El proyecto moderno Uno de los proyectos más acariciados en los tiempos en que nos toca vivir consiste en la elaboración de una moral sin Dios. O, al menos, una ética como si Dios no existiese, según una frase famosa tomada de los escritos del jurista holandés Hugo Grocio (1583- 1645). Se trata de un proyecto basado fundamentalmente en tres presupuestos. El primero: pensar que la razón humana es capaz, por sí sola, de llegar a algunas verdades asequibles para todos en el campo de la ética individual y social, aunque sean normas tan genéricas como el principio de tolerancia y el principio de respeto hacia la diversidad. El “para todos” incluye, realmente, a todos, aunque estén separados por tradiciones religiosas o culturales muy distintas. El segundo presupuesto consiste en suponer que gran cantidad de normas y leyes que rigen la vida de muchos pueblos no son racionales, si es que no llegan a ser irracionales e, incluso, injustas. Normas como las que se refieren, por ejemplo, a los modos de vestir, a los alimentos permitidos o prohibidos, o a la manera de educar a los hijos no se estarían basadas en criterios racionales ni en el respeto a los derechos humanos, sino en tradiciones milenarias que en ocasiones son simplemente atavismos, es decir costumbres arcaicas. El tercer presupuesto es más complejo: afirmar que la idea que los hombres podamos tener acerca de Dios sería más un obstáculo que una ayuda para elaborar una moral válida para todos. En palabras más sencillas: creer en Dios no haría a nadie más bueno ni más honesto ni más sociable. Más aún: muchas personas, como algunos fundamentalistas musulmanes, han justificado crímenes atroces apoyados en que “Dios así lo quiere”- como si la motivación religiosa fuese una especie de permiso para cometer cualquier tipo de atrocidades. Estas ideas tienen un gran peso en la sociedad actual. Políticos, escritores, personajes del mundo del espectáculo y de la ciencia, han vuelto a subrayar la urgencia de elaborar una ética mundial, válida para todos, al tiempo que han denunciado los peligros que, según ellos, nacen de las religiones. Esta nueva ética mundial, dicen, debe ser lo suficientemente “racional” y democrática para no excluir a nadie y permitir muchos comportamientos, antes prohibidos por prejuicios religiosos, y ahora reconocidos como plenamente legítimos en una sociedad verdaderamente pluralista. En realidad, las propuestas de elaborar una moral sin Dios caen en no pocas contradicciones. La primera consiste en malinterpretar la misma noción de ética. Porque, en definitiva ¿qué es la moral? Según una noción clásica, la moral es la ciencia del bien y del mal, un saber que nos indica lo que está bien y lo que está mal, según una idea de perfección humana que descubre la existencia de deberes. La fórmula que expresa esta noción de ética es suficientemente conocida por muchos pueblos: hay que hacer el bien y hay que evitar el mal. Pero esta misma noción de moral es criticada por no pocos pensadores de la modernidad como naturalista, anticuada, o simplemente contradictoria. Porque, nos dicen, no es nada fácil conocer qué es lo bueno y qué es lo malo. Porque, insisten, cada quien debe decidir qué sea lo bueno y lo malo para su propia vida, sin que nadie imponga, desde fuera, ninguna norma moral. La razón y sus límites Proponer, sin embargo, que cada quien haga lo que quiera, supondría la destrucción de toda moral. Decir que no hay normas absolutas, que nada puede ser visto como bueno o como malo, que todo está permitido (sin dañar a los demás ¡claro está!), es lo mismo que firmar el acta de defunción de la moral. Es cierto que los pensadores modernos afirman: cada quien puede escoger lo que desee, siempre y cuando no dañe la libertad de los otros, o, en frase atribuida a Benito Juárez: “El respeto al derecho ajeno es la paz”. Ahora bien, al decir esto ponen un límite a la libertad (mi libertad termina allí donde empieza la libertad del otro) y luego renuncian a justificar en serio por qué ese límite deba ser respetado, pues no creen que sea necesario demostrar con argumentos sólidos la necesidad del respeto del otro. Por lo mismo, se hace necesario volver a proponer la verdadera noción de moral, la que nos recuerda que existen conductas buenas y conductas malas: la que se funda en una idea del hombre que explica por qué un ser humano sería bueno si realiza acciones honestas y por qué sería malo si comete acciones deshonestas. Esta noción es, en muchos puntos, asequible a la razón humana. Sobre este aspecto podríamos coincidir en buena parte con el primer presupuesto arriba señalado (la razón por sí sola puede alcanzar importantes verdades éticas). Platón y Aristóteles, por ejemplo, elaboraron reflexiones morales sumamente actuales. Pero también es verdad que la vida ética no se construye sólo con la razón. En todos los seres humanos hay un sinfín de factores que intervienen en cada decisión. Casi todos estamos seguros de que robar es malo; no es difícil, sin embargo, que cedamos con pocas resistencias a la tentación de un robo “pequeño” cuando nos resulta asequible y “no nos cachan”... Un peligro real La razón humana nos lleva a reconocer que el hombre no se explica por sí mismo, con sorpresa de no pocos pensadores de la modernidad. En otras palabras, nos pone en camino para pensar en la existencia de un Dios Creador y nos permite descubrir la dependencia radical del hombre respecto de Dios. Creer -como Grocio y como tantos pensadores ilustrados del pasado y del presente- que sea posible construir una ética sin Dios es como pensar que se pueda levantar un edificio sin cimientos, porque negar nuestra dependencia de Dios es como decir que no somos capaces de hablar mientras estamos hablando... Dios, en realidad, resulta ser un baluarte indispensable para comprender lo que es el hombre, y para elaborar cualquier ética verdaderamente “racional”. Si negamos a Dios, el hombre debería limitarse a reconocer que es un primate exitoso, un animal más o menos complejo, orientado a vivir según sus caprichos y según la ley del más fuerte. Es decir, la negación de Dios implica la negación de la moral, si es que no caemos en la idea de llamar “ética” a la opción por vivir según lo que cada circunstancia nos indique, o lo que nos pida el capricho del momento, o lo que imponga el más fuerte (individuo, grupo, partido, raza, etc.). Debido al error anteriormente señalado, ha habido quienes han pensado que la ética debería quedar reducida a describir lo que “se hace”, lo que decide una sociedad en un momento determinado de su historia, lo que imponen los grupos de poder o las modas con su fragilidad para llegar y desaparecer. No hace falta notar que esta idea de ética es absurda y contradictoria, pues entonces no habría manera alguna para condenar la esclavitud, los genocidios, la explotación de los niños, la opresión de la mujer, etc. Fundamento de la realidad Uno de los grandes lastres que el siglo XXI hereda del XX es la ignorancia sobre Dios. Muchas personas desconocen casi todo sobre Él. Son víctimas de un curioso desequilibrio: tienen un ojo enorme para ver el mundo, y otro ojo minúsculo y miope para interpretarlo a la luz de la fe. La tentación más normal es cerrar uno de los dos ojos: el pequeño. Frente a esa situación, la moral clásica viene a decir exactamente lo contrario: que los hombres que no conocen a Dios viven en un mundo irreal. El tema de Dios quizá no esté de moda para algunas personas. Ahora bien, es preciso aclarar que Dios no es, simplemente “un tema”, y como realidad que da sentido al conjunto del vivir humano, está muy por encima de la superficialidad que llena el horizonte de la vida de algunas personas. Como ya quedó señalado, la moral nos remite a Dios cuando se pregunta por el origen radical de lo bueno y de lo malo. La filosofía llega a Dios en la medida en que pregunta por el fundamento último de todo lo real. De hecho, aunque está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de Él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una computadora al ingeniero que la diseñó, detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro al pintor. Entre los seres que existen no conocemos ninguno que se haya dado la existencia a sí mismo: todos, tanto los vivos como los inanimados son eslabones de una larga cadena de causas y efectos. Pero esa cadena ha de tener inicio, pues pretender que un número infinito de causas pudiera dispensarnos de encontrar una primera sería lo mismo que afirmar que un pincel puede pintar por sí solo con tal de tener un mango muy largo. Si el cosmos no se da a sí mismo la existencia, debe haber algo más. La más pequeña red tuberías contiene agua a condición de haberla recibido previamente. Detrás del más complejo sistema de tuberías debe haber algo que no sea tubería: un depósito que contenga el agua. Pues bien, detrás de todo el complejo universo de seres que no se han dado la existencia a sí mismos, debe haber un Ser que exista por derecho propio y comunique a los demás la existencia. El problema no se resuelve acudiendo a un número infinito de seres, de igual forma que unas tuberías de longitud infinita no explicarían la existencia del agua que corre en su interior. Y si dijéramos que los seres simplemente existen y no hay nada más que hablar sobre ello, entonces estaríamos diciendo, como señaló ya Hegel en su momento, que no se debe pensar. Resulta fundamental saber si la primera causa de todo cuanto existe es algo o Alguien. Si es capaz de conocer y querer, entonces nuestro universo puede considerarse como algo concebido, querido y puesto en la existencia. Por el contrario, si el primer ser es irracional y ciego, entonces el cosmos ha sido producido a trompicones sin sentido. Sin embargo, la realidad que vemos es tan increíblemente compleja y ordenada, que sólo parece haber sido capaz de causarla una mente inmensamente superior a la humana. La cooperación inconsciente de los seres materiales en la producción de un sistema cósmico estable no parece posible sin un Ser inteligente que dirige un universo que no es un caos, sino un orden complejo que la mente humana puede ciertamente admirar e intentar imitar sus complejas estructuras, y poco más. Fundamento de la dignidad humana Ante una falta de lealtad entre amigos, es una ofensa grave el que uno le diga al otro: “te vendes”. ¿Por qué? Todos sabemos bien que decirle a alguien que se vende es degradarlo, ya que un hombre nunca puede ser objeto de compra-venta. Se venden, sí, pero las cosas, o las personas degradadas a nivel de “cosa”, como los esclavos. Sabemos bien que culturas de la antigüedad tenían perfectamente regulados los “mercados de esclavos”. Las prácticas esclavistas nos ponen delante costumbres profundamente inhumanas en las que se palpa hasta qué punto el hombre puede llegar a convertirse peligrosamente en lobo del hombre, según la célebre frase de T. Hobbes. Así, por ejemplo, en una época en la que se generalizó la huida de esclavos en la antigua Roma, muy pronto se ideó una técnica para evitar esas fugas. Bastaba con soldar al cuello del esclavo una argolla de hierro con una placa en la que podía leerse: Servus sum; tene me quia fugio et rede me domino meo. Es decir: “soy esclavo, detenme si huyo y devuélveme a mi amo”. Bastaba con que el esclavo resultara sospechoso de fuga para que cualquier ciudadano romano pudiera detenerlo y remitirlo al amo. Acto seguido vendrían los azotes, quizá la muerte... Al conocer hechos de esta naturaleza, nuestra reacción es unánime. Experimentamos una profunda indignación ante semejantes atropellos de la dignidad de la persona. Somos conscientes de que al ser humano no se le puede tratar como una cosa. Ahora bien ¿por qué? El hombre posee una dignidad especial. Todos lo reconocen así. Pero ¿cuáles es el fundamento de dicha dignidad? Echando un vistazo a la historia del pensamiento, constatamos que, desde antiguo, no han faltado filósofos que llegaron a intuir una dignidad particular del ser humano. En este sentido, Séneca formuló esta gran sentencia: Res sacra, homo, es decir, “el hombre es cosa sagrada”. Sin embargo, este concepto no pasó de ser meramente teórico, sin la suficiente fuerza para producir ni siquiera en hombres tan inteligentes como Aristóteles una actitud de rechazo de la esclavitud. Numerosos pensadores han podido considerar que el camino para llegar a fundamentar la dignidad de la persona humana es la profundización del conocimiento mismo del hombre. Conociéndolo, podría llegarse a establecer el valor de la vida humana y -consecuentemente- el trato que merecería de acuerdo a su dignidad. Siglos de investigación en torno a estas cuestiones no sólo no han podido agotar el alcance del misterio que es el hombre, sino que cada conquista en el conocimiento del ser humano parece invitar a nuevos planteamientos. Resulta paradójico oír decir a Martin Heidegger: Ninguna época ha sabido conquistar tantos y tan variados conocimientos sobre el hombre como la nuestra... sin embargo, ninguna ha conocido al hombre tan poco como la nuestra. Los progresos en el conocimiento de la persona humana acumulados en nuestros días no han sido capaces de evitar las dos últimas guerras mundiales. En nuestra cultura dominada por la tecnología el valor de la vida humana termina siendo el que apunta el tan conocido corrido mexicano: “la vida no vale nada “. La revelación que Dios dirige al hombre arroja sobre la persona humana datos importantísimos: el ser humano -hombre y mujer- ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza. Y vale tanto el ser humano a ojos de su Creador, que ese Dios omnipotente, que lo creó, dio su vida a cambio de la nuestra: Cristo, Señor nuestro. Ante Dios, todos somos muy importantes: somos únicos e irrepetibles, enormemente queridos en toda nuestra grandeza ¡y en toda nuestra pequeñez! Al amparo de esta luz, el Magisterio de la Iglesia señala: La imagen de Dios en el hombre constituye el fundamento de la libertad y dignidad de la persona humana (CDF, Instrucción Libertatis conscientia 26-III-1986, n 16). Allí donde no se reconoce esta verdad, la dignidad del hombre se encuentra peligrosamente amenazada y la vida moral queda al arbitrio de lo que juzgue como bueno o como malo el poderoso del momento. La historia reciente nos ofrece, por desgracia, innumerables ejemplos de todo esto. Es preciso dar la razón a uno de los personajes más lúcidos del gran escritor ruso F. Dostoievsky cuando afirma: “Si Dios no existe, todo está permitido…” Palabra revelada sobre la persona humana No hay, no puede haber, verdadera moral allí donde se niegue la existencia de Dios. Porque las normas morales no se explican sin descubrir ese orden profundo que penetra toda la realidad, y que brilla de un modo muy especial en el ser humano, con su espiritualidad y su vocación a una vida más allá de la presente. Una palabra última palabra sobre el ataque moderno hacia las religiones. Hemos de reconocer, inicialmente, que no todas las religiones pueden ser igualmente verdaderas. Las religiones que estén más cerca de la verdad permitirán conocer mejor al hombre, indicarán con más claridad nuestra relación con Dios y con los demás, nos abrirán horizontes morales de mayor riqueza. Si, como sabemos los cristianos, ha habido en la historia una intervención divina que nos ha revelado quién es Dios y quién es el hombre, esa Palabra de Dios nos ofrecerá la mejor ayuda para comprendernos a nosotros mismos y para elaborar una moral válida para todos. Nos permitirá conocer lo que Dios quiere del hombre y lo que nos lleva a nuestra plenitud en el tiempo y en la eternidad. La revelación divina desvela al hombre el camino de la moral verdadera, la única que nos puede conducir con seguridad a la realización personal al descubrirnos cuál es el núcleo profundo de nuestra humanidad. Renunciar, o incluso despreciar, a las religiones bajo la excusa de que en nombre de la religión se han cometido crímenes y errores en el pasado y en el presente sería tan absurdo como renunciar a la medicina porque ha habido y hay médicos sin escrúpulos que han usado a miles de seres humanos para experimentos terribles. No existe, por tanto, verdadera moral allí donde negamos a Dios. Ni tampoco habrá verdadera ética si dejamos de lado el gran acontecimiento que ha cambiado la historia humana: Dios vino al mundo y nos enseñó el camino de la Vida. Ese es el centro de nuestra fe cristiana, y ese debe ser el motor que nos lleve a edificar un mundo más justo, más humano, a construir, en frase de S, Pablo VI, “la civilización del amor”. Carlos Cervantes Blengio 18-I-19