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No tuvo más remedio que irse a vivir a una choza.

Una casucha en un
melonar de la ribera, a menos de una hora caminando desde la última casa del
pueblo. Una distancia demasiado corta para persuadir a los vecinos, que seguían
confiando en sus poderes. Hasta el bohío de caliza, paja y saco llegaban enfermos
y poseídos. Aprensivos de todo tipo. Los recibía indiferente, gruñendo de fatiga.
Abría sin mirar, dejándoles pasar por orden y en silencio. Ya dentro, auscultaba
a algún infortunado sin pedir explicaciones. Sabía que todos sus males, eran
exagerados. Mucho después, algunos de aquellos alunados me contaron que
cerca de él, las palabras desaparecían, como si nunca hubiesen sido aprendidas.
Era entonces cuando Eusebio sonreía. Unas fuertes ventoleras espontáneas
anunciaban la llegada de los muertos; «Bueno, bueno, ¡cómo venís hoy!»,
mascullaba con sorna. A todas luces, era mejor humano en presencia de los
muertos. Los trataba con confianza y compasión, los escuchaba a través de la
angustia que sus presencias dejaban en el aire, sacudidas de una abrumadora
profundidad. Sólo él entendía que las presencias no eran más que almas
perdidas, atrapadas en una vida lejana e incompleta. Fantasmas que volvían en
busca de paz, que humildes tomaban los cuerpos de sus familiares desesperados
por encontrar el descanso, lastimosos de sí mismos, de su muerte.

Don Víctor nunca se acostumbró a las revelaciones de Eusebio, que de vez


en cuando, aparecía en consulta. «Ayer vino a visitarme tu compañero.
Estuvimos charlando de algunos pacientes y sus posibles curas; me habló de unos
baños de vapor de equinácea para la tos. Es un joven con cabeza, hubiese sido un
gran médico». Se refería a David Arsenio Rojo, a su mejor amigo de la facultad.
Un genio, según Don Víctor. Un prodigio que durante unas prácticas en Madrid
contrajo rubeola que se complicó en una encefalitis que se lo llevó por delante en
menos de cinco meses. No llegó a graduarse. «No te rías, chaval. En ese tiempo
todos eran unos ignorantes. Eusebio tenía la seguridad de las palabras, hablaba
de verdad». Cansado y asustado, en algún momento, junto a los otros médicos
del pueblo, Don Manuel Moreno y Don Eugenio Perales, había conseguido que
el Tribunal de Orden Público tramitase una orden de destierro contra Eusebio. El
Sindicato Vertical redactó un informe relatando cómo la muchedumbre se
amontonaba en la puerta de la casa del curandero, y que sólo acudían a la
consulta del médico cuando Eusebio lo aconsejaba. El trabajo de los licenciados
se limitaba, cerraba el Sindicato, a firmar recetas. Naturalmente, en el entierro de
Don Víctor todos hablaban de Eusebio..

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