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Quizás la memoria quiera jugarme una mala pasada, pero juraría que la mañana
del 11 de abril de 2002, horas antes de que ocurrieran en Caracas los dramáticos sucesos
de ese día, a miles de kilómetros de distancia, coincidió con el inicio de un seminario
sobre representaciones de identidad en la literatura venezolana del siglo XX.
Correspondió trabajar con el primer texto seleccionado: Cesarismo democrático (1919),
de Laureano Vallenilla Lanz. Texto fundador del discurso historiográfico moderno
venezolano y deudor de los ensayos interpretativos de las realidades e historias
latinoamericanas que proliferaran desde el fin de siglo XIX –Martí, Rodó, Arguedas,
Zumeta…–, a la vez justificador del cesarismo (no precisamente democrático) y
fervientemente bolivariano y martiano, este libro capital de Vallenilla Lanz me produjo,
durante esos días, una inquietante sensación.
En la relectura de sus capítulos iniciales, en los que Vallenilla pretendía demostrar
su provocadora tesis según la cual la gesta emancipadora no fue otra cosa que una guerra
civil entre las racistas castas criollas de la Colonia –súbitamente convertidas a los ideales
patriotas– y los sectores populares, me resultó imposible no tentar una transposición al
1
presente venezolano de los últimos años; transposición mucho más gruesa que el
‘entendido’ bajo el cual se leyó la fórmula del ‘cesarismo democrático’ defendida por
Vallenilla: esto es, que su discurso sobre la sociedad venezolana del siglo XIX,
anarquizada por las bárbaras masas populares y las no menos bárbaras élites letradas,
frente las cuales sólo cabía pensar, para sofrenarlas, en figuras como el caudillo José
Antonio Páez, estaba en realidad orientada a la política de su propio tiempo: servir de
soporte ideológico al régimen dictatorial de Juan Vicente Gómez (1909-1935), que
contara con el apoyo y beneplácito de casi toda la intelectualidad finisecular.
Jugando irresponsablemente con los fantasmas de la anticipación y la repetición, a
partir de ese momento, y aún más tras conocer lo que había ocurrido, fue inevitable que
entreviera – en confusión – en los discursos culturales de la tradición moderna algo más
que huellas o resonancias: sea la verificación de que los relatos sociales, alegóricamente,
”[h]ablan de lo que está por venir, son un modo cifrado de anticipar el futuro y de
construirlo” (Piglia 2000: 45); sea, con Borges, que el presente funda sus antecedentes, su
tradición; sea que los tiempos se diluían, que el pasado era presente o que, de alguna
manera, vivíamos – realmente – cien o doscientos años atrás.
Por lo mismo, tal vez valga la pena repensar otro tipo de diálogo (ni reivindicatorio
ni compensatorio) con la tradición: releer discursos culturales desde los primeros tiempos
republicanos hasta el presente –incluso los que integran el canon de la memoria nacional–,
para escuchar de nuevo, quizás de otra manera y con otro énfasis, sus registros, desvíos,
olvidos y, por supuesto, anticipaciones; lo que acaso provea (o pre-vea) las bases de la
repetición, la pervivencia de lo que se da por ya trasegado; por ejemplo, las sombras de
los nacionalismos históricos y de algunas de sus claves, que se cimbran circular,
tercamente – como la sombra irónica del fauno que presidiera la reunión de intelectuales
en Ídolos rotos (Díaz Rodríguez 1901)1, sobre sus actualizaciones postmodernas.
1
Recordemos brevemente la escena del fauno: En el salón-taller del escultor Alberto Soria, se halla reunido
el gueto de intelectuales presidido por la figura de Emazábel –personaje que funciona como una suerte de
Martí criollo–, quien propone apurar la llegada de la utopía justiciera. En la medida en que Emazábel habla,
sentado junto a una lámpara, la sombra del Fauno –escultura que señalase el promisorio inicio del artista
Soria– se proyecta en las paredes, adquiriendo diversas formas de acuerdo a los movimientos que
descuidadamente imprime el orador a la lámpara, “disminuyendo o exagerando […] la sonrisa de sus labios
irónicos” (Díaz Rodríguez 1901: 93). El Fauno reaparece al final de la novela, cuando la soldadesca invade
las instalaciones de la Escuela de Bellas Artes y –literalmente– viola una de las obras de Soria, la Venus
criolla, dado que las esculturas para la ‘turba’ no son otra cosa que “muñecos”; en cambio respetan la
escultura del Fauno, la única “respetada de la chusma”, pues en ella parece resonar “su alma de plebe,
obscura y supersticiosa” (Díaz Rodríguez 1901: 161). La relación no es puntual; de hecho es caprichosa,
pero, desde otra perspectiva, quiero ver en la sonrisa irónica de la barbarie un paralelo de este resurgimiento
de los nacionalismos justo en los años de mayor euforia celebratoria de la globalización posmoderna.
2
Quizás también, después de todo, lo que esté intentando señalar sea algo bien
simple: que lo que el chavismo ‘dice’ es que ha habido, a lo largo del siglo XX y en los
inicios del XXI, un ‘silencio’, un menosprecio de las mayorías de consecuencias
socialmente trágicas; que lo que el chavismo ‘oculta’ es la importante tradición de textos,
a veces ajenos a su ‘linaje’, que han pretendido hacer ‘hablar’ ese silencio; es decir, que lo
propuesto como radical novedad en sus diagnósticos –excepción hecha de los fundadores
incomprendidos de la nación y algunos héroes alternativos–, no es otra cosa que el olvido
de una tradición que se desconoce o que, en algunos casos, no conviene recordar; y, claro,
que el fracaso de diversos proyectos políticos en el poder a la hora de cumplir con las
expectativas de acceder al maridaje de modernización y democracia social hacen que
textos de 1919 o 1931 puedan ser leídos como textos del 2005, más allá de los discursos
oficiales.
II
La Venezuela de estos años, tras la avasallante instalación de la revolución
bolivariana, parece ser otro de los ya varios casos ilustrativos de esta penúltima jugarreta
de los procesos históricos, según la cual la globalización ha prohijado el recrudecimiento
de relatos de (pre)modernidad que se creían superados, en especial el de la reactivación
más o menos fundamentalista de los nacionalismos. Términos como ‘patria’ o ‘pueblo’
han puesto de manifiesto una vez más su condición de artefacto, de instrumento retórico-
político, pero, a la vez, han mostrado que su eficacia está lejos de agotarse. El recurso al
‘símbolo patrio’, acompañado con sistematicidad por la invocación frenética del nombre
de la nación y de sus héroes –Bolívar, en el caso venezolano 2– o de la siempre dúctil e
2
Benedict Anderson, en un pasaje de sus Comunidades imaginadas, registraba una sólo aparente paradoja
en la América Latina de la segunda mitad del siglo XIX, al poner de relieve cómo, en la generación
posterior a la de los fundadores de la nación, que emplazaran sus actos sobre la convicción de que lo nativo
era inequívoca expresión de barbarie, los nacionalistas que los sucedieron “aprendieron a hablar ‘por’ los
muertos con quienes era imposible o indeseable establecer una conexión lingüística” (Benedict Anderson
1993: 276). El mecanismo de “hablar ‘por’ los muertos” se asentó, ciertamente, en las últimas décadas del
siglo XIX para ‘tramar’ culturalmente la nación. Tradiciones, leyendas y artículos de costumbres, poemas
como el Martín Fierro, el pasado indígena mitificado por Martí, los finiseculares proyectos de historias
varias nacionales, los capítulos de las vueltas a la tierra…, pretendieron, desde una realidad cada vez más
urbana, construir culturalmente memoria y nación. Un siglo después de aquel intento de refundación
finisecular, Chávez se ha arrogado la mesiánica misión de completar –una vez más– el inacabado proyecto
nacional y continental de Bolívar, de hablar en nombre de ‘su’ muerto al punto de convertirlo en una suerte
de mentor –obviando por supuesto ambigüedades, contradicciones y desencantos del ‘padre de la patria’–;
mención acompañada por el recuerdo frecuente de otros ‘héroes alternativos’ de la historia venezolana o
latinoamericana: Simón Rodríguez, Ezequiel Zamora, José Martí, el Ché Guevara.
3
inaprensible idea de ‘pueblo’, hacen pensar que los imaginarios sociales han recuperado,
con inesperada fuerza y a despecho de los discursos académicos, componentes simbólicos
centrales y modelizantes de la cultura promovida por los tradicionales Estados-nación, ya
bastante rebatidos en nuestros días por Anderson (1993 [1983]) o Bhabha (1990, 2002
[1994]), García Canclini (1990) o Martín-Barbero (1991), entre muchos otros; símbolos
usados ahora, como en el pasado, en función de asentar hegemonías o legitimar
resistencias, revitalizando los más previsibles discursos sobre la pureza, las ‘misiones
históricas’, el lugar de la verdad o la representatividad de la nación y sus mayorías.
Cabría preguntarse si experiencias como éstas no obligan a repensar varios tópicos
del pensamiento crítico de estos últimos años, provenientes de sectores que en cierta
forma celebran algunos efectos positivos de la globalización posnacionalista y
postidentitaria: el surgimiento de ‘terceros espacios’ (Moreiras 1999), la emergencia de
sujetos desterritorializados, la crisis de la verdad y la autoridad, la crítica radical de la
tradición latinoamericanista (Castro Gómez 1996). Producidos en buena parte al amparo
de las academias metropolitanas, estas sugestivas nociones quizás sean particularmente
pertinentes para describir las nuevas realidades europeas y norteamericanas, minadas tanto
por las migraciones como por los cambios políticos, territoriales y sociales que
administran sus vidas; pero también abren puertas a la sospecha de que su misma
‘localización’ no permita profundizar suficientemente en el carácter desigual de la
globalización –aun en el caso de reconocerla– ni atender esas ‘otras’ realidades que
movilizan y actualizan etapas y estados que se creían cosa del pasado3.
La crítica cultural de estos años ha prestado especial atención al desmontaje de los
monumentos que integraron la memoria ‘oficial’ de los estados-nación 4, reduciendo a
3
Es el reclamo que hace Achúgar a la crítica poscolonialista (1998) y que, en tono de reivindicación del
latinoamericanismo, hacen por ejemplo Rojo/Salomone/Zapata (2003). Por lo demás, el cuestionamiento de
la globalización tiene también una cierta tradición entre la intelectualidad crítica ‘metropolitana’; es el caso,
entre otros de la defensa que hiciera años atrás Pierre Bourdieu de una renovación y ‘mundialización’ de las
instituciones y políticas del Estado-nación para frenar la maquinaria perversa del neoliberalismo de la
globalización: “Si todavía hay motivo de abrigar alguna esperanza, es que todas las fuerzas que actualmente
existen, tanto en las instituciones del Estado como en las orientaciones de los actores sociales […] sean
capaces de resistir el desafío solo trabajando para inventar y construir un nuevo orden social. Uno que no
tenga como única ley la búsqueda de intereses egoístas y la pasión individual por la ganancia y que cree
espacios para los colectivos orientados hacia la búsqueda racional de fines colectivamente logrados y
colectivamente ratificados.” (Bourdieu 1998).
4
Así, por ejemplo, García Canclini, en sus Culturas híbridas, cuestionaba la engañosa y mixtificadora
gratuidad de los ‘monumentos’ construidos por la memoria colectiva: “Ese conjunto de bienes y prácticas
tradicionales que nos identifican como nación o como pueblo es apreciado como un don, algo que
recibimos del pasado con tal prestigio simbólico que no cabe discutirlo. Las únicas operaciones posibles –
preservarlo, restaurarlo, difundirlo– son la base más secreta de la simulación social que nos mantiene
juntos. Ante la magnificencia de una pirámide maya o inca, de palacios coloniales, [...] o la obra de un
pintor nacional reconocido internacionalmente, a casi nadie se le ocurre pensar en las contradicciones
sociales que expresan. La perennidad de esos bienes hace imaginar que su valor es incuestionable y los
4
menudo la tradición moderna a su costado ‘oficial’ y con frecuencia ha suspendido el
registro de los documentos ‘calibanescos’, que se quisieron formas de contravenir la
institución de la memoria, por no hablar de esos documentos/monumentos canónicos de la
memoria cultural-nacional que dicen o permiten leer, en sus fisuras, pliegues o puntos de
partida –y no sólo en sus silencios o exterioridades–, la imposibilidad de legitimar
finalmente el proceso mismo de monumentalización. Al menos desde esta Venezuela
escindida es posible releer zonas de los discursos culturales que, como bancos de
memoria, adquieren una imprevista activación en el presente.
El surgimiento del chavismo, por ejemplo, si bien es uno de los casos ejemplares
de la pugna en el espacio de la nación por asumir o resistir el imperio de la globalización,
también es más que eso. A la presión de los factores que atraviesan y constituyen su
tiempo, se unen o confluyen otros, internos; una historia que ha venido registrándose en
textos culturales desde hace, cuando menos, casi un siglo, y que hoy ha cristalizado como
fenómeno sociopolítico.
III
El origen de la pugna social entre los bandos que se arrogan el derecho de
sustentar legítimamente la representatividad de la nación hay que buscarla necesariamente
en los años del proceso de constitución de la república. La definición de identidad
nacional que ha pasado a ser considerada como fundacional es la que Bolívar expresara en
1815, en su Carta de Jamaica, y que luego repitiese casi puntualmente en el “Discurso de
Angostura” (1819). De ellas, ésta da mejor cuenta de las contradicciones de la
representación de identidad:
[...] no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los
aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos,
nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y
de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores;
así nuestro caso es el más extraordinario y complicado. (Bolívar 1977: 109)
5
La devoción por el padre/héroe de la emancipación, establecido por los innumerables
‘templos’ erigidos por instituciones y discursos a lo largo de los siglos XIX y XX, y que
ha impuesto el chavismo –ahora con usos y aires discursivos propios de la ‘resistencia’–
y en especial su líder, que se presenta como encarnación de su legado, ha impedido ver lo
que ya resulta obvio en los discursos académicos: la falta de correspondencia entre los
sujetos/objetos referidos en el ‘nuestro’ y el implícito ‘nosotros’, y la ironía histórica de
que la fundación de la nación se asienta en un acto de violencia.
El primer fragmento –en la convención cultural y en el discurso chavista como
inicial definición del mestizaje latinoamericano– conviene en que lo ‘europeo’ forma
parte de la identidad, a diferencia del segundo que niega el ‘derecho’, aunque sea moral, a
tal pertenencia. El primero, corresponde a la imagen de nación que se desprende de –y se
reduce a– la autorrepresentación del letrado criollo, mentalmente ligado a Europa (no a
España), ciudadano por tanto; el segundo, figura otra nación, la del ‘pueblo’, vinculado a
espacios salvajes, bárbaros (América, África). La distancia del ‘nosotros’ al ‘nuestro’ dice
del hiato entre sujeto criollo y ‘otro natural’5 –como dice también de las ‘trampas’ de
ciertos mestizajes–, y podría mostrarse como una primera representación de una nación
que se percibe escindida, sin duda el más lejano antecedente de las “dos Venezuelas” de
hoy. Pero además de ello, debería ser inocultable –y no lo es– que la instalación en la
legalidad de la nación –no otra cosa es el “Discurso de Angostura”: la toma de posesión,
la imposición por vía de ley del proyecto republicano sobre el conflictivo territorio de lo
que será espacio físico de la nación– presupone un acto de violencia ‘hacia adentro’: “el
conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión”. Hay, pues, desde el inicio de
la constitución republicana dos Venezuelas en conflicto: la base sobre la que luego se
asentará el dilema entre la civilización y la barbarie.
Así, en algunos casos, el presente puede llevar a releer el pasado en su texto
completo, bien desvelando sus ‘silencios’, bien, simplemente, leyendo lo que
efectivamente ‘dice’. Quiere, además, el curso de las cosas que la definición de identidad
5
Ya una década atrás intentaba marcar el carácter vertical, e incluso racista, de Bolívar en los textos
mencionados (1995). En “Nueva lectura de la Carta de Jamaica” (1997), de Elías Pino Iturrieta, el lector
puede encontrar un desarrollo lúcido de este aspecto. Allí Pino Iturrieta señala que “el hombre que escribe
en Jamaica no escribe por todos los hispanoamericanos, sino por unos pocos. Quiere que el destinatario
comprenda a un puñado de hombres, pero no a todos” (Pino Iturrieta 1997: 22). La Carta y un artículo
escrito por Bolívar, con el seudónimo de “El Americano”, dirigido al editor de la Gaceta Real de Jamaica,
“Sólo reflejan la voz del blanco criollo” (27). Y añade más adelante: “Bolívar se aferra a la tradición del
derecho de unos pocos, de los blancos descendientes del tronco peninsular, para defender su posición frente
al imperio español y frente a la opinión de sus destinatarios extranjeros” 30).
6
dé pie a una segunda irónica paradoja, no menos monumental que el objeto/figura-
Bolívar: no sólo que Bolívar, siendo el máximo –y, claro, el más progresista–
representante de la élite criolla, haya funcionado históricamente en el imaginario popular
con atribuciones muy distintas a las que podrían desprenderse de algunos de sus textos
centrales, sino que incluso se erija hoy en inspirador de un proyecto que se asume como
el restaurador de la posesión de los ‘naturales’ y sus varios descendientes actuales: uno de
los ‘términos’ en disputa a ser desplazado por el sujeto criollo en el original proyecto de
nación bolivariana; que, en el imaginario político oficial y de amplios sectores populares
de la actualidad, ese Bolívar civilizador que despojaría de sus “títulos de posesión” al
mundo de la barbarie interna sea visto, pues, como la proyección, llevada al origen, del
fundamento del deseo emancipador.6
Aunque pocas veces se presente de ese modo, quien de algún modo revirtió y
procesó críticamente los conflictos sociales y raciales que intervinieron en la época de la
Independencia, luego enmascarados por los letrados a lo largo del siglo XIX, fue
Laureano Vallenilla Lanz. La frecuente inscripción de Vallenilla Lanz como positivista e
ideólogo del régimen gomecista ha suscitado el rechazo mayoritario de la historiografía
posterior7. Sin embargo, a despecho de la imagen que ha predominado en la memoria
6
Para un seguimiento histórico del culto a Bolívar puede consultarse, entre otros, los trabajos de Carrera
Damas (2003 [1969]), Castro Leiva (1987), Salas (1987), Pino Iturrieta (2003) y Conway (2003). Por lo
demás, esta imagen de identidad fundadora, que contiene presupuestos los componentes de la oposición
civilización/barbarie, estructurante de la imagen dual de nación, encontrará diverso eco a lo largo del siglo
XIX. Podrá leerse, con distintas inflexiones pero con igual ‘crudeza’, en artículos de costumbres de los
años treinta y cuarenta, como “Contratiempos de un viajero”, de Juan Manuel Cagigal o “Los escritores y el
vulgo” de Rafael María Baralt, o en curiosos intentos por establecer y ‘recortar’ el perfil del pueblo –
ciudadano (virtuoso y laborioso), respecto del ‘pueblo’ de la barbarie criminal o corrupta (delincuentes,
especuladores, políticos), como el artículo “Lo que debe entenderse por pueblo” (1847) de Cecilio Acosta–
al que recurro con frecuencia por su ‘ejemplaridad’. Allí dice Acosta: “¡Ilustre pueblo de Venezuela!
¡Pueblo de la independencia y de la gloria! ¡Pueblo del patriotismo y las virtudes civiles! Mira cómo se te
insulta y desapropia. Otro quiere tomar tu nombre para engalanarse con él, para embaucar con él, para
imponer respeto y autoridad con la magia de él; quiere ponerse tus vestidos para emparejarse contigo, y
tratarte de igual a igual para rebajarte a su bajeza, para confundirte en su polvo, para abismarte en su
miseria. Tú no eres él, ese que ha querido suplantarte y contrahacerte; tú eres la reunión de los ciudadanos
honrados, de los virtuosos padres de familia, de los pacíficos labradores, de los mercaderes industriosos, de
los leales militares, de los industriales y jornaleros contraídos; tú eres el clero que predica la moral, los
propietarios que contribuyen a afianzarla, los que se ocupan en menesteres útiles, que dan ejemplo de ella,
los que no buscan la guerra para medrar, ni el trastorno del orden establecido para alcanzar empleos de
holganza y lucro; tú eres, en fin, la reunión de todos los buenos; y esta reunión es lo que se llama pueblo; lo
demás no es pueblo, son asesinos que afilan el puñal, ladrones famosos que acechan por la noche, bandidos
que infestan caminos y encrucijadas, especuladores de desorden, ambiciosos que aspiran, envidiosos que
denigran y demagogos que trastornan” (Acosta 1992: 336-7).
7
Es así como Manuel Caballero afirma sobre las ideas de Vallenilla Lanz que “desde hace cincuenta años,
[…] la actitud general es declararlas enemigas. Ponerse al lado de Vallenilla […] es de una forma u otra,
justificar el gomecismo”. Comenta además con ironía: “[…] corrió además Vallenilla con la suerte de que
quienes primero insurgieron contra sus ideas fueran marxistas; que de una u otra forma el pensamiento de
éstos haya estado en el centro de las discusiones durante el medio siglo posterior; y que su polémica
permanente contra el positivismo al final terminó por mostrar lo que trataba de ocultar o de negar: en qué
medida le era tributario” (Caballero 1990: 7).
7
historiográfica, Manuel Caballero –acompañado excepcionalmente en su valoración por
otros historiadores como Harwich Vallenilla–, sin negar lo insostenible de algunas de las
principales tesis de Vallenilla8, optaría por matizar la leyenda negra que en torno a él se ha
tejido, resaltando de partida el carácter innovador e incluso irreverente de su libro: “Los
planteamientos del autor de Cesarismo democrático estaban destinados a molestar”
(Caballero 1990: 8); entre ellos el más urticante: “su consideración de la guerra de
independencia como una guerra civil”, que presuponía la inédita y sacrílega “actitud de
escribir la historia de un país haciendo caso omiso de los pedestales” (9), con lo que
pasaría a ser “si no el único ni el primero, sí el más claro en ver la historia como historia
social” (11). Aunque nunca osase cuestionar la figura de Bolívar –y por el contrario la
considerase, tal como hace Chávez en estos días, figura ideal al borde de la transhistoria, a
partir de la cual cimentar la utopía futura–, proveyó las bases de su crítica al hacer la del
grupo social en el que se enmarcó su acción y sus ideas.
En el marco de una Venezuela que arrojaba signos inequívocos de una creciente
inserción en una cultura urbana y mundializada –el auge de las ciudades y la economía
del petróleo, la incipiente tecnificación o la cultura masificada, el surgimiento de nuevos
sujetos sociales e ideologías políticas, entre otros signos–, Vallenilla recurrirá
alegóricamente a la época de la Guerra de la Independencia en tanto centro metafórico
explicativo de los componentes, diagnósticos y amenazas de la nación.
La novedad que supuso para la historiografía de la época el hecho de leer la
Guerra de Independencia como conflicto social más que como la gesta heroica que la
historiografía romántica pretendió fijar9, se concreta en el Cesarismo… cuando se piensa
en la causa original del conflicto. Aunque es innegable que, a lo largo de su texto,
8
Entre otras de no poca importancia: “la contradicción entre su idea de la imposición determinante del
medio por encima «de la flaca voluntad humana» y el hecho de que el héroe, el dictador, pueda amasar a su
antojo la psicología de un pueblo formado bajo la presión de aquellas determinaciones” (Vallenilla Lanz
1990: 11); una concepción de la sociedad venezolana “desarrollada en círculo cerrado: en el binomio caos
oclocrático-tiranía unipersonal se resolvería la historia humana y la venezolana” (11); o su racismo: “ese
desprecio suyo por el pueblo, esa desconfianza en sus capacidades creadoras, en la posibilidad de su
elevación intelectual y moral. ¿Es acaso eso otra cosa que el viejo reflejo de casta, el incontenido orgullo de
aquella aristocracia que durante sus buenos siglos ejerció la «tiranía doméstica»?” (11).
9
Vallenilla Lanz expresa de modo manifiesto su voluntad de transgredir las lecturas de la historia: “la razón
política ha venido influyendo de tal manera en la tradición y en la historia que, es casi general la creencia
de que en aquella lucha, se destacaron […] dos bandos perfectamente definidos: de un lado «los americanos
que luchaban por independizarse de un poder extraño, de una nación extranjera, usurpadora de sus más
sagrados derechos» y del otro, «los españoles, los extranjeros representantes de aquella horrible tiranía, que
luchaban por mantener el ominoso yugo». Y se ha creído siempre un deber patriótico ocultar los verdaderos
caracteres de la revolución que fue […] la primera de esa larga serie de contiendas civiles que han llenado
el primer siglo de vida independiente en todas estas naciones […]. La necesidad de desacreditar a España
imponía que fueran a todo trances españoles y canarios los autores de aquellos espantosos atentados…”
(Vallenilla Lanz 1990: 57-8).
8
Vallenilla se explaya en el estallido de fuerzas irracionales, encarnadas básicamente en la
figura de lo popular, no le achaca a ésta la responsabilidad de la guerra, sino a la
decadencia, el desmedido afán de lucro o el racismo de los criollos de la Colonia,
grotescamente travestidos en radicales y ‘aéreos’ ilustrados, patriotas y revolucionarios.
La crítica de los poderes de la ciudad letrada, que primero sumió en la miseria y el
resentimiento a las razas excluidas de sus anillos (Rama 1984), normas y altares (Úslar
Pietri, Las lanzas coloradas 1988 [1931]), para súbita e ingenua e ‘irresponsablemente’
asimilar las nuevas ideas democráticas, explicará –sólo en parte10– su irracionalidad
cruel11, así como la adhesión de las masas populares, no a las ideas abstractas de los
letrados revolucionarios, sino a figuras de caudillos llaneros representativos –y sólo en
ese sentido, democráticos– como Boves o Páez, que ofrecían, además de libertad, tierras
en propiedad.
Su tesis de que la Independencia no fue otra cosa que un ejercicio de travestismo
de las oligarquías criollas, “opresoras y tiránicas […] que constituían ya no una clase sino
una CASTA” (Vallenilla Lanz 1990: 109), para ampliar sus poderes está abundantemente
mostrada a lo largo de los primeros capítulos de su Cesarismo…12. Baste con citar algunas
muestras:
9
consideración tan elevada cual jamás la tuvieron los grandes de España en la
capital del Reyno» proclamaron, sin embargo, el dogma de la soberanía popular,
llamando al ejercicio de los derechos ciudadanos al mismo pueblo por ellos
despreciado. Sobre la dignidad social en que fundaban su poder, sobre la
heterogeneidad de razas que daba sustento a sus preocupaciones de casta,
pretendieron levantar el edificio de la República democrática.
Según estos principios, la tradición colonial desapareció para siempre el día
mismo en que fueron proclamados los derechos de los venezolanos. De modo
que, política y socialmente, los hombres de la Independencia venían a la vida a la
edad que contaban, pues al golpe mágico de la revolución, habían dejado entre
las ruinas del «oprobioso régimen» todo el legado hereditario de tres siglos de
coloniaje y de miles de años anteriores a la Conquista.
[…] los instintos y los prejuicios inconscientes, las opiniones, los gustos, las
inclinaciones naturales, los sentimientos, las preocupaciones religiosas y sociales,
el desprecio del blanco criollo por el hombre de color, el odio de éste hacia el
criollo, las rivalidades e intransigencias de cada grupo social […] desaparecieron
para siempre a la sola enunciación de los derechos ciudadanos.
Al suprimir las profundas desigualdades sociales que por siglos habían
caracterizado el organismo social de la colonia, no quedó más que el hombre
abstracto (Vallenilla Lanz 1990: 71-2).13
10
guerra y triunfar contra los seculares y oprobiosos privilegios de aquéllas, única forma de
completar el frustrado proyecto justiciero y emancipador de Bolívar – y luego de Zamora
o Martí, antes de llegar a la concreción de su más cercano paradigma: Fidel Castro y la
Revolución Cubana.
IV
Pero será propiamente con la emergencia del discurso populista moderno de la
socialdemocracia y las izquierdas políticas y culturales, en los años treinta, donde la
insurgencia del proyecto chavista encontrará antecedentes cabales. Uno de los más
conspicuos y lúcidos intelectuales venezolanos del siglo XX, Mariano Picón Salas –en
sintonía con las orientaciones políticas de jóvenes actores políticos de los años veinte y
treinta como Víctor Raúl Haya de la Torre o Rómulo Betancourt, líder fundador de
Acción Democrática–, será quien provea explicaciones sobre las sociedades
latinoamericanas que han sido activadas, en otros registros, por discursos académicos y
políticos del presente. En general, estas explicaciones apuntan al marcaje insistente de
una imagen: la de sociedades escindidas al borde del estallido.
Aunque la aspiración utópica de Picón Salas, apuntase finalmente al deseo de una
armónica síntesis nacional y a la integración ecuménica del orden mundial 15, ese mismo
deseo lo llevó a marcar lo que entendía como su mayor obstáculo: la secular e
irresponsable ceguera de las élites nacionales y la consiguiente amenaza de convulsiones
sociales. En un texto de 1930, “Hispanoamérica, una posición crítica”, Picón Salas
consignaba cómo se verificaba en el plano cultural el conflicto social, expresado desde
finales del siglo XIX por el dilema martiano entre el “letrado artificial” y el “mestizo
autóctono”, al señalar:
[...] el tremendo desnivel americano entre el hombre ilustrado, que asume para
nosotros el carácter esotérico de un mago en una sociedad primitiva, y el pueblo
– nuestro sagrado pueblo de los himnos nacionales y las declamaciones
11
patrióticas –, que está sumido aún en muchos países del continente, en oscura e
inexpresada vida vegetativa (Picón Salas 1977: 41).
El Picón Salas de los años treinta y cuarenta insistiría en rondar dicha fórmula; el
divorcio entre lo letrado y lo popular se convertiría en tesis central. Sus lecturas de las
realidades culturales latinoamericanas del pasado y el presente se politizarían de una
manera inequívoca. En un texto de sus Estampas inconclusas de un viaje al Perú (1935),
“Misterio americano”, Picón Salas será incluso más plástico al representar el
funcionamiento de este divorcio. En él se anticipa lo que ya en los inicios del siglo XX
González Prada llamase gozosamente “la inundación de la barbarie”16, que, con terror, es
el modo en que algunos sectores de la sociedad venezolana han vivido el triunfo del
chavismo. Aunque extenso, vale la pena citar el pasaje:
16
La frase completa es “No somos la inundación de la barbarie, somos el diluvio de la justicia”, y se halla
en “El intelectual y el obrero” (González Prada 1985: 234).
12
ante la imagen del “misterio”, Picón Salas, a tono con los populismos marxistas y
socialdemócratas de la época, prefiere enfatizar el explosivo, volcánico drama social que
impone esa “minoría blanca […] que domina la tierra y la máquina del Estado” 17. Por eso,
Picón Salas entendería en esos años, con lucidez casi profética, el escaso margen de error
de que disponían las políticas de los países latinoamericanos y que su única salida tenía
acentos drásticos y dilemáticos:
17
Unos años más tarde, en “Sueño de una política exterior” (1942), refiriéndose a su inmediato presente,
Picón Salas perfilará aún mayor precisión el cuadro de los conflictos sociales latinoamericanos y de sus
causas, alejándose del sabor psicologicista que aún animaba el texto citado anteriormente: “En el escenario
social hispanoamericano luchan sin comprenderse ni integrarse las formas más antagónicas; hay el
latifundio de producción extensiva, trabajado por mano casi servil que prolonga en pleno siglo XX la
estructura del viejo dominio feudal; hay el capitalismo parasitario que prefiere la seguridad de la renta fácil
a los azares de la creación económica; hay los millones de seres que prácticamente no consumen (1977:
96). El diagnóstico reaparecerá, un par de años después, en una de las obras capitales de la historiografía
cultural latinoamericana, De la conquista a la independencia (1944), donde Picón Salas insiste en la
centralidad de este factor de desencuentro social –en sus palabras: el “vertical contraste”– para la
comprensión de la particularidad de las realidades culturales y políticas latinoamericanas, presentándolo
como problema que recorre y determina toda la historia del continente a partir de la conquista: “ya se
plantea, desde el momento en que los pobladores europeos arraigan en el nuevo mundo, el que será
permanente conflicto de la vida cultural criolla: la presencia de elaboradas formas extranjeras, de una
cultura foránea que sirve a las minorías privilegiadas, pero un tanto indiferentes a la realidad de la tierra, y
el cúmulo de irresueltos problemas que brotan de las masas indias o mestizas (Picón Salas 1982: 18-9).
13
republicana. Siguiendo esa pauta, Rómulo Gallegos cuestionará en Doña Bárbara, no
sólo la barbarie representada por la protagonista y sus políticas arbitrarias –asociadas por
cierta tradición lectora a las del gendarme Gómez–, sino también la verticalidad violenta
y autoritaria de los agentes dominantes de los proyectos civilizatorios, para postular un
modelo ampliado de nación, que socialmente supone la inclusión de los sectores
populares –posible por el ‘descubrimiento’ de “las fuentes ocultas de la bondad de su
tierra y su gente” (Gallegos 1977: 312)–, reconducidos pedagógicamente por la provisión
de otros paradigmas morales y de autoridad, y orientado en lo político por otro estilo,
caritativo y paternal.
El Lorenzo Barquero de la juventud y su consigna pro-cosmopolita de “matar al
centauro que todos los llaneros llevamos por dentro” (Gallegos 1977: 103), así como su
incapacidad para insertarse en la realidad violenta, irracional y antimoderna del llano,
‘bárbara’, será uno de los objetos de la crítica, como lo fue la élite criolla en Vallenilla o
el “letrado artificial” en Martí. Su ‘estrado’ será ocupado ahora por el nuevo modelo de
dirigente que, guiado por el norte de la racionalidad de la letra (la ley) y la
racionalización del territorio (la propiedad) y las relaciones sociales, por ‘gracia’ de una
pedagogía híbrida, ajustada a realidad, recia o amorosa, así como de su disposición a
reconocer (ambiguamente) los valores del otro popular o la mujer –lo bárbaro–, logrará
ampliar los espacios de ciudadanía para la nación; sin que nunca, por lo demás, se
cuestione la legitimidad originaria del poder ejercido por Santos Luzardo sobre tierra y
gente, a pesar de que la novela misma recuerde la fuente de sus “títulos de propiedad”,
como diría Bolívar: el despojo y el crimen ejercido por Evaristo Luzardo contra “los
naturales”.
La novela de Gallegos asumió a partir de ese entonces el carácter de una utopía
social-nacional de modernización y ciudadanía, pues fue leída y recibida como la novela
de la nación futura, que a la vez pretendía establecerse como génesis explicativa y base
de otra tradición memorialística que pretendía cancelar las arbitrariedades de la historia y
educar a las próximas generaciones en la construcción de una sola gran familia nacional,
moderna y homogeneizada por la educación. 18 A la vez, la utopía populista y vertical del
pacto que sugiere Doña Bárbara testimonia el agotamiento de un modelo de unidad
nacional que hizo aguas el 6 de diciembre de 1999, cuando Hugo Chávez y su proyecto
18
Al menos así lo entendieron otros narradores de la vanguardia histórica que no temieron reconocer su
condición de discípulos y que intentaron ampliar su acercamiento –jerarquizado– a lo popular: el Meneses
de los primeros textos o Ramón Díaz Sánchez, el autor de la principal novela negrista en Venezuela,
Cumboto (1950).
14
bolivariano ganasen las elecciones. (Lo que no quiere decir que en el performance del
nuevo caudillo no se reproduzcan aspectos ‘aprendidos’ de Santos Luzardo, en especial,
su obvia voluntad de postularse como nuevo padre de la nación y su frecuente disposición
didáctico-pedagógica a la hora de dirigirse a los sectores populares, así como el relieve
dado a sus ‘misiones’ educativas).
En cambio, una novela como Cubagua de Enrique Bernardo Núñez añade un
componente fundamental para completar los planteamientos que, cruzados, gravitan en la
idea de nación e identidad que ha activado –sin mayor conciencia de su ‘tradición’– el
proyecto bolivariano: su carácter radicalmente polémico y su implícita proposición de
que los mundos en liza no han sido reconciliables en la historia ni parecen poder llegar a
serlo en el futuro; lo que diferencia apreciablemente a Núñez de Picón Salas y sobre todo
de Gallegos, por no compartir la aspiración de éstos a la unidad nacional e inaugurar la
serie de los relatos ‘contraidentitarios’ sobre la nación, el capítulo venezolano de la
‘visión de los vencidos’, del calibanismo latinoamericano. (En otro sentido, lo que
también diferenciaría a Núñez de los discursos chavistas 19 es que, mientras Cubagua
revela un intenso y complejo trabajo en su más o menos exitoso intento de asumir una
lectura mítica –transculturada, diría Rama– de la realidad histórica, concediendo
privilegio a las cosmovisiones procedentes de las sojuzgadas culturas indígenas a la hora
de estructurar su novela, los discursos del chavismo parecen conciliar, a la hora de hablar
de la patria y lo popular, las más sofisticadas y conversacionales ideas de los manuales de
materialismo histórico con la eficaz sentimentalidad que caracterizase el verbo encendido
de Evita Perón; lo que no es obstáculo, por supuesto, para que su imagen, cimentada en
su postura justiciero-populista y antimperialista tenga hoy un apoyo inusitado, incluso
creciente fuera de las fronteras nacionales).
A diferencia de Gallegos, la postura de Núñez ante la historia y la modernización
es si cabe intransigente. La novela trasgrede la concepción de la historia como sucesión
cronológica y opta por estructurarse a partir de una concepción mítica del tiempo, en la
que todo ser, más allá de su apariencia, será signo y cifra de otra cosa esencial: las
pulsiones que representan el mito indígena de Vocchi y Amalivaca. Sucesos y personajes
trasvasarán los tiempos de la conquista española y reaparecerán vivos o duplicados en los
años de la exploración petrolera, empresas ambas marcadas por la codicia y la
destrucción de la naturaleza y la cultura nativa. Cubagua, la isla, metáfora de la nación,
19
Quizás sea momento de advertir que, a propósito, hablaré indistintamente de chavismo y de Chávez, pues
la uniformidad en los discursos del líder y sus prosélitos ha sido notoria.
15
no ha sido más que botín para los poderes imperiales. Lo indígena sojuzgado y la tierra
desolada han sido las únicas prendas que el ingreso a la historia ha ofrecido a esta isla-
nación; por lo que la instancia galleguiana del pacto de culturas sólo sería concebible a
condición de que el conquistador se deslastre de su condición, tal como ocurre con varios
personajes de la novela.
Por lo demás, es factible leer Cubagua como una parodia del gran símbolo de la
nueva nación moderna que propusiera Gallegos y que de alguna manera signara la
política venezolana de la segunda mitad del siglo XX. Si Santos Luzardo es el poder que
seduce a Doña Bárbara y el mundo de lo popular, a partir de la comprensión y aceptación
de las ‘bondades’ de esa cultura, para legitimar y renovar, democratizando apenas su
posesión sobre el territorio del llano-nación; el ingeniero Leiziaga, empleado de una
compañía petrolera, se abandonará al saber alterno que descubre a partir de su relación
con Fray Dionisio, converso cultural, y la princesa indígena Nila Cálice. Por ellos
conocerá el ‘civilizado’ Leiziaga la verdad oculta del subterráneo y omnipresente mundo
sojuzgado desde los tiempos de la Conquista, espacio de lo indígena integrado a la tierra
donde habita la genuina vida, “el alma de la raza”, en espera del ciclo de su renacimiento.
Ante la decadente sociedad de los blancos y la amenaza de la nueva destrucción de
Cubagua, Núñez, anticipando soluciones como las de El reino de este mundo (1949) de
Carpentier –y luego como las de Arguedas o Rulfo–, desestimará soluciones conciliadoras
‘mestizas’, del mismo modo que estigmatizará las escrituras mixtificadoras de la historia
oficial –crónicas, discursos, artículos de prensa– que asignan el bien al poder vencedor y
entrega tópicas postales de la isla en las que se oculta su miseria.
Con ello, Cubagua inauguraba en Venezuela el relato de la ‘contraidentidad’, un
camino que luego en la segunda mitad del siglo retomarían diversamente otros
narradores: Adriano González León, en País portátil (1968); Denzil Romero, en su
voluntad de ‘re-invencionar’ la historia; o Luis Britto García –uno de los más connotados
ideólogos del chavismo–, cuya novela Abrapalabra (1980), por cierto, siguiese la idea de
leer políticamente la historia nacional, a partir de lo que se entiende como sus dos
impulsos básicos desde la conquista hasta los años 60 del siglo XX: el poder opresor –la
deplorable saga que conduce de los conquistadores y los pícaros al demagogo de nuestros
días– y la cultura de la resistencia.
16
V
Pero también Cubagua establece –inesperadamente, y ello sólo hoy es legible con
alguna claridad– o, más bien, reestablece transformando, otras tradiciones. (Lo que, de
paso, hace posible su crítica como discurso). Quizás por ser un texto forjado en la
dinámica de la resistencia, la novela de Núñez no escapa a las de los maniqueísmos
legitimadores del poder.20 Cubagua no sólo es muestra de la nueva alianza del intelectual
con lo popular, discurso fundacional de la ‘visión de los vencidos’ en la ficción
venezolana21, también lo es de los discursos sobre la ‘pureza’, que se quieren alternativos
en relación con, por ejemplo, al paradigma socio-étnico establecido por los poderes de la
nación moderna: el héroe político que, de preferencia, hubo de ser un ‘gran’ hombre
blanco –aunque simbólicamente mestizo–, perteneciente a la élite, letrado capaz de
congregar bajo su manto –o mando– las diversas fuerzas sociales de la nación –Simón
Bolívar o Santos Luzardo, por cierto, se ajustan perfectamente a ese paradigma–, para
hacer residir ahora toda verdad y legitimidad en la figura de lo popular, agente
(trans)histórico representante de lo ‘puro’, de lo único genuinamente nacional.
En Cubagua, su inicial protagonista –parodia (seria), como sugerí, de Santos
Luzardo– significativamente pierde protagonismo tras acceder a ‘sufrir’ una suerte de
proceso de ‘desidentización’, al punto de entregarse a un nuevo destino que sólo
confusamente intuye. La presencia de Fray Dionisio y Nila Cálice –de nombres que
remiten a maridajes de culturas milenarias– parece imponerse, pero sólo en la medida en
que son oficiantes de un ritual secreto: aquél que conduce a la revelación del ‘alma’ y la
‘vida’ verdaderas; esas que expresan el mito y no los discursos de la invasora y mortal
20
Interesa resaltar aquí alguna idea de Ernesto Laclau, en Emancipación y diferencia (1996), que me
resulta particularmente sugerente y útil, en especial una de sus postulaciones de partida: “El «otro» sólo
puede ser el resultado de una diferenciación interna de lo idéntico y, como tal, está enteramente
subordinado a este último” (Laclau 1996: 15). Llevado al campo de los conflictos sociales tal afirmación
supone que “la operación social de dos lógicas incompatibles no resulta en la anulación […] de sus efectos
respectivos sino en un conjunto específico de deformaciones mutuas. Esto es precisamente lo que
entendemos por subversión. Es como si cada una de estas dos lógicas incompatibles presupusiera una plena
operación que la otra está negando, y que esta negación condujera a una serie ordenada de efectos
subversivos sobre la estructura interna de ambas. Está claro que al analizar estos efectos subversivos no
estamos asistiendo a la emergencia de algo totalmente nuevo que deja a ambas lógicas atrás, sino a un
movimiento ordenado de deriva respecto a lo que hubiera sido, en ausencia de esos efectos, una operación
sin trabas” (22-23). Más adelante señala al respecto: “Es un hecho histórico bien conocido que una fuerza
opositora cuya identidad se construye dentro de un cierto sistema de poder es ambigua respecto a este
sistema, ya que este último es lo que impide la constitución de la identidad y es, al mismo tiempo, su
condición de existencia. Y toda victoria contra el sistema desestabiliza también la identidad de la fuerza
victoriosa” (55). Las proposiciones de Laclau estarán rondando las páginas que siguen, pues resultan
particularmente pertinentes tanto para la revisión de algunos autores-textos de la tradición, como para
comprender algunos aspectos claves del chavismo.
21
De hecho, algunos poemas de Áspero (1924), por ejemplo, el “Canto a mi América virgen / sin españoles
y sin cristianismos”, con que se abre el libro de Antonio Arráiz podrían ser leídos en este sentido, pero no
llegan a alcanzar la plenitud ‘trasculturante’ de la novela de Núñez.
17
racionalidad occidental. Si el presente histórico de la modernidad es un mundo que
ostenta la caricatura de un progreso material sólo visible en los discursos y que apenas
ofrece a sus habitantes la agónica paradoja de la sequía y la promesa de una nueva
explotación (petrolera, como antes vivió en muerte la de las perlas), quien sea capaz de
‘ver’ y ‘oír’, de descifrar lo que está más allá de la melancolía de sus gentes o lo que
‘dice’ la naturaleza –“sólo las almas superiores penetran en el reino de lo maravilloso”
(Núñez 1987: 47)–, podrá entender la razón de la nostalgia: la pérdida del amable y lírico
reino de lo indígena, aquél que era ‘uno’ con la tierra y el mar.
La mitificación de lo natural y de lo indígena es respuesta y estrategia en la
novela. Frente la destrucción que signa la presencia del hombre blanco, del conquistador
del siglo XVI y del XX, lo indígena se presentará como un saber benéfico, humanista,
‘natural’, unanimista. La Doña Bárbara de Cubagua, Nila Cálice será a la vez, como la
protagonista de Gallegos, la tierra; pero, a diferencia de aquélla, “en la mujer se halla
todo, la vida, la fuerza” (42): “Su alma es eterna y sus ojos permanecen abiertos en las
selvas, en las serranías” (50). Del mismo modo, los hombres son semejantes de los
cardones (39, 56); sus navegantes “se deslizan y maniobran con la solemnidad de un rito
que celebra el nacimiento de las constelaciones” (18) y en ellos se ‘entrelee’ el “misterio
de los orígenes, la remota y deliciosa verdad” (12); a la inversa, el “mar es comunista”
(54). El mundo perdido, el origen de la melancolía es la nación alternativa, la comunidad
indígena interrumpida por la historia (occidental): “Nacían y morían libres, felices,
ignorados. Después llegaron descubridores, piratas, vendedores de esclavos” (13).
La escritura de la novela, pues, como muchos populismos históricos y actuales,
construirá imágenes líricas e idealizadas (negadoras, por tanto) sobre los vencidos; en
este caso, como en otros, a partir de ciertos rasgos estructurantes radicalmente opuestos a
– y a veces los mismos que – los de su opresor: alma, aunque soterrada, indestructible,
amasada por sufrimientos y tragedias que sobrelleva estoicamente 22; orgullo y nobleza;
silenciosa resistencia; autenticidad (ver Castro-Gómez 1996). No logrará, por ende,
superar los maniqueísmos y mistificaciones del enemigo; sólo cruzar signos y referentes.
Obviamente lo que entra en juego en este tipo de operaciones, sea en la novela de
Núñez –o en su más radical y fiel descendiente, Abrapalabra de Britto García–, sea en los
discursos políticos, es algo más que la sola inversión en la atribución de la verdad. La
‘pureza’ del subalterno en tanto víctima permite, como asunto de elemental y ‘natural’
22
Por cierto, que la distancia que busca marcar intencionalmente mi texto respecto de construcciones
discursivas, no quita que, en muchos casos haya sido y sea efectivamente así.
18
justicia, fundar nuevas representatividades y legitimidades en la comunidad nacional, así
como desterrar las antiguas y oprobiosas. Si el pueblo es puro, también lo es quien –
verdaderamente– lo representa y acompaña su liberación, en abierta resistencia respecto
de los poderes que lo oprimen – imperios y oligarquías. Buena parte del pensamiento de
cierta izquierda latinoamericana tradicional y actual, al menos la más visible, parten –no
explícitamente– de este supuesto. El chavismo no escapa a él; por el contrario, tanto la
figuración discursiva del ‘pueblo’ como la autofiguración heroica del liderazgo en torno a
la convicción de que se habla en nombre de y se actúa desde una matriz trágica y virginal,
intachable, víctima radicalmente inocente de las agresiones de la historia y sus poderes,
es lo que facilita la legitimación de la empresa política, convertida en ‘misión’
vindicadora que desestima cualquier tipo de cuestionamiento crítico, por considerarlo, en
este relato en blanco y negro de traidores y héroes, maniqueo por tanto, como una nueva
‘traición’ de las agencias de la opresora ‘tradición’.
VI
Pero el chavismo no sólo activará esta paradójica anti-tradición que iniciase
Cubagua, también, y no menos paradójicamente, la de la versión criolla del ‘grande
hombre’ político, el césar traducido en caudillo. También en este caso –siguiendo a
Laclau en sus ideas sobre las dinámicas de la resistencia emancipadora respecto del poder
y las ambigüedades identitarias que la misma genera–, el presente se ofrece como una
peculiar y quizás inconsciente resurrección de tradiciones indeseadas, un ‘copiado’ con
retoques de los olvidados registros de la memoria cultural, ahora en relación con la
constitución social misma de la imagen del poder.
Difícilmente puede pensarse la historia política de Venezuela o de América Latina
hasta nuestros días sin tomar en cuenta la centralidad del caudillismo y de las culturas
sociales a las que responde y que produce. Como el nacionalismo o el populismo –al que
no deja de estar con frecuencia articulado–, el caudillismo es de esos fenómenos que en
algún momento se pensaron como cosa del pasado y que parecen tomar decisivo vigor en
la era de la globalización. Sin querer decir que la figura del caudillo sea o responda a las
mismas circunstancias que la prohijaron a lo largo del siglo XIX, su presencia en la
actualidad obedece al sistemático fracaso de sucesivos proyectos de modernización –de
cualquier signo político–, especialmente en lo relativo al logro de una democracia social.
19
Ello, de algún modo, es lo que, ante la desidia de las élites nacionales, ha propiciado el
surgimiento de caudillos postmodernos, que han logrado capitalizar las frustraciones de
las mayorías y restaurar la expectativa de reconocimiento y pertenencia a la comunidad
nacional, reproduciendo el personalismo, el clientelismo o la apelación emocional al
‘pueblo’ característicos de sus antecesores –los caudillos populistas de la modernidad
latinoamericana–, pero que además han sabido aprovechar el auge mediático para
profundizar el ‘espectáculo’ (Bonilla y Páez 2003).
La imagen de una figura de proporciones mítico-religiosas, redentora, superior y
reconocible como ‘propia’, tanto en la imaginación popular como en la letrada, bajo el
nombre de ‘caudillo’ o ‘gran(de) hombre’ se forja a lo largo del siglo XIX. Simón
Rodríguez, en Sociedades americanas, es en Venezuela y América Latina el primero que
teorizara sobre la necesidad de este caudillo-gran hombre, el ‘jefe’ –que en su discurso
será cubierta invariablemente por la persona de Bolívar. La visualización de las nacientes
repúblicas como desiertos sociales, compuestos por ‘miserables’ iletrados y letrados
hipócritas, superficiales y antipatriotas23, fue una percepción estratégicamente
fundamental para cimentar la idea de un espacio gobernado por un conductor
sobresaliente que lealmente interpretase los intereses populares y nacionales.
Si es cierto que todo discurso construye su enemigo, el de Rodríguez es
justamente lo que Rama llamase “la ciudad letrada”:
23
Así diría: “NO HAY PUEBLO” (Rodríguez 1990: 247); o: “La IGNORANCIA, casi general, en que
vive la clase inferior del pueblo... los caprichos de la clase media... y las pretensiones de la superior, [...]
todo es IGNORANCIA” (Rodríguez 1990: 191), en Luces y virtudes sociales (1834). Algunas de las ideas
que siguen parten y encuentran desarrollo en un texto anterior: “El lado oscuro de Simón Rodríguez”
(Lasarte 2005, 13-44).
20
[…] hay una clase intermedia de sujetos, únicamente empleada – ya en cortar
toda comunicación entre el pueblo y sus representantes – [...] ya en paralizar los
esfuerzos que hace el Gobierno para establecer el orden – ya en exaltar la idea de
la soberanía para exaltar al pueblo y servirse de él en ese estado &c.&c.&c.
(Rodríguez 1990: 20)
Esa “clase intermedia de sujetos”, distinto del ‘pueblo’ –que aún no alcanza la suficiencia
para ser considerado ‘ciudadano’, sino “vulgo” o “[p]ueblo inferior” (Rodríguez 1990:
18), “[m]asa del pueblo” reflejada en sus “[m]illones de hombres [que] se pierden en la
abyección”, “miserables” (118) –, los dueños de la palabra que hacen usufructo del poder
centran su empeño social en el ejercicio de la demagogia, en “el falso brillo de los
empleos” y los “títulos”. Su nula ‘educación republicana’ es la base de su racismo:
Serán, pues, los responsables del desierto social, de que las sociedades americanas no
sean otra cosa que repúblicas sin ciudadanos: “…entre tantos… ¡patriotas!… […] no hay
uno que ponga los ojos en los niños pobres. No obstante, en éstos está / la industria que
piden…/ la riqueza que desean…/ la milicia que necesitan…/ en una palabra, la…
¡Patria!…”; “¿Y con quién se harán las Repúblicas? / ¿¡Con Doctores!? ¿¡Con Literatos!?
¿¡Con Escritores…!?” (36). En Rodríguez, la posibilidad de construir efectivamente la
sociedad republicana dependía de la previa forja y constitución de un pueblo ciudadano:
“Nada importa tanto como el tener Pueblo: formarlo debe ser la única ocupación de los
que se apersonan por la causa social” (33). Incluso en la versión limeña de Sociedades
americanas (1842), el populismo de Rodríguez permite vislumbrar la idea germinal de
una democracia social, cifrada en la posibilidad del ascenso social por vía educativa24:
24
“Si la Instrucción se proporciona a TODOS... ¿¡cuántos de los que despreciamos, por Ignorantes, no
serían nuestros Consejeros, nuestros Bienhechores o nuestros Amigos?!... ¿¡Cuántos de los que nos obligan
a echar cerrojos a nuestras puertas, no serían Depositarios de las llaves?! ¿¡Cuántos de los que tememos en
los caminos no serían nuestros compañeros de viaje?! No echamos de ver que los más de los Malvados, son
hombres de talento... ignorantes –que muchos de los que nos mueven a risa, con sus despropósitos, serían
mejores Maestros que muchos, de los que ocupan las Cátedras– que las más de las mujeres que excluimos
de nuestras reuniones, por su mala conducta, las honrarían con su asistencia; en fin, que, entre los que
vemos con desdén, hay muchísimos que serían mejor que nosotros, si hubieran tenido Escuela” (Rodríguez
21
Rodríguez visualizaba una nación mucho más amplia que la dominante visión de
una patria presente y futura marcada por la jerárquica exclusión definida por el verbo y
los límites de la ciudad letrada. Su utopía imaginaba una refundación de la república, en
la que el pueblo fuese centro de atención, regenerado por la educación y –como luego
dijese Martí– elevado a ciudadano. La empresa debería ser acometida por un ‘gran
hombre’ –él mismo y Bolívar–, capaz de convertir “niños pobres” en “nuevos hombres”,
en ciudadanos, gracias a la acción eficaz de la educación (verdaderamente) popular,
destinada, por supuesto, incluso en Rodríguez, a crear un orden social, a la vez
plenamente republicano, paternalista y progresista, unificado y… jerárquico.
Un pasaje referido a la crítica que hace Rodríguez de las tesis que circulaban en la
época sobre las políticas que deben seguir las naciones hispanoamericanas en su relación
con el Papado, serviría para reforzar esta posibilidad de lectura; bastaría hacer un leve
ejercicio de trasposición –del plano religioso al político-social– para entrever la idea de
gobierno que en él subyace:
Las ovejas pueden vivir, según su instinto, sin pastor; pero no como el pastor
quiere, si no las dirige.
Pastorear, es cuidar de su grey, no sólo en el pasto, sino en todos casos y
lugares [...]
Estos animalillos, dóciles, e inermes, ponen todo su cuidado en obedecer, y
llegan hasta seguir al dueño... cuando éste sabe granjearse su cariño; pero en
ninguna parte se ve que
las ovejas busquen al pastor
ni que, abandonadas a su instinto, continúen haciendo rebaño, si son muchas.
Poco a poco se van dispersando…
Cada una con su cría sigue el rumbo que le parece
Se entran en los sembrados
Duermen en el campo
y al fin,
Entre los lobos y los vecinos se las parten.
¡Así se acaban todas las grandes haciendas de ganado!
¿A qué atribuyen los Pastores su pérdida después…?... A todo, menos a su
desidia. Y las ovejas!... (si pudiesen hablar) ¿a quién se quejarían de sus
desgracias…?... Al Cielo.
Háganlo así las greyes Americanas. (Rodríguez 1990: 27-8)
1990: 73).
22
concebir un régimen personalista, desburocratizado y, quizás también, despolitizado, o al
menos asentado sobre la neutralización de esa “clase intermedia de sujetos”. Por ello, con
frecuencia, habría de asimilar el comportamiento (político) de la sociedad al de artefactos
–unas máquinas– o corporaciones fuertemente disciplinadas y disciplinantes – el ejército:
Las máquinas más sencillas son las mejores. Tenga el Congreso diferentes
miembros; pero no diferentes especies de miembros. No se parta un cuerpo
para animar dos, a uso de los pólipos. (Rodríguez 1990: 23)
23
No exageremos. El hombre no nace para vivir solo – ni para vivir en sociedad
sin Jefe. Hasta el ente de razón de la democracia, tiene que unificarse y decir.
[…] sus altas nociones de justicia y de moral; su pulcritud, jamás puesta en duda
ni por sus peores enemigos; su educación y su estirpe, que le alejaban por
completo de aquella nivelación oclocrática […], todo contribuía a poner al
Libertador en choque abierto con los hechos emanados del determinismo
después hará de éste y otros grandes hombres Arturo Úslar Pietri en sus Valores humanos (1991).
24
histórico, condenándolo necesariamente a la más absoluta impopularidad.
(Vallenilla Lanz 1990: 177).
25
contra la idea de una ‘identidad nacional’ pongan en cuestión el verticalismo que, en este
sentido, atravesase la tradición moderna. No obstante eso no quiere decir que fuera de ese
ámbito las cosas hayan sido diferentes. La historia política de las últimas décadas es una
muestra del peso y la vigencia que han tenido ininterrumpidamente las figuras de los
caudillos o ‘padres’.
Incluso antes de la primera aparición de Chávez ante las cámaras de televisión
para admitir el fracaso –“por ahora”– de la intentona golpista de febrero del 92, figuras
como las de Rómulo Betancourt, Rafael Caldera o Carlos Andrés Pérez coparon la
escena política muy por encima de las organizaciones políticas a las que representaban.
Y en un terreno algo más difícil de precisar: para cualquier ciudadano fue algo más que
frecuente durante esas décadas, ante el progresivo deterioro del modelo democrático que
produjo en grandes sectores de la población tanto una desconfianza creciente hacia los
partidos políticos como la convicción de que la corrupción era su más firme estandarte,
verse envuelto en conversaciones casuales callejeras o familiares –con taxistas era todo
un ‘clásico’– que culminaban invariablemente con el colofón sobre la necesidad del
advenimiento de un ‘hombre fuerte’, de una política de ‘mano dura’ (sin contar con el
conocimiento de las tesis de Vallenilla Lanz). Invariablemente también –para taxistas y
empresarios– el modelo de gobernador y gobierno manifiesto o implícito fue Marcos
Pérez Jiménez. (No en balde muy poco antes de la muerte del dictador, Chavez fue el
primer mandatario de la era democrática que lo invitase a participar de su toma de
posesión, cuando menos, aprovechando esa sólida y subterránea popularidad).
Esa misma población de toda clase, tras el agotamiento del modelo político
anterior, fue la que favoreció la llegada al poder de Hugo Chávez. Poco después se
produciría el deslinde. Su política populista y revolucionaria cimentaría su aparato sobre
el estamento militar y reducidos sectores altos y medios dispuestos a involucrarse
disciplinadamente en la empresa. Su respaldo social lo ha encontrado en los mayoritarios
sectores populares. Su discurso ha logrado despertar y mantener en ellos un verdadero y
amoroso fervor. La creencia de que “es de los nuestros” –que Chávez alimenta sea con el
recuerdo de su modesta infancia llanera, el elogio de su condición mestiza o con la
desenvuelta familiaridad de su trato–, complementada con una gestualidad y un verbo
‘recios’27 al tratar a subalternos y enemigos, aunada a la promesa incesante de que los
ingresos petroleros –en inédita, alucinante alza hasta hoy– serán repartidos en misiones,
microcréditos y becas, han posibilitado material y simbólicamente la identificación con
27
Para algunos “recios” sería sólo un eufemismo por ‘autoritarismo’ y/o ‘machismo’, según el caso.
26
el caudillo postmoderno. Con el avío de su imagen carismática y de importantes sumas
de dinero –que siempre facilitan solidaridades–, Chavez ha logrado convencer dentro y
fuera del país de que es llegada la hora de completar el proyecto bolivariano de
liberación popular e integración continental, ciertamente defraudadas una y otra vez, en
vergonzosa sucesión, desde la post-independencia.
Su afán recurrente de legitimar discursos y prácticas políticas mediante el pródigo
recurso a figuras y proyectos incompletos del pasado, ha servido para implementar lo que
Baczko llamara el “dispositivo de control de la vida colectiva, y […] del ejercicio del
poder” (Baczko 1991: 28)28, individualizado de forma casi omnímoda en la figura de su
líder, que ha inundado de consignas justicieras la cotidianidad de la vida política,
fustigando sin cesar a lo que llama las “oligarquías corruptas”; enemigo que ha servido
para justificar en la práctica un cerrado control sobre todos los aparatos del Estado –
militares, judiciales, contralores o ciudadanos– y sobre la principal fuente de riqueza, el
petróleo29.
Aprovechando la viva tradición en la memoria colectiva tanto del gran hombre
(fuerte), del caudillo, como del socialmente casi intocado culto al padre supremo –ese
sentimiento religioso-popular según el cual “Bolívar es el bien, y todo lo que empañe su
brillo […] sólo puede pertenecer al reino de las tinieblas” (Carrera Damas 2003: 40)–,
Chávez supo, ante la crisis, capitalizar y transformar el desaliento. Desde 1998 se ha
encargado de personalizar y mediatizar su mandato, dando la impresión de que todo acto,
toda gestión, todo ‘favor’ (Schwarz) pasa por sus manos, su ‘gracia’ y su bondad.
“Bolívar soy yo”, parece decir tras su gesto de humildad hacia los ‘grandes’ de la historia
patria o continental, al tiempo que su modelo organizacional parece cumplir los consejos
tanto de Simón Rodríguez como de Laureano Vallenilla Lanz, al alimentar la imagen –
sólo la imagen– de control tanto de la “oligarquía corrupta” y la burocracia estatal como
del amoroso correaje directo con su pueblo, su “todos”: puro, grande y justiciero. Como
él.
28
En un sentido que próximo al que apunta Baczko, pero más ajustado al caso venezolano y el culto al
‘padre’ de la patria, Carrera Damas señalaba cómo dicho culto se ha convertido: “en factor de unidad, como
reivindicación del principio de orden; en factor de gobierno, como manadero de inspiración política; y en
factor de superación nacional, como religión de la perfección moral y cívica del pueblo” (Carrera Damas
2003: 44). Y quizás haya que decir que nunca a lo largo del siglo XX su culto ha sido tan eficaz, entre otras
cosas, porque nunca como hoy se ha logrado trabar una identificación tan intensa y fervorosa entre sectores
populares y la dupla Chavez-Bolívar.
29
Más recientemente, el ‘enemigo’ ha cambiado sensible y productivamente: las ‘oligarquías corruptas’ han
sido desplazadas en su protagonismo por la amenaza –a qué dudar, cierta– de la nueva y brutal oleada
imperialista encabezada por el gobierno de George W. Bush.
27
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