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DANIEL

ESTULIN
LA HISTORIA
DEFINITIVA
DEL CLUB
BILDERBERG

a
Traducción de Eva M. Robledillo Carro

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P R Ó L O G O A L A E D I C I Ó N D E E S TA D O S U N I D O S   2 5

Agradecimientos

Tal vez ésta sea la parte del libro más difícil de escribir, porque
la lista de colaboradores —investigadores independientes,
fuentes gubernamentales internas y externas, detectives priva-
dos, analistas de las Fuerzas Aéreas, de la Marina y del Ejército
de Estados Unidos, generales españoles, cocineros, chefs, boto-
nes, personal de limpieza y camareros de los hoteles donde se
reúnen los miembros del Club Bilderberg— que han invertido
su energía y su tiempo de forma incondicional, obviando los
peligros que ese tipo de reuniones podían entrañar, es demasia-
do larga como para incluirse en las páginas de mi libro o,
mejor dicho, de nuestro libro, puesto que sólo soy el vehículo
de la psique colectiva de una sociedad cuyo instinto natural se
llama libertad.
Deseo expresar mi más sincero y profundo agradecimiento
a numerosos miembros de los servicios secretos de todo el
mundo, en Washington, Londres, Moscú, Madrid, París, Ca­-
racas, Roma y Ottawa, cuyo conocimiento de primera mano
en materia de espionaje y cuya sabiduría me ha dado ánimos en
los peores momentos. Sin su recopilación de valiosísima infor-
mación confidencial, este libro se habría quedado para siempre
en un sueño imposible de cumplir.
Deseo dar las gracias especialmente a Canadá, mi país de
adopción, que le dio a mi familia un hogar y la esperanza de un
futuro mejor sin pedir nada a cambio. Saldé esa deuda de gra-
titud en 1996 cuando descubrí los diabólicos planes de los

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Bilderberg para la división de Canadá. Deseo expresar también


mi afecto por el pueblo canadiense, maravilloso, honrado y
amante de la libertad, que en ese fatídico año respondió a mi
desesperada súplica de ayuda y se lanzó a las calles en masa
para acabar sonoramente con los planes de los Bilderberg de
desintegrar Canadá sigilosamente. Cada vez que necesito subir
la moral, pienso en los canadienses y en su fe, en la bondad del
ser humano.
También quiero dar las gracias a la buena fortuna y a la fe
infinita, que nunca se han apartado de mi lado y me han hecho
seguir avanzando centímetro a centímetro, incluso cuando no
quedaba esperanza ni energía. En los momentos de mayor
desesperación pude seguir adelante porque confié en mis dos
efes.
Gracias también a mi amigo John Harraghy por su sabi­
duría (un hombre que pertenece a una irrepetible generación
de personas realmente excepcionales) y a Geoffrey Matthews, de
Amherst Island, Ontario (Canadá), que durante años ha lleva-
do las riendas del mejor periódico del país, el legendario The
Eye Opener. A todas aquellas amables personas anónimas que
me han enviado decenas de miles de correos electrónicos y me
hicieron creer que en la vida aún había cosas que podían espe-
rarse con ilusión.
Quiero dedicar este libro a todos aquellos que nunca han
dejado de buscar la verdad, a pesar de las mentiras, las trampas,
la manipulación y las artimañas de los gobiernos. También a
quienes han tenido la intuición de saber que las blasfemas
mentiras que nos cuentan no son más que una vil bocanada de
odio. Todos ellos se merecen saber la verdad de nuestra historia
y de nuestro patrimonio. La historia enseña por analogía, no
por identidad. La experiencia histórica no consiste en quedarse
en el presente y echar la vista atrás, sino en ir al pasado y regre-
sar al presente con una conciencia más amplia e intensa de las
limitaciones de nuestra perspectiva anterior.
Finalmente, debo el éxito de este libro al editor de Trine-
Day Russ Becker, sin cuya visión y determinación este libro
habría sido una tenue sombra de lo que es. Por último, doy las

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gracias a Gema Moraleda, una incombustible y fabulosa edito-


ra de Planeta y a Joan Eloi Roca y Carles Revés. Joan, Carles,
defendisteis este trabajo y la verdad, y el mundo entero debe
estar agradecido. Al creer que este libro era importante, con-
venciste a los demás, y ellos creyeron en él porque tú creíste en
él. Y yo creí en él porque vi que creías en él.
La humanidad aún debe someterse al Juicio Final. Los mila-
gros, como alguien dijo, pueden ocurrir sin nuestro permiso.
Este libro y todos los que lo hicieron posible son una prueba
viviente de ello.

Daniel Estulin
4 de julio de 2007

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Reuniones del Club Bilderberg


desde 1954

29-31 de mayo de 1954: Oosterbeek, Países Bajos


18-20 de marzo de 1955: Barbizon, Francia
23-25 de septiembre de 1955: Garmisch-Partenkirchen, Alemania Occi­
dental
11-13 de mayo de 1956: Fredensborg, Dinamarca
15-17 de febrero de 1957: St. Simons Island, Georgia, Estados
Unidos
4-6 de octubre de 1957: Fiuggi, Italia
13-15 de septiembre de 1958: Buxton, Inglaterra
18-20 de septiembre de 1959: Yesilköy, Turquía
28-29 de mayo de 1960: Bürgenstock, Suiza
21-23 de abril de 1961: St. Castin, Canadá
18-20 de mayo de 1962: Saltsjöbaden, Suecia
29-31 de mayo de 1963: Cannes, Francia
20-22 de marzo de 1964: Williamsburg, Virginia, Estados Unidos
2-4 de abril de 1965: Villa d’Este, Italia
25-27 de marzo de 1966: Wiesbaden, Alemania Occidental
31 de marzo-2 de abril de 1967: Cambridge, Inglaterra
26-28 de abril de 1968: Mont Tremblant, Canadá
9-11 de mayo de 1969: Marienlyst, Dinamarca
17-19 de abril de 1970: Bad Ragaz, Suiza
23-25 de abril de 1971: Woodstock, Vermont, Estados Unidos
21-23 de abril de 1972: Knokke, Bélgica
11-13 de mayo de 1973: Saltsjöbaden, Suecia
19-21 de abril de 1974: Megìve, Francia
25-27 de abril de 1975: Çesme, Turquía
22-25 de abril de 1976: Hot Springs, Virginia, Estados Unidos. Cance-
lada [escándalo de soborno del príncipe Bernardo y la Lockheed]

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22-24 de abril de 1977: Torquay, Inglaterra


21-23 de abril de 1978: Princeton, Nueva Jersey, Estados Unidos
27-29 de abril de 1979: Baden, Austria
18-20 de abril de 1980: Aquisgrán, Alemania Occidental
15-17 de mayo de 1981: Bürgenstock, Suiza
14-16 de mayo de 1982: Sandefjord, Noruega
13-15 de mayo de 1983: Montebello, Canadá
11-13 de mayo de 1984: Saltsjöbaden, Suecia
10-12 de mayo de 1985: Rye Brook, Nueva York, Estados Unidos
25-27 de abril de 1986: Gleneagles, Escocia
24-26 de abril de 1987: Villa d’Este, Italia
3-5 de junio de 1988: Telfs-Buchen, Austria
12-14 de mayo de 1989: La Toja, España
11-13 de mayo de 1990: Glen Cove, Nueva York, Estados Unidos
6-9 de junio de 1991: Baden-Baden, Alemania
21-24 de mayo de 1992: Evian-les-Bains, Francia
22-25 de abril de 1993: Atenas, Grecia
3-5 de junio de 1994: Helsinki, Finlandia
8-11 de junio de 1995: Zurich, Suiza
30 de mayo-2 de junio de 1996: Toronto, Canadá
12-15 de junio de 1997: Lake Lanier, Georgia, Estados Unidos
14-17 de mayo de 1998: Turnberry, Ayrshire, Escocia
3-6 de junio de 1999: Sintra, Portugal
1-4 de junio de 2000: Genval, Bruselas, Bélgica
24-27 de mayo de 2001: Goteborg, Suecia
30 de mayo-2 de junio de 2002: Chantilly, Virginia, Estados Unidos
15-18 de mayo de 2003: Versalles, Francia
3-6 de junio de 2004: Stresa, Italia
5-8 de mayo de 2005: Rottach-Egern, Alemania
8-11 de junio de 2006: Ottawa, Canadá
31 de mayo-3 de junio de 2007: Estambul, Turquía
5 de junio-8 de junio 2008: Chantilly, Virginia, Estados Unidos

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I N T RO D U C C I Ó N   5 1

Introducción

En 1954, los hombres más poderosos del mundo se reunieron


por primera vez bajo los auspicios de la corona holandesa y la
familia Rockefeller en el lujoso Hotel Bilderberg de la pequeña
localidad holandesa de Oosterbeek. Durante todo un fin de
semana debatieron sobre el futuro del mundo. Una vez finali-
zado el encuentro, decidieron reunirse una vez al año para
intercambiar ideas y analizar el panorama internacional. Se
bautizaron a sí mismos como Club Bilderberg y, desde enton-
ces, se han congregado cada año en un hotel de lujo de algún
lugar del mundo para tratar de decidir el futuro de la humani-
dad. El club cuenta entre sus selectos miembros con personajes
de la talla de Bill Clinton, Paul Wolfowitz, Henry Kissinger,
David Rockefeller, Zbigniew Brzezinski, Tony Blair y muchos
otros jefes de Gobierno, empresarios, políticos, banqueros y
periodistas de todo el mundo.
Sin embargo, en el más de medio siglo que llevan reunién-
dose, nunca se ha permitido el acceso a la prensa, ni se han
publicado declaraciones sobre las conclusiones de los asisten-
tes, ni se ha hecho pública la agenda de ninguna reunión del
Club Bilderberg. Los directivos del propio Club arguyen que
es necesario este grado de discreción para permitir que los par-
ticipantes de los debates hablen con libertad sin que queden
grabadas sus palabras, ni salgan a la luz pública. Los Bilderberg
afirman que, de lo contrario, se verían obligados a hablar usan-
do el lenguaje propio de un comunicado de prensa. Sin duda,

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esta discreción permite que el Club Bilderberg delibere con


más libertad. Pero eso no responde a la pregunta fundamen-
tal: ¿de qué hablan los más poderosos del mundo en esas reu­
niones?
Aunque en cualquier democracia moderna se protege el
derecho a la intimidad, ¿acaso el pueblo no tiene derecho a
saber de qué hablan sus dirigentes políticos cuando se reúnen
con los líderes empresariales más ricos de sus respectivos paí-
ses? ¿Qué garantías tienen los ciudadanos de que el Club Bil-
derberg no es simplemente un núcleo de tráfico de influencias
y de cabildeo, si no se les permite saber de qué discuten sus
representantes en los encuentros secretos del Club? ¿Por qué se
informa en todos los periódicos de los foros económicos mun-
diales de Davos y las reuniones del G8, poniéndolas en porta-
da y enviando a miles de periodistas, y, en cambio, nadie cubre
las reuniones del Club Bilderberg? Esta censura se produce
pese a que (o porque) cada año asisten a ellas presidentes de
entidades financieras como el Fondo Monetario Internacional,
el Banco Mundial y la Reserva Federal; presidentes de cien
de las empresas más poderosas del mundo, como Daim­ler­
Chrys­ler, Coca Cola, British Petroleum (BP), Chase Man-
hattan Bank, American Express, Goldman Sachs y Microsoft;
y vicepresidentes de Estados Unidos, directores de la CIA y el
FBI, secretarios generales de la OTAN, senadores y congresis-
tas estadounidenses, primeros ministros europeos y líderes de
los partidos de la oposición, así como los principales editores y
directores ejecutivos de los periódicos más importantes del
mundo.
Sin duda, llama la atención que ninguno de los medios de
comunicación más influyentes considere que una concentra-
ción de personalidades de ese calibre, cuya fortuna supera con
creces la riqueza combinada de todos los ciudadanos estado-
unidenses, revista interés desde el punto de vista periodístico,
y menos cuando un viaje de cualquiera de ellos en solitario es
titular en las noticias en televisión. Ésa es la intrincada cues-
tión que he sopesado y que hace quince años me hizo embar-
carme en un viaje de investigación que se ha convertido en el

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I N T RO D U C C I Ó N   5 3

trabajo de mi vida. Poco a poco, una a una, he ido traspasando


las capas de misterio que rodean al Club Bilderberg, pero no
lo habría podido lograr sin la ayuda de «objetores conscientes»
tanto internos como externos al Club. Deseo transmitirles mi
más sincera gratitud por sus valiosísimos datos confidenciales
que han hecho posible este libro. En este caso podrán entender
que, para protegerlos, no puedo mencionar a estos verdaderos
héroes por su nombre, sino sólo darles las gracias por ayudarme
a averiguar lo que se decía a puerta cerrada en los opulentos
hoteles donde los Bilderberg celebraban sus reuniones anuales.
Antes de que entremos en el reino de este exclusivo Club,
es importante ser conscientes de que ninguno de esos persona-
jes ni organizaciones son totalmente «malvados», del mismo
modo que nadie es totalmente «bueno». Hay gente poderosa
en el mundo inspirada por ideales, principios y creencias más
sublimes que los que guían a los miembros de ese manipulador
club secreto y sus productos derivados que describo en este
libro. El esfuerzo de los miembros originales por mejorar el
mundo se basa en una autocracia en la que «el padre es el más
sabio», similar a la forma paternalista del cristianismo que pro-
mulga la Iglesia católica romana. Su iniciativa era noble, al
principio.
Por desgracia, parece que el Club Bilderberg haya evolu-
cionado más allá de sus inicios idealistas para convertirse en un
gobierno mundial en la sombra, que decide en reuniones
anuales en el más absoluto secreto cómo se van a llevar a cabo
sus planes. Amenazan con arrebatarnos el derecho a dirigir
nuestro propio destino. Esto es ahora más fácil porque el desa-
rrollo de la tecnología de las telecomunicaciones, unido al
profundo impacto instantáneo de Internet y los nuevos méto-
dos de ingeniería de la conducta para manipular el comporta-
miento individual, pueden convertir lo que en otras épocas
históricas eran tan sólo malvadas intenciones en una perturba-
dora realidad.
Aunque cada nueva medida, considerada en solitario,
puede parecer tan sólo una ligera aberración, el sinfín de cam-
bios que se producen, como parte de un continuo en evolu-

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ción, constituyen un avance hacia la esclavitud total. Por eso


ha llegado la hora de echar un vistazo entre bastidores. Nos
encontramos en una encrucijada. Y los caminos que sigamos a
partir de ahora determinarán el futuro de la humanidad. Tene-
mos que abrir los ojos a los verdaderos objetivos y actos del
Club Bilderberg y sus homólogos paralelos si queremos con-
servar las libertades por las que lucharon nuestros abuelos en
la segunda guerra mundial.
No está en manos de Dios rescatarnos de la «nueva edad
oscura» que han planeado para nosotros, sino que ¡está en
nuestras propias manos! El hecho de que salgamos de este siglo
dominados por un Estado policial electrónico global o como
seres humanos libres depende de las acciones que emprenda-
mos ahora. Nunca encontraremos las respuestas correctas si
ignoramos el contexto más profundo.
Eso es lo que La historia definitiva del Club Bilderberg quie­
re ofrecer.

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El príncipe Bernardo preside la primera reunión del Club Bilderberg en Oosterbeek,
Países Bajos, en mayo de 1954.

Invitación del príncipe Bernardo a la


reunión del Club Bilderberg de 1957.

Príncipe El príncipe Bernardo y Richard Nixon, 1955.


Bernardo, Príncipe Príncipe
1911-2004. Felipe Bernardo

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primera parte

El Club Bilderberg:
los másteres del universo

... un clan formado por los hombres más ricos, influyentes y poderosos
de Occidente desde el punto de vista económico y político, que se
reúnen en secreto para planear acontecimientos que más tarde parecerá
que ocurren sin más.
The Times, Londres, 1977

Es difícil cambiar la mentalidad de personas que se han educado en el


nacionalismo para que acepten ceder parte de su soberanía a un organis-
mo supranacional.
Príncipe Bernardo de Holanda,
fundador del Club Bilderberg

Los acontecimientos mundiales no ocurren por casualidad: se provocan, ya


tengan que ver con asuntos nacionales o comerciales; y la mayoría de ellos
son orquestados y dirigidos por quienes tienen el control mone­tario.
Denis Healey, ex ministro
de Defensa británico

No creo que sea cierto decir que queremos mantenerlo [el Club Bilder-
berg] apartado [del conocimiento público]; nunca quisimos que el públi-
co supiera de nuestra existencia. Intentamos convencer a la gente de no
mencionarlo en la prensa convencional porque no queremos que especu-
len sobre lo que hacemos [...]. Prohibimos a los asistentes que den ruedas
de prensa en nuestras reuniones, y lo hacemos no porque estemos obse-
sionados con el secretismo, sino porque queremos controlar a los políti-
cos que asisten.
Martin Taylor, secretario general del Club Bilderberg,
entrevistado por el canal británico 4 TV, 27 de junio de 2001

En este país están actuando poderes que desconocemos.


Isabel II de Inglaterra, en conversación
con el mayordomo real Paul Burrell, Daily Mirror

1955.

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Arriba: Vernon Jordan, el megainversor Henry Kravis, su mujer Marie-Josée, un miembro sénior del Instituto Hud-
son y Richard Perle, miembro residente del American Enterprise Institute, y Jon Corzine (de espaldas) confabulan
en Stresa.
Centro: Rodrigo de Rato anunció su dimisión como director gerente en junio de 2007, el cargo más alto del Fondo
Monetario Internacional, ocupado por europeos desde su establecimiento en 1945. De Rato, que asistía con frecuencia
a las reuniones de los Bilderberg, aparece aquí con otros asistentes a esos encuentros, como Paul Wolfowitz y James
Wolfensohn, ambos ex presidentes del Banco Mundial, y el nuevo primer ministro británico Gordon Brown.
Abajo: Vernon Jordan, asiduo a las reuniones y director ejecutivo de Lazard Frères & Co., y John Elkann, el relativamente
recién llegado vicepresidente de Fiat, conversan sobre la situación mundial en Rottach-Egern, Alemania, en el año 2005.

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caída mortal   5 9

capítulo 1

Caída mortal

En mayo de 1996 me encontraba en Toronto, Canadá, cu­brien­


do la reunión anual de los Bilderberg, pero en esta ocasión en
casa, en mi país de adopción. Me gustaba estar de vuelta, y me
vinieron a la mente muchas razones por las que amaba ese país.
Toronto, con más de cinco millones de habitantes, es el ma-
yor centro financiero de Canadá y la cuarta ciudad más grande
de Norteamérica. Sólo Nueva York, Chicago y Los Ángeles la
superan a nivel financiero. Allí está la Bolsa de Toronto, la ter-
cera más grande de Norteamérica en cuanto a volumen de ope­
ra­cio­nes, la novena en el mundo en cuanto a valor bursátil, y la
que cuenta con el primer sistema de operaciones bursátiles to-
talmente informatizado de Norteamérica.
A una hora en coche de Toronto se encuentra la mayor
concentración de fábricas de automóviles y criaderos de caba-
llos del país. En breve me dirigiría hacia el norte, hacia la sede
de la conferencia de los Bilderberg de este año, pero primero
quería disfrutar de un paseo por las calles de la ciudad, recor-
dando las fabulosas vistas que tantos canadienses, acostumbra-
dos a ellas, no apreciaban.
En el centro, en el corazón del distrito financiero de
Toronto, se encuentra Bay Street, la versión en miniatura de la
famosa Wall Street neoyorquina. En el número 161 de Bay
Street se alza la Canada Trust Tower, una torre de cincuenta y
tres plantas y doscientos sesenta metros de altura, uno de los
rascacielos que dan a la ciudad su sello distintivo y que me ha

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fascinado desde su construcción en 1990 por el célebre arqui-


tecto español Santiago Calatrava. Esta torre forma parte de la
BCE Place, de dos hectáreas, la segunda atracción más desta-
cada de la silueta de Toronto, después de la CN Tower, que con
sus quinientos cincuenta metros de altura es la estructura inde-
pendiente más alta del mundo.
En realidad, la BCE Place consta de varios edificios conec-
tados por un centro comercial, pero en la línea del horizonte,
la Canada Trust Tower y su hermana, la Bay Wellington Tower,
son las que acaparan protagonismo. Con sus ventanales tinta-
dos en verde y su miríada de lados dentados, ambas torres dan
la impresión artística de ser piezas de Lego escalonadas que se
amontonan formando ángulos que desafían a la gravedad, lo
cual convierte a esta pareja de torres en construcciones singu-
lares entre los más sosegados rascacielos de Toronto.
Otra joya de la corona de la BCE es la Galería, una estruc-
tura de cristal de cinco plantas que discurre por Front Street y
mira al sur hacia el barrio marítimo. La Galería se concibió
como la «catedral de cristal» del comercio y su techo cubre la
Street Gallery, que conecta Bay Street con Heritage Square.
También diseñada por Santiago Calatrava, mide veinticinco
metros de altura, tiene catorce metros de anchura y ocupa cien-
to veinte metros de punta a punta, y cuenta con ocho soportes
de acero independientes a cada uno de sus lados. Éstos se rami-
fican y adoptan formas parabólicas, lo cual me recordó en ese
momento a las copas de los árboles de un bosque.
Finalmente, subí paseando por Yonge Street, la calle más
larga del mundo, con sus cerca de mil novecientos kilómetros.
Justo subiendo por la calle, a treinta y cinco kilómetros al norte
por el noroeste del centro urbano, la élite de los Bilderberg
estaba reunida en el CIBC Leadership Centre, cerca de la prís-
tina localidad de King City, la sede de la conferencia de 1996
del Club Bilderberg. El complejo CIBC se encuentra en King
Township, una región con grandes y caros criaderos de caba-
llos, donde los miembros de la familia real británica se alojan
en sus visitas privadas a Canadá. Este espectacular centro, pro-
piedad privada de uno de los principales bancos canadienses, el

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Canadian Imperial Bank of Commerce, comprende más de


cinco kilómetros de senderos naturales que discurren por zonas
boscosas y por onduladas colinas.
No sorprende que los Bilderberg optaran por ese selecto
enclave. El CIBC Leadership Centre tiene de todo: instalacio-
nes termales y servicios que abarcan desde masajes a tratamien-
tos estéticos o de salud, saunas y baños de vapor; una singular
pista cubierta y aclimatada de doscientos metros, suspendida a
unos dos metros del suelo; y piscinas cubiertas y al aire libre.
También está situado cerca de numerosas pistas de golf, esta-
blos donde se practica la equitación, rutas de senderismo y
ciclismo, museos y otros lugares de ocio. En resumen, las pro-
babilidades de que los Bilderberg se aburrieran eran ínfimas.

Los medios de comunicación y las agencias de noticias de


Toronto habían sido los primeros en ser avisados mediante una
serie de faxes, llamadas telefónicas y memorandos que les remi-
timos tanto Jim Tucker como yo, sobre todo después de ente-
rarme por fuentes confidenciales infiltradas en la propia
reunión de que la conferencia de 1996 iba a usarse, supuesta-
mente, como plataforma para sentar las bases de la inminente
fragmentación de Canadá, que se llevaría a cabo mediante la
proclamación a principios de 1997 de una Declaración Unila-
teral de Independencia en Quebec. Esta declaración dividiría
Canadá con el objetivo de lograr una «unión continental» con
Estados Unidos antes del año 2000, una fecha que se pospuso
al menos dos veces desde entonces.
Por lo general, nunca se hace mención de las reuniones de
los Bilderberg en los medios de comunicación, dado que la
prensa más influyente es propiedad de los propios Bilderberg.
Sin embargo, el 30 de mayo de 1996, el primer día de la con-
ferencia, se corrió bruscamente el velo de misterio.
En uno de los periódicos canadienses más influyentes y con
mayor número de lectores, The Toronto Star, se publicó una
noticia en primera plana. Bajo el titular «Black, anfitrión de los
líderes mundiales», John Deverell, reportero de la sección de

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economía del periódico, comentaba que no sólo el editor cana-


diense [lord] Conrad Black había ofrecido doscientos noventa y
cinco millones de dólares para hacerse con el control de la mayor
cadena de periódicos de Canadá y después había sobrevivido a
la posterior reunión anual de su Hollinger Inc., sino que tam-
bién, para rematar su semana, ahora se había convertido en «el
anfitrión de una reunión de cuatro días celosamente custodiada
de los líderes mundiales y la realeza justo al norte de Toronto».
Deverell mencionaba a algunos de los más de cien asisten-
tes cuidadosamente seleccionados de todo el mundo, extraídos
de la lista que le habíamos proporcionado: «William Perry, se-
cretario de Defensa de Estados Unidos; Jean Chrétien, primer
ministro de Canadá; Henry Kissinger, ex secretario de Estado
estadounidense; Giovanni Agnelli, presidente honorario de
Fiat; Paul Martin, ministro de Finanzas (y más tarde primer
ministro) canadiense; Mario Monto, comisario europeo; Da-
vid Rockefeller, del Chase Manhattan Bank; el financiero
George Soros; el príncipe de Bélgica; las reinas de los Países
Bajos y España, así como otros miembros de la élite empresa-
rial, política y académica.»
Ese mismo día, el Toronto Sun publicaba el titular: «Los
grandes se reúnen: gran selección de importantes personalida-
des internacionales debaten en King City, sede de la conferen-
cia secreta de los Bilderberg de 1996.» En la noticia se decía
que «[Conrad] Black, magnate de los medios de comunicación
y presidente de Hollinger Inc. y otros miembros permanentes
del Club, se muestran disconformes con las insinuaciones de
los extremistas de la izquierda y la derecha de que el evento
privado forma parte de un sistema de gobierno secreto».
A las 7.45 horas de esa mañana, el legendario locutor de
radio Dick Smythe, que contaba con la mayor audiencia de la
zona metropolitana de Toronto, presentó la siguiente informa-
ción, que se volvió a emitir a intervalos coincidiendo con el
horario de los servicios informativos de la emisora:

Dick Smythe: Bueno, esto parece el argumento de una pelícu-


la de conspiraciones, en la que quienes mueven y manejan los

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hilos del mundo se reúnen en secreto. Conrad Black está cele-


brando su conferencia anual de los Bilderberg. Doy paso a
Karen Parsons, reportera de 680 News...
Karen Parsons: Alrededor de cien personalidades destaca-
das, incluidas las reinas de los Países Bajos y de España, junto
con Henry Kissinger, el secretario de Defensa estadounidense
William Perry y nuestro primer ministro, asisten a la conferen-
cia. También están presentes los directores de Ford Motor
Company, Xerox, el Bank of Commerce y Reuters. Black afir-
ma que no se permite el acceso a periodistas para que el debate
tenga un tono íntimo y sincero. Declara que «los intercambios
pueden ser a menudo bastante acalorados». Se exige a los parti-
cipantes que se comprometan a guardar silencio. La conferencia
del año pasado se celebró en tres hoteles de lujo en las montañas
suizas. Este año, la sede es un balneario de lujo de sesenta millo-
nes de dólares en King City. Canadian Press ha distribuido
también un breve informe de la reunión antes secreta, publica-
do hoy en el Toronto Sun, entre otros periódicos, que cuenta
con más de trescientos cincuenta mil suscriptores.

Ésta era la primera vez en la historia de las conferencias


de los Bilderberg en que se les miraba con lupa de esa mane-
ra. El Club Bilderberg no está acostumbrado a tener que dar
explicaciones a nadie, sobre todo porque sus miembros son
propietarios o controlan los periódicos metropolitanos más
importantes, las cadenas de periódicos y las agencias de no­
ticias.
No obstante, la de 1996 no era una conferencia normal.
Los Bilderberg no suelen conspirar para derrocar al gobierno
del país anfitrión durante sus reuniones.
Cuando las principales agencias de noticias empezaron a
comprobar nuestra información a través de sus propias fuentes
gubernamentales y privadas, se hizo evidente que los Bilder-
berg y el nuevo orden mundial habían planeado la despiadada
fragmentación de Canadá, uno de los países más ricos del
mundo. Deberían de haber sabido que cuando lo que está en
juego es la propia libertad, no hay control ni dominio de la
prensa que impida que las secretarias, los editores, los redacto-

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res, los periodistas de investigación y, de hecho, la dirección de


la televisión, radio y prensa escrita de Canadá difundan la ver-
dad para que salga a la luz pública.
La cobertura de la prensa se hizo tan intensa que uno de
los reporteros oyó cómo Kissinger gritaba al primer ministro
canadiense, Jean Chrétien, que estaba perdido si alguien lo
estropeaba todo. David Rockefeller apartó a un lado a Conrad
Black durante un descanso para pedirle si podía «presionar» a
algunos miembros de la prensa para hacerles «cerrar la boca
sobre el asunto». Incluso entonces, el ahora desacreditado y
arruinado Conrad Black se cagaría en sus muertos.
Lo que los Bilderberg imaginaban que sería un hilillo de
agua se había convertido rápidamente en una inundación y
más tarde en una avalancha. No fue hasta la conferencia de
1999 en Sintra (Portugal) cuando los Bilderberg relajaron las
extraordinarias medidas de seguridad que habían adoptado
tras su peor derrota, la conferencia de 1996 en Toronto.

El 1 de junio, «Big Jim» Tucker y yo, junto con una peque-


ña partida de cazabilderbergs a tiempo parcial, celebramos y
brindamos por lo que se estaba convirtiendo en un éxito
extraordinario. Todos los periódicos importantes del país que-
rían entrevistarnos, las cadenas de televisión trataban de actua-
lizar constantemente sus datos y las emisoras de radio nos
seguían por toda la ciudad.
Nos reunimos en la Horseshoe Tavern, en Queen Street, la
versión en Toronto del neoyorquino barrio del Soho. La taber-
na, con cerca de sesenta años de antigüedad, es uno de los
primeros locales musicales que abrieron en la ciudad, el famo-
so bar donde las leyendas canadienses de la canción Stompin’
Tom, Blue Rodeo, The Tragically Hip y The Watchmen hicie-
ron sus primeros pinitos. En septiembre de 1997, los Rolling
Stones dieron allí el pistoletazo de salida a su gira No Security,
ofreciendo un concierto de setenta y cinco minutos retransmi-
tido por Live on MTV. Es un buen lugar para pasar un buen
rato, y creíamos que nos lo merecíamos.

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caída mortal   6 5

Cuando los festejos empezaron a decaer, me vino a la


mente mi próxima cita, concertada durante una llamada tele-
fónica de una de mis fuentes, que quería verme con urgencia
antes del fin de la conferencia, previsto para el día siguiente.
Habíamos acordado reunirnos en menos de una hora en la Ga-
lería de Calatrava. BCE Place es uno de los lugares más discre-
tos de todo Toronto precisamente por su magnitud y por las
hordas de turistas curiosos que recorren el lugar fotografiando
y grabando en vídeo los edificios y el ruido ambiental de la
principal atracción arquitectónica de Toronto.
Finalmente, cuando el grupo se disolvió, decidí ir cami-
nando hasta la Galería por el Kensington Market, la versión
del Rastro madrileño en Toronto, situado justo al oeste de
Chinatown. Era sábado, el día más ajetreado de la semana,
cuando se transforma en un bullicioso mercado al aire libre. Si
alguien me siguiera, sin duda me perdería la pista en esta
matriz de concurridas calles invadidas por el gentío.
Al doblar la esquina en la Galería, pude ver a mi contacto
echando un vistazo al quiosco de periódicos, con una bolsa de
plástico en la mano izquierda y una revista enrollada en la
derecha. Tras un breve contacto visual, y sin saludarnos, anda-
mos en silencio hacia la puerta giratoria de la colindante Cana-
da Trust Tower, donde un amigo que trabajaba en el mercado
inmobiliario había reservado una sala en una de las últimas
plantas del edificio, con unas magníficas vistas de la silueta
urbana.
Entré en el ascensor, mirando con nerviosismo hacia atrás.
Mi contacto me seguiría al cabo de cinco minutos. Al entrar
en la lujosa suite, se me reveló todo el esplendor de una de las
ciudades más hermosas de Norteamérica, que se erigía majes-
tuosa ante mí. A una altura de doscientos cuarenta metros, la
ciudad parecía en calma. Las ventanas insonorizadas me aisla-
ban del bullicio y el ruido de esa fabulosa metrópolis.
La Canada Trust Tower es una maravilla arquitectónica en
la que el alquiler del metro cuadrado asciende a ciento sesenta
dólares canadienses. El edificio cuenta con cámaras de seguri-
dad con circuito cerrado de televisión las veinticuatro horas del

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día, veinticuatro ascensores, ocho plantas de aparcamiento


subterráneo, siete guardias de seguridad a la entrada y policía
secreta. El rascacielos alberga algunas de las multinacionales
con más solera y más importantes del mundo.
De repente, me sentí de nuevo como si mirara hacia den-
tro desde fuera. ¿Todo esto seguiría importando? ¿La gente
abriría los ojos ante el peligro inminente? ¿O a la larga sería
otra historia más de espías y misterios? Al fin y al cabo, «que
tengas un buen día, hijo» había sido la respuesta de un tran-
seúnte después de que le hubiera explicado pacientemente lo
que era el Club Bilderberg y qué tramaban.
Sin embargo, en esos últimos días se había conseguido
mucho. Por una vez era evidente que llevábamos la delantera a
los Bilderberg. La cobertura mediática era espectacular. Kissin-
ger estaba realmente enfadado, lo que, sin duda, era buena
señal. Para su disgusto, la realeza europea invitada a la confe-
rencia se vio acosada a su pesar por la prensa. Los planes para
la inminente disgregación de mi país de adopción se suspen-
dieron por el momento. ¿Qué más se podría esperar lograr en
tan poco tiempo?
Aun así, sabía que se trataba de un aplazamiento temporal,
ya que esa gente volvería a la carga con la lección aprendida y
con mil ojos. Querían aplastar cualquier tipo de resistencia,
gobernar el mundo con o sin el consentimiento de éste, por la
fuerza de las armas o del pan.
Un discreto golpe en la pesada puerta de madera interrum-
pió mis pensamientos.
—Entra —respondí, alzando ligeramente la voz.
Mi fuente, que llevaba guantes de piel, cruzó lentamente
el umbral que separaba el pasillo, con una decoración escasa,
del intenso art déco de la suite. Contemplando por un instante
la extraordinaria vista de la zona del Harbour Front en el cen-
tro urbano, rodeada de avenidas que bordean la orilla del lago
y de caminos ajardinados frente al agua, avanzó atento hacia la
ventana.
—Les has parado los pies esta vez —dijo la fuente,
so­pesando cada sílaba como si la más mínima alteración en el

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registro pudiera cambiar el significado. A pesar de sus pala-


bras, proyectaba un aura de resignación—. La disgregación de
Canadá proseguirá tal como se ha previsto. Sólo es cuestión
de tiempo.
—Quizá —respondí—. Pero todo irá bien, por ahora, has-
ta la siguiente reunión. Desde ahora y hasta que llegue ese mo-
mento, algunos de ellos habrán muerto de viejos, de alguna
enfermedad o de accidentes fortuitos.
—¿Fortuitos? ¿Para quién? —contestó la fuente.
De la revista que sujetaba con firmeza en su mano derecha
sacó una serie de notas manuscritas, o más bien garabatos, que
me desesperé por descifrar yo mismo.
—Creía que no se permitía tomar notas —bromeé, esbo-
zando una sonrisa de oreja a oreja.
—No son partidarios de tomar notas, amigo mío —me
corrigió.
Eché un vistazo a la hoja. El familiar trazado de un
bolígrafo había dejado marcas por doquier y, en general, podría
descifrar lo que ponía en ella. Conocía bastante bien la forma
de escribir de la fuente, con sus débiles «tes» y sus sinuosas
erres, todo diligentemente escrito en los confines de una hoja
pautada. Por un momento reflexioné sobre el riesgo que corría
esa valiente persona al reunirse conmigo y entregarme esa
valiosísima información.
¿Por qué no habría más personas así en el mundo? Tal vez
las hubiera. Es posible que sencillamente no las conozcamos,
ni sepamos las luchas personales que pueden estar librando a
miles de kilómetros. Por ejemplo, hay mucha gente normal y
corriente que me ha permitido obtener gran parte de la infor-
mación que poseo.
Yo llegaría al lugar de celebración de la reunión de los Bil-
derberg varios días antes y me alojaría en el mismo hotel
de lujo de cinco estrellas, hasta que las fuerzas de seguridad y
los asistentes del Club Bilderberg me echaran un día antes del
inicio de la conferencia. Durante mi estancia en el hotel, me
haría amigo de los camareros y camareras, y del personal
en general. Me acercaría a los que parecieran más abiertos y les

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explicaría el protocolo de las reuniones de los Bilderberg, las


intenciones que tenía ese club secreto y lo que sucedería en el
hotel a lo largo de los siguientes días. Como es evidente, mu-
chos no me creerían, pero yo les suplicaría que no hicieran caso
de lo que les decía, sino que sólo se limitaran a observar lo que
ocurría en el hotel y a escuchar las conversaciones de los invi­
tados Bilderberg mientras los servían. Entonces podían decidir
si querían convertirse en mis ojos y oídos, por el bien de la
humanidad.
Me aprovecharía de los criterios de selección de los hoteles
de cinco estrellas: el personal debía hablar como mínimo cua-
tro idiomas (inglés, francés, alemán y otro más) para atender a
los huéspedes. Los empleados podían escuchar disimulada-
mente y entender la mayor parte de lo que se debatía durante
la conferencia. Conforme transcurrían los días, aquellos con
los que tuve contacto fueron testigos de la presencia policial y
de los servicios secretos, así como del secretismo de los asisten-
tes, y se dieron cuenta de que yo les había dicho la verdad. Para
los pocos que decidieron colaborar conmigo, designaría diver-
sos bares de la zona donde nos podíamos encontrar con total
discreción. Por supuesto, este infiltrado requería un punto de
encuentro más seguro.
—Tengo que irme —anunció la fuente sosegadamente, sin
alzar la vista.
En un acto reflejo extendí mi mano abierta hacia él, pero
justo cuando la fuente iba a estrecharla, me sorprendí a mí
mismo dándole un fuerte abrazo en su lugar.
—No te haré perder tiempo dándote las gracias, porque no
hay palabras que basten para agradecerte lo que has hecho por
nosotros.
—Tengo que irme —respondió la fuente, desviando la
mirada.
—Nos marcharemos tal como hemos llegado —expli-
qué—, a intervalos de cinco minutos. Yo bajaré primero.
—No te preocupes. He dejado el coche en el aparcamiento
subterráneo. Podemos bajar juntos en el ascensor —contestó la
fuente.

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Mientras se enfundaba sus guantes de piel, pulsó el botón


del ascensor, en cuya superficie transparente se encendió una luz
azul. Pude oír el sibilante sonido del motor hidráulico del ascen-
sor que subía a toda velocidad desde las entrañas del edificio, a
seis plantas por segundo. Me volví hacia mi confidente.
—¿Cuándo volveré a verte?
Al oírse un timbre, se abrieron las puertas y di un paso
hacia el ascensor.
—¡Cuidado! —gritó la fuente, tirándome del brazo hacia
atrás.
Me quedé mirando fijamente el ascensor. Ante mis ojos se
abría una escena escalofriante... el hueco del ascensor vacío y
una muerte segura esperándome a unos doscientos metros, si
la fuente no hubiera tenido reflejos para librarme del abismo.
Me temblaba todo el cuerpo. Un escalofrío me recorrió
rápidamente toda la columna vertebral, subiendo y bajando.
—El suelo —murmuré, aturdido—. ¿Dónde está el
suelo?
—¡Tenemos que salir de aquí! —exclamó la fuente—.
Alguien ha manipulado el sistema. ¡Te estaban esperando! Oye,
no bajes en ascensor. No es seguro. Baja por las escaleras y
llama a la policía. Cuando llegue la policía, aprovecharé ese
momento para bajar en ascensor hasta el aparcamiento. ¡Corre!
¡Vete ahora!
Saltando los escalones de dos en dos, agarrándome a la
barandilla y aprovechando la inercia para girar más rápida-
mente, impelido por la adrenalina, bajé volando las escaleras
en un tiempo récord. Notaba cómo el corazón me golpeaba
con fuerza el pecho y jadeé en busca de más oxígeno. En uno
de los pisos inferiores oí la voz entrecortada de un guardia de
seguridad extranjero que subía por las escaleras en mi direc-
ción.
—Se... se... señor. ¿Está bien? ¿Qué ha pasado? Me han
llamado por el intercomunicador de la segunda planta...
Alguien ha intentado detener el ascensor manualmente... sólo
se puede hacer en caso de emergencia.
Le agarré por el antebrazo.

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—¿Puede llamar a la policía urgentemente? —dije, tratan-


do de recobrar el aliento entre palabra y palabra. El hombre se
sacó el walkie-talkie y pude oír una voz aguda que salía de él.
Seguí corriendo. Quinta, cuarta, tercera, segunda, primera...
planta baja. Abrí de un empujón las pesadas puertas metálicas de
acceso al vestíbulo. Había dos coches de policía ya aparcados en
el exterior. Los primeros curiosos estaban empezando a agolpar-
se al otro lado de las puertas de entrada giratorias.
—¿Es usted el que se ha quedado encerrado en el ascensor?
—preguntó el policía de Toronto, apuntándome con sus grue-
sos dedos índice y corazón.
—No exactamente —murmuré, negando con la cabeza
para mostrar mi incredulidad—. Estaba a punto de entrar en
el ascensor, pero le faltaba su parte principal, el suelo.
El policía dejó escapar un grito ahogado. Uno de sus compa-
ñeros, corpulento, con rasgos pronunciados, un bigote recortado
y muñecas peludas, se me quedó mirando desde más atrás.
—Oye, muchacho, tienes mucha suerte de seguir con
vida. —El policía estaba de pie con las rodillas ligeramente
abiertas, con las puntas de los pies apuntando hacia fuera—.
Normalmente, sólo los ciegos sobreviven a ese tipo de situacio-
nes. Porque un ciego nunca pondría el pie en un ascensor sin
comprobar si está allí. La mayoría de nosotros, sin embargo, lo
damos por sentado. Cuando la mafia quiere deshacerse de al-
guien, ése es uno de sus métodos preferidos.
El 1 de junio de 1996 estaba a punto de cumplir los trein-
ta; era demasiado joven para morir.
«¡Que les den! —pensé—. Aún falta mucho para que esto
se acabe. Todavía podemos ganar la batalla.»
Di los datos relevantes al policía, que me miraba con in-
credulidad, con los ojos fijos en la parte inferior de mi cara,
como si me estuviera leyendo los labios.
Un guardia de seguridad con una calva impecable y el pelo
ligeramente corto me preguntó una vez más si estaba bien. Va-
rias personas que estaban en la acera recordaban haber visto
cómo un hombre fornido de unos cuarenta años de edad salía
del edificio unos cinco minutos antes de que llegara la policía.

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Una furgoneta policial y dos policías más en motocicleta


se detuvieron allí. Sí, sí, la función había empezado. Ahora le
tocaba el turno de acaparar protagonismo al gentío.
La gente menos indicada recordaba detalles correctos, y
viceversa. Una mujer gorda, que rechazó un bombón por
«estar a dieta», ofreció un escabroso relato en el que contaba
que había visto a alguien, o tal vez algo, caminar, o tal vez
tambalearse... Un violinista callejero recordaba que dos hom-
bres habían sacado un piano de tamaño mediano del edificio...
Una joven con un caniche...
Pero al margen de lo que esos testigos pudieran haber visto
o no que fuera relevante para el crimen, en ese momento su
deseo era ser partícipes de algún modo. Sí, sí, ¡y tanto que
participó esa multitud de gente benévola, mirones, curiosos y
charlatanes!
«Guarde el bolígrafo. La función se ha acabado. Usted, se-
ñor, el de delante del escenario, ¡vuélvase a poner las gafas!
­Señor policía, ¡deje de garabatear en su libreta! Señoras y se­
ñores, por favor, ¿podrían volver a meter todos sus objetos per-
sonales en sus maletas imaginarias y abandonar el lugar? ¡La
función se ha acabado!»
Un vagabundo se metió un cigarro medio consumido en
la boca. Un apuesto y delgado hombre de largas patillas cami-
naba lentamente mientras fingía no darse cuenta de nada, y ni
siquiera giró la cara. Dos vendedores de perritos calientes em-
pujaban melancólicamente su carrito de salchichas por las vías
del tranvía, al otro lado de la calle, ahuyentados por los polis y
negando con la cabeza en un gesto de desaprobación.
Me fui andando en dirección contraria, por el lugar por el
que había venido. El 1 de junio ya es verano en Andalucía,
pero aquí, al verano le quedaban aún dos meses para llegar.
Un hombre de aspecto claramente ruso que llevaba el pelo
de punta como un erizo paseaba de la mano de una mujer,
lamentándose de los hábitos alimentarios de un tal Vania. Me
recordó a mi país de origen. También me hizo recordar al hom-
bre que me había metido en todo esto por primera vez.

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Arriba: Daniel Estulin trata de fotografiar a Richard Perle a través de dos guardias de seguri-
dad privados en la reunión de los Bilderberg de 2006 en Canadá.
Abajo: los guardias armados se aseguran de que la reunión de los Bilderberg de 2004 sea
privada.

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La historia definitiva del Club Bilderberg
Daniel Estulin

No se permite la reproducción total o parcial de este libro,


ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión
en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico,
mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción
de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito
contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes
del Código Penal)

Ilustraciones del interior: archivo del autor

© Daniel Estulin, 2008

© de la traducción, Eva M.ª Robledillo Carro, 2008

© Editorial Planeta, S. A., 2008


Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): julio de 2011

ISBN: 978-84-84-53198-2 (epub)

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.


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