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En el presente articulo el profesor y licenciado en filosofía Edmundo Gelonch hace un análisis del verdadero saber filosófico presentándolo en contrapunto con las ideologías.
En el presente articulo el profesor y licenciado en filosofía Edmundo Gelonch hace un análisis del verdadero saber filosófico presentándolo en contrapunto con las ideologías.
En el presente articulo el profesor y licenciado en filosofía Edmundo Gelonch hace un análisis del verdadero saber filosófico presentándolo en contrapunto con las ideologías.
1 El Saber y las Ideologías (del Libro Gracias y Desgracias de la Argentina)
Uno de los primeros interrogantes que se planteó el pensamiento científico desde sus orígenes, fue cómo distinguir la realidad diferenciándola de la apariencia. Cuando yo creo saber algo, ¿sé la verdad o solamente las apariencias exteriores, cambiantes o parciales del asunto? Debemos a Sócrates, Maestro de Occidente, el camino para encontrar la verdad de las cosas; lo esencial y permanente, por debajo de las mudables y relativas apariencias. Y esta conquista del siglo V A.C., fue el fundamento del desarrollo de las ciencias: el hombre es capaz de conocer la Verdad, la existencia de los seres reales y la esencia de ciertas cosas, penetrar hasta lo que hace que sean lo que son y no otra cosa, lo que no cambia en ellas, lo que permanece bajo las apariencias mudables y engañosas. Que la inteligencia humana, en su propio orden y por su legítimo ejercicio puede llegar a lo Absoluto, si se esfuerza y depura sus procedimientos, pero sobre todo, si se abre humildemente a la verdad y no pretende absolutizar lo relativo, ha sido el fundamento histórico del pensamiento científico que caracterizó a Occidente. Precisando el significado de los términos, entendemos aquí por verdad el fiel reflejo de la realidad en nuestra mente. Adecuatio intellectus ad rem: la adecuación de la inteligencia a las cosas. Esto supone dos convicciones: la primera, que la realidad está ahí, fuera de mí y antes de conocerla; la segunda, que la inteligencia tiene una afinidad natural con lo real, de tal modo que, esmerándose y con indudable esfuerzo, puede llegar a reflejar la realidad, a conocerla. Saber que las cosas son, y llegar a saber qué son, es una difícil conquista del espíritu humano que nos demuestra distintos de las bestias: el animal conoce por los sentidos algunas cualidades corpóreas de los objetos materiales: ve la figura, el color, capta los olores y sabores, etc. Pueden algunas bestias experimentar sentimientos de agrado y desagrado, miedo y odio, o confianza y hasta una especie de amor sentimental por su amo... Pero no pueden saber lo que las cosas son, no pueden penetrar la esencia constitutiva de la humanidad del amo o del enemigo. Todo su conocimiento se reduce a lo concreto y singular, sin acceso a lo que tienen de universal las cosas singulares. Por eso las ciencias, el conocimiento cierto - o al menos rigurosamente aproximado -, de lo universal, es patrimonio humano. La conquista de la verdad inmutable es el gran salto que Occidente debe a Sócrates, a Platón y a Aristóteles y sus continuadores. El desarrollo progresivo de las ciencias ha sido posible en la medida en que una transmisión acumulativa (traditio) ha caracterizado a la cultura occidental. Hasta las rectificaciones y los enriquecimientos paulatinos que han operado muchas generaciones de estudiosos, suponen la herencia de un patrimonio común a partir del legado de los griegos. La experiencia – tanto histórica como personal -- muestra cuán difícil puede ser esa búsqueda de la Verdad, y cuan engañosos a veces son sus resultados. La elección de caminos erróneos que no llevaban más que a ilusiones contradictorias, ha hecho que muchos de sus transeúntes desesperaran y descreyeran de la capacidad del hombre para la Verdad. Es como si un náufrago, en vez de nadar hacia tierra, lo hiciese mar adentro, y antes de morir ahogado intentase convencer a todos de que la tierra no existe. Otros, por no saber ellos nadar, proclaman que, aunque exista la tierra, es inalcanzable para nadie. Y los que están peor: nadando desorientados arriban a algún pantano inmundo y llaman a todos para que compartan su mal hallazgo. Porque conocer no es lo mismo que pensar que se conoce. Como la inteligencia ha sido hecha para la verdad, sólo es verdadera inteligencia la que alcanza la verdad. Y el único verdadero conocimiento es conocer la verdad. Puede decirse que en el error no hay auténtico conocimiento: en eso consiste el error: en creer que se conoce lo que, en realidad, no se conoce o, al menos, no se conoce bien. Conocer la verdad trae aparejados resultados espléndidos. Por un lado, es la realización del aspecto más noble del ser humano: alimentarse de la verdad eterna es desarrollar en el alma la aptitud de eternidad, por aquello de que el alma se identifica con lo que la alimenta. Y, como ese mismo es el destino para el que fue creado el hombre, nada puede igualar a la felicidad que produce la coincidencia con lo que constituye su propia finalidad. Una experiencia mínima y parcial de esta felicidad la tenemos cuando conseguimos hacer realidad un gran objetivo larga y esforzadamente deseado. Por eso, a medida que profundizamos el conocimiento de la Verdad, este conocimiento se hace más gustoso. En español, son sinónimos gusto y sabor, saber y gustar. Saber es conocer con gusto, sabrosamente. Y así como la duda desazona, llegar a saber una verdad con evidencia y después de buscarla con esfuerzo, es saborearla, gozar de su iluminación. El alma, desasosegada e inquieta naturalmente por saber, descansa y goza del hallazgo. Tampoco es nuevo el convencimiento de que, para buscar objetivamente la verdad y disfrutar con su encuentro, es necesaria una previa preparación moral, una ascesis purificadora. Como los ojos turbios, ensuciados con barro, no pueden ver con claridad su objeto, así tampoco una inteligencia prisionera de intereses egoístas, o encerrada en la torre de su misma soberbia, puede descubrir objetivamente la Verdad, y aunque la tuviera delante patentemente, no la aceptaría con imparcialidad. El compromiso con la sensualidad o con el amor propio desordenado esteriliza el amor a la verdad, el cual exige un cierto desprendimiento de los apetitos e intereses subjetivos. Muchísimos errores intelectuales no tienen otras causas que las morales. Es cierto que nacemos ignorantes, y no todos con gran capacidad intelectual. Pero aun los talentosos pierden el rumbo a la verdad cuando se enamoran de sí mismos o de cualquier interés subalterno. La Verdad es celosa y reclama un amor tan apasionado como desinteresado de cualquier rival. Es conocida - y triste - la anécdota de aquel científico que sintiose herido en su amor propio cuando unánimemente le discutieron una hipótesis que acababa de exponer; entonces dedicó el resto de la vida y varios libros a exponer “la pruebas científicas” de su teoría. Días antes de morir escribió algo así en su diario íntimo: “Me acuso de haber obligado a hablar a los hechos diciendo lo que yo quería, en lugar de dejar que los hechos hablaran por sí mismos”. Lamentablemente, como han existido “plumas de alquiler”, también han existido “inteligencias de alquiler” que voluntariamente aceptaron vestir con ropajes científicos los errores que convenían al interés de sus clientes. Como los sofistas que obtuvieron la condena y muerte de Sócrates porque era fiel a la Verdad. Así nacieron ciertas “teorías” pseudocientíficas que, reproducidas, difundidas y repetidas al hartazgo, se enseñan impuestas como dogmas. Hoy se denominan propiamente “ideologías”. Es frecuente la confusión vulgar entre filosofía e ideología, porque hay cierto parecido como producto intelectual, aunque su naturaleza sea tan diferente que llega a la contradicción, tal como se contradicen el error y la verdad. La verdadera Filosofía es ciencia y es sabiduría, saber eminente, saber de lo primero y principal, saber de salvación, conocimiento y conducta. Es saber de la Verdad, aunque no llegue a terminar de conocerla porque es inagotable para la limitada mente humana. En cambio la ideología puede definirse como un sistema coherente de ideas sin fundamento real, pero que se sostiene porque es útil a determinados intereses. Por definición, la ideología es errónea, aunque contenga ciertos aspectos parciales verdaderos. Como la inteligencia es para la verdad, no sería inteligible un puro error sin mezcla de verdad, o que no tuviese al menos apariencia de verdad. También difiere el saber o sabiduría en cuanto a su objeto, en cuanto a la realidad estudiada. Desde el principio, los maestros paganos entendieron que nada es ajeno a la mirada del sabio. Aunque pudiera dedicarse más a ciertos aspectos, la inteligencia se dirige a la totalidad de lo que es, a todas las cosas, hacia el ser en toda su universalidad. Por naturaleza, el primer y principal objeto de la sabiduría es el Ser en su máxima realidad, el Ser Absoluto, y todo lo demás en cuanto se origina naturalmente por participación de ese Primer Principio de todo y se ordena al mismo en cuanto Fin Último del universo. (Universo viene de versus unum, "hacia Uno", es decir la multitud de las cosas dirigiéndose hacia Uno del cual todas proceden). Por eso se define a la sabiduría como "el hábito intelectual que ordena todo hacia Dios", partiendo de la contemplación de Dios como objeto principal. (Lo cual no significa que en la cronología de la investigación Dios sea el punto de partida; puede ser el punto de llegada en cualquier momento del pensar; pero sí que es la clave que ordena y sin la cual todo lo demás es un conjunto caótico y sin causa ni sentido último). Hasta la edad moderna, a nadie se le ocurría separar al Ser Absoluto de los seres relativos; divorciar la inteligencia de la religión, como si fueran partes sueltas de un hombre destrozado, carente de unidad. Hay otra especie de sabiduría: la popular, la tradicional, la que no ha ido a la escuela. Cuando George Bernard Shaw solamente pretendía sorprender con una paradoja, a veces se le escapaba una verdad, como cuando dijo: "A los seis años de edad, se interrumpió mi educación para ir a la escuela". Es indudable que una escuela saturada de "conocimientos", datos e informaciones, amontonados y sin orden, es antieducativa, si no directamente corruptora de la inteligencia e ignorante de la voluntad. La educación no consiste en la "adquisición de conocimientos", sino en el cultivo de virtudes, también las intelectuales. A ese tratamiento antipedagógico se ha sometido el pueblo argentino, con lo cual, primero por obra de la escuela y luego por los "medios", ha perdido la cultura y la sabiduría, y con ellas, la identidad nacional. El primer síntoma de la falta de educación o de sabiduría, aun en quienes detentan títulos doctorales, es la falta de orden, de jerarquías, de primacías. En el pasado argentino - digamos: hasta mitad del siglo XX. cuando apareció la televisión -, los criollos con muchas generaciones de argentinos, sabían por transmisión oral y familiar, algo que, sin duda, no supieron los "pedagogos" del Ministerio de Educación, o al menos no creyeron. Dice una antigua copla popular: "En esta vida emprestada El buen vivir es la clave. Que al final de la jornada, Aquel que se salva, sabe; Y el que no, no sabe nada." Nunca encontré una mejor identificación de la sabiduría. Pero el sistema educativo monopolizado por el Estado liberal, optó por la ideología cientificista, en vez de la sabiduría tradicional. Podemos repasar una brevísima y súper simplificada historia de las ideologías que nos llegan hasta hoy, y que se usan para manipular las inteligencias ya que, siendo la inteligencia lo primero y principal en el hombre, quien domine la inteligencia dominará al hombre. Hasta el siglo XVIII, se aceptaba que el fondo de la sabiduría era teológico, al extremo de que no parecía científico lo que no venía garantizado por Dios. Aunque desde los siglos anteriores crecía un movimiento científico desarrollando a la razón natural, sus representantes no diferenciaban claramente la ciencia de la filosofía, y, a veces, de la teología. El caso más notable es el de Galileo Galilei, en el S. XVII, que ha sido completamente tergiversado por la historia oficial. Galileo continuaba las teorías de Copérnico sobre el heliocentrismo. A Copérnico la Iglesia Católica no le cuestionó por ello, mientras que La "Iglesia Reformada" o protestante, prohibió su difusión y persiguió a quienes la enseñaban o aprendían. Entonces ¿por qué tuvo dificultades Galileo? Porque sus colegas en la docencia universitaria se indignaron cuando el "científico" publicó una argumentación teológica para demostrarla. El criterio de verdad invocado por Galileo no era la observación o el cálculo: ¡era la pretendida deducción desde los textos revelados! Sin duda creyó que hacer venir sus teorías desde citas de las Sagradas Escrituras, les daba autoridad científica. (Importa observar la ironía: hoy sabemos que los profesores y científicos adversarios de Galileo tenían razón al decir que el sol no era el centro del universo, y que Galileo no la tenía. Pero se sigue repitiendo que lo de él era ciencia y lo de sus adversarios era "oscurantismo religioso"!). El siglo XVIII rompió esta tradición teológica que se remontaba a los griegos y judíos. Inventó una ciencia irreligiosa, o más bien, antirreligiosa. Difundió el prejuicio que sostiene la oposición entre ciencia y sabiduría teológica. Sólo que la nueva ciencia era frecuentemente presentada con envoltorios ideológicos que nada tienen de científicos. (Un ejemplo posterior pero exacto, es la llamada "teoría de la evolución": hace rato que se desplomaron sus argumentos pretendidamente científicos, y queda el dogma evolucionista como ideología indiscutible). La propaganda ideológica exaltó a la ciencia empiriométrica como único conocimiento absoluto y árbitro infalible de todo juicio. La sabiduría cayó en el desprecio de los "cultos" iluminados por la nueva ciencia. Y muy pocos se dedicaron a estudiarla y cultivarla. Puede afirmarse que, si la sabiduría clásica no se extinguió, fue porque la Iglesia Católica la hizo suya, como es suyo el depósito de la Revelación. Hoy coexisten a la vez muchas ideologías, aun aparentemente opuestas. Lo notable es que todas ellas tienen aceptación en lo que se ha dado en nombrar "el pensamiento único"; es decir, en el único modo de pensar permitido y no silenciado o perseguido. Todo es correcto porque "la verdad, que es una, no existe". Entonces el pluralismo forzosamente, ha de ser un muestrario de errores, pero de errores que todo el mundo debe repetir. Veamos algunas muestras del pluralismo. El materialismo pragmatista marcha junto con el materialismo marxista. Curiosamente, por la inercia propia de los cambios culturales, muchísimos prejuicios de la dialéctica marxista subsisten, sobre todo en la población que empieza a estudiar y en un público pseudo intelectual: la lucha de clases como motor del progreso y cambio histórico; el capital opresor y el trabajo explotado; la militancia gremial y la negociación laboral como fatal lucha de clases; las fuerzas armadas y de seguridad como sistemáticos violadores de los derechos humanos; la religión tradicional como justificativo de la explotación; la utilidad revolucionaria como legitimación del terrorismo, etc. etc.; son clisés dominantes de los medios de comunicación. No se los expresa, pero están supuestos. Es cierto que, si se pidiera una fundamentación más o menos racional y sistemática, la mayoría de la gente no sabría qué contestar: ellos se conforman con "saber que es así, porque todo el mundo sabe que es así", como si se tratase de evidencias que no necesitan ni pueden ser probadas, pero que están incorporadas a la vida y, particularmente, a la sensibilidad arracional y acrítica desde la cual se juzga. Si el marxismo ha muerto en la política, hay que reconocer que el hedor de su cadáver impregna y sobrevive en los medios de difusión. Hay un denominador común a todas las ideologías, una nota distintiva que las diferencia de la auténtica sabiduría. Se lo llama secularismo o laicismo, y consiste en dejar a Dios fuera del pensamiento y de la vida, como si hubiera verdad o bien que no fueran una participación divina. Esta prédica ideológica se identifica con la doctrina de la Masonería, pero hoy está extendida a todo lo mundano. Hay secularismos cuya opción primera es negar explícitamente a Dios. "El existencialismo procura ser una teoría coherente del ateísmo", decía Jean Paul Sartre. "La religión es el opio del pueblo", afirmó Karl Marx. Pero muchos otros ni consideran el asunto, como si el sólo plantearlo ya fuera anticientífico. Y grandes masas de hombres que han crecido en la ignorancia de la cuestión, directamente viven como si Dios no existiera; es lo que se llama ateísmo práctico o laicismo práctico. Incluso hay quien practica a veces una creencia en Dios, hasta con formalidades religiosas, pero también cree que poco o nada tiene que ver eso con la ciencia o con la vida. De hecho, el ateísmo contemporáneo no es caprichoso. Si las ideologías permanecen en el plano superficial de la apariencia, es lógico que no lleguen a realidades sustanciales y entonces tampoco hace falta ni se puede llegar a conocer la Realidad Suprema. Solamente pensando dentro de la Metafísica clásica, de la sabiduría o del sentido común, es imprescindible la coherencia, entre el pensamiento y la vida, o entre el pensamiento sobre las cosas visibles y el atisbo de lo Invisible que las hace reales y verdaderas. Pero desde el siglo XV hasta el XIX, son pocos los que han estudiado Filosofía Metafísica y han sido muchos los que han despreciado al sentido común como a una vulgaridad indigna de grandes intelectuales. Los ideólogos se creen más inteligentes que Dios, y llevan adelante sus propios planes, mejores que el plan de Dios reflejado en la Naturaleza y ampliamente expuesto en la Revelación. La Masonería se ha encargado en la Argentina de difundir estas ideologías en perjuicio de la sabiduría. Así lo han aceptado el Estado y los medios de difusión en el país. Así nos va.