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Carlos Pacheco

Caracas, 1810
EL Americanismo de la Venezuela Incipiente
…porque estábamos, acaso sin advertirlo bien, en un gran remolino de la Historia Universal y por
haber dado hombres excepcionales para la empresa, el movimiento de Caracas conmovería a la
América entera (…) Preparado ya por grandes personalidades venezolanas que desde fines del
siglo XVIII salieron –como Miranda y Simón Rodríguez– a recorrer el ancho viento de la Historia,
se operará en la América del Sur, entre 1810 y 1830, un casi inexplicable milagro venezolano. De
Caracas hasta el Perú y penetrando, también, en el distante Virreinato del Plata, los venezolanos
(…) ganan las mayores batallas con Bolívar y Sucre; realizan en los Llanos las mitológicas proezas
de Páez; inspiran a los poetas como el Libertador inspiró a Olmedo; presiden congresos y fundan
repúblicas. (…) fuimos nación combatiente, despierta y fecundadora. (…) ya teníamos historia
para que la recordaran todas las generaciones que vinieron después.

Mariano Picón – Salas

La América toda existe en nación. Himno nacional venezolano.

A la memoria de José Santos Urriola

e Iraset Páez Urdaneta


I
En diciembre de 1994, al regresar a Caracas después de varios meses en el exterior, me
sorprendió la presencia ubicua, en vehículos de toda clase y condición, de calcomanías con la
bandera nacional. ¿Qué significa esto – pregunté entonces con insistencia – este despliegue de
fervor venezolanista de un país que galopa sobre la olla de presión de una crisis económica,
política y moral como la nuestra? ¿De qué necesidad colectiva de identidad y autoafirmación
patriótica nos hablan tantos tricolores plásticos? Las respuestas de amigos y cronistas de prensa
no llegaron a satisfacerme.

Pocas semanas más tarde, uno de los temas en la agenda del Simposio Internacional sobre
Literatura y Cultura Venezolana (París, mayo de 1995), <<Venezuela en la cultura continental>>,
abría un cauce más adecuado para mi reflexión. Y es que, junto a otros muchos indicios visibles de
exarcebación patriótica, aquellas banderitas parecieran querer ser una afirmación rotunda y casi
desesperada de venezolanidad. Pero ¿de qué venezolanidad se trata? ¿No hay, en el fondo de
estas reacciones, aún superficiales, una necesidad perentoria de identificarse –frente a un caos
que es también armonía– con un ethosy tal vez también con unepos de lo nacional; una necesidad
de recurrir a las fuentes simbólicas raigales de lo propio, para poder recomenzar, para poder
replantearse, a pocos años del fin de siglo, un nuevo proyecto de nación?

En los escasos dos siglos de nuestra historia, son muchas las energías intelectuales y
morales que se han movilizado hacia el conocimiento cada vez mayor y hacia la expresión idónea
de la propia realidad, así como hacia una difusión y un intercambio de su producción cultural con
la de otros países. Es un proceso largo y complejo, cuya consideración, siquiera sucinta, es del todo
imposible en el marco de una comunicación como ésta. Opto entonces por dirigir la mirada hacia
los momentos fundacionales de ese proceso, con la esperanza de encontrar allí alguna clave útil
para interpretar nuestra coyuntura presente.

Ahora bien, ¿cuál es ese momento inicial?, ¿dónde y cuando empezamos a existir como
nación?, ¿desde qué momento puede hablarse de una cultura propiamente venezolana y por
tanto la posibilidad de proyectarla hacia el continente y hacia el resto del mundo? En su esfuerzo
periodológico, los historiadores suelen usar las fechas <<oficiales>> como punto de referencia: la
proclamación de la independencia o la firma de nuestra primera acta constitucional. Sabemos, sin
embargo, que la gestación de lo nacional, se inicia mucho antes. Para que tales gestos
fundacionales se produzcan, ella tiene que haber madurado a lo largo de generaciones; y cuando
se produce, dista mucho de ser un hecho cumplido. Más que una realidad plena, es formulación
de una aspiración colectiva que debe resolver aún graves dificultades de conceptuación y
organización, así como enfrentar la indiferencia y la oposición activas de factores tanto internos
como externos.

En el primero de los ensayos de Letras y hombres de Venezuela (1978) Uslar Pietri explora
las sucesivas imágenes de lo venezolano (el territorio, la población, las instituciones, la emergencia
de un sentir colectivo...), desde las tempranas e ingenuas fórmulas colombinas ->>Tierra de Gracia,
<<Paraíso Terrenal>>-, hasta los inicios del siglo XIX, cuando el eco emancipatorio resuena en las
proclamas de Bolívar y en la poesía de Bello. Trescientos años de lenta gestación de un
sentimiento de patria que llega finalmente a ser impulso emancipatorio. Para 1810, ese
sentimiento y ese impulso, aún ambiguos, informes, vacilantes, no pueden ya sin embargo ser
represados, silenciados o aplazados.

El título de aquel ensayo, <<La invención de Venezuela>> es frase especialmente feliz;


sobre todo si se la lee desde la perspectiva señalada por obras como ImaginedCommunities, de
Benedict Anderson (1983) o TheInvention of Tradition, de Hobsbawn y Ranger (1983), entre otros.
En efecto, para esa nutrida bibliografía reciente sobre la formación de lo nacional, el surgimiento y
evolución de la idea de nación es un complejo proceso por medio del cual una sociedad
determinada se va concibiendo, se va imaginando a sí misma en tanto comunidad política
consensual, asentada sobre un territorio delimitado, heredera de una tradición donde los héroes
funcionan como encarnación de los valores, copartícipe tal vez de ciertos rasgos étnicos,
religiosos, lingüísticos, etc., dirigida quizá hacia un proyecto social compartido y representada por
un sistema de símbolos orientado a asegurar su consolidación y reproducción social.1

Si bien es evidente entonces que lo venezolano, es decir: una noción de nación y un


sentimiento de patria, se va incubando a lo largo de tres siglos de vida colonial, también resulta
indudable y llamativa la fuerza y la claridad con las que esta concepción y este sentimiento
eclosionan en un lugar y tiempo específicos. La ciudad de Caracas, en torno a 1810. La capital de la
Capitanía General de Venezuela es aún una villa que no sobrepasa los 40.000 habitantes. En ella
parece darse sin embargo la excepcional coincidencia de factores geográficos, sociales, culturales,
políticos y económicos que desencadenan un haz potentísimo de energías capaz de abrir cauce no
sólo a una explícita manifestación del sentir nacional, sino también a su primera y tal vez más
fuerte proyección hacia el continente y hacia el mundo.

En efecto, son cuatro criollos caraqueños, nacidos entre 1750 y 1783, las figuras
protagónicas de aquel momento inaugural, no sólo en el contexto de lo que sería Venezuela, sino
en el de todo el continente hispanoamericano. Entre ellos existen numerosos nexos y, aunque de
manera muy diversa, ellos cuatro están presentes en 1810. Ese año concluye la etapa caraqueña
de Bello, al arribar, junto al mismo Bolívar en misión diplomática a la capital británica. Allí, en la
residencia mirandina de Grafton Street se produce el encuentro poco común de aquellos tres
hombres en trance de ingresar a la historia. Pocos meses después, tras casi 40 años de ausencia,
Miranda regresa a Caracas. También lo hace Bolívar, para incorporarse ambos –de manera
sumamente conflictiva, teniendo en un momento que enfrentarse como sabemos– al díficil
momento inicial del proceso independista. Simón Rodríguez, por su parte, quien había sido, como
Bello, maestro del Libertador y sobre todo su mentor en la turbulencia de la primera juventud,
además de testigo y narrador privilegiado del juramento del monte Aventino en 1805, vive una
especie de vida oculta, mientras continúa su dilatado periplo extranjero iniciado en 1797.
Personajes tan disímiles entre sí; y sin embargo orientados todos ellos por un doble propósito: la
consolidación interna de la nación recién nacida y a la vez su reconocimiento y proyección
externos. Las energías centrípetas del afán independentista y la autodefinición nacional
coexistiendo con las centrífugas de la primera expansión de esa patria incipiente hacia lo
americano y lo universal.

La historiografía ha tenido con frecuencia a enfatizar el aspecto político y militar de la


inmensa transformación que estaba teniendo lugar. Sin embargo, la autonomía que se persigue
del dominio peninsular de los límites y modelos por él impuestos abarcó todos los aspectos de la
sociedad colonial: los hábitos y normas de conducta, la educación, las leyes, la lengua, el
intercambio económico, la escritura y las artes, hasta la posibilidad de realizar una investigacion
científica acerca de lo propio. (Osorio, 1994: 8). Todas estas vertientes del proceso
independentistas encuentran manifestación perfecta en la diversidad las ejecutorias de estos
cuatro protagonistas de nuestra emancipación, así como la gran complejidad interna de sus
respectivos caracteres.

Este proceso no fue por supuesto exclusivo de Venezuela. La casi completa sincronía de su
resonancia continental es uno de los rasgos más llamativos de la independencia como fenómeno
histórico. Ella se pone de manifiesto en la gran versatilidad y el vigor intelectual con que se hará
notar pocos lustros más tarde la generación romántica rioplatense. Pienso sobre todo en los dos
ideólogos más destacados de la emancipación: Juan Pablo Viscardo y Guzmán (1748–1798), el
jesuita peruano expulso, autor de la famosa <<Carta a los españoles americanos>> (1791), tan
difundida por Miranda desde Londres; y Fray Servando Teresa de Mier (1763–1827), el dominio
mexicano partidario de la unidad y autonomía de Hispanoamérica, desterrado, rebelde y
anticonvencional como Simón Rodríguez y estrechamente vinculado a él en el París de comienzos
de siglo.

Ahora bien, a pesar de ese indudable carácter continental que se niega a adquirri el
proceso, cuando el docente o el historiador deciden dar su atención en la emancipación
americana, no pueden sino poner la mirada con preeminencia en la Caracas de 1810 y enfocarla
sobre estos cuatro caraqueños, pues cada uno de ellos propone dimensiones diversas pero
igualmente fundamentales de ese fenómeno y de su interpretación. Las limitaciones de esta
exposición me obligan a restringirme en esta oportunidad a la consideración de sólo estas dos
figuras: Miranda y Bello.
II
Como Bolívar y Rodríguez (de Bello no puede decirse lo mismo) Miranda es personaje
novelesco –aún antes de haber sido novelado– por el magnetismo que ejerce su vida, tan llena de
episodios y lances plenos de virtualidad ficcional. Incluso a partir de las biografías más serias y más
circunspectas, Miranda crece ya como protagonista de un mito histórico de rica multiplicidad. Él
es, por supuesto y ante todo, el Precursor. Para el imaginario escolar, en especial, que es a
menudo el que marca la pauta en la construcción de la imagen cultural que termina siendo toda
connotada figura pública, Miranda es en primer término el expedicionario maduro y romántico
que se desembarca en La Vela de Coro bajo la enseña tricolor de su propia invención. Pero es
también el general victorioso del ejército francés, el único hispanoamericano cuyo nombre está
inscrito en el Arco de Triunfo de París; y el viajero incansable que recorre todo el mundo civilizado
de su época, y el infatigable conspirador de gabinete; y también el donjuán de activísima vida
amorosa en lechos de todas las alturas... Desde la pregunta que conduce este trabajo, nos interesa
destacar tres facetas de esa compleja imagen cultural mirandina, facetas decantadas y pulidas
mediante esa cadena de operaciones de investigación, valoración e interpretación que resulta de
la práctica historiográfica y de otros modos de recepción cultural del pasado.

Miranda es para mucho el <<primer criollo universal>>. La frase apunta a lo que podría
pensarse como su mayor proeza: la de levantarse desde su modesto origen social y colonial hasta
las cimas más encumbradas del poder mundial. A pesar de la insistencia de los biógrafos, no deja
de sorprender el tránsito que lo lleva el 1711 desde una Caracas aún parroquial, donde su padre,
comerciante canario, ha sufrido los rigores de la intolerancia mantuana, a iniciar un periplo de
guerras, lecturas, amores, diplomacia y conspiración que lo hará tomar parte destacada en los
acontecimientos de mayor relieve ocurridos en el planeta durante su vida (la Revolución Francesa,
la Independencia de los Estados Unidos y la de Hispanoamérica), así como a intimar con figuras de
la mayor influencia en Inglaterra, Francia, Rusia y Norteamérica.

Pero para comprender a Miranda, la paradoja del ascenso vertiginoso del indiano a las
umbres del poder, debe balancearse con el sino trágico que vino a marcar su existencia de manera
cíclica e irrevocable. Así lo proponen, entre otros, Picón–Salas (1972) y Salcedo Bastardo (1988) y
lo destacan, desde el titulo de sus obras, el biógrafo Nucete Sardi, en Aventura y tragedia de
Francisco de Miranda (1971) y el novelista Denzil Romero, en La tragedia del generalísimo (1983).
Y es que en Miranda la inminencia del triunfo está siempre amenazada y es finalmente rebasada
por un brusco cambio de fortuna que lo hunde en el fracaso. Sísifo, entonces, por esa capacidad
suya para sobreponerse una y otra vez, con inusual pertinacia, a esos desaires, aplazamientos e
incomprensiones fue invariablemente escoltaron sus contados momentos de éxito y de gloría. No
es casual por ello que la imagen dominante de la iconografía mirandina no sea el cesáreo medallón
del prócer consagrado, sino más bien el yacente y descorazonado <<Miranda en la Carraca>> de
Arturo Michelena, la imagen del caído, certeramente elegida por Romero como motivo recurrente
y situación narrativa principal de su novela.
Más real y significativa que la estampa del héroe romántico invicto, perfecto y fruto de sus
propios esfuerzos y cualidades (por lo demás incompatible con los datos constatables de su vida),
resulta entonces esta segunda visión; no sólo por ser aleccionadora para los triunfalistas
desaforados de la historiografía nacional, sino sobre todo porque exhibe la encarnadura humana
del sujeto, haciéndolo a la vez más verosímil y profundo. En este rol trágico, Miranda es leído
entonces también como Quijote (Pico–Salas, 1972), un Quijote tan noble y utópico en el propósito
de su impulso tenaz como desapegado de la realidad concreta. Mientras se refina entre libros y
banquetes, mientras cumple su secuencia de lances bélicos y amorosos, a medida que peregrina
sin tregua de una a otra cancillería, en pos de su utopía de liberar al continente, no advierte la
inmensidad de la brecha que lo separa de sus coterráneos. Por eso, el ilustrado cosmopolita que
arriba a Coro y luego a Caracas resulta incomprendido por los mismos beneficiarios de su acción
libertadora. Pero la paradoja mirandina puede leerse también desde el otro lado: quijotesco por lo
desmedido de su empresa que asume sin pestañear, no se ha nutrido sin embargo de fantasías
caballerescas, sino más bien de la gran papelería de la Ilustración y la erudición clásica. Se trata
entonces de un paradójico Quijote, al tiempo racional, sistemático y capaz de organización y
planificación.2

Lo que resulta claro –y es lo más pertinente desde la pregunta que conduce estas páginas–
es que la energía y el talento mirandinos, intensos y complejos como son, se aplican de manera
sostenida y coherente al logro de un gran objetivo de carácter continental: la independencia de los
pueblos hispanoamericanos, que concibe siempre como una unidad. El primer criollo universal, el
Sísifo, el Quijote, es sobre todo un adelantado de la hispanoamericanidad. Un seguimiento de sus
acciones y escritos permite establecer su consecuencia con ese ideal: En 1798 firma con José del
Pozo y Sucre y Manuel José de Salas <<comisarios de la Junta de Diputados de la América
Meridional>> el Acta de París, donde se proponen acciones conducentes a propiciar la
independencia de Hispanoamérica y se gestiona el respaldo británico y norteamericano. En 1799
en francés, y en español en 1801, publica y difunde la Carta a los Españoles Americanos, de
Viscardo y Guzmán. En este último año, desde Londres, lanza la proclama: A los pueblos del
continente Colombiano alías Hispanoamérica. En 1806, crea el tricolor amarillo, azul y rojo como
emblema de su proyectada nación continental llamada Colombia o Colombeia. Con esa enseñanza
patria, que inspirará las banderas nacionales de Venezuela, Colombia y Ecuador, desembarca en La
Vela. Fracasada aquella expedición, se consagra en Londres, en 1810, a la publicidad
proindependentista y a la publicación de El Colombiano. Ese mismo año recibe, aloja y asesora a
los miembros de la primera delegación diplomática venezolana. Ya de regreso en Caracas,
participa directamente en la gesta independentista hasta su prisión y destierro en 1812. A lo largo
de toda su vida compila el fabuloso Archivo llamado <<Colombeia>>: 63 volúmenes
encuadernados por él mismo con los documentos de 40 años de trabajos en pro de la libertad
continental.

Miranda es entonces también nuestro primer americanista;3 no es sólo el precursor de la


independencia venezolana, sino también de ese americanismo, de esa visión integradora, que con
matices diversos completarán Rodríguez, Bello y Bolívar, junto con otras figuras del continente, en
aquel momento fundacional de nuestras naciones.

III
31 años menor que Miranda y 10 más joven que Rodríguez, Andrés Bello vendrá a
encarnar sin embrago para las naciones del continente, en trance de gestación y alumbramiento,
el papel de figura paterna, de primer maestro republicano de alta autoridad intelectual y moral.
Los definidos rasgos apolíneos de su carácter, su dedicación sistemática a la formación intelectual,
a la educación y a la cultura, más que a la guerra, a la actividad política directa, a los viajes o a la
aventura, lo separan de sus tres compatriotas y lo colocan como piedra fundadora de la vida
cultural autónoma de Hispanoamérica.

A pesar de sus obvias diferencias de orientación y de énfasis, las tres nítidas etapas de su
vida, en Caracas, Londres y Santiago, exhiben una coherencia notable en esa dirección. Igual
sucede con las variadísimas direcciones que adoptó su práctica intelectual y artística. El eje de esa
coherencia reside en su visión comprehensiva de la realidad y su raro dominio del conocimiento
disponible en Occidente para la época. Y en el centro de esa concepción tan amplia a la vez que
sistemática se encuentra lo que se ha llamado su <<americanismo>>. En efecto, tras el clímax
político militar de su independencia, al iniciarse el proceso de constitución y autodefinición de las
naciones, Hispanoamérica encuentra en Bello un sabio que podía sentir como suyo, un intelectual
al tanto del estado de las artes y las ciencias, pero capaz al mismo tiempo de mirar a esta nueva
realidad desde América, comprendiendo y defendiendo la diferencia y especificidad de sus
realidades naturales y procesos sociales, históricos y culturales, de una educación, un arte y una
poesía que no tenían por qué ignorar ilusamente lo europeo, pero que debían sobre todo,
esforzarse por conocer, considerar y adaptarse a lo propio.

En este sentido, Bello será también un precursor, no en el campo diplomático, político o


militar, como Miranda, sino en el dominio del pensamiento, de la creación poética, de la
educación, la investigación lingüística e histórica, la jurisprudencia y el periodismo. Una mirada
diacrónica como la propuesta por Leopoldo Zea (1989: 727) permite ubicarlo como antecesor
fundamental, en línea directa, de Martí, Rodó, y otros intelectuales que pensarán a América desde
América. Esta posición fundadora y autonomista significó un rompimiento con las convenciones
ecolásticas que regían el mundo colonial y una apuesta por la aventura científica que se abre con
las nuevas miradas racionalistas de la Ilustración y la atención romántica al locus de la cultura.
Significa asumir, en varias de sus famosas polémicas, una difícil posición de equilibrio cuando se
niega a abjurar ciegamente de la tradición hispánica, mientras rechaza también toda asimilación
acrítica de las novedades –sean éstas tecnológicas o conceptuales– por el sólo hecho de provenir
de los centros ahora prestigiosos como Francia, Inglaterra o los Estados Unidos.
En diferentes momentos y facetas de su trayectoria pueden verse los signos del
predominio de este ideal americanista. La etapa londinense de Bello es sin duda el momento de la
erudición, del insaciable cultivo intelectual, simbolizado magníficamente por la silla del lector de la
British Library que hizo suya por derecho de uso. Pero el erudito es capaz también de desarrollar
dos empresas periodísticas cuyo propósito y realización corresponden plenamente a un programa
de orientación nítidamente americanista: la Biblioteca Americana (1823) y el Repertorio
Americano (1826–1827). A diferencia del proyecto de la revista El Lucero (cuyo prospecto publica
Caracas en 1810) y de El Araucano, de Santiago de Chile, cuya vigencia se extiende entre 1830 y
1853, publicaciones que naturalmente responden más a la situación y los intereses particulares de
Venezuela y Chile, respectivamente, las dos revistas londinenses, publicadas por un grupo de
colaboradores y redactores de diversos orígenes hispanamericanos y dirigida al público amplio del
Nuevo Mundo, suponen y manifiestan de manera mucho más nítida, una visión del conjunto
continental, un proyecto de independencia política, de unidad, de cooperación mutua y de
desarrollo cultural autónomo.

La Biblioteca es presentada de hecho como el órgano oficial de una Sociedad de


Americanos, de la cual Bello fue miembro destacado, junto con el cartagenero Juan García del Río
(1794 – 1856), quien lo acompaña también en la realización de esta revista y unos años más tarde
del Repertorio Americano. A pesar de la disparidad de títulos y períodos de publicación, Pedro
Grases considera estas iniciativas como una misma propuesta editorial, con un mismo propósito
difusor del americanismo, unificadas además por la común dirección de Bello (Grases, 1995: III,
4011). Después de la efímera experiencia mirandina con El Colombiano en 1810, La Biblioteca
Americana es la primera publicación periódica cultural americana publicada en Europa. Allí
aparece por primera vez la <<Alocución a la poesía>>, poseedora también de valor inaugural. Los
propósitos solidarios de ambas publicaciones apuntan ante todo a la educación de los
compatriotas americanos y a señalar al resto del mundo la legitimidad de su aspiración
autonomista. Un aspecto importante que se evidencia en las publicaciones londinenses es el
vínculo de cooperación que se desarrolla en este momento (

El lugar preeminente que ocupaba en la mente el sentir de Bello el proyecto de fundación


y edificación de las nuevas naciones hispanoamericanas, inicialmente concebidas como una
totalidad, queda expresado también en el cambio de matriz, en la súlti reorientación que
experimenta su práctica intelectual cuando emigra a Chile: de la erudición a la educación. En
Londres estaba absorbido por el cultivo del saber por su valor intrínseco. En Santiago, pondrá sus
talentos principalmente al servicio del nuevo país en trance de organizar un sistema educativo, un
servicio diplomático, un orden jurídico, una prensa, etc. El sillón de la British Library es sustituido
entonces por el despacho rectoral y la curul del Senador, por labores de alto oficial de la
Cancillería y de redactor principal de El Araucano. En este conjunto, predomina su convicción de la
prioridad de la educación para el desarrollo de los pueblos de América. Una educación concebida
de manera amplísima como un proceso plenamente global, que no sólo incluye el sistema
educativo formal, sino toda una gama de actividades como la investigación, el periodismo, la
práctica artística, la crítica literaria... Bello tiene conciencia nítida del momento auroral americano.
Un conjunto de nuevas naciones tenían que ser organizadas sin negar los adelantos foráneos, pero
teniendo delante en todo momento las condiciones de la realidad inmediata. Esta visión
fundacional y autonómica infunde todas las facetas de su actividad.

Ella estaba ya presente, por supuesto, en su práctica lírica. Tanto la <<Alocución a la


Poesía>> (1823) como <<La agricultura de la Zona Tórrida>> (1826), concebidos ambos poemas
como parte de uno mayor titulado precisamente <<América>> que no llegaría a completar,
constituyen la perfecta encarnación lírica de su concepción de independencia cultural de la
metrópoli. Bello es, por otra parte uno de los primeros practicantes de la crítica literaria en la
América independiente que dirige su atención a los escritores del continente: Olmedo,
DiegoFernández de Navarrete, José María Heredia, Cruz Valera, entre otros. Una perspectiva
similar es la que infunde su visión de la práctica historiográfica y cómo debe ejercerse ésta en el
caso de las nuevas naciones americanas.4En efecto, el desarrollo de la ciencia histórica en
nuestros países no puede suponer como cumplidos los pasos que están aún por darse. Por ello,
propone en este momento de verdadero parto de las naciones americanas, privilegiar lo narrativo
sobre lo interpretativo. En lugar de deducir explicaciones de las concepciones sociológicas
maduradas en el viejo mundo, ir a las fuentes documentales directas y referir los hechos. Después
llegará el momento de interpretar, de sacar conclusiones.5

Finalmente, la concepción americanista de Bello se hace visible en su atención sobre el


lenguaje y en particular sobre el español de América, su integridad y autonomía relativa del
peninsular. Esta atención se evidencia desde el título de su famosa Gramática destinada al uso de
los americanos (1847), en cuyo <<Prólogo>> aclara: <<Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los
habitantes de Hispanoamérica (...) Juzgo importante la conversación de la lengua de nuestros
padres en su posible pureza, como medio providencial de comunicación y un vínculo de
fraternidad entre las varias naciones de origen español, derramadas sobre los dos continentes.>>
(Bello, 1952–1959: IV, 11). Aparte de su valor científico como proposición lógica, analítica y
normativa que le dará validez universal a su Gramática, la obra de Bello es una nueva muestra de
su afán por lograr una unidad cultural hispanoamericana por medio de la educación, que en este
caso se traduce en la formación de hablantes y escribientes calificados del castellano. En
conclusión, al revisar la integridad y coherencia del pensamiento de Bello, tal como se aprecia en
las diversas direcciones de su ejecución, <<...se ratifica –como dice Grases– la interpretación que
la historia de la cultura ha dado a su persona: la de fundador de la cultura americana que habla
español, como primer humanista del continente>> (Grases, 1988: 335).
IV
En medio de la convulsa vida política venezolana de mediados del siglo XIX, Juan Vicente
González volvió la mirada hacia los próceres que apenas décadas atrás habían forjado nuestra
independencia. En sus textos sobre Bolívar, su mesenianadedicada a Bello y sus proyectos de
biografías edificantes, recurrió ya a ese pasado reciente en busca de inspiración para un presente
que percibió entonces como degradado. ¿Es tan diferente aquella mirada de la que en el trance
actual y reciente, volvemos hacia los héroes a través de los discursos de los llamados
<<Notables>> o del <<bolivarismo>> de nuevo cuño de algunos militares disidentes?

Es claro que no hay ganancia alguna en cobijarse bajo la sombra de los próceres para
prestigiar las opciones propias mientras no se asuma el reto particular del momento presente. Esa
actitud no distaría mucho de la del conductor que exhibe su banderita nacional pero continúa
infringiendo las normas de tránsito. Ni del patriotismo cursi y reiterativo de cierta publicidad
institucional. Ni la nostalgia estéril ni la rememoración moralizante ayudarán a salvarnos. ¿Será
más bien posible aprender algo de las virtudes y valores de nuestros padres fundadores sin dejar
de atender a las tareas presentes?

El mismo González, no se limitó a la vociferación política. Contribuyó a la indagación de lo


venezolano con lo más profundo de su obra, mientras intentaba el diálogo con su Revista Literaria
hacia 1865. Lo harán también otros muchos venezolanos, a través de publicaciones periódicas de
trascendencia continental, como Las Tres Américas, dirigida por Nicanor Bolet Peraza entre los
años 1893–1896, y fundamental para la difusión del Modernismo hispanoamericano. O mediante
varias empresas editoriales de perfil americanista, como la Editorial América o la primera
Biblioteca Ayacucho, dirigidas por Rufino Blanco Fombona desde Madrid, por poner sólo dos
destacados ejemplos.

Y es que aquel proceso de <<invención de Venezuela>> del que hablamos en un comienzo,


no se detuvo por supuesto en los umbrales del diecinueve. Más que la realidad natural de su
territorio y de su gente, Venezuela es esa imagen, ese constructo cultural al que damos existencia,
para nosotros mismos y para el mundo en torno, en la medida en que lo actuamos. Imagen que se
diseña crucialmente en el desenvolvimiento de nuestra vida cultural en su sentido más amplio,
pero de manera especial en las actividades vinculadas con el estudio y la difusión de lo propio; en
la dinámica de las políticas culturales y en las realizaciones concretas de empresas como la
Biblioteca Ayacucho o el Centro de Estudios Latinoamericanos <<Rómulo Gallegos>>, la editorial
Monte Ávila o Fundarte, la Fundación Polar o la Fundación Bigott; en los museos, los ateneos o las
escuelas de música; en revistas, como Imagen, Poesía o la Revista Nacional de Cultura; en la
educación o en los medios de comunicación social.

¿Podemos aprender algo de aquel momento inicial? Si aceptamos que él encuentra su


síntesis y mejor manifestación en la figura de aquellos cuatro caraqueños, valdría la pena
interrogarnos: ¿Qué nos dice la simultaneidad y coincidencia de algunos de sus impulsos hacia la
indagación y construcción de lo propio y hacia la influencia externa? ¿Qué nos dice la gran
disimilitud de sus caracteres y orientaciones de vida, que sin embargo terminan a la larga siendo
complementarios? ¿Cuál es el mensaje de su asombroso polifacetismo, de su calidad de hombres
totales? ¿O el de su capacidad de restablecerse de los fracasos y volver a intentar el objetivo, sin
dejar de aprender de la derrota? ¿Prestamos suficiente atención a su utilización de la escritura y
los medios de comunicación como fuerza multiplicadora? ¿Y a la amplitud y hondura de su
formación intelectual o al benéfico influjo de sus viajes y contactos con otras atmósferas
culturales? ¿Advertimos claramente que no hay en ellos activismo ciego o incondicionalidad
partidista; que la reflexión –acompañada de la escritura– suele presidir de sus actos? ¿No resulta
interesante constatar que en los cuatro casos (tres criollos de modesto origen y un mantuano) se
produce una superación del respectivo origen de clase, para abrirse a mundos más amplios? Si lo
contemplamos en sus respectivos momentos críticos de extrema dificultad, encontraremos
también en cada uno de ellos, no al héroe impoluto, supermán de las colonias, sino al hombre
esforzado que debe pasar por el vía crucis de identificar su misión y obligarse a cumplirla. Tal vez
por ello ronde en su torno la imagen de Quijote, el signo de la utopía. Utopía que no se reduce a la
independencia del terruño, que siente que la patria es la América Hispana. Se trata en efecto de
cuatro versiones fundacionales de un Americanismo que los condujo a una activa interacción con
nativos de todos los lares americanos.

El aporte de los cuatro caraqueños a la independencia y consolidación de las neoatas


naciones americanas es pues múltiple y complementario: unos adelantándose, otros llevando a
cabo, otros consolidando. Tiene al diplomático y expedicionario en Miranda. En Rodríguez, al
maestro iconoclasta y visionario. En Bello al erudito que piensa desde América y pone ese saber al
servicio de la patria nueva. En Bolívar, a la energía ejecutora y al estadista consolidador. Como han
mostrado las edades, la epopeya nacional es necesaria. Y útil con tal de no quedarnos en ella.
Mirar al momento auroral como referencia, regresar a los héroes no como ídolos de estuco sino
como imágenes culturales de las que hasta cierto punto somos responsables, sería entonces una
cierta manera de observarnos a nosotros mismos, de preguntarnos cuál debe ser hoy nuestra
tarea. Si ciegamente los imitamos, erramos, por supuesto. También erraremos si ciegamente los
ignoramos por completo.

Mayo de 1995
Notas

1. Llama la atención la claridad con que Uslar, más de 35 años de estos estudios recientes del
fenómeno de la gestación de lo nacional, describe este proceso en el caso venezolano:
<<Esa unidad de tierra, de hombres y de destino ha ido revelándose en distintos tiempos
de distinta manera. Ha empezado por sentir su condición y luego ha comenzado a
expresarla en confesiones y revelaciones. Ha habido primero una visión exterior de una
realidad, de un enigma, ha habido luego una sensación interior de esa realidad. Esto es lo
que podríamos llamar el proceso de la invención de Venezuela>> (Uslar Pietri, 1978: 17–
18). La lucidez de Uslar Pietri acerca de este proceso es aún anterior. Ya que en el capítulo
IV de Las Lanzas Coloradas (1931), el diálogo de Fernando Fonta con quien preside el
grupo de patriotas conspiradores revela, desde la ficción, el surgimiento de ese concepto y
esa conciencia de lo nacional venezolano. Ante las preguntas de su interlocutor, Fernando
ubica su hacienda y Aragua “En la provincia de Caracas, de la Capitanía General de
Venezuela”. Una abierta negación lo pone frente a un panorama diferente, el de
Venezuela como nación independiente:

- ¡No! No en la Capitanía General, sino simplemente en Venezuela. Venezuela es su patria, y por


ella está obligado a dar su sangre. Todos los hombres que han nacido sobre este territorio son sus
hermanos, y por el bienestar de ellos está obligado a batallar; y todos los hombres que han nacido
fuera del territorio son extranjeros y no deben tener ni mando ni intervención sobre esta tierra que
es nuestra. (Uslar Pietri 1970: 47–48).

2. Capaz en efecto de proyectar conscientemente su formación como instrumento para su


proyecto, llega a formular explícitamente un programa de vida en su diario autobiográfico:
<<Con este propio designio he cultivado de antemano con esmero los principales idiomas
de la Europa que fueron la profesión en que desde mis tiernos años me colocó la suerte y
mi nacimiento. Todos estos principios (que aún no son otra cosa), toda esta simiente, que
con no pequeño afán y gastos se ha estado sembrando en mi entendimiento por espacio
de treinta años que tengo de edad, quedaría desde luego sin fruto ni provecho por falta de
cultura a tiempo. La experiencia y el conocimiento que el hombre adquiere, visitando y
examinando personalmente, con inteligencia prolija el gran libro del universo, las
sociedades más sabias y virtuosas que lo componen, sus leyes, gobierno, agricultura,
policía, comercio, arte militar, navegación, ciencias, artes, etc., es lo que únicamente
puede sazonar el fruto y completar la obra magna de formar un hombre sólido>> (Miranda
en Salcedo Bastardo 1988: 940).

3. Esta dimensión de Miranda como primer americanista es señalada por José Luis Salcedo-
Bastardo: <<Para la eternidad es mérito sustancial de Miranda la creación del concepto de
América como unidad, vale decir, como principio motor de una voluntad de lucha, como
elemento nítido de una estrategia planetaria. En vano se buscauna idea clara y total de
América en el largo período de la dominación colonial antes de Miranda. [...] Miranda es el
primero que logra una perspectiva justa, la visión íntegra, exacta. Propone un nombre
cabal: Colombia, el continente Colombiano, desde el río Mississipi hasta el Cabo de
Hornos. La razón de su vida, la Independencia y Libertad del Continente Colombiano>>
(Salcedo Bastardo, 1988: 943). Así aparece también en Mariano Picón Salas, para quien:
<<No tuvo la monarquía española adversario más constante [...] ningún indiano interpretó
su tiempo, supo saberlo y vivirlo con mayor intensidad [...] desde sus primeras visitas a los
políticos europeos, Miranda no se presenta tan sólo como un vecino de Tierra Firme, sino
como el delegado de una vasta y, al principio imaginaria, revolución hispano–americana,
como el embajador de aquel “Incanato” que él quería soldar con todas las provincias
ultramarinas de España. Y el genial conspirador busca amigos y afiliados a sus logias en las
más remotas regiones americanas [...]>> (Picón–Salas, 1972: 11).

4. En varios de sus trabajos y polémicas públicas, pero en especial en los titulados <<Modo
de escribir la Historia>> y <<Modo de estudiar la Historia>>, de 1848 (Obras Completas,
XXIII: 229 – 242 y 243 – 252) la expresa con nitidez, ampliando el concepto a toda práctica
científica: <<Quisiéramos sobre todo precaverla [a la juventud chilena] de una servilidad
excesiva a la ciencia de la civilizada Europa. Es una especie de fatalidad la que subyuga a
las naciones que empiezan a las que las han precedido. Grecia avasalló a Roma [...] y
nosotros somos ahora arrasados más allá de lo justo por la influencia de la Europa, a quien
al mismo tiempo que nos aprovechamos de sus luces, debiéramos imitar en la
independencia de pensamiento>> (Obras Completas, XXIII: 238).

5. La historia, por tanto, debe escribirse y leerse de acuerdo con las condiciones del medio
americano. <<Querer deducir de ellas [de las leyes generales de la humanidad] la historia
de un pueblo, sería como si el geómetra europeo, con el sólo auxilio de los teoremas de
Euclides, quisiese formar desde su propio gabinete el mapa de Chile>> (Obras Completas,
XXIII: 238).

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