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ISBN.

978-950-17-5010-
2 HOMEOPATÍA. Tomás Pablo Paschero.
Editorial KIER. Buenos Aires. 2007.

Epílogo.
Discurso de asunción de la Presidencia de la Liga Médica Homeopática Internacional. Publicado como Carta Abierta a los
médicos homeópatas del Presidente de la Liga Medicorum Homeopática Internationalis. Dr. Paschero, Bs As. septiembre 1972.

A pesar de que ha transcurrido más de un siglo y medio desde la aparición del Organon
de Hahnemann, la concepción científico-filosófica de la enfermedad, que constituye el
acervo doctrinario fundamental de la ley terapéutica de la similitud, no ha sido
desarrollada siempre y por unanimidad en sus profundos alcances clínicos.

Todos los homeópatas tienen como base de su práctica la noción de que la


similitud entre enfermedad y medicamento debe ser establecida por la totalidad de los
síntomas, pero aunque se entiende que esa totalidad es por integración y no por la suma
de los valores clínicos, difieren en el método para deducir esa totalidad y asignar valor
característico a los síntomas. Considerados sintéticamente en dos grupos, puede decirse
que unos focalizan su mente en los cambios fisiopatológicos del organismo, en las
alteraciones fisicoquímicas del metabolismo y cambios nutritivos, y deducen los
síntomas de las modalidades de dichas alteraciones orgánicas. Los otros consideran que
la delimitación por segmentos anatómicos, categorías titulares y sistemas morfo-
funcionales en relación con la nosología y bacteriología, es incompatible con una
medicina que considera al enfermo como una unidad biológica y basa la terapéutica en
una estricta metodología sobre los fenómenos de susceptibilidad o idiosincrasia del ser
humano como organismo viviente, como persona. La razón de esta disparidad de
criterio, que persiste en marcar disidencias en la práctica de la homeopatía, estriba en la
posición filosófica que el médico tenga respecto el problema de la enfermedad y por
consiguiente en el concepto mecanicista o vitalista que haya podido asimilar.

El mecanicista considera al organismo como un instrumento físicoquímico en


equilibrio dinámico con el ambiente, o como un conjunto de electrones y protones
(átomos, moléculas, células) que interaccionan con los sistemas de electrones y protones
situados fuera del cuerpo, se mueve bajo leyes mecánicas de un determinismo estricto
de causa y efecto dentro de un circuito cerrado. Es objetivista exclusivo y su terapéutica,
sujeta a un causalismo científico experimental y por lo tanto a un estricto determinismo
mecánico, está dirigida a corregir una disfunción orgánica. Para el mecanicista, la mente
es un producto funcional de la estructura neural, un epifenónemo de la actividad
fisiológica, poco menos que una secreción del cerebro.

El vitalista, en cambio, considera que el ser humano no es un mero organismo


sujeto a leyes mecánicas sino que tiene un organismo que, aunque sujeto al
determinismo causal, está en realidad sometido a la voluntad que lo obliga a ser el
instrumento de sus decisiones. Acepta la mente, la psique o el alma como una categoría
supramecanicista de la naturaleza humana, con una entelequia o teleología que le es
propia, es decir con una facultad de intención, premeditación y elección cuya dinámica
escapa al circuito mecánico de causa y efecto para constituirse en la esencia misma del
fenómeno vital. Decide y determina el mecanismo fisiológico en lo que concierne a la
interacción de los elementos celulares como piezas de una estructura, pero la
representación de la vida no depende de la célula ni del órgano aislado sino de una
interpretación a nivel inframolecular.

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La fuerza vital, psique o alma, como principio formativo está entera en el cuerpo
entero, constituye el acto de ese cuerpo y gobierna el crecimiento y la reparación del
organismo por las vías de un mecanismo químico-biológico que resulta subsidiario de
un proceso dinámico discrecional, dependiente del desarrollo psicobiológico del
individuo en su adaptación como persona. El dualismo psicofísico cartesiano que separa
el alma o psique del cuerpo, como quería Platón, ha sido definitivamente superado por
la firme concepción de la unidad psicofísica del ser humano. El alma es la forma del
cuerpo por la cual este cuerpo se hace cuerpo humano.

Para el médico con imaginación, no existe ninguna dificultad para comprender


que la vida está regida por un principio de unidad sintética que coordina y organiza
todas las partes del organismo en una sinergia funcional perfectamente correlacionada
entre los elementos histológicos, humorales, hormonales y psíquicos del individuo, de
manera tal que no es posible segregar vitalmente ninguna parte del conjunto. Si bien
cada átomo, cada molécula, cada célula o cada órgano del cuerpo mantiene en su forma
y función una cierta autonomía como unidades analíticas con propiedades específicas
cada una de ellas, el sentido de su existencia está dado por el agrupamiento, la
concurrencia, la organización colectiva, la subordinación recíproca que determina la
realización de una unidad sintética.

La persona humana se constituye por este principio de ordenamiento o unidad


sintética puesto en vigencia por la función del sistema nervioso, que específicamente es
el sistema centralizador de la organización vital. Todo aparece como que la
correspondencia entre el todo y las partes, la coordinación económica y el plan de
conjunto que condicionan el organismo humano para un destino personal dependen del
sistema nervioso, pero es necesario reconocer que la función coordinadora se ejerce en
células libres, como los fagocitos, que no tienen conexión anatómica con el sistema
nervioso, por lo que se deduce que el plan coordinador de la sinergia psicofísica rebasa
la función del sistema nervioso y aun de la actividad hormonal o de cualquier
substratum anatómico para establecerlo directamente por inducción, la misma fuerza
vital, que no es sino una expresión de la energía cósmica. La separación de lo
psicológico como expresión del sistema nervioso es hoy inaceptable. Todo lo
psicológico es biológico y todo lo biológico es psicológico. La energía vital, con su
entelequia o sentido psicobiológico es psicológico. La energía vital, con su entelequia o
sentido psicológico de vida, está presente en cada átomo, en cada célula, en cada órgano
de cada persona. Cuando esta función dinámica se perturba en su plan coordinador
como consecuencia a su vez de la perturbación en el plan adaptativo del individuo con
el mundo –el ser humano es un microcosmos que reproduce y a la vez integra el
macrocosmos-, se produce una disinergia funcional que trastoca el equilibrio económico
de los órganos, quiebra la homeostasis interna, y determina el estado que llamamos de
enfermedad y que consiste en el mecanismo de defensa que el organismo efectúa para
restablecer el equilibrio perdido determinando, por derivación, la fijación del proceso en
los emuntorios y en la lesión patológica. Este estado primigenio de la enfermedad, esta
alteración dinámica de la energía vital en su plan de organización y armonización entre
las partes del individuo y del individuo con el medio en que vive, este desequilibrio
puramente funcional del ser humano como persona que antecede a la patología
anatómica y que puso a la medicina de todos los tiempos frente al misterio de la
disposición interna de terreno o la proclividad para determinadas afecciones patológicas
según la idiosincrasia particular de cada individuo, engendró muchas teorías que
trataron de explicar lo que se dio en llamar constitución, temperamento, discrasia o

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diátesis, sin que ninguna de ellas, desde la doctrina hipocrática de los cuatro
temperamentos clásicos: linfático, sanguíneo, bilioso y nervioso, los trastornos del eje
hipófiso-córtico suprarrenal del Selye, las teorías corticosomáticas de Pavlov con los
reflejos condicionados, la escuela psicosomática con Alexander a la cabeza, los
arquetipos planetarios de Vannier en homeopatía, las constituciones Carbónica,
Fosfórica y Fluórica de Bernard también en homeopatía, y la de muchos otros autores,
hayan podido solucionar pragmáticamente el enigma de la disposición dinámica a la
patología. Todos ellos fueron atisbos geniales, aunque parciales, de este magno
problema, pero por falta de una terapéutica que tuviera acceso a esa perturbación
dinámica que minaba y comprometía al individuo entero, desde su personalidad
caracterológica hasta la última célula de su economía, es decir, por falta de un criterio
estricto de individualización que el problema exige necesariamente, hizo que estos
magníficos esfuerzos de síntesis fueran inoperantes y la medicina experimental se plegó
a la necesidad de analizar, clasificar, definir y diagnosticar lesiones anatómicas y
estructuras patológicas con un criterio científico exclusivamente ponderativo,
matemático, mensurable y materialista, obviando el carácter sintético que debe regir
indefectiblemente el estudio diferencial de la ciencia, sobre todo de la medicina
humana, que exige hallar un sentido a la enfermedad del hombre como ser
esencialmente metafísico, siempre determinado a la realización de los valores esenciales
de la vida. La falta de una visión integral y total del enfermo hizo que se desarrollara un
verdadero virtuosismo en el diagnóstico analítico y se construyera una portentosa
nosografía patológica en la que se describen entidades clínicas como enfermedades de
los riñones, del corazón, de los pulmones, del aparato digestivo, de las arterias, o se
hiciera un minucioso balance de los electrolitos y hormonas, como si los órganos o
sistemas parciales pudieran estar afectados sin que el resto de la economía participara en
su totalidad del mismo proceso mórbido, y como si estas entidades clínicas fueran la
enfermedad del individuo, desconectadas, por lo tanto, como accidentes fortuitos, no
sólo del contexto general del organismo sino de la biografía del enfermo.

A la medicina analiticopatológica le cuesta aceptar que la localización mórbida


manifestada es el producto o resultado de la enfermedad pero no la enfermedad misma,
que la aparición de una enfermedad aguda implica siempre una larga preparación
latente, que todo proceso mórbido tiene incubación, que ya existe y es clásico el
concepto del estado tuberculínico sin bacilo y cancerínico sin neoplasma, que los
homeópatas fueron los primeros en describir que las enfermedades infecciosas no
aparecen por el agravio de un germen o virus, los cuales pululan impunemente en forma
saprófita en todos los rincones del cuerpo, sino cuando se han dado las condiciones
internas que hacen necesaria una crisis emuntorial y que, como ya se está insinuando en
el consenso general de los clínicos, el germen no es la causa sino el resultado de la
enfermedad, de la perturbación vital latente que constituye al individuo. El
desconocimiento de los síntomas de esta disposición vital latente, de esta diátesis o
discrasia de terreno a la que Hahnemann llamó miasma, hace que el patólogo se
encuentre incapacitado para abordarla terapéuticamente y se limite a medicar las
localizaciones o suprimir las manifestaciones patológicas. Y como no puede vincular la
lesión aparente con la discrasia dinámica latente, considera que la patología es un
fenómeno negativo desprovisto de sentido al que hay que eliminar como algo extraño a
la vida, algo que se opone a la fisiología normal, algo que es necesario suprimir, como
se extirpa un tumor, un órgano afectado, una úlcera, una erupción de la piel, o se coarta
el mecanismo de una función orgánica, como si cada síntoma patológico no fuera la
intensificación del proceso fisiológico normal correspondiente, como si toda la

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patología no fuera lo que realmente es: la intensificación del proceso vital pleno de
sentido que concierne a la biografía histórica de la persona.

La experiencia muestra irrefutablemente que la supresión de la lesión patológica


o la corrección de un mecanismo parcial del proceso mórbido determina la aparición de
metástasis en otro sector con formas distintas, con otro cuadro de enfermedad, como
son, por ejemplo, el asma después de una operación de amígdalas o la supresión del
eczema; las neuropatías que siguen a las afecciones eruptivas; las encefalitis, nefritis, o
hepatitis después de vacunaciones y supresiones intempestivas de procesos agudos; las
cardiopatías que siguen a la curación aparente de las artropatías reumáticas, y lo que es
más grave por constituir un problema cuya magna trascendencia aún no ha
concientizado suficientemente la medicina: las metástasis mentales, desde las neurosis
fóbicas hasta las psicosis irreversibles, producidas por la supresión de manifestaciones
psicosomáticas que no fueron comprendidas como derivativos orgánicos de un hondo
conflicto afectivo por las vías del reflejo condicionado.

Soma y psique son los términos polares del fenómeno de oposición dialéctica
entre los dos extremos de manifestación de la energía vital. El conflicto psíquico es
transferido a los órganos en los mismos términos de oposición o pugna entre dos
tendencias opuestas: querer y no querer, dependencia y autoafirmación; en el asma, por
ejemplo, querer y no querer respirar. Es una especie de sabotaje de la vida que jamás
puede curarse por el tratamiento de la somatización sino por el del conflicto en su
representación psíquica primaria.

Con una concepción mecanicista sobre la base de una escrutación fisicoquímica


de los cambios humorales no se puede comprender el sentido de fenómenos de
sustitución mórbida con manifestaciones tan distintas como son la transformación de un
eczema en asma o de una neurosis de angustia en úlcera de estómago. No existe
aparentemente una correlación fisiológica explicable y sólo se comprende si se reconoce
que la energía vital, ordenadora de la economía interna, actúa según la misma ley que
rige la conservación de la energía cósmica en todos sus aspectos, tanto telúricos como
vitales, fijando y derivando por inducción el proceso vital del centro a la periferia. Los
movimientos de energía del ser humano como unidad vital están regidos por las mismas
leyes que gobiernan la actividad de la energía en todas las unidades estructurales de la
creación. El mundo es producto de un movimiento de expansión y centralización;
dialécticamente es un análisis y una síntesis. Cada concentración o síntesis es una
individualidad que se agrupa en formaciones cada vez más complejas: átomo,
moléculas, célula, tejido, órgano, sistema, organismo. Todas son gradaciones en un
curso evolutivo de complejidad estructural que determina nuevas síntesis con su
identidad individual dada por el nombre y la forma. Establecida la individualidad de un
ser –síntesis de una estructura- se origina en el ser humano un conflicto (el conflicto
humano por excelencia) entre la necesidad de preservar esa individualidad y la
tendencia inmanente, como el instinto más arcaico y profundo que el de conservación,
de obedecer a la ley de la dispersión, de la fusión con la vida indiferenciada, del receso
de la individualidad, y se establece la puja ambivalente entre el egocentrismo y el
altruismo, entre el sentido autista y el sentido trascendente de la vida.

Para hallar el sentido universal de su existencia, el ser humano necesita


expandirse, salirse de sí mismo, hacer algo cada vez más por sus semejantes, integrarse
en la unidad del mundo, vivir su propio yo en el otro, encontrarse a sí mismo en la

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realidad afectiva de los demás, ser útil y ocuparse de algo que no sea exclusivamente el
propio yo limitado. A esto se llama ley de curación, que no es más que un subrogado de
la ley universal de conservación de la energía. La vis medicatrix hipocrática que
preserva el equilibrio psíquico homeostático del organismo es una corriente eferente de
energía que emerge del primigenio instinto de vida, la voluntad de amor, de integración
en el mundo, y deriva al aparato muscular, hacia la superficie, esa voluntad de
realización, como los electrones en el átomo. Toda vez que esta corriente eléctrica sea
interferida se produce un bloqueo de la energía en un órgano o sector de la economía y
se desarrolla la lesión patológica. El individuo tiene entonces una enfermedad somática,
una manifestación física, en última significación: una pérdida de la libertad, una
interferencia de la vix medicatrix que rige la actividad vital tanto en el constante
esfuerzo de adaptación al mundo como en la claudicación crítica aguda del equilibrio
interno. La restauración de la corriente eferente en su libre tránsito a la superficie de la
mente a la acción muscular, del centro del organismo a los emuntorios, es el
desideratum fundamental de la medicina, es la vigencia de la ley de curación para que el
hombre pueda reasumir la libertad interna que lo conduzca a la adultez responsable.

Todo lo que terapéuticamente se haga para resolver un problema patológico


local sin comprender clínicamente el sentido que esta localización tiene en el proceso de
maduración psicobiológica de la personalidad profunda del enfermo es una supresión,
una interferencia al impulso de la fuerza vital en su actividad curativa. Hahnemann
llamó psora latente o susceptibilidad mórbida fundamental a esta disritmia vital que
implica una ruptura del equilibrio interno y su correlato: la desarmónica relación con el
mundo externo. Por las vías de la ansiedad y la angustia existencial que la psora
determina como radical expresión de su separación del todo, el ser humano compensa su
desvalimiento hipertrofiando su sentimiento de autoafirmación y conservación,
desarrollando la sicosis, que como connotación psíquica de su desmedida
autovaloración y egoísmo constituye el miasma progenitor del cáncer, o adopta
biológicamente la tendencia destructiva como defensa elusiva de la ansiedad psórica
que culmina en la muerte de los tejidos con la caries, la úlcera y la supuración, y de la
personalidad en el suicidio.

Estos tres miasmas: la psora, la sífilis y la sicosis, son la versión hahnemanniana


del problema de la diátesis, discrasia o disposición de terreno para la morbilidad que
buscaron los clínicos de todas las épocas, desde Hipócrates y Galeno hasta nuestros
días. Y es por la experimentación patogenética de las drogas potenciadas directamente
en el ser humano que ha podido descubrirse en el nivel psíquico, en el que se da la
unidad radical del ser vivo, donde se manifiesta, con los síntomas mentales, el genio
mismo del proceso mórbido.

Curar es entonces rectificar la vis medicatrix en su dinámica vibratoria y


conseguir el estado de ecuanimidad o ataraxia emocional que permita al enfermo
superar sus sentimientos, odios, frustraciones y dependencias infantiles, para cumplir su
destino de trascendencia en el desarrollo del sentimiento de comunidad. Suprimir
síntomas o manifestaciones locales con productos químicos o medicamentos
homeopáticos de similitud parcial sin haber comprendido la raíz genética psíquica y
mental del miasma en la disposición anímica que condicionó el proceso patológico es
ignorar lo que en ese enfermo hay que curar realmente, lo cual significa una
transgresión médica que todo homeópata consciente debe tratar de obviar en todo
momento y sin disculpa alguna.

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Por encima del diagnóstico patológico, la anamnesis homeopàtica debe escrutar
al sujeto por medio de un conocimiento exhaustivo de su biografía afectiva, sus
vicisitudes infantiles y adolescentes, su relación con sus padres y hermanos, sus
experiencias y traumatismos emocionales, sus ambiciones, sueños y fantasías, en suma,
su radical vida interna, que permita comprender por inducción y deducción los síntomas
característicos esenciales de su personalidad, es decir su postura frente a la vida, postura
y sentimientos que estructuraron desde la infancia y que determinaron su patología
actual. Los síntomas psíquicos característicos y los síntomas generales físicos, que
generalmente son derivados del estado psíquico, darán la pauta para determinar un
cuadro que definirá el similimum. En el curso del tratamiento, la pauta de la curación del
enfermo será sola y únicamente dada por la movilización de ese núcleo psíquico y
mental en el sentido de un cambio positivo de ánimo y conducta, junto a una reedición,
en la mayoría de los casos, de síntomas somáticos latentes. Si este síndrome mental no
ha sido removido, si el enfermo continúa con sus resentimientos, angustias, temores, un
comportamiento anormal en su vida afectiva o cualquier otra anomalía de carácter y
ánimo, no obstante la mejoría que acuse de su enfermedad local por la cual acudió a la
consulta, la curación verdadera, la que producirá como implicación esencial el
abandono de sus actitudes infantiles de egoísmo y dependencia, no se producirá aunque
desaparezcan los síntomas locales y el propio enfermo diga que está mejor de su
enfermedad orgánica.

Médico y enfermo deben tomar plena conciencia de este principio fundamental


del proceso de curación que implica de parte del médico un enfoque clínico del enfermo
como una totalidad biográfica para saber lo que en él hay que curar, y de parte del
enfermo una asunción de la responsabilidad que le incumbe para rectificar su vida de
acuerdo con la ley natural que rige tanto la adaptación a la vida como la curación. El
patrimonio esencial de la homeopatía como medicina de la persona es esta cosmovisión
clínica que le permite considerar al ser humano como un ente individual, segregado de
la vida cósmica indiferenciada a la que debe retornar después de cumplir el ciclo de su
existencia hallando la realización de su propio yo en el sentimiento esencial de su
condición humana que lo une a los demás.

La finalidad es única, y el proceso de maduración que implica la adaptación a la


realidad que lo transforma de individuo en persona humana no puede sino estar dirigida
hacia esa meta suprema que constituye el destino humano por excelencia. Los conflictos
infantiles en sus infinitas formas de manifestación constituyen el germen de la
enfermedad del hombre que sufre así la arcaica nostalgia de la trascendencia. Este
problema de la diversidad hacia la unidad es el sentido recóndito esencial de la vida
individual. Así como la energía cósmica ordena el sentido de la materia. Sentido que
sustenta la corriente eferente de la vix medicatrix siguiendo la ley de curación en el
proceso de exonerar la energía que se hace mórbida cuando es reprimida, y que por
extensión también rige la vida psíquica en el movimiento hacia fuera del yo hacia
nosotros. Admitir la diversidad de fines y causas alucinado por la aparente diversidad de
las cosas del mundo es admitir el caos y negar la ley que rige la totalidad de la creación.

La homeopatía es la ley terapéutica fundamental de la medicina, y su principio


no puede ser otro que la reacción del ser humano como unidad funcional para la
consecución de un fin único: la unidad en el Todo.

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Como última instancia de todo tratamiento, el medicamento homeopático
similimum del cuadro psórico coloca al enfermo en condiciones de cumplir con los altos
fines de su existencia, como postula Hahnemann, cuya índole es la de madurar o
realizarse y preocuparse cada vez menos de sí mismo como entidad separada. En ese re-
ligamiento con su yo profundo, trascendente, encuentra recién el hombre la verdadera
salud, que no consiste en la ausencia de enfermedades que trastocan las funciones
corporales o produce las estructuras patológicas, sino en la solución de los mecanismos
inconscientes que ha fraguado como defensa de la angustia ante su desolación y autismo
y lo estanca en el proceso de maduración con el odio, el resentimiento, los temores, la
angustia y todas las formas de ansiedad que estructuran su carácter. Y es que debemos
tomar conciencia de que esta visión antropológica del problema de la enfermedad no
nos aparta de la clínica patológica clásica ni de la medicina científica, hoy en franca
crisis, para resolver el enigma del enfermo psicosomático que impone sus condiciones
con apremio cada vez mayor a la clínica moderna, sino que contribuye decididamente a
solventar la tesis tantas veces sostenida de que hay que curar al enfermo y no a la
enfermedad, que un individuo no está enfermo porque tiene una enfermedad sino que
tiene una enfermedad porque está enfermo. Y está enfermo esencialmente porque ha
perturbado su proceso de integración.

La vida consiste en una relación o comunicación esencial con las cosas y seres
del mundo. El ser humano se constituye iatróficamente, se estructura como ser humano
por su relación con la madre y el mundo que ella representa. Es un ser abierto al mundo
al cual influye y del cual recibe su influencia en un trámite dinámico permanente de
introyección y proyección. El ser humano no es una realidad estática o una cosa, no
tiene naturaleza sino que tiene historia, no es un organismo o un ente que se mueve y
cambia, sino un alguien que se hace, que tiene un devenir, un destino, un sentido, una
misión que cumplir, y ese designio de vida, esa misión, debe realizarla realizándose o
haciéndose a sí mismo en relación con las cosas mediante el ejercicio constante de su
voluntad para desarrollar y vivir en función del sentimiento esencial de amor que lo une
a los demás y le confiere el radical sentido de eternidad que palpita latente en el fondo
de su alma. El bloqueo de ese proceso de desarrollo hacia el amor determina la ansiedad
psórica o angustia existencial que el homeópata debe, en última instancia, tratar en
todos y cada uno de sus enfermos. Es la expresión simbólicamente representada en la
enfermedad humana por el grito del nacimiento, por la separación de la madre. El
homeópata debe captar ese hondo grito de angustia en sus infinitas modalidades
personales y percibir el todo, la figura, la imagen de la persona entera, en un esfuerzo de
capacitación que le permita realizar una síntesis o configuración total del sujeto. De la
misma manera debe captar la imagen, el biotipo, el genio del medicamento por medio
de la configuración patogenética que ha podido suscitar en los experimentadores.

La psicología de la forma establece que la vida psíquica no se compone de


elementos sino que se percibe en cada momento un todo especial, una forma o figura
(Gestalt) sometida a la ley de que el todo no está condicionado por la naturaleza de las
partes sino que lo que sucede en cada una de las partes depende de la naturaleza del
todo. El homeópata debe captar esa totalidad sintética del enfermo, la realidad humana
en su esencia, no como una suma de hechos o datos del laboratorio sino como un estado
de conciencia, teniendo en cuenta que el conocimiento empírico de los hechos objetivos
no dará jamás el saber de las esencias o el ser de las cosas. El homeópata percibirá el
estado emocional y afectivo del paciente si compromete su propia vida emocional por

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medio de una inmersión en la subjetividad del enfermo, en un esfuerzo de identificación
empática que le permita comprenderlo a través de sí mismo.

En los orígenes míticos de la historia de la medicina griega, antes de Esculapio


o Asclepios, figura el dios Quirón, un centauro que fue alcanzado equivocadamente por
una flecha de Heracles que le produjo una herida incurable. Según la mitología helénica,
Quirón fue el verdadero dios o padre de la Medicina, que precisamente radicaba la
fuente de su saber médico y su poder de curación en la comprensión y padecimiento del
propio dolor de su eterna e incurable herida en la grupa, símbolo del inconsciente del
hombre en donde anidan fuerzas incontrolables. De ahí ha nacido aquello de que para
comprender un sentimiento, una sensación, una enfermedad, hay que haber tenido,
experimentado, el mismo sentimiento, sensación o enfermedad. La historia de la
tuberculosis, del asma, de la neurosis, ha sido descrita por muchos médicos
tuberculosos, asmáticos y neuróticos. Como Quirón, el centauro, si son capaces de curar
es porque son capaces de vivir su propia herida.

La medicina homeopática, medicina fundamentalmente antropológica,


humanística, ha conjugado los valores clínicos de la ciencia experimental con los
valores subjetivos del propio médico para hacer de ella el arte médico por excelencia
capacitado para captar la esencia misma del destino humano, el sentido de su
enfermedad. Realiza así la concepción filosófica más profunda del genio psicológico de
la humanidad con las siguientes premisas que satisfacen la petición de principios de la
medicina de todos los tiempos. Primero, la ansiedad psórica tiene un sentido: conservar
la existencia para eludir el riesgo de perecer; segundo, el abandono de la etapa infantil,
fabulosa y protegida, se acompaña de la inevitable aceptación de la muerte.

La angustia existencial que la ansiedad psórica provoca se calma o neutraliza de


tres modos: con el renunciamiento a la acción y la huida del peligro, que puede culminar
en la autodestrucción física por el suicidio ante la impotencia para la lucha; con una
enajenada afirmación de uno mismo que lleva a la hipertrofia del yo con ilimitada
ambición de poder; y como tercera postulación, con la aceptación serena de nuestro
destino. El primer modo de vida configura el cuadro de la sífilis, el segundo el de la
sicosis, y el tercero el del ideal griego de la ataraxia, ecuanimidad o maduración, como
el alto fin de la existencia. La homeopatía se propone llegar al encuentro de estos modos
típicos de defensa del afán destructivo y la desmedida ambición de poder, genio de la
sífilis tuberculínica y la sicosis, para poner al hombre racionalmente frente a su ansiedad
psórica soterrada en su inconsciente, y colocarlo entonces en condiciones de
compenetrarse con el destino que le ha sido impuesto, reconociendo que el fin supremo
de su vida no es dominar al mundo egoístamente o negar la vida huyendo y
destruyéndose sino re-ligarse con el todo por las vías únicas del amor a sus semejantes.
Esta es la homeopatía hahnemanniana, que reclama una profunda concepción vitalista
del proceso mórbido con un quehacer médico inspirado en una visión total y biográfica
del enfermo en su proceso de maduración psicobiológica, para poder descubrir los
síntomas característicos de su personalidad psíquica en los que se da la radical unidad
de su vida y el sentido de su enfermedad como un pathos inédito y personal.

La real homeopaticidad curativa se realiza cuando el médico aplica el similimum


medicamentoso cuyo genio patogénico tenga idénticas características mentales y sea
capaz, entonces, de suscitar la reacción profunda que lo coloque en condiciones de
afrontar su existencia con auténtico sentido de amor a la vida.

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