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EWERS.

VIDA Y OBRA

Viajero, espía, actor, guionista de cine para la UFA, escritor admirado por colegas tan dispares como Dashiell
Hammett y H. P. Lovecraft, a Hanns Heinz Ewers –cuya extraña, enrevesada historia de amor con los nazis le salió bien
cara, como luego explicaremos al final del artículo– no es difícil imaginárselo en El Cairo en alguna sombría habitación
de hotel, con las manos ocupadas en desentrañar el secreto de la Caja de los Lamentos como el Frank del film
"Hellraiser", sin ver el momento en que las paredes se abran, aparezcan los cenobitas y le muestren el camino que
conduce más allá del dolor y del placer. Y algo de eso puede que le sucediera en algún momento de su vida; pero tras
largas décadas estigmatizado como un autor pervertido y amigo de los nazis, demasiado siniestro como para representar
nada digno de ser admirado, ya es hora de enfocar de nuevo la lente, mover la cámara en busca de otros ángulos y rendir
tributo a un tipo rebelde e individualista como pocos, alguien consciente de lo esperpéntico del mundo que le tocó vivir
y cuyo mayor pecado probablemente fue tener –como cantaba Iggy–demasiada “lujuria por la vida”.

1. INICIOS. LOS VIAJES. AGENTE SECRETO PARA EL REICH

Nacido en Düsseldorf en 1871 en el seno de una acomodada familia de artistas, desde su infancia Ewers ya había
mostrado dotes hacia la travesura y la trasgresión (según él mismo cuenta, sus primeros experimentos literarios
surgieron con objeto de demostrar a sus padres cuántos tabúes era capaz de romper en el delicado campo del arte) y un
tirón hacia la insensatez que le hacía firmar su correspondencia juvenil con pseudónimos del tipo de "Su querida ovejita
carnívora".
Con poco más de veinte años, finalizados sus estudios de derecho y ya, como mandan los cánones, con un librito de
versos satíricos en el mercado (“Ein Fabelbuch”) Ewers se lanza a recorrer el norte de Alemania con un grupo de
vaudeville de corte literario, junto a Ernst von Wolzogen, noble austríaco dedicado a la crítica de libros, dueño
asimismo del famoso cabaret berlinés Überbrettl. Una aventura dadaísta que despertaría el celo de la censura y que
concluiría con la decisión de Ewers de abandonar temporalmente el país, con objeto de ver mundo.
El estallido de la I Guerra Mundial lo sorprende recorriendo Centroamérica y desde allí se apresura a regresar a
Nueva York, en donde tiene establecida su residencia. En Estados Unidos, Ewers (“Herr Doktor Heinze Ewers”, como
se le conoce) ha escrito ya algunos relatos fantásticos y varias novelas de éxito y su reputación entre sus paisanos le
permite recaudar fondos para la cruz roja alemana, en un intento de servir a su país. También lucha por mantener la
frágil neutralidad que el gobierno de Woodrow Wilson ha mostrado hasta el momento, intentando descargar la
responsabilidad alemana en el conflicto a través de debates públicos con otras celebridades como la actriz inglesa
Gertrude Kingston; pero en los Estados Unidos, aliados tradicionales de Gran Bretaña, el sentimiento anti-germano
crece cada vez más y llega a su paroxismo cuando los periódicos publican la imagen de un soldado prusiano
atravesando con su bayoneta a tres bebés. Como recuerda Billy Wilder en su biografía, la indignación popular es tal que
alcanza incluso a los perrillos Teckels (los “Dachshunds”, o “perro del tejón”) a los que se mata a pedradas en las calles
en la creencia de que se trata de una raza típicamente teutona. Si en ese punto cualquier ciudadano del Reich es
susceptible de ser considerado un agente enemigo, para Ewers todo se complica al estallar el escándalo Stegler.
Reservista de la armada prusiana, aparecido como quien dice de la nada, Richard P. Stegler salta a los periódicos
cuando es arrestado por los servicios secretos estadounidenses en 1915 con una cierta cantidad de pasaportes falsos,
sellos raros de gran valor y varias cartas de recomendación de firmas comerciales inglesas. A raíz de ello se destapa su
relación con un tal Capitán Boy-Ed, almirante alemán a las órdenes del Reich; durante todo el mes de febrero el New
York Times da cuenta de los interrogatorios a que es sometido Stegler y del inesperado papel de Ewers en todo el
asunto; los delegados de las firmas inglesas en Londres reconocen como auténticas las cartas que se hallan en poder de
Stegler, pero niegan saber quién es; por su parte Ewers trata de desentenderse de todo el affaire con una historia digna
de sus novelas, demasiado extravagante como para no contener elementos de verdad:
“El señor Stegler vino un día a mí –explica durante los interrogatorios–. Yo había notado desde el principio que
había algo extraño en el tipo y decidí divertirme un rato con él, e intentar llegar al fondo del asunto cualquiera que éste
fuese. Lo que me dijo Stegler es que había sido contratado por el Capitán Boy-Ed como espía al servicio de los
alemanes en Inglaterra, y que para llegar a ese país necesitaba un pasaporte norteamericano. Me preguntó si podía
ayudarle. Yo soy poeta, no un traficante de pasaportes, de modo que naturalmente le dije que no podía hacer nada por
conseguirle uno, mucho menos uno falso. Pero el hombre me interesó profundamente y creí que era mi obligación
servirle de alguna ayuda. Después de dos horas de charla, sin embargo, me convencí de que no se trataba de un tipo de
fiar y de que estaba mintiendo. Mi opinión es que no sólo no es un espía alemán, sino que es un agente al servicio de
Inglaterra cuyo papel consiste precisamente en ser arrestado, con objeto de llevar a cabo la mascarada necesaria para
fomentar el sentimiento anti-alemán. Así se lo comuniqué al Capitán Boy-Ed de la Armada, en el convencimiento de
que también sería una sorpresa para él”.
El embajador alemán en Estados Unidos declara también que Stegler es sólo un caso de fantasía patológica, y el
Capitán Boy-Ed, por su parte, justifica a su vez a Ewers: “Si el doctor Ewers aceptó relacionarse con un señor como
Stegler se debe sólo a su interés psicológico por los caracteres singulares y llamativos. Él es así”.
Sin embargo, los servicios secretos ingleses remiten un cable a Estados Unidos desmintiendo las acusaciones de
Ewers y su vez informando de dos viajes sospechosos que el escritor ha realizado en los últimos años: uno a España
pocos meses antes, en donde por lo visto ha cruzado la frontera con un pasaporte suizo (falso, obviamente) acompañado
de una extraña mujer que dice ser su esposa. Por el otro, una reciente incursión de Ewers al México incendiado por la
revolución zapatista –en donde por cierto también anda perdido el renegado Ambrose Bierce– sugiere que ha entrado en
contacto con las tropas de Pancho Villa, necesitadas de armas, para que éstas invadan territorio norteamericano
distrayendo a su gobierno de una posible toma de partido en el conflicto europeo. Ewers, sospechoso ahora de ser
también un espía, pasará un periodo de tiempo retenido por las autoridades y tratando de aclarar el malentendido, hasta
el fin de la guerra de hecho, momento en el que se le permite regresar a Alemania.

2. BERLÍN

Hanns Heinz Ewers, hacia 1910Las peripecias de Ewers no han hecho más que empezar. Tras instalarse en Berlín,
todavía con recursos suficientes, se concentra en consolidar una trayectoria como literato que se extenderá a lo largo de
toda la década de los veinte y la mitad de los treinta: escribe semblanzas biográficas de sus autores favoritos (Poe,
Hoffmann, Baudelaire), libretos de ópera (“Die toten Augen, ein Bühnendichtung”) y cuentos infantiles, un diario de
sus viajes (“Mit meinem Augen”), guiones para películas (“Mandrágora”, “El estudiante de Praga”), artículos de
divulgación científica y llamativos relatos fantásticos en el borde de la escatología (“Grotesken”, “Nachtmahr”),
cualquier cosa que contribuya a forjar una imagen de intelectual bon vivant, decadente y pérfido, en la tradición de
Oscar Wilde pero en versión aria y continental.
Pero en ese momento, cuando llega a Berlín, comienza la década de 1920 y todo el país se halla inmerso en la más
profunda depresión; una cerveza cuesta 150.000 millones de marcos, las calles están llenas de parados y mutilados de
guerra, y el contrabando es para muchos la única forma de subsistencia. Madres e hijas se prostituyen a los visitantes
extranjeros (juntas o por separado) y en pocos años Berlín termina convirtiéndose en un gran distrito rojo, destino del
turismo sexual de medio mundo. El volumen fotográfico “Voluptuous Panic” de Mel Gordon, profesor de teatro en la
Universidad de Berkley, reconstruye bien la capital alemana durante este período de entreguerras por el que anduvo
Ewers, con toda su despampanante perversión:“La gloria fue tal, que el escritor estadounidense Ben Hecht la llamó "la
primera crianza del mal”. Se veía a prostitutas ofreciendo cualquier cosa a cualquier persona, niños y niñas, jóvenes
robustos, mujeres libidinosas, animales. Se dice que un ganso macho al que se le cortaba el cuello durante el éxtasis le
daba a uno la sensación más deliciosa, económica y rápida posible, ya que permitía a los clientes disfrutar de la
sodomía, la bestialidad, la homosexualidad, la necrofilia y el sadismo, todo al mismo tiempo. La gastronomía también,
porque uno podía comerse el ganso después”.
La cita hubiera sido muy del gusto de Ewers, lo suficientemente frívola y macabra como para haber inspirado uno de
sus famosos relatos en esta época (“De cómo once chinos celebraron su noche de bodas comiéndose a la novia”),
boutade pasada de vueltas, demasiado absurda como para ser tomada en serio, en la que Ewers aprovecha para hacer
una apología del bestialismo y la sodomía en clave de humor. Pero censurar historietas no era en ese momento una de
las prioridades de la República.
Frente a lo que suele creerse, no obstante, no todo el período de Weimar fue catastrófico: las inversiones extranjeras
propiciaron una fugaz bonanza económica –que aplastó en las urnas al emergente Partido Nazi– y durante unos años,
entre 1924 y 1928, el país disfrutó de una relativa paz y se perdió de vista el fantasma de la inflación. Berlín volvió a
brillar con todo su carácter cosmopolita; pero incluso entonces, en Alemania el presentimiento de negros nubarrones
aproximándose era generalizado, y es por eso que los “felices años veinte” alemanes son felices y a la vez están
preñados de espanto de una muy singular manera. Una mezcla de éxtasis y terror que determinaría películas, novelas y
cualquier otra forma de arte: “En Berlín, la liberal Berlín, el sexo no llegaría a ser nunca solamente sexo de la forma en
que, digamos, los franceses lo habrían disfrutado, como una buena comida o música; fue sexo que siempre estuvo
mezclado con algo más, como peligro, poder o muerte”. En este contexto, no existe una obra más significativa que la de
H. H. Ewers.

3. EL CINE. ARTHUR MACHEN

De todas las novelas de Ewers, al margen de compilaciones de relatos como “Die Spinne” y “Das Grauen”, la más
popular fue seguramente una de las más prematuras, "Alraune: die Geschichte eines lebenden Wesens” ("Mandrágora",
1911), escrita durante su estancia en EEUU. Segunda de una trilogía seudo autobiográfica formada por “Der
Zauberlehrling” ("El Aprendiz de Brujo", 1907) y “Vampyr” (1921), “Alraune” es pura Schauerroman, “novela de
espanto” producto de cocinar viejas leyendas medievales al fuego de elementos contemporáneos. En ella destaca tanto
el experimento realizado por un científico alemán, el doctor Ten Brinken, que fecunda artificialmente a una prostituta
con el semen de un ahorcado encargándose luego de la educación de su fruto, como el resultado práctico de todo ello: la
maligna Alraune, una chiquilla de lubricidad tan gótica como la de la Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu.
Escrita en un alemán accesible y coloquial y generosa en diálogos, en el mejor estilo pulp de la época, “Alraune” fue
objeto de censura en algunas ciudades como París o San Petersburgo pero se convirtió en un best seller en Alemania
(como atestiguan las veintiocho reediciones de que disfrutó en un lapso de diez años) hasta el punto de que la poderosa
UFA ofreció a Ewers la ocasión de participar en una adaptación cinematográfica dirigida por Paul Wegener, que venía
de arrasar en taquilla con "El Golem". Ya antes Michael Curtiz había filmado por su cuenta una versión (cuyos rollos se
han perdido para la posteridad), y finalmente no sería Wegener, sino Henrik Galeen, quien la readaptaría con guión de
Ewers en 1928, en la era dorada del cine alemán; más tarde, todavía se filmarían dos versiones más: una en 1930
dirigida por Richard Oswald y otra sonora, producida en Estados Unidos, con el simpar Erich von Stroheim haciendo el
papel de Ten Brinken. El filme de Galeen es un oscuro clásico silente, conocido también por los títulos alternativos de
"Unholy love" (que es como cruzar “The Unholy Three” y “Forbidden Love”, 100% Tod Browning) o por el más
elocuente de "La hija del destino", en el que ya se advierte la conexión entre genética experimental y determinismo
decimonónico que caracterizó algunos de los productos de la época de entreguerras, ese período pre-nazi, ominoso,
catastrófico y lleno de malos presagios que Ingmar Bergman describió en las escenas finales de “El huevo de la
serpiente”.
Siendo sinceros, “Alraune” no resultaba excesivamente original. Como bien observó un crítico de la época la novela
se hacía eco de las ideas del padre cristiano y líder de la Iglesia, Tertuliano (155-230 d.C), que en sus escritos retrató los
genitales femeninos como la antecámara del Infierno. Más que eso y por encima de sus alusiones a oscuros períodos
medievales y a nihilismos de raigambre cristiana que Ewers, como admirador de Nietzsche, no compartía en absoluto,
"Alraune" reformulaba un relato largo escrito por el galés Arthur Machen no mucho antes, en 1895, “The Great God
Pan”, que estaba destinado a cambiar para siempre el género fantástico y de horror, a pesar de no obtener demasiada
repercusión ni en su versión inglesa ni en la traducción al francés de 1901.
Se hace preciso hablar aquí de Machen y de su revolucionaria concepción del cuento de miedo. Los paralelismos
entre Machen y Ewers son realmente llamativos: ambos fueron actores aficionados durante un período de sus vidas,
periodistas free-lance, símbolo de un patriotismo no por accidental menos notable; los dos cultivaron el género
fantástico, frecuentaron sociedades secretas e incluso sus temas resultan de una afinidad asombrosa, simultáneamente
profética.En el caso de Arthur Machen y su “Gran Dios Pan”, la narración describía el experimento realizado por un tal
doctor Raymond en el cerebro de una paciente (faltaban algunos años de hecho para que en un hospital de Londres se
llevara a cabo la primera cirugía transorbital), una preciosa huérfana a la que ha criado y educado personalmente en un
rincón apartado de Gales, con objeto de nivelar de nuevo y a conveniencia “la muralla de los sentidos, descorrer el
velo”, devolviendo al ser humano a la primigenia conexión con las fuerzas de la naturaleza –un salto en las dos
direcciones del tiempo no muy alejado de los anhelos nazis- y los desastrosos resultados que obtiene de ello (la chica
queda convertida en una subnormal). En su segunda parte, el relato se sitúa en Londres, “la ciudad de los encuentros, la
Bagdad de Occidente”, y rememora las tramas llenas de misterio de R.L. Stevenson en “Dr. Jeckyll y Mr. Hyde” y “El
club de los suicidas”.
Machen, que se movía por los mismos ambientes literarios de Fleet Street que vieron resplandecer a Chesterton, no
era exactamente un reaccionario sino un poeta, obsesionado con la pureza del mal, la destrucción y la fatalidad, cuya
infinita nostalgia por el mundo antiguo lo condujo a interiorizar el ansia de progreso de su época transformándola en
cuidadas piezas de artesanía –sólo su maestro Stevenson puede igualar la belleza de su prosa, la perfecta composición
de sus atmósferas– con frecuencia en clave de horror. De su pluma procede la famosa fantasía de los Ángeles de Mons
por ejemplo, fruto de un articulito periodístico y de la inspiración del momento, que durante la I Guerra Mundial se
extendió como una dulce niebla entre los soldados británicos en el frente y en la opinión pública inglesa, hasta el punto
de ser recordada incluso hoy.
Durante un tiempo, Machen había frecuentado la Hermetic Order of Golden Dawn, una asociación esotérica
londinense heredera de los Rosacruces y emparentada con los francmasones de la que también formaban parte Bram
Stoker, Yeats y el autor de "El Golem", Gustav Meyrink, además de una pléyade de artistas y poetas para quienes el
mundo era un depósito de símbolos. Para cuando Ewers sobresalió como novelista y guionista de cine entrados los años
20, en Berlín, la Golden Dawn ya había caído sin embargo en las manos de Aleister Crowley.

4. CROWLEY. HORST WESSEL Y LOS NAZIS

Aleister Crowley (en la foto), inteligente y manipulador, "el hombre más perverso del mundo" como se le llegó a
conocer en su época, había dilapidado su fortuna familiar viajando por el norte de África, frecuentando los ambientes
literarios parisinos y las sociedades ocultistas más extrañas –W. Somerset Maugham le dedicaría su novela “El mago”–,
odiaba con toda su alma la Inglaterra puritana que lo vio nacer, y una vez dentro de la Golden Dawn se propuso
disolverla a través de una meditada corrupción de los sentidos que pasaba por el consumo de opio y cocaína, sacrificios,
humillaciones sexuales y otras exigencias (la famosa “Magick" crowleiana); además, se encargó de ejecutar la infamia
definitiva: vincular a la insigne sociedad británica con la de Thule-Gesellschaft, uno de los nidos nazis en Alemania, lo
que provocó que Machen, Yeats y otros literatos abandonaran la orden.
Ewers, en su calidad de curioso irredento, siempre deseoso de dar un paso más allá en la búsqueda de lo
extraordinario, se había relacionado con la Thule y con las singulares personalidades que acogía; su figura aparece y
desaparece entre los bastidores de "Nazisme et Societés Secrétes", la crónica berlinesa de Werner Gerson sobre Hitler,
junto al mago judío Hanussen, el conde Helldorf jefe de los camisas pardas en Berlín y el libanés Ismet Dzino, en cuya
lujosa villa de la Lietzenburgerstrasse solían celebrarse reuniones nocturnas y, al decir de Gerson, orgías de carácter
ritual relacionadas con las ocasionales desapariciones de muchachos jóvenes que se produjeron en estas fechas. No es
de extrañar que fuese precisamente a través de estas veladas que Ewers supo de Aleister Crowley, en quien debió
reconocer un sentido del humor no demasiado alejado del suyo. Con los años, acabaría desarrollando con él una suerte
de amistad epistolar.
Especulaciones aparte, sí ha quedado documentado que muchos futuros jerarcas del régimen entre los que se incluían
Himmler, Heydrich y Rudolf Hess, mantuvieron estrechas relaciones con esa Sociedad Thule, el mismo Alfred
Rosenberg recogió parte de sus enseñanzas en varios libros sobre los que se fundó toda la arquitectura mágica nazi; no
fueron los únicos, ya que entre sus sacerdotes e integrantes figuraban doctores y científicos arios que bajo las leyes de
Hitler se prestaron a realizar experimentos y prácticas eugenésicas con disminuidos mentales, gemelos, mujeres, niños,
y finalmente judíos.
Como había insinuado el relato de Arthur Machen, el horror (el horror gótico de hecho) estaba llamado a regenerarse
y renacer con nuevas fuerzas, liberándose de viejas estéticas británicas en su nueva historia de amor con la naturaleza.
En Alemania, la patria de las ciencias exactas, la raza se erigía como centro de la nueva religión oficial y se perfilaba la
idea del superhombre, lo que bajo el prisma de Machen y Ewers llegaría a ser más bien la corrupción de la Nueva
Carne, el fracaso de unas aspiraciones que prescindían absolutamente de la moral.
Fue en estos años y también a través del entorno de la Thule-Gesellschaft, concretamente de Ernst Hanfstaengl (que
luego escribiría la biografía del Führer, "The Missing Years") que Ewers conoció a Adolf Hitler. Nacionalista natural,
Ewers era demasiado ácrata para confiar en los militares o en las frágiles coaliciones políticas de Berlín, pero su
temprana fascinación por Hitler y las palabras de admiración que le dedicó en esta época pueden comprenderse si
tenemos en cuenta cierto rasgo del carácter alemán, irracional, hipersensible a la sugestión, que Ewers había heredado
de E. T. A. Hoffmann y de los románticos -de quienes, a fin de cuentas, literariamente procede.
El trasfondo tiránico de las soflamas de Hitler, su "detestable apariencia de proxeneta" no engañó a todos los
alemanes, y es cierto que el éxodo de artistas fue masivo en esta época; para Ewers, sin embargo, sus discursos
funcionaron como un fenómeno psíquico frente al cual él más que nadie era especialmente receptivo; un objeto
resplandeciente y lleno de extrañas promesas, peligroso como una serpiente. Por describir la experiencia en palabras de
Nietzsche, Ewers no dudó en deleitarse mirando al abismo sin importarle que el abismo también lo mirara a él. Así, en
1932, se ofreció para escribir el obituario del mártir del NSDAP Horst Wessel, muerto por la policía durante unas
escaramuzas: “Ein deutsches Schicksal”, con su famoso himno que acompañaría a los ejércitos de las SS por todos los
rincones de la Europa ocupada, y para ello no dudó en expurgar la biografía de Wessel de todos los aspectos incómodos
dando forma a un panegírico. Fue, tal vez, el punto álgido de Ewers como caballero oscuro, y seguramente también el
momento en que se pasó de la raya: como en las mejores historias, a continuación sobrevino el desastre.

5. EL FIN

No se sabe si, como sucedió con Fritz Lang, Ewers fue llamado personalmente a los cuarteles generales de las SS en
Kreutzberg una vez que Hitler se hizo con el poder en Alemania y, como Lang también, allí no se entendió con
Goebbels, un tipo con el que había compartido champán y cigarrillos en los cabarets y salones de la ciudad. Algún
biógrafo apunta a que probablemente Ewers, por muy estimulado que estuviese al principio con el milagro económico
de Hitler, se sintió cada vez más al margen, especialmente a raíz de la política estatal con los enfermos y disminuidos
psíquicos. Por entonces el tema de los suicidios asistidos en hospitales alemanes era algo más que un rumor extendido
entre la población, y resulta ciertamente imposible creer que un intelectual como él, relacionado además con la élite
nazi, no conociese todos los detalles.
De lo que no cabe duda es de que sus sentimientos se agudizaron cuando el problema judío se convirtió en una de las
prioridades para el nuevo gobierno; Ewers, cuyo alter ego en su trilogía “Der Zauberlehrling/ Alraune/ Vampyr” estaba
casado con una judía, no sólo no compartía el odio nazi por ellos, sino que además había manifestado la (un tanto
esperpéntica) idea de que el renacer de la destruida Alemania debía pasar por una alianza. Era a través de la mezcla de
la sangre aria y la hebrea que podía adivinarse la esperanza para una Alemania aborrecida en el extranjero; tratar de
extirpar a los judíos del tejido social alemán equivalía en todos los órdenes a otra de esas aberrantes operaciones contra
natura con las que Arthur Machen y él mismo habían especulado en sus novelas, tal vez un poco inconscientemente: un
suicidio. Pero si se atrevió a escribir al respecto, no debe extrañar que no quede mucho rastro de ello porque la censura
nazi se demostró eficaz en hacer desaparecer cualquier oposición al régimen; como si nunca hubiese existido.
A tenor de lo que sucedió después Ewers debió insistir en su alejamiento, lo que a la larga le hizo caer en desgracia.
Su obra, después de todo, con su humor un tanto impuro e irreverente, sus incursiones en psicologías extrañas y su
gusto por lo grotesco, se hallaba en el polo opuesto a los ideales del nacionalsocialismo. Como tantos otros autores,
pronto se encontró con el veto de los periódicos berlineses, y con la prohibición de seguir escribiendo a pesar de que
todavía era en esos momentos un autor popular, incluso (especialmente) entre los propios nazis. Parte de sus bienes
fueron requisados por el Reich y finalmente sus libros arderían junto a los de Kafka y otros autores judíos en aquellas
montañas de fuego. Tal vez por ello hoy se encuentran digitalizados en la Steven Spielberg Ebook Yiddish Librery, en
el original y en su traducción al hebreo. Ironía última, para un autor al que algunas fuentes siguen considerando filonazi.
Por alguna razón, se resistiría a abandonar Berlín, ciudad en la que moriría pobre y tuberculoso en 1943, cuando las
bombas aliadas que caían sobre la ciudad ya sembraban dudas sobre la continuidad de los mil años del Reich.Terminada
la guerra Alemania recordó como un estigma la canción que compuso en honor de Horst Wessel, lo que explica el
hecho de que hasta un periodo reciente su obra haya sido poco reeditada allí, mientras que paradójicamente Ewers se
convertía en objeto de culto en lengua inglesa.
En España, las traducciones de sus escritos se reducen al famoso relato “La araña” (publicado en el segundo
volumen de "El horror según Lovecraft"), cuyo tono y perfección formal admiraron a Dashiell Hammett, un tipo no
precisamente pródigo en elogios, y la reciente reedición en Valdemar de la seminal (nunca mejor dicho) “Mandrágora”.

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