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Eutanasia en el Perú, la búsqueda de una muerte digna

La tarde del 14 de mayo del 2015, a la una con veinticinco minutos, luego de una incesante lucha
en las camillas del hospital estatal de Chile, falleció Valentina Maureira. Ella tenía 14 años de vida;
pero vividos, ninguno. Le diagnosticaron fibrosis quística a los 6 meses y desde entonces libró una
batalla sin descanso con un mal hereditario que no daba treguas ni respetaba tratos. Desde
temprana edad, Valentina tuvo que entender que su situación era diferente a la de otros niños; la
enfermedad la obligó a cambiar los jean’s por batas blancas, su sedosa cama por los fríos trastes
de los hospitales y las visitas a los parques por los días en el consultorio. Pero Valentina no era la
primera, su hermano mayor, a quien solo conocía por fotos y relatos de sus padres, falleció a los 6
años, en el 96’, debido al mismo mal; y ahora este observaba con risa maliciosa el inútil esfuerzo
de Valentina por buscar otro destino al ya pronosticado.

En febrero del 2015, luego de 14 largos años de tormentosa agonía y esperanzas infundadas,
Valentina tomó la decisión más difícil de su corta existencia, ella había decidido dejar de luchar. En
un video publicado en sus redes, ella imploraba a ala presidenta Bachelet que le permitiese la
aplicación de la eutanasia. No faltaron quienes no dudaron en señalar con el dedo inquisidor y
llamar a esto cobardía, pero qué podían exigirle esos grupos conservadores a una adolescente
que, sin tener treinta y tres años, tuvo que cargar la cruz del mal congénito por catorce largos
años, azotada por el látigo de la incertidumbre.

Valentina tomó el descanso eterno en medio de una innecesaria agonía. Si bien la enfermedad
nunca le permitió decidir sobre su vida; ella esperaba que al menos le permitiesen decidir sobre su
muerte. Sabía que no podía cambiar el final, pero ansiaba cambiar la forma.

En marzo del mismo año, en Perú, como consecuencia del video y la osadía de Valentina, se
presentaba el último intento registrado por legalizar la eutanasia. El parlamentario Roberto Angulo
Álvarez presentaba un proyecto de ley que intentaba volver a poner en la mesa del debate la
reforma del Código Penal con respecto al suicidio asistido. Según Ipsos, en una encuesta realizada
en esa fecha, el 52% estaba a favor de la legalidad de la eutanasia, y en caso de tratarse de una
enfermedad terminal, esta cifra aumentaba al 63%. Un ex primer ministro, allegado al oficialismo,
indicó que esto revelaba una cosificación del ser humano y el deterioro social. Finalmente, la falta
de interés del ejecutivo y su conservadurismo, amparado en los artículos 112 y 113 del Código
Penal, evitaron la consumación del proyecto de ley.

El artículo 112 sostiene que: “El que, por piedad, mata a un enfermo incurable […] será reprimido
con una pena privativa de libertad no mayor a tres años” (Código Penal, 1991). Es claro lo
subjetivo e inexacto del artículo; primero aduce a la piedad como un requisito para una pena
privativa, luego indica la necesidad de una enfermedad incurable, siendo esta muy distinta a las
enfermedades terminales que son las exhortan el uso de la eutanasia.

Bajo el mismo lineamiento del mencionado, el artículo 113 indica que: “El que instiga a otro al
suicidio o lo ayuda a cometerlo, será reprimido […] con una pena privativa de libertad no menor de
uno ni mayor de cuatro años” (Código Penal, 1991). Valentina Maureira imploró un final
compasivo frente a una agonía innecesaria; si juzgaremos al culpable que la inducía al suicidio,
será a la fibrosis quística. Es aquella enfermedad quien lucía a la muerte como un sueño acogedor.

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