toda
costa. Él espera hoy también ese grito para levantarse y dar a su Iglesia y a nosotros esa gran bonanza que no
significa necesariamente el fin de todas las dificultades y de todas las contrariedades, sino más bien la paz y la
certeza aun en medio de las contrariedades.
Cristo permite que sus predilectos sufran este tipo de pruebas, como antaño permitió que las
soportaran sus discípulos más cercanos. En ocasiones podemos tener la impresión de que Jesús se ha olvidado
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de nosotros. De que nos abandona mientras remamos en medio de las olas impresionantes. de que nos deja en
la pura fe, sin consuelo alguno sensible. ¡Cuantas veces nos sentimos cansados, salpicados por las gotas de
nuestra angustia, agotados, desechos, como los apóstoles vacilantes en su barca! Y Jesús durmiendo....
Cada uno de ustedes sabe de sus luchas intimas, con frecuencia más dolorosas de las que provienen del
exterior. Pero nunca olvidemos que Cristo esta siempre junto a nosotros. Que nos comprende mejor que lo
que podrían hacerlo nuestros allegados mas queridos. Aunque duerma. Aunque nos parezca insensible. Cada
golpe de remo que damos en medio del huracán quedara inscrito en el libro de la vida. Cristo reprocho a los
apóstoles su poca fe porque no creían que mientras dormía era capaz de salvarlos.
Nuestra vida se desarrolla entre el temor y la esperanza; el temor, porque no pocas veces advertimos
que las olas se elevan hasta entrar en la barca de nuestra alma, amenazando hundirla; esperanza, porque
sabemos por la fe que no estamos solos, y que el señor es el primer interesado en que no sucumbamos. El se
reserva darnos el gozo de su presencia, quizás cuando nuestro desaliento se haga extenuante. Un día se nos
mostrara cara a cara, al término de nuestras vidas mortales. Nos vera a lo mejor sudorosos, salpicados de
barro, pero le agradara, como después de una batalla a un general le satisface ver a sus soldados sucios, con el
uniforme de batalla desgarrado por la pelea que verlos de uniforme de gala, impecables. (ver a los jugadores
que transpiren la camiseta).
Todos nosotros sentimos, con mayor o menor intensidad, el vaivén de esta tormenta. Sin
embargo, hoy como ayer, debemos tener confianza en el señor.
Dice el Papa Juan Pablo II: “La escena evangélica de la barca amenazada por las olas, evoca la imagen
de la Iglesia que surca el mar de la historia dirigiéndose hacia el pleno cumplimiento del Reino de Dios. Jesús,
que ha prometido permanecer con los suyos hasta el final de los tiempos (cf. Mt 29,20), no dejará la nave a la
deriva. En los momentos de dificultad y tribulación, sigue oyéndose su voz: "¡ánimo!: yo he vencido al
mundo" (Jn 16,33). Es una llamada a reforzar continuamente la fe en Cristo, a no desfallecer en medio de las
dificultades. En los momentos de prueba, cuando parece que se cierne la "noche oscura" en su camino, o
arrecian la tempestad de las dificultades, la Iglesia sabe que está en buenas manos”. También nosotros
estamos en buenas manos y no debemos temer.
Debemos tener una fe inquebrantable en la victoria final de Cristo, con la feliz convicción de que al
hombre que busca a Dios, nada ni nadie podrá separarlo de su amor.
La Iglesia ha navegado durante los veinte siglos de su historia y seguirá navegando hasta el fin del
mundo, hasta la vuelta del señor. A veces con periodos de bonanza. Otras veces en medio de tempestades. Hoy
vivimos momentos de grandes tempestades. En cierta ocasión Pablo VI dijo a un grupo de peregrinos:
“vosotros sois como navegantes en medio de un mar de tempestades. y he aquí que un fenomenito extraño se
produce en nosotros: mientras que nosotros pensamos en confirmaros, el sentimiento del peligro que vosotros
corréis nos alcanza a nosotros mismos”.
Y esto se ve en la disminución de las vocaciones, decadencia del espíritu apostólico y misionero,
pérdida de la fe en muchos corazones, negación practica del magisterio de la Iglesia (persecuciones morales:
Tv., educación, etc.).
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El timón: en buenas manos: Quien se sabe hijo de Dios no debe temer. Dios conoce mejor que nosotros
mismos nuestras necesidades reales; es más fuerte y es nuestro Padre.
Un barco de vela –hace mucho tiempo de esto- se encontraba en medio de un auténtico huracán, traído
y llevado por el fuerte oleaje. Los pasajeros se agitaban, gritaban aterrados. Tan sólo un niño seguía jugando
tranquilamente en ese vaivén vertiginoso: era hijo del timonel.
El buque logró salvarse; y los pasajeros preguntaron con curiosidad al niño cómo había podido estar
tranquilo en medio del peligro, cuando ellos estaban espantados. -¿Temer? -contestó el niño- ¡Pero si el timón
estaba en manos de mi padre!
Pidámosle a Cristo que nos confirme en la fidelidad, de modo que sepamos permanecer inclaudicables
en su servicio, aunque lo sintamos ausente, o le veamos silencioso y dormido. El siempre esta con nosotros,
como lo estará dentro de pocos minutos por la sagrada eucaristía, pidámosle entonces que aumente nuestra fe
y nuestra esperanza en El, ya que nunca nos abandona como El mismo nos prometió al cerrar el evangelio de
San Mateo: “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”, “Tened Confianza yo he vencido al mundo”
.
1. Los ojos de Cristo

Por los ojos de los hombres podemos penetrar en su interior. Son los ojos el espejo y la ventana del
alma. Expresan ira o cariño, están tristes o alegres, saben llorar o reír.
¿Cómo eran los ojos de Cristo? En las páginas del evangelio encontramos pasajes que hablan de la
mirada severa, compasiva, amorosa, alentadora y misericordiosa de Jesucristo.
a. La mirada severa de Cristo
Cuando en una oportunidad expulso a los mercaderes del templo…cuando fustiga la hipocresía de los
fariseos…
Un día de sábado curo el Señor a n hombre que tenia seca la mano (Mc. 3,1-6). Se escandalizaron los
fariseos de que infringiera el descanso del sábado. El Señor les contesto; pero el orgullo de aquellos hombres
no quiso doblegarse. Entonces -cuenta el evangelio- la mirada de Jesús fulguro de indignación, de ira, y los
fariseos, como jauría de perros al recibir latigazos, se apartaron de la mirada relampagueante del Señor. El
Señor todo lo ve, también me ve a mi en todos los momentos…siempre.
Pero su mirada severa no deja de ser al mismo tiempo una mirada misericordiosa y compasiva,
siempre buscando mi bien.
b. La mirada compasiva de Cristo
San pedro promete al Señor con ardoroso entusiasmo, y dispuesto al sacrificio: “aun cuando todos se
escandalizaren por tu causa, nunca jamás me escandalizare yo” (Mt. 26,33). Y sin embargo…, la misma noche
renegó del Señor. ¡y de que manera! Y el Señor no le aparto de si. Sale de pilato… arde todavía en sus mejillas
en el bofetón… y ya mira un momento a Pedro que llora su pecado: “y volviéndose el Señor miro a pedro”
(Lc. 22,1). ¡como debió de ser aquella mirada! Una mirada compasiva llena de perdón.
c. La mirada amorosa de Cristo

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Llega un joven de carácter fogoso, se arrodilla en la presencia del señor y le pregunta de todo corazón.
“Oh, buen maestro: ¿Qué debo hacer yo para conseguir la vida eterna?” inculca Jesucristo al joven el
cumplimiento de los divinos mandatos. Pero aquel contesta sin titubeos: “maestro, todas estas cosas las he
observado desde mi mocedad”. Y según consigna la sagrada escritura, “Jesús, fijando en el su mirada, le amo”
(Mt. 10,21).
¡Que amor debió arder en los ojos de Cristo al escuchar esta respuesta! “Maestro observo desde mi
juventud los mandamientos de la ley de Dios” Cristo miro a aquel noble Joven y “quedo prendado de el”.
d. La mirada alentadora de Cristo
Uno de los primeros discípulos del señor, el apóstol Andrés, cuenta con entusiasmo a su hermano
Simon que ha encontrado al Mesías. “y le llevo a Jesús. Y Jesús, fijos los ojos en el, dijo: tu eres Simon, hijo
de Jonás, tu serás llamado Cefas que quiere decir Pedro” (Jn. 1,12). El texto latino es muy expresivo y la
palabra utilizada para significar esa mirada (intueri) es mirar a uno profundamente en los ojos.
Es la primera vez que Pedro se halla en la presencia del Señor. A el alza su mirada tímida y el Señor le
mira profundamente en los ojos. ¡Que decisiva mirada para Pedro! ¡De ella broto la fuente de energías que se
lanzan al cielo!. En aquel momento empezaba en el alma de Pedro el proceso que había de trocarle de
pescador débil en roca granítica de la Iglesia Universal.
De la mirada de Cristo brota una fuerza maravillosa. Sea cual fuere la desgracia que te hiera, el
desaliento con que hayas de luchar, por muy difícil que sea la empresa que acometas, reza fervorosamente
mirando a los ojos de Jesús, y sentirás brotar el consuelo de su mirada y te será fácil tolerar la desgracia y
sacaras fuerza para la lucha y valentía para tus empresas y obligaciones. Aprende a mirar con frecuencia y
profundamente a los ojos de nuestro Señor Jesucristo…
Cfr. Sermón maria magdalena y la mirada de Cristo
2.

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Índice

Introducción………………………………………………………………………………………….………….2
Los ojos de Cristo……………………………………………………… ………………………………………5

Las bodas de cana


La divinidad de Jesucristo
Venid a mi todos
Los ojos de Cristo
Cristo en oración
Cristo camina sobre las aguas
Señor sálvanos
La tempestad calmada (inédito)
¡Cuantas veces quise reunir tus hijos!
¿Cuánto vale mi alma?
Sabía El mismo lo que hay dentro de cada hombre
“Tened confianza yo he vencido al mundo”

Bibliografía…………………………………………………………………………………………………
Índice………………………………………………………………………………………………………..

Cristo se asombraba de la falta de fe


Lecturas: Ez 2,2-5
2 Cor 12,7-10
Mc 6,1-6

INTRODUCCIÓN

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En los evangelios de estas dos ultimas semanas abundan las referencias al tema de la fe (Tempestad
calmada, la curación de la hija de Jairo…etc.) en el evangelio presente también se toca el tema de la fe.

El evangelio de hoy relata una visita de Jesús a Nazareth, pueblo donde habitaban los parientes de Jesús.
Todos estaban asombrados. Sin embargo, ese asombro no culmino –como hubiese sido lógico- en un acto de
glorificación del señor sino que fue, por el contrario, motivo de escándalo. Porque tenían en cuenta tan solo lo
humano de Jesús (lo mismo los apóstoles en la tempestad, y los que le decían a Jairo que no molestaran al señor
porque ya había muerto su hija, como si cristo no tuviera el poder).

El evangelio de hoy realmente es triste. El evangelio nos dice que Jesús quedo impresionado por la falta
de fe de sus compatriotas.

LA MALDICIÓN DE LA INCREDULIDAD

En los milagros es necesario el poder del que los hace y la fe de los que son objeto de ellos, por eso
que Jesucristo no hizo allí, en su patria, muchos milagros, no porque no pudiera, ya que era omnipotente, sino
porque ese pueblo no estaba dispuesto a recibir la fe que le ofrecía.

Cristo realizo pocos milagros por la falta de fe de sus compatriotas. Es decir que los nazarenos se
perdieron de qué cristo haga más milagros, precisamente por eso, por la falta de fe en El. Eso mismo también
nos pasa a nosotros, es decir que cristo no hace en nosotros mas milagros por la falta de fe, la falta de
confianza. Una vez se le apareció Santo Domingo Savio a San Juan Bosco y le mostró todo el bien que se
perdió de hacer por no tener mas confianza en la divina providencia.

El que no tiene fe no puede tener ideales, alegrías de corazón, esperanza, fuerza en el sufrimiento; este
tal nada posee, le quedan tan sólo los deseos sensuales y los goces de los sentidos, lo mismo, lo mismo
precisamente que al animal. Y el pueblo que llegase a perder la fe en Dios, perdería al par sus ideales, las
fuentes de energías que le instigan al trabajo, los fundamentos mismos de su razón de ser.

Tihamer Toth describe muy bien al hombre incrédulo, es decir al hombre sin fe: todo el orbe no es para
él otra cosa que una despreciable bola de barro; y la vida, una tortura indecible. Una tremenda desilusión
atormenta en estos trances al alma, que siente los zarpazos de una amargura indescriptible. Una relajación
mortal se apodera de ella, van y vienen recuerdos y caprichos excitados, la pobre alma se siente desfallecer.
Quisiera gozar, pero ya no puede; busca la felicidad (en cosas vanas, sin sentido, y no en dios) entonces no
pude hallarla, y se pregunta ¿Para qué estoy en este mundo? La vida sin fe es inaguantable.

Por eso que es triste el evangelio de hoy, cristo quiere realizar en nosotros grandes cosas, quiere hacer
milagros, y somos nosotros que con nuestra incredulidad lo impedimos, lo rechazamos, el quiere consolarnos
y nosotros, con nuestras faltas de fe estamos rechazando al único que realmente puede hacernos felices. ¡Si
tuviéramos mas fe!!!

Cuando Nuestro Señor Jesucristo se dirigió a Jerusalén, en aquel domingo que llamamos de ramos,
llego a un punto donde se podía ver toda la ciudad, todos lo aclamaban como rey, ¡Hosanna al Hijo de
David!, pero dice el evangelio de San Lucas que al mirar Jerusalén “El señor Lloro”. ¿Porque lloro? Porque
veía que aquellos habitantes al que cristo quería consolar lo rechazaban y rechazándolo entristecían el corazón
de Dios. Cuantas veces el señor llora, como lo hizo aquella vez, viendo nuestra falta de confianza en El, el
único que puede consolarnos, y muchas veces nos perdemos sus consuelos, y muchos dones y regalos, por
eso, la falta de fe. “El señor lloro” no lo hagamos llorar mas, pidámosle que aumente nuestra fe como le pedía
a Jesucristo un padre que tenia un hijo enfermo: “señor creo, pero aumenta mi fe”. Es una oración
hermosísima que tenemos que repetir todos los días

El Señor lloró sobre Jerusalén, porque ella tenía la paz en sus manos y la rechazaba, le faltaba mas fe.
No hay nada más trágico que el rechazo del consuelo divino por la falta de fe. Decía don Columba Marmiom:
“Quien perdió toda la fortuna perdió mucho; quien perdió una pierna perdió aún más; quien perdió su fe lo
perdió todo”.
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«La fe pertenece a la función normal de la naturaleza humana; su ausencia, tanto en la vida individual
como en la social, siempre es señal de algún trastorno.»

LA BENDICIÓN DE LA FE

Es mucho lo que se pierde por la falta de fe, y mucho lo que se gana con la fe. Tihamer Toth decía:
¿qué te otorga la fe? Temple de acero, convicción, fidelidad a los principios. ¿Verdad que son cosas
admirables?

En los momentos más críticos de la vida, únicamente la fe nos brinda fuerzas para perseverar. Cuando
Napoleón se retiraba, de Moscú, que estaba ardiendo... Una horrorosa tempestad de nieve azota a sus
soldados, debilitados y rendidos de cansancio... Una noche de densa niebla envuelve a los que todavía
quedaban, y Napoleón se pasea por los campos cubiertos de nieve, en que reina un silencio sepulcral.

Un rayo de luz hiende la niebla... Napoleón envía al mensajero a aquella tienda:-¡Ve y mira qué pasa!
Vuelve el mensajero -Señor: es el coronel Drouot, que vela en la tienda, trabaja y reza. En la primera, ocasión,
el emperador le nombró general, felicitándole por la firmeza de ánimo que tuvo en aquella terrible noche.
-Señor-contestó el general-, yo no temo la muerte, ni el hambre; tan sólo temo a Dios: he aquí el secreto de mi
fuerza. Tihamer Toth comentado este episodio decía «¡Hé aquí el secreto de mi fuerza!» Sí; la fe, la fe es la
que da carácter varonil, temple de acero, valentía. «Las ciudades y naciones más fuertes y más sabias» son las
más religiosas» comentaba Tihamer Toth.

Y sigue preguntándose Tihamer Toth: ¿Sabes qué otra cosa te da la fe? Tranquilidad, verdadera paz del
alma y alegría.

El alma que ha roto todos los lazos que la unían a Dios no puede gozar de una felicidad verdadera. En
la vida ya te encontrarás con hombres que son ricos, que tienen salud, que ocupan un puesto elevado y, no
obstante, son terriblemente desgraciados. Algo falta a su vida. ¿Qué? La fe.

El que no se acuerda de Dios también tiene alma, lo mismo que el que lleva una vida fervorosamente
religiosa; pero ¡qué diferencia. Comenta Tihamer Toth que el carbón es carbón, y carbón es también el
diamante; pero ¿no es cierto que son muy distintos estos dos carbones? El alma irreligiosa es un carbón
oscuro, negro, insensible a la luz; el alma religiosa, por el contrario, es un diamante que brilla con luz
cristalina, que absorbe con avidez el rayo luminoso de la divina gracia y lo refleja con una alegría radiante.

¿Sabes qué más te da la fe? Consuelo en los días tristes. Ser hombre significa tener que sufrir. Y no te
exceptúa a ti, joven, el sufrimiento. Padecerás enfermedades; acaso tengas desilusiones amargas. ¿Dónde
hallar consuelo en trances semejantes? Solo en la fe. Todo esto soportado con entera conformidad a la
voluntad de Dios, es decir, soportándolo con fe, se va tejiendo la corona eterna que nos espera en el cielo.

Exclamaba Tihamer Toth: ¡Oh! ¡Confianza en Dios! ¡Cómo enardece la valentía? ¡Qué temple de
acero da a nuestras pobres fuerzas! Quien confía en Dios ya ha encontrado un aliado poderoso, y no lucha
solo.

GRACIA A LA VIRGEN

Pidamos a la Virgen Maria que nos de la gracia de poseer una fe de hierro, una confianza
inquebrantable en las promesas y palabras de Nuestro Señor Jesucristo, que comprendamos cada vez mas
aquella verdad encerrada en un proverbio antiguo: «Podemos vivir sin padre, podemos vivir sin madre; sin fe
no podemos vivir.»

DIOS REALIZA SU DESIGNIO: LA DIVINA PROVIDENCIA

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La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos
del Creador. Fue creada "en estado de vía" ("in statu viae") hacia una perfección última todavía por alcanzar, a
la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de
su creación hacia esta perfección:

Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó,


"alcanzando con fuerza de un extremo al otro del mundo y
disponiéndolo todo con dulzura" (Sb 8,1). Porque "todo está desnudo
y patente a sus ojos" (Hb 4,13), incluso lo que la acción libre de
las criaturas producirá. [Concilio Vaticano I]

El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata;


tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la
historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los
acontecimientos: "Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo cuanto le place lo realiza" (Sal 115,3); y de
Cristo se dice: "si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir" (Ap 3,7); "hay muchos proyectos
en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza" (Pr 19,21).

Así vemos al Espíritu Santo, autor principal de la Sagrada Escritura, atribuir con frecuencia a Dios
acciones sin mencionar causas segundas. Esto no es "una manera de hablar" primitiva, sino un modo profundo
de recordar la primacía de Dios y su señorío absoluto sobre la historia y el mundo y de educar así para la
confianza en El. La oración de los salmos es la gran escuela de esta confianza.

Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas
necesidades de sus hijos: "No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer?, ¿qué vamos a
beber?... Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su
justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura"(Mt 6,31-33).

La providencia y las causas segundas

Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las
criaturas. Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios Todopoderoso. Porque Dios
no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas
y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio.
Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su providencia confiándoles la
responsabilidad de "someter" la tierra y dominarla. Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres
para completar la obra de la Creación y perfeccionar su armonía, para su bien y el de sus prójimos. Los
hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan
divino no sólo por su acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos. Entonces llegan a ser
plenamente "colaboradores de Dios" (1 Co 3,9; 1 Ts 3,2) y de su Reino.

Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la
causa primera que opera en y por las causas segundas: "Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar,
como bien le parece" (Flp 2,13). Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de
la nada por el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque
"sin el Creador la criatura se diluye"; menos aún puede ella alcanzar su fin último sin la ayuda de la gracia.

La providencia y el escándalo del mal

Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus
criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como
misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta
pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del
hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la
congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las
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criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible,
pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la
cuestión del mal.

Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal? En su
poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor. Sin embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios
quiso libremente crear un mundo "en estado de vía" hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el
designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo
menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien
físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección.

Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por
elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal
moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni
directa ni indirectamente, la causa del mal moral. Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su
criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien:

Porque el Dios Todopoderoso... por ser soberanamente bueno, no


permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si El no
fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del
mismo mal. [San Agustín]

Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien
de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: "No fuisteis vosotros, dice José a
sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios..., aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó
para bien, para hacer sobrevivir... un pueblo numeroso" (Gn 45,8; 50,20). Del mayor mal moral que ha sido
cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios,
por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra
Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.
"Todo coopera al bien de los que aman a Dios" (Rm 8,28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar
esta verdad:

Así santa Catalina de Siena dice a "los que se escandalizan y se


rebelan por lo que les sucede": "Todo procede del amor, todo está
ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con
este fin".
Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija:
"Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que El quiere, por
muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor".
Y Juliana de Norwich: "Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios,
que era preciso mantenerme firmemente en la fe y creer con no menos
firmeza que todas las cosas serán para bien... Tú verás que todas
las cosas serán para bien" ("Thou shalt see thyself that all manner
of thing shall be well").

Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su
providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento
parcial, cuando veamos a Dios "cara a cara" (1 Co 13,12), nos serán plenamente conocidos los caminos por
los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el
reposo de ese Sabbat definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.
TIHAMER TOTH

“Señor, sálvanos”

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En la vida de Jesucristo leemos que también en otra ocasión luchaban los apóstoles con la tempestad. Quiero
describir con más minuciosidad este segundo caso; de él brotará una fuerza sublime para las tormentas del
espíritu, propias de la adolescencia.

Cristo, cansado de predicar, sube al atardecer en una barca con sus apóstoles... El cielo está sereno,
despejado... No sopla brisa alguna, todo está tranquilo. Los remos de los apóstoles, que van golpeando con
ritmo sosegado el agua, hacen deslizar la barca silenciosamente... Cristo, rendido de fatiga, se durmió...

De repente se levantaba la brisa... Se amontonaban las nubes… El viento es más fuerte, ya sopla con
violencia.. . ¡Una tempestad. un huracán!... Cruje la barca, las olas la zarandean. Los apóstoles trabajan, sacan
el agua de la barca; finalmente llegan a despertar al Señor. El Evangelio consigna el grito de terror _quizás
para enseñarnos a nosotros una manera de pedir socorro—: “Señor, sálvanos, que perecemos (Mt. 2, 25 ss.).

¡Hombres de poca fe! Es la palabra que pronuncia el Señor cuando en torno suyo se desata el huracán.

¡Hombres de poca fe! Y acaso piense: ¡Oh! ¿Son éstos mis apóstoles? ¿A éstos voy a enviar yo para convertir
al mundo? ¿Este Pedro ha de ir a Roma, este Santiago a España, este Andrés a la Tracia? ¿Son éstos los que
han de presentarse a las garras de las fieras?

Pues bien, para que no echéis en olvido lo que significa estar Dios con vosotros... Se levanta el Señor, se pone
sobre la proa de la barca que se tambalea... El mar alborotado se amansa, cállase humillado a los pies del
Señor, como el galgo cuando ha corrido demasiado y su dueño le llama con un silbido... Pocos instantes
después el espejo terso del mar brilla con admirable sosiego...

Este fragmento evangélico dibuja un rasgo nuevo de la fisonomía del Señor: Cristo está de pie con una
majestad subyugadora en medio del huracán, manda a las olas alborotadas, y el mar —como perro después del
castigo— se pliega silenciosamente a los pies de Jesucristo…

¿Quién es este Cristo sublime, majestuoso? Jerjes, fuera de sí, en un arranque de cólera imponente y ridículo,
hizo dar latigazos al mar; pero éste seguía echando espuma con el mismo furor que antes. ¿Y Cristo? Hace
una leve señal, y la borrasca rebelde se calma sumisa.

¡Oh, Tú, Cristo de vigorosa mano! Oh, Tú, Cristo, que mandas a las fuerzas de la naturaleza! ¡Oh, Tú, Cristo,
que dominas las olas desatadas, el mar espumante, con una superioridad de fuerza que pasma!

¡Oh, Jesús mío! ¡Cuántas veces necesitaré yo recordar esta expresión tuya, este gesto tuyo, este poder tuyo,
cuando en el mar alborotado de la vida se escape de mis labios e grito de angustia: ¡Señor, sálvame, que
perezco!

S.O.S. (para quienes entran en la adolescencia)

S.O.S. ... S.O.S. ...

¿Qué significan estas tres letras? Tú también lo sabrás, aunque no estés ducho en cosas de marinería. Pero de
un modo particular lo saben todos los marinos. Y cuando estas tres letras emitidas por la radio tiemblan sobre
el inmenso espejo del mar, todos los buques de las cercanías acuden con toda prisa para prestar auxilio a los
pobres náufragos, a los que se hallan en trance de perecer.

S. O. S.... ¡Oh, cuántas veces este grito de socorro escapa de labios de los jóvenes, cuando luchando con las
tentaciones llaman a Cristo!

Alrededor de los catorce o quince años, vientos misteriosos azotan el espejo terso del lago de tu vida. Tu barca
iba deslizándose tranquila, no lejos de la orilla, en aguas de poca profundidad, en una luz de Oro...; seguía su
camino sin preocupaciones.

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Ahora, repentinamente, como si lo hubiesen cambiado todo. La capa tupida de una niebla opaca envuelve tu
alma; pensamientos, deseos antes desconocidos cruzan por tu cabeza... Un temblor de zozobra hace vibrar la
superficie tersa de tu espíritu tranquilo... ¿Qué es esto?

¿Qué es lo que se prepara?

La barca de tu vida ha penetrado ya en la zona de tempestades de la adolescencia. Hace unos años todavía era
fácil para ti vivir cristianamente: la oración, la Misa, el pensar en Dios, la confesión, la Comunión...; todo,
todo te resultaba sencillo. En cambio, ¿hoy? Confiésalo con sinceridad; hoy te resulta un poco fastidiosa la
santa Misa, tienes miedo a la confesión; muchas veces omites la oración de la mañana. ¿Qué es esto? ¿Qué
pasa?

Un escritor afirma que a los quince años “los jóvenes se vuelven incrédulos”. No tanto. Sin embargo, hay en
la afirmación algo de verdad. A medida que van creciendo, desarrollándose, no parece sino que van
enfriándose para con Dios. Tienen que hacer grandes esfuerzos para prestar atención en el rezo, y las cosas
espirituales no les interesan como antes.

¿Cuál es entonces el objeto de sus desvelos? El mundo. La vida terrena que se abre misteriosamente a sus
ojos. “¡Ojalá fuera ya hombre!” “Quisiera tener la ropa de moda, buen físico”. Cosas por el estilo. ¿Qué te
sucede? ¿Te han vuelto malo? No...; todavía no: pero estás en peligro.

Ya no eres niño, pero tampoco eres hombre maduro. Estás en la época de transición. Una lucha formidable se
libra en ti: el cuerpo el alma luchan. ¡Ay de ti si vence tu cuerpo! Y, sin embargo, todas estas cosas no son más
que preludios de la tempestad.

Son las iniciales de la frase inglesa: Save our souls, salvad nuestras almas (N. del T.).

En torno a los dieciséis años estalla el verdadero torbellino. En tu cuerpo trepida la vida, hierve la sangre,
vibra la fuerza de la juventud. Limo, barro; toda la podredumbre posada de ordinario en el fondo del lago
brota y se revuelve ahora hasta llegar a la superficie. ¿Qué será de ti? Atemorizado preguntas: ¿Me perderé?

Hay momentos en que te parece que el Señor se ha dormido se ha olvidado por completo de ti. El huracán
desatado de furiosas tentaciones te azota y se presenta el pensamiento terrible: “No, no puedo resistir! ¡No
puedo mantenerme en pie...” No capitules. Agarra la mano del Señor, como lo hizo San Pedro, que estaba a
punto de hundirse entre las olas y exclama en tu oración: “ ¡S. O. S. ¡Salva mi alma...

¡Ay! Acaso has caído ya. Una terrible oleada de pecado llenó tu barca, y cuando baja el agua tú te ves cubierto
de limo, de barro; has caído, has pecado... ¡Oh qué lástima! ¡Qué bien, si te hubieras conservado puro! ¡Qué
bien si hubieras...!

Pero ya que te manchó la oleada del pecado, no consientas por lo menos en permanecer cubierto de lodo.
Arrodíllate ante el Señor en la santa confesión y exclama: “ salva mi alma! ¡Mi alma cubierta de
inmundicias!”

Puede también que ya hayas caído varias veces... Pero deseas enmendarte... Y, a pesar de todo, reincides una y
otra vez en la culpa va hecha hábito. ¡Oh! En estos momentos terribles de desesperación. ¿dónde hallarás
refugio?

Arrodíllate una y otra vez en el confesionario y llama a Cristo. que parece que está dormido. Dile con espanto:
“S. O. S. ¡Señor, salva mi alma! ¡Salva mi alma que perece!”. En todas las confesiones Él posará sobre ti su
mirada bendita. Manda Él a las olas y a su palabra se produce la calma.

¡Alerta!... A medida que pasan los años, el huracán va perdiendo fuerzas; pero nunca se apacigua por
completo. Vuelve a rugir la tempestad. No importa. Tu puño de hierro maneje con decisión santa el timón

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durante toda la vida, y de tus labios brote con frecuencia y torne por asalto el cielo, la oración que ya es
voluntad de victoria:

“Señor, sálvame que perezco”.

(Mons. Tihamér Toth, El Joven y Cristo , Ed. Gladius, Buenos Aires, 1989, Pág. 92-94)
Primeras palabras del Pontificado JPII
Redemptor hominis n. 2

A Cristo Redentor elevé mis sentimientos y mi pensamiento el día 16 de octubre del año pasado, cuando
después de la elección canónica, me fue hecha la pregunta: "¿Aceptas?". Respondí entonces: "En obediencia
de fe a Cristo, mi Señor, confiando en la madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las graves dificultades,
acepto". Quiero hacer conocer públicamente esta mi respuesta a todos sin excepción, para poner así de
manifiesto que a esa verdad primordial y fundamental de la Encarnación, ya recordada, está vinculado el
ministerio, que con la aceptación de la elección a Obispo de Roma y sucesor del Apóstol Pedro, se ha
convertido en mi deber específico en su misma Cátedra.

La madre de nuestra confianza


Redemptor hominis n. 22

Por tanto, cuando al comienzo de mi pontificado quiero dirigir al Redentor del hombre mi pensamiento y mi
corazón, deseo con ello entrar y penetrar en el ritmo más profundo de la vida de la Iglesia. En efecto, si ella
vive su propia vida, es porque la toma de Cristo, el cual quiere siempre una sola cosa, es decir, que tengamos
vida y la tengamos abundante. Esta plenitud de vida que está en El, lo es al mismo tiempo para el hombre. Por
esto, la Iglesia, uniéndose a toda la riqueza del misterio de la Redención, se hace Iglesia de los hombres
vivientes, porque son vivificados desde dentro por obra del "Espíritu de verdad", y visitados por el amor que
el Espíritu Santo infunde en sus corazones. La finalidad de cualquier servicio en la Iglesia, bien sea
apostólico, pastoral, sacerdotal o episcopal, es la de mantener este vínculo dinámico del misterio de la
Redención con todo hombre.
Si somos conscientes de esta incumbencia, entonces nos parece comprender mejor lo que significa decir que
la Iglesia es madre, y más aún lo que significa que la Iglesia, siempre y en especial en nuestros tiempos, tiene
necesidad de una Madre. Debemos una gratitud particular a los Padres del Concilio Vaticano II, que han
expresado esta verdad en la Constitución Lumen Gentium con la rica doctrina mariológica contenida en ella.
Dado que Pablo VI, inspirado por esta doctrina, proclamó a la Madre de Cristo "Madre de la Iglesia" y dado
que tal denominación ha encontrado una gran resonancia, séale permitido también a su indigno sucesor
dirigirse a María, como Madre de la Iglesia, al final de las presentes consideraciones, que era oportuno
exponer al comienzo de su ministerio pontifical. María es Madre de la Iglesia, porque en virtud de la inefable
elección del mismo Padre Eterno y bajo la acción particular del Espíritu de Amor ella ha dado la vida humana
al Hijo de Dios, "por el cual y en el cual son todas las cosas" y del cual todo el Pueblo de Dios recibe la gracia
y la dignidad de la elección., Su propio Hijo quiso explícitamente extender la maternidad de su Madre - y
extenderla de manera fácilmente accesible a todas las almas y corazones- confiándole desde lo alto de la Cruz
a su discípulo predilecto como hijo.
El Espíritu Santo le sugirió que se quedase también ella, después de la Ascensión de Nuestro Señor, en el
cenáculo, recogida en oración y en espera junto a los Apóstoles hasta el día de Pentecostés, en que debía casi
visiblemente nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad. posteriormente todas las generaciones de discípulos y
de cuantos confiesan y aman a Cristo -al igual que el apóstol Juan- acogieron espiritualmente en su casa a esta
Madres, que así, desde los mismos comienzos, es decir, desde el momento de la Anunciación, quedó inserida
en la historia de la salvación y en la misión de la Iglesia. Así pues, todos nosotros, que formamos la
generación contemporánea de los discípulos de Cristo, deseamos unirnos a ella de manera particular. Lo
hacemos con toda adhesión a la tradición antigua y, al mismo tiempo, con pleno respeto y amor para con todos
los miembros de todas las comunidades cristianas.
Lo hacemos impulsados por la profunda necesidad de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, si en
esta difícil y responsable fase de la historia de la Iglesia y de la humanidad advertimos una especial necesidad
de dirigirnos a Cristo, que es Señor de su Iglesia y Señor de la historia del hombre en virtud del misterio de la
Redención, creemos que nadie como María sabrá introducirnos en la dimensión divina y humana de este
misterio. Nadie como María ha sido introducido en él por Dios mismo. En esto consiste el carácter
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excepcional de la gracia de la Maternidad divina. No sólo es única e irrepetible la dignidad de esta Maternidad
en la historia del género humano, sino también única por su profundidad y por su radio de acción es la
participación de María, imagen de la misma Maternidad, en el designio divino de la salvación del hombre, a
través del misterio de la redención.
Este misterio se ha formado, podemos decirlo, bajo el corazón de la Virgen de Nazaret, cuando pronunció su
"fiat". Desde aquel momento este corazón virginal y materno al mismo tiempo, bajo la acción particular del
Espíritu Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va hacia todos aquellos que Cristo ha abrazado y abraza
continuamente en su amor inextinguible. Y por ello, este corazón debe ser también maternalmente inagotable.
La característica de este amor materno que la Madre de Dios infunde en el misterio de la Redención y en la
vida de la Iglesia, encuentra su expresión en su singular proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes. En
esto consiste el misterio de la Madre. La Iglesia, que la mira con amor y esperanza particularísima, desea
apropiarse de este misterio de manera cada vez más profunda. En efecto, también en esto la Iglesia reconoce
la vía de su vida cotidiana, que es todo hombre.
El eterno amor del Padre, manifestado en la historia de la humanidad mediante el Hijo que el Padre dio "para
que quien cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna, este amor se acerca a cada uno de nosotros por
medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos más comprensibles y accesibles a cada hombre.
Consiguientemente, María debe encontrarse en todos los caminos de la vida cotidiana de la Iglesia. Mediante
su presencia materna la Iglesia se cerciora de que vive verdaderamente la vida de su Maestro y Señor, que
vive el misterio de la Redención en toda su profundidad y plenitud vivificante. De igual manera la misma
Iglesia, que tiene sus raíces en numerosos y variados campos de la vida de toda la humanidad contemporánea,
adquiere también la certeza y, se puede decir, la experiencia de estar cercana al hombre, a todo hombre, de ser
"su" Iglesia: Iglesia del Pueblo de Dios.
frente a tales cometidos, que surgen a lo largo de las vías de la Iglesia, a lo largo de las vías que el Papa Pablo
VI nos ha indicado claramente en la primera Encíclica de su pontificado, nosotros, conscientes de la absoluta
necesidad de todas estas vías, y al mismo tiempo de las dificultades que se acumulan sobre ellas, sentimos
tanto más la necesidad de una profunda vinculación a Cristo. Resuenan como un eco sonoro las palabras
dichas por El: "Sin mí nada podéis hacer'. No sólo sentimos la necesidad, sino también un imperativo
categórico por una grande, intensa, creciente oración de toda la Iglesia. Solamente la oración puede lograr que
todos estos grandes cometidos y dificultades que se suceden no se conviertan en fuentes de crisis, sino en
ocasión y como fundamente de conquistas cada vez más maduras en el camino del Pueblo de Dios hacia la
Tierra Prometida, en esta etapa de la historia que se está acercando al final del segundo milenio. Por tanto, al
terminar esta meditación con una calurosa y humilde invitación a la oración, deseo que se persevere en ella
unidos con María, Madre de Jesús, al igual que perseveraban los Apóstoles y los discípulos del Señor, después
de la Ascensión, en el cenáculo de Jerusalén. Suplico sobre todo a María, la celestial Madre de la Iglesia, que
se digne, en esta oración del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que formamos la
Iglesia, es decir, el Cuerpo Místico de su Hijo unigénito. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir
al Espíritu Santo que desciende sobre nosotros y convertirnos de este modo en testigos de Cristo "hasta los
últimos confines de la tierra", como aquellos que salieron del cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés.
Con la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 4 de marzo, primer domingo de cuaresma del año 1979, primero de
mi Pontificado.
JUAN PABLO II

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