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DERECHOS HUMANOS

1.- ¿Todo ser humano merece tener derechos?


Cuando se habla de la dignidad que debe ser reconocida al ser humano, se está
haciendo referencia al valor que se asigna a las personas por el hecho de serlo y,
por tanto, al respeto que merecen. Considerar la dignidad como un atributo
intrínseco y específico del ser humano es una forma laica de expresar la idea del
carácter sagrado de la vida humana.

Todos los seres humanos tienen igual grado de dignidad. No existen diferencias
ontológicas entre ellos que permitan considerar a unos superiores a los otros al
modo como las personas son consideradas superiores a los ratones de laboratorio.
Kant señaló que los seres humanos no deben ser tratados nunca como medios, sino
como fines en sí mismos. Eso quiere decir que un ser humano no puede nunca
convertir a otro en un mero instrumento al servicio de sus particulares objetivos. Si
lo hiciera, estaría mermando su dignidad.

La dignidad es la cualidad que hace a un ser merecedor de tener derechos. Los


seres humanos pueden ser titulares de derechos porque tienen dignidad. En ese
sentido, la dignidad podría ser considerada como el «derecho a tener derechos»
que todo ser humano posee.

Sin embargo, Hannah Arendt acuñó esa expresión para caracterizar no la dignidad,
sino la ciudadanía. Y la situación que vivimos en la actualidad parece seguirle dando
a ella la razón: a los seres humanos se les reconoce el derecho a tener derechos
en la medida en que son ciudadanos de ciertos Estados. Sigue habiendo sólo una
minoría privilegiada que tiene derecho a tener derechos y ese derecho le sigue
siendo negado a la mayoría de la humanidad.

2.- ¿Es posible la igualdad legal en una sociedad con mucha


desigualdad?

El pecado, el cual entro en el mundo por la desobediencia de Adán, nuestro


ancestro común a todos los hombres, creo una separación entre Dios y los
hombres, no porque Adán pecó, sino porque todos los hombres hemos pecado, y
esa es la causa de la desigualdad humana. Por causa de esa desigualdad, los
hombres hemos creado leyes que mantienen la división de clase, ya que el
propósito original del Creador era que debíamos ser iguales.
Modernamente los hombres han buscado la forma de crear leyes que establezcan
la igualdad entre todos, pero estas leyes no son más que manifestaciones
semánticas, ya que las brechas crecen cada entre los humanos. La propiedad
privada, las leyes y los gobiernos, sean estos el de la plutocracia, la oligarquía, o
la monarquía, son sistemas que nos separan de la auténtica democracia, creando
una utopía en la cual, el paraíso es solo para unos pocos afortunados que pueden
respirar el limpio aire del Nirvana.

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En las Sagradas Escrituras encontramos expresadas en forma apodíctica, las
reglas, ordenanzas, mandamientos y preceptos para el advenimiento de un mundo
en el cual los seres humanos podríamos vivir sin distinción de razas, sexos o
condición social. Porque es a la altura de la Palabra de Dios que se ha de crear
la atmósfera para que todas las naciones vengan y adoren en la presencia de
Dios, pues se han de manifestar sus obras justas, no habrá distinción, ni acepción
de personas, y mucho menos injusticia social. Entonces se convertirá en una
realidad, la cual se extenderá como un presente continuo, porque llegará el día
que no tendrá noche, y en el cual exclamaremos como el séptimo ángel del
Apocalipsis: "¡El reino del mundo ha llegada a ser de nuestro Señor y de su Cristo,
y Él reinará por siempre y para siempre ¡"

3.- ¿Se deben obedecer las leyes que afectan a la población?

Si bien se piensa, nada hay más extraño que, creada una relación entre dos
personas, las dos nacidas de madre y sin atributos sustantivos que las diferencien,
una de ellas acepte obedecer a la otra. No hay comunidad humana sin que el
poder se confíe a una minoría de personas, que son las que mandan, mientras
que la mayoría obedece. Pero, ¿por qué obedece? En la entrega anterior (cfr. ‘La
costumbre de vivir’, Babelia 11.02.2012), argüí que el hombre inventó las
costumbres como remedio a su finitud. Este hecho ontológico —cabe añadir
ahora— tiene consecuencias políticas. Porque todo sistema político descansa en
la probabilidad de encontrar obediencia entre sus miembros, y ningún
comportamiento es más probable que el sancionado por una costumbre repetida
en el tiempo. ¿Que por qué obedece la gente? La mayoría sólo por costumbre.
Ahora bien, la modernidad ha pretendido construir su proyecto político ignorando
la función político-constitucional de las costumbres.

En realidad, la mayoría de la gente cumple la ley todos los días de forma


voluntaria y pacífica

Durante milenios, antes de la generalización de la escritura, los hombres se


rigieron por un cuerpo de costumbres —cake of costum lo llamó Bagehot— que
aseguraban pautas sociales regulares y previsibles a las que se les reconocía
validez y obligatoriedad plenas. El conjunto de estas normas no escritas conforma
el carácter idiosincrásico de un pueblo, su “espíritu” en términos de Montesquieu,
en el que cristaliza la sabiduría acumulada durante tiempo inmemorial. Si en la
Antigüedad los ancianos disfrutaban de especial preeminencia se debe al
privilegio de haber conocido a los mayores que observaron y transmitieron las
venerables costumbres: mos maiorum. “Con razón se dice, creo que, en el poema
de Píndaro, que la costumbre es señora de todo”, exclama Herodoto en el Libro III
de su Historia tras dar circunstanciada noticia de las tradiciones de las culturas
vecinas.

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En cambio, el famoso Code aprobado por Napoleón en 1804 declaró que la ley era
la única fuente de derecho y expulsó a las costumbres de la república como Platón
había hecho con los poetas (las costumbres son imitaciones colectivas y el poeta
un imitador de la verdad). El paso del agro a las ciudades, donde se concentró una
numerosa población antes dispersa, exigía más complejos procedimientos de
control de masas, y a los funcionarios encargados de esta tarea esos movimientos
consuetudinarios —demasiado libres, espontáneos, populares— les parecían poco
seguros. Se alumbró el ideal de una modernidad sin mores, sólo leyes, decretos,
reglamentos, ordenanzas, que, al beneficiarse de la fijeza, la abstracción y el
detalle que permite el texto escrito, favorecen el ejercicio de la dominación social
con perfección consumada. Hoy el estamento burocrático se ha hecho con el
aparato del poder político y hablar del monopolio de la violencia legítima por parte
del Estado equivale en la práctica a la gestión de ese monopolio por los cuadros
administrativos. Ellos producen todo ese conglomerado de normas escritas que
coagulan nuestras vidas, previa identificación interesada de la legalidad con la
legitimidad democrática. ¿Por qué la gente obedece la ley? Según la tesis del
estatalismo legalista, hay dos razones. Primera: porque, en el esquema
democrático, los ciudadanos se han dado a ellos mismos las leyes y, según el
adagio, volenti non fit iniuria, quienes consienten no pueden hacerse daños a ellos
mismos, aunque la ciudadanía pocas veces logra identificar como cosa propia lo
que los funcionarios preparan en sus oficinas y aprueban los parlamentos.
Segunda razón para obedecer: porque, quien incumple la ley recibe un duro
castigo. Nuestro Estado de derecho, según esta tesis formalista, sería algo así
como sargento matón que sacude al que se desmanda.

No es cierto. En realidad, la mayoría de la gente cumple la ley todos los días de


forma voluntaria y pacífica, y no porque conozca el texto legal y haya estudiado su
régimen sancionador —estamos demasiado ocupados para hacerlo—, sino por
mera costumbre, ese vehículo liviano que nos transporta sin sentir como el delfín a
Teseo o como la ola al surfista. El edificio del Estado moderno pende enteramente
de una gran rutina de observancia de las leyes, y por eso estaba muy puesto en
razón Renan cuando definió la nación como un “plebiscito cotidiano”, ese que
diariamente espera la confirmación del orden constituido mediante su acatamiento
normal y libre, no coaccionado, por la difusa voluntad soberana. “Las leyes”,
escribe Tocqueville, “son siempre vacilantes en tanto no se apoyan en las
costumbres; éstas forman el único poder resistente y duradero del pueblo”. Una
ley contra mores tenderá a caer en desuso y entonces no habrá cárceles lo
bastante grandes en todo el país para recluir a la muchedumbre de infractores; y
una constitución contra mores es simplemente un Estado fallido que se precipita a
la anarquía. El Estado funciona condicionalmente mientras el pueblo mantiene en
suspenso su prerrogativa, nunca transferida del todo, de hacer la revolución y
recuperar su poder constituyente.

Cuando Joaquín Costa llamó a la ley “propuesta de costumbre” estaba sugiriendo


que el legislador prudente es aquel que, consciente de su importante función
pedagógica, sólo promueve leyes capaces de suscitar en la ciudadanía un hábito
de corroboración. ¡Qué grande es, pues, la responsabilidad del legislador a fuer de

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demiurgo de buenas costumbres sociales! Y ¿qué es una buena costumbre? Hoy
la expresión tiene connotaciones moralizantes poco gratas y a muchos quizá les
evoque actuaciones tan pintureras como acudir a la plaza del ayuntamiento a
escuchar el pregón del alcalde, oficiar de costalero en una procesión de Semana
Santa, recibir en el aeropuerto a la victoriosa selección española de fútbol o asistir
al desfile el día de la hispanidad y saludar a la cabra de la legión. Seguro que no
es necesario todo esto. Un ejemplo de buena costumbre es aquella que nos
induce a decir non serviam, a no servir a nadie para no ser súbdito de nadie, pero
al mismo tiempo, paradójicamente, nos invita a servir y ser útil a la comunidad.
Cómo “ser-libres-juntos”, he aquí la cuestión

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