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ligadas a los datos proporcionados por nuestros sentidos.

Sin embargo,
tal como vimos, nuestros sentidos nos pueden engañar22.
Veamos esto con un caso más sofisticado. Imaginemos que, delante de
algo que aparece para mí como un árbol de copa verde, yo afirme que
“(yo sé que) el árbol es verde”. Digamos que no afirmé eso basado en
malas razones. No hice tal afirmación porque soñé con árboles verdes,
o porque la Biblia dice que todos los árboles son verdes. Afirmé que el
árbol es verde porque está delante de mí y es verde, hasta donde mis
sentidos me permiten constatar. Las personas que me rodean atestiguan
que allí hay un árbol verde. En este caso, puedo hacer una afirmación
bien sustentada (y, por eso, digna de mérito) y aparentemente verdade-
ra. Apelando por una concesión23 y suponiendo que la proposición es,
de hecho, verdadera, diríamos que en este caso yo sé que el árbol es ver-
de.
Vamos ahora a imaginar, para fines de nuestra investigación, que esta-
mos en una curiosa situación. Somos víctimas de una experiencia de un
loco científico alienígena. Nuestro cerebro fue retirado de nuestro cuer-
po y, sin que lo percibiéramos (¡el loco científico alienígena dispone de
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una tecnología avanzadísima!) fue conectado a una poderosa computa-


dora que lo manipula, produciendo sensaciones en él idénticas a las
proporcionadas anteriormente por nuestros sentidos. O sea, el frondo-
so árbol de copa verde no pasa de ser una ilusión inducida, y estamos,
de hecho, en un laboratorio altamente sofisticado, en un planeta dis-
tante, desprovisto de árboles24. Este caso puede aclarar algunas cuestio-
nes interesantes. Primero: cuando afirmábamos, en pleno laboratorio,
que aquello que veíamos (en verdad una ilusión inducida) era un árbol
de copa verde, ¿teníamos conocimiento? Desde el punto de vista aliení-

22 Hay, ciertamente, otras razones para que caigamos en engaños, y muchas de


ellas no están relacionadas a las falla en nuestros órganos sensoriales
23 La concesión de ignorar el Problema de Gettier, al cual nos referimos más ade-
lante.
24 Esto remite al argumento del sueño, propuesto por Descartes (vea la primera
meditación en Descartes (1983)). La versión “cerebros en una cuba” fue populari-
zada por Putnam (1981).

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gena, con certeza no. Sabiendo de nuestra situación poco privilegiada
de cerebro en una cuba, el científico probablemente se reiría de nuestras
pretensiones de conocimiento. En los congresos de científicos locos él
gritaría nuestro general e ilimitado engaño en relación con aquello que
nosotros, cerebros en una cuba, creemos sobre el “mundo exterior”. El
científico, no tan loco, sabe que todas nuestras creencias sobre el
“mundo externo” son falsas y, por eso, no tenemos conocimiento algu-
no sobre el mundo que nos rodea. La moraleja de la historia es bien
conocida: ya que no tenemos acceso directo a la realidad podemos es-
pecular sobre ella.
Incluso teniendo sólo creencias falsas en relación al mundo exterior, el
cerebro es la cuba todavía puede cumplir la tarea de clasificar sus creen-
cias conforme al mérito (o sea, de acuerdo al grado de justificación).
Tendrá, pues, un conjunto organizado de creencias sobre lo que él juzga
que es el mundo exterior, sobre la “realidad”. Algunas son creencias
originadas de sueños, y quedan bien guardadas debajo del armario.
Otras creencias, un poco más encima, son creencias surgidas en mo-
mentos en que él estaba embriagado, otras, más arriba aún, son creen-
cias apoyadas por el testimonio de testigos fidedignos, y así sucesiva-
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mente. Todas falsas. Pero, ¿hay algo mejor para que el cerebro haga en
relación con sus creencias que organizarlas en grados, de acuerdo con la
base disponible para cada una de ellas, según nuestros patrones? Por el
contrario: el cerebro, a pesar de su miserable condición es, diríamos, un
individuo virtuoso.
Bien, podemos traer esta discusión más cerca de nosotros. Pensemos en
la ciencia. Ella postula hablar sobre el mundo, sobre la realidad, y es
algo que no pretendemos abandonar, simplemente porque ella es la
mejor forma que disponemos para formarnos un cuadro coherente o
aparentemente fidedigno del mundo. Sin embargo la historia de la cien-
cia nos muestra que las teorías se suceden, a veces de forma muy rápida,
o sea, teorías que eran tomadas como verdaderas caen en el limbo. ¿Por
qué debemos, ante esto, confiar en nuestras teorías actuales? Por las
mismas razones por las cuales el cerebro en la cuba debe confiar en sus
percepciones sobre el mundo: ellas son lo mejor que él puede hacer,

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desde su perspectiva. Hay, por supuesto, especulaciones adecuadas y
especulaciones inadecuadas. Las adecuadas satisfacen criterios como
coherencia, capacidad explicativa, base evidencial, resistencia a las con-
tra-evidencias, probabilidad, etc. No podemos garantizar que nuestras
teorías sobre el asunto son verdaderas; pero podemos, con tales crite-
rios, clasificarlas de manera racional. ¡Y esto no es poca cosa!

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LA POÉTICA DE ARISTÓTELES
COMO TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

Alfredo Marcos

RESUMEN. Mi intención es leer la Poética de Aristóteles como una


teoría del conocimiento1. No se trata de una interpretación inte-
lectualista del hecho estético, sino de la afirmación de que en la
Poética se puede hallar una auténtica teoría del conocimiento co-
mo descubrimiento creativo. Quizá el mayor problema actual en teo-
ría del conocimiento sea el de integrar las aportaciones del sujeto
y el objeto. Llamémosle el “problema postkantiano”. Actual-
mente dudamos entre considerar el conocimiento como algo
objetivo, como un descubrimiento de la realidad, o, por el contrario,
como un puro producto del sujeto, algo construido, creado. El pu-
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ro subjetivismo, tanto como el realismo ingenuo (para el cual el


conocimiento es mera imitación de la realidad) parecen hoy día
descartados. Y proponer algo intermedio no es decir nada, salvo
que se presente tal posición intermedia de un modo positivo y
claramente estructurado, como algo más –mucho más– que la
mera negación de los dos excesos. En la Poética hay una teoría de
la creación (poíesis) y una teoría de la imitación (mímesis). Podemos
esperar de un texto así algo de luz sobre el problema actual del
conocimiento. Para explorar esta posibilidad, y tras un breve
apartado introductorio (1), trataré de establecer la tensión entre
mímesis y poíesis (apartados 2 y 3). A partir de ahí, mostraré cómo

1 En general, creo que la obra de Aristóteles puede ser de nuevo fuente de inspi-
ración para abordar problemas actuales, siempre que tomemos la Poética, la Retó-
rica y los escritos éticos como una teoría del conocimiento; siempre que inter-
pretemos los textos del Organon como una retórica de la ciencia; siempre que ha-
gamos una lectura metafísica de la biología y una lectura biológica de la metafísi-
ca.

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resolver esta tensión en integración a través de una ontología que
considera lo posible como real (apartado 4). A continuación,
aportaré una interpretación concordante con lo dicho del con-
cepto de kátharsis, que es central en la Poética de Aristóteles
(apartado 5). Por último aparecerá un apartado conclusivo.

Introducción
La Poética de Aristóteles tiene una intrigante historia. Aun en momentos
de gran actividad en torno al resto del corpus aristotélico, por ejemplo a
partir del siglo II d.C., la Poética recibió muy poca atención. Probable-
mente de esta época data la pérdida del segundo libro del tratado, que
se supone que versaba sobre la comedia2.
“La parte conservada de la poética –afirma García Yebra– per-
maneció en estado letárgico, en una especie de hibernación lar-
guísima, durante más de mil años” (1992:15-16)3.
Guillermo de Moerbeke tradujo el texto al latín en el siglo XIII, pero
los comentaristas de la época estaban más interesados en la parte lógica
y metafísica del corpus. Bajo el influjo del humanista, se realizaron más
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traducciones de la Poética y el texto recibió más atención, hasta conver-


tirse en un auténtico canon de composición poética con una enorme
influencia sobre las literaturas europeas de los siglos XVI al XVIII.
Como en otras disciplinas, el mundo moderno se fue distanciando del
aristotelismo también en el terreno de la composición y la crítica litera-
ria. En este campo la reacción frente al aristotelismo se dio principal-
mente a partir del siglo XIX. Hoy día muchos considerarían la Poética
como un texto con interés meramente histórico. Y, sin embargo, aquí
parto de los problemas actuales de la teoría del conocimiento, y de la
intuición de que la Poética de Aristóteles tiene algo importante que decir

2 Sobre la pérdida de este libro segundo de la Poética construyó Umberto Eco la


trama de su conocida novela El nombre de la rosa.
3 Citaré los textos de la Poética de Aristóteles siguiendo esta cuidada y erudita
traducción de García Yebra. Para el resto de los textos sigo también las traduc-
ciones de la Biblioteca Clásica Gredos.

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en este sentido. Son muchos los artistas que ven su tarea como un mo-
do de investigación de la realidad. Y no pocos científicos entienden su
trabajo como una forma de creación. La lectura de un tratado de teoría
poética como una teoría del conocimiento no violenta en absoluto las
cosas, sino que más bien se ajusta a las intuiciones de los que están más
cerca de las prácticas consideradas como paradigmáticamente poéticas
(el arte) o epistémicas (la ciencia). En lo que sigue leeremos la Poética
como una teoría del conocimiento capaz de conciliar de modo positivo
los aspectos representativos y creativos. Conocer, así, será tanto descubrir
como crear lo conocido, y ya veremos en qué sentido puede ser a un
tiempo las dos cosas.

Mímesis

Las artes consisten, para Aristóteles, en distintas formas de imitación.


Se diferencian entre sí por los medios que utilizan, por el objeto imitado
o por el modo de la imitación (cf. Poética (en adelante Poet) 1447a 15-19).
Pero tienen en común la imitación. Podríamos, en principio, pensar que
es una teoría demasiado ingenua del arte, como mera copia o represen-
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tación de la realidad. Pero si analizamos más a fondo la Poética, esta im-


presión se supera, puesto que mímesis no quiere decir simplemente co-
pia. En la tragedia, lo imitado es la acción humana mediante la acción
humana: “presentando a todos los imitados como operantes y actuan-
tes” (Poet 1448a 23-24). “De aquí viene, según algunos, que estos poe-
mas se llamen dramas, porque imitan personas que obran”4.
El vínculo entre imitación y conocimiento aparece bien pronto en la
poética de Aristóteles:
“El imitar, en efecto, es connatural el hombre desde la niñez, y
se diferencia de los demás animales en que está muy inclinado a
la imitación y por la imitación adquiere sus primeros conoci-
mientos” (Poet 1448b 5).

4 Poet 1448a 29; véase también 1459a 15. La palabra griega “dráo” significa obrar, y
de la misma raíz tenemos “drâma”, acción, obra.

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Como buen naturalista, Aristóteles parte de la observación del com-
portamiento animal y humano. Y llega a la conclusión de que el ser hu-
mano es por naturaleza imitador. A través de la imitación aprende –ha-
ciendo se aprende5. Cuando el arte imita a la naturaleza, no se limita a
imitar los productos de la misma, sino principalmente su dinamismo, su
acción. Respecto de lo humano, el arte imita las acciones de las perso-
nas. Y esta imitación, tanto de la actividad de la naturaleza como de la
acción humana, produce aprendizaje.
Esta conexión de la mímesis con el aprendizaje no es ajena a los aspectos
estéticos de la misma. La imitación agrada porque aporta conocimiento:
“Hay seres cuyo aspecto real nos molesta, pero nos gusta ver su
imagen ejecutada con la mayor fidelidad posible, por ejemplo, fi-
guras de los animales más repugnantes y de cadáveres. Y también
es causa de esto que aprender agrada muchísimo no sólo a los
filósofos, sino igualmente a los demás [...] por eso, en efecto, dis-
frutan viendo imágenes, pues sucede que, al contemplarlas,
aprenden y deducen qué es cada cosa, por ejemplo, que éste es
aquél” (Poet 1448b 10-18).
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Tomaremos este texto como punto nodal a través del cual establecer las
conexiones con otras partes de la obra aristotélica. Este texto está en
continuidad con algunas afirmaciones de la Metafísica, con la teoría
aristotélica de la felicidad, con algún texto de la Retórica e incluso con un
texto muy conocido del tratado Sobre las Partes de los Animales. A partir
de este texto podemos apreciar la coherencia de la Poética con otras
partes del pensamiento aristotélico. Por otro lado, el recorrido a través
de las mencionadas conexiones nos permitirá comprender mejor el
contenido epistemológico de la Poética.
Imitar y aprender se dan en el ser humano por naturaleza, y por ser
ambos conforme a su naturaleza le producen agrado6. Hasta tal punto

5 “Lo que hay que hacer después de haber aprendido lo aprendemos haciéndolo”,
afirma Aristóteles en Ética a Nicómaco (1103a 32 y s.)
6 Como señala Aristóteles al comienzo de la Metafísica: “Todos los hombres por
naturaleza desean saber” (Meta 980a 20).

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el deseo de aprender pertenece a la naturaleza humana que el conoci-
miento es parte principal de la felicidad humana, según la teoría aristo-
télica de la felicidad (Véase Ética a Nicómaco, X, 6-8). Pues bien, una de
las mejores herramientas de que disponemos para aprender es la imita-
ción. La creación artística resulta ser, pues, uno de los procedimientos al
alcance del ser humano para la investigación de la realidad. Visto así,
resulta que el placer estético está en estrecha conexión con el conoci-
miento de la realidad que la obra de arte puede aportarnos.
Pero si se tratase de una mera representación, entonces ¿por qué no
observar directamente la realidad, sin necesidad de intermediación ar-
tística? En Platón, la realidad sensible es copia imperfecta de las Ideas, y
el arte es copia imperfecta de una copia imperfecta. Tiene un carácter
degenerado, y de poco sirve en orden al conocimiento. Sería mejor ob-
servar los originales que sus imágenes. La valoración que hace Aristó-
teles del arte como instrumento de aprendizaje es muy distinta. En
Aristóteles, la mímesis artística no es tan sólo una representación, sino tam-
bién una presentación insustituible de ciertos aspectos de la realidad. En
Aristóteles no hay un mundo de Ideas separado de lo sensible, sino un
mundo de sustancias, a algunos de cuyos aspectos sólo podemos acce-
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der de un modo activo, creativo, mediante la obra de arte. En este sen-


tido, la Poética y los aspectos epistémicos que aparecen en ella están ín-
timamente vinculados con la metafísica y la antropología.
Podemos profundizar más en la conexión entre imitación, aprendizaje y
agrado estético a través del siguiente texto de la Retórica:
“Y como aprender es placentero, lo mismo que admirar, resulta
necesario que también lo sea lo que posee estas mismas cualida-
des: por ejemplo, lo que constituye una imitación, como la es-
critura, la escultura, la poesía, y todo lo que está bien imitado, in-
cluso en el caso de que el objeto de la imitación no fuese pla-
centero; porque no es con éste con el que se disfruta, sino que
hay más bien un razonamiento sobre que esto es aquello, de
suerte que termina por aprenderse algo” (Retórica (en adelante
Rhet) 1371b 4-10).

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No se disfruta porque sea bello lo imitado, sino por el hecho de que
con la imitación se aprende algo.
Incluso en Partes de los Animales, Aristóteles exhorta a la observación
directa de todos los animales, incluidos los repugnantes, apelando al
placer que producen sus imágenes. Parece pensar Aristóteles en dos
modos valiosos y complementarios de investigación, la observación
directa y la de las imágenes:
“Sería irrazonable y absurdo que, al contemplar sus imágenes [se
refiere a las de los animales de aspecto desagradable] disfrutemos
porque vemos al mismo tiempo el arte con que han sido ejecuta-
das, por ejemplo la pintura o la plástica, y que no nos parezca
preferible la contemplación directa de los organismos naturales,
pudiendo observar en ellos las causas. Por eso es preciso no
mostrarse reacio a la observación de los animales repugnantes;
pues en todos los seres naturales hay algo admirable” (Sobre las
partes de los animales (en adelante PA) 644b 22-645a 24).
Entre los textos de Poética, Retórica y Partes de los Animales hay algo co-
mún: el vínculo entre el agrado y el aprendizaje. Nos enfrentamos en
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este punto a las diferencias y semejanzas entre ciencia y arte. Obvia-


mente hay diferencias profundas, tantas que con frecuencia se pasan
por alto las semejanzas. Parece claro que ambas son formas de la inves-
tigación de la realidad. Que a través de ambas adquirimos conocimiento
y que esto hace que resulten agradables.
Además, parece apuntar Aristóteles que la belleza, tanto en el animal,
como en su representación, está en la armonía de las partes, en el orden
funcional que pone la naturaleza o el arte, y el disfrute estético parte del
conocimiento de dicho orden, ya sea a través de la observación natura-
lista, ya sea a través de la imitación artística: “En cuanto a la imitación
narrativa y en verso, es evidente que se debe estructurar las fábulas,
como en las tragedias, de manera dramática y en una sola acción entera
y completa, que tenga principio, partes intermedias y fin, para que como
un ser vivo único y entero, produzca el placer que le es propio” (Poet
1459a 16-24; véase también 1450b 35-37). De hecho, la mala tragedia se
caracterizaría por la falta de conexión, de orden interno, de unidad: “La

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naturaleza [...] no parece ser inconexa, como una mala tragedia” (Meta
1090b 19).
Aún hay otro texto evidentemente asociado al que hemos tomado co-
mo punto nodal. Recuérdese la expresión que en él aparece: “al con-
templarlas, aprenden y deducen qué es cada cosa, por ejemplo, que éste es
aquél”. Pues bien, Aristóteles afirma en Retórica que, a diferencia de la
metáfora, el símil “no dice directamente que ‘esto’ es ‘aquello’, con lo
cual el oyente estará menos interesado en la idea” (Rhet 1410b 17-19).
La metáfora nos enseña que “esto” es “aquello”, o mejor aún, nos hace
ver “aquello” a través de “esto”; como la obra dramática, que nos hace
ver la realidad a través de la imitación, y gracias a ello nos enseña mu-
chos aspectos de la propia realidad. Parece que la metaforización está,
pues, en el núcleo mismo de la creatividad artística y de los aspectos
epistémicos del arte (Véase Poet 1457b 6-34). La metáfora puede ser
entendida precisamente como un potente medio epistémico para la
realización de descubrimientos creativos y para su comunicación. Para
Aristóteles la metáfora sería un descubrimiento creativo de la semejan-
za, lo mismo en ciencia que en poesía: descubrimiento porque en las
sustancias está ya la posibilidad de ser vistas como semejantes en ciertos
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aspectos, creativo porque dicha posibilidad sólo puede ser actualizada


por la acción de un sujeto cognoscente:
“Lo más importante con mucho es dominar la metáfora. Esto es,
en efecto, lo único que no se puede tomar de otro, y es indicio
de talento; pues hacer buenas metáforas es percibir la semejanza”
(Poet 1459a 5-9; véase también Rhet 1410b 10-20 y 1412a 10-12).
Hasta aquí hemos tratado de esclarecer, a través de los textos aristotéli-
cos el concepto de mímesis. Hemos visto las conexiones que tiene con
aspectos epistémicos, muy enraizadas en la misma naturaleza del ser
humano. Pero la teoría del conocimiento que pretendemos extraer de la
Poética exige otro polo, el polo creativo. El conocimiento surgirá de la
integración y tensión entre mímesis y poíesis. En lo que sigue daremos al
concepto de poíesis un tratamiento similar al que hemos dado hasta aquí
al de mímesis, tratando de detectar sus conexiones con aspectos episté-
micos.

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Poíesis

Según señala García Yebra (1992:257 n 68), “‘poetas’ debe entenderse


aquí en sentido etimológico = ‘hacedores’, es decir, no meros imitado-
res, sino auténticos creadores”. Pero, al menos a primera vista, parece
que si ponemos el énfasis en lo creativo, comprometemos el aspecto
epistémico de la imitación. Veamos si hay posibilidad de compatibilizar
la imitación fiel y la creatividad poética.
Aristóteles insiste en que el objeto imitado son las acciones de los
hombres, más que los hombres mismos. Y en el teatro la imitación de la
acción se lleva a cabo mediante la acción:
“La tragedia es imitación de una acción [...] actuando los perso-
najes [...] La tragedia es imitación, no de personas, sino de una
acción y de una vida, y la felicidad y la infelicidad están en la ac-
ción, y el fin es una acción [...] Además, sin acción no puede ha-
ber tragedia”7.
Pero, curiosamente, afirma el autor que “la fuerza de la tragedia existe
también sin representación y sin actores” (Poet 1450b 19-20; ver tam-
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bién 1453b 4-6). Es decir, el propio texto dramático puede tener la


fuerza de lo vívido.
Aquí empezamos a ver que la función creativa del poeta consiste prin-
cipalmente en concebir una fábula (mythos) –el guión diríamos hoy– que
represente con la fuerza de lo vívido, que ponga ante nuestros ojos, las
acciones, la vida, la felicidad y la infelicidad.
Esto podría hacerse sencillamente contando de la mejor forma posible
las acciones efectivamente ocurridas, pero no parece ser ésta la función
que Aristóteles atribuye al poeta, a pesar de que pudiéramos pensar que
de eso trata la mímesis. El poeta no es un historiador. Si antes hemos
tocado las semejanzas entre la ciencia y el arte, aquí tenemos que ver las
diferencias entre el arte y la historia. Si en el primer caso Aristóteles

7 Poet 1448b 35-38; puede verser también 1449b 24 - 1450a 25. Éste es un punto
en el que Aristóteles pone mucha insistencia.

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enfatiza las semejanzas, por ser más obvias y tradicionales las diferen-
cias, en el segundo enfatiza las diferencias por el peligro de confusión:
las composiciones dramáticas “no deben ser semejantes a los relatos
históricos, en los que necesariamente se describe no una sola acción,
sino un solo tiempo, es decir todas las cosas que durante él acontecie-
ron a uno o a varios, cada una de las cuales tiene con las demás relación
puramente casual”. La tragedia es una unidad orgánica, mientras que la
historia es un flujo abierto que relatamos acotando por convención un
segmento temporal.
Y aquí hace su aparición “lo posible” (tà dynatà):
“Resulta claro por lo expuesto que no corresponde al poeta de-
cir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo po-
sible según la verosimilitud o la necesidad” (Poet 1451a 36-38).
Esta es la clave de bóveda de la construcción aristotélica, el lugar sobre
el que se mantienen en equilibro mímesis y poíesis: la imitación no lo es de
los hechos efectivos, sino de lo posible. La imitación poética es una
forma de investigación del espacio de posibilidad que circunda a todas
las acciones y sustancias. Hay creatividad, puesto que no se trata de
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imitar sin más lo efectivamente ocurrido, pero hay conocimiento genui-


no, puesto que el arte produce una aparición, un desvelamiento, pone
“ante los propios ojos” (Poet 1455a 24), como si presenciáramos “di-
rectamente los hechos” (Poet 1455a 25), una parte de la realidad que de
otra forma permanecería ignota: lo posible, tà dynatà. Y esto no se nos
presenta de un modo cualquiera, sino como si fuese efectivo, vívida-
mente, saltando ante nuestros ojos gracias a la operación creativa del
artista.
Una parte de lo posible es lo efectivamente sucedido “pues no habría
sucedido si fuese imposible” (Poet 1451b 16-19). Pero lo efectivamente
sucedido no agota lo posible, y la función del poeta es explorar este
ámbito de lo posible. Lo posible incluye mucho más que lo efectiva-
mente sucedido, también contiene lo que debe ser (vf. Poet 1460b 10),
de ahí las implicaciones morales del arte. El ámbito de lo posible es
realmente amplio, llega incluso hasta lo que a primera vista podría pare-
cer inverosímil: “pues es verosímil –afirma Aristóteles– que también
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sucedan muchas cosas contra lo verosímil” (Poet 1456a 24-25; véase
también Rhet 1402a 5-20).
Para decir lo posible, para mostrarlo ante la vista, el poeta puede utilizar
diversos recursos, que incluyen lo enigmático, lo maravilloso, e incluso
lo imposible y lo falso. Esto no quiere decir que el poeta no esté com-
prometido con la verdad. Al contrario. Se trata de que para exponer
ante nuestros ojos la verdad de lo posible se puede valer del recurso a lo
imposible. En los textos de Aristóteles que se refieren a estos recursos
poéticos se aprecia con claridad que todos son compatibles con una
voluntad última de verdad, es más, que están al servicio de la misma.
“La esencia del enigma –nos aclara Aristóteles– consiste en unir, diciendo
cosas reales, términos inconciliables” (Poet 1458a 26-8; cursiva añadida).
En el arte tiene cabida lo inverosímil, lo maravilloso, lo irracional (cf.
Poet 1460a 11-15), incluso lo falso: “Fue también Homero el gran
maestro de los demás poetas en decir cosas falsas como es debido” (Poet
1460a 19-20; cursiva añadida). Con tal de dar viveza y credibilidad a la
expresión de lo posible, “se debe preferir lo imposible verosímil a lo
posible increíble” (Poet 1460a 26-27). Evidentemente el recurso a lo
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imposible o a lo falso tiene que estar justificado por el fin poético que
se busca, “pero si el fin podía conseguirse también mejor o no peor de
acuerdo con el arte, el error no es aceptable; pues, si es posible, no se
debe errar en absoluto” (Poet 1460b 25-30). Por error debe entenderse
aquí precisamente la introducción en el drama de un imposible: “se han
introducido en el poema cosas imposibles: se ha cometido un error”.
Pero este tipo de error es disculpable si mediante al mismo se “alcanza
el fin propio del arte”, y si no hay posibilidad de alcanzarlo sin cometer
dicho error. Ese fin –aclara Aristóteles– consiste en hacer que “impre-
sione más” (Las tres últimas citas proceden de Poet 1460b 22-29).
Está claro que el fin del arte consiste en poner ante los ojos, impresio-
nar, presentar vívidamente tà dynatà, lo posible, aunque sea, si no hay
otra solución mejor, mediante el recurso a lo imposible verosímil. Esto
no anula el carácter exploratorio del arte, su compromiso con la verdad,
su voluntad de indagación en el ámbito de lo posible, sino que tiene que
ver únicamente con los recursos expresivos que se utilizan para darle

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viveza a la presentación. Así se entiende que “en orden a la poesía es pre-
ferible lo imposible convincente a lo posible increíble” (Poet 1461b 10-
12; cursiva añadida).

Lo Posible es Real
La interpretación de la Poética como una teoría del conocimiento, tal
como ha ido apareciendo hasta el momento, sólo cobra sentido pleno
en conexión con una cierta ontología en la que lo posible es real. Desde
una ontología positivista, que reconozca como real tan sólo lo actual, lo
efectivo, lo que acaece, no podríamos elaborar una teoría del conoci-
miento que conciliase aspectos creativos y representativos, que integra-
se la mímesis y la poíesis. Si el mundo es sencillamente lo que acaece, en-
tonces el conocimiento sólo puede ser entendido como representación
mimética, espejo de la naturaleza, o bien como una tarea puramente
constructiva, no comprometida con la verdad como correspondencia.
Pero la ontología Aristotélica es tan amplia como para aceptar que lo
posible es parte de lo real.
“Hay algunos –recuerda Aristóteles– que afirman, como los me-
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gáricos, que sólo se tiene potencia para actuar cuando se actúa


[...] no es difícil ver los absurdos en que éstos caen [...] Nada ha-
brá frío ni caliente ni dulce, ni nada sensible, en general, a no ser
que esté siendo sentido [...] Ahora bien, si no cabe afirmar cosas
tales, es evidente que potencia y acto son distintos [...] por tanto,
cabe que algo pueda ser, pero no sea, y pueda no ser, pero sea”
(Meta 1046b 29 y ss.).
En breve: lo posible es real.
En Aristóteles se encuentra la metafísica necesaria para afirmar con
sentido que lo posible es real, y al mismo tiempo para que sepamos
diferenciar lo posible de lo actual. Todo lo actual es posible, pero no
todo lo posible es actual. Nos resulta más fácil conocer lo que es actual,
lo que de hecho es el caso, que lo que sólo es posible. Pues bien, la gra-
cia de la buena obra de arte, su aportación insustituible al conocimiento,
y por ello al goce estético, es que consigue mostrarnos lo meramente
posible como actual, como si estuviera ante nuestros ojos: “Ahora te-

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nemos que decir a qué llamamos ‘saltar a la vista’ [prò ommáton poieîn] y
cómo se consigue que esto tenga lugar. Ahora bien, llamo saltar a la
vista a que [las expresiones] sean signos de cosas en acto. Por ejemplo:
decir que un hombre bueno es un cuadrado es una metáfora (porque
ambos implican algo perfecto), pero no significa en acto. En cambio,
‘disponiendo de un vigor floreciente’ comporta un acto. También ‘a ti,
como un animal suelto’ comporta un acto [...] Del mismo modo, Ho-
mero utiliza también en muchos sitios el recurso de hacer animado lo
inanimado por medio de metáforas; pero en todas ellas lo que les da
mayor aceptación es que representan un acto” (Rhet 1411b 24-35). In-
cluso con el recurso a lo falso, como cuando se hace animado lo inani-
mado, lo que se persigue es poner ante la vista, como en acto, una parte
de la realidad que de otra manera difícilmente podríamos conocer, por
estar tan sólo en potencia, escondida en lo actual como posible.
Esta combinación entre una cierta ontología de lo posible, una concep-
ción del conocimiento como descubrimiento creativo y una idea de la
función del arte, se halla presente la misma Poética. Si reunimos dos pa-
sajes de este tratado, quedará aún más claro: i) “Resulta claro por lo
expuesto que no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo
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que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesi-


dad” (Poet 1451a 36-38; cursiva añadida). ii) “Puesto que el poeta es
imitador, lo mismo que un pintor o cualquier otro imaginero, necesa-
riamente imitará siempre de una de las tres maneras posibles; pues o
bien representará las cosas como eran o son, o bien como se dice o se
cree que son, o bien como deben ser” (Poet 1460b 8-11). La suma de
ambos pasajes sólo tiene sentido si en “eran o son” se incluye lo posi-
ble.
Las obras de arte no están al margen de la relación verídica con la reali-
dad, porque hablan de lo posible, y lo posible es real. Es decir, la reali-
dad está compuesta por lo que ocurre de hecho, lo actual, y por las po-
sibilidades, algunas actualizadas y otras no. El arte explora los espacios
de posibilidad, es decir, una parte de lo real. El “engaño” del arte no
consiste en hacer pasar por real aquello que no lo es –esto se llamaría
mentira, no ficción–, sino por actual aquello que es sólo posible, pero

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real. Cuando lo posible se dice sin poesía, lo que nos sale es un cúmulo
de generalidades insípidas que nada enseñan. La buena ficción nos ha-
bla de la realidad, por hablarnos de lo posible, pero además nos enseña
mucho sobre lo actual, sobre los hechos efectivos, y en particular sobre
los hechos históricos, que sólo podemos apreciar cabalmente ponién-
dolos en su contexto, en su espacio de posibilidades. Lo mismo se pue-
de decir de las biografías de las personas, que están constituidas por lo
efectivo más lo posible. Por añadidura, lo posible tiene efectos históri-
cos y biográficos, es causa, se cuela en la esfera de lo efectivo a través
de las mentes de las personas. Porque la idea de algo posible es, como
idea, algo efectivo.

Kátharsis

Aristóteles establece que el objetivo de la tragedia consiste en una


suerte de purgación (kátharsis) del alma. Dado que este pasaje ha sido
considerado como el núcleo de la Poética, tenemos que ver en que medi-
da es compatible con nuestra lectura epistémica. El pasaje en cuestión
dice: “Es pues la tragedia imitación de una acción [...] actuando los per-
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sonajes [...] y que mediante compasión y temor lleva a cabo la purgación


de tales afecciones” (Poet 1449b 24-28). La tragedia es, pues, imitación
de la acción posible mediante la acción dramática, que pone lo posible
ante los ojos y produce en el espectador vívidamente compasión y te-
mor, y a través de ellos la purgación de tales afecciones.
¿Es posible hacer una lectura epistémica de este pasaje? Para ello debe-
ríamos tener en cuenta que Aristóteles afirma en Retórica los aspectos
epistémicos de la compasión: “pueden padecer [compasión] los que ya
han padecido pero se han puesto a salvo, y los de edad avanzada, tanto
por prudencia como por experiencia, y los débiles, y los más temerosos,
y los instruidos, pues son muy reflexivos” (Rhet 1385b 25-29). La pru-
dencia, virtud intelectual, la experiencia, la instrucción y la reflexión
pueden conducir a la compasión. A través de distintas formas de cono-
cimiento se puede llegar a sentir compasión. De hecho, la compasión
misma no es sino una forma de conocimiento vívido de lo que otros
sienten o padecen. Mediante la tragedia se consigue esta presentación

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vívida de pasiones ajenas que el espectador puede vivir como propias,
pues se le pone ante los ojos a través de los recursos dramáticos la po-
sibilidad de que él mismo las sufra: “Evidentemente –afirma Aristóte-
les– es necesario que quien ha de compadecer se halle en tal situación
que piense que puede sufrir algún mal o él o alguno de los suyos” (Rhet
1385b 15-18). El poner ante los ojos como efectivo lo posible es clave
para la producción de la compasión, como aclara Aristóteles:
“Y, puesto que los sufrimientos próximos mueven a compasión,
mientras que los alejados diez mil años en el pasado o en el futu-
ro, por no temerlos ni recordarlos, o no mueven a compasión en
absoluto o no con igual fuerza, necesariamente los que se ayudan
con gestos, con la voz, con el vestido y, en general, con la repre-
sentación, despiertan más compasión. Hacen, en efecto, que el
mal se muestre próximo poniéndolo ante los ojos” (Rhet 1386a
29-1386b 1).
Por analogía, se podría decir respecto del temor lo mismo que respecto
de la compasión. La observación del temor de los personajes produce
un conocimiento de las posibilidades de la vida de uno mismo.
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Mediante la compasión y el temor se persigue la catarsis del alma. Hay


que captar las resonancias médicas que persisten en el término ‘catarsis’
(o ‘purgación’, como traduce García Yebra). En la tradición hipocrática
la sanación se produce mediante la recuperación del equilibrio humoral.
La purgación del humor que se presenta en exceso es una de las manio-
bras posibles en orden a la recuperación del equilibrio. Aristóteles pare-
ce entender que un alma dominada por las pasiones es un alma enfer-
ma. La cura consistiría no en la eliminación de dichas pasiones, sino en
su reducción mediante purgación a una intensidad que permita el con-
trol de las mismas por parte del alma. Es una tarea, pues, de liberación
del alma, que pasa de estar a merced de las pasiones a ponerlas a su
servicio. En realidad se trata de integrar los aspectos emocionales y ra-
cionales, mediante recursos dramáticos que permiten el conocimiento
de las propias pasiones, de sus posibilidades. Es una labor de ilustración
que facilita la emancipación de la parte racional del alma. En este mis-
mo sentido, Manara Valgimigli comenta que “la catarsis es placer”, pero
“es también clarificación y purificación: es el retorno del alma desde la
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incertidumbre a la certeza, desde el desconocimiento al conocimiento,
desde la oscuridad a la luz” (1946:40-1).

En conclusión
i) El conocimiento se produce siempre mediante la creatividad humana,
que permite poner ante la vista relaciones de semejanza. El arte funcio-
na como actividad creativa en la producción y en la recepción. Es decir,
el artista crea el segundo polo de la semejanza: la obra de arte. Para ello
ha debido investigar activamente espacios de posibilidad, ha tenido que
imaginar modos de poner estas posibilidades ante la vista del especta-
dor. El espectador también debe aportar su creatividad para actualizar la
semejanza entre la obra y la vida, y así descubre creativamente las posi-
bilidades vitales.
ii) La función del arte es la catarsis, y a través de la misma la sanación
del alma. Es decir, la representación dramática contribuye a la liberación
del alma de las pasiones excesivas que pueden llegar a someterla. Aquí
también el saber, la verdad de la fábula, es el que libera. Pero es impres-
cindible la presentación de la compasión y el temor, que ambos sean vis-
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tos como en acto, que salten a la vista, que el espectador los sienta casi
como pertenecientes a su vida, tanto como la representación, es decir, una
cierta distancia respecto del temor y la compasión genuinamente vivi-
dos. El juego de presentación y representación le permite un aprendi-
zaje “práctico” del manejo de las pasiones y con ello una libertad res-
pecto de las mismas. Es algo así como el aprendizaje artesanal o escolar,
que requiere contextos no del todo “serios”, en los que los errores no
sean fatales. El espectador que ve su vida a través de la obra de arte,
consigue captar las posibilidades sin necesidad de que éstas sean efecti-
vas o actuales.
iii) Las ideas que contiene la Poética pueden ser de gran utilidad en el
debate epistemológico contemporáneo, pues configuran una forma de
integración de los aspectos subjetivos y objetivos del conocimiento.
Estas ideas nos permiten ir más allá de la mera enunciación de la nece-
sidad de algo intermedio: contribuyen positivamente a la elaboración de

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un término medio y mejor entre el constructivismo extremo y la con-
cepción del conocimiento como mera representación8.

Bibliografía
GARCÍA YEBRA, Víctor, 1992, Poética de Aristóteles (Edición trilingüe), Gre-
dos, Madrid.
VALGIMIGLI, Manara, 1946, Aristotele. Poetica, Laterza, Bari.
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8 Una versión anterior de este texto fue publicada en la revista Universitas Philoso-
phica 42, 39-61, 2007.

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LA VIDA TIENE RAZONES QUE
LA FÍSICA DESCONOCE:
LOS LÍMITES DEL REDUCCIONISMO EN BIOLOGÍA

Gustavo Caponi

RESUMEN. Centrándonos en el problema planteado por la posi-


bilidad de reducir las ciencias de la vida a la física, distinguimos las
nociones de ‘reduccionismo ontológico’, ‘reduccionismo episte-
mológico’ y ‘reduccionismo explicativo’, y aclaramos esta última
noción en base a la distinción propuesta por Elliott Sober entre
explicabilidad en principio y explicabilidad en la práctica de los fenóme-
nos biológicos en términos físicos. Luego, apelando a la noción
de ‘sobreviniencia’, conforme es analizada y presentada por ese
mismo autor, mostramos cómo, sin contradecir el reduccionismo
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ontológico, la biología evolucionaria defrauda las pretensiones del reduc-


cionismo explicativo.

Presentación
La pregunta sobre la posibilidad de reducir las ciencias de la vida a la
física y a la química puede ser considerada como la cuestión fundadora de
la filosofía de la biología y como uno de sus problemas perennes. De una
forma u otra, siempre recreada y reformulada, la polémica sobre el reduccio-
nismo insiste en retornar y en no darse por resuelta. Cada progreso en
biología es una ocasión para retomar la discusión, y hay siempre a mano
nuevos recursos filosóficos disponibles para analizarla desde una pers-
pectiva inédita. Con todo, independientemente de los propios desarro-
llos de la biología que pueden siempre reavivar esa polémica, y más allá
de la incesante creación y recreación de los recursos filosóficos que
permiten su reformulación, hay un factor más inmediato para explicar la

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permanencia y, sobre todo, la complejidad de esa discusión: la pregunta
que la anima es, desde el vamos, ambigua. Ella alude, simultánea e im-
plícitamente, a más de un problema; y esa equivocidad, para colmo, no
siempre queda clara.
Ocurre que la expresión ‘reduccionismo’, como indefectiblemente ocu-
rre con los términos filosóficos, es, ella misma, definitivamente equívoca:
la reducción se dice de muchas maneras; y, si no consideramos esa equivoci-
dad, nuestro tratamiento del problema del reduccionismo en biología se verá
inevitablemente obscurecido. Intentar aclarar esa fuente de posibles
confusiones será el primer objetivo de este trabajo; y será como mero
corolario o ampliación de ese esclarecimiento que me propondré una
segunda meta: indicar en qué sentido, un cierto dominio de ciencias de la
vida, el de la biología evolucionaria, excede, inevitablemente, los limites de
cualquier tentativa de explicar a los fenómenos biológicos en términos
físicos.

Modos del Reduccionismo


Así, ensayando una primera caracterización de aquello que, en general,
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puede entenderse como una posición o una actitud reduccionista, podemos


decir que la misma
“implica la afirmación de que objetos o ámbitos de cierta natu-
raleza pueden, al fin y a la postre, definirse o caracterizarse en
términos o en componentes que corresponden a otro ámbito, de
naturaleza distinta” (Klimovsky 1994:275).
Así, en lo atinente a la biología y a la física, lo que entra en cuestión
cuando se discute el reduccionismo, es la posibilidad, y la necesidad, de que
los fenómenos o los predicados biológicos puedan ser definidos, ca-
racterizados o explicados en virtud de componentes, términos, o teorías
provenientes de la física. Pero, y como tantas veces se lo ha indicado,
esta discusión puede presentarse y plantearse en distintos niveles; cada
uno de los cuales genera interrogaciones diferentes y de tratamiento
relativamente autónomo.

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De modo general, se distinguen tres niveles de análisis, y cada uno de
ellos suscita la defensa o la impugnación de una forma diferente de re-
duccionismo: uno es el llamado nivel ontológico, otro es el nivel teórico o
epistemológico, y el tercero es el nivel metodológico. Aquí, sin embargo, sólo
nos interesaremos por el primero y el tercero de dichos niveles; es decir:
sólo nos interesará discutir el reduccionismo ontológico, o constitucional, y el
reduccionismo metodológico o explicativo.
El nivel epistemológico o teórico es aquel en donde el problema de la reduc-
ción ha sido más frecuentemente planteado por filósofos de la ciencia
como Popper, Nagel o Hempel. Lo que en ese plano se pretende discu-
tir es “si las teorías y leyes experimentales formuladas en un campo de
la ciencia pueden considerarse casos especiales de teorías y de leyes
formuladas en algún otro campo científico”; y, si se considera que en
efecto ese es el caso, entonces se dice que “la primera rama de la ciencia
ha sido reducida a la segunda” (Ayala 1983:12). Pero, con excepción de
lo ocurrido en los inicios de la polémica sobre la posibilidad de reducir
la genética clásica a la genética molecular, este punto de vista no llamó
mucho la atención de los filósofos de la biología. La idea de reducción
teórica o epistemológica surgió en un contexto de reflexión cuyas referen-
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cias privilegiadas eran la física y las relaciones que pueden existir entre
sus diversas y bien articuladas teorías; y allí tiene sentido, y puede ser
muy esclarecedor, preguntarse si las leyes de una determinada teoría
pueden considerarse como teoremas, corolarios, o consecuencias de
otra teoría tenida como más abarcadora o fundamental. Pero, por ese
lado no parece posible ir muy lejos en lo respecta a la relación existente
entre las teorías biológicas y las teorías físicas: nadie espera que la teoría
celular o la teoría de la selección natural puedan derivarse como teore-
mas de ninguna teoría física particular.
Desestimar el reduccionismo epistemológico no implica negar, sin embargo, el
reduccionismo ontológico. De hecho, después del eclipse de cualquier forma
de vitalismo, ya nadie objeta aquello que se suele chamar reduccionismo
ontológico (Ayala 1983:10) o constitucional (Mayr 1988:10): ya nadie pone
seriamente en duda el hecho de que todos los fenómenos o entidades
biológicas son, en última instancia, compuestos complejos de fenóme-

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nos y de entidades físico-químicas que, en virtud de esa misma compo-
sición, quedan sometidos a la misma legalidad física que rige a sus com-
ponentes. Negar eso sería incurrir en el vitalismo: sería afirmar que los
fenómenos vivientes obedecen a fuerzas contrarias o ajenas a las fuer-
zas físicas.
Los fenómenos orgánicos no están apenas limitados por las leyes físicas. El
orden físico no es solamente la condición de posibilidad y el margen dentro
del cual la vida construye un orden autónomo. La vida ni supera el or-
den físico, ni supone ninguna fuerza que, ajena a las leyes físicas, ejerce-
ría alguna forma de libertad dentro del marco de limitaciones que aque-
llas imponen. Negar el vitalismo, como Claude Bernard ([1865]:120-
122) sabía, es negarle a la materia viva cualquier espontaneidad: es negarle
cualquier capacidad de cambio que no suponga la intervención de una
fuerza física. Negar el vitalismo implica, en última instancia, adherir a la
posición fisicalista según la cual no existe en el mundo ningún cambio,
ni ninguna diferencia, que no suponga algún cambio o alguna diferencia
física (cfr. Sober 1993a:49).
Así, el reduccionismo constitucional u ontológico puede ser expresado di-
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ciendo que todos los fenómenos orgánicos físicamente registrables u


observables –es decir: todos los fenómenos biológicos capaces de inte-
ractuar con instrumentos físicos de observación o de medición– son
pasibles de explicación físico-química; y era eso, precisamente, lo que el
vitalismo negaba: para Xavier Bichat, el fisiólogo vitalista de fines del
siglo XVIII, había fenómenos orgánicos, experimentalmente registra-
bles –el calor animal, por ejemplo– que no podían ser explicados física
o químicamente. Sin embargo, una cosa es decir que todos los fenóme-
nos biológicos capaces de dejar una marca o registro físico en un ins-
trumento de observación pueden ser descriptos y explicados en térmi-
nos físicos; y otra cosa diferente es afirmar que todas las descripciones
posibles y relevantes de un fenómeno biológico puedan ser traducidas
de forma tal que ellas puedan funcionar como explananda de (es decir:
como aquello que puede ser explicado por) explicaciones físico-químicas.
Esta segunda tesis ya implica más que el mero reduccionismo ontológico; y
discutirla nos obliga a analizar la tercera y más polémica forma de re-

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duccionismo: aquella que Mayr (1988:11) llama de reduccionismo explicati-
vo, y que Ayala (1983:11) llama de reduccionismo metodológico; aun cuando
algunos autores usen estas dos últimas expresiones para referirse a eso
que aquí hemos llamado reduccionismo epistemológico o teórico. Pero el califi-
cativo ‘metodológico’ me parece el mejor porque indica una posición
relativa a los procedimientos y a las estrategias de explicación. Es decir:
una posición relativa al modo y al direccionamiento de la investigación.
Pero, además de las confusiones terminológicas, puede haber aun una
confusión conceptual no tan fácilmente superable: definir lo que real-
mente se desea indicar con esta nueva calificación del reduccionismo no
es algo enteramente trivial; y, a este respecto, lo primero que debe de-
cirse es que reivindicar el reduccionismo explicativo no es lo mismo que
volver al reduccionismo epistemológico: no es lo mismo que afirmar que las
teorías específicamente biológicas que actualmente usamos para expli-
car los fenómenos orgánicos sean reducibles o explicables por teorías
físicas.
Se trata, por el contrario, de apostar en la posibilidad de que, más allá
de las teorías de las que hasta ahora nos hayamos valido para explicar
los fenómenos biológicos, éstos puedan ser analizados y explicados en
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términos puramente físicos. Lo que está en cuestión no es reducir teorías


biológicas a teorías físicas, sino sustituir progresivamente aquellas por
éstas. Las dificultades del reduccionismo epistemológico no invalidan esta
pretensión; y, para colmo, el reduccionismo constitutivo parece respaldarla. Si
los fenómenos orgánicos no son más que fenómenos físicos de gran
complejidad, entonces no parece haber razón para desistir de la meta de
Francis Crick (1966:10): “explicar toda la biología en términos de física y de
química”.
Se nos dirá, claro, que una cosa es postular esta explicabilidad física de lo
viviente, y otra cosa muy diferente es realizarla: que una cosa es postular
una explicabilidad en principio de lo biológico por lo físico; y que otra cosa
es confiar en una explicabilidad en la práctica. Pero, si analizamos correc-
tamente lo que puede significar la expresión explicabilidad en la práctica,
veremos que ella también nos deja peligrosamente cerca del reduccionismo
explicativo.

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La Explicabilidad en la Práctica
Por explicabilidad en la práctica no podemos entender la mera capacidad
actual y efectiva de ofrecer una explicación física para cualquier fenó-
meno biológico. Si fuese así, toda la discusión sobre el reduccionismo meto-
dológico se resolvería muy rápido: hay un número abrumador de fenó-
menos biológicos que ni siquiera sabemos cómo abordar desde una
perspectiva física; y eso sería un argumento suficiente para decir que, en
la práctica, la reducción todavía no fue alcanzada. Es claro, sin embargo,
que a nadie le interesa discutir la cuestión en ese nivel. La explicabilidad
de los reduccionistas seria siempre, en este sentido trivial, una explicabilidad
en principio: una simple promesa. Un problema distinto se presenta, con
todo, cuando nos preguntamos cuál es la física en la que esa promesa se
sustenta. Desde ese punto de vista, que es aquél que pertinentemente
Elliott Sober (1993b: p.25) nos propone en su obra Filosofía de la biología,
afirmar la explicabilidad en principio significaría sostener que una física
idealmente completa estaría capacitada para explicar todos los fenóme-
nos biológicos que la física hoy disponible tal vez no consigue explicar.
Mientras tanto, afirmar la explicabilidad en la práctica significa suponer que
podemos explicar todos los fenómenos biológicos con la física que ya
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poseemos.
Los que afirman este último tipo de explicabilidad pueden considerar que
nuestra incapacidad actual en conseguir tales explicaciones obedece a
un análisis defectuoso de los fenómenos biológicos y a nuestra ignoran-
cia relativa a cómo articular el conocimiento físico realmente existente
con nuestro conocimiento de las estructuras y funciones orgánicas. En
cambio, quien afirma la mera explicabilidad en principio puede atribuir esa
incapacidad a una limitación, sea constitutiva, sea coyuntural, de la físi-
ca. Es decir: quien sostiene la explicabilidad en la práctica podrá considerar
que esa incapacidad obedece a una limitación de la biología; y que, por
lo tanto, remediar paulatinamente esa situación será asunto y objetivo
de los biólogos. Mientras tanto, quien apele a una limitación de la física
para justificar esta incapacidad de la biología actual tendrá que conside-
rar que la reversión de la situación no es asunto, ni programa, para las

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ciencias de lo viviente, sino problema de una super-física redentora que
aun estaría por venir.
Puede decirse, en fin, que la postulación de esa explicabilidad en principio
tiene menos consecuencias para la biología que para la física. Por eso, la
discusión sobre el reduccionismo explicativo debe centrarse, por lo menos
primariamente, y como de hecho ocurre, sobre la explicabilidad en la prác-
tica. Ésta es, de hecho, la promesa que anima a las posiciones reduccio-
nistas. En éstas, las leyes y las fuerzas fundamentales que rigen los fe-
nómenos orgánicos son dadas por conocidas y por establecidas por la
física. Por eso, lo que se supone que debe ser estudiado es la intrincada
trama de condiciones iniciales que hacen que esas fuerzas y leyes pro-
duzcan los complejos y volubles fenómenos de la vida. La ciencia, co-
mo reza la celebre expresión de Peter Medawar (1969:116), es el arte de
lo soluble; y, en este sentido, negar la explicabilidad en la práctica pondría
por lo menos una parte del programa reduccionista por fuera de los limites
actuales de la ciencia. Sería como decir: “la biología es reducible a la
física; pero todavía no sabemos de qué física se trata”. Afirmarla, entre
tanto, parece transformar al reduccionismo metodológico en un imperativo
irrecusable: si partimos del postulado de que esa reducción, o explica-
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ción, es de hecho posible, más allá de sus dificultades concretas, será


entonces inevitable comprometerse en su búsqueda.
Desistir del programa reduccionista equivaldría a negar que la física real-
mente existente sea suficiente para explicar los fenómenos vitales; y
esto, en última instancia, seria lo mismo que admitir que el repertorio de
leyes y de fuerzas de la física actual es insuficiente para explicar lo vi-
viente: sería lo mismo, en síntesis, que regresar a posiciones vitalistas. Y
por eso podríamos concluir que el programa reduccionista es tan irrecusable
como ese reduccionismo constitucional u ontológico al que me referí más arri-
ba.
Pero, si no perdemos de vista el hecho de que el reduccionismo metodológico
nos exige que todas las descripciones posibles y relevantes de un fenómeno biológico
puedan ser traducidas de forma que tal que puedan funcionar como explananda de
explicaciones físico-químicas, veremos que la relación entre ambas tesis no
tan inmediata. Una cosa es afirmar, a la manera de Maturana y Varela

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(1994:64) que “cualquier fenómeno biológico puede describirse como
surgiendo de la interacción de procesos físico-químicos”, y otra cosa
diferente es afirmar que todas las descripciones posibles y relevantes de
un fenómeno biológico puedan ser traducidas en descripciones que
puedan funcionar como explananda de explicaciones físico-químicas. No
ver esa diferencia sería semejante a pensar que al describir y analizar una
sinfonía en cuanto que fenómeno acústico, quedamos relevados de
cualquier otra descripción o análisis.
El reduccionismo explicativo se extiende, necesariamente, a todos los fenó-
menos biológicos en la medida en que ellos puedan ser descriptos o
registrados en términos físicos. Si no fuese así, insisto, estaríamos afir-
mando que existen fenómenos físicos, y no meramente biológicos, para
los cuales no habría explicación física posible. Pero lo que todavía debe
discutirse es si es cierto que las únicas descripciones relevantes de un
fenómeno biológico son aquellas pasibles de ser convertidas o substi-
tuidas por descripciones que nos presenten tales fenómenos como me-
ros eventos físicos, o si, por el contrario, existen descripciones que,
siendo biológicamente relevantes, sean también definitivamente intra-
ducibles en un lenguaje físico.
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La Irreductibilidad de la Biología Evolucionaria


Y es aquí que resulta inevitable dirigir nuestra mirada hacia ese capítulo
fundamental de la biología contemporánea que es la biología evolucionaria.
A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de la Fisiología, el
lenguaje de la física no parece adecuado, ni para describir los fenóme-
nos que esta disciplina estudia, ni para plantear los problemas que allí se
presentan; y, por eso, mal puede esperarse que la solución de tales pro-
blemas advenga de la física. No se trata, con todo, de incurrir en la
postulación vitalista de fuerzas o fenómenos ajenos o contrarios a las
leyes físicas que actuarían en la historia de lo viviente, sino de no pasar
por alto el carácter sobreviniente (con relación a las propiedades físicas) de
los predicados atribuidos a los organismos por la biología evolucionaria,
tanto en la formulación como en la solución de sus problemas.

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En general, se puede decir que un predicado P es sobreviniente a un conjunto
de predicados físicos cuando se cumplen estas dos condiciones (cfr. Sober
1993a:48):
• P está necesariamente presente o ausente en todos los sistemas que
son físicamente idénticos entre sí.
• P puede estar presente en dos sistemas aun cuando los mismos no
sean físicamente idénticos.
Así como ejemplo fundamental de predicado sobreviniente, podemos citar
la aptitud o eficacia adaptativa que atribuimos a ciertas formas orgánicas:
“Las propiedades físicas de un organismo y del ambiente en que
éste habita determinan cuán apto (fit) ese organismo es. Pero la
aptitud (fitness) que un organismo posee –cuán viable o fértil él es–
no determina cómo sus propiedades físicas deberán ser. Esta re-
lación asimétrica entre las propiedades físicas del organismo en
su ambiente y la aptitud de ese mismo organismo en ese mismo
ambiente implica que la aptitud es sobreviniente a las propiedades
físicas” (Sober 1993b:73).
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En otras palabras:
“Si dos organismos son idénticos en sus propiedades físicas y vi-
ven en ambientes físicamente idénticos, entonces deberán tener
la misma aptitud. Pero, el hecho de que dos organismos tengan
la misma probabilidad de sobrevivir o una misma expectativa de
descendencia no implica que ellos y sus respectivos ambientes
deban ser físicamente idénticos. Una cucaracha y una cebra pue-
den diferir en varios aspectos, pero puede ocurrir que ambas
tengan una probabilidad de 0,83 de sobrevivir hasta la edad
adulta” (Sober 1993b:73).
Sober (1993a:48) ilustra esto con una comparación entre cebras que
difieren en sus chances de ser capturadas por un león porque algunas de
ellas son más rápidas que otras, y cucarachas que tienen diferentes
chances de ser eliminadas en virtud de su desigual resistencia al DDT.
En el primer caso, las bases físicas de la diferencia de aptitud pueden
ser encontradas, simplificando un poco, en la arquitectura de las pier-

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nas: algunas cebras están mejor construidas para correr que otras. Ya en
el segundo caso, las bases físicas de la diferencia de aptitud podrán ser
encontradas, simplificando otro poco, en la constitución de los aparatos
digestivos. Hay una base física para el hecho de que una cebra sea más
apta que otra; y existe, también, una base física para el hecho de que
una cucaracha sea más apta que otra. Pero, “sería extraño que, en am-
bos casos, la base física fuese la misma” (Sober 1993a:48). No parece
existir una magnitud física particular que, en todos los casos, varíe con-
forme lo hace la aptitud. Por eso, aun cuando pueda ser medida con un
método uniforme, la aptitud o eficacia biológica de una forma orgánica “es
cualitativamente diferente para cada organismo” (Sober 1993a:49). Cosa
que no ocurre con predicados físicos como entropía o temperatura que son
considerados como poseedores del “mismo significado para cualquier
sistema físico” (Sober 1993a:49).
Por eso, aún cuando puedan existir explicaciones donde se muestre
cómo ciertas propiedades físicas inciden en las diferencias de aptitud
existentes entre las cucarachas, y cómo otras lo hacen en relación a las
existentes entre las cebras, nadie podría ofrecer una definición física de
aptitud; y la razón de eso, como afirma Sober (1993a:50), estriba sim-
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plemente en “que la aptitud no es una propiedad física”. El universo de


las posibles bases físicas de la aptitud es tan indefinido y heterogéneo
como indefinido y heterogéneo es el universo de las bases físicas de los
posibles problemas adaptativos (o presiones selectivas) que las diferentes po-
blaciones de organismos deben resolver o enfrentar. La estructura del
aparato digestivo de una cucaracha puede tornarse una base física de la
aptitud solamente porque existe un problema adaptativo como el plan-
teado por la presencia de DDT en el ambiente; y, de la misma forma, el
color de esa cucaracha podría tornarse en base física de su aptitud, si en
su ambiente existiese un predador que localizase visualmente a sus pre-
sas.
Pero, nada impide que también la arquitectura de las extremidades de
esa cucaracha se torne una base física de su aptitud si ella permite un
mejor comportamiento de fuga frente a ese predador: distintas bases
físicas de la aptitud se corresponden con diferentes bases físicas de las

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presiones selectivas; y, tal como ocurre con la aptitud, tampoco existe
ninguna propiedad física particular que, en todos los casos, varíe con-
forme varían las presiones selectivas. No hay, por lo tanto, ningún pre-
dicado físico que nos permita ofrecer una definición física de lo qué es
una presión selectiva o un problema adaptativo; y esto se puede expresar di-
ciendo que, pese a sus bases físicas, las presiones selectivas son entida-
des específicamente biológicas.
Así, ante la eventual postulación de posibles explicaciones moleculares
de los fenómenos evolutivos, debemos apuntar que tales explicaciones
supondrían la existencia de alguna correlación sistemática entre fenó-
menos identificados en términos darwinistas y fenómenos identificados
en términos moleculares. Pero, dado que los fenómenos estudiados por
la biología evolucionaria se definen, en su mayoría, por predicados que son
sobrevinientes a los predicados estrictamente físicos, esa correlación se
torna inviable. Categorías tales como problema adaptativo o adaptación son
físicamente abiertas. Es decir: no hay, estrictamente hablando, ningún lí-
mite físico para lo que pueda considerarse como mimetismo, relación preda-
dor-presa, comportamiento gregario, ritual de cortejo, o parasitismo. No puede
haber, por eso, ningún principio-puente entre predicados darwinistas y predica-
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dos físicos; y, por esa razón, tampoco existe traducción sistemática de un


discurso al otro, ni siquiera en base al tipo de principios-puente disyuntivos
flojos que serian de esperar en el caso de la traducción del lenguaje de la
fisiología al lenguaje de la física.
Es de observarse, por fin, que “la sobreviniencia de la aptitud y de otras
propiedades evolutivas explica por que la biología evolucionaria se opone al
vitalismo sin ser reducible a cualquier teoría física” (Sober 1993a:49). El
vitalismo sostiene que, además de todas las propiedades físicas que un
organismo pueda poseer, existe en ello algo más: eso que algunos llaman
elan vital. Ese elemento, según se supone, impregna la materia orgánica y
la transforma en una entidad biológica. Así, si ese elemento existiese,
seria posible que dos sistemas físicos idénticos difiriesen en sus propie-
dades biológicas. Un sistema podría tener ese elan vital, mientras otro
podría no tenerlo. Pero, como la idea de sobreviniencia es coherente con
la doctrina fisicalista de que no hay diferencia sin diferencia física, el recono-

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cimiento, en el contexto de la biología evolucionaria de propiedades sobrevi-
nientes, no implica la rehabilitación del vitalismo (Sober 1993a:49): no
implica, para decirlo de otro modo, la negación del reduccionismo ontológi-
co.

Consideraciones Finales
Se podría intentar derrumbar nuestro argumento sobre la imposibilidad
de reducir la biología evolucionaria a la física, diciendo que aquello que
consideramos como una explicación darwiniana de un fenómeno evolutivo
no sería otra cosa que la mera condensación o resumen de un conjunto o
constelación de enunciados que describen fenómenos físicos. Desde esa
perspectiva, cuando, pretendiendo explicar el predominio de las maripo-
sas oscuras sobre las claras en una población que habita una región de
árboles teñidos por hollín, aducimos que las oscuras son ahí más mi-
méticas que las claras, no estaríamos haciendo otra cosa que una des-
cripción resumida, simplificada o condensada, de un vasto conjunto de
fenómenos individuales, todos de carácter puramente físico, cuyo
efecto final es también un fenómeno capaz de ser descrito en el len-
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guaje de la física. Al fin y al cabo, se argüirá, todos esos fenómenos son


registrables por aparatos físicos de medición; y nadie podría sostener que
ellos no sean causados por alguna fuerza que no sea una fuerza física.
Sin duda alguna, cuando decimos que una población de mariposas está
siendo depredada por una población de pájaros, y agregamos que esa
depredación lleva a que algunas de esas mariposas se reproduzcan me-
nos que otras, aludimos a fenómenos que pueden ser descritos desde
una perspectiva puramente física: las mariposas y los pájaros son es-
tructuras moleculares. Todos sus mecanismos fisiológicos, incluidos
aquellos involucrados en la reproducción y en el desarrollo pueden, en
última instancia, ser descritos y explicados en términos moleculares; y
tampoco hay duda de que el vuelo de esos animales sobre un bosque es
también un fenómeno físico, como inclusive lo es el impacto del pico
de esos pájaros sobre los cuerpos de las mariposas. Inclusive, hasta el
resultando de todo este torbellino de eventos físicos, el cambio en la
frecuencia de las diferentes variantes de mariposas, puede ser conside-

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rado como un hecho pasible de descripción física. En la medida en que
las variaciones de estructura obedecen a una cierta base molecular, po-
demos describir ese cambio en la frecuencia de las diferentes variantes
como siendo un cambio en la frecuencia de ciertas estructuras molecu-
lares dentro del sistema físico constituido por todos esos agregados de
átomos que son las mariposas de esa población.
Con todo, aunque toda esa enmarañada y casi demencial descripción
fuese posible, ella nunca podría sustituir una explicación darwiniana
sobre por qué ciertas formas se tornaron más frecuentes que otras. Es
que, la reconstrucción de toda esa filigrana de eventos físicos, aun
cuando nos explique cómo algo ocurrió, estaría todavía dejando sin res-
ponder la pregunta que nortea a todas las explicaciones evolucionistas:
por qué, en un determinado contexto, dadas dos variantes alternativas de una misma
estructura biológica, una de ellas fue mejor (más útil o más eficiente) que la otra? Es
decir: la explicación darwinista debe indicar qué ventajas tenía una va-
riante sobre las otras; y eso es lo mismo que formular un balance y una
comparación de los costos y los beneficios implicados por las diferentes
formas alternativas.
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La explicación física puede mostrarnos cómo actuaron ciertas estructuras,


pero jamás podrá decirnos por qué una resultó ser más ventajosa que
otra: no hay traducción física para este tipo de preguntas, porque no
hay traducción física para nociones teleológicas como utilidad o ventaja;
y, por eso, tampoco puede haber respuestas físicas para ellas. Así, aún
cuando una super-inteligencia laplaciana pudiese describir, predecir y expli-
car físicamente la evolución de una población como si ella fuese una
nube de moléculas que interactúan como las piezas de un mecanismo, no
por eso las preguntas que un biólogo darwinista formula cuando consi-
dera las estructuras orgánicas en términos adaptativos estarían siendo
respondidas. Hay cosas de la vida que el Demonio de Laplace, pensando
apenas como un super-físico, nunca podría conocer.
En última instancia, y más allá de cualquier otra consideración, la razón
más clara que se puede alegar en contra de la idea de que la explicación
darwinista sea un resumen o una simplificación de alguna compleja
explicación física de los fenómenos evolutivos, radica en el hecho de

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que las explicaciones darwinianas de la adaptación no responden a pre-
guntas formulables desde una perspectiva física. Una super-física, como
las postuladas por Ilya Prigogine (1972:562) o por Brian Goodwin
(1998:209), podría, talvez, tornar irrelevantes las preguntas de la biología
evolucionaria transformando a la selección natural en una ilusión, o en un
efecto de superficie, análoga a la navegación sobre carriles de los barcos de Dis-
neylandia (Dennett 2000:338). Pero, tornar irrelevante o disolver una
pregunta no es lo mismo que responderla. En realidad, la ya referida
sobreviniencia de los predicados darwinianos con relación a los predicados
físicos es consecuencia, y no fundamento, de esa diferencia que reside
en el modo de interrogar. Cuando dejamos de considerar un rasgo anató-
mico, fisiológico, o comportamental, como si él fuese un mero fenó-
meno bioquímico o una simple reacción hormonal o neuronal, y co-
menzamos a verlo como una estructura adaptativa que resuelve pro-
blemas, ese cambio no obedece a la desproporción existente entre la
complejidad de los fenómenos analizados y las limitaciones de nuestros
recursos cognitivos: se trata, por el contrario, de un cambio en nuestros
objetivos explicativos.
Lo que queremos saber, lo que queremos preguntar, lo que queremos
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explicar, nuestros explananda, ya no son los mismos; y, como lo sugirió


un biólogo paulista (Delouya 1994:53), una explicación molecular com-
pleta de los fenómenos orgánicos que ocurren en el nivel poblacional
estudiado por la biología evolucionaria, dejaría sin responder tantas pre-
guntas interesantes como lo haría un análisis físico del funcionamiento
y las trayectorias de los ómnibus que unen Campinas a São Paulo con
relación a nuestro posible interés en la naturaleza y la razón de ser de un
sistema público de transporte y de cada uno de sus elementos. Como
ocurre en el caso de los fenómenos sociales, la vida también tiene razo-
nes que la física desconoce.

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REVOLUCIONES CIENTÍFICAS:
¿NUEVAS EPISTEMOLOGÍAS?

Elyana Barbosa

RESUMEN. Gastón Bachelard muestra de qué modo la concep-


ción de tiempo de la relatividad einsteniana y el comportamiento
de los elementos infinitesimales llevaron el saber a otro campo
de problemáticas, alterando tres siglos de pensamiento racional.
Él muestra que la idea de tiempo einsteniano fue más significati-
va que la ‘revolución copernicana’ elaborada por la filosofía kan-
tiana. De acuerdo a Bachelard, es a partir de esa nueva concep-
ción de tiempo que la ciencia inaugura un verdadero “cambio de
los conceptos epistemológicos vigentes”. Ese análisis permitirá a
Bachelard indicar los límites del racionalismo, del empirismo y
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del realismo –filosofías de la ciencia hasta entonces en práctica–,


y proponer el racionalismo aplicado como la filosofía de la cien-
cia contemporánea.

Consideraciones Iniciales
El concepto de ‘epistemología’ ha sido fuente de muchos equívocos,
generados por la ambigüedad del término. Éste es definido de acuerdo
con la inserción del epistemólogo dentro de una problemática y con un
cuadro de referencia determinado. Nuestra pregunta es: ¿todo y cual-
quier discurso sobre la ciencia puede ser considerado ‘epistemológico’?
La diversidad de significados de este término tiene su origen en la cultu-
ra y en el área en donde es utilizado. En Francia ese término es análogo
a ‘filosofía de la ciencia’, entendida como ‘teoría del conocimiento cien-
tífico’ (realismo, idealismo, empirismo, racionalismo, positivismo). Hay
una correlación entre estos términos. Se diferencia del pensamiento

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alemán, donde aparece como Wissenschaftlehre (doctrina de la ciencia) o
como Erkentistheorie (teoría del conocimiento de herencia kantiana). El
libro de B. Russell, Ensayo sobre los fundamentos de la geometría, de 1908,
introduce en lengua francesa el término epistemología en el mismo sen-
tido utilizado en Inglaterra (epistemology).
A. Comte, de acuerdo a E. Brehier fue un sistematizador de las ideas de
su época. Su Cours de philosophie positive, cuya redacción demoró doce
años (de 1830 a 1842), fue publicado en seis volúmenes. En ese período
los científicos (físicos, químicos y algunos biólogos) se centraban en sus
especializaciones, “encerrados, aislados, sin una doctrina epistemológica
básica, informativa y esclarecedora de todos ellas” (Moraes Fo 1983:17).
El positivismo, al contrario de lo que generalmente se enseña, es un
sistema sofisticado y complejo, que aparece después de la crítica kantia-
na a la metafísica y produce una crítica radical a la idea de método en
Descartes y Bacon. Según el propio Comte, David Hume fue uno de
sus principales precursores. En este contexto este comentario es bas-
tante significativo, pues los primeros trabajos sobre Hume surgen a
comienzos del siglo pasado.
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En el inicio del siglo pasado, en Francia, el concepto de epistemología


era, como indicamos, un término muy vago y coincidía con la expresión
‘filosofía de la ciencia’. El libro de Meyerson, Identidad y realidad (1908) –
el cual influenció la epistemología de A. Koyré–, es un claro ejemplo del
fundamento de la epistemología en sus orígenes. J. Hypolite, en un artí-
culo en la Revista de las ciencias, considera “el nuevo espíritu científico” de
Gastón Bachelard como el “auténtico fundador de la epistemología
francesa contemporánea”.
La gran novedad de los filósofos de esa tradición (G. Bachelard, A.
Koyré, G. Canguilhem, M. Foucault, P. Bourdieu, J. Claude Passeron)
es la introducción de un nuevo modo de mirar la historia de las ciencias.
Esta nueva concepción de historia, cuyo presupuesto básico es sinóni-
mo de una lectura siempre actualizada, siguiendo un lema de Koyré de
que “nada cambia tan deprisa cuanto el inmutable pasado”, apunta ha-
cia el problema de la discontinuidad, rompiendo con el concepto de ‘pro-

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greso acumulativo’. Trae una perspectiva nietzscheana de la historia
aplicada a la historia de las ciencias. Toma como epígrafe orientador la
afirmación de Nietzsche, en sus Consideraciones intespectivas, de que “el
pasado debe ser interpretado a partir de la gran fuerza del presente”. El
hecho de que la misma sea de la comprensión de “pocos”, explica los
numerosos equívocos en la interpretación de los filósofos que siguen
esa línea de pensamiento. Afirmar una historia de las ciencias disconti-
nua es tan chocante como lo fue el libro de Thomas Kuhn La estructura
de las revoluciones científicas en el contexto del ‘movimiento de la ciencia
unificada’.
Trabajando con el concepto de ruptura (en la historia y como un ins-
tante de la construcción teórica), con la idea de racionalismo aplicado y
de materialismo técnico, G. Bachelard, en su libro Essai sur la connaissan-
ce aprochée, escrito en 1927, no acepta la idea de principios apriorísticos
en relación al conocimiento científico. Para él “la ciencia crea filosofía”,
y demuestra porqué el racionalismo, el empirismo, el materialismo y el
realismo, vigentes como filosofías de las ciencias, son insuficientes para
explicar la ciencia contemporánea; esas perspectivas son complementa-
rias y no excluyentes. M. Fichant (en Chatelet 1974:124) muestra el
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cambio que esa idea representa en la epistemología bachelardiana y de


qué modo “esta mutación remite a una revuelta del campo filosófico en
su conjunto”.
Bachelard es el Nietzsche de la filosofía de la ciencia; por eso, sólo en la
década del noventa del siglo pasado comienzan de un modo intenso los
estudios sobre este autor en Alemania, Italia, España, etc. La idea de
que el discurso sobre la ciencia necesita partir de su práctica está pre-
sente en Pierre Bourdieu, pensador que en toda su obra enfatiza los
presupuestos epistemológicos (ver 1980), presupuestos de G. Bachelard
que él aplica a las ciencias humanas (específicamente, a la sociología y la
antropología).
En Francia, la epistemología es una disciplina que tiene por objeto es-
tudiar cómo se forman y se transforman los conceptos científicos, có-
mo se constituye el campo de una ciencia –la epistemología es un análi-
sis de los discursos científicos en cuanto prácticas científicas.

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La refinada especialización, provocada por el desarrollo del conoci-
miento científico, causó una “casi” imposibilidad, para personas que
están fuera ‘del asunto’, de poder hablar, con propiedad, sobre con-
ceptos que no dominan. Al mismo tiempo el científico ‘tout court’ no
tiene bases para trabajar con los “fundamentos” de la ciencia de su
formación. La dificultad está presente, y es muy actual. ¿Cómo resol-
verlo?

Bachelard y el Racionalismo aplicado


G. Lebrun (1977) cuestiona la epistemología indagando:
“¿la epistemología tiene un campo propio? ¿Es razonable que las
reflexiones sobre la naturaleza y el objeto de una ciencia esté a
cargo de una disciplina distinta de esa ciencia?”.
Lebrun levanta cuestiones que están presentes entre filósofos y científi-
cos. Hace poco tiempo este debate fue centro de discusiones, teniendo
como eje el libro de un físico, Alan Sokal, un libro de denuncia en rela-
ción a algunos filósofos que se apropiaban inadecuadamente de los
conceptos de la física.
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La cuestión de la epistemología pasó por los mismos problemas de los


Sistemas o de las Teorías que pretendían explicar todos los hechos
dentro de un lenguaje hegemónico, una característica común de las
ciencias del fin del siglo XIX –que se extendió hasta mediados del siglo
XX. El ‘movimiento por la ciencia unificada’, representado por los em-
piristas lógicos del ‘Círculo de Viena’ defendió vigorosamente la idea de
una ‘ciencia unitaria’, insistiendo en la formulación de un lenguaje único
que debería ser un lenguaje universal (Neurath e Carnap 1928). Según
Piaget (1970), este movimiento representaba un grandioso proyecto: “el
de llegar simultáneamente a una unificación del saber científico y un
método común a todas las ciencias, unificación y método que presupo-
nían dos condiciones insuperables: la fidelidad a la experiencia y la ela-
boración de un lenguaje común y exacto”.
Cuando Thomas Kuhn, en 1962, publica su libro La estructura de las re-
voluciones científicas como monografía de la Enciclopedia internacional de la

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ciencia unificada, provoca, según Muguerza (1975), el efecto de un “golpe
estrepitoso” en el contexto tranquilo y apacible de la tradición episte-
mológica del positivismo, que había iniciado la serie de la Enciclopedia.
Hasta ese momento, había una actitud de sospecha con relación al pen-
samiento epistemológico francés, pues los filósofos empiristas no en-
tendían y no aceptaban la posibilidad de un desarrollo autónomo de la
historia de las ciencias. La epistemología de Bachelard y de sus seguido-
res –epistemología de origen historiográfica– fue creada para oponerse
a la ontología.
El ‘movimiento por la ciencia unificada’ pierde su fuerza hegemónica en
la medida en que la teoría de la relatividad restricta de Einstein se for-
talece a través de la física cuántica y ésta por su parte pasa a tener una
mayor legitimidad después de la década del cincuenta del siglo pasado.
La mentalidad positivista vigente impone que en varios lugares la obra
de Bachelard no sea traducida –por ejemplo en Brasil–, mientras que en
Alemania su obra sí es traducida y profundamente debatida.
El racionalismo aplicado, propuesto por Bachelard para dar cuenta de
las ciencias contemporáneas, surge a partir del momento en que el ra-
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cionalismo y el empirismo, filosofías que fundamentaban las teorías


científicas de los siglos XVII al XIX, ya no consiguen explicar las cien-
cias contemporáneas en su complejidad y fugacidad. La filosofía de la
ciencia es una filosofía que se aplica. La actividad científica demanda
una relación de superposición entre lo racional y lo real, no una relación
de antagonismo –tal como era entendida hasta entonces, cuando se
pensaba al racionalismo y al empirismo de un modo excluyente. La ac-
tividad científica demanda un racionalismo aplicado: “si ella experi-
menta, es preciso razonar; si ella razona, es preciso experimentar” (Ba-
chelard 1975:13). Es preciso que el empirismo y el racionalismo tengan
un diálogo constante.
Bachelard es un filósofo de la ciencia que inaugura un modo nuevo de
discurso. Parte de la actualidad de la ciencia para reflejar su pasado. No
se trata de un filósofo del ‘no’ –tal como pueden sugerir algunos de sus
trabajos. La filosofía “no-cartesiana” o la lógica “no-aristotélica” indi-
can que su ‘no’ es diferencia y no negación. Diferencia no es oposición,

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la fuerza no es concebida como elemento negativo en su esencia. El
pensamiento de la diferencia puede ser pensado como distinción, ex-
cepción, detalle y concepto.
La diferencia es ser otra cosa, mostrando así que la filosofía de la cien-
cia puede ser plural, esto es, no fundamentada en antagonismos –tal
como llevan a creer el racionalismo y el empirismo, o el idealismo y el
realismo. Estas filosofías, las cuales intentaron dar cuenta de las teorías
científicas hasta el inicio del siglo XX, no acompañaron las transforma-
ciones que las ciencias venían pasando.
El filósofo Bento Prado, en una entrevista en el diario Folha de São Paulo
(21.05.95) acerca del pensamiento de G. Deleuze, afirmó que está con-
figurándose una “nueva racionalidad” –racionalidad a la cual aún no
logramos caracterizar. Deleuze, siguiendo los mismos “fundamentos”
bachelardianos, trabaja con el concepto y no más con categorías en el
sentido kantiano.
Gastón Bachelard, sufrió influencias de las nuevas teorías que surgieron
en su época –tales como el psicoanálisis freudiano, la teoría de la relati-
vidad restricta de Einstein, la geometría de Lobatchevsky, el indetermi-
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nismo de Heisenberg y la física cuántica–, esto es, de teorías que aún no


habían sido legitimadas completamente, siendo, inclusive, algunas de
ellas rechazadas. Es a partir de la “novedad” traída por esas nuevas teo-
rías que Bachelard va a analizar el pasado de la ciencia; es a partir de
ellas que se constituye el “nuevo espíritu científico”.
Para comprender la obra de G. Bachelard es preciso situarlo histórica-
mente. Bachelard pertenecía al grupo que reaccionó a la moda “de la
época, dominada por el existencialismo sartreano, movimiento que
marcó ampliamente la educación y la vida intelectual en Francia” y que
caracterizó el comportamiento de las décadas del sesenta y setenta fran-
cés (cf. Wacquant 2002:9).
La cátedra de historia de las ciencias, creada por Abel-Rey, que tuvo
como sucesor a Bachelard, trabajaba con la idea de historia desde una
perspectiva discontinuista. Ese modo de trabajar la historia de las cien-

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cias influenció a muchos pensadores contemporáneos (cf. Wacquant
2002:19).
El primer filósofo racionalista criticado por Bachelard (en el sentido de
apuntar los límites de su pensamiento) fue Descartes. Bachelard critica
la idea de ‘evidencia’ cartesiana afirmando que “la evidencia no es otra
cosa que una experiencia repetida, la fuerza del hábito”. Bachelard criti-
ca también la idea de adecuación, ya que para él el conocimiento no
puede ser adecuado debido a la fugacidad y la complejidad de lo real;
esto es, el conocimiento es siempre aproximado, ‘connaisance appro-
ché’. La cuestión que aquí se coloca es: “en qué dirección y por qué
organización de pensamiento podemos tener certeza que nos aproxi-
mamos de lo real?” (Bachelard 1973:7). Es preciso que el espíritu se
mueva para reflejar las diversas multiplicidades que califican el fenóme-
no.
La idea de método en la contemporaneidad es analizada bajo otra pro-
blemática, ya no más como criterio de cientificidad o de seguridad en
búsqueda de la verdad. Bachelard afirma que “no hay método de inves-
tigación que no acabe por perder su fecundidad inicial. Llegamos a un
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momento en que ya no se tiene interés en buscar lo nuevo sobre los


restos del antiguo”, “el espíritu científico no puede progresar sino
creando nuevos métodos” (Bachelard 1975:121).
Una investigación no puede justificarse a priori; sólo a posteriori, por la
eficacia de su resultado, por la eficacia de su capacidad explicativa –no
es la cantidad de casos particulares estudiados lo que dará seguridad al
investigador. En relación a la garantía de certeza, no importa si el méto-
do empleado es deductivo o inductivo: el grado de seguridad es el mis-
mo.
Tomando la física-matemática como punto de partida, el empirismo y el
racionalismo tradicionales no dan cuenta de la complejidad de la rela-
ción razón-experiencia, esta física determina una mentalidad abstracto-
concreta con una síntesis notable.

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“Un mismo objeto puede determinar varios tipos de objetiva-
ción, varias perspectivas de rigor, puede pertenecer a problemáti-
cas diferentes” (Bachelard 1975b:7)
En el racionalismo aplicado, empirismo y racionalismo están en diálogo
permanente. El racionalismo aplicado busca dialectizar el pensamiento
y esclarecer la experiencia; en él existe una cierta imbricación entre ra-
zón y experiencia. La ciencia contemporánea no puede ser entendida
como la elección entre dos puntos de partida –razón o experiencia–,
disputa que caracterizó los siglos XVII, XVIII y XIX.
El vector epistemológico parte de lo racional para lo real, en la medida
en que la matemática está presente en la física contemporánea. La rela-
ción abstracto-concreto establece una correspondencia entre los pen-
samientos experimentales y los pensamientos algebraicos. “Una co-
rriente alterna mantenida no es un fenómeno, sino una técnica de orga-
nización de fenómenos. Adquiere su realidad en el transcurso de la
propia organización” (Bachelard 1975:195).
Experiencia y razón reclaman un racionalismo aplicado, es decir, una
constante fusión del sistema de razón teórica y de experiencias técnicas.
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Esas son lecciones de la física cuántica. La ciencia contemporánea hace


al hombre entrar en un mundo nuevo, el nuevo materialismo presenta
una enorme pluralidad de materias, el materialismo instructivo, real,
progresivo, contrariando la idea de homogeneidad entre las materias y
las perspectivas sobre esas materias. Afirmar la pluralidad de lo real
rompe con la idea de alternancia. El científico puede poseer varias
perspectivas de lo real sin dejar de ser coherente con sus principios; ésta
es la gran novedad de la ciencia contemporánea. Salimos de la “seguri-
dad” ofrecida por la ciencia del “antiguo espíritu científico”.
Para Bachelard, afirmar que el método, como instrumento de investiga-
ción, posee un valor de oportunidad –en una época dónde el método
era constitutivo de cientificidad–, equivale a romper con “lo estableci-
do”. (Consideremos que Bachelard construye su obra en un momento
histórico dónde el valor del método no podía ser cuestionado, ya que
era considerado como un a priori condicionante de toda buena investi-
gación). La matemática, que aparece como “instrumento” de la física y
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de la química, no puede ser explicada por el racionalismo tradicional; la
física-matemática del racionalismo aplicado “es un racionalismo antici-
pador muy diferente del racionalismo tradicional” (Bachelard 1975:6).
Para comprender el pensamiento de G. Bachelard es preciso tener en
mente que es
“el detalle el que dicta la ley, es de la excepción que se hace la re-
gla y que no es en plena luz, sino al lado de la sombra, que el ra-
yo, al difractarse, nos confía sus secretos” (1975:90).
Lo real inmediato y aparente no contribuye para el desarrollo de la cien-
cia ni para el surgimiento de la “novedad”.
El concepto de ‘fenomenotecnia’ fue empleado por primera vez por
Bachelard para caracterizar el “racionalismo aplicado”. Este concepto,
en la filosofía de Bachelard, es el mediador entre naturaleza y cultura. El
fenómeno natural ya no se presenta como aquel que puede ser observa-
do por los sentidos; ese fenómeno es producto de aparatos, es producto
de técnicas altamente elaboradas, pasando entonces a ser un fenómeno-
técnico. La realidad de los elementos infinitesimales, que sólo pueden
ser vistos a través de aparatos, tiene una función que no puede ser
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comparada a los fenómenos naturales observados. Su lógica y su fun-


cionamiento difieren completamente uno del otro dificultando la gene-
ralización, procedimiento tan usual en la ciencia de esta época. El fe-
nómeno natural que se presenta como objeto construido hace tenue la
diferencia entre naturaleza y cultura presente en culturalistas como
Dilthey, por ejemplo.
Sólo después de las “revoluciones científicas” del inicio del siglo pasado
se puede percibir que lo real no tiene una función monótona y que la
diferencia establecida entre naturaleza y cultura no es tan diferente, co-
mo pensaban los filósofos de la Escuela de Marburgo (Escuela de ori-
gen kantiana, representada por Dilthey, Rickert, Windelbland, etc.) a
fines del siglo XIX.
En L’Activité rationaliste de la physique contemporaine (1965:87), Bachelard
analiza la noción de corpúsculo para mostrar la novedad que esta no-
ción trae para la ciencia contemporánea, la cual pasa, entonces, a tener

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carácter de invención, en la medida en que “los corpúsculos son del
siglo XX. Ninguna historia imaginaria, ninguna utopía filosófica los
puede destacar de la época de la madurez de las técnicas eléctricas en
que ellos aparecieron”. Los corpúsculos son fenómeno-técnicos, pro-
ductos de una fenomenotecnia que posibilita pensar la ciencia no más
como “reproductora” de lo real, sino como una creación. El objeto es
construido, en el sentido de elaboración teórica. El fenómeno no apare-
ce naturalmente, él es constituido por una conciencia de interpretación
instrumental y teórica que hace imposible dividir un pensamiento expe-
rimental puro y una teoría pura. La ciencia de hoy es deliberadamente
factual.
“Ella rompe con la naturaleza para constituir una técnica. Cons-
truye una realidad, tamiza la materia, da una finalidad a las fuer-
zas dispersas. Construcción, purificación, concentración dinámi-
ca, he allí el trabajo humano, he aquí el trabajo científico” (Ba-
chelard 1965:4).
La teoría de la relatividad de Einstein constituye para Bachelard una
verdadera “revolución” que sacude los cimientos de la física newtoniana
y apunta hacia un cambio mucho más significativo que el que la teoría
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copernicana significó para la filosofía.


Así como para Bachelard, para Bourdieu el hecho es conquistado,
construido y constatado, lo que significa afirmar que el hecho no es
“factum”, no es “dato” ni “fenómeno”. Para Bourdieu, el “racionalismo
aplicado” es el único capaz de restituir completamente la verdad de la
práctica científica al asociar íntimamente los “valores de coherencia”
con “la fidelidad a lo real” (Bourdieu 1976:83)
G. Canguilhem, al hablar de la epistemología bachelardiana, hace una
lectura a partir de un cuerpo de axiomas que va a revelar de qué modo
la filosofía de Bachelard va a mostrar las instrucciones laboriosamente
recolectadas y comprobadas. El primer axioma es relativo al ‘primado
teórico del error’. “La verdad no adquiere su pleno sentido a no ser al
final de una polémica. No podría haber una verdad primera, sólo
existen errores primeros” (Bachelard 1965:22).

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Canguilhem llama la atención para el estilo cartesiano de esa afirmación:
“verdad primera está en el singular, mientras que los errores primeros
en el plural” (Canguilhem 1972:5). El segundo axioma es relativo la
depreciación especulativa de la intuición. “Las intuiciones son muy úti-
les, sirven para ser destruidas” (Bachelard 1975:139). Ese axioma puede
ser convertido en dos fórmulas: “En todas las circunstancias, lo inme-
diato debe ceder lugar a lo construido” (Bachelard 1975c:144). Y: cual-
quier “dato debe ser encontrado como resultado” (Bachelard 1975c:57).
El tercer axioma es relativo a la posición del objeto como perspectiva
de las ideas” (Bachelard 1975c:246).
Canguilhem analiza esos tres axiomas, fundamentos del pensamiento de
G. Bachelard, y afirma que “a Bachelard poco le importa la etiqueta que
los aficionados a las clasificaciones escolares o los censores de ideolo-
gías heterodoxas intentan poner sobre lo que no es su sistema, sino
solamente su línea de pensamiento. Si es considerado idealista cuando
aborda la ciencia por la vía de la física matemática, él responde: idealismo
discursivo, es decir, laborioso en su dialéctica y nunca triunfante sin vici-
situdes. Si es considerado materialista cuando entra en el laboratorio del
químico, él responde: materialismo racional, es decir, instruido y no inge-
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nuo, operante y no dócil, en suma, materialismo que no recibe su mate-


ria, sino que la presenta a sí mismo, que piensa y trabaja a partir de un
mundo recomenzado” (Canguilhem 1972:52). La crítica al racionalismo
tradicional y al empirismo tradicional está presente en toda la obra
epistemológica de Bachelard, quien sistemáticamente defiende la idea de
un racionalismo aplicado.

Consideraciones Finales
Durkheim afirma que
“los mayores pensadores de cualquier época son aquellos que no
sólo hacen descubrimientos importantes –esa es la tarea de cual-
quier científico–, sino aquellos que también provocan en quienes
están a su alrededor un cambio en el modo de pensar, de indagar
y de escribir” (cf. Wacquant 2002:7).

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G. Bachelard pertenece a esa categoría. Con la sutileza de sus análisis
pasa en revista toda la física y la química a partir del siglo XVII. Se si-
gue, de esto, que las nuevas teorías científicas demandan nuevas refle-
xiones.

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TEORÍA DEL CONOCIMIENTO
Y FILOSOFÍA DEL LENGUAJE:
LA GRAMÁTICA DE LOS TÉRMINOS PSICOLÓGICOS

Eduardo Gomes de Siquiera

RESUMEN. En el presente texto examino la forma de presentación de


algunos temas centrales en debate en la actual teoría del conoci-
miento de vertiente analítica (‘fundacionismo y coherentismo’,
‘internalismo y externalismo’, ‘invariantismo y conceptualismo’),
con el objetivo de destacar el papel que cumplen algunos térmi-
nos psicológicos. Entiendo que del modo de presentar términos de
esta estirpe (como ‘creencia’, ‘percepción’, ‘ver’, ‘ver como’, ‘con-
fianza’, ‘duda’, ‘pensar’, ‘querer’, ‘recordar’, ‘esperar’, etc.) depen-
de la formulación de los problemas, cuyo estilo puede ser colo-
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cado en cuestión desde un punto de vista interno más amplio,


desde una filosofía del lenguaje de inspiración terapéutica y gra-
matical.

Consideraciones Iniciales
En nuestro contexto no tenemos una atmósfera muy clara para hablar
de ciencia1. Por ejemplo, en general no es fácil convencer a nuestros
alumnos de graduación de la importancia y la necesidad de discutir de
modo más elaborado este tema. Inicialmente me gustaría incluir algunas
líneas que, en carácter de justificación, permitan formar una idea de la
razón de ser de este extraño fenómeno (las resistencias locales, de re-

1 ‘Nuestro contexto’, aquí, hace referencia a las Universidades del nordeste de


Brasil. Creo, sin embargo, que estas consideraciones pueden ser extensivas a
muchas Universidades de varias regiones de Latinoamérica.

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giones carentes de ciencia, a discutir el asunto de manera calificada).
Esto será también una manera de presentar una justificación previa de
nuestro tema y de la elección de su forma de abordaje.
En primer lugar creo que está, inevitablemente, el bajísimo nivel de
nuestra formación escolar –recientemente comprobado (en el IDEB
2007), por primera vez de modo sistemático y amplio. La investigación
muestra que el alumno de enseñanza pública media y fundamental que
haya aprendido 100% de lo que le fue enseñado, sólo habrá aprendido
en media 38% de lo que debería (por ejemplo, la media en la ciudad de
Aracaju, Sergipe, Brasil, es de 29%) –o ni eso, con la ‘promoción auto-
mática’ para ciclos.
Es claro que sólo nos gusta lo que dominamos. Las dos únicas áreas del
conocimiento en las cuales Brasil se destaca están ligadas a inversiones
estatales prolongadas (prospección marítima de petróleo y biocombus-
tibles). Cuando más, lo que exportamos son artistas y atletas (sobre
todo músicos y jugadores de fútbol), además de las commodities2 agrícolas
y ganaderas de siempre.
El hecho es que nuestro alumno típico aprende a tener prejuicios contra
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la ciencia antes de haber alcanzado una comprensión elemental sobre


qué es eso. La situación es reforzada tanto por los jactanciosos discur-
sos locales, como por los discursos humanistas globales, que se en-
cuentran al querer valorizar los ‘saberes alternativos’, ‘multiculturales’,
en detrimento de la ‘tecnología’ imperante.
Lo más grave de todo, me parece, es la orgullosa ignorancia que nues-
tros alumnos exhiben (remito especialmente a las Humanidades) en
relación con el lenguaje matemático. ¿Qué pensaría Platón respecto de
en qué se convirtió su Academia? Muchos alumnos de Humanidades se
comportan como si la mera ignorancia sobre un área fuese una califica-
ción automática para otra. Incluso profesores (de filosofía, historia y
sociología), tienden a poner en blanco los ojos y a saltear simplemente

2 En inglés en el original. Se respetan todos los términos en inglés, latín u otro


idioma utilizados por el autor (N. del T.)

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partes de textos que envuelvan conocimiento lógico, geométrico y ma-
temático (y en el área de matemática, especialmente, el alumno brasile-
ño es probadamente de los peores del planeta).
Inconsciente de sus limitaciones, pero amparado por nietzschianos re-
beldes (con o sin causa), fenomenólogos románticos o posmodernos
deslumbrados, por religiosidades variadas (en lo que incluyo no solo
kardecistas, sino muchos marxistas-de-carnet), y mucha subliteratura,
nuestro alumno típico aprende antes a ‘dudar’ del principio de no con-
tradicción que a darse cuenta de qué precisaría saber para comenzar a
entender lo que eso significa –y encuentra en la palabra ‘dialéctica’ una
justificación apriorística, definitiva y cómoda para respaldar todas sus
inconsistencias. Coherencia lógica y fundamentación empírica pasan a
ser vistos como cosa de ‘gente estrecha’, tales como militares positivis-
tas y tecnócratas reaccionarios. Preferimos soñar con otros mundos
posibles a procurar entender éste en el cual vivimos.
Lo que este texto quiere mostrar es el modo como se discute ciencia a
partir de quien la domina (y no a partir de quien se resiente contra ella,
buscando ‘las ventajas del atraso’). A partir de nuestra exposición, colo-
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caremos algunas líneas de cuestionamiento que pueden ser recorridas


desde dentro del abordaje analítico de la teoría del conocimiento contem-
poránea –evitando así los abordajes ingenuos y confusos de quien jubi-
losamente tira piedras desde fuera en el edificio científico, recurriendo, sin
embargo, a la ciencia siempre que le conviene (y sin dejar de querer
consumir computadores up to date, celulares bien equipados, frenos se-
guros, cosméticos eficientes y los medicamentos más avanzados, a tra-
vés de modernas tarjetas de crédito). Veamos entonces algunos de esos
temas centrales y su modo de discutirlos en el tratamiento analítico de
la ciencia, antes de examinar sus límites desde el punto de vista de la
filosofía del lenguaje de Wittgenstein.

Desarrollo
A continuación, analizaremos, en un primer momento, las dos exigen-
cias básicas elementales de un discurso científico (el uso de la lógica y el
recurso a la experiencia), caracterizando dos planteamientos antagóni-
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cos que algunas veces enfatizan el papel de la experiencia (el ‘fundacio-
nismo’), y otras el papel de la lógica (el ‘coherentismo’) –mencionando
una tentativa actual de conciliar los opuestos (el ‘funderentismo’).
En un segundo momento caracterizaremos, a partir de Gettier, el pro-
blema del análisis y definición de lo que significa ‘conocimiento’ (la
definición tripartita), y las dos grandes tentativas de resolver las dificul-
tades por él reabiertas en relación con la palabra ‘justificación’ (‘interna-
lismo’ y ‘externalismo’).
Finalmente, en un tercer momento buscamos mostrar, a partir de De-
Rose, qué poseen en común todas las posiciones discutidas hasta aquí:
están todas en el marco del ‘invariantismo’ (el presupuesto de la exis-
tencia de un ‘núcleo duro’ invariante en la significación de ‘conoci-
miento’), la que podemos poner junto al tratamiento ‘contextualista’
varía en el contexto, procurando determinar el modo en que eso acontece.
Concluimos destacando algunas características de este modo de discutir
los límites y el papel del conocimiento en nuestra vida, mostrando de
qué modo éste se apropia de elementos metodológicos y de instru-
mentos de análisis wittgensteinianos –sin dejar de notar, at last but not at
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least, elementos wittgensteinianos eliminados por el abordaje analítico


estrito senso.

Fundación empírica y coherencia lógica

Al considerar las fuentes posibles del conocimiento científico, además


de ‘la lógica y la experiencia’, podemos reconocer, siguiendo el esquema
del manual de Huemer, las cinco siguientes: la percepción, la memoria,
el testimonio, la razón (inferencia lógica deductiva) y la inferencia in-
ductiva (el ‘problema de la inducción’ incluido) (Huemer, 2002).
La percepción, o sea el ejercicio de los cinco sentidos, es considerada el
principal medio por el cual conocemos algo sobre el mundo que nos
rodea. Por eso es fundamental tener una comprensión básica sobre qué
significa ‘percibir’ (un término psicológico), sobre qué es lo ‘percibido’
en la percepción (como su contenido) y de qué modo eso que es perci-

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bido puede tornarse ‘conocido’. En el modo de responder a eso ya se
tipifican distintas formas de tratar el problema del conocimiento.
El ‘realismo ingenuo’ o ‘realismo directo’ (por ejemplo, el neotomismo)
sustenta simplemente que, en la percepción, estamos directamente
conscientes de objetos externos, o sea, sin que eso dependa de la me-
diación de imágenes mentales (o de cualquier otra cosa no externa).
Realistas directos creen que tenemos conocimiento inmediato tanto de
la existencia como de algunas propiedades de los objetos externos que
percibimos. Este punto de vista parece ser la concepción de partida
mejor instalada en el sentido común.
Contra el simplismo e ingenuidad del realismo directo, el ‘representa-
cionalismo clásico’ o ‘realismo indirecto’ sustenta que, en la percepción,
de lo que estamos directamente conscientes es apenas de ciertas entida-
des o estados mentales internos, algo generalmente más conocido como
sense-data (Russell) –versión inglesa de los ‘fenómenos’ cognoscibles, por
oposición al ‘número’ inaccesible, en lenguaje kantiano. Estamos apenas
indirectamente conscientes de las cosas externas; o sea, nuestra conciencia
de los objetos físicos depende de la mediación de la conciencia que
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tenemos de las imágenes, que es lo que realmente poseemos por la per-


cepción. Podemos obtener conocimiento (creencias justificadas) sobre
el mundo externo, infiriendo datos acerca del mundo exterior a partir
de un análisis del carácter de estas imágenes. Lo que distingue al realista
indirecto del idealista es justamente el hecho de asumir que la hipótesis
del mundo externo provee la mejor explicación para el hecho de que
tenemos justamente el tipo de sense-data que tenemos.
El ‘idealismo’ asume, por su parte, que no existe mundo externo; todo
lo que existe son las mentes y las ideas en la mente. En esta visión, la
percepción es simplemente el proceso de experimentar un cierto tipo
particularmente vívido de ideas. Por lo tanto, para el idealista no puede
haber ningún problema respecto de cómo conocemos algo de los ob-
jetos externos. Nótese apenas que en el ‘Idealismo Trascendental’ de
Kant no se niega la cosa ‘en sí’, cuya existencia es afirmada necesaria-
mente, sólo se niega su cognoscibilidad ‘para nosotros’.

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Una última posición, que nos permite comenzar a montar un cuadro
general ya a partir de la noción de percepción, es el ‘escepticismo’. El
escéptico asume que no podemos saber si un mundo exterior existe (y ni
podemos saber algo al respecto de cómo es éste, si es que existe). El
escéptico no se confunde con el idealista porque él no niega la existencia
de objetos externos; dice apenas que nada sabemos, ni podemos saber,
sobre su existencia y propiedades objetivas. Para el escéptico es tan sin
fundamento afirmar como negar la existencia del mundo exterior.
El papel de la memoria (un término psicológico más) es esencial, pues
la mayor parte de lo que se sabe consiste en cosas que se aprendieron
antes, y que somos capaces de recordar –por ejemplo, quién fue Au-
gusto Pinochet y de qué asunto trata este texto. La memoria, en cuanto
tema epistemológico, incluye cuestiones del tipo: “¿Cómo sabemos si
los eventos de los que nos acordamos efectivamente ocurrieron?” y
“¿Cómo justificamos nuestra creencia de que algo ocurrió por habernos
acordado de eso?” Huemer insiste en el interés epistémico de distinguir
la ‘memoria eventual’ (recordar un evento que fue previamente testi-
moniado) de ‘memoria factual’ (recordar un hecho que fue previamente
aprendido), pues es posible tener memoria factual incluso en ausencia
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de cualquier memoria eventual relevante. Yo puedo, por ejemplo, recor-


dar que Brasil proclamó la República en 1889 (memoria factual), pero no
puedo recordar la Proclamación en sí (memoria eventual). “Ambos tipos
de memoria cumplen”, de acuerdo con Huemer, “un importante papel
en nuestra retención del conocimiento” (Huemer 2002:85).
El testimonio es otra fuente diseminada de conocimiento, que ha sido
descuidada. ‘Testimonio’ en sentido amplio incluye “(...) todos los casos
en los cuales una persona asevera algo y otra persona oye, lee o testi-
monia de cualquier modo la aserción” (Huemer 2002:217). El testimo-
nio cumple un importante papel, tanto en el día a día como en la ciencia
–donde el testimonio del científico, así como el de sus observaciones,
deben ser bases confiables para otros científicos que están construyen-
do sus teorías. Una razón para la negligencia en relación con ese asunto
puede residir en el problema del valor de prueba del testimonio, consi-
derado como fuente altamente insegura de información (considérese su

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papel en el campo jurídico), además de poder decirse que no se obtiene
conocimiento verdadero simplemente haciendo suyas las palabras aje-
nas. La actitud de rechazo al testimonio como fuente de conocimiento
ha sido en gran medida una reacción comprensible a la confianza ciega
que algunas filosofías depositan cuando apelan a la autoridad.
El papel propio de la razón (otro concepto psicológico) y la posibilidad
de conocimiento a priori es otro punto altamente controvertido en la
teoría del conocimiento. Apenas mencionamos aquí el problema, ya que
se trata de una exposición general. Los empiristas argumentaron que todo
conocimiento es derivado de la observación, y que el papel de la razón
es apenas el de operar inferencialmente a partir de la informaciones
proporcionadas por la experiencia. En contraste, los racionalistas dicen
que poseemos algún conocimiento sustantivo que es independiente de
le experiencia, y que la facultad de la razón puede ser una fuente de
nuevos conocimientos. La dificultad para el empirista es explicar justa-
mente nuestros conocimientos de ciencias exactas, difícilmente reducti-
bles al conocimiento empírico – dificultad que el racionalista enfrenta
recurriendo a lo ‘sintético a priori’ (poco usual), o a la noción problemá-
tica de ‘contenido formal’ analítico a priori.
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Los racionalistas kantianos son criaturas que creen que existe algún
conocimiento sintético a priori. Los empiristas niegan esta posibilidad,
sea afirmando que no existe ningún conocimiento a priori (‘empirismo
extremo’), sea afirmando que sólo existe conocimiento analítico a priori
(‘empirista moderado’). Kant piensa que la mente impone sobre el
mundo un tipo de estructura, que determina ciertos aspectos de cómo
percibimos (y concebimos) las cosas. Nuestro conocimiento sintético a
priori derivaría de esta estructura auto-impuesta por ‘nuestra’ razón. De
cualquier modo, el debate sobre el papel de la razón y sus a prioris con-
tinúa3 .

3 Cf., por ejemplo, las posiciones de Quine en “Dos dogmas del empirismo”
(Philosophical Review 60, 1951), para quien la distinción analítico-sintético es uno
de los dogmas del empirismo, y de Joelle Proust en Questions de Forme (Fayard,
París, 1986), para quien esta distinción siempre tiene un carácter eminentemente
racionalista, y jamás fué un dogma ‘del empirismo’.

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Las cuestiones principales concernientes a la inducción son al respecto
de sí y de cómo las premisas de un argumento inductivo proporcionan
una razón para creer en la conclusión. Este tema se origina con el fa-
moso argumento, en su Investigación acerca del entendimiento humano, por el
cual Hume habría asumido la tesis del escepticismo inductivo: inferencias
inductivas jamás están justificadas –con el paradójico resultado de que
la operación fundamental de la ciencia empírica no es justificable racio-
nalmente.
Nelson Goodman argumenta por la ‘disolución’ del tradicional proble-
ma de la inducción (Goodman 1973). A fin de mostrar que un argu-
mento inductivo es justificado, todo lo que tendríamos que hacer es
mostrar cómo aquella inferencia concuerda en nuestras prácticas argu-
mentativas aceptadas. Sin embargo, Goodman identifica un ‘nuevo’
problema, que es el de establecer las reglas efectivas de inferencia in-
ductiva que aceptamos. A pesar de esto muchos epistemólogos todavía
creen que el ‘viejo’ problema de la inducción es realmente un problema,
y así continúan trabajando en el diagnóstico del defecto que sería preci-
so encontrar en el argumento de Hume.
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Los fundacionistas son, por tanto, criaturas que creen que el elemento
principal de justificación de una alegación de conocimiento es la corres-
pondencia con lo real percibido: los hechos fundamentales (lógicos o
empíricos) deciden. Ya los coherentistas son criaturas que creen que lo
principal está en la coherencia de las creencias justificadas entre sí, sin
apelar para un ponto básico de fundación: la coherencia lógica decide.
Para intentar salir de este impase, Susan Haack propuso recientemente
una fusión entre los dos principios, en lo que bautizó como ‘funderen-
tismo’ (Haack 1998). Se trata de una tentativa de hacer reconocer que,
tal como en el juego de palabras cruzadas, una entrada de respuesta
correcta es justificada tanto por su correspondencia con la pista ofrecida,
como por su coherencia con las otras respuestas ya dadas. Susan Haack
asume que algunas creencias poseen algún grado de justificación funda-
cional, pero que, al mismo tiempo, estas creencias pueden ser poste-
riormente justificadas por su coherencia unas con otras.

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Según la analogía con el juego de palabras cruzadas, cada entrada de
respuesta debe satisfacer en algún grado a una pista, y todas las entradas
quedan mutuamente justificadas por su capacidad de permanecer juntas
formando un todo coherente. El cuán justificada es una creencia de-
pendería, entonces, de cuán buena es la evidencia de que dispone el
sujeto para poseerla, lo que depende, en resumen, de tres factores: 1) el
grado de soporte que la evidencia confiere a la creencia; 2) el grado en
que la evidencia del sujeto está ella misma justificada, y 3) la comprensi-
bilidad de la evidencia del sujeto (una creencia es mejor justificada si es
coherente con un gran cuerpo de evidencias del que se es coherente
sólo con una cantidad menor de ellas). En qué medida esto puede ser
una solución para los impases entre la primacía de la lógica o de la ex-
periencia en el conocimiento humano, todavía está por ser debidamente
evaluado.

Lo interno y lo externo de la justificación

El famoso artículo de Edmund Gettier, “¿Es conocimiento la creencia


verdadera justificada?” (Gettier 1963), reanima, desde Platón, el pro-
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blema de la definición tripartita. Se parte de la evidencia de que lo que


puede ser ‘verdadero’ o ‘falso’ son nuestras creencias sobre lo real, de
modo que todo conocimiento es una creencia, pero no toda creencia es
conocimiento. Una ‘creencia falsa’ no puede pretender ser conoci-
miento, ni una creencia verdadera obtenida sin mérito (por suerte).
Los ejemplos dados por Gettier son del tipo que muestran que el con-
cepto de justificación es problemático porque es demasiado amplio para
cumplir su función: hablar de ‘creencia verdadera justificada’ no es sufi-
ciente. Él usa esencialmente casos en los cuales una persona posee una
creencia justificada, sin embargo errada, en q, y con base en ella infiere
otra proposición p, que llega a ser verdadera (aunque la razón que él
tenía para creer en ella fuera un error). En un caso como este realmente
no se podría decir que la persona sabe, o tiene conocimiento de que p es
verdadero, aunque p sea verdadero, que él crea en eso, y que disponga de
una justificación para creer en eso.

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Es a través de contraejemplos que procede la refutación gettieriana de
la noción tradicional de conocimiento, abriendo así una inmensa dis-
puta epistemológica en torno al término ‘justificación’. Con la refuta-
ción de Gettier, algunos epistemólogos decidieron que lo necesario era
acrecentar una especificación a la definición tripartita para definir mejor
‘justificación’. Otros, por el contrario, decidieron sustituir este tercer
término.
Así, ante el impase gettieriano, se abren dos posibilidades: creer que la
noción de justificación es la que precisa ser, desde dentro, mejor especifi-
cada, para así poder distinguir lo que es conocimiento de lo que no lo es
(internalista), o creer que el problema está justamente en la vieja noción
de justificación, que debería dar lugar a una noción extra (externalistas).
La primera propuesta internalista nueva fue la Michael Clark, quien
defiende acrecentar la especificación de que la creencia de S en p debe-
ría ser “plenamente fundada” (fully groung) (Clark 1963) –lo que significa
que no podría haber creencias falsas en la cadena de razones de S para
justificar su creencia en p. Ya autores externalistas proponen sustituir la
condición tradicional por algo diferente, como Alvin Goldman: según él
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debería haber una “conexión casual” entre la creencia de S y el hecho


que torna esta creencia verdadera (Goldman, 1967).
El consenso hasta aquí reside en que la definición tripartita, tal como
está, envuelve menos dos condiciones necesarias para que algo sea conoci-
miento (ser ‘creencia’ y ser ‘verdadera’), pero eso no es todavía, de mo-
do alguno, una condición suficiente para atribuir conocimiento a alguien
(sea a otro o a sí propio). Nuestro próximo paso es examinar esa exi-
gencia de satisfacción de condiciones para poder hablar de conoci-
miento.

Invariancia y contexto

En su libro Relatividad filosófica (1984), Peter Unger introdujo los térmi-


nos ‘invariantismo’ y ‘contextualismo’. Así, permitió marcar categorial-
mente, en otro plano, los límites del debate analítico sobre el conoci-
miento. Con base en esta distinción podemos decir que todos estos

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tratamientos de la significación del ‘conocimiento’, hasta aquí presentados,
pueden ser vistos como una manera invariantista de abordar el tema: asu-
men de salida que existe un conjunto fijo de condiciones que una per-
sona debe satisfacer a fin de ser tenida en cuenta como ‘conociendo’
algo. En otras palabras, asumen que la significación de ‘conocer’ no
varía. (Aunque Susan Haack se diga fundacionista y coherentista, bien
como internalista y externalista, al mismo tiempo, su ‘funderentismo’ difí-
cilmente escaparía del rótulo de invariantista, en este debate).
Keith DeRose asume la distinción de Unger para defender un contextua-
lismo según el cual las condiciones requeridas varían de acuerdo con la
situación de la persona a quien se atribuye conocimiento: en otras pala-
bras, la significación de la palabra ‘conocer’ varía según el contexto en el
cual es usada. Esto es similar al modo por el cual la significación de una
expresión anexada tal como “esta sala”, en el ejemplo de DeRose, varía,
en dependencia del contexto del hablante –la expresión se refiere a dife-
rentes cuartos, dependiendo de donde está localizada la persona que usa
la expresión en aquel momento (DeRose 1992).
Si la significación de ‘conocer’ es, en sentido análogo, contextual, en-
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tonces es posible que alguien diga “S sabe que p”, y otra persona, o la
misma pero en otro momento, diga “S no sabe que p” (donde ambos
enunciados se refieren a la misma persona y a la misma proposición, y
están hablando del mismo acontecimiento en el tiempo), sin estar con-
tradiciéndose de modo genuino. Ambos enunciados pueden ser verda-
deros porque, como dice Huemer, “El contexto del segundo plantea-
miento puede ser diferente al contexto del primero de modo tal que el
patrón para que algo cuente como ‘conocimiento’ es más elevado en
este último” (Huemer 2002:439). Los contextualistas buscan explicar los
factores contextuales que afectan nuestros patrones de conocimiento.
El recurrir al contexto, al contrario de llevarnos a los brazos del relati-
vista o del escéptico, nos proporcionaría, según DeRose, una manera
eficaz de combatirlos. Los contextualistas creen generalmente que los
argumentos del escéptico dependen de la manipulación del contexto
conversacional, de tal modo que los patrones para ‘conocer’ son colo-
cados en un nivel mucho más alto que los patrones que aplicamos en

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nuestros usos cotidianos de ‘conocer’. El problema no estaría en el co-
nocimiento en sí, sino en los patrones que nos imponemos y que supo-
nemos cuando hablamos sobre esto.
Para finalizar este tópico, me gustaría mencionar la posición metodoló-
gica de Quentin Skinner, y sus implicaciones para la interpretación de
textos en el área de ciencias humanas. En su texto metodológico-
programático, Skinner también propone la superación de una oposición
metodológica tradicional: entre el textualismo estructuralista (según el
cual sólo el texto en sí mismo, en sus oposiciones internas, puede ser la
base de la interpretación de su significado), y el contextualismo usual,
legítimamente criticado debido a sus abusos, al reducir el significado de
los textos a elementos externos a él, a una comprensión fija y previa, o
dogmática, de lo que sea el contexto (Skinner 1969). Los contextualistas
se han mostrado altamente criticables por reducir el significado de los
textos que analizan a una concepción cristalizada del contexto, la cual ya
traen a priori, y que se rehúsan a colocar en cuestión. Si fuera el caso de
que solamente existiesen estas dos líneas de abordar el tema, sin duda
que daríamos la razón, con Skinner, a la prudencia textualista.
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El ‘contextualismo semántico’ de Skinner se diferencia de este contex-


tualismo mal aplicado por intentar reconstruir el contexto de interlocución del
autor del texto en análisis. El significado del texto no estaría, según
Skinner, ni en las intenciones de la mente del autor, ni en las interpretaciones
de sus lectores. Para alcanzar el significado de un texto es preciso ir más
allá de él (contra el textualista), en dirección al contexto, pero investi-
gándolo sin predeterminarlo (contra el contextualismo usual). El éxito
de Skinner, en sus análisis de Maquiavelo a Hobbes, por ejemplo, hizo
bastante convincentes sus argumentos sobre el alcance y la pertinencia
de su abordaje.

Consideraciones Finales
Para el estudioso de Wittgenstein es fácil percibir la influencia de este
autor en la forma de presentación de los debates en teoría del conocimiento
de inspiración analítica. Aunque nunca se haya ocupado de desarrollar
una epistemología propia, su modo de formular los problemas con-
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ceptuales, en filosofía del lenguaje, en sus dos fases (la del Tractatus Logi-
co-Philosophicus (1993) y la de las Investigaciones Filosóficas (1968)), marcaron
en gran medida el modo de discutir los problemas. Destacaremos, para
concluir, algunos trazos notorios de esa influencia: primero, las que
fueron claramente absorbidas por las formulaciones teóricas que consi-
deramos; después, algunas ideas de Wittgenstein que parecen no haber
sido aun muy bien asimiladas por la líneas centrales de estos debates.

¿Qué aprendió con Wittgenstein la discusión epistemológica contemporánea?

Cuando se habla de conocimiento, se habla de conocimiento ‘proposi-


cional’. La concentración de la discusión alrededor del problema de la
‘proposición’ estuvo intensamente marcada por la ‘teoría’ del primer
Wittgenstein, de la proposición como ‘figuración lógica de los hechos’
(central en el Tractatus). Antes que la cuestión metafísica de la ‘verdad’,
lo que importa es la ‘cuestión del sentido’ –la cual depende sólo de
nuestras capacidades analíticas. La lógica es autónoma frente a la expe-
riencia, enseña el joven Ludwig, y los contenidos que discutimos de-
penden, en última instancia, del modo de presentación (Darstellugsweise) que
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adoptamos como salida para tratarlos (lo que debe ser esclarecido a
priori). La tarea analítica queda así demarcada, justificada y abierta a la
discusión.
El segundo Wittgenstein colocó en cuestión sus presupuestos iniciales,
y abrió una nueva perspectiva de análisis conceptual a partir de los años
30 del pasado siglo. Contra las “idealizaciones del lenguaje por parte de
los lógicos” (incluso el autor de Tractatus) el recurso de Wittgenstein de
las Investigaciones al lenguaje cotidiano, los ejemplos y contraejemplos, a fin de
combatir generalizaciones filosóficas (como en Gettier), los ‘juegos de
lenguaje’, y analogías con juegos más primitivos (como las palabras cru-
zadas de Susan Haack), el análisis de casos particulares y el reconocimiento
de la relación de las reglas que seguimos con las formas de vida que las sus-
tentan, son procedimientos ampliamente aceptados en los debates que
describimos –aunque hayan sido casi iconoclásticamente introducidos
en el ambiente inglés por el siempre incomprendido autor austriaco.

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La idea central de Goodman, por ejemplo, de que el antiguo ‘problema
de la inducción’ no era un auténtico problema, sino algo a ser ‘disuelto’
(apenas una confusión conceptual) que lleva la cuestión hacia otra di-
rección, más pragmáticamente tratable, es una idea claramente marcada
por la concepción wittgenteiniana de ‘problemas filosóficos’ como do-
lencias conceptuales (aunque el remedio propiamente wittgensteiniano
sea la actividad terapéutico-gramatical, y no la construcción de tesis y
teorías ‘más audaces’).
Por fin, el recurrir a las nociones pragmáticas básicas de ‘uso’ y ‘con-
texto’ para elucidar la significación, tal vez sea el principal carro de ba-
talla de las Investigaciones. Al negar el núcleo duro de la significación (la
‘imagen agustiniana del lenguaje’), las consideraciones de Wittgenstein
no nos llevan al relativismo escéptico de modo alguno, pues siempre
será posible aclarar si la regla está siendo seguida en un contexto particu-
lar –y para eso no hay otro recurso si no la consideración de los usos,
para comprender sus límites (esto, claro, si no quisiéramos descansar
más sobre ninguna imagen unilateral previamente adoptada sobre la
significación). Quentin Skinner es explícito en su artículo mencionado
al remitir a las Investigaciones 43 el locus clásico de la ‘máxima contextua-
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lista’: “el significado y el uso”.

¿Qué no aprendió con Wittgenstein la discusión epistemológica contemporánea?

Otros aspectos de los cuestionamientos wittgensteinianos parecen no


haber sido bien absorbidos todavía por estas discusiones. El rechazo de
Wittgenstein hacia la existencia de ‘tesis’ en filosofía parece permanecer
atravesada en la garganta de nuestros colegas del Norte. Parece que
muchos filósofos no sabrían qué hacer si no pudiesen producir más
‘teorías’. Sólo esclarecimiento (‘terapias’) no basta; aún se anhela, como
siempre, que la filosofía traiga el ‘progreso’ por la construcción de teorías
cada vez más complejas –lo que contraría uno de los elementos básicos del
pensamiento de Wittgenstein (en sus dos fases).
El problema de la ‘vaguedad’ de nuestros conceptos fundamentales (los
términos psicológicos, especialmente), reconocido como tal por el se-
gundo Wittgenstein, es algo que el estricto sentido analítico parece tra-
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tar todavía como una ‘falla’ en nuestro análisis. Un análisis conceptual
sólo tendrá éxito si es capaz de eliminar la vaguedad –piensa el analítico.
La gramática de la psicología de Wittgenstein reconoce el carácter fun-
damentalmente vago de nuestros conceptos –sin que eso comprometa
en modo alguno su posibilidad de esclarecimiento (‘límites vagos’ no
equivale a ‘ausencia de límites’). Las reglas ligadas al uso (y no reglas
formales sintácticas y semánticas) pueden producir el esclarecimiento
deseado (esto es, que no pretenda ser sólo un dogma particular más).
La concepción de la pragmática lingüística es ampliamente adoptada en
este universo discursivo, sin embargo en una dirección (‘naturalizada’)
que se distancia radicalmente de lo que propuso Wittgenstein. Mientras
éste insiste incansablemente en evitar la confusión sistemática entre
‘razones y causas’ (o entre gramática y experiencia) –que está en la base
del diagnóstico de nuestras dolencias conceptuales–, el único interés y
propósito de los teóricos de la pragmática norteamericana parece con-
centrarse, todavía, en encontrar ‘razones que son causas’. Aunque un
pragmatismo naturalista puede parecer más sensato que los pragmatismos
trascendentalistas europeos, la pragmática filosófica de Wittgenstein no
puede ser confundida con ninguna de las dos (es ‘entre’ lo trascendental
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y lo empírico que están las formas de vida wittgensteinianas)4.


Destacamos, por último, que, al defender el ‘contextualismo’, el blanco
del filósofo analítico parece ser el establecer condiciones necesarias y
suficientes para poder hablar debidamente en el contexto. Analíticos
contextualistas debaten, sobre todo, las condiciones (necesarias) que se
deben satisfacer para que se pueda decir del contexto qué, y en qué
medida, determina nuestros patrones de (atribución de) conocimiento.
Existe un elemento central de la discusión de Wittgenstein sobre la sig-
nificación, que, a mi entender, no fue debidamente absorbido: la noción
de ‘semejanzas de familia’. Creo que si fuese bien comprendido, los

4 Esta comprensión de la concepción propiamente wittgensteiniana de pragmática


en filosofía del lenguaje está siendo desarrollada por Arley Ramos Moreno, pro-
fesor de la Unicamp, y fue recientemente publicada en Introducción a una Pragmáti-
ca Filosófica, 2005.

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forzaría a abandonar sus puntos de vista sobre condiciones ‘necesarias
‘(ninguna condición es por sí necesaria, independientemente de los con-
textos de uso), y los llevaría a concentrarse sólo en la ‘suficiencia’ de las
condiciones. El contexto provee siempre condiciones suficientes para es-
clarecer un uso particular, enseña el segundo Wittgenstein, pero ningún
elemento de un contexto puede ser tomado como necesario, asegurado
de una vez por todas, como el ‘algo en común’ que debería estar presente
‘en todos los casos’ para que se reconociese el sentido de una proposi-
ción.
El filósofo analítico estrito senso, sin embargo, parece no poder abando-
nar su cláusula pétrea (“una condición suficiente es un conjunto de
condiciones necesarias”) sin perder la identidad –parece que la forma de
vida analítica no sería capaz de germinar sin este presupuesto.

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EL ARTE DE INVENTAR: EL CASO DE LEIBNIZ

Mary Sol de Mora Charles

RESUMEN. Leibniz fue uno de los autores que más específica-


mente se planteó el problema de la invención en la ciencia mo-
derna. La idea de invención es un concepto muy antiguo, que ya
se puede encontrar en Aristóteles o en Cicerón, aunque propia-
mente fue desarrollada como arte por Leibniz.
No obstante, los autores de la Lógica de Port Royal, en el siglo
XVII, consideraban el método como el arte de bien disponer una
sucesión de varios pensamientos para descubrir la verdad cuando
la ignoramos, o bien para probársela a otros cuando ya la cono-
cemos. Hay por lo tanto dos tipos de métodos, el uno para des-
cubrir la verdad, que se llama análisis o método de resolución y
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que se puede llamar también método de invención, y el otro para


hacérsela comprender a los demás cuando ya se ha encontrado,
que se llama síntesis, o método de composición. El análisis de los
geómetras era el prototipo del método de invención, cuya difi-
cultad estribaba en la ausencia de reglas particulares.
La creatividad humana es algo aceptado, no sólo por los optimistas,
sino prácticamente por todos los hombres. Pero siendo un hecho
constatado y deseable, ya que las actividades creativas se contraponen a
la rutina y al aburrimiento, además de las ventajas sociales, estéticas,
económicas y hasta morales que se le atribuyen, es inevitable preguntar-
se si hay algún método para inventar, algún manual de instrucciones que
permita al común de los mortales acercarse a esa actividad tan deseada y
que se reconoce como innata en algunos genios. ¿Será que esos genios
tienen un método implícito o explícito pero secreto que les permite ser
como son? ¿Serán las condiciones sociales, políticas, económicas, cultu-
rales las que propician la innovación?

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El arte de inventar es un concepto muy antiguo, que ya podemos en-
contrar en Aristóteles. Como es sabido, las ciencias particulares no eran
para él verdaderas ciencias y el método que ha de tratarlas es la dialécti-
ca, que enseña a razonar sin contradecirse, en el ámbito de la opinión.
Es decir, no se trata de un razonamiento demostrativo, pues no trata
sobre la verdad, sino solamente sobre la opinión generalmente admitida
por la mayoría de la gente o por los filósofos; es un razonamiento dia-
léctico que provocará durante toda la Edad Media el triunfo del llamado
“argumento de autoridad”, hasta el Renacimiento y la revolución cientí-
fica, cuando todas esas ciencias particulares van a transformarse en las
verdaderas ciencias, las únicas en las cuales se puede inventar algo nue-
vo y mejor.
Leibniz tiene una idea propia y especial de la invención. Para él existen
verdades primeras, a las que define de esta manera: Son aquellas que
enuncian lo mismo de sí mismo o niegan el contrario del propio contrario,
tales como “A es A”, o “A no es no-A”; “si es verdad que A es B, es falso
que A no es B o que A es no-B”. También: “cada uno es tal cual es”; “ca-
da uno es semejante o igual a sí mismo”; “nada es mayor o menor que sí
mismo”, y otras por el estilo que tienen, seguramente, sus respectivos
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grados de prioridad, pero pueden todas comprenderse bajo el nombre


único de ‘proposiciones idénticas’. Todas las demás verdades se reducen a
las primeras. En las proposiciones idénticas el predicado o consecuente
está incluido expresamente en el sujeto o antecedente, en las demás esa
conexión es implícita. No hay nada sin razón, ningún efecto sin causa.
Habrá por lo tanto unas verdades necesarias y otras contingentes. A lo
que carece de necesidad lo llama Leibniz ‘contingente’; pero lo que im-
plica contradicción, o sea, aquello cuyo opuesto es ‘necesario’, se llama
‘imposible’. Las demás cosas se llaman ‘posibles’. En la verdad contin-
gente, si bien el predicado está en efecto incluido en el sujeto, sin em-
bargo, aunque se continuara indefinidamente el análisis de ambos tér-
minos, nunca se llegaría a la demostración o identidad y solamente la
divinidad, que de una vez abarca lo infinito, podría ver claramente de
qué manera está incluido el uno en el otro y comprender a priori la ra-

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zón perfecta de la contingencia, suplida en las criaturas por la experien-
cia a posteriori.
Así pues la extensión o la diferencia de lugar, así como la diferencia de
tiempo, no bastan como principios de identidad. Para conocer una cosa,
habría que considerar todos los requisitos de esa cosa, es decir, todo lo
que basta para distinguirla de cualquier otra cosa, tarea inmensa, pero
que Leibniz propone y que llama ‘Arte de Inventar’. Así se podría con-
feccionar un catálogo o inventario general de todos los conocimientos
que ya poseen los hombres y avanzar a partir de ellos hacia la ‘Caracte-
rística Universal’. Dicho de otro modo, por un lado tenemos el mundo
real, lo contingente, las verdades de hecho que, de la percepción al sen-
timiento y del sentimiento a la apercepción reflexiva, de lo probable a lo
(más) seguro, se deducen por inducción y no nos permiten acabar el
análisis; las verdades contingentes no producirán certeza, pero sí proba-
bilidad. Por otro lado está lo posible, que para Leibniz es lo necesario,
las verdades de razón que, deducidas mediante el principio de no con-
tradicción, son resolubles en identidades en un número finito de pasos.
Pero invención para Leibniz no significa en absoluto creación de la
nada, pues eso está reservado para la divinidad, sino algo que a los
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hombres nos aparece como nuevo, innovación, invento, avance técnico


o científico y, básicamente, combinatoria. Claro que existen bastantes
dificultades para instituir la que él llamaba Ciencia General, pero la so-
lución del problema ha de seguir el método de la matematización y de la
catalogación de los conocimientos ya adquiridos, junto con el aumento
de conocimientos nuevos logrado gracias al Arte de Inventar. Para lle-
var a cabo esa tarea ingente, lo que podría ayudarnos más sería unir
nuestros esfuerzos, compartir nuestro trabajo y ordenarlo. No se trata
en absoluto de la tarea de un hombre solo, un cerebro privilegiado o
predestinado tal como pensaba Descartes de sí mismo. Leibniz cree en
las academias y en las sociedades científicas, muchas de las cuales con-
tribuyó a crear.
En el discurso “El método de la certidumbre y el Arte de Inventar”
(GP, VII, 174-183) repasa Leibniz los avances de su tiempo en todos
los conocimientos humanos: la imprenta, la brújula, los telescopios y

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microscopios, la química, la educación, la salud, la historia, la elocuen-
cia, la poesía, la pintura y hasta la ciencia militar, pero señala que los
únicos descubrimientos útiles que sirven para demostrar verdades im-
portantes para la tranquilidad del espíritu, para aumentar el poder de los
hombres sobre la naturaleza y disminuir nuestros males, son universa-
les. El problema es que en el momento presente nuestros conocimien-
tos se parecen a un gran almacén sin orden y sin inventario, pues ni
siquiera sabemos lo que poseemos y por lo tanto no podemos servirnos
de ello. Se trata pues de hacer el Inventario General de los conoci-
mientos humanos por un lado, y simultáneamente y sobre todo, dirigir
la razón tanto para aprovechar los datos dados como para avanzar en
los conocimientos y añadir otros datos nuevos a ese Inventario: “pues
las verdades que todavía requieren ser bien establecidas son de dos cla-
ses, las unas no son conocidas más que de forma confusa e imperfecta y
las otras no son conocidas en absoluto; para las primeras hay que em-
plear el método de la certidumbre o Arte de Demostrar, las otras re-
quieren el Arte de Inventar”.
Por otra parte, la búsqueda de la certidumbre y el perfeccionamiento del
Arte de Inventar son según Leibniz algunas de las actividades más im-
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portantes para la felicidad de los hombres, pues los conocimientos sóli-


dos y útiles son el mayor tesoro del género humano y la verdadera he-
rencia que nos han dejado nuestros predecesores , y nosotros debemos
aumentarla, no sólo para transmitirla a nuestros sucesores en mejor
estado del que la hemos recibido, sino sobre todo para gozar de ella
nosotros mismos tanto como sea posible, para la perfección del espíri-
tu, para la salud del cuerpo, para las comodidades de la vida. La ciencia
es por lo tanto necesaria para la felicidad. Incluso, algunas veces parece
que en sus textos ciencia y felicidad humana se superponen. Natural-
mente, se trata de la ciencia verdadera, que sirve de guía al hombre, en este
mundo de cambios y movimiento continuos. Esta ciencia se sirve de
palabras y signos. Las palabras sin embargo pueden tener una utilidad
ambigua: sirven de moneda a los espíritus vulgares que se dejan pagar
por ellas pero, para aquellos que juzgan de forma sólida y segura, las
palabras son como fichas de juego, pues sólo las emplean para hacer
mejor sus cuentas.

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La ciencia depende de la demostración, y la invención de las demostra-
ciones debe seguir un cierto método. Todo el mundo ha de ser capaz de
juzgar una demostración, pues si no convenciera a todo el que la obser-
ve atentamente, no merecería su nombre. Pero no todo el mundo es ca-
paz de encontrar las demostraciones. El verdadero método, dice Leibniz,
es el que se ha empleado hasta aquí en las matemáticas. Si pudiéramos
encontrar caracteres o signos apropiados para expresar todos nuestros
pensamientos con tanta exactitud como la aritmética expresa los núme-
ros, o el análisis geométrico expresa las líneas, podríamos hacer en to-
das las materias lo que se puede hacer en aritmética y en geometría, esto
es, demostraciones completas.
Pero la naturaleza física se nos escapa, los cuerpos están en constante
movimiento, en constante cambio. No existe ninguna figura perfecta, a
causa de la división actual de las partes hasta el infinito. Por ejemplo, si
consideramos una línea recta, cada punto material de ella seguirá una
dirección diferente, compuesta en cada instante por la dirección de sus
puntos vecinos, de forma que nunca tendremos una línea estable, por
así decir, en el tiempo. Se podrá trazar una línea imaginaria en cada ins-
tante, pero sólo nos durará ese instante, porque cada parte de ella tiene
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un movimiento diferente de las otras, puesto que expresa a su manera


distinta, todo el universo. Así no hay ningún cuerpo por pequeño que
sea que tenga una figura determinada durante un cierto tiempo. Esa
figura por lo tanto no tiene existencia, pues comienza y termina en el
mismo instante. Todos los estados durables son vagos, ninguno es pre-
ciso. Por ejemplo, se puede decir que un cuerpo no saldrá de un cierto
lugar más grande que él durante cierto tiempo, pero no hay ningún lu-
gar preciso o igual al cuerpo en el que éste dure.
Se puede concluir por lo tanto que no existe un móvil con una cierta
figura, por ejemplo no es posible que se encuentre en la naturaleza una
esfera perfecta que sea un cuerpo móvil. Sólo se podrá concebir una
esfera imaginaria cuya superficie sea exactamente esférica. No obstante,
como el movimiento no se considera en el instante, es como si la masa
estuviera toda unida, y entonces le podríamos dar la forma que quera-
mos. Pero así cesaría toda la variedad de los cuerpos y por lo tanto to-

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dos los cuerpos quedarían destruidos, pues es el movimiento o el es-
fuerzo (la actividad) lo que hace su esencia o su diferencia.
Existen pues bastantes dificultades para instituir la Ciencia General,
pero la solución del problema ha de seguir el método de la matematiza-
ción y de la catalogación de los conocimientos ya adquiridos, junto con
el aumento de los conocimientos, logrado gracias al Arte de Inventar.
Pero, dice Leibniz en diversos lugares, actualmente apenas se toca lo
que es difícil y aquello que nadie ha intentado y todos corren en tropel
hacia lo que otros han hecho ya, copiándose y combatiéndose unos a
otros. Lo que uno ha construido es derribado por aquel que pretende
basar su reputación sobre las ruinas de la de los demás, pero su reino no
queda así mejor establecido ni es más duradero. Y es porque buscan
más la gloria que la verdad y prefieren deslumbrar a los otros antes que
iluminarse a sí mismos. Para salir de esta situación hay que abandonar el
espíritu de secta y la afectación de la novedad; hay que imitar a los
geómetras, entre los cuales, dice Leibniz, no hay euclidistas ni arquime-
distas, todos están a favor de Euclides y todos a favor de Arquímedes,
porque todos están por el maestro común que es la verdad.
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Y la forma en que se enuncian las verdades es la proposición, dice


Leibniz. De forma que si despojamos a la proposición de sus vanos
ornamentos y de sus adiciones innecesarias, podremos expresarla de la
manera que los geómetras lo hacen. En lugar de ello, lo que hacemos es
trabajar en medio de la animosidad, penar más en destruir que en cons-
truir, en detener al compañero en lugar de avanzar en compañía. Co-
rremos así el peligro de agotar nuestra curiosidad sin sacar de nuestras
investigaciones ningún provecho considerable para nuestra felicidad,
perder el gusto por las ciencias y que “por una desesperación fatal, los
hombres caigan de nuevo en la barbarie”. A todo ello podría contribuir
grandemente esa horrible masa de libros que siempre está aumentando,
hasta que el desorden llegue a ser irremediable, la multitud de los auto-
res lo inunde todo y nos exponga al olvido generalizado. Así cesaría la
esperanza de la gloria que anima a muchos en sus estudios y llegará a
resultar vergonzoso ser un autor, así como antes era honroso. La solu-
ción para evitar esta pesadilla sería que cada uno hablase o escribiese

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sólo de su pequeño descubrimiento y no pretendiese escribir tratados
generales de lo que ignora.
Otro error en el que solemos caer, dice Leibniz, es la confusión entre
teoría y práctica. Denigramos la práctica sin razón y llamamos teoría a
lo que a veces sólo es vaciedad. Pues un obrero que no sepa nada de
latín ni de Euclides, si es un hombre hábil, conoce las razones de lo que
hace y de ese modo domina verdaderamente la teoría de su oficio o de
su arte y será capaz de encontrar recursos para todo tipo de imprevis-
tos. Por otro lado, un medio-sabio inflado con una ciencia imaginaria
proyectará máquinas y construcciones que no funcionarán, porque no
domina la teoría necesaria. Pues la experiencia es a la razón lo que las
pruebas son a las operaciones aritméticas. La ciencia general o Arte de
Inventar permite que podamos contentarnos con unos pocos principios
de invención para cada ciencia.
Los conocimientos prácticos son importantes porque todo en este
mundo está interconectado. Todos los descubrimientos, en cualquier
materia, son importantes, y sólo la estrechez del espíritu desdeña los
trabajos de los demás ignorando las relaciones y las consecuencias de las
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cosas. Es un gran error no aprovechar las ideas, aunque sean poco pro-
fundas o seguras, de las que se sirven en los negocios y en las ciencias
prácticas como la política o la medicina. Se ha de actuar ante ellas como
en el juego, donde tomamos partido sin tener seguridad, porque existe
una ciencia que nos gobierna en la incertidumbre para descubrir de qué
lado se encuentra la mayor probabilidad o apariencia de verdad.
Esta nueva ciencia de lo probable, de lo contingente, es fundamental
para la ciencia en general. Leibniz encuentra sorprendente que sea casi
desconocida para los lógicos de su tiempo y que no hayan examinado
todavía los grados de probabilidad o de verosimilitud que hay en las
conjeturas o pruebas y cuya estimación es tan segura como la de las
matemáticas, aunque nos sirva, no para llegar a la certeza, sino para
actuar del modo más racional ante los hechos o conocimientos que
tenemos. Se trata naturalmente del De Alea desarrollado por Fermat y
Pascal a partir de los primeros estudios realizados en el Renacimiento

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por personajes como Cardano y algunos maestros de ábaco y jugadores
de dados, que se convertiría pronto en la Teoría de la Probabilidad.
Es verdad que existen algunas ciencias que parecen más susceptibles de
geometrización o matematización, que parecen más materiales o sólidas,
como la mecánica o las matemáticas, mientras que otras son considera-
das como bellas ilusiones y nada más, que sirven para mantener cómo-
damente a los que las cultivan y para dominar a las gentes. Así lo dice
Leibniz con su fina ironía. Así, no se confía en la medicina más que
cuando uno cae enfermo, nos burlamos del derecho hasta que nos cae
encima algún proceso y nos hacemos los fuertes ante la teología hasta
que empezamos a pensar en la inminencia de la muerte. Pero estas cien-
cias y otras semejantes también pueden ser incluidas en el ámbito de la
verdad (aunque se trate de la verdad contingente), y pueden ser calcula-
das matemáticamente.
Además contamos con una importante herramienta matemática, desa-
rrollada por Leibniz ya en su adolescencia, aunque no fuera su inventor.
Esa herramienta es la Combinatoria. El arte de las combinaciones, dice
Leibniz, es la Especiosa Universal o Característica. Trata de lo mismo y
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lo diferente, lo semejante y lo desemejante, lo absoluto y lo relativo, así


como la matemática ordinaria trata de lo uno y lo múltiple, lo grande y
lo pequeño, el todo y la parte. Incluso podríamos decir que en cierto
modo la lógica y el algebra le están subordinadas. Así el algebra de Vieta
sería aquella en que se sirven de varias notas indiferentes, o que al co-
mienzo del cálculo pueden ser intercambiadas y substituirse unas por
otras sin destruir el razonamiento, para lo cual son muy apropiadas las
letras del alfabeto, cuando significan cantidades o números generales. Y
en esto consiste precisamente la ventaja del Algebra de Vieta y de Des-
cartes sobre las otras, pues al servirse de letras en lugar de números,
tanto conocidos como desconocidos, se consigue llegar a fórmulas que
nos permiten encontrar teoremas y reglas generales. Y estas ventajas del
álgebra no son más que una muestra del arte de los caracteres o símbo-
los, cuyo uso no tiene por qué limitarse a las magnitudes o a los núme-
ros. Por ejemplo, las letras pueden significar puntos, como se hace en
geometría y el cálculo resultante será diferente del álgebra. Cuando las

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letras signifiquen términos o nociones, como en Aristóteles, nos apare-
ce una parte de la lógica. Cuando las letras significan verdaderas letras o
caracteres de la lengua, entonces el arte de las combinaciones nos pro-
duce como resultado la criptografía, y así sucesivamente.
De forma que podemos combinar la aritmética con la combinatoria y
calcular el número de variaciones posibles que pueden recibir las notas
o conceptos generales, y así podremos alcanzar un gran número de po-
sibilidades tanto en la ordenación de los caracteres como en su agrupa-
ción o disgregación, lo mismo que hacemos con las palabras. Pero, co-
mo dirá en los Nuevos Ensayos (XXI):
“Sin embargo, en todo ello hay dificultades, pues la ciencia de ra-
zonar, de juzgar, de inventar, parece muy diferente del conoci-
miento de las etimologías de las palabras y del uso de las lenguas,
que es algo indefinido y arbitrario. Además, al explicar las pala-
bras, nos vemos obligado a hacer una incursión por las propias
ciencias, como se muestra en los diccionarios; y por otra parte no
cabe tratar sobre ciencia sin proporcionar al propio tiempo la de-
finición de los términos”.
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Quizá esta tarea sea muy complicada y lleve mucho tiempo, pero
Leibniz es optimista a pesar de todo. Considera que la cifra total de las
combinaciones que podemos formar con nuestras proposiciones es
finita. Puede que el género humano se contente con un cierto número
pequeño de verdades durante toda una eternidad, y que esas verdades
sólo sean una parte de las que es capaz de saber. Pero suponiendo que
haya progreso, que el hombre continúe avanzando siempre, aunque sea
lentamente, entonces todo se agotará y no se podrá escribir una novela
que no esté ya escrita, ni se inventará ninguna nueva quimera. Y un día
será verdad al pie de la letra la frase de que no se dice nada que alguien
no haya dicho antes. Todo lo que quedaba por decir se habrá dicho ya,
puesto que es una cantidad finita. Para calcularla se trata de dar un nú-
mero mayor que el número de todo lo que se puede decir o enunciar. Y
Leibniz se compromete a hacerlo en su texto De l’usage de l’art des combi-
naisons, escrito entre 1690 y 1716. De hecho llegó a hacer un cálculo del
mismo en otra parte, pero nos parece mejor dejar abierta la cuestión,
haciendo como Descartes respecto a los problemas no resueltos de su
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Geometría, que prefería no detenerse a explicar minuciosamente todo,
sólo para dejar a los que le siguieran la satisfacción de resolverlo por
ellos mismos: “Y espero que nuestros nietos nos estarán agradecidos,
no sólo por las cosas que he explicado, sino también por las que vo-
luntariamente he omitido, con el fin de dejarles el placer de inventar-
las”.

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¿HAY VALORES EN LA CIENCIA?

Marcos Antonio da Silva

RESUMEN. Este trabajo aborda uno de los aspectos más proble-


máticos para el análisis de las ciencias actuales: la discusión acer-
ca de la presencia de valores en la actividad científica y sus con-
secuencias para la ciencia. En este contexto, presenta el resultado
de breves reflexiones sobre la problemática en estudio e intenta
proponer un camino alternativo que sea capaz de superar su ma-
yor paradoja: la defensa de una ciencia neutra en medio a una so-
ciedad globalizada. Tal camino tiene por objetivo la búsqueda de
equilibrio entre los distintos análisis que se hace de la ciencia y
los intereses que involucran la práctica de los científicos. Su pre-
supuesto básico es que la actividad científica no es neutra.
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Consideraciones Iniciales
Indudablemente esta pregunta ha sido tratada desde hace mucho tiem-
po de los más distintos modos posibles. No obstante, después de con-
siderar diacrónicamente algunos análisis que se pueden tener en cuenta
a lo largo de la historia de la ciencia y fundamentalmente los resultados
de la reciente reflexión que ha provisto la filosofía de la ciencia1 y la
sociología de la ciencia sobre la cuestión, concluimos, en conformidad
con varios autores (Kuhn, Feyerabend y Echeverría entre otros) que los
valores sí están presentes en la ciencia, correspondiendo esto a nuestro
primer planteamiento. Puede que, en algunos casos, como propiedades
intrínsecas a las teorías científicas en tanto que “objetos” y, en otros,

1 Sobre este aspecto, de contenido histórico indudablemente, se debe tener en


cuenta que lo que aquí llamamos la ‘reciente filosofía de la ciencia’ corresponde
al período que se siguió a las propuestas positivistas de la ciencia.

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como cualidades que dependen de factores externos como el aprecio y
las aportaciones de instituciones y/o de sujetos hacia el objeto (las teo-
rías científicas).
Evidentemente que hay desacuerdos sobre si, por un lado, dichos valo-
res son solamente internos, es decir, si pertenecen a la categoría de los
valores epistémicos como la ‘verdad’, ‘objetividad’, ‘efectividad’, ‘sim-
plicidad’, ‘fecundidad’, etc., excluyéndose los valores no-epistémicos y
factores externos2, o si ambos –valores epistémicos y no-epistémicos–
como es el caso de la ‘utilidad’, las ‘condiciones históricas de aceptabili-
dad’ de una teoría, el ‘bienestar’, etc., que están directamente asociados
a las apreciaciones y evaluaciones que hace el sujeto y las instituciones,
se ubican a la vez en el proceso de desarrollo de la actividad propia de
la ciencia, y más específicamente del científico (la construcción y con-
trastación de las teorías científicas)3. En otras palabras, hay una cuestión
de fondo a la que habremos de dar respuesta: ¿debemos considerar
como parte integrante de dicha actividad sólo los valores epistémicos
(aquellos que pertenecen a la estructura lógica y conceptual misma de
las teorías científicas) o a éstos debemos añadir los valores no-
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epistémicos (aquellos que resultan de las aportaciones del sujeto y/o de


las demandas del contexto social, en una palabra, aquellos valores prác-
ticos)? Todo ello afecta a la discusión racional sobre los fines u objeti-
vos de la ciencia. En este contexto cabe considerar el análisis que realiza
Rodríguez Alcázar (1999:392-401) sobre seis de las “posibles” concep-
ciones acerca de los objetivos de ciencia, desde una perspectiva funda-
mentalmente naturalista.
A decir verdad, respecto a las dos problemáticas señaladas, varias son
las posibilidades de respuesta. Sin embargo, a nuestro juicio, todas pre-
sentan limitaciones –teóricas o prácticas– y por ello mismo son insufi-

2 Toda la tradición positivista puede constituir un ejemplo de esta postura en la


ciencia.
3 Kuhn y el primer Laudan fundamentalmente consistirían en importantes ejem-
plos en esa dirección. Además, muchas teorías que desarrollan estudios CTS pa-
recen compartir esa segunda vertiente.

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cientes. Ello parece ser una condición natural que atañe a la ciencia.
Efectivamente, a lo largo de la historia hemos trabado contacto con
varias posturas axiológicas en el ámbito de la ciencia que, por regla gene-
ral, han sido clasificadas de dos formas distintas.
Bajo un primer punto de vista, hay que tener en cuenta la posición a la
que se le llama monista –aquella que defiende que la ciencia busca la
realización de un único fin u objetivo epistémico. Sobre esta posición
confluyen posturas que tuvieron y en algún modo todavía tienen reso-
nancia los siguientes objetivos epistémicos: a) El aumento del grado de
contrastación empírica de las teorías para Carnap ([1928]).; b) La pre-
dicción de las teorías científicas para Reichenbach (1938); c) La búsque-
da de la verdad (verosimilitud) para Popper (1967); d) El progreso, en
tanto descubrimiento de nuevos hechos científicos, para Lakatos
(1982); e) Las verdades relevantes de Kitcher (1992); f) La semejanza
para Giere (1988); g) La adecuación empírica para van Fraassen (1980);
y h) La verdad para Bunge.
Por otra parte, hay que tener en cuenta también las posturas a las que se
les han aplicado la denominación de pluralistas –aquellas que abogan
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por la multiplicidad de fines u objetivos que persigue la ciencia. Quizá,


lo más expresivo a tener en cuenta aquí sea: a) La posición kuhniana
que aboga por la existencia de una pluralidad de valores epistémicos que
a lo largo de la historia de la ciencia se van “realizando” de forma alter-
nativa, pero para la cual éstos no cambian; b) La realización de los múl-
tiples valores epistémicos posibles de la ciencia para Laudan; y c) La
consecución de los varios fines de la ciencia mediante la consideración
del universo plural de los valores, epistémicos y no-epistémicos, que
intervienen en la actividad científica como defiende Echeverría (cf.
2002), por ejemplo.
Al margen de estas breves consideraciones acerca de las posturas mo-
nistas y pluralistas en el ámbito de la filosofía de la ciencia, y teniendo
por propósito mayor establecer un punto de aclaración e incluso de
confrontación teórica sobre la problemática de la presencia o no de
valores en la ciencia, quizá sea oportuno tener en cuenta dos de las po-

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