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CARMELO DI FAZIO

Un orgasmo, dos lágrimas


y una sonrisa

Somos tan imperfectos que un simple impulso


nos llena de infelicidad.
Autor: Carmelo Di Fazio
Título: Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

Miami.
12 de septiembre de 2017
Printed in U. S. A.

© 2017 Carmelo Di Fazio Blanco

Printed by Amazon
Website: <carmelodifaziofacebook>
ISBN-13: 978-1974695744
ISBN-10: 1974695743

Diseño de cubierta: Carmelo Di Fazio


Maquetación: Carmelo Di Fazio
Corrección de textos: Francisco Aljama Azor, <paco@atisbador.es>

Para contactar al autor: <carmelodifazio36@hotmail.com>


Twitter: <https://twitter.com/carmelodifazio>
Instagram: <https://www.instagram.com/carmelodifaziooficial/>

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o


parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su
transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico,
mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por
escrito de los titulares de los derechos de autor. La infracción de dichos
derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Gracias a Dios por bendecirme siempre.
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

De vez en cuando, vale la pena cambiar de estilo

De vez en cuando, vale la pena cambiar de estilo, luego de haber


publicado tres obras, una de autoayuda y dos de ficción que
resultaron una combinación de novela negra con bases históricas,
venganzas poco ortodoxas, aunque muy humanas, en nombre del
verbo amar, con exceso de crítica social y sobrada exaltación del
poder del querer.
Les confieso que hace siete meses inicié, con lentitud, una
estructura dramática dentro del mismo ámbito o concepto literario,
pues gracias a los éxitos de El marica y El ángel que no merecía
morir me motivé a repetir la fórmula por ahora ganadora. A medida
que avanzaba en los hilos de la futura publicación, noté que se
trataba de una obra densa, recargada de un sórdido dramatismo
donde abundaban los desdoblamientos psicológicos, lo que obligaba
al lector a pensar demasiado. Ello se unía al cansancio emocional
que me generaba la redacción, así que, en cierto modo, pensé en
rendirme, en desistir sobre la culminación de esa fábula ya
adelantada.

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Carmelo Di Fazio

Sin embargo, y gracias a una descarga fascinante que me envió


mi musa rebelde —sí, la hermosa doncella celestial que me guía en
la invención literaria, esa que tiene la facilidad de cambiar mis
emociones a fuego intenso en menos de 12 horas— y, luego de
arduas sesiones de trabajo enriquecedor con mis dos psicólogos
favoritos, una botella de tequila en conchabanza con varios tabacos
(¡ojo: ninguno cubano!), decidí asignar un vuelco a mi incipiente
carrera de escritor para evitar encasillarme en el cliché de la ficción,
así que detuve el curso de la creación de ese cuarto libro, no para
abandonarlo por completo, solo era un breve descanso.
Después de aquella locura creativa transitoria, acepté darle
presencia a este texto que cambia mi estilo, pues se trata de una
recopilación de cuatro vivencias resumidas que abordan dramas
sociales, afectivos, o podemos afirmar que son cuentos demasiado
opuestos. Reales en su narración directa, concreta, sin rodeos, con
reducción en las descripciones para centrarnos en la esencia de los
acontecimientos. Son casos basados en anécdotas, noticias cotidianas
de una sociedad convulsa que dejaron huella en mis juicios o, quizás,
en mi propia manera de interpretar la vida.
Las crudas historias que leerán a continuación nacieron en mis
pensamientos hace nueve años. Lo crean o no, este nuevo material
fue el primer intento de acercarme a la escritura, sucedió antes de
escribir lo que resultó ser mi publicación novel ¿Quién inventó la
crisis? Lo hermoso de esa pausa tan larga es que considero que he
adquirido un estilo más preciso, más agudo, intenso, lo cual le brinda

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

seducción a la pluma, a la trama o a los desenlaces demasiado


inesperados, que le brindan al lector varias opciones entre las que
escoger y, al final, la respuesta la tiene cada uno.
Este «experimento», llamado Un orgasmo, dos lágrimas y una
sonrisa, condensa hechos reales, algunos recuerdos personales y de
amigos. Se han cambiado fechas, nombres, lugares y, en alguno de
los escenarios, se han decorado protagonistas con cierto toque
morboso, justiciero, humanista o con unas pinceladas de ficción
creíbles.
El cuento de apertura, por obvias razones el de esperado
impacto, puede generar ansiedad, antojo exacerbado de éxtasis
sensorial, ganas de enamorarse con fervor, sensaciones lujuriosas…
(¡Se permite dar rienda suelta al agrado creativo!).
Las dos lágrimas producen impotencia, tormento, rabia, tristeza
y dolor compartido; de igual forma, nos enseñan a valorar el balance
entre amor, lealtad y justicia como modelo de una existencia con
simpatía por la felicidad.
De la sonrisa les adelanto que nos regala un pedazo de cielo,
quizás un milagro que nos recuerda el poder de Dios… Mejor no les
digo más, sean ustedes los jueces en cada lectura.
Esperemos que estas crónicas nos unan y, también, permitan que
reflexionemos sobre varios aspectos sociales; nos ayuden a proceder
con un matiz sincero, sin límites, sin poses, sin falsas emociones o,
peor aún, que vivamos atados a «frustraciones socialmente correctas
o permitidas».

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Carmelo Di Fazio

La intentona es que seamos menos egoístas, más humanos, sin


egos, sin máscaras, para que tomemos en cuenta el diálogo, la
sinceridad, la misma que nos permita drenar felicidad, emociones
reales llenas de bienestar y, con ello, evitemos asumir posiciones
personales de manera radical. La vida es simple, nosotros nos
empeñamos en contradecirla e idear toques absurdos que, con el
paso de los años, nos pueden llevar a descubrir que somos tan
imperfectos, que un simple impulso nos llena de infelicidad.
Nunca permitan que el poder de la palabra, comprometa su
futuro y felicidad. Ojalá que disfruten del libro y gracias a todos mis
lectores por permitirme seguir soñando.
P. D.: Todo es creíble, todo es posible, pero conjuguen siempre
el verbo ‘dudar’: eso ayuda.

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Si el amor no deja huellas en el alma, nunca existió.
Un orgasmo

Sin tus besos, el verbo amar no se puede conjugar.

Caracas, 21 de febrero de 1994.

A las 7:47 p. m. de esa fecha tan especial para Nadia González,


la cerradura de la puerta blindada Mul-T-Lock que protegía el acceso
al apartamento número 36 del piso nueve en las residencias Agua
Clara, en plena segunda avenida de Altamira, a exiguos metros de la
Cota Mil, cedió con dificultad. Claudio Padilla, el propietario del
inmueble, trataba de dominar sus instintos; la intensa mezcla de
nerviosismo con apetito sexual le jugaba una mala pasada: al final,
con dificultad, superó la prueba.
Logró abrir el pesado y ruidoso portón. Nada más entrar al
pasillo del vestíbulo de la vivienda, el confundido y sudoroso
visitante encendió la luz que le otorgaba personalidad a la minúscula
sala de estar. En esa puesta de sol, el dueño del piso no acudía a
solas al lugar, sino que lo acompañaba su asistente o, para usar el
término laboral correcto, su auxiliar en el departamento de
operaciones del estudio Borges & Medina, catalogado entre los
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

despachos legales más renombrados del país. Sí, la hermosa Nadia


González le seguía los pasos, casi rozando las espaldas del abogado
cuya sonada trayectoria en la empresa estaba plagada de éxitos.
Nadia no lo podía creer: entraba en la cueva del lobo, por fin había
logrado introducirse en el rincón donde habitaba el sumo
responsable de un apetito carnal enfermizo, el mayor de toda su vida;
la pasión, presta a consumarse, pronto se traduciría en el delirio
eterno, según ella soñó.
Con su acostumbrada educación, acompañada de una voz
sosegada, a ratos gutural, entrecortada por los nervios, Claudio le
pidió a su compañera de visita que se sentara en un sofisticado,
cosmopolita y refinado sofá de dos puestos, modelo art déco,
tapizado con una tela de saco rústica, tejida con gracioso encuadre de
exquisito gusto, que exaltaba un hermoseado fondo en tonos verdes,
decorado con insuperable consonancia con seis polígonos que
emulaban el mejor cubismo, de donde resurgían los tonos rojos,
azules, marrones y amarillos, produciendo una coexistencia
armoniosa con el fondo del seductor mobiliario, pieza numerada de
la exquisita mueblería Novalar. Sin duda alguna, el exitoso letrado
mostraba equilibrio y buen gusto a partes iguales, tanto en el vestir
como en la decoración de su hogar.
Para aquella noche de retos sensoriales, ardientes, placenteros y
con manifiesta abundancia de humedad, Nadia vestía un delicado
traje de lino blanco, luminoso, ceñido a la altura de sus exuberantes
pechos, logrando así exagerar la voluptuosidad de uno de los

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mejores, notorios, más deseados, envidiados y amados atributos de


su figura de mujer sensual. ¡¡¡Sí!!!: unas agraciadas, espléndidas y
provocadoras tetas que jamás pasarían inadvertidas ante los ojos
abobados de cualquier admirador… de ambos sexos. Además, el
característico atuendo, confeccionado con tela expandible en la
cintura, resaltaba un toque inflado, picaresco, con la complicidad de
exhibir las robustas, carnosas, firmes y apetecibles piernas de la
fémina, minuciosamente depiladas para proporcionarle al tacto un
extremado énfasis sensitivo. La fina tela del subliminal vestido
transparentaba con suavidad, de seguro hecho aposta, para que con
un simple juego de luces pudiese dejar libertad perfecta al sentido
visual de cualquier afortunado observador con el propósito de
regocijarse al admirar un contorno de mujer sensual, tan siquiera
decorada con una empequeñecida y demasiado lujuriosa panty,
confeccionada con fino algodón, en presentación de medio hilo, lo
que ayudaba a demarcar con perfección las regiones privadas de la
doncella e, invitando a la libido sin contemplaciones, sin freno, sin
respeto. Nadia lo sabía: era su festejo íntimo, su premio mayor; en su
planificación cuidó todos los detalles para la tan ansiada velada
carnal.
Acababa de iniciar la década de los veinte, era de talla más bien
menuda, estatura baja, pero resaltada con pronunciadas y tentadoras
curvas. No llegaba al metro sesenta de estatura. Su cutis reflejaba un
delicioso tono canela, típico de las colombianas de la costa. Tez
suave, delicada, con olor a vainilla, su aroma favorito para la ducha

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

o cremas para la epidermis. Toda ella invitaba a la caricia, al


toqueteo, al roce que desencadena la lujuria bendita, esa que nos
transporta a la mitad del universo. En pocas palabras: Nadia
desbordaba belleza y, sobre todo a través de la oscuridad, sentía que
la luna la envidiaba.
Mientras Nadia obedecía y se dejaba reposar con parsimonia en
la esquina derecha del estiloso mueble de color verde, Claudio hacía
maromas para desprenderse del saco azul marino que decoraba su
disfraz laboral. Durante la faena, no sabía controlar la mirada.
Intranquilo, ojeaba la delicada estampa de su invitada, que ya tenía
las pulsaciones fuera de lo normal, o disimulaba mirando con
insistencia su reloj de pulsera Longines Master Collection, edición
limitada, con cronógrafo y fase lunar, regalo de su madre, herencia
del abuelo. Como pudo, se zafó del saco de vestir, lo lanzó sobre la
mesa central del salón, ubicada a sesenta centímetros del sofá. La
hermosa hembra lo intimidaba. Con ridiculez absurda, él le habló…
—¡Si lo deseas, te puedes poner cómoda! —excusa infantil a
estas alturas del partido: ambos se derretían por las ganas de
acariciarse, arroparse con la piel del otro. De todos modos, sus
palabras de relleno, remarcadas con cursilería, lograron generar un
nerviosismo mayúsculo en la excitabilidad exterior de Nadia, y, sin
aviso aparente, asomó un temblor incontrolable, involuntario en su
mano derecha permitiendo delatar su nivel de ansiedad.

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Carmelo Di Fazio

—¡Gracias, estoy cómoda, Claudio! Por cierto, muy lindo tu


apartamento, me gusta la decoración, el estilo es diferente, me atrae.
—respondió la jovencita para salir del paso.
—Me alegra que te guste, es un combinado moderno.
Ninguno de los dos se atrevía a dar el paso siguiente, el decisivo,
el que implica la previa al contacto de los sentidos, el que abre la
puerta a la fogosidad incalculable. Los dos experimentaban las
mismas sensaciones, los mismos anhelos, la misma atracción
desbocada y las ganas de cogerse tierna y salvajemente, desterrando
la pena o el falso respeto moralista, más del lado de Claudio, que
convertía en eternidad los segundos que morían detrás de un parloteo
innecesario. Ella lo aceptaba, no poseía el valor para romper el hielo,
era la incipiente ocasión que atesoraba el privilegio de encontrarse a
solas con su soñada adoración perfecta. Las circunstancias se
confabularon para que, por fin, ella estuviese tan cerca de ese querer,
ese cariño mágico, ese que quema el alma, y no iba a permitir que
nada lo truncase. Aquel día no existía cabida para los errores.
Sin darse cuenta, a medida que soltaba la elitista, sobresaliente
pajarita ancha de tonos naranja y bacterias multiformes, Claudio
realizaba ligeros desplazamientos de su estructura corporal y, poco a
poco, fue aproximándose al lado del diván en donde fingía descansar
su garbosa, grácil, agraciada y encendida compañera de trabajo. Con
cada paso corto que reducía las distancias entre ambos seres, Nadia
multiplicaba la producción de saliva, aumentaba de manera
desproporcionada las palpitaciones de sus ventrículos, la capacidad

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

pulmonar, y su entrepierna comenzaba a dar punzadas más vigorosas


saturando de hermosa y sublime humedad toda la inmensidad de su
vagina. Los nervios emprendieron la retirada.
El trayecto entre los únicos invitados a la fiesta se redujo a la
mínima posibilidad aceptable, facilitando el choque magnífico.
Claudio ya había desabotonado ambas mangas de su distinguida y
sobria camisa de seda hindú y, al mismo tiempo, arremangaba una
de ellas. Se detuvo de frente al rostro de Nadia con la obvia
determinación de sentarse a su lado. Ella, en su plenitud,
contemplaba extasiada el centro del placer que nacía debajo de la
correa Gucci que sostenía el pantalón azul marino de su amor
platónico, porque, hasta aquel momento, en el que el orbe le estaba
brindando la oportunidad de embestirlo con libertina actitud
esplendorosa, no había sido más que eso: idealismo puro.
La fogosa asistente del mejor empleado de la firma descubrió la
reciprocidad en la excitación, la cual se empezaba a marcar en los
pliegues de la tela de gabardina que apuntaba a su faz, en paralelo
con la altura de su diminuta boca. La dureza del miembro viril se
hacía notar con escaso disimulo.
Tocaba el turno de soltar los botones de la camisa. Primero cedió
el que aprisionaba desde el garguero, el más complicado. Justo en el
instante en que Claudio decidió pasar al correlativo, en perfecta
coreografía amagó con sentarse al lado de Nadia, con escaso
contorneo dobló parte de su rodilla derecha y ella no soportó más el
grado de entusiasmo por lograr la penetración. Sin medir palabras,

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Carmelo Di Fazio

sin prever resultados, sin mesurar el futuro inmediato, sin miedo al


quizá irrepetible capricho lujurioso, se dejó de tonterías, de falsa
moral absurda. Entonces, afianzó la mano izquierda sobre las nalgas
de Claudio y acercó la definida humanidad de su amado hacia el
cutis de ella, de manera tal de avecinar sus labios con el falo de su
pretensión, ahora carente de estúpido romanticismo platónico o
infantilismo sensitivo, porque en ese preciso chispazo se exacerbó el
elixir pasional y sexual.
Claudio vaciló un santiamén.
La destreza de la mujer enamorada, al movimiento de soltar la
correa junto a la cremallera en el intervalo de una fracción de
segundo, un destello sutil, impidió mayores reacciones del joven.
Nadia estaba poseída de lujurioso empeño, para ella el mundo se
reducía a los centímetros que la separaban de la fruición suprema.
No se permitía la existencia de poses, pena, recato o falso pudor.
Sobraban ganas de coger, de sentir con plenitud absoluta las mieles
del sexo sincero, abierto, con goce pleno, sin limitaciones, sin
mentiras orquestadas o falsos orgasmos. No, solo cabía la
emancipación de la piel, el verbo encendido con ganas de disfrute
infinito. Con la euforia del colonizador, ella le introdujo la mano
derecha entre el pantalón, la ropa interior de su amado y el festín
paradisíaco. De un impulso fogoso se apoderó del trofeo mayor. Sí,
allí gravitaba Nadia, flotando sobre un sofisticado mueble de color
verde y, próximo a ella, el órgano viril, que desde el principio
anheló, en perfecta erección, apuntando directo a sus labios, el falo

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

de aquel impetuoso delirio con el cual ella siempre fantaseaba con


vehemencia en sus crepúsculos de sequía orgásmica.
No lo asimilaba con facilidad, al fin lo poseía. Petrificada, ella
admiraba aquel pene tan peculiar, viril, intenso, castigador…
circuncidado —corte que nunca hubiese imaginado—; era mediano,
grueso, retador, venoso, desesperado, tal como ella lo había
idealizado. Por fin aceptaba que era real, no le nacía la menor duda;
fácil de palpar, recrear, solazar… Al menos hoy, sería todo suyo.
Terminado el período de fascinación, Nadia se apresuró a gozar
de su capricho mayor. De una sacudida, se introdujo el voluminoso
glande en toda la magnitud de su pequeña boca. Sus labios lo
arroparon por completo para llenarlo de caricias, humedad y
plenitud. Lo saboreaba con desenfreno, antes de tragarse todo el
miembro hasta percibir la hinchazón de las venas dorsales que
palpitaban con furia. Cerró los ojos, la acción le ayudaba a exagerar
la fantasía; con ello agigantaba el gozo, el deleite… La pasión
suprema la transportaba a un firmamento paralelo donde, de forma
privilegiada, vivía ella junto a ese manjar sexual. Lo complacía con
besos, caricias con la lengua, con los labios y las paredes de sus
cachetes presionando en ambos lados. A la par, ella misma se
cacheteaba en cada bis en que la parte cabezuda del pene expandía el
tamaño de los laterales de su boca. Imposible de creer: chupaba,
lamía, exploraba la verga más suculenta de toda su pura sexualidad:
era tal como lo presintió desde la recepción en el bufete, fecha en
que conoció a Claudio.

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Se encontraba henchida de lujuria. Al chupetear, al succionar de


mil maneras cada centímetro de su juguete carnal, aquel libidinoso
tesoro iba alcanzando su máximo esplendor. Con apresuramiento,
llenaba la boca con jugosa saliva, la misma que no debía soltar, pues
Claudio le exigía con fervor.
—¡Dale con ganas, métetelo todo y no cierres la boca cuando yo
lo saque, no la cierres! ¡OK!
Aquel juego sexual que ella nunca había disfrutado en sus
pasadas relaciones amorosas por fin materializaba y estaba
proporcionándole vivencias multiorgásmicas. La boca se saturaba de
líquido; sin embargo, al abrirla para dejar salir el miembro, viéndose
obligada a no poder cerrar los labios, el efecto de saliva se
multiplicaba generando una cascada de fluidos que le chorreaban
con furia por todo el vestido de lino blanco, empapando cada pliegue
de la tela, que, a su vez, dejaba expuestos los pezones que se
hincharon con jarana, alistados, a punto de reventar: la excitación era
absoluta.
Ella pidió repetir el ejercicio por tres ocasiones seguidas, le
fascinaba experimentar que su boca se despejaba y, a continuación,
expulsaba la saliva a chorros para empapar los pechos ya tensos.
Nadia volvió a introducir aquel órgano viril hasta la garganta que le
imposibilitaba respirar, tan solo se escuchaba un jadeo, un
majestuoso, estupendo, chorreante sofoco.
De improviso, Claudio cambió de estrategia. Con la mano
derecha aprisionó con fuerza el cuello de Nadia y con la otra mano

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

se animó a jugar con los senos de su enamorada: apretaba los


pezones con poca delicadeza mientras gozaba de la hipersensibilidad
en esa zona erógena tan fetichista, lo cual acercaba al clímax a la
hembra. Al sur, la joven contorsionaba su pelvis sobre el mueble
tratando de aumentar la presión sobre el clítoris, que ya se
encontraba emancipado, duro, erecto, en acentuada rebeldía, con
ganas de acabar a plenitud. Con agilidad, siguió chupando su premio
gordo. Ya sin manos, a pura boca, con movimientos de pescuezo y
garganta disfrutaba de la invasión total de su paladar: era la mamada
del siglo.
Ella ansiaba más, lo ambicionaba todo. Su mano derecha
descendió con rapidez: movió el vestido, ya arrugado, apartó el
escaso trozo de tela que recubría su vulva y, sin mayor recato,
improvisó un masaje alrededor de la entrepierna. Notó que goteaba,
estaba lubricada como nunca: los labios, la vagina entera, el clítoris
y toda la fuente de satisfacción se hallaban inundados de una
soberana delicia sensorial. Introdujo dos dedos, el medio y el
angular. Con poca sutileza golpeaba las paredes internas superiores
de su sexo, directo a la altura del saliente arrugado que señala el sitio
exacto del tesoro llamado G. La presión sobre el área aumentó sin
medida. Movía los dedos de arriba abajo y a ambos lados. Con
seguridad, imitaba una doble penetración, en su boca se cogía al
hombre de su vida y en su vagina la culminación suprema le
quemaba la existencia.

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Carmelo Di Fazio

El gozo, la complacencia, el morbo eran recíprocos; ambos


saboreaban el dulce suspiro de la lujuria a flor de piel. Claudio
intentaba controlar la respiración con tal de dilatar el cronómetro
para evitar el derroche de su pegajosa venida en la boca de Nadia,
empero el ritmo que imponía ella, violando toda capacidad de lógica,
le jugaba duro al miembro erecto, lo colocaba en desventaja, la
resistencia mermaba, el vigor no soportaba las embestidas de ella: se
avecinaba la eyaculación. Nadia rozaba el edén. «¡¡¡Qué cielo… el
infinito entero coño!!!», pensaba. Desinhibida en todo sentido, se
regocijaba, asumía varios roles, ¡sí! En un tris, era la mujer sumisa;
de pronto, se vestía de amante libidinosa; luego transmutaba en
hembra ansiosa, poseída, atestada de lascivia; se desdoblaba, su
cuerpo se contorsionaba, gritaba como cualquier puta, como lo que
fuese; el papel no importaba porque era ella, en exclusiva; libre,
feliz, plena, sin reprimir, sin mordaza, disfrutando del embrujo del
verbo amar en toda su magnitud. Le encantaba cada uno de los
papeles que iba interpretando a medida que las convulsiones
aguardaban por reventar.
Nadia suspiraba por el desenlace, faltaban milésimas de segundo
para complacerse con un chorro blancuzco, pegajoso, cálido que
inundaría su boca. Lo imaginaba venir. Lo deseaba como el premio
mayor. Ya el falo aparentaba claudicar y soltar su fluido placentero,
las venas expuestas al máximo, junto a las contracciones del cuerpo
cavernoso, indicaban la inminencia de la eyección. Ella anhelaba

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

acabar a la par de su amado, por ello aceleró el rozamiento con su


clítoris, el final asomaba inmediatez…
Del espacio incomprensible, un ruido atronador interrumpió la
escena más deseada por la totalidad de sus poros.
—¡¡¡Ringgg, ringgg!!! —La chicharra del despertador colocado
sobre la mesa de noche anunciaba el inicio del lapso para arreglarse,
ya tocaba ir al bufete. Nadia estalló en furia desquiciada y gritó.
—¡¡¡Nooo, nooo!!! ¡Coño de la madre, otra vez nooo! ¡Mierda,
qué ladillaaa!
Era la tercera ocasión en que se repetía su sueño, en que
despertaba empapada desde la mollera a los pies, y eso que no era
verano, bañada en sudor con aroma de placeres incompletos. Soñaba
deleitándose con la leche de su idealizado galán en la boca, para
darle inmensurable realismo a la comparsa onírica, pero, por una u
otra excusa, el amanecer se burlaba de ella.
Furiosa, alzó la mirada hacia el techo de su cuarto, exhalaba
coraje, rabia, desengaño. A pesar de aquellos sentimientos eufóricos,
ardientes, ella seguía acostada en la cama, con las piernas abiertas y
sus labios impregnados de una descomunal lujuria. Y como las otras
tres veces, tuvo que conformarse con un orgasmo a la carrera, antes
de tomar una ducha y alistarse para ir a trabajar. Su único aliciente
era que en noventa minutos, si el tráfico ayudaba, podría ver a
Claudio.

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Nadia estudió derecho en la Universidad Católica Andrés Bello


(UCAB), de Caracas, tenía veinte años recién cumplidos cuando en
enero de 1994 se acababa de graduar con honores e iniciaba su
pasantía en el prestigioso escritorio de Borges & Medina. Consiguió
el empleo temporal gracias al apoyo de un tío con amplias
conexiones con directivos conocidos en la empresa. En la etapa
temporal de sus labores en el bufete, le asignaron como principal
responsabilidad, por un mes, brindar apoyo logístico al abogado con
mayores posibilidades de éxito en la firma, Claudio Padilla, a la
postre, su adorada pasión inalcanzable, no por temas sociales o
laborales, sino por caprichoso sortilegio del cosmos, gracias a una
peculiar situación que podía resumirse en siete palabras. Sí, siete
estúpidos vocablos, que, sin pensarlo, les impidieron comerse un
trozo del paraíso y, quizás, la mitad del astro mayor.
El encuentro entre ambos corazones resultó confuso, peculiar,
sorpresivo. Él le llevaba nueve años de diferencia en tema de edades,
aunque no en madurez. Acababa de salir de un divorcio turbulento,
doloroso y tóxico que lo condujo a incrementar su anhelo de soledad
y a cuestionar el afecto como energía sanadora. Además, la
influencia moral de su madre le había tallado en la psiquis, a fuego
vivo, que las mujeres deben ser respetadas en todo sentido: el honor
y la palabra se cumplen sin remordimiento.
Desde la primera salutación de cortesía en la iniciación de la
pasantía, Nadia percibió un chisporroteo de especial luminosidad en
su corazón, reflejado en los ojos negros de su jefe. Su aura le indicó

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que aquel caballero poseía un cierto magnetismo difícil de ocultar,


por lo menos para ella. Significó tanto el enamoramiento, arrebato,
quizás impacto sensorial, que Nadia comenzó a sentir un imán
carnal, en absoluto experimentado, jamás vivido en épocas pasadas
—y eso que, en todo caso, no era virgen—; sin entrar a considerar su
corta edad, ya la chicuela había recorrido caminos rocosos en las
artes amatorias, antes del encuentro con el joven versado en leyes.
Su imaginación le indicaba que Claudio era diferente, indómito,
atípico; por ello se convirtió en su obsesión cautivadora y
esperanzadora.
Para describir lo que ella sentía, basta con resumir un hecho
reiterativo: siempre que ambos se reunían en la oficina para
conversar sobre las actividades que desarrollar durante el día o la
semana, ella se sentaba próxima a él, buscando apartarse del equipo
de trabajo. Intentaba situarse al margen izquierdo del escritorio
semicircular con el único fin de aproximarse a Claudio y, a medida
que aumentaban los diálogos, ella comenzaba a disfrutar ciertas
sensaciones húmedas en la entrepierna, imaginaba que las palabras
implicasen un dejo de fascinación y el mensaje que ella anhelaba
escuchar se simplificara en un simple «¡Te amo!». Al final de las
reuniones, Nadia apretaba sin reproches sus piernas, forzando la
fricción con su clítoris y terminaba mojada y debía correr al baño
para desahogar su ensueño carnal aún no cumplido. Es más, con el
transcurso de las fechas, procuraba aterrizar en la oficina antes que el
resto del personal. Alegaba al servicio de seguridad que precisaba

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adelantar trabajo atrasado; en realidad, su mayor atrevimiento era


encerrarse en la oficina de Claudio, apoderarse del sillón ocupado
por su jefe y masturbarse mientras contemplaba con obscena
vivencia una foto de él en compañía de directivos de la empresa en
la entrega de los bonos de fin de año. Fueron muchos los espasmos
drenados en esa silla, sobraron culminaciones líquidas en el
escritorio, en el apoyabrazos y en el suelo. La oficina exudaba
lujuria en cada tanda que ella se encerraba en secreto.
Un miércoles para el olvido, ella recibió un premio subyugante;
Claudio le expresó que su vestido blanco le quedaba divino, que se
veía hermosa. La alabanza triplicó la ilusión en los sentimientos de
Nadia quien, con celeridad, visitó su tienda favorita y se compró
varios vestidos con talle sexi, pícaro, sensual…, aunque respetuosos
para el trabajo. Todos eran blancos, dejaban ver con mayor facilidad
más allá de lo usual para que Claudio se deleitase con la complexión
de su escribana, y enfatizaban sus pronunciadas y perfectas nalgas, el
fetiche predilecto del jefe. Ella lo sabía y desde esa circunstancia se
esforzó en cautivar a su adoración excelsa. Se imaginó mimándolo
en cada esquina de su nido de amor.
A falta de pocas jornadas para su cambio de departamento, Nadia
pensaba salir temprano de la oficina porque debía presentar un
examen para una especialización en Mercadeo en la Universidad
Metropolitana. Por casualidad, en todo el día no pudo comunicarse
con su jefe para solicitar esa salvedad de salida anticipada, aunque
daba igual, no se inquietó mucho porque Claudio practicaba la

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

gerencia flexible, educada, aplicaba el don de la justicia con todos


los trabajadores: el requerimiento sería fácil de aprobar. Pero el
destino le guardaba una absurda sorpresa.
Dos horas previas a la culminación del horario laboral, apareció
Claudio hecho un mar de furia. Recién concluía una reunión eterna
con un cliente hosco, mediocre y tramposo. Su ánimo era el peor de
todos, tomando en cuenta que antes del sábado firmaría su divorcio.
El jefe entró en su despacho, Nadia y la asistente de finanzas
buscaban entre varios documentos en los archivadores con
expedientes sin mucha trascendencia. Por primera vez desde que se
conocieron, los ojos de Claudio se llenaron de destellos de
admiración al contemplar la hermosa figura de Nadia, decorada con
un sugestivo vestido de lino blanco que dejaba ver con sutileza su
ropa interior. Él la observó con ojos de encandilamiento, ella lo
sintió enseguida, hasta el punto de bajar la mirada, no por mucho,
pues su varón pretendido la neutralizó con palabras salpicadas de
contemplación y deseo.
—¡Guau! ¡Ese vestido te queda divino! ¡Hoy derrochas
hermosura, Nadia! Bendito el afortunado… —Nadia se creció, los
halagos le exaltaron la coquetería, la picardía y se le hinchó el ego.
La chica de finanzas no sabía dónde meter la cara, a ellos les daba
igual, disfrutaban de su obra sensitiva. Se quedaron solos en la ancha
oficina. Claudio se ubicó en su silla y, de inmediato, comenzó a
hurgar en sus apuntes. Nadia lo idolatraba con encaprichamiento

24
Carmelo Di Fazio

patológico y húmedo. Antes de pedir autorización para ausentarse


por temas académicos, su jefe la interrumpió de súbito.
—Por cierto, ¿te puedes quedar un ratito extra en la tarde para
ayudarme con unas cosas pendientes del caso de la cervecera? Es
que debo llevarme trabajo… —No terminó la frase. Acelerada, ella
le respondió con aplomo y seguridad inquebrantable.
—¡Claro, cuenta con eso, no tengo informes pendientes!
A la mierda la Universidad, Nadia no iba a perder el chance de
permanecer a solas con su clímax latente.
—¡Ahhh, buenísimo, gracias! Si quieres te llevo. ¿O, tienes
carro? Como mejor te venga.
¡Claro que ella tenía carro! Como era temporal, no le autorizaban
a aparcar en el mismo piso que los directivos: por esa condición, casi
nadie sabía de la existencia del Renault Twingo propiedad de la
oficinista.
—No, no tengo carro; tranquilo, no quiero incomodarte, yo tomo
un taxi, es un minuto; vivo en Chacao —contestó la recién graduada
con ansias de sorpresas.
—¡No vale, si estamos al lado! Yo vivo en Altamira, para mí no
es molestia. Vale, al terminar te llevo a tu casa. No hay problema.
Gracias por la ayuda.
Una sonrisa cómplice se dibujó en el rostro de Nadia. Era su
oportunidad de oro para acurrucarse con la mitad de su infinito.
Por aproximadamente cuatro horas perfectas trabajaron sin
descansar. Compartieron varios cafés, frutos secos y hasta una torta

25
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

de chocolate de Café Olé. El reloj señalaba las 8:38 p. m. cuando


Claudio decidió poner fin a la jornada del día. Le dijo a su
compañera que recogiese sus cosas, saldrían en breve.
Nadia aprovechó para ir al baño y retocar su belleza lozana,
juvenil. Colocó unas gotas de perfume en los lóbulos de sus orejas y
en la base de sus hermosos y voluminosos pechos, se cambió de
panty, ya que había mojado en repetidas situaciones la que vistió en
la mañana. Se pintó los labios con un color rojo opaco, tenue,
suavizado, intentando dar toques de seriedad y, presurosa, salió en
busca de su desmedida pasión.
Se encontraron en la recepción y, desde allí, continuaron hasta el
estacionamiento en donde abordaron el todoterreno Jeep Cherokee
4×4, color plata, el vehículo favorito de Claudio, quien, desde joven,
fue devoto de esa marca: le encantaba salir a rustiquear al Cerro el
Ávila los domingos.
El consorcio legal quedaba en el centro de la ciudad, a mínimo
retiro de la avenida Universidad. Gracias al fragmento horario de la
tarde, y dado que era martes, el tráfico pintaba ligero, fluido, en
contados minutos alcanzarían la Cota Mil, rumbo al este de la
ciudad.
En el recorrido, comenzaron a dialogar sobre cosas simples,
estudios de Nadia, amigos, hobbies, gustos por la cocina y cuantas
tonterías se pueden mencionar en un carro, camino a la urbanización.
La chica orquestó otros planes, cambió el tema y se enfiló por la
privacidad de Claudio, aunque ya sabía muchas cosas, las cuales

26
Carmelo Di Fazio

alcanzó a averiguar gracias a compañeras chismosas en las eternas y


comunes visitas a los baños de la empresa.
El dardo venenoso se impregnó con el tema del matrimonio, la
felicidad, los amoríos frustrados y, sobre todo, el divorcio. Su
compañero de ruta soltó varias emociones inestimables sobre la
situación de sus afectos, el estado anímico o el futuro en lo pasional:
ella, como buena mujer, sabía dónde golpear… Entonces continuó
hurgando en la clausura de su interlocutor. A medida que se
acercaban a la urbanización La Castellana, Nadia rozó el cabello de
su jefe, y con sus caricias se adueñó del centro de adherencia al
ciento por ciento. Ella se dio cuenta de que ganaba en el juego de la
seducción, pero, a partir de entonces, necesitaba que Claudio abriera
su sensiblería para poder dominarlo, cosa que aconteció con fluidez.
Al cabo de un lapso escueto, al chófer ya no le apetecía estacionar en
la dirección prometida, las ganas de cariño le dominaban el sentido.
Suspiraba por descubrir el manantial de aquella deidad. Con
disimulo fácil de percibir, redujo la velocidad del todoterreno y
disfrazó el cambio de la ruta de manera premeditada e infantil
buscando retrasar el andar de Chronos. Nadia se percató y se dispuso
a seguir el juego…
—¡Creo que estás perdido! La vía a Chacao la acabas de pasar en
las dos salidas anteriores. ¿Te noto extraño? —dijo con tono juvenil,
denotando interés y preocupación por la salud mental de su
compañero.

27
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

—¡Ups! ¡Veo que me confundí de calle! Ya lo resuelvo, voy a


tomar un atajo. —Los nervios aprisionaban la angustia carnal de
Claudio, debía controlarse. Aunque su compañera no lo permitiría en
aquel anochecer pecaminoso.
—¡Tranquilo, puedes confiar en mí! Creo que es bueno que
comentemos, desahógate. Si quieres vamos a tomar un café y
charlamos, para eso somos amigos —ofreció con suspicacia la dueña
del poder del bien y del mal. Aunque el destino suele ser juguetón, si
no sabemos darle el peso adecuado a la estimación.
Sin darse cuenta, entre recovecos y caminos verdes, Claudio dio
vueltas, retrocedió hasta el parque los Chorros: esa sí era su
intención, craso error que el verdugo de los ilusos lo confirmaría con
triste y lapidaria vehemencia. Ambos se equivocaron. Se estacionó al
costado derecho del parque, el menos iluminado y que permitía
ligereza para el manoseo calenturiento de los poros. Él se recostó
sobre la puerta girando noventa grados su espalda para poder mirar
de frente a su nueva mejor amiga. Ella hizo lo mismo, procurando
disimular la entrepierna, cuando, en el fondo, prefería abrir con
desvergüenza la puerta de la lujuria que ambos deseaban atravesar,
pero un pellizco de raciocinio que nacía en lo más profundo del
meollo de la psicología inexplicable se los impedía o los limitaba a
dar el paso trascendental, previo a la entrega desinhibida.
—Es verdad, Nadia, en el fondo siento muchas ganas de hablar y
desahogar mis penas. Es que en los venideros días firmo el divorcio
y tengo mil cosas en mi cerebro y en el…

28
Carmelo Di Fazio

Su oyente no perdió foco. Con un gesto simple, logró callar sus


voces. Acercó el índice derecho hasta tocar los labios de su amado
emocional.
—¡Tranquilo, Claudio! Sé lo que estás viviendo, es duro;
relájate, piensa en ti, tu felicidad… —Su táctica ya daba frutos, la
estratagema era sencilla, debía enaltecer el ego del semental
herido—. ¡Tú eres un tipo de una pureza inmensa, todos los dicen!
Estás pasando una coyuntura temporal; tengo fe, tú puedes con eso y
con mucho más. Lo sabes de sobra. Tienes muchos amigos, gente
que te quiere, cuentas conmigo. Desahógate, suéltalo, para eso estoy
acá, para eso somos amigos. —La pócima del lenguaje epicúreo
capturó la sensibilidad del cordero.
—¡Gracias, Nadia, gracias por tus bellas palabras! Me ayudas
mucho a levantar el ánimo, no quiero perder la fe en la convivencia
en pareja, a causa de mi fracaso matrimonial. Me hace falta un
abrazo.
Sin meditar sobre el resplandor mágico que los arropaba, la
pasión surgió a quemarropa. Ella lo achuchó con furia, logró recostar
el rostro del guerrero débil, sensitivo, falto de comprensión en su
regazo y, a la par, le besaba la nuca. Ella pensó que ganaba, parecía
que sí, pese a que la última palabra en la apuesta sentimental suele
convertirse en la peor. Así es el ser humano: embrollado en su lado
afectivo, íntimo, sensorial.
El abrazo duró escasos segundos, Claudio levantó la testa y se
topó con la mirada sensual de Nadia. Sobraban las palabras, la

29
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

oscuridad ayudó de celestina. Los labios se unieron en un beso


intenso, apasionado, en donde dos lenguas se abrazaban, acariciaban,
chupaban, retaban y penetraban con euforia desmedida la sustancia
de la otra mitad del sol. Los besuqueos no eran suficientes, los
jadeos decidieron participar en el festín. Vapores subían y bajaban.
Necesitaba sentirse vivo, ella pretendía llenarlo de esperanza. Él
corrió el vestido de lino blanco al costado derecho y, con bravura,
desató del sostén los pechos que ya experimentaban una placentera
dureza. Se detuvo a admirar la hermosa obra del creador. Un pecho,
una teta grande, hermoseada por un color canela suave, coronada por
un pezón diminuto rodeado de una aureola marrón oscuro que le
otorgaba un lienzo de emociones libidinosas. No hacía falta pedir
permiso, ya los labios jugueteaban con el pezón mientas las manos
apretaban esos pechos divinos. Nadia experimentaba una
estimulación desenfrenada, en una desproporción tal que nunca pudo
describir con exactitud qué era ese deleite corporal, sentido gracias a
esos mimos de lengua. Él siguió chupando con libertad todo el
pezón, la mano izquierda se deslizó con presteza hasta el muslo de la
mujer, territorio vulnerable que le permitía saciar su desenfreno
pasional. Acarició con sutileza la pierna, actuación que escondía su
real intento de conquista. A toda velocidad se enfiló hacia la vulva.
Antes de introducirle los dedos, descubrió que la panty chorreaba
fascinación. El dedo corazón se adentró en la vagina, ávida de ser
penetrada, lo pedía a gritos. Nadia gimoteaba en trance, en éxtasis
supremo, adoraba gritar como loca, como hembra feliz y completa,

30
Carmelo Di Fazio

como una doncella bien cogida; deseaba retar a la eternidad, burlarse


de ella, anhelaba ulularle al infinito para decirle «¡¡¡Yo conocí el
amor, carajo!!!».
A la espera de lograr su cometido, un cortocircuito racional
apagó de cuajo la fiesta. Ella aquietó las embestidas de su amado y
soltó siete palabras que amargaron su felicidad para la eternidad…
—¡¡¡Te ruego que no me hagas daño!!!
El sonido de esa frase causó una colisión astral en la psique de
Claudio. De golpe y porrazo frenó su accionar. Cesaron los besos,
las caricias; de sopetón, el dedo medio abandonó la vagina, que no
entendía la interrupción de la deleitable juerga. El chico efusivo
tragó saliva gruesa, la erección se suspendió con dolor y los
románticos se separaron. Nadia entendió a la perfección: «¡Coño, la
cagué!». Claudio volvió a su sitio, al volante de su Jeep Cherokee.
Sin abuso del verbo, atinó a decir un par de palabras innecesarias,
tontas; era guiado por un cóctel peligroso que une moral, respeto,
matriarcado y obedecer a la mujer, exigencias familiares que se
cumplían a rajatabla, sin chistar: era parte de su moral lapidaria.
—¡Tienes razón, Nadia, perdona, disculpa: me he pasado! Bajo
ninguna excusa te quiero hacer daño. Te ruego que perdones mi
atrevimiento. —La mujer, bañada en gozo amoroso, se disponía a
evadir la derrota. «¡¿Qué mierda hice?!», se preguntaba mil veces.
Con desespero sano, sincero, se abalanzó a los brazos del amado.
—¡No hay que perdonar bonito! Es simple, un decir, no sé, me
vino a la pensadora la estúpida imaginación de que no me uses en tu

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

nostalgia. ¡Coño, fue una torpeza mía, cálmate, te lo ruego,


perdóname!
La defensa resultó peor que los hechos. Él justificaba la
ineludible autocrítica… Claudio pensó que sus ganas de prendarse
de ella eran el estúpido cliché de «Un clavo saca a otro clavo»,
aunque, en realidad, era todo lo contrario.
Lo malo es que el raciocinio o la reflexión actúen, pues el
sentimiento enferma y pierde relevancia, hasta el punto de preferir la
esclavitud del enamorarse sin pasión.
Pudo ser por miedo, por respeto o por simple influencia de los
componentes psicológicos. El placer sucumbió en seco. El silencio
se adueñó de la escena. Ambos actores optaron en privado por
interpretar los hechos tan confusos, singulares y en exceso alocados.
Claudio aceleró el rústico coche y se apresuró a dejar a su invitada
en el portal de su edificio. Ella descendió del Jeep cargada de una
mezcla de melancolía y rabia, y preguntándose cómo y por qué había
podido producirse aquella separación. Sufría un incómodo nivel de
culpa, quizás justificado por su inmadurez. Él solo atinó a darle un
escueto beso de despedía, una especie de caricia justificada, un
contacto distanciado, por compromiso. Al final, le garantizó que la
llamaría para volver a reunirse, pero ella temía lo peor…

Llena de rabia, confusión y dudas, Nadia entró en la vivienda


que compartía con sus padres. Casi ni saludó a su madre que la
32
Carmelo Di Fazio

esperaba con ansias para saber los resultados de la cita en la


Universidad. La respuesta llegó seca, sin mayor consistencia; un
simple «¡Todo súper, mamá, luego te cuento!», claro indicativo del
desconsuelo que se avecinaba. Nadia se encerró en su habitación. Lo
primero que drenó con rabia fue deshacerse del puto vestido blanco,
ese que formó parte del plan: el que amó en demasía, ahora pagaba
los platos rotos. En ropa interior se acostó sobre la cama. No tardó
en prorrumpir en llanto y palabras obscenas. Necesitaba dramatizar
toda la conmoción que padecía en su esencia, piel, sexo y alma. Le
urgía ayuda, al menos para compartir la carga, no le quedó otra
opción, telefonear a su mejor amiga, Vanesa Borges, su confidente
preferida.
—¡¡¡Marica!!! ¿Dónde estás, cómo acabó (nunca mejor dicho,
amiguita, ji, ji) la fiesta con tu papuchi? ¡Júrame que te comiste al
carajo! ¡Coñooo, debes estar livianita, ji, ji! —El interrogatorio
comenzaba de la peor manera…
—¡No, amiguita, no: nooo pasó un coño! ¡¡¡Soy una pajúa!!!
La respuesta aturdió a Vanesa. En este punto, sí que no entendía
el guion y reaccionó con la típica actitud cliché de la sociedad.
—¡Verga, no me asustes, marica; no me digas que es parcha o
que no se le para! —El tonito intrigante y chismográfico era lo peor.
—¡No vale, chica! ¡Cero, cancelado, transmutado, pendeja! El
carajo es divino, besa espectacular y se nota que tiene un «güevo»
exquisito… —respondió Nadia con un enrevesado palabreo. Su

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

oyente frunció el rostro con el mayor desconcierto que cabe en una


celebración incompleta.
—¡Amiguita! Tome un respiro… En modo Osho y me barajeas
las cartas, porque no entiendo una mierda, marica. Si el carajo es el
macho perfecto, dime qué surprise pasó.
—¡Ya, Vanesa, soy una tonta! No sé, coño; me traicionó el
subconsciente, basta. Dentro de la camioneta lo acaricié en la nuca,
el tipo se dejó, buscaba guerra. Nos paramos al costado del parque
Los Chorros. Me empezó a besar… ¡Verga, me comió con esos
labios y esa lengua que me penetraba la boca con locura! Chama, el
tipo está como lo soñé. ¡Chamaaa!, pude palpar la fortaleza y tamaño
de ese güevo divino que resaltaba debajo del pantalón. ¡Coño!, ya el
carajo puso sus manos sobre mi clítoris, listo, dispuesto a penetrarme
con furia… Se me ocurrió soltar una lágrima de felicidad y, de,
¡súper pajúa!, le dije: «Porfa, te pido que no me hagas daño», y
¡zas!, el carajo se congeló de un puto coñazo. Parecía que el mundo
se detuvo en su terca pensadora y su deseo pasional cambió de
golpe.
El relato excitó a Vanesa y el final le arrancó expresiones de
sorpresa y burla.
—¡¡¡Maricaaa, me estás jodiendo!!! Si la vaina es así, usted
necesita urgente un loquero. Estás de atar, chicuela… ¿Qué vaina es
esa de «¡Ay, no me hagas daño!»? ¿De dónde sacaste esa pendejada,
si lo que pedías era cogértelo y que te cogiera toda, todita? ¡No,

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Carmelo Di Fazio

amiguita, no te puedo creer, me estás vacilando! Sí, pajúa, ¡me viste


face de poceta! ¡Anda, dime la letraaa! ¡Tira rico el carajo…!
La confidente no salía de su incredulidad, buscaba la excusa para
generar noticias más alentadoras. Nadia no lo soportó y reventó en
un llanto desconsolado. Juró mil veces su versión de los hechos, la
única autenticidad de la faena, aunque pareciese absurda. Charlaron
largo intentando encontrar respuestas, pensando estrategias para el
futuro. Por un flechazo, les cruzó la simplona noción de que se
trataba de un truco de Claudio para darse mayor importancia y tener
en sus manos a Nadia, lista, entregada a su merced y dependencia…
simulando, a lo mejor, una especie de «desgana obligada para forzar
mayor gravitación».
Otro planteamiento que surcó por la reflexión de ambas, fue
pensar que al firmar el divorcio todo cambiaría; debían de ser los
nervios, el pasado reciente y mil tonterías más.
Al final, el tiempo, el juez con la mayor seguridad en sus
veredictos, se pronunció: Claudio nunca más se acercó a Nadia, ni
permitió que las pasiones se fusionaran en un mar de gustos ni
felicidad, sin importar que ambos se morían de las ganas.
Transcurrieron años, la pasión inconclusa, tal vez el amor bonito, ese
que quema el universo; sin embargo, por estúpido sortilegio del
destino no pudo cobrar vida en la tez de dos enamorados. Nunca
murió, siguió vivo. ¿De qué sirvió?

35
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

Sídney, marzo de 2015.

El teléfono celular de Claudio sonó en horario distante de lo


habitual; bueno, en Australia cualquier cosa es anormal. El tono
melodioso al otro lado de la línea telefónica le arrancó suspiros,
independientemente de encontrarse en su oficina a las 9:00 p. m.
revisando formularios de compras. Su rostro se impregnó de
nostalgia y hermosura indescifrable, esa que nace del sentir pleno.
—¡Hola, bonita! ¡Qué sorpresa tan bella oírte, Nadia!
—¡Hola, príncipe!, disculpa que te moleste. Es que leí en tu
Facebook sobre tu enfermedad y me preocupé. Es que ansío saber
que estás con salud. —El tono de Nadia se convirtió en sinfonía que
deleitaba a su querer inolvidable.
—¡Ahhh, sí, estuve con un tema de tensión y circulación, pero ya
estoy recuperado! Gracias por estar pendiente, bonita.
—¡Aún estoy atada a ti, sabes que te amo! —declaración
sentimental que, a pesar de haber perdido dos décadas, seguía
derritiendo los corazones de ambos.
Claudio guardó silencio, tragó con dulzura, recordaba los únicos
besos que alcanzó a disfrutar con ella. Mientras lo hacía,
contemplaba la foto de una parrillada que había hecho en su villa con
algunos conocidos. Nadia seguía en Venezuela, nunca quiso dejar su
país, sus raíces, su familia y menos olvidar a su codiciado e
inverosímil galán.

36
Carmelo Di Fazio

—¿Qué haces, bonita? Es temprano en Caracas. —Ambos


conocían el tono de la pregunta. Una escarcha de lujuria los bañaba
sin que molestara la inmensa distancia geográfica que los alejaba.
—Príncipe, estoy en la cama, recién despertando y pensando
en ti.
—¿Y cómo estás vestida, bonita?
—¡Con una franela de algodón! Hace calor…
—¡Ufff, qué rico! Vestimenta amigable para deslizar mis manos
por esa ligera, suave tela y descender hasta el sur lleno de
humedad…
—¡Rico, bonito, rico! Sabes de sobra lo mucho que acabaría, qué
inmenso orgasmo alcanzaría si me tocases, me besaras, si me
chupases los pezones, como aquel atardecer en el parque, y si, por
fin, me cogieras, me amaras…
Dos seres hermosos que decidieron recorrer trayectos diferentes.
Ambos se casaron, tuvieron hijos, familia, amigos; nunca pudieron
vivir, celebrar, enamorarse de ese amor bonito que por los siglos
extrañarían. Sin pensar en el espacio y la distancia, sus universos
seguían unidos por la bendición del sentimiento. Al punto tal de
poder regalarse orgasmos, aun cuando los reproches afloraban con
mutua culpabilidad. «¿Por qué me pediste que te respetara? ¡No lo
sé, bonito, fui tonta! ¡No me buscaste, bonita! ¡¡¡Sí, sí lo hice, tú me
evadiste!!!»… recriminaciones que ya no importan, no vienen al
caso, pero nos recuerdan el poder de las palabras, las mismas que
nos ayudan a cometer errores imperdonables.

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No soy perfecto, pero tu amor me recuerda que puedo ser mejor.
Los hijos son la bendición más grande del universo.
Sus sonrisas nos llenan de fe y sus lágrimas nos advierten
de nuestros errores.
Primera lágrima

Jamás confíes en nadie, todos son leales hasta que te traicionan.

Caracas, 17 de junio de 1994.

A las 9:33 p. m., la sala de fiestas y banquetes Quinta Los


Samanes, en el centro de la urbanización Country Club, era un caos
total. La Policía Metropolitana, en concordancia con la Policía
Técnica Judicial (PTJ), acordonaron el sitio. Nadie podía ingresar o
salir del recinto de fiestas reservado para las familias más adineradas
de la capital. Aquella noche contraía nupcias la señorita Liliana
Manrique, afamada diseñadora de joyas, heredera de un emporio
bancario y de construcción con más de ochenta años de historia. El
bendecido futuro esposo, Nassín Medina era un arquitecto, qué, sin
tomar en cuenta su corta edad, pues contaba con 26 años (tres menos
que la novia), se consolidaba como el nuevo rey del diseño
inmobiliario en la Venezuela moderna del siglo veinte y en ciertos
países del Caribe. Se había especializado en complejos de edificios
empresariales y su fama aumentaba con cada proyecto vanguardista,
irreverente o divorciado de lo vulgar que nacía de su cabeza, dotada
de una brillante capacidad de visualizar el arte en la construcción.
Carmelo Di Fazio

La hora pautada para el magno festín social era las 7:30 p. m.,
previendo el retraso típico en la puntualidad venezolana, ya que se
esperaba el baile de los novios a las 8:45 p. m., luego de que los 647
invitados estuviesen instalados con suma comodidad en la faraónica
sala de eventos, decorada con lujo exagerado y con una
ambientación amazónica: aquella franja geográfica era la predilecta
de la novia, pues la mayor parte de su nueva colección de joyería y
tocados, realizados con piedras preciosas, procedían de dicha
exuberante tierra silvestre del sur del país.
El lujo, el boato, el exceso y la grandiosidad de la ceremonia
estaban más que justificados, ya que se casaba la única hija del
acaudalado don Adalberto Manrique, y escatimar en felicidad,
extravagancias o exquisiteces para su hija no era una opción. Muy al
contrario: el novio no calzaba en las exigencias de la familia por
tratarse de un personaje humilde, sin nobleza familiar o estirpe
reconocida desde el siglo anterior. Aquel recelo jamás cuadró en el
perspicaz cerebro del futuro suegro, que nunca se conformó con el
guion cliché, según el cual su yerno era hijo de un marino mercante
libio que abandonó a su madre, y ella, con sacrificios, logró darle
una privilegiada educación al pequeño Nassín, hasta el día de su
muerte, acontecimiento que le tocó sufrir tres meses antes de la
graduación. Muchas cosas no encajaban en el enigma familiar. No
existían hermanos, primos, tíos ni perro que ladrase cerca: se trataba
de un auténtico desconocido social, bien que bendecido con un
talento innato, pero, a fin de cuentas, los caprichos del corazón de su

41
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

hija doblegaron la racionalidad del patriarca de la familia, estúpido e


inadmisible error que el infortunio se encargaría de cobrar con
mucha sangre.
El reloj de la Quinta Los Samanes indicaba las 9:52 p. m., y el
comisario jefe de la PTJ, el capitán Manuel Áñez entraba en el lugar
de los acontecimientos, lo acompañaba el sargento Marcano, su
mano derecha. Por tratarse de un caso tan especial, el departamento
de la Policía Científica designó a su mejor sabueso.
Los oficiales que cercaron el área y protegieron el perímetro para
evitar alteraciones en la escena del crimen, fueron los afortunados en
compartir los pormenores del suceso al capitán Áñez, que a su vez
mostraba un dejo de inconformidad porque era su día libre y lo
disfrutaba de maravilla con amigos en el restaurante Aranjuez, en
Las Mercedes, hasta que la llamada del director general de la PTJ lo
interrumpió: eran órdenes directas del ministerio de justicia.
—¡Buenas noches, capitán! Soy el detective Alfaro, soy el
primero que apareció en la escena del crimen —expresó con dicción
trémula el informante. No era fácil describir lo sucedido y menos si
se trataba de exponer detalles tan crueles e incoherentes al mejor
investigador nacional.
—¿Qué tenemos, detective? —Su respuesta, por demás parca, le
indicaba al subordinado la necesidad de puntualizar las claves y que
era innecesario monear por las ramas o generar algún tipo de
hipótesis, conjeturas o supuestos sin base de análisis posterior. Áñez
odiaba esa actitud en los nuevos miembros del equipo.

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Carmelo Di Fazio

—El hecho es que ocurrió durante la boda, una fiesta con muchos
invitados. La mayoría abandonó el lugar antes de que llegáramos, lo
cual… —La recia tonada del investigador cortó cualquier tipo de
exceso esclarecedor.
—¡¡¡Al grano, detective!!! ¿Qué coño pasó en la fiesta? No me
importa un carajo la novela, limítese a los hechos —replicó el
capitán mientras oteaba el amplio salón y fotografiaba en su
memoria observaciones peculiares como la ubicación de posibles
testigos, el desorden en la zona del bar, las actitudes en los rostros de
invitados temblorosos, el desconsolado llanto de cuatro mujeres al
costado izquierdo, los nervios del personal de servicio y, en
particular, un inmenso charco de sangre que desbordaba los manteles
blancos que cubrían la silueta del finado. Un efluvio le sobresaltó:
era el penetrante hedor que se respiraba en la sala, una mezcla
pestilente de heces abundantes con sangre fresca.
—¡Sí, mi capitán! Los hechos son claros. Asesinaron al novio en
plena fiesta. Le rajaron los intestinos al momento de acercarse al bar.
Ya el forense examinó el cuerpo. Murió en el acto.
Apartando la impaciencia por figurar o el nerviosismo, el novel
investigador cumplió a la perfección con las exigencias del jefe a
cargo del caso.
—¿Tienen alguna aproximación del móvil? ¿Sospechosos,
testigos claves, arma utilizada? Quiero todos los ingredientes de esta
obra —replico Áñez, que se alineaba a escasos metros del cadáver.

43
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

—No tenemos una visión clara del móvil. Hay un detenido,


responde al nombre de Ismael Hasán, parece que es libio (no ha
dicho el otro apellido); es uno de los mesoneros que servía el agua
en las mesas: es el autor material del crimen. Además, lo ha
confesado; asimismo, lo vieron diez testigos. Utilizó un puñal
extraño, inusual; el forense nos dijo que es una daga árabe con doble
hojilla, conocida como jambiya. Me lo informó otro de los
compañeros de faena, son de la misma región. El asesino no opuso
resistencia, inclusive permaneció arrodillado, aproximado al cadáver
hasta que llegamos. Quizás padeció un shock nervioso luego del
homicidio. Tampoco ha querido declarar, está como petrificado,
nublado, ausente de la realidad. ¡Ahhh, una noticia!: dicen los
testigos que, antes de agredir al novio, el asesino conversó con su
víctima durante al menos un minuto, luego le enterró el arma asesina
y gritó unas palabras en otro idioma, al parecer en árabe. Eso es todo
lo que tengo, mi capitán.
El reporte era claro, escueto, muy explicativo. En la mente del
sabueso faltaban piezas, no le encajaba tanta sencillez o simplismo,
era muy complejo de digerir.
—Gracias, detective. ¿Dónde está el asesino? —preguntó con
excesiva calma el líder de la pesquisa.
—Lo han remitido a la comisaría de la Plaza Venezuela. Allí lo
van a interrogar. También le comento que el forense nos prometió
que nos facilitaría el reporte al amanecer. Según su apreciación sobre
la postura y las causas del fallecimiento, el caso es sencillo.

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Carmelo Di Fazio

—¡¡¡No existe la sencillez en ningún crimen!!! —ripostó Áñez


con rudeza, mientras se arrodillaba para inspeccionar un par de
pruebas interesantes, cercanas al tronco inerte del infortunado novio.
Empeñó gran esfuerzo por no perder la concentración: la hediondez
que salía del cadáver resultaba insoportable. En menos lapso del
esperado, se incorporó para alejarse del surtidor de olores
asquerosos.
La escena del apuñalamiento resumía una tragedia impensada.
Una familia acaudalada hasta la saciedad celebraba una suntuosa
boda y un desquiciado asesinaba al novio. Áñez contemplaba con
recelo cada una de las referencias en la obra teatral. Intentaba
concentrarse en lo sustancial: el móvil. Ese elemento primordial lo
resumía todo. Durante limitados períodos posó su análisis visual en
todo el salón; nada le satisfacía o impresionaba a su olfato de
inquisidor. Nada le cuadraba. A bocajarro le soltó una contraorden a
su compañero de faena.
—¡Marcano!, vamos a la comisaría a interrogar al asesino, no
perdamos tiempo acá, quiero verle la cara a esa basura. —Era
evidente la rabia que transpiraba el detective, un crimen extraño en
mitad de la boda. En todo caso, si era tan sencillo, con averiguar el
motivo ya tendrían la mitad del caso resuelto y podría continuar la
fiesta con sus amigos.
—¿Perooo… no vamos a interrogar a los testigos, mi capitán?
—consultó con sorpresa el ayudante.

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

—¡¡¡No, dale instrucciones a Alfaro para que interrogue a los


padres, a la novia, si existe la posibilidad, y a todo sospechoso de
interés!!! Yo creo que esto lo podemos terminar en la comisaría. Es
tarde, oscuro: no dejemos que el asesino piense mucho. No quiero
gritos de parte del ministro de Justicia exigiendo noticias
adelantadas. ¡Dale, muévete, nos vemos en el carro!
Áñez sabía que rompía todos los protocolos de la investigación,
pero su sesera tenía mayor peso, era su brújula clara y nítida.
Marcano siguió las órdenes en estricta secuencia. Le organizó un
listado a Alfaro y le pidió que dedicara su mayor ahínco junto a sus
polizontes: necesitaba el informe a la salida del sol del domingo, el
amanecer del día siguiente. Quedaba una larga faena.

Quince minutos necesitó Áñez para comparecer en la comisaría


de la Plaza Venezuela, el sitio de reclusión temporal del exótico
asesino; un lunático, un desequilibrado que le estropeó al comisario
estrella su fiesta sabatina en la que se reunía con amigos entrañables.
«En fin, gajes del oficio», pensaba con fastidio al salir del Toyota
Corolla azul celeste que condujo. Ya el día se acercaba a su final. No
era buena alternativa demorar el encuentro con el verdugo, para
descubrir de una vez las razones que tuvo el perturbado mesonero
que había destruido a dos familias justo el día de la boda más sonada
y rimbombante de la ciudad capital.

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Carmelo Di Fazio

Cuando llegaron al recinto policial, todos los miembros de


seguridad saludaron con respeto y reverencia al ilustre capitán. Era
obvio que su presencia guardaba lógica con el preso recién
trasladado un par de horas antes. La notica se propagó a la velocidad
del rayo. Incluso el director general del escuadrón policial se
mantenía al corriente de todos los movimientos del caso. Al preso
más famoso lo colocaron en la celda siete, a mitad del pasillo lateral.
Incomunicado, para lograr dicha privacidad forzada, los guardias
debieron mover al grupo de los cautivos y distribuirlos en
proporciones iguales en el resto de las jaulas. El Turco —así lo
bautizaron—, no pronunciaba vocablo alguno. Su cédula de
identidad reflejaba que era oriundo del Líbano, y no de Libia, tal
como Alfaro dijo en el lugar de los hechos. Las ropas del vil criminal
estaban manchadas de sangre y heces del difunto. Ya se conocían las
reseñas del abominable suceso. El novio sufrió una herida con arma
blanca de amplia hoja, afilada por ambos lados. El instrumento
punzocortante se abrió camino por el lado derecho del estómago,
debajo del hígado. El filoso objeto de matar hizo las veces de un
bisturí; con precisión demoníaca, el asesino deslizó el corte del arma,
de derecha a izquierda, ocasionando la ruptura de los tejidos,
órganos vitales y sobrante adiposo. En pocas palabras: todo el
aparato digestivo. En un abrir y cerrar de ojos, las vísceras salieron
expulsadas del torso. Por ese principio, el olor a excremento se
esparció junto al de la sangre. El joven murió en el acto. Todo
indicaba que el monstruo actuó con premeditación, alevosía y

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

conocimiento de los hechos. No cabía duda posible. Lo


contradictorio era su mirada, porque exhibía un destello de humildad
angelical. Algunas lágrimas se exponían sin pena. El aspecto del
matón no concordaba en absoluto con su capacidad o habilidad para
aniquilar, asesinar.
Áñez solicitó al jefe de turno que colocaran al detenido en la
última sala de interrogatorio. Planificaba la mayor tranquilidad
cooperante. De igual forma, prohibió que se acercaran al salón de
observación, no facilitaría interferencias en su charla con el
desalmado verdugo. Todas las órdenes se cumplieron al pie de la
letra, hasta la colocación de cámaras de vídeo como soporte para
estudios psiquiátricos protocolares sobre el perfil del chocante
homicida con cara de ángel triste, frustrada, solitaria, dolida. En
nueve minutos el cuarto de interrogatorio ya aguardaba a los actores.
Colocaron una mesa espaciosa y una silla en el lado que miraba
directo a la puerta en la cual ubicaron al preso; lo esposaron de
manos y pies; ante él, aparecían dos sillones más cómodos
destinados a los policías que tomarían la declaración del perturbado.
Áñez y Marcano entraron al diminuto salón. Las indicaciones de
mando eran del capitán, que fue el primero en sentarse, mientras que
el subalterno prefirió seguir de pie. El sabueso mayor ni pronunció
palabra; en solitario, su mirada inquisidora trataba de analizar al
enemigo. Su sorpresa se multiplicó al escudriñar en la mínima
alusión que transmitía el cuerpo del prisionero: el cabello arreglado
con finura, recién cortado, como preparado para un gran evento. De

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Carmelo Di Fazio

igual presentación lucía la barba bien aseada, mantenida. La mirada


—la pista más insólita— extraordinaria, desubicada en proporción y
lugar. Aquellos ojos transmitían infinidad de sentimientos, jamás
podría decirse que eran los ojos de un vulgar homicida.
No, varios apuntes no cuadraban. Áñez lo sabía, sus años de
vuelo no eran en vano, a menos que estuviese ante el mejor actor del
planeta. Aquella mirada perdida clavada en los ojos del interrogador
transmitía una singular melancolía, frustración, dolor interior, mucha
humanidad y un toque de luz brillosa que era incapaz de descifrar. El
capitán continuó repasando la epidermis del Turco. Las muñecas
encadenadas no limitaban que las palmas mostraran un pasado lleno
de trabajos, vicisitudes, luchas y frustraciones. Eran las manos de un
humilde trabajador, no eran las de un delincuente, ni tan siquiera de
un carterista. Áñez simuló apretar con intensidad sus cachetes, de
abajo hacia arriba. Mostraba sorpresa, precisaba escudriñar en su
cabezota antes de discursear: el reloj apuraba la marcha.
—¡Buenas noches, señor Ismael! Soy el capitán Áñez, de la
Brigada de Homicidios. Supongo que usted sabe por qué está acá.
Mejor no derrochemos momentos —expuso con claridad el oficial
con la sensación de lograr el interés del retenido, al menos de robarle
alguna palabra y hacer que su memoria volviese a la tierra. El
resultado desmoralizaba, el reo no emitió palabra alguna, ni tan
siquiera un monosílabo. Se centró en mover la cholla en señal
afirmativa, lo que constituía otra prueba del grado emocional del

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

acusado, que no reaccionaba como los asesinos comunes. Todo


desencajaba en la obra.
—El oficial situado a mi derecha es el sargento Marcano, mi
compañero de turno. Le rogamos que coopere con nosotros para que
podamos cerrar el caso de la manera más expedita y beneficiosa para
todos. He revisado la carpeta del expediente suyo; veo que le
indicaron que tiene derecho a un abogado, y creo que lo va a
necesitar porque las pruebas lo incriminan de manera inapelable.
¿Conoce usted la gravedad de los hechos y sus consecuencias?
Las palabras ayudaban en la desesperación del acusador. El
Turco se limitaba a arrugar la testera; con cada pliegue que dibujaba,
sus ojos gritaban mil evidencias humanas, lectura que, con absoluta
exclusividad, un experto con muchos años en los comandos
policiales asimilaría. Tocaba descodificar las claves de aquel
lenguaje corporal tan etéreo, porque daba a entender que la legítima
víctima era la que se encontraba atada de pies y manos esperando
una condena que quizás mereciera… o, tal vez, no; tal vez, un giro
del cielo lo hubiera conducido a aquel estado. De todos modos, Áñez
prosiguió con su trabajo.
—¡Veo que lo entiende todo! Qué bueno, señor Ismael. Le haré
muchas preguntas sobre lo sucedido en la sala de fiestas, durante la
boda Manrique-Medina. Retomando el informe preliminar, se le
acusa a usted de haber cometido un delito. Homicidio, el cual ha sido
calificado de primer grado, con ensañamiento y alevosía. ¿Usted es
consciente de esta acusación? ¿Cómo se declara? —El policía bajó el

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Carmelo Di Fazio

sonido de la voz buscando cercanía con el acusado. Midió el silencio


en espera de una contestación, la cual resultó directa, tajante y cruda.
Con acento emblemático del Medio Oriente, el irrebatible
sentenciado dijo:
—¡¡¡Sí, yo lo maté!!! —Lo dijo sin remordimiento en el recital.
Con la naturaleza humana a sus espaldas tratando de justificar
sus acciones, el preso certificó la acusación. Áñez y Marcano, casi al
unísono, respiraron con profundidad. Las piezas iban entrando en el
puzle más contradictorio de sus carreras. Ya el segundo investigador
también percibía el misterioso lenguaje sensorial que salía de los
ojos del reo.
—Queda claro que con esa respuesta usted se incrimina de toda
culpa, señor Ismael. Lo subsiguiente es tratar de averiguar otros
elementos. ¿Usted actuó solo en el crimen?
—¡Sí, actué en solitario!
—¡Perfecto, gracias por la sinceridad! Igual debemos anclar al
fondo de muchos asuntos que ayuden a terminar el caso. Por
intervalos, voy a tomar notas, rellenar ciertos tecnicismos. El
sargento Marcano continuará con el interrogatorio, con eso
adelantaremos el doble. —Las acciones del jefe confundieron a su
compañero de labores; no entendía el cambio de señas, aunque
siguió el juego, acató la encomienda sin chistar.
Ya conocido el hecho, quedaba un tramo más corto en la
investigación. Marcano dio tres pasos atrás y torció la mirada en
dirección a la puerta del cuarto. Con léxico calmoso, claro, audible,

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

dio inicio a la segunda fase de la experticia, o como dicen en otros


lugares, de las pruebas periciales.
—Señor Ismael, ya sabemos que usted cometió el asesinato, le
recuerdo que más allá de su palabra hay no menos de una decena de
testigos que lo acusan. Ya conocemos el resultado de sus acciones,
nos queda pendiente la duda sobre el motivo, porque eso es la base
de todo crimen. ¿Nos puede decir por qué usted decidió matar al
novio? —La pregunta era muy simple, básica, necesaria. El
problema era la respuesta, una aseveración preñada de misterio.
—¡¡¡Lo maté para hacer justicia!!!
La afirmación sonó como un trueno. Áñez sonrió con cierto
morbo, empezaba a entender el lenguaje de aquellos ojos
angelicales. Marcano estaba más confundido que nunca, giró su
cuello directo al preso y la seriedad que vio en él le saturó el
pensamiento. Tocaba interpelar con mayor exigencia. El capitán no
cedía un milímetro, se limitó a contemplar la escena desde la
baranda.
—¿Qué quiere decir con eso de…? —Marcano no atinó a
concluir su pregunta. El superior lo interrumpió en seco y con un
ademán de la mano derecha pidió cambio de roles: las preguntas
volvía a formularlas el fogueado capitán. Áñez clavó sus inmensos
ojos negros en los del entrevistado y le soltó la pregunta más
engorrosa de todas.
—¡¡¡No, Marcano, no, esa no es la pregunta que viene!!! Déjame
a mí. Por su respuesta, señor Ismael, debo asumir o entender que

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Carmelo Di Fazio

quizás usted conocía al fallecido. ¿Estoy en lo cierto? —Sin mucho


preámbulo ya se aclaraba el misterio.
—¡Sí, yo lo conocía! —replicó el interrogado con la expresión
desencajada y con la mirada más aterradora y realista que cabía
esperar en el lado perverso del crimen.
—Entiendo, señor Ismael, eso guarda lógica con la conversación
que ustedes dos sostuvieron previo al desenlace fatal. Quizás por esa
cercanía el joven no opuso resistencia. ¿Me puede decir de qué
conocía usted al novio? —El asesino iba a soltar su linaje: un par de
lágrimas manaron de sus ojos, unas gotas que venían cargadas de
desdicha, quebranto y de una profunda soledad.
—¡¡¡El novio… era mi hijo!!!
La aterradora confesión terminó de desarmar al acusado, quien
prorrumpió en llanto obsesivo, doloroso y frustrante. Era el único
sonido que se percibía en el espacio de interrogatorios. Áñez cerró
los ojos con extrema amargura. Marcano, al contrario, producto de la
conmoción trastabilló antes de caer sobre la silla que tenía al frente.
La sala parecía haberse transformado en una entidad paralela entre la
luz, el mal, la injusticia y el dolor de la indiferencia. Se hacía
imposible proseguir con la indagación. Cada involucrado necesitaba
un café amargo, recio, cargado y un buen paréntesis para fumar. El
capitán se incorporó, tragó saliva rancia, avinagrada, dolorosa. Se
trasladó a la puerta y le pidió ayuda a dos subalternos, ordenó los
tres cafés y una caja de cigarrillos.

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

Luego de una pausa mediana, suficiente para que el acusado y


los policías recuperasen el nivel de perspicacia, los tres involucrados
en el sumario final de la reconstrucción de los hechos se volvieron a
reunir en el mismo recinto. Al Turco le permitieron asearse para la
segunda parte de la indagación, le facilitaron un baño para que
pudiera lavarse el rostro, las manos y el cabello. Los residuos de
sangre y heces desaparecieron luego de restregar con el jabón y
aclararse con agua. Áñez le consiguió una bata de los servicios de
limpieza que algún empleado olvidó en el armario de los baños. La
cara del acusado mostraba una luminiscencia extraña, bondadosa,
que no reflejaba los cargos por los cuales se le detuvo. Los actores se
ubicaron en las mismas sillas utilizadas durante el diálogo anterior.
Marcano se apoyó sobre los brazos arqueados que descansaban sobre
el escritorio; deseaba prestar atención a la confesión final del
asesino. Imposible perderse el mínimo nudo del proceso. El primero
en romper el silencio fue el comisario jefe de la investigación.
Prefería acabar rápido.
—¡Señor Hasán, necesitamos continuar con el interrogatorio! Le
suplico colaboración. No escatime en el relato, por muy pequeño e
insignificante que usted considere algún detalle, todo ayuda; sobre
todo en su defensa… si es que cabe esa opción. Muy importante: nos
falta que nos dé una versión completa de los hechos, pasado,

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Carmelo Di Fazio

presente y actualidad, hasta los últimos acontecimientos previos al


asesinato.
Las instrucciones eran demasiado claras. El timbre de voz era
simple, neutro, sin agresiones, sin presión, sin ganas de intimidar al
expositor. Había poco o, quizás, mucho por descubrir, sobre todo
para el defensor, pues el hecho consumado no lo favorecía, excepto
en el caso de enajenación mental. Víctima y victimario se conocían,
restaba conocer el verdadero motivo, la causa real para cerrar el caso
y enviarlo a los tribunales para su posterior sentencia.
—¡Entiendo, señor comisario; yo puedo…!
—Me puede tutear, señor Ismael, o me puede llamar Áñez, es
mucho mejor. Sin protocolos ni cargos. —La dicción del polizonte
con ánimo positivo frenó la exposición. Buscaba aumentar la
confianza del oyente. El ofrecimiento le agradó al verdugo y ambos
intercambiaron una ligera sonrisa cómplice que ayudaba a reanudar
la rutina.
—¡Muchas gracias por la informalidad! Le ruego que me indique
cómo hacer. ¿Ustedes me preguntan? ¿Los puedo interrumpir cada
vez que vengan recuerdos a mi escasa lucidez? Ustedes me dicen
cuál es la mejor alternativa para los tres.
—Creo que la mejor manera, Ismael, es la sinceridad en la
historia total. Sí, desde el recuerdo inicial. ¿Qué le parece si me
resume todos los sucesos que al final motivaron tan terrible y
peligrosa decisión? Se puede extender, cuente la versión real, con

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

confianza, como recitando un cuento. —El asesino se relajó y dio


comienzo al resumen de su historia.
—¡Es lógico, les contaré toda mi verdad en detalle!… Nací en
una aldea pobre del Líbano, mis padres eran campesinos que
recolectaban verduras en la finca de un poderoso terrateniente. Soy
el menor de cuatro hermanos, todos varones, el mayor vive en Brasil
y los otros dos en Marruecos. Yo me vine a Venezuela hace 38 años,
era un adolescente. Me vine con un tío a trabajar en su abastos, en
Apure. Mis padres me dejaron emigrar porque no tenían cómo
mantenernos a los cuatro. Como no me gustaba el oficio de vendedor
detrás del mostrador de la bodega del mísero pueblo, decidí aprender
un oficio. Mi tío me ayudó, él me pagó un curso de zapatero en una
escuela técnica. En seis meses, aprendí el oficio y, con la totalidad
de los ahorros de mi trabajo en la tienda de comestibles, me compré
mi bolso de cuero para guardar las herramientas, materiales,
pegamentos y patrones de zapatos. Empecé a reparar calzado a
domicilio, tocando puerta por puerta. La ganancia en ese pueblucho
era muy limitada, por eso me mudé a la gran capital intentando
buscar un mejor porvenir.
»Trabajé de sol a sol, con mi bolso colgado en los hombros y
gritando “¡Zapatero, zapatero!” a la espera de conseguir clientes.
Vivía en una pensión de mala muerte en el barrio El Observatorio.
No tenía recursos, era un joven con ganas de trabajar, luchar y
construir un futuro de éxito. Lo que podía ahorrar se lo enviaba a mis
padres. Luego murieron, con ellos se me escaparon las ganas de

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Carmelo Di Fazio

regresar a mi tierra. En esa pensión conocí a Raquel Medina. Ella


trabajada en una lavandería popular, cerca de mi lugar de residencia.
Me enamoré como un tonto y nos fuimos a vivir juntos a un barrio
cercano. Tuvimos un único hijo, Nassín. Desde el noviazgo, las
cosas parecían andar bien, ella se rebuscaba como mesera de un bar
y al final, para no extenderme, nos abandonó. Sí, un buen día
desapareció de nuestro lado. Yo estuve a cargo de Nassín. Él era mi
universo, mi luz, mi existencia.
»Lo miraba y el firmamento me sonreía. Le prometí que nunca lo
abandonaría, que lucharía con todas mis fuerzas para que tuviese una
vida mucho mejor que la mía. Pero un simple zapatero remendón no
alcanzaba cumplir con esas promesas. Intenté trabajar en fábricas de
zapatos; no obstante, entre mi mal español, mi particularidad de casi
analfabeto (porque en esos tiempos no sabía leer y escribir en
español con perfección), todo me resultaba complejo. No me rendí,
mi hijo era la prueba de que los milagros existen. A duras penas,
saqué energía suficiente; de día era reparador de calzados callejero y
en las noches era mesero en Sabana Grande. Con dos sueldos, las
alegrías se multiplicaron para mi príncipe. En ocasiones, yo no
comía: mi Nassín, el gran regalo de Dios, merecía crecer con salud y
felicidad. Nunca le faltaron juguetes, alimentación, techo, aunque
muy humilde… En especial, me enorgullecía haber podido pagarle
un colegio privado, de los mejores, con los Salesianos; premios que
nunca pude atesorar en mi niñez.

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

»Nassín entró en la adolescencia, su carácter sufrió alteraciones


rancias, muchos cambios inesperados. Ya no era el mismo.
Expresaba rechazo hacia la vivienda alquilada en la barriada al oeste
de la ciudad, una vereda modesta, de bajos recursos. Ahora se reunía
con niños pudientes, ricos de cuna; entonces, por obvias razones,
comenzó a distanciarse de mí. No le gustaba que yo lo acompañara
en actos del colegio, en fiestas de amigos y muchos etcéteras. Al
principio, yo consideré que era la transformación normal de su
madurez, pero me volví a equivocar. El niño se transformó en
adulto; gracias a su inteligencia, ese don que Dios le dio desde el
mismo suspiro de su nacimiento, el día más hermoso de mi triste
supervivencia. El gran Nassín se laureó con el mejor promedio del
colegio, con unas notas tan sobresalientes que le ayudaron a
conseguir media beca en la mejor facultad de arquitectura del país.
Mi primer gran dolor surgió en la graduación de mi pequeño como
bachiller. Nunca me dijo la fecha, se colgó su medalla y recibió el
diploma sin permitirme el privilegio de aplaudirlo. Él sentía pena de
mí. Me dolió mucho, aunque igual lo perdoné.
»En el tercer semestre de la carrera de arquitectura, sus virtudes
académicas y creativas resultaron premiadas, varias firmas se lo
peleaban, le sobraba trabajo, futuro. Eso lo supe mucho después, por
cosas del azar, las cuales no vienen al caso, son irrelevantes. Él
estudiaba, yo me partía las espaldas con dos trabajos para que nunca
le faltara nada. A mitad de la carrera me dijo que se mudaba a un
pequeño departamento tipo estudio en la redoma de Plaza

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Carmelo Di Fazio

Venezuela, pero luego supe que era en el Rosal. Nunca me invitó a


su vivienda y decía que convivía con dos compañeros, excusa que
sonaba creíble porque decía que era para bajar los gastos. Mentira
tras mentira, me alejaba de su entorno, de su presencia.
»Luego vino el compromiso: conoció a su novia, nunca supe de
ella, nunca me dijo palabra alguna sobre la relación. Con facilidad,
evadía reunirse conmigo, me decía que era porque estudiaba
demasiado, no le quedaban ratos libres… Excusas y repetición de
pretextos, al final le seguía pagando sus estudios. Tuve la esperanza
de que la situación fuese producto de su madurez. Hoy descubro que
yo vivía de ilusiones.
»Para terminar, me queda decirles que yo tardé en descubrir sus
éxitos gracias a la prensa. Alguna que otra vez me topé con fotos en
donde él figuraba rodeado de constructores y gente rica, famosa, de
alcurnia. Eran fotos de la página de sociales de El Nacional; allí las
publicaban luego de inaugurar obras o cuando se presentaba un
proyecto lujoso. En las fiestas de lanzamiento, abundaba falsedad,
obligándolo a convertirse en otro ser. Hasta se cambió de identidad:
al pie de las fotos resaltaba Nassín Medina, utilizaba el apellido de la
madre. Eso me dolió mucho, me destruyó.
»La gota que derramó el vaso acaeció hace ocho meses. Yo
trabajé en una fiesta de la alta sociedad en La Lagunita Country
Club. Sí, me contrataban por eventos como mesero. A la mitad de la
fiesta (creo que era por un lanzamiento de un vino, les juro que no
estoy seguro), en esa repugnante pachanga me topé con él; sí, lo vi

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

allí, rodeado de sus amigotes, todos falsos, plásticos, con amistades


fingidas. Nassín charlaba con una hermosa chica, nunca me olvidaré
de su mirada, de su hermosa cabellera, decorada con soberbia,
coronada con unas flores muy lindas. Hoy me gustaría ofrecerle
disculpas, quizás ni se recuerde de mí, no vale la pena. En ese
encuentro o, más bien, capricho maldito del destino, no me pude
contener y me acerqué para saludarlo. Al verme, su rostro transmutó,
se encolerizó, con arrogancia, me apartó y le dijo a la chica, su
novia, hoy viuda, que no sabía quién era yo. La apartó de mí, me
tomó por el brazo para llevarme a uno de los lados de la fiesta, el
menos poblado. Allí se descargó, me pidió que nunca más me
acercara a él si estaba en compañía de amigos y mucho menos de su
novia. En pocas palabras: me dio a entender que, en su círculo de
amigos, él era huérfano, pues afirmaba la muerte de su madre,
aunado a la falta de noticias relacionadas con mi vida. Lloré de
manera desconsolada, hice mi mayor afán por no morir, ganas no me
faltaban. Transcurrieron los meses, nunca supe de él; en todo ese
tramo desesperante, no hubo una disculpa, no existían unas simples
palabras de alivio, se extinguió el contacto, como si mi muerte
significase un regalo para Nassín.
»Hace poco, pude ver en el mismo periódico (creo que por error
o trágico maleficio) que la boda del siglo se realizaría en veinte días.
Sí, se casaban la hija del acaudalado empresario y el arquitecto
estrella, mi gran Nassín Medina. La ira se combinó con el dolor, mi
pecho no pudo con todo. Por ello estamos acá conversando los tres.

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Carmelo Di Fazio

Esa es toda la verdad. Si quiere un móvil, puede considerarlo como


venganza, locura, traición o como mejor le parezca. En mi humilde
pensamiento, quizás estoy muy equivocado, yo lo llamaría un rebote
de justicia. Hagan conmigo lo que quieran: total, estuve muerto en la
esencia de mi hijo.
Ismael concluyó su desoladora testificación, su extraña
justificación, la franqueza que de algún modo indicaba el porqué de
las cosas. Los investigadores sustentaban emociones discrepantes.
Por un lado, el relato conmovió al capitán que, con valoración
humanista, podía comprender y, quizás, hasta interpretar la acción
del criminal, pero su sentido estricto de la justicia le impedía dejarse
llevar por las emociones: él también era padre, con tres hijos a
quienes debía proteger y educar; por ello, era aceptable que el dolor
del asesino generase emociones miméticas en la intuición del sabio
detective. En el caso de Marcano, el razonamiento era otro;
consideraba al Turco como un monstruo que no tuvo piedad a la hora
de arrebatarle la vida a su hijo, a su propia sangre. Por muy doloroso
que hubiera sido el trato del hijo hacia su padre, no justificaba los
hechos. Daba igual, la justicia debe ser ciega (bueno, al menos eso
dice el refranero, porque en muchos países la ceguera de la dama
depende de los verdes $). A ellos les correspondía resumir el caso,
encontrar un motivo y condensar los hechos para el juez. Su labor
terminaba en la dramatización de los acontecimientos. Al cabo de
una pausa casi eterna, con los ojos humedecidos por la tristeza, Áñez
indicó el protocolo que debían seguir.

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

—¡¡¡Veo que ya tenemos un motivo!!! Su trabajo ha terminado,


nos toca a nosotros elaborar un documento con la recapitulación de
su versión de los hechos, señor Ismael. Luego le presentamos la
confesión, basada en su testimonio: usted la firma y damos por
terminado el trabajo de modo temporal, ya que el expediente pasará
a manos del juez asignado. Luego nos tocará rendir declaraciones en
el juicio, si es que amerita.
El papeleo policial no emocionó al acusado, quien asintió con la
cabeza, quien entendía su situación con claridad; es más, quizás ni le
interesaba el futuro porque él había fallecido mucho tiempo atrás.
Ambos funcionarios del ente policial se levantaron de las sillas,
caminaron en silencio hasta la puerta de la estrecha sala de
interrogatorio. Se intercambiaron un par de miradas con clara
disconformidad entre ambos. Ya en el pasillo central, el jefe de la
indagación impartió órdenes precisas al cabo de guardia: le dijo que
condujera al detenido hasta una celda privada mientras Marcano y él
redactaban el informe final, reporte que no tomaría mucho desgaste.
Acto seguido, los oficiales de policía giraron en sentido contrario,
rumbo al despacho del comisario de la delegación con el propósito
de usar esa oficina para elaborar en conjunto el documento policial.
En el trayecto, los compañeros de trabajo intercambiaron unas pocas
palabras.
—Creo que todo está muy claro y fácil — señaló con cierto dejo
de sapiencia innecesaria el sargento Marcano.

62
Carmelo Di Fazio

—¡¿Y cuál es tu sentencia?! —preguntó con un peculiar tono de


sarcasmo el versado capitán.
—¡Es obvio, se trata de un homicidio en primer grado, producto
de una rabia injustificada! Creo que le toca la pena máxima por la
manera de actuar, por la alevosía y, sobre todo, por la violencia
exagerada… El tipo le rajó el estómago de punta a punta a su propio
hijo, es un animal, merece castigo. —Aquellas sólidas afirmaciones
coincidían a la perfección con las enseñanzas impartidas en la
escuela de formación de cadetes. Era una interpretación racional en
pleno apogeo. Áñez escuchó con atención, se detuvo en el marco de
la oficina de trabajo, alzó la mirada con ojos aguileños y le soltó al
aprendiz de juez un trueno salpicado de imparcialidad:
—¡Te felicito, excelente análisis retórico!
Al terminar la frase, movió la morra en dirección al suelo, le dio
la espalda a su oyente y se encaminó hacia la máquina de café
ubicada en el lado derecho de la oficina. Con cada paso, soltaba un
parloteo irónico, pero cargado de suficiente humanismo.
—¡Una parábola simple!… Recuerda que el hijo terminó siendo
el que primero le partió el corazón… ¡Creo que Ismael murió
antes!… Vainas de la vida, de estos tiempos locos… ¡Al carajo:
vamos a terminar el puto informe y por fin cerrar este caso!

63
El mundo está mal: la moral se prostituye al mejor postor.
La honradez suele ser pecado. La justicia se amolda
y el amor se adapta.
Si confías en tus verdugos, no pidas milagros.
Segunda lágrima

El hombre es tan imperfecto que es el único animal que sabe


odiar.

Caracas, 10 de abril de 1996.

El mercado de Catia estaba a reventar. A mediodía, la cantidad


de compradores desbordaba la capacidad del recinto. Claro, a esa
hora aumentaban las ofertas, los descuentos y las rebatiñas entre
consumidores, mayoristas y los dueños de los kioscos, en especial
los de verduras, hortalizas y frutas. La idea era darle salida a la
mercancía que ya podría comenzar a vencerse: nadie deseaba
quedarse con sobras difíciles de vender, incluso al costo.
De los puestos de venta, el más famoso era el de Mariela
Centeno, la guariqueña, mujer de campo, de la Venezuela humilde,
sana, risueña, bromista, que además era experta en temas de salud o,
como dirían los del barrio, «en medicamentos indígenas». No era
extraño verla en una charla abierta con sus clientes, disfrutaba
horrores al explicarles cuál era la mejor hierba para la artritis, los
dolores menstruales, la buena digestión e, inclusive, los tratamientos
para el colesterol, hígado y cáncer. Todos la apreciaban mucho, era
difícil no conocerla porque era una de las fundadoras del mercado. A
Carmelo Di Fazio

sus 77 años, poseía una vitalidad, vivacidad y reciedumbre


envidiables para cualquier mortal. Desde muy temprano, sin esperar
a que el sol saludara en aquel lado del planeta, la «abuela Mariela»
—ese era su apodo— organizaba las verduras que recibía de los
camiones que las despachaban traídas de los Llanos, la Colonia
Tovar y zonas aledañas. Separaba las hortalizas de consumo
tradicional de las hojas, ramas, palos o yerba que recomendaba para
sus brebajes, de los cuales el té de «cadillo de perro», magnífico para
limpiar el hígado, el páncreas y el intestino, y la infusión de «cola de
caballo», bebida enturbiada, arenosa y agria, nada agradable al
paladar, cuya función ayudaba a limpiar los riñones, eran de las más
vendidas.
Con cada amanecer, Mariela regalaba una sonrisa y un consejo a
cada uno de sus clientes, en su mayoría gente que llevaba décadas
visitando su puesto número 32 del Mercado de Catia. También era
devota de san Judas Tadeo, de san Benito y de la Virgen de la
Milagrosa: su fe era la mejor herramienta para llevar adelante a su
humilde familia, su verdadera razón de vida. Pero aquella mañana,
desde que sorbió el primer café del día a las cuatro de la madrugada,
descubrió que su entidad reflejaba una perturbación inusual. La
negrura del cielo no ofrecía el mismo brillo de siempre, el aire estaba
seco, rancio, pesado, y todo ello aunado a que su piel se erizaba de
manera inesperada y un escalofrió le sacudió el interior de su ser.
Buscando prevenir cualquier mal augurio, se concentró en su
oración. Rezó un padrenuestro, tres avemarías y un gloria, antes de

67
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

encomendar a Dios y toda su legión celestial el cuidado de sus hijos


y nietos, en singular por Jefferson, el cuarto nieto, que con apenas 22
años purgaba una sentencia de nueve años por robo en la
penitenciaria Los Ramos, veredicto injusto según ella y sus
familiares, quienes alegaban que el chico acabó inculpado para tapar
a otro malandro del barrio El Observatorio, el real culpable. Esta
situación llevaba año y medio entre tribunales, juzgados, policía y
fiscales, todo un círculo vicioso en un país donde todo sospechoso de
inmediato es culpable hasta que se pague… perdón, demuestre lo
contrario… Cosas de la justicia venezolana.
Sin mayor claridad que un simple soplo emocional, Mariela
temía alguna situación perversa; aun así, acudió a su cita laboral de
todos los días.
Cerca de la 1:44 de la tarde, lista a dar inicio a la faena de
limpieza del puesto de verduras, Mariela observó cierto alboroto en
la oficina administrativa del mercado: dos mujeres conversaban con
el gerente de operaciones. Lo distorsionado de la escena era la
manera de gesticular con las manos, el rostro y los brazos de cada
una de las compañeras de trabajo, que iban en dirección al comercio
de la anciana. De golpe, las tres figuras se encaminaron derecho a la
esquina en donde Mariela barría las sobras de los desperdicios de las
verduras; su sensibilidad se impacientó, intentó salirse del pecho.
Las dudas que le arroparon al amanecer cobraban lógica en un
espacio mínimo de esencia y dimensión. La tragedia apenas asomaba

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Carmelo Di Fazio

su peor rostro. Juanita Hernández, la encargada de la limpieza de las


áreas comunes del mercado, fue la primera en soltar la lengua.
—¡¡¡Ayyy, manita, véngase para la oficina, que tenemos que
charlar!!! Es urgente, mi vieja; deje eso y véngase, sí, porfis… Allí
podemos hablar todos con calma, ya mandé a las muchachas a pedir
un tecito en la bodega de Fucho. —Sobresalía la incongruencia en la
expresión de Juanita, amén de sus desacertados movimientos de
cintura y cuello, así como una mirada cobarde, temerosa.
La invitada no entendía un carajo, los nervios danzaban
descontrolados en su complexión. Lo primero que le vino a su
desdoblada intuición fueron sus hijos y nietos.
—¡Perooo qué pasa, Juanita! Dime de una puta vez de qué se
trata. ¿Para qué debo ir a la oficina? Suelta el buche de una pues…
—la vendedora insistió con autoridad tajante.
—¡¡¡Es que es mejor platicar allá, porque tenemos que hacer una
llamada y es bueno que tú estés con nosotros!!! Anda, hazme caso,
es importantísimo. Hay que llamar a mi comadre Lilibeth, la que
trabaja en los juzgados —insistió la nerviosa mujer, porque no
hallaba la manera de convencer a su amiga.
—¡Dele, pues, vamos!
Sin mayor rechistar, se mudaron al lugar indicado. Ya adentro, le
pidieron a Mariela que reposara en un amplio sillón de cuero, una
pieza de mobiliario apolillado, corroído en las puntas de madera y
con la tela de gamuza toda descosida, recubierta con retazos de teipe

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

gris, el mismo que se usaba para embalar cajas de cartón. Esperaron


un par de minutos antes de resumir los sucesos.
—¡Marielita, lo que pasa es arrecho!… ¡Debemos tratar de
quedarnos calmadas; sobre todo por tu tensión, mi vieja! —Menos
que ayudar, las advertencias triplicaban la ansiedad de la verdulera
que ya divisaba, presentía que la Pelona andaba cerca de sus amados
consanguíneos: daba la impresión que ya intuía la funesta realidad.
—¡¡¡Coño, mujer, menos labia y más cuero, carajo!!! Dime qué
está pasando, me tienes en ascuas. —La situación se tornó crítica.
Un ligero llanto apareció en los ojos de la señora de limpieza, era el
peor telonero de la obra. La vieja se llevó la mano derecha sobre su
pectoral izquierdo, una taquicardia repentina le señalaba el principio
de una travesía llena de desconsuelo, una congoja que a partir de
entonces sería eterna.
—¡Verga, mi vieja, la vaina pinta fea! Es que hubo un motín en
la cárcel de Los Ramos. El lío parece que es atrinca e’ bolas,
manita: ¡¡¡hay muerto parejo!!! Me lo acaba de confirmar Lilibeth,
parece que unos presos del pabellón de máxima seguridad se alzaron
por el control del penal… Se rumora, porque son especulaciones,
que hay varios muertos, muchos quemados. Te dije que vinieras
porque ella nos va a marcar en un ratico para darnos más chismes de
la situación dentro del penal, acuérdate de que su marido es guardia
nacional y trabaja cerca del lugar. —Mariela se quebró en segundos.
Una asfixia momentánea se apoderó de su espíritu. Ya entendía por

70
Carmelo Di Fazio

qué el amanecer despertó tan plomizo, diferente y hasta un tanto


rancio.
Como pudo, sorbió una ligera porción de agua que le acercó una
de las vendedoras del mercado. La solidaridad de los pobres siempre
es notoria, pareciera que se nutren del dolor ajeno en busca de
redención. Con precario aliento, con sonidos roncos, producto de los
retazos de bilis en su garganta, la mujer giró órdenes claras a sus
compañeras de adversidad y desilusión.
—¡¿Qué coño ’e la madre de llamada, ni qué mierda de esperar
noticias?! ¡¡¡Ahorita mismo nos vamos para el maldito penal!!!
Quiero saber de mi muchacho, no me jodan. En el camino llamamos
al hijueputa del abogado Castillo, porque ese carajo me prometió la
boleta de excarcelación para hace un mes. ¡Ahhh, como en esta
cagada de país si eres pobre todo te cuesta el doble, seguro que no la
tramitó! Lo voy a matar si algo le pasó a mi muchacho.
Con los ojos anegados de lágrimas y la inquina contra un sistema
injusto, perverso, Mariela se levantó del carcomido sillón con la
firme decisión de acercarse al lugar de los hechos. En el primer
intento, las articulaciones de las rótulas y tobillos estuvieron
dubitativas, confusas, restadas por la debilidad añeja, mas con
obligación, el ímpetu de la mujer dolida se impuso. En un soplo de
viento, se ubicaron en la puerta del mercado para esperar a un
distribuidor de mercancías que se ofreció para llevar al grupo de
mujeres al penal. A lo largo del intenso recorrido, nadie se atrevió a
abrir la boca: los comentarios sobraban, debían dejar a Mariela

71
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

drenar sus frustraciones para que pudiese solidificar su maltrecha fe.


La esperanza era parte esencial de su alma, mas, en aquella mañana
de sangre, la duda, el desasosiego y la rabia se combinaban en
perversa burla contra ella.
Sentada en la parte trasera de la deslucida, destartalada y añosa
camioneta Ford Bronco azul marino, impregnada de aromas
reciclados de verduras, fruta y barro, Mariela repasaba en su
entender cada uno de los frustrantes y escabrosos incidentes
judiciales que le tocaron en su vía crucis desde el procedimiento en
que detuvieron a su nieto. El recuerdo de casi año y medio de
interminables citas, reuniones o entrega de documentos a su
mediador, un leguleyo de medio pelo, o uno de los que le tocan al de
a pie, de esos que pueden pagar los humildes e infortunados
miembros de la sociedad venezolana de bajos recursos, que se deben
conformar con un «peor es nada» antes de rendirse y creer en lo más
estrecho de la mal llamada justicia.
Castillo rentaba un bufete en los alrededores de Quinta Crespo.
Una oficina sencilla que andaba rayando en el exceso de simpleza y
mal gusto. Su título universitario rezaba que era penalista; también
se redondeaba ejerciendo de gestor, notario, matraquero, asesor
contable de esos que ayudan a evadir impuestos, y no le hacía ascos
a cualquier otro rebusque ligado a su experiencia de patear la calle.
El infortunio selló el camino de ambos, porque, en la propia
comisaría en donde encarcelaron a su muchacho, la vendedora de
verduras recibió la mejor de las recomendaciones del jurista por

72
Carmelo Di Fazio

parte del sargento de la comandancia. Al final de la obra, Mariela no


tuvo opción, no conocía a nadie en temas legales y la buena fe en
escuchar a un experimentado policía pensó que le abriría el camino a
una salida rápida. La vieja nunca sospechó que las palabras que
salían de los guiones de sus novelas de TV favoritas eran
afirmativas: «La justicia es ciega, pero hay que pagar para que sea
justa». Sí, tan crudo y simple, con impotencia, malogro y
desconsuelo, ella entendió que la liberación tiene un precio muy alto.
Todo empezó con simples pagos para poder ver a su nieto en la
cárcel, cantidades elevadísimas por cada papeleo superfluo: que si la
entrega del expediente, las citas en los juzgados, los honorarios de
los jueces (porque el caso se lo repartieron hasta en tres
oportunidades contadas en diferentes magistrados por equis o zeta
excusa)… En el trayecto, de manera sospechosa, surgía un pago
imprevisto, y todo ello sumado a los recargos del abogaducho de
maletín, quien, de costumbre, encontraba una manera de trampear
los incidentes para garantizarse un número interesante de bolívares
frescos, sobre todo en quincenas. En total, la desesperada abuela
alcanzó a pagar más de 85 000,00 bolívares, toda una fortuna para la
época, en especial para una simple verdulera, porque los padres del
muchacho no poseían recursos, bueno, la madre, porque el
progenitor desapareció cuando el joven apenas había cumplido los
once años de edad. Sin recursos económicos, en solitario, la anciana
intentaba hacerle frente a la tragedia. Incluso hipotecó una propiedad
rural para afrontar los hinchados «honorarios», por culpa de la

73
Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

indolencia y la corruptela. En concreto, se esperaba la boleta de


excarcelación, la cual debió llegar con 28 días de anticipación a la
tragedia de aquellos momentos. El retraso, según Castillo, obedecía a
un pago de timbres fiscales y mensajería que rondaban los ocho mil
bolívares, cifra que le urgía completar a Mariela; sin embargo, hasta
la fecha, su enflaquecida economía no reunía el faltante de 1 278,00.
Daba igual: en aquel mes, flojo en ventas, la perspectiva negaba las
opciones de donde sacar punta.
Los recuerdos taladraban las añoranzas de Mariela, repasar su
calvario ante la «dama ciega» la envolvía en una premonición
desalentadora. Le parecía increíble que estando tan cerca de la
libertad, a fin de cuentas, la tragedia se cruzaba en el camino de los
reos. Su sentido de madre, abuela y mujer de fe le indicaba el llanto
como opción final. En sus cortos sacudones de sensatez, se le ocurrió
hacer una llamada. Le pidió a don Paco, el chófer de la vieja Ford
Bronco, el único con teléfono celular, un Motorola de los llamados
«ladrillo» que eran la última moda. Sin chistar, el compañero de ruta
les facilitó el móvil, Mariela extrajo de su bolso de mano una libreta
telefónica, se detuvo con el dedo índice derecho en los datos de su
defensor y le dictó el número del celular a su vecina de asiento para
iniciar la llamada.
—¡¡¡Aló, aló!!! ¡Señor Castillo!… Soy Mariela Centeno, la
abuela de… —Al otro lado de la línea de comunicación se escuchó
la voz campechana de Castillo.

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Carmelo Di Fazio

—¡Sí, Mariela, sé quién es! En este momento no le puedo


atender. —Según el oyente, este se encontraba en una reunión de
trabajo; un espejismo, en realidad compartía una parrillada en la
Avenida Urdaneta, mientras trataba de embaucar a un cliente
potencial.
—¡Perdone la molestia! Es que me acabo de enterar del motín en
la cárcel y quería… —Por segunda ocasión fue interrumpido el
diálogo desde el otro lado del teléfono.
—¡¡¡Mariela, ya le dije que estoy de reunión!!! ¿Me puede
marcar a las cuatro? Gracias y disculpe…
En aquel instante, el tono recio de la abuela se hizo notar a todo
pulmón:
—¡Me importa un coño tu puta reunión! Te estoy llamando
porque explotó un motín en la cárcel de Los Ramos, parece que hay
muchos muertos. Usted lleva el caso de mi nieto, yo soy su cliente y
le exijo una respuesta o un poquito de respeto y cooperación. Mi
prioridad es saber si usted tiene detalles de la situación y cómo me
puede ayudar; en especial, si podemos trasladar a mi nieto a una
cárcel más segura hoy mismo.
Mariela se aferraba a su fe, ella deseaba sentir el latido del
corazón de su muchacho. Quizás no entendía para qué la llamada al
corrupto espécimen; no importaba, le urgía escuchar cualquier
certidumbre que pudiera transmitirle algo de optimismo, unas
simples palabras de aliento por parte de la persona que se suponía
capaz de liberar al joven. Castillo entendió el grado de zozobra de su

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

cliente, pidió excusas al resto del grupo con la clara intención de


alejarse de la mesa y conversar con calma.
—¡OK, Mariela: ganaste! Me acabo de salir de la reunión. Lo
único que sabemos del tema es que la revuelta sucedió en la
madrugada. Circulan por los medios algunas noticias acerca de
víctimas que lamentar; se trata de detenidos incomunicados en el
área de máxima seguridad. Dudo que su nieto estuviese en ese
pabellón especial. De todos modos, no hay mucho que hacer hasta
que las autoridades del penal no den las explicaciones pertinentes.
Yo debo presentarme en la prisión en una hora como mucho. Una
vez tenga hechos certeros, le prometo que me comunico con usted.
Tengamos paciencia y mucha fe. Vamos a salir triunfadores de esto.
Mucha fe, mujer. Estoy seguro de que la boleta de excarcelación está
por salir.
El discurso emotivo, orquestado para este tipo de situaciones,
funcionó en el entendimiento de la anciana señora. El manejo del
verbo en positivo ayudó a bajar la ansiedad de la abuela, quien se
hinchaba de fe porque, gracias a lo expuesto por el letrado en leyes,
la película sonaba coherente. La esperanza se adueñó del espacio, de
la puesta en escena. La abuela agradeció la respuesta y le indicó a su
oyente que con prontitud ella aguardaría en las afueras del penal, el
sitio de encuentro para ambos. Castillo se comprometió a asistirla en
el lugar de los hechos.
El desleal experto en legalidad colgó, analizó cada una de sus
palabras y excusas, y con rapidez maquiavélica entrelazó en su

76
Carmelo Di Fazio

mente los arriesgados escenarios, sus consecuencias, posibilidades


de demandas o acusaciones peligrosas si el nieto se encontraba en la
fatídica lista de los fallecidos. Eso sí podría convertirse en un
problema mayor, porque las fechas sobre las sentencias jugaban en
su contra. Sin pérdida de tiempo, llamó a su asistente que, con
seguridad, se encontraba en el bufete almorzando.
—¡¡¡Hola, Mildred, deja lo que estés haciendo y concéntrate en
cada punto!!! Dime cuántos expedientes tenemos abiertos de clientes
con detenidos en la cárcel de Los Ramos. Es urgente. —La asistente
respondió con diligencia, apenas conocer la versión de los noticieros
sobre la crisis penitenciaria que se vivía en la ciudad capital y
preparó con minuciosidad el debido informe de cada reo bajo su
servicio.
—Solo tenemos cuatro, doctor Castillo, de los cuales hay uno
con boleta de excarcelación emitida: es el reo de apellido Centeno
Los demás… —El recuento de los hechos encolerizó al jefe del
despacho, que interrumpió de manera grosera la conversación.
—¡¡¡Coño de la madre, tenía que ser ese pendejo!!! OK, Mildred,
dame el resumen de esa boleta, fechas, envíos, nombre del juez y
mailing list del tribunal emisor.
Toda la información reposaba en el escritorio del interlocutor. La
asistente de confianza ya conocía los sucios manejos del dueño del
despacho. Con certera elocuencia, las dudas fueron aclaradas en su
totalidad, en particular sobre la firma y sello utilizado al recibir los
papeles; en todo caso, se empleaba un lacre con dirección falsa, de

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

manera tal de evadir responsabilidades acusando a las deficiencias


del sistema de correos, los motorizados, los encargados de emitir
sentencias o cualquier elemento de juicio que pueda probar
culpabilidad. Hasta la firma de recepción era falsa: total, nadie iba a
reclamar lo inexistente. Suele acontecer…
—¡Ufff, eres lo máximo, Mildred! Te mereces un aumento…
cuando seamos ricos, ¡ja, ja, ja! —El Dr. Castillo sonrió con sorna y
tranquilidad, la situación estaba bajo control. Nunca encontrarían
indicios para acusarlo de negligencia. Evitando el derroche del
espacio, se dirigió a su mesa, un buen «wiscacho», un escocés de 12
años lo esperaba acompañado de una picada de carne. Era la sazón
para cerrar un nuevo chanchullo que podía perjudicar a otro
incauto… Perdón, cliente.
Al otro lado de la autopista, Mildred llegaba al lugar de llanto.
Se unió al conjunto de las madres, familiares y amigos de los presos;
todos compartían el mismo sentir, querían tener noticias de sus seres
queridos.
Transcurrieron las horas, aunque solo escuchó excusas hasta
pasados dos días. La versión oficial se publicó en toda la prensa
nacional, inclusive el penoso listado de la masacre que segó la vida a
22 reclusos, que, por embrujo fatídico, en su mayoría no eran
prisioneros de máxima seguridad: cosas del destino. Con dolor
indescriptible, la abuela comprobó que su nieto resaltaba en la
fatídica estadística del mal. No quiso indagar sobre las horribles
causas de su fallecimiento. Total, ya nada le importaba en la vida.

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Carmelo Di Fazio

Luego del velorio, la familia se armó de valentía, acudió a los


tribunales a exigir realidades vestidas de supuesta justicia. Exigían
entender por qué la absurda demora en el veredicto de absolución, si
ya se había anunciado la futura y manifiesta excarcelación del
prisionero, entonces cadáver. En los juzgados les especificaron que
las averiguaciones demoraban, necesitaban pagar ciertos costos,
armarse de paciencia. Acudieron a oficinas de derechos humanos
(DD. HH.), pero lo único que se supo fue que el expediente indicaba
una emisión de boleta de excarcelación con fecha anticipada a los
ataques de la penitenciaria de Los Ramos. El tramposo abogado
baratón alegó no haber recibido el documento, alegación
comprobada y sustentada por los sellos de recepción que no
coincidían con los registros de su firma mediadora, cosas extrañas en
el entramado judicial. Si los deudos proponían ejercer presión para
descubrir la verdad, la tragedia volvía a desanimarlos, les quedaba la
ineficaz opción de una demanda contra el Dr. Castillo, acción
onerosa e inviable para los pobres, pues ellos no cuentan con
músculo financiero. Los togados lo saben, así que la justicia solo
espera el pago de los beneficios económicos pertinentes… Perdón,
de los costes de servicio jurisconsulto: así suena más elegante entre
los engreídos doctores en leyes a lo venezolano. En síntesis: los
pobres entierran a sus muertos, mientras que la justicia juega a ser
ciega hasta que una suculenta compensación en metálico robustece
el peso de la ley; entonces pueden ayudar a resolver misterios. En el
caso de Mariela, le faltaron 1 278,00 bolívares para poder hacer

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

justicia con la necesidad de salvar a su nieto. Cosas de la moral en


una sociedad muy inhumana en todo sentido: la nuestra.

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Dios nos envía los milagros cuando más los necesitamos
y cuando menos pensamos merecerlos.
Una sonrisa

El verdadero secreto del éxito es Dios.

Caracas, durante el año 2002.

La sala de espera del consultorio del ginecólogo obstetra Dr.


Meléndez rebosaba de gente. Eran las seis de la tarde, al menos diez
personas aguardaban a ser atendidas, aunque todos debieron armarse
de paciencia porque el galeno tuvo que acudir a una emergencia en
el Hospital de Clínicas Caracas cerca de las dos de la tarde y, por esa
razón, la agenda del día había sufrido modificaciones.
Entre el público que se encontraba en la amplia y finamente
decorada estancia que antecedía a la consulta, se encontraban Juliana
y su esposo Mauricio Roldán, ellos eran los penúltimos de la lista.
Era un matrimonio feliz que tenía tres hijos varones con edades
oscilantes entre los siete y los quince años, y todos fueron atendidos
en el parto por el afamado Dr. Meléndez que, por casualidad, en
cierta forma, poseía un parentesco lejano con Mauricio. El
matrimonio esperaba su cuarto retoño, una niña, la futura consentida
de la casa, la princesita que dominaría todo. Desde mucho antes de
conocer la noticia sobre el embarazo, el nombre estaba reservado: se
llamaría Luna. Sin embargo, la chiquilla nunca estuvo en planes
Carmelo Di Fazio

reales, porque, luego del tercer parto, Juliana pidió que la


esterilizaran. Sin sospechar, la ventura, el aura célica o el poder
divino celestial decidieron que, aun cuando realizaron la ligadura de
las trompas, recomendación del propio médico de cabecera, el
milagro se gestó y venía en camino. En algunos meses, la luz
volvería a llenar de vida el hogar de la familia Roldán y, en especial,
la nueva habitación decorada con tonos azul cielo, con nubes,
querubines y animalitos con rostros muy sonrientes. La pareja
celebraba con jolgorio la venida del nuevo miembro. Daban gracias
a Dios por esta nueva bendición, desechando el temor que se
multiplicaba, porque ya Juliana había superado el límite de la edad
recomendada para tener descendencia; por ello, le realizaron una
prueba de amniocentesis para descartar cualquier sobresalto. Aquel
día les entregaban los resultados.
Mauricio no cesaba de revisar sus correos o mensajes en su
BlackBerry de última generación. Ocupaba la vicepresidencia de una
de las agencias de publicidad más exitosa en el plano mundial. La
firma se encontraba en plena acción de licitar la cuenta de la empresa
de telefonía líder en el mercado latinoamericano y, por esa razón,
más allá de la importancia de la cita con el doctor, le resultaba
inadecuado suprimir el manejo de su teléfono celular para responder
cada una de las inquietudes de su equipo.
Por su lado, Juliana se distraía ojeando las revistas de moda que
reposaban en el mueble central de la habitación destinada a reunir a
los visitantes de la consulta antes de atenderlos. Si bien abundaba

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

tranquilidad, el simple hecho de recibir los resultados del estudio


científico sobre su hija le inquietaba en demasía. Ya habían
transcurrido muchos años desde el último alumbramiento y su
cuerpo no era el mismo; además, la sorpresiva venida del embarazo,
con todo y ligadura, no dejaba de ser una aseveración peculiar.
A las siete y cuarto de la noche apareció la avezada enfermera a
cargo de la revisión rutinaria previa a pasar a la consulta oficial. En
voz alta y clara dijo el nombre de la paciente: Juliana Roldán. Ella se
levantó de la silla y en compañía de su esposo se dirigió al cuarto
donde realizarían la medición de la tensión, temperatura corporal,
respiración, pulso, practicarían una evaluación simple de los ojos, la
circulación, controlarían el peso y le formularían unas preguntas de
rutina basadas en la evolución de los meses de gestación
transcurridos desde la cita anterior. Todos los procedimientos se
cumplieron, la asistente del especialista sonreía cada vez que
analizaba los resultados de las pruebas, señal positiva, no mostraban
valores negativos, eso alegraba a los esposos. Terminado el proceder
regular, la ayudante del doctor cumplimentó la hoja estadística que
resumía el historial clínico de la madre y su nuevo bebé. Acto
seguido, les pidió que aguardasen a lo sumo un cuarto de hora, en
breve los anunciarían por el parlante. En efecto, al cabo de siete
minutos interminables, les indicaron que eran los próximos en el
consultorio del doctor. Allí se inició la tristeza para ambos.
Meléndez les dio la bienvenida con cariño, recalcado con
solemnidad nada común. Juliana lo detectó con inmediatez, sin

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Carmelo Di Fazio

embargo, Mauricio seguía con el pensamiento en la oficina. La


conexión sensorial entre madre e hija se multiplicó: Luna entabló
conversación con un par de patadas, clara señal de ansiedad.
—¡Hola, muchachos! ¿Cómo están? Otra vez de visita… —El
médico saludó con un timbre dubitativo, resquebrajado, le sudaban
los labios, el pulso revuelto, la mirada buscaba desenfocar, no
atinaba a fijar los ojos en ninguno de los presentes. Juliana temía lo
peor.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Meléndez les pidió sentarse
para que juntos pudiesen interpretar los resultados del estudio. El
expositor denotó una pausa alargada, fijó la mirada en los papeles
que descansaban en su lujoso escritorio de caoba procedente de
Brasil y trabajada por maestros ebanistas italianos de la escuela
milanesa. En su entendimiento científico, trataba de hilar fino, debía
usar las palabras correctas para evitar una tragedia anímica en los
futuros padres. En silencio, le dedicó una oración a san Miguel
Arcángel; necesitaba ayuda para soltar el verbo, para explicar con
sencillez las verdades que exhibían los cálculos del análisis. La
mujer no soportó el castigo por la ausencia de palabras y soltó la
pregunta de rigor.
—¿Todo está OK, mi doctor? Te noto nervioso ¿Pasa algo con
mi bebé? Dime ya los resultados del estudio. —Muchas preguntas en
la mesa. El médico extendió las manos, luego dobló los brazos para
apoyar los codos sobre el escritorio a la par de entrecruzar los dedos

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

para crear una especie de pirámide frente a sus oyentes. Era su


manera de armarse de valor.
—¡Verás, Juliana! Y tú, Mauricio: seguro que ambos entienden
que nuestro organismo es muy peculiar. Que con el paso de los años
las células se desgastan, los humanos sufrimos alteraciones naturales
y los procesos de vida pueden… —La innecesaria verborrea hizo
que el futuro padre frunciera el ceño, era claro que en su
introspección se repetía la frase «¿Qué coño tiene que ver eso con
nosotros? Si vinimos a escuchar los resultados de una prueba de
rutina…».
Juliana entendía sin necesidad de dar vueltas. Con el alma hecha
migajas, bajó la cabeza y, sin mirar al galeno, soltó un trueno.
—¡Doctor, dime qué pasa con mi bebé! No me hacen falta los
mareos y habladera de paja. Quiero saber los resultados de la
amniocentesis, sea cual sea el diagnóstico —respondió la futura
madre con la certeza de que cierta parte del informe no cuadraba a la
perfección.
—¡Vale, Juliana, resumiré! Les cuento que hace dos días recibí el
informe del laboratorio sobre el análisis que te hiciste. Hay valores
que no están normales, ese es el punto principal —certificó el
ginecólogo obstetra.
Ya el golpe emocional comenzaba a mellar la esperanza de los
padres. Mauricio se desmoronó en seco. Perdió el color de la piel, su
rostro se petrificó, negaba la posibilidad de asumir que su princesita
pudiera tener problemas de salud. No se vislumbraba en su registro

86
Carmelo Di Fazio

mental. Juliana se llenó de vida, era la madre y sentía a su bebé latir,


eso era lo más glorioso de la creación. Su respuesta rebosaba
claridad.
—Doctor, no intentes darme mareos ni palabras bonitas. Mi fe es
mía y nadie la puede cambiar. Así que te pido me resumas en pocas
palabras el estudio. ¿Qué carajos dice y qué riesgo corre la vida de
mi niña? Daleee; sin anestesia, suéltalo todo de una vez, mi pana, me
conoces desde hace años coño.
—¡El examen arroja la existencia de un posible síndrome de
Down! —la explicación fue interrumpida de sopetón.
—¡¡¡¿Qué coño significa «posible» existencia?!!! Coño,
Meléndez, nos conocemos hace años, mis tres hijos vinieron al
mundo en tus propias manos. Verga, mi pana, no me vengas con
palabras bonitas: ¿tiene o no tiene problemas mi hija? Punto. No
quiero dar palos de ciego, carajo. —La exigencia de la madre era
muy clara, sus demandas podían ser cubiertas con la verdad absoluta.
—¡Cálmate, Juliana! Entiendo lo que vives, tu rabia o
frustración, déjame… —De nuevo el verbo agitado de la madre
retumbó en todo el consultorio mientras se levantaba de la silla. Ya
no le interesaba la charla. Su esposo, sumido en la abstracción total,
no atinaba a cómo reaccionar, la noticia le robaba su esencia.
—¡Verga, te digo que no es un coño de lo que afirmas! ¡Y no
quiero escuchar! Amo con locura a mi niña, punto. Aunque confieso
que temo por su vida, dime si está perfecta de salud, más allá del

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

puto síndrome, lo demás está de más. ¡¡¡No me jodas, ¿vale?!!! No


quiero perder tiempo en esta mierda.
Envalentonada, Juliana le dio instrucciones a su amado esposo
para que la acompañara a salir de la consulta. Recibió una punzada
en su vientre y no le apetecía escuchar más cosas sobre su hija. El
médico no atinaba a dar respuestas claras, no era la primera vez que
le sucedía, pero en ese caso se trataba de una pareja muy cercana.
Entendía que ambos necesitaban interpretación para madurar la
eventualidad. Por un instante le cruzó la tentación de recomendar
ayuda psicológica, aunque prefirió callar, pues no hubiera resultado
prudente mencionarlo durante la confrontación.
—¡En términos de salud global, no hay problema! De todos
modos, podemos intentar repetir la prueba; midiendo la prudencia,
eso también tiene sus riesgos. Lo podemos discutir con claridad.
Ya era tarde, los esposos se estacionaron frente a la puerta,
dispuestos a salir del lugar. Juliana decidió responder a la nueva
oferta de Meléndez.
—¡¡¡Nooo, de ninguna manera voy a someterme a otra prueba de
mierda!!! Si Dios me ha enviado este angelito de luz, pues es mi
bendición, no la tuya, ni la de nadie más. Disculpa si he sido
agresiva, razones no me faltan. Nos vemos en el parto. —La
determinación de Juliana no ameritaba análisis. Nada ni nadie se
interpondría entre ella y su bebé, pues Dios era el único dueño y
artífice de esta realidad. Su fe era inquebrantable, su decisión no
sufriría modificaciones. Mauricio trató de mediar en la conversación,

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Carmelo Di Fazio

las palabras no salían, el verbo desapareció, la concentración


escaseaba y el valor emigró, andaba de paseo. Ni siquiera tenía
capacidad de análisis para responder la inmensa lista de correos y
llamadas que recibía de la oficina. El mundo se reducía a una
realidad… que, por destellos, le aterraba; su hija nacería con un
síndrome. Necesitaba cargarse de fortaleza.
Quizás resultaría la peor noche de la existencia de la familia
Roldán. Al ingresar en su hogar, Juliana se encerró en su cuarto a
meditar y drenar sus emociones a través del llanto, mitad de alegría,
mitad de angustia por no saber cómo enfrentar la situación. De a
ratos, le murmuraba a su princesita de luz, se apretaba la panza con
ternura suprema y elevado diálogo angelical. En cambio, Mauricio,
todavía en shock, no atinaba a interpretar la magnitud del milagro
que recibirían. Con dificultad le aclaró a Álvaro, su hijo mayor, todo
el resultado de la visita a la consulta. El joven, con un grado de
madurez superlativo, entendió con urgencia que debía ser fuerte y
brindar todo el apoyo a sus padres, en especial al varón de la casa,
porque atravesaba un nivel de extrañeza emocional muy delicado.
Ninguno de los tres durmió durante el crepúsculo, bueno, los cuatro,
porque Luna se dedicó a darle besos y mimos a su madre durante la
larga charla nocturna.
Los días, las semanas y los meses continuaron su eterna travesía.
Con el paso de las estaciones el hogar amasó la mayor cohesión
necesaria para darle la bienvenida a la bebita. Juliana no quiso
aceptar ayuda de ningún tipo, salvo la gracia divina. De manera

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

constante, se entregó a la oración, no para pedir a cambio ni para


hacer promesas inconsistentes, al contrario, su manera de rezar
cambiaba por completo. Ahora dedicaba compromiso y se esforzaba
en dar gracias, sí, en ser agradecida ante Dios y su Virgen del Valle,
la patrona de su hogar. En otros momentos le rezaba a la Virgen del
Carmen o la Lupita, no sin pedir autorización a su Vallita querida.
Pasaba largas jornadas de reflexión, de charlas abiertas con Dios,
santos, ángeles y arcángeles, recalcando el mismo tipo de discurso…
Llorando de agradecimiento, en especial por el milagro que llevaba
en su vientre.
Por órdenes expresas de la madre, nadie cambió los planes para
la llegada de Luna. El cuarto, la ropa, los colores, los muebles, los
enseres y toda la logística serían los mismos, según lo planeado.
Luna pasaría a ser le reina de la familia, tal como lo ensalzaron
desde el primer día. No entraba razón alguna, ni justificación
«aceptable por la sociedad» capaz de ejercer presión. La familia
Roldán estaba henchida de fe, era practicante religiosa y para ellos
las decisiones de Dios se respetan al cien por cien. A Mauricio le
pasó por la cabeza la loca idea de buscar alternativas, pero un
enviado celestial le advirtió con templanza que hubiese sido la peor
de sus locuras. Una sola cosa exigió Juliana: que la condición de
Luna se mantuviese en absoluto secreto hasta su nacimiento porque
no deseaba escuchar frases de lástima ni de la familia ni del círculo
de amigos. No necesitaba palabras forzadas de nadie. Su Luna era y

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Carmelo Di Fazio

sería única, elevada, divina. En la fecha del alumbramiento, todos se


darían cuenta, pero, mientras pasaba el ciclo, a disfrutar el embarazo.
Llegada la oportunidad señalada para el alumbramiento, Julia
salió de casa acompañada por su madre, su esposo y una tía. Como
había que practicarle la cesárea, la cirugía se planificó para las
10:15 a. m. del 28 de octubre, fecha escogida por el doctor
Meléndez. La cirugía se realizaría en la Clínica Ávila. Debido al
espacio temporal de la recuperación, la familia reservó una amplia
habitación en donde todos los primos, tíos, sobrinos, familiares y
amigos pudiesen compartir la celebración con el matrimonio. Todo
según lo pautado desde hacía mucho tiempo.
Antes de la salida del sol, Juliana se levantó: aun cuando la
voluminosa barriga ya estorbaba, pudo dormir con placer, con
tranquilidad, con sobrada alegría, dicha, esperanza. Apenas se alejó
de la cama, le dedicó un rosario a su Virgen del Valle. Luna la
acompañó en cada rezo, en cada palabra, en cada beso. Unos
hermosos efluvios de rosas y jazmín se cruzaban y mezclaban en
toda la habitación, en toda la casona, en el universo entero, que, de
manera individual, ellas dos comprendían. Madre e hija sonreían
cómplices de sus travesuras. En las próximas semanas se podrían reír
mirándose a los ojos.
Apenas entraron en la afamada clínica, las llevaron a la sala de
espera para las parturientas. Por decisión expresa de la madre y, a
diferencia de los partos anteriores, nadie podría acceder con ella en
el quirófano, la fiesta era de ellas dos. Mauricio respetó la orden y se

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

ubicó con los suegros en un lugar estratégico para esperar las buenas
nuevas. Al poco rato, llegó el ginecólogo de la familia, listo para
recibir al nuevo miembro de la familia. La cirugía resultó bastante
rápida, sobraba experiencia en todo el personal a cargo. Luna vino a
esta locura llamada mundo con una sonrisa plena, hermoseada por
rayos de luz, divina, libre, espontanea, mágica, angelical. Meléndez
se sorprendió tanto que soltó varias lágrimas y le concedió el
privilegio a la madre de poder sentir en su regazo a aquel ángel de
luz que acababa de nacer. El científico se persignó, se encomendó a
Dios. Era muy raro ver a un médico de su templanza tan enternecido
ante el poder del Creador, en especial teniendo en cuenta que en la
universidad le enseñaron a contradecir la obra del Señor. El doctor
en medicina estaba conmovido en su máxima expresión: en toda su
carrera nunca observó acontecimiento similar.
Luego del beso entre madre e hija, Luna debía someterse a las
pruebas médicas tradicionales, medir sus reflejos, latidos del
corazón, estímulos a los sonidos, pulmones, etcétera. La enfermera
de guardia se la llevó a una recámara apartada, la bañaron con
delicadeza para que cada especialista diera su certificación. Todo
aconteció a la perfección, sus órganos vitales funcionaban, se habían
desarrollado según los niveles necesarios, las reacciones del
organismo eran las óptimas. Tocaba una breve pasada por el retén y
luego, a la habitación, para que todos chocaran copas en honor de la
princesita. Antes de despedirse, una de las auxiliares de parto le dijo
a la madre:

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Carmelo Di Fazio

—¡Guauuu!, ¡qué lindos ojos tiene la chinita! Dios la bendiga.


Las palabras sinceras de la mujer le hincharon el alma a Juliana,
que, aún adormecida, le regaló una humilde sonrisa. El milagro se
tornó en vivencia maravillosa. El poder sublime de Dios estaba
presente en la familia Roldán.

Seis años después, parrillada con Meléndez…

El amplio jardín de la quinta del doctor lucía repleto de niños,


jóvenes y parejas amigas: era la fiesta de despedida de una de las
hijas del galeno que partía rumbo a Francia a estudiar diseño de
modas. Para la ocasión, se había invitado a los más cercanos de la
casa, y los miembros de la familia Roldán eran de los especiales.
Luego de saborear una carne en vara, cocinada por el tío del médico,
un hacendado familiarizado en churrascos, coincidieron Mauricio y
el ginecólogo que había recibido a sus cuatro hijos. Se ubicaron en
unas sillas del patio, en la margen derecha de la piscina; de ese
modo, podían vigilar los movimientos de los más pequeños, previos
a cometer sus travesuras en el agua.
—¡¿Qué grande se ha puesto Luna?! Está altísima, Mauro, y muy
bella. ¡Dios la bendiga! —Las alabanzas hincharon de ego al
afortunado padre.
—¡¡¡Sí, mi doctor!!! La chama se ha pegado un estirón. Vergaaa,
nos tiene locos, ¿vale? Hace lo que quiere con los hermanos, con

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

Juliana, y es obvio que a mí me tiene enamorado. —El padre miró


fijamente a su compañero de cháchara. Ambos se burlaban de la
vida.
—No me extraña, esa niña ha sido el milagro en persona —certificó
vehementemente el hombre de ciencia.
—Quién lo hubiera dicho, mi pana, que después de viejo ibas a
creer en Dios gracias a mi hija. Sorpresas te da la vida. Bueno, para
ser sincero, hasta yo mismo he aumentado mi fe, no lo puedo negar.
—¡¡¡Debo confesar que al recibir a Luna vi muchas cosas!!! Esos
ojazos se burlaron de mí, y doy gracias por haber estado errado,
hasta que ella apareció. Se convirtió en una lección de vida —espetó
el doctor cargado de emociones auténticas, que contrastaban con la
sustancia adquirida en las salas de parto o durante la práctica.
—¿Y todavía no tienes respuesta?
—No, lo único que puedo atinar a pensar es que el laboratorio
incurrió en errores de cálculo. Lo jodido del tema es que conozco al
especialista: es un genio, dudo mucho que esos cruces de la
amniocentesis tuviesen fallas, aunque la realidad celestial demuestra
que ella es más normal, sana y perfecta que yo. Pero mis estudios me
piden que dude, aunque, en silencio, reconozco que Dios me
abofetea y obra los milagros cuando menos los esperamos. Así
somos los científicos: ante la duda o cuando no entendemos el
porqué de las cosas, allí descubrimos el poder divino.
Luna recién cumplía seis años, era la mejor estudiante de su
clase en el Colegio San Ignacio de Caracas. Tenía un carácter dócil;

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Carmelo Di Fazio

sin embargo, nunca se dejaba dominar por nadie. Creativa, soñadora,


manipuladora y capaz de robarle una sonrisa a la persona más triste
del planeta. Desde niña dijo que se convertiría en escritora. A los
cinco años, redactó su primer cuento, por cierto, aplaudido en el
colegio. Era la luz de la familia Roldán. Apenas Julia la tuvo en su
regazo, sabía que sería una niña excepcional, un milagro de Dios:
por eso su sonrisa siempre ha permanecido intacta.

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Un orgasmo, dos lágrimas y una sonrisa

FIN

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