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Todos los seres humanos tienen igual grado de dignidad. No existen diferencias
ontológicas entre ellos que permitan considerar a unos superiores a los otros al
modo como las personas son consideradas superiores a los ratones de laboratorio.
Kant señaló que los seres humanos no deben ser tratados nunca como medios, sino
como fines en sí mismos. Eso quiere decir que un ser humano no puede nunca
convertir a otro en un mero instrumento al servicio de sus particulares objetivos. Si
lo hiciera, estaría mermando su dignidad.
Sin embargo, Hannah Arendt acuñó esa expresión para caracterizar no la dignidad,
sino la ciudadanía. Y la situación que vivimos en la actualidad parece seguirle dando
a ella la razón: a los seres humanos se les reconoce el derecho a tener derechos
en la medida en que son ciudadanos de ciertos Estados. Sigue habiendo sólo una
minoría privilegiada que tiene derecho a tener derechos y ese derecho le sigue
siendo negado a la mayoría de la humanidad.
Si bien se piensa, nada hay más extraño que, creada una relación entre dos
personas, las dos nacidas de madre y sin atributos sustantivos que las diferencien,
una de ellas acepte obedecer a la otra. No hay comunidad humana sin que el
poder se confíe a una minoría de personas, que son las que mandan, mientras
que la mayoría obedece. Pero, ¿por qué obedece? En la entrega anterior (cfr. ‘La
costumbre de vivir’, Babelia 11.02.2012), argüí que el hombre inventó las
costumbres como remedio a su finitud. Este hecho ontológico —cabe añadir
ahora— tiene consecuencias políticas. Porque todo sistema político descansa en
la probabilidad de encontrar obediencia entre sus miembros, y ningún
comportamiento es más probable que el sancionado por una costumbre repetida
en el tiempo. ¿Que por qué obedece la gente? La mayoría sólo por costumbre.
Ahora bien, la modernidad ha pretendido construir su proyecto político ignorando
la función político-constitucional de las costumbres.