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Javier Jabato
ISBN-13: 978-84-16031-34-4
ISBN-E-Book: 978-84-92926-52-7
Depósito legal: M-15469-2014
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en boca de, por un lado, la agridez furtiva del cítrico y,
por otro, el dulzor juguetón del azúcar.
Habiendo adquirido por tanto la estilística jabatiana
un cariz más incisivo, poético y mordaz que en anteriores
obras suyas, los temas retratados continúan incidiendo no
obstante en lo que nos atrevemos ya a denominar como
el primer gran leitmotiv de su estética literaria, ya vislum-
brado en sus novelas Caín o la literatura del odio (2009) y
Parusía Punk (2011) y afianzado más tarde en Grimorios de
la España cementerio (2013), el poemario que recientemente
recogía la casi totalidad de su obra lírica; ese leitmotiv,
ese microcosmos —esa intersección de la gran historia de
los hombres— en el que se nota que Jabato se mueve
como pez en el agua, es el que hace siempre referencia a
la aparente contradicción entre, por un lado, el desen-
canto existencial y la rabia visceral con que el autor con-
cibe el mundo en su asfixiante colectividad homicida
(véase la agridez furtiva del cítrico) y, por otro, la ternura
y la compasión con que retrata a todas esas víctimas indi-
viduales del anulante poder de fagocitación de ese mismo
mundo al que pertenecen (dícese del dulzor juguetón del
azúcar).
Sin ánimo de desvelar el argumento de cada uno de los
relatos que componen este cuentario, nos detendremos a
continuación a ilustrar, mediante una selección de citas, la
referida dialéctica jabatiana, osciladora entre el desapego
a lo totalizante y la cercanía hacia lo singularizante.
En relación a la beligerante inquina que siente Jabato
hacia toda superestructura subyugante, el narrador de
Fiesta en Prosaquistán (Las tres gracias) nos enfrenta a la
frívola oquedad del concepto de Patria con motivo de la
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visita a un destacamento militar de una conocida celebri-
dad a fin de arengar a la desmoralizada tropa: “Aquello
era la patria. Un descampado reventado, una alambrada,
unos jóvenes malpagados con whisky y media teta vista”.
Del mismo modo, el narrador de La bandera incide en su
insustancialidad en un escenario de magnanimidad a
cuenta de la carrera espacial: “Los primeros que se acer-
caron al lugar sólo vieron un palo, un trapo, el azul, el
blanco y el rojo, las barras y las estrellas.” Por último, en
Gol de señor el narrador adscribe a la Patria inmisericordes
connotaciones de corruptibilidad: “Traía un jamón de
pata negra y una botella de Codorniú. Un maletín incon-
fundible que no hizo falta abrir para que brillase”. Ade-
más de la Patria, el concepto totalizante de Dios tampoco
sale indemne de la cómica mordacidad de Jabato. Así, en
Ascensión y caída en el monte despiste, un monje decide no
ofrecer limosna a un menesteroso excusándose (y escu-
dándose) en el Altísimo : “—Lo siento... No tengo
tiempo... Dios me espera ahí arriba...”. Igualmente, en
(Pen)última plegaria el narrador ahonda en el concepto de
divinidad, en nombre del cual se han cometido las más
infames atrocidades y tropelías: “Una sola palabra que
transmitía una sola idea que asesinaba por fin, a sangre
fría, la conocida historia, una sola palabra que parecía
querer tan solo, sin más, el más puro advenimiento de
algo nuevo (…) Una inmensa comunidad de monos pen-
santes que rogaba a la Causa Primigenia”.
En cuanto a la candorosa comprensión que muestra Ja-
bato hacia los condenados por la civilización humana,
merece destacarse en primer lugar la vuelta de tuerca orwe-
lliana que propone el autor en El zoológico (Orwell revisited),
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donde los animales deciden dejar de estar subyugados
por los hombres, si bien, en su intento por zafarse de su
tutela y tal y como en Rebelión en la Granja, acaban por
asumir irremediablemente sus mismos vicios. Por contra,
en Funerator (El ataúd vacío) la víctima, que acaba auto-en-
terrándose, es un ser humano, quejumbrosamente escla-
vizado por la sociedad consumista en que se consume su
existencia: “Las tragaperras suponen una metáfora per-
fecta de esta locura cochina que llamamos vida”. En úl-
tima instancia, es el amor el que nos (re)-humaniza, como
les sucede a los protagonistas de 2077: “Hacia el final de
la noche, en el interludio licencioso previo al amanecer,
la Mujer Plástico se sintió sincera por vez primera y dijo
al Hombre Chapa: —Te amo. Y ambos se fundieron en un
apasionado beso propio de otros tiempos”. Un amor, eso
sí, mercantilizado y cosificado hasta el absurdo por la so-
ciedad postmoderna, como se aprecia en Del amor a la má-
quina de hierro y chapa: “Al dar la vuelta sobre su amante,
el hombre descubrió el tubo de escape”.
Afirma Jabato en El escritor que robó su propio libro lo si-
guiente: “un escritor que no escribe es como un perro sin
dueño”. Ciertamente, “el vértigo de la página en blanco”
acaba afligiendo a todo escritor, consagrado o no, en
mayor o menor medida. Sea porque se carece de historias
que contar o porque no se sabe cómo contarlas, tal pade-
cimiento está tan extendido que se torna obligado dese-
arle a nuestro autor que no lo sufra en demasía, ya que
nos estaría privando de un universo literario singular ca-
racterizado por la densidad lírica de su estilo y la profun-
didad de introspección en su retrato de comportamientos
humanos. Lean a Jabato por todo ello, y léanlo, como este
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prologuista ha hecho, dejándose arrastrar por sus fulgores
y sus penumbras, impregnándose de su empatía y de su
poesía. Bébanselo, como este prologuista ha hecho, mien-
tras saborean, descreídamente, el agrio dulzor de un buen
zumo de limón.
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1. MICRORELATO DESDE EL EXILIO
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2. FUNERATOR (EL ATAÚD VACÍO)
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viejas avanzando imperceptiblemente al final de la calle
Traspiés y unos perros despedazándose entre sí sobre
un elevado jardincillo de arena. El hombre empezó a ca-
minar resuelta y felicianamente, casi como un turista que
mirase confiado los ventanales de las casas. Así callejeó
sin rumbo, jugando en su cabeza a doblar siempre a la iz-
quierda la primera esquina, hasta que —sin algo que lo
precediese, lo anunciase de algún modo— una expresión
de apuro, de prisa posmoderna, electrificó durante un se-
gundo todo su cuerpo. Allí mismo paró un taxi, entró
veloz y dijo con desagrado la dirección del lugar mientras
buscaba entre sus bolsillos algo que no fuera ni calderilla
ni migajas de tabaco ni cartones del bingo. Después, tran-
quilizándose, recordó que se había guardado en el calce-
tín un ultimísimo billete de diez euros, por si acaso. Fue
entonces cuando vio en el salpicadero del coche una pe-
gatina con el escudo de su equipo. El taxista le cayó ins-
tantáneamente mejor:
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Cuando llegaron al destino, el hombre bajó lentamente,
como si las prisas de la mañana, de la urbe y sus atascos,
no fuesen ya con él. Mientras pagaba con el billete sudado,
el hombre preguntó al taxista:
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las expresiones más terribles del horror humano, el hombre
se dirigió al ataúd, lo abrió, se introdujo en él y cerró la
tapa. Todavía cruzó los brazos sobre el pecho aunque sabía
que ya no lo veía nadie.
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3. LA LUNA
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4. EL ESCRITOR QUE ROBÓ SU
PROPIO LIBRO
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II
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III
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la III Guerra Mundial. Mientras la señora del tercero grita
en las escaleras al hombre del butano y suena el teléfono
que no coges y esperas la muerte y un grifo mal cerrado
gotea y marca el ritmo de la tarde. Escribirás afanándole el
tiempo —gotas de un oro inasible— a los propios relojes.
IV
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filtrase hasta aquel tu menguado saloncito, habitáculo de
Ikikomori e isla de Robinson por siempre.
Al día siguiente, al despertar, recordaste que la víspera
la habías pasado escribiendo, y te acercaste con miedo,
somnoliento y en calzoncillos a la máquina y a los papeles
adyacentes que se extendían en rededor. Al primer vistazo
entendiste que aquello, de ser algo, era una puta mierda.
Demasiada afección, demasiado artificio. Demasiado ba-
rroquizante todo. Así que tiraste de mechero zippo y que-
maste aquello y luego te fuiste a la cocina y volviste con
un café más que generoso y un bocadillo de atún con alioli
y te sentaste de nuevo en la silla, dispuesto a sodomizar
a aquella zorra de la literatura; pero las letras, cabronas
ellas, se ausentaron de ti aquella mañana y aquella tarde
y aquella noche, y las siguientes, y las siguientes de las si-
guientes, y tú quedaste a merced del general Invierno,
que un día se coló sorpresivo por tu ventana y te vio des-
nudo y suplicante en aquella habitación y te juzgó y te
condenó por indolencia. Tenías los ojos inyectados en san-
gre, mordiscos de tu amante en el cuello y, delante, la
nada hecha papel.
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ojos fijos y vidriosos, como el borracho que no cree lo que
ve porque lo que está viendo, sencillamente, no puede
estar ocurriendo. A pesar que desde aquella misma noche
la máquina furibunda no dio tregua, vosotros tardasteis
lo indecible en asumirlo. Sólo después de tres o cuatro
días, en los que no salisteis ni un momento a la calle ni
visteis a nadie ni hablasteis por teléfono ni abristeis si-
quiera el facebook, empezasteis a creer en ello. La má-
quina estaba escribiendo sus memorias.
Una idea horrible se fue instalando en esa cabeza tuya
sin literaturas a la vista, y una botella de ginebra, compar-
tida con tu amante al pie de la máquina, hizo que te deci-
dieras a hacerlo. En principio intentaste ordenar todas
aquellas hojas, apilarlas siquiera en cualquier estante que
no estuviese ya repleto de libros leídos y sin leer y de otras
chuminadas. Llegaste incluso a marcarlas, página 1, pá-
gina 2, página 32, pero pronto te pudo la desidia, la moli-
cie sin par de aquellos días, y también te pudo el propio
y frenético ritmo creador de la máquina, y pronto empe-
zaste así a pensar que debías dejar las hojas tal cual caye-
ran, del derecho o del revés, sobre el suelo sin moqueta
de tu piso. Así —caídas hasta con cierta gracilidad, libe-
radas después de impresas por el rodillo— las hojas, a lo
largo de todos aquellos penosos meses, fueron llenando
la habitación toda, y fueron poco a poco conformando,
con la cadencia que se imponía a sí misma la diosa crea-
ción, una desigual alfombra blanquinegra, hojas y tinta y
nada más, hojas y tinta que no eran otra terrible cosa que
la primera novela de la historia escrita por un máquina.
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VI
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Fue una tarde cualquiera. La máquina, poco a poco,
dejó de crujir. Al final, sostenida casi en un suspiro, escri-
bió un punto, bajó con el tabulador un par de renglones y
pulsó a continuación y muy rápido una F, una I, una N, y
quedó después quieta y casi en silencio, apenas con un ron-
roneo sordo de animal que se sosiega en duermevela. Hu-
biera sido el momento en el que ella se hubiera recostado
un poco hacia atrás y habría encendido con naturalidad
un cigarrillo, mirándose con industrial vanagloria los cur-
vos garfios creadores. Pero nada de eso ocurrió: la má-
quina siguió en su ronroneo apenas oído e hizo la tarde
silencio, y tú permaneciste unos minutos en el dintel de
la puerta, desconocido para ti mismo, mirando a la má-
quina con la mano en la boca tal y como Norman Bates
miró la ducha emporcada de sangre de rubia. Aún bajo la
puerta, como en un descanso que te daba la tarde, fu-
maste y fumaste, sobrecogido y empequeñecido, incré-
dulo tú mismo de lo que ibas a hacer.
VII
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la literatura por calles que jamás se atrevieron a imaginar
tan semejante excelso espectáculo. Llegaste al río. Los can-
dados de los enamorados, 5/12/05, 13/02/09, 29/11/10,
última ultimísima moda de los transmodernos tiempos,
saturaban los fierros del puente. La arrojaste al agua con
esfuerzo y ni siquiera esperaste a que la máquina, aquel
objeto mágico y casi amigo durante un tiempo, éste ser
vivo que lo fue, se estrellase contra el agua. Los pájaros chi-
llaban histriónicos, heraldos del fin de una época, y tú eras
culpable de todo, proscrito ya de todos, pero eso no te im-
pidió volver diligente a tu casa, escurridizo tu perfil como
una rata mojada y yermo tu interior. Cogiste el teléfono,
llamaste a tu editor, dijiste las tres palabras mágicas:
—Tengo la novela.
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5. LA CASA INCENDIADA
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6. EL ZOOLÓGICO (ORWELL REVISITED)
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Chillando insanamente, los pájaros se reventaron des-
nortados contra la lona del circo, haciendo un ruido sordo
que hizo callar a un triste payaso. Las fieras entraron si-
bilinas, conscientes de que nunca eran invitadas. Los
monos, en los ojos de las púberes, supieron ver la seme-
janza de la carne.
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7. 2077
—Te amo.
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8. GOL DE SEÑOR
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Pero la segunda parte empezó diferente: a los dos goles
del bético Poli Rincón respondió Maceda con otros dos. Que-
daban entonces cinco y los jugadores, quijotescos sin duda,
corrieron entonces a las mallas, recogieron el balón y lo plan-
taron de nuevo en el centro del campo. Los que minutos
antes habían abandonado el Benito Villamarín, hombres y
mujeres de poca fe, quisieron entonces entrar de nuevo y los
operarios, en un acceso de patriotismo y solidaridad que hoy
ya no permitirían los nuevos tiempos, abrieron los tornos y
las gradas volvieron a llenarse. El octavo, de nuevo, lo hizo
Rincón, el noveno Santillana. Quedaban entonces quince mi-
nutos y tres goles para la gloria. De nuevo Rincón, agraciado,
hizo el décimo y el bilbaíno Sarabia hizo el undécimo. Que-
daba un gol para la gesta, y a falta de seis minutos, el esta-
dio Benito Villamarín y todos los hogares de la vasta madre
—un país entero unificado en torno al esférico— explotaron
jubilosos cuando el zaragocista Señor, cubriéndose del ubé-
rrimo platino de la historia, se internó por el centro y soltó
un zapatazo que fue a alojarse con violencia en el fondo de
las redes, ante los atónitos ojos de los niños que animaban en
el Fondo Sur, justo detrás de la portería.
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9. ASCENSIÓN Y CAÍDA EN
MONTE DESPISTE
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En un pequeño descanso del terreno, junto a un chopo
solitario, y tal y como si alguien lo hubiese aposentado
allí, había un mendigo sin piernas.
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10. EL PUENTE & LOS CANDADOS
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11. EL HIJO DEL ERROR
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intentaban que nuestros lechos estuvieran adecentados y
libres de parásitos mientras nuestros padres —el que lo
tuviera, claro— fumaban en los portales, masticando su
odio hacia todo bajo un cielo sin conjuros, agraviado.
Nosotros, los niños salvajes que éramos, apedreábamos
gatos o poníamos grandes pedruscos en las carreteras cer-
canas, justo detrás de las curvas. La mediocridad, el tedio
y la mala fe, y sus hijos la codicia ruin y el crimen sote-
rrado, las traiciones por cuarenta euros, los desamores de
las carteras, la brutalidad como horizonte existencial, las
multiversas miserias humanas al fin, tomaban todas las
esquinas y todos los hogares, los gestos, las miradas y
hasta todos los rincones de todos los gineceos en los que
los mayores encerraban sin éxito a nuestras hermanas.
Sin embargo, un día, ese tedio y ese rechinar de dientes
—esa ahistórica mala leche reconcentrada y hecha para-
digma en el Nos— iban a desaparecer. Al menos por un
rato. En el interludio de un mediodía cualquiera, y co-
rriendo por la carretera de Badolatosa, Pepillo el Medio-
hombre entró en el pueblo al grito de ¡Qué vienen los
zíngaros!.
II
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amaestradores de animales y en general gentes de mal
vivir en espera puntual de que algún picoleto oficioso,
mostrando apenas una mano hambrientísima por debajo
de la mesa del despacho, expidiera la licencia necesaria
con la que el espectáculo que fuese, un circo o una com-
pañía de músicos o un vendedor de crecepelo ambulante,
pudiese acampar extramuros y ofrecer sus espectáculos
durante una tarde al menos. Ni siquiera mi padre pudo
oponer algo elocuente al hecho impepinable de que todos
iríamos a ver a los feriantes. Sólo me miró, buscándose un
paquete de cigarrillos que no tenía, y me dijo:
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nos cambiaron hasta en lo más profundo de nosotros mis-
mos. Tuvieron que pasar casi dos generaciones enteras
para que, con la llegada del primerísimo destape, volvie-
ran a iluminarse de tal forma nuestras retinas. El pueblo
ya nunca iba a ser el mismo, ni nosotros, ni nuestros pa-
dres, ni siquiera las vestigios de piedras milenarias que
desde el cerro siempre nos presidían. Nada habría ya de
ser igual y yo sentí que era la última tarde de mi infancia.
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lloró. La mayoría de los hombres, vidriosos sus ojos y per-
didos en los naufragios de la ginebra barata, como si vie-
ran el enésimo apaleamiento de un gato, permanecieron
absortos hasta que uno de ellos, el más borracho o tal vez
el más sensible, empezó a blasfemar contra Dios, contra
su Orden y contra la Naturaleza, contra la progenie, con-
tra la reproducción y contra todo lo que se moviera, y al-
guien lo sacó a trompicones de allí y lo retuvo en la puerta
hasta que llegaron dos efectivos de la Benemérita. El resto
tardamos algún tiempo, o al menos yo tardé, en compren-
der lo que estábamos viendo: en principio, no más que un
montón de mantas o retales sobre unas tablillas de ma-
dera. Sin embargo, un cierto movimiento nos hizo fijarnos
mejor. De entre los harapos emergía lo que pronto, en el
epítome del espanto, entendí que era algo muy parecido
a una cabeza humana absolutamente calva que parecía
haber sido golpeada y quemada y atravesada con fierros.
La cara de aquello era casi una absoluta tábula rasa que
se iba hundiendo hacia abajo y hacia dentro, sin posibili-
dad de barbilla o de mandíbula siquiera, y que solamente
iba a morir en el boquete que —si aquella criatura comía
humanamente— debía hacer las veces de la boca. Enton-
ces, el feriante se sirvió otra vez de la varilla, descorrió
malamente los trapos y dio una nueva vuelta de tuerca al
asunto. El ser se reveló entonces como un auténtico gu-
sano humano de apenas un metro, sin otras carnes que no
fueran una continuidad asalchichonada y sebosa. De
aquel tronco tortuguilíneo, y muy pegado a la cabeza,
emergía un brazo viril al final del cual una mano perfec-
tamente formada escribía sobre unos papelillos que su ex-
plotador le iba dispensando. No supe lo que escribía
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aquella mano porque nosotros éramos analfabetos totales,
hijos y nietos de montaraces ágrafos lejos de todo. Sin em-
bargo, a pesar de mi total falta de instrucción, entendí que
aquella criatura escribía siempre los mismos cuatro sím-
bolos.
— ¿Qué escribe ese tunante? —preguntó alguien desde
el anonimato moral de las últimas filas.
—Amor —el feriante hablaba como un pedagogo en la
Academia de Atenas— El desgraciado lleva así cuarenta
años. Desde que nació...
III
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por llegar tarde sería por haber apedreado a algún gato o
por un roce en los zapatos que no podría ver ni Sherlock
Holmes y que mi madre, con ojos de animal superior, de
pobre y austera, detectaría apenas traspasado el umbral
de casa. Una fuerza extraña, que tal vez sólo fuera mi yo
del futuro que viniese a guiarme, hizo que tomara el ca-
mino menos corto a casa. Atravesé en un santiamén la
plaza del Aire y me dirigí a la explanada en la que habían
acampados los zíngaros.
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12. LA CULPA DE ALGO
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13. EL LIBRE MERCADO
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14. LA BANDERA
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15. FIESTA EN PROSAQUISTÁN
(Las tres gracias)
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ya. Entre bastidores Lady Porconni oteó a aquellas masas
simiescas y por un momento se asustó; pero después
pensó en la pasta gansa que ya había cobrado por aquellos
veinte minutitos de espectáculo y se tranquilizó. Estaba
preparada. Sus dos acompañantes estaban preparadas.
Todas estaban preparadas. Todas eran profesionales. Y
después de la actuación el avión privado las llevaría en
apenas cuatro horas hasta la ciudad santa de Dubai,
donde, sin ningún pensamiento gravoso, podrían rela-
jarse en un spa y freírse las pestañas con rayos uva.
Veinte minutos, pensó. Y ni uno más. Con eso, aquellos
pajilleros tendrían material suficiente para hacerse de se-
guido dos o tres guerras enteras. Con los primeros acor-
des de Te amaré hasta que me ames, la Porconni, secundada
momentos después por Leila y Deila, saltó al ruedo sin
saber que ella era el toro. Dos enormes botellas de coca-
cola hechas de plástico franqueaban el escenario y ser-
vían como columnas a una inmensa y luminiscente M
amarilla. Atrás, como olvidado, estaba expuesto un gran
trapo rojigualdo, deslucido, posthistórico. Como si no
quedasen en nuestro ejército trapos decentes con los que
engalanar los actos de postín. Como si el rojo se hubiese
convertido en un desilusionante rosa y el amarillo fuese,
ahora más que nunca, el amarillo de los artistas que
mueren sobre las tablas. Aquello era la patria. Un des-
campado reventado, una alambrada, unos jóvenes mal-
pagados con whisky y media teta vista. Aunque ya
nunca llegaría a entender, siquiera mínimamente, el sen-
tido de aquellas palabras, la Porconni, moviéndose insi-
nuadora, pasándose las manos desde la cadera hasta allí
donde le brotaban las dos pelotas de playa, pronunció
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aquellas palabras que el director de Propaganda le había
dicho que pronunciase:
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Cuando se pasó aquel aquelarre hombruno, cuando
amainó aquel concubinato del semen y la sangre y la ma-
yoría asaltaba ahora el almacén de bebidas y huía hacia
los penumbrosos descampados cercanos, el comandante
Plácido ordenó a los más borrachos de entre ellos recoger
los improbables restos de las tres mujeres y amontonarlos
junto a unas ruedas de camiones. Combustible no faltaba
nunca en aquel lugar del planeta y alguien acercó una ce-
rilla. El comandante Plácido se quedó un momento inmóvil
mirando la fogata, aquella impensable ofrenda a Marte que
habría de mantenerse ya viva hasta el lluvioso amanecer.
La guerra, la concupiscencia de un cuerpo que somete a
otro, olía peor que nunca y él no se encontraba especial-
mente bien. Sentía algo así como una vaga desilusión se-
xual en el bajo vientre. Dijo a su inmediato subalterno:
—Viva.
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16. EL TAXISTA
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Con las manos desfallecidas desde el mediodía sobre
el volante, con los ojos perdidos en dios sabrá qué Ítacas,
el hombre dejó que le atardeciera y le anocheciera y le lle-
gara hasta la madrugada dentro del coche, impasible y
desnortado frente a aquella futurible corte de los mila-
gros que se representó, sin que él la viera, delante de sus
ojos, y que no era otra cosa que el transcurrir cambiante y
único —inevitablemente prosaico— del barrio.
II
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con días detrás, como glosaba algún bardo localista apo-
sentado en la pequeña barra que el bar Verona sacaba a
la calle, los días en los que en cada hogaza de cada hogar
se amasaban los panes —y los peces, si los hubiere— de
la ilusión y aún de la fuerza. Sin embargo, ahora ya sólo
parecían quedar canis pegando motazos por ahí, depen-
dientas de supermercado que querían ser Letizia Ortiz,
talibanes del fútbol y trepadores olímpicos en los callejo-
nes de la micrópolis. Mediocres hombrecillos que estu-
diaban para policías. Vecinos que en el mejor de los casos
se odiaban en silencio. Putillas baratas en Telecinco a la
hora de comer. La hiriente realidad del barrio se hubiese
mostrado en absoluta verdad a nuestro hombre si nuestro
hombre hubiese tenido el ánimo, el temple, para tales me-
nesteres. Sin embargo, gracias a tal prosaica y majestuosa
verdad, mandamiento primero y mandamiento único, él
iba a ver la luz. Un golpe en la ventanilla le hizo volver
en sí. Vio a tres jóvenes destruidos, de pelo largo y dientes
ausentes, secos como una jeringa. El chándal del Carre-
four, prácticamente de plástico, los delató definitiva-
mente.
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Creía recordar que era el hijo de una antigua vecina, una
mujer que se esforzaba con ahínco en la vida y que murió
hace poco, atropellada por el camión de la lavandería en
la esquina de la calle Descuido con la calle Malfario. Si-
guió mudo, notando la cierta tensión que subía, como la
sierpe del deseo, por las espaldas sudadas de los yonkis.
No sabía qué decir, eso era todo. No sentía miedo. No sen-
tía nada. Se hubiera sentido prácticamente igual en las
playas azulísimas del Hemisferio Felicidad, con un daikiri
o cualquier otra improbable bebida en la mano. El hijo de
la señora se limpió las boqueras de sabo y dijo:
68
17. EL ACANTILADO DE POR
SIEMPRE JAMÁS
69
18. EL CÍRCULO
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19. (PEN)ÚLTIMA PLEGARIA
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y de las teorizaciones a posteriori, pero tal vez no exentos
de razón, nos hemos atrevido a afirmar que todo aquello
no fue más que una disparatada paranoia a nivel mun-
dial, una preciosa locura de pantagruélicas dimensiones
y un trance tan colectivo que no se conocían –de haberlos,
claro— hombres o mujeres, niños o viejos, triunfadores
de la plusvalía o perdedores en el arroyo, que antes o des-
pués no se hubieran unido a la plegaria. Así fue la cosa y
así transcurrió, con la normalidad casi de una victoria del
Real Madrid o de un curro de camarero sin contrato a cua-
tro euros la hora. Así fue la cosa y ahora, en las escuelas
de primaria de toda Eurasia, encima de la pizarra de
nuestros adoctrinadores, había un enorme vacío en el que
yo, cuando me apretaban el hambre y sobre todo el más
absoluto tedio, siempre imaginaba una interrogación de
la que brotaba, a trompicones, como con desdoro, un lí-
quido rojo oscuro.
II
Así fue la cosa. Las voces salían por las ventanas de las
casas y se escuchaban al otro lado de la pared, por las
urbes del estraperlo y por los pueblos inmemoriales de
esos que todavía tienen plaza, desde Siberia hasta las tie-
rras del fuego y desde California, por ejemplo, a Hanoi.
Rebotaban en los estadios del infrafútbol y en la cola del
paro y allí en cualquier otro improbable lugar donde que-
dase algún ser humano. Los pusilánimes del club Bindel-
berg, los grandiosos pordioseros de Calcuta, los libertinos,
los ferrallistas, los seguidores de Crowdley, los piadosos,
los ajedrecistas, los que despertaban al sol en las raves,
74
los desertores, los técnicos del aire acondicionado, los que
nunca habían comido de sus propias manos, todos y cada
uno de los jerarcas enrojecidos del Politburó, los hombres
de iglesia con las manos regordetas, las monjitas que cu-
raban leprosos en el Ultra Oriente, los publicistas de la
carne y el atraco, los integrantes del Ministerio de la Paz,
los residentes de Interzona, los que creyeron en su día en
un universo llamado Noosfera, los escritores fracasados
en la bisagra de su vida, todos, todos y cada uno de ellos,
mesmerizados en un trance de salvación, repetían aquella
palabra que podría haber sido palustre pero era Dios. Por
primera vez, y después de milenios enteros sin entenderse
ni pretenderlo, después de días y días transcurridos uno
tras otro, uno tras otro, bajo el infame signo del saqueo,
la violación y el apedreamiento del prójimo, la humani-
dad entera hablaba un mismo idioma de una sola palabra.
Una sola palabra que transmitía una sola idea que asesi-
naba por fin, a sangre fría, la conocida historia, una sola
palabra que parecía querer tan sólo el más simple adve-
nimiento de algo nuevo. Una gerusía que abarcaba efec-
tivamente a la comunidad entera, que pedía perdón por
el pasado y que se proyectaba con ilusión, con encanto re-
nacido, con humilde encaro, hacia el futuro. Una inmensa
comunidad de monos pensantes que rogaba a la Causa
Primigenia.
III
75
20. EL NIÑO A Y EL NIÑO B
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gales, los pacifistas y los adoradores de la silla eléctrica,
los fagotizadores de carne big mac y los veganos de la soja
y el seitán, los politiquillos baratizados y los trabajadores
de cualquier cloaca, las señoronas de buena fe y las pros-
titutas rumanas que se acuestan con sus maridos, los mís-
ticos de la trascendencia orientalizante y los prosaicos
materialistas de sexo, dineros y comida.
II
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explicarse. Era, sin duda, la inusitada libertad de la que
pocos, muy pocos, han disfrutado a lo largo de la extensa
y desconocida historia.
III
IV
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equipo sobre la cama del otro aminoró en un ápice el pan-
tagruélico odio que lo sostenía. El niño B yacía en la cama,
con el uniforme de marinerito o de aviador con el que se-
guramente habría hecho la primera comunión. Alguien
había colocado un rosario entre sus dedos rígidos, pero lo
había hecho con tan poco tino que las manos habían que-
dado en una infame y ridícula posición, hacia dentro, como
si en vida el niño B hubiera sido retrasado. El niño A se ale-
gró de que lo hubiesen maquillado estúpidamente, perfi-
lándole las cejas y poniéndole colorete en las mejillas.
Parece una niña, pensó, y estuvo a punto de decirle a su
madre que cuando él muriera ni por asomo se les ocurriera
ataviarlo de tan grotesca forma. Cuando supo que nadie lo
miraba, el niño A se acercó al cadáver de su archienemigo
y se inclinó tanto sobre su torso que pudo sentir, con alegría
y asco, lo que entendió era el mismo olor de la muerte. El
niño A abrió su mano sudada y, con la precisión de un ga-
leno o de un charcutero, perforó con la aguja, rápidamente,
el cuello del niño B. Nada cambió. Nadie se movió. Los
adultos siguieron llorando. El aburrido dios del que habla-
ban sus aburridas catequistas ni siquiera tosió, allá arriba
en los cielos, y él no pudo hacer otra cosa que pensar en
gusanos y en materia devorada, en la nunca resucitada
carne redenta. Salió a la calle eufórico y casi silbando, como
un crápula que viniera de follar, y esperó a su madre dando
vueltas en torno a los herrumbrosos columpios.
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se dirigió a su cuarto, pensando en perder el resto de la
tarde haciendo lo que quiera que hagan hoy los niños en
el occidente capitalista. De pronto, apenas unos minutos
antes de que fueran las nueve y su madre lo llamara para
una cena que también odiaba, el niño A presintió que al-
guien iba a abrir la puerta. El niño B entró en la estancia
y ambos se midieron las miradas como siempre, tal y
como si se encontrasen por el barrio o se enfrentasen en
un partido de futbito total en el patio del colegio. Al vivo
le castañearon un poco los dientes, pero se recompuso con
cierto decoro y dijo al difunto:
—Pues vamos.
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21. DEL AMOR A LA MÁQUINA
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ÍNDICE
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Este libro se terminó de imprimir
en Huarte, España, en el mes de
julio de 2014