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Periplo colombiano

Book · January 2014

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Fabio Rodríguez Amaya Erminio Corti


University of Bergamo University of Bergamo
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Periplo colombiano

editores
Erminio Corti - Fabio Rodríguez Amaya

BERGAMO UNIVERSITY PRESS


sestante edizioni
Con il contributo del Dipartimento di Lingue, letterature Straniere
e Comunicazione dell’Università degli Studi di Bergamo.

© 2014, Bergamo University Press

Periplo colombiano
Erminio Corti - Fabio Rodríguez Amaya
p. 228 - cm. 15x22
ISBN – 978-88-6642-177-1

Sestante Edizioni - Bergamo


www.sestanteedizioni.it

Printed in Italy
by Stamperia Stefanoni - Bergamo
Índice

FABIO RODRÍGUEZ AMAYA


De juglares y narradores en Colombia:
los años Setenta, tan cerca y tan lejos de Macondo 5

PABLO MONTOYA
La novela colombiana actual:
canon, marketing y periodismo 31

GABRIEL SAAD
Dionea de Julio Olaciregui:
una novela fundamental 45

CATALINA QUESADA GÓMEZ


A vueltas con la nación:
sobre la actual narrativa colombiana 65

ERMINIO CORTI
El verde y el rojo:
Los derrotados de Pablo Montoya 91

CONSUELO TRIVIÑO ANZOLA


La narrativa colombiana ante el marketing:
1992-2012 109

ADRIANA ROSAS
Diálogos de cuentos de autores del Caribe
colombiano para un taller de creatividad literaria 121

ANNA BOCCUTI
Más allá del umbral: una lectura de
Un espejo después, microficciones de Luis Fayad 145
FEDERICA ARNOLDI
De palabras y ausencias. Instancias escriturales
en la obra de Consuelo Triviño 159

SYLVIA SUÁREZ
Eslabones de una tradición interrumpida.
Arte/Política en Colombia 1938-1978 171

JULIO OLACIREGUI
Mito e Historia en la narrativa del caribe colombiano:
de Changó el gran putas a La Ceiba de la memoria 195

DARÍO RUIZ GÓMEZ


La literatura italiana como educación sentimental 215
Los autores 221
5

FABIO RODRÍGUEZ AMAYA


Università degli Studi di Bergamo

De juglares y narradores en Colombia:


los años Setenta, tan cerca y tan lejos de Macondo

En un estudio dedicado a Piero de la Francesca, Pietro Allegretti


afirma: “En la historia del arte existen hombres que con su arte inau-
guran una época, con su sensibilidad la cuentan, con su inteligencia
la leen y gracias a la invención de un mundo y de un hombre nuevos
la recrean”.1 Esta síntesis define cabalmente al artista en un momen-
to trascendental como el Humanismo, puerta de entrada en Occi-
dente a la primera Modernidad.
Si este principio se aplica por analogía al mundo contemporá-
neo, no es difícil ver cómo en éste, tan heterogéneo, en constante
transformación y donde impera la comunicación monopolizada y
controlada, en los ámbitos de la cultura se pueden identificar al me-
nos cuatro tipologías de protagonistas: son muchos los que dedican
los mayores esfuerzos en edificar su biografía personal; son más
quienes poniéndose al servicio del sistema alcanzan reconocimien-
tos y prebendas; son pocos los que escriben la historia de una colec-
tividad y logran inaugurar, leer y contar una época, un país, un con-
tinente, el mundo; son menos aún quienes alcanzan a recrear al
hombre.
Los dos primeros tipos, pertenecen a esa legión de protagonistas
del momento, agentes, publicistas y beneficiarios del poder de turno.
Si es plausible ejemplificar, con el debido conocimiento, al final de
quién se habla ¿del Cavaliere D’Arpino, Cesare Baronio y del Duque
di Aquino? o de Caravaggio; ¿de Pío Cabanillas Gallas, Tomás Do-
mínguez y Ernesto Giménez Caballero? o de Federico García Lorca;
o, para quedar en ámbito colombiano, ¿de Julio Enrique Blanco,

1 Piero della Francesca, (ed. de) Pietro Allegretti, presentación de Oreste del Buono,
Rizzoli/Skira, Milano, 2003, p. 32. Trad. mía.
6

Luis Carlos López y Jorge Artel2? o de Rafael Azula Barrera3; ¿de


Teyé Cuéllar, Arcadio González y Jorge Baquero4? o de Débora
Arango5.
Los dos últimos tipos, en cambio, proponen valores éticos y esté-
ticos innovadores y perdurables, exaltan principios de independen-
cia y libertad y, por lo general, se vuelven incómodos para los deten-
tores del poder. Y, al final, en quién se piensa ¿en Goya? o en José
Beratón, Gregorio Ferro y José Manuel de Ezpeleta; y, para quedar
en ámbito colombiano, ¿en Andrés de Santamaría? o en Euclides de
Angulo Lemos, Fídolo González y Lácides Segovia; ¿en Manuel Za-
pata Olivella? o en Adel López Gómez, Euclides Jaramillo Arango6 y
Jaime Ibáñez.
Sin ánimo de incurrir en maniqueísmo alguno, estas dos categorí-
as de personaje expresan posiciones antitéticas e inconciliables. Los
primeros, suelen llenar las páginas de diarios, periódicos y teledia-

2 Jorge Artel seudónimo de Agapito de Arcos (Cartagena, 1909-Barranquilla, 1994).


Abogado, catedrático y periodista. Desde sus primeros poemas fue considerado como
uno de los principales cantores de la cultura afroamericana, al lado de Nicolás Guillén y
Palés Mattos. Artel siempre fue militante de izquierda y escribió poesía social, razón por
la cual estuvo preso el 9 de abril de 1948 en Cartagena y se exilió en Venezuela, Centro y
Norteamérica. Entre sus libros: Tambores en la noche (1940); Poesía negra (1950); Poemas
con botas y banderas (1972); Sinú, riberas de asombro jubiloso (1972); Cantos y poemas
(1983). En 1979 apareció su novela No es la muerte, es el morir.
3 Rafael Azula Barrera (Guateque, 1912–Bogotá, 1998). Abogado del Externado de
Colombia, fue representante a la Cámara, secretario de la Presidencia de la República,
ministro de Comercio y Educación, diplomático en Portugal y en Uruguay. Miembro de
la Academia de la Lengua. Historiador y político. Fundador y director del Instituto Co-
lombiano de Cultura Hispánica, fundador y rector de la Universidad Tecnológica de
Tunja, fundador y director de las revistas Bolívar, Jiménez de Quesada, Pombo y Juan de
Castellanos. En 1929 se inició en la literatura como miembro activo de “Los Bachués”.
4 Expositor en el XX Salón de Artistas Nacionales (1969).
5 Débora Arango Pérez (Medellín, 1907–Envigado, 2005). Pintora y acuarelista, fue
discípula de Pedro Nel Gómez y en los años treinta suscitó escándalo por ser la primera
mujer colombiana en pintar desnudos y retratos de conocidos políticos con forma de ani-
males (en La salida de Laureano retrató al golpista Gustavo Rojas Pinilla presidiendo un
coro de sapos). Entre sus obras más destacadas sobresale el mural Alegoría a los cultiva-
dores de fique (1947), realizado en la Compañía Colombiana de Empaques en Medellín,
Es una de las figuras más interesantes del arte colombiano del siglo XX, la mayor parte
de su obra la donó en vida al Museo de Arte Moderno de Medellín.
6 Euclides Jaramillo Arango (Pereira 1910–1987) Folclorólogo, investigador y políti-
co fue autor de crónicas costumbristas y escribió cuento, novela y ensayo. Fue uno de los
fundadores de la Universidad del Quindío. Entre sus obras: “El capitán Lemus” (relato
premiado en 1925), Las memorias de Simoncito (Novela de costumbres paisas), Biografía
Económica del Quindío, Un campesino sin regreso (Novela de violencia), El Destino anda
en contravía (cuentos), Dos Centavitos de poesía.
7

rios, hablan a gritos, son asesores presidenciales, subgerentes cultu-


rales, ocupan posiciones sociales destacadas, reciben premios, con-
decoraciones y honoris causa, engruesan su cuenta de banco, asumen
el compromiso como salida. Y después se desvanecen. Los segundos,
las más de las veces, quedan al margen, se les impone el silencio, no
adoptan la componenda como solución, a mala pena logran la super-
vivencia digna, asumen el testimonio como respuesta. Y, su obra,
permanece vigente. Hay, además, unos terceros: quienes no suenan
pero sueñan, de los cuales nadie habla, pero hacen. En general son
parias de la sociedad, la cual los rechaza y aniquila (o viceversa) y en
la mayoría de los casos representan la excepción que hace la regla.
Por último, están los pocos que aun sin proponérselo e, incluso, de
manera inconsciente, participan en la escritura de la historia o la pro-
tagonizan. Y, al final, gracias a algunos dotados de sensibilidad e in-
teligencia, la sociedad misma los rescata. Recuérdese: hasta hace muy
pocos años Lorenzo Lotto y Palma el Vecchio eran considerados
pintores menores; Giordano Bruno no murió de mal de ojo; Van
Gogh no murió suicida ni fue más célebre y rico que Andy Warhol; y
a Eduardo Zalamea Borda, en Colombia, todos lo citan sin haber leí-
do Cuatro años a bordo de mí mismo (1934), una de las novelas fun-
dacionales de nuestra literatura.
Este último ejemplo resulta claro si se piensa en un país con las
características de Colombia, donde se reivindica una tradición sin
pasado, se padece de amnesia, rencor y violencia crónicas y donde lo
único que no es raro son el ninguneo, el silencio y el olvido: pienso
en la poeta Emilia Ayarza7, en el grabador Pedro Hanné Gallo8, en el
novelista Manuel García Herreros9, en los pintores Julio Castillo y

7 Emilia Ayarza de Herrera (Bogotá, 1919–Los Ángeles, 1966). Doctora en Filosofía


y letras por la Universidad de los Andes fue colaboradora de la revista Mito y amiga de
los Cuadernícolas. Viajó por Estados Unidos, Canadá, Europa, África, Centro y Suramé-
rica. Los últimos diez años de su vida residió en México, donde fue acogida con entusias-
mo, no sólo por su poesía sino por su socialismo político y su sociabilidad cultural. Dejó
una novela inédita: Hay un árbol contra el viento.
8 Pedro Hanné Gallo, (Jericó, 1930 – Bogotá, 1967). Después de terminar sus estu-
dios de bachillerato, ingresó a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, en
Bogotá. Se distinguió entre los más importantes grabadores de su promoción y, junto con
Alonso Quijano, el mejor xilógrafo colombiano. Recibió múltiples premios, realizó im-
portantes exposiciones y su obra tuvo una excelente acogida a nivel nacional en Colom-
bia e internacional en América Latina.
9 Víctor Manuel García-Herreros (Cartagena,1894–Barranquilla,1950). “Contempo-
ráneo de Ramón Vinyes, ignorado también en los diversos censos de la crítica literaria en
Colombia, el cuentista y poeta cartagenero, fue director de la revista Caminos, desarrolló
8

Emma Reyes (conocida en el país desde hace poco, no por su obra


artística sino por 23 cartas…). Y me gustaría pensar que no se trata
sólo de Colombia, país racista, clasista y excluyente desde cuando en
1809 Camilo Torres Tenorio redactó el “Memorial de Agravios”, re-
confirmado en 1821 con la fundación de la República y en 1829 con
el proyecto de instaurar una monarquía.
Bajo los enunciados propuestos, en los territorios amplios del ar-
te, Jorge Zalamea Borda, identifica tres variedades: el arte puro, el ar-
te comprometido y el arte testimonial, y sus protagonistas.10 A la pri-
mera, el arte puro, corresponde una ya tradicional tipología de perso-
naje en occidente que pontifica desde su aislamiento, su soberbia y
su narcisismo, sin asumir nunca que, como todos los hombres, el ar-
tista tiene un deber con su prójimo y con la sociedad en la cual vive,
además de una responsabilidad con las causas del alma, la equidad y
la justicia. A la segunda, el arte comprometido, corresponde la casi to-
talidad de quienes operan en los campos del arte, la cultura y el inte-
lecto. En las últimas décadas, obedientes a las leyes subterráneas de
un mercado cada vez más irracional, promovido por el neo-liberalis-
mo económico y político, resultan siendo ‘idiotas útiles’ como solía
decirse despectivamente de quien asumía las causas propuestas por
algunos sectores democráticos y de izquierda. Son idiotas útiles, sin
excusantes, del poder de turno, no importa el color o la bandera de
pertenencia; son agentes sumisos y vendidos de ideologización, ade-
más de vehículos de imposición de modelos éticos y estéticos que
dan cuenta de la decadencia ineluctable de las sociedades de hoy. A
la tercera, el arte testimonial, corresponde hoy una minoría capaz de
interrogar e interrogarse sobre eventos y barbaries, logros y fracasos,
aciertos y desaciertos de las sociedades de pertenencia y de sus inte-
grantes. Se trata de seres empeñados también en las luchas promovi-

también una valiosa labor como traductor y crítico. Al lado de su cuentística, que exige
una reedición, cabe destacar un texto crítico de García Herreros “Las letras en Colom-
bia” (1925), que constituye, sin duda, un antecedente, tanto por su carácter iconoclasta
como por su agudo sentido del humor, del ensayo de García Márquez, «La literatura co-
lombiana, un fraude a la nación». Pocas veces en la crítica literaria colombiana, tan dada
a la apología agigantada, al disimulo descarado, al bordado bobalicón de palabras primo-
rosas y huecas, al eufemismo eufónico, se ha pronunciado una voz crítica tan contunden-
te y argumentada como la de García Herreros, aunque nada prueba que haya sido escu-
chado”. Su bella e importante novela Lejos del mar fue publicada en 1921. Véase por su
significado: Ariel Castillo Mier, “Estado de la crítica y la historia literaria en el caribe co-
lombiano” en: http://casadeasterion.homestead.com/v6n22crit.html
10 Jorge Zalamea, “Arte puro, arte comprometido, arte testimonial”, ECO, n° 66,
Octubre de 1965, del cual he hecho una lectura en Caravelle, n° 80, 2003, pp. 107-127.
9

das por limitados pero conscientes sectores de la sociedad y aguerri-


dos exponentes de las causas de la inteligencia y la belleza, la justicia
y la libertad. Estos suelen ser quienes “con su arte inauguran una
época, con su sensibilidad la cuentan, con su inteligencia la leen y
gracias a la invención de un mundo y de un hombre nuevos la recre-
an”. ¿Cinco ejemplos cercanos? Marcel Duchamp, Albert Einstein,
Federico Fellini, Francis Bacon, Gabriel García Márquez.
A propósito de García Márquez, inútil que me extienda pues es
indiscutible la grandeza de su obra (narrativa y periodística, y no só-
lo), la trascendencia de su magisterio y sobre todo el unánime reco-
nocimiento de cómo, a todos los colombianos, nos haya “puesto con
la hora del mundo”, como dijera Alfonso Fuenmayor.11 Sin olvidar
que la obra de García Márquez no es sólo lo que el mundo quiere
que sea, ni la constituye sólo el ciclo de Macondo. Muestras ha dado
él, de un proceso proyectado hacia los horizontes más amplios, y en
cierto modo todavía imperceptibles, incluso para sus lectores más
prolijos. Con su inmensa producción no sólo coadyuvó a sobrevenir
el necesario y urgente cambio que incorporó a pleno título a Colom-
bia y, en modo definitivo, a Latinoamérica en la tercera Moderni-
dad, sino también nos puso con su talento contemporizador a dialo-
gar de modo autónomo e independiente con la cultura mundial.
Hablo del inédito y pasmoso cronista, del implacable analista,12 del
poeta imaginativo, capaz de subvertir el canon, y con su inimitable
escritura, su visión totalizadora y totalizante, configura sin duda al-
guna el octavo visible del iceberg de la literatura contemporánea del
mundo entero, se halla en la cima de la literatura latinoamericana, y
en la cúspide más alta de la colombiana y la hispánica de todos los
tiempos.13

11 Concepto adoptado en el ideario del grupo de Barranquilla.‘Aire del día’, “Obre-


gón en Bellas Artes”, El Heraldo, Barranquilla, 7 de junio de 1948, p.3.
12 Por estos días, hace exactamente cincuenta años, publicaba: “La literatura colom-
biana: un fraude a la nación”, en Acción Liberal, (2a. época) n° 2, Bogotá, Octubre 9 de
1959, pp. 44-47. Después reproducido en: Eco, n° 203, Bogotá, septiembre de 1978 p.
1200-1206; El Tiempo, Lecturas Dominicales, Bogotá 21 de enero de 1979 pp. 4-6; hoy en
Gabriel García Márquez, De Europa y América, obra periodística 3 (1955-1960), (ed. e
introd. de J. Gilard), Mondadori, Barcelona, 1992, p. 666.
13 Con James Joyce, Franz Kafka, Marcel Proust, Jorge Luis Borges, Virginia Woolf,
William Faulkner, Ernest Hemingway y Juan Rulfo; con Rodríguez Freile, Jorge Isaacs,
Tomás Carrasquilla, José Eustasio Rivera, José Félix Fuenmayor, Eduardo Zalamea Bor-
da, Álvaro Cepeda Samudio, Héctor Rojas Herazo, Álvaro Mutis, Manuel Zapata Olive-
lla, Manuel Mejía Vallejo, Pedro Gómez Valderrama.
10

Cuanto he expuesto de manera esquemática se puede aplicar, en


línea teórica al menos, si no a todas, a casi todas las categorías de las
diferentes ramas del saber presentes. Tanto para reforzar un concep-
to: la economía, la historia, la tecnología, la filosofía y la ciencia no
son neutras frente al poder ni a la sociedad pues, si fuese cierto, ten-
drían que ser a-civiles y colocaría a sus protagonistas en una posición
incomprensible de superioridad respecto de quienes no lo son. Y pa-
ra encajar en el tema de este Periplo colombiano – el primer coloquio
internacional dedicado a la literatura colombiana que se celebra en
Italia – es útil decir que la literatura y el arte, como cualquier pro-
ducto de la imaginación o la invención humana, no son neutros, co-
mo tampoco pueden huir de estereotipos y clichés. En literatura, el
de Colombia es el de ser tierra de poetas y, más recientemente para
satisfacer el hedonismo de los ricos y en crisis países del Norte del
planeta, ‘cuna’ del realismo mágico. Quien así piensa no conoce ese
bello y, a la vez, contradictorio país que, en su extremo opuesto, es
también productor de lo real-espantoso. Colombia: tierra de
poetas… ¡Y por qué no! Lo que nunca se dice es qué lo caracteriza y
qué singularidad tiene lo que escriben. Y si se sigue el cuestiona-
miento por este rumbo, se desemboca en un inesperado batiburrillo
de cuestiones, teorías y discursos de los cuales difícilmente saldrían
bien libradas hasta las instituciones encargadas de promoverlos (Col-
cultura, el Instituto Caro y Cuervo, el Ministerio de Cultura, nues-
tras universidades…).Y, si así fuere, ¿por qué no, al menos desde los
años cincuenta en adelante, Colombia: tierra de juglares, cantores y
cuenta cuentos que, en otras palabras, significa tierra de narradores?
Un reconocimiento a vuelo de pájaro revela que, en efecto, Co-
lombia cuenta con una pléyade de acartonados y mediocres versifica-
dores y, contados, pero eso sí, excelentes poetas. Significa que gene-
ralmente, los primeros, herederos de pésimas tradiciones académi-
cas, peritos en la composición de perfectos hemistiquios y sistemas
estróficos (como nuestro vate nacional Guillermo Valencia), se redu-
cen a componer silvas, bucólicas y odas laudatorias de los desarraiga-
dos Padres de la Patria. O, cuando más, se reducen por impotencia a
garrapatear cursis plañidos amorosos, melodramas vivenciales y tra-
gicomedias pseudo existenciales, o se limitan a imitar y a importar
mecánica, acrítica y superficialmente cánones foráneos. ¿Algún ejem-
plo? Julio Arboleda, Eduardo Carranza, Darío Jaramillo Agudelo, en
poesía; José Joaquín Ortiz, José Manuel Marroquín y William Ospi-
na, en novela; Roberto Pizano, Beatriz González, Antonio Caro en
pintura.
11

Manifiesta también cómo los narradores de la segunda mitad del


siglo, iniciaron a apersonarse de nuestro bello y enigmático país y,
como suelen hacer los mejores artistas, a dedicarse a las cuestiones
del espíritu y la materia de sus pobladores (laboriosos y apacibles en
la paz, despiadados y siniestros en la guerra). En suma, hablo de ar-
tistas impulsados por los más complicados interrogantes a la búsque-
da de expresarlos creando hechos estéticos perdurables. Tales, reco-
nocidos u olvidados, presentes o ausentes, ninguneados o consagra-
dos: Rómulo Rozo, Luis Carlos López, Jorge Elías Triana, Aurelio
Arturo, Marco Ospina, Gustavo Ibarra Merlano, Jaime Jaramillo Es-
cobar, Carlos Rojas, Heriberto Cogollo.
Poetas o narradores que sean – importa es la buena o mala pro-
ducción – convergen en un único cauce y, glosando el afortunado tí-
tulo de Umberto Eco, está representado por apocalípticos e integra-
dos, si no se olvida que en situaciones extremas como las de Colom-
bia o se entra pasivamente en la máquina del sistema o se está activa-
mente fuera de ella. De los integrados mucho se sabe por los medios
de comunicación, por los últimos premios Alfaguara y Planeta o por
los cargos que desempeñan y el status social que arrivismo y cliente-
lismo les han facilitado obtener. De los apocalípticos, cuyos paradig-
mas en las años que aquí interesan podrían ser Andrés Caicedo y Jai-
ro Téllez, poco o nada. Precisamente porque éstos, como afirmara ya
en 1966, Jorge Zalamea – y no caduca su ideario – han renunciado a
las prebendas de:

… lo que los sociólogos norteamericanos llaman “la filantropía mo-


derna”… Su primera modalidad, fue la creación de las oficinas de re-
laciones públicas, ingeniosa red en que se pescaron y castraron mu-
chos valores intelectuales [...] Luego aparecieron los concursos lite-
rarios y artísticos que, como ya comienza a ser de dominio público,
no se proponen fomentar y difundir la cultura colombiana, sino ama-
estrarla y dirigirla. [...] se engaña al público, se escamotean los mejo-
res valores y se trata de inducir a los trabajadores de la cultura a
transitar por las rutas prescritas e invariables de la peor tradición.14

Esa filantropía prevaricó sobre todos los campos de expresión y a


la cual – en su vertiginoso desarrollo corresponden y obedecen hoy
la industria editorial, los Salones del Libro y los Premios, Bienales,

14 Jorge Zalamea, “Respuesta a la encuesta de Letras Nacionales”, Letras Nacionales,


n° 9, julio-agosto de 1966.
12

Salones, Ferias y Concursos artísticos y literarios – contribuyen des-


de los comienzos de la Guerra Fría las diversas agencias internacio-
nales y los patéticos cancerberos de una minoritaria clase dirigente,
sin principios, sin ética ni estética alguna.15 Y, de unos treinta años a
esta parte, las mismas agencias norteamericanas, las mafias caseras o
internacionales y la narcoaristocracia, fruto esta última del nepotis-
mo tardo-colonial y legitimista. El resultado de hoy es el mismo de
ayer: neutralización del contenido subversivo de la obra artística, im-
posición monopolística del libro u objeto de arte como producto de
consumo o de inversión, desvirtualización del texto, ninguneo de
obras y libros, marginación de escritores y artistas de valor. En sínte-
sis: censura institucionalizada, consagración a ultranza de los artistas
y escritores de régimen que escriben sólo cuando no gerencian insti-
tuciones culturales, dirigen suplementos literarios, se desempeñan en
embajadas y organismos oficiales.
Resulta mentiroso hablar en Colombia de ‘ceguera’ de la crítica
cuando se sabe que no hay nada casual en los proyectos de las clases
altas colombianas ni en los designios imperiales de los Estados Uni-
dos. Éstos responden a hechos bien definidos en la cúpula del poder
y son paradigmáticos de la historia reciente. Pongo como ejemplo la
flamante y tendenciosa Modernidad impuesta, en arte, arbitraria-
mente por Marta Traba y &, con y desde Mito,16 El Tiempo y la Ra-
diotelevisora Nacional – canales informativos del poder – y a la acti-
vidad “modernizadora” del cubano José Gómez Sicre. Éste, desde la
dirección de artes plásticas de la Unión Panamericana en Washing-
ton, la avalaba, sin olvidar la importancia de la agresión a la cual so-
metieron al país y al continente entero, la política y la cultura de la
Guerra Fría o desconocer el significado de la intervención (en positi-
vo y negativo) de los dos críticos. Se trata de un capítulo aún en es-
pera de la correcta valoración, debido a la devastadora campaña de-

15 Hasta comienzos de los años Setenta los Premios Nacional de Arte y Novela son
ejemplo: los financiaban las multinacionales Propal-Cartón de Colombia y Esso Petro-
leum Co Ltd v Mardon. Las Bienales de Gráfica y Grabado de Cali y de Arte de Mede-
llín, Propal-Cartón de Colombia y Coltejer y Cía. Respectivamente. Alvaro Cepeda Sa-
mudio, “Arte subvencionado” (1961) en ACS, Antología (Selección y prologo Daniel
Samper Pizano), El Áncora, Bogotá, 2001, pp. 167-169.
16 Cfr. Jacques Gilard, “Para desmitificar a Mito”, Estudios de Literatura Colombia-
na, Universidad de Antioquia, Medellín, n° 17, 2005, p. 13-58 y en su versión definitiva
en Fabio Rodríguez Amaya (ed.), Plumas y pinceles II. El grupo de Barranquilla: Gabriel
García Márquez, un maestro – Marvel Moreno, un epígono. Bergamo University Press,
Bergamo,2007, pp. XXXV-LVXX.
13

satada por ella desde su llegada a Colombia, de mano de Alberto Za-


lamea Costa y protegida por la plana mayor del Establecimiento.
Y pongo el ejemplo del arte pues los pintores y escultores fueron
los primeros en apersonarse de este asunto y porque, si se hace ex-
cepción de uno que otro francotirador y excelente crítico literario
como Ernesto Voelkening, Rafael Gutiérrez Girardot o Eduardo Ca-
macho Guisado, la crítica literaria, entre el agudo Baldomero Sanín
Cano y el lúcido Hernando Téllez –no obstante algunos reparos en
este último – era inexistente y lo sigue siendo. Quienes se improvisa-
ban tales se limitaban (y se limitan) en el 99% de los casos a practi-
car el ditirambo y el capitalino uso del bombo mutuo. Principalmen-
te desde Lecturas Dominicales de El Tiempo – de familia presidencial
– cuyo nepotismo es garantía de obediencia a los designios estableci-
dos por los oligopolios del mercado del arte y de la industria edito-
rial. Además, porque la Modernidad – me resulta obvio – no podía
limitarse a la de Pollock, Rothko, Malraux, Malaparte, Pound, Hes-
se, Oldenburg y el Pop.
Marta Traba inteligente y erudita (a quien prefiero como novelista
y lectora de literatura), en su papel de crítica de arte arrasó con la
producción de pintores y escultores de la primera mitad del siglo
XX. Me refiero a un grupo irrisorio de artistas, pues no pululaban en
Colombia: Ignacio Gómez Jaramillo, Pedro Nel Gómez, Sergio Tru-
jillo, Débora Arango, Luis Alberto Acuña, Luis B. Ramos, Gonzalo
Ariza, José Domingo, Josefina Albarracín, Ramón Barba y Hena Ro-
dríguez. Éstos se habían lanzado a la búsqueda de expresiones autó-
nomas y originales, navegaban al garete en un país también a la deri-
va “sin ignorar lo que ocurría en Europa pero sin repetir lo euro-
peo”, como explicita Álvaro Medina.17 Y, ella, con soberbia y despo-
tismo, arrolló también a los artistas emergentes que no pertenecieran
a su conventículo y, ante la ausencia de un Establecimiento ignorante
e inerme en campo cultural y artístico, fue fundadora de la que no
debería ser una institución privada: el Museo de Arte Moderno. Pa-
sando sobre cadáveres excelentes, canonizó a un grupo de artistas
que no necesitaban de una papisa para ser consagrados, pues ya eran
artistas con poéticas y lenguajes personales y con una producción
consolidada: Obregón, Negret, Ramírez Villamizar, Botero, Grau,
Porras, Roda y Wiedemann. La bella y facciosa discípula de Jorge

17 Álvaro Medina, El arte colombiano de los años veinte y treinta, Premios Naciona-
les de Cultura-Colcultura, Bogotá, 1994.
14

Romero Brest, con sus sumisos seguidores dictó ley hasta alcanzar el
control de los puestos estratégicos y fallar sobre qué era (y es) o no,
arte en el país.
Si bien en Colombia una autocracia conculcadora define cauces y
corrientes, son un número suficiente a testimoniar la validez de quie-
nes no se han plegado a tales imposiciones. Un lector atento del arte
y la literatura realizadas en Colombia desde mediados de los Sesenta
hasta mediados de los Setenta se encuentra (en ausencia de una es-
cuela crítica, laica e independiente) frente al exordio de un escaso
número de artistas y escritores que, en la mayoría de los casos y por
elección, para contar y novelar, ‘imaginear’ o teatralizar, danzar o fil-
mar, se arriesgaron, a pesar del medio hostil, a la innovación, al expe-
rimento, al cambio. Se lanzaron en la difícil empresa de aprehender
la ‘carpintería’ literaria, tan pregonada por García Márquez, a fin de
conocer la lengua, de elaborar lenguajes. Al mismo tiempo se refuta-
ron a seguir compilando catálogos de horrores, y a ser cómplices de
la subcultura de cierta academia o de las populacheras e insípidas te-
lenovelas. Todo lo contrario de lo hecho por los cantores de la eterna
República criolla, con la necesaria aclaración de que ellos, algunas
veces, confeccionan productos formalmente de buena factura, como
ejemplifican Gonzalo Arango, Juan Gustavo Cobo Borda o Fernan-
do Vallejo.
Darío Ruiz (Medellín, 1935) y Luis Fayad (Bogotá, 1945) – los
invitados de honor de este coloquio – representan desde extraccio-
nes, ideologías y perspectivas diferentes, una innovadora forma de
narrar. Esta se impuso, desde un comienzo, ir más allá de las verídi-
cas historias de nuestros bisabuelos coroneles y de nuestros primos
extraviados en las junglas de Brooklyn y Manhattan, las primeras en
Colombia con auténtico aliento universal. Desde un comienzo los
protagonistas de este viaje a lo desconocido se apersonaron con pa-
sión y lucidez de los cambios ineluctables propiciados por Buendías
adánicos, Padres déspotas, Hermanos incestuosos, Celias pútridas,
Gringas cienagueras, Tigres rayados, Caseras empalmadas en las
Chambacús abandonadas. Cambios trascendentales en su momento
distantes también de los engolosinados Tipacoques. Para no hablar
de los Juan Valdés paisas y santandereanos entronizados (en ausen-
cia de indios y negros, mestizos y mulatos) como imagen-símbolo
Nacional del país criollo. Un reducido número de émulos de la me-
jor tradición de la narrativa occidental – y de la latinoamericana de
esos años – comenzó a hacer de nuestro país un terreno apto para
cosechar, y promovió la tradición renovadora en que protagonistas
15

eran los nuevos narradores. Se trata, quizá, de una tradición, por lo


que atañe la cultura popular, bien enraizada en los cancioneros y ro-
manceros peninsulares, tan bien representadas por juglares, cuenta
cuentos y acordeonistas (lo que ahora llaman pomposamente Valle-
nato)18, porros y cumbias, bullerengues y gaitas, boleros y corridos.
Por lo que atañe nuestras cultura, literatura y artes por la declarada
adopción del mestizaje de lenguas, lenguajes, estilos, influencias y
tendencias estéticas extranjeras muy bien asimiladas. Y la recupera-
ción de lo nuestro. De lo prehispánico. De lo afroasiático. De lo
afroamericano.
Si Colombia fuese un ente monolítico y si por demás no contase
con un pasado de pesadilla, otro sería el cantar. Sin embargo, es la
realidad y no la probabilidad la que cuenta. Por eso mismo resulta
imposible hablar de Literatura Nacional y aceptable hablar de litera-
tura colombiana o, mejor, escrita por colombianos pues una pregun-
ta (la más primordial posible) surge automática: ¿Qué acomuna a un
paisa, un cachaco y un costeño entre sí y qué acomuna a éstos con un
llanero, un opita y un pastuso? Sin necesidad de adentrarse en esos
laberintos, valdría la pena reflexionar, para poder entender finalmen-
te, cuales son las diferencias y las semejanzas de una guabina y un cu-
rrulao, de un joropo y un mapalé. Para precisar dónde se hallan “la
unidad en la diversidad”, como la define Borges, o “la tradición de la
ruptura” como la enuncia Paz. Quizás de ese ‘residuo inmutable’19

18 Sobre este argumento Egberto Bermúdez, Jacques Gilard, y Consuelo Posada, entre
otros, han realizado trabajos de sumo interés. Gilard desentraña bien el papel jugado por
García Márquez en este asunto en “Veinte y cuarenta años de algo peor que la soledad”,
Rumbos, Neuchâtel, 1988. (Reeditada Ed. Nueva Epoca, Bogotá, 1988, 60 pp.).Véanse ade-
más, por la importancia del argumento, Jacques Gilard, “Vallenato: ¿Cuál tradición narrati-
va?”. Huellas, Barranquilla, Universidad del Norte, n° 19, 1987, p. 60-68. “¿Crescencio ou
don Toba? Fausses questions et vraies réponses sur le vallenato”. Caravelle, Toulouse, n° 48,
1987, p. 69-80. “Le vallenato: tradition, identité et pouvoir en Colombie”, en: Gérard Borras
(dir.), Musiques et sociétés dans les Amériques, Rennes, Presses Universitaires de Rennes,
2000, p. 81-92. Consuelo Posada, Canción Vallenata y tradición oral. Caravelle, Toulouse, n°
50, 1988, p. 227-231. Egberto Bermúdez, “Por dentro y por fuera: El vallenato, su música y
sus tradiciones escritas y canónicas”, Musica popular na America Latina: Pontos de Escuta,
eds. Martha Ulhoa, Ana Maria Ochoa, Porto Alegre: Universidade Federal do Rio Grande
do Sul/IASMP, 2005, pp. 214-45. “¿Qué es y qué y qué no es vallenato?”. (2004). Egberto
Bermúdez. Historia, Identidades, CulturaPopular y Música Tradicional en el Caribe Colombia-
no, Editores: Hugues Sánchez y Leovedis Martínez, Ediciones Unicesar. Universidad Popu-
lar del Cesar, Valledupar, Colombia.
19 Teorizado por Francesco Saba Sardi (Trieste 1922-Milán, 2012) principalmente en
La perversione inesistente ovvero il fantasma del potere, Milán, La Salamandra, 1977.
16

dependan, desde sus raíces más profundas, los elementos de unifica-


ción identitaria de lo colombiano, así como también expliquen la ur-
gencia por historiar y relatar, musicar y danzar, recrear o representar.
En suma, todo lo que hace de nuestro país, también marcado por la
creatividad y la imaginación, una tierra de narradores y narraciones.
Justo en esa década de los Sesenta es significativa la convergencia
entre la sucesión de eventos históricos en grado de definir un cambio
de época y la inequívoca transformación de la letra y la solfa en Co-
lombia. Me refiero a la publicación, en 1962, de La casa grande, Los
funerales de la mamá grande, Respirando el verano, El día señalado en
correspondencia con el Premio del Salón Nacional a Violencia de Ale-
jandro Obregón, la aparición del primer tomo de La Violencia en Co-
lombia de Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo
Umaña Luna y cinco años más tarde, en 1967, de Cien años de sole-
dad.20 Me limito a recordar, entre éstos, la crisis de Bahía Cochinos, la
Declaración de Punta del Este y el bloqueo internacional a Cuba; la
Alianza para el Progreso de Kennedy; la primera visita a Colombia de
Paolo VI (y primera también de un Papa en la historia del continente
americano), los movimientos de liberación nacional; la gira latinoame-
ricana de Rockefeller y su corte; el ignominioso sacrificio (¿o asesina-
to?) de Camilo Torres en Colombia compartido entre la jefatura gue-
rrillera del ELN y las Fuerzas armadas, y la de Che Guevara comparti-
da entre sectores del PCB, la CIA y el ejército boliviano; el despertar
mundial del movimiento estudiantil; la primavera estaliniana de Pra-
ga; la fundación de la Casa de la Cultura en Bogotá; la primera milita-
rización de la Universidad Nacional; la Teología de la Liberación, y la
trampa pseudo democrática del Frente Nacional que en Colombia
definió el fracaso del oficialismo bipartidista.
Lo urbano y citadino introducidos, principalmente por Fuenma-
yor, Zalamea, Téllez y Cepeda Samudio, era ya un patrimonio en fase
de vigorosa y juiciosa consolidación. Con nuevo aliento comenzaron
a escribirse cuentos y novelas urbanas adscritas a un país ya inscrito
de lleno en la tercera Modernidad y se estimulaba así un diálogo a la

20 Y en el intervalo, cito: Manuel Mejía Vallejo, El día señalado; Manuel Zapata


Olivella, Chambacú, corral de negros; Fanny Buitrago, El hostigante verano de los dioses;
Aurelio Arturo, Morada al sur; Antonio Montaña, Cuando termine la lluvia; Diego Montaña
Cuéllar, Colombia: país formal y país real (1963); Álvaro Mutis, Los trabajos perdidos; Jorge
Zalamea, El sueño de las escalinatas (1964); José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle;
Héctor Rojas Herazo, En noviembre llega el arzobispo; Pedro Gómez Valderrama, El retablo
de Maese Pedro (1967).
17

par con la literatura mundial. Responsables fueron Luis Fayad y Da-


río Ruiz Gómez, con los exponentes de un conjunto de escritores de
primer orden. Se trata de una promoción de autores que asumieron,
sin paternalismo o sombra de compunción redentora, la difícil tarea
de adoptar y adaptar la existencia alienada, el acontecer rutinario, la
alegría y la desesperanza, los fracasos y los logros de los desposeídos
de Bogotá o Medellín, Cali o Barranquilla, Cúcuta o Leticia. El mar-
co espacial eran ciudades aún en vísperas de convertirse en urbes, y
de pueblos y aldeas desconocidos y periféricos. Los narradores em-
prendieron su tarea sin renegar de la melancolía, la nostalgia y el de-
sencanto. Sin tampoco echar mano a recursos fáciles. Mientras narra-
ban soledades, amores y desamores, luchas y abandonos, riquezas y
miserias, apelaban al humor, al lenguaje del sobresalto, de la alarma,
de la duda. Mientras escribían, reflexionaban sobre las herramientas
de la escritura y sobre la escritura misma, y no se limitaban a obser-
var la realidad circunstante por encima del hombro. La registraban y
recreaban sin darse golpes de pecho ni adoptar tonos paternalistas.
Todo lo contrario: lo hacían en voz alta, con modesta arrogancia, re-
curriendo a la poesía, modelando la palabra y dando rienda suelta a
una imaginación y a un imaginario acentuados por el cine y las inno-
vaciones narrativas impulsadas por los nuevas tendencias artístico-li-
terarias internacionales y por los media en el momento álgido de su
crecimiento y desarrollo. Sin olvidar los altos niveles de formación,
estudio y conocimiento alcanzado por estos escritores y artistas y la
avidez demostrada por la filosofía y las nuevas ciencias.
No se trataba de llana hibridación como quisiera alguna crítica
amañada. Por el contrario, eran ya productos genuinos y para nada
simplistas que muestran cómo los narradores postergaban de algu-
nos años, la exploración de territorios menos hostiles y más genero-
sos como el fantástico, la novela negra y la novela histórica. No era
(ni es) sencillo afrontar la ardua y sorpresiva realidad cotidiana, bella
y tierna cuanto violenta y despiadada, prioritaria en un clima genera-
lizado de carencias y atrasos, como era el de Colombia, sumida en la
emergencia y la zozobra. Y si narradores y artistas le cerraban la
puerta a la realidad circunstante, ésta se les colaba por la ventana
hasta convencerlos de la necesidad de resolverla literaria y artística-
mente. Acontecía, también por falta de capacidad autocrítica y por la
inexistencia de una escuela crítica sólida, laica y responsable. Por es-
to mismo se ha prestado a especulaciones, y favoreció en ese momen-
to la institucionalización del rótulo Literatura de la Violencia así co-
mo pronto se oficializaría la endeble etiqueta Realismo Mágico. Ró-
18

tulos cómodos que tanta confusión han creado, útiles para justificar
una tradición sin pasado y salir del paso en la tentativa de canonizar
de manera simplista los que los estamentos de la cultura oficial con-
sagraron como la Literatura Nacional. No obstante, las perspectivas
planteadas por algunos, fue diferente e implicaba mayores riesgos,
incluso el de la marginalidad y el exilio.
A distancia de una década de su aparición pública, hecha con me-
morables cuentos y relatos que tanto interés suscitaron (y siguen susci-
tando) en el panorama estreñido de la literatura colombiana, Hojas en
el patio (novela, 1979) de Darío Ruiz Gómez, Los parientes de Ester
(novela, 1978) de Luis Fayad – y la sólida producción sucesiva – los
consagraba como exponentes de relieve de la literatura escrita en Co-
lombia a partir de la década del Setenta, y los veía todavía tan cercanos
y siempre más distantes de la irrepetible y sorprendente Macondo. Sus
últimos libros publicados, la novela Regresos (2004) de Luis Fayad y
Crímenes municipales (2009) de Ruiz Gómez, muestran con creces el
resultado de la talentosa y callada labor de uno, en Medellín, y el otro,
ya en Barcelona y luego en París y Berlín. Los dos auto-exiliados y con
pocos interlocutores en una Colombia campechana, desertizada en
campo artístico-cultural. Era, desde la óptica oficial, más urgente po-
ner en marcha el Estatuto de Seguridad como aval de la represión y así
poder desencadenar también la persecución y el encarcelamiento de
intelectuales,21 mantener en la cuerda floja a una población siempre
más incierta para domesticarla en la convivencia con la Violencia insti-
tucionalizada. ¿Cómo no poner de relieve la importancia de Compañe-
ros de viaje (1991) ese imprescindible ejemplo del verdadero arte testi-
monial cual es la novela de Luis Fayad?
La obra de estos “cantores de la ciudad moderna”,22 poco ha de
envidiar a la de algunos predecesores y reconocidos maestros. A ésta
se suman un buen número de títulos y autores que destacan tanto

21 Cómo no recordar, entre los muchos, y por cercanía de afinidades y elecciones de


mi período universitario – compartido con Luis como estudiantes en la Nacional de Bo-
gotá y dadas las frecuentes visitas de Darío a Carlos Granada, Umberto Giangrandi, Au-
gusto Rendón y otros en Bogotá –, a amigos y profesores víctimas de la dura represión y
encarcelados en “La Modelo” como Carlos Álvarez, Carlos Duplat, Eddy Armando, Pa-
tricia Ariza, Feliza Burztyn, Amalia Samper…
22 Durante la revisión de este trabajo para su publicación, utilizo la feliz intuición de
la joven Virginia Capote, de la Universidad de Granada, en “Compañeros de viaje de
Luis Fayad. Un retrato sociocultural de la Bogotá de los Sesenta”, en Revista de Estudios
Filológicos, nº 25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921, consultable en: http://www.um.es/
tonosdigital/znum25/secciones/estudios-07-companeros_de_viaje.htm-_ednref1
19

cuanto los nombrados. Un balance prudente permite aseverar como,


en una buena cantidad de casos, se trata de narraciones que sacuden
el alma por su temple poético, la osadía escritural y el vuelo imagina-
tivo. Las acomunan hasta los escenarios y los ámbitos, pues aconte-
cen en familia, en la cama, en la casa, en el patio, en el baldío, en el
cafetín, en el pueblo, en el autobús, en el cine, en el lupanar o en la
barriada.
Los espacios sin tiempo usados para temporalizar y destemporali-
zar la nueva palabra en mano de estos contadores de historias son el
de la calle tumultuosa, las aceras sucias de la Avenida Jiménez y Cha-
pinero o de historias vividas entre La Soledad y El Recuerdo; los par-
ques inexistentes de Guayaquil y Estación Villa; las desvencijadas y
provisorias construcciones de Terrón colorado y El Albujón; el Ba-
rrio bajo de Kid Pambelé en Barranquilla, (la Barranquilla de Ángel
Lochkart y Miguel Falquez-Certaín) o el Barrio Nariño de Joe Arro-
yo en Cartagena, (la Cartagena de Cecilia Delgado y Alfredo Guerre-
ro). Y la acción, sin adherirse a la estética camp o queer, irruida con
prepotencia desde San Francisco, Chicago y Nueva York, se desarro-
lla a son de bolero y tango, con los júbilos y los lamentos de la Sono-
ra Matancera, los Corraleros del Majagual y “el jefe” Daniel Santos.
El rock, el Bosa Nova, las ocurrencias de Cantinflas y Tin Tan, en
presencia del Enmascarado de Plata y Condorito, Jorge Negrete y
María Félix. Sin dejar de lado Batman, Mafalda, Mandrake y Charlie
Brown. Y el desencanto y la alegría, el dolor y la ira.
Eso sí, sin torpeza o patetismo. Con un refinada elaboración de
los textos escritos con pasión, sabiduría y oficio de los más altos. Ba-
jo la sombra benéfica de Faulkner, Hemingway, Camus, Nabokov,
Felisberto, Borges, Rulfo, Chejov y Pavese. Pero con la sorpresa de
la actualización heredada de los nuevos tiempos de entreguerras y la
impelente urgencia de entrar en sintonía con la hora del mundo, la
de la guerra fría, la del imperio, la de las guerras y guerritas que azo-
taban al mundo con el consenso de la ONU. Sin olvidar que esa época
la re-fundaban la Beat generation en los Estados Unidos, el Nouveau
roman y la Nouvelle vague en Francia, el Nuovo realismo en Italia, la
Nueva Trova y la Nueva Novela Latinoamericana.
Fayad y Ruiz Gómez comenzaron pronto a incorporar los códigos
juveniles de adolescentes en formación, de estudiantes de bachillera-
to y universidad y en cuanto cantores urbanos, integran el octavo vi-
sible del iceberg de la nueva promoción (no generación) de escrito-
res y artistas en Colombia. Sin equívoco alguno, de quienes presenté
al comienzo, como representantes de aquellos capaces de apropiarse
20

del “testimonio” como respuesta. No son escritores de testimonios o


de denuncia, ni subintran en esas etiquetas. Hablo de artistas desga-
rrados, pero no desarraigados. De escritores capaces de leer una épo-
ca, un país, el mundo y, si es preciso, participar en la ardua tarea de
recrear al hombre y, no sólo al colombiano.
Si en los escritores mayores, que por estos años estaban consoli-
dando su obra, los temas dominantes eran la violencia (política
principalmente), la incapacidad de amar, las dinámicas del poder,
las diatribas pluriseculares, la soledad y la muerte, cuando Ruiz Gó-
mez con Señales en el techo de la casa (poesía, 1974) y Para que no se
olvide su nombre (cuentos, 1974) y Fayad con Los sonidos del fuego
y Olor de lluvia (cuentos, 1968 y 1974), se presentaban ante el pú-
blico lector, el espectro se ampliaba y proliferaba. Mas no se queda-
ron en los límites del buceo temático y estilístico. Se adentraban en
profundidades técnicas, poéticas, lingüísticas cada vez mayores, gra-
cias, sin duda, a la transformación de la sensibilidad operada por
sus narraciones en quienes deveníamos sus lectores secretos y entu-
siastas, y ante el desprecio reservado para ellos por el corifeo de la
cultura oficialista.
Ellos y sus coevos comenzaban – especular y diversamente de Gar-
cía Márquez – por adentrarse en lo íntimo, en lo culto, en lo tierno, en
lo amargo, en lo pasional, en lo crítico. Ahora piensan la ciudad y no
piensan en la ciudad; hablan de carne y saliva, se responsabilizan de
vehicular nuevos códigos urbanos y literarios, así como lo hacían ya
con sus temáticas. Cuentan el cuento con un lenguaje directo y exacto.
Como aprendieran también del neorrealismo italiano, del existencialis-
mo francés, de los maestros de las letras continentales, con todos los
excesos agazapados entre amor y muerte, soledad y amargura, triunfos
y fracasos. Y desesperanza. Sin mistificación alguna.
Estas narraciones se alejaban de una Colombia canónica en litera-
tura, de una Latinoamérica mágica, tipista y preindustrial y los espa-
cios dejaban de ser hiperbólicos o alegóricos para devenir signos de
la nuevo. La historia dejaba de ser telón de fondo. El tiempo ya no
era el de la eternidad. El humor negro no era más un expediente re-
tórico y devenía cotidiano. Lo grotesco y lo carnavalesco no lo prota-
gonizaban un general desalmado y pedófilo o un terrateniente co-
rrupto y grotesco. Tampoco su literatura es la de un marinero atolon-
drado, sin nave y sin mar. Por el contrario, estos narradores y poetas
se instalan en una Colombia hasta entonces encubierta y negada, co-
mo también en el mundo de la carrera espacial y armamentista, sin
dejar de ejercer la crítica a través del ejercicio de la palabra.
21

Esta promoción de narradores-poetas emprende nuevos derrote-


ros y entre ellos resulta siendo un deber leer, estudiar y citar a Euti-
quio Leal, Marvel Moreno, Álvaro Medina Amarís,23 Alba Lucía Án-
gel, Arturo Alape, José Stevenson, Germán Espinosa, Oscar Colla-
zos, Héctor Cruz Kronfly, Umberto Valverde, Alberto Duque López,
Carlos Perozzo, Fanny Buitrago, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Ro-
berto Burgos Cantor, Antonio Caballero, Rafael Humberto Moreno
Durán, Nicolás Suescún.24
En un comienzo se trató de fuegos artificiales con resultados ad-
mirables. Mas no todos dieron la medida y algunos se fueron reza-
gando hasta perderse por el camino. Varios adoptaron el modelo del
velocista cuando se requería la preparación del maratonista. Mas,
justo a partir de 1967, (mientras en Macondo desde tiempos inme-
moriales se inauguraba el mundo) estos narradores se arriesgaban a
darle un largo e improrrogable adiós a la misma Macondo. Sin em-
bargo, una crítica mediocre empezó a predicar el mal de ‘macondis-
mo’, como justificativo para anular estas voces jóvenes y rebeldes,
graves y sobrias, desmitificadoras e insolentes. A ellos se les conde-
naba (en un país adormecido) la osadía, la audacia y el rigor. A mala
pena treintañeros, y casi todos oriundos de provincias y no de la ca-
pital, se apersonaban con arrojo y nervio de esa intricada e inefable
realidad llamada Colombia y, sobre todo, de sus gentes. Con estos
escritores el drama trasegaba en tragedia. Sin horrores gratuitos, con
la voluntad de no caer en la trampa de los tropicalismos baratos o de
resbalar en el cuento chino de las hechizadoras y patéticas radiono-
velas. Ante todo con humor y con guiño mordaz, mesurado y certe-
ro. Y, con dolor.
Decía que con estos cantores cuenta cuentos el espectro se ampli-
fica y prolifera en los terrenos de una América sin duda alguna ba-
rroca, y para nada mágica. Porque es en ella donde encuentran sus
raigambres aún tímidas e inciertas la novela histórica, la narración

23 Del también maestro historiador, curador y crítico de arte en Colombia, permane-


ce aún inédita su novela Papá rey, finalista del Premio Seix-Barral con Tres tristes tigres
de Guillermo Cabrera Infante, sobre quien recayó el veredicto final del jurado.
24 Autores nacidos entre 1935 y 1950 incorporados por Isaías Peña en la que ha defi-
nido Generación del bloqueo y del estado de sitio (Bogotá, Ediciones Punto Rojo, 1973).
So pena de errores u omisiones incluyo a Roberto Ruiz Rojas, Jorge Valderrama, Gustavo
Mejía, César Valencia Solanilla, Armando Romero, Humberto Tafur Charry, Enrique Po-
sada, , Ricardo Cano Gaviria, Héctor Sánchez, Policarpo Varón Ramírez, Jairo Mercado,
Humberto Rodríguez Espinosa, Luis Ernesto Lasso, Benhur Sánchez y el primer Germán
Santamaría.
22

fantástica, la ciencia ficción y los géneros y subgéneros cultivados


por los escritores de las siguientes promociones. Han sido esos can-
tores de la modernidad quienes, con precedentes tan importantes co-
mo los sentados por la innovadora escritura urbana de los barranqui-
lleros José Félix Fuenmayor y Álvaro Cepeda Samudio (Todos estába-
mos a la espera, 1954), y la más recatada pero reveladora del bogota-
no Hernando Téllez (Cenizas para el viento, 1950), se apropiaban de
lleno del espacio-tiempo de la ciudad. Actuando así, daban inicio al
lento y complejo proyecto de configurar arquetipos sobre la base de
una seria búsqueda de nuevos códigos expresivos, de estructuras es-
pacio-temporales, de lenguajes inéditos, de ideas de renovación y de
cambios radicales. Ácratas en literatura, pues es en la escritura don-
de radica su quehacer y es a través de ella, el modo mejor de dar voz
a todos aquellos a quienes les ha sido extirpada.
La violencia, sin duda, sigue permeando la narrativa de esos años,
es cierto, pero sólo en la mediocre Literatura Nacional prevarican la
truculencia y la improvisación. Protagonistas de esa hórrida Literatu-
ra de la Violencia siguen siendo todavía civiles potentes y militares
exiliados, carniceros de las guerras civiles en algunos territorios de-
solados de Colombia. Mientra actores de cuentos, relatos y novelas
de los años Setenta, de Ruiz Gómez, Fayad y sus compañeros de via-
je, comenzaban a ser bandoleros y guerrilleros ocupados en luchas
impares; revoluciones aventadas y revolucionarios de boina guevaris-
ta; revolucionarios de París y Buenos Aires; revolucionarios de café y
de pacotilla; campesinos que corrían detrás de abanderados sin trico-
lor de un exiguo proletariado urbano. Era también la clase media de
empleados y cuellos blancos, maestros y oficinistas, estudiantes sin
recursos ni futuro asegurado, obreros desempleados, mineros ago-
biados, pueblerinos sin pueblo o citadinos sin esperanza. Y el lum-
pen-proletariat tan bien manejado por Ruiz Gómez y Fayad. Desde
entonces en Colombia ya había también protagonistas negros, indios,
mestizos, mulatos e inmigrantes.
Actores dejaron de ser lugares comunes, adolescentes desvalidas
en ascenso al cielo en cuerpo y alma entre nubes de mariposas amari-
llas, para transformarse en mujeres y niñas abandonadas a su suerte;
adolescentes enamoradas y soñadoras; estudiantes y burócratas; em-
pleadillos y rumberos; tinterillos y teguas. Protagonistas son ahora
hombres poseídos por la soledad humana, de los que pasan con un
pan al hombro y la tristeza en el otro, de los que andan tras los ras-
tros del padre para matarlo. Todos aquellos a quienes el aparato re-
presivo y policial les reserva la persecución y la mazmorra. La mayo-
23

ría a quien el alcohol y el tabaco despachado por el Gobierno les ga-


rantizaba (y garantiza) la evasión, la enfermedad y la ignorancia. Me-
lancólicos desterrados del campo a la ciudad iban dando el paso a
exiliados en la ciudad misma, a habitantes de suburbios y clientes de
prostíbulos; a despechadas coperas de bar y cuchilleros de cuchillada
trapera; hembras de cualquier rango y condición, no más frutales, ni
con mastodónticos bullarengues, senos papayeros o genitales monta-
races. Se abren paso mujeres sencillas, mujeres ansiosas, jóvenes rijo-
sas, hedonismo y sexo, erotismo y amor, prostitución y sordidez.
Emergen los despojados, los expoliados, los desheredados y los seres
de sueños truncados; el obrero y el voceador; el campesino incorpo-
rado a la gran fábrica; los gamines, las niñas-prostituidas por pajarra-
cos y pajarracas de mala ley, y las putas-putas. Al final, toma cuerpo
un catálogo de protagonistas que nada tiene que ver con la literatura
publicada y catalogada por las inexistentes editoras en la Colombia
de los Setenta, por obra del monopolio jesuita. Monopolio arrogan-
te, blindado por un inaudito concordato al cual se suma un moralis-
mo de pacotilla. Y la culpa para los más.
Esta narrativa se extendía a las atmósferas de la incomunicación
urbana. Accedía, en fin, a inquilinatos de fortuna y cuchitriles de ma-
la muerte; iglesias y cementerios; ferias y carnavales; a boxeadores y
reinas de belleza; a pillos y ladronzuelos; a cantantes de medio pelo y
bribones de ocasión; a baretos y camajanes; a jugadores de billar y
artesanos pueblerinos; a malandrines y gentes del común. Sin dejar
de lado, bachilleres y soldados, camioneros y albañiles, curas y adua-
neros. Ni regresos tristes del extranjero a ciudades adormecidas, o a
mujeres insatisfechas de la clase alta; mañosas de la clase media; re-
signadas de las clases pobres y a un vasto elenco de aspectos para na-
da tratados hasta entonces por cuenta cuentos y narradores.
Cómo resolver las dudas puestas por la gravedad o la sencillez de
la existencia. Qué hacer ante las incertidumbres planteadas por la fe
en un Dios que abandona su rebaño en un país católico cuyas insti-
tuciones religiosas no se transforman ni evolucionan. Seguir o no las
rutas trazadas por políticos-gamonales interesados sólo en aumentar
sus bienes personales y atareados en seguir entregando impunemente
el país a las potencias extranjeras. Tomar o no otros senderos ante la
incapacidad de administradores y gobernantes. Comunicar o retener,
deyectar o metabolizar las desigualdades sociales y económicas, de
salud, educación y vivienda. Cómo oponerse a modas impuestas y
actualizar las propias actitudes personales ante tradiciones, cambios,
innovaciones y retrasos en las esferas de la cultura y de las relaciones
24

interpersonales. Desconciertos, depresión, alienación, cosificación,


reificación, contradicciones, litigios, tristezas y desmanes incremen-
taban las cuestiones sobre las cuales se abrían las coordenadas de es-
pacio, tiempo, sistemas y técnicas, personajes protagonistas y com-
parsas, héroes y antihéroes elaborados por estos narradores protago-
nistas, también ellos, de las primeras décadas del mal llamado boom
pero con los protagonistas de este último gozando cada día de mayor
prestigio, fama y reconocimiento internacionales. Sin embargo nues-
tros nuevos juglares no se daban por entendidos y día tras día se dis-
tanciaban más y más de Macondo y Comala, Yoknapatawpha y Santa
María. Cada uno, a su modo, apuntaba esfuerzos en el oficio de la
escritura, el conocimiento y el dominio del idioma, las estructuras,
los cronotopos que les permitieran resolver, con lenguajes y estilos
personales, cómo contar una historia bien contada y exenta de artifi-
cios improvisados. Sin olvidar el paso a la era del rock, los hijos de
las flores, la marihuana y el LSD, pues no existían (ni existen) sólo las
reivindicaciones sociales y políticas de carácter individual o colectivo
sino habían irrumpido de manera prepotente la droga, el amor libre,
el ansia de liberación, el feminismo histórico y el feminismo histéri-
co, el gaysmo y el lesbianismo, las bandas juveniles, la violencia urba-
na, la contestación gratuita, la evasión, la rabia, la revolución y la alu-
cinación. A esto se unen las contradicciones, la promiscuidad, las
plagas confeccionadas en Alabama o Zürich, las nuevas peñas y la
nueva canción latinoamericana, las iras de dogmáticos y fundamenta-
listas
Es, si se me permite, una narrativa sin mitos trajinados. Precisa-
mente porque, como enseñó Cepeda Samudio (de manera ejemplar y
diferente a Gabriel García Márquez), se trabaja desde el mito y no
con el mito. Estos autores realizan, como el maestro barranquillero,
un esfuerzo inmane en la elaboración del pensamiento mítico. O, al
menos, es una literatura que, si no se encuentra lejos del mito, sí lo
está de lo inverosímil y también de lo sobrenatural. Es ya una litera-
tura anclada en la crónica, distante de esa componente mágica, tropi-
cal y exótica – plagada a veces de tonterías y ocurrencias – con la
cual se solaza a los europeos y donde éstos se regodean. Es ya una
narrativa sin vírgenes anhelosas de ser desvirgadas por el solo temor
de conocer su cuerpo y no re-conocer sus dotes capitosas y ferinas.
Como también se trata de narraciones sin gitanos ni turcos atrapados
por atanores que nos hicieron soñar a muchos y olvidar a todos la
nueva violencia de narcos, contrabandistas y marimberos, pero man-
tener el empeño en cambios y revoluciones. Con o sin lucha armada,
25

en medio de ideales, mezquindades y sectarismos, partidos dogmáti-


cos o infantilismos irresponsables y suicidas. En otras palabras: en
medio de la duda, de la alucinación, del desconcierto y del arrebato
utópico. Y de la culpa, para los más.
Una narrativa, ésta de un país dizque del “tercer mundo”, despo-
jada de mistificaciones como, en cambio, instauraron a toda costa –
incluidas la falsa moral, la revolución de fachada, el erotismo y la li-
beración sexual – periódicos y revistas pseudo democráticas con ín-
fulas metropolitanas de décadas anteriores. Una narrativa, la de los
Setenta – aclaro – que no halla todavía origen en la industria y su en-
torno, en el desarrollo del capital ni del mercado, ni son los lugares
productivos los que las diseñan. Son cuentos y novelas, relatos y poe-
mas en prosa, erigidos en geografías y cosmografías del corazón y la
razón, inexploradas hasta entonces. En ellas cuenta la visión de mi-
cro realidades, de imágenes captadas con lupas y microscopios y en
las cuales se contrae y se dilata el tiempo (hasta dislocarse) y los es-
pacios se disocian (como la psique, como el alma) hasta convertirse
en nebulosa. En estas nuevas historias, tras las técnicas realistas, todo
se convertía en elemento constitutivo dominante, gracias al empleo
de un idioma ágil y a la incorporación de lenguajes ya no más centra-
dos en leyendas fundacionales de ningún tipo. Son, desde esos años,
narraciones del ser y estar, del aquí y el ahora, de efectos y no de cau-
sas, de hechos y no de fenómenos, de amores migrantes y amores
drogadictos, de suicidios alucinados y homicidios alcohólicos, En su-
ma, de revoluciones y no de involuciones o implosiones. Historias
contadas sin facilismo, so pena de caer en el olvido, como ha aconte-
cido (y acontece) con muchos: llegados a la cita del primer cuento,
luego no dan la medida: naufragan en los ciénagas de la propia retó-
rica, se desvanecen y se aplican en el correveidile, en el chisme, hasta
que, por suerte para ellos mismos, libreros y lectores: desaparecen.
Los escritores de esta promoción (nacidos todos entre 1930 y
1950) viven su presente obligados por las circunstancias socio-políti-
cas y culturales; distantes del pasado próximo de las vanguardias que
a mala pena nos habían rozado en Colombia y, en mínima parte, fue-
ron asimiladas en un país académico, apostólico y yanqui en sus vér-
tices políticos y en la cúpula de los mama-santas del arte y la literatu-
ra. En ese presente, en ese aquí-ahora de los nuevos narradores y ju-
glares, hay un protagonista de excepción: el gran ejército de explota-
dos, humildes y pobres, numéricamente mayoritarios en Colombia,
los cuales a mala pena sobreviven en medio de las dificultades gene-
radas por una oligarquía sin pedigrí y una burguesía sin títulos. Una
26

clase ésta, empeñada en hacer trastabillar la industrialización e hizo


naufragar de manera definitiva la Reforma Agraria. Y el auténtico
progreso, no sólo medido en dinero y bienestar material.
La nueva promoción de narradores surgidos en los años Setenta
volvió su mirada hacia esas mayorías y asumió la responsabilidad de
no gambetearlos. Y se abrió paso en un país sin editoras, sin revistas
ni periódicos especializados, con cifras limitadas de lectores activos,
si se tiene en cuenta que el analfabetismo en los años Setenta tocaba
el índice del 52 por ciento y el libro era – como sucede hoy – pro-
ducto de importación, no exento de altos aranceles. Todavía reina-
ban sin corona los contados latifundistas aún hoy disfrazados de em-
presarios e industriales. Y los postillones de la pluma en manguala
con los clérigos. Los todo poderosos pseudo liberales y pseudo de-
mócratas de los clubes sociales, propietarios de cadenas de periódi-
cos y empresas de producción televisivas y radiales, cadenas nacien-
tes de distribución y de transporte, de importación y exportación, en
una realidad territorial con una industria casi del todo inexistente.
No se debe olvidar que Colombia, en los años Setenta, era todavía
un país donde los problemas de gobierno y los golpes militares se de-
cidían en prostíbulos de alto o medio pelo y desde donde se procla-
maban Estados de Sitio, Estatutos de Seguridad y genocidios de ma-
sas de parte oficial y de parte del terrorismo que dejó de ser lucha de
Liberación Nacional. Ejemplar sigue siendo el genocidio del Palacio
de Justicia, comandado por un presidente quien, mediocre escriba
de versos, es aún hoy día Dux incontestable del engendro capaz de
su genialidad oximórica – el Socialismo Conservador – y de la cultu-
ra de régimen, además de patrocinador de eventos y prebendas para
artistas y escritores, intelectuales y pintores de Palacio, como lo im-
puso durante su cuatrienio en el solio del poder.
No obstante el cuadro desolador, los escritores de la promoción
de los Setenta se lanzaron a la búsqueda de una razón capaz de vali-
dar y convalidar la existencia anonadada de hombres metropolita-
nos, obnubilados y tristes. Los mismos que siguen deambulando sin
saber ni tener adónde ir. De aquellos que siguen transitando el mun-
do con un pan al hombro y la depresión guindada del hueso húmero.
Y con la tragedia de una guerra sin fin día a día más cruenta. Guerra
que, con el auge inesperado del naciente narcotráfico, devendría en
pocos años más inhumana aún que las anteriores, y protagonizada
por la entonces ‘aristocracia’ legitimista de siempre, de brazo de los
nuevos ricos de carriel y bandera nacional, hoy convertidos todos
juntos en Narcoaristocracia, encubierta por Ejército Nacional. Bajo
27

el manto, no se olvide, también del Ejército Paramilitar fundado, a


comienzos de los Setenta, en la Casa de la Moneda otrora símbolo de
la Independencia contra España, financiado por ilustres Presidentes,
expresidentes y su corte de millonarios y multimillonarios. Hoy por
hoy se registran en lucha activa cuatro ejércitos y en resistencia pasi-
va la masa de cuarenta y cinco millones de civiles. Éstos, inermes por
el terror, siguen siendo blanco, como siempre, de los señores de la
guerra.
En estas condiciones, la generosidad de la narrativa de los años
Setenta y de su promoción protagonista no tiene fronteras. Sus auto-
res, muchos activos, otros silenciados (otros muertos), no sólo han
develado el país cotidiano, sino que han colaborado para inventar el
país real, (no de realeza sino el de verdad). Esa Colombia sumida en
el silencio, relegada en el patio trasero. El país que no se exenta de
las años de plomo, de los desaparecidos, de las matanzas de los ban-
dos en conflicto. Con la generosidad con que tratan a Colombia y a
sus gentes, esos narradores le abrieron paso a un grupo más numero-
so, respecto del anterior, bien representado aquí por Julio Olaciregui
y Consuelo Triviño los cuales, sin desplazar a sus predecesores en la
actividad creadora y mientras éstos seguían consolidando sus poéti-
cas, devienen protagonistas de una nueva y no por eso necesariamen-
te mejor o peor narrativa de la de los años Noventa. Esto son Los do-
mingos de Charito (1986), Trapos al sol (novela, 1991), Dionea (nove-
la, 2006) y Día de tambor (cuento, 2012) de Olaciregui; y en igual
medida, Prohibido salir a la calle (novela, 1998), La casa imposible
(cuento, 2005), La semilla de la ira (novela, 2008), Una isla en la luna
(novela, 2009) y La otra herida, (relato, 2011) de Triviño Anzola.
Una de las prerrogativas de la promoción de juglares y narradores
de la promoción de los Setenta y, quizá la más significativa, es la de re-
gresar al mito de manera oblicua, alusiva o imaginaria: a través de la
imaginación y la definición de mitos fundacionales y no de mitologe-
mas o mitemas reelaborados como hicieran con sagacidad, y explota-
ran con talento, inteligencia y pálpito García Márquez y sus coetáneos.
No. Los narradores de la promoción de los Setenta han ido a fondo y
buceado en profundidad en los tiempos de la tercera Modernidad.
Ahora, cada vez más distantes de Macondo (y siempre tan cercanos)
han descubierto protagonistas de nuestro pasado reciente y del pre-
sente, de tradiciones sin pasado, de leyendas radicadas clandestina-
mente y sin petulancia alguna. El bagaje, arrastrado por sus predeceso-
res, se enriquece y crece, prolifera y se expande, como hechos hoy por
hoy integrantes del patrimonio y del imaginario colectivos.
28

Ya despejado el terreno y afinados temas, técnicas, experimenta-


ciones, se siguen – bien o mal – distanciando de Macondo, una nue-
va promoción (que no da la talla para superar las promociones de
Cepeda Samudio y la de los Setenta) se propone proseguir los desti-
nos literarios del país. Se trata del aún más numeroso grupo de escri-
tores que, sin necesidad de que nos cuenten el cuento chino del rele-
vo generacional, está bien representado aquí por un protagonista co-
mo es el poeta y profesor Pablo Montoya.
Esta nueva promoción, se espera – y se va acercando también el
momento, como hoy, de ajustar cuentas con ellos – intenta definir cá-
nones, destapar meandros, proponer nuevas salidas. Unos, los más,
pasan ya por aquello que son: arrogantes y oportunistas, escribas del
momento, salteadores de la fama y los laureles y, sobre todo, cómplices
de los administradores de la infamia. Otros por lo que de veras son y
lo que hacen: literatura, ficción, poesía, música, cine, arte, video en la
tentativa de interpretar la Colombia de hoy en plena guerra sucia pero
con los ojos puestos en cambios y transformaciones cada vez más ur-
gentes. Buscan a tientas el pasado. Algunos lo asimilan y lo entreveran
con el hoy y con sueños y visiones, historias reales e historias imagina-
rias. Así aparecen de Pablo Montoya Habitantes (cuento,1999), La sed
del ojo (novela, 2004), Trazos (poesía, 2007), Lejos de Roma (novela,
2008), Adiós a los próceres (cuento, 2010), Los derrotados (novela,
2012) y Tríptico de la infamia (novela, 2014).
Esto son también Pedro Alcántara, Sonia Gutiérrez, Nicolás
Suescún y Carlos Rojas. Esta se propone ser la poesía de la que no
logran todavía ser intérpretes tantos autores de hoy, con a la cabeza,
‘escribidores’ de delirantes delirios en una isla, apologías conquista-
doras en el Nuevo Reino de Granada, disparates guerrilleros del Co-
no sur, exotismos colombo-metropolitanos en España, Marruecos o
China, basuras hiper fragmentadas, cosas que hacen ruido al caer o
mínimas charadas minimalistas del mismo tenor donde se regodean,
los más, en la sordidez del narcotráfico, el paramilitarismo y el sica-
riato. Contemporáneos unos y otros de la promoción de David Con-
suegra, Luis Paz, Delfina Bernal y Ramón Illán Bacca. Como tam-
bién de la de Fredy Téllez, Diego Mazuera, Miguel Ángel Rojas. Y
de la promoción de José Cardona López, Clinton Ramírez, Claudia
Ivonne Giraldo, Julio Paredes, Lucía Donadío, Carolina Sanín y
Adriana Rosas.
Mas no creo que éstos últimos sean compañeros de viaje de plu-
mígrafos embajadores, diplomáticos improvisados y ‘poeticas’ bien
promovidos por Presidentes de los últimos cuarenta años, en la Gran
29

Prensa, en los organismos internacionales y en el supermercado del


arte y del libro. Escribanos e instaladores performáticos, video depri-
midos sin mayor interés para este foro en la Universidad de Bérga-
mo, promovido por la Cátedra de Lengua y Literaturas Hispanoame-
ricana: fragmentarios y posmodernos de izquierda y de derecha, in-
novadores y tradicionalistas desde los tiempos pomposos, para po-
cos, del boom y los ignominiosos, para muchos, de Vietnam, la pri-
mavera de Praga, el caso Padilla, las dictaduras y las dictablandas
continentales; Marquetalia, el Opón y el Bajo Magdalena.
Como si la historia y la experiencia no fuesen maestras. Como si
Colombia no fuese, contra la voluntad de sus pobladores, protago-
nista del mercado internacional de la droga y de la guerra. Ni tampo-
co desconocer que Colombia es también país del petróleo y los re-
cursos naturales, de la inteligencia y la invención humanas, y justo en
los momentos de la entrega del “testigo”, siga condenada a proseguir
impunemente en la vorágine de la violencia. Los contados poetas,
cuenta cuentos, juglares y narradores de los Setenta han logrado ha-
cer converger en un único punto la poesía, la historia, la imagina-
ción. Quienes les siguen, aprenden de estos hoy pocos y ya reconoci-
dos maestros. Además, están los que aún no suenan pues se hallan
dando los primeros pasos. Y los totalmente marginales. Pero se pre-
cisa darles tiempo. Encontrarán medios diversos, no los mulos, telé-
grafos y buques de vapor de los mayores; ni las chivas, las Underwo-
od y DC-4 de Augusto Rendón y Enrique Buenaventura. Para seguir
en la tarea de narrar Colombia y los colombianos.
Sin embargo, a todos, cuenta cuentos y narradores, los acomunan
el ludus y la imaginación. Pues sin ludus e imaginación, sin poesía y
sin sólidos continentes afectivos, intelectuales e ideológicos; sin ta-
lento y disciplina; sin cultura y sin oficio no hay arte o literatura que
resistan, no hay textos danzados o filmados, representados o inter-
pretados en grado de perdurar. Eso enseñan nuestros escritores
huéspedes y los académicos Gabriel Saad, Catalina Quesada, Ermi-
nio Corti y Anna Boccutti junto con Sylvia Suárez y Federica Arnol-
di, doctorandas en arte y literatura respectivamente de la Universi-
dad Nacional de Colombia y de este ateneo. De todo esto tratarán
todos ellos como dignos representantes de los autores y estudiosos
de sus respectivas promociones.
De la promoción de los Setenta, muchos hemos aprendido que
sin arte y literatura – como sin amor y sin afectos – se estaría conde-
nados a no ser ni estar en el reino del hombre y, quienes a estas disci-
plinas del arte y la literatura se dedican, terminarían por ser medio-
30

cres y docenales artistas comprometidos. No como, estando a las en-


señanzas de algunos de nuestros y de sus maestros, ha de ser: artistas
testimoniales, juglares y cantores, ‘imagineadores’ y teatreros en gra-
do de generar valores éticos y estéticos perdurables.
Juglares, cuenta cuentos y narradores como los que nos honran
con su presencia, y han asumido un deber con su prójimo y la socie-
dad (no la aristocrática, papista y yanqui) y una responsabilidad con
las causas de la belleza, la verdad y la justicia. Y del epos, la pietas y
la humanitas. No sólo en la desmesurada y obligatoria tentativa de
inaugurar, narrar, leer una época, un país y un continente. Sino tam-
bién de hacerlo con el mundo. Y de ser posible, con poesía y con la
inamovible convicción de colaborar en la prácticamente imposible
tarea de recrear al hombre. Como le corresponde desde siempre a
artistas y escritores. Sobre todo en los tiempos que corren y agobian
la especie humana. En Colombia, en Italia, en el planeta entero.
31

PABLO MONTOYA
Escritor – Universidad de Antioquia

La novela colombiana actual:


canon, marketing y periodismo

No es nada temerario afirmar que una buena parte de las novelas


colombianas que hoy triunfan en el escenario de las grandes editoria-
les naufragan en una suerte de frivolidad sentimental, en un espectá-
culo altisonante de la violencia y en propuestas narrativas que bus-
can afanosamente su aprobación comercial. Novelas, pues este es el
género impuesto en el gusto colectivo, que intentan penetrar en los
fenómenos típicamente nacionales a través de inquietudes tal vez vá-
lidas, pero resueltas en la escritura de manera ligera, sensacionalista,
poco audaz. ¿Qué pasaría si alguien, apoyado en los principios de la
exigencia estética y no en los del mutuo elogio o en las presiones ve-
nidas de los consorcios editoriales, se dedicara a escribir una recopi-
lación de ensayos críticos sobre las novelas más exitosas de los últi-
mos años? Por encima de las cifras de ventas que ofrecen algunas de
ellas (piénsese, por ejemplo, en Rosario Tijeras (1999) de Jorge Fran-
co, en Satanás (2002) de Mario Mendoza, en Angosta (2004) de Héc-
tor Abad Faciolince, en Necrópolis (2009) de Santiago Gamboa, en
Tres ataúdes Blancos (2010) de Antonio Ungar, en 35 muertos (2011)
de Sergio Alvárez, en El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Ga-
briel Vásquez y en La luz difícil (2011) de Tomás González), se en-
contraría con problemas de construcción de personajes, con tramas
más audiovisuales que literarias, con triviales atmósferas telenoveles-
cas, con tratamientos narrativos frágiles, con complejidades estructu-
rales exiguas, con adjetivaciones torpes, con el lugar común como si
este fuese realmente el héroe de sus historias narradas, con críticas
sociales que se empañan con un erotismo ramplón, con influencias li-
terarias manidas y un facilismo evidente para resolver sus intrigas.
Hallaría, por supuesto, pasajes que develan un buen oficio narrativo
en autores que hoy se declaran, por fin, escritores profesionales en
un país que sigue siendo avaro ante esta clase de categoría. Así como
Hernando Téllez, a propósito del panorama literario de la primera
32

mitad del siglo XX, que prefería la poesía e ignoraba los otros géne-
ros, decía que en Colombia “hay un montón de versos pero muy po-
cos poemas”.1 Hoy podríamos afirmar que ante el papel glamuroso
de la novela hay muchas páginas escritas, sólo pasajes interesantes y
no obras logradas.

He dicho fenómenos literarios típicamente nacionales. Y el más


visible de ellos, sin duda, es el de la violencia. “Qué es la nación sino
la violencia”,2 dice Gutiérrez Girardot en sus útiles reflexiones sobre
la conformación de una historia social de la literatura latinoamerica-
na. La violencia y la narrativa están ya íntimamente ligadas en El car-
nero de Rodríguez Freyle, que es nuestro primer libro de relatos es-
crito en la colonia pero publicado por Felipe Pérez en la segunda mi-
tad del siglo XIX. Una violencia que aparece porque ella es conco-
mitante al descubrimiento del Nuevo Mundo y a los turbios proce-
sos de la conquista y la colonización. Esa violencia que, además, está
en la raíz misma de la construcción del canon literario colombiano
propuesto a finales del mismo siglo. Ya sea elogiándola, y eso hicie-
ron los conservadores, porque fue la manera loable en que España
ayudó a construir la nueva sociedad colombiana; o denigrando de
ella, porque era la expresión de la brutalidad, tal como lo plantearon
los liberales de entonces proclives a pensar en España como una ma-
dre pérfida. Pero es el canon conservador, que empieza a establecer-
se con la primera Historia de la literatura de la Nueva Granada (1867)
de José María Vergara y Vergara, y que se fortalece con las antologías
de La Lira Granadina y el Parnaso Colombiano3, quien va a volver in-
visible esa violencia que era como el ladrillo y el cemento con los que
se había levantado la nación colombiana. Ese mismo canon va a ele-
var unos altares para acomodarse en ellos y así olvidar la realidad po-
lítica y económica de un país abocado a la crisis permanente desde
su independencia hasta la Guerra de los Mil Días. Olvido que se lo-
grará a partir de versos neoclásicos y retóricas latinistas. A propósito
de esto Carlos Rincón dice que “después de una derrota histórica de
las proporciones de la secesión de Panamá, se hizo acuciosa, ineludi-

1 Citado por Juan Manuel Roca en Galería de espejos, una mirada a la poesía colom-
biana del siglo XX, Alfaguara, Bogotá, 2012, p. 16.
2 Rafael Gutiérrez Girardot, Aproximaciones, Procultura, Bogotá, 1986, p. 56.
3 Para comprender mejor la relación entre el texto canónico de Vergara y Vergara y
las dos antologías ver Diana Paola Guzmán, “Los dueños de la palabra: antologías poéti-
cas en el siglo XIX”, Estudios de Literatura Colombiana, Nr. 25, 2009, pp. 91-106.
33

ble en Colombia, la invención de un gran pasado literario y patrio”.4


De tal manera, los representantes de esta primera canonización cre-
yeron que una ciudad aquejada de un analfabetismo y una pobreza
que superaba el 90 por ciento de la población, como era la Bogotá
de entonces, podría ser digna de llamarse la Atenas Suramericana. Y
lo proclamaron así, entre otras cosas, porque un gramático español
desavisado lo había dicho, y porque una caterva de poetas patriote-
ros opinaban que las traducciones de Virgilio de Miguel Antonio Ca-
ro eran muchísimo mejores que las que el mismo Virgilio había escri-
to, y porque, finalmente, el castellano que se hablaba en esas cum-
bres andinas era el mejor hablado en toda la malhablada geografía
americana. Me detengo en estas consideraciones, acaso ociosas, por-
que encuentro un curioso puente entre la celebración ruidosa de esa
literatura colombiana por un canon simulador y la que ahora se reali-
za con las nuevas novelas que abordan la violencia colombiana mol-
deada por el narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo. Nuestra
literatura decimonónica y la que se escribió hasta bien entrado el si-
glo XX, se celebraba mientras más ignorara la violencia y más se cre-
yera que Colombia era un reflejo de la hacienda El Paraíso de Jorge
Isaacs, donde amos y esclavos viven armónicamente y sólo el fantas-
ma de un amor incestuoso atraviesa como un pájaro agorero el ámbi-
to de sus páginas. La novela de ahora por supuesto no ignora el atá-
vico horror colombiano, pero lo trivializa tornándolo más frívolo,
mediático.

La cuestión del canon literario es un asunto complejo. El concep-


to está viciado porque tiene que ver con los poderes hegemónicos. El
canon implica, por un lado, el tópico de la tradición literaria y sus
vínculos con la jerarquización de las clases letradas; y, por otro, ex-
presa la subjetividad de quienes deciden enfrentar el tema de los tex-
tos perdurables que pretenden representar a una nación. Todo canon
reclama la excelencia estética que otorgan diversas generaciones de
lectores, pero también en él se inmiscuyen los gustos de una minoría
caprichosa. Han sido las academias, las historias de la literatura, las
instituciones filológicas y las bibliotecas de los periódicos, quienes en

4 Carlos Rincón, “Canon y clásicos literarios en la década de 1930”, Sarah de Mojica


y Liliana Gómez, a cargo de, Entre el olvido y el recuerdo: iconos, lugares de memoria y cá-
nones de la historia y la literatura en Colombia, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá,
2010, p. 419.
34

Colombia han tratado de moldear el canon. Y así como Nietzsche


arremetió contra la perniciosa noción de filología, por considerarla
nefasta para todo proceso liberador del individuo, asimismo debería
dinamitarse la categoría de canon, y si no derrumbarla del todo, al
menos estremecerle sus pilares porque ellos son sinónimos de impo-
sición y de manipulación. Aunque es difícil pelear contra el estableci-
miento de una idea de este tipo que en nuestro país ha estado asocia-
do con clases sociales blancas, machistas, católicas, militaristas y dis-
criminadoras. Este combate ha comenzado, sin embargo, a plantear-
se en el ámbito universitario y es posible que en el futuro pueda no-
tarse un resultado afortunado5. Pues bien, desde hace un tiempo,
nuestro canon se ha venido estremeciendo por una cierta alharaca
suscitada por la novela colombiana. Alharaca triunfal pero contra-
dictoria, porque está hecha a través de grupos editoriales que se en-
frentan, y ese es el espectro con el que luchan cotidianamente sus co-
mités, a la caída de un neoliberalismo en bancarrota. De un momen-
to a otro se le ha planteado a esa idea de canon el aspecto de las ven-
tas y, por ende, el de la proliferación de las masas lectoras que, erráti-
cas, leen siguiendo consignas cuantitativas y no cualitativas. Esta cir-
cunstancia es más o menos nueva en el panorama del país, porque, a
excepción de Cien años de soledad (1967), las buenas novelas nunca
se habían vendido bien en una geografía cultural tocada por el desai-
re hacia la lectura. Las novelas colombianas canónicas, a mi juicio,
no han sido muchas, a pesar de que un respetable critico como Álva-
ro Pineda Botero toque la exuberancia y eleve en sus estudios a 142
el número de sus novelas canónicas6. Hasta la llegada del boom, las
novelas colombianas no han sido muy favorecidas por el tópico de
las ventas editoriales. Una lista tentativa de las novelas más impor-
tantes estaría conformada por María de Jorge Isaacs, Manuela (1858-
1859) de Eugenio Díaz Castro, La marquesa de Yolombó (1926) de
Tomás Carrasquilla, La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, Sier-
vo sin tierra (1954) de Caballero Calderón, La casa grande (1962) de

5 Con respecto a estas nuevas posturas académicas universitarias frente al concepto


de canon en Colombia ver el polémico trabajo de Olga Vallejo y Alfredo Laverde, Visión
historia de la literatura colombiana. Elementos para una discusión. Cuadernos de trabajo I,
La Carreta Editores, Medellín, 2009.
6 Álvaro Pineda Botero reúne sus estudios críticos de estas novelas en los siguientes
libros: La fábula y el desastre (1999), donde aborda 52 obras desde 1650 hasta 1931; Jui-
cios de residencia (2001), donde trata 30 novelas desde 1934 hasta 1985; y Estudios críti-
cos sobre la novela colombiana (2005) donde trabaja 60 novelas desde 1990 hasta 2004.
35

Álvaro Cepeda Samudio, El día señalado (1963) de Manuel Mejía Va-


llejo y paremos de contar hasta que aparece la comparsa melancólica
y festiva de Macondo en Cien años de soledad de García Márquez.
Pero este disminuido canon discutible desde entonces ha venido cre-
ciendo de tal forma que se podría plantear la posibilidad de edificar
con varios autores y sus novelas más representativas una suerte de
parnaso colombiano: Andrés Caicedo con Qué viva la música (1977),
Pedro Gómez Valderrama con La otra raya del tigre (1977), Luis Fa-
yad con Los parientes de Esther (1978), Germán Espinosa con La te-
jedora de coronas (1982), Antonio Caballero con Sin remedio (1984),
Fernando Vallejo con Los días azules (1985), Roberto Burgos Cantor
con La ceiba de la memoria (2007) y un etcétera que para algunos se
puebla con desmesura, y para otros se reduce inquietantemente. Par-
naso -y esta palabra como la de canon es molesta- que conduciría a la
conclusión sosegadora de que estamos, por fin, ante a un gran ámbi-
to novelesco.

Valga la pena señalar que el canon en Colombia, desde que los


gramáticos conservadores empezaron a edificarlo a finales del siglo
XIX, dio más espacio a los poetas cuando estos, unidos al ejercicio
de la política, se daban a reflexionar solemnemente, sobre la patria,
la identidad nacional, la lengua española y la religión católica. No
obstante, el tema del canon ahora atraviesa un nuevo camino. Si an-
taño se exigía una canonización política, gramática y genérica, hoy
quien arremete con ímpetu es el mundo de las ediciones comerciales
y el periodismo. Si antes había quienes creían peligroso todo canon
por su sospechosa carga ideológica y proponían revisarlo; hoy sería
saludable desconfiar de él por su grotesco perfil comercial. El contu-
bernio de los grandes consorcios editoriales españoles con el perio-
dismo es quien decide ahora, con su instrumental hiperbólico, el
rumbo de nuestra literatura. Son ambos quienes dictaminan, desde
sus atalayas, las supuestas virtudes de ésta. Son ambos, incluso, los
que siguen pensando la dinámica literaria como una encrucijada de
centros metropolitanos y de periferias coloniales.

Pero antes de referirme a ese tipo de escritor periodista que re-


presenta un tipo de poder literario en la Colombia de hoy, quisiera
intentar una sucinta descripción de los editores comerciales de aho-
ra. Ellos manipulan gustos inclinados siempre hacia aquellas obras y
autores que garanticen dividendos. Su divisa es sacrificar la calidad
por la cantidad y, en esta dirección, son indiferentes a propuestas ge-
36

nuinas y arriesgadas de la literatura. La calidad de lo que pregonan


es tan solo una de las formas pedestres del éxito. La novela es lo que
les interesa y pasan por alto los demás géneros. Y no es que esta pre-
ferencia sea su exclusividad. De hecho, están amparados por los mis-
mos historiadores de la literatura. No resulta inútil mencionar una ci-
fra que clarifica mucho al respecto. De las veinte historias de nuestra
literatura aparecidas entre 1908 y 2006, doce de ellas, justamente las
que se han publicado en los últimos años, señalan a la novela como
el género por antonomasia de la literatura colombiana porque ni la
poesía, ni el cuento, ni el ensayo, ni el drama han podido expresar la
complejidad de esa figura escurridiza que se denomina ser nacional.7
El André Gide y el Italo Calvino editores, con su particular sapien-
cia, conocedores de la tradición literaria de sus países pero igualmen-
te abiertos a expresiones nuevas y experimentales, deberían servirles
de ejemplo. Pero la inopia de estos mercaderes de las letras es pas-
mosa. Hay que escucharlos hablar de cifras, de puntos de ventas, de
perfil publicitario, de plus y de valor agregado; hay que verlos de qué
modo meten sus narices contables en el devenir de los premios litera-
rios más prestigiosos –prestigio que se ha deteriorado ostensiblemen-
te desde hace un tiempo-, para entender el papel de farsantes supre-
mos que ocupan en la literatura de inicios de este siglo. A ese mundo
editorial le importa, por supuesto, poco la gramática y la estética, y
no me refiero al hecho de ese establecimiento cultural, conformado
por políticos reaccionarios que exigían de la literatura decencias mo-
rales, militancias religiosas y espurios vínculos con las autoridades
militares, que tanto daño hizo a la evolución de nuestra literatura, si-
no a ese que significa velar simplemente por las virtudes de una es-
critura auténtica. Si hay una fauna peligrosa en el panorama actual
son esos editores que deciden, bajo presiones económicas, lo que se
debe o no se debe publicar en sus editoriales palaciegas. Su mundo
es uno que, finalmente, practica con eficacia la política de una sola
pieza que consiste en ganar dinero. Por ello las novelas que publican
van afanosamente tras el comprador y no tras el lector. Como dice
Darío Ruiz Gómez en su ensayo sobre literatura y marketing, ante
esa situación ya no se puede hablar del antiguo editor respetable, si-
no del taimado jefe de ventas.8 Y no es descabellado, al contrario, es

7 Ver el balance que hace Gustavo Bedoya en “Las formas de canonización de la novela
colombiana en las historias literarias (1908-2006), Co-herencia, Vol. 6, Nr. 10, 2009, p. 133.
8 Darío Ruiz Gómez, “La literatura en la era del marketing”, en Trabajo de lector,
Editorial Universidad de Caldas, Manizales, 2003, p. 375.
37

esperanzador, creer que la buena literatura ha de volver al descon-


fiando aposento de Kafka, al silencio pétreo de Melville, al encierro
desquiciado de Robert Walser, al fino y cultivado recinto de Julien
Gracq. Quiero decir, en resumen, que la literatura, para que ella so-
breviva y sea la expresión de una rebeldía veraz, en estas democra-
cias liberales donde, como dice Vila-Matas “al tolerarlo todo hacen
inútil cualquier texto por peligroso que este pueda parecer”,9 debe
acudir a la marginalidad bajo todas sus formas.

En Colombia ha sucedido recientemente lo que es una presencia


inobjetable en todas las “repúblicas letradas” de Latinoamérica: la
irrupción ostensible del periodista escritor. Esta criatura no es del todo
nueva. Data, en el caso de América Latina, de los tiempos del moder-
nismo. José Martí, con sus crónicas escritas desde Estados Unidos en-
tre 1881 y 1892, marca, y con una lucidez meridiana, uno de los con-
tornos de una escritura que tiene una doble faz. Se escribe para el vas-
to público, se publica en medios de rápido consumo, pero se apoya en
un estilo literario original y exigente. A José Martí le ponían proble-
mas los editores de los periódicos en que trabajaba porque la manera
de redactar sus crónicas era bizarra y llena de complejos contornos po-
éticos. Pedro Henríquez Ureña define muy bien estas crónicas cuando
se refiere ellas como “periodismo elevado a un nivel artístico que nun-
ca ha sido igualado en español, ni probablemente en ninguna otra len-
gua”.10 Por esos designios milagrosos de la historia de la literatura,
Martí se impuso, gracias a la victoria de la inteligencia y la dedicación,
sobre el espíritu comercial que desde entonces manejaba la prensa. No
es este el espacio para explicar de qué modo Martí renovó el periodis-
mo de finales del siglo XIX desde hallazgos que pertenecen sobre todo
al dominio de lo literario. Tan solo quiero precisar que de ese Martí
periodista proceden nuestros mejores autores del siglo XX. Miguel án-
gel Asturias con sus crónicas parisinas, Alejo Carpentier con sus cróni-
cas musicales, Arturo Uslar Pietri con sus crónicas políticas y Gabriel
García Márquez con sus crónicas cosmopolitas.

Ahora bien, García Márquez es nuestra más idónea carta de pre-


sentación en ese campo. Colombia tiene en su nombre el gran expo-

9 Enrique Vila-Matas, “Música para malogrados”, El país, Madrid, 2 de junio de 2012,


<http://cultura.elpais.com/cultura/2012/05/30/actualidad/1338373012_031044.html>.
10 Citado en la nota liminar de Juan José Arrom en José Martí, En los Estados Uni-
dos, periodismo de 1881 a 1892, Colección Archivos, Nr. 43, Barcelona, 2003, p. XVI.
38

nente de lo que significa el feliz maridaje entre literatura y periodis-


mo. La idea de que un reportaje periodístico es una suerte de género
literario se la debemos a él, y él se la debe tal vez a los trabajos de
Camus y de Hemingway. Pero si el autor de Relato de un náufrago
(1970) es una bandera en estas lides, a raíz de una inobjetable cano-
nización, su figura y su obra han provocado un fenómeno paradóji-
co. Por un lado, con él y particularmente con la publicación de Cró-
nica de una muerte anunciada (1981) inicia el carrusel frenético de los
grandes tirajes editoriales. En un medio como el latinoamericano en
los pasados años Ochenta, que sólo soportaba para la novela tirajes
de no más de cinco mil ejemplares, la historia del asesinato de San-
tiago Nasar se desparramó por el continente con una edición casi
obscena de más de un millón de ejemplares. Con García Márquez
comienza el marketing de la literatura entre nosotros. Marketing que
ha caído sobre las espaldas colombianas como una maldición bíblica,
para emplear una expresión cara al realismo mágico. Y es en este
juego de compraventa en donde la novela ha entrado definitivamen-
te. Y ella que, en ciertas ocasiones, ha sido la inteligencia en medio
de mediocridad, la dignidad en medio del espanto, la lucidez en me-
dio de la estulticia, la ironía en medio de la derrota, ha caído de hi-
nojos ante esta circunstancia ilusoria.

El escritor periodista de las generaciones posteriores a García


Márquez se ha encaramado, pues, en los altares del poder literario
colombiano. Antes se les exigía a los escritores que fuesen liberales o
conservadores o que fueran católicos y, en menor medida, que les
gustaran las corridas de toros y las peleas de gallo. Hoy pareciera
exigírseles que aparezcan en los periódicos, que publiquen columnas
semanales, y opinen sobre lo humano y lo divino, que es como decir
sobre cualquier cosa. Ellos son, en definitiva, figurines de la farándu-
la en un país igualmente farandulero. Todos estos periodistas que
hoy picotean la literatura, y que tienen el poder sobre la prensa y
ciertas revistas culturales de Colombia, y que ayudan con sus comen-
tarios a que la industria editorial siga creciendo y haciendo creer al
público que ellos son el centro esencial de las valoraciones literarias,
se toman como los herederos del escritor de Aracataca. Y quizás sea
cierto, puesto que el autor de La mala hora en diferentes momentos
los ha coronado como tales. No se necesita, entonces, ser muy audaz
para caracterizar el trabajo de estos periodistas. Siguiendo las consig-
nas de las editoriales comerciales fabrican artefactos novelescos ap-
tos para la angurria del mercado. Son los gurúes del vértigo en la tra-
39

ma narrativa y acaso por este motivo es raro encontrar en sus obras


verdaderas inmersiones en las profundidades de los caracteres huma-
nos. Lo muy literario, verbigracia la práctica de un estilo poético, es,
según sus juicios irreverentes, algo que le hace daño a la literatura.
No parecieran seguir, en esta perspectiva, las premisas de su muy re-
nombrado maestro cuando confesó en el discurso del Premio Nobel
que en cada línea que escribe convoca los espíritus de la poesía.11
Una buena novela, proclaman, son aquellas donde prolifera el diálo-
go y la frivolidad, o el diálogo y el escándalo, o el diálogo y el espec-
táculo. Y levantan los hombros desdeñosamente, se enfurecen como
vedettes violentadas, cuando la crítica les señala que esos diálogos y
sus terrenos aledaños están anclados en la insipidez de los formatos
telenovelescos. No se declaran herederos de Proust ni de Joyce, de
Thomas Mann ni de Faulkner, de Carpentier ni de Borges, de Sabato
ni de Onetti, sino de los despampanantes exponentes de la cultura
popular en donde entran toda suerte de futbolistas, boxeadores, lu-
chadores, actrices de cine y modelos de la publicidad pornográfica.
Y como tienen el espacio para expresarlo, en los periódicos, las re-
vistas, los programas televisivos y las emisoras, se mantienen rotulan-
do virtudes donde no las hay. Es, pues, ante estos pregones publicita-
rios en cadena que el escritor de ahora debe reaccionar.

García Márquez ha abierto, es evidente, la senda mediática por la


que ahora transita la literatura más visible de nuestro país. A partir
del premio nobel los escritores colombianos futuros tendrán desde
muy jóvenes lo que nunca antes tuvo aquel hasta la aparición de Cien
años de soledad: la profesionalización de un oficio y su respectiva in-
dependencia económica. Y esto por supuesto es una coyuntura que
ha transformado el horizonte literario nacional. Al menos en los que
tiene que ver con la cantidad de novelas que pueden publicarse y el
espacio que gozan para su actual difusión. Pero, y aquí es donde de-
be intervenir la labor del crítico, de entre la producción novelesca
celebrada por el cambalache editorial y sus periodistas cómplices, es
necesario y urgente hacer un trabajo de valoración. El crítico debe
estar por encima de esos fuegos fatuos, de esa apoteosis falaz vitorea-
da por las ferias de las vanidades del comercio. Debe ir a la lectura
con la perplejidad abierta al mundo que va a descubrir. Pero tam-

11 Gabriel García Márquez, “La soledad de América Latina” en Discursos Premios


Nobel, Colección Los Conjurados, Bogotá, 2002, p. 140.
40

bién armado con la cautela que le otorga su tránsito añejo por la lec-
tura. Quizás deba apoyarse en la divisa de Julien Gracq que propone
para tiempos de confusión como fueron los suyos, y como son tam-
bién los de ahora, en los que proliferan autores banales y no obras
memorables, la elaboración de una crítica literaria basada en el crite-
rio de la excelencia estética12 y separada de valoraciones sociales,
morales y políticas sospechosas. Sé que esta formulación es polémica
en sí misma porque plantea una escogencia reducida, roza un incó-
modo elitismo y atenta no solo contra la lógica de una historia funda-
da en las últimas teorías de la historiografía literaria, sino también
contra las propuestas de las diversas corrientes académicas interpre-
tativas, que van del posestructuralismo y los estudios culturales hasta
las teorías de género y de la recepción. Sé, igualmente, que en la pro-
puesta de Gracq hay un contacto conflictivo con lo que plantea Ha-
rold Bloom13 cuando se refiere a un canon conformado por las mejo-
res obras de los escritores de la historia de la literatura.14 Pero en-
tiendo que en la senda de Gracq, el crítico podría desentrañar, indi-
ferente a cualquier compromiso económico o a cualquier lazo afecti-
vo con los escritores de marras, sin ninguna afiliación ideológica o
académica, y con toda la independencia de que sea capaz, las bonda-
des y los defectos de las obras.

Estoy hablando, sin embargo, como si en Colombia hubiera espa-


cios visibles para el crítico literario. De hecho, nuestros mismos es-
critores se han referido a esta incómoda figura despectivamente. Ce-
peda Samudio, que es el mayor renovador de nuestra narrativa del si-
glo XX, rebaja al crítico literario al rol de parásito prepotente. Y los
novelistas de ahora, lo ignoran y lo someten a burlas similares a la

12 Julien Gracq, “En lisant en écrivant” en Œuvres complètes II, Gallimard (La pléia-
de), Paris, 1995, p. 675.
13 Habría que señalar, de todas maneras, que “el valor de las obras literarias no de-
pende, según Bloom, de la mirada a algún crítico, sino de la fuerza imaginativa que hay
en ellas y que las mantiene vivas como parte siempre actual, imprescindible de la historia
literaria”. Ver, a propósito de la valoración estética en Bloom como base de la conforma-
ción de un determinado canon, Mario Alejandro Molano, “Valorar o no valorar, ¿es esa
la cuestión? Sobre una ilustrativa polémica entre Northrop Frye y Harold Bloom”, Lite-
ratura, teoría, historia, crítica, Nr. 10, 2008, p.65.
14 Paul Valéry propone un camino aun más radical. Auguraba que podría existir una
“historia única de las cosas del espíritu” que habría de sustituir todas las historias del ar-
te, de la literatura y de las ciencias. Ver Paul Valéry, “Degas. Danse. Dessin”, Œuvres,
Gallimard, Paris, 1960, Vol. II, p. 1205.
41

que esgrimió Cepeda Samudio. Pero a pesar de que los críticos sean,
en efecto, parásitos de las letras, cuando la lucidez los acompaña son
esenciales. Mi mirada, al respecto de esos espacios críticos es un po-
co pesimista. Considero que si en nuestro país ha habido y hay críti-
ca literaria, ella está oculta y es silenciada. O si aparece y se vuelve
más o menos visible, acude a los formatos de la batahola y la vocife-
ración, como es el caso de la labor por momentos atinada, pero ge-
neralmente delirante, que realiza Harold Alvarado Tenorio desde su
trinchera de Arquitrave. De tal manera que si tomáramos como refe-
rente a Tenorio, habría que concluir que nuestra crítica literaria esta-
ría condenada más al desafuero de un narciso local que a la agudeza
de un crítico independiente sin mayores pretensiones de figuración.
Un balance de esos parajes desde donde un lector podría buscar mo-
jones para saberse situar ante un panorama literario que está funda-
do en la hipnosis engañosa y en las usuales exageraciones de provin-
cia, llevaría a pensar que estamos antes un paisaje desalentador. De-
cía Julien Gracq, en 1950, en La littérature à l’estomac que al lado de
una evidente crisis de la literatura había una escandalosa crisis del
juicio literario.15 Y sospecho que en la Colombia actual se presenta
un panorama similar al que disecciona Gracq en su útil panfleto.
Aunque quizás haya una diferencia: si en la Francia de la posguerra
de Gracq se publicitaba una literatura de la cual hasta los mismos
editores desconfiaban. En la Colombia de hoy estos últimos, acom-
pañados de los periodistas y hasta de profesores universitarios, creen
que realmente están ante una gran literatura. Recuerdo, por ejemplo,
que al publicarse Angosta de Héctor Abad Faciolince, un académico
de literatura recibió la novela y su construcción alegórica atravesada
por un maniqueísmo fútil, con un comentario que expresa muy bien
la percepción del fenómeno. El profesor dijo que esa novela era
nuestra Divina Comedia colombiana.16 Un comentario así remite, a la
postre, al que hacían los gramáticos de antaño con respecto a los tra-
ducciones virgilianas de Miguel Antonio Caro. Recientemente, ante
la publicación de Una luz difícil, que es una novela de muchísima
menor envergadura si se comparara con los primeros textos revela-
dores de Tomás González Primero estaba el mar (1983), Para antes

15 Julien Gracq, La littérature à l’estomac, José Corti, Paris, 2005, p.11.


16 Ver Augusto Escobar Mesa, “Abad Faciolince tras la búsqueda de la identidad”
en Angosta de Héctor Abada Faciolince, notas de literatura, Dirección de Bienestar Uni-
versitario y el departamento de Publicaciones, Universidad de Antioquia, Medellín, 2004,
pp. 5-6.
42

del olvido (1987) y El rey de Honka Monka (2003), y que se amolda


demasiado a los criterios comerciales y tiene evidentes problemas de
construcción literaria en sus capítulos finales, llovieron los comenta-
rios, justamente desde las tribunas de ese periodismo rimbombante,
que la catalogaban como una obra maestra de la literatura. Ya se vio,
otro ejemplo más, los casos de Antonio Ungar con Tres ataúdes blan-
cos y Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer, novelas
premiadas en Anagrama y Alfaguara respectivamente, cómo esos
premios “prestigiosos” son el resultado de negociaciones brumosas
entre agentes literarios y editores comerciales. Esas dos “maldicio-
nes” de la civilización literaria contemporánea, para utilizar una ex-
presión de Tomás Segovia.17 Y aquello de las negociaciones tras
bambalinas sería algo del todo secundario, si las obras galardonadas
tuviesen realmente los méritos que se anuncian con ubicua insisten-
cia. Pero si este panorama novelístico tiene la garrafal grandiosidad
de ciertos ídolos de barro, el de la crítica literaria no deja de calami-
toso. Lo que hacen la revista Semana y Arcadia es seguir las pautas
de lo que ordene este boom victorioso de la novela colombiana. Y lo
que escriben sus colaboradores son reseñas hechas para estimular el
bolsillo del comprador o para aplastar, muchas veces de forma humi-
llante, al escritor y su obra. Como dice Darío Ruíz “convierten la crí-
tica en algo tan superfluo como las mercancías literarias que prego-
nan”18. Habría que decir, no obstante, que en algunas columnas de
los periódicos se asoma esporádicamente una crítica literaria sensata.
Pero el formato periodístico limita demasiado y estos “textículos”
terminan cayendo o en la zalamería, o en deslumbramientos exagera-
dos ante obras definitivamente minúsculas. Con todo, es evidente
que la crítica no hay que buscarla en esos kioscos del sainete litera-
rio. Ella respira, callada, reservada, irónica, cautelosa, en las revistas
culturales y universitarias y en ciertos libros que, de vez en cuando,
aparecen en nuestro desolado territorio. Pues si hay un tipo de litera-

17 Refiriéndose al destino de su traducción al español de la poesía de Giuseppe Un-


garetti, Tomás Segovia dice: “Pero es maldición de nuestra civilización (por llamarla así)
que hace que la poesía no la administren los poetas, ni por supuesto los lectores, y ni si-
quiera los traductores, sino los agentes literario y otros hombres de empresa o de pre-
sa…”. Ver Tomas Segovia, “Nota sobre la traducción”, en Giuseppe Ungaretti, Senti-
miento del tiempo, La tierra prometida, Debolsillo, Random House Mondadori, Barcelo-
na, 2006, p. 25.
18 Darío Ruiz Gómez, “La literatura en la era del marketing”, en Trabajo de lector,
cit., p. 366.
43

tura que espanta a casi todas las editoriales colombianas, por su fa-
cha desastrada y su cínico desaire hacia el lucro económico, es la que
pretende establecer balances y situar perspectivas interpretativas
frente a la literatura. A veces me pregunto, y así regreso al inicio de
estas reflexiones, si un lector del futuro buscara pruebas de una críti-
ca literaria que diera cuenta de lo que se escribe ahora ¿encontraría
algo digno de perdurar? Yo, en realidad, vacilo en qué responder.
Pero sé que esta vacilación ya es en sí misma un claro signo de alar-
ma. De todas maneras, no hagamos suposiciones memas y mejor pre-
guntemos si ahora hay una crítica que dé cuenta de lo que está pa-
sando con esta celebrada novela colombiana. Dirán algunos que este
tipo de crítica palpita en la academia universitaria y sus tesis y mono-
grafías y sus artículos en revistas indexadas. Y yo diría que, en efec-
to, debe de palpitar allí y que la universidad, por ser un espacio neu-
tral y exigente, es el más adecuado para que se formule una crítica
juiciosa, regular y seria. De hecho hay momentos muy altos de esta
crítica y basta pensar, para solo hablar de dos nombres, en la labor
ejemplar de Rafael Gutiérrez Girardot y de David Jiménez. Pero, in-
fortunadamente, muchos universitarios emplean un lenguaje que só-
lo interesa al círculo de ellos mismos. Los académicos analizan e in-
terpretan el texto, y para ello siguen marcos teóricos que, en ocasio-
nes, limitan las reflexiones libres y valientes que guían, por lo gene-
ral, la labor del crítico. Además, con las imposiciones de ese gran ti-
rano de las aulas que es Colciencias y todo su laberíntico andamio de
índices internacionales, me parece legítimo dudar que de este gremio
puedan surgir las luces esperadas de la actividad crítica. Estoy sugi-
riendo, entonces, que el crítico en Colombia, desde la aparición de
Baldomero Sanín Cano, sigue siendo un personaje espectral, por no
decir fabuloso, que sólo crece en el ámbito de la total independencia
y que su actividad solo es propia de la periferia y el silencio. Quizás
sea cierto, pero prefiero que esta consideración flote en estas líneas
más como una duda que como una confirmación.
45

GABRIEL SAAD
Universitè Paris III - Sorbonne

Dionea de Julio Olaciregui:


una novela fundamental

Breve exordio irregular, pero indispensable


Querría, antes de abordar la lectura crítica de Dionea, apartarme
del discurso académico y poder exclamar, sin la menor reticencia:
“¡Qué maravilla!”. Porque lo que me interesa apuntar de entrada es
que, entre todas las novelas que he podido leer, estudiar, analizar, co-
mentar en mis muchos años de investigador y de docente, o que he po-
dido simplemente leer en mis igualmente largos años de lector, Dionea
ocupa un lugar de elección. Es, sin lugar a dudas, una de las mejores
novelas que he leído en toda mi vida. Burla burlando va la debida afir-
mación por delante. Ha quedado dicho. Y establecido. Puedo ahora
cambiar de tono, de enfoque, subrayarlo con otra tipografía e intentar
proponer la lectura crítica que esta novela fundamental merece.

Un desafío estético
Mucho se ha dicho, desde hace por lo menos unos cincuenta
años, que ningún examen o análisis puede agotar el estudio de una
obra literaria. Bueno es saberlo. Su reiterada afirmación por parte de
la teoría literaria, en tiempos que fueron de aguda renovación del
pensamiento crítico, significa una importante ayuda en la presente
circunstancia. Porque grande es la complejidad de Dionea. Lo que
propondré en las líneas que siguen no será, pues, más que una pri-
mera respuesta al vasto desafío crítico y estético que una obra con es-
tas características plantea a su lector.
Según lo deja establecido Julio Olaciregui en la última línea de su
novela,1 la redacción de Dionea ocupó quince años de su existencia

1 Julio Olaciregui, Dionea, s.n.e., Bogotá, 2005. Citaré siempre por esta edición e in-
dicaré, entre paréntesis, el número de la página correspondiente.
46

de escritor: de 1990 a 2005. No ignoro que siempre hay que tomar


con cuidado las afirmaciones de un autor respecto de su obra. Pero,
en este caso, creo que la buena fe no puede ser puesta en duda. An-
tes había publicado varios libros en los que se apartaba, con eficacia,
de los usos literarios y de las prácticas narrativas establecidas: Vestido
de bestia (1980), Los domingos de Charito (1986), Trapos al sol
(1991). Es decir que Olaciregui es ya un escritor fogueado, capaz de
dominar plenamente sus recursos narrativos, de dar libre curso a su
imaginación cuando emprende la redacción de Dionea.
Lo que primero llama la atención en esta novela es, desde un punto
de vista al mismo tiempo material y de estética literaria, la rigurosa ato-
mización del relato. Lo componen ciento treinta y cuatro fragmentos,
que propongo llamar tramos narrativos, repartidos en cuatro secciones:
“Noche”, “Matinée”, “Vespertina” y “Altas horas”. No escapará al lec-
tor la connotación teatral, que a propósito de esta novela conviene lla-
mar dramática, de las tres primeras. La última entronca con lo onírico y
establece una resonancia (término muy significativo, como habremos de
ver, en la estética de Dionea) con la primera sección. Porque, más vale
anotarlo desde ya, la atomización del relato se conjuga efectiva y eficaz-
mente con las múltiples resonancias que Olaciregui establece a lo largo
de su novela. Ofrece así, al lector, la posibilidad de llevar a cabo un in-
genioso trabajo de lectura, que mucho tiene también de un juego, re-
componiendo las moléculas narrativas en las que los diversos átomos se
ligan. Decir, pues, que Dionea es una novela polivalente refiere, si es líci-
to prolongar esta metáfora crítica, tanto a la química narrativa como a la
estética literaria. Ocurre, pues, intentar analizar aquí dicha polivalencia.

Mito, historia, ficción


En más de un relato, aunque tal vez no sea pertinente afirmar que
en todos, es posible reconocer la emergencia o la metamorfosis de un
mito. Así, por ejemplo, en El Astillero de Juan Carlos Onetti, una de
las cumbres de la literatura contemporánea, ciertas frases tienden a
hacer de Larsen una especie de Edipo sanmariano, incapaz de leer
las advertencias y de vislumbrar la trampa, a tal punto que no logrará
reconocerla hasta los últimos párrafos de la novela. Y al pasar una
noche con la sirvienta de Angélica Inés Petrus, lo hace “en una habi-
tación que podía ser suya o de su madre”.2 El buen doctor Freud de

2 Juan Carlos Onetti, El Astillero, Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora,
colección « Anaquel », 1961, p. 216.
47

Viena tiene su lugar y hace su obra en todo esto, claro está, entre
otras cosas porque a él debemos gran parte de la difusión actual del
mito de Edipo, a partir de sus observaciones clínicas. Es más fácil,
pues, para el lector contemporáneo, reconocerlo. Pero cabe agregar
que, en general, sólo conocemos un mito por el relato correspon-
diente (o los diversos relatos que en torno a él giran) y que la mitolo-
gía es, por lo tanto, una formidable colección de relatos. El Astillero
nos permite observar, además, que Onetti también combina datos o
nombres de la historia, Artigas o Latorre, por ejemplo, y hace de
Santa María una ciudad mítica, en la que logra resumir mucho del
destino de los hombres. Pero esto sólo se logra a través de la ficción,
es decir de la imaginación del escritor y del trabajo de la escritura.
Corresponde al crítico desentrañar estos diversos aspectos de la
obra, los lazos que entre ellos se tejen y los así llamados efectos se-
mánticos de esta combinatoria.
En Dionea, Julio Olaciregui combina, de manera flagrante, mito,
historia y ficción. Nos interesa, pues, no sólo reconocerlo, sino sobre
todo analizar su personal manera de llevar adelante esa combinato-
ria. Una primera observación surge, así, con fuerza de evidencia: el
nombre propio Dionea viene de la mitología más antigua, pre-heléni-
ca, y el santuario de esta diosa (porque Dionea diosa era) es conside-
rado como el más antiguo de Grecia. A partir de este dato, el nove-
lista establece una serie de ramificaciones en las que se irá apoyando,
progresivamente, la escritura.

Del mito a la ficción, el personaje

Los datos que nos proporciona la mitología son, pues, relativa-


mente claros, dentro de la multitud de versiones que suelen tener los
mitos: Dionea es una diosa muy antigua, madre de Afrodita, lo que
la hace convertirse, más tarde, en esposa de Zeus. Su santuario se si-
tuaba en Dodona, al norte de Grecia y supo tener una celebridad
cierta el oráculo que allí se revelaba. Pero, como muy bien lo recuer-
da Olaciregui cuando ya ha avanzado mucho en su relato: “El tuéta-
no de los mitos, dicen, son los nombres” (p. 376). Es, precisamente,
el nombre propio lo que permite bascular del mito a la ficción. Si he
leído bien, la primera aparición del nombre de la diosa en el texto de
la novela se produce ya en el primer episodio narrativo: “los hermo-
sos labios y la suavidad de Dionea” (p. 12). En esa misma página, en-
contramos, también ”los ojos de Dionea” y, unas líneas más abajo,
48

“me enseñarían Dionea y Raúl”. Es decir que, por arte de ficción, la


diosa se ha convertido en personaje:

“los hermosos labios y la suavidad de Dionea, la sardina colombiana


vendedora de harina de maíz por los lados de Montparnasse”
“los ojos de Dionea y la cumbia que se escuchaba esa tarde en su al-
macén”
“…Uno de los mejores remedios para combatir ese monstruo de los
sinsabores, me enseñarían Dionea y Raúl, es reunirse con amigos y
preparar algún plato, escuchando música…”

Lo que precede debería hacernos pensar que Dionea no es más una


diosa y que ya no se la venera al norte de Grecia. Es una “sardina” co-
lombiana y vende harina de maíz en un barrio tan típicamente parisino
como Montparnasse. El otro nombre propio aquí presente, Raúl, con-
firma y explica esta transformación. Porque dos páginas antes, el lector
ya se había enterado de que “Raúl se ha vuelto personaje de relatos de
sus amigos escritores” (p. 10). La ficción, como la literatura en su con-
junto, es omnívora: todo lo devora, todo lo asimila, todo lo transforma.
Dionea se ha convertido, también ella, en personaje. Aunque, como lo
veremos, no por ello ha dejado de ser una diosa. Así, por ejemplo, al
comienzo del noveno tramo narrativo, se puede leer: “si la diosa atrapa-
moscas se enamora de un muchacho lo manda llamar, y hasta ahí lle-
gó.” (p. 45). ¿Por qué “diosa atrapamoscas”? Lo que justifica este sin-
tagma es una particularidad léxica. Si escribimos dionea con “d” mi-
núscula, pasamos del nombre propio a un sustantivo, cuyo sentido se-
gún el Diccionario de la Real Academia es: “atrapamoscas”. Si consulta-
mos ahora esta última voz en el mismo DRAE, nos encontraremos con
una larguísima definición que prefiero, por lo tanto, resumir en estos
términos: “planta carnívora americana que atrapa y digiere los insectos
que se posan sobre sus hojas”. En otras palabras, el insecto que se posa
sobre dionea, hasta ahí llegó; no irá más lejos. Lo que ha hecho Julio
Olaciregui en su trabajo de escritor es, pues, ligar los dos sentidos, el
del nombre propio y el del sustantivo, para producir el sintagma “diosa
atrapamoscas”. Me parece justo reconocer, en este trabajo, que es tam-
bién un juego, de escritura y de lectura, un guiño al famoso “lector en-
ciclopédico” del que habló Umberto Eco en Lector in fabula. Mucho se
ha hablado de lo lúdico en la obra de Julio Cortázar. Resulta razonable
señalarlo desde ya como uno de los aspectos dominantes en la escritura
de este otro Julio, cuya novela permite que el lector haga su agosto ex-
plotando referencias mitológicas, botánicas, semánticas.
49

Por lo demás, Olaciregui se muestra particularmente cortés para


con el lector, al entregar un enigma sin dejar de jugar a cartas vistas.
Porque en un fragmento narrativo anterior, una exclamación ya ha-
bía asociado a Dionea con la planta homónima, para establecer, es
verdad, una oposición entre nombre propio y sustantivo, usado aquí
como adjetivo: “Dionea, ¡atrapamoscas no!” (p. 34). Lo que justifica
el uso de “atrapamoscas” es que se le da el sentido de “papamoscas”,
dado que la interjección responde a un error de parte de una mucha-
cha colombiana, adolescente mestiza, que el profesor Dindon (perso-
naje al que dedicaremos nuestra atención más adelante) ha traído de
Colombia a París. No es, pues, la “sardina” vendedora de maíz en
Montparnasse, sino la sirvienta del profesor francés. Aunque tam-
bién es posible que la sirvienta de sus primeros pasos parisinos se ha-
ya convertido en vendedora de harina de maíz. Pero ésta no es más
que una de las múltiples metamorfosis del personaje. Dos descripcio-
nes nos resultan, en estas mismas páginas de la novela, muy significa-
tivas. En un primer tramo, “parece una augusta coya india o mulata
veinteañera el fantasma de la muchacha eterna primavera” (p. 32).3
Pero una página más adelante, tiene:

ojos negros piel canela4 niña abuela de la humanidad llevas tu máscara


de esclava en esta ciudad extraña aguanta por ahora este papel protagó-
nico en nuestra casa la tierra desde antes de los indios y los reyes etío-
pes numerosas máscaras y almas vendidas han sido obligadas a servir a
otros hermanos (p.33)

Como se ve, Dionea, convertida en este tramo narrativo en mu-


chacha colombiana sirvienta de un profesor francés, no sólo tiene un
aspecto físico cambiante, sino que sirve de soporte a un discurso cla-
ramente connotado desde un punto de vista social. Tan cambiante
es, por lo demás, su aspecto físico, que unas pocas páginas más aba-
jo, al comienzo del tramo “Cuarto de sirvienta”, el lector se encuen-
tra con esta información que, visto lo que precede, resulta un tanto
curiosa:

3 Las bastardillas son del autor. Es una particularidad en la materialidad del texto
que analizaremos cada vez que una puntualización se imponga.
4 Otro aspecto sobre el que cabría detenerse: la utilización de la música o el habla
popular, dichos, frases oídas al pasar. Me limitaré, en este artículo, a dar algunos comen-
tarios puntuales.
50

Contratamos a Dionea para que se encargue de hacer la limpieza en


casa, preparar la comida y acostar a los niños. A veces huele a sexo, a
pachulí, a mariguana, parece distraída, nostálgica, aún no habla muy
bien el francés, aliento de vino, se maquilla como puta con frecuen-
cia para ocultar su palidez de monja. (p. 39)

Lejos estamos, pues, de la diosa griega arcaica, madre tal vez de


Afrodita, probable esposa de Zeus y lejos estamos también de los
ojos negros y la piel canela con esta nueva Dionea, que sigue siendo
joven sirvienta muy probablemente colombiana, pero con una pali-
dez de monja. Sin olvidar que se ha convertido, además, en escritora:

está escribiendo un libro sobre el novio que le mataron en Colombia,


trabajando con la muerte de Emiliano, con la guerra de las larvas co-
lonizantes, con esa organización que se burla de lo que otra vez fue
sagrado, la ceremonia caótica. ¿Cómo puede el caos instituirse en ce-
remonia? (p. 39)

Basta, sin embargo, pasar al párrafo siguiente para encontrar une


nueva manifestación de la poética de esta novela. Dionea, se ha di-
cho, está “trabajando con la muerte de Emiliano”, pero el lector se
entera, ahora, de que:

La carreta, este cuento por ahora empantanado con las bestias, atravie-
sa una llanura sembrada con sauces llorones. Van a enterrar a Emilia-
no Rebolo después del balazo de esta mañana que le paró el corazón,
le silenció el murmullo de la sangre, extinguió el soplo de sus huesos,
ya no baila. (p. 39)

Para el buen lector de Homero, esta acumulación de perífrasis


para significar la muerte de un personaje no podrá pasar sin estimu-
lar su memoria, devolviéndolo así a un pasado griego al que también
remite la evocación del Caos como “lo que otra vez fue sagrado”. Pe-
ro igualmente interesante es señalar que la muerte de Emiliano se ha
convertido, sin transición alguna, en el tema de este tramo narrativo.
El lector puede, por lo tanto, legítimamente pensar que lo que tiene
ante sus ojos es el libro que, según se ha señalado, está escribiendo
Dionea. Nombre tanto más interesante cuanto que corresponde no
sólo a una diosa y al muy cambiante personaje de la novela, sino que
es, también, el título de esa misma novela que el cambiante personaje
atraviesa en mil metamorfosis. Por eso, en “El libro imposible”, tra-
mo narrativo de título muy significativo y, como suele decirse, auto-
51

rreferencial, Olaciregui escribe, después de referirse a la “muchacha


innombrable”: “el libro aún no se llama Dionea” (p. 417). La relación
entre el título y el nombre del personaje queda, pues, claramente es-
tablecida, desde un punto de vista metadiegético (vuelvo al vocabu-
lario de hace cuarenta o cincuenta años) que las bastardillas ponen
en evidencia.
Es que Dionea aparece más de una vez como escritora y, más es-
pecíficamente, novelista. Me detendré, para ilustrar esta afirmación
en apenas tres ejemplos. El primero resulta no sólo explícito, sino
además reiterativo. Los dos fragmentos que pondré en relación per-
tenecen al tramo narrativo “La cebolla con el pan”.5 Ambos están
impresos en bastardilla, lo que les da un estatuto particular en el re-
lato: intervención del narrador omnisciente, en este caso. Así,

Dionea decidió irse del cuarto de sirvienta que Jean le dejó de herencia
y abrirse paso ella sola en París, fue ahí cuando comenzó a redactar la
historia de su novio Emiliano, quería sacar en limpio esa novela por
fin, telos ergon, fin de las obras. (p. 254)

Pese a lo que el texto ha afirmado en otras circunstancias, Dionea


no es, por lo tanto, en esta nueva circunstancia, la amante del profe-
sor francés Jean Dindon. Aunque éste le ha dejado en herencia un
cuarto de sirvienta, lo que coincide con lo afirmado en otros tramos
narrativos. Es que las metamorfosis son múltiples y lo que me intere-
sa es retener en la larga frase citada su nueva condición de escritora y
de autora de una novela. Un poco más abajo, aparece una afirmación
más escueta, igualmente en bastardilla, lo que parece corresponder,
en esta nueva circunstancia, a un diálogo imaginario del narrador
omnisciente con el personaje: “tú Dionea trabajas para poder escribir,
así de simple, no te quejes, eres la memoria, mujer.” (p. 254).
El segundo ejemplo que merece nuestra atención aparece en el
tramo narrativo siguiente, que lleva por título: “Un café con la nove-
lista”. Desde el título, le atribuye, como se ve, esa profesión y, desde
las primeras líneas, la enuncia explícitamente: “Allí, posando, estaba
la hermosa novelista, visitando su tierra natal, de nuevo entre palme-
ras”. Aparece, una vez más, la historia de Emiliano, “el personaje

5 Cabría analizar y comentar, en un estudio aparte, algunos de estos títulos. El ya cita-


do “Cuarto de sirvienta” constituye, a las claras, una traducción de la archiconocida ex-
presión francesa “chambre de bonne”. “Pan con cebolla” explota el estribillo de una can-
ción y el dicho popular “Contigo, pan y cebolla”. “Matanga” o “Mieditis” hablan de suyo.
52

que la dio a conocer más allá de la cuenca del Caribe, etcétera…” (p.
257). Notemos que Emiliano se ha convertido también él en “perso-
naje”, con las numerosas connotaciones que esto supone. Pero se tra-
ta de una entrevista y Dionea contesta: “Marvel6 sí es novelista, yo
no soy ella” y agrega:

imagino ser una mujer soñando el mundo, hija de una sirvienta del
templo, medio india, medio negra, con algo de diosa griega, llegando
hasta ustedes desde lo profundo de los cielos, desenterrando estas le-
tras, enhebrando estos cuentos. (p. 257)

Deseo detenerme un momento en esta cita. Relevaré, primero,


“imagino”, porque en lo imaginario surge la ficción. Básteme citar a
Don Quijote o a Madame Bovary, personajes tan imaginarios como
imaginativos. Tal es el caso de Dionea. Ha surgido en la imaginación
de Olaciregui y, por lo tanto, puede enunciar en el texto, bajo ficticia
imaginación, las múltiples identidades bajo las cuales puede apare-
cer. A saber, “hija de una sirvienta del templo”, lo que remite no sólo
a las diversas filiaciones atribuidas a la diosa de Dodona, sino que
une, también, el templo de esta última y la condición de sirvienta del
profesor francés que el texto en un momento le atribuye; “medio in-
dia, medio negra” y es verdad que rasgos y orígenes negros e indios
le han sido también atribuidos; “con algo de diosa”, como su nom-
bre lo indica. Lo que sigue merece también un análisis más detenido.
“Llegando hasta ustedes desde lo profundo de los cielos”, sin duda
por su carácter divino, aunque, según se sabe, lo dioses griegos no
habitaban en los cielos. Tendríamos aquí, pues, una de esos sincretis-
mos culturales que abundan en la novela. “Desenterrando estas le-
tras, enhebrando estos cuentos” es enunciado que suscita la refle-
xión. Porque “estas letras”, es decir lo escrito en la novela, viene de
lejos y ha sido literalmente desenterrado: de la antigua Grecia, del
descubrimiento de América, del pasado amerindio, de las más anti-
guas tradiciones africanas, de la fundación de Barranquilla, de la his-
toria y de las tradiciones de la ciudad natal de Olaciregui. “Enhe-
brando estos cuentos” porque Dionea es el vector que recorre toda
la novela y liga los cuentos entre sí. Esta frase constituye, por lo tan-
to, una de las tantas ocurrencias (mises en abyme, como decimos los

6 La referencia a Marvel Moreno es evidente, tanto más cuanto que Dionea compor-
ta varias referencias inequívocas a la gran escritora barranquillera, todas pertinentemente
elogiosas.
53

franceses) en las que la propia novela se refleja a sí misma. En este


caso, bajo forma de enigma.
Puedo detenerme ahora en el tercer ejemplo, que encabeza el tra-
mo narrativo “Precipitado de novela”, título que justifica la metáfora
química y la referencia a la mise en abyme:

Dionea Rebolo reposaba desnuda en un canapé de terciopelo rojo;


había alquilado una habitación en un hotel de Bretaña, donde escri-
bía día y noche su novela sobre Emiliano, el héroe de la novela es la
propia novela, le sopló el profesor Dindon, quería terminarla con al-
gún misterio, en algún lugar sagrado, tal vez en el santuario de Do-
dona, en el albergue de esa diosa casi olvidada, cuyo nombre ella lle-
vaba. (p. 261)

La observación atribuida al profesor Dindon, quien es, junto con


Dionea, el personaje que con más frecuencia aparece en la obra, no
deja de tener su dosis de humor. Porque, por un lado, constituye una
flagrante parodia de ciertas máximas de teoría literaria harto fre-
cuentes en épocas no muy lejanas. Y, por otro, lo que podemos leer
de manera autorreferencial es que la heroína, letra por letra, es la no-
vela. Nombre y título no son más que una única y misma palabra.
También merece destacar que Dionea lleva aquí un apellido, que
coincide (letra por letra, una vez más) con el nombre de un barrio de
Barranquilla y de una tribu indígena que, también ellos, están muy
presentes en la novela. Sin olvidar que su novio, asesinado, cuya his-
toria escribe Dionea, llevaba exactamente el mismo apellido. El texto
superpone de esta manera múltiples interpretaciones posibles, libra-
das al espíritu de deducción del lector. Es una de las tantas riquezas
de la obra.
Puede llamar la atención que una expresión tan trivial como “casi
olvidada” esté impresa en bastardilla. Tiene, sin embargo, su sentido.
Se trata de un homenaje justamente rendido por Julio Olaciregui a
Juan Carlos Onetti. En El Astillero podemos leer, desde las primeras
líneas: “página discutida y apasionante – aunque ya casi olvidada –
de nuestra historia ciudadana”. La expresión, aparentemente trivial
constituye, pues, en realidad, una cita de claro sentido literario.
No olvidemos, sin embargo, que dionea, simple sustantivo, quiere
decir “atrapamoscas”. Como lo he señalado, en la exclamación del
profesor Dindon: “Dionea, ¡atrapamoscas no!”, el sustantivo en cues-
tión toma el sentido familiar de “papamoscas”. Esa misma translación
semántica, aunque con una variante que corresponde más bien a un
54

ejercicio de traducción aparece en la expresión “curiosos ‘tragamos-


cas’” (p. 234), que deriva del francés gobe-mouches, sin dejar de re-
cordarnos, por ello, el significado de dionea en español. Lo que tam-
bién aparece en “la máscara del diablo traga moscas” (p. 194). Juego
de palabras y de polisemia que toma otra manifestación cuando al re-
ferirse a “la tal Dionea”, convertida en amante de Jean Dindon, el na-
rrador advierte que la sensualidad del profesor francés “había sido es-
timulada por el olor entre los pechos de aquella mujer, bruja en flor,
arrebatamachos, carnívora.” (p. 193). Porque dionea es, lo sabemos,
flor carnívora y se nos ha dicho que literalmente arrebata machos,
puesto que cuando se enamora de un muchacho, “lo manda llamar, y
hasta ahí llegó”. Bruja también, puesto que al final de este tramo na-
rrativo, el profesor le dice: “Me has embrujado, nena”.
Más difícil resulta determinar de dónde le viene su capacidad de
resucitar a los muertos, ¿de su condición de bruja o de diosa? Por-
que, ha llegado el momento de hacerlo notar, Dionea resucita a los
muertos. Lo hace, por lo menos, dos veces: con Antxoni (p. 287),
imaginaria enfermera vasca de reiterada presencia en la novela, y con
su novio Emiliano. Es de hacer notar que este último resucita dos ve-
ces y por causas diferentes cada vez. En una primera instancia, “a
Emiliano se lo lleva también el putas un domingo de carnaval en Ba-
rranquilla, pero ahora está en este libro presente, lo resucita el alma
del mundo” (p. 288). Sin embargo, en el tramo narrativo siguiente,
“hasta que no se puso a escribir la historia de Emiliano, Dionea estu-
vo maluca” y así, “poco a poco, comenzó a resucitarlo, lo sentía mo-
verse en ella”. De tal suerte que, para referirse a Emiliano, el texto
deja de usar el pasado (como se hace con un muerto) y adopta el pre-
sente (lo que indica que ha vuelto a formar parte del mundo de los
vivos): “Emiliano era, es, un hombre en la mitad de la vida, no posee
oro ni piedras preciosas, sólo su alma, su cuerpo juguetón y algunos
libros de magia” (p. 291).

Un profesor francés

He tenido ya la oportunidad de mencionar al profesor francés Jean


Dindon. Es él quien comparte con Dionea la primacía en la novela. Su
presencia es un poco menos frecuente que la de ella, pero él aparece
desde el incipit, estrictamente, desde las primeras palabras: “Ese día el
profesor Jean Dindon”. No es, por cierto, un personaje trivial. Cumple
diversas funciones: aportar comentarios que Olaciregui le atribuye y
55

que enriquecen el relato, servir de punto de apoyo a la presencia, en el


texto, de diversos mitos de origen griego, amerindio o africano, estable-
cer un lazo particular con la principal protagonista, Dionea, de quien
es, en algunas circunstancias, amante y en otras, empleador.
Desde el comienzo, introduce un tema con otras ramificaciones
en la novela: la deglución. En su clase inaugural en el Collège de
France, el profesor “dijo de manera sorprendente: ‘Los invito a que
me coman’”, lo que establece ya una primera relación con dionea,
atrapamoscas, planta carnívora americana. Y con la propia novela,
puesto que unas líneas más adelante, el narrador agrega:

Yo había llegado a Francia en la primavera del 78 para seguir su curso


sobre ‘La preparación de la novela’, descubriendo que esta forma es
omnívora, pantagruélica, se traga todo lo que puede, tragaldabas, es
una olla mágica con vacas y carneros, recetas de cocina, dichos de la
gente, lo que no mata engorda, la nostalgia de la madre, el pensamiento
mágicorreligioso, la experimentación permanente… (pp. 9-10)

Mal puede saber el lector, quien acaba de abrir la novela, que este
párrafo constituye la primera mise en abyme, recurso literario del que
Dionea da, como hemos visto, más de un ejemplo. Constituye también,
una vez que la obra ha sido leída, una especie de programa, dado que la
novela que nos ocupa es, efectivamente, omnívora, contiene recetas de
cocina (las comidas se preparan, como la novela, según el título del se-
minario), pensamiento mágicorreligioso y, por cierto, una experimenta-
ción permanente, lo que no es uno de sus menores méritos. Faltan, sin
embargo, dos componentes esenciales de esta obra. En primer lugar,
una mención al humor, del que tenemos aquí un ejemplo inmediato
con la yuxtaposición de “dichos de la gente” y de “lo que no mata en-
gorda”, que se liga sin transición con lo que el narrador enuncia, sin de-
jar de ser, precisamente, un dicho de la gente. Se le utiliza aquí, como es
muy frecuente en ciertas conversaciones, para comentar o confirmar lo
que se ha dicho. De ahí, el uso de la bastardilla.
En segundo lugar, no se menciona la música popular que conti-
nuamente Olaciregui introduce en su texto: “Ay mamá Inés, ay ma-
má Inés, todos los negros tomamos café” (p. 405), “Tantas veces me
mataron, tantas veces me morí y ahora estoy aquí resucitando”, (p.
375), “la conga de Jaruco, ahí viene, arrollando, arrollando” (p. 55.
En esta cita, el así llamado diablo de las imprentas, hizo que despare-
ciera la bastardilla). Con algo más que una pizca de humor, este re-
curso a la música popular permite que Aquiles cite a Joe Arroyo, sin
56

olvidar de indicar su fuente: “Como Joe Arroyo desde muy niño luché
por conseguir la fama” (p. 35). Lo que entronca, como veremos, con
la poética general de Dionea, que consiste en unir, en un mismo élan
de fiction, mitología griega, poemas homéricos, canto popular, tradi-
ciones amerindias, datos de la historia y de la presente realidad co-
lombiana o mundial para producir lo que, muy acertadamente, Julio
Olaciregui llama una “mitonovela” (pp. 385-86).
El profesor Dindon es, entre otras muchas cosas, el portavoz de
esta poética. En una de sus tantas versiones, “Había conseguido tra-
bajo en la Universidad de Salgar” (p. 385). Comienza su curso, según
consta en el texto, divagando sobre “la mitonovela,7 tratando de
aclararse a sí mismo algunas ideas, hablando de la danza del garaba-
to, baile que simboliza la vida luchando siempre con la muerte, igual
que en los misterios de Eleusis” (p. 385).
Como puede apreciarse, el sincretismo cultural funciona a la perfec-
ción: la tradición popular carnavalera de Barranquilla se liga, en una re-
lación de igualdad, con los misterios de Eleusis. Cabe hacer notar, sin
embargo, que la referencia a estos últimos aparece en bastardilla. No
es, pues, el profesor Dindon quien establece esta igualdad, sino otra
instancia, comentador o narrador omnisciente. Y ya en el tramo narra-
tivo siguiente “Sueños de Eleusis”, es otra voz, no ya el profesor, quien
confirma la igualdad antes enunciada: “Lo que pasa ahí no se puede ex-
presar, son los llamados Misterios de Eleusis, es decir la danza del gara-
bato” (p. 387). Estos dos tramos confirman, con diversos ejemplos y di-
versas reelaboraciones por parte de Olaciregui, el lazo poético entre mi-
tos de la Antigüedad, historia de Barranquilla (real o ficticia) y novela
contemporánea (con un nuevo homenaje a Juan Carlos Onetti: “Aquí
está Junta-las-voces, no más juntacadáveres”).
Imposible ignorar, al dedicar una mirada crítica a este profesor
francés, que también cumple una función primordial en la novela
por el lazo que la ficción establece entre él y Dionea. La buena mar-
cha de la ficción exigía hacerlo llegar a Barranquilla. Allí llega, pues,
“a comienzos de los años 50” (p. 84). Tiene la intención de estudiar
la presencia del mito de la Atlántida en ciertas tribus colombianas y
se instala en la pensión Las tres palmeras, mito que produce la
ficción8 y que juega con la igualdad semántica mujer-palmera. Y se
produce, como en toda buena ficción, el encuentro entre él y ella:

7 Nótese que el título de este tramo narrativo es, precisamente, “Mitonovela”.


8 Se transformará, por ejemplo, en el hotel The Three Palms (p. 104) o en “la casa de
las Palmeras, el prostíbulo del barrio Rebolo.” (p. 177)
57

“Fue allí donde conoció a Dionea, la más joven de las tres hermanas
que atendían el lugar, frecuentado sobre todo por extranjeros como
él. Fue un enamoramiento fulminante” (p. 84).
Como lo hemos visto, Dionea también es bruja, de tal suerte que
“El mismo no sabía muy bien cómo había comenzado toda aquella
brujería” (p. 85).
También es de destacar que este profesor francés es uno de los
tantos vectores de las metamorfosis que atraviesan toda la novela.
Su propio nombre conoce algún cambio y es, desde el principio,
digno de interés. El patronímico que Olaciregui le atribuye acepta,
como Dionea, perder la mayúscula y convertirse en sustantivo. Un
dindon en francés es un pavo en castellano. Lo que permite transfor-
marlo, por ejemplo, en Jean Dindon de la Farce, parodia de la céle-
bre partícula nobiliaria francesa, evocación de una obra de Geroges
Feydeau (existe también un film, pero menos conocido) y de una
expresión popular francesa, un dicho de la gente: “être le dindon de
la farce”, es decir, ser el ingenuo, el pavo (aunque ya no el animal, si-
no el hombre más o menos bobo) de un asunto. Más interesante,
desde el punto de vista de las connotaciones que puede provocar en
la imaginación del lector, es otro apodo, Jean Roland Dindon (p.
94), que se transformará lisa y llanamente en Roland Dindon (p.
118). Tratándose de alguien que ha sido profesor en el Collège de
France y especialista de la poética de la novela, estos cambios no de-
jan de recordar a otro gran profesor del Collège de France (no un
personaje, sino una persona real), es decir Roland Barthes, cuya
muerte también figura en la novela. Jean Dindon no sólo cambia su
nombre, sino también su profesión, porque en algún momento el
lector descubre que el personaje Dindon ha sido autor de una nove-
la y aparece explícitamente, en la placa de una rue, como écrivain
(p. 94). El título de la obra que se le atribuye, Confesiones de la Ma-
yoral, se integra en un rico sistema de resonancias que es uno de los
pilares de la poética de Dionea. Cabe, pues, dedicarle las líneas que
siguen.

Un sistema de resonancias

El resumen de la supuesta novela de Jean Roland Dindon se in-


cluye en el texto, pero en bastardilla, lo que permite comprender
que, aunque imaginario, se trata de un discurso exterior al discurso
principal de la novela:
58

les voy a decir la verdad, no friegue, soy hombre y soy mujer, me lla-
man Eugenia Pingón, también conocida como La Mayorala, mi padre
era XXX y mi mamá una santa, pero ellos son capítulo aparte, yo bailo,
fumo hierba, escucho a Bob Marley y toreo a la pelona como todos en
el barrio Rebolo. (p. 94)

Lo que sigue, esta vez en el discurso principal, forma ya una pri-


mera resonancia:

había pasado a las historias de la escritora Dionea Ortiz, porque se-


guro ella de niña oyó cuantos sobre mí, muchos me recuerdan como
esa loca, marimacha de postín que salía en los desfiles de la danza del
Torito a conquistar la calle de las Vacas y defender el estandarte de
los sementales… (p. 94)

Dionea, también llamada Dionea Rebolo, escritora, tiene, pues,


aquí, otra emergencia, en resonancia con las anteriores y con tantos
otros aspectos del texto, bajo su nuevo nombre Dionea Ortiz. Aun-
que no se trate estrictamente de una resonancia, sino de un rasgo de
humor, deseo señalar el juego de palabras entre Torito y Vacas, lo
que no deja de tener su lazo semántico con el contenido general de
estas dos citas.
Porque no habrá escapado al lector que, en ambas, lo que domina
es el hermafroditismo: “soy hombre y soy mujer”, en la primera,
“marimacha”, en la segunda, es decir la presencia simultánea, en una
misma persona (personajes, en este caso), de los dos sexos. Es tema
que atraviesa toda la novela estableciendo, así, resonancias que con-
tribuyen a la unidad de la obra. Cabe aclarar, sin embargo, que her-
mafroditismo y homosexualidad son dos realidades distintas. Si en el
primer caso se trata de la presencia simultánea de los dos sexos, el
hombre o la mujer homosexuales no dejan, por ello, de ser hombre o
mujer. Sin olvidar que también existe la bisexualidad, más cercana,
ésta sí, al hermafroditismo, pero sin confundirse con él.
El lector sabe, pues, desde el primer párrafo de Dionea que el pro-
fesor Jean Dindon: “algún día, siendo ya famoso, confesaría, como Um-
berto Edo, que el gran dilema de su vida fue ese: Escribir una novela o
entregarse, boca abajo, a un hombre” (p. 9). De lo que aquí se trata es,
pues, de un fantasma de homosexualidad. Es interesante ver cómo,
desde el comienzo, escritura y homosexualidad aparecen vinculadas y
opuestas. Pero en la novela, la homosexualidad aparece asociada,
también, al mito del hermafrodita. En Dionea, su primera manifesta-
59

ción se produce en una visita al Louvre “con una muchacha” que el


narrador acompaña: “esta ninfa es mi doble, lo sé, qué curioso; la idea
me vino mientras veíamos al hermafrodita despertándose” (pp. 17-
18). Hay, efectivamente, una hermosa escultura de un hermafrodita
en el Louvre. Se trata, por decirlo así, de una materialización del mi-
to, aunque la ciencia registra casos reales de hermafroditismo. La vi-
sión del hermafrodita provoca en el narrador el siguiente pensamien-
to “tratemos de ser como ese monstruo bueno, hermafrodita omnis-
ciente, tiernos y aplicados, labios de chocolate o africanos, yo soy, yo
fui, yo seré uno de sus diez amantes, yo le dije que sus nalgas son co-
mo duraznos, con algo de palenquera…” (p. 18).
La pareja heterosexual aparece así, en el acoplamiento, como una
metamorfosis de hermafroditismo, lo que en todo corresponde a una
actualización del antiguo mito. El narrador y la muchacha termina-
rán, como corresponde a lo antes enunciado, en una misma cama. Lo
que entonces anota el narrador merece ser recordado: “Después del
amor nos quedamos dormidos (…). ¿Qué cosas estuve soñando?
Creo recordar que iba en un avión rumbo a la tierra de los mitos” (p.
20). No es extraño, pues, que unas páginas más adelante, Dionea vis-
ta una camiseta “en la que podía leerse Mystic Company” (p. 33). Co-
mo tampoco puede sorprendernos que, en la página siguiente, el
profesor Dindon practique una curiosa reformulación de la historia
de Aquiles:

Habrán ustedes de saber que la mamá de Aquiles, al enterarse por


un sueño de que si su hijo se iba a pelear a Troya lo matarían, lo dis-
frazó de mujer y lo mandó a un harén para que no lo enrolaran en el
ejército ni con la guerrilla y mucho menos con los paramilitares (…),
en resumidas cuentas le permitió la mascarada de los sexos, lo femi-
nizó, él es el primer travesti. (p. 34)

Como se ve, el juego con la mitología permite traer a colación he-


chos muy reales, en este caso la guerra en Colombia, que también
forma parte de las resonancias en las que se apoya el relato. El tema
del travesti encuentra varias manifestaciones, que van del Américo
adolescente de la pensión Las Tres Palmeras (p. 58) al joven Milton
Cipolla, “casi hermafrodita de pezones rosados” (p. 312).
Lo que más me interesa de este tema es la referencia al mito. Por
eso es de notar que, después de evocar la aventura del joven Cipolla
en el parisino “bosque de Bolonia”, el fragmento narrativo termine
con una referencia explícita a “la mística revolucionaria”. Más clara-
60

mente aún, Olaciregui no pierde la oportunidad de establecer clara-


mente el lazo entre presente y Antigüedad griega. Si “han pasado
tres mil años en el santuario de Dodoni” (p. 41), en el patio de la es-
cuela de danza, en el París contemporáneo, “bajan muchachas y mu-
chachos, hermafroditas hace tres mil años” (p. 54). La bastardilla
cumple una vez más una de sus funciones habituales: sirve para for-
mular un comentario exterior al discurso del narrador.
Lo que ahora deseo subrayar es que este vaivén entre mito arcaico
y realidad presente es uno de los motores del trabajo de escritura:
“El novelista abandona la lectura del diccionario de mitos griegos
que le está soplando cómo fundar una ciudad y llegar hasta el san-
tuario de los personajes, iniciándose al culto de la diosa de la primera
noche, para dejarse llevar al vicio de comprar la prensa” (p. 123).
Tenemos aquí otra manifiesta mise en abyme. Lo interesante es
notar, esta vez, que la fundación de la ciudad surge de un diccionario
de mitos griegos.

Novela fundamental, fundacional

Julio Olaciregui ya nos había habituado, en sus libros anteriores,


a una estrategia narrativa particular que admite una comparación
con el arte constructivo. Este último divide el espacio del cuadro en
diversos fragmentos, de manera que la mirada del espectador pueda,
en una suerte de trabajo de reconstrucción, descubrir la unidad del
cuadro. En el caso de Dionea, esta comparación me resulta tanto más
pertinente cuanto que el fundador de la escuela hispanoamericana
de arte constructivo recurrió, como lo hace aquí Olaciregui, a la An-
tigüedad griega, con la relación áurea, por ejemplo, y también al
aporte de las civilizaciones indoamericanas. Y así como el arte cons-
tructivo divide el espacio plástico en pequeñas unidades, Olaciregui
atomiza su novela en pequeños tramos narrativos. La unidad surge
de las múltiples resonancias que el lector puede reconocer a medida
que avanza en su lectura. Desde este punto de vista, el mito del her-
mafrodita, con sus diversas manifestaciones ficticias, desempeña un
papel mayor. Pero no es el único en dar un soporte a la unidad de la
novela. Tres historias me parecen, desde este punto de vista determi-
nantes: las de, respectivamente, Benjamín Acosta, Emiliano Rebolo y
Antxoni de Oyarzun. Las tres atraviesan la obra en su totalidad, des-
de el comienzo hasta el final. El lector puede, así, establecer los ne-
xos lógicos y semánticos correspondientes y reconocer, cuando cabe,
61

las variantes que el texto propone. Lo que rige, sin embargo, con
mayor fuerza la unidad de la obra es la producción interna de un mi-
to: la fundación de Barranquilla y la construcción de la ciudad.
Otros ejemplos tenemos en la literatura latinoamericana contempo-
ránea. Pienso en la Santa María de Onetti y en Macondo de Gabriel
García Márquez. Nada menos. Con una diferencia que debe ser se-
ñalada: esas dos ciudades, ciertamente míticas en la literatura, son
también puramente imaginarias.
Lo que aquí propone Olaciregui me resulta más audaz. Porque él
parte de una ciudad real, Barranquilla, su ciudad natal, que figura en
la geografía de Colombia, en mapas y en tantas otras referencias. El
texto la define, incluso, de manera ciertamente escueta, pero con ina-
tacable pertinencia: “una de las ciudades portuarias más importantes
de la cuenca del Caribe” (p. 84).
A partir de este dato real, Olaciregui va proponiendo distintas
versiones para la fundación de Barranquilla. Por ejemplo, la siguien-
te: “historia de la bestia que se vuelve hombre por sortilegio de una
diosa que se enamora de él, ella lo saca del fango y lo pone a secar al
sol, junto al mar, el hombre abandona su cuero de caimán y se vuelve
padre de familia, funda la ciudad de Barranquilla” (p. 38).
O bien esta otra versión que merece una larga cita:

fundamos el barrio Rebolo antes había aquí sólo una curramba enorme
semejante potrero bueno para criar cerdos saínos pasamos semanas me-
ses arrancando las matas perniciosas tumbamos monte abrimos rozas
para sembrar qué culebras había ñero en la oscuridad alumbrándonos
con mechones quién se iba a imaginar las calles estas grúas aquellos
edificios esos buques anclados en el puerto ahora el cemento y las vari-
llas trazan sus gruesos parches grises sobre la avenida Sol-17 puro pavi-
mento. (p. 64)

Quien así recuerda semejante tramo de la historia ha participado


en la fundación del barrio Rebolo y contempla, ya en otro tiempo,
las transformaciones de la ciudad. Lo que inmediatamente antecede
a esta evocación cobra así un gran significado: “El coro vuelve a ve-
ces en las obras de teatro, pasan los pavimentadotes, nadie sabe qué
son los siglos y ahí están”. Una vez más, la Antigüedad griega, con el
coro de la tragedia, la historia y la producción de un mito. Porque
“´¿Dónde podemos encontrar semillas de ficción? En el mito y en la
historia” (p. 429). De tal suerte que Dionea, el personaje, es una
“mujer fundadora de pueblos” (p. 430). De esta manera, los siglos,
62

que ahí están, se unen en un único tiempo mítico. En este último cir-
culan los relatos de la historia, las metamorfosis de los personajes, las
referencias literarias y, también, los diversos juegos con la identidad
del autor, como García Márquez juega, en Cien años de soledad, con
los nombres de sus compañeros del grupo de Barranquilla y con su
propio nombre. Así, al comienzo de la obra, el profesor Dindon invi-
ta a sus estudiantes a que lo “coman” y de la novela se nos dice que
es “omnívora” y que “se traga todo lo que puede”. Por un notable
efecto de simetría, en la clausura, el lector se entera de que “Julio fue
devorado por su novela, se lo tragó el mito (…). La novela, como
aquella cerda caída del cielo en Perú, se lo tragó” (p. 433). Mito, no-
vela, historia y juego con la realidad, a partir del nombre Julio, que
es también el de Olaciregui, hombre real que no ha sido devorado:
“Entonces, ya Julio no escribía su novela, sino que vivía su mito, con-
tinuaba el mito de su existir aún incompleto…”
Dionea es, pues, una novela fundacional, vuelta en gran parte ha-
cia los orígenes, sin descuidar los datos de la historia y de la actuali-
dad. Pero considero necesario decir que es, también, una novela fun-
damental. Lo es por la poética del relato que en ella se practica y que
entronca con una realidad igualmente fundamental de nuestro tiem-
po: la importancia de la teoría atómica, de los quanta y la atención
cada vez mayor de la Física por las así llamadas partículas elementa-
les. Y lo es también por su temática, fundación mítica de una ciudad
real. Marca, pues, una inflexión en las prácticas literarias contempo-
ráneas. Claro que siempre es posible reconocerle una filiación. Se la
puede poner en relación, por ejemplo, con el poema de Borges
“Fundación mítica de Buenos Aires”, que Olaciregui introduce en
Dionea, aunque en vez de escribir “las proas vinieron a fundarme la
patria”, él escribe “congos antiguos vinieron a fundarme la patria”
(p. 267) y también “llegaron los africanos, navegantes y bogas obliga-
dos a superar el trauma de la trata negrera para venir a fundarnos la
patria.” (p. 380). Este manejo peculiar de los mitos, de los datos de
la historia, de las citas implícitas mucho recuerda uno de los títulos
mayores de nuestro tiempo, Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos. Y
tal como lo dijo Roa de su propia obra, es pertinente considerar que
Dionea de Julio Olaciregui constituye también una novela anti-histó-
rica, en la que se mezclan “Joyce y la galleta griega” es decir la expe-
rimentación literaria, con la mirada puesta en la Antigüedad sin des-
cuidar el espacio contemporáneo y el logos, tan circular como la ga-
lleta, que es a un mismo tiempo arte de pensar e interrogación sobre
el ser. Porque al superponer las diversas instancias que la componen
63

Dionea nos ayuda a comprender que la identidad es siempre cam-


biante y que ella también resulta de un mito y de una ficción.

Epílogo igualmente necesario y no menos indispensable

Es mucho, mucho lo que he dejado en el tintero. Miro la pila de mis


notas y me digo que tendré que escribir y seguir escribiendo sobre la
maravilla literaria que es Dionea. Este artículo no constituye, por lo
tanto, más que una primera aproximación a la obra de Olaciregui. Es-
pero poder abordar otros aspectos en oportunidad cercana.
Me resulta más importante aún recordar que, en sus primeros inten-
tos, Julio Olaciregui no consiguió editor para su novela. Si hoy pode-
mos leerla y estudiarla, lo debemos a la generosidad del filósofo Numas
Armando Gil Olivera y de la profesora y editora Nohora Angélica Ba-
rrero. Fueron estos dos amigos de Julio quienes tomaron a su cargo la
edición de Dionea. Por ello, me resulta indispensable, antes de abando-
nar mi estudio, rendirles el homenaje que merecen. Y así queda dicho y
establecido.
65

CATALINA QUESADA GÓMEZ


University of Miami

A vueltas con la nación:


sobre la actual narrativa colombiana

Estas notas acerca de la nación y la actual narrativa colombiana


parten de una inquietud, una inquietud que se hace eco de la refle-
xión que diversos colegas están realizando desde hace unos años al
hilo de la presunta existencia de una literatura posnacional en Amé-
rica Latina. Trabajos recientes como el volumen colectivo Literatura
más allá de la nación. Lo centrípeto y lo centrífugo en la narrativa his-
panoamericana del siglo XXI, coordinado por Francisca Noguerol,1 o
el dossier “Más allá de la nación en la literatura latinoamericana del
siglo XXI”, coordinado por Aníbal González para la Revista de Estu-
dios Hispánicos,2 por citar dos de los últimos ejemplos, intentan dar
respuesta a la pregunta de si la globalización ha entrañado cambios
en la concepción de la nación y los imaginarios nacionales y si, por
consiguiente, es posible seguir utilizando el molde epistemológico de
lo nacional para estudiar la literatura hispanoamericana actual.
En esa misma línea, el seminario ALLICCO de la École Normale
Supérieure de Paris, dedicado a “Globalización, nación y literatura
en América Latina”,3 abría su sesión inaugural, en enero de 2012,
con la pregunta de si las literaturas de América Latina son todavía li-
teraturas nacionales. Después de un largo y detallado análisis de la
situación de la literatura hispanoamericana en las últimas décadas,
nuestro colega Gustavo Guerrero concluye que para dicha pregunta
no hay una respuesta única y que es necesario analizar cada caso se-

1 Francisca Noguerol Jiménez et ál., Literatura más allá de la nación. De lo centrípeto


y lo centrífugo en la narrativa hispanoamericana del siglo XXI, Iberoamericana/Vervuert,
Madrid/Frankfurt, 2011.
2 Aníbal González, coordinador, Diálogo Crítico. Más allá de la nación en la literatura
latinoamericana del siglo XXI, Dossier de la Revista de Estudios Hispánicos, Nr. XLVI, 1,
2012, pp. 50-133.
3 http://emyt94.wix.com/seminaire-allicco (consultado el 17/09/2012).
66

paradamente. Pero que sí habría algo que ha cambiado en los últi-


mos treinta años; y es que, en ciertos casos – a propósito de ciertos
autores, de ciertas obras o de ciertos textos –, ya no es posible seguir
hablando de literatura nacional.
Lo anterior me lleva a preguntarme qué pasa con Colombia. Todos
conocemos las particularidades que en el caso que nos ocupa tuvo el
proceso de la gestación de una nación que surgió por la voluntad de las
elites ilustradas criollas. Como María Teresa Uribe ha destacado, estas
tuvieron que crear tres relatos fundadores que en un primer momento
alentaron el patriotismo y supusieron una justificación para la emanci-
pación y la lucha armada contra la metrópoli y, después, una vez conse-
guida la independencia, pasarían a convertirse en los discursos a partir
de los cuales construir “una identidad nacional posible”:

Se exploran así tres relatos fundadores que han mantenido una per-
vivencia histórica de siglos: el relato de la gran usurpación sobre el
cual se erigió el ius solis y se justificó la ruptura con la metrópoli; el
relato de la exclusión y de los agravios, que permitió la constitución
de un punto de convergencia identitario entre los nuevos ciudadanos
– el victimismo – ante la ausencia de identidades nacionalitarias pre-
existentes; por último, el relato de la sangre derramada, que transfor-
mó el territorio, el suelo y el espacio geográfico en el “hogar patrióti-
co” de los ciudadanos.4

Sin embargo esa identidad nacional no surge de un día para otro.


Alfonso Múnera va incluso más allá, al negar para este período de la
independencia la existencia de un único imaginario de nación, que
solo se conseguiría, tiempo después, a fuerza de guerras:

¿Cómo pudo surgir entonces un solo Estado-nación en 1831, en me-


dio de concepciones tan diversas? Por supuesto, no como el resulta-
do de “una comunidad imaginada”, sino como el simple y llano re-
sultado de la fuerza. Los ejércitos estaban ahora en manos de las éli-
tes andinas y éstas, finalmente, impusieron su gobierno. Inventar la
nación colombiana costó muchas guerras. Porque la guerra, además
de su función profundamente aniquiladora, fue el mejor instrumento
para que masas de campesinos de tierra fría, convertidos en solda-

4 María Teresa Uribe, “La elusiva y difícil construcción de la identidad nacional en la


Gran Colombia”, en Francisco Colom González, a cargo de, Relatos de nación. La cons-
trucción de las identidades nacionales en el mundo hispánico, Iberoamericana/Vervuert,
Madrid/Frankfurt, 2005, tomo I, pp. 225-249; la cita corresponde a la p. 227.
67

dos, descubrieran y empezaran a sentir como suyo el mundo del Ca-


ribe; y viceversa, para que los costeños aprendieran a sentir como su-
yo también aquel otro lado de la patria.5

Carlos Patiño Villa hace extensiva esa ausencia de una identidad


colectiva común a la primera mitad del siglo XX, pues, “a diferencia
de México, Argentina, Chile o Brasil, no ha existido un lenguaje, una
imagen o una historia “nacional” que funcione como elemento cohe-
sivo, de identidad e incluso fundador de las biografías de los indivi-
duos en cuanto miembros específicos de la nación”.6 Según Patiño es
solo hacia la segunda mitad del siglo XX, cuando comenzamos a po-
der hablar de una identidad nacional en el contexto colombiano, una
identidad que habrá surgido a partir de diversos procesos, heterogé-
neos, sí, pero entre los cuales es posible establecer vínculos. Procesos
como los de la urbanización, a partir de las décadas del Treinta o el
Cuarenta, y el surgimiento de una sociedad de masas con medios de
comunicación que emiten a nivel nacional – contribuyendo, así, como
nos lo recuerda Martín-Barbero, a la gestación de una conciencia co-
mún de colombianidad –7 y una red de carreteras que permitirá con-
solidar una economía nacional; procesos como el de la secularización,
que contribuiría al desmantelamiento de las estructuras tradicionales
en ciertas regiones; procesos, en definitiva como el de la necesidad
por parte del Estado colombiano de dominar el territorio nacional
por la existencia de guerrillas8. Pero incluso a fines del mismo siglo
XX, las identidades locales y regionales serían todavía más fuertes
que la nacional en algunos puntos, “manteniendo además las redes de
reconocimiento político y de solidaridad derivadas de la colonia”.9

5 AlfonsoMúnera, El fracaso de la nación. Región, clase y raza en el Caribe colombiano


(1717-1821), Planeta Colombiana, Bogotá, 2008, pp. 228-229.
6 Carlos Alberto Patiño Villa, “El mito de la nación violenta. Los intelectuales, la
violencia y el discurso de la guerra en la construcción de la identidad nacional colombia-
na”, en Francisco Colom González, a cargo de, Relatos de nación, cit., tomo II, pp. 1095-
1114; la cita corresponde a la p. 1097.
7 Jesús Martín-Barbero, Al sur de la modernidad. Comunicación, globalización y mul-
ticulturalidad, Universidad de Pittsburgh, Pittsburgh, 2001. Del mismo autor, véase “Co-
lombia: ausencia de relato y des-ubicaciones de lo nacional”, en Jesús Martín-Barbero,
coordinador, Imaginarios de Nación. Pensar en medio de la tormenta, Ministerio de Cultu-
ra, Bogotá, 2001, pp. 17-29.
8 Carlos Alberto Patiño Villa, “El mito de la nación violenta. Los intelectuales, la
violencia y el discurso de la guerra en la construcción de la identidad nacional colombia-
na”, cit., pp. 1098-1100.
9 Ivi, p. 1101.
68

Sin embargo, un nuevo elemento va a contribuir a configurar una


identidad nacional en Colombia. Me refiero, obviamente, a la violen-
cia. Y digo nuevo, no porque en el siglo XIX no hubiese existido (no
es necesario recordar las guerras civiles del XIX), sino porque la vio-
lencia del siglo XX entraña cambios sustanciales en la sociedad colom-
biana que permitirán el surgimiento de dicha identidad nacional. No
se trata solo de que la violencia se haya convertido en el relato que jus-
tifique la ruptura del regionalismo en la conciencia política de Colom-
bia, con un desplazamiento masivo, en el plano de lo social, de la po-
blación rural hacia las zonas urbanas,10 sino que la visibilidad alcanza-
da por esta va a generar toda una serie de relatos literarios, intelectua-
les, académicos y en los medios de comunicación que se han converti-
do en fundadores de una auténtica comunidad imaginada, erigida, co-
mo lo subraya Patiño, sobre el mito de la nación violenta:

La violencia constituye básicamente el relato de la vinculación nacio-


nal que ha llevado al establecimiento de nuevos elementos de identi-
dad colectiva y a la ruptura con viejos modelos de identidad local y
sectaria, más propios del siglo XIX y proclives a las guerras civiles y
al aislacionismo. […] La nación en Colombia existe, entonces, en la
medida en que los miembros de las diferentes regiones que confor-
man el país se han encontrado en una serie de circunstancias comu-
nes, llamadas indistintamente violencia, guerra civil o guerra contra
la sociedad, que los relacionan entre sí, les brindan autorreconoci-
miento y, a diferencia de lo ocurrido en la mayor parte de los siglos
XIX y XX, atraviesan todo el territorio, obligando al Estado a res-
ponder al desafío de gobernarlo, de integrar a la población y de diri-
gir la sociedad más allá de los partidos políticos.11

Nos surge, además, el problema de establecer cuál es la literatura


nacional en Colombia, puesto que si hablamos de una literatura pos-
nacional presuponemos la existencia de una literatura nacional que
la precedió. Pero, ¿ha existido una literatura nacional en Colombia,
habida cuenta de las dificultades para la constitución de la identidad
nacional? Raymond Leslie Williams, en su ya clásico Novela y poder
en Colombia, 1844-1987, sostiene que solo tres de las novelas que él
analiza lo serían: María (1867), de Jorge Isaacs, La vorágine (1924),
de José Eustasio Rivera, y Cien años de soledad (1967), de Gabriel

10 Ivi, p. 1110.
11 Ivi, p. 1114.
69

García Márquez. Para Williams son nacionales “en el sentido de que


han llegado a todos los lectores del país, más allá de las fronteras de
su región”,12 lo cual no quiere exactamente decir que sean portado-
ras de una ideologíanacional; pero si leemos entre líneas podemos
deducir que adquieren esa condición de nacionales por recoger una
serie de valores, principios y formas de ver el mundo que no resultan
ajenas a quienes comparten un mismo imaginario.
En lo que respecta a la existencia de una literatura nacional, quizá
la más contundente sea la opinión de Bogdan Piotrowski, quien, en La
realidad nacional colombiana en su narrativa contemporánea (1988), rei-
vindica la existencia de una literatura nacional colombiana, que habría
empezado a cristalizar de modo irrevocable en la década de 1920.13 Y
para demostrar la existencia de lo que para otros no pasa de simple en-
telequia, Piotrowski recurre a tres metagéneros narrativos: la novela
costumbrista-criollista, de la cual toma La marquesa de Yolombó (pu-
blicada en 1928), de Tomás Carrasquilla; la novela de tema indígena,
ejemplificada en Toá. Narraciones de caucherías (1933), de César Uribe
Piedrahíta, y en 4 años a bordo de mí mismo (1934), de Eduardo Zala-
mea Borda; y, finalmente, la novela de la Violencia, como género que
ha contribuido a la gestación de la conciencia nacional en Colombia.
Estas novelas, cada cual a su manera, pretenderían no solo dar cuenta
de eso que Pietrowski llama la realidad colombiana, sino también pro-
poner sendos modelos de nación en los que priman tales o cuales inte-
reses; con respecto a la raza, por ejemplo:

La marquesa de Yolombó refleja la búsqueda de la identidad nacional, la


evocación de las raíces étnicas y culturales, pero al mismo tiempo trata
de consolidar la validez de la antigua jerarquía social donde los indíge-
nas y los africanos son dominados por los blancos. En ambas novelas
del tema indígena, la apreciación social sigue transformándose, y el
blanco admite que el aborigen esté a su lado, que tenga los mismos de-
rechos; y, por fin, el problema racial parece esfumarse (momentánea-
mente) en la novela de la violencia, cuando se admite la imagen de un
ciudadano común típico – un mestizo – y surge como tema, poco a po-
co, tímidamente, el conflicto de clases, la lucha por el poder.14

12 Raymond Leslie Williams, Novela y poder en Colombia, 1844-1987, Tercer Mundo


Editores, Bogotá, 1992, p. 20.
13 Bogdan Piotrowski, La realidad nacional colombiana en su narrativa contemporánea:
aspectos antropológico-culturales e históricos, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1988, p. 8.
14 Ivi, p. 249.
70

Encontramos en ellas, igualmente, una propuesta en lo que con-


cierne a la política del país, a las relaciones con España y otros países
latinoamericanos, a la integridad de la nación o a lo insostenible de la
estructura bipartidista, que estaría en el origen de las guerras fratrici-
das. Y para abordar cada una de esas cuestiones, los novelistas tie-
nen como punto de partida y de llegada, no solo esa realidad colom-
biana, sino también un imaginario colectivo colombiano. De modo
que, si en el XIX no existe aún una “comunidad imaginada” que la
literatura pueda representar o con la que la literatura pueda estable-
cer un diálogo, eso sí sucedería ya en el siglo XX.15
Es necesario mencionar en este punto la colección Cuadernos de Na-
ción del Observatorio de Políticas Culturales impulsado por el Ministe-
rio de Cultura de Colombia, en concreto los volúmenes coordinados
por Jesús Martín-Barbero y Omar Rincón. Es interesante ver cómo en
su aportación al volumen Relatos y memorias leves de nación (2002),
“Colombia marca no registrada”, Omar Rincón acomete una descrip-
ción de la colombianidad desde parámetros netamente posnacionales,
porque aunque comience negando la existencia de un gran relato de na-
ción, lo que hace a continuación es deconstruir todos aquellos discursos
e imágenes que se han esgrimido como representativos de lo colombia-
no, para negarlos, matizarlos y mostrarnos su cara oculta, o para susti-
tuirlos por lo que considera los auténticos mitos fundadores. Así, Co-
lombia es hija de Santander y su defensa de las leyes; pero cuando la ley
no funciona, Santander conspira contra Bolívar e intenta matarlo. El re-
verso de ese acto fundador será lo destacable, para Rincón, pues “somos
leyes que esconden que somos una nación que se hace en los bajos fon-
dos, porque una vez creada la ley se inventa la forma de actuar sin le-
yes.”16 En esa misma línea, dirá de la fe católica impuesta – que, en efec-
to, ha actuado como aglutinante religioso de la nación – que fue abraza-
da por los colombianos “porque se nos permite, en simultáneo, matar y
ser perdonados, ser cuidados por la virgen que es una madre bondadosa
y permisiva, venerar a un niño con rostro de adulto que nos convierte en
una nación de niños, de sentimientos irreflexivos y fe ingenuas, ciegas y
desordenadas.”17 Por un lado, la actitud de Rincón, desde lo ensayístico,

15 Cfr. Carlos Uribe Celis, La mentalidad del colombiano: cultura y sociedad en el si-
glo XX, Ediciones Alborada, Bogotá, 1992.
16 Omar Rincón, “Colombia: marca no registrada”, en Omar Rincón, coordinador,
Relatos y memorias leves de nación, Ministerio de Cultura, Bogotá, 2002, pp. 11-39; la ci-
ta corresponde a la p. 14.
17 Ivi, p. 15.
71

corre pareja con eso que hemos definido como lo posnacional, que, en
una de sus vertientes, aspira a redefinir lo nacional, cuestionando toda
una serie de valores tradicionalmente aceptados. Pero al mismo tiempo
prolonga esa actitud de situar lo típicamente nacional junto al mito de la
violencia, un mito del cual Colombia sigue sin poder desprenderse.
Creo que es necesario repensar cuál es la manera de manifestarse
lo posnacional en Colombia, pues si por un lado subyace “una vo-
luntad de explorar e incorporar espacios y mentalidades alejados de
la realidad nacional de los autores y no determinados por ella”,18
también es característica de la literatura posnacional la reformula-
ción de lo que se ha tenido por nacional, proponiendo nuevos imagi-
narios y ampliando los ya existentes. Lo que sí es cierto es que los
cambios en todos los órdenes que la globalización entraña no dejan
intactas las relaciones de los escritores con lo nacional ni la manera
en que lo nacional es percibido. Me propongo, a continuación, anali-
zar sucintamente cuál es esa relación en algunos casos concretos.19
Y para ello parto de la noción de devaluación de lo nacional, desa-
rrollada, entre otros, por Jesús Martín-Barbero. Para él, a diferencia
de lo que sucediera de los años treinta a los cincuenta en Colombia,
cuando los medios de comunicación desempeñaron un papel decisi-
vo en la formación del sentimiento y la identidad nacionales, en el
cambio de siglo los medios de comunicación promueven más bien la
devaluación de lo nacional. Con el nuevo orden mundial y la transna-
cionalización no solo de los mercados, sino también de la cultura, los
medios vendrían a poner en juego

un contradictorio movimiento de globalización y fragmentación de la


cultura, de mundialización y revitalización de lo local. Tanto la pren-
sa como la radio y aceleradamente la televisión son hoy los más inte-

18 Aníbal González, “Introducción”, en “Dossier Diálogo Crítico. Más allá de la na-


ción en la literatura latinoamericana del siglo XXI”, Revista de Estudios Hispánicos, Nr.
46, 1, 2012, pp. 51-53; la cita corresponde a la p. 51.
19 Remito al libro de Álvaro Pineda Botero, La esfera inconclusa: novela colombiana
en el ámbito global, Universidad de Antioquia, Medellín, 2006, que formula la pregunta
(p. 30), pero no proporciona respuesta alguna. Mi repaso por la narrativa colombiana de
las últimas décadas es necesariamente limitado; para una visión panorámica, cfr. José Ma-
nuel Camacho Delgado, “La narrativa colombiana contemporánea: magia, violencia y
narcotráfico”, en Trinidad Barrera, coordenador, Historia de la literatura hispanoamerica-
na. Tomo III. Siglo XX, Cátedra, Madrid, 2008, pp. 295-318; Carmen Alemany Bay, “Ho-
rizontes de la narrativa colombiana de las últimas décadas en el ámbito latinoamericano”,
Caravelle. Cahiers du Monde Hispanique et Luso-Brésilien, Nr. 93, 2009, pp. 207-226.
72

resados en diferenciar las culturas ya sea por regiones o por edades, y


al mismo tiempo poder conectarlas a los ritmos e imágenes de lo glo-
bal. De manera que la devaluación de lo nacional no proviene única-
mente de la desterritorialización que efectúan los circuitos de la in-
terconexión global de la economía y la cultura-mundo sino de la ero-
sión interna que produce la liberación de las diferencias, especialmen-
te de las regionales y las generacionales. Mirada desde la cultura pla-
netaria, la nacional aparece provinciana y cargada de lastres estatalis-
tas. Mirada desde la diversidad de las culturas locales, la nacional es
la identificada con la homogenización centralista y el acartonamiento
oficialista. Lo nacional en la cultura resulta ser un ámbito rebasado
en ambas direcciones que replantea así el sentido de las fronteras.20

Lo que Martín-Barbero aplica a los medios de comunicación y a la


cultura popular podría ser parcialmente extrapolable al plano literario,
pues algunos de los escritores colombianos del tránsito del siglo XX al
XXI cuestionan de la misma o similar manera dicho orden nacional, así
como las homogeneizaciones y monolitismos que vienen de la mano del
concepto de nación. No se trata, como bien señala Martín-Barbero, de
establecer una oposición nacional/antinacional, sino de una redefini-
ción de lo nacional, que conduce a lo que bien puede llamarse lo posna-
cional por las diferencias que en términos cuantitativos y cualitativos se
producen. Lo curioso del caso colombiano es que el descentramiento
de lo nacional típicamente posnacional se mezcla y confunde con el se-
cular regionalismo y los enfrentamientos, por ejemplo, entre el interior
(Bogotá) y la costa, bien estudiados por Jacques Gilard y Fabio Rodrí-
guez Amaya.21 Que el escritor barranquillero Julio Olaciregui se defina
como poscolombiano cuando se le pregunta por su nacionalidad ha de
ser visto, quizá, como la explicitación consciente de lo que muchos es-
critores patrios están llevando a cabo con su obra: la representación del
tránsito del orden nacional al orden posnacional, en el que los extremos
(global/local) no se resuelven en la síntesis nacional.

Una literatura posnacional

A pesar de las dificultades para la configuración de un Estado-na-


ción monolítico en Colombia en el siglo XIX y la consolidación “de

20Martín-Barbero, Al sur de la modernidad, cit, pp. 153-154.


21Fabio Rodríguez Amaya (ed), Plumas y pinceles, I y II., Bergamo, Bergamo University
Press-Sestante, 2008, 2009.
73

un estilo escindido de ciudadanía, donde la identificación con la na-


ción pasa por la adhesión a uno de los partidos tradicionales y el re-
chazo o exclusión de los adversarios”,22 con la consiguiente ausencia
de una comunidad imaginada de compatriotas que pudieran compar-
tir un pasado, presente y futuro comunes, la Colombia del siglo XIX
y parte del XX ha contado con una literatura considerada nacional,
aclarando que esa nacionalidad en el país en cuestión ostenta la parti-
cularidad de poseer fuertes variedades regionales. Una de las cum-
bres de dicha literatura, como estudió Doris Sommer, sería la María
(1867) de Jorge Isaacs y ya habría entrado en crisis cuando, cien años
después, salga a la luz el gran best-seller de las letras colombianas. Si
la narrativa nacional colombiana no puede ser concebida sin atender
a la confrontación entre la fragmentación regional y los afanes cen-
tralizadores, en la narrativa posnacional dichas particularidades se
difuminan en muchos casos, en parte al contar con una nutrida nó-
mina de narradores que escriben de Colombia – o de cualesquier
otros asuntos – desde fuera del país; pero en otros la diferencia re-
gional sigue patente, en lo que constituye una cabal materialización
de la dialéctica local/global en la que nos venimos moviendo en los
últimos tiempos.
Lo que nos interesa destacar aquí es la existencia de un imaginario
común (Anderson), si no claro y bien definido, sí más o menos difuso,
pero distinguible para diversos escritores contemporáneos, con res-
pecto al cual se han posicionado, por lo general, para mostrar sus insu-
ficiencias, sus taras y sus fallas. En este sentido es de notar que la iro-
nía y el humor, que están en el origen del género novelístico, así como
el escepticismo ante el orden establecido será la nota dominante en
buena parte de los nuevos relatos, patrios o expatriados. Valores reli-
giosos, el orden familiar tradicional o nociones como las de la patria o
la masculinidad heterosexual serán sistemáticamente minados por al-
gunos de los mejores narradores del momento.23 En este sentido es de
destacar Al diablo la maldita primavera (2002), de Alonso Sánchez
Baute, que constituye una sátira feroz de la sociedad bogotana. Desde
la mirada tan ingenua y ególatra como vacua de una drag queen sobre
la Bogotá gay, Sánchez Baute aborda con ironía e irreverencia cuestio-

22 Fernán E. González, Partidos, guerras e Iglesia en la construcción del Estado-nación


en Colombia (1830-1900), La Carreta, Medellín, 2006, p. 190.
23 Cf. Chloe Rutter-Jensen, La heteronormatividad y sus discordias: narrativas alterna-
tivas del afecto en Colombia, Universidad de los Andes, Bogotá, 2009.
74

nes como la violencia del país, la doble moral, la crisis económica, pe-
ro también la noción misma del exilio, el consumismo, la globalización
o la condición homosexual, en una obra que se muestra deudora de la
de otros iconos gay de las letras latinoamericanas, como Luis Rafael
Sánchez, Severo Sarduy o Manuel Puig. Mediante las digresiones deli-
rantes del protagonista, Edwin Rodríguez Buelvas, asistimos a la repre-
sentación enloquecida de un espacio que, si algún día tuvo pretensio-
nes de ser la Atenas Suramericana, no alcanza sino a ser una deforma-
ción paródica y telenovelesca de la cultura helénica. Si en el XIX fue la
simbología del amor heterosexual, representado por la dialéctica no-
vio-padre / amada-esposa, de obras como María la que contribuyó a la
forja de una idea nacional, novelas como Al diablo la maldita primave-
ra representan, mediante la parodia del modelo, una propuesta posna-
cional que opta por la inclusión de la variedad (de lo tradicionalmente
excluido por los proyectos nacionalistas) en clave humorística y políti-
camente incorrecta: una “metáfora de las oscuras e invisibilizadas
identidades sexuales alternativas que forman parte de la compleja se-
xualidad de una ciudad como Bogotá”.24 En ese ejercicio de travestis-
mo literario, García Dussán ha querido ver, en esta novela y en Sexuali-
dad de la Pantera Rosa (2004), de Efraím Medina, la confirmación de
que la identidad nacional, como la sexual, es cambiante.25

Narrar Locombia y otros actos de fe

Una de las lecturas que permite Sin remedio (1984), de Antonio


Caballero, lleva al lector a la conclusión de que, en efecto, como
anunciara uno de los personajes de Borges, ser colombiano es un ac-
to de fe. Centrada en las dificultades de un poeta colombiano para
crear y para existir, la novela traza un fresco de la Bogotá de media-
dos de los setenta con tales dosis de humor y de ironía que a duras
penas queda títere con cabeza. Sin llegar a la sátira acerba del Vallejo
de El don de la vida (2010), por citar tan solo su obra más reciente, la
historia que tiene por protagonista al fallido poeta Ignacio Escobar
desmantela la idea de que pueda existir orden nacional alguno.

24 Mario Armando Valencia Cardona, La dimensión crítica de la novela urbana con-


temporánea en Colombia. De la esfera pública a la narrativa actual, Universidad Tecnológi-
ca de Pereira, Pereira, 2009, p. 25.
25 Pablo García Dussán, Literatura thanática: búsqueda de una memoria común, Al-
caldía Mayor de Bogotá, Bogotá, 2007, p. 82.
75

Entre las estrategias aptas para desesencializar la nación, Castany


Prado destaca la de la construcción de personajes híbridos que pro-
blematizan y ponen en tela de juicio las definiciones nacionalistas de
más rancio calado.26 En Asuntos de un hidalgo disoluto (1994), de
Héctor Abad Faciolince, el personaje de Gaspar Medina, siguiendo
el modelo de la picaresca, se presenta como narrador de lo que él
mismo denomina su vida licenciosa. La veracidad de su relato (que se
da, en la ficción novelesca, como memorístico) es puesta en entredi-
cho por las contradicciones en que incurre el personaje y por las in-
congruencias de su discurso, que son a veces destacadas por él mis-
mo. Las sospechas de falsedad forman parte, por lo tanto, de la fic-
ción. Como colombiano de nacimiento trasplantado a Europa, Gas-
par Medina nos ofrecerá una versión de distintos acontecimientos de
la historia de su país, pasada por el tamiz de la distancia (temporal y
espacial) y doblemente sesgada, no solo por la subjetividad del géne-
ro memorístico, sino, sobre todo, por su condición de narrador poco
fiable, de sospechosa catadura moral. Las distorsiones a que somete
dos de los hitos de la historia colombiana del XX (la matanza de las
bananeras y el Bogotazo) van desde el bloqueo memorístico de quien
narra a las protestas de veracidad – que con su simple presencia es-
tán ya invocando la posible ficcionalidad de los hechos narrados –,
pasando por la aposiopesis y las atribuciones erróneas. A los proble-
mas de la memoria hay que añadir, pues, los del cómo se narran esos
hechos presuntamente vividos o conocidos de segunda mano.
La pareja formada por los tíos del protagonista de Asuntos de un hi-
dalgo disoluto – el obispo de Santa Marta, a quien sobreviene una se-
gunda ceguera, y Jacinto, el párroco de Aracataca, contagiado de lepra
como resultado indirecto de su denuncia de la matanza – constituye
una peculiar representación, como tesis y antítesis, del sempiterno en-
frentamiento entre conservadores y liberales en Colombia. Y termina
con una no menos extravagante síntesis que, además de incluir el hecho
religioso encarnado en el sentimiento de culpa y los castigos divinos, re-
vela las incongruencias del pensamiento de estos colombianos:

Ah, Dios, esa ficción humana benévola y despiadada para mis dos tíos.
Lo peor fue que ambos, el ciego y el leproso, se murieron convencidos
de que el castigo que les había mandado Nuestro Señor se lo tenían

26 Bernat Castany Prado, Literatura posnacional, Universidad de Murcia, Murcia,


2007, p. 203.
76

muy bien merecido, el uno por no haber visto la masacre y el otro por
haber pretendido defender a los masacrados. Este convencimiento –
siendo el esquema lógico de su religiosidad inmune a las contradiccio-
nes – jamás hubiera sido afectado por el apunte de que no podían con-
cebirse expiaciones tan severas para comportamientos opuestos.27

La condición disoluta de Gaspar Medina lo autoriza a descreer de


ciertos valores. En la estela de la literatura posnacional, la mirada del
hidalgo desmonta las esencias nacionales, comenzando por el apego
al terruño o la nostalgia de la tierra cuando se halle lejos y terminan-
do por los valores religiosos. Solo la lengua, asegura, le hará mante-
ner un vínculo con su país de origen. Y entre aquello que no lo aver-
gonzará de su tierra, ciertas obras de la literatura nacional, aunque el
repertorio sea más bien reducido.28
La construcción del topos del infierno terrenal, esbozado tanto en
Asuntos como en Fragmentos de amor furtivo (1999), se concreta y
desarrolla ampliamente en esa fábula apocalíptica que es Angosta
(2003), trasunto literario no solo de Medellín, sino también de la se-
gregación impuesta por Occidente al Tercer Mundo. A partir del re-
ferente de la Divina comedia, Abad construye un espacio jerárquico
dividido en tres sectores: la Tierra Fría (o Paradiso), la Tierra Tem-
plada y la Tierra Caliente (o Infierno). Este espacio constituye una
maqueta de Medellín y del mundo, pero también remite a otros con-
flictos de índole global. Como sucede en la Colombia real, la socie-
dad de Angosta – dividida en dones, segundones y tercerones, que
viven en sectores diferentes – consta de blancos, negros, indios, mu-
latos y mestizos, que están presentes en cada uno de esos sectores. El
prejuicio racial, al que se une el criterio económico, llevará a identifi-
car color de piel con estatus social, en una sociedad construida sobre
una dinámica de exclusión que genera distintos tipos de violencia.
Más que un afán cosmopolita de búsqueda de exotismos no autócto-
nos, asistimos en sus novelas a la deconstrucción del concepto de co-
lombianidad o, mejor, a una reformulación del mismo. En ese senti-
do, la literatura de Héctor Abad Faciolince explora la noción de per-
tenencia a una nación cuya descomposición se predica. Y lo hace
desde dentro, desmontando tópicos y construcciones nacionales y
mostrando que también una pertenencia híbrida y crítica es factible.

27 Héctor Abad Faciolince, Asuntos de un hidalgo disoluto, Tercer Mundo, Bogotá,


1994, p. 69.
28 Ivi, p. 129.
77

Con muy buen tino, la profesora Luz Mary Giraldo establece en


En otro lugar varias líneas de fuga o ejes temáticos para poner puer-
tas al campo de la narrativa colombiana de finales del XX y princi-
pios del XXI. Junto al movimiento o desplazamiento espacial (moti-
vado por la guerra, pero también por otras causas, como la emigra-
ción económica o los exilios voluntarios), señala la violencia misma
entre los distintos grupos (guerrilla, Estado, paramilitares) como ele-
mento estructurador de toda una serie de textos narrativos. En efec-
to, una parte nada irrelevante de novelas y relatos aborda dicha cues-
tión, que va camino de convertirse en una de las señas de identidad
de la nueva narrativa colombiana. Novelas, como La multitud errante
(1999), de Laura Restrepo o Los ejércitos (2007), de Evelio Rosero, y,
en otro orden, La virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo,
Rosario Tijeras (1999), de Jorge Franco Ramos o Satanás (2002), de
Mario Mendoza, recrean algunas de las diversas formas de violencia
que asedian a la sociedad colombiana. A pesar de que la cuestión de
la violencia ha sido una de las señas de identidad (o de los mitos, co-
mo lo llama Patiño Villa) prácticamente desde la construcción de la
nación colombiana – que en los años cincuenta se haría con el copy-
right de eso que se llamó novela de la violencia –, habría que pensar
si esa abundancia de representaciones desde distintos frentes (guerri-
lla, paramilitares, narcotráfico, sicarios, etc.) no contribuye, igual-
mente, a destruir hoy en día la imagen homogénea de la nación y a
forjar un sentimiento apocalíptico y de fracaso colectivo. A las ya ci-
tadas se podrían añadir las novelas Perder es cuestión de método
(1997), de Santiago Gamboa, La lectora (2001), de Sergio Álvarez,
Testamento de un hombre de negocios (2004), de Luis Fayad, o Tres
ataúdes blancos (2010), de Antonio Ungar, que al narrar con humor y
no poca distancia irónica algunas de las tragedias y lacras del país
contribuyen a la creación de un escepticismo identitario carente de
dramatismos.
No faltan, sin embargo, quienes, sin negar la existencia de un pro-
blema grave de violencia en el país, se resisten a hacer de ella el cen-
tro de sus obras de ficción. Vista en parte como una nueva forma de
exotismo para el europeo o el norteamericano, una seña de identidad
tan macabra como atractiva e inofensiva, por cuanto se mantiene
confinada en un lejano tercer mundo, la violencia es para estos escri-
tores un lastre narrativo del que cuesta librarse sin ser acusados de
escapismo. De ahí que autores como Héctor Abad Faciolince se nie-
guen a aceptar, por ejemplo, el del sicariato o el del narcotráfico co-
mo elementos centrales de la narrativa colombiana contemporánea.
78

En Palabras sueltas (2002) Abad define la sicaresca en estos términos:

En la Antioquia literaria (¿y en la real?) de finales del siglo XX, el


pobre, para salir de pobre, se mete de sicario. Y la sicaresca es una
tremenda moda literaria local que revela no la pobreza de nuestra
narrativa sino la de nuestra realidad: pelaítos sin semilla que duran
poco en sus historias callejeras. A la literatura surgida en un burdel,
en todo caso, es difícil exigirle que sea casta.29

En tanto que relatos relativamente miméticos, faltos, en su mayoría,


de cualidades literarias y tendentes a atribuir el estatus de héroes a los
asesinos, Abad los rechaza en bloque, con alguna que otra excepción.
El olvido que seremos (2006), sin ir más lejos, puede ser leído como una
especie de antisicaresca, pues ofrece el reverso de ese ensalzamiento que
de la figura del sicario hicieron ciertas obras antioqueñas de los noventa
y de la primera década del siglo XXI. Frente a los ataques que él mismo
profiriera en las primeras obras contra la realidad nacional – no tan ma-
chacona, por cierto, ni tan mediática como la de su nihilista paisano
Fernando Vallejo – en El olvido que seremos Abad Faciolince desteje,
como en sordina, la posibilidad de una sociedad uniforme, dejando
bien al descubierto las fallas del sistema. El que hartas veces ha sido ca-
lificado como un país infernal se muestra ahora como capaz de albergar
la utopía de una vida apacible y feliz. Pero el reverso distópico no solo
proviene de esa sociedad que se ha convertido en una de las más vio-
lentas del mundo; también puede provenir de la naturaleza, como en
cualquier lugar del mundo. Por eso el discurso de Abad Faciolince está
exento de maniqueísmos. La tragedia familiar tiene tanto causas natura-
les (la muerte de la hermana) como sociales o políticas (la muerte del
padre); y esta última no eclosiona en una especie de locus amœnus. En
su relato va dejando al descubierto las contradicciones de esa Colombia
de la segunda mitad del siglo XX, plagada de oposiciones que no nece-
sariamente son excluyentes, sino que perfectamente podrían coexistir
en medio de un equilibrio tenso.

Transterritorialidad
Con algunas excepciones, los narradores más jóvenes que han de-
cidido fijar su residencia fuera de Colombia lo han hecho por razo-
nes bien diferentes. Más que exiliados, los escritores colombianos en

29 Héctor Abad Faciolince, Palabras sueltas, Seix Barral, Bogotá, 2002, p. 216.
79

el extranjero son emigrantes que han optado por establecerse en Eu-


ropa (Julio Olaciregui, Consuelo Triviño, Santiago Gamboa, Juan
Gabriel Vásquez) o en otros países de Hispanoamérica; es este últi-
mo el caso de México, que acogió durante años a los consagradísi-
mos Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis. Próximo a ellos por
edad, aunque no tanto por atención crítica, tenemos el caso de Luis
Fayad, que a finales de los setenta dejaría Colombia para venir a Eu-
ropa y establecerse en Berlín. En Los parientes de Ester (1978) perfila
el fin de un orden social que ya casa mal con ese nuevo espacio en el
que la Bogotá de finales de los sesenta se está convirtiendo, un entor-
no urbano que augura una sociedad radicalmente distinta. Uno de
los méritos de la novela radica en mostrar dicho décalage, pues aun-
que la desaparición de dicho orden social está asegurada, Fayad nos
lo muestra en sus últimos coletazos. Como subraya Giraldo, los per-
sonajes de Fayad deambulan por la ciudad y, entre el absurdo y la
pesadilla, constatan que “su alcoba, su casa y su barrio flotan suspen-
didos en el aire”.30 Esa ingravidez, por supuesto, entronca con la le-
vedad de los nuevos tiempos y desarrolla (e incluso intensifica) la
metáfora acuosa de Zigmunt Bauman. En La caída de los puntos car-
dinales (2000) se harán patentes las dudas identitarias de los bicultu-
rales, los inmigrantes, exiliados y otros personajes con dificultades
para reubicarse: la vida que el autor ha llevado fuera de Colombia no
ha debido de desempeñar un lugar menor en la contraposición a lo
local de un orden global.
En “Literatura de inquilinos”, Juan Gabriel Vásquez explica có-
mo desde que vive fuera de su país natal se ha visto impelido a con-
tradecir algunos de los tópicos más extendidos sobre la condición de
los desplazados. Partiendo del rechazo inicial de la idea de que los
colombianos tengan que escribir sobre Colombia, llegará a posicio-
nes más interesantes:

durante diez años he tratado de enfrentarme a ese prejuicio de diver-


sos modos, siempre rechazando las obligaciones territorialistas que
nos suelen proponer las miopías del nacionalismo, y puedo decir que
lo he intentado todo, desde una novela cuya mayor parte sucede en
las cabezas de cuatro personajes, de manera que el lugar de la acción
– la ciudad de Florencia – sirve sólo para subrayar sus preocupacio-
nes, hasta un libro de cuentos obsesionado por la gente y las historias

30 Luz Mary Giraldo, Ciudades escritas. Literatura y ciudad en la narrativa colombia-


na, CAB, Bogotá, 2004, p. 161.
80

que conocí en Francia y en Bélgica, y en el cual, por lo tanto, no hay


un solo personaje colombiano. Poco después de publicado el libro,
el escritor colombiano Héctor Abad me mandó por correo un recor-
te de periódico en el cual mi libro aparecía en la lista de más vendi-
dos… pero en la columna de autores extranjeros.31

En cierto modo y salvando las distancias, la imputación está próxi-


ma de la que experimentaron los escritores del crack cuando comenza-
ron a publicar novelas que, para la crítica patria, no contenían dosis su-
ficientes de mexicanidad; sobra añadir que es únicamente aplicable a
sus primeros trabajos (y tampoco a todos), porque a partir de 2004 el
contenido colombiano reaparecerá en su obra, matizando así la noción
de desterritorialización (Deleuze y Guattari, Appadurai) y encaminán-
dose hacia una cierta reterritorialización, como veremos.
Pero la pregunta que Vásquez se formula pretende ir más allá de
la cuestión temática para llegar a la de cómo escribe un escritor que
voluntariamente ha optado por vivir lejos del lugar que lo vio nacer;
él encuentra la respuesta en los que considera sus modelos (Conrad,
Naipaul), pues la condición de inquilino, la del que habita un territo-
rio que no le pertenece, le permitiría escribir, a él como a ellos, desde
el desconocimiento y la búsqueda, mediante el alumbramiento de las
zonas oscuras que aún no hayan sido exploradas por la novela. Y eso
le va a posibilitar, dando una nueva vuelta de tuerca, cuadrar el cír-
culo, y volver, de paso, al problema de los temas, pues ¿qué mejor
que la propia Colombia, territorio todavía no del todo o no suficien-
temente hollado, vista con los ojos del trasterrado, del ahora inquili-
no de la que otrora fue su propia casa?:

Me tomó diez años descubrir el tono adecuado para tocar la realidad


desbordante de mi país, una realidad capaz de dejar en ridículo la ima-
ginación más intensa; pero sobre todo me tomó diez años descubrir,
gracias a Conrad y Naipaul, que mi país podía ser material novelístico
precisamente porque hasta el momento yo había sido incapaz de en-
tenderlo, o, en otras palabras, precisamente por su condición de zona
oscura. Una de las consecuencias de emigrar es que al cabo de un
tiempo desaparece el espejismo de la comprensión: aquella ilusión
apenas humana de que uno entiende el lugar de donde viene.32

31 Juan Gabriel Vásquez, “Literatura de inquilinos”, en El arte de la distorsión, Alfa-


guara, Bogotá, 2009, pp. 177-189; la cita pertenece a la p. 181.
32 Ivi, p. 187.
81

Hombre de su tiempo, de este mundo global que habitamos, Vás-


quez repara con lucidez pasmosa en la dinámica en que nos move-
mos y en cómo eso ha sido representado en su novela. La cuestión,
sobra decirlo, no es temática, sino de punto de vista:
Con esto en mente escribí Los informantes, una novela que indaga en
un momento curioso – diré: un momento oscuro – de los años cuarenta
en Colombia. Y ahora, les confieso, me parece probable que haya una
relación entre esta novela y las ideas sobre el desarraigo que acabo de
exponer; quiero pensar que todas las condiciones de mi experiencia co-
mo inquilino – las incertidumbres, las particularidades de una vida más
o menos itinerante, la experiencia fragmentada, la percepción desde
fuera de un país inestable y, sobre todo, el tratamiento de ese país como
territorio desconocido – están incluidas de manera tácita en la novela.
Es decir, la experiencia extraterritorial ha enriquecido de maneras in-
tangibles el contenido intensamente colombiano de la novela.33
Es evidente que en el siglo XXI no puede seguirse viendo al escritor
que no atiende a lo local como burdo imitador, perteneciente a una éli-
te alejada del mundo real, que simplemente trasplanta la cultura occi-
dental (considerada ajena a las esencias latinoamericanas) a su tierra, tal
y como denunciaba Schwarz a mediados de los ochenta,34 pero tampo-
co podemos irnos al extremo contrario de considerar oportunista, ávi-
do de color local con fines únicamente lucrativos, al escritor que recala
en cuestiones locales. Ni hay que coronar de laureles a quien lo sortea,
tan solo por el hecho de evitarlo. No me resisto a subrayar lo obvio: lo
que interesa no es solo el tema o el espacio recreados, sino las propues-
tas estéticas. Y en este sentido señalaré que la de Juan Gabriel Vásquez,
a quien en la propia Colombia se le ha colgado el sambenito de autor
extranjero, me resulta especialmente interesante. Como he analizado en
otro lugar, su obra narrativa está vertebrada por una poética del dese-
quilibrio, del aquí y el allá, del este y el aquel, de lo cambiante e inesta-
ble35. Muchos de sus textos proponen un viaje del orden al caos y vice-

33 Ivi, p. 188.
34 “La idea de copia discutida aquí opone lo nacional a lo extranjero y lo original a
lo imitado, oposiciones que son irreales y que no permiten ver la parte de lo extranjero
en lo propio, la parte de lo imitado en lo original, y también la parte original en lo imita-
do”, Roberto Schwarz, “Nacional por substracción”, Punto de Vista, Nr. 28, 1986, pp.
15-22; la cita corresponde a la p. 22.
35 Catalina Quesada Gómez, “Vacillements. Poétique du déséquilibre dans l’œuvre
de Juan Gabriel Vásquez”, en Eduardo Ramos Izquierdo y Marie-Alexandra Barataud, a
cargo de, Les espaces des écritures hispaniques et hispano-américaines au XXIe siècle, Pu-
lim, Limoges, 2012, pp. 75-85.
82

versa, un tambaleo que viene a dar forma literaria a esa noción de incer-
tidumbre que, según Zygmunt Bauman, rige nuestra modernidad líqui-
da.36 Si bien la crítica se ha centrado esencialmente en sus últimas no-
velas – Los informantes (2004), Historia secreta de Costaguana (2007) y,
algo menos, en las recientes El ruido de las cosas al caer (2011) –, dicho
movimiento es ya rastreable en sus dos primeras novelas – Persona
(1997) y Alina suplicante (1999) –, así como en los cuentos de Los
amantes de Todos los Santos (2001 y 2008) y Las reputaciones (2013)”
[“Las reputaciones” in c.vo].
En Los informantes el narrador, el periodista Gabriel Santoro re-
construye un aspecto poco conocido de la historia reciente de Co-
lombia: la llegada de alemanes judíos a tierras colombianas allá por
los años treinta. Pero su relato desentierra, sin él saberlo, otros as-
pectos más oscuros relacionados con esa llegada, como es el de las
delaciones. A partir de este episodio concreto de la historia colom-
biana, Vásquez realiza una reflexión acerca de la fidelidad, la traición
y sobre cómo se cuentan esas cosas (sobre los vínculos entre el dis-
curso, literario o no, y la historia). La novela es la reconstrucción de
cómo el narrador tuvo noticia de que su padre había sido un traidor.
La conmoción, no ya por la muerte del padre, sino por la caída en
desgracia de este está, en la ficción, en el origen del informe de Ga-
briel Santoro. La epifanía, el momento en que el narrador empieza a
vislumbrar que bajo la superficie equilibrada del padre emerge un
caos desconocido, se inserta, también, en esa poética del movimiento
descontrolado:

Tuve que tomarme el tiempo de reponerme igual que quien acaba de


sufrir un accidente – el peatón que sale de las sombras, el freno, el
choque violento –, porque me sentí mareado. Metí la cabeza entre
las manos y el ruido de los estudiantes levantándose se aplacó.37

El establecimiento de la distancia necesaria entre el orden del dis-


curso y el de la historia, así como la maestría en la dosificación, ocul-
tación y mostración en el momento oportuno de las informaciones,
confieren a Los informantes una estructura bastante perfecta en lo
que respecta a la construcción de la trama. Pero la novela va más allá
de eso y, en la “Posdata de 1995”, escenifica su propia publicación

36 Zigmunt Bauman, Liquid Times: Living in an Age of Uncertainty, Polity, Cambrid-


ge, 2007.
37 Juan Gabriel Vásquez, Los informantes, Madrid, Alfaguara, 2004, p. 72.
83

(no del texto definitivo, sino de las cuatro primeras partes de la no-
vela que constituyen, en la ficción, el texto de Los informantes), reco-
giendo, por tanto, el texto final las reacciones que dicha publicación
habría suscitado, lo cual permite que esta suerte de epílogo ficciona-
lice la recepción de la obra misma, incluida la de las víctimas. Y a
partir de ahí, la reflexión sobre el papel suplantador que lo leído
puede tener sobre lo vivido, la problemática relación entre la reali-
dad y su escritura.
Es factible leer su siguiente novela, Historia secreta de
Costaguana, como una respuesta a toda la literatura esencialmente
testimonial, con escasas exigencias estéticas, que surgió en torno al
canal de Panamá. En la estela de la posmodernidad, anunciada ya la
imposibilidad de los grandes relatos, pareciera que la Historia, con
mayúscula, no puede seguir siendo contada, si no es en el susurro del
secreto, la parcialidad de la primera persona y el tono menor de la
minúscula (en una nueva respuesta al boom). De ahí que la empresa
historiográfica de este Tristram Shandy criollo esté condenada al fra-
caso. De ahí también que la verdad que se empeña en relatar, si ver-
dad hay, sea necesariamente literaria y no histórica. Ese, que es uno
de los ejes temáticos de la novela, afecta también a la estructura de la
misma. En esa circunstancia radica uno de los vaivenes de la obra: la
oscilación del discurso historiográfico al literario y viceversa. A pesar
de la pretensión de José Altamirano de contar su historia y, con ella,
su versión de la historia colombiana, el texto deriva hacia lo literario
y además hace ostentación de ello:

Sí, queridos historiadores escandalizados: las vidas ajenas, aun las de


las figuras más prominentes de la política colombiana, también están
sujetas a la versión que yo tenga de ellas. Y será mi versión la que
cuente en este relato; para ustedes, lectores, será la única. ¿Exagero,
distorsiono, miento y calumnio descaradamente? No tienen ustedes
manera de saberlo.38

Y existe, al mismo tiempo, la lectura desviada que de Conrad ha-


ce José Altamirano, acusándolo de mentir, de no reproducir los he-
chos reales, de tergiversarlos a su antojo – no logro creer una sola pa-
labra de lo que has contado –, haciendo una lectura de su obra litera-
ria en clave biografista, historicista (aunque solo sea para contrade-

38 Juan Gabriel Vásquez, Historia secreta de Costaguana, Alfaguara, Madrid, 2007, p. 89.
84

cirlo). La recurrencia ya del propio Conrad a las fuentes históricas


apócrifas, así como la vuelta de tuerca introducida por ese narrador
poco fiable que es Altamirano, sitúa esta novela en esa estela borgea-
na y posmoderna que es la única válida hoy, parece decirnos Vás-
quez, para contar la historia de Colombia.
Por su parte, Julio Olaciregui escenifica en Dionea (2005) la ma-
yoría de los elementos que hemos citado, articulándolos para ofrecer
una lectura de lo colombiano que parte de las esencias míticas que
estarían en el origen de diversas realidades costeñas, pero que termi-
na desencializando, de igual modo, dichas nociones, para mostrar,
caleidoscópicamente, una realidad que perdió, si alguna vez la tuvo,
toda vocación monolítica y unitaria. La narración, polifónica y con
personajes proteicos que deambulan tanto por Colombia, como por
Francia o Grecia, problematiza no solo la cuestión de la colombiani-
dad en la época de lo posnacional, sino también la identidad de la
novela misma, caníbal ella, como los caribes, y tan cambiante como
sus personajes. Si en De donde son los cantantes (1967) Severo Sar-
duy propuso una triple ascendencia cubana (española, africana y chi-
na), Olaciregui, acaso en respuesta a esa idea rimbombante de llamar
a Bogotá la Atenas suramericana, fija las raíces costeñas, además de
en España, África y otros lugares (con intención de ensanchar, por
insuficiente, la respuesta de la mezcla triétnica a la búsqueda de la
identidad), en Grecia, cuya mitología vendría a fundirse con la pre-
colombina y la africana para dar un panteón mestizo, casi siempre en
son de chanza, que explique la vida, la muerte y el goce. Como en el
caso del cubano, hay en Olaciregui una exaltación de la gozadera –
más que estrictamente colombiana, pancaribe – y que pasa por el de-
senfreno sexual (en todas sus variantes: heterosexual, homosexual,
transexual y hasta hermafrodita), la comida y el baile, pero que tam-
poco deja de lado el placer intelectual. Se trata, claro está, de ese
continuo sacarle el cuerpo a la pelona que encarna paradigmática-
mente la barranquillera danza del garabato. El mito contribuye igual-
mente a explicar la lacra de la violencia “en esta Colombiada, teatro
de la guerra mundial permanente no declarada, experimento trascen-
dental, diálogo entre un millón de vivos y un millón de muer-
tos…”,39 o las distintas violencias, superponiéndose de ese modo la
coyuntura histórica concreta y el carácter ahistórico y atemporal del
mito:

39 Julio Olaciregui, Dionea, Kimpres, Bogotá, 2005, p. 35.


85

Dijo que en el país de las selvas esmeraldas descubrió la presencia de


la guerra antigua, difusa, polemospantonmenpateresti, la guerra es pa-
dre de todos, los manes polémicos son los más pantalleros, medusa,
ojos desorbitados, cuerpos degollados, la guerra de los callados, co-
mo dice el Joe, esqueletos a medio quemar, monicongos, enciende la
tele y verás, en carboncillo, expulsados del baile por las energías abe-
rrantes, miles de maniquíes funerarios, qué lástima, con esos paisajes,
¡Colombia es una licuadora, vale!40

La novela pone además en escena la desvinculación entre nacio-


nalidad y territorio, consciente como es del carácter pos de las identi-
dades nacionales – lo poscolombiano – y de la redefinición que de di-
cha identidad (como de la de la novela) se impone en los tiempos de
internet, los espacios fragmentados, las distancias menguantes y el
contacto fluido entre la nación de los manes y los mercados interna-
cionales:

voy en el avión a Bogotá o a París, soy novelero y estoy soñando con


fantasmas que vuelan de un lado al otro del charco, las dos ciudades se
mezclan, yo en las nubes, sin anclas en esa tierra podría ser colombo-tur-
co, colombo-suizo, colombo-mandinga, colombo-canadiense. O vender
ataúdes, miniametralladoras israelíes Uzi, escribir obras de teatro.41

Adiós a los héroes

Si, como apunta Castany Prado, es el desubicado o el desarraiga-


do el personaje más frecuente de la literatura posnacional,42 no po-
demos sino considerar que el prototipo de dichos personajes sea el
Ovidio en Tomos que construye Pablo Montoya en Lejos de Roma
(2008). Como Enrique Serrano en Tamerlán (2003), Montoya se
aparta del relato de lo colombiano para adentrarse en el género histó-
rico y trazar, con ese pretexto, un retrato de lo más esencial e íntimo
del hombre cuando es desprovisto del entorno social. Sin aceptar del
todo aquella polémica idea que Frederic Jameson lanzara hace unos
años, según la cual todos los relatos del tercer mundo habían de ser

40 Ivi, pp. 32-33.


41 Ivi, p. 43.
42 Bernat Castany Prado, Literatura posnacional, cit., p. 218.
86

leídos como alegorías de lo nacional,43 resulta difícil no ver en Lejos


de Roma y en ese poeta condenado al ostracismo, acusado de haber
atentado contra la dignidad de la nación, al escritor francotirador de
nuestros días que fragmenta y licúa como puede homogeneidades y
solideces patrias.
Sin embargo, es en la colección de semblanzas de Pablo Montoya,
Adiós a los próceres (2010), donde asistimos claramente – como en la
novela La carroza de Bolívar (2012), de Evelio Rosero – al proceso de
carnavalización y destronamiento de los artífices, protagonistas y
comparsas de la Independencia de Colombia, al hilo de los fastos del
Centenario. En ese interés por socavar los pretendidos cimientos de
la patria mediante la inversión, tanto Montoya como Rosero se ali-
nean con otros autores latinoamericanos, que en los últimos años nos
están ofreciendo – a través de la ironía, el sarcasmo o el humor – re-
presentaciones críticas de las respectivas independencias y de los mo-
mentos gloriosos de la nación y sus presuntos héroes.

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43 Fredric Jameson, “Third-World Literature in the Era of Multinational Capita-


lism”, Social Text, Nr. 15, 1986, pp. 65-88; la referencia corresponde a la p. 69.
87

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91

ERMINIO CORTI
Università degli Studi di Bergamo

El verde y el rojo:
Los derrotados de Pablo Montoya

Los derrotados es un texto que resulta tan fascinante a la lectura


como complejo en su estructura, y es también una obra muy articula-
da desde el punto de vista de las formas estilísticas y de las múltiples
modalidades narrativas empleadas a lo largo de los veinticinco capí-
tulos que la componen.
La complejidad de la novela de Pablo Montoya no es gratuita, es
decir, no responde simplemente al deseo del autor de experimentar
con una escritura heterogénea, de desafiar los límites impuestos por
los cánones literarios, y menos aún de ostentar su habilidad en el do-
minio técnico del medio expresivo. Por lo contrario, esta compleji-
dad y variedad es el instrumento obligado para intentar comprender
y representar de la manera más eficaz posible la realidad social, his-
tórica y cultural de Colombia. No sólo de la Colombia de hoy, desga-
rrada por una guerra civil que dura ya más de medio siglo, sino tam-
bién de la Colombia del pasado colonial y de la independencia, épo-
cas en las cuales se han originado los males de la contemporaneidad.
La novela se abre in media res, relatando uno de los momentos más
dramáticos de la vida de Francisco José de Caldas, uno de los protago-
nistas. Estamos en 1816, en plena guerra de independencia, tras la re-
conquista de la Nueva Granada por parte del ejército realista. Caldas y
otros patriotas amigos suyos que han desarrollado un papel activo en la
rebelión contra la Corona española están intentando huir del país y se
encuentran en la hacienda de Paispamba, cerca de Popayán. Sorprendi-
dos por una tropa de gendarmes que servían al ejército realista, no pue-
den oponer ninguna resistencia y se dejan capturar. Simón Muñoz, mili-
tar realista al mando de la patrulla, tiene la orden de trasladar a los pri-
sioneros a Santa Fe, dónde serán juzgados como traidores de España.
Muñoz, que desde hace años conocía a Caldas y su familia y admiraba el
trabajo científico realizado por el sabio payanés, le ofrece sólo a él la po-
sibilidad de salvarse enviándolo a Quito, “donde se le podría hacer un
92

juicio más benevolente”,1 como le había solicitado Toribio Montes, go-


bernador colonial y en ese momento presidente de la Real Audiencia de
la ciudad. El cautivo tiene miedo, está acongojado, pero no quiere aban-
donar a sus compañeros y rechaza la oferta, aunque se halla consciente
de que su destino final será casi seguramente la muerte:

Caldas le pregunta a Muñoz qué pasará con sus amigos. No puedo


hacer nada por ellos, contesta el militar. Para Montes su merced es
quien importa. Caldas piensa en Ulloa, en Dávila, en Rodríguez.
Evoca la solidaridad que, durante las últimas jornadas borrascosas,
ha sido la mayor prueba de la amistad. […] Caldas sabe que nunca
podría soportar el peso de una traición. Niega con la cabeza. No, ja-
más he sido desleal y jamás lo seré, dice.2

Caldas es una figura histórica cuya memoria está hoy vinculada


sobre todo al papel de prócer y mártir de la independencia de Co-
lombia. Pero Caldas en su corta vida fue esencialmente un hombre
de ciencia, que se dedicó con pasión extrema a la botánica, la astro-
nomía y la geografía. Dotado de una curiosidad intelectual innata,3 a
pesar de la educación bastante limitada que recibió y de la falta de
medios e instrumentos para trabajar gracias a su ingenio, logró obte-
ner resultados que despertaron el interés del botánico francés Bon-
pland y del naturalista alemán Von Humboldt, con quien tuvo una
relación bastante conflictiva que osciló entre la admiración por su in-
teligencia y erudición y una desconfianza moralista ante sus actitudes
libertinas.4 Fue un colaborador muy activo de José Celestino Mutis

1 Pablo Montoya, Los derrotados, Sílaba, Medellín, 2012, p. 14.


2 Ivi, p. 15.
3 El narrador describe así el anhelo febril de aprender del personaje: “Lee desorde-
nadamente, método que jamás lo abandonará. Lee sobre geometría, geografía, religión,
historia, literatura, astronomía […] incapaz de olvidar sus constantes preguntas –¿por
qué se mueven los planetas en el cielo?, ¿de dónde proviene la noción del cero?, ¿de qué
modo se produce el aire que respiramos?, ¿dónde nace el arco iris?, ¿en qué se diferen-
cian el macho y la hembra del cóndor?, ¿quién era Euclides?–.” Ivi, pp. 39-40.
4 “Confieso que mi pluma se resiste, y solo el amor de mi honor y el de la verdad me ha-
cen revelar a usted un secreto abominable. ¡Qué diferente es la conducta que el señor Barón
ha llevado en Santafé y Popayán de la que lleva en Quito! En las dos primeras ciudades fue
digna de un sabio; en la última es indigna de un hombre ordinario. […] Entra el señor Ba-
rón en esta Bibilonia [sic], contrae por su desgracia amistad con unos jóvenes obscenos, di-
solutos; le arrastran a las casas en que reina el amor impuro; se apodera esta pasión vergon-
zosa de su corazón, y ciega a este sabio joven hasta un punto que no se puede creer.” Carta a
José Celestino Mutis de 21 abril 1802 en Francisco José de Caldas, Cartas de Caldas, Acade-
mia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Bogotá, 1978, p. 169-70.
93

en la Expedición Botánica, financiada por la Corona de España y di-


rigida por el sabio gaditano. En sus recorridos solitarios por el país,
Caldas inventarió cerca de seis mil especies vegetales y realizó escru-
pulosas mediciones geográficas y climáticas. De regreso a Santa Fe
con sus herbarios, dirigió el Observatorio Astronómico de la capital
hasta que, en 1810, estalló en el actual territorio de Colombia la pri-
mera insurrección criolla, encabezada por su primo Camilo Torres
Tenorio.
El capítulo que abre Los derrotados relata, como se ha señalado,
la captura de los patriotas, y termina con la descripción de la colum-
na de prisioneros que pasan por la ciudad de Popayán rumbo a San-
ta Fe, donde los esperan un tribunal militar y el castigo. Hasta este
punto, el lector se ha formado la impresión de hallarse ante una no-
vela de corte histórico bastante tradicional, construida a través de la
voz de un narrador impersonal y ambientada en la época de las lu-
chas por la independencia de América.
Sin embargo, con el segundo capítulo se presenta un repentino
salto temporal y de enfoque. Estamos en la contemporaneidad y el
narrador es el autor mismo – el autor implícito, si se quiere – que
empieza a relatar la génesis de la novela o, mejor dicho, de la biogra-
fía de Caldas, que constituye uno de los ejes narrativos de Los derro-
tados.
El escritor nos refiere que ya llevaba tiempo dedicado a investigar
sobre la figura de este personaje histórico, pero la propuesta de es-
cribir una biografía suya, que le llega por parte de un editor, se pre-
senta casi como un hecho casual, un juego del azar proporcionado
por una encuesta publicada en la revista Piedepágina.5 Nuestro escri-
tor acepta esta propuesta pero aclara que su propósito no será el de
representar al prócer, al héroe glorificado por la retórica patriótica,
sino al naturalista y, sobre todo, al hombre. Al hombre Francisco Jo-
sé de Caldas con sus conflictos interiores, con sus miedos y sus du-
das, con su fascinación por la naturaleza exuberante de la Nueva
Granada, que siempre le suscita emociones intensas. Así lo declara el
narrador (¿metanarrador?) a propósito de la obra que se apresta a
elaborar:

Haciendo alusión a las inclinaciones homoeróticas de von Humboldt, Caldas en una car-
ta sucesiva, fechada 21 junio de 1802 y enviada a su maestro y protector, insinúa una am-
bigua relación entre el alemán y el joven aristócrata quiteño Carlos Montúfar, que define
con sarcasmo como “su Adonis”. Ivi, p. 182.
5 Piedepágina no es una invención literaria; la revista existe, se publica desde 2004 y
Pablo Montoya es uno de sus colaboradores. Sitio web <www.piedepagina.com>.
94

No me interesa escribir una biografía solamente desde la óptica de la


historia, sino también desde la literatura. Me permitiré […] juegos
del lenguaje, malabares del tiempo, diferentes técnicas narrativas, fo-
calizaciones diversas, cuestionamientos de la historia oficial y, sobre
todo, me apoyaré en los cantos de la subjetividad.6

La humanidad compleja y hasta contradictoria de Caldas se revela


en sus últimos años de vida, cuando el científico “se deja arrastrar”,
come dice el narrador, por los conflictos revolucionarios de los crio-
llos independentistas de la Nueva Granada. Independentistas que,
por un lado, se enfrentan militarmente con el gobierno colonial y su
ejército y, por el otro, empiezan una lucha fratricida por el poder po-
lítico y económico que opone a centralistas y federalistas. El compro-
miso del protagonista con el bando de los insurgentes federalistas,
encabezado por su primo Camilo Torres, empezó en 1810, pero al
principio su aporte fue bastante limitado. Sin embargo, a partir de
1813 Caldas asume un papel activo en el ejército de los patriotas de
Antioquia. Se le comisiona la construcción de fortificaciones, la ins-
talación de fábricas de armas y la creación de una escuela militar.
Además, se encarga de la acuñación de monedas, escribe y pronun-
cia discursos saturados de retórica militarista y expresa públicamente
su animadversión contra la nación española.7 Y estos serán los moti-
vos que lo conducirán frente al pelotón de fusilamiento.
Los primeros dos capítulos de Los derrotados configuran dos de los
hilos narrativos que el autor entreteje para construir la trama de la no-
vela: la biografía de Caldas y la metanarración de la novela misma. A es-
tos, en el capítulo siguiente se añade un tercer hilo, sin duda el más arti-
culado, que contribuye en buena medida a determinar la complejidad
de la estructura diegética total. El capítulo tres está compuesto por una
serie de cartas que Santiago Hernández le envió en 1983 a su amigo Pe-
dro Cadavid, el escritor, durante su periodo de militancia en un grupo
guerrillero del Ejército Popular de Liberación (EPL) de Colombia.
Así empieza la reconstrucción de la vida de los tres jóvenes, Pe-
dro, Santiago y Andrés, quienes, junto a Caldas, son los protagonis-

6 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., pp. 25-26.


7 En una carta fechada 10 octubre de 1813 dirigida a Juan del Corral, presidente-
dictador del Estado Libre de Antioquia, Caldas manifiesta su profundo resentimiento re-
firiéndose a sí mismo como a “este corazón que concentra el odio más negro y más im-
placable contra la raza española, contra esta nación infame, cruel, injusta, opresora y es-
túpida.” Francisco José de Caldas, Cartas de Caldas, cit., p. 347.
95

tas de la novela. La amistad que los une se remonta a la adolescencia,


cuando eran estudiantes de bachillerato en el Liceo Antioqueño de
Medellín, donde, a través del movimiento estudiantil, entran en con-
tacto con la guerrilla de izquierda.
Andrés comparte con sus amigos la idea del compromiso político
para cambiar la condición social, económica y cultural de las masas
pobres y oprimidas de su país. Pero rechaza cualquier forma de vio-
lencia, y cuando Pedro y Santiago empiezan a participar en las activi-
dades del EPL, él toma otro camino y se dedica a su pasión, la foto-
grafía, que luego se convertirá en su profesión.
Pedro, por su parte, muy pronto comprende que el miedo parali-
zante que experimenta en sus primeras actividades clandestinas es
para él un obstáculo infranqueable; así, decide retirarse de la célula
guerrillera para cultivar su interés por la literatura y la escritura.
Santiago, que tenía vocación por la botánica, es el único de los
tres amigos que, después de convertirse en líder estudiantil, se inte-
gra a la lucha armada. Sin embargo, su participación activa en el con-
flicto que está desgarrando a Colombia (y que su amigo Andrés do-
cumentará a través de su obra fotográfica) es breve y termina con la
captura, la tortura y la cárcel.
En los veinticinco capítulos que conforman Los derrotados, los
tres hilos narrativos se alternan y se entrelazan, reconstruyendo así, a
través de la escritura de Pedro Cadavid – autor, entre otras cosas, de
Entre la pompa y el fracaso: Bolívar en la novela colombiana –,8 la
obra y la biografía del sabio Caldas y los avatares de los tres compa-
ñeros de colegio. Lo que enlaza estos distintos hilos narrativos y le
confiere unidad a la novela es, por supuesto, Colombia con su tras-
fondo político, social y cultural. Una realidad que, a lo largo de dos
siglos, no ha logrado deshacerse completamente de la infausta heren-
cia de la colonia y evolucionar hacia una plena democracia.
En este sentido, la narración revela que hay una forma de conti-
nuidad entre la época de la “Patria Boba” y la Independencia que vi-
vió Caldas – con las luchas militares entre centralistas y federalistas,
fomentadas por la sed de poder de una reducida oligarquía criolla –
y la interminable guerra civil que empieza a finales de los años cua-
renta del siglo veinte y sigue hasta hoy con el despiadado enfrenta-

8 Vale la pena señalar que la obra ensayística de Pablo Montoya comprende la mo-
nografía Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso, Editorial
Universidad de Antioquia, Medellin, 2009. El primer capítulo se titula “El caso Bolívar:
entre la pompa y el fracaso”.
96

miento entre ejército (al servicio de los “representantes de la infa-


mia” que gobiernan el país, como dice el narrador), formaciones pa-
ramilitares, narcotraficantes y una guerrilla de izquierda que, a pesar
de sus ideales progresistas, resulta cerrada en un rígido dogmatismo
ideológico.
Las consecuencias de esta condición de permanente conflicto po-
lítico las padecen los mismos hombres que han tomado la vía de la
insurgencia armada: Caldas, pagando con la vida y con un remordi-
miento que lo acompaña hasta el cadalso, y Santiago Hernández pa-
gando con la tortura, la prisión y la desilusión. Pero las padecen so-
bre todo la gente común, el pueblo indefenso, víctima del terror, del
desplazamiento, de la destrucción, del dolor y de la muerte. Esa at-
mósfera infernal de violencia que envuelve al país intentan documen-
tarla Andrés, a través de su obra fotográfica (con las masacres de Se-
govia, Bojayá y San José de Apartadó, o con los rostros de los que
han sobrevivido a las carnicerías), y Pedro Cadavid, a través de la es-
critura, como afirma en un diálogo con su amigo Santiago, recién sa-
lido de la cárcel:

Voy a decirte algo, Santiago. Creo que el único tema que tenemos los
escritores de este país es la violencia. No es fácil reconocerlo porque,
de alguna manera, esa premisa es una condena. […] Y cuando se es-
cribe de otra cosa que no sea el delito, el robo, la extorsión, el mag-
nicidio, la respectiva masacre, el desaparecido de turno, el escritor
termina siendo falso, pedantemente modernista, incapaz de resolver
el tema único y escabroso exigido por nuestra historia. Y si no es la
violencia de lo que se debe escribir, sale al paso su consecuencia ine-
vitable: la humillación, la vergüenza, la derrota.9

A la complejidad temática y estructural de la novela – con sus sal-


tos de tiempos y espacios – se agrega la variedad de estilos y formas
narrativas que se encuentran capítulo tras capítulo. Este recurso no
es un capricho del autor para conformarse con el “pastiche” que a
veces la literatura contemporánea usa como mero cliché estilístico,
sino el medio técnico más adecuado para proporcionar al lector una
imagen creíble, verosímil, es decir, articulada y en cierta medida
“dialógica”, de la realidad social de un país o de la dimensión huma-
na de un personaje.

9 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 145.


97

Aquí el ejemplo más elocuente es la biografía de Francisco José de


Caldas, que abarca ocho capítulos. En el primero, el episodio de su
captura se desarrolla más o menos según el estilo de la novela histórica
convencional. Ya en el capítulo siguiente de este subplot el enfoque es
un poco distinto, y la narración de la formación cultural de Caldas y de
sus primeros estudios científicos se presenta en forma de apuntes de in-
vestigación redactados por Pedro Cadavid. Sin embargo, el personaje
adquiere su plena dimensión humana en la segunda parte de la biogra-
fía, es decir, cuando el narrador le otorga la palabra al mismo Caldas.
Primero, en el capítulo 10, por medio del diario personal que el cientí-
fico escribe durante sus exploraciones botánicas. Luego con la angus-
tiada carta de súplica dirigida a Pascual Enrile10 para que interceda por
él: este breve capítulo construido mediante una reescritura casi filológi-
ca del texto original de Caldas – como si el autor con este recurso hu-
biera querido revivir en primera persona el estado de ánimo de su per-
sonaje – expresa abiertamente la congoja, el miedo del prisionero, que
no tiene reparo en abjurar de su compromiso revolucionario, implorar
el perdono y humillarse ante la esperanza de salvar la vida.11 Palabras
que con su angustiada humanidad traslucen sentimientos auténticos
que contrastan con la artificiosa y vacua prosopopeya hecha de Patria,
Dios y Virtudes Castrenses que atiborraba el discurso con el cual, solo
dos años antes, Caldas inauguraba la primera escuela militar de inge-
nieros de la república rebelde de Antioquia, un texto que, a su manera,
epitomiza las consecuencias nefastas de la relación azarosa entre cultura
y arte y poder político.12 Y finalmente con el monólogo interior a través
del cual el condenado relata sus últimas horas de vida.
El diario ficcional es posiblemente el texto más sugestivo, donde a
las observaciones científicas se acompañan reflexiones estéticas (“El

10 Pascual Enrile y Alcedo (1772-1836), militar nativo de Cádiz, fue jefe de Estado
Mayor en la expedición española de “restauración” de las colonias sediciosas de la Nueva
Granada, bajo el mando del general Pablo Morillo. Después del asedio y toma de Carta-
gena de Indias, en mayo de 1816 entró con las tropas de Murillo en Santa Fé de Bogotá,
participando en la represión contras los patriotas americanos (el llamado “Régimen del
Terror”) y firmando la sentencia de muerte de Caldas.
11 Carta fechada Santafé, octubre 27 de 1816; del mismo tenor es la carta dirigida a
Toribio Montes, fechada Popayán y julio 21 de 1816. Francisco José de Caldas, Cartas de
Caldas, cit., pp. 355-57 y p. 352.
12 Cfr. “Discurso preliminar que leyó el Ciudadano Coronel Francisco José de Cal-
das el día en que dio principio al curso militar del cuerpo de ingenieros de la República
de Antioquia”, en Obras completas de Francisco José de Caldas, Imprenta Nacional, Bogo-
tá, 1966, pp. 55-78.
98

botánico debe escribir primero sobre la belleza. Es ella quien guía en


el abigarrado universo de las formas vegetales”),13 existenciales y filo-
sóficas (“El botánico siente a cada momento que la condición efímera
de la flor es su verdad ineluctable […] la flor demuestra que lo que
brota con mayor brillo es aquello que se marchita con más pronti-
tud.”; “lo que rodea a la botánica está fundado en la degradación. Los
esqueletos de los herbarios son trazos de muerte que engañan con su
lábil valor de permanencia. Son, además, fácil presa de las polillas. Y la
polilla, con su participar hambre sempiterna, es la mejor representa-
ción del tiempo cuando la vemos consumiendo el vestigio de la hoja o
de la flor.”)14 que dejan percibir las emociones y la maravilla del hom-
bre culto frente a la naturaleza de la Nueva Granada.
Las huellas de esta prosa lírica en algún caso afloran en las obras pu-
blicadas por el sabio colombiano, que en sus descripciones del entorno
geográfico manifiesta una precoz sensibilidad por el sublime románti-
co,15 a la cual no debió ser extraña la influencia del contacto con von
Humboldt, que, en la introducción a su última obra, así sintetizó el ca-
rácter de una visión y una prosa donde el rigor del científico se funde
con el gusto estético del artista: “He procurado hacer ver en el Cosmos,
lo mismo que en los Cuadros de la Naturaleza, que la exacta y precisa
descripción de los fenómenos no es absolutamente inconciliable con la
pintura viva y animada de las imponentes escenas de la creación.”16 En
el diario ficcional, las descripciones de las especies vegetales de los bos-
ques de la Provincia de Quito – que van de los humildes líquenes a las
flores más llamativas, pasando por hierbas y árboles – manifiestan una
sensibilidad imaginativa y una profunda emoción estética que sobrepa-
san cualquier ejemplo de lenguaje lírico que se pueda encontrar en las
obras del Caldas histórico; como cuando el personaje novelesco, al mi-
rar una orquídea, la Maxillaria fractiflexa, escribe:

13 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 124.


14 Ivi, pp. 122 y 125.
15 Cfr. “Tequendama” y las cuatro crónicas de viaje dedicadas respectivamente a Bar-
nuevo, Santa Fe de Bogotá, Quito y la costa del Océano Pacífico, Quito y Popayán. Fran-
cisco José de Caldas, Obras completas de Francisco José de Caldas, cit., pp. 433-525.
16 Alexander von Humboldt, Cosmos. Ensayo de una descripción física del mundo,
Eduardo Perié Editor, Bélgica, 1875, p. ix.
Cabe notar que un capítulo del segundo tomo de Cosmos versa sobre la “Influencia de la
pintura de paisaje en el estudio de la Naturaleza”, y que en toda la obra el científico ale-
mán emplea muy a menudo palabras como “cuadro” y “pintura/pintar”, en el sentido de
descripciones verbales de ámbitos, paisajes y elementos de la naturaleza, que adquiere así
un valor estético.
99

El labelo era una minúscula seda moteada con puntos violáceos. Las fla-
cas prolongaciones de las flores parecían la cabellera de una infanta
oriental. Con la delicadeza que sabían reclamarme, me incliné y aspiré
su perfume. Hubo una excitación en el aire. Vi que se tensionaban y que
sus pistilos asumían una actitud provocativa. Me detuve con rubor.17

A través del diario apócrifo de Caldas, Montoya proyecta cons-


cientemente una imagen del personaje ficcional que discrepa, de mo-
do graciosamente irónico, con la figura del científico y el patriota
que los documentos históricos representan como un hombre instinti-
vamente atraído – a pesar de la formación de corte escolástico que
recibió – por el racionalismo y el progresismo iluminista,18 pero al
mismo tiempo profundamente religioso y animado por un celo puri-
tano y un severo moralismo de sesgo clerical.19 Esta discordancia en-

17 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 140.


18 “Caldas no puede separar de sí el estado de ambigüedad frente a lo que viene de
la Francia incendiaria. Le fascina su ciencia y su literatura, pero rechaza su ateísmo revo-
lucionario y su sensualismo depravado.” Ivi, p. 42.
19 En este sentido, los testimonios de carácter biográfico son abundantes, pero nada da
la idea de la rigidez moral del personaje como su larga carta dirigida al Gobernador de Po-
payán Diego Antonio Nieto (Francisco José de Caldas, Cartas de Caldas, cit., pp. 13-20). En
1793, terminados sus estudios de Derecho a Santa Fe de Bogotá, en el prestigioso Colegio
Mayor de Nuestra Señora del Rosario, Caldas regresó a su ciudad natal, donde por una cor-
ta temporada desempeñó el oficio de “Padre General de Menores” en la administración de
la Provincia. Frente a los problemas sociales de la juventud de la ciudad, Caldas individuó
en el ocio y en el descuido de las familias la raíz de todos los males. Por eso, en susodicha
carta, sugirió al Gobernador de la ciudad una solución radical: alejar forzosamente a los ni-
ños y jóvenes ‘perezosos’ de la influencia perniciosa de las familias y de las calles para some-
terlos a un programa educativo inflexible, que parece inspirado en los principios autorita-
rios y represivos del régimen castrense o carcelario (en los casos graves de rebeldía – “si el
joven aprendiz es orgulloso y altivo, y no quiere sujetarse” – la solución es que “se le rema-
che un grillete o se sujete del modo más apto”. Ivi, p. 16). Como observa el narrador en el
capítulo 4 de la novela, aunque “sus intenciones sean filantrópicas, Caldas resulta, para su
época, un ejemplo errático en cuestiones educativas. En vez de ofrecer la libertad y el ocio
como bases de una formación especial para el niño, el adolescente y el joven, se inclina por
la mano fuerte, la disciplina asfixiante, una enseñanza artesanal ruda para quienes estén
despilfarrando sus días en el vicio. […] Este control policivo sobre todos los jóvenes, el de-
seo de no permitir el disfrute de las actividades placenteras en una época de la vida en que
el hombre lo necesita para no naufragar después en el resentimiento y la frustración, estas
propuestas fundadas en castigos excesivos, sitúa el texto de Caldas en el lugar donde están
los manuales correctivos de la colonia hispánica. Frente a los niños, por ejemplo, Caldas es-
tá a mucha distancia de la educación para el libre albedrío que propuso Montaigne dos si-
glos antes que él. Ante la apreciación del francés, de que la libertad del niño es el verdadero
centro en todo proceso formativo, Caldas hubiera retrocedido consternado.”
Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 52.
100

tre el personaje histórico y el personaje novelesco se hace patente so-


bre todo en las repetidas connotaciones sensuales que aparecen en el
texto arriba citado así como en otras entradas del diario. El ejemplo
más llamativo se encuentra en la descripción de un hongo, Dictyop-
hora indusiata, caracterizado por su forma semejante al órgano se-
xual masculino y cubierto por un extravagante velo reticulado que
parece “tejido por las manos de una Penélope ansiosa de múltiples
penetraciones.”20 El aspecto de esta especie, que su maestro José Ce-
lestino Mutis llamaba “mis hermosos falos del Paraíso” – estamos
hablando, claro está, del personaje ficcional, aunque es cierto que en
la colección de laminas botánicas elaboradas por ilustradores y cien-
tíficos de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada
hay un dibujo de ese hongo –,21 genera en Caldas una improbable
cadena de fantasías eróticas donde el elemento carnal se entremezcla
con el elemento sagrado:

Dictyophora Indusiata arroja la imaginación hacia lo místico y lo sen-


sual. Su presencia es la alusión a la beldad pecadora, a la religiosidad
lúbrica […]. Cuando lo vi por primera vez, pensé en las vergas de los
monjes célibes, en esa imagen que persiguen en sus insomnios cons-
tantes algunas jóvenes novicias de clausura.22

En otros pasajes del diario la escritura adquiere una entonación


trasoñada y hasta visionaria. Por ejemplo cuando Caldas, subido a la
copa de un laurel, imagina aislarse de la sociedad humana, como el
protagonista de Il barone rampante de Italo Calvino, y, desplazándo-
se de árbol en árbol, convertir el mundo – o cuando menos, su mun-
do – “en una sucesión interminable de laureles frondosos”.23
La introducción de estas facetas imaginarias en la personalidad
del Caldas ficcional de Montoya determina en la diégesis de Los de-
rrotados – junto a otros recursos escriturales que matizan y diferen-
cian cada uno de los capítulos – un alejamiento del patrón de la no-
vela histórica clásica y un acercamiento a una forma narrativa todavía
de género histórico pero mucho más compleja, que pone en crisis la

20 Ivi, p. 133.
21 La larga colección de esas preciosas ilustraciones (más de 7.000 obras) ha sido digita-
lizada y se puede consultar en el sitio web http://www.rjb.csic.es/icones/mutis/paginas/
index.php.
22 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., 132-33.
23 Ivi, p. 137.
101

racionalidad mimética y, a través de una reapropiación subjetiva del


pasado y el presente, critica el discurso historiográfico institucionali-
zado. En una entrevista reciente, el autor califica Los derrotados co-
mo una novela histórica “des-generada”,24 en el sentido de liberada
de los vínculos formales propios del (sub)género literario canoniza-
do. En cierta medida, esta definición acerca la obra a la categoría,
bastante problemática,25 de la “nueva novela histórica”, teóricamen-
te formulada por Seymour Menton.26 Entre los seis rasgos que, se-
gún el estudioso estadounidense, caracterizan a la nueva novela his-
tórica, se encuentran la ficcionalización de personajes históricos, la
‘desmitificación’ consciente de la historia, lo dialógico y la heteroglo-
sía, la intertextualidad y la presencia de instancias metaficcionales y
autorreflexivas con el fin de poner en relieve la naturaleza de artefac-
to que el texto narrativo posee. Todos estos aspectos están presentes
en la novela de Montoya. En primer lugar, la imagen hierática del
prócer construida por la retórica patria se des-construye a través de
apócrifos y reelaboraciones de documentos auténticos que re-huma-
nizan la figura de Caldas. Esta operación supone una intertextuali-
dad, así como la define Genette,27 es decir la inserción en la diégesis
de alusiones a otros textos, como las cartas y los ensayos de Caldas y
Von Humboldt, o de incorporaciones paratextuales, como las foto-
grafías del periodista antioqueño Jesús Abad Colorado – atribuidas
en la novela al personaje ficcional de Andrés Ramírez – que se con-
vierten en las imágenes verbales con las cuales el narrador construye

24 Lucía Donadío, “Quienes se aventuran en los cambios sociales terminan derrota-


dos”, en Semana.com, 8 Agosto 2012 http://www.semana.com/gente/quienes-aventuran-
cambios-sociales-terminan-derrotados/182331-3.aspx.
25 Para una lectura crítica de la noción introducida por Menton véase Lukasz Grütz-
macher “Las trampas del concepto ‘la nueva novela histórica’ y de la retórica de la histo-
ria postoficial”, en Acta Poetica, 27, 1, Primavera 2006, pp. 141-167.
26 Seymour Menton, La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992, Fon-
do de Cultura Económica, México D.F., 1993. El mismo Mentón señala que a utilizar por
primera vez este término fue Ángel Rama, en 1981.
27 “[D]efino la intertextualidad, de manera restrictiva, como una relación de copresen-
cia entre dos o más textos, es decir, eidéticamente y frecuentemente, como la presencia efec-
tiva de un texto en otro. Su forma más explícita y literal es la práctica tradicional de la cita
(con comillas, con o sin referencia precisa); en una forma menos explícita y menos canónica,
el plagio (en Lautréaumont, por ejemplo), que es una copia no declarada pero literal; en for-
ma todavía menos explícita y menos literal, la alusión, es decir, un enunciado cuya plena
comprensión supone la percepción de su relación con otro enunciado al que remite necesa-
riamente tal o cual de sus inflexiones, no perceptible de otro modo.”
Gérard Genette, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, Taurus, Madrid, 1989, p. 10.
102

el capítulo 17. Esta máquina narrativa despliega entonces una gran


variedad de formas de discurso – entre las cuales se encuentran la
memoria personal, la epístola, el informe científico, apuntes de inves-
tigación histórica, el periodismo, el correo electrónico – y de modali-
dades estilísticas de escritura, que en su conjunto representa un re-
curso formal que podemos definir como heteroglosía, pastiche o poli-
fonía narrativa.
La heterogeneidad expresiva que acerca Los derrotados a la nueva
novela histórica se puede leer también como una actitud por parte
de Montoya a cruzar, dentro de una misma obra, la barrera de los gé-
neros narrativos. Un ejemplo en este sentido que merece la pena se-
ñalar se encuentra en el capítulo 24. Protagonista del episodio es
Santiago Hernández, que, dejado a sus espaldas la experiencia dra-
mática de la lucha armada, de la tortura y la cárcel, se ha establecido
en el municipio de La Ceja, donde ha retomado su antigua pasión
por la botánica y trabaja como jardinero cultivando orquídeas. Su re-
putación profesional no pasa desapercibida por una organización de
contrabandistas de plantas raras y protegidas, que le propone hacer-
se cargo de recuperar y entregar una partida de orquídeas saqueadas
del Parco Nacional de Frontino. Santiago, empujado por la curiosi-
dad y por el dinero que los traficantes le ofrecen, acepta el trabajo.
Con todas las precauciones necesarias, recoge las flores y las lleva
hasta una finca aislada en las cercanías de La Ceja, donde tiene una
cita los miembros de la organización criminal que se llevarán el car-
gamento. Cuando Santiago llega al lugar convenido ya es de noche.
Con el mayor esmero descarga de la camioneta las macetas y las pone
en el interior de la casa, que parece deshabitada, y allí se queda espe-
rando. Está muy cansado y experimenta “una de esas caídas en los
abismos que preceden el sueño”, 28 sin embargo intenta mantenerse
despierto. De repente, en medio del silencio que reina en el lugar,
oye una voz que desde afuera parece gritar su nombre. Santiago abre
la puerta y, “entre un vago resplandor de sombras”, se le aparece la
silueta de un hombre. A partir de este momento, la narración del
episodio adquiere un carácter hasta entonces inédito en la novela. Si
los 23 capítulos anteriores presentan una escritura esencialmente de
corte realista – a veces de un realismo crudo y contundente, pero
que nunca cae en el afán descriptivo-sensacionalista que afecta a
ciertas obras de la literatura colombiana que tratan la temática de la

28 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 297.


103

violencia –,29 aquí, en cambio, la escritura y la atmósfera alcanzan


una connotación irreal y casi fantasmagórica.
El hombre que sale de la nada como “un paseante solitario exha-
lado por la noche” se presenta a Santiago declarándose simplemente
“un amante de las orquídeas”.30 Nunca revelará su nombre, pero de-
muestra conocer muy bien la competencia profesional de su interlo-
cutor y sobre todo la razón por la cual él se encuentra en ese mo-
mento en la finca. Santiago es sorprendido y a la vez fascinado por la
presencia del inesperado visitante, que con maneras afables logra
conquistar su confianza. Empieza así una suerte de soliloquio del
desconocido acerca de las orquídeas, de su belleza asombrosa, de la
historia de los botánicos que las estudiaron y coleccionaron, del cri-
men y la violencia que desde el siglo Diecinueve acompañan el tráfi-
co de esas flores. El huésped manifiesta un conocimiento descomu-
nal del objeto de su obsesión: “En el universo de las orquídeas no
hay dato que se me escape, dijo el hombre con orgullo. No me exce-
do si le confieso que soy como una conciencia de ellas. Me interesan
más de lo que usted se imagina. De algún modo, vivo en función de
sus calamidades y su magnificencia”.31 Cuando termina su largo mo-
nólogo, el hombre le ruega a Santiago que lo deje entrar en la casa
para contemplar las flores que de ahí a poco serán recogidas por el
comerciante de Medellín. Santiago accede al pedido y le permite pa-
sar al interior. El encuentro entre el desconocido y las orquídeas tie-
ne aquí las mismas, intensas sugestiones empáticas y sensuales que
afloran en el diario ficcional de Caldas, y señaladamente en el pasaje
arriba citado:

Al cruzar el dintel, percibió una fragancia vaporosa. Fue como si las


flores hubieran emergido del sueño. El hombre estaba excitado. Las
manos le temblaban. Hubo en su rostro como una transfiguración.

29 El estudioso Ryukichi Terao, aborda este problema tomando como texto paradig-
mático el best-seller Viento seco [1953] de Daniel Caicedo, del cual “[s]in caer en exage-
ración, podemos afirmar con García Márquez, quien dedicó un ensayo a la Novela de la
Violencia en 1959, que esta obra no es sino “el exhaustivo inventario de los decapitados,
los castrados, las mujeres violadas, los sesos esparcidos y las tripas sacadas y la descrip-
ción minuciosa de la crueldad con que se cometieron esos crímenes” [Gabriel García
Márquez, Obra periodística 3: de Europa y América, Bogotá, Norma, 1997, p. 563]”.
Ryukichi Terao, “¿Ficción o testimonio, novela o reportaje? La novelística de la violencia
en Colombia”, Contexto: revista anual de estudios literarios, Vol. 7, Nr. 9, 2003, p. 51.
30 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., p. 298.
31 Ivi, p. 306.
104

[...] Santiago quiso decir algo, pero el hombre hizo con la mano un
gesto para imponer silencio. Ante ellas no cabía comentario alguno.
Solo la mudez del arrobo, el meditativo ensimismamiento, la distante
contemplación del melancólico.32

Este momento epifánico se interrumpe repentinamente con el rui-


do que señala la llegada de los vehículos de los contrabandistas. San-
tiago, quizás un poco turbado por la presencia inoportuna de su visi-
tante, se apresura a recibir a los recién llegados para entregarles el
cargamento. Pero cuando los hombres entran en la casa para recoger
las flores, él huésped se ha volatilizado: “así como emergió de la no-
che, su rastro se había diseminado en ella”.33
Por supuesto, el lector no puede evitar preguntarse quién era el
enigmático huésped de Santiago. El narrador no proporciona explí-
citamente ningún elemento textual que permita atribuirle un nom-
bre. Sin embargo, en sus palabras hay algunos indicios que dejan
imaginar la identidad de ese personaje: aparece y desaparece como
un ente fantasmal; tiene una “sonrisa de duende en los ojos”;34 pare-
ce conocer todo de las orquídeas y acaba de cumplir cuarenta y ocho
años, la misma edad que tenía Francisco José de Caldas cuando mu-
rió fusilado. La hipótesis es que “el aparecido”, así lo define en una
ocasión el narrador, sea la sombra del sabio de Popayán. Se trata, de
todos modos, de una hipótesis, porque la narración en este capítulo
está marcada por la ambigüedad y no se puede decidir si lo narrado
se pueda explicar en términos racionales (una experiencia onírica de
Santiago, una ilusión de los sentidos) o si se trata de una experiencia
que trasciende las leyes naturales, un encuentro extratemporal entre
dos hombres que comparten el interés por la botánica y que han sido
‘traicionados’ por la pasión política. Es la misma ambigüedad, la
misma incertidumbre que caracteriza el género fantástico ya que, co-
mo afirma Todorov, “lo fantástico ocupa el tiempo de esta incerti-
dumbre”.35
Como ya se ha observado, la narración de Los derrotados se desa-
rrolla en torno a la biografía de uno de los padres de la patria colom-
biana y a las vicisitudes de tres jóvenes de la época contemporánea.
Sin embargo, además de esos cuatros protagonistas humanos, en la

32 Ivi, pp. 307-8.


33 Ivi, p. 309.
34 Ivi, p. 299.
35 Tzvetan Todorov, Introducción a la literatura fantástica, Coyocán, México, 2005, p. 24.
105

novela hay otro protagonista, cuya presencia es tan silenciosa como


ubicua. Se trata de la naturaleza, entendida como espacio físico y co-
mo esfera biológica, que aparece como uno de los “derrotados” de la
historia de Colombia y, en sentido más amplio, de toda América La-
tina. Esta temática tiene en la obra de Montoya un papel muy impor-
tante y en cuanto tal merecería un estudio detenido y meditado.
Aquí, por razones de espacio y oportunidad, no podemos más que li-
mitarnos a presentar sólo algunas consideraciones de carácter intro-
ductorio acerca de la relación naturaleza-violencia. En primer lugar,
hay que puntualizar que el concepto humano de naturaleza es siem-
pre una construcción cultural. A partir del descubrimiento y durante
la época de la colonia, el Nuevo Mundo fue concebido esencialmen-
te come un territorio salvaje que los invasores europeos tenían que
dominar a través de la ‘civilización’. Todas las actividades de explo-
ración geográfica emprendidas en este periodo no tenían como fina-
lidad principal el conocimiento científico, sino facilitar la conquista
del territorio para la búsqueda y el despojo de sus riquezas naturales.
Sin embargo, en el imaginario europeo la naturaleza americana per-
manecía un mundo ajeno y hostil.
Esta actitud empezó a cambiar con la ilustración y la época ro-
mántica, que coinciden con el proceso de emancipación colonial y la
creación de las repúblicas independientes. Los trabajos de Caldas
(así como los de otros eruditos europeos y americanos) se inscriben
en el clima de fervor cultural que promueve las expediciones explo-
ratorias y las investigaciones científicas que se realizan en este perio-
do. Lo que fomenta los viajes de Von Humboldt y empresas como la
de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada es, por
un lado, el anhelo intelectual de comprender y describir una realidad
desconocida, pero, por el otro, la instancia utilitarista de aprovechar
una naturaleza pródiga en recursos, sin limitarse a saquear lo que se
encuentra, como se hacía en la época colonial.
La naturaleza salvaje se convierte así en objeto estético y, al mis-
mo tiempo, en objeto de estudios en buena medida finalizados a la
explotación racional de sus potencialidades intrínsecas, según los
principios de la fisiocracia. En tal sentido, el texto paradigmático en
la literatura del continente es el famoso poema La agricultura de la
zona tórrida (1826) de Andrés Bello, donde el escritor venezolano
exalta la belleza y la fertilidad de la naturaleza del trópico, una cor-
nucopia que gracias a la laboriosidad humana puede regar abundan-
tes frutos. Por otra parte, esta función pragmática y aplicativa de los
estudios naturales es evidente en los mismos escritos del Caldas per-
106

sonaje histórico,36 aunque en la novela el personaje ficcional exprese


principalmente una visión bucólica y utópica de la naturaleza colom-
biana, que en sus últimos días se le presenta como el emblema de un
mundo ideal y perdido:

La caravana atraviesa el puente limítrofe de la Custodia. Desde allí se


puede ver la sucesión de verdes que delimitan a Popayán. Y a él
[Caldas] le parece que ese verde, total y a la vez individual, es lo úni-
co que nombra la patria […] que él reivindica, […] un conglomera-
do de valles, ríos y selvas. Es el verde de todos los matices que sus
ojos beben ahora con desesperación. […] El verde está aquí, se dice,
estará siempre aquí para los que sigan viviendo. Para mí, en cambio,
es un rocío que se me escapa […]. Caldas reconoce que el verde de
la tierra será siempre un color vinculado a la nostalgia. Una ilusión
tramada con la luz que aproxima al presente, pero que está unida
ineluctablemente al pasado. Mientras que el color que define en es-
tos tiempos a la Nueva Granada es otro: el rojo de las arengas públi-
cas y los motines, el de los conciliábulos y los manifiestos, el de la
masonería y la libertad. El rojo de las traiciones que asolan al Reino
desde que brotó, roto en mil pedazos, el anhelo de la libertad.37

Si bien, como observa Garrard, “pastoral [literature] has decisi-


vely shaped our construction of nature”,38 detrás de la retorica neo-
clásica y romántica con su resonancias de armónica coexistencia, en el
contexto real la relación hombre-naturaleza está marcada por el do-
minio antropocéntrico. Un dominio que conlleva una escisión entre
hombre y naturaleza, así que el medio ambiente en la visión utilitaria
y mercantil de la modernidad representa nada más que un acervo de
recursos sin límites para explotar y despojar de manera violenta.
A este propósito, no es superfluo señalar que Montoya pone co-
mo exergo de Los derrotados las palabras con las cuales Arturo Cova,
en la novela La Vóragine (1927) del escritor colombiano José Eusta-

36 Véase los ensayos “Memoria sobre el estado de las quinas en general y en particu-
lar sobre la de Loja”, “Memoria sobre la importancia del cultivo de la cochinilla que pro-
duce el Reino, y la de transplantar a él la canela, el clavo, nuez moscada y demás especias
del Asia”, “Memoria sobre el modo cultivar la cochinilla”, “Memoria sobre la importan-
cia de connaturalizar en el Reino la vicuña del Perú y Chile” y “Memoria sobre la nivela-
ción de las plantas que se cultivan en la vecindad del Ecuador” en Obras completas de
Francisco José de Caldas, cit.
37 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., pp. 22-23.
38 Greg Garrard, Ecocriticism, Routledge, London, 2004, p. 33.
107

sio Rivera, compendia su trágica experiencia en la selva colombiana:


“jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.39 En la obra de
Rivera la violencia es la de un sistema de expoliación – la cauchería
en la selva amazónica – que depaupera la naturaleza y, al mismo
tiempo, se funda sobre la explotación del hombre por el hombre.40
En La Vorágine, novela que tiene un “valor denunciatorio, documen-
tal, de protesta”,41 la violencia que estructura las relaciones sociales
resulta inextricablemente vinculada al sistema de dominio sobre la
naturaleza, en un círculo vicioso que se autoalimenta. Las connota-
ciones de cárcel verde, de “infierno moral y natural”,42 que la selva,
“la diosa implacable, que nada ni nadie puede saciar”,43 presenta en
los manuscritos ficcionales de Arturo Cova, son claramente las pro-
yecciones distorsionadas de la conducta humana. En la novela de
Montoya esta concepción distópica de la naturaleza está ausente. Por
lo contrario, en Los derrotados es el ser humano el que genera y sus-
tenta el régimen de violencia que destruye la sociedad e impacta so-
bre el medio ambiente. La imagen real y figurada de la tragedia que
vive Colombia es la de la orquídea, “símbolo [de] la belleza sosteni-
da en el crimen”, como afirma el misterioso visitante de Santiago
Hernández en su monologo:

la historia de las orquídeas no es más que una frenética archivística


del saqueo.[...] Todo atenta contra ellas. Las quemas y la tala de los
bosques, los sembradíos de la coca, la marihuana, la amapola, la pal-
ma africana, las fumigaciones químicas, las guerras entre paramilita-
res y guerrilleros y narcotraficantes.44

Terminamos este acercamiento a la última novela de Pablo


Montoya con una última observación. Si se tuviera que escoger un
solo adjetivo para sintetizar el carácter de la narratividad de Los de-
rrotados, este adjetivo sería “elegante”. Elegante no en el sentido

39 José Eustasio Rivera, La Vorágine, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1981, p. 7.


40 Para una reconstrucción de esta “long story of blood, sacrifice, and murder” véase
John Loadman, Tears of the Tree. The Story of Rubber - A Modern Marvel, Oxford Uni-
versity Press, New York, 2005, cap. 8 “Slaves to Rubber”, pp. 143-163.
41 Juan Loveluck, “Prólogo a La Vorágine”, en José Eustasio Rivera, La Vorágine,
cit., p. xxviii
42 Arturo Uslar-Pietri, Breve historia de la novela ispanoamericana, Ediciones Edime,
Caracas y Madrid, 1955, p. 122.
43 Juan Loveluck, “Prólogo a La Vorágine”, cit., p. xxix.
44 Pablo Montoya, Los derrotados, cit., pp. 302 y 304-5.
108

que la palabra tiene en su uso común, sino en una acepción muy


cercana a la que tiene en las matemáticas. En este ámbito, la de-
mostración de un teorema, la resolución de un problema o la for-
mulación de una teoría se define como elegante cuando presenta
originalidad, buen ritmo, proporción, y llega, sin artificios ni com-
plicaciones innecesarias, a un resultado deslumbrante por su clari-
dad y contundencia lógica.
Pues bien, creemos que, con las debidas proporciones, esas cali-
dades caracterizan la novela de Pablo Montoya, cuya estructura na-
rrativa es sin duda compleja pero nunca aparatosa o extravagante, así
como su escritura es siempre rica y sugerente pero nunca incurre en
lo rebuscado, en el oropel o en la retórica. Retórica en el sentido de
afectación del lenguaje, lo que el joven Pedro Cadavid en Los derro-
tados estigmatiza como el “mal colombiano”.
109

CONSUELO TRIVIÑO ANZOLA

La narrativa colombiana ante el marketing:


1992-2012

Durante las dos últimas décadas Colombia ha asistido a un cam-


bio de paradigma en la cultura, ha llegado incluso a disolver el cor-
pus de la narrativa, a borrar nombres y propuestas estéticas y colocar
en librerías, aeropuertos o supermercados solo a autores promocio-
nados por los grandes grupos editoriales; en su mayoría nacidos en
torno a la década del sesenta y que empiezan a publicar en los no-
venta, según las pautas de agentes comerciales (no editores). Estos
pretenden ser una alternativa a las “complicadas”, “experimentales”
e “ilegibles” novelas escritas supuestamente a la luz de las teorías
“posmodernas” o poscoloniales (depende de las modas). Se olvida,
porque de lo que se trata es de olvidar, el legado de la gran narrativa
hispanoamericana: Quiroga, Arlt, Cortázar, Onetti y Rulfo, que no
han sido superados por los, ya no tan jóvenes, autores. Conviene en-
tonces recordar algunos nombres que en la década de los setenta
asumieron el reto de escribir después de Cien años de soledad, no en
contra, sino bajo el estímulo de su legado, pero buscando una voz y
una poética propias, ensayando otras técnicas y lenguajes, rompien-
do con procedimientos narrativos canónicos o anquilosados.
La llamada “narrativa posmoderna” irrumpe en 1978, con tres
obras que abren ya ese espacio: El álbum secreto del sagrado corazón,
Los parientes de Ester y Hojas en el patio. Superando el realismo y la de-
nuncia, las tres convertían el lenguaje en protagonista de las ficciones.
Con El Álbum secreto del Sagrado Corazón Rodrigo Parra Sandoval
(Cali, 1938) rompía los esquemas narrativos tradicionales, poniendo en
evidencia el rancio anacronismo de las instituciones del Estado, la mo-
ral, el fanatismo religioso que dominaban en todos los aspectos de la vi-
da y la impostura de los usos sociales, con un sentido del humor que le
ha permitido explorar técnicas y procedimientos inéditos en títulos co-
mo Un pasado para Micaela (1988), La amante de Shakespeare (1989),
Tarzán y el filósofo desnudo (1996) y El Don de Juan (2002).
110

Además, en los ochenta la novela urbana se consolida con Luis


Fayad (Bogotá, 1945), que en medio de la euforia del boom, sorpren-
de con Los parientes de Ester, escrita en un lenguaje sencillo y preci-
so y de excepcional eficacia. La ciudad aquí se aborda desde el ámbi-
to privado hasta el público. Los personajes expresan el desaliento y
la falta de perspectivas, en sus prácticas de supervivencia, en el espe-
jismo del negocio fácil que alimenta sus sueños. La verosimilitud
descansa no sólo en la entidad que les asigna la manera de hablar, si-
no en la carga de sentido que arrastran las palabras, en sus contun-
dentes respuestas. Excelente cuentista, Fayad ha escrito desde su
exilio en Alemania, entre otros libros, La caída de los puntos cardina-
les (2000) y Testamento de un hombre de negocios (2004), novelas que
evidencian su virtuosismo en el manejo del lenguaje y del diálogo.
Del mismo modo, se transita por el espacio urbano con Darío
Ruiz Gómez (Anorí, Antioquia, 1936), quien no nombra la ciudad
de Medellín, pero la dibuja con finas pinceladas, ofreciendo una níti-
da y vibrante fotografía, desde Hojas en el patio, pasando por En voz
baja (1992) hasta las más recientes narraciones, En tierra de paganos
(1992) y Crímenes municipales (2006). Crítico y poeta, Ruiz Gómez
se caracteriza por el rigor de sus propuestas formales, por la habili-
dad para llevar a la prosa el lenguaje sobrio y directo de su poesía,
con lo que informa del cambio de valores y de estéticas que introdu-
ce la cultura del narcotráfico en el país, ahondando en la subjetivi-
dad contemporánea mediante el monólogo interior. Con él se puede
decir que la literatura colombiana se libera de la equivocada creencia
de que la belleza está en los adornos de la frase.
Sin ninguna duda, la obra de mayor repercusión en el país en los
ochenta, premiada, canonizada y traducida fue La tejedora de coronas
(1982) de Germán Espinosa (Cartagena, 1938-2007). En ella el Siglo
de las Luces y la legendaria Cartagena de Indias se reinventaban con
una prosa fluida, elegante y de un barroquismo audaz. Otro sonado
éxito de estos años fue el de Próspero Morales Pradilla (Tunja, 1920-
1990) con Los pecados de Inés de Hinojosa (1986) que recreaba una
de las historias más picantes de El Carnero de Rodríguez Freyle. Es
también la década en que Gustavo Álvarez Gardeazábal (Tuluá,
1945) publica El Divino (1986), tras un prolífico periodo de casi un
título por año, desde su exitosa Cóndores no se entierran todos los dí-
as (1972); y en la que Arturo Alape (Cali, 1938-2006) cronista y na-
rrador, el más documentado historiador sobre el 9 de abril, publica
las novelas Memoria del olvido (1983) y La noche de los pájaros
(1984); en que Rocío Vélez de Piedrahíta (Medellín, 1926), publica
111

El terrateniente (1980); y Helena Araújo (Bogotá, 1934), Fiesta en


Teusaquillo (1981).
Fernando Cruz Kronfly (Buga, 1943), otro de los autores relevan-
tes, publica por esos años La ceniza del Libertador (1989), el mismo
de El general en su laberinto, lo que fue un obstáculo para la promo-
ción de una obra que merecería mayor atención. Por otro lado, Ma-
nuel Mejía Vallejo (Jericó, Antioquia, 1923-1998) obtiene el Premio
Rómulo Gallegos 1989 con La casa de las dos palmas; Óscar Collazos
(Bahía Solano, Chocó, 1942) publica las novelas Jóvenes, pobres
amantes (1983), Tal como el fuego fatuo (1986) y Fugas (1988); Ro-
berto Burgos Cantor (Cartagena, 1948), El patio de los vientos perdi-
dos (1984). Rafael Humberto Moreno Durán (Tunja, 1945), que aca-
paró gran parte de la atención crítica nacional e internacional publi-
ca en España la trilogía Femina Suite (1981-1986), situada en la Bo-
gotá de los sesenta y los setenta, en el ambiente universitario de la
época. Aquí exploraba el mundo femenino con un lenguaje plagado
de juegos verbales y referencias intertextuales que ponían en eviden-
cia la robusta cultura libresca en la que se apoyaba.
La superación de la retórica, mediante el sentido del humor, la iro-
nía y la parodia, procedimientos utilizados por los autores menciona-
dos, dan lugar a diversidad de miradas y estilos. La metaficción tam-
bién contó con un importante número de virtuosos desde El buen Sal-
vaje (1963) de Eduardo Caballero Calderón (Bogotá, 1910). En esa co-
rriente se inscriben Ricardo Cano Gaviria (Medellín, 1946) con narra-
ciones híbridas y fragmentadas, como Las ciento veinte jornadas de
Bouvard y Pécuchet (1982) y Pasajero Walter Benjamin (1989), esta últi-
ma, elogiada por la crítica más autorizada en Colombia y España. Jor-
di Llovet destacaría en Cano Gaviria la pulcritud de su prosa, así co-
mo “…una inteligencia tan necesaria como suficiente y una prudencia
y un tacto exquisitos en el momento de introducirse en los recovecos
sentimentales e intelectuales de Benjamin”; por otro lado, Antonio Ca-
ballero (Bogotá, 1945) en Sin remedio (1984) sigue al poeta Ignacio Es-
cobar en su intento suicida de escribir un poema épico sobre la ciudad
que repudia. Igualmente, apreciamos el talento de César Pérez Pinzón
(Alvarado, Tolima, 1954-2006), que cuenta con títulos como Alucina-
ciones (1980) y La calle del farol dormido (1986) y la novela Hacia el
abismo (1986), donde aborda aspectos de la condición humana, con
una gran habilidad en el manejo de técnicas y procedimientos, para re-
crear el intimismo de las atmósferas en sus ficciones.
Siguen en esa línea Boris Salazar (Ibagué, 1955) que, en La otra
Selva (1991), se vale de la estructura del relato policíaco ahondando
112

en la complejidad del mundo contemporáneo, o Freddy Téllez (Bo-


gotá, 1946) que, en La ciudad interior (1990), expone el desdobla-
miento de la escritura en el texto, incluso visualmente (a dos colum-
nas, una para la narración, otra para la reflexión). Asimismo desarro-
lla la figura del doble quebrando la línea de continuidad, alterando
el orden del discurso. En La ceremonia de la soledad (1992) Fernan-
do Cruz Kronfly estructura en dos planos un triángulo amoroso que
conduce a la degradación, evidenciado la crisis de valores de la socie-
dad contemporánea. Entre los nacidos en los sesenta podemos situar
en esta corriente a Octavio Escobar Giraldo (Manizales, 1962) quien
en El último diario de Tony Flowers (1995) recurre a procedimientos
propios de la posmodernidad literaria.
No se puede pasar por alto el impacto de ¡Qué viva la música!
(1977), de Andrés Caicedo (Cali, 1951-1977), novela de culto de los
más jóvenes en los ochenta, que vieron una salida estética en la fres-
cura de su lenguaje y en su lectura de la ciudad, su fluir noctámbulo
en tiempos y en ritmos distintos. Del rock a la salsa, se buscaba una
voz propia, incorporando los distintos lenguajes de la juventud, al
tiempo que se daba cuenta del frenesí de una década en las que las
drogas se cobraron muchas vidas, entre ellas, la del propio autor.
Un nombre clave de esa década es el de Albalucía Ángel (Pereira,
1939) que explora la ciudad en una novela de compleja estructura,
atravesada por intertextualidades, entre tiempos y espacios super-
puestos. Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975) es
una de las obras más importantes sobre la violencia en Colombia. Sin
embargo, no obtuvo en el país el reconocimiento que merecía. La au-
tora aborda este tema como memoria de infancia y nos da una refe-
rencia, el año de 1967, en la ciudad de Bogotá, desde donde la prota-
gonista se proyecta hacia distintos tiempos del pasado. En un mo-
mento en que la novela latinoamericana se sometía a la más audaz
experimentación, Estaba la pájara pinta… exige mucha atención del
lector. Metáfora del adormecimiento de las décadas posteriores al
magnicidio que hundió al país en un inmovilismo atroz, el personaje
recuerda hechos dolorosos de su vida mientras se despereza. A esta
le siguen títulos como Misiá señora (1982), Las andariegas (1984) y
Tierra de nadie (2002)
Igualmente debe tenerse en cuenta a Fanny Buitrago (Barranqui-
lla, 1945) quien sorprende por su precocidad con El hostigante vera-
no de los dioses (1963). La ironía en esta autora se anticipa a las pos-
turas posmodernas ostensibles en narraciones como Los amores de
Afrodita (1983) donde recurre a la parodia, el humor y el pastiche,
113

introduciendo distintos lenguajes, tanto de los medios masivos de co-


municación como del habla popular; y en Señora de la miel (1993)
entre otras. Buitrago ha incursionado en distintos género, cuento, te-
atro, literatura infantil y juvenil, consolidándose, junto con Albalucía
Ángel, como referente de la literatura hispanoamericana contempo-
ránea en el contexto internacional, gracias a la atención de la crítica
especializada.
Al mismo nivel de estas escritoras se encuentra Marvel Moreno
(Barranquilla, 1939-1995) con tres libros de cuentos y una novela,
En noviembre llegaban las brisas (1987). Considerada una obra maes-
tra por críticos como Jacques Gilard, Helena Araújo y Fabio Rodrí-
guez Amaya, este último destaca su minuciosa y elaborada «reloje-
ría», fruto de una pasión y una paciencia extremas, “con lo que logra
focalizar y rematar una idea absoluta de mundo, equilibrado y casi
diabólico en su micro mecanismo estructural”. Son cinco los méto-
dos señalados por él en el proceso de escritura de esta autora: la pre-
cisión analítica, el saber oblicuo, la lucidez distante, la poética eversi-
va y la renovación lingüística.
Quedan fuera del canon muchos de los autores nacidos en los
cincuenta, aunque entre los mencionados, hay quienes disfrutan de
un sólido prestigio y también quienes empezaron a publicar en la
primera década del siglo XXI: José Luis Garcés, Julio Olaciregui,
Jorge Eliécer Pardo, Tomás González y Laura Restrepo, Piedad Bon-
nett, Rubén Vélez, Sonia Truque y Eduardo García Aguilar, William
Ospina, Boris Salazar, Fabio Martínez y Harold Kremer, Marco Sch-
wartz, Enrique Cabezas Rher, Gloria Inés Peláez y Claudia Ivonne
Giraldo, Triunfo Arciniegas y Julio Paredes, Alberto Esquivel, Héc-
tor Abad Faciolince y Evelio Rosero, Lucía Donadío y Ester Fleisa-
cher.
Laura Restrepo (Bogotá, 1950) lleva el testimonio y la crónica pe-
riodística a la novela, con ráfagas de realismo mágico, en Dulce com-
pañía (1995) con la que obtiene el Premio Sor Juana Inés de la Cruz.
En Delirio (2004), Premio Alfaguara de novela, cuestiona el ambien-
te social, entre la corrupción política y la presión del medio familiar,
desde la locura femenina. En tanto que Piedad Bonnett (Amalfi, An-
tioquia, 1951), una de las poetas más reconocidas en lengua españo-
la, deconstruye la figura del intelectual, desvelando su impostura y
estrategias, en Para otros es el cielo (2004).
Heredero de Lezama Lima, Cabrera Infante y García Márquez, Ju-
lio Olaciregui (Barranquilla, 1950) se adentra en el mito explorando la
riqueza, diversidad y complejidad de la cultura Caribe, dibujando tra-
114

yectorias, superponiendo tiempos y espacios en Dionea (2006). En el


mismo contexto se sitúa Vulgata Caribe (2000), novela épica de Marco
Schwartz (Barranquilla, 1956), espejo del país, en la que treinta mil co-
lonos buscan un trozo de tierra intentando fundar su ciudad, como en
el relato bíblico, a mereced de las promesas de políticos corruptos. En-
rique Cabezas Rher (Guapi, Cauca, 1956) en Miro tu lindo cielo y que-
do aliviado (1981) incorpora en el relato elementos propios de la cultu-
ra del Pacífico, mientras que en La estrella de papel (1990) se centra en
la figura del burócrata y su mediocre existencia con un arriesgado
planteamiento formal. Eduardo García Aguilar (Manizales, 1953) pu-
blica Tierra de leones (1986), Bulevar de los héroes (1987) y El viaje
triunfal (1993), entre otros; Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958)
alterna la parodia, el realismo sucio, y el autobiografismo en El olvido
que seremos (2005). Julio Paredes (Bogotá, 1957) publica La celda su-
mergida (2003) y Cinco tardes con Simenon (2003); José Luis Garcés
González (Montería, 1950) publica Los extraños traen mala suerte
(1984) y Entre la soledad y los cuchillos (1985), libros por los que ha si-
do premiado y a los que debe su prestigio.
Por otro lado, sorprende Alberto Esquivel (Cali, 1958) con un
lenguaje descarnado en el que refiere la vida de personajes callejeros
en Acelere (1985) La vida de los amigos tiene que respetarse (1994)
Amor en guerra (1996). Igualmente destaca Tomás González (Mede-
llín, 1950) en Los caballitos del diablo (2003), con una prosa que nos
informa desde silencio; y Harold Kremer (Buga, 1955) cuentita que
aborda diversidad de temáticas y técnicas narrativas, en su explora-
ción de las pasiones humanas, en La noche más larga (1984), Rumor
de mar (1989) y La cajita cuadrada (2007)
Evelio Rosero (Bogotá, 1958) fusiona el realismo fantástico de un
Felisberto Hernández con el realismo de Juan Rulfo, cuyos procedi-
mientos le permiten incursionar en el misterio, en la frontera entre la
vida y la muerte, en novelas como El lejero (2003) y Los ejércitos
(2006), Premio Tusquets 2006. Aquí los personajes deambulan entre
la niebla y el silencio en busca de sus seres queridos retenidos, se
adentran en el infierno, escuchando los gemidos de los muertos en
vida. El vínculo entre lo íntimo y la historia, acerca a Rosero a Alon-
so Aristizábal (Filadelfia, Caldas, 1945), en Si a usted en el sueño le
dieran una rosa (1997) escrita en homenaje a Marcel Schwob, donde
explora los pozos de dolor y felicidad que dejan los amores juveniles.
El autor sitúa las experiencias amorosas en el periodo inmediatamen-
te posterior a la violencia, la dictadura de Rojas Pinilla, tema tratado
también en su novela Una y muchas guerras (1985).
115

Paralelo a la obra de estos escritores circula la narrativa de Fer-


nando Vallejo (Medellín, 1942), quien irrumpe con su visceralidad
en páginas que destilan un amargo repudio por la humana condi-
ción, por el autoritarismo de una cultura en la que la presencia de la
madre se impone con el peso de la religión. En El río del tiempo
(1985-88) nos lleva a la infancia con una belleza no exenta de cruel-
dad, pero su escritura se desvía en La virgen de los sicarios (1994) pa-
ra convertirse en una diatriba. Vallejo se presenta como el autor de
mayor vigor, en el contexto internacional. Sin embargo, tras la pri-
mera lectura, sus novelas posteriores a 1994 quizás deban esperar el
también implacable juicio del tiempo.
La nómina de autores desconocidos fuera de Colombia es tan ex-
tensa que exigiría la elaboración de un diccionario. Con todas las li-
mitaciones menciono algunos nombres que merecen la atención co-
mo Saúl Álvarez (Bogotá, 1948), quien lleva uno de los mejores blogs
literarios, y se caracteriza por la contundencia de su escritura en no-
velas como La silla del otro (2005) y ¡Otra vez! (2007); Gabriel Uribe
Carreño (El Socorro, Santander, 1947) ágil, audaz y ameno autor de
Maquiavelo en Verona (1998), El Último retrato de Cecilia Tovar
(2006); así como José Cardona López, excelente cuentista, autor de
la novela Sueños para una siesta (1986); Al otro lado del acaso (cuen-
tos, 2012); Marco Tulio Aguilera Garramuño (Bogotá, 1949), de
Aves de paraíso (1981), Cuentos para hacer el amor (1983), Paraísos
hostiles (1985), premiado y reconocido por su talento narrativo. Ca-
pítulo aparte merecería Antonio Mora Vélez (1942), artífice de la no-
vela de ciencia ficción con un larga lista de títulos entre la que desta-
can Glitza (1979), Lorna es una mujer (1986), El fuego de los dioses
(2001) y Los nuevos iniciados (2008).
La década de los noventa se caracteriza por la presencia de los naci-
dos a partir de los sesenta que, como he dicho pretenden desmarcarse
de una tradición literaria que consideran “cargada de referencias libres-
cas” y escrita para un público “culto”. Apoyados por los poderosos
grupos editoriales se les ha dado a conocer en circuitos internacionales
y se les han otorgado los más prestigiosos premios y, además, en mu-
chos casos, las bibliotecas públicas del país que adquieren sus libros fa-
vorecen con esa “ayuda” a las editoriales y, a la vez, los promocionan.
Estos declaran no tener prejuicios estéticos y dirigirse un lector “menos
snob”, como diría en una entrevista Efraim Medina Reyes (Cartagena,
1967), representante del llamado realismo sucio, quien responde a un
momento en que se utiliza el golpe de efecto para atraer a un público
distraído, bombardeado por reclamos consumistas.
116

Lejos de este “realismo sucio” se sitúa una narración inclasificable


como Veinticinco centímetros (1999) de Rubén Vélez (Medellín, 1953),
relato o aullido, que ahonda en el sórdido mundo de los sicarios de
Medellín, que husmea en su retorcida sexualidad. La escritura de Vé-
lez, despojada de solemnidad, es de un humor penetrante y corrosivo,
ajeno a cualquier pretensión efectista. Su más reciente publicación, La
máquina no devuelve (2012) propone un salto al abismo, una lectura
entre líneas, libre de patetismo y cargada de fina ironía.
El hecho es que en los noventa estos grupos editoriales venden la
ilusión de que se asiste a un nuevo boom con autores como Santiago
Gamboa (Bogotá, 1965) que opta por el género policíaco con Perder
es cuestión de método (1997). Se aprecia una predilección por este
género que vincula la violencia política con el narcotráfico y se igno-
ran otras propuestas como las de Ramón Illán Baca (Santa Marta,
1938), autor de Deborah cruel (1990) y Disfrázate como quieras
(2002), narraciones libres de solemnidad y dramatismo. Fuera del
circuito comercial destacan en este género autores como Octavio Es-
cobar, con Saide (1995), Pedro Badran (Magangué, Bolivar, 1960)
con Un cadáver en la mesa es mala educación (2007), Hugo Chaparro
(Bogotá, 1961) con El capítulo de Ferneli (1992), Nahum Montt (Ba-
rrancabermeja, 1967) con El esquimal y la mariposa (2005).
Mario Mendoza (Bogotá, 1964) da cuenta de los sucesos escabro-
sos recogidos por la prensa, como la matanza en la pizzería Pozzeto
de Bogotá en Satanás (2002, Premio Biblioteca Breve Seix Barral),
Jorge Franco (Medellín,1962) con Rosario Tijeras (1999), aborda
desde un personaje femenino el tema del narcotráfico y la corrup-
ción que padece el país, que ya había explorado Gustavo Álvarez
Gardeazábal en El Divino y que retoma Juan Gabriel Vázquez (Bo-
gotá, 1973) en su más reciente novela, El ruido de las cosas al caer
(Premio Alfaguara, 2011). Sin embargo, muchas de estas novelas, co-
mo indica Piedad Bonnett en un artículo publicado en El País, ado-
lecen de una gran simpleza al caer en “estereotipos y maniqueís-
mos”, y en aburridas moralejas. No es el caso de autores como Pablo
Montoya (Barrancabermeja, 1963), quien se distingue por la elegan-
cia de su escritura en obras celebradas como Lejos de Roma (2008)
donde aborda el tema del exilio del poeta Ovidio; y la más reciente,
Los derrotados (2012), que narra la vida del sabio Francisco José de
Caldas. También destaca la escritura de Enrique Serrano (Barranca-
bermeja, 1960), con títulos como De parte de Dios, o Tamerlán
(2003) y César Alzate (Medellín, 1967) con novelas como La ciudad
de todos los adioses (2001) y Mártires del deseo (2011), narración au-
117

tobiográfica en la que caben crónicas y testimonios de amores, de


una abierta homosexualidad.
No está de más señalar la notable presencia de narradoras que han
ampliado el corpus de la narrativa colombiana, en la primera década
del siglo XXI, desde Lina María Pérez Gaviria (Bogotá, 1949): Cuen-
tos sin antifaz (2001), Cuentos punzantes (2006) y Mortajas cruzadas
(2008); María Cristina Restrepo (Medellín, 1949): La vieja casa de la ca-
lle Maracaibo (1989), De una vez y para siempre (2001), Amores sin tre-
gua (2006) y La mujer de los sueños rotos (2009), pasando por Claudia
Ivonne Giraldo (Medellín, 1956): El hijo del dragón (2007) y El cuarto
secreto (2008), Gloria Inés Peláez (Manizales, 1956): Roa Séptima con
Catorce (2007) y La francesa de Santa Bárbara (2009); Emma Lucía Ar-
dila (Bucaramanga, 1957): Sed (1999) y Los días ajenos (2002); las ya
mencionadas Lucía Donadío (Cúcuta, 1959): Alfabeto de infancia
(2009) y Cambio de puesto (2012), Ester Fleisacher (Palmira, Valle,
1959): Las tres pasas (1999), La flor desfigurada (2007) y La risa del sol
(2011), Carolina Sanín (Bogotá, 1973); Todo en otra parte (2005), hasta
Andrea Cristina Rozo Gil (1978): Turismo orgánico (2009) y un largo
etcétera. Tal circunstancia exigiría una mayor atención al corpus de la
narrativa que valores estas obras con amplitud de miras, con la cons-
ciencia de que el talento y la calidad literaria tienen poco que ver con
el género de sus creadores y artistas.
En la primera década del XXI la historia recibe otro tratamiento
con William Ospina (Padua, Tolima, 1954), Premio Rómulo Galle-
gos, 2009, quien aborda la conquista en Ursúa (2005) y El país de la
canela (2008). En ellas se exalta la temeridad, el ímpetu de la empre-
sa colonizadora, se señala el poder destructor, la arrogancia y el des-
conocimiento del diferente. Mientras Fabio Martínez (Cali, 1955)
con Balboa: el polizón del Pacífico (2007), se acerca al relato de la his-
toria con el sentido del humor que caracteriza su escritura, ágil y flui-
da, desde esa primera novela, Un habitante del séptimo cielo (1989),
hasta Baal y los hombres invisibles (1994). Con humor, pero esta vez
negro, ya había asumido la historia Álvaro Miranda (Santa Marta,
1845), periodo de la Independencia, en La risa del cuervo (1984).
También Manuela Sáenz pasa a la ficción en Nuestras vidas son los rí-
os (2007), de Jaime Manrique Ardila (Barranquilla, 1949), y La otra
agonía. La pasión de Manuela Sáenz (2006), de Víctor Paz Otero (Po-
payán, 1945). Del mismo modo, Roberto Burgos Cantor (Cartagena,
1948), se centra en el tema de la esclavitud en La ceiba de la memoria
(2008). Esta obra que obtuvo el Premio Casa de las Américas 2009,
refiere el dolor humano y apela al valor moral de la compasión para
118

conjurar las heridas históricas. Miguel Torres (Bogotá, 1942) vuelve


sobre el episodio más narrado de nuestra historia, el bogotazo, en El
crimen del siglo (2006) donde le da una vuelta de tuerca al tema des-
de el punto de vista del asesino.
La saga de las novelas sobre la violencia presenta una línea de
continuidad empezando por El día del odio (1952) de Osorio Lizara-
zo (Bogotá, 1900), pasando por El día señalado (1964), de Manuel
Mejía Vallejo, Cóndores no se entierran todos los días (1971) de Gus-
tavo Álvarez Gardeazábal (1945), Estaba la pájara pinta sentada en el
verde limón (1976), El jardín de las Hartmann (1979) – las Weismar
en posteriores ediciones –, de Jorge Eliécer Pardo (El Líbano, Toli-
ma, 1950), Las novelas de Arturo Alape, entre las más notables: La
noche de los pájaros (1984) y El cadáver insepulto (2005), hasta Abra-
ham entre bandidos (2010) de Tomás González.
En El crimen del siglo Torres nos introduce en el ambiente de las
clases populares en la Bogotá de los años cuarenta, en cuyo seno se
gesta el líder que ha de redimirlas y también quien ha de ejecutarlo.
El asesino despierta nuestra conmiseración cuando entendemos que
él mismo es un instrumento de fuerzas oscuras y debe cumplir la or-
den de aquellos que jamás muestran el rostro, pero deciden los desti-
nos del país. La realidad se nos presenta en una vívida puesta en es-
cena, con un lenguaje cercano y accesible a cualquier lector.
En resumen, la mejor narrativa colombiana no ha tenido el reco-
nocimiento que merece más allá del ámbito nacional. Segregadas por
las estrategias del marketing, la mayoría de las obras experimentales,
arriesgadas y comprometidas con la literatura, quedan fuera de la
maquinaria que decide el éxito y coloca los libros en los circuitos in-
ternacionales, desde unos parámetros, ajenos a lo literario.
Pero este desdén hacia la literatura, entendida como tal, se debe
también al hecho de que actualmente no existe en el país una crítica
rigurosa y argumentada que cuestione los productos del mercado,
que además sea capaz de valorar propuestas de calidad, innovadoras
y arriesgadas, sin temor a indisponerse con los grupos hegemónicos.
Desafortunadamente, después de Baldomero Sanín Cano, no se
cuenta con críticos de la dimensión del uruguayo Ángel Rama, cuyo
rigor se debía a un conocimiento de otras lenguas y culturas (y de di-
versidad de disciplinas), lo que le permitió esa amplia perspectiva
desde la que pudo trazar el proceso de la novela hispanoamericana
anterior y posterior al boom.
Por eso es meritorio el trabajo de las editoriales universitarias, de
los editores independientes que se arriesgan con los libros que el
119

mercado considera “literarios”, es decir, no comerciales. En esta en-


crucijada la literatura colombiana busca una salida en la Red, en las
publicaciones universitarias, en los nuevos soportes, lo que demues-
tra la tenacidad y convicción de sus creadores, quienes asumen con
rigor el compromiso con la escritura, con su verdad, pese a la exclu-
sión y al silencio, en un contexto cultural nada democrático. Pero es
también muy estimulante comprobar que tenemos una importante
reserva, pues como les sucede a los buenos vinos, las grandes obras,
que siempre mejoran con el tiempo, pueden esperar el momento de
su consagración.
121

ADRIANA ROSAS
Universidad del Norte, Barranquilla

Diálogos de cuentos de autores del Caribe


colombiano para un taller de creatividad literaria

¿Cómo puede un escritor combinar con éxito en una


sola estructura – digamos el relato breve – todo lo que
sabe acerca de todas las demás formas literarias?
Truman Capote, Música para camaleones

¿Cómo se pueden ver los cuentos de autores del Caribe colom-


biano desde la perspectiva de un taller de creatividad literaria? ¿Qué
tienen en común, en qué se diferencian algunos cuentos de Gabriel
García Márquez, Ramón Bacca, Marvel Moreno, Álvaro Cepeda Sa-
mudio, Julio Olaciregui y Fanny Buitrago? Se analizarán y compara-
rán sus temáticas, construcciones de personajes, formas innovadoras
de narración, particularidades, tono propio, ritmo, creación de espa-
cios, ruptura con sus antecedentes literarios, aceptación o no por
parte de la crítica, entre otros puntos.
Como se dice ‘un poco por ahí’: quien hace un análisis es quien
decide por su gusto estético qué obras escoger de cada escritor. En
este caso tengo que decir que el corpus que presento obedece a la se-
lección que hubiera hecho para un taller de creatividad literaria y a
mis propios gustos, al pensar cuáles cuentos conllevan unas ciertas
características que nos den unas luces específicas y variadas dentro
de la narrativa de los autores seleccionados.
Un punto relevante es la innovación o no de los cuentos en su
momento y otro es su aporte desde la perspectiva de género. Tam-
bién es el poner a dialogar a los cuentos, entremezclarlos para gene-
rar comparaciones entre ellos, con algunas otras de sus obras narrati-
vas y con el cine.
Todo lo anterior sirve para poner evidencia el porqué del corpus
seleccionado y el por qué no se tomaron otros cuentos o escritores.
Otro asunto que los une es su sentido visual, que en mí goza de
122

una gran relevancia, y el que algunos de estos cuentos han sido adap-
tados al cine, al teatro, o escritos para teatro, o simplemente, porque
sus lecturas se vuelven un imaginario visual de gran relevancia o con-
llevan a relacionarlos con filmes.
Es así que el cuento “Oriane, tía Oriane”, de Marvel Moreno, fue
llevada al cine por Fina Torres, en ese filme, además, mezcla algunos
elementos de otros cuentos del libro, en especial “Ciruelas para To-
masa”.
“Vamos a matar a los gaticos”, de Álvaro Cepeda Samudio ha si-
do llevado al teatro en varias ocasiones. La última de ella es la adap-
tación que ha hecho Cofradía Teatro con el título de Los gaticos. De
hecho, muchas obras de Cepeda han sido escenificadas en las tablas
con directores emblemáticos como Enrique Buenaventura, quien lle-
vó al TEC-Teatro Experimental de Cali Los soldados, Carlos José Re-
yes en el Teatro La Candelaria y otros directores que prometieron
como Raúl Gómez Jattin y muchos más, por aquello de las imágenes
en movimiento que se crean en los lectores de Cepeda Samudio al le-
er su narrativa que conlleva al querer sus adaptaciones al teatro, al
cine o la radio.
Los cuentos de Juana fueron llevados al cine por Pacho Bottía en
su film Juana tenía el pelo de Oro, en el 2005.
“El rastro de tu sangre en la nieve”, de Gabriel García Márquez,
ha sido adaptado al cortometraje del director israelí Sachar Chasman
en el 2011. Y por sí solo, este cuento contiene esa imagen mítica de
la gota de sangre que cae en la nieva, del dedo de la Nena Daconte,
mientras un carro deportivo recorre las carreteras que unen Madrid
con París a una velocidad descomunal y nosotros desde fuera somos
testigos de cómo se va tiñendo la nieve blanca por esos puntos rojos.
La importancia del cine para García Márquez es ampliamente co-
nocida, su columna de crítica de cine en El Espectador, sus guiones
para cine, su participación en la primera película surrealista del Cari-
be colombiano, La langosta azul de 1954 y en otros filmes, y la fun-
dación de la Escuela de Cine de San Antonio de los baños en Cuba.
Por su parte, “Marihuana para Göering”, tiene dos versiones, ver-
sión cuento y versión obra de teatro. Y el director de cine y montajis-
ta Iván Wild quiere llevar al cine este cuento de Ramón Illán Bacca.
La piel de Mabina es prácticamente un cortometraje de planos ce-
rrados en la peluquería Viena del Paseo Bolívar en Barranquilla. Ju-
lio Olaciregui escribe crítica de cine para la Agencia France Press
mientras cubre el Festival de Cine de Cannes o el de Berlín. Escribe
obras de teatro y ha sido actor.
123

Fanny Buitrago con su transgresora “Mammy deja el oficio” nos


lleva en largos planossecuencia por las calles de San Victorino, por la
séptima, mientras seguimos la charla de dos prostitutas por las no-
ches bogotanas. Asimismo, Buitrago ha escrito para teatro Al Final
del Ave María, El hombre de paja, entre otras obras.
Otra cuestión a señalar es que se harán anotaciones a escritores
contemporáneos norteamericanos, y podríamos llegar a preguntar-
nos el por qué hacer referencias a ellos, y es de saberse que el cuento
moderno sin estos autores carecería de un punto de engranaje gran-
de para la trayectoria mundial del cuento.
Es bien sabida de la influencia, de los gustos literarios, de las ho-
ras dedicadas a leer y a aplicar las labores de carpintería para encon-
trar ‘los picaportes, bisagras’ y todos los ‘clavos y tornillos’ por parte
de Gabriel García Márquez a la literatura de Ernest Hemingway y
William Faulkner. Y a esa misma influencia literaria de García Már-
quez alude Raymond Carver. Entonces, ese podría ser un punto en
común para estos dos cuentistas: las lecturas rehacen al escritor en su
arcilla, modelan en cierta manera sus escritos posteriores; pero ganan
en particularidades por aquello a lo que alude Carver al decir: “Pero
la única manera posible de contemplar las cosas, la única contempla-
ción exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, re-
quiere algo más… Cualquier gran escritor, o simplemente buen es-
critor, elabora un mundo en consonancia con su propia especifici-
dad” (Carver, 2005, p. 12).
De lo anterior se deduce que uno de nuestros objetivos es tam-
bién ver la especificidad de cada uno de los cuentistas que nos ata-
ñen; además de entremezclarlos, encontrar sus puntos en común, sus
divergencias y sobre todo sus particularidades que los hacen únicos
dentro de cualquier grupo.
Todos los autores seleccionados gozan de aquello que Raymond
Carver señala: “Pero un escritor que posea esa forma especial de
contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus
contemplaciones, tarda en encontrarse” (Carver, 2005, p. 12). En
García Márquez está el haber creado su propia mitología, su Macon-
do que no sólo se encuentra en Cien años de soledad. El universo de
Marvel Moreno de tías, sobrinas, abuelas; mujeres que observan el
mundo y están algunas de ellas para transgredir lo establecido y las
otras para evidenciar lo callado; con su prosa rítmica cargada de sig-
nificados. Álvaro Cepeda Samudio y los avances literarios para su
época, su afán por experimentar sin caer en vacíos de sólo invencio-
nes, sino de mostrar sutilmente lo no dicho con palabras, pero que sí
124

subyace detrás de las historias, al mejor estilo de la Teoría del Ice-


berg. Ramón Illán Bacca para señalarnos un mundo de pueblos, de
ciudades, de personajes del Caribe con sus particularidades de per-
sonajes poco comunes. Julio Olaciregui por transitar entre el Caribe
y París, sus reflexiones del oficio de escribir, el erotismo como ele-
mento cotidiano sin el que no se puede vivir, las voces que se entre-
cruzan en el tiempo, en diferentes continentes para dar voz a un mis-
mo personaje que se disfraza en múltiples encarnaciones. Y Fanny
Buitrago para subvertir la visión tradicional de ciertas mujeres, para
entrar en ellas y revelárnoslas sin máscaras.
¿Y el por qué escribir y el por qué cuentos?
¿Por qué escribir? ¿Para qué escribir? ¿Por qué lo hacen unos,
por qué no lo hacen otros? ¿Dónde está esa extraña maravilla que
envuelve a algunos?
¿Acaso por sacar los monstruos internos, lo oculto, lo que podría
estar a punto de explotar?
Para el escritor del género policíaco Raymond Chandler: “Mi
razón para empezar a escribir es un sentimiento ineludible, me hu-
biera hundido si no me hubiera puesto a escribir cada vez que ese
sentimiento me atacaba”. Para T. S. Eliot “El creador está oprimi-
do por una carga que ha de dar a luz para conseguir alivio” y para
Graham Greene “Escribir es una forma de terapia. A veces me pre-
gunto cómo se las arreglan los que no escriben, o los que no pintan
o componen música, para escapar de la locura, de la melancolía,
del terror pánico inherente a la condición humana” (Selinger, 2006,
p. 7).
Dar sentido a la vida, para John Cheever es el sentido de su escri-
bir y alude que “consideraba la vida enormemente estimulante. Y la
única manera que tenía de comprenderla era escribiendo cuentos”
(Cheever, 2007, p. 15). ¿Y por qué cuentos?
Son los que mejor permiten un análisis de variedades, en lo míni-
mo hallar las sutilezas que caracterizan a los escritores, en lo corto
se condensa aquello que hace en muchas hojas una novela y para el
cuentista estadounidense John Cheever radica en la invención de la
estética, el afuera de las reglas: “En los cuentos de mis estimados co-
legas – y en algunos míos – encuentro esas casas de verano alquila-
das, esos amores de una noche, y esos lazos extraviados que descon-
ciertan la estética tradicional. No somos nómadas, pero – sin embar-
go – subsiste más que una insinuación en el espíritu de nuestro gran
país, y el cuento es la literatura del nómada” (Selinger, 2006, p.
143).
125

Gabriel García Márquez y El rastro de tu sangre en la nieve

“El rastro de tu sangre en la nieve” hace parte del libro de cuen-


tos Doce cuentos peregrinos y el mismo García Márquez explica que
“Antes de su forma actual, cinco de ellos fueron notas periodísticas y
guiones de cine, y uno fue un serial de televisión… Ha sido una rara
experiencia creativa que merece ser explicada, aunque sea para que
los niños que quieren ser escritores cuando sean grandes sepan des-
de ahora qué insaciable y abrasivo es el vicio de escribir” (García
Márquez, 1997, p. 367). Es así, cómo se ve claramente ese camino de
doble sentido entre lo audiovisual y los cuentos, y en la otra fuente
de este escritor caribeño que radica en el periodismo.
Periodismo que también han ejercido Álvaro Cepeda Samudio,
Julio Olaciregui y Ramón Illán Bacca; tal vez por aquello que dice
García Márquez de que al haberse dedicado en diferentes etapas de
su vida al cine, a la literatura y al periodismo, lo que radicaba en el
fondo era el sentido de contar historias. Contar la vida. Contar al ser
humano.
Ahora bien, para entremezclar las influencias de García Márquez
con su oficio de escribir, él nos dice sobre Hemingway y Faulkner:
Mis dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos
que parecían tener menos cosas en común… No sé quién dijo que los
novelistas leemos las novelas de los otros para averiguar cómo están
escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos ex-
puestos en el frente de la página, sino que la volteamos al revés, para
descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar desarma-
mos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya
conocemos los misterios de su relojería personal. Esa tentativa es des-
corazonadora en los libros de Faulkner, porque no pareciera tener un
sistema orgánico para escribir, sino que andaba a ciegas por su uni-
verso bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería.
Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión
de que le sobran resortes y tornillos y que sería imposible devolverla
otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos ins-
piración, con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido,
dejaba los tornillos a la vista por el lado de afuera, como en los vago-
nes de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner es un escritor que tuvo
mucho que ver con mi alma, pero Hemingway es el que más he teni-
do que ver con mi oficio (Hemingway, 2011, p. 13).
El análisis de la obra de Hemingway coincide en cierta manera
con la observación que hace John Cheever sobre las influencias de
126

Hemingway en su obra y luego, lo que tomó y lo que dejó, como lo


afirma George W. Hunt: “No obstante, es imposible negar que la in-
fluencia de Hemingway sobre Cheever como joven escritor fue a la
vez saludable e incalculable. Promovía una extraordinaria disciplina
en el escritor e imponía patrones de sencillez y sinceridad, cualidades
que el escritor maduro preservó. Infortunadamente, las virtudes del
estilo degeneran con facilidad en manierismos y artificialidad. Chee-
ver percibió intuitivamente esta limitación en sí mismo, aun cuando
este hecho nunca disminuyó el respeto que sentía por Hemingway”
(Cheever, 2007, p. 24)
También García Márquez encontró algo similar en la cuentística
de Hemigway, unas fórmulas literarias, que al final hicieron que se
decantará más por Faulkner. Pero se resalta en Hemingway la impor-
tancia que da al escribir ‘frases honestas’, la sinceridad que es capaz
de percibir el lector y por eso la importancia del narrador de escribir
con honestidad, ‘la frase honesta’. Quizás por eso, para algunos lec-
tores, puede sonar desconcertante el final del “El rostro de tu sangre
en la nieve”, demasiadas coincidencias, para algunos inverosímiles,
del por qué Billy Sánchez no se entera a tiempo de la muerte de la
Nena Daconte. ¿Hecho a propósito para dejar al lector pensando so-
bre la historia? ¿Una estrategia de García Márquez? ¿O unas frases
no honestas? Preguntas que se dejan en interpretaciones, afortuna-
damente, ‘la verdad absoluta’ no existe en las obras literarias.
Tal vez se podría llegar a argumentar que “El rastro de tu sangre
en la nieve” tiene un truco que a veces el lector no se lo cree mucho
o que el truco es tan evidente que hay un quiebre al momento de le-
erlo; y por ello mismo no terminamos de creernos el final de la histo-
ria, ni tampoco llegamos a sentir la muerte de la nena Daconte.
A Bily lo vemos en el dolor que debe aceptar, pero tantas coinci-
dencias para hacernos creer el por qué no se pudo enterar a tiempo
de la muerte de ella, ni comunicarse con sus familiares; podría llegar
a ser una estrategia muy evidente para que García Márquez cerrara
el cuento.
Otro caso que vemos del libro Doce cuentos peregrinos es en el
cuento “El verano feliz de la señora Forbes” que entraría en la clasi-
ficación que hace Ricardo Piglia de cuento clásico por su final sor-
presivo. Los niños piensan que han envenenado a la señora Forbes y
por eso ella no aparece en todo el día y más cuando llegan en la tarde
y encuentran a los carabineros y ambulancia en la casa. Sin embargo,
el final es su muerte pero por puñaladas, por aquel que podría haber
sido el autor de la carta que ella recibió.
127

Sí, es un final que sorprende, pero al mismo tiempo queda un po-


co en la inverosimilitud, el desconfiar en un final así.
Con respecto a lo audiovisual, en una entrevista realizada en
1968, García Márquez reflexiona abiertamente sobre esta relación de
dependencia con el cine y las repercusiones de su función como
guionista en sus inicios literarios:

Yo siempre creí que el cine, por su tremendo poder visual, era el me-
dio de expresión perfecto. Todos mis libros anteriores a Cien años
de soledad están como entorpecidos por esa certidumbre. Hay un in-
moderado afán de visualización de los personajes y las escenas, una
relación milimétrica de los tiempos del diálogo y la acción, y hasta
una obsesión por señalar los puntos de vista y el encuadre… En este
sentido, mi experiencia en el cine ha ensanchado, de una manera in-
sospechada, mis perspectivas de novelista. (Durán, 1968, p. 23-24)

Puntos que vemos notorios en el filme que se crea en nuestra


frente mientras leemos las escenas del carro que Billy hace correr
despiadadamente mientras del dedo de la nena Daconte caen las go-
tas de sangre que dan color a ese paisaje blanco cubierto de nieve. O
el viento que azota los puestos fronterizos. Definitivamente el imagi-
nario del cine nos asalta como lectores.

Marvel Moreno y “Oriane, tía Oriane”

Se puede decir que la escritura de Marvel Moreno está cargada de


situaciones de denuncia sobre la situación de la mujer con respecto
al hombre. Mujeres y hombres que viven de apariencias, matrimo-
nios de apariencias, relaciones de apariencia. Entonces, la narrativa
de Moreno, además de ser valiosa por sus declaraciones de diversas
mujeres goza de una bella prosa trabajada con inteligencia, que brin-
da su mayor recopilación en su primera novela En diciembre llegaban
las brisas y en la segunda, El tiempo de las amazonas, que todavía no
ha podido ser publicada y como bien nos dice Jacques Gilard “esta
novela podría convertirse en una subversión máxima de la autora
que se sale de un patrón canónico de escritura y al mismo tiempo de
las ideas del ex esposo censor, representante a su vez de otro ‘ca-
non’”. En El tiempo de las amazonas París aparece como la ciudad
rescate, la ciudad liberadora, donde encuentra aquello que no ocu-
rría en Barranquilla.
128

Ahora bien, el cuento Oriane, tía Oriane de Marvel Moreno fue


adaptado al cine por la directora venezolana Fina Torres lo que le va-
lió el premio Cámara de Oro del Festival de Cannes en 1985. Las
dos artistas se van del Caribe, al que asocian con un medio opresor y
las dos buscan en París su desarrollo artístico. Es entonces, ese Cari-
be de Marvel Moreno, un lugar de playas, de brisas, de luz, pero al
mismo tiempo, para la mujer es un sistema lleno de reglas y compor-
tamientos sociales que les quitan libertad y les determinan vidas este-
reotipadas. Como también lo refleja la artista barranquillera Jessica
Grossman en su cortometraje Rita va al supermercado del 2000, lo
que indica una evolución en la situación de la mujer, pero que en las
puertas del siglo XXI siguen los lazos de madres castradoras e invasi-
vas, las apariencias a flote, el cuerpo de la mujer como objeto y rela-
ciones de pareja poco satisfactorias.
En este corto, Grossman mediante una estética de ‘lo femenino’, de
lo rosado, de las flores en las sábanas, de las decisiones del tener o no
tener hijos, del lazo madre-hija que caricaturiza mediante una simbolo-
gía del cordón umbilical, del apellido del esposo para una mujer, del
apellido del padre, de la infidelidad femenina, del orgullo con que
muestran las barrigas las embarazadas, de las dietas, de las cirugías
plásticas; logra un ambiente supuestamente femenino y critica aquellas
reglas y comportamientos que se le han impuesto a la mujer barranqui-
llera. Para Claudia Cuello: “Jessica Grossman es vehemente al defen-
der la posición de la mujer frente a una sociedad que mutila la libertad
de elegir. Tiene un particular estilo para pulverizar el rótulo que traen
en el cuello al llegar al mundo: hijas de, madres de o esposas de”.
En cuanto a su escritura, a Marvel Moreno le gusta cambiar de
narradores, de tiempos. Lo suyo no son las narraciones lineales o por
dadas por un solo narrador. La escritura de Olaciregui y Moreno en
estos tópicos son similares. Saltimbanquis en los tiempos que se en-
tretejen en la memoria de los seres humanos. Nuestra mente que re-
cibe voces de varias personas al momento de reconstruir una escena
de nuestra vida y por ende así también la literatura de Moreno y Ola-
ciregui nos lleva a un entramado de susurros de tiempos contados
por varios personajes. Un ejemplo en la cuentística de Moreno lo te-
nemos en “Ciruelas para Tomasa” con sus voces que suenan a los
ecos que nos describe en “Oriane, tía Oriane”: “Los ruidos y las vo-
ces dejan huellas en el aire… y es como si el aire no saliera nunca de
las casa viejas” (Moreno, 2001, p. 15). Y en “Ciruelas para Tomasa”
son las voces de la abuela cuando era niña la abuela, la abuela, To-
masa y la niña.
129

Estas características las traslada la que fuera crítica y profesora


Montserrat Ordóñez al inscribir la literatura de Marvel Moreno en la
literatura postmoderna, palabras que también se podrían aplicar a la
narrativa de Julio Olaciregui:

La lectura de En diciembre llegaban las brisas, una novela postmo-


derna, nos enfrenta a las más importantes cuestiones de la literatura
actual: la presencia de un mundo obsesivo, que se elabora a partir de
la distancia geográfica y temporal; la presencia de voces que estable-
cen entre sí relaciones polifónicas, que surgen de la oralidad, del re-
cuerdo y de la memoria colectiva. (Ordoñez, 2005, p. 104)

Es de resaltar que estos cambios de voces, de tiempos, no son an-


ticipados con bombos y platillos al lector. Pueden ser hacerse en un
mismo párrafo. Lo ponen a pensar. No es una literatura facilista, sino
que exige concentración y suma atención. Se trata al lector como un
ser inteligente que tiene la capacidad de saltar en el tiempo y en los
narradores.
Otro punto en común en varios cuentos de Moreno y Olaciregui
son los finales abiertos, las historias que no tienen que concluirse, los
varios hilos que quedan sueltos, las muchas subtramas que no se cie-
rran; es decir, el alejarse de la narración tradicional para ir a un más
allá. En Olaciregui es más notorio aquello que algunos han indicado
como literatura postmoderna o el apartarse de un cánones tradiciona-
les, para encontrar una propia voz, donde muchas veces no interesa la
historia con su tradición aristotélica de inicio, nudo y desenlace; sino
el contar la parte de una historia, simplemente por el hecho de narrar
con ritmo y despertar el interés por algo, sin importar si aquellos hilos
llevan a algún lado en concreto o se dejan sueltos en la mente del lec-
tor, para que él juegue con ellos; como también lo manifiesta que ocu-
rre en muchos de sus cuentos la escritora bogotana Carolina Sanín.
Estas características de la cuentística de Olaciregui llevada en
grandes proporciones a su novela, Dionea, hace que se nos venga a la
mente la película del hace poco desaparecido director griego Theo
Angelopoulos, La mirada de Ulises, de 1995. El viaje de Ulises por
diversos países europeos, por símbolos, por raíces; se podría compa-
rar con el viaje de los varios personajes de la Dionea de Olaciregui
para encontrar los orígenes, para relatar historias que parecen inco-
nexas, pero al igual que el film de Angelopoulos están los hilos co-
municantes, los entramados que dar coherencia a lo que aparente-
mente está inconexo.
130

Nuestra historia es aún mucho más amplia porque en Dionea se


reúne desde lo griego hasta lo africano, indígena, español, el mesti-
zaje y los que han partido al llamado ‘antiguo continente’, para ver
en retrospectiva lo dejado al otro lado, a donde se vuelve y de dón-
de se viene; para entrecruzar razas, miradas, pensamientos y gene-
rar al hombre actual. Al hombre que como Ulises viajó a través de
muchos lugares para intentar encontrarse a sí mismo. Entonces,
también Dionea es ese viaje mítico que se emprende para respon-
der a tantas preguntas que se ha hecho el ser humano y que con al-
gunas transformaciones, en el fondo subyacen los mismos interro-
gantes.
Volviendo a “Oriane, tía Oriane”, hay un único narrador omnis-
ciente que lleva la historia, pero que comienza a narrar en lo que cre-
emos es el presente, aun cuando nos esté hablando en tiempo pasa-
do, para después darnos cuenta en la tercera página:

“Tal vez fue el otro día que empezaron los ruidos. O un poco des-
pués: María lo olvidaría con los años. Ya casada, cuando el tiempo
no era más un chispear de instantes sino el lento transcurrir de días
iguales, observando jugar a su hija en el jardín de una casa donde un
marido cualquiera la había confinado” (Moreno, 2001, p. 13).

Y algo que sabe lograr Marvel Moreno con este narrador omnis-
ciente es el no sentirla a ella como autora del cuento. Es lo que Tru-
man Capote denomina en su escritura de A sangre fría “permanecer
completamente al margen de la narración” (Capote, 2006, p.14). To-
mar la distancia y obviar los apuntes personales, sino que sean los
narradores los que tengan su propia voz como si estuvieran sin la in-
tervención del cuentista. Ya lo decía Ernest Hemingway de quitar en
la reescritura los elementos que suenan a opiniones personales del
creador. Sería dejar la pureza de los otros al hablar sin ninguna inter-
vención entre comillas.
Otro punto a resaltar en la narrativa de Moreno son sus frases po-
éticas y reflexivas. Detrás de sus historias hay un pensar la vida con
un toque lírico, como podemos observar:

Caprichosos, inquietantes, los objetos de tía Oriane cautivaban como


las manos de un ilusionista. Creando el ensueño alejaban de la reali-
dad, sugerían su olvido. Habían sido inventados para un instante…
Pero dejaban un vacío que las cosas corrientes no podían llenar (Mo-
reno, 2001, p. 20).
131

Y una frase en prosa que fácilmente podría hacer parte de un po-


ema es la siguiente: “La voz de tía Oriane pareció enredarse entre
sus ojos y María parpadeó” (Moreno, 2001, p. 15).
Sus reflexiones más atractivas son las que ocurren en su novela
En diciembre llegaban las brisas, epílogo suprimido en la versión de
Editorial Norma, como nos lo sabe explicar claramente Fabio Rodrí-
guez Amaya en Plumas y Pinceles: Una parte de lo suprimido que va-
le la pena escuchar:

Muchas cosas han cambiado al parecer en la ciudad que dejé para


siempre después de la muerte de mi abuela… A París llegarían…
Los acompañaban las nuevas muchachas de Barranquilla, ya libera-
das y un poco indulgentes al dirigirse a mí porque sabían vagamente
que alguna vez escribí un libro denunciando la opresión que sufrían
sus madres. Ellas ignoraban la sumisión… Quizá sólo yo comprendía
que ese frenético consumo de hombres elegidos y devorados sin ter-
nura ni compasión, era simplemente la venganza que una generación
de mujeres ejercía, sin saberlo, en nombre de muchas otras… Quizá
sus hijas aprendan que el amor no se encuentra en la promiscuidad
ni el erotismo en la droga y, como Divina Arriaga, sepan distinguir el
uno del otro reconociéndole a ambos su carácter sagrado de inicia-
ción en el largo peregrinaje… (Moreno, 1987, p. 281-283).

En este sentido, Marvel Moreno, situada en París desde 1969 re-


capacita sobre Barranquilla y escribe desde allí prácticamente toda
su obra literaria publicada. Moreno toma distancia y después de
ocho años de salir de Barranquilla, en París, a partir de 1977 comien-
za a escribir En diciembre llegaban las brisas por espacio de siete
años. Para tener como resultado final una obra que se convierte
prácticamente en una radiografía de esa ciudad y sus habitantes.

Álvaro Cepeda Samudio, “Vamos a matar a los gaticos”

Tengo que aceptar que sufro una desilusión, al leer por primera
vez “Vamos a matar a los gaticos” se me vino enseguida a la mente
Los asesinos “de Hemingway”, y me dije: creo que la influencia le
viene a Cepeda de este cuento y podré escribir sobre ello. Pero al le-
er un ensayo que escribe Julio Olaciregui sobre Cepeda, leo que él
encuentra esa relación, que Nibaldo Torres el director de Cofradía
Teatro también y Jacques Gilard con anterioridad hablaba al respec-
132

to. Julio Olaciregui en su ensayo nos comenta: “Jacques Gilard ha


resaltado la importancia que tuvo para Cepeda el cuento de Heming-
way, “The killers”, puro diálogo, traducido por Alfonso Fuenma-
yor”.
Entonces, la evocación de los diálogos en “Vamos a matar a los
gaticos” a los de “Los asesinos” de Hemingway se vienen a la mente,
tal vez porque todo el cuento de Cepeda son diálogos, no hay ningún
narrador en los intermedios, ni como abrebocas. Es un descomunal
cuento de sólo conversaciones. Y en “Los asesinos” sólo un narrador
omnisciente interviene nueve veces, en párrafos muy cortos, durante
las doce páginas del cuento, para darnos algunas descripciones del
entorno, para situarnos.
Es por ello sorprendente que en “Vamos a matar a los gaticos” los
narradores desaparecieron y sólo escuchamos las voces de Doris,
Martha y otro personaje del que no sabemos si es niño o niña, si es
mayor, su nombre no es revelado, y las interpretaciones aquí vuelven
a jugar.
Ni siquiera en los diálogos hay las explicaciones que se inician
con un guión. Sólo las voces de los niños o niñas nos llevan a ese
mundo de una casa, de un patio, donde se ejecuta una matanza in-
fantil, que para algunos podría develar la inocencia de la niñez y para
otros sería todo lo contrario. Los niños que matan uno a uno a los
gaticos para que no los regalen. Ese personaje que no tiene nombre,
cae en las contradicciones humanas, al pasar de ser el más aguerrido
para incitar y matar a los gaticos, para al final llorar sin dejarnos sa-
ber explícitamente como lectores el por qué lo hace.
Y juega de manera magistral ‘la teoría del iceberg’: todo lo que no
se dice, pero que deja la sensación, las intenciones, lo por debajo de
lo no expresado con palabras, pero sí sugerido. Cobra un peso fuerte
y más fuerte al lector para que siga pensando en el cuento y nos deje
al final la sensación de muchos cuentos de Raymond Carver, que
también gozan de esa pequeña punta de hielo que se ve sobre el mar,
pero que por debajo es una mole enorme que nos demuele como se-
res humanos.
Raymond Carver sabe del poder noqueador de los diálogos: “Es
posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo,
provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo
demuestran las delicias debidas a Nabokov” (Selinger, 2006, p. 143).
Y no sólo es un conocedor sino que sabe jugar con ellos para envol-
vernos en un torrente de emociones como lo hace su cuento “Mecá-
nica popular” que es está compuesto en su mayoría por diálogos.
133

A diferencia de la importancia que Cepeda Samudio le concede a


los diálogos, por su parte Gabriel García Márquez considera que “El
diálogo en lengua castellana resulta falso. En este idioma existe una
gran diferencia entre el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo que
en castellano es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en
las novelas. Por eso lo trabajo tan poco” (Selinger, 2006, p. 141).
Tal vez los diálogos que utiliza Cepeda, no sólo en este cuento sino
en casi toda su obra es lo que ha dado pie para que se adapten muchos
de sus escritos. Y sí podríamos aplicar lo que afirma el escritor Luis Ma-
teo Díez: “El diálogo comunica, acaso mejor que nada, la tensión viva de
lo que sucede en lo que se cuenta y establece, además, ya que hablando
se entiende la gente, el mejor y más natural cauce para la relación de los
personajes con la evidencia de lo que dicen” (Selinger, 2006, 144).

Julio Olaciregui y “La piel de Mabina”


Las puntos reiterativos en la obra de Olaciregui están relaciona-
das con el erotismo, las referencias históricas, lo afrocolombiano, lo
indígena, la cultura popular, los mitos, el ritmo, el flujo de conciencia
característico de Joyce y Woolf y las reflexiones sobre el oficio de es-
cribir. El cuento “La piel de Mabina”, ganador del segundo concur-
so de La Cueva, da fe de ello, donde el presidente del jurado explica
el por qué lo escogieron como ganador.
En cierta forma la narrativa de Olaciregui cumple varias caracte-
rísticas para algunos titulada ‘literatura postmoderna’. Raymond L.
Williams lo incluye en las “figuras más recientes y de tendencias
postmodernas”, y también sustenta que: “En un estudio bien infor-
mado, Autoconciencia y postmodernidad (1995), Jaime Alejandro Ro-
dríguez ha analizado rasgos metaficticios y postmodernos de novelas
como La muerte de Alec de Darío Jaramillo Agudelo, La otra selva de
Boris Salazar, Trapos al sol de Julio Olaciregui y Mujeres amadas de
Aguilera Garramuño”.
Para otros, la obra de Olaciregui cumple con características del
flujo de conciencia o monólogo interior que para Robert Humprey
son aquellas “narraciones que tienen como argumento esencial las
conciencias de uno o más personajes” (Humphrey, 1969, p.12). Por
su parte, el mismo James Joyce al hablar del flujo de conciencia en
Han cortado los laureles,1 de Edouard Dujardin, nos dice: “Desde las

1 Joyce acepta que se inspiró para su técnica narrativa del flujo de conciencia del es-
critor francés Edouard Dujardin.
134

primeras líneas el lector está instalado en el pensamiento del princi-


pal personaje y el desarrollo ininterrumpido de ese pensamiento, que
reemplaza la forma usual de narración, nos comunica lo que hace el
personaje o lo que le sucede” (Ellmann, 2002, p. 37).
De allí que en gran parte la narrativa de Olaciregui se centre me-
nos en el argumento o la historia y sea más un recorrido por el pen-
samiento de los personajes. Punto notorio en “La piel de Mabina”
que parte de un Juan Erasmo Teortua de Barranquilla, pero que al
mismo tiempo tiene su origen en el Juan Erasmo de la historia que
quiere “Restregar a un etíope, blanquear a un Negro”. Son esos los
puntos desencadenantes para que los flujos de conciencia guíen la
narración del cuento.
Desde la primera obra de Olaciregui, Vestido de bestia (1978), ya
estaban estos influjos que se han ido fortaleciendo en su trayectoria
literaria, hasta convertirse en su última novela Dionea, como lo ex-
presa Eduardo García Aguilar en:

una mina inagotable de sorpresas literarias y una de las obras más


originales de la novelística colombiana al lado de la Tejedora de coro-
nas de Germán Espinosa y El patio de los vientos perdidos de Rober-
to Burgos Cantor… Una literatura que va más allá de los estrechísi-
mos límites de las literaturas parroquiales con bandera, himnos, nar-
co-sicarias revertianas, pistolas… (Arocha, 2009, pp. 11-12)

Uno de los hilos de la postmodernidad es la experimentación y


podríamos relacionar a lo que alude Carver: “Muy a menudo, la ‘ex-
perimentación’ no es más que un pretexto para la falta de imagina-
ción, para la vacuidad absoluta” (Carver, 2005, p. 13); con lo que al-
gunos críticos consideran que a veces Olaciregui no tiene en cuenta
al lector, por el cambio de voces y temáticas, y entonces, para ellos
sería lo que dice Carver: “Muy a menudo no es más que una licencia
que se toma el autor para alienar – y maltratar, incluso – a sus lecto-
res” (Carver, 2005, p. 13).

Sin embargo, no considero que en los escritos de Olaciregui se quie-


ra maltratar al lector o no tenerlo en cuenta, es simplemente el flujo de
conciencia que tiene sus más altos exponentes en James Joyce, Virginia
Woolf y William Faulkner, y por aquello de que nuestra mente salta de
un punto al otro, de una época a otra; también en su narrativa se refle-
jan nuestros flujos mentales. No obstante, por momentos exige concen-
tración llevar el hilo de las historias y para algunos lectores se puede ha-
135

cer confuso, como también ocurre en el cuento de Marvel Moreno,


“Ciruelas para Tomasa”. Por momentos se podría llegar a creer que por
no develar todo se recurre al juego de voces, tiempos y asuntos no ex-
plícitos. Aunque, como bien lo aclara Robert Humphrey: “El autor de
novelas que utiliza la técnica del fluir de la conciencia presenta siempre
el pensamiento de un personaje, no el propio, sin importar lo autobio-
gráfico que éste sea. De otro modo, no estaría creando arte sino que es-
taría haciendo pasar escritura automática por ficción” (Humphrey,
1969, p. 63). Y Olaciregui sabe utilizar varios personajes que hablan en
primera persona en un mismo texto.
Ahora bien, valdría preguntarse el por qué a unos escritores se les
valora por este tipo de escritura, se les da el reconocimiento y a otros
no. Y vendría al caso una frase de Andrei Tarkovsky:

Condición imprescindible para la recepción de una obra de artes es


el estar dispuesto y ser capaz de tener confianza, fe, en un artista. Pe-
ro en ocasiones resulta difícil superar el grado de incomprensión que
nos separa de una imagen poética perceptible exclusivamente por el
sentimiento… Precisamente el vacío interior de quien percibe el arte
y lo juzga sin estar dispuesto a reflexionar sobre el sentido y la finali-
dad de la existencia de éste, ese vacío seduce más de la cuenta y lleva
a una fórmula vulgar y simplista, al “¡No gusta!” o “No interesa” Un
argumento fuerte, pero es el argumento de quien ha nacido ciego e
intenta describir un arco iris. Queda absolutamente sordo al padeci-
miento que sufre un artista para comunicar a los demás la verdad
que experimenta en ello. (Tarkovsky, 2001, p. 65)

“La piel de Mabina” utiliza un buen recurso para narrar la histo-


ria: “Mi viejo estaba perdiendo la memoria, pero me contó algunos
datos que he tratado de hilar, conservando en lo posible su manera
de hablar” (Fiorillo, 2013, p. 281).
Como también ocurre con otros cuentos suyos, como en “La bai-
larina desnuda”:
“La mujer más bella que he conocido se desnudó ante mí. Quiero
contarles ese momento, antes de que se vista de nuevo” (Olaciregui,
2012, p. 130)
En “La camisa de las culebras”:
“Claro que yo solo lo había traducido, era de Ronsard y lo hice pa-
sar como de mi autoría, se los dejo leer:…” (Olaciregui, 2012, p. 40).
Y en “La piel de Mabina”:
“De niño mi padre también me llevó a la barbería Viena. Me robé
136

una de esas revistas que aún conservo y por eso puedes leer, citar fra-
ses”(Fiorillo, 2013, p. 281).
En esta última cita, Olaciregui recurre al pozo de la infancia, a la
fuente inagotable para el artista, aquella que ya han mencionado mu-
chos artistas, y entre ellos el cineasta Andrei Tarkovsky. En su filme
El espejo, el de corte más autobiográfico, es una vuelta a su infancia,
a un flujo de conciencia que se lleva al séptimo arte, mezcla de sue-
ños, edades, viajes en el tiempo, sueños, cambio de colores para ex-
presar los tiempos, voces que se escuchan sin personajes que veamos,
poemas que se escuchan mientras la cámara por su parte hace un re-
corrido de movimientos suaves y poéticos, la misma cámara es un
elemento de un poema más, y noticias en blanco y negro que vienen
de otras épocas. Es decir, un magistral metarelato fílmico que toca el
alma de los espectadores desde la parte sentimental.
Tarkovsky y Olaciregui van a la infancia y se vuelven poetas en la
narrativa literaria y fílmica, para llegar a ser: “El poeta es una perso-
na con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño. Su impresión
del mundo es inmediata” (Tarkovsky, 2001, p. 65).
Bien podríamos decir que este filme también es un flujo de con-
ciencia ya no en la literatura sino en el otro arte cercano que es el ci-
ne. Y además de ser un flujo de conciencia es una vuelta a la infan-
cia, un volcar la niñez; que al final se convierte el arte como un ele-
mento espiritual, tal como lo dice el mismo Tarkovsky:

En el arte, el hombre se apropia de la realidad por su vivencia subje-


tiva… El arte se dirige a todos, con la esperanza de despertar una
impresión que ante todo sea sentida, de desencadenar una conmo-
ción emocional y que sea aceptada. No quiere proponerle inexora-
bles argumentos racionales a las personas, sino transmitirles una
energía espiritual. Y en vez de una base de formación, también en
sentido positivista, lo que exige es una experiencia espiritual… El ar-
te moderno ha entrado por un camino errado, porque en nombre de
la mera autoafirmación ha abjurado de la búsqueda del sentido de la
vida. (Tarkovsky, 2001, p. 61-62)

Olaciregui al igual que Tarkovsky, cada uno en la especificidad de


su arte, no atienden a una estructura narrativa, los dos se alejan de los
cánones tradicionales, su constante es el flujo de conciencia, la meta-
ficción, la ruptura con lo establecido, crean mundos alternativos al real
y el lector o espectador queda sumergido en un mar de sensaciones, de
ser tocado en lo íntimo sin importar la historia como tal, sino lo que se
137

provoca. Es llegar a los lectores y espectadores no desde el lado racio-


nal sino a nivel emocional. Ellos dos van a lo que el mismo Tarkovsky
expresa: “El arte incide sobre todo en el alma de la persona y confor-
ma su estructura espiritual” (Tarkovsky, 2001, p. 64).

Ramón Illán Bacca y “Marihuana para Göering”

“Ahí va eso…”: Son las palabras con que se abre “Marihuana pa-
ra Göering”. Y se nos da indicios de cómo será el transcurrir de la
historia con humor, con un tono poco tradicional para poner los sub-
títulos, como:
‘Y ahora hagamos un flash-back, para explicar cómo está en la
Guajira un juez que tararea a Brahms’ o ‘Donde se demuestra que
quien uno menos cree cita a Shakespeare’.
Y es una forma poco usual, también, el utilizar los subtítulos en
un cuento corto.
Leer a Bacca es como estar escuchando una voz cercana relatando
los cuentos de su vida en medio de corrillos, sus recuerdos, sus año-
ranzas, aquello que lo impactó, las voces de otros tiempos que nos
hablan con picardía, con chispa. La obra de Bacca se recorre en el
sentido del humor, en la inteligencia que denota su autor al saber ela-
borar frases cargadas de ironía que conllevan a la risa.
Es una vuelta a los aletazos de la segunda guerra mundial, mues-
tra la convergencia del mundo alemán, de sus secuelas y la mezcla
con el Caribe colombiano. Es escuchar las canciones del momento,
las actrices, las películas mexicanas.
También, una recreación de ese mundo influenciado y trastocado
por el auge y decadencia de las bananeras, por la bonanza marimbe-
ra, y que gracias a ellas viajaron a Europa y al volver están en esa imi-
tación del allá estando aquí, para luego ver la caída económica y sus
consecuencias.
En resumen, Jacques Gilard resalta que: “De cierta manera Ramón
Bacca es el memorialista de la Santa Marta que él conoció en su infan-
cia, y la historia de la ciudad y de su región está sin cesar presente en
sus relatos” (Gilard, 1991, p. 202). Y a ello hace alusión el mismo Ra-
món Illán Bacca al narrar “De cómo llegué a escribir Deborah Kruel”
en la revista El malpensante: “En realidad me siento un escritor sin
connotaciones locales que escribe en español, pero los temas, no lo
niego, son reiterativos y los espacios geográficos donde se desenvuel-
ven pertenecen a la costa Caribe colombiana” (Bacca, 2011, p. 1).
138

La voz del pasado se nos acerca para susurrarnos la visión de un ni-


ño, o de un adolescente, o de un narrador omnisciente que sabe los
pensamientos más íntimos, la rapidez mental con que se atacan las si-
tuaciones: “Cuando ella entró al salón, pensó: “Pero, ¡qué es esto tan
pop! si la vieran en el Cisne. Alta, gruesa, cuarentona, morena cerrada,
con ese cuerpo pesado y cargado en las nalgas, que exige un pellizco
mientras se grita: ¡Cómo estás de buena, carajo!” (Bacca, 2006, p. 15).
La infancia vuelve a jugar su papel primordial en la expresión por
medio de la literatura, a la que ya aludiera Tarkovsky en la expresión
del artista. Del mismo modo Ramón Bacca habla de ella: “He escrito
sobre la guerra submarina en el Caribe con frecuencia, pues es algo
que llenó mi infancia” (Bacca, 2011, p. 1). Y para Gabriel García
Márquez en una carta escribe al respecto: “la única posibilidad que
se tiene de escribir bien es escribir las cosas que se han visto. Tengo
muchos años de verte atorado con tus historias ajenas, pero entonces
no sabía qué era lo que te pasaba, entre otras cosas porque yo anda-
ba un poco en las mismas”.
Una reflexión parecida la tuvo Ramón Bacca cuando escribía De-
borah Kruel y se decanta por el manantial sagrado de la infancia, esa
fuente inagotable para el arte: “Decidí que escribiría esa novela y que
me informaría bastante. Leí mucho y hubo un momento en que esta-
ba sobresaturado de información. Me pregunté: “¿Pero, por qué es-
toy zambullido en la Segunda Guerra Mundial si lo que tengo que
hacer es simplemente escribir de mi infancia samaria con la guerra
como telón de fondo?” (Bacca, 2011, p. 2). Así, como Ernesto Saba-
to comentaba que para él escribir algo diferente a la infancia o que
no está relacionado con ella le resulta muy difícil. Y que por ese mis-
mo motivo, escritores que escribían fuera de su patria como Joyce e
Ibsen seguían en las vueltas de la infancia (Sabato, 2000, p. 20).
En 1975 Bacca escribe “Marihuana para Goëring” a partir de su
propia experiencia cuando lo envían como juez después de haber
culminado sus estudios de derecho. Y bien refleja en el cuento, la in-
congruencia entre los gustos del personaje principal, escuchar
Brahms, su forma de ver la vida, y cómo es la existencia en un pue-
blo polvoriento de la Guajira. En ese momento hace relación a una
novela de Fanny Buitrago, que es publicada en 1963 por Ediciones
Tercer Mundo, reeditada por Plaza & Janés en Barcelona en 1977 y
por Oveja Negra en 1986:

“A mí déjenme leer, voy aprovechar este exilio…” Se acumularon so-


bre su escritorio los libros gordos. Desde “La Guerra y la Paz” hasta
139

“El hostigante verano de los dioses”. Leer sobre el arte burgués en el


gótico tardío, mientras en el bar de la esquina resuena “La burra mo-
cha” es estar tocando ya, los siete pilares de la incongruencia. (Bacca,
2006, p.17)

Ya con este párrafo se observa la diferencia de este juez recién lle-


gado que choca con el pueblo, el cuestionamiento del ser humano
del estar en un lugar totalmente disonante con su ser interior. Y al fi-
nal se da aquello que es prácticamente anunciado en el inicio del
cuento.
“Marihuana para Göering” fue llevada al teatro por María Lam-
boglia y se presentó en la Alianza Colombo-Francesa en 1976. En esa
ocasión también se presentaron las adaptaciones de Álvaro Cepeda
Samudio, “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos” y de Gabriel
García Márquez, “La mujer que llegaba a las seis”.
En 1978 Lila Campanella la escenificó en el Teatro de Bellas Ar-
tes, en esa ocasión la adaptación fue realizada por ella. En la del 76
se utilizó la que había escrito Bacca.

Fanny Buitrago y “Mammy deja el oficio”

Analizar la obra de Fanny Buitrago se puede mirar desde diversos


prismas, así como lo es su escritura que cambia de situaciones geo-
gráficas y por ende, la caracterización de sus personajes. Es una na-
rrativa que busca acercarse a cómo hablan realmente las personas,
romper con los límites entre la literatura oral, la erudita, la popular y
la escrita. Buitrago en sus palabras nos dice lo que es su oficio:

“Escribir es cazar historias. Escribir es contar historias. Yo quiero


contar la historia de Colombia a través de las historias que me cuenta
la gente. Intento escribir como habla la gente. Pienso que mi tarea de
escritora es poder pensar y sentir cómo piensa y siente la gente para
contar sus historias, historias que me gusten o me horroricen… Para
mí ser escritora es ser muchas gentes, de todas las layas e intentar un
imposible fresco de la Colombia actual”.2

2 Tomado de María Mercedes Jaramillo en ¿Y las mujeres? Ensayos sobre literatura


colombiana. Citada por Azriel Bibliowicz y Rodrigo Parra Sandoval en “La literatura no
es un hipopótamo”, El Espectador [Magazín Dominical] 17 (10 de julio, 1983):12.
140

En su escritura se refleja la crítica a la sociedad producto de los


medios masivos de información, las formas estereotipadas de com-
portamiento impuestas por la sociedad, las modelos, los políticos co-
rruptos, las culturas de abolengo y apellidos que hacen un construc-
to de imitaciones de culturas extranjeras dominantes, las farsas socia-
les que imponen reglas y juegos a sus ciudadanos, el declive de un
país que se encamina a una catástrofe política y social: la misma con-
dición que condujo a la escritora al exilio.
Las descripciones de Buitrago pueden ser de un traje de paño os-
curo en una cafetería bogotana en la madrugada, donde vemos dos
prostitutas hablando. A una de ellas se le acerca un hombre que es
su cliente, pero también fue su esposo, y los dos pertenecen a la ‘cre-
ma y nata’ del país, pero ella decidió dedicarse a lo que le gustaba, y
su amiga prostituta, la narradora del cuento “Mammy deja el oficio”,
nos dice:

Hay que convenir, que la profesión, para Mammy, era más asunto de
vocación que de necesidad… A Mammy le encantaba corretear por
San Victorino. Lucir el contoneo de sus altísimos tacones, en compa-
ñía de las golfas furtivas de la carreras 7ª, y visitar los burdeles de la
peor estofa y tomar un refrigerio en la Puerta del Sol, un restaurante
frecuentado por borrachos y trasnochadores. (Buitrago, 1973, p. 178).

Luego, podemos encontrar a los personajes de Fanny Buitrago en


San Andrés, en el Caribe, en medio de brujerías, de chamanes, del
calor, de la playa. Todo un abanico de posibilidades para recrear si-
tuaciones que en ocasiones nos dejan un sabor irónico, un final que
nos sorprende, el saber que no todo es como parece, y que a veces
esas voces frívolas que escuchamos en su narrativa, también nos lle-
van a la crítica de la sociedad.
Para acercarnos al personaje de Mammy utilizamos el Bildungsro-
man, para analizar su proceso de transformación. Leasa Y. Lutes nos
explica en qué consiste esta teoría:

Al mismo tiempo que el protagonista va reconociendo la inautentici-


dad social, de modo que puede progresar hacia la meta de la renova-
ción, se está desarrollando como ser autónomo, como individuo que
existe en su propio derecho aparte del estado, capaz de juzgar la so-
ciedad, de criticarla. También se está despertando a su incapacidad
de ejercer bastante influencia entre las personas como para poder lo-
grar esa meta” (Lutes, 2000, p. 67).
141

En el cuento de Buitrago “Mammy deja el oficio”,3 Mammy no


piensa ni por un instante en el suicidio, ni denota alguna forma de lo-
cura; como han escenificado a varias protagonistas en la literatura
cuando tienen conflictos grandes con la sociedad donde viven. No op-
ta por la infidelidad como Catalina de Arráncame la vida de la autora
Ángeles Mastretta, sino algo más allá. Encuentra una salida que va con
ella misma, después de no ser aceptada por la sociedad que la circun-
da y su familia, por su ‘gusto cursi’ y sus vestimentas estrafalarias. Al
enterarse de lo que pensaban sus hijas y su marido sobre ella, y ante su
desconcierto, porque después de tantos años sólo hasta ahora estas
discrepancias las notara y se las dijeran, entonces, reflexiona:

En ese momento me convencí de quién era yo verdaderamente. Una


señora gorda, frescachona, pintorreteada, embutida en un sastre de
color violento que la hacía parecer más jamona y más cursi de lo que
era en realidad. Me detuve a pensar en dónde podría destacarme con
una figura así. Sin pensarlo más hice mis maletas, cancelé mi cuenta
en el banco y me planté por aquí. Jamás me pudo ir mejor. Cuando
una descubre para qué sirve, lo mejor es oír el llamado de su voca-
ción, y no quedarse como polla en un corral de patos. (Buitrago,
1973, p. 187)

Elisa Mujica nos habla de los personajes de Buitrago: “Mostrar el


reverso de vidas en apariencia comunes y corrientes, es el juego que
apasiona a Fanny. Los mejores pintores de retratos son también los
que hacen asomar a los rasgos de sus modelos aquello que los habi-
ta”. Mammy es la mujer que en apariencias goza de una ‘buena vida
familiar’ con buenos recursos económicos, pero que sin embargo,
decide ser ella misma, dejar su familia, vestirse a su gusto y ser pros-
tituta.
En el transcurso de su larga historia narrativa: seis novelas, cinco
libros de relatos, cuatro obras de teatro y cinco libros de literatura
infantil o juvenil; Fanny Buitrago ha cumplido una parte de su pro-
pósito: “Para mí ser escritora es ser muchas gentes, de todas las layas
e intentar un imposible fresco de la Colombia actual”.

3 Reunido en el libro La otra gente y publicado por el Instituto Colombiano de Cul-


tura, en 1973 cuando Fanny Buitrago contaba con 28 años. Es de anotar, que Buitrago
publicó su primera novela El hostigante verano de los dioses, cuando contaba con sólo 18
años.
142

Conclusiones

“Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la


diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento
más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte ver-
dadero; es sutil, pero brutal. ¡Y entonces cayó el latigo!” (Capote,
2006).
Un punto que podría unir a la mayoría de los cuentos selecciona-
dos es el que sus escritores no han necesitado “de juegos ni de trucos
para hacer sentir cosas a sus lectores” (Carver, antología, p. 13). Son
escrituras maduras, trabajadas.
De los seis escritores del Caribe colombiano queda claro la hete-
rogeneidad en estos cuentos y todos ellos nos dan herramientas dife-
rentes para analizar en un taller de creatividad literaria. Cada uno
con un estilo propio, sus lecturas dan luces para que los escritores
encuentren su propia voz, el tono único que identifica a los escrito-
res que llevan tiempo en el oficio y en la búsqueda de ‘su voz cantan-
te’ como lo denomina John Cheever a sus “años de formación, aque-
llos esfuerzos...” para llegar “a aquel estilo seguro, expansivo, inten-
samente personal que asociamos con el Cheever maduro de las déca-
das de los años cincuentas y sesentas”.4 De manera similar Truman
Capote lo describe, como: “Tras escribir centenares de páginas sobre
esas cosas tan simples, terminé por desarrollar un estilo. Había en-
contrado una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que
sabía acerca del escribir” (Capote, 2006, p. 14).
La frase de Gabriel García Márquez aplicada a los cuentos de
Hemingway, puede de sobras mirarse en los cuentos de Marvel Mo-
reno, Álvaro Cepeda Samudio y Julio Olaciregui:

En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que cau-


san de que algo les quedó faltando, y eso es precisamente lo que les
confiere su misterio y su belleza… La obra de Hemingway está llena
de esos hallazgos simples y deslumbrantes, que demuestran hasta
qué punto se ciñó a su propia definición de que la escritura literaria
–como el iceberg– solo tiene validez si está sustentada debajo del
agua por los siete octavos de su volumen.5 (Hemingway, 2006, p.13)

4 Hace parte del prólogo escrito por George W. Hunt con motivo de la antología de
cuentos de Cheever, El hombre al que amó y otros cuentos dispersos. (Cheever, 2007, p. 11).
5 Evocación que hizo Gabriel García Márquez para la recopilación de cuentos de
Ernest Hemingway, Cuentos.
143

Y probablemente algunos de estos cuentos darían para pensar en


la frase de Andrei Tarkovsky y queda a opción de cada lector de
acuerdo a lo despertado y sentido:

Al contrario de lo que se suele suponer, la determinación funcional


del arte no se da en despertar pensamientos, transmitir ideas o servir
de ejemplo. La finalidad del arte consiste más bien en preparar al
hombre para la muerte, conmoverle en su interioridad más profun-
da. Cuando el hombre se topa con una obra maestra, comienza a es-
cuchar dentro de sí la voz que también inspiró al artista. En contacto
con una obra de arte así, el observador experimenta una conmoción
profunda, purificadora… Nos reconocemos y descubrimos a noso-
tros mismos: en ese momento, en la inagotabilidad de nuestros pro-
pios sentimientos. (Tarkovsky, 2001, pp. 66-67)

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145

ANNA BOCCUTI
Università di Torino

Más allá del umbral: una lectura de


Un espejo después, microficciones de Luis Fayad

I. La microficción, como es bien sabido, es uno de los “nuevos” y


más frecuentados géneros de las literaturas en lengua española: el gran
número de antologías publicadas en el área hispanoamericana e hispá-
nica atestigua la vitalidad de las formas brevísimas,1 así como la vasta
producción crítica sobre el tema y los muchos encuentros entre culto-
res y especialistas2 que han intentado – y todavía intentan – definir los
borrosos y por lo tanto huidizos límites3 del cuento ultracorto.

1 Se recuerdan, de manera arbitraria y parcial y sólo como ejemplo del afianzamiento


del género en las últimas dos décadas, las siguientes antologías: Edmundo Valadés, El libro
de la imaginación, Fondo de Cultura Económica, México, 1984; Juan Armando Epple,
Brevísima relación. Antología del micro-cuento hispanoamericano, Mosquito Comunicacio-
nes, Santiago de Chile, 1990; Lauro Zavala, Relatos vertiginosos, Alfaguara, México, 2000;
la serie de antologías al cuidado de Raúl Brasca y Luis Chitarroni por la editorial Desde la
gente de Buenos Aires, inaugurada por Dos veces bueno (1996); David Lagmanovich, La
otra mirada. Antología del microrrelato hispánico, Menoscuarto, Palencia, 2005; Laura Po-
llastri, El límite de la palabra, Menoscuarto, Palencia, 2007, Angeles Encinar, Carmen Val-
carcel, Mas por menos. Antologia de microrrelatos hispanicos actuales, Sial, Madrid, 2011;
Sandra Bianchi, Arden Andes, Macedonia, Morón, 2011.
2 El VI Congreso Internacional de Minificción tuvo lugar en la Universidad Pedagó-
gica Nacional de Bogotà, en el mes de octubre de 2010. Para más información sobre las
sedes (revistas, universidades etc.) que han favorecido el proceso de institucionalización
de la microficción, reenvío a Laura Pollastri “El canon hereje: la minificción hispanoame-
ricana”, en Mónica Scarano, a cargo de, Actas del 2 Congreso Internacional CELEHIS de
Literatura, 2004, Universidad de Mar del Plata, 2006. CD-ROM.
http://www.reneavilesfabila.com.mx/obra/sobre_obra_raf/canon_hereje_minificcion_his
panoamericana_laura_pollastri.html, consultado el 17/09/2012.
3 El debate crítico está sujeto a cierta entropía a raíz de que, como aclara Alain Montan-
don en su estudio dedicado a las formas breves: «[...] la forma breve tiene que ver con cierto
número de textos más o menos largos […] y comprende una realidad más amplia de la im-
plicada por la noción de género, porque atañe a numerosos estilos de escritura, codificados
o no». Añade el crítico francés : «La taxonomía de estas formas […] es una tarea difícil por-
que la brevedad puede caracterizar formas diferentes, heterogéneas y numerosas. Toda clasi-
ficación carecerá de pertinencia porque las diferentes formas se sobreponen» (trad. mía).
Cfr. Alain Montandon, Les formes brèves, Hachette, Paris, 1992, p. 5. En resumidas cuentas,
146

En Colombia también, a partir del siglo XX, la microficción ha


tenido un intenso proceso de difusión y proliferación, cuya trayecto-
ria ha sido trazada muy detalladamente por Henry González en su
ensayo “El minicuento en la literatura colombiana”.4 El crítico seña-
la como momento decisivo en el desarrollo del género la fundación –
al comienzo de los años Ochenta del siglo pasado – de la revista
Ekuóreo, que asemeja a otras publicaciones ineludibles para la circu-
lación y afianzamiento del cuento breve en América Latina, como la
argentina Puro Cuento y la mexicana El cuento. Subraya Violeta
Rojo5 que la fama de la revista creada por Harold Kremer y Guiller-
mo Bustamante venció muy pronto los confines nacionales: en el n.
21 de Puro Cuento, Edmundo Valadés, uno de los promotores del
género en ámbito hispanoamericano, la menciona como ejemplo del
interés para la microficción en Colombia. En época más reciente,
confirman ese interés la publicación de varias antologías, entre ellas
la Antología del cuento corto colombiano, al cuidado de Bustamante y
Kremer; La minificción en Colombia, compilada por Henry Gonzá-
lez; Los minicuentos de Ekuóreo y Segunda antología del cuento corto
colombiano, ambas al cuidado de Bustamante e Kremer: estos volú-
menes incluyen muchos de los textos anteriormente transitados por
las páginas de Ekuóreo y entre ellos algunas de las microficciones
que forman parte de Un espejo después (1994), de Luis Fayad.6
dentro del debate acerca de cómo definir qué es la microficción, pueden evidenciarse dos lí-
neas: la que Juan Armando Epple ha definido “narrativista”, inaugurada por David Lagma-
novich, que se preocupa por separar los “microrrelatos” de todos los otros minitextos en
prosa (aforismos, chistes, sentencias, parábolas, fábulas etc.) y la que privilegia «una estética
transgenérica, que le asigna a estos textos una condición de descentramiento o hibridación».
Epple, Juan Armando, “La minificción y la crítica”, en Francisca Noguerol Jiménez, a cargo
de, Escritos disconformes. Nuevos modelos de lectura, Ediciones Universidad de Salamanca,
Salamanca, 2004, p. 24. Me parece útil la distinción propuesta por Lagmanovich, quien se-
ñala tres coordinadas imprescindibles para reconocer el “microrrelato”: brevedad, narrativi-
dad y ficcionalidad. (cfr. David Lagmanovich, “El microrrelato hispánico: algunas reiteracio-
nes”, Iberoamericana, Nr. IX, diciembre 2009, p. 87), Campra, en cambio, otorgando impor-
tancia secundaria al tamaño del texto, indica como características específicas del microrrela-
to su conciencia de ser-microrrelato y la relación entre lo dicho y lo no dicho, que se instala
en el corazón de la microficción (cfr. Rosalba Campra, “La medida de la ficción”, Anales de
literatura Hispanoamericana, Nr. 37, 2008, pp. 209-225).
4 Henry González, “El minicuento en la literatura colombiana”, El cuento en red,
Vol 5, 2002, pp.1-14. Este número de la célebre revista electrónica mexicana que se ocu-
pa exclusivamente de las formas narrativas breves está dedicado a la literatura breve co-
lombiana.
5 Cfr. Violeta Rojo, Breve manual para reconocer minicuentos, Universidad Autónoma
Metropolitana, México, 1997.
6 Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Antología del cuento corto colom-
biano, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 1994; Henri González, La minificción
147

II. Dentro de la producción literaria de Fayad, reconocido y apre-


ciado autor de novelas (entre ellas, Los parientes de Ester, 1978) y de
cuentos (entre ellos, Los Sonidos del Fuego, 1968; Olor a lluvia, 1974;
Una lección de vida, 1984, reeditados en 2008 en el volumen Cuentos
Reunidos),7 que fotografían los cambios de la sociedad urbana en
Colombia, estas microficciones forman un conjunto de textos atípi-
cos, tanto por las elecciones temáticas como por las soluciones for-
males adoptadas.
Un elemento central del libro, como por otra parte denuncia el
espejo del título, es la insistencia en los umbrales, confines, fronteras
que en estos microcuentos resultan ser lábiles, movedizas, causando
duplicaciones inquietantes, desconcertantes refracciones de la reali-
dad y del sujeto8. Como veremos, más que de umbrales concretos,
las microficciones de Fayad representan el umbral como obstáculo a
superar, o como problema a solucionar. El protagonista de estos pa-
sajes y metamorfosis es Leoncio, figura unificadora de las 34 micro-
ficciones9 que forman parte del libro y que sugieren, en primer lugar,
la abolición de la preocupación por la pertenencia a un género litera-
rio cerrado, actuada justamente a través de la exploración de los lí-
mites del cuento.
Pese a la organización fragmentaria10 del volumen implicada por
la microficción, Un espejo después se recompone en un orden supe-
rior que invita al lector a una cooperación muy especial. Cada texto

en Colombia, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 2002; Guillermo Bustamante


Zamudio, Harold Kremer, Los minicuentos de Ekuóreo, Deriva Ediciones, Cali, 2003,
ID., Segunda antología del cuento corto colombiano, Universidad Pedagógica Nacional,
Bogotá, 2007.
7 Luis Fayad, Cuentos Reunidos, Arango Editores, Bogotà, 2008.
8 Quizás sea útil repetir de nuevo la definición del cronotopo del umbral, así como
lo entiende Michail Bajtín: “citaremos aquí un cronotopo más, impregnado de una gran
intensidad emotivo-valorativa: el umbral. Este puede ir también asociado al motivo del
encuentro, pero su principal complemento es el cronotopo de la crisis y la ruptura vital.
[...] En la literatura, el cronotopo del umbral es siempre metafórico y simbólico; a veces
en forma abierta, pero más frecuentemente en forma implícita”. Michail Bajtin, “Las for-
mas del tiempo y del cronotopo en la novela”, en Teoría y estética de la novela. Trabajo de
investigación [1937-38], Taurus, Madrid, 1989, p. 399.
9 En realidad 33, teniendo en cuenta que el último cuento excede las cuatros páginas
por lo tanto, por su extensión, no puede ser incluido dentro de la microficción.
10 Lauro Zavala, en cambio, no hablaría de organización fragmentaria, sino fractal.
El crítico mexicano opone el fragmento al “fractal”: “[...] el primero es autónomo, mien-
tras el segundo conserva los rasgos de la serie. Pero mientras el detalle es resultado de la
decisión del autor, el fractal es producido por el proceso de lectura. En todos los casos
estamos ante el ocaso de la integridad de los géneros tradicionales”. Lauro Zavala, La mini-
ficción bajo el microscopio, UNAM, México D.F., 2006, p. 31.
148

puede leerse autónomamente, pero – a la manera de Las ciudades In-


visibles de Italo Calvino o de los célebres cuentos breves de Historia
de cronopios y de famas de Julio Cortázar –, su yuxtaposición y con-
secuentemente su lectura de conjunto permiten la construcción de
un universo narrativo más complejo. Se trata, de hecho, de una cons-
telación de textos implícitamente en diálogo, lo cual hace que ciertas
características de la microficción derivadas de la extrema brevedad
de los textos (por ejemplo, el anonimato de los personajes y la ausen-
cia de profundización psicológica) resulten parcialmente eludidas. A
medida que se avanza en la lectura de los textos, el mundo de Leon-
cio – “soltero y con limitadas actividades”11, “ajeno a una comunica-
ción frecuente” (p. 133), como nos informa rápidamente el narrador
sin añadir más descripciones físicas – se va perfilando frente al lector
con mayor claridad. Aprendemos que se trata de un personaje ocu-
pado en actividades comunes, con vicios igualmente comunes: traba-
ja en una oficina y siente rencor hacia su jefe por que no le hace caso,
le gusta leer, ir al cine o ver exposiciones, muy a menudo piensa en
su pasado, es rencoroso e irascible. Coherentemente, el espacio en
que Leoncio se mueve es cotidiano y urbano, constituido por una ga-
lería de exposiciones, “la planta baja de un edificio recién construido
y aún vacío” (p. 17), la oficina donde trabaja, su departamento. Lo
que se describe no es la conformación del escenario urbano, más
bien la experiencia del sujeto dentro de la ciudad. De hecho, durante
sus andanzas (y son muchas) entre un lugar y otro, atípico pero ince-
sante flanêur,12 ciudadano post-moderno, Leoncio recorre itinerarios
metropolitanos faltos de mayor connotación, lo cual impide situar la
acción dentro de un marco geográfico-cultural determinado:13 calles

11 Luis Fayad, Un espejo después, El Tiempo, Bogotá, 2003, p. 156. Todas las citas en
el texto hacen referencia a esta edición, por lo tanto de ahora en adelante se indicará sólo
el número de página entre paréntesis después de cada cita.
12 Como se lee en el microcuento “Un espejo después”: “Conocedor de su barrio y
de sus lugares secretos, Leoncio recorría sus calles en cada oportunidad. Cuando ni el
cansancio ni el trabajo atrasado lo obligaban a marchar a la casa, se bajaba del bus antes
de su parada y pensaba en las casas de su recorrido”. (p. 81).
13 Al respecto, opina diferentemente Cristo Rafael Figueroa Sánchez, quien relacio-
na la forma breve de los textos con el contexto urbano bogotano: “[...] Un espejo des-
pués se sintoniza con la exigencia contemporánea de síntesis generada por la continua
presión del tiempo, las grandes distancias, el ritmo acelerado de la vida, la primacía de
la imagen y de los medios masivos de comunicación, elementos característicos de la cul-
tura bogotana de los noventa.” (Cristo Rafael Figueroa Sánchez, “Percepciones de Bo-
gotá en la cuentística de Luis Fayad”, Tabula Rasa, Nr. 11, 2009, pp. 289-304,
<http://www.revistatabularasa.org/numero11.html>). La condición descrita, sin embar-
149

y plazas, por tanto, no tienen nombre sino que están indicadas con
los artículos indeterminado, “una” calle, “una” plaza. En realidad, es
el universo del relato en su entereza lo que fluctúa en lo indetermina-
do, al punto que ninguna de las otras figuras que aparecen en el libro
tiene nombre propio; el narrador (rigurosamente omnisciente) las
menciona designándolas con nombres genéricos: “el jefe”, “la mu-
jer”, “los colegas”, “el niño”, “la prometida”. Se trata, no queda du-
da, de comparsas funcionales al desenvolvimiento de las situaciones
emblemáticas que las microficciones de este libro recortan. Significa-
tivamente, de Leoncio también el narrador da a conocer únicamente
el nombre de pila, omitiendo su apellido: de esta manera, el protago-
nista de Un espejo después se mueve en un mundo anónimo donde
constantemente se proyecta la experiencia del lector, un mundo en
que se destaca solamente el rostro de un “hombre de la calle”, em-
blema del ser humano contemporáneo en el contexto urbanizado y
desde luego objeto de fáciles identificaciones por parte del lector.
La poética de la sencillez que aflora en el libro es un indicio ine-
quívoco de la intención crítica hacia la voraz realidad urbana con-
temporánea que es al mismo tiempo el trasfondo de la acción (o sea,
una circunstancia) y un actante, opositor del protagonista, para de-
cirla con las palabras de Greimas. La poética de lo secreto, de lo per-
dido y añorado está construida en abierta oposición al estrépito y la
alienación de esta ciudad masificada, representada muy a menudo
mediante la imagen metonímica de la “calle congestionada” (p. 156).
Esta oposición es clara en la microficción “Ruidos en vano”, donde
se evoca la “región de los ruidos perdidos”, un lugar intangible don-
de se oyen los ruidos que nadie ha escuchado antes: “la música de
una radio que alguien por descuido dejó encendida, la caída de un

go, no es en mi opinión exclusiva de la capital colombiana, sino más bien de todas las urba-
nizaciones del mundo occidental contemporáneo, así como la teoriza en su momento, entre
otros, Nels Anderson. Según Anderson, el hombre urbanizado estaría caracterizado por la
transitoriedad y la superficialidad de las relaciones, el anonimato entre la muchedumbre, la
adopción y aceptación de reglas de conducta, la tolerancia a la movilidad social. Cfr. Nels
Anderson, Sociología de la comunidad urbana, una perspectiva mundial (1960), FCE, México,
2007. Por esta razón coincido con lo que afirma Alonso Aristizábal: “En este caso ya no es la
ciudad como espacio o región de la vida de unos personajes sino como mito o reflejo de la
intimidad de un ser. Por ello la urbe de estos cuentos unidos en torno a un mismo tema ya
no es Bogotá. Es la ciudad como arquetipo moderno e importante [...]”. (Alonso Aristi-
zábal, Luis Fayad: un espejo después, en Rinconete, 11 de noviembre de 2004,
<http://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/noviembre_04/11112004_01.htm>). Así se
interpretará la interacción entre el escenario urbano y el personaje-protagonista que lo
habita.
150

vaso o de algún otro objeto de cristal […] un trino en una jaula […]
pero también «frases que se enuncian en la muchedumbre y se pier-
den en voces más altas” (p. 22), entre las que Leoncio reconoce su
propia voz. Se nos presenta un catálogo (que aquí se cita solo par-
cialmente) de todo lo que se queda en las grietas de la realidad y que
precisamente por ese carácter “inaudito” preserva su peculiar pre-
ciosidad.
El elemento acústico vuelve también en “Música privada”, donde
la acumulación de detalles auditivos refleja el frenesí de la cotidiani-
dad urbana en sus múltiples facetas:

[…] Tuvo que explicarle que él vivía en el edificio de la acera opues-


ta y que en el apartamento contiguo al suyo vivía una estudiante de
piano que iniciaba sus ejercicios con la primera luz del día. A la mis-
ma hora pasaba bajo su ventana un bus que lanzaba un soplo angus-
tioso por la enorme carga de obreros que transportaba hacia sus la-
bores y también se oían el llanto de un niño y la variedad de trinos
de los pájaros del patio interior. Con esas resonancias sumadas a la
de la sierra eléctrica, combinándolas mientras de despertaba y dejaba
la cama, Leoncio había comenzado a componer una sinfonía y le fal-
taba solo un día para concluirla. (p. 18)

Como se lee en el final del cuento, a Leoncio no le queda otra que


adaptarse a lo que la música urbana le ofrece. La desorientación del
individuo confundido entre los otros individuos es una marca distin-
tiva de la sociedad contemporánea, enfatizada por la fragmentación
socio-económica que el tejido urbano ha sufrido en las últimas déca-
das. A esta ineludible condición colectiva remiten tanto la imagen de
los trabajadores aplastados en el bus como la de “la muchedumbre
de la calle”, que aparece bajo un sintagma fijo en “Ruidos en vano”,
“La mujer en el espejo”; en “Un hombre y un perro”, en cambio, es-
ta misma aniquilación de lo individual provocada por la aceleración
está expresada por medio de la imagen de “una tumultuosa calle de
la ciudad”. De esta realidad surge el deseo de superar la situación de
incomunicabilidad y soledad que se representa como intrínseca a la
vida urbanizada y que, por lo tanto, es percibida como inmutable, al
punto que solo las alteraciones fantásticas de la realidad proveen una
salida viable de esta existencia claustrofóbica. Sin embargo, estas al-
teraciones desembocan en el solipsismo, como puede verse en “Con-
vocatoria de la sombra”:
151

Leoncio sintió la necesidad de comunicarse con alguien cuando lle-


gara por las noches a la casa, pero previó las dificultades de instalar
con él a otra persona o de hacerse cargo de un perro o un gato. En
una noche de cavilaciones vio de pronto su sombra reflejada por una
lámpara en la pared, y tras observarla empezó a dialogar con ella.
(pp. 59-60).

El tema del doble, ya clásico en lo fantástico, se presenta como un


desdoblamiento del sujeto y su sombra que adquiere vida propia tam-
bién en “La fiesta de la sombra” y en “Queja de una sombra”; pero
en este microcuento, en especial modo, se configura con una varia-
ción substancial respecto a los antecedentes literarios. El sujeto no se
deja vencer por el elemento fantástico, y ni siquiera sorprender, todo
lo contrario: de hecho, Leoncio logra en cada situación reintegrarse a
su vida y lo que causa desconcierto en el lector es su imperturbabili-
dad ante el inexplicable fenómeno de una sombra que habla:14

Era ya medianoche cuando la sombra empezó a dar muestra de can-


sancio. Leoncio completaba cinco horas de trabajo sobre unos cua-
dernos y como aún le faltaba una parte, no podía mirar con mucha
atención los reparos de su sombra. Ella insistió, y aunque alguna
protesta logró distraerlo, Leoncio no levantó todavía la vista de los
cuadernos. Entonces la sombra llegó a incomodarlo tanto, que él
prefirió apagar la luz y continuar trabajando en la oscuridad. (pp.
101-102)

El trabajo, otra vez, parece organizar la vida del protagonista, pri-


sionero de sus tareas hasta ante fenómenos inexplicables.

III. La metamorfosis fantástica con función crítica de los aspec-


tos deletéreos de la época contemporánea se manifiesta en otros
textos por medio de las distorsiones espacio-temporales. La nos-
talgia por una edad pre-moderna desata la regresión temporal que
el sujeto experimenta durante sus paseos. Esta transformación

14 La coincidencia pacífica entre dos dominios de realidad opuestos, come prueba la


falta de asombro tanto en Leoncio como en el narrador, invita a utilizar con cautela el ró-
tulo de “fantástico” para esa literatura, porque, como bien ha relevado, entre otros,
Campra, lo fantástico reenvía siempre a una superposición conflictiva entre dos órdenes
inconciliables, conflicto que no se produce en cambio en estos textos. Cfr. Rosalba Cam-
pra, Territorios de la ficción (2000), Renacimiento, Sevilla 2008.
152

vuelve irreconocibles los lugares cotidianos y por ende confina al


sujeto en un estado de extrañamiento, como puede leerse en “El
otro camino”:

Con la impresión de haberse equivocado de camino, Leoncio se diri-


gió de su apartamento al trabajo por entre construcciones altas he-
chas de vidrio y aglomeración de gente y de vehículos. Regresó por la
misma calle pero esta vez con pasos seguros, rodeados de viviendas
bajas de ancho marco en las ventanas y antejardines con hileras de
pinos, y cruzándose con unas pocas personas del barrio que iban y
venían sin prisa. Cuando llegó a su casa vio en la puerta la vieja alda-
ba de bronce, pero al querer tocarla se encontró de nuevo ante el
timbre eléctrico del edificio y en medio de garajes y centros comer-
ciales. (p. 67-68)

El tiempo y el espacio se vuelven permeables y flexibles, pero esta


torsión, por su carácter de transitoriedad, no le permite a Leoncio
una huida definitiva: la recuperación de una edad de oro pre-moder-
na donde las pocas personas del barrio de casas bajas iban y venían
sin prisa fracasa de nuevo en el laberinto caótico de la ciudad con-
temporánea, sin lograr escindir el vínculo entre la dimensión cotidia-
na y la alienación.
En “El día equivocado”, la transfiguración del medio urbano que
inicialmente extraña y desconcierta a Leoncio, en el final se revela
como el resultado de una distracción causada por la rutina de ir al
trabajo todos los días, que la repetición convierte en una acción au-
tomática:

Cuando Leoncio salió de la casa para dirigirse a la oficina, el día te-


nía un color que no correspondía a esa hora de la mañana, se oían
distintas las voces y pasos de la gente que esa vez era apenas un pu-
ñado y el aire, al respirar, se sentía más liviano. Los automóviles eran
escasos, y Leoncio vio al frente las ventanas de las casas todavía ce-
rradas, mientras unas pocas se abrían con la manera de abrirse las
ventanas los domingos. (pp. 119-120)

Los angostos límites de lo real reflejan también los límites de una


condición existencial que tanto estas repentinas alteraciones espacio-
temporales como los desdoblamientos del sujeto antes mencionados
cuestionan y socavan; como veremos, los espejos desempeñan esa
misma función. Objeto mágico de tanta literatura por su carácter de
153

“prótesis” de la vista, como lo definió Umberto Eco,15 y productor


de dobles absolutos de los que se originan toda una serie de motivos
fantásticos, adquiere relieve en estos microcuentos en cuanto “um-
bral” por antonomasia entre lo real y su ilusión, emblema de la irrea-
lidad misma, como la obra de Borges incansablemente repite.
En Un espejo después el espejo facilita deslizamientos que no con-
ducen a abismos insondables como en el cuento fantástico tradicio-
nal, sino que abren de par en par ventanas hacia la interioridad del
sujeto: en “La mujer en el espejo”, el espejo se convierte en una es-
pecie de archivo de memoria individual, donde se vuelven a ver,
igual que en una película que retrocede en el pasado, las imágenes
del día apenas acabado y otras imágenes más antiguas, como las de
una novia de diez años antes. Desdoblado en sujeto-observador y ob-
jeto-observado, para Leoncio estas imágenes recobradas gracias al
espejo hacen de detonante del recuerdo y de la reflexión:

Al llegar de nuevo a la imagen del encuentro con la prometida, se de-


tuvo en ella cuanto pudo, como la primera vez, antes de que apare-
ciera la imagen del tiempo más atrasado. Recordó que no tardó nada
en reconocerse con la mujer y que se saludó con ella en medio de la
sorpresa, ambos devueltos pronto a la edad de entonces. (p. 36)

En otros cuentos, el espejo no es simplemente reflejo-reflexión


sobre el pasado, sino anticipación del futuro, come puede verse en
“Un espejo después”. En este cuento, el espejo, objeto mágico que se
materializa de repente durante los recorridos de Leoncio por el ba-
rrio anunciándose con un inexplicable alteración de los espacios fa-
miliares, le devuelve a nuestro protagonista su imagen en el futuro:
“Su reflejo copiaba sus movimientos pero no vestía con su misma ro-
pa. Al observar mejor descubrió que la expresión de su rostro era
distinta y que el vestido y la corbata que tenía puestos eran los que
pensaba llevar al día siguiente.” (p. 82)

Sin embargo, hay una notación de sutil auto-ironía en las revela-


ciones del espejo: en el primer caso, permite que Leoncio se entere de
que para su ex-novia “[...] los últimos diez años, salvo un corto perío-

15 Explica Eco: “La magia de los espejos consiste en el hecho de que su extensividad-
intrusividad no solamente nos permiten ver el mundo sino también vernos a nosotros mis-
mos como los otros nos ven: se trata de una experiencia única [...]” (trad. mía). Umberto
Eco, “Sugli specchi”, en Sugli specchi e altri saggi, Bompiani, Milano, 1985, p. 16.
154

do y eso al comienzo, cuando dejó de ser su prometida, habían sido


saludables” (p. 37), en el segundo, el espejo aparece “[...] siempre
con un día de adelanto y apenas para enterarlo de cómo iría vestido y
de la expresión de su rostro en ese día” (p. 82). Revelaciones míni-
mas, no cabe duda, que no cambian la vida del que las recibe pero al
mismo tiempo desvelan una inesperada consistencia de la realidad, en
oposición con la trivialidad de la vida del protagonista así como se la
pinta en las microficciones que forman parte de este libro.
Una misma entonación irónica es la que resuena también en el
microcuento “El centro del universo”, como puede verse en el con-
trapunteo que el título establece con el final. Como en las refracción
de los dibujos de Escher, Leoncio frente al espejo mira lo que se re-
fleja en sus pupilas y esto es lo que ve:

En la orilla de color blanco divisó diversas galaxias y naves que vola-


ban por el espacio. La Tierra daba vuelta en el iris, con la sucesión
del día y la noche, y más adentro se aclaraban los continentes con sus
terremotos, la vida de las ciudades, calles, viviendas, y en el centro de
la imagen el hombre de pie, antes el espejo del baño, dispuesto a
afeitarse. (p. 116)

De modo que el reflejo del reflejo ofrece una visión de la existen-


cia que es nada más que la sucesión incesante de los tiempos y de los
eventos en contraposición con la fragilidad de la naturaleza humana,
que no obstante es, se afirma como “el centro del mundo”.16
Pero hay otra frontera aun más borrosa y por lo tanto más a me-
nudo traspasada por Leoncio: se trata de la frontera entre la realidad
y el sueño, tema este último que, por las variedades de resultados na-
rrativos que puede articular17, ha sido muy explotado por la micro-
ficción de toda época.18

16 De ironía aun más cortante la microficción “El destino de una línea”: “Mientras
pensaba en su destino, a Leoncio le llegó la hora de ponerse a trabajar”. (p. 53)
17 Al tema del sueño en literatura está dedicado el volumen Il genere dei sogni, al
cuidado de Rosalba Campra y Fabio Amaya, Sestante Edizioni, Bergamo, 2005, donde se
reúnen todas las ponencias del congreso que tuvo lugar en la Universidad de Bérgamo en
el 2003.
18 Muy arbitrariamente y a título de ejemplo, me limito a señalar el libro de la argen-
tina Ana María Shua La sueñera (1998), cuyos textos están todos dedicados al tema del
sueño. Quizás sea innecesario recordar que uno de los microtextos que más lugar han da-
do a (micro) reescrituras tiene que ver con el sueño: me refiero a “El dinosaurio”, de Au-
gusto Monterroso.
155

En el libro de Fayad, vigilia y sueño se configuran como dimen-


siones contiguas y en consecuencia se influencian mutuamente. Si en
“Sueños en colores” Leoncio trata de manipular sus sueños noctur-
nos desde la vigilia, en otra microficciones, por ejemplo “Anuncio
del gran temblor” y “Accidente en una escalera”, nos encontramos
ante a una dinámica invertida: esta vez es el sueño-premonición la
causa de los acontecimientos de la vigilia. Se trata sin embargo de
una falsa premonición, porque en realidad, como vemos en “Acci-
dente en una escalera”, lo que determina el derrumbe narrado en el
texto es la palabra misma, o sea el relato del sueño que Leoncio hace
a sus colegas, come se aprende en el final cargado de ironía: “Al ba-
jar las escaleras, algunos recordaron el sueño de Leoncio y quisieron
apartarse hacia cualquier lugar. El recuerdo se despertó en los demás
y luego vino el desplome, que un perito atribuyó a la aglomeración
ocasionada por el pánico” (p. 132). Este rebajamiento irónico cierra
también “Anuncio del gran temblor”, donde se pasa del miedo a la
pesadilla del gran temblor, cuyas señales Leoncio busca obsesiva-
mente, a la sorprendente constatación de que todo es casual:

Por fin, en la cama, perdió el último rastro del temblor, y al levantar-


se pensó en él sin tener que huir de su visión. Pero al entrar al baño
vio la brocha de afeitar en el suelo, y recordó que en el sueño, como
un aviso, el gran temblor vino precedido por pequeños temblores.
[…] Llegó a la cafetería en el momento en que recogían los vidrios
de unos vasos rotos y en el cuarto de aseo vio las escobas y los baldes
en desorden. Pero a su alrededor no se sentía ninguna alarma y él no
insistió. Estuvo seguro de que nadie había experimentado ninguna
señal y terminó por creer en la casualidad de las pruebas, sólo un po-
co inquieto por la incertidumbre de que él hubiera entrado en el sue-
ño y el gran temblor se repitiera. (pp. 42-43)

Como estos textos prueban, entre la dimensión onírica y la di-


mensión diurna, real, se establece una relación de fluidez o porosi-
dad que admite el pasaje del sujeto de un estatuto de realidad a otro.
Más canónico, en cambio, el desenlace del encuentro narrado en
“Reencuentro con una mujer”, donde el personaje femenino quiere
vengarse de Leoncio porque este la ha molestada en un sueño. De
nuevo, vigilia y sueño están en un mismo nivel: “Todo fue un sueño –
le dijo [Leoncio]. En un sueño nada tiene importancia. La mujer no
bajó la pistola. –Depende de quien sueñe.” (p. 150). El procedimien-
to de la mîse en abyme a través del sueño en el sueño es el que permi-
156

te la estructura concéntrica del cuento “La cama y el escritorio”:


“Leoncio soñaba que dormía en la cama y que ahí soñaba que dor-
mía en la cama y que por un descuido se quedó dormido sobre el es-
critorio y que ahí soñaba que por un descuido se quedó dormido so-
bre el escritorio.” (p. 96).
El último deslizamiento, este también muy frecuente en la micro-
ficción, es el que convierte la persona en personaje, o sea el metatex-
tual, si bien a veces con un movimiento de dirección contraria a lo
tradicional: aquí es Leoncio que a conocer “la otra parte de la reali-
dad” saltando a las páginas del libro que está leyendo (“Un persona-
je en apuros”) o a insinuarse entre las figuras del cuadro que está
contemplando (“En una galería de exposiciones”). Se asiste, por lo
tanto, a la enésima duplicación: después de las sombras, después del
reflejo, de las torsiones temporales, Leoncio pierde su naturaleza hu-
mana y se vuelve representación él también ante los ojos de los per-
sonajes, en un juego inusitado que indica la especularidad y la dife-
rencia:

[…] reparó en que él era semejante a ellos [los personajes del cuadro]
pero ajeno, creado de otra materia, en la que él era su representa-
ción. Y como le pareció que si fueran ellos quienes desearan enten-
der otra parte de su realidad no saldrían afuera ni tampoco lo reque-
rían adentro, Leoncio los abandonó y los apreció de nuevo desde su
anterior distancia, pintados en su sitio y él parado ante ellos. (p. 14)

Las incursiones de Leoncio más allá del umbral del texto en este
caso tampoco desembocan en la disolución del sujeto, dado que Le-
oncio puede volver a su papel originario de espectador. Se trata, más
bien, de transiciones funcionales a iluminar y delimitar los contornos
del sujeto. Pasar el umbral, en los cuentos de Fayad, no significa
adentrarse en lo desconocido más bien enlazar lo ordinario y lo ex-
traordinario, con el objetivo de ofrecer iluminaciones, sugerir puntos
de vistas inéditos que le permitan a Leoncio suspender su rutina y
tomar nueva conciencia de su condición existencial. Pero esa con-
ciencia no culmina en la evasión, ni en la rebelión, todo lo contrario:
acaba invariablemente en la irónica constatación de la imposibilidad
de sustraerse de su propia realidad. En resumidas cuentas, la que Fa-
yad propone es una reflexión acerca del hombre y su realidad osci-
lante entre desencanto y acción que, pese a todo, devuelve al ser hu-
mano su importancia clave y supone un día la posibilidad de rescate,
come se lee en el final de “La forma del mundo”:
157

Leoncio recordó que en cierta ocasión, cuando todos creían que el mun-
do era una superficie plana, un hombre se arriesgó a que murmuraran
sobre su locura y comprobó que el mundo era redondo. Entonces Leon-
cio dedujo que era tiempo de que alguien, sin miedo, probara que tenía
otra forma. Posiblemente él llevaría a cabo un día la misión. (p. 112)

La concisión propia de la microficción, – género emparentado


con el aforismo, la sentencia, el epigrama, todas formas breves en las
que asombro y conocimiento se acompañan – confiere más eficacia a
las verdades siempre provisorias e irónicas que el autor colombiano
entrega al lector, a su vez convertido en Leoncio por el tiempo de la
lectura gracias al juego de proyecciones e inversiones frente a ese es-
pejo especial que es el texto sobre la página.

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159

FEDERICA ARNOLDI
Università degli Studi di Bergamo

De palabras y ausencias. Instancias escriturales


en la obra de Consuelo Triviño

El concepto de texto definitivo no corresponde


sino a la religión o al cansancio.
Jorge Luis Borges

La noche es eterna para los que no duermen,


para los que en la soledad tejen y destejen
una historia anclada en el pasado.
Consuelo Triviño

En el “luminoso otoño” del año 1900, tal y como lo define la voz


narradora de La semilla de la ira,1 José María Vargas Vila (Bogotá,
1860 – Barcelona, 1933) terminó de escribir Ibis, la novela más cono-
cida entre la vastísima producción literaria de este autor colombiano,
sin duda uno de los pocos escritores latinoamericanos, si no el único,
que ya en el siglo XIX consiguieron vivir de la venta de sus obras.
Llegado a la Ciudad Eterna para desempeñar el cargo de repre-
sentante diplomático del Gobierno ecuatoriano en Italia, José María
Vargas Vila, uno de los autores más censurados (por “pornográfico e
inmoral”), pero al mismo tiempo uno de los más leídos de la época,
conoce, durante una recepción en el Palacio del Quirinal, a Gabriele
d’Annunzio quien en aquel periodo no rehusaba en absoluto los
compromisos mundanos.
Entre vástagos de la cosmopolita nobleza europea, embajadores
extranjeros, banqueros, ricos comerciantes y damas emperifolladas,
ambos autores se reconocen y se saludan. D’Annunzio ya ha recibido
el manuscrito de Ibis; Vargas Vila, a su vez, acaba de terminar de leer
Il piacere.

1 Consuelo Triviño Anzola, La semilla de la ira, Seix Barral, Bogotá, 2008.


160

Si el libro de memorias narradas por la voz del escritor colombia-


no hubiera caído en las manos de Walter Benjamin, su nombre hubie-
ra aparecido junto al de Charles Baudelaire como encarnación del
modelo antropológico del flâneur. Sin embargo, entre la producción
literaria de Vargas Vila, “extravagante intérprete de una época cre-
puscular”,2 no aparece el texto La semilla de la ira, por ser este último
un soliloquio apócrifo que Consuelo Triviño Anzola ha escrito identi-
ficándose con la prosa poética de un literato que, ‘hijo del limo’, nu-
trió la semilla de la disensión con el lirismo más desenfrenado.
Considerando al personaje plasmado sobre el tema del literato
“forastero a la vida”,3 no es casualidad que la sucesiva publicación
de la autora colombiana, residente en España desde hace años, sea
precisamente la novela Una isla en la luna,4 en la que la representa-
ción del fracaso de la relación amorosa pone de relieve, alegorizán-
dola, la consciencia de la fractura entre sociedad y poesía.
Si la literatura, tal como sostiene Octavio Paz, aunque no detenga
el tiempo, tiene el poder de transfigurarlo, entonces vale la pena
adentrarse en la caracterización del héroe que, en una contracción
del fluir temporal, partiendo del análisis del autor modernista, arroje
luz también sobre algunos aspectos de la génesis de uno de los prota-
gonistas de Una isla en la luna, León Gómez, excéntrico y torvo no-
velista contemporáneo aniquilado por la página en blanco.
Con la prosa poética de La semilla de la ira, Consuelo Triviño An-
zola narra las contradicciones de una época, la Belle Époque, a través
de la puesta en escena del monólogo diarístico del legendario autor,
representado en equilibrio entre un inmoderado narcisismo autoce-
lebrativo y la amarga constatación de haberse convertido en un ana-
cronismo viviente.
Figura central, aunque tardía, del Modernismo –estética que ten-
drá un papel fundamental en el proceso de renovación de las letras
hispanoamericanas a caballo de los siglos XIX y XX– José María
Vargas Vila narra los años desu madurez a partir de su viaje a París,
la ciudad que ha alimentado el genio y el imaginario de los autores-
que él admira, grandes maestros del pasado o sus ilustres contempo-
ráneos: Jean-Jacques Rousseau, Paul Verlaine, Edgar Allan Poe, Le-

2 Así lo define el escritor y crítico colombiano Darío Ruiz Gómez en el ensayo “La
narrativa de Consuelo Triviño Anzola”, en Letras Hispanas, Nr. 7, 2010, pp. 151-156.
3 Expresión usada por Romano Luperini en L’autocoscienza del moderno, Liguori
Editore, Napoli, 2006, p. 8.
4 Consuelo Triviño Anzola, Una isla en la luna, Alfaqueque Ediciones, Cieza, 2009.
161

conte de Lisle, Sully Prudhomme, Ramón María del Valle-Inclán,


Anatole France, entre otros.
A los treinta y nueve años, Vargas Vila, llamado “El Divino” por
el gran Rubén Darío, se encuentra en una encrucijada entre dos con-
tinentes. Deja a sus espaldas una turbulenta juventud vivida en Suda-
mérica, inaugurando la segunda etapa de su vida en la Ville Lumière.
Será precisamente desde la capital francesa, en ebullición por la in-
minente Exposición Universal, desde donde emprenderá su viaje a
Roma. Y entre la capital italiana, París, Madrid y Barcelona pasará
los años de su exilio, espectador de la caída en picado del optimismo
de una época y de una clase social, la burguesía, arrastradas por el
deterioro de la situación política internacional que conducirá a la
Primera Guerra Mundial.
Como afirma Darío Ruiz Gómez, en La semilla de la ira “[...] La
vida del individuo Vargas Vila es, sobre todo, su atormentado proce-
so interior hacia la definición de unos soportes políticos, indispensa-
bles para enfrentar las lacras del oscurantismo provinciano, el uso de
una retórica en crisis ya, para establecer la necesaria relación con
unos presuntos interlocutores.”5
Bohemio, antiimperialista y excéntrico anticonformista, Vargas
Vila parece coincidir con el modelo del literato decadente según los
dictados de la modernidad, porque es suyo el gesto romántico del ar-
tista que, rechazando la vulgaridad de la vida de la mayoría, cristaliza
la correspondencia entre la propia vida y la obra de arte.
La ambigua animadversión que siente por la multitud, a menudo
evocada en la novela,6 lo asemeja a Jean Floressas Des Esseintes, pro-

5 Darío Ruiz Gómez, “La narrativa de Consuelo Triviño Anzola”, cit., p. 151.
6 Por citar solamente algunos de los fragmentos más explícitos relacionados con este
tema: “El bullicio de los bulevares me resultaba intolerable, por lo que evitaba los gritos
de los vendedores de frutas y verduras, que todavía se cruzan en mi camino, ofreciendo
los más exóticos productos, sombreros, telas, jaulas de pájaros; los voceadores de la pren-
sa que dan cuenta de los sucesos más sensacionalistas; los timadores, siempre a la caza de
extranjeros incautos.” (p. 10)
“Muchos querrán verme en los cafés de esta ciudad, pero yo rehúyo esos ambientes
donde se dan cita, por lo general, charlatanes y buscones indignos. Prefiero la soledad de
los jardines donde mi mirada se pierde en los detalles.” (p 22)
“El bullicio citadino me es adverso hasta el punto de que temo morir arrollado por la
turba inconsciente.” (p. 45)
“Pese a la aureola de triunfo que me circundaba, el encuentro con las masas despertó
en mí antiguos temores: terror a la multitud.” (p.190)
Consuelo Triviño Anzola, La semilla de la ira, cit.
162

tagonista del célebre À Rebours, aunque el spleen de este último se


convierta, para el Vargas Vila fictus de Triviño, apasionada aflicción
de la cual se obtienen/derivan amargas reflexiones que, partiendo de
la literatura, se reflejan tanto sobre la situación política internacional
como sobre la condición del intelectual exiliado. En este sentido, la
elección de los versos que aparecen encabezando los capítulos no es
casual, sino que constituye una importante huella de las resonancias
intertextuales presentes en la novela, en un complicadísimo enredo
entre la caracterización del personaje-autor por parte de la voz narra-
dora, la infinita producción literaria de Vargas Vila, su elaboración
personal de modelos narrativos propuestos por sus precursores y su
visión política. Tales relaciones y referencias recíprocas provocan
una vorágine intertextual en constante expansión en el centro de la
cual el escritor se convierte en una “perspectiva sobre toda la literatu-
ra”,7 llegando a ser él mismo voz que inventa sus idiosincrasias litera-
rias, sus precursores y, a través de ellos, su propia vida. Así pues,
exactamente como afirmó Jorge Luis Borges sobre Franz Kafka, si
bien a otro nivel, la lectura de la biografía apócrifa de José María
Vargas Vila agudiza y altera sensiblemente nuestra lectura8 de los au-
tores que él adoraba o despreciaba. Toda la novela, de hecho, está
llena de comentarios del narrador sobre la obra y la conducta ética
de autores colombianos y europeos.9
Si se comparan las selecciones llevadas a cabo por Vargas Vila pa-
ra su canon literario personal y las reflexiones diseminadas a lo largo
de todo el texto acerca de la época en que vive, es perceptible su va-
cilación entre una retórica marcadamente de finales del siglo XIX y
la dolorosa toma de conciencia, propia del siglo XX, de la crisis del
papel del intelectual, tanto en Europa como en su patria. Leída bajo
esta óptica, aparece profundamente nostálgica la imagen de los días

7 Se han tomado prestadas las palabras de Giovanni Bottiroli quien, refiriéndose al


análisis de Bachtin del 1963 de la obra de Dostoievski, afirma: “Gracias a Dostoievski,
asimilamos un punto de vista que nos permite leer de un modo nuevo también a los auto-
res que lo preceden además de aquellos que lo siguen y que, obviamente, pueden haber
recibido por vía directa su influencia”. Giovanni Bottiroli, Che cos’è la teoria della lettera-
tura, Einaudi, Torino, 2006, p. 299.
8 Este fragmento se encuentra en Jorge Luis Borges, “Kafka y sus precursores”, en
Altre Inquisizioni, Adelphi, Milano, 2000, p. 117. Giovanni Bottiroli menciona en su en-
sayo el texto de Borges sobre Kafka.
9 Comentarios que, analizados junto a las citas a modo de encabezamiento, mecerían
un estudio en profundidad acerca de su recíproca incidencia en el proceso de simulación
de la escritura autobiográfica por parte de la autora.
163

pasados en Roma, en compañía de Gabriele D’Annunzio, en contras-


te con los terribles momentos pasados en Barcelona en 1909, duran-
te la Semana Trágica. En este caso la inquietud sentida por el autor
hacia la genérica multitud de la ciudad se vuelve terror ante el poder
destructivo del pueblo catalán insurrecto.

Plenamente consciente de no poder agotar en pocos minutos los


temas que ofrecen a la crítica las dos novelas de Triviño Anzola, es
posible encontrar puntos en común con la obra sucesiva de la auto-
ra, la novela citada con anterioridad Una Isla en la luna. Esta última
ofrece al lector un articulado recorrido por la narrativa moderna y
contemporánea a través del punto de vista de más voces, cuyos jui-
cios estéticos y cuya conducta existencial parecen ser guiados, una
vez más, por modelos presentes en la literatura universal.
En los laberintos urbanos de la capital colombiana, el deambular
insistente de Aura, joven estudiante de filosofía en busca del amour
fou, y de León Gómez, artista atormentado a la espera de una musa
que le dicte la obra definitiva, recuerda la persecución mutua de Ma-
ría Iribarne y Juan Pablo Castel, los dos protagonistas de la novela
breve El túnel.10 Más que una sugestión, la presencia de fondo del
universo literario de Ernesto Sábato, perceptible desde las primeras
páginas, por la insistencia de la imagen del parque en el que ambos
se conocen, es una auténtica clave de lectura de la novela. El texto
ofrece indicaciones explícitas al lector que no se haya apercibido in-
mediatamente de la elección, por parte de la autora, del parque co-
mo zona franca donde poder narrar la esfera de lo privado y justa-
mente por la elección del banco que parece encontrarse en los jardi-
nes bonaerenses de la Recoleta o del Parque Lezama.11 El nombre
de Juan Pablo Castel, protagonista masculino de la obra del autor ar-
gentino, aparece de hecho más veces en el texto, evocado por la pro-
pia Aura,12 y sugiere importantes pistas acerca del trágico epílogo.
De este modo, la citación intertextual se vuelve anticipación.
Y es precisamente la figura de Juan Pablo Castel la que parece
desdoblarse en dos personajes masculinos, el ya mencionado León
Gómez y Enrique, joven arquitecto de éxito, centro de consciencia a

10 Ernesto Sábato, El Túnel [1948], Cátedra, Madrid, 1991.


11 Lugares queridos para Ernesto Sábato, la Recoleta aparece en El túnel y el Parque
Lezama en la novela Sobre héroes y tumbas [1961], Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2004.
12 Aura sueña con conocer a un hombre que se parezca a Juan Pablo Castel. Con-
suelo Triviño Anzola, La semilla de la ira, cit., p. 29.
164

quien se encarga la regulación de la narración. De hecho, exactamen-


te igual que Juan Pablo Castel, Enrique narra hacia atrás la historia
desde el interior de su prisión.
A diferencia del pintor argentino, internado en un manicomio pe-
nal por homicidio, Enrique es prisionero de la parálisis emotiva y
existencial a la que le han relegado su conformismo y su obstinado
pasotismo, las causas principales de su autoexclusión tanto de la vi-
vaz atmósfera cultural de los años setenta, como, principalmente, de
un posible romance con Aura.
Desde la ventana de su oficina, desde donde sigue “a control re-
moto” los movimientos de la muchacha, y más tarde a partir de los
numerosos encuentros con ella, Enrique reconstruye los momentos
más significativos de una historia amorosa de consecuencias dramáti-
cas, dada la intermitencia desconcertante con que León Gómez co-
rresponde a los sentimientos de Aura. Precisamente León Gómez, a
su vez, aparece como doble del protagonista de El túnel: al igual que
Juan Pablo Castel, es un flâneur contemporáneo en busca de un
puerto desde donde poder zarpar hacia su Citera, tal como el mismo
Vargas Vila define los nichos urbanos privados desde donde poder
dar significado a la propia existencia.

El deambular de León Gómez – por muchas razones similar al deli-


rante vagar de Juan Pablo Castel – es profundamente moderno. Inva-
diendo ambos personajes está el mismo sentido de extrañamiento perci-
bido por el artista finisecular, personificado por un Vargas Vila trastor-
nado y exiliado lo mismo en Europa que en su patria, cuya inicial activi-
dad de observador extrañado, vital para obtener materia literaria, con-
duce más tarde al deseo manifiesto de poder desaparecer entre la multi-
tud,13 víctima de aquella “patología voyerística”14 que parece haber he-
redado del celebérrimo El hombre de la multitud de Edgar Allan Poe.
Más en general, el solitario peregrino que deambula por la ciudad
parece ser un personaje y a la vez un escamoteo retórico apreciado por

13 A este propósito son emblemáticas tanto las palabras de León Gómez cuando le
dice a Aura que es un etólogo, es decir “Una mezcla de psicólogo y antropólogo”, como
las pronunciadas por el Vargas Vila personaje literario: “Hay momentos en los que desea-
ría dejar de ser Vargas Vila, pasar como un ciudadano anónimo entre las multitudes, re-
gresar a este refugio y hundirme en mis pensamientos […]”.
Consuelo Triviño Anzola, Una isla en la luna, cit., p. 15 y La semilla de la ira, cit., p. 168.
14 La expresión es de Gianni Celati y se encuentra en el ensayo que hace de intro-
ducción al volumen Storie di solitari americani, a cargo de Gianni Celati y Daniele Benati,
Feltrinelli, Milano, 2006, p. 13.
165

Triviño, del que ella se sirve, en su variante femenina, para una crítica
feminista a la sociedad de la época. En efecto, esta figura tiene un papel
central en la organización del andamiaje textual de algunos entre los
cuentos recogidos en La casa imposible. Emblemático a este propósito
es el título del primer cuento presente en el libro, “Una va sola”, casi
un manifiesto en este sentido, en que una voz narradora femenina falsa-
mente omnisciente (porque el punto de vista es el de la solitaria prota-
gonista) “va caminando conforme por estar viva” (p. 13), sin meta, en
“ese viaje hacia ninguna parte” (p. 116, “Sólo para hombres”) de sus
seres abatidos, desesperados y decepcionados, en la mayoría potencia-
les hijas pródigas que aún no han aprendido a vivir y que eligen siste-
máticamente no volver a sus hogares imposibles. Chicas que, como Em-
ma, protagonista del cuento homónimo, se empeñan en ser ausencia en
vez de regresar porque saben que a su vuelta nadie estaría organizándo-
les fiestas de bienvenida con los brazos abiertos. En estos cuentos (los
ya citados “Una va sola”, “Emma”, así como “Carpe diem”, “Valeria y
su jardín” y “Sólo para hombres”) los nichos privados urbanos (bares,
night clubs, esquinas, parques, calles) ofrecen amparo efímero a estos
personajes femeninos que exponen a si mismas al bullicio metropolita-
no para intentar escapar de una dimensión familiar claustrofóbica. Los
espacios domésticos de la narrativa breve de Triviño son literalmente
“imposibles” porque asfixiados por la ley del padre, es decir, en térmi-
nos psicoanalíticos, por la función simbólica del padre que estructura el
orden simbólico y prescinde la mera presencia o ausencia de la persona
física. A este propósito, variantes especulares y de distintas edades de,
quizás, el mismo personaje femenino son la protagonista del cuento
“La puerta cerrada” – uno de los más intensos de La casa imposible –,
Clara, la pequeña protagonista de Prohibido Salir a la calle y Aura, la ya
citada protagonista de Una isla en la luna.
En “La puerta cerrada” la inmovilidad repugnante del padre mo-
ribundo funciona como explicitación visiva de la imposición de ese
beber-ser viril, así como lo define el filósofo francés Pierre Bourdieu,
que caracteriza el privilegio, cultural e históricamente construido, de
la condición masculina, entendida como representación dominante
de la que el hombre es “victima subrepticia” y cuya contrapartida es
el aprendizaje, de parte de la hija, “de las virtudes de la abnegación,
resignación y silencio”,15 un silencio que hay que guardar también a
propósito del descubrimiento adolescencial de su sexualidad.

15 Pierre Bourdieu, La dominación masculina [1998], Editorial Anagrama, Barcelona,


2000, p. 38.
166

En esa estancia tan cercana a la muerte se asoma un deseo de feli-


cidad que determina también el actuar de Clara, la niña protagonista
de la novela Prohibido salir a la calle, en la que el padre se caracteri-
za, al contrario del cuento que se acaba de citar, por su ausencia físi-
ca (y luego por su presencia fantasmal). La exploración de esta au-
sencia se convierte en tensión narrativa de la que procede una narra-
ción familiar intima jamás intimista que adhiere a un contexto histó-
rico puntual al que Triviño hace constantes referencias. No hay nada
de político, pero todo es político en esta novela. En este sentido fun-
ciona la inclusión del artículo de prensa sobre la ley de paternidad
responsable aprobada en 1968, durante el Frente Nacional, por Car-
los Lleras Restrepo, que prometía la desaparición del fenómeno de
los niños sin padre por dar el derecho a las mujeres que tenían hijos
sin estar casadas de reclamar su apoyo económico.
Clara, que tiene “prohibido salir a la calle” – primer mandamien-
to de una educación basada en la segregación de la mujer en el am-
biente doméstico – sueña con ser astronauta y repite la tarea que otra
niña curiosa, en otra novela, jamás logrará acabar por la irrupción en
la escena de uno de los personajes más memorables de la literatura
colombiana, Benito Suárez, hijo de una fascista turinesa instalada en
Barranquilla contra su pesar…
La niña a la que me refiero es Lina, la voz narradora de En di-
ciembre llegaban las brisas de la autora colombiana Marvel Moreno,
sin duda muy apreciada por Triviño; Clara, como Lina, tiene que di-
bujar el mapa de Colombia para la clase de geografía, ocupación a
la que se dedican con gran esmero. Estos camafeos no son una ca-
sualidad: el paisaje en ambas novelas se convierte en espacio discur-
sivo en donde, a través de la escritura desde la distancia, recrear Co-
lombia. En los dos casos, Colombia, macrocosmos ficcional de am-
bas escritoras, coincide con una hoja de papel pergamino y un fras-
co de tinta china, elementos en los que se puede ver representado el
mismo oficio de la escritura. Donde no ha narrado el padre, tarea
de la hija es recuperar esa palabra perdida. La ausencia como leit-
motiv, entonces, tanto desde el punto de vista de quien se queda
(Clara), como desde la mirada de quien elige desaparecer (la Aura
de Una isla en la luna, la voz de la autora misma, que lleva años vi-
viendo en Madrid).
Tomando como pretexto la mención a Aura, se quiere volver a las
páginas de la última novela de Triviño, Una isla en la luna, a través
de la cual la autora sigue su itinerario dentro de los años setenta, de-
cenio crucial para su formación sentimental e intelectual.
167

Los personajes se vuelven más urbanos e intelectualizados, en los


que se nota el paso por una militancia y un radicalismo más emotivos
que políticos y cuyo acercamiento obstinado e incondicional a la lite-
ratura constituye una experiencia potenciada de la vida.
De treinta y siete años, ególatra y noctámbulo, León Gómez es el
primer personaje en ser nombrado por la voz del narrador, que no
ahorra críticas hacia la personalidad ni hacia la obra del escritor, pro-
mesa fallida de la literatura colombiana de los años setenta.16
Siendo una novela de focalización interna múltiple, sin embargo
Una isla en la luna confía la narración principalmente a Enrique. Del
mismo modo que en La semilla de la ira, la explicitación de la natu-
raleza ficticia de la operación literaria desempeña un papel decisivo
en el texto. Pero el acto narrativo de Enrique, en este caso, a diferen-
cia de la modalidad del apócrifo monólogo de carácter diarístico en
el que se basaba La semilla de la ira, entra en escena por su narración
explícita a un destinatario externo a los hechos. La reticencia de este
último es tal que se manifiesta como interlocutor ausente, porque
Enrique narra respondiendo a las preguntas que no aparecen nunca
en el texto.
El proceder discursivo de Enrique, sostenido más por anticipa-
ciones que por reticencias, parece tener relación con la simulación de
la situación arquetípica de la narración, reproducida por el texto es-
crito a través de la presuposición de un interlocutor que está inevita-
blemente ausente, subrayando una vez más, de este modo, el fuerte
carácter metaliterario de la escritura de la autora.17
La organización textual se complica por la presencia de ulteriores
puntos de vista y de múltiples materiales textuales, que dan origen a
diferentes lenguajes y variedades lingüísticas cuya interacción confir-
ma la heterogeneidad de los códigos de los que se sirve la ficción.

16 “Con él viven un gato negro y una empleada doméstica que, según dicen, lo tiene
hechizado. Corren rumores de que es alcohólico y está enfermo de misantropía…A esa
obra fallida [su novela La muerte del día] se suman un par de libros de cuentos editados,
gracias a una fundación alemana. Se le conocen algunas críticas en las más importantes
revistas del país y un par de artículos en los periódicos. Lleva años sin publicar una línea,
pese a que, según declara en una entrevista, está dedicado por entero a la escritura.”
Consuelo Triviño Anzola, Una isla en la luna, cit., p. 13.
17 Un ejemplo: “Sí, tiene razón, yo venía a menudo por aquí. ¿Cómo no iba a venir?
[…] Como le digo, yo seguía una existencia puntual, monótona […]”. Ivi, p. 20.
En este caso, Enrique podría estar confesando delante de un policía, pero la hipótesis no
funciona en el pasaje sucesivo: “En resumen, no estaba satisfecho con mi vida. La línea
de mi destino hoy se ve inalterable […] pero en el fondo de mí late una verdad dolorosa
y no vale la pena intentar tranquilizar mi conciencia.” Ibidem.
168

Vale la pena reflexionar sobre uno de estos puntos de vista, la voz


de Karl Blume (curiosa la asonancia con el “papa” de la literatura es-
tadounidense Harold Bloom), que no añade detalles a las historias
que nos cuenta el narrador principal pero arroja luces sobre la obra
literaria de León Gómez y organiza un discurso crítico que, colocan-
do los intentos del ya no tan joven escritor en el más amplio panora-
ma literario colombiano de la segunda mitad del siglo XX, discurre
paralelamente a su declive existencial, motivándolo también en el
plano artístico.
En este punto el procedimiento dela mise en abîme se repite y la
narración no sólo acoge fragmentos de otra narración, sino también
su crítica: para formular un juicio sobre el universo literario del au-
tor, de quien en la novela se pueden leer algunos extractos, será un
ensayo, presente en el texto, de Karl Blume, verosímil literato alemán
que desembarcó en Barranquilla en el 1947, tras una oscura juventud
entre las filas del nacionalsocialismo, otro representante verosímil
que añadir a la lista elaborada por el gran escritor chileno Roberto
Bolaño en La literatura nazi en América.
El rápido ascenso de Karl Blume en el mundo académico de Bo-
gotá tiene que ver directamente con la redefinición de los planes de
estudio por obra de la Fundación Rockefeller, cuya presencia en el
sistema universitario colombiano, a través del “Plan Atcon”, entra en
el más amplio diseño de injerencia política y económica por parte de
los Estados Unidos.18
Conservador y reaccionario, crítico consolidado, docente univer-
sitario de filosofía entre los más temidos, Karl Blume, gran amigo de
León Gómez, traza el declive artístico de éste último que, creyendo
enterrar a la generación de los padres de la literatura hispanoameri-
cana contemporánea, pronto se da cuenta de que no tiene nada que
decir.

Descendiente de una rica familia de terratenientes, León Gómez


vive en una antigua espera heredada, sumergido entre borradores
abandonados, entre los que se encuentran las páginas garabateadas
de una novela, aquella que está intentando escribir, y que nunca con-
sagrará a la crítica. Con él vive una misteriosa y reticente sirvienta,

18 Cfr. Fabio Rodríguez Amaya, “La guerra fredda culturale in America Latina. Una
testimonianza sulla Colombia” en Benedetta Calandra, a cargo de, La guerra fredda cultu-
rale. Esportazione e ricezione dell’American Way of Life in America Latina, Ombre Corte,
Verona, 2011.
169

María del Rosario Ángulo, a quien está ligado por una morbosa rela-
ción de mutua dependencia. La caracterización del personaje se de-
sarrolla a lo largo de tres ejes fundamentales: su vida, la aparición en
escena de su escritura que coexiste, dentro de la novela, con la re-
cepción crítica de sus obras, porque la autora también introduce en
escena el discurso crítico de Karl Blume (y es el tercer eje de la ca-
racterización) en defensa de la indefendible obra del amigo. Precisa-
mente es a través de las palabras del crítico alemán (así como a través
de aquello que se trasluce de la escritura de León Gómez) como Tri-
viño Anzola introduce algunos de los temas mása preciados por la
crítica de la literatura colombiana moderna y contemporánea, entre
los cuales está la superación de un cierto nacionalismo literario mio-
pe, el manido complejo de inferioridad respecto a la legitimidad de
las influencias extranjeras, el doble aislamiento del escritor colom-
biano, tanto en lo que respecta al gran público como a la intelectuali-
dad internacional, y la crisis del denominado “macondismo” del que,
sin embargo, ni siquiera la escritura de León Gómez consigue libe-
rarse, a pesar de sus aires de pluma original y provocadora.
Agotadas ya todas las palabras, Alex, joven autor colombiano, ne-
odandy a pesar suyo – variante opuesta del leitmotiv del artista visio-
nario – no le quedan más que aquellos excesos de vacía rebeldía con-
tra las buenas maneras burguesas que forman parte del exasperante
conformismo que invade la voz de Enrique.
Polos del triángulo que constituye la trama erótica irresoluta de la
novela, Enrique y León son ambos narradores de una obra donde la
puesta en escena y la metaforización del oficio de la escritura se ob-
tienen de la percepción punzante de una ausencia. Es el vacío dejado
por quien ha salido de escena el que induce al acto de la narración,
justamente como afirma Darío Ruiz Gómez acerca del sentido últi-
mo de la escritura del diario apócrifo de Vargas Vila.19
La historia de Enrique parte de la consciencia del deber de espiar
una pena, la de ver por todas partes a quien ya no podrá volver a ver
jamás porque ya está embarcada hacia aquella isla en la luna: “Su
imagen surge así, de repente, en una calle, en una esquina, en una ca-
fetería donde queda algo suyo, un tono que percibo si miro el espa-
cio y la forma de las cosas desde su perspectiva, lo cual es inevitable
porque me siento atado a ella aunque no esté conmigo, aunque se me

19 “Vargas Vila es la novela de alguien que no existe, de alguien que es un vacío […] es-
ta ausencia es la que plantea Consuelo Triviño Anzola como concepto formal de su novela.
Darío Ruiz Gómez, “La narrativa de Consuelo Triviño Anzola”, cit., p. 152.
170

haya escapado como el humo de su cigarrillo, pues lo que queda de


ella es una ausencia”.20
Así pues, ¿qué es la página en blanco que tanto agobia a León
Gómez si no la imagen del aplazamiento continuo sobre el que se
apoya toda la novela? He aquí el sentido, en la economía de la narra-
ción, de la inaccesibilidad de los espacios domésticos que constitu-
yen el reino impenetrable, tanto para Aura como para el lector, de
María del Rosario Angulo, alter ego femenino de León Gómez: la re-
presentación de aquello que, siendo eternamente contiguo, por lo
tanto inasible, mueve tanto la memoria como su elaboración a través
del acto del narrar. Ya se trate de una relación no consumada, un
sentimiento no correspondido, una obra eternamente inacabada o la
imagen de una patria que no ha sido posible reconocer nunca como
tal, las novelas analizadas parecen querer sugerir la fuerte relación de
cada una de estas ausencias con la “dimensión mágica de la espe-
ra”,21 aquel eterno presente que se vuelve a habitar cada vez que se
renueve el acto de la lectura, núcleo generador de la escritura de
Consuelo Triviño Anzola.

20 Consuelo Triviño Anzola, Una isla en la luna, cit., p. 9.


21 Ivi., p. 29.
171

SYLVIA SUÁREZ
Universidad Nacional de Colombia (Bogotá)

Eslabones de una tradición interrumpida.


Arte/Política en Colombia 1938-1978

Tres Historias

Las obras más importantes de la Historia del Arte en Colombia se


publicaron en los años setenta: Historia abierta del arte colombiano
(1974), Historia del arte colombiano (1975, 1977, 1988) y Procesos del
arte en Colombia (1978).
La primera de ellas, Historia abierta del arte colombiano, redacta-
da por Marta Traba en 1968, sólo se publicó hasta 1974. Su realiza-
ción está signada por una gran paradoja: en 1967, Traba fue expulsa-
da de Colombia, bajo el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, debido
a que las autoridades sospechaban de su militancia en alguna facción
de las izquierdas revolucionarias que se desarrollaron entonces; gra-
cias a la intervención de múltiples intelectuales y políticos influyen-
tes, la expulsión de Traba se convirtió en una orden de restricción de
sus actividades laborales en el país; de esta manera, ella pudo perma-
necer un año más en Colombia, durante el cual escribió la Historia
Abierta de la que aquí se habla;1 ésta puede leerse como un ajuste de
cuentas sobre su actividad como crítica y gestora en el país.2
Desde su arribo a Colombia en 1954, Traba había mantenido, a
través de su labor como crítica de arte y organizadora de exposicio-
nes, una franca oposición a los artistas americanistas,3 quienes domi-

1 Cfr. Verlichak, Victoria. Marta Traba: una terquedad furibunda, Universidad Nacio-
nal Tres de Febrero, Buenos Aires, 2001.
2 Escribí un ensayo sobre el lugar de Historia Abierta del Arte Colombiano en la tra-
yectoria de Traba – “Marta Traba en el país de las maravillas” – en el marco del III Semi-
nario Internacional Eugenio Barney Cabrera, cuyas memorias se publicaron en Textos,
No 22, Modernidades Divergentes, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2010.
3 El americanismo fue una vertiente de la plástica colombiana que da cuenta de un
movimiento cultural en el que convergieron fuerzas como el indigenismo, el nacionalismo
de izquierda, el espíritu antifascista – no todo nacionalismo es fascista –. En el terreno de
172

naban – no sin obstáculos rotundos – la escena nacional del arte por


esos años. Tiempo atrás, principalmente en la década de los cuaren-
ta, estos artistas se habían perfilado como un conjunto orgánico de la
subcultura liberal de izquierda que, en Colombia, resurgió en los
años treinta, luego de cuatro décadas de hegemonía conservadora.
Las polémicas sostenidas entre Traba y los artistas americanistas son
documentos ricos para comprender el modo como se entretejieron
los argumentos artísticos y políticos, bajo la expresión contundente
de nuevas formas de poder en el campo cultural, marcadas por el en-
samblaje de las dinámicas de la post-dictadura en Colombia, y de la
guerra fría a nivel internacional. En Historia Abierta del Arte Colom-
biano, esta situación se expresa, veladamente en ocasiones, rotunda-
mente en otras.
Siendo la opositora más radical de la expresión en la plástica de la
vertiente cultural e intelectual de izquierda, Traba concluye su vida
en Colombia, en un giro absolutamente paradójico, como una pre-
sunta ‘revolucionara’. Hay que conceder, sin embargo, que aunque
ella no era una intelectual militante, en el último lustro de los años
sesenta su posición había variado de manera radical con respecto a
los cincuenta, acercándose al movimiento de la crítica latinoamerica-
nista que se consolidó en la década de los setenta; aunque no había
variado mayor cosa sus concepciones teóricas del arte. A través de
los setentas, ella misma se convertiría en una figura protagónica del
mencionado fenómeno.
Historia del Arte Colombiano, es un compendio de ensayos cuya
iniciativa y dirección académica y científica, estuvo a cargo de Euge-
nio Barney Cabrera. Es la más ambiciosa de estas obras, por su ca-
rácter enciclopédico, y porque, en este sentido, aborda el arco tem-
poral más amplio (desde el arte precolonial indígena hasta el arte
contemporáneo) aunque, dada su polifonía, no presenta una unidad
discursiva ni metodológica. No obstante, hay muchos factores signi-
ficativos en la selección de capítulos y de autores, que revelan la ma-
durez de un paradigma de la historia del arte colombiano enraizado

la historia del arte, el americanismo fue sincrético en la selección de sus fuentes, combi-
nando reflexiones provenientes de la vanguardia histórica europea, principalmente del
expresionismo, y del arte moderno mexicano de comienzos del siglo XX. Su primera ex-
presión diáfana en Colombia, fue el bachuismo que, aunque provenía principalmente del
campo literario, integró algunos artistas plásticos como la escultora Hena Rodríguez, el
español Ramón Barba, Josefina Albarracín, entre otros. Otro mojón importante lo consti-
tuye la obra que Rómulo Rozo realiza en Paris, al rededor del arte y la mitología preco-
lombina.
173

de manera profunda en el relato del mestizaje que, desde los años 30,
había cobrado forma en la obra de artistas e intelectuales vinculados
al americanismo. Desde mediados de los años sesenta Barney Cabre-
ra había publicado influyentes ensayos como Geografía del Arte Co-
lombiano y Transculturación en el Arte Colombiano, en los cuales ha-
bía lanzado algunas de las hipótesis sobre la historia del arte colom-
biano que han persistido, prácticamente hasta nuestros días. Varias
de estas hipótesis fueron apropiadas por Traba y por Medina, para el
desarrollo de las suyas.
Cierra este conjunto, y la década, Procesos del Arte en Colombia.
Escrita por Álvaro Medina con la intención explícita de abrir un de-
bate franco con la Historia Abierta de Marta Traba, para impugnar
principalmente su posición tajantemente excluyente con respecto a
la plástica americanista y al indigenismo. De las obras mencionadas,
Procesos del Arte en Colombia es la única en la que se hace explícita
la adopción del materialismo histórico como enfoque para la inter-
pretación de las obras y de los hechos, aunque en Colombia, figuras
como Juan Friede, en los años cuarenta, y el propio Barney Cabrera,
en los sesenta, habían sentado las bases para el desarrollo de una his-
toria social del arte.
En estas tres obras se identifican tres problemas historiográficos,
sui generis con respecto a la epistemología de la Historia del Arte,
marcados por la condición post-colonial de la cultura colombiana.
Más exactamente, por ciertas formas de conciencia sobre esta condi-
ción, que se aclararon en los sesentas, en medio de la consolidación
de las ciencias sociales en América Latina. Son: el carácter nacional (o
no) del arte colombiano, la condición patrimonial (interdicta) de sus
acervos y el carácter moderno (pseudo-moderno) de sus manifestacio-
nes en el siglo XX. Se entiende que en el juego de estos tres nodos se
define el lugar de relevancia de las obras incluidas en estas historias,
es decir que el criterio para juzgarlas oscila entre su carácter «nacio-
nal», «patrimonial» y «moderno», cuya caracterización en cada uno
de los textos mencionados es más o menos implícita, estableciendo, a
su vez, una jerarquización ad hoc para los términos (moder-
no/nacional/patrimonial – patrimonial/nacional/moderno, etcétera).
Aunque comparten estos nodos interpretativos, las tres historias
revelan la distancia cultural existente entre generaciones diferentes.
Barney-Cabrera, plantea su obra en continuidad con los aportes que
Luis Alberto Acuña y Gabriel Giraldo Jaramillo realizaron en este
campo; en este sentido, comparte muchos argumentos del pensa-
miento de historiadores y críticos de los cuarenta. La historia de Ál-
174

varo Medina, escrita en su juventud, es una expresión contundente


de las polémicas setentistas y, por otra parte, evidencia la madura-
ción de los relatos asociados a los tres problemas recién señalados,
estableciendo una vinculación crítica a la incipiente tradición de la
historia del arte en Colombia. En contraste, Traba mantuvo su con-
dición foránea como núcleo interpretativo, y a partir de allí, a través
de su ejercicio como crítica de arte, generó la ficción de ruptura radi-
cal entre el americanismo y el modernismo de los años cincuenta,
que tan urgentemente debe de ser desmontanda.

Dos eslabones del arte político en Colombia

Pedro Nel Gómez realizó La República en 1938, en el Palacio


Municipal de Medellín. Desde la redacción de Procesos del Arte en
Colombia, y, con más ahínco, en El Arte Colombiano de los Años
Veinte y Treinta, Álvaro Medina había destacado esta obra como una
pieza fundamental de la historia del arte moderno colombiano; en
muchos sentidos, el comentario que sigue se funda en su interpreta-
ción. La República fue el primer mural realizado en Colombia en el
que convergieron la estética americanista y el muralismo; es decir, la
primera obra en la que, a las revoluciones que el americanismo había
desarrollado en términos temáticos, iconográficos y estilísticos, se su-
mó el cariz revolucionario que el muralismo Mexicano había otorga-
do a la pintura mural. Mientras que el americanismo llevó el relato
del mestizaje a un estado de praxis o poética, el muralismo introdujo
la crítica al contrato social del arte, instaurando un cuestionamiento
incipiente no sólo a su instancia de producción sino también a los di-
versos procesos implicados en su recepción. Por esto, para valorar la
significación de La República es adecuado analizar su dimensión esti-
lística y su dimensión táctica, abocándonos a la comprensión de la
doble función transgresora que cumplió en su época.
Con respecto a la segunda (la dimensión táctica), una de sus fun-
ciones neurálgicas es la crítica histórica y, simultáneamente, la crítica
de los relatos que se habían legitimado y difundido a través del arte
académico en los albores del siglo XX. En La República, Gómez
aborda la historia de la Colombia moderna en términos críticos, ero-
sionando totalmente la retórica laudatoria, romántica e idealizada
con la que los artistas centenaristas habían consolidado la iconogra-
fía de la Independencia, y con la que, en general, habían tratado tan-
to la pintura histórica como la pintura de género. Esta mirada crítica
175

enfocó aspectos económicos, políticos y sociales bajo el aspecto de


una crítica general a la experiencia de la modernidad, restringida y
periférica, propia del contexto colombiano.
La pintura está compuesta por tres planos, que no corresponden
de manera estricta a la perspectiva, sino que conforman grupos dife-
renciados de actores. En el primer plano las instancias del poder eco-
nómico y político, y del intelectual hacia el costado izquierdo del
mural. En este plano, Gómez integra retratos de figuras de la vida
pública contemporánea de Colombia, destacando a los protagonistas
del giro político y cultural que el ascenso del liberalismo al poder ha-
bía encauzado (Enrique Olaya Herrera, Alfonso López Pumarejo,
Jorge Eliécer Gaitán, Efe Gómez, León de Greiff, entre otros).
En la zona inferior derecha del mural, se desarrolla una discusión
en torno a un mapa del país en donde los territorios sobre los que
perdió la soberanía durante la hegemonía conservadora se subrayan
con negro, mientras que algunas regiones amenazadas por la opera-
ción de empresas transnacionales se señalan mediante una etiqueta
con sus nombres. La situación descrita es aquélla que Porfirio Barba
Jacob relatara en 1913, en su artículo de opinión “La desastrosa ad-
ministración de los católicos en Colombia”: [Los triunfos del conser-
vatismo] “Nos han costado más: la humillación de la república en el
enojoso asunto Candiani, que llevó a nuestra heróica ciudad de Car-
tagena de Indias la escuadra italiana, y que nos arrancó una indemni-
zación bochornosa; la humillación de Panamá, en 1903, que nos cos-
tó el territorio del Istmo y el brillante porvenir que nos ofrecía el ca-
nal interoceánico; la humillación del tratado con el Brasil, que nos
cercenó una inmensa faja de territorio en las regiones amazónicas; y,
finalmente, las repetidas humillaciones del Perú, que avanza con pa-
so de conquistador hacia la capital del departamento de Nariño.”
Agazapado en el costado inferior derecho de la obra, Gómez re-
trata a Woodrow Wilson y al Tío Sam, insistiendo en la denuncia del
imperialismo norteamericano recién mencionada. En el plano medio
de la obra, se contrastan las formas precarias de explotación de los
recursos, representadas por mineros artesanales, con las tecnologías
y las formas modernas de la explotación. La guerra fratricida ocupa
un lugar importante en la obra, extendiéndose su representación en-
tre el plano medio y el tercer plano del la imagen; el carácter fratrici-
da de la contienda se enfatiza mediante el uso del desnudo, a través
del cual se elimina cualquier referencia a diferencias políticas y de
clase. Es importante remarcar, sin embargo, que Gómez elige como
modelo para el desnudo al mestizo. En el tercer plano de la imagen,
176

Gómez incluye una referencia a la Masacre de las Bananeras, hecha


explícita por la inclusión de las palmas de plátano, como elementos
dominantes del paisaje sobre el que yacen masacrados los trabajado-
res de la United Fruit Company, y por la referencia que hace a las or-
ganizaciones sindicales mediante un grupo de trabajadores descami-
sados que desarrollan una manifestación.
La continuidad de estos tres planos es interrumpida de manera
abrupta por las efigies de Bolívar, Santander y Nariño, tratadas de
manera diferente no sólo por su escala mucho mayor, sino también
por la monocromía, que las separa tajantemente del conjunto del pa-
sado reciente y del presente de la República. Parecen observar con
angustia el caos en que se halla la República por cuya fundación lu-
charon. Gómez también incluye un nuevo elemento crítico: se trata
de una maternidad, solucionada de forma análoga a la de los héroes
de la Independencia. La representación de la mujer como sujeto crí-
tico es una de las características más interesantes de la iconografía de
Gómez, por su manera franca de abordar el desnudo femenino, y
por el número de mujeres trabajadoras y lectoras que se incluyen en
sus obras. Por eso, la inclusión de esta maternidad en la obra, y de
una figura femenina reclinada, que parece dormir, en el extremo iz-
quierdo, es sintomática del espíritu moderno que alimenta su obra.
Un elemento más rompe la continuidad de esta obra en términos es-
paciales: se trata de un brazo inmenso que sale del subsuelo, como si
evitara hundirse. Suponemos que se trata de una alegoría de la Repú-
blica, que parece ahogarse en medio del caos recién descrito.
Pedro Nel Gómez abrió el capítulo del muralismo en Colombia
con La República. Su auge no se expresó en la realización de miles de
metros cuadrados de pinturas murales, sino en el plano conceptual.
Es crucial recordar que, en contraste con México, el muralismo no
fue parte de un ambicioso proyecto cultural del gobierno colombia-
no, así que la realización de murales fue escasa (aunque significativa)
y su recepción, tremendamente negativa. No obstante, la discusión
en torno al programa plástico del muralismo y a su potencial como
transformador cultural y político, desarrollada en publicaciones co-
mo Universidad, La Revista de Indias y Espiral, y en la Academia y en
otros espacios de sociabilidad de los artistas, escritores y aficionados
de la época fue, por decir lo menos, entusiasta. Las publicaciones de
la época difundieron la trayectoria del muralismo en México y en
otros países de América Latina y se convirtieron en una plataforma
para la promoción de los artistas colombianos vinculados a este pro-
yecto cultural, los cuales fundaron su capital simbólico, en parte,
177

gracias a la asociación con este importante movimiento internacio-


nal. A través de estas discusiones y del acervo artístico de autores co-
mo Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acu-
ña, Alipio Jaramillo, Marco Ospina y Jorge Elias Triana, entre otros,
se fundó en Colombia una tradición reflexiva sobre el lugar del artis-
ta en la transformación política y cultural del país.
La suma de estos factores formales, simbólicos y tácticos, hace de
La República y del muralismo Colombiano una de las primeras ex-
presiones del arte moderno en el país, y la piedra fundacional del
que más adelante se denominaría arte político,4 en el contexto polé-
mico y prolífico de los años setenta, que se cerraría trágicamente, no
sin efectos profundos sobre la apreciación de esta tradición.

Cuarenta años después de La República

Pedro Alcántara Herrán produjo el Graficario de la Lucha Popular


en Colombia. El Graficario es un portafolio de estampas de 325 artis-
tas colombianos en torno, evidentemente, a la historia de las luchas
populares en el país. Muchos portafolios de estampas se produjeron
en la época, algunos de los cuales se hicieron con fines de divulga-
ción y comerciales. Pero el Graficario sobresale y se distingue entre
todos ellos por varias características de su concepción global, que
aglutinan diversas transformaciones de las prácticas artísticas que
ocurrían en la época:
Un primer aspecto a tener en cuenta es la propia organización colec-
tiva que sustentaba el proyecto. El Graficario fue realizado en el Taller
de Artes Gráficas Prográfica, en Cali. La emergencia de Talleres de Ar-
tes Gráficas como plataforma de trabajo colectivo fue un fenómeno de

4 Frente a la polémica que suele generar esta apelación, me permito aclarar que aquí
la uso para referirme a aquellas obras cuyo carácter político no se da “por defecto” (todo
arte, y toda acción es política), a las que integran su teoría revolucionaria o crítica a la
praxis artística. Esto implica, por lo general, una crítica a la propia institucionalidad del
arte, a sus medios de producción y de recepción.
5 Luis Alberto Acuña, Pedro Alcántara Herrán, Virginia Amaya, Antonio Barrera,
Luis Caballero, Carlos Correa, José María Espinosa, Pedro Nel Gómez, Mario Gordillo,
Enrique Grau Araújo, Alfredo Greñas, Sonia Gutiérrez, Alipio Jaramillo Giraldo, María
de la Paz Jaramillo, León Phanor, Jorge Mantilla Caballero, Óscar Muñoz, Fernando
Oramas, Manuel Parra (Espartaco), Alfonso Quijano, Augusto Rendón, Ricardo Rendón,
Luis Ángel Rengifo, Juan Antonio Roda, Lucy Tejada, Jorge Elías Triana, Rodolfo Veláz-
quez y Gustavo Zalamea Traba.
178

época sintomático de la crítica creciente a la concepción modernista del


artista como creador a la vez bohemio y super-star. Aunque en Prográfi-
ca no se iniciara un trabajo de autoría colectiva, como el que el Taller 4
Rojo – integrado por los pintores y grabadores Diego Arango, Carlos
Granada, Umberto Giangrandi, Fabio Rodríguez Amaya, Nirma Zára-
te y el fotógrafo Jorge Mora – representó en Bogotá en los años setenta,
el principio de asociación de los artistas es sintomático de una concep-
ción post-romántica de la cultura, dentro de la que ellos se concebían
como una pieza del complejo engranaje de la producción simbólica en
la cultura contemporánea. De hecho, las ganancias obtenidas con la
venta del portafolio se donaron al Partido Comunista Colombiano, en
el cual militaba Pedro Alcántara Herrán. De esta forma, el Graficario
también llama la atención sobre las intrincadas relaciones entre el cam-
po de la cultura y el de la política en los años setentas. Por supuesto, el
reconocimiento del arte como elemento significativo de exclusión social
en la cultura colombiana y la concepción del proyecto como una alter-
nativa a estos procesos es medular. Lograr un mercado del arte crítico o
incluyente era uno de los principales motores de esta iniciativa y de
otras análogas.
En segundo lugar, el ejercicio de síntesis histórica presente en el
Graficario es crucial: además de reunir a un conjunto de artistas de
varias generaciones, desde los años veinte hasta los setenta, en él se
reimprimieron algunas piezas fundamentales de la historia de la grá-
fica crítica en Colombia, implicando un ejercicio pleno de apropia-
ción y de montaje; operaciones definitivas del arte contemporáneo.
La inclusión de El Escudo de la Regeneración, esta cáustica estampa
de Alfredo Greñas, es una muestra contundente de ello. Así ocurre
con Acaudalado Bogotano de José María Espinosa, y con la caricatu-
ra, por ejemplo, de Ricardo Rendón.
Las obras del Graficario abordan una agenda histórica anti-hegemó-
nica, como aquella recogida en La República, y la interpretan desde una
reflexión estética heterogénea, ofreciendo perspectivas múltiples sobre
los hechos históricos asociados a las luchas populares en el país.
En este sentido, el Graficario de la Lucha Popular en Colombia
funciona de manera simultánea como obra contemporánea, de Al-
cántara Herrán y de todos los autores que realizaron sus estampas ad
hoc para el proyecto, como colección artística y como hipótesis histó-
rica e histórico artística indudablemente reveladora. En el cruce de
estos factores se podría señalar, incluso, el desarrollo de un ejercicio
análogo al de las prácticas curatoriales contemporáneas; esto no se
señala con la idea de postular el primer (ni segundo, etc.) curador de
179

la historia del arte en Colombia, sino para destacar la emergencia de


un acercamiento discursivo y no canonizante a la historia del arte,
crítico del alto modernismo, que éste proyecto comparte con las
prácticas curatoriales.
Por estas características, el Graficario de la Lucha Popular en Co-
lombia es un proyecto representativo del auge de la gráfica en Co-
lombia. Reconocemos el siguiente eslabón de la tradición del arte
político, que, igual que el muralismo, tuvo lugar al nivel latinoameri-
cano, pero esta vez entre las décadas de los sesenta y setenta.

Una tradición impugnada

A pesar de reconocer una tradición cultural entre estos dos eslabo-


nes del arte político en Colombia, sabemos que entre ambos se extien-
de un abismo que se ha manifestado persistentemente en la historia del
arte colombiano a través de un sistema de exclusiones que vale la pena
revisar: 1. El Americanismo, el Indigenismo y el muralismo se excluyen
parcial o totalmente de la historia del arte moderno en Colombia; es
decir que no se les otorga más que un papel espurio en su desarrollo. 2.
El auge de la gráfica, especialmente de la que se catalogó como gráfica
política, y, posteriormente como gráfica testimonial, se excluye total-
mente de la historia del arte contemporáneo en Colombia, y se asocia
algo defectuosamente y sólo en algunos casos (como el de Alcántara
Herrán) a la evolución de la plástica modernista.
Los vínculos culturales y artísticos profundos entre estos dos mo-
vimientos de la plástica colombiana se omiten, erigiendo el moder-
nismo como una barrera (de calidad artística) que se habría inter-
puesto, eliminando la posibilidad de reconocer la existencia de una
tradición artística entre los tres períodos en cuestión.
De estas exclusiones, aquellas que recaen sobre el muralismo, tu-
vieron su origen evidente en la historiografía setentista que he men-
cionado, especialmente en la Historia Abierta de Traba, cuya argu-
mentación con respecto a la generación de artistas americanistas fue
radical; en su libro, de hecho, no les concede más que un breve y
despectivo comentario, orientado a postular a Alejandro Obregón,
no sólo como harina de otro costal, sino como el héroe que habría de
“derrotarlos”, desconociendo los vínculos artísticos y también afecti-
vos que se extendían entre varios de ellos.
Marta Traba lo cuenta como sigue: “Si en 1950 el nacionalismo se
dirimía en un nivel tan superficial, había que ir contra el nacionalis-
180

mo. No tengo otro remedio que citarme, ya que llego a Colombia en


1954, quedo incluida poco tiempo después en el equipo crítico-lite-
rario de la Revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán, y asumo la
defensa de la pintura y, específicamente, de Alejandro Obregón y
Eduardo Ramírez Villamizar, a través de la lucha contra el naciona-
lismo cerril, objetivo principal del libro La Pintura Nueva en Latinoa-
mérica, Ed-Librería Central, 1961. Las metas de esta campaña, que
fue cruenta y no pocas veces injusta, como toda guerra, puesto que
se vio forzada a bajar del Olimpo a la generación que precedió a
Obregón, fueron bastante claras: en primer término, recensar el arte
latinoamericano, para establecer una primera perspectiva general
que sirviera de apoyo. Segundo, dentro de tal marco (que hasta ese
momento sólo había sido diseñado de manera empírica por la fecun-
da labor de José Gómez Sicre en la O.E.A.), separar el oro de la es-
coria, considerando escoria todo lo que no estuviera resuelto me-
diante los sistemas específicos de las artes plásticas: y oro, lo que
buscara o afianzara la autonomía de dichos sistemas.” (Elogio de la
Locura. Feliza Bursztyn – Alejandro Obregón, Universidad Nacional
de Colombia, 1986, p.47)
En contraste, los historiadores Barney-Cabrera y Medina matizaron
mucho más sus posiciones dado que se dirigieron a la proposición de
interpretaciones históricas, marcando una tendencia fuerte a buscar
elementos de continuidad entre estas diversas generaciones artísticas,
en contraste con Traba que redacta su Historia Abierta como una zona
donde las barreras entre la historia y la crítica se difuminan.
Las exclusiones que recaen sobre el auge de la gráfica, tuvieron
un punto de inicio en las historias mencionadas, simplemente por-
que se produjeron en el mismo momento en que éste se desarrollaba;
de hecho, existe una correspondencia entre las formas de conciencia
sobre el carácter del arte y su función cultural y sobre la naturaleza
post-colonial de la cultura colombiana, que se expresa en estas obras
y en estos proyectos artísticos. La escasez de investigaciones en la dé-
cada siguiente, en un contexto altamente represivo, extendieron un
velo espeso sobre esta producción, y sobre la masa crítica que la sus-
tentó. En las últimas décadas, la marginación de la gráfica testimo-
nial y su segregación con respecto al continuo de procesos artísticos
que se desarrollaron en la década se intensificó, en particular en
aquellos trabajos dedicados a explorar las expresiones del arte con-
ceptual en Colombia. Basados en la publicación de Orígenes del arte
conceptual en Colombia estos acercamientos investigativos, históricos
y curatoriales, regeneran las posiciones de los artistas y críticos entre-
181

vistados, y del propio autor, Álvaro Barrios al interpretar estas entre-


vistas como fuentes primarias (que no son), debido a su carácter tes-
timonial. Lo hacen sin considerar su transformación por las mutacio-
nes ideológicas que cundieron en los años ochenta y noventa, duran-
te las cuales se cultivó el desdén por el arte político.

Dos Trampas

Primera trampa. Aparte de estas exclusiones histórico artísticas,


hay un peso mucho mayor sobre estos dos capítulos de la historia del
arte colombiano, que ha depredado su memoria y la posibilidad de
valorar sus significados históricos. Se trata de la marginación opera-
da desde el campo de la política. La primera vez, por La Violencia,
que quebró la construcción colectiva de un arte plenamente moder-
no en Colombia, extendiendo un silencio rotundo desde el asesinato
de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 hasta el final de la Dictadura del
General Gustavo Rojas Pinilla, en 1957. El campo del arte sufrió gra-
ves golpes durante este lapso de tiempo, desde la censura y la migra-
ción de intelectuales y artistas de primer orden, pasando por el re-
pliegue notorio de los que permanecieron en Colombia, hasta llegar
a la destrucción de obras cruciales del muralismo colombiano (es el
caso de los murales Liberación de los Esclavos y Rebelión de los Co-
muneros de Ignacio Gómez Jaramillo en el Capitolio Nacional, o del
ciclo de murales de Alipio Jaramillo en la Facultad de Derecho de la
Universidad Nacional de Colombia) y el cierre de espacios tan im-
portantes como Salón Nacional de Artistas. Aunque los artistas de
ambas generaciones continuaron sus trayectorias, es obvio que el de-
bate y la experimentación del arte político se clausuró. Entonces,
¿cómo es posible reconocer una tradición cultural entre los artistas
americanistas y los artistas políticos de los setenta? ¿acaso el moder-
nismo pleno, que se consolidó en Colombia a fines de los años cin-
cuenta puede considerarse como un elemento de continuidad y no
de quiebre entre estas generaciones artísticas?
La respuesta no puede ser unívoca. Sin lugar a dudas, existen di-
ferencias profundas entre el modernismo del arte americanista y el
de la siguiente generación; pero las tradiciones culturales también se
conforman por afinidad ideológica y poética, orientada en el plano
colectivo a través de procesos de difusión y educativos, y en el plano
individual, por efectos de experiencias vitales significativas, sólo de-
tectables a través de la investigación biográfica.
182

Reconocer el ciclo de obras de Alejandro Obregón en torno a la


Violencia, como un conector entre estas dos generaciones artísticas,
abre un horizonte de reflexión clave. Con la realización de su obra
maestra Violencia (1962), los imaginarios e idearios sobre el arte polí-
tico, que habían entrado en estado de latencia en medio del clima al-
tamente represivo de La Violencia y la dictadura, resurgieron para
iniciar un nuevo camino de concreción, es decir, para llegar a un es-
tado de praxis o poética de nuevo cuando, cerrando el período de la
dictadura, inició el Frente Nacional.

La Violencia y Violencia

Desde el momento en que Alejandro Obregón alcanzó una soli-


dez formal y conceptual en su oficio, desarrolló su obra a través de
extensas series temáticas, entre las cuales se destacan sus paisajes, sus
cóndores y toro-cóndores y sus naturalezas muertas, repletas de sim-
bologías personales. La violencia también fue un tema recurrente en
la obra del artista, sobre todo en el período que va desde 1948 hasta
los años setenta, y ocupa un lugar de importancia en su reconoci-
miento como uno de los artistas modernos más relevantes de Colom-
bia. El proceso de configuración de la expresión visual sobre el fenó-
meno de la violencia en Colombia fue el mismo de la maduración de
su estilo y de su rol como artista e intelectual.
Obregón empezó a pintar sobre la Violencia en 1948, cuando,
siendo testigo de los hechos desatados por el magnicidio del líder po-
pular Jorge Eliécer Gaitán, realizó, sobrecogido, unas variaciones que
concluyeron en su obra Masacre del 10 de abril (1948). Fue la primera
vez que Obregón experimentó la potencia de su papel como artista, al
ofrecer una visión independiente y propia sobre lo ocurrido. Desde
entonces, observó atentamente la historia contemporánea de Colom-
bia, vinculándose a ella desde una mirada crítica a través de la cual
defendió el valor del intelecto y de la libertad frente a toda clase de
autoritarismos. Sus trabajos en torno a los hechos de violencia ocurri-
dos durante la fase final del gobierno militar del general Gustavo Ro-
jas Pinilla fueron relevantes para el movimiento intelectual anti-dicta-
torial que agitó la opinión pública hasta el final de este período políti-
co, en 1957. Violencia (1962) fue el punto culminante de esta trayec-
toria reflexiva. La conexión es clara al analizar iconográficamente la
serie de obras en cuestión; en particular al reconocer el tema de la
maternidad interrumpida como hilo conductor entre ellas.
183

Cuando Obregón pintó Violencia, en 1962, habían pasado más de


10 años desde Masacre del 10 de abril (1948). En este caso, Obregón
había explorado la maternidad como un elemento relevante para la
representación de la violencia, a través de la mujer que yace en el pri-
mer plano de la imagen, con un bebé (¿muerto? ¿malherido?) aferra-
do a su brazo.
Años después, este recurso expresivo reaparece en Luto por un es-
tudiante (1956), en donde Obregón centra la acción del cuadro en la
figura de una mujer que, con su hijo gravemente herido en brazos,
protesta furiosa hacia sus agresores. En Estudiante muerto [Velorio]
(1956), Obregón cambia la representación de cuerpos fragmentados
empleada en Masacre del 10 de abril (1948) por la presentación de un
solo cuerpo, territorio ocupado por las huellas de la violencia y por
el dolor; el cuerpo de un estudiante yace sobre la mesa, de manera
que nuestra situación como espectadores es la de un “comensal” in-
vitado a esta terrible escena. De esta manera, Obregón integra el gé-
nero de la naturaleza muerta, con todo su potencial simbólico, al de
la pintura histórica. Esta transformación de los géneros tradicionales
de la pintura es un aspecto relevante para la pintura de Obregón y
es, justamente, uno de los elementos más significativos de Violencia
(1962), como se verá a continuación. Además, en Estudiante muerto
[Velorio] se halla una relación, aunque velada, con la iconografía del
catolicismo: un punzón está clavado en el costado derecho del estu-
diante.
En Violencia (1962), la maternidad interrumpida regresa como el
motivo principal a través del cual Obregón representa el dolor y la
desolación provocada por La Violencia en que naufragaba el país.
En 1962, Colombia se hallaba en la primera fase del Frente Nacio-
nal; la violencia bipartidista había cedido frente a la violencia revolu-
cionaria, y, a pesar de las expectativas de paz, de reconciliación, ali-
mentadas por la finalización de la dictadura del general Gustavo Ro-
jas Pinilla, el gobierno mantenía medidas represivas contra ciertas
facciones de la intelectualidad colombiana. Era una realidad inmi-
nente que la violencia en Colombia tenía unas raíces más profundas
de lo que se creía y sería un mal difícil de conjurar.
En Violencia, Obregón se desplazó de una representación con
guiños a hechos concretos de la violencia en Colombia (el bogotazo,
el asesinato del estudiante Uriel Gutiérrez, las medidas represivas de
la dictadura de Rojas, etcétera) hacia una representación más sintéti-
ca de la violencia. Aunque en los múltiples estudios que elaboró para
este cuadro, Obregón se había concentrado fundamentalmente en la
184

realización de la figura materna, empleándola, de manera expresio-


nista, como el principal soporte expresivo,6 en la versión final, la fi-
gura cedió ante la composición general, prolongándose hasta conver-
tirse en horizonte; en un giro plenamente pictórico, el cuerpo de la
mujer se convierte en cordillera, de manera que la composición del
cuadro es propia de un paisaje, como lo han corroborado la mayor
parte crítico e historiadores que han trabajado en torno a esta obra.
Ahora, la atmósfera lúgubre del paisaje toma el lugar de las heridas,
para representar el dolor y la impotencia. Por esto, aquí el tratamien-
to del cuerpo es muy diferente, menos agresivo y, sin embargo, más
conmovedor; vale la pena recordar que el paisaje fue uno de los gé-
neros predilectos de Obregón, dentro de los cuales produjo buena
parte de sus mejores obras. La única herida visible en el cadáver de
la madre, es la yaga en el costado derecho, la misma que se halla en
el estudiante muerto de Velorio. No se debe desechar la posibilidad
de que la imagen de la maternidad rota como epicentro del dolor se
afinque, aunque lejanamente, en la “piedad”, imagen del catolicismo
que presenta el sufrimiento de la Virgen María sosteniendo el cadá-
ver de su hijo, al ser descendido de la cruz, pues, en muchas ocasio-
nes, Obregón transfiguró con un acentuado espíritu crítico los temas
y motivos del arte católico, para referirse a la crisis de los valores hu-
manos en la sociedad contemporánea (La mesa del Gólgota, 1956;
Velorio, 1956, Homenaje a Camilo, 1968); y también por el papel del
Picasso de Guernica (1937) como referente clave para esta serie de
Obregón. A pesar de la ausencia de índices históricos en el cuadro,
la asociación del fenómeno de la violencia al territorio constituye un
aporte muy agudo a la comprensión de la situación histórica de la
Colombia contemporánea pues, sin duda, las pugnas entre diferentes
facciones sociales y políticas en la historia del país están relacionadas
con la lucha por el dominio y posesión de la tierra. Finalmente, el
rostro de la mujer se resolvió en un gesto tranquilo, como el del sue-
ño (al contrario de como aparece en los estudios para el cuadro), de
manera que la violencia deja de evidenciarse en el sufrimiento soste-

6 Existen varios bocetos de este cuadro, elaborados en 1962, de los cuales se puede
deducir el proceso de su configuración: algunos, con una gestualidad muy dramática y
pronunciada, otros tremendamente sangrientos; en todos se mantiene como único moti-
vo el cadáver de una mujer en embarazo, víctima de una agresión. La figura se conserva
siempre en el primer plano, mientras que los elementos a su alrededor varían: en ocasio-
nes, un paisaje desolado se extiende tras ella o amenazantes nubes negras se posan sobre
su figura; algunas veces, Obregón se concentra exclusivamente en su cuerpo.
185

nido de sus víctimas, y se escabulle, se retira, dejando sólo el sinsen-


tido de su paso, en aquel reino que no puede gobernar: el de la
muerte.
A pesar de su inmenso valor para la historia del arte colombiano,
Violencia no desarrolla una propuesta poético-política plena, en la
medida en que Obregón no puso (nunca) en cuestión los intríngulis
del arte y el poder, manifiestos en las dinámicas de recepción del ar-
te. No obstante, la consagración de Obregón por esta obra tuvo un
impacto profundo en la generación de artistas emergentes de los se-
senta, y motivó muchas de sus reflexiones plásticas, visibles a través
de una revuelta a la figuración que dominó la gráfica política de los
años sesenta y setenta, aunque no fuera su única expresión. Con Vio-
lencia, Obregón consigue reinstalar el diálogo entre el arte y la políti-
ca, desde el ejercicio básico del artista/intelectual, es decir, enuncián-
dose en el campo del poder a través de su estatus de artista.
Desde esta perspectiva, las cualidades que Traba promovió en la
obra de Alejandro Obregón en una batalla abierta contra la genera-
ción de americanistas, fueron un factor crucial para la formación de
una tradición del arte política en Colombia, que reconoce en el mu-
ralismo uno de sus pilares.
Segunda trampa. Decía que, aparte de las exclusiones histórico ar-
tísticas que operan sobre el americanismo y sobre el auge de la gráfi-
ca, se extiende un filtro más potente, que ha depredado su memoria
y la posibilidad de valorar sus significados históricos. Se trata de la
marginación operada desde el campo de la política. La primera vez,
fue La Violencia. La segunda, aún no tiene nombre, pero podría de-
signarse “estado de excepción” o, para ubicar un mojón histórico
preciso Estatuto de Seguridad.
El Estatuto fue el marco legal para el desarrollo de la violencia de
Estado destinada a erradicar las guerrillas revolucionarias que habían
surgido en Colombia, desde 1959. Fue aprobado en el gobierno de
Julio César Turbay Ayala, que se extendió desde 1978 a 1982. Bajo
los auspicios del Estatuto, la represión fue arrasadora, desconfigu-
rando de forma dramática el campo cultural colombiano. En este
contexto ocurrió la transfiguración de los acalorados debates sobre
las relaciones entre arte y política, a partir de los cuales habían emer-
gido las definiciones ad hoc de arte crítico, comprometido, político,
testimonial, en una creciente estigmatización que persiste hasta hoy,
marginando muchas de las trayectorias capitales del arte setentista
colombiano de sus propios relatos históricos. Además, el propio ins-
tinto de conservación de numerosos intelectuales implicó una auto-
186

censura que es difícil desmantelar, más aún por la continuidad de


una democracia restringida en Colombia.
La combinación de la exclusión histórico artística con la censura,
fue un golpe letal para la valoración de este patrimonio artístico e in-
telectual, que los epígonos de Marta Traba reprodujeron de manera
sistemática, dominando los espacios institucionales más importantes
del país (el Museo Nacional, los diversos Museos de Arte Moderno,
e incluso las Escuelas de Arte). A través de su sesgada labor, disfraza-
da como protección del canon modernista de los años 50, y como
promoción de contadas trayectorias del arte experimental, la tradi-
ción que logró mantenerse con dificultades entre los años 30 y los
años 70 se quebró, o quisiera decir, más bien, quedó en suspenso, su-
friendo un nuevo embate (este más contingente y oblicuo) por el im-
pacto de las tecnologías de la información contemporáneas sobre el
campo cultural. La marginación progresiva de estos capítulos de la
historia del arte colombiano son una secuela del uso ideológico7 de
los términos (arte político, revolucionario, comprometido, testimonial)
con los que han sido descritos por sus diversos actores y observado-
res; a fines del siglo XX, discutir sobre las relaciones entre arte y po-
lítica, y sobre el potencial transformador del arte se había convertido
en un anatema, a medida que las obras y trayectorias que protagoni-
zaran la historia del arte político en Colombia llegaban casi al punto
de la desaparición (simbólica). La generación de una masa crítica sig-
nificativa en torno a las relaciones entre arte y política que ha marca-
do el arranque del siglo XXI, sugiere la persistencia de un horizonte
de sentido para la experimentación creativa en la praxis política, y
nos convoca a la construcción urgente de perspectivas histórico críti-
cas sobre dicha trama cultural.

7 Con respecto a esta afirmación, es necesario aclarar que en el contexto de este pro-
yecto me adhiero a la definición de ideología que Terry Eagleton acuña, con base en una
revisión histórico crítica del concepto. Para Eagleton, la ideología es una trama de efectos
discursivos – de “cierres” que pueden ir desde la omisión hasta la estabilización de los sig-
nificados –, que manifiestan las disputas de poder entre las tendencias reproductivas y las
impugnadoras de determinadas formas de vida social. Según Eagleton la ideología “repre-
senta los puntos en que el poder incide en ciertas expresiones y se inscribe tácitamente en
ellas”. Esta definición, le permite a Eagleton integrar de forma dialéctica los extremos que
conciben la ideología como un conjunto de “ideas sin cuerpo” y como “pautas conductua-
les”. Cfr. Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, Paidós, Barcelona, 1997.
187

Fig. 1. Pedro Nel Gómez, La República, 1937. Mural al fresco. 448 x 1150 cm. Ubi-
cado en la Sala del Consejo del antiguo Palacio Municipal hoy Museo de Antioquia.

Fig. 2. Alejandro Obregón, Violencia, óleo sobre lienzo, 155x188 cm., 1962. Banco
de la República. Bogotá, D.C., Colombia.
188

Fig. 3. Taller 4 Rojo de Bogotá. Agresión al imperialismo (tríptico), 1972. 70x100 cm


c/u. Banco de la República. Bogotá, D.C., Colombia.

Fig. 4. Rodríguez Amaya, Fabio, litografia en piedra del libro Gritos sueltos (poemas
de Juan Pisba), 1978, 40x30 cm. Cívica Colección Bertarelli. Milán, Italia.
189

Fig. 5. Giangrandi, Umberto,


litografia offset de la carpeta
Testimonios – Taller 4 Rojo,
1973. Banco de la República.
Bogotá, D.C., Colombia.

Fig. 6. Rodríguez Amaya, Fa-


bio, litografia offset de la carpe-
ta Testimonios – Taller 4 Rojo,
1973. Banco de la República.
Bogotá, D.C., Colombia.
190

Fig. 7. Granada Arango, Carlos, litografia offset de la carpeta Testimonios – Taller 4


Rojo, 1973. Banco de la República. Bogotá, D.C., Colombia.

Fig. 8. Rengifo Munõz - Luis Ángel, Primero de Mayo, 1977. Banco de la República.
Bogotá D.C., Colombia.
191

Fig. 9. Jaramillo González, María


de la Paz, Ana, 1977. Banco de la
República. Bogotá D.C., Colombia.

Fig. 10. Correa, Carlos, Trece de


Junio, 1953-1977. Banco de la
República. Bogotá D.C., Colombia.
192

Fig. 11. Alcántara Herrán, Pedro, Muerte a la muerte, 1977. Banco de la República.
Bogotá D.C., Colombia.

Fig. 12. Obregón Rosés, Alejandro, El grito de Galán, 1977. Banco de la República.
Bogotá D.C., Colombia.
193

Fig. 13. Quijano Acero, Alfonso, Sin Título, 1977. Banco de la República. Bogotá
D.C., Colombia.
194

Fig. 14. Hanne Gallo, Pedro, Mater- Fig. 15. Gómez Agudelo, Pedro Nel,
nidad - Edición Póstuma, 1977. Banco Recuerdos de la violencia, 1954/56-
de la República. Bogotá D.C., Colom- 1977. Banco de la República. Bogotá
bia. D.C., Colombia.

Fig. 16. Barrera, Antonio, In memoriam, 1977. Banco de la República. Bogotá D.C.,
Colombia.
195

JULIO OLACIREGUI
Escritor - París

Mito e Historia en la narrativa del caribe colombiano:


de Changó el gran putas a La Ceiba de la memoria

Tuve que alejarme del mar Caribe para ahondar en la memoria de


sus raíces y semillas, para embarcarme en ese nostos, en ese viaje de-
seado hacia Etiopía, hacia Grecia, hacia la utopía de Americo Ves-
pucci.
Descubrí “a orillas del Sena” la inmensa obra de reconstrucción
ética realizada por la cubana Lydia Cabrera, quien a su vez había
descubierto en París, escribiendo los cuentos que le contaba su nana,
la riqueza de la herencia africana en Cuba. Sus libros El monte,
Cuentos negros de Cuba, Reglas de Congo, el Bantú que se habla en
Cuba, y tantos otros, llegaban desde Miami a las librerías hispanoa-
mericanas del Barrio Latino.
La lectura de esos libros, así como la de Les Amériques noires, del
sociólogo y antropólogo francés Roger Bastide, me hicieron presentir
la posibilidad de gozar también con esa revalorizacion de nuestro et-
hos, viajando a danzar en Guinea y Senegal, valorando el aporte cul-
tural que nos dejaron las naciones negras, los esclavos y sus descen-
dientes afro-neogranadinos, “las modas y colores de los ancestros”, y
sobre todo su máxima enseñanza: resistir y rebelarse.
Se volvió una necesidad emprender búsquedas en torno a los flu-
jos y lazos entre nuestra historia y el continente africano, el mítico
país de los Etíopes citado al comienzo de la Odisea que contribuyó a
“fundarme la patria”.
Por ello propuse, para este periplo colombiano, leer, subrayando,
comparando, dos obras que tienen que ver con el título del libro de
Roger Bastide que podríamos traducir como América Etíope, Afroa-
mérica, América Mulata, América Zamba, América Morena, Améri-
ca Morocha, América Mestiza
Se trata de obras escritas por maestros de la narrativa del caribe
colombiano, Changó el gran putas, de Manuel Zapata Olivella (1920-
2004), publicada en 1983 y La ceiba de la memoria, de Roberto Bur-
196

gos Cantor (1949), editada en febrero de 2007. Esta última recibió


un premio en la Casa de las Américas de Cuba, país donde, como se
sabe, la ceiba es un árbol sagrado.
Zapata Olivella, algo mayor que Gabriel García Márquez, fundó
en 1965 la revista Letras Nacionales, “una revista clave para una gene-
ración de escritores que comenzábamos a publicar por esas fechas: Ger-
mán Espinosa, Policarpo Varón, Roberto Burgos Cantor, Ricardo Cano
Gaviria, Luis Fayad, Umberto Valverde, Darío Ruiz Gómez, Fanny
Buitrago y Alberto Duque... entre otros”, recuerda Oscar Collazos ci-
tado por el historiador cartagenero Alfonso Múnera en el prólogo al
libro de ensayos Manuel Zapata Olivella. Por los senderos de sus an-
cestros, publicado en 2010.
Alfonso Múnera, autor de El fracaso de la nación – donde analiza
entre otros temas la fuerza histórica y la marginación de los africanos
y de sus descendientes en la construcción de la sociedad colonial de
la Nueva Granada, la actual Colombia – describe muy bien la figura
de Zapata Olivella: médico, viajero, gran intelectual mulato, bailarín,
escritor, periodista, coreógrafo, folclorólogo, en suma Filósofo. En
ese texto aclara por fin la importancia de su pensamiento.
El profesor Ariel Castillo, de la Universidad del Atlántico, quien
participó con Roberto Burgos Cantor en el comité editorial de una
colección de 18 tomos sobre el tema afrocolombiano donde se inclu-
yó Por los senderos de sus ancestros, afirma sobre ese libro: “Sin duda
estos textos están detrás de Changó el gran putas”.
Burgos Cantor, a quien puede preguntarle por correo acerca de
sus lecturas de la obra de Zapata Olivella, destacó libros de éste co-
mo Pasión vagabunda, Detrás del rostro, Tierra mojada y En Chimá
nace un santo, pero no mencionó a Changó el gran putas.
Julián Garavito ha escrito una semblanza muy completa de Ma-
nuel Zapata Olivella publicada en el sitio del Instituto Cervantes. In-
cita a buscar los otros libros publicados por este caminante, chaman,
teórico y productor de folclor.
Changó el gran putas y La ceiba de la memoria tienen como deno-
minador común el tratar escenas de la vida en Cartagena de Indias
en las primeras décadas del siglo XVII: el comercio de esclavos, el
establecimiento del Tribunal de la Inquisición, la época de la rebe-
lión de Benkos Bioho, fundador del primer Palenque de esclavos al-
zados, cimarrones; la labor de Pedro Claver, el futuro santo.
A través del personaje de Analía Tu-bari, en La ceiba, surgirá la
memoria de la Metis, ese saber milenario, empírico, necesario para
vivir que encarna en la historia de Cartagena una mujer como la cu-
197

randera Paula de Eguiluz, acusada de brujería por la Inquisición, tal


como lo cuenta la historiadora María Cristina Navarrete.
Zapata Olivella desbordará ese espacio-tiempo del ethos cartage-
nero para hablar de la epopeya heroica “panafricano-criolla” de re-
sistencia en América: no solo en la Nueva Granada –la actual Colom-
bia– también en Haití, México, Brasil y Estados Unidos.

Burgos Cantor también saldrá de su patio. Este pensador y narra-


dor establecerá lazos, desde su humanismo de hombre del siglo XX,
entre la trata negrera, la esclavitud en América, y el Holocusto de los
judíos por los nazis. Todo ello impregnado de sus conocimientos de
la filosofía europea.
Los ensayos de Ariel Castillo y del profesor Pablo Montoya, de la
Universidad de Antioquia, sobre La ceiba de la memoria, son claves
para apreciar la riqueza de esta obra. Ambos pueden consultarse en
internet.
La ceiba de la memoria expone a través de los monólogos de los
jesuitas Alonso de Sandoval y Pedro Claver el pensamiento de la filo-
sofía eclesial, dogmática, medieval, compasional.
A través del personaje de Dominica de Orellana, la inteligente
belleza, nos dejaremos envolver por su amor al saber, por el pensar
renacentista inspirado en la astronomía y la ciencia.
San Agustín y Giordano Bruno de Nola, podrían ser las figuras
tutelares de ese flujo de pensamiento que atraviesa La Ceiba de la
memoria.
Para conocer la historia de una época, “cada una de las unidades
históricas”, la historiografía requiere del mito, de la novela, de esa to-
talidad de la vida humana, afirma Hermann Broch en su ensayo “La
herencia mítica de la literatura”.
Los estudiosos de nuestra historia cuentan ahora con estas nove-
las sui generis.
Cartagena de Indias, durante el auge del comercio de esclavos
africanos – para el estudio de lo espiritual leer la obra de María Cris-
tina Navarrete – fue concebida y se desarrolló por efecto de un espí-
ritu específico, el ethos imperial y capitalista. Esto lo comprendemos
leyendo El fracaso de la nación, la ya citada obra de Múnera.
Las obras de Zapata Olivella y Burgos Cantor son polifónicas, dan
la palabra a esos cientos de miles de hombres y mujeres esclavizados
africanos que vivieron y dejaron sus huesos en la tierra cartagenera.
Cuentan que los comenzaron a traer en “armazones”, en navíos
que zarpaban desde los puertos de Gorée (Senegal) y Uidá (actual
198

Benín) desde el siglo XVI hasta Cartagena, capital de la provincia del


mismo nombre, principal factoría de esclavos en las colonias hispa-
nas durante los siglos XVI y XVII.
En el año 1663 se llegaron a contar en el puerto de Cartagena
“catorce navíos negros con unos 800 o 900 esclavos cada uno.”
Los trajeron de las costas occidentales de Africa, del Congo, An-
gola, Cabo Verde, Guinea, Senegambia, Dahomey (ahora Benín y
Nigeria).
Según el jesuita Alonso de Sandoval, personaje de La ceiba de la
memoria, en Cartagena se escuchaban 70 lenguas diferentes. Los es-
clavizados eran de castas kongo (mondongo, rebolo), mandinga, ca-
rabalí (o calabari), mina, popó, malinké, bambara, soninké, wolof
(jolofo), lucumí, arará, biáfara, cafre, balanta, chamba.
Los “amos” marcaban a sus “esclavos” con sellos de hierros can-
dentes (carimbo) sobre la frente o la espalda, como lo canta el puer-
torriqueño Ismael Rivera.
Los esclavizados trabajaban como domésticos, vaqueros, peones
en las haciendas, en los cultivos de maíz y arroz, de plátano y yuca, o
pescadores, bogas, o en las porqueras, en las caballerizas, o pavimen-
tadores, obreros en la construcción de las murallas.
La descendencia afrogranadina, los hijos de los Negros de Na-
ción, los libertos e hijos mulatos, zambos, pardos, prietos, fueron en-
rolados como milicianos y soldados en la época de la Independencia.
En la costa los escritores miran hacia Cuba, Haití, Jamaica,
Puerto Rico, la perla de los mares, Maracaibo... la música nos ha
llegado siempre con las brisas del mar. Gracias a la música de esos
países estamos familiarizados con los nombres de las deidades afri-
canas.
En Changó el gran putas Zapata Olivella hace una reconstrucción
del pensamiento místico de Africa, resucitando poéticamente el pan-
teón yoruba.
El lingüista francés Yves Moñino, en una reciente conferencia en
Cali sobre la herencia africana en Colombia, afirmó que el panteón
yoruba es tan rico y complejo como el griego.
Changó es tan grande y poderoso como Zeus, el dios del trueno y
las centellas; es el poder de la Santa Bárbara.
El propio Zapata Olivella califica su obra de “saga”, compuesta
de cinco novelas diferentes.
En este libro hay una verdadera mezcla de creencias religiosas
africanas así como de las engendradas en tierra americana, entre ellas
el vodú en Haití, la santería en Cuba y el Candomblé en Brasil.
199

“Estás nadando en una saga, esto es, en mares distintos, en cinco nove-
las diferentes –Los orígenes, el Muntú Américano, la Rebelión de los
Vodús – Las sangres encontradas y los Ancestros combatientes – todas
ellas con unidad, protagonistas, estilo y lenguaje propios”
Su única ligazón son los orichas africanos y los difuntos padres nacidos
o muertos en América que no reconocen los límites de los siglos, ni de
las geografías o de la muerte.”

Como seres humanos la literatura nos convierte en compañeros


de viaje en la peregrinación en busca del camino hacia la ciudad jus-
ta, hacia la sociedad-justa, que implica el campo, la vida campesina,
la vida de los pescadores, el mar... y el cielo.
Zapata Olivella y Burgos Cantor nos hacen ver con sus ficciones que
la ciudad justa buscada ha sido Cartagena de Indias. En sus libros en-
contramos la dualidad del conocimiento humano: mito e historia.
En Changó se nos abre las puertas de un mundo enciclopédico...
Al comienzo, en el introito ad altare dei invoca la voz mítica que na-
rra, Eleguá – Elegba – Hermès en Grecia o Mercurio en Roma, el
que abre los caminos, el mensajero celestial.
Zapata Olivella tiene una voluntad homérica para hacernos ver el
troyano hecho de la esclavitud, la guerra que implicó a tanta gente y
duró varios siglos; las rebeliones. Su perspectiva, su tono, su concep-
ción, su escritura hacen de Changó un testamento y un testimonio
místico
Como en la Ilíada y en la Odisea las divinidades del aire, el fuego,
el mar y la arcilla están presentes en cada momento digno de ser con-
tado. También los dioses-animales convertidos en máscaras asisten a
esas escenas fundadoras de nuestra historia supranacional, como es
el caso de la célebre noche en el Bosque de los Caimanes, en Haití,
cuando se lanza la primera revolución de los esclavizados.

Jacques Gilard y Fabio Rodríguez Amaya, en Plumas y Pinceles,


han escrito la historia de la literatura y el arte, del pensamiento na-
cionalista y las ideologías en Colombia durante el siglo XX, a partir
de sus estudios sobre el Grupo de Barranquilla.
Ambos se refieren a Zapata Olivella, a la hechura de su obra en
aquella Colombia que se creía blanca, apostólica y romana, hija de la
Madre Patria española, que debía esperar hasta 1991 para reconocer
en su Constitución que es un país “pluriétnico”.
Gilard criticaba a Manuel Zapata Olivella diciendo que “sus convic-
ciones de los años 40 y 50, de una rigidez estalinista, lo aislaron en un
200

populismo asustadizo, y por la vía de la hostilidad a toda influencia ex-


tranjera, lo llevaron a elegir una forma sui generis de nacionalismo...”
Esto no es completamente cierto ahora que pueden leerse los tex-
tos teóricos que Zapata Olivella escribió, recopilados como ya se
mencionó en Por los senderos de sus ancestros.
Sin embargo Gilard reconoce su importancia: “Manuel Zapata
Olivella: Negro, comunista y costeño, hizo mucho por el estudio y la
difusión del folklore de la Costa atlántica. (...) Las giras folklóricas
organizadas por Zapata en el país y en el extranjero contribuyeron
con el progreso de una Colombia múltiple”.
En los años 1940-50, según Jacques Gilard, “lo nacional significa:
fragmentos de sociedad, fragmentos de cultura, fragmentos de geo-
grafía y de historia, que componen un disfraz de Arlequín presu-
puesto para representar una nacionalidad compacta y homogénea”
Gilard habla de Colombia como una “república de criollos, ese
país formal constituido por blancos o reputados como tales, mientras
que el país real era y es múltiple: mestizo, pluriétnico y multicultu-
ral”.
“Todo esto en una Colombia que no logra salir del estado endé-
mico de las guerras fratricidas. Un país que por voluntad precisa y
declarada de sus próceres y padres de la patria nace bajo la égida del
racismo y del clasismo, sin el buen gusto de ser ni una nación ni un
estado”... dice Fabio Rodríguez Amaya, quien también nos ofrece
una bella imagen del “camarada” Zapata Olivella conduciendo a
García Márquez por los laberintos del valle del Magdalena hasta lle-
gar a la Guajira interna enseñándole qué es la variada cultura regio-
nal... Al leer la Ceiba de la Memoria nos damos cuenta de todo lo que
nuestra geofilosofía debe a la diversidad territorial, a nuestra disper-
sión de culturas por costas, montes, selvas, valles y cordilleras.

Has visto, sobrino, que en los playones de arena y conchas


Hay pequeñas plazoletas amarillas:
Son lugares para danzar
Allá se reúnen los alcaravanes
En sus días de fiesta para hacer la Yonna
Al compás de los tambores
Los alcaravanes hembras
Los alcaravanes machos
Se reúnen en círculos
Y luego danzan por parejas
Tal y como los Wayúu son los alcaravanes
201

Y el Keeralia:

El Keeralia es como un fuego que habita la salina


Tiene forma de lagarto y ojos de candela
Cuando la tarde declina y el sol tiñe los playones de rojo
Comienza el dominio del Keeralia
Es mejor no andar extraviado en sus terrenos
Sobre todo si se es mujer
El Keeralia acosa a las mujeres
Para forzarlas.
También acosa a los hombres con sus ojos de fuego para preñarlos.
Si encuentra a una mujer sola en la noche
El Keeralia la penetrará
Cuando el embarazo está muy avanzado
La mujer tiene una barriga enorme
Y no puede parir
Entonces revienta con los hijos del Keeralia
Que son los lagartos
Que son las culebras
Que son las iguanas
La mujer forzada por el Keeralia muere
A veces en las noches
Se ve fuego que se mueve
A lo lejos en la extensión de las salinas:
Son los ojos del Keeralia que recorre sus dominios...

Son dos mitos de los indios Wayúu contados por Petra Prince y
Xiomara Uriana. Estos mitos permiten dar una idea de la narrativi-
dad y el imaginario suelto por la costa caribe, a orillas de las aguas de
mares y ríos, mitos engendrados por la geofilosofía ancestral... la Sie-
rra Nevada, la Ciénaga Grande, los montes de María... Mompox...
Levi-Strauss define el mito entre los indios americanos como “histo-
rias de la era en que hombres y animales no se diferenciaban”
En la costa, como en muchos otros lugares, hay un totemismo difu-
so, difundido en las fiestas de carnaval, en las máscaras de animales....

“La historiografía colombiana ha levantado murallas de olvido y ausen-


cia....con respecto a los primeros 50 años del siglo XVI en las costas de
Colombia... seducida por los héroes que llegaron del otro lado del
Atlántico evidencia un mayor interés por conocer – o dar a conocer – la
ley y no la realidad, las instituciones y no las costumbres, los procesos
civilizatorios y no las resistencias, las lealtades y no las protestas, la his-
202

toria de Dios y no la de las almas y espíritus que deambulaban escondi-


dos en su propio Totem”

Esta certera crítica a la historiografía es del historiador Hermes


Tovar Pinzón en su ensayo El caribe colombiano en el siglo XVI.
Changó busca darnos a conocer lo escondido bajo el totem de los
africanos y sus descendientes; por eso su obra tiene dimensiones ar-
quitectónicas arborescentes, selváticas. Como lo recuerda Lydia Ca-
brera en su libro El Monte: para los africanos todo viene de la selva,
del monte sagrado.
Changó, en la diacronía cartagenera, aparece, siglos después, co-
mo la voz, el “yo”, de los miles de esclavos anónimos citados en De
instauranda aethiopian salute, de Alonso de Sandoval, el gran jesuita,
maestro del futuro santo Pedro Claver, el esclavo de los esclavos en
Cartagena de Indias, personajes protagónicos en La Ceiba de la me-
moria.
La primera edición del libro de Sandoval fue en Sevilla en 1627 y
llevaba por título Naturaleza, policía sagrada i profana, costumbres i
ritos, disciplina i catecismo evangélico de todos los etíopes... fue escrita
en Cartagena.

Naciones cantadas

“Yo soy Carabalí, negro de nación, y sin mi libertad no puedo vi-


vir”, se oye decir en “Bruca manigua”, una canción cubana muy po-
pular en el Caribe.
Zapata Olivella nos ofrece el mito supranacional – la lucha por
Ser, la lucha por la libertad, por la emancipación, el respeto a los de-
rechos humanos – del que hablan Herman Broch y José María Ar-
guedas.
La trata negrera hace muy obsoleto el concepto de Nación que
heredamos de Europa.
La nación es la música, el recuerdo de un continente lejano donde
viven los ancestros. Los mestizos podemos escoger una fundación
imaginaria, la filiación deseada: no sólo “lanzas” conquistadores, si-
no resistentes, artistas, cimarrones, ex esclavos (“no maldigamos la
vida”).
El renacimiento en Europa, como época de novedades, se hizo
eco del adagio de Plinio en su Naturalis historia, repetido por Eras-
mo: Semper Africa novi aliquid apportat. Africa produce siempre algo
203

nuevo, como traduce Alonso de Sandoval en su De instauranda aet-


hiopum salute...
Erasmo comenta que Plinio el Viejo encontró este proverbio en
Aristóteles, mencionado en la generación de los animales... también
cita una adaptación del adagio hecha por Anaxilas de Atenas: “La
musica, por los dioses, es como Africa / siempre edita cada año una
bestia nueva...”
“Deja que cante la kora” – pide el mítico narrador de Changó el
gran putas... Este libro es para ser puesto en escena... contiene cantos,
poemas... Zapata Olivella se convierte en un griot-escritor… nuestra
voz se une a la de otros... a las voces del pasado y a las del porvenir...
Su espíritu vuela por la historia, lo seguimos por mar, tierra y aire,
con los muchos nombres evocadores de las deidades cantadas en Cu-
ba, Haití, las islas y Brasil....
El propio Zapata ha hablado del conocimiento empírico y el li-
bresco.... de las voces de la calle y las plazas públicas, de los cantos, y
de lo que se aprende en los libros.

Viaje al Africa

Zapata Olivella viajó mucho por el mundo. El prólogo a Changó,


en la edición de la biblioteca afrocolombiana, escrito por el profesor
de la Universidad del Valle, Darío Henao Restrepo, es de una gran
riqueza pues cuenta algunas de las circunstancias en que lo escribió y
sobre todo el viaje que Manuel Zapata Olivella hizo a Senegal. Trae
el precioso testimonio de cuando le pidió al poeta presidente Leo-
pold Senghor que lo dejara dormir una noche en una cueva de Go-
rée, la isla de los esclavos, donde eran embarcados para la travesía
sin retorno.
Zapata Olivella siempre fue un investigador. Sus estudios de me-
dicina lo convirtieron en un humanista. Gracias a sus libros y al im-
pulso que le dio al folclor se proponía una suerte de cura... de trata-
miento... “Changó es víctima de una maldición y se encuentra esclavi-
zado en América... pero de inmediato nace la rebelión, el cimarronaje,
la lucha por la libertad...”. Changó es un guerrero. La trata negrera
implica de inmediato la resistencia. Tenemos en 1804 en Haití el
ejemplo de los “Negros Franceses”, que en épocas de la independen-
cia aparecerán por Cartagena.
La ceiba de la memoria condensa en nuestra literatura un saber
enciclopédico, un resuello de leviatán, para recrear el siglo de las
204

conversiones, el siglo de las inquisiciones...el siglo del derrumbe filo-


sófico de la Iglesia europea que tendría su más estrepitosa caída con
la masacre de la Saint Barthelemy en 1572.
Burgos Cantor nos ofrece una visión muy realista de lo que era el
modo de ser, el pensamiento, el comportamiento de los Jesuitas. Su
documentación es profusa.
A través del personaje de Alonso de Sandoval meditará “sobre los
significados ocultos” de ese mundo fabuloso y terrible de Cartagena
en tiempos de la evangelización y la inquisición. Ese mundo entrevis-
to también en las obras de los historiadores Alfonso Múnera y María
Cristina Navarrete, entre otros.
Tanto Changó como La Ceiba lo que hacen de alguna manera es
permitirnos asistir por encima del hombro de Sandoval a la escritura
de La Salvación de los etíopes.
Zapata Olivella, en el capítulo “Las sangres encontradas”, nos
cuenta la historia del Almirante José Prudencio Padilla, un héroe
“guajiro-mulato”, a quien Simón Bolívar mandó a fusilar “quizás pa-
ra escarmiento de los mulatos y negros de las costas”.
En el mes de marzo de 1828 el Almirante se apoderó de facto del
gobierno de Cartagena, apoyándose en los militares disidentes y en
los artesanos de Getsemaní. Tres días duró el gobierno de este héroe
mulato: “El levantamiento fugaz de Padilla es uno de los primeros, no
el último, de los actos de rebelión política, de contenido sociorracial de
los mulatos y negros libres de Cartagena durante la república” (Alfon-
so Múnera).
Otro historiador, Javier Ortiz Cassiani, en un ensayo sobre el poe-
ta Candelario Obeso, nos informa acerca de la opinión que tenía Si-
món Bolívar de la población afrodescendiente y la necesidad de con-
trolarla.
En carta al general Santander le dice que Colombia no solo está
compuesta por los civilizados

“lanudos arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona” el


territorio está conformado sobre todo “por los bogas del Magdalena”,
“los bandidos del Patía” y por “las hordas salvajes de Africa y de Amé-
rica que como gamos recorren las soledades de Colombia”.
Como manera de control había que mandarla a la guerra, de lo contra-
rio se corría el peligro que en las batallas de independencia solo murie-
ra la población blanca, lo que dificultaría la construcción de una nación
civilizada”
¿Dónde está el ejército de ocupación que nos ponga en orden? – decía
205

desesperadamente Bolívar en 1826 – Guinea y más Guinea tendre-


mos, y esto no lo digo de chanza, el que se escape con su cara blanca se-
rá bien afortunado”...

Una de las características de Changó es que le da voz a los difun-


tos, a los ancestros. Zapata Olivella nos recordará una y otra vez esa
creencia africana profunda en los ancestros... en la concepción del
irrompible nudo de los vivos con los difuntos: “Cuando arribamos a
Cartagena de Indias los difuntos se dan prisa en descolgarse por el an-
cla para depositar sus huesos en las aguas profundas de la bahía”.
La naturaleza, los mares, el monte, la selva sagrada están muy pre-
sentes en las obras de Zapata y Burgos Cantor. “Los dioses nos hacen
sufrir para que los poetas del porvenir puedan cantarnos”, esta frase de
consuelo se oye en plena guerra de Troya.
Zapata Olivella y Burgos Cantor cantan lo ocurrido en el siglo
XVII como si hubiesen estado allá, en esa época del levantamiento
de las Murallas de Cartagena.
“La memoria es la única grieta en la coraza de orgullo de la
muerte”, dice el yoruba Wole Soyinka.

La historiadora María Cristina Navarrete nos ha ilustrado acerca


de las prácticas religiosas de los esclavizados africanos y sus descen-
dientes en Cartagena de Indias durante la colonia.
Todos ellos hacen revivir ese mundo de campanas y tambores,
procesiones de los encapuchados del Santo Oficio de la Inquisición,
danzas en los montes... Vemos a la compañía de Jesús instalándose
en el Puerto, el colegio se agranda, vendrán más sacerdotes... Oímos
los pregones:

El santo oficio, enterado de las apostasías que difunden protestantes,


mahometanos y judíos, así como las brujas y hechiceros africanos que
infestan la ciudad, por mandato del Inquisidor, obliga bajo pena de ex-
comunión mayor, delatar toda herejía que se conozca... aunque el here-
je sea el hijo, el padre o el cónyuge; trátese de personas de presumida
alcurnia, servidor del Rey o extranjero, libre o esclavo...

Tanto Zapata Olivella como Burgos Cantor describen muy bien el


zambaje y el mestizaje que se produjo cuando los esclavizados se
convertían en cimarrones y se iban al monte, a la vida salvaje y debí-
an buscar alimento y mujeres entre las tribus chimilas. En La ceiba de
la memoria se lee:
206

…toman por mujeres a unas indias que se les unieron de gusto o por
fuerza...
En el caño de la Mojana construyen bohíos, cosechan plátano, y sobre
todo se dan al asalto de embarcaciones, liberando a los bogas esclavos...
tras apoderarse de las mercancías de sus amos...
Fue aquí: sí, sin pecado concebido el hijo de la calabarí y el señor arzo-
bispo. Hijo de cura y esclava crecía. La majestad entró...

Los bogas serán cantados por Candelario Obeso y Nicolás Guillén.


A fines del siglo XVIII el fraile José Palacios de la Vega escribe su
impresionante diario de viaje en busca de los negros e indios cimarro-
nes. Cuenta con muchos detalles su viaje al corazón de los montes de
la costa neogranadina, al frente de un destacamento, una patrulla
evangelizadora-militar... la primera policía de las costumbres sexuales.
La lucha de los jesuitas contra la idolatría de los esclavos, por su
bautismo y conversión, serán contados tanto por Zapata Olivella co-
mo por Burgos Cantor.
En Changó leemos:

¿Cómo es posible, pecador, que te levantes tan regocijado en el día de


tu muerte, cuando serás quemado vivo por apóstata, hereje y hechicero
?
El Babalao midió el desconsuelo del Padre Claver:
Mi alegría es vida. No moriré por apóstata sino por glorificar a Changó
y a mis orichas...

Y en La ceiba:

Pedro oye el silencio de Dios.


Ya no doy explicaciones. El vínculo con Dios carece de reglas. Es mejor
el silencio. Ahí en el silencio lo distingo. Tal vez por eso me ensordece
y aturde el ruido de los tambores. A veces oigo que los llaman tumbas.
Tum tum.
Ellos, los esclavos, se molestan conmigo cuando les quito los tambores.
Tam tam, ruido, meneo del ombligo. Balumba. Batahola ¿Por qué lla-
marán con ruidos y saltos a sus dioses ¿ Mi dios, el verdadero, el único,
se alimenta de silencio. El es silencio.

Dios mudo, dios escondido, dios ausente, dios ocioso...


Con la lectura de Changó el gran Putas accedemos a una síntesis, a
un fresco, así como los pinta Diego Rivera, sobre la vida, muerte y
lucha de millones de africanos y sus descendientes criollos, rodeados
207

por la hormigueante y diáfana presencia de los espíritus de los mon-


tes, de las selvas sagradas.
Zapata Olivella se desliza antes o al lado de Lanston Hughes, Ai-
mé Cesaire, Toni Morrison y Wole Soyinka gracias a esta reconstruc-
ción ética de su rico pasado, el nuestro, la conciencia-en-Africa. El
nos lleva a Palenque, a Cartagena, a Haití, a Brasil , a México, a Har-
lem, para hablarnos de los ekobios Benkos Bioho, Toussaint
l’Ouverture, el Aleijadinho, Morelos, Malcom X…
Ese fabuloso y humeante siglo cartagenero de las piedras ha sido
novelado no sólo por Zapata Olivella y Burgos Cantor, sino también
por Germán Espinosa y García Márquez, en Los cortejos del diablo y
Del amor y otros demonios.
De todos ellos sólo Manuel Zapata entronca la historia de Carta-
gena con la de los “negros franceses” y los zambos y mulatos brasile-
ños, mexicanos y afroamericanos, con Malcom X y Angela Davis.

El pintor cartagenero-francés Heriberto Cuadrado Cogollo, que


ha ilustrado la portada de dos de las ediciones de Changó, logra dar-
nos relámpagos, visiones poéticas del arte totémico y sensual, ances-
tral afroamericano. Pienso también en su conexión con Wifredo
Lam
Las visiones de Zapata Olivella construyen en la memoria un fres-
co enriquecido por la lectura de El reino de este mundo, de Alejo
Carpentier.
Mito e historia se mezclan en los textos de ambos. Una nouvelle
como Ecué-yamba-O, publicada por Carpentier en 1928, abre el ca-
mino para la presencia hechiza de las deidades yorubas – arará, y lu-
cumí – en las letras americanas.
Novelas como María, de Jorge Isaacs, y Cecilia Valdés, de Cirilio
Villaverde, nos cuentan la vida de los negros de nación y criollos en
el siglo XIX vistos por novelistas blancos.
Un hombre es una trama, dice Manuel Zapata Olivella. Changó
es su obra cumbre, fruto de veinte años de búsquedas y viajes, es una
travesía con los ancestros. Él inventa un narrador sin tiempo, sin lí-
mites, donde una voz se une a otras voces.
La conciencia del mestizaje de las concepciones sagradas aflora en
Changó... Gracias al poder de su imaginación nos transporta al céle-
bre cerro de la Popa, sitio cargado de energías...

Puedo afirmar que la noche del gran bunde en la Popa no se mató a na-
die, ni es cierto que se sacrificara un macho cabrío ni que los asistentes
208

bebiéramos su sangre... Por esas promesas y revelaciones que veníamos


recibiendo del babalao muchos acudimos esa noche a la Popa... oramos
repitiendo palabras en ñáñigo, pero sabiendo como predica Pedro Claver
que la luna y el sol y las estrellas y todo lo que ven nuestros ojos es salido
de la mano del Dios... Al son del tambor mayor que batía el propio baba-
lao comenzamos a danzar hombres y mujeres esperanzados en que al fi-
nal del baile nos diera buenas nuevas sobre nuestros antepasados...

El libro de Manuel Zapata Olivella tiene al final un glosario, “Cua-


derno de bitácora, mitología e historia”, que orientó estas reflexiones.
La Historia de la humanidad es nuestra, lo que ha ocurrido y nos
va ocurriendo, lo que se puede explicar y documentar, estará siem-
pre relacionado con lo mítico, con lo sobrenatural. Hay cosas que no
podemos entender de manera racional y por eso aparece el mito.
Para tratar de entender el fenómeno nazi el filósofo alemán Er-
nest Cassirer escribió un libro luminoso llamado El mito del Estado.
La tesis de Cassirer es que la mitología no puede convertirse en
política. En Alemania el nacional-socialismo marcó el derrumba-
miento de la racionalidad y la victoria del mito (prejuicios religiosos),
el Estado totalitario.
En el libro de Roberto Burgos Cantor hay visiones del paso del
mito nazi por la tierra. El holocausto, la Shoah.
Cuando deambula por los campos de concentración de Dachau y
Auschwitz el narrador se pregunta por qué no quedan rastros en
Cartagena de las negrerías.
El mito es para Cassirer análogo a las sombras, a las tinieblas, pe-
ro al mismo tiempo una expresión cultural, como el arte, el lenguaje,
la historia o la religión.
Mientras preparaba esta charla me encuentro con Diane, una
abogada francesa nacida en la isla de la Guadalupe. Me ve leyendo
en el parque Changó el gran putas y me pregunta quién es el tal
Changó.
Le explico que es el nombre de una divinidad yoruba – lucumí,
Nigeria, Benin – que es identificada con el rayo y las centellas. En el
catolicismo es Santa Bárbara.
Marcel Detienne, el helenista belga, dice que “un mito es un
nombre ante todo”.
De inmediato Diane me canta una canción a Papá Changó. Ella
piensa que ese canto viene de Haití. Compartimos la alegría de pen-
sar en lo supranacional, en los siete mares y en las islas, en los vientos
alisios, en los grandes tambores. En las palmeras suplicantes.
209

Pedro Claver podría ser un ejemplo del poderoso enlace entre la


Historia y el mito. Convertido en santo, también es personaje de las
novelas de Zapata Olivella y Burgos Cantor.
El folclorista cubano Fernando Ortiz nos cuenta acerca de un
baile de muñecos en el que un negro interpreta el papel de San Pe-
dro Claver.

Quizás debamos referirnos aquí a ciertos bailes de muñecos, ejecutados


en América, que acaso puedan atribuirse a tradiciones africanas, si bien
no es de excluirse alguna influencia europea derivada de las procesio-
nes católicas y de las imágenes que en ellas son conducidas por los de-
votos. Acaso el más típico de esos bailes es el que en 1948 presencia-
mos en Caracas (Venezuela) o sea la antigua comparsa o Baile de San
Pedro que se celebra cada año en Guatire.
Su trama teatral se basa en una leyenda. María Ignacia, una negra es-
clava, pidió a la imagen de San Pedro Claver, apóstol de los negros, que
salvara a su hija Rosa Ignacia, víctima de una penosa enfermedad. Se
realizó el milagro pedido y la esclava bailó y cantó ante el santo. Fieles
a la tradicional leyenda, los peones de cañaverales y cafetales oían misa
solemne todos los años el día de San Pedro, y terminada aquélla, baila-
ban y cantaban en el altozano de la iglesia. En la comparsa estaba re-
presentada Maria Ignacia por un hombre trajeado con ropas de mujer,
que cargaba una muñeca de trapo en recuerdo de la hija de la esclava;
otro negro disfrazado de San Pedro simulaba practicar la cura y luego
participaba del ballet...

El mito del árbol sagrado que cobija bajo sus ramas el recuerdo
de muchas generaciones está sembrado en el libro de Burgos Cantor.
En la isla de los feticheros, en Casamancia (Senegal) pude ver un ár-
bol sagrado, al pie del cual se hacían sacrificios de animales.
Novela consciente, libro escribiéndose, orfebrería momposina
con el oro del tiempo, la Ceiba alcanza momentos cumbres al tejer
de esa manera nuestra historia, nuestra poesía, nuestra filosofía. Su
poderosa voluntad poética nos ofrece verdades intuidas pero acaso
nunca formuladas de manera tan gozosa y reiterada:

El aire de mar le traía mensajes divinos a su alma…


La luz: la tarde estaba en el fugaz tránsito de la luz de metal que cor-
ta las visiones a la espesura del declive ámbar, indefinible, que devo-
ra los contornos del mundo, las definiciones de los rostros, la forma
de la costa.
210

Hay en el ejercicio narrativo de Burgos Cantor una aspiración a la


totalidad, una conexión cósmica con la historia y el espacio... La ver-
dad se transforma en poesía: “Cada ser es un dios y tiene un culto,
un sitio diferente”.
Se decía que si Dublín fuese destruida se podría reconstruir le-
yendo el Ulises de James Joyce. Algo semejante se podrá decir ahora
de Cartagena y La Ceiba de la memoria.
Pablo Montoya hace alusión a los monólogos interiores del Ulises
de Joyce para referirse a ciertos capítulos de La ceiba...
Burgos Cantor ha dejado en su libro de memorias “Señas particula-
res” un hermoso relato de lo que es una vocación atendida y alimenta-
da, la escritura de ficciones. Las futuras generaciones podrán leer los
libros que él ha leído, los poemas que más le gustan de Jorge Artel,
uno llamado cumbia y el velorio del boga ausente: “Cumbia amalgama
de sombras y de luces de esperma / Cumbia danza negra danza de mi tie-
rra / Traes de los tiempos muertos un coro de voces vivas”.
Uno de los personajes más entrañables de su novela es Dominica
de Orellana... una pensadora. Ella piensa en Giordano Bruno, el no-
lano, quemado vivo el 17 de febrero de 1600 en el Campo de’ Fiori
de Roma.
Ella reflexiona sobre la injusticia, sobre el amor, sobre la vida en
Cartagena: “Me gusta tomar las calles por azar. Conducen al mar… el
amor es un cenagal que se pone a prueba más allá de las promesas y
que sobrevive de los desacuerdos y de la posibilidad de besarse en me-
dio del abismo...”

Ella es testigo del consumirse de Alonso de Sandoval y Pedro


Claver: “Dominica los ve en el aire espeso de cangrejos y caracoles y es-
clavos encadenados en las negrerías consumiéndose en el volcán en
erupción de sus restos...”
A Dominica de Orellana le gustaría que Thomas Hobbes, el autor
de Leviatán, leyera el libro de Alonso de Sandoval: “me rondaba la
tentación de ese viaje, a consultarle al señor Hobbes esta idea: no hay
nada a lo que el hombre no tenga derecho por naturaleza, solamente se
aparta del camino del otro para que éste pueda gozar de su propio dere-
cho original sin obstáculo suyo...”
La Ceiba de la memoria es una novela sobre la aventura de escribir...
Ahí está ese otro gran personaje, Thomas Bledsoe, un escritor
gringo que desea escribir una novela sobre Pedro Claver: “Narrar,
pensaba, era como poner las vigas y ladrillos del edificio desde adentro
y se iba haciendo esa caparazón en la cual habitaba quien escribía...”
211

Burgos Cantor ensaya, a la manera de Montaigne; teoriza la hechura


de la literatura. Trata de liberar el alma, haciéndola viajar... caminando
por la Cartagena contemporánea busca las huellas de las negrerías.
Tal como Manuel Zapata Olivella trata de responder a la pregun-
ta ¿quiénes somos? Buscamos reconocernos, ser como somos. La tra-
dición oral está por debajo del suntuoso lenguaje.
En Burgos Cantor hay también la presencia de la música folclóri-
ca, de la música cubana, de las canciones a los orichas... de Celia
Cruz a Ismael Rivera y Richie Ray.
Si Zapata Olivella utiliza en su escritura un gran angular, contan-
do la epopeya de los africanos en América con los recursos de un
Homero, mezclando lo divino con lo humano, Burgos Cantor trabaja
con un microscopio historial, memorial, a partir de lo que sabemos
de Cartagena, de su geografía y su historiografía, dejando aflorar sus
deseos de narrar, dejándose “cabalgar”, arrastrar en el flujo de con-
ciencia de sus personajes.
Un libro como La ceiba de la memoria tiene implícito el método
para llegar a las visiones que conforman ahora nuestro “ser-en-el-
mundo”.
Lo leemos subrayando muchas páginas.
“Cada realidad se asoma a la vida con una lengua propia construida
de gritos y silencios, de olvidos y memorias, balbuceo y llanto, palabras
que son emblemas, árboles, tierras, casas, frutos, corrientes de agua,
mareas y oleaje de bajamar”.
“Nombrar es revelación”, insiste, entre la permanente búsqueda de
raíces nutritivas y la modernidad con sus nuevas herramientas.
“La memoria nos mostrará el rumbo”.
“A mí me queda el consuelo de haber conocido a alguien (Pedro
Claver) sin ningún interés, por un impulso de justicia literaria o por cu-
riosidad”.
Burgos Cantor explora el pasado de su ciudad: “¿Qué deparó este
puerto a los navegantes, a los doctrineros y giróvagos, a los curadores, a
los comerciantes, a los enfermos de mar, a las monjas y curas, a los go-
bernantes enviados por el rey, a los militares que arrasan los palenques,
a los teólogos de la Inquisición, a los plateros y carpinteros?”.

El profesor José Manuel Camacho, de la Universidad de Sevilla,


ha hecho un inventario de los mitos que nutren Cien años de soledad,
por eso me dispensé de hablar de la obra de García Márquez. Baste
recordar que “Macondo” significa banano en bantú para sopesar el
fruto que ese significante le dio a la mitología.
212

Leer Changó el gran putas y La ceiba de la memoria aumenta nues-


tra profundidad temporal al recrear el equipaje cultural que trajeron
los africanos y sus descendientes. Además de la música y la danza
nos permiten ver chispas de sus cosmogonías y creencias, su manera
de ser, de entender las relaciones humanas.
En Barranquilla existe un barrio llamado Rebolo... y en toda la
costa se conoce la danza del Congo... Mi hipótesis, para concluir, es
que después de todo lo ocurrido, de las guerras y rebeliones, de los
levantamientos de negros, zambos y mulatos en busca de su libertad
y su representación política, durante los siglos de las fundaciones y
las murallas, la civilización de la yuca y el pescao, tras inventar la
cumbia de la reconciliación, tomó los rumbos de la actual sociedad
colombiana en la que sin embargo, como afirma Alfonso Múnera, “el
trauma fundacional de la esclavitud sigue pesando de manera aplastan-
te sobre miles y miles de seres humanos, a quienes redujo a una condi-
ción de inferioridad, les negó posibilidades y los puso en circunstancias
de enorme desventaja”.
Otro mito que siempre reaparece es el de “cómo hacer el amor
con un mandinga sin cansarse”, pues se dice que la naturaleza los ha
hecho bien dotados.
“Tienen las notas denso sabor a noche, a lumbre viva de Africa. So-
bre los difusos carboncillos del paisaje siguen girando excitantes: Barlo-
vento, Barlovento, tierra ardiente del tambó…” Estos versos del poeta
Jorge Artel son citados por la escritora barranquillera Mónica Lázaro
en su ensayo “Pensamiento mítico y legado africano en ‘Barloven-
to’”, cuento de Marvel Moreno.
Tenía un buen recuerdo de este cuento y al reelerlo me encontré
con un hermoso mito entre líneas: la hacienda utópica donde los es-
clavizados trabajan como hombres libres, y son amados por las blan-
cas. En esta historia de Marvel Moreno se siente la irredenta necesi-
dad antigua de la libertad selvática:

Al despertarse, Isabel tuvo la impresión de haber pasado la noche en


vela, hacía calor, bebió un jugo de tamarindo y se acostó en una hama-
ca de la terraza a esperar la llegada del mandinga... escuchaba entre los
tambores el sonido de los grillos, el ir y venir de las olas... también su
pubis estaba sudoroso
Al fin llegaron a la choza del mandinga, era un hombre esbelto, de
músculos trenzados, le dio agua en una totuma… eso pasó hace dos-
cientos años y sigue pasando, la niña Josefa, mi abuela, acostada en el
río San Juan con el mandinga que la amó
213

Sobre sus senos los ojos profundos del mandinga – Ven acá
Cerró los ojos ahora que los labios del mandinga le recorrían el cuerpo
Cuando el mandinga entró en ella... arrancándole de cuajo aquel espasmo
Los tambores seguían sonando muy cerca... en aquel rincón de la selva
Volvería... con la muerte al lecho de tiernas algas donde aprisionado
por ellas el mandinga la estaría esperando por la eternidad...
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DARÍO RUIZ GÓMEZ

La literatura italiana como educación sentimental

La mirada que trata de precisar desde la madurez, aquello que


pudo ser la infancia, se topará con imágenes fragmentadas que pare-
cen saltar ante los ojos velados ya, inevitablemente por la experiencia
de los años y el agotamiento de los contenidos de vida o sea por el
desencanto. Ahí está un niño con la nueva ropa vieja, descalzo,
asombrado en medio del solar de la casa. Mirar hacia el cielo es tra-
tar de aislarse de aquello que lo rodea, los muros en ladrillo basto,
los chorreados de cemento, las cañas, la maleza y la voz de algún ve-
cino perdida en el viento. El adolescente que no ha querido abando-
nar al niño que lo habita, trata de encontrar imágenes familiares que
las lecturas iniciales le han brindado. Los niños italianos de Edmun-
do De Amicis, en especial aquel chiquillo que sube al barco en Gé-
nova en dirección a Buenos Aires: la soledad, el aislamiento del mar
lo llevan a reconocerse en las esperanzas, desvaríos de aquella insóli-
ta comunidad de humildes gentes. La pobreza adquiere así ante los
ojos del niño carta de identidad. A partir de ahí lo que se espera del
mundo, de los otros, acaso sea la respuesta de una torva malicia, el
egoísmo de los adultos amargados. Pero lo importante es la expecta-
tiva que brinda el descubrimiento de un mundo paralelo, otra patria,
liberada de las tiranías del localismo.
La violencia política que en Colombia no ha cesado, nunca ha teni-
do un objetivo a cumplir: destruir con sevicia la idea de esperanza, de
confianza humana para que desde éstas se den las condiciones y el hijo
pródigo regrese a su morada. Pero la diáspora se ha mantenido con
una contumacia diabólica hacia la población que, permanentemente,
debe huir ya que así lo consideran los poderes. La casa natal no per-
manecerá en su sitio, no permanecerá en su sitio el horizonte de la in-
fancia, la ingenua idea de contar con una heredad. Si el barrio parecía
a la larga una fatalidad e iba levantando altos muros alrededor de los
mejores, en sueños, las gentes descubren hoy que su capacidad de re-
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acción frente a la injusticia consiste en afirmar formas de solidaridad


que no provienen de ninguna imposición política o religiosa sino que
brota espontáneamente del instinto que los más viejos atesoraron des-
de la primera memoria familiar y que se han convertido en un silencio-
so manual de ética de estos seres sin patria ni banderas. El territorio
que nos identifica es necesario construirlo día a día.
Cuando el abuelo decide caminar y se marcha por la calle en “El
Simplón guiña un ojo al Frejus” de Elio Vittorini, la madre alivia el
temor de los niños diciéndoles que en la tarde lo traerán de nuevo
los obreros que salen de la fábrica. En aquellos días de sombría vio-
lencia mi madre sabía que cada uno de sus hijos contaba con la soli-
daridad de los vecinos para regresar a casa y que en cada hijo el im-
pacto del miedo ante esa fraternidad hacía crecer en ellos la medida
humana de sus derechos y de sus anhelos de romper esos muros. Es-
te país paralelo era el verdadero país.
Salir en barra hacia el Centro de la ciudad cruzando por los ba-
rrios ricos era comenzar a delimitar un territorio que el contraste no-
torio entre formas de vida hacía más humanamente responsable ante
las primeras decisiones políticas. El mundo se hacía material con los
elementos con que se construyeron nuestras casas, se delimitaron los
espacios para que con el tiempo los fueran llenando de significados
los afectos. “Ah gentil muerte / no toques el reloj de cocina que late
sobre el muro: / toda mi infancia ha pasado sobre el esmalte de su
cuadrante, por sus flores pintadas: / no toques las manos, el corazón
de los viejos. / Pero ¿quizás alguien responde? Oh muerte de pie-
dad, / de pudor. Adiós, querida, adiós, mi dulcissima mater””. Salva-
tore Quasimodo
Las imágenes arrojadas desde las secuencias de films que queda-
ron grabados para siempre en el alma del muchacho conmovido, se
fueron elaborando al ritmo de los sentimientos en aquellos diálogos
de esquina donde la conversación iba desnudando la necesidad de
esas compañías de ficción, de los nuevos y necesarios mitos de la ca-
lle. En “Mito y poesía” Cesare Pavese nos recuerda que es en la ba-
rra de amigos que conversa en alguna esquina de ciudad en donde lo
trágico adquiere un nuevo significado: el tango no se cansa de recor-
darlo utilizando para ello el recurso de la nostalgia mediante la cual
constatamos nuestra precariedad existencial y a la vez el sentimiento
ya imborrable de pérdida. ¿Quién es el espectro que nos representa,
de ahí en adelante, a lo largo de las calles y parques vacíos?
La adhesión sentimental hacia el recuerdo es siempre un gesto an-
ticipado de la lucidez del niño, del dolor del muchacho, el deseo de
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que la barra de amigos no desaparezca nunca, sea eterna. Pero el ba-


rrio no es un hecho tangible, unas paredes, unos zaguanes, unos pa-
tios sino un invento de la imaginación para contar con un territorio
intocable, ajeno a los especuladores. Un universo que vive un pre-
sente en medio de la tautología urbana. Yo llegué a bautizar la calle
de mi barrio como la Vía del Corno porque al leer aquella “Crónica
de los pobres amantes” Pratolini me mostró que en ella convivían la
desgracia y la felicidad, el estoicismo y un día la maligna presencia de
las brigadas fascistas, o sea la ciega violencia contra los desampara-
dos por el hecho de ser desamparados. En esa calle conocí lo que su-
puso la resistencia civil, el alma infantil se empapó del miedo en me-
dio de las calles desiertas, con cadáveres de vecinos y desconocidos,
el rostro alterado del represor. “Roma ciudad abierta” de Rosselini,
“La larga noche del 43” de Bassani.
El presente de los hechos se distorsiona pero el impacto emocio-
nal se adentra en los flujos de la sangre y en los recovecos del cere-
bro hasta identificarse con el paso de los años con el rostro identifi-
cable de una ideología perversa con su disfraz de severidad y decen-
cia. De este modo el manantial de la infancia es arrasado por el te-
rror y sobre todo por la suspicacia como si una repentina tempestad
de arena y ceniza hubiera caído sobre la casa, sobre el huerto, las ve-
gas del río, un manto de oscura ceniza. Lo dice con sorprendida
emoción Montale: “¡Extraña zona / de la infancia la que explora /
un patio claro como un mundo¡ / También nos llega la hora que in-
daga. / La niñez moría con un simple giro” ¿En quién confiar bajo
aquella dolorosa pérdida del territorio? Porque la palabra que des-
confía no puede ser la misma palabra de las certezas necesarias., de
la larga tristeza de los muchachos abriendo la mirada hacia el dolor
del mundo, hacia los cuerpos vacilantes de un prójimo olvidado. La
responsabilidad política rehuía el maniqueísmo de las teorías y se
instalaba en el vacilante aliento de aquella vecindad aterrada de la
cual brotaba la única certeza de recuperar la esperanza. Sin saberlo
ahí estaba la palabra que esperaba, el diáfano misterio del verbo que
se oponía al despiadado lenguaje oficial.
“Pero hay / en el corazón de la tarde hay / sin cesar una herida
roja y lánguida”. Dino Campana

La pobreza se llega a vivir como un destierro. ¿Destierro de qué o


de quién? En films como “Ladrón de bicicletas”, “Bellísima”, “Los
desconocidos de siempre” o sea el más genuino neo-realismo yo que
vivía entre gentes pobres y honorables y era uno de ellos, aprendí las
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gesticulaciones de los desamparados e igualmente aprendí que callar


no es lo mismo que resignarse a ser silenciado. Desde el silencio la
madre recupera para el hijo el significado primero y último del orgu-
llo humano. “Era tan pobre- dice de alguien Ennio Flaiano en su
“Diario Nocturno”- que ni siquiera sabía el nombre de las cosas”. Si
hoy el consumismo ha degradado el lenguaje hasta despojarlo de es-
tos significados, la economía de la palabra en la pobreza es una nece-
sidad de verdad y de respeto a las cosas. El argot es un artificio pro-
pio de grupos sociales perseguidos pero es una falacia argumentar
que se habla como el pueblo ya que hacerlo sería reducir al pueblo a
un cliché demagógico. No me refiero a los dialectos regionales cuyo
pasado es inmemorial, culturas orales donde se reflejan asperezas y
alegrías de la vida, de las incidencias de la geografía, imágenes funda-
doras necesarias. La conciencia de esta herencia y de esta dificultad
se me hizo evidente en Pavese, en Vittorini, en Carlo Levy traduci-
dos fielmente en Argentina en la década del 50, maestros singulares
de mi adolescencia. ¿Cómo sobrepasar el relato y acceder a la com-
plejidad de la novela tal como lo exigía Guido Aristarco? En esta
exigencia muchos narradores latinoamericanos simplemente alarga-
ron el pajinaje y las llamaron novelas. Posteriormente pervirtiendo el
realismo mágico de García Márquez encontraron un subterfugio pa-
ra no adentrarse en las disyuntivas morales de sus personajes. Vis-
conti en “Rocco y sus hermanos” dio este paso de manera deslum-
brante al ir más allá de la idea estereotipada del pobre, del obrero e
introdujo en esos cuerpos las pasiones que definen lo humano, odio,
rencor, avaricia: sobre el crudo escenario donde habitó la risa apaga-
da de los pobres, y brota, ahora, la brutal experiencia del obrero alie-
nado en la marginación urbana.
Estar en medio de este proceso de degradación es una experien-
cia que se fija para siempre en el entristecido corazón de un adoles-
cente: lo que algunos, retóricamente han llamado ilusiones, se rompe
en el aire contaminado y esparce en el alma de los niños un viento de
pavor. El dolor estalla en medio de la palabra que pretendía seguir
en el acto inocente de dar fe de los cambios de la luz en un patio. El
silencio de los más viejos es la estoica respuesta a estas ofensas. “El
conocimiento del dolor” llamó Carlo Emilio Gadda a una de sus más
bellas novelas.
La ética de estos seres inmemoriales es la purificación, la necesaria
pudicia para impedir que la palabra sea arrasada por el huracán incle-
mente de las economías. Y quien ha nacido y crecido bajo estos impe-
rativos y estas respuestas de vida sabe que la palabra que se busca de-
219

be responder a esta ética del lenguaje. El rigor alude aquí a la capaci-


dad de hacer que de las palabras no huya este flujo de poesía de vida,
esta sabiduría de sócrates caseros. El reclamo de la claridad como ne-
cesidad de la luz mediterránea frente a los taciturnos reclamos del
nihilismo, la luz que transformó a Goethe, a Le Corbusier, lo trágico
pero en los vaivenes de la vida rescatada como himno de júbilo.
“Cuando aún es larga / la fe, y es limitada la memoria, / a pesar
del dolor y la tristeza” Giacomo Leopardi. La risa inesperada de Ca-
biria para decirnos en el plano final del film de Fellini, que la vida
continúa. La nostalgia es el comienzo de la definición de ese difuso
yo que el joven escritor quiere fijar para darse y reconocerse a sí mis-
mo en una figura reconocible, entre las voces en tropel de la calle ilu-
minada. Es aquí donde esas voces, esos espacios transformados por
la virtud civil de modestia, pasan a convertirse en el soporte necesa-
rio para intentar que la escritura responda a estas premisas de vida.
No el pueblo como un afiche político sino el acto de abrir los ojos,
los oídos, a esas voces que nos acompañarán para no morir solos tal
como llegó a plantearlo Pasolini al mirar el fugaz florecer de unas
humildes plantas, al detectar el hondo alcance de esa camaradería.
Me refiero, claro, a la lógica del corazón, mediante la cual logramos
construir un hábitat necesario para dar un salto adelante y encon-
trarnos liberados de los atavismos locales. La lectura nos conduce
tempranamente a buscar una identidad en el tiempo y en el espacio
que nada tiene que ver con la postrada noción de patria pero sí con
la urgencia de contar con un horizonte espiritual que nos permita te-
ner una mirada fiscalizadora necesaria sobre aquello que hemos sido
y aspiramos a ser bajo la mirada tutelar de quienes han sido y serán
nuestros maestros. Pienso en la manera como Pavese reivindica el
magisterio de la literatura norteamericana para renovar la visión de
su horizonte natal, la medida de la palabra que puede traducir su ex-
periencia de realidad, oponiéndose a la tradición embalsamada del
fascismo.
Es en este sentido que la literatura italiana marcó para mí un ca-
mino al acreditar experiencia y sentimentalidad ya que lo que llama-
mos una educación sentimental se dio no sólo desde el vigor de la li-
teratura norteamericana sino desde los arrabales de Roma, de Flo-
rencia, desde el alboroto de las casas de vecindad, desde esa música
de esquina que ilustraron maravillosamente Nino Rota, Ennio Morri-
cone: descubrir así que mi calle guardaba una música brotada desde
los sentimientos donde la derrota de los adolescentes y los rostros
imborrables de las muchachas, se mezclaban con la búsqueda de una
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racionalidad política y de una palabra que diáfanamente partiera de


esa particular vivencia del sufrimiento pero también de la invencible
fraternidad de los pobres. Creo que fue la debida preparación para
entrar luego en el estólido ámbito de las academias o sea de la cerca-
nía del aburrimiento y lograr entender que sobre un muchacho que
busca la palabra justa la cultura no es un peso muerto sino una parti-
cular visión del mundo y sobre todo la necesidad del rumor de la vi-
da en la escritura que anhela forjar un día. ¿Qué habrá sido de todas
las muchachas? ¿De aquel amor que la cadencia de la “Piccolissima
Serenata” del gran Renato Carosone volvió recuerdo eterno para mi
vida? “Porque tener una tradición no es nada, recuerda Pavese, para
vivirla es preciso buscarla”. Quien busca respuestas encuentra res-
puestas en quienes tantean por el camino de las mismas dudas y de
los mismos hallazgos, en quienes a través de la Historia han compar-
tido sus perplejidades, Croce, Gramsci, G. C. Argan, Giorgio Colli y
hoy se afirman en la lucidez de Giorgio Agamben, de Roberto Calas-
so, de Cacciari y tanto otros pensadores gracias a los cuales el cami-
no de preguntas ante las difíciles situaciones que vivimos nos ayudan
a elegir la estrella bailarina y a no sumergirnos en esa aberrante for-
ma de sumisión que es la desesperada anarquía de un nihilismo ma-
nufacturado por el vacío que nos deja el consumismo, la quiebra de
las últimas ideologías.

“È fatua la sera e tremola ma c’é / Nel cuore della sera c’è / Sempre
una piaga rossa languente”.
Dino Campana

“ […] quando ancor lungo / La speme e breve ha la memoria il cor-


so, / Il remembrarsi delle passate cose, / Ancor che triste, e che
l’affano duri”.
Giacomo Leopardi
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Los autores

FEDERICA ARNOLDI
En 2009 consigue la Licenciatura Magistral en Lenguas y Literaturas
Panamericanas en la Università degli Studi di Bergamo con una tesis
dedicada a Marvel Moreno y en el 2012 consigue el Doctorado de
Investigación en Literaturas Europeas y Panamericanas en la misma
universidad. Desde 2005 es miembro de la redacción de la revista
Nuova Prosa. Desde 2007 enseña lengua italiana para extranjeros. Ha
publicado algunos ensayos de crítica literaria.
E-mail: arnoldi.federica@gmail.com
ANNA BOCCUTI
Es investigadora y docente de Lengua y Literaturas Hispanoamerica-
nas en la Università di Torino. Se ha dedicado especialmente al estudio
de la literatura humorística argentina del siglo XX-XXI, la literatura
fantástica contemporánea, el discurso del tango-canción y sus irradia-
ciones en otros géneros, la microficción hispanoamericana, temas so-
bre los que ha publicado varios artículos en revistas especializadas de
relevancia nacional e internacional. Forma parte de los asesores de la
revista de literaturas ibéricas y latinoamericanas Artifara. Entre sus pu-
blicaciónes más recientes, la antología de microficciones Bagliori estre-
mi. Microfinzioni argentine contemporanee (Arcoiris, Salerno 2012) y el
volumen de cuentos de Rodolfo Walsh, Fotografie (Nuova Frontiera,
Roma 2014, traducción con Elena Rolla, y prólogo).
E-mail: annaboccuti@yahoo.it
ERMINIO CORTI
Es investigador de Literatura Hispanoamericana en la Università de-
gli Studi di Bergamo. Sus campos de investigación preferentes se
adscriben a la cultura y la literatura chicana, a los estudios de carác-
ter comparativo entre literatura hispanoamericana y angloamericana,
al género fantástico y a los movimientos de vanguardia.
222

Entre sus publicaciones: Da Aztlán all’amerindia. Multiculturalismo e


difesa dell’identità chicana nella poesia di Alurista (1999), Da Faulk-
ner a Onetti: uno studio comparativo dei cronotopi letterari fra Yokna-
patawpha e Santa María (2004), Borges, Onetti, García Márquez. Tres
ensayos de literatura hispanoamericana (2004).
Es miembro del comité de redacción de la revista Ácoma y, junto con
Roberto Cagliero y Stefano Rosso, dirige la colección ‘Americane’ de
la editorial ombre corte de Verona.
E-mail: erminio.corti@unibg.it

PABLO MONTOYA
Escritor y profesor titular de literatura de la Universidad de Antio-
quia (Medellín). Es autor de varias novelas, cuentos, prosa poéticas y
ensayos. Entre sus últimas obras publicadas figuran: Lejos de Roma
(novela, Alfaguara, 2008), Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y
Giotto (Poesía, Tragaluz, 2009), Adiós a los próceres (cuento, Ran-
dom House-Mondadori, 2010), Los derrotados (novela, Sílaba, 2012)
y Tríptico de la infamia (novela, Random House, 2014). Ha participa-
do en diferentes antologías de cuento y poesía colombiana y latinoa-
mericana. Sus traducciones de escritores franceses y africanos, sus
ensayos sobre música, literatura y pintura han aparecido en diferen-
tes revistas y periódicos de América Latina y Europa.
E-mail: pablojmontoya@yahoo.com

JULIO OLACIREGUI
Narrador, poeta, dramaturgo y periodista, su primer libro de cuentos
fue Vestido de bestia (1981), al que le siguen las novelas Los domingos
de Charito (1986), Trapos al sol (1991) y la innovadora, experimental y
lograda Dionea (2006). Ha ejercido el periodismo en Colombia (El He-
raldo, El Espectador) y lo ejerce actualmente en París en la sección
América Latina de France Press. Reside en la capital francesa desde
1978 donde estudió literatura en La Sorbona. Olaciregui adaptó La
Mansión de Araucaima de Álvaro Mutis para la película que filmó Car-
los Mayolo en 1985. Tiene obras de teatro inéditas como La novias de
Barranca, Talía y el garabato y El callejón de los besos, así como un libro
de reportajes.
E-mail: iolum6@hotmail.com

CATALINA QUESADA GÓMEZ


Es profesora de español en la University of Miami. Ha trabajado en va-
rias universidades de España, Francia y Suiza y ha sido profesora o in-
223

vestigadora invitada en distintas universidades europeas y americanas.


Entre sus publicaciones destacan las monografías La metanovela hispa-
noamericana en el último tercio del siglo XX (2009), Liquidar Colombia:
narrativa colombiana en tiempos globales (en preparación) y Libido mo-
riendi. Representaciones e imaginarios suicidas en la literatura hispánica
(en preparación). Ha coordinado para Pasavento: Revista de Estudios
Hispánicos el monográfico “Cultura y globalización en Hispanoaméri-
ca” (2014) y es asimismo co-editora del volumen Sarduy entre nosotros,
que aparecerá en 2015.
E-mail: cquesadag@miami.edu

FABIO RODRÍGUEZ AMAYA


Pintor y escritor es catedrático de Literatura hispanoamericana en la Uni-
versidad de Bérgamo.
E-mail: amaya@unibg.it

ADRIANA ROSAS CONSUEGRA


Escritora e investigadora. Doctora en Teoría de la Literatura y Lite-
ratura Comparada de la Universidad Autónoma de Barcelona es do-
cente de Literatura, Cine y de un Taller de Escritura Creativa en la
Universidad del Norte. De reciente publicación es el libro de cuen-
tos Frente a un hombre desnudo. Algunos de sus cuentos, ensayos y
crónicas han sido publicados en antologías y revistas. Varias de sus
investigaciones versan sobre literatura escrita por mujeres, cine y es-
critura creativa. Algunos de sus ensayos son: La crítica literaria sobre
autoras colombianas a partir de los años ochenta.. La perspectiva de gé-
nero en el Caribe desde la teoría del Bildungsroman, manifestado en la
escritura de la puertorriqueña Rosario Ferré y la colombiana Marvel
Moreno. De reciente publicación su libro de cuentos Frente a un
hombre desnudo, Barranquilla, Collage editores, 2014.
E-mail: adrirosas@gmail.com

DARÍO RUIZ GÓMEZ


Se gradúa en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid en 1961.
Paralelamente estudia urbanismo y estética. Colabora con la revista
Acento. En Bilbao es redactor de Hierro hasta su expulsión por mo-
tivos políticos. Durante treinta años hasta su jubilación en la Facul-
tad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia fue
profesor de Historia de la Arquitectura e investigador urbano. Ha
publicado los libros de cuentos Para que no se olvide su nombre
(1966), La ternura que tengo para vos (1982), Para decirla adiós a ma-
224

má (1983), En tierra de paganos (1981), Crímenes municipales (2009)


y las novelas Hojas en el patio (1979), La muchacha de la leyenda (Po-
esía, 2001) así como cinco libros de poemas y libros de ensayos sobre
arte, literatura y urbanismo. Columnista y crítico polémico, en la ac-
tualidad está considerado como uno de los intelectuales colombianos
de mayor prestigio internacional.
E-mail: darioruiz2@yahoo.com

GABRIEL SAAD
doctor en literatura hispanoamericana, es profesor honorario de lite-
ratura comparada en la Sorbona. Co-director del seminario del Cen-
tro de Investigaciones sobre el surrealismo, ha dictado conferencias y
dirigido seminarios en diversas universidades europeas y americanas.
Ha traducido al español obras de Jacques Cazotte, Lautréamont, An-
dré Malraux y André Pieyre de Mandiargues y al francés, obras de
diversos autores hispanoamericanos : para la editorial Arcane 17,
“Misales” de Marosa di Giorgio, para Gallimard, “Pepe Corvina” de
Enrique Estrázulas. En 1997, dirigió la edición francesa de las Obras
Completas de Felisberto Hernández (Editions du Seuil). Poeta, ensa-
yista y narrador, reunió sus poesías en un primer libro, “Lugares del
tiempo”, (March editor, Barcelona, 2009). Ha publicado un centenar
de trabajos académicos, esencialmente sobre autores franceses e his-
panoamericanos, sobre el barroco y el surrealismo. Su relato “Her-
mano Hem” fue seleccionado por el profesor Angel Flores para la
“Antología de la narrativa hispanoamericana”, publicada por Siglo
XXI, en México. Diversos autores franceses e hispanoamericanos se
han referido a sus trabajos académicos, entre otros, Borges, Augusto
Roa Bastos, Juan José Saer, André Pieyre de Mandiargues, Florence
Delay. Es miembro correspondiente de la Academia Nacional de Le-
tras de Uruguay.
E-mail: rielsa42@gmail.com

SYLVIA SUÁREZ
Maestra en Artes Plásticas de la Universidad Nacional, en la actualidad
es doctoranda en Arte y Arquitectura de la Universidad Nacional de
Colombia, es miembro del grupo de investigación Taller Historia Críti-
ca del Arte y colabora con la Red Conceptualismos del Sur. Se ha de-
sempeñado como docente en la Universidad de Los Andes y en la Fa-
cultad de Artes de la Universidad Nacional de Colombia. Entre sus pu-
blicaciones se encuentran el libro Transpolítico. Arte en Colombia 1992
– 2012 (co-autoría con Jose Roca), Eugenio Barney Cabrera y el arte co-
225

lombiano del siglo XX (Co-editoras con Ivonne Pini), Duda y disciplina.


Obra crítica de Jose Hernán Aguilar (2010), Genesis del Taller Experi-
mental en la Universidad Nacional: Una cruzada por el arte contemporá-
neo en Colombia (2007). Ha realizado proyectos curatoriales de interés
internacional sobre arte colombiano moderno y contemporáneo.
E-mail: sylvia.suarez@gmail.com

CONSUELO TRIVIÑO ANZOLA


Narradora y ensayista, reside en Madrid donde se doctoró en letras
hispánicas en la Universidad Complutense. Ha sido profesora de Li-
teratura Española e Hispanoamericana en distintas universidades de
España y Colombia y colaboradora de revistas como Cuadernos his-
panoamericanos y Quimera. Actualmente colabora con el suplemento
cultural ABCD las Artes y de las Letras del diario ABC.
Desde 1997 está vinculada de planta al Instituto Cervantes donde se
dedica al desarrollo de proyectos y actividades relacionadas con el
hispanismo internacional. Como narradora ha publicado, Siete relatos
(1981), Prohibido salir a la calle (novela, 1997), El ojo en la aguja
(cuentos, 2000), José Martí, amor de libertad (biografía, 2004), La casa
imposible (cuentos,2005), La semilla de la ira (novela, 2008) y Una isla
en la luna (novela, 2009). Obtuvo el primer premio en el Concurso
Nacional de Libro de cuentos de la Universidad de Tolima (Colom-
bia), en 1976 y ha sido finalista en concursos literarios como el
Eduardo Caballero Calderón de Novela, en Colombia, con Prohibido
salir a la calle, en 1996.
E-mail: consuelo@consuelotrivinoanzola.com

Este libro reune las intervenciones hechas en el Coloquio internacional


PERIPLO COLOMBIANO – Narrazione e narrativa per il nuovo mille-
nio, realizado en la Universidad de Bérgamo (Italia) en mayo de 2012.
Questa pubblicazione è stata realizzata utilizzando carta fabbricata nel
pieno rispetto dell’ambiente senza l’utilizzo di sostanze nocive e con
l’impiego di prodotti ecocompatibili nella fase di stampa e confezione.

Finito di stampare
nel mese di dicembre 2014

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