Sei sulla pagina 1di 27

Revista ÁPICES DIGITAL

REDACCIÓN
Magdalena Cámpora
Luis Ángel Della Giovanna
Raúl Lavalle
Editor responsable: Raúl Lavalle
Dirección de correspondencia:
Paraguay 1327 3º G [1057] Buenos Aires, Argentina
tel. 4811-6998
raullavalle@fibertel.com.ar

nº 34 – 2019

Nota: La Redacción no necesariamente comparte las opiniones aquí vertidas.

1
ÍNDICE

Jonathan Georgalis. La cabeza de la Esfinge p. 3

Washington Bado. Marcha atrás p. 11

Radulfus. Viaje a Montevideo: ¡qué barato! p. 13

Felipe Hendriksen. La nostalgia como fenomenología de la


aporía dialéctica. p. 17

Libros y otras cosas p. 22

2
LA CABEZA DE LA ESFINGE
JONATHAN GEORGALIS

Más interesante que la estimación estética de la esfinge


reintegrada me parece subrayar el hecho de que es ésta la
tercera vez que ha sido extraída de la arena. Nave surta en
la inquietud voraz del desierto, ha naufragado ya tres
veces entre tolvaneras y nada nos permite asegurar que no
desaparezca de nuevo. Es más: con cierta probabilidad
podemos aventurarnos a sospechar hacia cuándo será de
nuevo desenterrada. Vea el lector los motivos para este
audaz vaticinio.1
José Ortega y Gasset

La esfinge, que plantea enigmas, es ella misma un enigma. La


solución del antiguo acertijo de Edipo era el hombre. Era él quien
andaba en cuatro patas, gateando, en la primera etapa de su vida; el que
marchaba erguido con sólo dos en la intermedia; y avanzaba
trabajosamente con tres, apoyado en un bastón, en la última. Era ‒en una
solución particular, según las sabias intuiciones de Thomas de Quincey‒
el mismo Edipo, elegido para la revelación especial de los destinos
humanos, la solución fundamental del enigma. La incursión en la
tragedia clásica podría llevarnos muy lejos.
Interesa notar aquí, simplemente, que la esfinge plantea enigmas,
en una consideración si se quiere verbal u operativa; ahora bien, en una
consideración sustantiva, ella misma es un enigma, la formulación de un
acertijo plasmado en piedra. Con torso de fiera, alas en los flancos y
rostro humano, recostada majestuosamente sobre la inmensidad del
desierto, la esfinge es una totalidad heterogénea y su carácter simbólico
nos sale inmediatamente al paso.
La contemplación estética no puede cuajar del todo, dado que el
ojo, apenas detenerse, se tropieza con un portentoso problema
intelectual. Ahora bien, es el caso que la esfinge, a principios del siglo
XX, nos ofrecía solamente uno de sus aspectos. Era un enorme rostro
humano emergiendo desde las entrañas del desierto. Era un fragmento
del todo, algo extraño y fuera de lugar y, sin embargo, vivo y expectante.
La piedra planteaba un enigma de otro orden. La totalidad fragmentada,
la cabeza de piedra milenaria flotando sobre la arena, presentaba un
carácter surrealista.

1
Ortega y Gasset, J., “En el desierto, un León más”, en El espectador VI, Madrid,
Espasa Calpe, 1966, p. 148.

3
De estas impresiones nos da cuenta Ortega y Gasset. Pero a este
autor le interesa fundamentalmente mostrar otro punto. La esfinge había
sido desenterrada. El león muestra su cuerpo y se erige, nuevamente, en
rey y soberano del desierto. La extraña esfinge, la enigmática esfinge,
nos formula nuevamente la integralidad del secreto.
Y, sin embargo, todo ello había ya pasado, y los rastros se pierden
en las inmensidades del pretérito... La esfinge, enterrada y desenterrada,
como en un sueño, aparece como con una reverberación extraordinaria.
Eso ya había sucedido ‒y con una semejanza sustancial asombrosa‒.
Pero, ¿cuándo? La esfinge, no debemos olvidarlo, vigila imponente el
desierto hace varios miles de años. Es la atenta vigía de los derroteros
humanos a través de la historia. Ella, sin duda, sabe algo que los
hombres ignoramos. ¿Qué cosa? Interroguemos algunas de las peripecias
por las que ella ha pasado. Por lo pronto, nos ceñiremos solamente a este
hecho tan simple como extraordinario: la esfinge, tal como hemos dicho,
ya fue rescatada del desierto otras tres veces:

La esfinge fue construida “poco” tiempo después del año


3000 antes de Jesucristo. En 1420 antes de Jesucristo,
reinando Thutmosis IV, tuvo que ser reconquistada al
desierto. Por segunda vez se la libertó en tiempos del
Imperio romano, es decir, hará unos mil seiscientos años.
Esto quiere decir que entre las sucesivas reapariciones de la
Esfinge han mediado siempre unos dieciséis o diecisiete
siglos. ¿Es puro azar este ritmo, este tempo del pulso
arqueológico? Spengler vería en el dato una comprobación
de sus ideas. Porque, en efecto, la época de Thutmosis, la
época helenístico-romana y la nuestra muestran no pocas
homologías. El acto de excavar en busca de lo arcaico no es
una operación casual. Obedece a determinada inspiración, a
un afán arqueológico que supone cierta disposición del alma
humana, la cual, a su vez, no se da sino en ciertos climas
históricos. Diríase que cada dieciséis o diecisiete siglos el
hombre, indefectiblemente, vuelve a ser arqueólogo.1

La comprobación historiográfica parece sugerir la existencia de


ciclos históricos. Estos ciclos históricos son al mismo tiempo ciclos de
cultura, dado que, en determinada configuración de estos períodos, la
disposición espiritual es similar. Existen, entonces, dentro del seno de
los períodos, algo así como distintas fases.

1
Ortega y Gasset, Op. cit., p. 148.

4
Existe diversidad, dado que se trata de ciclos distintos; y
semejanza, dado que la disposición espiritual de la época se desarrolla en
actos idénticos. En este caso, el acto es literalmente el mismo. El mismo
monumento enigmático es desenterrado. Y es así que los períodos de
interés por recuperar el pasado, para Ortega y Gasset, se ofrecen en
momentos de cosmopolitismo:

Ello es que las tres épocas afanadas en libertar la Esfinge


tendrían parecidos, por lo menos, en una cosa. (El error de
Spengler consiste en menospreciar las diferencias de las
épocas “semejantes”) Esta cosa es el cosmopolitismo. En
ellas el hombre posee un alma ecuménica. Su vida se dilata
hasta los confines de lo habitado ‒es decir de lo conocido.
Cuando no hay cosmopolitismo se sabe que existen otros
hombres, otros pueblos, pero no se convive con ellos.
Aparecen con el carácter de humanidades diferentes –como
se sabe que existe el animal a nuestra vera y, sin embargo, no
se convive con él.
El cosmopolitismo de esos tres momentos históricos ha ido
en cada uno aumentando de radio1.

Con estas últimas sugerencias podemos precisar en qué se


expresan estas semejanzas estructurales y sus respectivas diferencias. El
cosmopolitismo refiere a la configuración de un orbe integrado. Existe la
comunicación, existe el intercambio, y algo más: existe la convivencia.
El mundo experimenta una expansión y se estabiliza, integrado, en un
volumen dado; una totalidad disímil, pero en cierta forma homogénea.
Ese volumen representa el “mapa histórico” de una determinada época.
Esa convivencia ‒que se expresa en las creaciones espirituales de ese
dado período‒ parece vivir, respirar y actuar en una órbita más vasta. El
mismo pasado es asimilado; pero, como no es presente, el interés por el
mismo supone la acción típica de ir a buscarlo. De este modo, no es
casual que el sujeto cosmopolita vuelva a desenterrar el pasado, dado
que su convivencia, sus exigencias espirituales, con la realidad así se lo
imponen. La diferencia capital en que se expresan estas semejanzas es
“la ampliación del radio”. De este modo, es como si los ciclos históricos
integraran una dada porción de territorio, luego se recogieran en algo así
como una fase de latencia, para volver con nuevos ímpetus a integrar
regiones más amplias. Esa región no es sólo geográfica, sino también
histórica: mayor volumen del pasado es rescatado.

1
Ortega y Gasset, Op. cit., p. 149.

5
La marea de los siglos toma, de este modo, consistencia. Existe
una bajamar y una pleamar, y José Ortega y Gasset nos ofrece la clave
numérica que rige el proceso: 16 o 17 siglos es lo que dura un ciclo
histórico.
Claramente, la precisión exacta en la duración de cada período no
es necesaria ni significativa. Existen, sin embargo, motivos profundos
que explican que los procesos se nos aparezcan en el marco de
determinados límites, que se nos ofrezcan dentro de determinado
intervalo cronológico. No se trata de que la sociedad sea algo así como
un organismo, dado que no lo es. La sociedad es, empero, orgánica y
presenta una complexión interior dada. Esa complexión interior, como la
externa, presenta también un dinamismo característico. En esta
dimensión debe rastrearse la posibilidad (o la imposibilidad) de
determinado desarrollo, dado que es la interioridad misma la que, desde
su vitalidad, domina el dinamismo. La complexión espiritual en su
dinamismo específico nos permitirá comprender las fases por las que
atraviesa el devenir histórico en cada uno de los períodos de su ciclo.

Ortega y Gasset en un retrato de Sorolla

La idea de Ortega es fecunda, pero el objeto en consideración (la


acción de desenterrar la esfinge milenaria) no nos esclarece de un modo
suficiente. En cierta forma, con ser extraordinaria la comprobación, la
acción misma carece de suficiente dramatismo. Y ello es porque señala,
en la época de cosmopolitismo, una etapa de cierta madurez. El orbe
cultural se estructura en forma nítida y abriga en su seno las semillas de
la decadencia que se aproxima.

6
La época de Thutmosis representa precisamente eso: la época de
máximo esplendor del poder egipcio, donde el faraón domina el Asia
próxima y se lanza en guerra con los hititas. Donde éstos, a su vez,
conviven con los aqueos, herederos de la antiquísima tradición minoica.
Época de intercambios comerciales, navegaciones, guerras, tratados de
paz y embajadas; todo ello sería muy pronto sacudido. Las fuerzas
renovadoras arrasarían las bases del mundo “tardo-antiguo”. Así, según
el historiador Arnold Toynbee,

Los registros egipcios nos informan que las convulsiones


fueron de vasto alcance. La gran irrupción de pueblos
invasores procedentes del norte, que emigraron en los
primeros años del siglo XII a. de C., que fue la culminación
de todo el cataclismo. Tuvo su anticipo el siglo XIV en la
primera ola que invadió Canaán y Siria, desde el este, es
decir, desde el desierto árabe septentrional, y en los siglos
XIV y XIII, por repetidas invasiones del delta del Nilo,
desde el desierto occidental, realizadas por bárbaros que,
según parece, procedían de lugares tan remotos como Túnez,
Sicilia y acaso también Cerdeña. La extensión del área de
perturbación se explica por el hecho de que en la segunda
mitad del segundo milenio antes de Cristo la sociedad
minoica no era la única civilización levantina que estaba en
decadencia1.

La irrupción de los pueblos del mar es la avanzada de una marea


humana que cambia de raíz el mapa de este “mundo antiguo”. Sólo
Egipto es capaz de detenerlo, pero ingresa prontamente en un período de
decadencia: un período intermedio2. En la cultura micénica la
centralización se pierde, las comunicaciones se interrumpen, la escritura
se olvida. El aislamiento otorga el poder hegemónico a los señores
guerreros, que son los únicos capaces de garantizar la supervivencia en
un mundo que se agita en devastaciones. El aislamiento produce algo así
como una intensificación de las variaciones.

1
Toynbee, A., La civilización helénica, Traducción de Alberto Luis Bixio, Buenos
Aires, Emecé, 1960, pp. 40-41.
2
“El reino nuevo se extinguió así entre desórdenes y usurpaciones y se entró en lo que
los historiadores conocen como el Tercer Período Intermedio, que comprende las
dinastías XXI a XXIV (c. 1085-715 a.C.), durante el cual Egipto perdió sus posesiones
asiáticas y africanas y el país se dividió de nuevo, volviendo a instaurarse dos núcleos
de poder” (Cordón, I. y Sola-Sogolés, El antiguo Egipto: Los primeros imperios de la
historia, Madrid, Salvat, 2018, p. 98).

7
En el plano lingüístico se produce la constitución de los dialectos,
partiendo desde el griego común del período micénico. Cuando se inicie
el nuevo ciclo el alfabeto no será minoico, sino fenicio; cuando termine
dominará un nuevo griego “común” en el orbe oriental de nuestro mundo
antiguo.

Aquí vemos cómo parece existir, de hecho, mucho más que una
sola Edad Media. Esto es algo que se conocía ya desde Berdiaev, a
comienzos del siglo XX, junto a la sospecha de que nuestra época
ingresaba en una nueva. Por nuestra parte, no haremos más que verificar
ciertas correspondencias históricas y no nos proponemos ser
exhaustivos, mucho menos en tema tan complejo y vasto. La Edad
Media del ciclo histórico que culmina con el proceso narrado por
Toynbee comienza a mediados del siglo XII antes de Cristo y dura
alrededor de 5 siglos. Cerca del 700 antes de Cristo ingresamos ya en lo
que los historiadores han denominado como período arcaico de la
antigua Grecia. Aquí principia la civilización helénica estudiada por
Toynbee, y que tendría su centro de gravitación en el culto del hombre y
la ciudad-Estado. Esta civilización helénica se extiende hasta la caída del
período romano, es decir, hasta el 476 de nuestra era. Si esto es así, se
nos muestra con claridad cómo la Edad Media helénica dura
aproximadamente entre 400 o 500 años, y cómo el período de desarrollo
histórico de la nueva civilización dura poco más de 1000. El apogeo de
la civilización se produce unos pocos siglos antes de su ruina, en el
período de los emperadores adopcionistas.

8
Lo que es sorprendente es que las fechas tentativas de Ortega
concuerden, de hecho, de forma adecuada: los 16 o 17 siglos que median
entre el redescubrimiento del cuerpo entero de la esfinge se
corresponden con los de la destrucción de las civilizaciones micénicas y
helenístico-romanas, la irrupción de un enorme flujo y reflujo de
hombres y pueblos, y la reconfiguración del mapa histórico que
dominaba el período.
Ortega y Gasset sospecha que es capaz de anticipar cuándo la
esfinge volverá a ser descubierta. Ello es una inducción arriesgada, dado
que nos dice también que los límites del mundo se han acabado. El
cosmopolitismo del siglo XX no tiene ya más fronteras. La organización
de un mapa completo del planeta ha culminado. Y la integración es hoy
en día plena. El conocimiento del pasado es hoy, del mismo modo, más
vasto; esa es la diferencia. Por otro lado, existen claras semejanzas. La
ampliación del orbe cultural es una de ellas. El ciclo histórico que hoy
vivimos ha terminado por integrar la totalidad del mundo. Ello, por lo
demás, parece ofrecernos una faz algo más lúgubre. Y es que la
consecuencia natural es que la Edad Media que se avecina no ha de ser,
pues, localizada, sino global, y no podría más que abarcar al mundo
completo.
En este punto se nos impone avanzar con cuidado. Las
inducciones históricas son, en realidad, extrapolaciones. La
extrapolación requiere un punto firme de apoyo en el presente para
ensayar sus predicciones. Entonces, y solamente entonces, será
indicativa y nos ofrecerá un algo de seguridad en relación a aquello que
podemos esperar. Comprobemos, pues, las semejanzas y las diferencias.
Existen, por lo demás, síntomas claros que pueden ser considerados. Si
las fechas de Ortega y Gasset fueran exactas, nuestra época viviría el
equivalente del siglo IV después de nuestra era. Y bien, allí el mundo
romano se desangra y agoniza de una manera inexorable y portentosa.
El mismo Ortega afirma que los síntomas espirituales son los que
preludian las grandes transformaciones. El espíritu se estremece y se
anticipa. Sus convulsiones más tenues, según parece, se adelantan a
cataclismos materiales más tangibles. No profundizaremos todo lo que
podríamos en cuestiones tan sugestivas. Lo que interesa es evaluar, pues,
la complexión espiritual de nuestro tiempo. Evaluemos, tomemos el
pulso a nuestra época y, como un buen clínico, también auscultemos.
Evaluemos su vitalidad, sus afanes, la fe desde la cual vive. Entonces,
cuando la tarea esté cumplida, con la regla de los 16 o 17 siglos,
conduzcamos nuestra mirada al pasado. El mundo romano, con la
espiritualidad antigua, se retira. El pulso histórico se apaga en el día
histórico que agoniza. De acuerdo con el historiador Carl Grimberg,

9
Símbolo de esta época son las últimas frases pronunciadas
por el oráculo profético de Apolo, en Delfos. He aquí la
respuesta que recibió el médico particular y amigo de
Juliano, cuando por orden del emperador consultó al oráculo.
Ve y di a tu amo:
“el célebre templo es un montón de ruinas,
Es todo lo que queda de la mansión de Apolo:
El laurel profético ha desaparecido,
La fuente de la profecía se calla,
Desde que el agua rumorosa se ha agotado.”1

El agua rumorosa se ha agotado. En nuestro tiempo, época


convulsa de escasas concreciones y afanes incipientes, todos sentimos
que algo sustantivo (en todo semejante al humor vital) se ha agotado. La
irrupción de fuerzas destructoras parece esperar la ocasión para poner fin
a la decadencia y poner término a la agonía colosal del ciclo histórico
que culmina. Entre tanto, en la soledad del desierto, la esfinge milenaria
aun plantea al ser humano sus interrogantes y, recostada en la arena,
vigila el tránsito del sol a través de la órbita de un firmamento eterno.

JONATHAN GEORGALIS

1
Grimberg, C., Historia universal: las invasiones bárbaras, Sociedad Comercial y
Editorial Santiago Ltda., Chile, 1995, p. 51.

10
MARCHA ATRÁS
WASHINGTON BADO

Era domingo y había poco tránsito. El señor mayor conducía su


automóvil a poca velocidad, por la derecha. Un camión estacionado lo
obligó a doblar hacia la izquierda. Observó por el espejo retrovisor que
otro automóvil se acercaba pero estaba lejos; puso el señalero y efectuó
la maniobra. Volvió a retomar su senda. El semáforo marcó la señal roja
y se detuvo. El otro vehículo se detuvo a su lado. El conductor, un
hombre joven, bajó el vidrio.
–¿Qué hacés… viejo de mierda? ¡Manejá por tu lado!

Al señor le dolió. No era cierto. Había maniobrado correctamente


y no se sentía viejo; recientemente le habían renovado su permiso de
conducir. Apareció la luz verde y el otro vehículo arrancó con un rugido
del motor. Era un coche deportivo y se le puso delante, para no dejarlo
pasar, mientras el joven volvía la cabeza y lo miraba con cara de odio. El
señor mayor se sentía impotente y ridiculizado. Entonces, como no podía
gritarle su indignación, se le ocurrió mostrarle al joven una de sus manos
con el puño cerrado y el dedo del medio levantado. Creyó que le
contestaba el insulto. El otro sabía lo que eso significaba.

El joven lo vio, puso marcha atrás y lo embistió con la parte


trasera de su vehículo, que contaba con un dispositivo para transportar
una lancha. Hubo un fuerte impacto. Entonces el señor mayor sintió que
perdía el conocimiento y golpeó su cabeza contra el volante. La bocina
de su viejo automóvil comenzó a sonar como un aullido desesperado.

11
Varias personas que pasaban distraídamente corrieron hacia el
vehículo detenido e intentaron ayudar al señor, pero comprobaron que
estaba muerto. El joven también se bajó apresuradamente de su
automóvil, dejándolo con el motor encendido. Se formó un verdadero
tumulto de gente que acudía al lugar. Llegó la policía y, aunque ya era
tarde, se pidió una ambulancia.

–¿Cómo ocurrió esto?– preguntó el oficial. Pero ninguno de los


presentes había visto nada. Entonces el joven se hizo de coraje y razonó
a toda velocidad. No tenía seguro. Algo tenía que hacer, si quería evitar
males mayores.
–Este coche me chocó de atrás– declaró firmemente.
–¿Y dónde está su vehículo?– preguntó el oficial.
–Allí, delante– contestó el joven, abriéndose paso entre la gente
reunida, para mostrárselo. Pero su vehículo ya no estaba. El joven
recordó que lo había dejado con el motor encendido y en el tumulto
alguien se lo había robado.

El oficial tomó nota de lo declarado. Una ambulancia se llevó el


cuerpo del infortunado conductor fallecido y su vehículo fue empujado
para dejar libre el paso. El joven hizo la denuncia del robo. No había
testigos y el oficial cerró el acta.

El robo era lo de menos, pensó el funcionario cuando se retiraba.


El joven había perdido el automóvil y el anciano la vida. Son cosas raras
que pasan. Pero, después de todo, se trataba de una muerte por causas
naturales. Probablemente un infarto. El vehículo desaparecido no fue
recuperado.

WASHINGTON BADO

12
VIAJE A MONTEVIDEO: ¡QUÉ BARATO!
RADULFUS

En estos momentos para comprar un dólar necesito 10002 pesos.


Semejante cotización no solo hace difícil un viaje a la Uropas sino hasta
a los países vecinos, como Uruguay… con la bella Montevideo, tan llena
de tradiciones y de cultura. Pero la tierra cisplatina vino a mí pues el Dr.
Washington Bado andaba unos días por estos lados. Este amigo oriental
–me arrogo el derecho de llamar amigos a aquellos con quienes
comparto inquietudes intelectuales– es, además de su larga actuación
como abogado y como funcionario público, un escritor de trayectoria.
Nos conocíamos solo por escrito; por ello el café que compartimos en
una confitería de Florida nos tomó unas tres horas, en las cuales
hablamos de tango, de folklore y campo uruguayos, de literatura.
Terminado el último café, lo acompañé a su hotel, cerca del Socorro. Y
en ese caminar… nos encontramos de repente en Montevideo.

13
Acertamos a pasar en efecto por El Artesano, Arenales 891. Se
trata de un studio artístico de diversas actividades del ramo
(restauraciones, dorados, marcos, entre otras). Llamó mi atención la
imagen que muestro arriba, caro lector. Es una foto sumamente antigua,
basada en un grabado, que me transportó a la plaza de la catedral y a la
romántica sencillez de antes. Entramos y nos atendió el Sr. Guillermo
Schachtl, su dueño. Nos pasamos allí cerca de una hora hablando del
Montevideo de entonces, nos mostró otras fotos de la misma colección…
y un testimonio directo de la unidad espiritual, a pesar de que algunos no
lo comprendan, entre las dos ciudades del Plata. Me refiero a un cuadro
que rinde tributo a Figari, obra de Octavio Rojo, pintor argentino que
expone en diversas partes del mundo. Si bien no soy entendido, creo que
la influencia del gran artista oriental es innegable. Sus óleos y pasteles
costumbristas recrean aquel pasado que nos une a los americanos.

No soy un gran afecto a la tecnología pero el cuadro de Rojo dio


pie para que el Bado nos mostrara, telephonio mobile mediante (te pido
que disculpes, querido amigo, mi tendencia a poner algunos latines), un
Figari de su propiedad, llamado Bailongo. Nos contó que lo aprecia
mucho, porque documenta los orígenes del tango, en el barrio cuartelero
de Palermo en Montevideo; con dos bailarines y el fondo de una playa
sobre el Río. Tal playa ya no existe, porque desapareció al construirse la
Rambla. Tomé nota aproximadamente de lo que añadió: “Reuní material
que me permite comprobar que la imagen que recordó Figari en su
cuadro (guitarra, acordeona y la pose del bailarín de uniforme, polaina y
kepis, con su pareja de blanco) se corresponde con los testimonios y la
descripción de varios historiadores.” La mejor prueba, la foto.

14
Mi emoción era quizá demasiado para mis tardíos años: uno
nunca sabe cuándo puede fallar el cuore. La cuestión es que seguimos
caminando hasta el Club Francés, donde se alojaba mi amigo. ¿Y dónde
queda este aristocrático club, que ahora es hotel? Pues, por raro capricho
del destino, en la calle Montevideo. Llegamos y nos sentamos a tomar
un té, para saborear las delicias de nuestro encuentro y hacer una suerte
de repaso a la nostalgia. Para ello me valí, entre otras cosas, del poema
“A Montevideo”, de otro amigo oriental. Me refiero al poeta Gerardo
Molina, muchas veces premiado.

Artigas, el Prohombre, surgió de tus entrañas


a redimir un pueblo que soñaba ser libre,
gigante de la América, con su gloria bastara
para esculpir la eterna memoria de tu nombre.

Esclarecida y fiel y reconquistadora.


¡Oh, noble entre las nobles, Ciudad del Universo!
Herida en el costado, ceñiste la coraza
y tuviste, guerrera, tu corona de olivo.

Pero eres una dulce samaritana y eres


una criolla sencilla con sangre de princesa,
que luce sus encantos, fatal, cosmopolita,

15
y exornada la frente de mirtos y laureles.
¡Quién pudiera, una noche, llevarte a las estrellas
y robarte a la simple adoración del mar!
En mi teléfono tengo, además del texto, una aclaración del propio
Gerardo sobre la “corona de olivo” de la ciudad. “Luego de la
reconquista de Buenos Aires (12 de agosto de 1806), triunfo logrado
merced al auxilio de los montevideanos, el rey Carlos IV expide un
Despacho de Gracias y Títulos a favor de Montevideo. Entre ellos, le
otorga el de ‘Muy Fiel y Reconquistadora’ y la facultad para que a su
escudo de armas pudiera agregar banderas inglesas abatidas con una
corona de olivo sobre el cerro, atravesada con otra de las Reales Armas,
Palma y Espada.”
En fin, mis palabras sobran. Me permito nada más una reflexión
ramplona. Una visita a Montevideo me costaría algunos táleros, entre el
barco o el ómnibus, el hotel y la comida. Pero me considero
ampliamente bendecido por la diosa Fortuna, pues gracias a mis dos
amigos ese paseo montevideano me salió baratísimo: solo una caminata
cerca de mi dulce hogar.
RADULFUS

“Dos postales de La Cumparsita que editó AGADU. Una de las primeras partituras del
célebre tango y la otra, una composición de fotos: el Café La Giralda, donde fue
estrenada La Cumparsita el 19 de abril de 1917, y el Palacio Salvo que se construyó,
años después, en el mismo lugar e inaugurado el 12 de octubre de 1928.”
[Ambas postales y el texto, de Gerardo Molina.]

16
LA NOSTALGIA COMO FENOMENOLOGÍA
DE LA APORÍA DIALÉCTICA
FELIPE HENDRIKSEN

Ya no quedan buenos escritores. Esto no es ningún problema,


pues contamos con las excelsas obras de los grandes maestros de las
Letras Universales. Quien quiera ser tomado en serio por sus profesores
o su librero de viejo habitual, deberá visitar los estantes olvidados de las
bibliotecas, comprar las ediciones antiguas y abandonadas de las mesas
de baratas y leer nada más que los autores respetados por todos los
prohombres de la Historia. Debo, no obstante, interrumpirme un
momento. El lector más lego no tardará en tachar este ensayo de ser
burdamente irónico. Pero no hay que escuchar a quien no sabe leer, y
cualquiera que conozca, aunque sea incidentalmente, mi obra ensayística
sabrá que no entiendo la diversión que supuestamente encierra el pecado
de la mentira. Dejado de lado esto y siguiendo con lo anterior, diré
simplemente que la costumbre hace a la cultura. ¿Por qué quejarse de
leer siempre lo mismo cuando es tan difícil y tan demandante buscar
nuevas obras? Y, además, éste no es el momento para cambiar el canon
de Occidente; faltan mentes capaces de lograr tamaña hazaña. Aunque
quisiéramos alterar radicalmente la valoración de todas las obras que se
han escrito, no podríamos hacerlo.
¿Pero quién se atrevería a perder su tiempo? Es sabido por todos
que nadie ha escrito nada digno de ser leído después de la creación del
californio en la Universidad de Berkeley. Si creen que le doy demasiada
importancia a un evento de dudosa trascendencia, recuerden las palabras
de Robert Oppenheimer: “[…] aprendí con el tiempo que la tabla
periódica cambia muchas más vidas que la del simple químico,
encerrado en su laboratorio”. Quizá los últimos textos verdaderamente
geniales hayan sido El Aleph o Death of a Salesman. Pero nunca me
interesaron las fronteras ni los límites, que siempre se tocan, y tanto
ignoro cuál fue el último buen libro como el primero: ¿la Epopeya de
Gilgamesh, el Bhagavad-gītā? Lo que importa no es ni el alfa ni el
omega, sino el resto del alfabeto, tanto más fácil de reconocer y, por
ende, de analizar.
Esto no se limita a la literatura, por supuesto. Todo era mejor
hace medio siglo, mucho mejor hace siglo y medio y prácticamente
perfecto en el siglo XVIII. ¡Qué mejor época que la de Thomas Paine,
cuyos escritos inspiraron dos Revoluciones! Todo cuanto debía saberse
estaba prolijamente dispuesto en una obra magistral, nadie se sonrojaba
al declarar que su color favorito era el rosa pastel, estaba todavía vigente
el género epistolar…

17
¿Qué conclusión debemos sacar? Como hombres racionales que
somos los postmodernos, debe imperar en nuestros razonamientos la
lógica y, en menor medida, el desencanto. Y, a mi entender, la única
razón por la cual todas las generaciones desde el origen de la Humanidad
envidian a las que las preceden es, no la mundana nostalgia, sino la más
sincera y acertada comprensión de que, realmente, el mundo se desgasta
y corrompe día tras día.
¿Habrán podido equivocarse las mentes más ilustres de la Tierra
una y otra y otra vez? ¿Habrán podido exagerar constantemente las más
remotas y aisladas sociedades del planeta? ¿Habrán podido coincidir los
aborígenes indochinos con los aristócratas rusos y la clase media
argentina por pura casualidad? ¿Qué se esconde detrás del anhelo eterno
del hombre por vivir los tiempos que no fueron suyos sino de sus padres,
sus abuelos, de Adán y de Eva? En mi más humilde opinión, y siguiendo
las doctrinas de Duns Scoto y Guillermo de Ockham, la respuesta a todo
es siempre la más simple que ocurrir se nos pueda. Sencillamente, todo
lo que ocurrió antes del nacimiento de uno, por regla general, fue mejor.
Ningún presente vale tanto como cualquier pasado, ni siquiera el primer
y más antiguo presente de todos: el de la Creación. Incluso antes de Dios
hubo un tiempo más propicio para el hombre: el de la Nada más
absoluta, cuando Él no soñaba siquiera con existir, cuando el universo no
era más que el proyecto distante de una oscuridad inquieta y visionaria.
Habrá quien diga, iluso, que lo que se oculta tras la nostalgia es el
humano deseo de ser joven eternamente. Habrá quien diga, cómo no, que
el vivir debería acontecer como en la Edad de Plata descrita por
Ascraeus: cien años de ignorante infancia y una vejez y muerte
instantáneas. Pero ningún hombre quiere realmente volver al pasado.
¿Olvidaron estos trasnochados los lentos días en el colegio; las oscuras
noches, solos, en sus cuartos; la sádica crueldad de los demás niños; las
aburridas tardes de verano, sin nada bueno en la televisión?

18
Ciertamente olvidaron estos amantes del ayer las insoportables
ganas que teníamos de crecer cuando éramos más inocentes. Nadie en
todo el planeta quiere realmente volver el tiempo atrás; las agujas del
reloj se mueven lo suficientemente lento como para hacer del correr de
los años algo valioso. Tantas cosas vividas llegan a importarles bastante
a los seres humanos, aunque mucha gente no lo entienda.
Lo que los ingleses tuvieron a bien llamar rosy retrospection es al
mismo tiempo una falacia y un acto violento contra la mujer1. Repudio
este término y repudio también a los escritores, críticos, pensadores,
intelectuales, psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, psicóticos,
psicópatas y demás licenciados y doctores que creen, sostienen, afirman
y reafirman que la gente, en general, ve con mejores ojos el pasado
simplemente porque lo conoce mejor.
Estos sapientes de bohemia dicen lo siguiente: ningún hombre
conoce el presente como conoce el pasado; para amar algo, primero, se
lo debe conocer (bien); el hombre necesita amar algo (aunque sea una
época). Ya expuse los crasos errores lógicos de este razonamiento en
otra parte2, pero creo que cualquiera puede darse cuenta de que es por
demás ingenuo creer que un hombre racional y razonable no puede
conocer el mundo que lo rodea tanto como el “mundo” que le pintan en
los libros de Historia, aquella amarga seudociencia. ¡Ciertamente no es
gracias a los Evangelios que moriría por vivir en los tiempos de
Barrabás! Si confío en que el Pasado es perfecto en comparación con el
triste Presente, es más por una intuición cuasi profética que por el arduo
estudio de los supuestos hechos históricos. Porque, seamos sinceros,
¿quién sobre la faz de la Tierra puede asegurarnos que César cruzó el
Rubicón y no, say, el Ródano, el Volga, el Ebro?
En alguno de sus tantos ensayos, Borges fantasea con un
laberinto anterior al tiempo, en el cual todos los hombres que han de
nacer buscan maquinalmente la salida; esto es: la entrada a la vida. La
lograda alegoría, que tomó prestada de un olvidado clérigo bávaro,
explicaría por qué el mundo empeora a medida que pasa el tiempo: las
almas que todavía deben llegar son cada vez más y más incompetentes.
Las más ilustres, claro, encontraron su camino hace mucho tiempo. Si
bien ingenioso, poco nos ayuda para conocer la verdad esta pequeña y
curiosa imagen. Nada, de hecho, puede ayudarnos. Aunque la vana y
joven psicología pretenda tener, una vez más, la respuesta que todos
ansiamos encontrar, no me convence lo que tengan para decir las
distintas escuelas del sofismo moderno.

1
Porque relaciona el rosado con el candor, la inocencia, la sensiblería, la exageración,
la ignorancia (características típicamente femeninas, por supuesto).
2
En mi ensayo Las nieves del tiempo, que forma parte de mis Cuadernos de clase,
editados, impresos y distribuidos privadamente.

19
Por el contrario, y sin reparo alguno, más que citar a gente más
sabia que yo, voy a afirmar lo que tengo por cierto; algo tan evidente que
muchas veces lo hemos pasado por alto. Tanto da que vean detrás de mi
opinión la mano inconfundible de Mainländer o el puño certero del
Venerable Pío XII. Creo, en fin, que a medida que nos alejamos del
origen del universo vamos empeorando.

Me explicaré. Cualquier cosa que nace lo hace repleta de su


esencia. El cuerpo frágil del neonato organismo concentra en sí todas sus
cualidades; no perdió aún ninguna de sus partes, todavía no dio nada al
mundo, nada le han robado, nada le han pedido ni nada ha prestado. El
bebé es el ser antes de la pérdida, antes de la carencia: apenas ha llorado
un poco; inhalado quizá, torpemente, algo de aire. Cuanto más se aleje
del comienzo de la vida, cuanto más cerca esté de la muerte, tanto más
incompleto estará. Sospecho que la vida de uno se acaba cuando su ser
no aguanta más el saqueo indiscriminado de su esencia. Y lo que le
ocurre al hombre también le pasa al Cosmos. Creo recordar la sentencia
de Apuleyo: sic in hominibus quam in sphaeris. Paréceme increíble
que… No. Más vale ser sincero.

20
Seguiría exponiendo mis ensoñaciones infantiles, pero: ¿para
qué? Ni la filosofía más sublime, más compleja y más estética de la
historia de la humanidad1 deja de ser una mera fantasía, un castillo de
aire flotando sobre las aguas de la Incertidumbre. Siempre preferí
entender lo que pasa en el mundo, no así conocer el porqué de las cosas.
Es un capricho demasiado humano el tratar de comprender lo que nos
está vedado por naturaleza; claro que, si debiéramos saberlo todo,
estaríamos preparados para ello desde el nacimiento. El aciago demiurgo
que loó Cioran fue por demás generoso, pues nos dio el mayor regalo
que podríamos haber recibido como especie: un límite infranqueable.

Las digresiones terminan por hartarme. Para cuando releo el texto


y corrijo alguna que otra cosa, me doy cuenta de que no hay ningún
orden en lo que escribo. Pierdo una y otra vez el hilo conductor; nunca
digo lo que realmente quiero; abundan los adjetivos mal colocados2; se
nota demasiado que intento escribir como el Maestro… Debo admitir,
también, que siempre abusé de la libertad y la holgura del ensayo. Me
extiendo demasiado en cosas sin importancia y olvido, mientras escribo,
la idea central que me había movido a escribir en un primer lugar. Podría
decirse, con una sonrisa socarrona, que plasmo en mis textos, por breves
que sean, la estructura diacrónica del universo; pero no soy tan
competente. Si en algo se parece este ensayo al cosmos, debe de ser,
ciertamente, en su ecléctico abandono. Hablé de varias cosas y no dije
nada, pero ahora me siento un poco más calmado y ya perdí las ganas
lacerantes de escribir, que de a ratos me atacan de manera imprevista y
que tanto han hecho por mí en los últimos años.

FELIPE HENDRIKSEN

1
Podría creerse que hablo de Hegel, pero de hecho me refiero al natural de Königsberg.
2
O, dicho más elegantemente, las hipálages.

21
LIBROS Y OTRAS COSAS

Recuerdo de Ramón de Campoamor


Creo que casi nadie lee hoy a Ramón de Campoamor. Hace un
año en librería de viejo compré un ejemplar de Doloras y Humoradas,
de la vieja Biblioteca Mundial Sopena. Semanalmente leo una página de
este hombre de mi época. Efectivamente, pues murió en 1901: también
yo, como él, soy muy decimonónico, aunque nací en el siglo XX. Creo
que era Don Ramón muy buen poeta, aunque para su tiempo.

Quiero rendirle un reconocimiento y copio “Hombres y mujeres.”


¿Extrañas, Elia mía,
que aún ame con locura?
¡Qué quieres! Mi pasión por la hermosura
puede más que mis años todavía.
Modelo de los grandes sacrificios
y tipos tan honestos como bellos,
no he visto nunca una mujer con vicios,
ni hallé jamás hombres de bien sin ellos.
Otros harán comentarios mejores que el mío pero me quedo con
dos ideas. Me parece bien que esta mujer ideal se llame Elia, pues tal era
el nombre del emperador Adriano (Aelius), español como ella, nacido
quizás en Itálica, cerca de Sevilla. La otra, alabo al poeta por amar tanto
a las mujeres, que son para mí ángeles del cielo.
Vicente Herrera

22
Otra sorprendente muestra de Ricardo Celma en Colección Alvear
Siempre aclaro que no soy entendido sino que simplemente
disfruto del arte. Cuando escribo sobre esta materia, lo hago para pasar
doblemente un buen rato: el de la escritura y el del recuerdo de las obras
que he visto. En el caso de Ricardo Celma (nació en 1975), hay una
apropiada semblanza biográfica escrita Por Ignacio Gutiérrez Zaldívar
en el sitio de la galería de arte Zurbarán, a la cual me remito
(https://www.zurbaran.com.ar/ricardo-celma-biografia-obras/). En la
Colección Alvear de Zurbarán tuve el placer de visitar, en 2018 y 2019,
sendas muestras. Nada puedo añadir a lo que dicen los conocedores. En
todo caso, me permito sorprenderme por descubrir en Celma a un pintor
excepcional. Cultiva con gran maestría el óleo y sus cuadros son
originalísimos, porque en un arte figurativo parten de la tradición y
conmueven al hombre de hoy. En ellos conviven la antigüedad clásica, el
renacimiento, temas folklóricos, temas religiosos y místicos (estos
últimos, tratados con la mentada originalidad… pero también con
respeto), paisajes, la belleza del cuerpo. Agradezco a la Colección
Alvear el que me permita reproducir aquí uno de los que vi el 13 de
mayo de 2019; me refiero a esta personalísima y no menos bella visión
de “Mamá Antula”, la santiagueña María Antonia de la Paz y Figueroa
(1730-1799), proclamada beata en 2016. [R.L.]

23
Cecilia Revol Núñez y su Salta

Como se ve, la imagen muestra la invitación que hizo la Casa de


Salta en Buenos Aires, para visitar las pinturas (de técnica óleo con
espátula, sobre lienzo) de Cecilia Revol Núñez, artista nacida en
Córdoba pero que vivió desde su niñez en La Linda. Sus obras has sido
expuestas en el país y en el mundo y reflejan paisajes y costumbres de
los salteños. Mis palabras quedarían muy cortas para describir su
belleza. Recomiendo entonces vivamente al lector visitar su página
(https://www.ceciliarevol.com/curriculum) y dedico una humilde copla
al de la tarjeta de invitación, Encuentro de almas - Campo La Paz.
Juntos van los salteñitos
camino de la capilla:
buena enseñanza me llevo
para andar en esta vida.
R.L.

Poesía bancaria

24
Las inscripciones murales son a veces sorprendentes. La que vi
hace poco (trato de reproducirla en modo más gramatical) es esta de un
reclamo por suba de sueldos, poesía esencial:
Bancarios:
suben precios,
suben salarios.
Los empleados del gremio advierten que, si los precios de las
cosas trepan, la patronal tendrá la obligación de compensar tal pérdida
con suba de remuneraciones. ¿La calidad literaria del epigrama?
Altísima, pues lo bueno, si breve… por otro lado hay música, ayudada
por rima. Y no debemos olvidar que salario viene de sal, y que la sal es
famosa en varias canciones populares: “sapore di sale, / sapore di mare.”
Saúl González

El soneto de las alusiones


Colmados de deseos, la juventud perdida,
la carne sosegada, tranquilo el corazón,
iba yo por el mundo buscando la escondida
senda que fue el encanto de Fray Luis de León.

Y de pronto viniste a perturbar mi vida,


a sacudir mis nervios con nueva crispación
a dar otra vez brotes a la rama aterida,
ardores a la sangre y alientos a la ilusión.

Y ahora que ya tengo, la angustia de no verte,


siempre el miedo constante y horrible de perderte,
pensar que vas a irte y no volverás.
A sentir dentro de tu pecho esta duda que roe
y oír a todas horas aquel cuervo de Poe
que repite implacable: Nunca, nunca… ¡Jamás!
El autor de este soneto alejandrino es Pedro Mata (1875-1946),
madrileño. Una vieja antología me da algunos muy raros, como este, que
tiene una rara rima Poe / roe. Y hablando de escritores, también cita a
otro ilustre, Fray Luis. ¡Gran bondad de las antologías! Gracias a ellas
conocemos textos que no habríamos conocido de otro modo. [R.L.]

25
¿Cuántas y cuáles fueron las Manon?
Para muchos, la primera respuesta al título será la de las galletitas
de Terrabusi.

Recientemente descubrí que hay unas aves: “El capuchino del


Japón, manón o isabelita del Japón (Lonchura striata domestica) es
una de las aves domésticas más populares, tanto por su escaso valor
monetario, que lo hace muy accesible, como por la facilidad de su
crianza. Su origen se debe al cruce selectivo del capuchino culiblanco
(Lonchura striata) con otras especies de estríldidos del género
Lonchura.” La Wikipedia también me obsequia una foto.

26
Pero la Manón para mí más importante es francesa… y hoy no la
conoce casi nadie. Otra vez acudo a la comodidad interrecial: “Manon
Lescaut es una novela del Abate Prévost, que originalmente se llamó
Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut, y formaba parte
de las Memorias y Aventuras de un hombre de calidad retirado del
mundo (7 volúmenes, 1728 - 1731).” Yo la leí hace tiempo pero en otra
época era más conocida. Por eso varias mujeres del tango se llamaban
así. Por ejemplo en Griseta, que tiene música de Enrique Delfino y letra
de José González Castillo: “Y en el loco divagar del cabaret, / al arrullo
de algún tango compadrón, / alentaba una ilusión: / soñaba con Des
Grieux, / quería ser Manon.” Y hay un tango Escúchame, Manon, con
música de Francisco Pracánico y letra de Roberto Chanel y Claudio
Frollo. Aves, muchachas y galletitas: una tríada muy de mi agrado.
Radulfus

27

Potrebbero piacerti anche