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Sus largas
pestañas rubias, cabello enroscado...era un tipo común de ver en países desarrollados, por
ello todo el mundo se sorprendía al verlo. Pero era un asunto más un asunto de cada uno,
que creían una persona extranjera era mejor que los demás. Asuntos de autoestima.
Edwards, por supuesto, no estaba de acuerdo con que esos corazones débiles se
acercaran a él. Porque era cierto cómo lo llamaban: Eros. Y no podía alimentarse de tristes
corazones que no se daban ni amor a sí mismos. Y él necesitaba amor, el amor de las
personas lo alimentaba. El placer de cada mirada, él se las llevaba. Cada sentimiento
placentero lo hacía sentir hastiado.
Afrodita era su madre, inevitablemente. No era de sorprenderse por qué atraía tanto la
atención, la loa de los demás. Su padre, un humano condenado por los dioses. Había poco
que sabía de él.
aseaba por los pasadizos junto a sus amigos mortales, William y Zareth.
El casi dios p
Ambos no sabían que tenían a su lado al mismo niño alado que ponían en San Valentín.
—Vayamos a la cafetería, chicos. Hoy invitaré sus almuerzos.—decía William. Ayer había
cobrado el dinero de su trabajo de medio tiempo.
—No seas engreído, Willy. Ese dinero tuyo debes guardarlo por si surge una emergencia o
gastarlo en libros, no sé.—Zareth se acomodó las gafas y ajustó su capucha.
—Lo que pasa es que eres una EN-VI-DIO-SA—replicó William apoyando un brazo en su
amigo.