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Con una visión a la que el auge actual del discurso ficcional de la historia parece
darle una dimensión premonitoria, Eduardo Acevedo Díaz estuvo siempre convencido
que la novela histórica «es y debe ser uno de los géneros llamados a primar en el campo
de la literatura, ahora y en lo venidero». Una primacía que se reflejó en su obra narrativa
y ensayística, especialmente en la tetralogía de novelas compuesta
por Ismael (1888), Nativa (1890), Grito de Gloria (1894) y Lanza y sable (1914)41, y en
los artículos y prólogos donde planteó, a partir de la coyuntura circunstancial del
Uruguay del último cuarto del siglo XIX, una auténtica «teoría de la novela histórica».
Son justamente esos textos teóricos, hasta ahora estudiados en función de los
referentes nacionales a los que pertenecen por origen y destino, los que nos interesan
analizar aquí en una perspectiva de inserción americana.
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Función legitimadora de la novela histórica
Acevedo Díaz, como otros escritores latinoamericanos del último cuarto del siglo
XIX, consagró buena parte de su vida de intensa acción política, pautada por la cárcel y
el exilio42, a definir los rasgos de lo que llamaba la «idiosincrasia nacional» en un
momento particularmente difícil del Uruguay. El país estaba sumido en revoluciones y
guerras civiles, golpes de estado y dictaduras que habían aventado en una enconada
división partidaria entre Blancos y Colorados los ideales y las esperanzas del período de
la Independencia. Resumiendo esa situación, José Pedro Varela, el reformador de la
educación uruguaya, constataba en 1876 que: «En cuarenta y cinco años hemos tenido
diecinueve revoluciones. La guerra es el estado normal de la República»43.
Frente a este panorama -donde incluso se proponía como solución la anexión del
Uruguay a la Argentina44- Acevedo Díaz era formal: sólo la recuperación del pasado
podía dar un sentido a la historia y definir los rasgos identitarios del país futuro,
salvándolo de la desintegración del presente. Y nada mejor que la novela histórica para
recuperar la esencia de los orígenes y consolidar las amenazadas instituciones de la
nación.
La novela histórica tenía, pues, una función de esclarecimiento, de ejemplificación
espiritual en la configuración y legitimación de la existencia del estado uruguayo,
participando directamente en la reflexión sobre el pasado y el futuro. Este propósito se
inscribía en las inquietudes que tenían en ese mismo período historiadores como
Francisco Bauzá, Carlos María Ramírez y Justo Maeso45 o poetas como Juan Zorrilla de
San Martín empeñados en rehabilitar la figura de José Gervasio Artigas, olvidada y
marginada a lo largo del siglo XIX, para proyectarla en el seno de una Patria
reivindicada con orgullo46.
En ese contexto, Acevedo Díaz cree que «el novelista consigue, con mayor
facilidad que el historiador, resucitar una época, dar seducción a un relato»47, ya que la
historia en la novela «abre más campo a la observación atenta, a la investigación
psicológica, al libre examen de los hombres descollantes y a la filosofía de los
hechos»48. Este convencimiento lo explicita con un juego de palabras: «Se entiende
mejor la historia en la novela, que en la novela de la historia», lo que le permite
preguntarse:
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¿Qué es más preferible para la formación del buen gusto
popular y su reforma, la novela de la historia -no la historia
en sí misma- que deforma los hechos y los hombres, o la
novela histórica, que resucita caracteres y renueva, los
moldes de las grandes encarnaciones típicas de un ideal
verdadero?49
Para el autor de Ismael resultaba claro que si bien la historia recoge «prolijamente
el dato», el análisis de los acontecimientos es inevitablemente «frío», ya que hunde «el
escalpelo en un cadáver», buscando «el secreto de la vida que fue». Por el contrario, la
novela, a la que debe asimilarse en su proceso creativo al «trabajo paciente del
historiador», reanima el pasado «con un soplo de inspiración», «como un Dios» que
«con un soplo de su aliento hizo al hombre de un puñado de polvo del Paraíso y un poco
de agua del arroyuelo»50.
En la mejor tradición de la novela histórica del romanticismo, Acevedo Díaz
apuesta a la fuerza de la «inspiración divina» del escritor como conjurador de la vida,
oponiéndola a la vocación de «anatomista» del historiador. Sin embargo, pese a la
fuerza de condensación metafórica que puede tener una página literaria para transmitir
la historia «vivida», Acevedo Díaz no pretende prescindir de las fuentes documentales
de la historiografía, ya que:
Sociedades nuevas como las nuestras, aun cuando acojan
y asimilen los desechos o la flor, si se quiere, de otras razas,
necesitan empezar a conocerse a sí mismas en su carácter e
idiosincrasia, en sus propensiones nacionales, en sus
impulsos e instintos nativos, en sus ideas y pasiones. Para
esto es forzoso recurrir a su origen, a sus fuentes primitivas y
a los documentos del tiempo pasado, en que aparece escrita
con sus hechos, desde la vida del embrión, hasta el último
fenómeno de la obra evolutiva51.
La capacidad de recrear la historia la da, pues, algo más que la lógica racional y las
fuentes documentales por un lado, y la pura creación literaria por el otro. La novela
histórica se da en el «equilibrio» de un escritor capaz de conciliar documentos,
testimonios y tradición, lo que sólo es posible si se es «justo». La «rectitud» es un modo
de llamar la objetividad que debe tener el historiador, es decir, no estando «preocupado»
por la inmediatez de los acontecimientos y dominado por la visión subjetiva del
partidismo.
La necesidad de forjarse una imagen del pasado para poder proyectar mejor el
futuro es, pues, explícita y una forma «instrumental» de la literatura, como la novela
histórica, resulta esencial para expresarla. El pasado no sólo tiene que ser recuperado,
sino «transmitido» en una forma entrañable y didáctica a las nuevas generaciones,
especialmente porque se trata de un momento particular de la historia, como anota el
propio Acevedo Díaz en su «leyenda» Los Orientales:
Hay en la vida de las sociedades humanas,
acontecimientos profundos que detienen la vieja ley de su
movimiento y transforman su modo de ser político; y esto -
98- sucede comúnmente en todo pueblo pequeño pero viril,
predispuesto por su naturaleza intrínseca y por sus vírgenes
elementos, a las innovaciones que con más facilidad lo
conducen al fin de sus destinos58.
José Martí, contemporáneo del escritor uruguayo, lo había dicho con palabras
similares en el otro extremo de la América hispana: «No hay letras, que son expresión,
hasta que no haya esencia que expresar en ellas. No habrá literatura hispanoamericana
hasta que no haya Hispanoamérica»61, desiderata que reiteraba el análisis que ya había
hecho Bartolomé Mitre en 1846 al sostener que la novela es la expresión de desarrollo y
madurez de una civilización, lo que llamaba «la segunda edad de los pueblos».
En el prólogo a la novela a Soledad, escrita durante su exilio en Bolivia, Bartolomé
Mitre sostiene que:
La América del Sud es la parte del mundo más pobre en
novelistas originales. Si tratásemos de investigar las causas
de esta pobreza diríamos que parece que la novela es la más
alta expresión de civilización de un pueblo, a semejanza de
aquellos frutos que sólo brotan cuando el árbol está en toda la
plenitud de su desarrollo. La forma narrativa viene sólo en la
segunda edad de los pueblos, cuando la sociedad se completa,
la civilización se desarrolla, -99- la esfera intelectual se
ensancha y se hace indispensable una nueva forma que
concrete los diversos elementos que forman la vida del
pueblo llegado a ese estado de madurez62.
En este sentido puede decirse sin exagerar que en América Latina, la novela
histórica no solo explica, sino funda la identidad nacional. Basta leer en esa perspectiva
las obras Francisco (1832) de Anselmo Suárez Romero, Durante la Reconquista (1897)
de Alberto Blest Gana, La Charca (1894) de Manuel Zeno Gandía, Cecilia
Valdés (1839-1882) de Cirilo Villaverde y Enriquillo (1879) de Eugenio M. Galván,
subtitulada «Leyenda histórica dominicana». Galván usa documentos históricos reales,
tales como la Apologética historia sumaria y la Historia de las Indias de Las Casas,
las Décadas de Herrera, las Elegías de Juan de Castellanos y la Vida de Colón de
Washington Irving, glosados y citados al pie de página como en una obra erudita y
técnica. En un apéndice final, Galván copia los pasajes históricos sobre los cuales
elaboró la novela. La estructura resultante permitió decir a Martí que esa era una
«Novísima y encantadora manera de escribir nuestra historia americana», donde
aparecían reunidas hábilmente la novela, el poema y la historia.
El ejemplo del historiador y novelista mexicano Ignacio M. Altamirano es
interesante por los paralelos que ofrece con Acevedo Díaz. El autor
de Clemencia (1869), La Navidad en las montañas (1871) y Zarco (Episodios de la vida
mexicana, 1861-1863) publicó una serie de artículos sobre la novela mexicana del siglo
XIX en la perspectiva de la historia del país, marcada por las invasiones americana -
100- y francesa y por sangrientas guerras civiles. Para Altamirano la literatura «no es
pasamiento de espíritus ociosos», sino que «es necesario apartar sus disfraces y buscar
en el fondo de ella el hecho histórico, el estudio moral, la doctrina política, el estudio
social, la predicación de un partido o de una secta religiosa», porque «la novela de hoy
suele ocultar la biblia de un nuevo apóstol o el programa de un audaz revolucionario».
La novela tiene una importante función social en tanto que «órgano de difusión de ideas
nuevas», ya que «otorga el privilegio de la instrucción», lo que es «la base de la
conciencia nacional». La novela es «el libro de las masas», como «la canción popular,
como el periodismo, como la tribuna», pero sobre todo es el «gran libro de la
experiencia del mundo»63.
Todos estos autores, de un modo u otro, aparecen empeñados en escribir los libros
que «hacen los pueblos» -como gustaba decir Ezequiel Martínez Estrada hablando de la
«paternidad inversa»- y cuyo ejemplo paradigmático sería La Biblia, libros
fundacionales de una visión de lo americano, cuya vigencia se prolonga hasta nuestros
días. Nada mejor, pues, en ese momento que la novela histórica para «condensar
dialécticamente» y representar la «conformación de la identidad» en el difícil equilibrio
de una estética armonizada entre forma y contenido. Como ha señalado Noé Jitrik, la
literatura del período no hace sino reflejar la «generalizada ansia por el presente»,
preocupación historicista de origen herderiano que:
Tiene siempre que ver con la búsqueda de una identidad
que hallaría su fuente y su origen en el fondo más antiguo del
pueblo y de la comunidad: las situaciones típicamente
históricas que le atraen serían condensaciones dialécticas, por
así decirlo, de la conformación de tal identidad, y, por eso
representativas; desarrollarlas por medio de la ficción es
interrogarlas al mismo tiempo que integrarlas a la
imaginación como un poder que opera en un doble sentido:
por un lado permite acercarse a esos objetivos y, por el otro,
proporciona el camino formal para llegar a ellos64.
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Esta aspiración sigue siendo válida hasta el día de hoy, porque Acevedo Díaz fue,
como debe ser en principio todo buen novelista, el creador de un mundo, es decir el
artífice de una realidad coherente y capaz de sostenerse por sí misma,
independientemente de las obligadas referencias a la realidad uruguaya de su época.
Muchas de sus páginas épicas son, sin lugar a dudas, representativas de los mejores
esfuerzos por reconocer cuáles son los elementos forjadores de una nacionalidad, como
sólo se verán para el resto de América Latina en pleno siglo XX, especialmente a partir
de la novela de la revolución mexicana y en el auge renovado del género en los últimos
años. En este sentido, la deuda con la lección «acevediana» es evidente en la «nueva
novela histórica uruguaya», especialmente en Noche de espadas (1987) de Saúl
Ibargoyen Islas, Los papeles de los Ayarza (1988) de Juan Carlos Legido y ¡Bernabé,
Bernabé! (1988) de Tomás de Mattos, Morir con Aparicio (1985) de Hugo Giovanetti
Viola y en las novelas de proyección americana de Alejandro Paternain.
Como ha sugerido el mismo Paternain, Acevedo Díaz merece una nueva lectura de
su prosa, «concentrando la atención en pasajes poco transitados por la exégesis, y
observando la textura de sus narraciones con una óptica diferente»65.
Personalmente -y ésta ha sido la óptica con la que hemos escrito este trabajo-
creemos que la nueva lectura de este novelista de la «fundación de la orientalidad» debe
incluir su indiscutible dimensión americana. Para proyectarla adecuadamente, lo
primero que debe hacerse es releer el conjunto de la obra de Eduardo Acevedo Díaz sin
limitarla al inevitable paralelo histórico-didáctico nacionalista a que sus referentes
épicos inducen en una lectura circunscrita al contexto uruguayo.
Proyectada internacionalmente, su narrativa adquiere un sentido que trasciende la
crónica nacionalista para transformarse en símbolo latinoamericano. Nada más y nada
menos que lo que sucede con la buena literatura cuando llega a ser universal sin dejar
por ello de pertenecer entrañablemente a una «comarca»66.
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No es exagerado y menos aún paradójico decir que en Uruguay «los años veinte»
empiezan en 1917.
Y empiezan, más que nada, por el cierre abrupto e inesperado de la Generación del
900, cuya mayoría de integrantes mueren siendo todavía muy jóvenes. En efecto, en
1917 fallecen Ernesto Herrera, con apenas 28 años de edad, y José Enrique Rodó,
prematuramente envejecido a los 47, despoblando un paisaje creador ya empobrecido
con la desaparición, también prematura, en 1910 de Florencio Sánchez y de Julio
Herrera y Reissig con apenas 35 años. No puede olvidarse tampoco a la poetisa Delmira
Agustini, asesinada en 1914, cuando apenas tenía 28 años.
En 1917, sólo superviven Carlos Reyles, Javier de Viana y el joven Horacio
Quiroga, el único capaz de cabalgar las dos épocas -el 900 y «los años veinte»- gracias a
la rápida reconversión del acendrado modernismo de Los arrecifes de coral (1901), en
el realismo de raíz americana y depurado estilo con que se consagra en su madurez
como cuentista.
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Lejos de la insolencia de los «ismos» europeos
Surgen los temas del arraigo que se contraponen por primera vez a los de
la evasión. Se incorpora el paisaje estético a la literatura, se habla de lo nacional con un
tono neorromántico y la poesía se objetiva en formas colectivas (poemas al rancho, al
mate, sobre la naturaleza). La primera persona cede a un más generoso tú en el que
puede reconocerse al prójimo, un gaucho al que se recupera y revaloriza de las sombrías
notas del naturalismo zoliano en el que lo había abandonado la generación anterior,
especialmente en los cuentos del último período de Javier de Viana.
Este esfuerzo por expresar la realidad nativa del campo se formula en la escuela del
Nativismo, que acapara en Uruguay las grandes corrientes literarias de los años veinte.
La resonancia propuesta es eminentemente estética en esa década y será más social e
ideológica en -112- la siguiente. Se habla así del «gaucho cósmico» (Pedro Leandro
Ipuche), de un «criollismo artístico» (Fernán Silva Valdés) y de una «americanidad
poética» (Alberto Zum Felde).
Aunque resulta falaz (e ineficaz) el enfrentamiento entre literaturas regionalistas y
presuntamente arraigadas y literaturas cosmopolitas, a las que se acusa de
«escapistas»74, a no puede dejar de señalarse la existencia de esta pareja antinómica en
el esquema bipolar de oposición estética en que se expresan las preocupaciones
culturales de la época. En los años veinte surgen con nitidez las dos tendencias, a través
de las cuales se enfrentará la literatura uruguaya hasta el período «integrador» de los
años sesenta: la literatura rural (raigal y nacional) opuesta a la literatura urbana (acusada
de desarraigo y superfluo internacionalismo).
En resumen, el esquema maniqueo y simplificado del campo contra la ciudad se
proyecta simultáneamente en una serie de oposiciones binarias: país visible/país
invisible, interior/puerto y los valores con que se identifican en buena parte de la
literatura latinoamericana de la época: telurismo/urbanismo, barbarie/civilización,
identidad/evasión, Arcadia/Megalópolis, nacionalismo/internacionalismo75.
Razones de un olvido
Aventuramos aquí una hipótesis crítica que sospechamos válida para otros países
latinoamericanos donde el «americanismo telúrico» ha primado ostensiblemente sobre
«el cosmopolitismo urbano».
La literatura Nativista del período, como sucedería con otros americanismos, ofrece
un atractivo aspecto de «programa de principios». Gracias a la temática del arraigo se
va definiendo lo que se entiende como la plataforma de un verdadero deber
ser programático literario continental. En los años veinte, aún revestidos de
preocupaciones fundamentalmente estéticas, se perciben los fundamentos de lo que una
generación después, en un marco mucho más ideologizado y rígido, constituirá la base
del «compromiso» del escritor y «la literatura de denuncia». El equívoco crítico
empieza con una fervorosa adhesión -114- a la faceta de literatura programática que
subyace en la estética del nativismo. Ahora bien, este arraigo reclamado con énfasis,
sólo parece darse en el campo.
En efecto, mientras el campo se va poblando literariamente, a lo largo de la década,
de mitos trascendentes y el gaucho recupera su dimensión heroica y simbólica perdida
en el 900 a causa de los discípulos de Zola, los narradores de la ciudad dejan símbolos
trascendentes y mensajes americanistas de lado.
Temática y estilo se concentran en una pintura desenfadada de ambientes, clases
sociales y costumbres, trazando sicologías novelescas simpáticas, vitales y demostrando
que «los años locos» montevideanos también tenían una buena cuota de licenciosidad y
de vigente liberalidad en las costumbres.
A través de ellas, también, se filtran los indicios que harán posible la literatura
fantástica, como es el caso en varios cuentos de José Pedro Bellán, especialmente
la nouvelle, La realidad. El juego oscilante del protagonista entre el rostro evasivo de
una hermosa joven (Ysabel), percibido en una ventana de una casa vecina, y la pasión
tumultuosa con la dueña de la pensión en que vive, Madame Jourdain, está lleno de
sugerentes ambigüedades. La idealización de Ysabel no tiene otra explicación final que
la jocunda sensualidad de la francesa. La clave la da un amigo del protagonista, Vives,
cuando al hablar de las dos mujeres dice: «No obstante, la una hace a la otra». Al
suicidarse Madame Jourdain, la máscara de Ysabel cae y sólo vemos una mujer vulgar.
«Cellini tuvo la visión del sol en los subterráneos de un castillo», recuerda Bellán con
agudeza. La realidad del deseo se construye, en efecto, en la antítesis de la frustración.
Sin misiones que cumplir como escritores, lejos todavía del compromiso y sin
sentirse angustiados por las temáticas del subdesarrollo y las injusticias sociales en que
ya empezaban a debatirse los escritores de otras latitudes americanas en nombre de un
crudo realismo que abriría paso en los treinta al realismo socialista, los narradores
montevideanos del período practican lo que Steffen ha llamado para otras latitudes, la
«sátira simpática».
Ello no les impide abrazar ideologías progresistas, liberales y anticlericales y
experimentar con formas renovadas y técnicas narrativas incipientes. «Se trata del
desplante, de la irreverencia graciosa, -115- descerrajosa, sorpresiva y liviana que no
cuestiona, en lo que importa, los valores de la sociedad en medio de la cual el escritor
vive», ha resumido con rigor Carlos Martínez Moreno»77.
Esta desenvoltura irónica, cuando no bordeando el cinismo, se acompaña del juego
formal que las vanguardias procuran. Entre los poetas urbanos la postura es asumida
integral y jocundamente. Así, en Palacio Salvo (1927) Juvenal Ortiz Saralegui le canta
al discutido rascacielos montevideano de ese nombre, y el mismo año Alfredo Mario
Ferreiro en El hombre que se comió un autobús (1927) inaugura una línea experimental
al modo del futurismo italiano que prosigue en Se ruega no dar la mano, en Himno del
cielo y los ferrocarriles y en los Poemas profilácticos a base de imágenes
esmeriladas (1930), donde se encadenan los poemas a fábricas, relojes, asfalto mojado,
bancos de plazas, a los «aviónicos» y a los «poemas acelerados de los motores en
marcha» donde se canta a la «Serenata melodiosa del motor/grato arrullo de mecánica»,
en una tardía y directa alusión al futurista Marinetti, quien en su Manifiesto de 1909
había lanzado agresivamente el desafío de que:
Un automóvil de carrera, con su caja adornada de
gruesos tubos que se dirían serpientes de aliento explosivo...
un automóvil de carrera que parece correr sobre metralla, es
más hermoso que la Victoria de Samotracia.
Elogios del progreso y del futuro que Carlos Augusto Salaverría en su poema a La
locomotora le permiten afirmar que «ni el cóndor de los Andes, ni el corcel árabe, ni el
barco, ni el aeronauta, ni la góndola, se le pueden comparar», ya que ninguno
«aventajan al monstruo en la carrera con sus alas de fuego y de vapor». La locomotora
«tiene entrañas bullidoras, músculos de acero, alas húmedas y hórrido estertor. En torno
a ella ejecuta el paisaje un baile fantasmagórico, mientras vomita olas; tiene alas de
relámpago y deja en pos de sí un penacho de humo». Este «terrestre Leviatán» que
«vuela» y «devora», lleva a la noche «el rayo de la aurora», como «antorcha del siglo
brilladora» que «alumbra al pueblo de la luz sediento».
Este desafío que repite -con otras palabras, pero con el mismo sentido- Oliverio
Girondo en el Primer Manifiesto del periódico Martín Fierro en 1924:
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Martín Fierro se encuentra, por eso, más a gusto, en un
transatlántico moderno que en un palacio renacentista, y
sostiene que un buen Hispano Suiza es una obra de arte
muchísimo más perfecta que una silla de manos de la época
de Luis XV78.
Autores como José Pedro Bellán, Eduardo de Salterain Herrera, Adolfo Agorio,
Horacio Maldonado, Adolfo Montiel Ballesteros y -117- Mateo Magariños Solsona
forman parte de ese grupo olvidado o relegado por la marejada nativista.
Sin embargo, su temática y preocupaciones no podían estar más directamente
referidas a la realidad de la sociedad de la época.
Por ejemplo, en buena parte de los cuentos y novelas abundan las familias de
inmigrantes. El italiano en Maní, la gallega que da nombre a Doñarramona o Josefa
Rodríguez en La inglesita de José Pedro Bellán, la francesa de Pasar de Magariños
Solsona.
Los escenarios pueden ser frívolos balnearios como Punta del Este en Fuga (1929)
de Eduardo de Salterain y Herrera, donde hábilmente se construye una novela con
anotaciones objetivas en tercera persona, fragmentos de un desgarrado diario íntimo y la
correspondencia entre dos personajes centrales.
El mismo Salterain, escribe una serie de cuentos sobre la clase
media, Ansiedad (1922), y una novela donde reconstruye el destino de una gran
familia, La Casa Grande, (1928). De Horacio Maldonado, vale la pena recordar
su Doña ilusión en Montevideo (1929), «novela o episodio tragicómico de esta hora» y
su «novela de la ficción en la realidad y de la realidad en la ficción», Vida singular de
Silvio Toledo (1938).
Pueden añadirse a estos nombres el de Manuel de Castro, autor de Historia de un
pequeño funcionario (1929), novela que inicia premonitoriamente la vía explorada con
éxito por Mario Benedetti veinte años después en sus Poemas de la oficina y en sus
cuentos Montevideanos. También deben mencionarse Adolfo Agorio y Manuel Acosta y
Lara. Es interesante que estos autores son acusados por la crítica de «falta de
nacionalismo» y en el caso de Magariños se llega a hablar de su «funesto
extranjerismo», marginalización que se inscribe en lo que adelantamos más arriba.
Felipe, el amigo del protagonista, discrepa, pero no por razones de fondo, sino de
forma: «Yo podría ser polígamo en el tiempo, pero jamás en el espacio: un harem para
mí sería una cosa terrible».
Magariños Solsona desarrolló en el conjunto de su obra esta tesis: en las dos
primeras obras de su juventud, defendió al hombre que amaba a dos mujeres a la vez y
en Pasar propuso una «unión libre» en el tiempo. En Las hermanas Flammari, el
protagonista, Mauricio, triunfa sobre el medio social montevideano representado por su
suegra, amando simultáneamente y en alegre promiscuidad a su esposa Elvira y a su
cuñada Margarita.
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En una escena antológica, en la que la agonía de la suegra es descrita como una
liberación, se asume abiertamente el amor triangular. Apenas muerta y enterrada, con la
desaparición de su sombra obstaculizadora, el feliz terceto cierra la casa al mundo
exterior para vivir en su plenitud la nueva relación hasta sus últimas consecuencias. Un
triunfo del escándalo y la provocación sobre la pacatería y la moral imperante.
En Valmar, por el contrario, el medio aplasta al protagonista que no resuelve su
íntima contradicción entre dos corazones femeninos: el de su esposa, rica y acomodada,
y el de su amante Josefina con la que tiene un hijo. Por ello se descerraja al final un
balazo. Al defender el derecho a la poligamia Magariños ataca lo que la impide, es
decir, todo aquello que obliga a vivir entre trampas y mentiras.
Temas tan arriesgados no contaron lógicamente con la aceptación de la crítica. En
el propio prólogo de la novela Las hermanas Flammari, el entonces considerado crítico
Samuel Blixen, advertía que:
Más de un pasaje haría estremecer de horror, si quien ha
escrito la novela no hubiera tenido la suprema habilidad de
provocar al tiempo una sonrisa del lector y a veces una franca
carcajada.
Y para excusar los posibles rechazos morales de los lectores, contra los que se
protege en el prólogo, Blixen añadía.
¿Qué se podrá alegar, entonces, contra este primer libro
de Magariños Solsona? ¿Qué no se parece en nada al
catecismo del Padre Astete? A esto podría contestar que no lo
ha escrito para seminaristas. Que sus personajes usan a veces
de procederes no del todo limpios y que sienten tendencias
irresistibles a hocicar en la porquería y en el vicio? El autor
no tiene la culpa...80
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El autor y su obra
Sin embargo, aunque el destino de la obra de Enrique Amorim está marcado por el
éxito, éste fue un éxito que no logró «cuajar en una sola y ceñida obra maestra, aunque
se haya derramado en varias que casi lo fueron», como le reprochara con afectuosa
amistad el novelista Carlos Martínez Moreno81. «Fácil y desprolija facundia creadora» -
añadía el autor de Con las primeras luces, para ensalzar el talento versátil, dinámico y
polivalente del autor de La carreta.
Un éxito que está hecho de generosas amistades, viajes, polémicas amables y
juicios impetuosos, ediciones rápidamente agotadas, una intensa correspondencia y una
presencia multifacética en la vida cultural de Montevideo, Buenos Aires y Santiago de
Chile. Un éxito que le dio notoriedad, pero le escamoteó el reconocimiento
consagratorio.
Amorim lo bordea, pero las sucesivas ediciones de las más importantes editoriales
argentinas de la época -Claridad, primero; Losada, después- las traducciones a otros
idiomas, no logran proyectarlo a la escala continental, y menos aún internacional, que
algunas de sus novelas merecen.
Porque si -en efecto- sus novelas El paisano Aguilar y El caballo y su sombra,
podrían figurar junto a los clásicos latinoamericanos del período (obras de Rómulo
Gallegos, Ciro Alegría o Graciliano Ramos), la masa del resto de su producción, donde
figuran hasta cuentos de ciencia-ficción, parece pesarle injustamente como un lastre,
donde la crítica literaria ha encontrado fáciles excusas para desmerecerlo en general.
-125-
Sin embargo, cuando se engloba así su producción, se olvida que Amorim
trascendió la retórica del realismo socialista en la que podría haberse cantonado,
insuflándola de una dimensión alegórica (p. e. en Corral abierto) o que proyectó la
realidad del campo en un lirismo de vastas connotaciones (p. e. La desembocadura)
donde nunca abusó de los adjetivos ni de la demagogia a la que la militancia política
podía invitarlo.
Porque Enrique Amorim fue también intérprete de mitos, supersticiones y supo
encamar los símbolos más secretos del comportamiento del paisano, ese campesino
heredero de las virtudes del gaucho, gaucho desacralizado en el tiempo, prescindiendo
del arquetipo y el tópico, usado y abusado literariamente en décadas anteriores. Por ello
es importante señalar cómo en el contexto del proceso de la literatura uruguaya,
Amorim supo trascender los convencionalismos del gauchismo montaraz o florido, para
captar la nueva realidad del «paisano oriental», al modo como lo haría después el
narrador Juan José Morosoli.
Pero hay más. El propio Amorim creía, según lo testimoniara en otras ocasiones,
que el artista no recrea, sino que simplemente crea. En una carta al crítico uruguayo
Rubén Cotelo sostiene:
La Carreta es una invención de cabo a rabo. Hay o
podría haber atmósferas; pero todo está como pasado por una
estrella, por otro prisma; el mío. No hay artista, a mi modo de
ver, si no recrea o simplemente, CREA. Tener la fortuna de
haberse cruzado con algunos bichos raros no es obra de
escritor; es más bien trabajo filatelista, de botánico o de
entomólogo. Pienso que la rata que atraviesa la viga de una
isba en una narración de Fedor Dostoievski es una rata de don
Fedor, nada más y nada menos que suya. No habré llegado a
estas perfecciones, pero al referirte tú como «expresionista»
cierto personaje de Corral abierto, ese pasaje es mío e
intransferible. No es de otro alguno.
Por eso lo defiendo y si desentona es porque no se quiere
ver en Pasear el espejo por el paisaje sí, siempre que el espejo
tenga marco, sea capaz de deformaciones y el paisaje lo
seleccione yo. La descripción de un bar de Montevideo, para
mí, debe empezar por el mar de puchos y cenizas en que
navega la charla. Son los únicos bares del mundo civilizado
donde el parroquiano se da el lujo de saber que tiene un
esclavo capaz de agacharse a recoger sus desperdicios. Bares
sin ceniceros, son bares de Montevideo, la sucia ciudad
colocada en la esquina subatlántica del planeta. Ése sería mi
bar y no el de otro85.
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En este largo fragmento puede leerse una profesión de fe creadora que, en buena
parte, Amorim podría compartir con Juan Carlos Onetti, y que relativiza todo intento de
realismo integral. Como dice la misma Mercedes Ramírez de Rosiello:
Queda claro que esa literatura que puso al descubierto la
injusticia nunca se hizo a expensas de la libertad del artista en
cuanto a elegir, inventar o trasmutar. De ahí que sea posible
comprender cómo este novelista estaba marcando el fin de
una época y anunciando una nueva mirada que sabría
descubrir la maravilla implícita en esa misma realidad
continental, ya rastrillada por el realismo social de los años
cuarenta.
La ficción de Enrique Amorim está marcando, sin saberlo, el fin de una época y
anunciando una nueva mirada sobre la realidad uruguaya, más allá de la presencia
telúrica que gravitaba en las «novelas de la tierra» o de la aplastante realidad económica
y de desigualdades clasistas que reflejaban las obras del «realismo social». Una mirada
que anuncia en obras de su madurez creadora, como La desembocadura, el pasaje del
realismo tradicional al «realismo mágico» y a lo «real maravilloso» en los que ya se
expresaba por esos años, jocunda y barroca, la mejor narrativa de otras latitudes de
América Latina.
Tal vez sea éste el mejor destino en que pudo soñar el múltiple y polifacético
Amorim: con su obra no se cierra una época, sino que se abre otra.
La carreta
A diferencia del resto de la obra de Enrique Amorim -incluso sus novelas más
logradas como El paisano Aguilar (1934), El caballo y su sombra (1941) y Corral
abierto (1956), compuestas en breve tiempo y no retocadas una vez publicadas- La
carreta (1932) es una novela que se gesta y reedita con sustanciales variantes a lo largo
de casi treinta años. Entre 1923, fecha de la publicación del primer cuento, «Las
quitanderas», que le dio origen, y 1952, cuando se publica la 6.ª edición -130- de la
novela, considerada por el autor como la definitiva, Amorim añade y modifica el orden
de los capítulos y, sobre todo, elabora un «crecimiento novelesco» y subraya la
importancia del «concepto vínculo» de la carreta como símbolo e hilo conductor de la
narración.
Esta relación sostenida y compleja de Amorim con un texto nunca «terminado»,
pero al que consideraba su «obra favorita», otorga a La carreta un interesante valor
genético, tanto por el carácter de verdadero work in progress, como por la evolución
desde un género inicial -el cuento- hacia otro -la novela- en el que se funden los
diversos materiales redaccionales que la componen.
Al narrar la historia de un grupo de prostitutas viajando en una carreta a lo largo de
los campos del noroeste del Uruguay para «conformar a peones y troperos» en pueblos
y estancias, Amorim abordó un tema inédito en la narrativa latinoamericana, que luego
tratarían otros escritores como Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Mario Vargas
Llosa y José Donoso. Pese a que el verismo realista con que las describió alimentó una
polémica socio-histórica y lingüística sobre la existencia de esas meretrices
trashumantes, Amorim sostuvo siempre que esas «misioneras del amor» habían sido un
«descubrimiento de su propio magín».
A partir del cuento incluido en Amorim (1923), desarrollado luego en una segunda
versión en Tangarupá (1925) y novelizado finalmente en La carreta (1932), las
«quitanderas» pasaron a formar parte de una «realidad» arquetípica que sólo la literatura
es capaz de forjar. Basta recordar que Pedro Figari las representó en una serie de
cuadros que, al ser expuestos en París, alimentaron el equívoco sobre la existencia de
esas carretas tambaleantes recorriendo los solitarios campos uruguayos, al punto que un
escritor francés Adolphe Falgairolle escribió una nouvelle, La quitandera, inspirada en
la obra homónima del autor salteño.
Pero más allá de la anécdota y verosimilitud de sus personajes, La carreta refleja
un panorama de desolada crueldad, de miseria y desconsuelo, de un mundo rural
polarizado entre estancieros y peones, el autoritarismo prepotente y los injustos abusos,
triste realidad sin otros alivios que borracheras embrutecedoras o posesiones en los
límites de la animalidad. Sin embargo y, pese al determinismo geográfico y social que
la condicionan, Amorim no sucumbe al naturalismo -131- de notas sombrías o al
decadentismo de un realismo vindicativo al que el tema y la época lo invitaban.
Con los relatos engarzados como capítulos novelescos, el autor propone algo más
que la denuncia de la realidad del mundo campesino. La carreta es una verdadera
alegoría de esa carreta que fue símbolo paradigmático de la independencia del Uruguay
en el «éxodo» del pueblo oriental conducido por José Gervasio Artigas. Una carreta que
reaparece en otras de sus obras e, incluso da título al libro de relatos Plaza de las
carretas (1937), símbolo de un destino errante y marginalizado, resultado de sucesivas
expulsiones al borde de los caminos y de la vida misma al que conduce un sistema que
el autor denuncia sin enfatismos ni excesos moralistas.
En este sentido, se puede afirmar que, contra lo que han señalado algunos críticos,
la misma realidad del campo uruguayo, despoblado y sin puntos de referencia
geográficos, no es ajena a la estructura novelesca «desarticulada» de La carreta. Nada
mejor que esta falta de «vertebración» del discurso para expresar el desarraigo y el
nomadismo de sus ateridos personajes. Porque, además, una carreta en movimiento no
lleva siempre un rumbo preciso. Por el contrario, su errar es parte de la falta de un
destino. Desde su pescante se mira con envidia el mundo sedentarizado de los que
tienen tierra y casa, ese espacio donde se pueda «dar de comer a los bueyes sin tener que
pedir permiso» y «sembrar un poco de maíz y esperar la cosecha».
Esta ansiada sedentarización sólo será posible al final de la novela. Al romperse sus
ruedas, la carreta se ve obligada a detenerse en una estrecha franja de tierra situada entre
los alambrados de dos grandes estancias. «La carreta se había convertido en rancho»,
resume Amorim, tras sentenciar: «había echado raíces».
La carreta se inscribe así entre las obras de la literatura realista que trascienden su
mera condición de «espejo a lo largo de los caminos» para anunciarnos otra dimensión
de la vida y de la historia: la necesidad de amor y de arraigo que, abierta o secretamente,
tienen todos los seres humanos.
Una necesidad que, en nuestro caso, se transformó en lealtad literaria.
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Un liminar a modo de destino y paradigma
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-138-
Los desterrados del Paraíso
Es decir que, a los males de la sociedad contemporánea europea que América vivía
con un retraso de veinte años -la indiferencia moral- debía añadirse el sentimiento de
descolocación y la condición de «espectador» no comprometido con los conflictos
ajenos del habitante de esas latitudes. Aunque pretendiera lo contrario, el rioplatense
estaba condenado a una perspectiva marginal en relación a los focos de la acción bélica
e ideológica europea. La historia se jugaba y, sobre todo, se decidía lejos de América.
«No se puede hacer nada» -dicen los antihéroes de Onetti o, lo que parece más
grave: «nada merece ser hecho». El propio Onetti declararía como un elemental
principio de filosofía existencial que:
Toda la ciencia de vivir está en la sencilla blandura de
acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos
provocado con nuestra voluntad, no forzar nada, ser,
simplemente cada minuto91.
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Conclusión: no vale la pena esforzarse por luchar por «otro» futuro posible en la
medida en que la acción pertenece a los «demás», futuro alternativo al que no parecen
tener derecho los americanos. Así, puede sostener que:
Un hombre evolucionado no debe hacer nada. Fíjese en
los constructores, en cualquier orden de cosas. Da lástima.
Toda la vida chapaleando en miserias. Mire la política, la
literatura, lo que quiera. Todo es falso y lo autóctono lo más
falso de todo. Si aquí no hay nada que hacer, no haga nada. Si
a los gringos les gusta trabajar, que se deslomen. Yo no tengo
fe; nosotros no tenemos fe. Algún día tendremos una mística,
es seguro; pero entre tanto somos felices92.
Doce años más tarde -en 1951- otro hombre también se pasea insomne en un
pequeño apartamento del barrio bonaerense de San Telmo. «Hombre pequeño y tímido»
que le ha dicho «no al alcohol, no al tabaco» y un «no equivalente para las mujeres»,
José María Brausen, protagonista de La vida breve, aparece como el heredero directo de
Linacero:
Éste, yo en el taxímetro, inexistente, mera encarnación
de la idea Juan María Brausen, símbolo bípedo de un
puritanismo barato hecho de negativas -no al alcohol, no al
tabaco, un no equivalente para las mujeres- nadie, en
realidad95.
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La alteridad lejana idealizada
Lo que es proyecto para unos, puede ser nostalgia para otros. Los inmigrantes de
Onetti recuerdan a veces el escenario de sus orígenes y lo idealizan gracias al tiempo
transcurrido. Porque, tal como hay un espacio del anhelo, también hay un «tiempo del
anhelo». Kirsten en Esbjerg, en la costa, empieza rodeándose de objetos de su país de
origen.
Se dedicó a llenar la casa con fotografías de Dinamarca,
del rey, de los ministros, los paisajes con vacas y montañas.
El remedio a la nostalgia que inspira el solar nativo es volver a él. Pero también
aquí la solución sería demasiado sencilla. Montes, el marido de Kirsten, piensa en
pagarle un viaje a los orígenes. Hace los cálculos de fechas y de costos, pero comprueba
lo que era previsible desde un principio: no podrá disponer de esa suma de dinero,
aunque haga trampas en las apuestas de carreras que lleva por cuenta de otros. La
desesperanza desemboca en una periódica ceremonia que el matrimonio cumple
ritualmente en el puerto local. Cada vez que un barco va a partir, horas y fechas
comprobadas en el periódico, van al muelle «mezclándose un poco con gentes, con
abrigos, valijas, flores y pañuelos». Kirsten se siente feliz en ese momento, escamotea
por unas horas su nostalgia, «hace algún saludo» y cuando el barco empieza a moverse,
después del bocinazo, los dos:
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Se ponen duros y miran, miran hasta que no pueden más,
cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero
de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación
de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa
cuando nos ponemos a pensar105.
Este cuento no sólo insiste en la posible soledad del individuo viviendo en pareja,
sino en la imposibilidad de recuperar los orígenes perdidos en el tiempo y en el espacio.
Onetti pone en evidencia cómo el Río de la Plata ha recogido un aluvión inmigratorio
que proviene de múltiples orígenes y mantiene, a través de la esperanza de un retorno,
los necesarios vínculos y puentes entre culturas diversas, actitud mental y disposición
que explica, al mismo tiempo, la evasión y la marginalidad social. La constante temática
del desarraigo es el mejor reflejo de una identidad constituida con los fragmentos de
identidades estalladas entre los diversos centros culturales de los orígenes.
Sin embargo, haber viajado en alguna oportunidad puede también ser traumático.
Concretar el proyecto de huida puede provocar rupturas definitivas. Moncha Insurralde
en La novia robada traspone los umbrales de la locura en Europa. En Venecia,
«convierte en parte suya lo que era más cerca de un sueño despierto que se pueda
tener», sueño ratificado poco después en Barcelona. El límite que separa la lucidez del
delirio se cruza cuando un sueño se puede llegar a vivir en la realidad; ergo, más vale
sólo soñar.
La prueba de que es mejor imaginar una evasión que llevarla a cabo, se da en el
breve relato El álbum. Jorge Malabia se ha enamorado de una mujer imaginativa,
Carmen Méndez. En las tardes monótonas de Santa María que pasan juntos, ella le
cuenta viajes a países remotos y aventuras extraordinarias. Jorge es feliz creyendo vivir
una ficción, pero cuando Carmen desaparece y tiene acceso a un baúl con sus
pertenencias abandonadas, descubre en un álbum de fotos que esos viajes que él creyó
habían sido imaginados, han sido reales. Las pruebas -las fotos de los lugares descritos-
en vez de reasegurarlo, lo defraudan y ensucian lo que había vivido como un reducto
secreto de complicidad en la fantasía. Fotos, se dice apesadumbrado Jorge, que:
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Hacían reales, inflamaban cada una de las historias que
me había contado, cada tarde en que la estuve queriendo y la
escuché106.
No es menos patético el juego de la pareja Stein: poner sobre la mesa del comedor
un plano de París y jugar a decir sin mirar:
Si sus pasos o una cita de amor o negocios lo arrastran
hasta el cruce de la Rue Saint Placide y la Rue du Cherche, y
si usted necesita revisarse las espiroquetas en el Hospital
Broussais, ¿qué vehículo debe tomar? Es apasionante, creo.
En todo caso, Mami no puede evitar, cada vez, que se le
caigan las lágrimas sobre el Sena. ¡Pobre Mami! A veces sale
de noche, sobre todo ahora, con el buen tiempo, y se sienta en
la vereda de un café. Ella cree que está allá108.
«Perderse por las calles de París», se convierte en un rito que los Stein cumplen dos
veces por semana con una dignidad puesta de relieve por la rutina y por los gestos
calculados del juego Desde la -149- «orilla» americana en que viven, los lugares
cotidianos de Europa se ensalzan y llegan a sacralizarse.
En estas páginas de intenso patetismo, donde la ironía se matiza con la piedad, se
reconoce en forma desgarrada la antinomia no resuelta de la identidad rioplatense.
Porque, como sostuviera H. A. Murena:
América está integrada por desterrados y es destierro y
todo desterrado sabe profundamente que para poder vivir
debe acabar con el pasado, debe borrar los recuerdos de este
mundo al que le está vedado el retorno, porque de lo
contrario queda suspendido de ellos y no acierta a vivir109.
Mientras no se borren esos recuerdos, París seguirá siendo la meta del viaje
iniciático en la cual buscaron imposibles raíces los «señoritos» de la generación del
ochenta y del veinte y sobre cuyo plano juegan los Stein. A ese París mitificado
viajarán, años después, Horacio Oliveira (argentino) y «la Maga» (uruguaya), los
protagonistas de Rayuela de Julio Cortázar.
El ciclo se repite, una vez más: la fuga, el destierro y la nostalgia seguirán
marcando lo mejor de la narrativa latinoamericana que Juan Carlos Onetti integra de
pleno derecho.