Sei sulla pagina 1di 23

El corazón del mundo

Este santuario de los taironas brota en los confines de la Sierra Nevada de Santa Marta.
Viajeros de todo el mundo caminan varios días para descubrir todos sus tesoros.

VER TODOS LOS DESTINOS

No es fácil llegar a Ciudad Perdida. Bien se dice que los mejores lugares no quedan a la
vuelta de la esquina. Casi no la encuentran. El Gobierno colombiano la descubrió hace
muy poco, en 1976, casi 14 siglos después de que los taironas la construyeran en los
confines de la Sierra Nevada de Santa Marta.

¿Qué misterios y placeres ostenta este lugar, catalogado como el Machu Picchu de
Colombia y un destino que la mayoría de los colombianos no conoce? Muchos. Y los ha
ido revelando ante viajeros que atraviesan el mundo para caminar varios días en una
exigente travesía. De todo el mundo. Muy escasos los colombianos: apenas uno de cada
diez.
Poco a poco, los viajeros van descubriendo los tesoros que regala con generosidad: la vida
pura que palpita en la Sierra Nevada de Santa Marta, santuario de la naturaleza único en el
mundo que nace en el mar Caribe y se corona en la nieve, a 5.775 metros de altura; ríos
cristalinos y de aguas frescas y poderosas, pájaros de plumajes espléndidos –hay
documentadas más de 500 especies– y bosques frondosos, como de cuentos de hadas.
Las cascadas que se escurren de las montañas y soplan brisa fresca; las lagartijas y tal vez
un jaguar. Esa sabiduría humilde de nuestros hermanos mayores, los indígenas de las cuatro
etnias de la Sierra. Un viaje que se convierte en un desafío personal y en un sueño
cumplido. Una ciudad de piedra que brota como un milagro en medio de la selva.
Es todo eso y también un reflejo de la historia y de los horrores del conflicto armado
colombiano. Un lugar donde sus pobladores decidieron perdonarse y pasar la página de un
pasado aún doloroso para empezar una nueva vida con una esperanza colectiva: el turismo.
Un lugar donde ya ocurrió la paz.

Esta es la postal más emblemática de Ciudad Perdida. Pero en la zona se calcula que hay unos 500 poblados d
García/ EL TIEMPO
Pero no será fácil llegar a Ciudad Perdida. Sudarás a chorros, como un bloque de hielo que
se derrite. Te picarán los mosquitos así te bañes en repelente y te saldrán ronchas en la piel.
Caminarás entre cuatro y seis días en la agreste selva y una humedad hirviente del 85 por
ciento convertirá tu cuerpo en un horno. Respirarás con dificultad. Sentirás que las piernas
te tiemblan mientras arañas cuestas empinadísimas hasta de un kilómetro.
Bueno, pasarás todas esas penurias a menos que seas un caminante experto y goces de un
muy buen estado físico. Los más flojos, como yo, dejamos el pellejo en el camino.
Pero no sufrirás. La Sierra te exige, pero te recompensa. Te reta y te renueva. El sacrificio
se convertirá en gozo.

***
Salimos de Santa Marta con Wilson Álvarez, guia de Expotur, una agencia de viajes que
goza de prestigio en las guías viajeras del mundo. Nos lleva Marcos Aguiar, conocido como
Yoto, un hombre que les ha pagado la universidad a sus tres hijos gracias a su trabajo como
conductor de la agencia de viajes.
Wilson, samario de 31 años que hasta hace seis se ganaba la vida como mototaxista, será
nuestro guía, nuestro amigo, será el bastón y la mano que evite la caída.
Tras dos horas de recorrido en carro, en la vía que de Santa Marta conduce a La Guajira, en
la Troncal del Caribe, arribamos a la vereda El Mamey, conocida como Machete Pelao, en
el corregimiento de Guachaca. Es el punto de partida y allí nos recibe Neila Montero en su
restaurante con una suculenta mojarra frita servida con patacones.
Nos espera Luz Zenith Cañas, gerente de Corpoteyuna, entidad que agrupa a las
organizaciones que intervienen en el Comité Trekking: indígenas, campesinos, agencias de
viajes y las instancias del Gobierno.

En el camino, los viajeros pueden contemplar las viviendas de los indígenas de la Sierra. Los niños están pend
Luz Zenith recuerda la historia reciente, esa en la que la Sierra era dominada por los
paramilitares y sus cultivos de coca. Hace treinta años, más o menos. Mucha sangre corrió
por este territorio sagrado.
Pero a partir del 2005, con la erradicación de cultivos ilícitos y la desmovilización de los
paramilitares –sigue Luz Zenith– la tranquilidad volvió a la región, que es la cara norte y
suroeste de la Sierra Nevada de Santa Marta, parque nacional natural de 17.000 kilómetros
de extensión que arropa a tres departamentos: Magdalena, La Guajira y Cesar.
“La gente que vivía de cultivar coca tuvo que buscar una nueva forma de ganarse la vida. Y
el turismo fue la mejor opción”, dice la mujer y cuenta que aquí se desarrolla el proyecto
del Gobierno ‘Turismo, paz y convivencia’.
Víctimas y victimarios trabajan en los servicios turísticos: como guías, arriando las mulas
que cargan las maletas, en los alojamientos. Unidos y sin rencores. Aquí ya ocurrió la paz.
Hernán Berrío, presidente de Asojuntar –asociación que integra cinco veredas–, cuenta que
son mil familias campesinas las que viven del turismo.
Son las dos de la tarde y arrancamos. Nos esperan ocho kilómetros de recorrido. Ocho de
24, que aunque no parezcan muchos, se hacen complicados por la geografía de la Sierra:
ascensos empinadísimos y bajadas como desfiladeros. Wilson muestra un mapa y lo que se
ve es una aterradora serpiente que comienza en los 140 metros y llega a los 1.200 metros de
altura, allá en las ruinas de Ciudad Perdida.

El río Buritaca acompaña gran parte del camino. Baja de los picos nevados y sus aguas frías refrescan a los via
Empieza el ascenso por la trocha filosa. La temperatura supera los 30 grados y la humedad
nos pone a sudar. El sol pega en la espalda y rogamos a los dioses de la Sierra por algún
alivio. Y ocurre un primer milagro: una cañada de agua fresca donde metemos la cabeza.
Más arriba, sobre una piedra, un joven vende agua y refrescos fríos que son la pura gloria.
Y así, cuando sientas morirte, te darán el trozo de una patilla roja y jugosa, una rodaja de
piña o una naranja madura partida a la mitad.
Aparecerá el río Buritaca y guiará el camino como un manso perro guardián. Hay tres ríos
(los otros dos son Don Diego y Guachaca), pero es el Buritaca, con sus aguas briosas
pintadas de verde esmeralda, el que correrá a nuestro lado y tendremos que atravesar con
los zapatos en las manos.
Avanzamos y Wilson hace un breve resumen de Ciudad Perdida: que fue construida entre
los siglos VII y VIII por los taironas y que llegó a ser el hogar de 1.800 personas. Que los
españoles no alcanzaron a llegar –por fortuna– porque el clima y los filos de la Sierra les
dieron muy duro. Se calcula que en el año 1650 los taironas la abandonaron y se
desplazaron hacia la zona norte. Desde entonces, la selva se la tragó y estuvo abandonada
más de 400 años.
La historia recuerda que a la Sierra empezaron a llegar desplazados de la violencia después
de la década de los 50 del siglo pasado. Y detrás de ellos llegaron los guaqueros al enterarse
de que en estas tierras había oro y cuarzos. Arrasaron con todo, rompieron las tumbas, las
cerámicas y otros lugares sagrados para extraer esas joyas. Muchos se hicieron millonarios.
El saqueo fue criminal.
Y fueron precisamente los guaqueros, tres hermanos de apellido Sepúlveda, los que la
encontraron, en 1973, tras descubrir unas escaleras de piedra. Y así se empezó a regar el
cuento del tesoro revelado, y tres años más tarde llegarían los arqueólogos del Gobierno y
se anunciaría al mundo que Colombia era dueña de un inmenso tesoro arqueológico. Los
koguis volvieron a reclamar este reino heredado por sus ancestros. Y desde entonces es un
parque protegido por el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (Icanh).

El alojamiento es en campamentos rústicos, pero muy bien dotados, como este, donde hay que compartir el mi
Ana María García/ EL TIEMPO
Son las 6 de la tarde y tras una caminata de cuatro horas llegamos al primer campamento.
Llegamos de últimos, detrás de 30 extranjeros, cuyas edades van de los 20 a los 60 años;
guerreros del camino que trepan la montaña sin mucho esfuerzo, con esos morrales gigantes
sobre sus espaldas. Se refrescan en las aguas frías del río Buritaca, que baja de los picos
nevados. Qué vergüenza. A nosotros nos llevan el equipaje sobre el lomo de una mula.
Aquí dormiremos. Las camas, pegadas la una de la otra, parecen una colmena de abejas.
Tienen buenos colchones, sábanas y almohadas limpias, cubiertas por toldillos para que no
se entren los mosquitos. Algunos duermen en hamacas. Las otras dos noches las pasaremos
en campamentos similares. Aquí no hay hoteles. No entra la señal de internet ni de
celular. Y la energía eléctrica es escasa y a veces no hay. Pero nadie se queja de
incomodidad.
Cenamos. Los viajeros, de distintas nacionalidades, armamos una amena tertulia, nos
reímos, empezamos a hacernos amigos. El cielo es un lienzo de estrellas. Pero es hora de
dormir. Y dormimos arrullados por un concierto de chicharras, de chillidos y cantos de aves
nocturnas, de todas esas criaturas fantásticas de la selva. La energía sobrecogedora de la
Sierra nos hace sentir dichosos y privilegiados.

El sueño cumplido
Segundo día. La idea es salir lo más temprano posible, máximo a las 7 de la mañana, para
que el sol no pegue tan duro. Más tarde no tendrá misericordia. Tras un ascenso de dos
horas llegamos a la que viene siendo la mitad del camino, la Mata de Café. Wilson muestra
las ruinas de lo que era un cementerio indígena. Profanado y saqueado. Los taironas –dice
Wilson– pensaban que después de la muerte el espíritu seguía de viaje y por eso a los
muertos los enterraban con sus pertenencias, con tesoros.
Encontramos un pequeño poblado indígena de los koguis llamado Mutanyi, de 20 bohíos
levantados en barro, madera y palma de tagua. Los niños se acercan a los caminantes,
estiran la mano y pronuncian una de las pocas palabras que saben en español: dulce. Piden
mecato.

En varios tramos de la excursión es necesario quitarse los zapatos para atravesar el río. Foto: Ana María Garcí
De los descendientes de los taironas, sigue Wilson, los koguis son los que más habitan en
este lado de la Sierra. Le siguen los wiwas, aunque en menor medida. Los arhuacos y
kankuamos están por los lados del Cesar.
Cae la tarde y llegamos al segundo campamento. Los viajeros ya somos amigos y nos
refrescamos en el río, cenamos, volvemos a reír. Estamos a un kilómetro de Ciudad
Perdida.
Tercer día. Salimos temprano por un sendero bañado por el río. Caminamos una hora en un
terreno ondulado, no tan exigente como otros, hasta que llegamos al principio el fin: un
aviso informa que ya estamos en Ciudad Perdida. Nos recibe una escalera infinita que bien
podría ser el camino al cielo. Son 1.200 escalones de piedra con poco espacio entre el uno y
el otro. No mires hacia arriba. De hecho, no es recomendable hacerlo en estas subidas tan
tenaces.
Puede ser muy desalentador. Cuando creas que ya vas a llegar, te darás cuenta de que
todavía no vas a llegar. Mejor concéntrate en tus pasos y aférrate a tu propio camino.
Así, cuando menos lo esperes, sabrás que estás cerca. Se escuchan voces de algunos
viajeros. Casi arrastrándonos, con los últimos alientos, llegamos. Nos reciben con un
aplauso y un abrazo. Y dan ganas de llorar. Lloramos.
Hay que tomarse un buen rato para disfrutar el momento de gloria. El júbilo por el reto
personal y el sueño cumplido.
Y para contemplar los caminos de piedra que conducen hacia las terrazas circulares que
caracterizan la arquitectura tairona. En la parte más alta, donde hay una base del Ejército,
una bandera de Colombia ondea con el viento. Y ahí está la terraza principal, esa que
aparece cuando se escribe Ciudad Perdida en Google, custodiada por palmas de tagua de
más de cien metros de altura, de las que cuelgan flores y nidos de pájaros, como la
oropéndola.

Este es el comienzo del fin de la travesía hacia Ciudad Perdida. Para llegar a las primeras terrazas hay que sub
Ana María García/ EL TIEMPO
Allí encontramos a Santiago Giraldo, doctor en antropología, arqueólogo y uno de los
colombianos que más han estudiado a Ciudad Perdida. Trabajó durante ocho años en el
Icanh y lleva otros seis como director para América Latina de la organización Global
Heritage Fund, que junto con el Icanh desarrolla actividades de conservación y proyectos
comunitarios. Mira a su alrededor y dice que todo este paraíso es su oficina.
Cuenta que este es apenas uno de cerca de 500 poblados que se calculan en las caras norte y
oeste de la Sierra. Documentados hay 300.
¿Qué era este lugar? Un pueblo indígena donde la gente hacía lo mismo que en cualquier
otro pueblo, dice Santiago. No se sabe si era el más importante y sagrado, pero sí se ha
establecido que se hacían rituales, fiestas y eventos políticos. Y estas terrazas, dice, sí son
la muestra más espectacular y elaborada de su arquitectura.
Según las cuentas del parque –añade Santiago–, en el 2014 fueron diez mil los turistas que
hicieron la caminata hacia Ciudad Perdida, también conocida como Teyuna o Buritaca 200.
De estos, apenas el diez por ciento son colombianos.
¿Por qué tan pocos viajeros nacionales en este paraíso nacional? Porque muchos no saben
que existe, dice Santiago.
Y porque los colombianos tienen otro concepto de las vacaciones, les huyen a las
incomodidades y no están acostumbrados a expediciones tan exigentes como estas. Además
–opina– la guerra nos prohibió viajar por nuestro país durante décadas.

Otra panorámica de Ciudad Perdida. Al fondo hay una base del Ejército donde ondea una bandera de Colombi
TIEMPO
No sabemos de lo que nos estamos perdiendo, de un paraíso múltiple: sagrado,
arqueológico y biodiverso. De la Sierra, proclamada en 1979 por la Unesco como Reserva
de la Biosfera y Patrimonio de la Humanidad. De un destino que es, en un mismo lugar, un
parque nacional natural y un parque arqueológico. En las guías de viajes se habla de todo
eso y por esa razón el trekking de Ciudad Perdida es considerado uno de los mejores del
mundo.
Pero el turismo masivo no le interesa al parque –sigue Santiago–. Mientras menos gente,
más se puede conservar. No quieren un turismo invasivo como el de Machu Picchu, a
donde cada día ingresan más de 3.000 personas.
Y se escuchan comentarios de los viajeros, que también son peregrinos, pues la Sierra sabe
decirles que hay que caminar con un propósito: por una promesa, por un sueño, por
liberarse de las cadenas.
“Este lugar es mágico. Te da libertad y energía”, dice la española Esther Hernández. “No se
arrepentirán de nada. Aquí nos veremos de nuevo”, dice el holandés Sander Mouw.
Caminamos y llegamos a la casa de Rumaldo Lozano. Es el mamo de Teyuna. “Los
mayores lo que decían es que este sitio era el corazón del mundo. Un sitio para la
protección de las personas, los animales, los árboles, el agua”, dice con un español a medias
mientras mastica una bola verde de hoja de coca. Mascar coca (mambear) es una tradición
vital para los indígenas de la Sierra.
El mamo Rumaldo Lozano cuenta que Ciudad Perdida era para sus ancestros el corazón del mundo, un lugar p
García/ EL TIEMPO
Él cree que nunca debieron arrancar de la tierra el oro y los cuarzos que terminaron en las
manos de los guaqueros y en los cofres de cristal de los museos. Porque esas joyas,
enterradas en la selva, tenían su función: el equilibrio del planeta. Por eso, dice, las
consecuencias del cambio climático y los desastres naturales. Por eso teme que algún día
los hombres y los animales terminen matándose por el agua del río.
En sus ceremonias, los hermanos mayores de la Sierra –como ellos se consideran– les piden
a sus dioses que eso no suceda nunca y que la Madre Tierra sea misericordiosa. Nos
despedimos con gratitud del mamo Rumaldo.
Y ahora nos enfrentamos a un nuevo reto. Tenemos que devolvernos. Hay que recoger los
pasos y eso no exigirá menos sudor. Hay que enfrentarse con gallardía a ese mapa de la
Sierra que parece una aterradora serpiente. Pero el regreso no será menos glorioso.
Es fácil encontrarse en Ciudad Perdida.

EL TIEMPO
El equipo de reporteros de VIAJAR en Ciudad Perdida: Ana María García, enseguida José
Alberto Mojica, el guía Wilson Álvarez y Sebastián Velásquez.

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
El recorrido hacia las terrazas se hace a través de bosque tropical húmedo.

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
La Ciudad Perdida se encuentra en territorio Kogui, pueblo descendiente de los Tayronas.

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
La Tierra es algo vivo para los Koguis y cualquier acción en contra de ella, como la
contaminación y destrucción, están acabando con la fuerza principal de vida.

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
El paso por el río Buritaca es obligado, se requiere de un buen nivel de estado físico para la
caminata.

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
El baño en el río es la recompensa de una jornada de varias horas de ascensos y descensos.

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
Los niños comienzan a aprender las labores de adulto desde muy temprana edad, y a los 14
años deben estar preparados para mantener un hogar.

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
Es un destino preferido por los extranjeros gracias a sus paisajes asombrosos y las culturas
aborígenes colmadas de tradiciones.

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
El camino conduce a las 169 terrazas de piedra que conforman La Ciudad Perdida.

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
Sólo se puede acceder a la ciudad subiendo 1.200 escalones de piedra cubiertas de musgo
del río Buritaca.

EL TIEMPO
El equipo de reporteros de VIAJAR en Ciudad Perdida: Ana María García, enseguida José
Alberto Mojica, el guía Wilson Álvarez y Sebastián Velásquez.

Foto: Ana María García / EL TIEMPO
El recorrido hacia las terrazas se hace a través de bosque tropical húmedo.
PrevNext
Datos de interés

¿Cómo llegar?
En avión vía LAN desde Bogotá. Duración: una hora.
En carro desde Santa Marta hasta el corregimiento de Guachaca.
Duración: dos horas.
Duración de la excursión (ida y vuelta): Entre cuatro y seis días, depende del estado físico.
Distancia: 24 kilómetros cada trayecto.
Caminatas diarias hasta de ocho horas.

Tenga en cuenta…
Antes de viajar debe estar seguro de su buen estado de salud. Un entrenamiento físico
semanas antes será de utilidad.
Lleve ropa para tierra caliente y de fácil secado. Vestido de baño y chaqueta liviana para las
noches. Una capa impermeable por si llueve.
La mayoría lleva su equipaje en morral; de ser así, procure llevar solo lo necesario para que
no le pese tanto. La mayoría anda en shorts o bermudas, pero evítelos si es susceptible a los
mosquitos.
Lleve botas para trekking o tenis con suela de garra y ojalá impermeables. El terreno puede
llegar a ser fangoso e inestable; unos zapatos inadecuados pueden ser un problema.
Lleve un par de tenis adicionales, sandalias y zapatos para agua; sombrero, bloqueador
solar y repelente de insectos.
Lleve dinero en efectivo para comprar refrescos, agua o artesanías. Lleve una linterna, ojalá
de las que se sujetan a la cabeza.
Lleve bolsas plásticas para la ropa mojada y para la basura (incluidas las colillas de
cigarrillo), pues debe regresar con ellas a Santa Marta.
Respete la privacidad de los indígenas y los campesinos. No los fotografíe sin pedirles
permiso.
La energía eléctrica es escasa, lleve las cámaras bien cargadas, y baterías y memorias de
repuesto. Lleve su botiquín personal.
http://www.eltiempo.com/multimedia/especiales/paraisos-en-colombia-ciudad-
perdida/16455353/1

Potrebbero piacerti anche