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MÉTODO FILOSÓFICO DE SAN AGUSTÍN: LA RAZÓN Y LA FE

Grupo Nº 1

INTEGRANTES:

Agustín de Hipona, ávido por encontrar la Verdad, propone que tanto a fe como la razón son fundamentales en
este proceso de búsqueda. Por tanto, fundamenta su método filosófico con esta proposición: cree para
entender y entiende para creer. La fe no sustituye a la inteligencia y tampoco la elimina (lo que lo aparta
absolutamente del fideísmo); al contrario, la fe estimula y promueve la inteligencia. La fe es un modo de pensar
asistiendo, por ello, si no hubiera pensamiento, no existiría la fe. Y de manera análoga, por su parte la
inteligencia no elimina la fe, sino que la refuerza y, en cierto modo, la aclara: fe y razón son complementarias.

ENTIENDE PARA CREER. “No podríamos ni aún creer si no tuviésemos almas racionales (…). La fe
purifica el corazón para que capte y soporte la luz de la gran razón (…). Luego si es razonable que la fe
preceda a cierta gran razón que aún no puede ser comprendida, sin duda alguna antecede a la fe esa otra
razón, sea la que sea, que nos persuade de que la fe ha de preceder a la razón”. (Carta 120,1.3)

En San Agustín la existencia, la duda y el engaño, son presupuestos para conocer la verdad. Para que el acto
de la fe sea razonable hay que examinar con la razón, antes de creer, las garantías que ofrece el testigo, los
motivos de credibilidad. “Creemos en la existencia de la cosas alejadas de nuestros sentidos, si estimamos
idóneo el testimonio que se da sobre ellas” (Epístola 120,1,3).La razón previa a la fe hace referencia a los
motivos de credibilidad, por ende, se pone delante no la inteligencia sino la fe.

“Todo el que conoce su duda, conoce con certeza la verdad, y de esta verdad que entiende, posee la
certidumbre; luego cierto está de la verdad. Quien duda, pues, de la existencia de la verdad, en si mismo
halla una verdad en que no puede existir la duda. Pero todo lo verdadero es verdadero por la verdad.
Quien duda, pues, de algún modo, no puede dudar de la verdad” (La verdadera religión 39,73)

CREE PARA ENTENDER. “Somos impotentes para hallar la verdad por la sola razón” (Confesiones
6,5,8).

San Agustín no dice que, antes de creer, la razón no puede conocer ninguna verdad, pues pone una etapa
racional anterior a la fe. La fe no es necesaria para conocer las verdades de la ciencia, sino la verdadera
sabiduría. Para San Agustín, el fin de la filosofía es la posesión de la sabiduría beatificante, por ende, la razón
sola no nos puede llevar hasta ella. Para conocer la verdad de la sabiduría es necesario primero creer esa
verdad, creer en la autoridad de Dios que la enseña. Y es necesario creer para entender ya que la fe opera una
transformación en el hombre. El acto de fe es una entrega confiada de toda la persona a un Dios que es amor y
que se revela al hombre para invitarle a entrar en su amistad. La fe así concebida es ante todo una conversión.
Por tanto, no solamente ilumina la razón, sino que sobre todo crea en el hombre una actitud de buena voluntad,
de amor sincero de la verdad. El que cree entenderá más porque tiene purificado el “ojo interior”. La experiencia
nos enseña que aquel que está en paz con Dios tiene la capacidad de entender, aún en el plano humano, mejor
las cosas, con mayor claridad y rapidez. Por ello San Agustín insiste con frecuencia en la necesidad de purificar
la mirada. Dios está siempre presente en el espíritu; si éste no le conoce no es por falta de claridad, por falta de
presencia, sino porque su mirada interior no es clara, porque no está purificado, porque no ha renunciado al
pecado.

Tiene que quedar claro que la fe no es un sustituto de la razón sino un auxilio providencial para conocer más y
entender mejor. Pues, en el corazón del hombre late el sentido de querer saber a profundidad el por qué de las
cosas y no quedarse simplemente con la aceptación de verdades teológicas. El conocimiento de la verdad por la
fe es imperfecto. Hay que tratar de entender la fe, pero no como fin sino como medio para llegar a la visión. Ni la
sola razón ni la sola fe son suficientes para hallar la verdad. Se complementan, no se sustituyen. El exceso de
razón lleva al racionalismo; el de fe, al fideísmo.
Debes tener siempre presente, a la hora de leer a San Agustín, que su filosofía está basada sobre el
conocimiento del hombre, el mundo y Dios; aunque asume que lo más importante es el conocimiento del alma y
de Dios, como veremos en este nuestro recorrido filosófico agustiniano: “Dos problemas le inquietan (a la
filosofía): uno concerniente al alma, el otro concerniente a Dios. El primero nos lleva al propio
conocimiento, el segundo al conocimiento de nuestro origen. El propio conocimiento no es más grato, el
de Dios más caro; aquél nos hace dignos de la vida feliz, éste nos hace felices. El primero es para los
aprendices, el segundo para los doctos. He aquí el método de la sabiduría con que el hombre se capacita
para entender el orden de las cosas, conviene a saber: para conocer los dos mundos y el mismo
principio de la universalidad de las cosas, cuya verdadera ciencia consiste en la docta ignorancia” (El
orden 2,18,47).

No puedes olvidar que el objeto de la filosofía agustiniana es la verdad y que la única razón de filosofar es
alcanzar la vida feliz; que el hombre pueda lograr la felicidad y que quien hace filosofía es el hombre como
misterio. Ya hemos comprendido que la filosofía parte de la necesidad del hombre por interrogarse por las cosas,
su arjé y ese sentido latente de felicidad, y por qué no decir, deseo de infinito, encontrar la verdad que para San
Agustín es Dios.

POR LA RAZÓN Y LA FE HACIA LAS VERDADES ETERNAS, COSMOLÓGICAS Y METAFÍSICAS.

Pese a que hemos evidenciado, a groso modo, la manera como San Agustín entiende que podemos acceder al
conocimiento de Dios, no podemos dejar de reconocer que son tres las pruebas que nos llevan a probar esta
única verdad, a saber: las verdades eternas, que son aquellas que se imponen de un modo evidente a la mente
y que son necesarias, inmutables y eternas; cosmológicas, siendo aquellas demostraciones que se hacen a
partir de la observación de la realidad del mundo y sus perfecciones en donde se capta el orden del mundo, la
belleza de la creación y la perfección de todo lo creado; y las pruebas metafísicas, en donde se demuestra la
existencia de los seres por una causa suprema ejemplar y de los trascendentes divinos de los cuales participan:
“Vuélvete donde te vuelvas, te habla [la Sabiduría] mediante ciertos vestigios que ella ha impreso en todas sus
obras, y cuando reincides en el amor de las cosas exteriores, ella te llama de nuevo a tu interior valiéndose de la
misma belleza de los objetos exteriores, a fin de que te des cuenta que todo cuanto hay de agradable en los
cuerpos y cuanto te cautiva mediante los sentidos externos, tiene números (tiene perfecciones), e investigues
cuál sea su origen, entres dentro de ti mismo y entiendas que todo esto que te llega por los sentidos del cuerpo
no podrías aprobarlo o desaprobarlo si no tuvieras dentro de ti mismo ciertas normas de belleza, que aplicas a
todo cuanto en el mundo exterior te parece bello” (El libre albedrío 2,163[16,41]).

Ahora escucha al mismo San Agustín quien te confirma en la existencia del Dios que quiso demostrar: “Te
prometí demostrarte que existe algo superior a nuestro espíritu y a nuestra razón. Aquí lo tienes, es la misma
verdad” (El libre albedrío 2,137[13,35]). “Siendo esta regla universal de las artes absolutamente invariable, y
hallándose la mente humana […] sujeta a los vaivenes del error, claramente se infiere que existe por encima de
nuestra razón una ley, que es la verdad” (La verdadera religión 30,56). “No hay, pues, ya lugar a dudas: esa
realidad inmutable, superior a la razón, es Dios, sabiduría, Vida y ser Supremos” (La verdadera religión 31,57).

“Mira todo el espacio recorrido en mi memoria buscándote, Señor, y no te he hallado fuera de ella.
Porque no he encontrado nada de ti, de que no me acordase desde que te conocí. Es que desde que te
conocí, no me he olvidado de ti. Y sucede que donde he encontrado la verdad, allí he encontrado a mi
Dios, que es la Verdad misma”. (Confesiones 10,24,35).
2. LA ILUMINACIÓN AGUSTINIANA

Grupo Nº 2

INTEGRANTES:

Agustín perteneció a una corriente histórica, una tradición: el platonismo. Pero al mismo tiempo intentó
profundizar, mediante las categorías filosóficas, su comprensión del dogma cristiano. Como buen
platónico, consideraba que el conocimiento es la aprehensión de un objeto que no cambia. Las
verdades, a las que accedemos por el pensamiento, son puramente inteligibles, necesarias, inmutables
y eternas. Como buen cristiano, Agustín tenía serias dificultades para explicar la presencia en el alma
humana de estas verdades. Si afirmamos que nuestro conocimiento proviene de las sensaciones,
¿cómo explicar que de la percepción de estos objetos mudables y pasajeros obtengamos verdades
inmutables y eternas? Incluso nosotros mismos no podemos ser el origen de estos conocimientos
verdaderos, porque también somos contingentes y mudables. Por otro lado, sería contrario a la fe
cristiana recurrir —como lo hacía Platón— a la afirmación de la preexistencia del alma, sosteniendo que
el alma adquirió el conocimiento de las ideas al contemplarlas en el mundo inteligible antes de unirse al
cuerpo.

Agustín explicaba la presencia en el alma humana de esos contenidos inmutables y eternos mediante su
"Teoría de la Iluminación".

“En las visiones intelectuales, una cosa son los objetos que se ven en la misma alma […] y otra
cosa es la misma luz, que ilumina el alma, para ver los objetos que, en sí misma o en la luz,
entiende con verdad. Porque esta Luz es de Dios mismo…” (Del Génesis a la letra 12,31)

Una de las teorías más conocidas de San Agustín es la de la iluminación del entendimiento por Dios en
el conocimiento de la verdad, retomada de la teoría de las ideas de Platón en el mito de la caverna. En
páginas precedentes pudiste aprender cómo, buscando a Dios, hallamos el fundamento de la verdad.
Ahora, buscando el fundamento de la verdad, lo hallamos solamente en Dios.

Dios que ilumina la mente humana, que es limitada, para que sea capaz de entender y llegar a lo
ilimitado e inmutable y que está por encima de su capacidad limitada y mutable. Así, la iluminación
afecta la razón superior que se halla en el alma del hombre y en donde, según recordarás, se origina la
verdadera sabiduría y en donde se encuentra la Verdad. Por ello nos dice San Agustín: “Para entender
alguna cosa, no consultamos la voz que suena fuera, sino la verdad que reina dentro en el espíritu; las
palabras todo lo más nos mueven a consultarla. Y esta verdad consultada enseña; y es Cristo, que
habita en el hombre interior. Él es la inmutable Virtud y la eterna Sabiduría de Dios, que todo ser
racional consulta” (El Maestro 11,38).

Es decir que quien ilumina es el maestro interior, Cristo mismo, quien imprime la verdad en el alma:
“¿Dónde están escritas las leyes [morales] por las que conoce el hombre lo justo y lo injusto? […].
¿Dónde han de estar escritas, sino en el libro de aquella luz que llamamos verdad? De ella se copia
toda ley justa y pasa al corazón del hombre que obra justamente, no trasladándose, sino imprimiéndose:
lo mismo que la imagen del anillo pasa a la cera sin dejar de ser el anillo” (La Trinidad 14,15,21). Y
como vimos anteriormente, nos repite aquí San Agustín por medio de su exposición sobre la iluminación,
los tres elementos del verdadero conocimiento: “Como para la visión de los cuerpos no basta el sentido
[de la vista], ni el cuerpo [objeto sensible], sino que, además, se requiere una luz que bañe su superficie;
de análogo modo, en la visión espiritual las verdades eternas se muestran a los ojos interiores por una
luz superior a la mente” (El Orden 2,3,10).
3. EL SER Y LOS SERES

GRUPO Nº 3

INTEGRANTES:

“Dios es la verdad por quien son hechas todas las cosas, tanto las que han sido como las que han de ser; ella
empero no es hecha, siendo ahora como fue antes y como será siempre. O más bien, en ella no hay haber sido y
haber de ser, sino solamente ser, porque es eterna, y lo que ha sido o será no es eterno” (Confesiones 9,10,24).
Aunque podríamos resumir el pensamiento de San Agustín en torno a los seres de la siguiente manera: 1. El Ser inmutable:
Dios es. 2. Los seres mudables: Todo lo que no es Dios, ¿qué es? 3. Los seres son y no son porque les falta estabilidad y
permanencia. 4. Causa última de la inestabilidad de los seres: han sido creados de la nada.
Pasemos a explicar, sin embargo, de manera más detallada cómo concibe el ser por excelencia y los demás seres creados
por él. San Agustín para referirse a Dios filosóficamente se basa en Éx. 3,13ss, en donde afirma que Dios es, es decir el
ser por excelencia: “Dios no dice: ‘Yo soy Dios’ o ‘Yo soy el hacedor del mundo’ o ‘Yo soy el creador de todas las cosas´ o
‘Yo soy el que soy’. Y cuando dice: “Dirás a los hijos de Israel: El que es…, no añadió: el que es vuestro Dios, el que es el
Dios de vuestros padres, sino solamente dijo: El que es me envía a vosotros” (Tratado del Evangelio de San Juan 38,8). Y
no sólo es sino que es el único ser inmutable: “Supongamos que eres tú el que dices: ‘yo soy’. ¿Quién eres? Gayo, o Lucio,
o Marco. ¿Qué otra cosa dirías sino tu nombre? Esto es lo que se esperaba de Dios. Esto es lo que se le preguntaba:
¿cómo te llamas?, ¿qué he de responder cuando me pregunten quien me envía? Yo soy. Pero ¿quién? El que soy. ¿Este
es tu nombre?, ¿así te llamas, sin más? Podría ser tu nombre el mismo ser, si no se comprobara que todo lo demás,
comparado contigo, no es verdaderamente?" (Comentario al salmo 101,2,10).
“(Dios) no es otra cosa que la existencia misma. Dios es la existencia primera…” (Costumbres de la Iglesia Católica,
1,14,24). Y es el ser por excelencia, de manera plena precisamente porque no cambia, a diferencia de los seres creados
por él: “Ser (esse) es el nombre de lo inmutable. En efecto, todo lo que cambia deja de ser lo que era y comienza a ser lo
que no era. El ser verdadero, el ser puro, el ser auténtico sólo lo tiene Aquel que no cambia… ¿Qué significa: ‘Yo soy el
que soy’, sino ‘Soy eterno’? ¿Qué significa: ‘Yo soy el que soy’, sino: ‘No puedo cambiar’? (Sermón 7,7). “Aquello es en
grado sumo, que siempre se mantiene igual, que es del todo semejante a sí mismo, que no puede corromperse ni
cambiar, que no está sujeto al tiempo, que no puede ser ahora de otro modo que era antes. Este es el ser que
verdaderísimamente es. Porque la palabra ser significa una esencia subsistente en sí misma e inconmutable, que
no puede ser más que Dios” (Costumbres de la Iglesia Católica 2,1,1).
“La eternidad es la misma sustancia de Dios, que nada tiene mudable. En ella nada hay pasado, que ya no sea, nada hay
futuro, que todavía no sea. Allí no hay sino es. No hay allí fue o será, porque lo que fue ya no es y lo que será todavía no
es. Y en la eternidad (de Dios) todo es, pura y simplemente” (Comentario al Salmo 101,2,10). Afirmación esta última que
nos lleva a entender que los demás seres son mudables, desde el planteamiento sobre el problema: todo lo que no es Dios,
¿qué es?, a lo que podemos responder: Si aplicamos el nombre de ser a lo que no es Dios, se nos presenta en seguida
una dificultad. No podemos dejar de llamar ser a lo que no es Dios, porque esto sería reducirlo a la pura nada y ni tan
siquiera hablar de ello podríamos. Pero tampoco podemos llamar ser a lo que no es Dios. Pues entonces todo se
confundiría con Dios. Hemos de convenir, por tanto, en que todo lo que no es Dios merece más o menos el nombre de ser,
pero sin merecerlo del todo. O como dice San Agustín, formulando en pocas líneas toda su metafísica del ser creado: “Miré
las cosas inferiores a Ti, y vi que ni son absolutamente, ni absolutamente no son. Son ciertamente, porque proceden de Ti;
pero, (a la vez) no son, porque no son lo que eres Tú. Y sólo es verdaderamente lo que permanece inmutable”
(Confesiones 7,2,17).
“Las cosas que (Dios) hizo no podemos decir que no son; pero tampoco es injuriarle decir que las cosas que hizo no son. Por un lado,
¿qué hizo Dios, si lo que hizo no es? Por tanto, lo que Dios hizo, es… Pero (por otro lado), Dios se presenta como el único que es. Yo
soy el que soy… No dijo: El señor Dios omnipotente, misericordioso y justo… Dejando de lado todos los nombres con que se puede
denominar, respondió que su nombre era el mismo ser… De tal modo Dios es que comparadas con Él las cosas que hizo, no son. Si no
se le compara con Dios no son, porque El les da el ser; pero si se las compara con El, no son, porque ser de verdad es ser
inmutablemente, y sólo Dios lo es” (Coment.Salmo. 134,4). Así entendemos que los seres son y no son porque les falta estabilidad y
permanencia, cosa que no sucede con Dios: “Ser verdaderamente es ser siempre del mismo modo…Todo lo que es inmutable, por más
excelente que sea, no es verdaderamente, porque no hay ser verdadero donde hay también no ser. Lo que cambia, después del
cambio, no es lo que era; si no es lo que era, ha habido allí una muerte, pereció allí algo que era y (ya) no es. El color negro murió en la
cabeza canosa de un anciano, y murió la belleza de su cuerpo cansado y encorvado…, muerta está la quietud en un cuerpo que camina
y muerto el movimiento en un cuerpo parado… en todo lo que cambia y es lo que antes no era, hay algo vivo en lo que es y algo muerto
en lo que fue” (Tratado del Evangelio de San Juan 38,10; Confesiones 4,10,15). Y cuya inestabilidad a los seres les viene
precisamente porque han sido creados de la nada: “¿Por qué decaen (los seres)? Porque son mudables. ¿Por qué son mudables?
Porque no son en grado sumo. ¿Por qué no son en grado sumo? Porque son inferiores al que los hizo. ¿Quién los hizo? Aquel que es
en grado sumo. ¿Quién es? Dios inmutable… ¿Para qué los hizo? Para que fuesen… ¿De qué los hizo? De la nada” (La verdadera
religión 18,35). “Las cosas decaen o pueden decaer porque han sido hechas de la nada” (Carta 118,3,15).
1. ANTROPOLOGÍA AGUSTINIANA

GRUPO Nº 4

INTEGRANTES:

“Tan verdad es que no hay nadie que no quiera existir, como no existe nadie que no quiera ser feliz. ¿Y
cómo puede querer ser feliz si no fuera nada? (Ciudad de Dios 11,26).
No olvidemos que uno de los puntos fundamentales de la filosofía agustiniana es el hombre, y lo es precisamente porque
es imagen de la Trinidad, tema de primer interés en todos los tratados. Por tanto podemos entender que no se dice que el
hombre nazca de la Trinidad sino que éste es hecho a imagen y semejanza de cada persona de la misma: “Mas como esta
imagen no era un todo igual a la imagen de Dios ni nacida de él, sino creada por él, por eso se dice imagen hecha a
semejanza; esto es, que no llega a la paridad, pero es hasta un cierto punto parecida. Nos aproximamos o distanciamos de
Dios no mediante intervalos espaciales sino que nos aproximamos por la semejanza y nos alejamos por la disparidad”
(Trinidad 7,7,12). Así que por la imperfección es hecho el hombre a imagen de la Trinidad, no imagen igual sino sólo
imagen parecida y como por semejanza. Se concibe la mente humana como imagen de Dios, y aunque la mente humana
no es de la misma naturaleza que Dios, no obstante, la imagen de aquella naturaleza se ha de buscar y encontrar en la
parte más noble de nuestra naturaleza. Más se ha de estudiar la mente en sí misma, antes de participar de Dios, y en ella
encontraremos su imagen. Es su imagen en cuanto es capaz de Dios y puede participar de Dios (Trinidad 16,8,11).
Este hombre, del cual nos refiere San Agustín, se halla entre dos amores, puesto que nadie hace nada sin que antes lo haya pasado
por el corazón. Esta palabra es engendrada o por el amor de la criatura o del Creador, es decir, o por la concupiscencia o por la
caridad: “Y no es que no haya de amarse a la criatura: cuando este amor va como una flecha al creador, no es sino caridad. Es, sí,
concupiscencia cuando se ama a la criatura por la criatura… No te complazcas en ti mismo sino en aquel que te creó, lo mismo haz de
practicar con aquel a quien amas como te amas a ti. Gocemos pues, de nosotros mismos y de los hermanos, pero en el Señor, y no
osemos nunca abandonarnos a nosotros mismos ni extender nuestros deseos hacia los bienes de la tierra” (Trinidad 9,8,13). Por esta
división debemos comprender que el hombre no debe fiarse fácilmente de sí, más bien confiar en la gracia de Dios: Por otra parte,
nadie debe estar seguro en esta vida, que ha sido definida en su totalidad como una prueba, puesto que quien de peor se hizo mejor
puede también degenerar de mejor en peor. La única esperanza, la única confianza, la única promesa firme, es tu misericordia”
(Confesiones 10,32,48). De aquí la necesidad de luchar constantemente y sin desanimarse frente la crecimiento en la vida espiritual y
humana.

El hombre debe estar atento a lo que quiere para su crecimiento, puesto que si vive según el mismo, vive en la mentira.
Cuando el hombre vive según el hombre, y no según Dios, es semejante al diablo. Ni siquiera el ángel debió vivir según el
ángel, sino según Dios, para mantenerse en la verdad y hablar la verdad que procede de Dios, no la mentira, que nace de
su propia cosecha. Del hombre dice el mismo apóstol en otro lugar: Si es que se manifestó la verdad de Dios en mi mentira
(Rm. 3,7). Llamó a lo mío mentira, verdad a lo de Dios. Y así, cuando el hombre vive según la verdad, no vive según el
mismo, sino según Dios pues es Dios quien dijo: Yo soy la verdad (Jn. 14,6). Pero cuando vive según el mismo, según el
hombre, no según Dios, vive según la mentira. No se trata de que el hombre mismo sea la mentira, puesto que tiene por
autor y Creador a Dios, quien no es autor ni creador de la mentira. La realidad es que hombre ha sido creado recto no para
vivir según el mismo, sino según el que lo creó. Es decir, para hacer la voluntad de aquel con preferencia a la suya. Y el no
vivir como lo exigía su creación constituye la mentira. Quiere ser feliz sin vivir de la manera que podía serlo. ¿Hay algo más
mentiroso que esta voluntad? No en vano puede afirmarse que todo pecado es una mentira (Ciudad de Dios 14,4,1).
Afirmación que lleva a San Agustín a sostener que el hombre, por tanto, es un ser para Dios, de donde todo cuanto
conozca, busqué y amé le debe llevar a la verdad en la sabiduría; este es el fin de toda ciencia. Encuentra así el hombre la
auténtica felicidad: “Ningún hombre yerra en cuanto desea la vida feliz. El error de cada uno consiste en que, confesando y
proclamando que no desea otra cosa que llegar a la felicidad, no sigue, sin embargo, el camino de la vida que conduce a
ella. […] Y es feliz el hombre que ha llegado a conocer y a poseer el sumo bien. Por tanto, como consta que todos
queremos ser bienaventurados, igualmente consta que todos queremos ser sabios, porque nadie que no sea sabio es feliz,
ya que nadie es feliz sin la posesión del bien sumo, que consiste en el conocimiento y posesión de aquella verdad que
llamamos sabiduría” (El Libre albedrío 2,9,26).
Entonces, la esencia de la sabiduría es: “Señor, que te conozca a Ti y que me conozca a mí” (Soliloquios 2,1,1). “Llamo
sabios, no a los hombres prudentes e inteligentes, sino a aquellos que poseen un conocimiento lo más perfecto posible de
sí mismos y de Dios y llevan una vida y conducta moral conforme con este conocimiento” (Utilidad de creer 12,27).
Pensamiento de donde se desprende la necesidad de trabajar por nuestro real conocimiento y por la elaboración de
concienzudos proyectos de vida tras la búsqueda de la auténtica felicidad, la que ya hemos visto sólo se encuentra en la
Verdad misma, Dios. Por ello haz de recordar que filosofía significa amor a la sabiduría, no a la ciencia: “Si uno se fija, el
nombre mismo de la filosofía expresa una gran cosa, que se debe amar con todo el afecto, pues significa amor y deseo
ardoroso de la sabiduría” (Costumbres de la Iglesia católica 1,21,38). “Filósofo, según lo indica el nombre, quiere decir
‘amante de la sabiduría’. Ahora bien, si la sabiduría es Dios… el verdadero filósofo es el que ama a Dios” ( La Ciudad de
Dios 8,1).
5. LA INTERIORIDAD AGUSTINIANA

GRUPO Nº 5

INTEGRANTES:

“No te desparrames; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad; y si hallares que tu
naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo, más no olvides que, al remontarte sobre las cimas de tu ser, te
elevas sobre tu alma, dotada de corazón” (La verdadera religión 39,72).

Unas palabras de San Agustín –referidas en las Confesiones al análisis psicológico de la memoria- qué bien
podrían servirnos para descubrir la actitud de extroversión y superficialidad que caracteriza a la humanidad de
este incipiente tercer milenio, presa con frecuencia del ruido y pendiente de imágenes externas reales o incluso
virtuales: “Se desplaza la gente para admirar las cimas de las montañas, las gigantescas olas del mar, las
anchurosas corrientes de los ríos, el perímetro del océano y las órbitas de los astros, mientras se olvidan de sí
mismos” (Confesiones 10,8,15).
Una llamada a la interioridad que es, no obstante, irrenunciable en el ámbito de una auténtica formación
agustiniana. “Volver al interior”, “volver al corazón”, “entrar dentro de sí mismo” es el reclamo constante de San
Agustín para ser verdaderamente humano, no empobrecerse ni engañarse, y poder encontrar la verdad que dé
sentido a la vida humana y haga posible la felicidad. “Deja siempre un pequeño margen para la reflexión, margen
para silencio. Entra dentro de ti mismo y deja atrás el ruido y la confusión. Bucea en tu intimidad y trata de
encontrar ese dulce rincón escondido del alma donde puedes verte libre de ruidos y argumentos, donde no
necesitas entablar disputas sin término contigo mismo para salirte siempre con la tuya. Escucha la voz de la
verdad en silencio, para que puedas entenderla… Entra en ti mismo. Examínate, júzgate. Espero que
demuestres categoría suficiente como para no engañarte a ti mismo” (Sermón 52,19,22; Sermón 13,6,7).
Pendiente y dependiente de estímulos externos, y de sensaciones, imágenes, imaginaciones, emociones; actitud
de extroversión y superficialidad contraria a la interioridad.
La descripción agustiniana aparece con rasgos claros que sugieren las consecuencias empobrecedoras de la
forma de vivir: “lanzado a la conquista de lo externo y arrojado fuera de sus intimidades, desconocedor de sí
mismo, exiliado de sí mismo, fuera y alejado de sí mismo, desparramado, mendigo, vacío. El problema es que el
hombre acepta los elementos exteriores pero no los hace suyos. Entonces San Agustín dice: “No te disperses;
entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior habita la verdad; y si hallases que tu naturaleza es
mudable, trasciéndete a ti mismo; más no olvides que al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu
alma, dotada de razón. Encamina, pues, tus pasos allí donde la luz de la razón se enciende” (La verdadera
religión 39,72).
Acepta el reto de San Agustín de ser un hombre de verdad, formado en valores y guiado por una profunda vida
interior, escúchalo: “Y, amonestado de aquí a volver a mí mismo, entré en mi interior guiado por ti; y púdelo hacer
porque tú te hiciste mi ayuda. Entré y vi con los ojos de mi alma, comoquiera que él fuese, sobre el mismo ojo de
mi alma, sobre mi mente, una luz inconmutable, no esta vulgar y visible a toda carne ni otra cuasi del mismo
género, aunque más grande como si esta brillase más y más claramente y lo llenase todo con su grandeza. No
era esto aquella luz, sino cosa distinta, muy distinta a todas éstas. Ni estaba sobre mi mente como está el aceite
sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino estaba sobre mí, por haberme hecho, y yo debajo, por ser hechura
suya.
Quien conoce la verdad, conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la eternidad. La Caridad es quien la conoce.
¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad: Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche, y cuando
por vez primera te conocí, tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver y que aún no estaba en
condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí, y me
estremecí de amor y de horror”. Y advertí que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza como si
oyera tu voz de lo alto: Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu
carne, sino tú te mudarás en mí.” (Confesiones 7,10,16).
6- EL ORDEN Y EL AMOR

GRUPO Nº 6

INTEGRANTES:

* El Orden: “El orden es el que, guardándolo, nos lleva a Dios; y si no lo guardamos en la


vida, no lograremos elevarnos hasta él” (Orden 1,9,27)

Cuántas veces en nuestros hogares y en nuestro colegio nos insisten en que debemos ser
ordenados y de mil maneras nos tratan de hacer entender cómo lo deberíamos hacer; por ello es
bueno entender qué es el orden en sentido agustiniano y pensar si en verdad es bueno integrarlo
un poco más en nuestras vidas.

Ten presente que San Agustín escribió un libro llamado sobre el orden mientras se hallaba en
Casiciaco preparándose para su bautismo ocurrido en el año 387, puesto que este era un tema
que le llamaba mucho la atención y quiso abordarlo como aquella tendencia hacia la verdad y la
felicidad.

Analizando la naturaleza se da cuenta que todo posee un orden y procede de un principio


ordenador, de donde le surge la idea del mundo ordenado como aquello opuesto al caos, según
lo había recibido de Platón. Sistematiza cristianamente el pensamiento de la filosofía clásica y
acepta que dicho principio es el Dios Creador y providente, la belleza presente en todas las
cosas.

Según nos dice San Agustín, encontramos diversas maneras de concebir el orden, pero
principalmente lo observamos en la naturaleza y en el hombre; presta, por tanto, atención a las
diversas maneras de referirnos el orden:
“El orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar”
(Ciudad de Dios 19,13,1).

“El orden, pues, que todo lo modera y enfrena, ni permitirá su excesivo empleo donde se puede,
ni su uso en cualquier parte…” (Orden 2,4,13) “La moderación es el padre del orden” (Orden
2,19,50). “Una cosa es guardar el orden, otra distinta estar sometido al orden” (Música 6,14,46).

* El amor: “El amor renueva al hombre, pues como la concupiscencia hace al hombre
viejo, así el amor lo hace nuevo” (Sermón 350A,1). Según hemos podido comprender en
nuestro amplio recorrido filosófico, el pensamiento de San Agustín está referido al tema del amor
ordenado en el hombre, de donde se puede afirmar que la esencia de este hombre es el amor.

A partir de Sócrates, los filósofos griegos habían dicho que el hombre bueno era aquel que sabía
y conocía, y que el bien y la virtud consistían en la ciencia. Para San Agustín el hombre bueno es
aquel que ama, aquel que ama lo que debe amar. Cuando el amor del hombre se dirige hacia
Dios (y ama al hombre y a las cosas en función de Dios) es “charitas”; en cambio, cuando se
dirige hacia sí mismo y hacia el mundo y las cosas de este mundo es “cupiditas”. Amarse a uno
mismo y a los hombres, no según el juicio de los hombres, sino según el juicio de Dios, significa
amar de la manera justa.
7- EL PROBLEMA DEL MAL

GRUPO Nº 7

INTEGRANTES:

“Lo que dio origen al mal no se hizo por orden de Dios, sino que al nacer el mal fue sometido al orden
divino” (Del orden 2,7,23). Uno de los grandes interrogantes del ser humano, es el por qué existe el mal en el
mundo, como deseo por vivir en paz y felicidad su relación con los demás y su entorno. Es deprimente observar
cotidianamente en los noticieros la avalancha de males que aquejan a la humanidad: secuestros, atracos,
terrorismo, extorsión, violaciones y hasta catástrofes naturales que dan lugar al dolor y al sufrimiento, lo que
conlleva al no entendimiento del mismo y al reproche de la existencia de dicho mal: “Mucho, en efecto, aborrecen
y lamentan los hombres los males temporales de nuestros días; a su sombra murmuran sin cesar, y murmurando
ofenden al Creador, para no encontrar al Salvador (Sermón 60,1).

Creemos falazmente que el mal procede de Dios y por ello le reclamamos, pero nos dice San Agustín que “lo que
dio origen al mal no se hizo por orden de Dios, sino que al nacer el mal fue sometido al orden divino” (Del Orden
2,7,23). Por ende, podemos concluir, sin ánimo de engaño, que el mal no procede de Dios sino de la naturaleza
del hombre mismo: “el mal es lo contrario a la naturaleza, así de este animal como de la nuestra; el mal es el
desorden, que, lejos de ser una sustancia es el enemigo de toda sustancia” (De las Costumbres de los
maniqueos 2,8,12). Cuando San Agustín afirma que Dios no es de ninguna manera ni directa ni indirectamente
la causa del mal moral (Libre albedrío 1,1,1), como tampoco el mal físico procede de Dios sino del libre desarrollo
de la naturaleza cósmica, afirma que lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe
sacar de él el bien” “Porque el Dios Todopoderoso… por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en
sus obras existiera algún mal, si él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del
mismo mal” (Enchiridion 11,3). Así, Dios no es el autor del mal ni mucho menos lo puede querer: “No quiere Dios
los males, porque no pertenece al orden que Dios los ame. Por eso ama mucho el orden, pero, porque él no ama
los males” (Del Orden 1,7,18).

Ya tenemos algunos elementos de claridad a la pregunta que si todo procede de Dios que es el supremo Bien, ¿de dónde
procede el mal?, pero vale la pena que veamos un poco más en profundidad. Para San Agustín el mal no es un ser, sino
una carencia y una privación de ser, llegando a la conclusión que Dios hizo buenas todas las cosas. El problema del mal
puede plantearse en tres planos: mal metafísico-ontológico, mal moral y mal físico.

1. El mal metafísico-ontológico: En el cosmos no existe el mal sino que existen grados inferiores de ser en comparación
con Dios, dependientes de la finitud de las cosas creadas y del diferente grado de esta finitud. Desde un punto de vista
general, de conjunto, cada cosa en el cosmos, incluso la aparentemente más insignificante, posee su propio sentido y su
propia razón de ser y, por ende, constituye algo positivo: “Ninguna naturaleza es un mal, no siendo este nombre sino la
privación del bien” (Ciudad de Dios 11,22).

2. El mal moral: Es el pecado y éste depende de la mala voluntad. Por su propia naturaleza, la voluntad habría de tender
hacia el sumo Bien. Sin embargo, puesto que existen numerosos bienes creados y finitos, la voluntad puede tender hacia
éstos e, invirtiendo el orden jerárquico, puede preferir una criatura en lugar de Dios, prefiriendo los bienes inferiores a los
superiores. Si esto es así, el mal procede del hecho de que no hay un único Bien, sino que hay muchos bienes, y consiste
precisamente en una elección incorrecta entre éstos. El mal moral, en consecuencia, es “una aversión a Dios y una
conversión a las criaturas. El mal consiste en su aversión del bien inmutable y en su conversión a los bienes mudables; y a
esta aversión y conversión, como no es obligada sino voluntaria, sigue de cerca la digna y justa pena de la infelicidad”
(Libre albedrío 2,200).

3. El mal físico: (enfermedad, dolores, muerte) es la consecuencia del pecado original, es decir, una consecuencia del mal
moral: “¿De dónde, sino del hombre, le viene al hombre el mal?” (Sermón 297,9) El no procede de Dios, ya que todo es
bueno por naturaleza, según nos lo dice San Agustín: “Y claramente se me manifestó que son buenas la cosas que se
corrompen… Así vi y claramente se me manifestó que tú has hecho todas la cosas buenas y que no hay absolutamente
ninguna sustancia que tú no hayas hecho…” (Confesiones 7,12,18).
8. EL HOMBRE Y EL TIEMPO

GRUPO Nº 8

INTEGRANTES:

“El tiempo no es otra cosa que una canción; pero ¿de qué? No lo sé, y maravilla será si no lo es
de la misma alma” (Confesiones 11,26,33)

Para San Agustín, antes de la creación de la materia no existía el tiempo y, por lo tanto, no se puede
hablar de un antes previo a la creación del tiempo. El tiempo es creación de Dios: “No busques el
cuándo; la eternidad no tiene cuándo. “Cuándo” y “en alguna circunstancia” son palabras propias del
tiempo. No nació del padre en el tiempo aquel por quien fue creado el tiempo” (Comentario a los Salmos
109, 16), y, por ende, no nos podemos interrogar acerca de lo que hacía Dios antes de la creación
(Confesiones 11,12,14). Y nos dirá al respecto: “¿Qué es, pues el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo
sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé” (Confesiones 11,14,17).

¿Qué es pues, el tiempo? El tiempo implica presente, pasado y futuro. Pero el pasado ya no existe y el
futuro aún no ha comenzado a ser. Y el presente, si siempre fuera y no transcurriera hacia el pasado, ya
no sería tiempo, sino eternidad. En realidad, el ser del presente es un continuo dejar de ser, un continuo
tender hacia el no ser. San Agustín advierte que, de hecho, el tiempo existe en el espíritu del hombre,
porque es en el espíritu del hombre donde se mantienen presentes tanto el pasado como el presente y
el futuro: en sentido estricto, habría que decir que los tiempos son tres: el presente del pasado, el
presente del presente y el presente del futuro. Y es en nuestro espíritu donde, de alguna forma, se
hallan estos tres tiempos, que no se perciben en otro: “Pero lo que ahora es claro y manifiesto es que no
existen los pretéritos ni los futuros, ni se puede decir con propiedad que son tres los tiempos: pretérito,
presente y futuro; sino que tal vez sería más propio decir que los tiempos son tres: presente de las
cosas pasadas, presente de la cosas presentes y presente de las futuras. Porque estas son tres cosas
que existen de algún modo en el alma y fuera de ella yo no veo que existan: presente de cosas pasadas
(la memoria), presente de cosas presentes (intuición –visión) y presente de cosas futuras (expectación)”
(Confesiones 11,20,26).

El tiempo, por tanto, aunque posee una conexión con el movimiento, no reside en éste ni en las cosas
en movimiento, sino en el alma. Más exactamente: en la medida en que se encuentra vinculado de
forma estructural a la memoria, la intuición y la espera, pertenece al alma y es de modo predominante
una extensión del alma, una extensión que se da entre memoria, intuición (visión) y expectación. Y es
verdad que el alma espera, atiende y recuerda: de modo que aquello que espera, a través de lo que es
objeto de su atención, pasa a convertirse en materia de su recuerdo. Ahora bien, nadie niega el futuro
aún no existe. A pesar de ello, en el lama existe la expectativa de un futuro. Y nadie niega que el pasado
ya no es. No obstante sigue existiendo en el alma el recuerdo del pasado. Y tampoco niega nadie que el
presente carece de extensión, por lo que su transcurrir no es más que un punto. A pesar de ello dura la
atención a través de la cuál lo que será presente se apresura a dirigirse hacia el ser ausente. En
consecuencia, no es largo el tiempo futuro que no existe aún, sino que el futuro largo es la larga espera
del futuro. Y tampoco es largo el pasado que ya no existe, sino que el largo pasado es el largo recuerdo
del pasado.

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