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Desde el punto de vista de Occidente, el comportamiento de Putin ofreció

nuevos argumentos para la OTAN y para aumentar el gasto de defensa.


Cuando parecía que nadie estaba dispuesto a examinar cómo se hicieron
tan mal las cosas en Irak y Afganistán, ni a aprender las lecciones de
aquellos años, dio la impresión de que se agradecía la vuelta a
elementos institucionales conocidos, en un momento en el que varios
proyectos de armamento estaban dando fruto y necesitaban más
inversiones. Era una forma de ignorar las interminables consecuencias
de aquellas guerras —la extensión de los conflictos en Oriente Próximo y
África y la expansión del ISIS— y, al mismo tiempo, contentar a varios
grupos tradicionales de apoyo en los respectivos países. Extrañamente,
por ejemplo, el anacrónico debate sobre la compra de
submarinos Trident en Reino Unido, a un precio de más de 40.000
millones de libras (51.600 millones de euros), sólo puede entenderse por
intereses partidistas, como una forma de dividir al Partido Laborista. Igual
que la primera Guerra Fría puede interpretarse como un empeño
colectivo en el que ambas partes se reforzaban mutuamente, el relato
geopolítico común, hoy, ofrece beneficios mutuos a los diversos actores
dominantes.

Salvo que quizá la segunda vez no salga tan bien. Ya no es tan fácil
aislar a Europa Occidental y EE UU de los problemas en otras partes del
mundo. Las guerras en Ucrania, Oriente Próximo o África también
pueden considerarse empeños colectivos y quizá una especie de
condición social. En lugar de dos bandos con objetivos políticos
identificables, se caracterizan por tener numerosos grupos armados,
algunos vinculados al Estado y otros no, que sacan más provecho de la
violencia y el caos que de la victoria, y eso explica su persistencia y por
qué es tan difícil ponerles fin. Son grupos que viven de propagar
creencias sectarias y fundamentalistas y de enriquecerse mediante el
saqueo, el robo, el secuestro y el contrabando de petróleo, drogas o
antigüedades. Los choques entre los grupos armados son menos
frecuentes que la violencia dirigida contra la población civil. La estrategia
típica consiste en establecer el control político mediante los
desplazamientos forzosos.

Estas guerras no sólo son difíciles de terminar, también son complicadas


de contener. Se extienden con los refugiados y los desplazados (un
millón del este de Ucrania, ocho millones de Siria, por el momento, por
no hablar de Yemen, Afganistán, Libia, Mali, Sudán del Sur, República
Democrática del Congo, etcétera). Se propagan a través del crimen
organizado internacional, con la venta de drogas y antigüedades o el
blanqueo de dinero —el problema de los precios de la vivienda en
Londres, por ejemplo, se explica porque la propiedad inmobiliaria es uno
de los mejores métodos de blanqueo de dinero para los oligarcas rusos y
ucranios y los nuevos ricos de la guerra en Oriente Próximo—. Y se
extienden a

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