Sei sulla pagina 1di 36

1.

De la novela de la historia a la novela histórica: la


dimensión americana de Eduardo Acevedo Díaz

Con una visión a la que el auge actual del discurso ficcional de la historia parece
darle una dimensión premonitoria, Eduardo Acevedo Díaz estuvo siempre convencido
que la novela histórica «es y debe ser uno de los géneros llamados a primar en el campo
de la literatura, ahora y en lo venidero». Una primacía que se reflejó en su obra narrativa
y ensayística, especialmente en la tetralogía de novelas compuesta
por Ismael (1888), Nativa (1890), Grito de Gloria (1894) y Lanza y sable (1914)41, y en
los artículos y prólogos donde planteó, a partir de la coyuntura circunstancial del
Uruguay del último cuarto del siglo XIX, una auténtica «teoría de la novela histórica».
Son justamente esos textos teóricos, hasta ahora estudiados en función de los
referentes nacionales a los que pertenecen por origen y destino, los que nos interesan
analizar aquí en una perspectiva de inserción americana.
-92-
Función legitimadora de la novela histórica

Acevedo Díaz, como otros escritores latinoamericanos del último cuarto del siglo
XIX, consagró buena parte de su vida de intensa acción política, pautada por la cárcel y
el exilio42, a definir los rasgos de lo que llamaba la «idiosincrasia nacional» en un
momento particularmente difícil del Uruguay. El país estaba sumido en revoluciones y
guerras civiles, golpes de estado y dictaduras que habían aventado en una enconada
división partidaria entre Blancos y Colorados los ideales y las esperanzas del período de
la Independencia. Resumiendo esa situación, José Pedro Varela, el reformador de la
educación uruguaya, constataba en 1876 que: «En cuarenta y cinco años hemos tenido
diecinueve revoluciones. La guerra es el estado normal de la República»43.
Frente a este panorama -donde incluso se proponía como solución la anexión del
Uruguay a la Argentina44- Acevedo Díaz era formal: sólo la recuperación del pasado
podía dar un sentido a la historia y definir los rasgos identitarios del país futuro,
salvándolo de la desintegración del presente. Y nada mejor que la novela histórica para
recuperar la esencia de los orígenes y consolidar las amenazadas instituciones de la
nación.
La novela histórica tenía, pues, una función de esclarecimiento, de ejemplificación
espiritual en la configuración y legitimación de la existencia del estado uruguayo,
participando directamente en la reflexión sobre el pasado y el futuro. Este propósito se
inscribía en las inquietudes que tenían en ese mismo período historiadores como
Francisco Bauzá, Carlos María Ramírez y Justo Maeso45 o poetas como Juan Zorrilla de
San Martín empeñados en rehabilitar la figura de José Gervasio Artigas, olvidada y
marginada a lo largo del siglo XIX, para proyectarla en el seno de una Patria
reivindicada con orgullo46.
En ese contexto, Acevedo Díaz cree que «el novelista consigue, con mayor
facilidad que el historiador, resucitar una época, dar seducción a un relato»47, ya que la
historia en la novela «abre más campo a la observación atenta, a la investigación
psicológica, al libre examen de los hombres descollantes y a la filosofía de los
hechos»48. Este convencimiento lo explicita con un juego de palabras: «Se entiende
mejor la historia en la novela, que en la novela de la historia», lo que le permite
preguntarse:
-93-
¿Qué es más preferible para la formación del buen gusto
popular y su reforma, la novela de la historia -no la historia
en sí misma- que deforma los hechos y los hombres, o la
novela histórica, que resucita caracteres y renueva, los
moldes de las grandes encarnaciones típicas de un ideal
verdadero?49

Para el autor de Ismael resultaba claro que si bien la historia recoge «prolijamente
el dato», el análisis de los acontecimientos es inevitablemente «frío», ya que hunde «el
escalpelo en un cadáver», buscando «el secreto de la vida que fue». Por el contrario, la
novela, a la que debe asimilarse en su proceso creativo al «trabajo paciente del
historiador», reanima el pasado «con un soplo de inspiración», «como un Dios» que
«con un soplo de su aliento hizo al hombre de un puñado de polvo del Paraíso y un poco
de agua del arroyuelo»50.
En la mejor tradición de la novela histórica del romanticismo, Acevedo Díaz
apuesta a la fuerza de la «inspiración divina» del escritor como conjurador de la vida,
oponiéndola a la vocación de «anatomista» del historiador. Sin embargo, pese a la
fuerza de condensación metafórica que puede tener una página literaria para transmitir
la historia «vivida», Acevedo Díaz no pretende prescindir de las fuentes documentales
de la historiografía, ya que:
Sociedades nuevas como las nuestras, aun cuando acojan
y asimilen los desechos o la flor, si se quiere, de otras razas,
necesitan empezar a conocerse a sí mismas en su carácter e
idiosincrasia, en sus propensiones nacionales, en sus
impulsos e instintos nativos, en sus ideas y pasiones. Para
esto es forzoso recurrir a su origen, a sus fuentes primitivas y
a los documentos del tiempo pasado, en que aparece escrita
con sus hechos, desde la vida del embrión, hasta el último
fenómeno de la obra evolutiva51.

La novela histórica debe contribuir a la definición identitaria, lo que Acevedo Díaz


llama «idiosincrasia nacional», remontando a los orígenes y apoyándose en fuentes
documentales. Ese «carácter» incluye «instintos», «pasiones» e «ideas», y su búsqueda,
al mismo tiempo que -94- «resucita caracteres» y «reencarna» los ideales del pasado,
se pretende «equilibrada».
Fray Benito, uno de los personajes de la novela Ismael, precisa esta idea al sostener
que no es fácil «escribir con entera rectitud sobre el pasado», porque de sus personajes
no suelen quedamos sino «caricaturas», «estatuas de relieve en los frontispicios de
viejas construcciones», cuya fidelidad no la salvan ni los documentos, ni la tradición o
los testimonios. Lo que hace falta en la historia es:
Una luz superior a nuestra lógica, como medio eficiente
para mantener el equilibrio del espíritu (...) La verdad
completa, ya que no absoluta, no la ofrece el documento solo,
ni la sola tradición, ni el testimonio más o menos honorable:
la proporcionan las tres cosas reunidas en un haz, por el
vínculo que crea el talento de ser justo, despojado de toda
preocupación, y que por lo mismo participa de una doble
vista, una para el pasado y otra para el porvenir, asentándose
en el presente con el pie de la rectitud52.

La capacidad de recrear la historia la da, pues, algo más que la lógica racional y las
fuentes documentales por un lado, y la pura creación literaria por el otro. La novela
histórica se da en el «equilibrio» de un escritor capaz de conciliar documentos,
testimonios y tradición, lo que sólo es posible si se es «justo». La «rectitud» es un modo
de llamar la objetividad que debe tener el historiador, es decir, no estando «preocupado»
por la inmediatez de los acontecimientos y dominado por la visión subjetiva del
partidismo.

La «doble vista» del escritor

Esta distancia, gracias a la cual se tiene la «doble vista» dirigida simultáneamente


hacia el pasado y al futuro, se bien se funda en una aspiración deontológica de
«rectitud» que debe guiar la tarea del historiador en el presente, no se basa
exclusivamente en la pretensión científica del historicismo que pregona como modelo o
como una -95- «receta» más o menos asumida para escribir novelas históricas. Se
trata en realidad de algo más significativo y profundo: explicar lo nacional y, sobre
todo, transmitirlo a las generaciones venideras de un modo inteligible y afectivamente
«razonable». Eduardo Acevedo Díaz habla del «concepto racional del patriotismo» en
esa permanente búsqueda del «equilibrio» entre la pasión política y nacionalista y la
perspectiva filosófica del historiador.
Como muchos escritores del período, el autor de Ismael se debate entre el impulso
romántico que justifica los gestos emotivos de su partidismo y patriotismo y la clara
conciencia de la necesidad de enmarcar el «espiritualismo» en el racionalismo, una
preocupación que refleja la conferencia que pronuncia cuando apenas cuenta 21 años -
La diosa razón y el racionalismo (1872)- y el manifiesto que circula entre los
integrantes de su generación -la Generación del Ateneo- con el título de Profesión de Fe
Racionalista. Lejos también del dogma católico, esta generación afirma profesar una
metafísica idealista y creer «en la existencia ontológica del alma como entidad superior
y diferente a la materia», al mismo tiempo que insiste en la verdad absoluta de los
principios racionales sobre los cuales fundan el orden de las cosas y rechazan casi
unánimemente el positivismo y el realismo, considerándolos como dos expresiones
negativas del alma humana y del sentido de la vida.
En este sentido, la obra narrativa de Eduardo Acevedo Díaz expresa la lenta
transición del romanticismo al naturalismo que caracteriza el período. Si se niega, como
sus compañeros de generación, a abandonar totalmente el romanticismo, tan adecuado
para expresar el sentimiento de la nacionalidad, no cae en sus excesos retóricos y, sobre
todo, siguiendo una línea ya inaugurada por el romántico «realista» argentino Esteban
Echevarría, especialmente en su relato El matadero, hace de la descripción del contorno
social e histórico una forma de apropiación estética de la realidad puesta al servicio del
proyecto de darle al país una literatura nacional.
Porque, aunque la poesía parnasiana y decadente por un lado, y la novela realista
por el otro, hubieran en Europa «torcido el cuello a los cisnes lamartianos y a las águilas
hugonescas» -como ha metaforizado Alberto Zum Felde53- los escritores de la
generación de Eduardo Acevedo Díaz seguían siendo fieles al impulso del
romanticismo, lo que se llamaría la -96- «segunda generación romántica» americana
donde las preocupaciones sociales y nacionalistas priman sobre las estéticas. Ello se
reconoce en el soplo romántico inspirado en Walter Scott y Alejandro Dumas que guía
los apasionados conflictos de muchos de los personajes de Acevedo Díaz, aunque
aparezcan neutralizados por la objetividad realista de un Balzac, un Tolstoy y del
Galdós de Las episodios nacionales. Como ha puntualizado Bella Jozef,
«contrariamente a los románticos, la mirada de Acevedo Díaz hacia el pasado no es
nostálgica»54. Al mismo tiempo se percibe una progresiva inflexión del naturalismo de
Emile Zola, por quien Eduardo Acevedo Díaz confesó sentir admiración -«el más
grande hombre de letras de nuestro tiempo», sostuvo en 190255- y en cuyo nombre se
propuso realizar «un estudio etnológico, social y político de nuestro país», con el cual
intentaba «hacer resaltar los lineamientos vigorosos de su historia».
Pese a estos aspectos programáticos, los personajes de Acevedo Díaz dan por
primera vez en el Uruguay la impresión de estar «amasados en el barro original de la
nacionalidad» -como afirmara Zum Felde- dejando de lado la copia directa de los
modelos europeos de la época. Representativos de clases, profesiones y medios
diferentes, pero sin caer en ningún caso en el estereotipo, estos héroes aparecen
integrados con naturalidad en las escenas de la vida cotidiana del país que Eduardo
Acevedo Díaz reconstruye con indiscutible verosimilitud histórica. Sus gauchos,
indígenas y criollos no visten los disfraces multicolores de un artificioso americanismo
literario sino que, en nombre de un realismo enraizado en la naturaleza y en la historia,
aglutina y cristaliza los elementos de la flamante nacionalidad.
Lector admirado de Homero, se descubre en muchas de sus páginas el tono épico
de La Ilíada, aliento perceptible en las descripciones de batallas y episodios colectivos
donde logra sus mejores momentos. Las referencias en el caso de Las orientales -el
fragmento de «una leyenda» donde describe la batalla de Sarandí- son directas. Acevedo
Díaz efectúa paralelos entre el tiempo de los «homéricos» y el de «la patria de los
Orientales», se refiere a «los cantos de la epopeya» de Artigas o a los cantos de Homero
cuando describe la obra de los Treinta y Tres y a «los homéricos días» de «la joven
República de Oriente»56.
Mitos, imágenes y símbolos de la literatura occidental se insertan así en el espacio
americano, proceso de trasposición y nacionalización de singular importancia y cuyas
expresiones en la literatura gauchesca, -97- especialmente en los poemas Martín
Fierro de José Hernández, Los tres gauchos orientales de Antonio Lussich y Paulino
Lucero de Hilario Ascasubi, todos ellos de 1872, definieron una tipología arquetípica de
los países del Río de la Plata.

Una imagen del pasado para forjar el futuro

Lo importante es destacar aquí cómo influencias literarias múltiples y


contradictorias pudieron -a través de un proceso acelerado de transculturación, como el
que se dio en los países americanos del período- concretarse en una obra de expresión
original que no puede catalogarse en ninguna de las corrientes que la habían inspirado
desde escuelas estéticas y filosóficas tan diversas como el romanticismo, el positivismo,
el evolucionismo darwiniano o el naturalismo. Pero en Acevedo Díaz hay más.
En la advertencia preliminar a Lanza y sable (1914), publicada bajo un subtítulo
que subrayaba la pretensión de «objetividad» historicista, Sin pasión y sin divisa,
Acevedo Díaz afirma dedicar su esfuerzo de reconstrucción histórica «a la juventud que
estudia y piensa, a los que saben de historia verdadera y sociología». Por ello precisa
que:
El conocimiento del carácter y tendencias, vicios y
virtudes de la propia raza debe interesar al espíritu de los
descendientes con preferencia a la simple exposición de
sucesos y efectos57.

La necesidad de forjarse una imagen del pasado para poder proyectar mejor el
futuro es, pues, explícita y una forma «instrumental» de la literatura, como la novela
histórica, resulta esencial para expresarla. El pasado no sólo tiene que ser recuperado,
sino «transmitido» en una forma entrañable y didáctica a las nuevas generaciones,
especialmente porque se trata de un momento particular de la historia, como anota el
propio Acevedo Díaz en su «leyenda» Los Orientales:
Hay en la vida de las sociedades humanas,
acontecimientos profundos que detienen la vieja ley de su
movimiento y transforman su modo de ser político; y esto -
98- sucede comúnmente en todo pueblo pequeño pero viril,
predispuesto por su naturaleza intrínseca y por sus vírgenes
elementos, a las innovaciones que con más facilidad lo
conducen al fin de sus destinos58.

En la medida que el esfuerzo de comprensión nacional de Acevedo Díaz se


pretende proyectar en el futuro, la historia científica no basta. De allí la irrupción de la
literatura como un medio eficaz de asegurar esa transmisión formativa, lo que Rama ha
llamado gráficamente «un servicio público destinado al entendimiento racional,
metódico, de la nacionalidad»59. Porque, como afirmaría años después el escritor
Francisco Espínola prologando la reedición de Soledad:
Tenemos que salvar la mayor extensión posible del
pasado para que siga actuante en el presente a fin de ir
formando la nación. Porque todavía no somos del todo una
nación. (...) Más que nunca necesitamos hoy elementos
aglutinantes, factores que consigan, por sobre las diferencias
individuales, enérgicos nexos colectivos. Difundir y explicar
la obra de Acevedo Díaz tiene ese valor60.

José Martí, contemporáneo del escritor uruguayo, lo había dicho con palabras
similares en el otro extremo de la América hispana: «No hay letras, que son expresión,
hasta que no haya esencia que expresar en ellas. No habrá literatura hispanoamericana
hasta que no haya Hispanoamérica»61, desiderata que reiteraba el análisis que ya había
hecho Bartolomé Mitre en 1846 al sostener que la novela es la expresión de desarrollo y
madurez de una civilización, lo que llamaba «la segunda edad de los pueblos».
En el prólogo a la novela a Soledad, escrita durante su exilio en Bolivia, Bartolomé
Mitre sostiene que:
La América del Sud es la parte del mundo más pobre en
novelistas originales. Si tratásemos de investigar las causas
de esta pobreza diríamos que parece que la novela es la más
alta expresión de civilización de un pueblo, a semejanza de
aquellos frutos que sólo brotan cuando el árbol está en toda la
plenitud de su desarrollo. La forma narrativa viene sólo en la
segunda edad de los pueblos, cuando la sociedad se completa,
la civilización se desarrolla, -99- la esfera intelectual se
ensancha y se hace indispensable una nueva forma que
concrete los diversos elementos que forman la vida del
pueblo llegado a ese estado de madurez62.

Esta preocupación también se repite en Andrés Bello. En Autonomía cultural de


América (1948), texto originalmente publicado con el significativo título de Método
histórico, sostuvo que el procedimiento «narrativo» es el más apropiado para América,
ya que la escritura «científica» de la historia es imposible dada la carencia de la
información mínima para pretender un método empírico y aún filosófico. Bello se
pregunta si los procedimientos de la «narrativa» no son el modo más «verdadero» de
escribir la historia, porque la narrativa es historia, del mismo modo que la historia se
explica mejor en la narrativa.

Una preocupación común americana

En este sentido puede decirse sin exagerar que en América Latina, la novela
histórica no solo explica, sino funda la identidad nacional. Basta leer en esa perspectiva
las obras Francisco (1832) de Anselmo Suárez Romero, Durante la Reconquista (1897)
de Alberto Blest Gana, La Charca (1894) de Manuel Zeno Gandía, Cecilia
Valdés (1839-1882) de Cirilo Villaverde y Enriquillo (1879) de Eugenio M. Galván,
subtitulada «Leyenda histórica dominicana». Galván usa documentos históricos reales,
tales como la Apologética historia sumaria y la Historia de las Indias de Las Casas,
las Décadas de Herrera, las Elegías de Juan de Castellanos y la Vida de Colón de
Washington Irving, glosados y citados al pie de página como en una obra erudita y
técnica. En un apéndice final, Galván copia los pasajes históricos sobre los cuales
elaboró la novela. La estructura resultante permitió decir a Martí que esa era una
«Novísima y encantadora manera de escribir nuestra historia americana», donde
aparecían reunidas hábilmente la novela, el poema y la historia.
El ejemplo del historiador y novelista mexicano Ignacio M. Altamirano es
interesante por los paralelos que ofrece con Acevedo Díaz. El autor
de Clemencia (1869), La Navidad en las montañas (1871) y Zarco (Episodios de la vida
mexicana, 1861-1863) publicó una serie de artículos sobre la novela mexicana del siglo
XIX en la perspectiva de la historia del país, marcada por las invasiones americana -
100- y francesa y por sangrientas guerras civiles. Para Altamirano la literatura «no es
pasamiento de espíritus ociosos», sino que «es necesario apartar sus disfraces y buscar
en el fondo de ella el hecho histórico, el estudio moral, la doctrina política, el estudio
social, la predicación de un partido o de una secta religiosa», porque «la novela de hoy
suele ocultar la biblia de un nuevo apóstol o el programa de un audaz revolucionario».
La novela tiene una importante función social en tanto que «órgano de difusión de ideas
nuevas», ya que «otorga el privilegio de la instrucción», lo que es «la base de la
conciencia nacional». La novela es «el libro de las masas», como «la canción popular,
como el periodismo, como la tribuna», pero sobre todo es el «gran libro de la
experiencia del mundo»63.
Todos estos autores, de un modo u otro, aparecen empeñados en escribir los libros
que «hacen los pueblos» -como gustaba decir Ezequiel Martínez Estrada hablando de la
«paternidad inversa»- y cuyo ejemplo paradigmático sería La Biblia, libros
fundacionales de una visión de lo americano, cuya vigencia se prolonga hasta nuestros
días. Nada mejor, pues, en ese momento que la novela histórica para «condensar
dialécticamente» y representar la «conformación de la identidad» en el difícil equilibrio
de una estética armonizada entre forma y contenido. Como ha señalado Noé Jitrik, la
literatura del período no hace sino reflejar la «generalizada ansia por el presente»,
preocupación historicista de origen herderiano que:
Tiene siempre que ver con la búsqueda de una identidad
que hallaría su fuente y su origen en el fondo más antiguo del
pueblo y de la comunidad: las situaciones típicamente
históricas que le atraen serían condensaciones dialécticas, por
así decirlo, de la conformación de tal identidad, y, por eso
representativas; desarrollarlas por medio de la ficción es
interrogarlas al mismo tiempo que integrarlas a la
imaginación como un poder que opera en un doble sentido:
por un lado permite acercarse a esos objetivos y, por el otro,
proporciona el camino formal para llegar a ellos64.

-101-
Esta aspiración sigue siendo válida hasta el día de hoy, porque Acevedo Díaz fue,
como debe ser en principio todo buen novelista, el creador de un mundo, es decir el
artífice de una realidad coherente y capaz de sostenerse por sí misma,
independientemente de las obligadas referencias a la realidad uruguaya de su época.
Muchas de sus páginas épicas son, sin lugar a dudas, representativas de los mejores
esfuerzos por reconocer cuáles son los elementos forjadores de una nacionalidad, como
sólo se verán para el resto de América Latina en pleno siglo XX, especialmente a partir
de la novela de la revolución mexicana y en el auge renovado del género en los últimos
años. En este sentido, la deuda con la lección «acevediana» es evidente en la «nueva
novela histórica uruguaya», especialmente en Noche de espadas (1987) de Saúl
Ibargoyen Islas, Los papeles de los Ayarza (1988) de Juan Carlos Legido y ¡Bernabé,
Bernabé! (1988) de Tomás de Mattos, Morir con Aparicio (1985) de Hugo Giovanetti
Viola y en las novelas de proyección americana de Alejandro Paternain.
Como ha sugerido el mismo Paternain, Acevedo Díaz merece una nueva lectura de
su prosa, «concentrando la atención en pasajes poco transitados por la exégesis, y
observando la textura de sus narraciones con una óptica diferente»65.
Personalmente -y ésta ha sido la óptica con la que hemos escrito este trabajo-
creemos que la nueva lectura de este novelista de la «fundación de la orientalidad» debe
incluir su indiscutible dimensión americana. Para proyectarla adecuadamente, lo
primero que debe hacerse es releer el conjunto de la obra de Eduardo Acevedo Díaz sin
limitarla al inevitable paralelo histórico-didáctico nacionalista a que sus referentes
épicos inducen en una lectura circunscrita al contexto uruguayo.
Proyectada internacionalmente, su narrativa adquiere un sentido que trasciende la
crónica nacionalista para transformarse en símbolo latinoamericano. Nada más y nada
menos que lo que sucede con la buena literatura cuando llega a ser universal sin dejar
por ello de pertenecer entrañablemente a una «comarca»66.

-105-

2. La aldea escandalizada: vanguardias y narrativa


urbana en el Montevideo de los años veinte

No es exagerado y menos aún paradójico decir que en Uruguay «los años veinte»
empiezan en 1917.
Y empiezan, más que nada, por el cierre abrupto e inesperado de la Generación del
900, cuya mayoría de integrantes mueren siendo todavía muy jóvenes. En efecto, en
1917 fallecen Ernesto Herrera, con apenas 28 años de edad, y José Enrique Rodó,
prematuramente envejecido a los 47, despoblando un paisaje creador ya empobrecido
con la desaparición, también prematura, en 1910 de Florencio Sánchez y de Julio
Herrera y Reissig con apenas 35 años. No puede olvidarse tampoco a la poetisa Delmira
Agustini, asesinada en 1914, cuando apenas tenía 28 años.
En 1917, sólo superviven Carlos Reyles, Javier de Viana y el joven Horacio
Quiroga, el único capaz de cabalgar las dos épocas -el 900 y «los años veinte»- gracias a
la rápida reconversión del acendrado modernismo de Los arrecifes de coral (1901), en
el realismo de raíz americana y depurado estilo con que se consagra en su madurez
como cuentista.
-106-
Lejos de la insolencia de los «ismos» europeos

Una primera caracterización de la Generación del 17 debe partir, pues, de ese


«hueco intelectual» dejado por «los grandes del 900». Sólo a partir del vacío se puede
comprobar cómo, paulatinamente, los nuevos nombres y actitudes van ocupando el
espacio tan abruptamente liberado. Es por ello que Carlos Martínez Moreno habla de
una generación que «surge y no irrumpe, porque no hay violencia de eclosión,
desgarramiento ni sacudidas». Es -en principio- una generación sin rebeliones
profundas, sin inconformismos radicales ni negaciones abruptas del pasado, porque a
sus integrantes parece faltarles «la estridencia propia de las renovaciones raigales de las
grandes propuestas transformadoras»67. El Uruguay de 1917 vive al margen de la tónica
general de insolencia en las artes y del desafío de la literatura entendida como «una
revolución permanente», al modo como ya se vivía en la efervescencia de los «ismos»
vanguardistas de la posguerra europea.
Porque si el término vanguardia había sido cuestionado en Europa por su origen
militar y sus duras connotaciones en el campo de la literatura, con mucha más razón
debería rechazarse su aplicación en un país como el Uruguay, lejos de las aventuras de
Vicente Huidobro en Chile, inaugurando la vía del creacionismo o del estridentismo de
los poetas mexicanos. En Montevideo nadie reclamaba, como hacía, en nombre
del ultraísmo, Jorge Luis Borges en la Argentina: «Nosotros queremos descubrir la
vida, queremos ver con ojos nuevos». El país seguía -a todo lo más- navegando entre la
bohemia y el anarquismo de los versos de Juan E. Fagetti o proclamaba «la
transformación socialista» en nombre de la poesía como hacía Emilio Frugoni. Este
último inaugura una línea de poesía urbana y directa con Poemas Montevideanos (1923)
que prosigue en La epopeya de la ciudad (Nuevos poemas montevideanos) en 1927, al
mismo tiempo que desarrolla una intensa actividad política como fundador y Secretario
General del Partido Socialista uruguayo.
Porque, si la «Gran Guerra» 1914-1918 había cambiado en Europa el mundo
racionalista y confiado de la Belle Époque y había traído para los días inseguros y
renovados de la posguerra, una avalancha de nuevas ideas -desde la revolución rusa de
1917 hasta el Primer Manifiesto -107- surrealista de 1924- el Uruguay seguía
viviendo bajo los esplendores del positivismo racionalista secularizante, inaugurado con
el proceso de «modernización» que ha estudiado, entre otros, Hugo Achugar68. El
batllismo en el poder garantizaba el éxito político y social de un estado paternalista,
donde hasta los poetas podían ser «funcionarios públicos», sea dicho esto sin ningún
tono peyorativo.
Porque es bueno recordar que el contenido social del batllismo atenuó en Uruguay
muchos de los conflictos típicos de la polarización antinómica latinoamericana y
permitió, a través de un vasto aparato estatal, una integración de los intelectuales en el
proceso político. Álvaro Armando Vasseur, autor del primer manifiesto socialista
uruguayo, pasa a ser -como muchos intelectuales del período- periodista del diario
fundado por José Batlle y Ordóñez, El Día. En 1906, Armando Vasseur es designado
cónsul en San Sebastián, España. El propio Roberto de las Carreras, «paladín de la
inmoralidad sexual», como lo llamara afectuosamente Zum Felde, fue nombrado cónsul
del Uruguay en Curitiba (Brasil) durante el gobierno de Batlle. El poeta Ángel Falco
termina también siendo cónsul, como lo serían Julio J. Casal, conocido sobre todo como
fundador y director de la revista Alfar el narrador Adolfo Montiel Ballesteros.
Debe anotarse también que el crítico Alberto Zum Felde se reconoció también en el
batllismo y escribió en El Día, José Pedro Bellán fue diputado en el parlamento por ese
mismo partido y que Justino Zavala Muniz, autor de las Crónica de Muniz (1921)
y Crónica de un crimen (1926), fue un activo personero de la cultura oficial en las
décadas de primacía batllista (Comedia Nacional, Servicio de Radiodifusión SODRE).
Puede recordarse asimismo la convergencia hacia el batllismo de los poetas Enrique
Casaravilla Lemos, Vicente Basso Maglio, Carlos Sabat Ercasty y los interesantes
aportes del anarquismo reconvertido en esa variante progresista del viejo Partido
Colorado, de Leoncio Lasso de la Vega o el más sutil de Domingo Arena, director de El
Día, cuyo «humanitarismo casi religioso», preside buena parte de la legislación social
uruguaya, según ha recordado sin ironía Carlos Real de Azúa.
Al principio de los años veinte, todavía nadie percibía fisuras en el muro de ese
sistema político, social y cultural que se pretendía ejemplar en una América Latina
regida todavía por las dramáticas -108- antinomias del siglo XIX: doctores contra
caudillos, civilistas contra militares, élites ilustradas contra oligarquías rurales
provincianas, civilización contra barbarie.
Sin embargo, «los años locos», la jocunda alegría europea de los twenties y la
eclosión de las vanguardias no podían dejar de tener efectos en un país cosmopolita
como el Uruguay, siempre abierto -especialmente desde 1880- a todo tipo de influencias
foráneas.
La aldea escandalizada

Basta recordar, en este sentido, lo que había sucedido en Montevideo, cuando en


1898 había desembarcado Roberto de las Carreras con las maletas desbordantes de
versos decadentistas franceses, chalecos de vistosos colores y una vehemente energía
que lo llevaría finalmente a la locura. Con Mi herencia y con Amor libre (1902) la belle
époque había irrumpido en la amable siesta pacata de una ciudad provinciana, como se
definía entre burlona y despreciativamente a Montevideo.
Fue el «escándalo en la paz de la aldea» -como se diría- el que inauguró la bohemia
de los cafés, especialmente el Polo Bamba de Severino San Román, y el que trajo la
polémica entre las «dos Torres»: «La Torre de los Panoramas» de Julio Herrera y
Reissig, el centro «decadente» donde se reunían quienes experimentaban en el
subconsciente a través de la droga y la poesía (Juan Parra del Riego, Pablo Minelli y
González), y el «Centro Internacional de Estudios Sociales» de vocación sociologizante,
desde donde se proclamaría libertariamente: «No combatimos, pues, determinada
persona o gobierno; iremos siempre contra el Gobierno».
Pero también el «escándalo» había llegado en el avanzado experimentalismo que se
practicó en el Consistorio de Gay Saber con Horacio Quiroga y Federico Ferrando, o en
las peñas anarquistas donde, gracias a la fuerte inmigración del período, se leían y
discutían las primeras traducciones al español de Proudhon y Bakunin.
Pese a esos antecedentes que habían hecho famoso al Uruguay del 900 -y para ello
basta pensar en la irradiación americana del cenáculo de «La Torre de los Panoramas» o
en el éxito continental de Ariel de José Enrique Rodó- una generación más tarde,
cuando estalla en 1924 en Francia el apasionado desafío a la domesticidad que supone la
reivindicación -109- imaginativa del surrealismo, la «tacita de plata», como se llama
afectuosamente a Montevideo, parece poco propicia a dar la bienvenida a la zona
fronteriza del sueño, la magia y la actividad desinteresada y libre del pensamiento que
proponía André Breton.
«Los escritores de modalidad ultrarrealista son raros en esta orilla», escribiría
Alberto Zum Felde, el mismo que pocos años antes se había paseado desafiante del
brazo de Roberto de las Carreras, luciendo no menos vistosos chalecos por la céntrica
avenida montevideana Dieciocho de julio. En el mismo sentido, Gustavo Gallinal
juzgaría en 1925, que:
Considerada en su conjunto, la vida intelectual del país
marca todavía un gran exceso de la «vaga y amena literatura»
de que hablaba con sutil ironía Don Juan Valera. Son también
demasiado escasos, en gran parte por deficiencias del
ambiente, los trabajadores metódicos capaces de esfuerzos
largos y silenciosos; todavía son éstas, tierras de promisión
de los improvisadores69.

Pero aún en 1928, Orestes Baroffio podía lamentarse en sus Emociones


Montevideanas de que:
La ciudad no había encontrado entre los cantores nacidos
en su seno, quien se detuviera a contemplar el bullicio de sus
calles, el rodar de sus vehículos, el espectáculo de sus
multitudes que se agitan.

«Esta ciudad no tiene su poeta», concluía lapidariamente70.

Orden estético propuesto e ideología imperante

Hablar en este contexto de vanguardias en Uruguay plantea, pues, un primer


problema: el de la íntima adhesión que una plataforma de ese tipo podía suscitar en una
sociedad que no sentía la necesidad de cuestionar la satisfecha ejemplaridad con que se
miraba reflejada en el contexto continental, mecida tanto por los ecos del arielismo del
900, ya institucionalizado y estereotipado a nivel de texto escolar, como por -110- las
leyes del batllismo en el poder, cubriendo de garantías sociales todo posible riesgo vital.
Lo que proponía el surrealismo al propiciar el derribamiento de los altares de Dios y de
la Razón no podía todavía ser cabalmente entendido en el Montevideo que vivía todavía
mecido por un sistema ideológico que parecía preverlo todo, incluida la creación
artística y del cual no se avizoraban todavía las «grietas» de las que hablaría décadas
después Carlos Real de Azúa.
El salto de la filosofía positivista a las nuevas formas de
intuicionismo bergsoniano, era demasiado grande para ser franqueado en su dimensión
vital y artística. La separación entre el orden estético vigente y el propuesto por los
vanguardismos que desembarcaban en forma desordenada, era muy tajante y apenas la
intuyeron algunos poetas o los narradores cuya prosa se iba larvando subterráneamente
con el fuego cruzado de los ismos sucesivos, para permitir una generación después la
verdadera irrupción surrealista y fantástica de un escritor como Felisberto Hernández.
En efecto, aunque el espíritu de los años veinte no fuera «entendido» cabalmente,
era -por lo menos- gozado y experimentado «formalmente». Como ha señalado Jorge
Medina Vidal:
Hubo algo de entrega infantil y de pasividad. El
instrumento expresivo que los franceses en especial nos
pusieron en las manos fue un simple juguete, porque el
aspecto formal del arte nuevo los deslumbraba, pero la
profunda filosofía que este mismo arte implicaba, no fue
captada ni en forma parcial71.

Todavía manejaban -añade Medina Vidal- la seriedad y el orden como estructuras


eternas del arte y dadá en su forma más violenta les resultaba tan impensable a la
mayoría como le había resultado a la promoción anterior el amor libre postulado por
Roberto de las Carreras:
El resultado fue un modo de compromiso, tardío y poco
vital, donde se mezclaban en lo íntimo y en lo formal
corrientes entrecruzadas y tan dispares como restos del
romanticismo, del modernismo y de los ismos a la moda en la
Europa revolucionaria72.
-111-
Sin embargo, pese a estas limitaciones, Montevideo fue dando cabida en esos años
y en los siguientes -ya instalado de pleno en los «Años veinte»- a las nuevas formas
estéticas en boga en Europa y otros países de América Latina.

Las dos direcciones del período

Éste es el momento de señalar las grandes direcciones en que se va bifurcando el


período. Por un lado, estamos frente a la gran reacción contra el Modernismo que llevan
a cabo quienes, en nombre de las nuevas formas del Americanismo literario, hablan del
«Nativismo» (Fernán Silva Valdés) e inauguran la temática regional desde una postura
estética, como antes lo habían hecho los «criollistas». El entonces joven y entusiasta
Alberto Zum Felde escribía:
Hay que quemar las marionetas literarias con que se ha
estado jugando para infundir el soplo del arte en el barro
originario de la vida. Hay que dejar de mascar el papel
impreso de los libros, para nutrirse con los frutos de la
tierra... Los poetas latinoamericanos son los parásitos del
libro francés, las sanguijuelas de la revista de ultramar. Su
error es no operar con elementos propios, con la materia
virgen que tienen bajo las palmas de sus manos73.

Surgen los temas del arraigo que se contraponen por primera vez a los de
la evasión. Se incorpora el paisaje estético a la literatura, se habla de lo nacional con un
tono neorromántico y la poesía se objetiva en formas colectivas (poemas al rancho, al
mate, sobre la naturaleza). La primera persona cede a un más generoso tú en el que
puede reconocerse al prójimo, un gaucho al que se recupera y revaloriza de las sombrías
notas del naturalismo zoliano en el que lo había abandonado la generación anterior,
especialmente en los cuentos del último período de Javier de Viana.
Este esfuerzo por expresar la realidad nativa del campo se formula en la escuela del
Nativismo, que acapara en Uruguay las grandes corrientes literarias de los años veinte.
La resonancia propuesta es eminentemente estética en esa década y será más social e
ideológica en -112- la siguiente. Se habla así del «gaucho cósmico» (Pedro Leandro
Ipuche), de un «criollismo artístico» (Fernán Silva Valdés) y de una «americanidad
poética» (Alberto Zum Felde).
Aunque resulta falaz (e ineficaz) el enfrentamiento entre literaturas regionalistas y
presuntamente arraigadas y literaturas cosmopolitas, a las que se acusa de
«escapistas»74, a no puede dejar de señalarse la existencia de esta pareja antinómica en
el esquema bipolar de oposición estética en que se expresan las preocupaciones
culturales de la época. En los años veinte surgen con nitidez las dos tendencias, a través
de las cuales se enfrentará la literatura uruguaya hasta el período «integrador» de los
años sesenta: la literatura rural (raigal y nacional) opuesta a la literatura urbana (acusada
de desarraigo y superfluo internacionalismo).
En resumen, el esquema maniqueo y simplificado del campo contra la ciudad se
proyecta simultáneamente en una serie de oposiciones binarias: país visible/país
invisible, interior/puerto y los valores con que se identifican en buena parte de la
literatura latinoamericana de la época: telurismo/urbanismo, barbarie/civilización,
identidad/evasión, Arcadia/Megalópolis, nacionalismo/internacionalismo75.

Un campo poblado literariamente

Si la primera serie de este listado binario -reflejado en el Nativismo- acapara las


preocupaciones y el interés del período, figurando en todos los manuales e historias de
la literatura uruguaya y latinoamericana, no deja de ser interesante recuperar en estas
páginas la narrativa urbana, olvidada y marginada por la crítica.
Porque, incluso cuando se trata de autores reconocidos, como es el caso de José
Pedro Bellán o de Enrique Amorim, su inclusión en la «nomenclatura» literaria de la
época lo es por otras razones que su descubrimiento del «tráfico» o las «bocacalles» de
las ciudades, palabras explícitas con las que Amorim titula sus dos primeras obras de
temática urbana: Horizontes y bocacalles (1926) y Tráfico (1927).
En efecto, un escritor como Amorim no es recordado por sus obras urbanas y
sicologistas, sino más bien como el autor gauchesco de Tangarupá y La carreta,
publicadas en ese período y por sus -113- novelas realistas y rurales posteriores
como El paisano aguilar o El caballo y su sombra. Su temprano ingreso al éxito se lo
debe a una nouvelle, Las quitanderas, de temática campesina, publicada cuando apenas
tenía 23 años en un volumen de cuentos de vocación intimista y personal, titulado
justamente Amorim (1923). Si el relato de Las quitanderas ha pasado a ser parte de La
carreta, el resto del volumen Amorim no ha vuelto a ser reeditado, como tampoco lo
han sido sus novelas Feria de farsantes, escenificada en el marco del París de la
postguerra 14-18 o La edad despareja, que se desarrolla en Buenos Aires.
Con José Pedro Bellán sucede algo parecido. Sus cuentos -reunidos en dos
volúmenes- Los amores de Juan Rivault (1922) y El pecado de Alejandra
Leonard (1926)- son un excelente ejemplo de las tempranas posibilidades de una
literatura de temática urbana en el Uruguay. Sin embargo, hasta su reciente
revalorización76, el Bellán narrador ha estado postergado por el reconocido Bellán autor
teatral: El centinela muerto, La ronda del hijo, ¡Dios te salve...!
¿Cuáles son las razones de la marginalidad, cuando no del olvido, a la que fue
sometida la literatura urbana en las décadas posteriores a los años veinte, cuya
significación nadie había puesto en duda en su momento?

Razones de un olvido

Aventuramos aquí una hipótesis crítica que sospechamos válida para otros países
latinoamericanos donde el «americanismo telúrico» ha primado ostensiblemente sobre
«el cosmopolitismo urbano».
La literatura Nativista del período, como sucedería con otros americanismos, ofrece
un atractivo aspecto de «programa de principios». Gracias a la temática del arraigo se
va definiendo lo que se entiende como la plataforma de un verdadero deber
ser programático literario continental. En los años veinte, aún revestidos de
preocupaciones fundamentalmente estéticas, se perciben los fundamentos de lo que una
generación después, en un marco mucho más ideologizado y rígido, constituirá la base
del «compromiso» del escritor y «la literatura de denuncia». El equívoco crítico
empieza con una fervorosa adhesión -114- a la faceta de literatura programática que
subyace en la estética del nativismo. Ahora bien, este arraigo reclamado con énfasis,
sólo parece darse en el campo.
En efecto, mientras el campo se va poblando literariamente, a lo largo de la década,
de mitos trascendentes y el gaucho recupera su dimensión heroica y simbólica perdida
en el 900 a causa de los discípulos de Zola, los narradores de la ciudad dejan símbolos
trascendentes y mensajes americanistas de lado.
Temática y estilo se concentran en una pintura desenfadada de ambientes, clases
sociales y costumbres, trazando sicologías novelescas simpáticas, vitales y demostrando
que «los años locos» montevideanos también tenían una buena cuota de licenciosidad y
de vigente liberalidad en las costumbres.
A través de ellas, también, se filtran los indicios que harán posible la literatura
fantástica, como es el caso en varios cuentos de José Pedro Bellán, especialmente
la nouvelle, La realidad. El juego oscilante del protagonista entre el rostro evasivo de
una hermosa joven (Ysabel), percibido en una ventana de una casa vecina, y la pasión
tumultuosa con la dueña de la pensión en que vive, Madame Jourdain, está lleno de
sugerentes ambigüedades. La idealización de Ysabel no tiene otra explicación final que
la jocunda sensualidad de la francesa. La clave la da un amigo del protagonista, Vives,
cuando al hablar de las dos mujeres dice: «No obstante, la una hace a la otra». Al
suicidarse Madame Jourdain, la máscara de Ysabel cae y sólo vemos una mujer vulgar.
«Cellini tuvo la visión del sol en los subterráneos de un castillo», recuerda Bellán con
agudeza. La realidad del deseo se construye, en efecto, en la antítesis de la frustración.
Sin misiones que cumplir como escritores, lejos todavía del compromiso y sin
sentirse angustiados por las temáticas del subdesarrollo y las injusticias sociales en que
ya empezaban a debatirse los escritores de otras latitudes americanas en nombre de un
crudo realismo que abriría paso en los treinta al realismo socialista, los narradores
montevideanos del período practican lo que Steffen ha llamado para otras latitudes, la
«sátira simpática».
Ello no les impide abrazar ideologías progresistas, liberales y anticlericales y
experimentar con formas renovadas y técnicas narrativas incipientes. «Se trata del
desplante, de la irreverencia graciosa, -115- descerrajosa, sorpresiva y liviana que no
cuestiona, en lo que importa, los valores de la sociedad en medio de la cual el escritor
vive», ha resumido con rigor Carlos Martínez Moreno»77.
Esta desenvoltura irónica, cuando no bordeando el cinismo, se acompaña del juego
formal que las vanguardias procuran. Entre los poetas urbanos la postura es asumida
integral y jocundamente. Así, en Palacio Salvo (1927) Juvenal Ortiz Saralegui le canta
al discutido rascacielos montevideano de ese nombre, y el mismo año Alfredo Mario
Ferreiro en El hombre que se comió un autobús (1927) inaugura una línea experimental
al modo del futurismo italiano que prosigue en Se ruega no dar la mano, en Himno del
cielo y los ferrocarriles y en los Poemas profilácticos a base de imágenes
esmeriladas (1930), donde se encadenan los poemas a fábricas, relojes, asfalto mojado,
bancos de plazas, a los «aviónicos» y a los «poemas acelerados de los motores en
marcha» donde se canta a la «Serenata melodiosa del motor/grato arrullo de mecánica»,
en una tardía y directa alusión al futurista Marinetti, quien en su Manifiesto de 1909
había lanzado agresivamente el desafío de que:
Un automóvil de carrera, con su caja adornada de
gruesos tubos que se dirían serpientes de aliento explosivo...
un automóvil de carrera que parece correr sobre metralla, es
más hermoso que la Victoria de Samotracia.

Elogios del progreso y del futuro que Carlos Augusto Salaverría en su poema a La
locomotora le permiten afirmar que «ni el cóndor de los Andes, ni el corcel árabe, ni el
barco, ni el aeronauta, ni la góndola, se le pueden comparar», ya que ninguno
«aventajan al monstruo en la carrera con sus alas de fuego y de vapor». La locomotora
«tiene entrañas bullidoras, músculos de acero, alas húmedas y hórrido estertor. En torno
a ella ejecuta el paisaje un baile fantasmagórico, mientras vomita olas; tiene alas de
relámpago y deja en pos de sí un penacho de humo». Este «terrestre Leviatán» que
«vuela» y «devora», lleva a la noche «el rayo de la aurora», como «antorcha del siglo
brilladora» que «alumbra al pueblo de la luz sediento».
Este desafío que repite -con otras palabras, pero con el mismo sentido- Oliverio
Girondo en el Primer Manifiesto del periódico Martín Fierro en 1924:
-116-
Martín Fierro se encuentra, por eso, más a gusto, en un
transatlántico moderno que en un palacio renacentista, y
sostiene que un buen Hispano Suiza es una obra de arte
muchísimo más perfecta que una silla de manos de la época
de Luis XV78.

No olvidemos que Marinetti viene a Buenos Aires en 1926, cuando otras


vanguardias posteriores al futurismo han llegado al Río de la Plata. En la diacronía de
influencias y entusiasmos, el futurismo aparece cronológicamente superpuesto al
cubismo y al dadaísmo, lo que en el caso del Uruguay se aparece todavía más
amortiguado por la vigencia de ideas modernistas que en la Argentina ya habían sido
desterrados entre 1915 y 1925 por el «sencillismo». Como bien ha señalado Adolfo
Prieto, hay un verdadero hiato histórico entre la eclosión del modernismo finisecular y
la tardía apertura vanguardista del ultraísmo.
Por otra parte, si en la poesía se dan nuevos indicios del «escándalo en la aldea» -
por ejemplo, cuando el poeta Arturo Despouey se pasea desafiante por la avenida
Dieciocho de Julio disfrazado de hombre-sandwich anunciando su libro Santuario de
extravagancia (1927)- el impacto de las vanguardias en la narrativa es todavía más
atenuado y difuso.
En la ficción, tanto en el cuento como en la novela, la experimentación formal es
menor, aunque la temática anuncia por primera vez una narrativa ciudadana que había
decidido «torcerle el cuello a la elocuencia». La línea urbana inaugurada iría poblando
esa «tierra de nadie» -como llamaría Juan Carlos Onetti a la gran ciudad en su novela de
mismo título publicada en 1941- y lo haría con personajes humanamente más vitales y
complejos que los solemnes y enfáticos americanistas conjugando verbos con
mayúscula en el campo, telurismo y folclorismo del cual se burlaría Julio Cortázar a
través de su personaje Persio, en la novela Los premios.
Los olvidados de los años veinte

Autores como José Pedro Bellán, Eduardo de Salterain Herrera, Adolfo Agorio,
Horacio Maldonado, Adolfo Montiel Ballesteros y -117- Mateo Magariños Solsona
forman parte de ese grupo olvidado o relegado por la marejada nativista.
Sin embargo, su temática y preocupaciones no podían estar más directamente
referidas a la realidad de la sociedad de la época.
Por ejemplo, en buena parte de los cuentos y novelas abundan las familias de
inmigrantes. El italiano en Maní, la gallega que da nombre a Doñarramona o Josefa
Rodríguez en La inglesita de José Pedro Bellán, la francesa de Pasar de Magariños
Solsona.
Los escenarios pueden ser frívolos balnearios como Punta del Este en Fuga (1929)
de Eduardo de Salterain y Herrera, donde hábilmente se construye una novela con
anotaciones objetivas en tercera persona, fragmentos de un desgarrado diario íntimo y la
correspondencia entre dos personajes centrales.
El mismo Salterain, escribe una serie de cuentos sobre la clase
media, Ansiedad (1922), y una novela donde reconstruye el destino de una gran
familia, La Casa Grande, (1928). De Horacio Maldonado, vale la pena recordar
su Doña ilusión en Montevideo (1929), «novela o episodio tragicómico de esta hora» y
su «novela de la ficción en la realidad y de la realidad en la ficción», Vida singular de
Silvio Toledo (1938).
Pueden añadirse a estos nombres el de Manuel de Castro, autor de Historia de un
pequeño funcionario (1929), novela que inicia premonitoriamente la vía explorada con
éxito por Mario Benedetti veinte años después en sus Poemas de la oficina y en sus
cuentos Montevideanos. También deben mencionarse Adolfo Agorio y Manuel Acosta y
Lara. Es interesante que estos autores son acusados por la crítica de «falta de
nacionalismo» y en el caso de Magariños se llega a hablar de su «funesto
extranjerismo», marginalización que se inscribe en lo que adelantamos más arriba.

Mateo Magariños, un pionero en la conquista urbana

Mateo Magariños Solsona es fundamentalmente un pionero en la conquista


narrativa del espacio urbano. A él vamos a referimos brevemente, no sólo por tratarse
del primero en incursionar en un territorio inédito en la narrativa uruguaya, sino por la
desenvoltura con que pinta -118- los males de la sociedad finisecular uruguaya, entre
la ironía y el tono despiadado, la denuncia y la complicidad.
Cuando en 1920, se edita Pasar pocos recuerdan sus dos novelas anteriores,
publicadas a fines del siglo XIX: Las hermanas Flammari (1893) y Valmar (1896).
Contra lo que generalmente se ha afirmado, esas dos novelas burlonas y feroces no
pertenecen tanto a la época naturalista con la que fueron inicialmente identificadas, sino
a una corriente desenfadada y de abierto desafío a las convenciones sociales inscrita en
la sensibilidad de un período ulterior. Son obras portadoras de la tensión entre forma y
contenido que estallaría poco después en pleno Modernismo y que el propio Magariños
sintetizó en la novela de su madurez, Pasar, publicada en el inicio de otra década que se
anunciaba plena de irreverencias.
Narrativa urbana pero, sobre todo, ficción anticonvencional y revolucionaria en el
marco de las costumbres. Se trataba -como escribió el propio Magariños- de: «Abolir
esos respetos a los infinitos preconceptos sociales que, hoy por hoy, son un verdadero
freno para contener las pasiones», idea que resumía en una sola palabra: poligamia.
En Valmar lo había anunciado claramente:
Y yo sostengo que en cuestión de mujeres tan orientales
somos los de aquí como los de allá, sólo que nosotros
comparándonos en la pretendida moralidad de nuestras
costumbres, somos más pervertidos porque somos hipócritas.
Aquí y en todas partes, el hombre es incuestionablemente
polígamo79.

Felipe, el amigo del protagonista, discrepa, pero no por razones de fondo, sino de
forma: «Yo podría ser polígamo en el tiempo, pero jamás en el espacio: un harem para
mí sería una cosa terrible».
Magariños Solsona desarrolló en el conjunto de su obra esta tesis: en las dos
primeras obras de su juventud, defendió al hombre que amaba a dos mujeres a la vez y
en Pasar propuso una «unión libre» en el tiempo. En Las hermanas Flammari, el
protagonista, Mauricio, triunfa sobre el medio social montevideano representado por su
suegra, amando simultáneamente y en alegre promiscuidad a su esposa Elvira y a su
cuñada Margarita.
-119-
En una escena antológica, en la que la agonía de la suegra es descrita como una
liberación, se asume abiertamente el amor triangular. Apenas muerta y enterrada, con la
desaparición de su sombra obstaculizadora, el feliz terceto cierra la casa al mundo
exterior para vivir en su plenitud la nueva relación hasta sus últimas consecuencias. Un
triunfo del escándalo y la provocación sobre la pacatería y la moral imperante.
En Valmar, por el contrario, el medio aplasta al protagonista que no resuelve su
íntima contradicción entre dos corazones femeninos: el de su esposa, rica y acomodada,
y el de su amante Josefina con la que tiene un hijo. Por ello se descerraja al final un
balazo. Al defender el derecho a la poligamia Magariños ataca lo que la impide, es
decir, todo aquello que obliga a vivir entre trampas y mentiras.
Temas tan arriesgados no contaron lógicamente con la aceptación de la crítica. En
el propio prólogo de la novela Las hermanas Flammari, el entonces considerado crítico
Samuel Blixen, advertía que:
Más de un pasaje haría estremecer de horror, si quien ha
escrito la novela no hubiera tenido la suprema habilidad de
provocar al tiempo una sonrisa del lector y a veces una franca
carcajada.

Y para excusar los posibles rechazos morales de los lectores, contra los que se
protege en el prólogo, Blixen añadía.
¿Qué se podrá alegar, entonces, contra este primer libro
de Magariños Solsona? ¿Qué no se parece en nada al
catecismo del Padre Astete? A esto podría contestar que no lo
ha escrito para seminaristas. Que sus personajes usan a veces
de procederes no del todo limpios y que sienten tendencias
irresistibles a hocicar en la porquería y en el vicio? El autor
no tiene la culpa...80

En su tercera novela, Pasar, publicada justamente en 1920, Magariños retomó esa


constante temática. También estamos aquí frente a un teórico del «amor libre», pero esta
vez de la capacidad de amar a diferentes mujeres a lo largo del tiempo. El protagonista,
como -120- el autor, es un melancólico cincuentón que mira «pasar» el tiempo. De
allí el título de la obra concentrada en cinco años de su vida.
Estanciero, hombre de fortuna y «de vuelta en la vida», aunque no cínico ni
pesimista, Mauricio se ha traído una joven francesa de París, la vital y alegre Jacqueline,
supremo trofeo que pretende introducir en la sociedad hipócrita y falsamente puritana de
Montevideo.
Ante el rechazo y las dificultades a las que debe hacer frente, Mauricio se va a su
estancia, llamada significativamente «El Oasis», y allí organiza una vida autárquica y
totalmente independiente en una especie de utopía progresista como la que otro
estanciero novelista, Carlos Reyles, pretendía organizar por esos mismos años en
nombre del vitalismo energético spenceriano, «ideología de la fuerza» («la fuerza es
sustrato último y causa primera de todo el universo») y «metafísica del oro», con la cual
opone un pragmatismo realista al arielismo idealizado de Rodó.
El Montevideo-ciudad se contrapone a la «isla-estancia», fundada y protegida en el
campo. La felicidad sólo puede ser construida a partir del aislamiento del interior, pero
no implica en ningún momento el rechazo del exterior, componente necesario de la
realidad uruguaya. Las páginas que describen el pretendido injerto de esa «flor parisina»
-Jacqueline- en una estancia uruguaya, su diálogo con un paisaje que prolonga los
sentimientos y las finas sicologías de dos seres que saben desde el principio que la
empresa es imposible, pero que juegan con ella hasta el final, no tienen paralelo en la
narrativa uruguaya de la época.
Sin embargo, la ortodoxia americanista y el pregonado arraigo de la literatura no
podían tolerar tanta heterodoxia. De allí los anatemas de que fue objeto Magariños:
«falto de nacionalismo», practicante de un «funesto extranjerismo», anuncio
premonitorio de la beatitud Nativista que imperaría pocos años después y que aplastaría
en forma definitiva la posible síntesis armónica entre una ciudad liberada y una «isla»
utópica («El oasis») en el campo uruguayo preconizada por Magariños.
El amor de Mauricio por esta muchacha llena de vida y la progresiva y madura
conclusión de que deben separarse, crece contra todo y contra todos. Por ello, cuando al
final se despiden en el puerto de Montevideo, Jacqueline habiendo decidido retomar a
París, se prometen y se juran que se volverán a ver «pronto», sin precisarse dónde ni
cómo, para no herirse con la verdad de saber que en realidad eso no -121- será
posible. Mentira piadosa para evitar una separación a gritos y el dramatismo que
pudorosamente ha esquivado el autor a lo largo de la novela. Pero una vez zarpado el
barco, Mauricio lo sigue locamente en su automóvil a lo largo de la rambla de
Montevideo, del puerto hasta Carrasco, persiguiendo su silueta cada vez más distante en
el horizonte.
El paisaje urbano desfila raudo en esas páginas finales a través de una prosa
jadeante de motor acelerado, donde el destino de un corazón cosmopolita agitado y
solitario ha conquistado sin saberlo, y a partir de ese momento, la aldea neocolonial para
convertirla en capital de una nueva literatura, aunque para ello haya sido necesario
sacudirla a través del escándalo de haber traído una amante francesa a sus pudibundos
salones sociales.
Las puertas al mundo han sido final y definitivamente abiertas en Montevideo. Por
ellas podrá entrar la mejor narrativa de los años sucesivos.

-123-

3. Los destinos de Enrique Amorim

El autor y su obra

Enrique Amorim fue un hombre dinámico, abierto y curioso que vivió


intensamente su época y que, como la mayoría de los escritores latinoamericanos, se
dedicó a lo largo de su existencia a múltiples y variadas actividades. Sin embargo, a
diferencia de otros creadores a quienes la función pública (política, docente, gremial o
periodística) los ha dispersado y alejado de la creación literaria, Amorim consagró su
carácter proteiforme a las variadas formas de escritura en las que se expresó. Ello le
permitió publicar entre 1920, fecha en que editó su primer libro, titulado
justamente Veinte años, y 1960, el año de su muerte, en que apareció Eva Burgos y
Temas de amor, más de cuarenta títulos que cubren los géneros más diversos: poesía,
cuento, novela, novela policial, ensayo y teatro. Esta pluralidad creativa también le
permitió incursionar en el cine como guionista, ayudante de dirección y crítico, en el
periodismo como militante o simple cronista, todo ello sin perjuicio de mantener una
abundante correspondencia con amigos y conocidos del mundo entero, género epistolar
donde se reveló como -124- agudo observador de la propia causa comunista en la que
militó desde 1947.
Amorim quiso ser, por sobre todas las cosas y según confesó a sus íntimos, el
«héroe de sí mismo», un hombre independiente «libérrimo y espectador risueño», «casi
volteriano», capaz de reírse un poco de su vanidad para «poder coger la punta del hilo
de la endiablada madeja» en la que estaba enredado. En el momento de su prematura
muerte en 1960 se recordó con afecto que «tenía una personalidad múltiple como fueron
los intereses que marcaron su vida. Fue siempre infatigable trabajador y casi se podría
decir que sus días y sus noches estaban al servicio de su imaginación».

La notoriedad sin la consagración

Sin embargo, aunque el destino de la obra de Enrique Amorim está marcado por el
éxito, éste fue un éxito que no logró «cuajar en una sola y ceñida obra maestra, aunque
se haya derramado en varias que casi lo fueron», como le reprochara con afectuosa
amistad el novelista Carlos Martínez Moreno81. «Fácil y desprolija facundia creadora» -
añadía el autor de Con las primeras luces, para ensalzar el talento versátil, dinámico y
polivalente del autor de La carreta.
Un éxito que está hecho de generosas amistades, viajes, polémicas amables y
juicios impetuosos, ediciones rápidamente agotadas, una intensa correspondencia y una
presencia multifacética en la vida cultural de Montevideo, Buenos Aires y Santiago de
Chile. Un éxito que le dio notoriedad, pero le escamoteó el reconocimiento
consagratorio.
Amorim lo bordea, pero las sucesivas ediciones de las más importantes editoriales
argentinas de la época -Claridad, primero; Losada, después- las traducciones a otros
idiomas, no logran proyectarlo a la escala continental, y menos aún internacional, que
algunas de sus novelas merecen.
Porque si -en efecto- sus novelas El paisano Aguilar y El caballo y su sombra,
podrían figurar junto a los clásicos latinoamericanos del período (obras de Rómulo
Gallegos, Ciro Alegría o Graciliano Ramos), la masa del resto de su producción, donde
figuran hasta cuentos de ciencia-ficción, parece pesarle injustamente como un lastre,
donde la crítica literaria ha encontrado fáciles excusas para desmerecerlo en general.
-125-
Sin embargo, cuando se engloba así su producción, se olvida que Amorim
trascendió la retórica del realismo socialista en la que podría haberse cantonado,
insuflándola de una dimensión alegórica (p. e. en Corral abierto) o que proyectó la
realidad del campo en un lirismo de vastas connotaciones (p. e. La desembocadura)
donde nunca abusó de los adjetivos ni de la demagogia a la que la militancia política
podía invitarlo.
Porque Enrique Amorim fue también intérprete de mitos, supersticiones y supo
encamar los símbolos más secretos del comportamiento del paisano, ese campesino
heredero de las virtudes del gaucho, gaucho desacralizado en el tiempo, prescindiendo
del arquetipo y el tópico, usado y abusado literariamente en décadas anteriores. Por ello
es importante señalar cómo en el contexto del proceso de la literatura uruguaya,
Amorim supo trascender los convencionalismos del gauchismo montaraz o florido, para
captar la nueva realidad del «paisano oriental», al modo como lo haría después el
narrador Juan José Morosoli.

Las antinomias de América en la obra de Amorim

La verdad es que, desde su primera juventud, Enrique Amorim estuvo


orgullosamente seguro de sí mismo. Dio su nombre -Amorim- al volumen de cuentos
que publica en 1923, como había hecho en 1920, titulando el primer libro de poemas
con la edad que esgrimía como virtud literaria: Veinte años.
Una seguridad que se respaldó con el éxito de uno de los cuentos que componen el
volumen: «Las quitanderas», donde se brinda una visión verista y sin complacencias de
la realidad campesina del Uruguay, sin caer en los estereotipos, denuncias fáciles o
superados naturalismos, de los últimos cuentos y novelas de su compatriota Javier de
Viana.
Amorim practica un realismo no ceñido necesariamente a la realidad y como
inquieto y atento observador de los movimientos de vanguardia que llegaban al Río de
la Plata por esos años, oscila entre la tendencia que lo impulsaba a la experimentación
temática y estilística y el arraigo en un mundo rural que conocía muy bien desde su
infancia, duda entre la innovación y la tradición. Sus personajes -126- viven ese
«endiablado ir y venir» vital entre la ciudad y el campo que descubre desconcertado el
protagonista de El paisano Aguilar, una verdadera constante de la mayor parte del resto
de su obra.
De esta verdadera dicotomía existencial, surge la de su obra dividida entre el
campo y la ciudad, la trashumancia errante y la necesidad imperiosa de raíces, entre la
libertad individualista del hombre y el compromiso del escritor con su tiempo y con su
pueblo. En esta dicotomía se puede percibir la más vasta antinomia de la literatura de la
época, pero, sobre todo, la de su propia vida, escindida entre los halagos del éxito y la
simpatía natural con la que ganaba amigos y se desenvolvía en la sociedad mundana y la
responsabilidad de que se sentía ungido frente a la realidad injusta que lo rodeaba,
verdadero compromiso de cambio al que apostaba políticamente.
Porque el autor de La carreta supo siempre dividir su tiempo y sus preocupaciones
entre la vida ciudadana de Montevideo y Buenos Aires, entre reuniones («El teléfono no
dejaba nunca de sonar en su casa», ya se decía en esos años) y los encuentros con los
amigos de los que fue generoso anfitrión en su legendaria casa de Salto, «Las nubes»,
entre los cuales se contaron Federico García Lorca, Jorge Luis Borges, Nicolás Guillén,
Victoria Ocampo y Pablo Neruda. Combativo en lo social, defensor de las libertades
democráticas, Amorim luchó al mismo tiempo contra la dictadura de Terra en Uruguay,
el fascismo en España y el nazi-fascismo en Europa, así como contra los excesos
policíacos peronistas en la Argentina.
Sus obras militantes como Nueve lunas sobre Neuquén, donde denuncia la
situación de los presos políticos recluidos en el penal de Neuquén (Argentina), La
Victoria no viene sola, título tomado de una frase-consigna de Stalin, y Corral abierto,
donde plantea el problema de la situación marginal de los «pueblos de ratas» del campo
uruguayo, son el corolario de su posición política, aunque no sirvan para definir el
corpus principal de su obra, marcado por otros signos.
«Tenía una personalidad múltiple como fueron los intereses que marcaron su vida.
Fue siempre infatigable trabajador y casi se podría decir que sus días y sus noches
estaban al servicio de su imaginación (...) Fue siempre muy inquieto y nervioso» -nos ha
contado su esposa, Esther Haedo de Amorim, para añadir que-: «Compartí sus
inquietudes, sus decepciones como también sus entusiasmos, muchas veces casi
infantiles por lo ingenuas»82.
-127-
Con contadas excepciones la crítica ha reconocido lo que es más importante en la
obra de Amorim, es decir el germen de lo que sería la explosión de la narrativa de los
años sesenta: esa visión en profundidad, raigal y antropológica, donde se reconocen
mitos y símbolos, integradora y nunca reductora como la que practicaba el realismo
simplificador y maniqueo.
Por eso, hay quien emparenta el «vitalismo» de Amorim con la obra «americana»
de D. H. Lawrence. En esta misma dirección, es bueno recordar la amistad de Amorim
con Horacio Quiroga y la lectura en segundo grado que pudo hacer de Kipling y de Poe
a través de los cuentos misioneros de su coterráneo salteño.

Un escritor al servicio de la realidad

«La originalidad de Amorim es no conformarse con la realidad, triste punto de


apoyo para un costumbrismo estéril», escribió Ricardo Latcham. Por su parte, Emir
Rodríguez Monegal precisaría años después el componente de «fantasía» presente en el
«realismo» del autor de La carreta y, sobre todo, la profundidad, la significación íntima
y simbólica con la que «la fantasía hundía sus raíces en la realidad». Hasta Jorge Luis
Borges, amigo personal de Amorim, señalaría que el autor de El caballo y su
sombra había roto con el mito del gaucho y todo un estilo novelístico pintoresco, más
preocupado por el color local o el esteticismo que por la dimensión trágica de la
realidad.
Sin embargo, en abril de 1960, poco antes de su muerte, Amorim declaraba en una
encuesta a escritores uruguayos que:
Lo único corriente es el realismo en cualquiera de sus
formas. Lo demás es letanía, cansancio, lágrimas, baba fría,
desesperación (pero no mucha) y unas ganas tremendas de
llorar, como en la letra del tango83.

Esta forma de posición intransigente -como anota Mercedes Ramírez de Rosiello-


que inscribe a un Amorim desdeñoso e irritado entre los militantes del realismo social
de los años cuarenta, tiene más de desplante que de verdad, porque:
-128-
Si la literatura social a la que Enrique Amorim se
adscribió se nutría de la «amarga realidad», la literatura que
la iba a suceder en las décadas de los años sesenta, se nutriría
en esa misma realidad, pero ahora «portentosa». Lo real
maravilloso tuvo en muchas páginas de Amorim destellos
precoces que estaban anunciando Cien años de soledad,
como puede percibirse en La desembocadura84.

Pero hay más. El propio Amorim creía, según lo testimoniara en otras ocasiones,
que el artista no recrea, sino que simplemente crea. En una carta al crítico uruguayo
Rubén Cotelo sostiene:
La Carreta es una invención de cabo a rabo. Hay o
podría haber atmósferas; pero todo está como pasado por una
estrella, por otro prisma; el mío. No hay artista, a mi modo de
ver, si no recrea o simplemente, CREA. Tener la fortuna de
haberse cruzado con algunos bichos raros no es obra de
escritor; es más bien trabajo filatelista, de botánico o de
entomólogo. Pienso que la rata que atraviesa la viga de una
isba en una narración de Fedor Dostoievski es una rata de don
Fedor, nada más y nada menos que suya. No habré llegado a
estas perfecciones, pero al referirte tú como «expresionista»
cierto personaje de Corral abierto, ese pasaje es mío e
intransferible. No es de otro alguno.
Por eso lo defiendo y si desentona es porque no se quiere
ver en Pasear el espejo por el paisaje sí, siempre que el espejo
tenga marco, sea capaz de deformaciones y el paisaje lo
seleccione yo. La descripción de un bar de Montevideo, para
mí, debe empezar por el mar de puchos y cenizas en que
navega la charla. Son los únicos bares del mundo civilizado
donde el parroquiano se da el lujo de saber que tiene un
esclavo capaz de agacharse a recoger sus desperdicios. Bares
sin ceniceros, son bares de Montevideo, la sucia ciudad
colocada en la esquina subatlántica del planeta. Ése sería mi
bar y no el de otro85.

-129-
En este largo fragmento puede leerse una profesión de fe creadora que, en buena
parte, Amorim podría compartir con Juan Carlos Onetti, y que relativiza todo intento de
realismo integral. Como dice la misma Mercedes Ramírez de Rosiello:
Queda claro que esa literatura que puso al descubierto la
injusticia nunca se hizo a expensas de la libertad del artista en
cuanto a elegir, inventar o trasmutar. De ahí que sea posible
comprender cómo este novelista estaba marcando el fin de
una época y anunciando una nueva mirada que sabría
descubrir la maravilla implícita en esa misma realidad
continental, ya rastrillada por el realismo social de los años
cuarenta.

La ficción de Enrique Amorim está marcando, sin saberlo, el fin de una época y
anunciando una nueva mirada sobre la realidad uruguaya, más allá de la presencia
telúrica que gravitaba en las «novelas de la tierra» o de la aplastante realidad económica
y de desigualdades clasistas que reflejaban las obras del «realismo social». Una mirada
que anuncia en obras de su madurez creadora, como La desembocadura, el pasaje del
realismo tradicional al «realismo mágico» y a lo «real maravilloso» en los que ya se
expresaba por esos años, jocunda y barroca, la mejor narrativa de otras latitudes de
América Latina.
Tal vez sea éste el mejor destino en que pudo soñar el múltiple y polifacético
Amorim: con su obra no se cierra una época, sino que se abre otra.

La carreta

A diferencia del resto de la obra de Enrique Amorim -incluso sus novelas más
logradas como El paisano Aguilar (1934), El caballo y su sombra (1941) y Corral
abierto (1956), compuestas en breve tiempo y no retocadas una vez publicadas- La
carreta (1932) es una novela que se gesta y reedita con sustanciales variantes a lo largo
de casi treinta años. Entre 1923, fecha de la publicación del primer cuento, «Las
quitanderas», que le dio origen, y 1952, cuando se publica la 6.ª edición -130- de la
novela, considerada por el autor como la definitiva, Amorim añade y modifica el orden
de los capítulos y, sobre todo, elabora un «crecimiento novelesco» y subraya la
importancia del «concepto vínculo» de la carreta como símbolo e hilo conductor de la
narración.
Esta relación sostenida y compleja de Amorim con un texto nunca «terminado»,
pero al que consideraba su «obra favorita», otorga a La carreta un interesante valor
genético, tanto por el carácter de verdadero work in progress, como por la evolución
desde un género inicial -el cuento- hacia otro -la novela- en el que se funden los
diversos materiales redaccionales que la componen.
Al narrar la historia de un grupo de prostitutas viajando en una carreta a lo largo de
los campos del noroeste del Uruguay para «conformar a peones y troperos» en pueblos
y estancias, Amorim abordó un tema inédito en la narrativa latinoamericana, que luego
tratarían otros escritores como Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Mario Vargas
Llosa y José Donoso. Pese a que el verismo realista con que las describió alimentó una
polémica socio-histórica y lingüística sobre la existencia de esas meretrices
trashumantes, Amorim sostuvo siempre que esas «misioneras del amor» habían sido un
«descubrimiento de su propio magín».
A partir del cuento incluido en Amorim (1923), desarrollado luego en una segunda
versión en Tangarupá (1925) y novelizado finalmente en La carreta (1932), las
«quitanderas» pasaron a formar parte de una «realidad» arquetípica que sólo la literatura
es capaz de forjar. Basta recordar que Pedro Figari las representó en una serie de
cuadros que, al ser expuestos en París, alimentaron el equívoco sobre la existencia de
esas carretas tambaleantes recorriendo los solitarios campos uruguayos, al punto que un
escritor francés Adolphe Falgairolle escribió una nouvelle, La quitandera, inspirada en
la obra homónima del autor salteño.
Pero más allá de la anécdota y verosimilitud de sus personajes, La carreta refleja
un panorama de desolada crueldad, de miseria y desconsuelo, de un mundo rural
polarizado entre estancieros y peones, el autoritarismo prepotente y los injustos abusos,
triste realidad sin otros alivios que borracheras embrutecedoras o posesiones en los
límites de la animalidad. Sin embargo y, pese al determinismo geográfico y social que
la condicionan, Amorim no sucumbe al naturalismo -131- de notas sombrías o al
decadentismo de un realismo vindicativo al que el tema y la época lo invitaban.
Con los relatos engarzados como capítulos novelescos, el autor propone algo más
que la denuncia de la realidad del mundo campesino. La carreta es una verdadera
alegoría de esa carreta que fue símbolo paradigmático de la independencia del Uruguay
en el «éxodo» del pueblo oriental conducido por José Gervasio Artigas. Una carreta que
reaparece en otras de sus obras e, incluso da título al libro de relatos Plaza de las
carretas (1937), símbolo de un destino errante y marginalizado, resultado de sucesivas
expulsiones al borde de los caminos y de la vida misma al que conduce un sistema que
el autor denuncia sin enfatismos ni excesos moralistas.
En este sentido, se puede afirmar que, contra lo que han señalado algunos críticos,
la misma realidad del campo uruguayo, despoblado y sin puntos de referencia
geográficos, no es ajena a la estructura novelesca «desarticulada» de La carreta. Nada
mejor que esta falta de «vertebración» del discurso para expresar el desarraigo y el
nomadismo de sus ateridos personajes. Porque, además, una carreta en movimiento no
lleva siempre un rumbo preciso. Por el contrario, su errar es parte de la falta de un
destino. Desde su pescante se mira con envidia el mundo sedentarizado de los que
tienen tierra y casa, ese espacio donde se pueda «dar de comer a los bueyes sin tener que
pedir permiso» y «sembrar un poco de maíz y esperar la cosecha».
Esta ansiada sedentarización sólo será posible al final de la novela. Al romperse sus
ruedas, la carreta se ve obligada a detenerse en una estrecha franja de tierra situada entre
los alambrados de dos grandes estancias. «La carreta se había convertido en rancho»,
resume Amorim, tras sentenciar: «había echado raíces».
La carreta se inscribe así entre las obras de la literatura realista que trascienden su
mera condición de «espejo a lo largo de los caminos» para anunciarnos otra dimensión
de la vida y de la historia: la necesidad de amor y de arraigo que, abierta o secretamente,
tienen todos los seres humanos.
Una necesidad que, en nuestro caso, se transformó en lealtad literaria.
-132-
Un liminar a modo de destino y paradigma

El texto que sigue -inspirado en el Liminar que precede la edición crítica de La


carreta, de la Colección Archivos- puede ser leído como ejemplo de lo que ha sido el
destino inesperado de la creación de Enrique Amorim: la ficción que ya es parte de la
realidad uruguaya, pero, sobre todo, debe leerse como un símbolo paradigmático de lo
que todo país necesita para fundar una tradición literaria.
Las «quitanderas». Ahora es difícil creer que nunca han existido.
Era tan agradable representárselas sonrientes, asomadas coquetamente entre las
lonas de las carretas recorriendo los caminos de tierra rojiza del norte del Uruguay,
ofreciendo sus servicios a solitarios esquiladores y peones, que no podemos aceptar lo
que sostienen en forma unánime sociólogos e historiadores: las «misioneras del amor»,
meretrices trashumantes de los campos desolados, en realidad no han existido nunca.
Han sido, pura y simplemente, una invención de Enrique Amorim.
Quisiera que me quedara, después de todo, el temblor de la duda de que todo pudo
ser cierto. Siento, al recorrer en la memoria los escenarios del norte del Uruguay, que
la naturaleza se ha transformado en paisaje gracias al conjuro de la prosa de Amorim y
que ellas -alegres y tristes, ingenuas y miserables- lo integran de pleno derecho, ese
derecho sutil que otorga a la realidad el espesor por donde ha pasado la buena
literatura. ¿Acaso no se las ha visto, «quitanderas» hijas de la fantasía, sentadas luego
con sus anchas polleras en los cuadros de Pedro Figari, desafiando las dudas de la
verosimilitud literaria?
Las quiero y las siento tan convincentes, tan instaladas en la certidumbre de la
pícara ilusión de sus gestos entre amorosos y profesionales, que me digo que su fuerza -
y por lo tanto su vida- está justamente en el poder evocador de sus páginas, más allá de
la negación empírica de los sociólogos. Lo que importa es el símbolo, el arquetipo, el
mito, conjurado y cristalizado alrededor de sus volátiles figuras femeninas. Y ahí están,
todas ellas, dando verosimilitud a la ficción, haciendo de la literatura una posible
historia.
Éste -me digo- es un privilegio que quisiera para el conjunto de un país necesitado
de la densidad cultural de textos recuperadas por todos -133- los medios, incluso la
piedad comprensiva, y donde se signifiquen para siempre sus vastos espacios
despoblados e inéditos.
Un Uruguay consagrado por las certidumbres que otorgan los recorridos de un
libro, eso es lo que anhelo. Porque siento que cada escenario huérfano de literatura
reclama, por lo menos, una página literaria para convertirse en el paisaje del alma
«que todo hombre y toda patria necesitan para perpetuarse en el tiempo, es decir, en la
memoria de los otros. Porque, la realidad-real importa, en definitiva, muy poco.
Por ello acumulo avaramente las mejores prosas escritas sobre cada esquina
ciudadana, cada recodo campesino, sombra de astilleros en ruina, circos destartalados,
pueblas de ratas, tristes balnearias, patios floridos, antología personal en la que
siempre ha sobresalido -no sé exactamente por qué- esa imagen del nomadismo que da
la carreta de las «quitanderas» de Amorim, proyectada en forma errabunda por las
rutas barrosas del norte uruguayo. Un descubrimiento que fue antológico desde el día
de marzo de 1960 en que encontré por azar esta novela de «quitanderas» y
vagabundos, como se subtitula La carreta, en una librería de «lance» de la Cuesta del
Botánico de Madrid.
La carga imaginaria que me ha acompañado durante todos estos años ha sido tan
entrañable, que no puedo aceptar ahora que ese paisaje uruguayo no hubiera estado
recorrido alguna vez por esa fantasiosa carreta, uniendo y dando sentido a los puntos
aislados de una geografía sin literatura. Tal era la densidad cultural reclamada para
un país que no podía darse el lujo de prescindir de sus «pasteleras» fronterizas,
después de haberlas inventado con tanta convicción. Tal era el «modelo del mundo» en
el que creía y creo, aquel por donde transitan sin obstáculos las creaturas de la ficción,
formando parte sin transiciones de una realidad donde la historia y la literatura se
explican recíprocamente.
Porque en los hechos -y a través del prisma de Amorim- no veía otra cosa que un
tríptico en el que cada hoja desmentía a la otra, necesitándose sin embargo
mutuamente para sostener la apasionante contradicción del conjunto. Porque una hoja
nos decía, recitando presuntuosamente las ejemplos de la Mancha o de las tierras del
Cid: «Los libros hacen los pueblos»; mientras la otra repetía la paradoja del -134-
Cronopio: «Los libros deberán culminar en la realidad»; para que la tercera nos
recordara que: «La realidad nunca es tan real como nos creemos», o como decía
Borges, el Maestro del Aleph: «Esta circunstancia de inventar una realidad que no es
la realidad, y que le sobrevivirá en sus libros, es la condición esencial del escritor».
Todos estos son las privilegios de un texto ambiguo y, por lo tanto, válido como
forma artística al que dedicáramos varios años de metódica investigación para realizar
la edición crítica de La carreta publicada en la Colección Archivos en 1988. Gracias a
esta edición crítica nos hemos visto obligados a volver a releer sus páginas, una y otra
vez. Merced al empecinamiento de un trabajo detallista y riguroso, pero lleno de
satisfacciones, hemos terminado incorporando para siempre esas mujeres de «vida
airada» a la realidad del Uruguay. Porque la historia del mito, así lo ha querido
felizmente.

-135-

4. Sobre fugas, destierros y nostalgias en la obra de Juan


Carlos Onetti

El privilegio de juventud que ostenta América desde su descubrimiento, en tanto


que Nuevo Mundo ingresado a la historia de la humanidad en plena Edad Moderna, es
de signo ambivalente, cuando no contradictorio. En efecto, por un lado la «novedad»
americana ha permitido que se potenciaran las posibilidades de su territorio vacío,
asimilado a la Tierra Prometida y se conjugara la esperanza en tiempo futuro. América
se aparece como espacio propicio para las utopías de Europa. Todo lo que ya no es
«posible» en el Viejo continente, lo es todavía en el Nuevo, ilusión que se prolonga
hasta nuestros días en las visiones de ensayistas europeos y norteamericanos como Juan
Larrea, Stefan Zweig o Waldo Frank.
Pero al mismo tiempo, la «juventud» de América la transforma en región «sin
historia» (Hegel), continente del «tercer día de la creación» (Keyserling)86, carácter
ahistórico que parece relegarla a un papel subalterno en el contexto mundial,
contradicción del signo americano que recoge en pleno siglo veinte José Ortega y
Gasset en sus Meditaciones de un pueblo joven.
-136-
La ambivalencia guía tanto la presunta carencia de un pasado como la excesiva
confianza depositada en el futuro sobre el cual se postergan las frustraciones del
presente. El fenómeno, que define lo americano en general, se agudiza en los países del
Río de la Plata, donde la disponibilidad de espacio y tiempo, sustituye toda otra
certidumbre.
El «desierto» es la «peste de América» y su poblamiento guía las obsesiones
civilizatorias de Domingo Faustino Sarmiento y José María Alberdi. No tener un pasado
injertado en la historia universal preocupa a Eduardo Mallea y, más tarde, a H. A.
Murena en El pecado original de América:
En un tiempo habitábamos en una tierra fecundada por el
espíritu, que se llama Europa, y de pronto fuimos expulsados
de ella, caímos en otra tierra, en una tierra en bruto, vacía de
espíritu, a la que dimos en llamar América87.

Por el contrario, la posibilidad de «empezar desde cero» justifica el entusiasmo


vitalista de Ezequiel Martínez Estrada y de «parricidas» como David Viñas o Noé Jitrik,
contradicciones que se reflejan en las reflexiones de El hombre que está solo y
espera de Raúl Scalabrini Ortiz.

«Detrás de nosotros no hay nada»

La dicotomía es clara en el ensayo -el inconveniente de no tener historia se


compensa con la apuesta libre a un futuro despojado de lastres pasatistas- y la narrativa
la recoge en buena parte. Así, el mito de la Tierra Prometida alimenta una visión de lo
rioplatense en novelas de título significativo: Los gauchos judíos de Alberto
Gerchunoff, Puerto América de Luis María Albamonte, La Pampa Gringa de Alcides
Greca o las recientes Cuerpo a cuerpo de David Viñas, Hacer la América de Pedro
Orgambide y Santo Oficio de la memoria de Mempo Giardinelli, ficciones sobre la
épica fundacional de la «joven» nación argentina que se construye gracias a la fe y al
trabajo de sus inmigrantes.
Pero mientras unas obras apuestan al futuro con optimismo, otras lo niegan con
cierto escepticismo. En efecto, el mito de la Tierra Prometida invierte su signo con
Roberto Arlt, el primer Eduardo Mallea -137- y con Juan Carlos Onetti. La ciudad
junto al río inmóvil de Mallea, pero, sobre todo, Los siete locos y Los lanzallamas de
Roberto Arlt, fundan la visión ligeramente nihilista de esa especie de «generación
perdida» rioplatense que alcanza su madurez en la década del cuarenta y de la cual
forma parte Juan Carlos Onetti. Personajes que son auténticos parias espirituales,
marginales, desterrados morales y desencantados políticos irrumpen en la narrativa
rechazando los valores imperantes, burlándose del vacío histórico y espacial que los
rodea y alimentando la secreta nostalgia del Paraíso, tal vez perdido para siempre en
Europa.
Con estos autores, las capitales del Río de la Plata se sitúan en la «orilla barrosa» y
periférica de la cultura occidental. Sus habitantes se sienten desterrados, viviendo lejos
del presunto centro del mundo. Buenos Aires y Montevideo están pobladas de
«exiliados» europeos planeando imposibles «regresos a los orígenes». La Tierra
Prometida, objeto de la ferviente creencia de una generación anterior, es ahora
degradada con sarcasmo.
Eladio Linacero, protagonista de la primera obra de Onetti -El pozo (1939)- puede
decirse irónicamente: «¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos
gauchos, treinta y tres gauchos»88, en clara alusión desacralizadora al mito de la
nacionalidad uruguaya, fundada históricamente con el desembarco de «los treinta y tres
orientales». Onetti no sólo constata la falta de un pasado perceptible, sino que niega la
expresión de la cultura tradicional. En una columna periodística semanal, titulada
sintomáticamente «la piedra en el charco», fustiga por esos mismos años la falta de
originalidad y la esterilidad en que han caído el regionalismo, el costumbrismo y el
realismo social. Despojada de toda carga retórica, la historia se transforma en una tabula
rasa donde todo está por escribirse, pero donde -en realidad- nada vale la pena ser
escrito. De ahí el interés de su visión, en la perspectiva de estas páginas.
En este trabajo nos proponemos analizar cómo Onetti invierte el signo esperanzado
del Río de la Plata concebido como Tierra Prometida, para transformarlo en la «orilla
barrosa» -el Río de «color de caca» del que hablará después Julio Cortázar en Los
premios- desde el cual Europa se proyecta como un mitificado y lejano Paraíso Perdido,
nostalgia de los orígenes no menos burlonamente despreciada.

-138-
Los desterrados del Paraíso

Cuando se publica El pozo en noviembre de 1939, ya ha estallado la segunda


guerra mundial, la España republicana ha sido derrotada y el pacto germano-soviético
ha sembrado la confusión entre los intelectuales progresistas del mundo. El panorama
general es sombrío y no es extraño que dos años después, el mismo Onetti advierta en el
epígrafe de Tierra de nadie que:
El caso es que en el país más importante de Sudamérica,
de la joven América, crece el tipo de indiferente moral, del
hombre sin fe ni interés por su destino89.

Al publicar Para esta noche en 1943, mientras triunfa el nazi-fascismo en Europa,


Onetti completa en otro epígrafe:
Este libro se escribió por necesidad -satisfecha en forma
mezquina y no comprometida de participar en dolores,
angustias y heroísmos ajenas. Es, pues, un cínico intento de
liberación90.

Es decir que, a los males de la sociedad contemporánea europea que América vivía
con un retraso de veinte años -la indiferencia moral- debía añadirse el sentimiento de
descolocación y la condición de «espectador» no comprometido con los conflictos
ajenos del habitante de esas latitudes. Aunque pretendiera lo contrario, el rioplatense
estaba condenado a una perspectiva marginal en relación a los focos de la acción bélica
e ideológica europea. La historia se jugaba y, sobre todo, se decidía lejos de América.
«No se puede hacer nada» -dicen los antihéroes de Onetti o, lo que parece más
grave: «nada merece ser hecho». El propio Onetti declararía como un elemental
principio de filosofía existencial que:
Toda la ciencia de vivir está en la sencilla blandura de
acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos
provocado con nuestra voluntad, no forzar nada, ser,
simplemente cada minuto91.

-139-
Conclusión: no vale la pena esforzarse por luchar por «otro» futuro posible en la
medida en que la acción pertenece a los «demás», futuro alternativo al que no parecen
tener derecho los americanos. Así, puede sostener que:
Un hombre evolucionado no debe hacer nada. Fíjese en
los constructores, en cualquier orden de cosas. Da lástima.
Toda la vida chapaleando en miserias. Mire la política, la
literatura, lo que quiera. Todo es falso y lo autóctono lo más
falso de todo. Si aquí no hay nada que hacer, no haga nada. Si
a los gringos les gusta trabajar, que se deslomen. Yo no tengo
fe; nosotros no tenemos fe. Algún día tendremos una mística,
es seguro; pero entre tanto somos felices92.

Esta falta de fe se traduce en un aburrimiento casi metafísico. El mundo se percibe


a través de un desinterés y un desasimiento que provocan un aburrimiento esencial.
Desde la primera página de El pozo se dice: «Me paseaba, aburrido de estar tirado»,
sentimiento que reaparece en Juntacadáveres (caras «infladas por el aburrimiento»;
«ahora lo que le dolía era el aburrimiento»), Una tumba sin nombre, Jacob y el
otro («estaba aburriéndome en la mesa de póquer»), La casa en la arena (donde se
puede llegar a «aburrirse sonriendo»). Es justamente a partir de ese fondo existencial
que se pueden graduar los estados anímicos de los personajes de Onetti que van de la
tristeza a la soledad.
En este contexto en que «todo es falso y lo autóctono lo más falso» el cierre
oclusivo parece inevitable. Sin embargo, hay un margen para la esperanza: la que puede
generar la idealización de una alteridad lejana, en este caso identificada con los espacios
del sueño y los de una realidad simplificada por la distancia. Veamos como opera.

Evadirse de «ésta» realidad

A lo largo de una calurosa y húmeda noche de verano, al final de un día de fiesta y


en la víspera de cumplir cuarenta años, un hombre fuma -140- y se pasea sin parar en
la desordenada habitación de un inquilinato. Está aburrido de estar echado en la cama y
oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco, hace el inventario de su
vida: no tiene trabajo ni amigos, se acaba de divorciar, sus vecinos le resultan «más
repugnantes que nunca», hace más de veinte años que ha perdido sus ideales y, según
las informaciones que ha escuchado en una radio, «parece que habrá guerra»93.
Cualquier hombre confrontado a una similar circunstancia vital no podría evitar las
reflexiones más sombrías. Sin embargo, Eladio Linacero -el antihéroe de El pozo- logra
evadirse de su triste realidad. Le ha bastado empezar a escribir un sueño («el sueño de la
cabaña de troncos»), proyectado en el espacio lejano de una tierra canadiense hecha de
fragmentos literarios y flagrantes estereotipos. En cincuenta y seis páginas escritas en
primera persona a lo largo de esa noche de insomnio, Linacero se libera no sólo de los
fantasmas más tenaces de su soledad, sino que funda otra realidad, gracias a la simple
fórmula de aceptar que:
Yo soy un hombre que se vuelve por las noches hacia la
sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y
fantásticas94.

Doce años más tarde -en 1951- otro hombre también se pasea insomne en un
pequeño apartamento del barrio bonaerense de San Telmo. «Hombre pequeño y tímido»
que le ha dicho «no al alcohol, no al tabaco» y un «no equivalente para las mujeres»,
José María Brausen, protagonista de La vida breve, aparece como el heredero directo de
Linacero:
Éste, yo en el taxímetro, inexistente, mera encarnación
de la idea Juan María Brausen, símbolo bípedo de un
puritanismo barato hecho de negativas -no al alcohol, no al
tabaco, un no equivalente para las mujeres- nadie, en
realidad95.

Lleva como él una existencia mediocre y después de cinco años de matrimonio ha


descubierto el fin de su relación, viciada por la indiferencia.
-141-
Sin embargo, entre las cuatro paredes de su apartamento y a lo largo de sucesivas
noches en que se pasea desvelado entre la cocina, el dormitorio y el baño, Brausen
también es capaz de evadirse de su circunstancia vital. A diferencia de Linacero, a quien
le bastó «contar un sueño» con el «suceso» que lo precedía, Brausen emprende una
doble fuga simultánea.
Por un lado, se desdobla en Arce, un improvisado macró que irrumpe en el
apartamento y en la vida de su vecina. Al mismo tiempo, asume la identidad de un
personaje que ha creado, Díaz Grey, en una ciudad imaginada con tanta perfección -
Santa María- que al final de la novela puede fugarse a ella sin forzar la verosimilitud de
la realidad fruto de su invención. A partir de La vida breve, Santa María se convierte en
el escenario natural de la obra de Onetti. Brausen, su «fundador», llega a tener un
monumento en la plaza principal.
En principio es la peculiar sensibilidad de estos héroes que ven «demasiado hondo
y demasiado» -como confiesa el anónimo protagonista de L’Enfer de Henri Barbusse96-
la que los ha llevado a la marginalidad. La realidad los hiere con sus constantes
agresiones para las que no parecen estar preparados. La voluntad de escapismo no es
más que el resultado de ese desajuste previo y de la imposibilidad de integrar una
sensibilidad aguzada en un mundo que maneja otros valores y que los empuja a planear
fugas a partir de la realidad.
Seres encerrados en sus habitaciones como Linacero y Brausen, evadiéndose de la
realidad merced a la creación de mundos imaginarios alternativos observadores no
comprometidos del quehacer ajeno como Díaz Grey o Jorge Malabia, empresarios
derrotados de antemano como Larsen, eternos diseñadores de proyectos que no se
ejecutan como Aranzuru, forman parte de una galena de personajes deliberadamente
descolocados, voluntariamente marginales. Hay que «estar al margen de todo» -se
dicen- como para convencerse a sí mismos. Díaz Grey se esfuerza por ser diferente
cuando afirma:
Exigimos que la gente de Santa María nos imaginara
apartados, distintos, forasteros, y hacíamos todo lo posible
para imponer esa imagen97.

La visión del extranjero se contrapone abiertamente al nosotros colectivo, dividido


entre los que luchan por las luces y quienes lo hacen -142- por el oscurantismo,
dualismo que se repite y desarrolla en Juntacadáveres.
En la perspectiva de este capítulo nos interesa subrayar la condición social de estos
personajes descolocados. Se trata, en su mayoría de inmigrantes, «forasteros»,
desocupados, prostitutas, artistas ambulantes y periodistas bohemios. Algunos son
extranjeros por su propio origen: la danesa Kirsten en Esbjerg, en la costa, la inglesa
Molly en La casa en la arena, los judíos Stein en La vida breve, el alemán Von Oppen,
el comendattore italiano Orsini y el sirio, llamado el turco, en Jacob y el otro, Gertrudis
y Raquel, hijas de alemanes en La vida breve. Por otra parte, la ciudad de Santa María
está rodeada por una colonia de labradores suizos y tiene sus principales locales con
nombres centroeuropeos: la cervecería Munich, el club Berna, el restaurante Baviera.
Si los inmigrantes ya no son los entusiastas pioneros del pasado, los «nativos» son
apartados y marginales por su profesión. Artistas de teatro en Un sueño realizado,
bailarines en la Historia del caballero de la rosa..., artistas trashumantes
en Mascarada o casi circenses en Jacob y el otro, prostitutas como Ester en El pozo,
Rita en Para una tumba sin nombre, María Bonita, Irene y Nelly en Juntacadáveres,
Magda en Cuando entonces. La mujer de Risso en El infierno tan temido es también
artista de teatro y el mismo Risso pertenece a la bohemia periodística, como Lanza,
Malabia, Linacero y Larsen que había trabajado en la administración del diario El
liberal de Santa María antes de convertirse en proxeneta y el triste monologante
de Cuando entonces.
Hasta un comisario de policía como Medina, en Dejemos hablar el viento, es
también médico y pintor y lleva una existencia marginal y fuera del circuito de «los
normales». Su amante Frieda von Kleits (personaje que había ya aparecido en el
cuento Justo el treintaiuno) es alcohólica, lesbiana y frustrada cantante.
Todos ellos fundan una realidad alternativa y en la imposibilidad de integrarse se
proyectan en una evasión permanente. No nos interesa aquí estudiar los mecanismos
gracias a los cuales Eladio Linacero, José María Brausen, Larsen, Malabia o cualquiera
de estos personajes logran evadirse de sus tristes circunstancias personales, análisis que
hemos desarrollado en otros trabajos98, sino indicar cómo el escapismo y la evasión que
caracterizan la obra de Onetti -desde El pozo a Dejemos -143- hablar el viento- se
inscriben en una tradición rioplatense de rechazo del contexto cotidiano y ensalzamiento
de los orígenes.
En efecto, la fuga y el viaje constituyen tópicos de buena parte de la ficción
latinoamericana, auténtico movimiento centrífugo, caracterizado por la vocación
universalista y un aparente desarraigo. Este movimiento se contrapone al movimiento
centrípeto de búsqueda de raíces en el corazón secreto de América, ficcionalizado en
viajes iniciáticos a la selva, a la montaña y a los llanos, cuyo ejemplo paradigmático
es Los pasos perdidos de Alejo Carpentier99.

La huida en el espacio real

Es importante recordar que, en general, el hombre no es capaz de concebir la


felicidad en el lugar y en el tiempo en que vive, disociación inherente a todas las utopías
y a los mitos que la sustentan, como el de la Tierra Prometida. El ser humano ha
imaginado siempre la felicidad fuera del lugar donde está o en un tiempo pasado o
futuro, pero difícilmente en el «aquí y ahora». Es siempre lejos de aquí que todo parece
mejor, noción del là-bas, allá indefinido de profundas raíces míticas y larga tradición
literaria. Basta recordar la «invitación al viaje» de Baudelaire -«Mon enfant, ma soeur, /
songe à la douceur / d’aller là-bas vivre ensemble!», temática del viaje como huida y
acceso al exotismo que es una constante de su poesía, combinada en algún caso, como
en «L’emigrant de Landor Road» con la idea de Tierra Prometida: «Mon bateau partira
demain pour l’Amérique / Et je ne reviendrai jamais / Avec l’argent gagné dans les
prairies lyriques / Guider mon ombre aveugle en ces rues que j’aimais».
Onetti se reconoce también en la famosa exclamación de Mallarmé: «Fuir là-bas,
fuir...!»!», verso de la «Brise marine» que generalmente se cita fuera de contexto. Es
interesante anotar que el poema se construye sobre la antinomia: realidad deprimente /
huida exaltante hacia un paraje exótico, alternativa que podría muy bien ser del autor
de Tierra de nadie. «La chair est triste, hélas! et j’ai lu tous les livres» se dice
Mallarmé antes d e proponer «Fuir! là-bas fuir!» porque siente que «des oiseaux sont
ivres / D’être parmi l’écume inconnue et les cieux». La -144- decisión es terminante:
nada lo puede retener aquí («Je partirai!») y da la orden: «Lève l’ancre pour une
exotique nature!»100.
Como ha resumido Ernst Bloch en El principio esperanza: «Nada más simple que
desear partir de un lugar donde todo va mal».
Con Onetti la felicidad no está, por lo tanto, aquí, en el Nuevo Mundo. Está, tal
vez, allá, en unos orígenes vagamente idealizados. Puede ser en la Dinamarca natal, en
una isla de la Polinesia donde la felicidad es todavía posible, en un París mitificado por
las reverentes peregrinaciones de viajeros embobados. El espacio lejano que recuperan
sus héroes es también la historia recuperada. Son el reverso de una misma medalla y una
repetición de un esquema fatal de la utopía: la felicidad sigue estando donde «uno no
está».
El mejor ejemplo aparece en Tierra de nadie. La «tierra de nadie» es, sin lugar a
dudas, la gran ciudad de Buenos Aires, una urbe babélica y caótica que se percibe a
través de un personaje colectivo y diversificado en una multitud de seres desarraigados
y llenos de proyectos que no se cumplen. Es esa misma ciudad a la que habían llegado
los esperanzados inmigrantes de la narrativa de una generación anterior.
Tal como había hecho John Dos Passos en Manhattan Transfer, Onetti quiso captar
el ser multiforme y variado de Buenos Aires, pero a diferencia del autor de la trilogía
USA, la acción novelesca no está centrada en los escenarios del poder real, sino en las
divagaciones de un grupo de marginales y desclasados. «Estoy aquí en una ciudad
cualquiera», se dice impersonalmente, promediada la novela, cuando ya se ha hecho
evidente que la vida no tiene sentido y que se vive como «en una casa cercada, en la
trampa sin esperanza de huir».
Una capital moderna, Buenos Aires, situada en un continente que se dice «nuevo»,
se aparece como una ciudad sucia, gastada y agotada. Hay una atmósfera de deterioro
prematuro, de aire viciado en lo que debería ser tierra llena de posibilidades donde
plasmar las esperanzas más desmesuradas. Julio Cortázar en Los premios recordará,
años después, que «la tierra de nadie era el Buenos Aires de los últimos tiempos»101.
La única solución es huir. «Hum... hum... invierno... Hay que disparar, Diego; lejos
hasta el fin», como se dicen los héroes desarraigados de Tierra de nadie. Se trata de huir
en el espacio real, emigrar o simplemente viajar.
-145-
Pero imaginar una evasión a un punto geográfico donde fuera posible irse restaría
todo misterio a la empresa. El proyecto de evasión tiene que ser hacia un lugar donde la
dimensión de la esperanza resulta de la imposibilidad de acceso. El viaje que se
proyecta en Tierra de nadie es hacia una exótica isla de Polinesia, la isla de Faruru,
objeto de una herencia en confuso litigio, único lugar donde se puede vivir «sin hacer
nada», pero sobre todo:
Único sitio en que se puede no hacer nada sin hacerle
mal a nadie y sin que nadie se interese102.

El despropósito de la distancia que se aborda funda la dimensión de la utopía que


se espera encontrar al término del viaje. Como en todos los proyectos prácticos de los
personajes de Onetti, se percibe desde el principio la falta de eficacia que transforma la
posible dimensión heroica de la acción en un resultado patético.
Pese a que el viaje no llega a concretarse, se viven algunos de sus efectos entre las
cuatro paredes del apartamento de Buenos Aires. Violeta, la más empeñada en recuperar
el litigioso paraíso lejano, se viste de tahitiana:
Frente al espejo, de espaldas a él, la mujer se acomodaba
flores blancas en la gruesa trenza rubia que le ceñía la cabeza.
Estaba descalza, las piernas y el busto desnudos. Un montón
de collares le colgaba temblando entre los senos y
rodeándolos. Desde la cintura caía floja y crespa una falda
espesa de paja y, acomodada en el respaldo del diván, había
una pequeña guitarra de cuerdas brillantes103.

El proyecto desemboca en el ridículo. Al final de Tierra de nadie, Aranzuru mira


resignado la orilla del río barroso que bordea la ciudad y descubre, como una
revelación, que «ya no había isla para dormir en toda la vieja tierra». Onetti cierra toda
esperanza y confirma la terrible verdad de que un paraíso sólo puede existir si está
definitivamente perdido o si es realmente inalcanzable.

-146-
La alteridad lejana idealizada
Lo que es proyecto para unos, puede ser nostalgia para otros. Los inmigrantes de
Onetti recuerdan a veces el escenario de sus orígenes y lo idealizan gracias al tiempo
transcurrido. Porque, tal como hay un espacio del anhelo, también hay un «tiempo del
anhelo». Kirsten en Esbjerg, en la costa, empieza rodeándose de objetos de su país de
origen.
Se dedicó a llenar la casa con fotografías de Dinamarca,
del rey, de los ministros, los paisajes con vacas y montañas.

Luego habla de las costumbres:


Pueden dejarse las bicicletas en la calle o los negocios
abiertos,

idealización del espacio de los orígenes acentuada por la imposibilidad de volver:


Le dijo que los árboles eran más grandes y más viejos
que los de cualquier lugar del mundo104.

El remedio a la nostalgia que inspira el solar nativo es volver a él. Pero también
aquí la solución sería demasiado sencilla. Montes, el marido de Kirsten, piensa en
pagarle un viaje a los orígenes. Hace los cálculos de fechas y de costos, pero comprueba
lo que era previsible desde un principio: no podrá disponer de esa suma de dinero,
aunque haga trampas en las apuestas de carreras que lleva por cuenta de otros. La
desesperanza desemboca en una periódica ceremonia que el matrimonio cumple
ritualmente en el puerto local. Cada vez que un barco va a partir, horas y fechas
comprobadas en el periódico, van al muelle «mezclándose un poco con gentes, con
abrigos, valijas, flores y pañuelos». Kirsten se siente feliz en ese momento, escamotea
por unas horas su nostalgia, «hace algún saludo» y cuando el barco empieza a moverse,
después del bocinazo, los dos:
-147-
Se ponen duros y miran, miran hasta que no pueden más,
cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero
de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación
de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa
cuando nos ponemos a pensar105.

Este cuento no sólo insiste en la posible soledad del individuo viviendo en pareja,
sino en la imposibilidad de recuperar los orígenes perdidos en el tiempo y en el espacio.
Onetti pone en evidencia cómo el Río de la Plata ha recogido un aluvión inmigratorio
que proviene de múltiples orígenes y mantiene, a través de la esperanza de un retorno,
los necesarios vínculos y puentes entre culturas diversas, actitud mental y disposición
que explica, al mismo tiempo, la evasión y la marginalidad social. La constante temática
del desarraigo es el mejor reflejo de una identidad constituida con los fragmentos de
identidades estalladas entre los diversos centros culturales de los orígenes.
Sin embargo, haber viajado en alguna oportunidad puede también ser traumático.
Concretar el proyecto de huida puede provocar rupturas definitivas. Moncha Insurralde
en La novia robada traspone los umbrales de la locura en Europa. En Venecia,
«convierte en parte suya lo que era más cerca de un sueño despierto que se pueda
tener», sueño ratificado poco después en Barcelona. El límite que separa la lucidez del
delirio se cruza cuando un sueño se puede llegar a vivir en la realidad; ergo, más vale
sólo soñar.
La prueba de que es mejor imaginar una evasión que llevarla a cabo, se da en el
breve relato El álbum. Jorge Malabia se ha enamorado de una mujer imaginativa,
Carmen Méndez. En las tardes monótonas de Santa María que pasan juntos, ella le
cuenta viajes a países remotos y aventuras extraordinarias. Jorge es feliz creyendo vivir
una ficción, pero cuando Carmen desaparece y tiene acceso a un baúl con sus
pertenencias abandonadas, descubre en un álbum de fotos que esos viajes que él creyó
habían sido imaginados, han sido reales. Las pruebas -las fotos de los lugares descritos-
en vez de reasegurarlo, lo defraudan y ensucian lo que había vivido como un reducto
secreto de complicidad en la fantasía. Fotos, se dice apesadumbrado Jorge, que:
-148-
Hacían reales, inflamaban cada una de las historias que
me había contado, cada tarde en que la estuve queriendo y la
escuché106.

Haber viajado a lugares remotos y prestigiosos y recordarlos minuciosamente,


puede ser también un motivo para justificar la inactividad presente. Se vive del
recuerdo, se lo invoca a todo momento, se lo reviste de notas de falsa nostalgia. Stein -
en La vida breve- ha estado en París en su juventud. Este breve pasaje por la Ciudad
Luz le permite, frente a cada dificultad de su vida actual, refugiarse en el pasado.
Después del viaje, y de todo aquel complejo de absurdas
y repentinas explicaciones, de sorprendentes sutilezas, no le
había quedado a Stein, para justificarse y defenderse ante un
pasado personal, austero, que también él había imaginado,
nada más que el «Oh, la Butte Montmartre», pronunciado con
una sonrisa que él presumía apta para expresar lo inefable; el
énfasis sobre Aragon y Ce soir, un desteñido «¡Aquello es
vida!» y triviales anécdotas sin nacionalidad forzosa107.

No es menos patético el juego de la pareja Stein: poner sobre la mesa del comedor
un plano de París y jugar a decir sin mirar:
Si sus pasos o una cita de amor o negocios lo arrastran
hasta el cruce de la Rue Saint Placide y la Rue du Cherche, y
si usted necesita revisarse las espiroquetas en el Hospital
Broussais, ¿qué vehículo debe tomar? Es apasionante, creo.
En todo caso, Mami no puede evitar, cada vez, que se le
caigan las lágrimas sobre el Sena. ¡Pobre Mami! A veces sale
de noche, sobre todo ahora, con el buen tiempo, y se sienta en
la vereda de un café. Ella cree que está allá108.
«Perderse por las calles de París», se convierte en un rito que los Stein cumplen dos
veces por semana con una dignidad puesta de relieve por la rutina y por los gestos
calculados del juego Desde la -149- «orilla» americana en que viven, los lugares
cotidianos de Europa se ensalzan y llegan a sacralizarse.
En estas páginas de intenso patetismo, donde la ironía se matiza con la piedad, se
reconoce en forma desgarrada la antinomia no resuelta de la identidad rioplatense.
Porque, como sostuviera H. A. Murena:
América está integrada por desterrados y es destierro y
todo desterrado sabe profundamente que para poder vivir
debe acabar con el pasado, debe borrar los recuerdos de este
mundo al que le está vedado el retorno, porque de lo
contrario queda suspendido de ellos y no acierta a vivir109.

Mientras no se borren esos recuerdos, París seguirá siendo la meta del viaje
iniciático en la cual buscaron imposibles raíces los «señoritos» de la generación del
ochenta y del veinte y sobre cuyo plano juegan los Stein. A ese París mitificado
viajarán, años después, Horacio Oliveira (argentino) y «la Maga» (uruguaya), los
protagonistas de Rayuela de Julio Cortázar.
El ciclo se repite, una vez más: la fuga, el destierro y la nostalgia seguirán
marcando lo mejor de la narrativa latinoamericana que Juan Carlos Onetti integra de
pleno derecho.

Potrebbero piacerti anche