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Foucault ve también un asomo de reflexión sobre el acto de representación en Las Meninas de

Velázquez. En el cuadro se supone que el pintor y las damas de la corte miran hacia los
retratados, Felipe IV y su esposa. Pero estas figuras no aparecen directamente en el cuadro. El
espectador sólo puede verlas en el espejo del fondo. Quien contempla el cuadro tiene que
deducir el puesto ocupado por la pareja real, lo mismo que el puesto y la dirección de la mirada
del autor del cuadro. Por tanto, Velázquez incita a la reflexión sobre el acto de la
representación y muestra, según Foucault, las lagunas inherentes a la época clásica en lo
referente a la reflexión acerca del proceso de representación. En el cuadro no hay nadie que
sea a la vez sujeto que representa y objeto representado. A su juicio, antes de finales del siglo
XVIII no había ninguna conciencia del hombre en el plano de la teoría del conocimiento, no
existía el hombre, éste no constituía un problema específico, no era estudiado como una región
peculiar.

representación a la historicidad
A finales del siglo XVIII se produce según Foucault un cambio consistente en la transición de la
representación a la historicidad. Aparece la historicidad del lenguaje, del trabajo y de la vida,
que en cuanto históricos no son accesibles a la representación.
Se ha visto cómo el trabajo, la vida y el lenguaje adquirieron su propia historicidad, en la cual
están hundidos: así, pues, no podían enunciar jamás verdaderamente su origen, si bien toda su
historia apunta, desde el interior, hacia él. Ya no es el origen el que da lugar a la historicidad;
es la historicidad la que deja perfilarse, en su trama misma, la necesidad de un origen que le
será a la vez interno y extraño: como la cima virtual de un cono en la cual todas las diferencias,
todas las dispersiones, todas las discontinuidades estarían reducidas para no formar más que
un punto de identidad, la impalpable figura de lo Mismo, con poder de estallar, sin embargo, y
convertirse en otro.[525]
El autor del texto quiere demostrar que ni el trabajo ni el lenguaje ni la vida eran dimensiones
existentes durante la época clásica, o que tampoco existía en ella la historia de la filología, la
economía política y la biología.[526] A finales del siglo XVIII, incluso las palabras se convierten
en objeto de estudio histórico. La historicidad de las dimensiones fundamentales de la
existencia humana manifiestan para Foucault la finitud del hombre. Éste se experimenta como
positividad radical. Pero reacciona reivindicando para sí el fundamento de lo que se
Kant: fundamento en la finitud
En ese momento entra en juego la filosofía de Kant, que aborda la tarea de compaginar una
existencia que es a la vez finita y autónoma. Con él se viene abajo la metafísica entendida
como afirmación de una realidad objetiva a la que se refiere la representación o el lenguaje en
general. Roto ese mundo objetivo,
desde el corazón mismo de la empiricidad, se indica la obligación de remontar o, a voluntad,
descender justo hasta una analítica de la finitud en la que el ser del hombre podrá fundar en su
positividad todas las formas que le indican que él no es infinito.[527]
Kant convierte una facultad finita de conocimiento en productora de las condiciones
trascendentales de un conocimiento que progresa sin fin. Evidentemente se produce una
tensión entre lo trascendental y el progreso sin fin del conocimiento, que se manifiesta en la
distinción kantiana entre lo empírico y lo trascendental, así como entre el acto siempre pasado
del origen y su retorno como futuro. El hombre se experimenta como una facticidad contingente
en el mundo y a la vez aspira a una apropiación reflexiva de su propia situación; se conoce
como producto de una historia inmemorial, pero no ceja en el esfuerzo por alcanzar su origen.
En el intento de salir del laberinto de un sujeto duplicado, el empírico y el trascendental, se
desarrolla una insaciable voluntad de saber, de verdad, en la que to

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