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Una casucha en un
melonar de la ribera, a menos de una hora caminando desde la última casa del
pueblo. Una distancia demasiado corta para persuadir a los vecinos, que seguían
confiando en sus poderes. Hasta el bohío de caliza, paja y saco llegaban enfermos
y poseídos. Aprensivos de todo tipo. Los recibía indiferente, gruñendo de fatiga.
Abría sin mirar, dejándoles pasar por orden y en silencio. Ya dentro, auscultaba
a algún infortunado sin pedir explicaciones. Sabía que todos sus males, eran
exagerados. Mucho después, algunos de aquellos alunados me contaron que
cerca de él, las palabras desaparecían, como si nunca hubiesen sido aprendidas.
Era entonces cuando Eusebio sonreía. Unas fuertes ventoleras espontáneas
anunciaban la llegada de los muertos; «Bueno, bueno, ¡cómo venís hoy!»,
mascullaba con sorna. A todas luces, era mejor humano en presencia de los
muertos. Los trataba con confianza y compasión, los escuchaba a través de la
angustia que sus presencias dejaban en el aire, sacudidas de una abrumadora
profundidad. Sólo él entendía que las presencias no eran más que almas
perdidas, atrapadas en una vida lejana e incompleta. Fantasmas que volvían en
busca de paz, que humildes tomaban los cuerpos de sus familiares desesperados
por encontrar el descanso, lastimosos de sí mismos, de su muerte.