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Gatos monteses y dientes de dragón

Por Lisa Farrell

—La mordedura más afilada proviene de dientes ocultos.


-Shinsei
Era como aquel joven gato montés que una vez se interpuso en su camino y siseó a su caballo. Ha-
bía sido en un estrecho sendero de montaña, la última vez que viajó desde el castillo Agasha hasta
Otosan Uchi. Aunque el gato le gruñó, con el pelaje color oro erizado, su caballo había demostrado
lo bien que estaba entrenado limitándose a pasar e ignorarlo. El gato huyó, desapareciendo monta-
ña abajo en lugar de arriesgarse a ser pisoteado. Igual que probablemente pasase ahora.
El oponente de Agasha Sumiko observaba cada uno de sus movimientos, con una intensi-
dad feroz en su mirada que, si hubiese sido cualquier otro alumno, hubiese provocado un casti-
go por su actitud desafiante. Sumiko se alzaba ante él sin su armadura y empuñando únicamente
dos bokken de madera, pero se movía como si estuviese en un campo de batalla: con una postu-
ra relajada y las armas de entrenamiento como si fueran una prolongación de sus extremidades.
Nuevamente hizo una demostración con ejercicios de niten, sus movimientos elegantes y flui-
dos. Juntó las espadas formando una cruz sobre su cabeza, las lanzó hacia abajo y golpeó con
el bokken más largo, mientras que la espada más corta se hundió para incapacitar a su invisible
enemigo. Luego otro chasquido, otro movimiento, otro chasquido, y prosiguió el ritmo del baile.
Hantei Sotorii aún no había encontrado su ritmo. Imitó el golpe, el barrido, el ruido sordo
de madera contra madera. Sin embargo, a pesar de la sombría determinación de su mirada, los
movimientos del príncipe carecían de intención. Era un reflejo imperfecto: reflejaba las formas,
pero faltaba un fluir, una gracia unificadora. Mientras que Sumiko manejaba los bokken con el
respeto que sentía hacia sus propias armas,
el príncipe los agarraba con fuerza, como
para castigarlos.
Decepcionada con su actuación, co-
menzó nuevamente la demostración.
—¡Basta! —gritó el príncipe, y ella se
detuvo de inmediato, inclinándose ante
su alumno.
—Buen trabajo, Alteza —le dijo—. Do-
minar el estilo de las dos espadas lleva mu-
chos años. Os guiaré con mucho gusto en
la perfección de vuestro arte.

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—Sólo tenía curiosidad —dijo a la defensiva—. Satsume-sensei me enseñó todo lo que sabía,
¡y me basta con ello para ganar mis propias batallas!
—Como deseéis, Alteza —contestó ella.
Los sirvientes se adelantaron para ofrecer agua al príncipe, pues tenía el rostro enrojecido.
No le brindaron tal cortesía a Sumiko, la Campeona Rubí, pero llevaba dando lecciones del arte
de la espada desde antes de que naciese el joven príncipe, y haría falta algo más que un poco de
ejercicio para cansarla.
—Debemos batirnos en duelo con katana, como auténticos guerreros —exclamó de repente
el príncipe—. He invitado a los presentes a presenciar mi entrenamiento. ¡Mostrémosles un es-
pectáculo digno de ver!
Le falta paciencia. No lo hizo bien a la primera, así que quiere compensarlo y triunfar con otra
cosa. —Si ese es vuestro deseo, Alteza —dijo, entregando su bokken a los sirvientes del príncipe.
Las miradas que los cortesanos dirigían a su espalda eran tan intensas como el sol que se po-
saba sobre ellos. Pobres; nadie tenía razones suficientes para justificar su ausencia a aquel es-
pectáculo. Kitsuki Yaruma también se encontraba allí, agonizando con el calor. No se merecía
aquello. Por su bien, pondría fin rápidamente al ejercicio. Le había ayudado en multitud de oca-
siones, era lo menos que podía hacer.
Sumiko adoptó su posición.
El príncipe ocupó su lugar y se enfrentó a ella, preparado para el duelo simulado.
Si esto hubiese sido un enfrentamiento real, el combate habría terminado antes de empezar.
Sumiko se erguía como las montañas de su hogar, más alta que el príncipe, con mayor alcance, y
con el peso de años de experiencia.
El príncipe que se enfrentaba a ella ataviado con sedas era como el gatito dorado, pero seguía
siendo el heredero. Su poder y posición exigían un respeto incondicional.
Desenvainaron sus armas, y la espada Agasha de ella brilló cegadora a la luz del sol. Mientras
preparaba la katana especialmente forjada, su filo quedó ensombrecido durante un instante, re-
velando el patrón choji, los dientes de dragón que daban nombre a la katana.
Por ahora sólo le enseñaría una espada.
Sumiko extendió lentamente el brazo, dando al príncipe tiempo para reaccionar.
El joven atacó de forma prematura y ella apenas se tuvo que mover para evitar el golpe.
El estilo Kakita era preciso, rápido como un rayo. Este joven Hantei no era un duelista Kakita.
Doji Satsume le había entrenado, pero ¿le había enseñado algo? La lealtad del viejo sensei al
Emperador y a su linaje habían sido grandes virtudes, pero también podían haberlo cegado. ¿Ha-
bía impedido el honor y el protocolo que el hombre criticase al joven príncipe?
Sumiko dio un paso atrás, permitiendo al joven recuperar el aliento, volver a atacar. Sotorii
había superado su genpuku, se había afeitado la cabeza y preparado el moño tradicional, y había
sido investido formalmente como príncipe heredero. Pero en el fondo, aún era un niño. Sólo un
niño sentiría tal necesidad de probar de aquella manera su valía ante la corte.

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Sumiko le dio múltiples oportunidades de probarse con movimientos exagerados, que tam-
bién tenían el propósito de recordar a la audiencia que esto seguía siendo una lección.
El príncipe frunció el ceño, al darse cuenta con frustración de las oportunidades que había
desperdiciado. Sus ataques se volvieron más alocados, los tajos y estocadas más intensos, y el me-
tal comenzó a repicar en dolorosa afrenta a sus hojas, afiladas como cuchillas.
El príncipe parecía decidido a provocarla para que combatiera contra él de igual a igual, pero
ella se contuvo. Tenía que hacerlo, igual que tuvo que hacer su viejo sensei.
Sumiko atacó de nuevo, y el príncipe apartó su espada con un rápido golpe. Si continuaban
así, el joven acabaría dañando su espada. Las técnicas de forja Agasha le darían a la suya cierta
protección, pero no contra los abusos más flagrantes.
A pesar de ello no puso fin al duelo, sino que esperó a que el príncipe hallara una oportuni-
dad y se hiciera con esa victoria que tanto codiciaba. El príncipe gruñó frustrado, y gritó mien-
tras lo intentaba una y otra vez. Se negó a modificar sus movimientos, esperando vencer por
medio de la determinación y la fuerza, a pesar de su desventaja de tamaño.
Finalmente, Sumiko hizo un barrido con su katana en un suave arco y posó suavemente la es-
pada sobre el hombro del príncipe. Negándose a reconocer que podría haberle cortado la cabeza,
el príncipe se lanzó hacia delante y dirigió la katana hacia su vientre. Ella se retorció ligeramente,
sintió el mordisco del frío acero en su carne. Un grito ahogado escapó de la multitud cuando la
sangre manchó sus blancos ropajes.
El silencio se apoderó durante un ins-
tante del jardín. Sumiko estudió al joven
Hantei. Su mirada estaba fija en su costado
herido, con los ojos abiertos de par en par a
causa de la emoción, mientras sus labios se
enarcaban en una sonrisa de satisfacción.
Le importaba ganar más de lo que le
importaba el honor.
Sumiko se inclinó ante el príncipe, ha-
ciendo saber a los cortesanos que no había
sido herida de gravedad.
Le había permitido hacerle un corte le-
ve, para satisfacer su orgullo. No sabía qué habría sido de ella si no lo hubiese hecho.
—¿Acaso vuestra espada no está encantada? —dijo el príncipe— ¿De qué sirve si no os ayuda
a vencer en los duelos? ¿Anhela a su compañera?
—Fueron creadas como un par —admitió Sumiko con calma, envainando su espada.
Los cortesanos se apresuraron a felicitar a su príncipe por su victoria mientras él hacía un
gesto hacia su asiento.

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Sumiko buscó a su viejo amigo, asin-
tiendo educadamente a los cortesanos que
pasaban a su lado: Grulla con kimonos
elegantes, Escorpión escondiéndose tras
sus máscaras, León de rostros pétreos. Les
habría sido imposible perderse la demos-
tración del carácter del príncipe.
Y allí estaba él, el embajador del Clan
del Dragón ante la Corte Imperial, er-
guido, alto, ataviado con pesados ropa-
jes de seda verde que colgaban de sus
huesudos hombros.
—El príncipe tiene dientes, Campeona
—dijo Yaruma mientras se acercaba.
—No perderá batallas por falta de esfuerzo, Yaruma-sama —respondió ella, bajando la voz
para que las palabras no se oyesen lejos.
El hombre frunció un poco el ceño, pero se limitó a cambiar de tema.
—Me gustaría ver vuestras espadas actuando al unísono —dijo—, los dientes y las garras
del dragón.
Era un tema importante para ella, pero también le dio el pretexto que necesitaba para encon-
trarse con él y discutir asuntos que no podía mencionar aquí.
—Os invito a visitarme y observarlas tanto como deseéis —dijo Sumiko—. Espero que ven-
gáis a verme esta tarde, Yaruma-san. Tenéis buen ojo para los detalles, y a veces veis cosas que
yo no veo.
No era ningún investigador, pero era Kitsuki, y confiaba en él. Si podía expresar a alguien sus
temores, era a él.
El hombre se la quedó mirando durante un momento, pareciendo entender su significado.
—Os agradezco la invitación —dijo Yaruma—. Estaré encantado de contemplar vuestro daishō
esta noche. Y ahora tengo trabajo que hacer dentro, lejos de este sol, y será mejor que os curen
esa herida.
Sumiko se permitió una sonrisa. —No es nada —insistió ella—. Espero ansiosa vuestra visita,
y os prometo que el sake será estupendo. Que tengáis un buen día, Yaruma-san.
Sumiko dirigió nuevamente la mirada al príncipe, y se lo encontró observándola desde su
asiento acolchado. Hizo un gesto a los otros cortesanos para que se apartaran, y Sumiko se acer-
có a él con la piel de gallina y una extraña sensación de pesadez en las entrañas.
—¿De qué estabais hablando con el embajador Dragón? —exigió saber el príncipe mientras
se inclinaba ante él.

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—Hablábamos de vuestra habilidad, Alteza —dijo ella—. Si así lo deseáis, continuaré perso-
nalmente vuestro adiestramiento. Tal vez deseéis continuar algún otro día nuestras lecciones en
el estilo niten.
—¡Ja! Satsume-sensei decía que sólo un tonto necesita dos manos cuando basta con una. Al-
gún día dominaré ese estilo, pero creo que primero practicaré la esgrima como debe ser. Akodo
Toturi puede hacerse cargo de mi entrenamiento.
—Por supuesto —dijo ella—. Deseáis batiros en duelo tal y como lo hizo el Campeón Esmeralda.
—¿Acaso no he vencido hoy a la Campeona Rubí? ¿Por qué no podría vencer mañana al
Campeón Esmeralda?
Su ridículo alarde hizo perder la compostura a Sumiko, y le miró a los ojos. Todavía esta-
ban radiantes de emoción. Bajó la mirada. Aunque era joven, su poder se extendía sobre todo el
mundo excepto su padre. Quizás había cometido un error al permitirle que la hiriese, al recor-
darle aquel poder.
El implacable sol fue reemplazado por una repentina penumbra cuando una sombra cayó so-
bre ella. Durante un momento pensó que el príncipe se había levantado y estaba a punto de hacer
alguna terrible proclamación, pero eran sólo nubes.
—Decidme —exigió el príncipe— ¿Qué pensáis del Campeón Esmeralda?
—Su técnica fue excelente —dijo ella—. Magnífica ejecución.
—Sí, lo sé, pero ¿creéis que será tan buen Campeón Esmeralda como Satsume-sensei?
Sumiko no sabía cómo responder sin decir nada, como podría haber hecho Yaruma. Aún no
conocía a Akodo Toturi, por lo que todavía no podía confiar en él. No había sido amiga de Do-
ji Satsume, pero nunca había cuestionado su lealtad, ni él la suya. Le había respetado, y siempre
trabajaron bien juntos. Todo sería diferente con el nuevo campeón, pero no podía permitirse
manifestar su inquietud.
—Hablad —dijo el príncipe.
Un trueno retumbó por los jardines, y el príncipe se puso en pie súbitamente, sin esperar
su respuesta.
—¡Maldita sea la lluvia! ¿De qué sirve tener shugenja si ni siquiera pueden mantener el
cielo despejado?
Ella mantuvo la boca cerrada. ¿De verdad esperaba el príncipe que los shugenja interfirieran
con las estaciones y el orden natural, solo para poder entrenar al sol?
La partida de Hantei Sotorii se convirtió en un desfile cuando sus guardaespaldas, cortesa-
nos, sirvientes y ayudantes se pusieron a un paso por detrás de él. Las coloridas sedas flotaban
alrededor de ellos en la fuerte brisa, muchas de ellas con el símbolo del crisantemo Imperial,
arrastrándose como plumas de la cola, pero el sol no regresó.
Tal vez la propia Dama Sol se había sentido avergonzada al presenciar el comportamiento
del príncipe.

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