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APUNTES DE CRISTOLOGÍA

Seminario San Luis Gonzaga.- Jaén

2016

Juan Manuel Martín-Moreno González. SJ.

1
Hace tres días subí a Academia.edu los apuntes del curso que he dictado por primera vez este se-
mestre sobre antropología teológica 2 en el Seminario mayor San Luis Gonzaga de Jaén (Perú).
También en este caso me encargaron de dictar el curso justo tres días antes de que comenzara, y
tuve que, deprisa y corriendo, simultanear la preparación y la docencia efectiva. Una vez más he acudido
al método de utilizar un par de métodos de mi especial agrado, e integrar en mi secuencia personal dichos
textos juntamente con otros libros de la bibliografía. En ocasiones reconozco las citas literales, en otras
ocasiones me limito a glosar las fuentes añadiendo, quitando o cambiando algunos elementos. Este traba-
jo no está hecho para publicarse, sino para ser una ayuda a los alumnos que están siguiendo este curso.
Como ya señalaba en el curso de antropología teológica, uso las fuentes Graeca y David para los
textos en griego o en hebreo. Para poder verlos hace falta tener instaladas las fuentes. Si alguien no las
puede encontrar en Internet, me las puede pedir a mí, y si desean pueden también pedirme el texto de es-
tos apuntes en forma en que puedan aprovechar los numerosos hipervínculos que contiene.
Mi dirección de correo electrónico es: jmmoreno40@gmail.com

2
TEMA 1: LOS EVANGELIOS Y LA HISTORIA DE JESÚS
1.1. La cristología jesuánica
1.1.1. Dos preguntas distintas 6
1.1.2. Dificultades para encontrar una respuesta 7
1.2. La historicidad de los evangelios
1.2.1. Los autores de los evangelios 8
1.2.2. El proceso de transmisión de las tradiciones sobre Jesús
1.2.2.1. La fase prepascual 9
1.2.2.2. La predicación apostólica postpascual 11
1.2.2.2.Tercera fase: la composición escrita de los evangelios 12
1.2.3. Fiabilidad de los evangelios como fuentes históricas 14
1.2.3.1. Autoridad docente 15
1.2.3.2. Arcaísmos 10
1.2.3.3. Transmisión de la tradición sobre Jesús en Pablo 17
1.2.3.4. Los problemas planteados por la fuente Q 19
1.2.4. Conclusiones 21

TEMA 2: EL JESÚS HISTÓRICO


2.1. Los criterios de historicidad 21
2.1.1. Criterios principales
2.1.1.1. Discontinuidad 22
2.1.1.2. Testimonio múltiple 22
2.1.1.3. Dificultad 23
2.1.1.4. Coherencia 23
2.1.1.5. Rechazo y ejecución 23
2.1.2. Criterios dudosos
2.1.2.1. Vestigios de arameo 23
2.1.2.2. El contexto palestino 23
2.1.2.3. Dichos con fórmulas 23
2.1.2.4. Expresiones del Abba 24
2.1.2.5. La vivacidad narrativa 24
2.1.3. Conclusiones 24
2.2. ¿Quién es Jesús? 24
2.3. Cronología de Jesús 25

TEMA 3: LA CRISTOLOGÍA IMPLÍCITA


3.1. La conducta de Jesús 27
3.2. Los milagros de Jesús 27
3.3. La predicación de Jesús 29
3.4. El llamado al seguimiento 29
3.5. Conclusión 30

TEMA 4: EL MENSAJE DEL REINO DE DIOS


4.1. Reticencias 31
4.2. La expresión “reino de Dios” 33
4.2.1. Significado de la expresión 33
4.2.2. Historicidad de la expresión en boca del Jesús histórico 33
4.3. Trasfondo en el A. T. y en la literatura intertestamentaria 35
4.3.1. Trasfondo del “reinado de Dios” en el Antiguo Testamento 35
4.3.2. Reino de Dios en la literatura intertestamentaria 36
4.3.3. Reino de Dios en Qumrán 37

3
4.3.4. Resumen del trasfondo judío del concepto 37
4.4. Carácter presente y futuro del reino 37
4.4.1. El reino futuro en la predicación de Jesús 37
4.4.2. El reino presente en la predicación de Jesús 39
4.5. Visión de síntesis 41

TEMA 5: REINO Y CRISTOLOGÍA


5.1. El rol de Jesús en la instauración del reino 43
5.2. ¿Rey Mesías, descendiente de David?
5.2. El reino predicado y la muerte violenta de Jesús 45
5.3. La intervención divina 47
5.4. La resurrección cumplimiento del mensaje e irrupción del reino 49

TEMA 6: TÍTULOS CRISTOLÓGICOS


6.1. ¿Afirmó Jesús que él era el Mesías? 52
6.1.1. La confesión de Pedro 52
6.1.2. La pregunta del sumo sacerdote en el sanedrín 53
6.1.3. La mujer samaritana 54
6.1.4. “El rey de los judíos” 54
6.1.5. Primera confesión cristiana de Jesús como Mesías 54
6.1.6. La entrada mesiánica en Jerusalén 55
6.1.7. Conclusiones 55
6.2. ¿Afirmó Jesús que él era el Hijo de Dios? 56
6.2.1. Algunos textos que tienen poco valor probativo 57
6.2.1.1. Las respuestas de Jesús a las proclamaciones o preguntas 57
6.2.1.2. La concepción virginal y el Hijo de Dios 57
6.2.1.3. La afirmación de la filiación divina en el bautismo y la transfiguración 57
6.2.2. Otros textos con mayor valor probativo 58
6.2.2.1. Referencias de Jesús a Dios como Padre 58
6.2.2.2. Referencias de Jesús a sí mismo como Hijo 59
6.3. ¿Afirmó Jesús que él era el hijo del hombre? 60
6.3.1. El título del “Hijo del hombre” en los escritos judíos del tiempo de Jesús 60
6.3.2. Distintos usos posibles de esta expresión en labios de Jesús 61
6.3.2.1. Título pero no usado por Jesús 61
6.3.2.2. No título, pero usado por Jesús 62
6.3.2.3. Título usado por Jesús pero sin atribuírselo a sí mismo 62
6.3.2.4. Título utilizado por Jesús y atribuido a sí mismo 62
6.4. Conclusiones 63

TEMA 7: CRISTOLOGÍA JUÁNICA


7.1. Referencias bíblicas de Juan 64
7.2. El Hombre nuevo 65
7.3. Títulos cristológicos 66
7.4. El Hijo 66
7.5. El Revelador 68
7.6. El Verbo encarnado 69
7.7. Jesús y el Paráclito 71

TEMA 8: LA RESURRECCIÓN DE JESÚS


8.1. La importancia de la Resurrección de Jesús en la Cristología 74
8.1.1. Continuidad y discontinuidad 74
8.1.2. La resurrección de Jesús y la experiencia pascual 74

4
8.2.- Los textos del Nuevo Testamento sobre la resurrección de Jesús 76
8.2.1. Textos formularios 76
8.2.2. Narraciones desarrolladas sobre apariciones 78
8.2.3. Concordismo de los relatos de las apariciones 78
8.2.4. Explicar el porqué de estas narrativas tan diferentes 79
8.2.5. Análisis estos tres ciclos de tradiciones 79
8.2.6. Comparación de la tradición narrativa con la lista de apariciones en 1 Cor 80
8.2.7. El problema redaccional de los relatos evangélicos 81
Cuadro sinóptico de apariciones a los Once 82
Cuadro sinóptico de apariciones en G. Theissen 83
8.2.8. La historia de las tradiciones 85
8.3. El controvertido sepulcro vacío 85
8.4. Síntesis y reflexión hermenéutica 88
8.5. La realidad de las apariciones 89
8.5.1. Verdaderamente ha resucitado 89
8.5.2. Apariciones entonces y ahora 90
8.5.3. Afinidad activa 92
8.5.4. Ascensión y resurrección 93
8.5.5. Intermitencia de los encuentros 94
8.5.6. Variedad de las manifestaciones del Resucitado 95
8.5.7. Volveré a vosotros 96
8.5.8. En actitud de servicio 97
8.6. La teología de la resurrección subyacente
8.6.1. Cristología de parusía y de exaltación 98
8.6.2. El vocabulario de la resurrección 99
8.6.3. La Resurrección por nosotros 100
8.6.4. La resurrección de Jesús como primicia 101
8.6.5. La Resurrección y la pretensión del Jesús histórico 102
8.6.6. El retraso de la Parusía y su significación teológica 102

TEMA 9: LA DIVINIDAD DE JESUCRISTO


9.1. Qué significa decir: “Jesús es Dios” 104
9.2. ¿Cuándo se empezó a considerar a Jesús un ser divino? 106
9.3. ¿Qué está en juego al hablar de la divinidad de Jesús? 107
9.1.1. El culto a Jesús 107
9.1.2. La celebración de la Eucaristía 109
9.4. La singularidad de Jesús 110
9.5. Purificación de nuestro concepto de Dios 111
9.6. Desde el misterio de nuestra filiación al de la filiación de Jesús 112
9.6.1. Nuestra filiación 112
9.6.2. La filiación divina de Jesús 113
9.7. ¿Qué pudo significar para Jesús ser Hijo de Dios? 115
9.8. La preexistencia y la filiación divina 116
9.9. De condición divina 119
9.9.1. El problema de la naturaleza divina 119
9.9.2. ¿Cómo es la unión de las dos naturalezas? 120
9.9.3. La hypóstasis divina 121
9.9.4. ¿Hay una persona humana en Jesús? 122
9.9.5. El ejemplo delos hagiógrafos 124

TEMA 10: LA HUMANIDAD DE JESÚS


10.1. Método ascendente y descendente 125
10.2. La conciencia y el conocimiento humano de Jesús 127

5
10.2.1. Nuevo planteamiento del problema de la conciencia de Jesús 127
10.2.2. Dificultad para admitir la ignorancia en la humanidad de Jesús 127
10.2.3. Planteamientos medievales 128
10.2.4. La propuesta de Rahner sobre la conciencia humana de la divinidad 130
10.2.5. La conciencia de Jesús 131
10.2.6. Conclusión 133
10.3. La voluntad humana de Jesús 134
10.4. La sensibilidad humana de Jesús 135
10.5. Nada menos que todo un hombre 137
10.5.1. Un hombre normal. ¿Fue Jesús un hombre normal? 138
10.5.2. Su modo de pensar y hablar 138
10.5.3. Sus preceptos son secos, incisivos y sencillos 139
10.5.4. Un hombre que sabe lo que quiere 139
10.5.5. Un hombre con corazón 140
10.5.6. Un hombre solo en medio de la multitud 141
10.5.7. La cólera del manso cordero 141
10.5.8. Con los pies en la tierra 142
10.5.9. Morir por la verdad libremente 144

TEMA 11: HISTORIA DE LA CRISTOLOGÍA DOGMÁTICA


11.1. Inculturacion de la fe en el mundo helenístico 144
11.1.1. Las primeras herejías 145
11.1.1.1. El gnosticismo 145
11.1.1.2. El docetismo 145
11.1.2. Visión general de la Patrística y los Concilios 146
11.2. El camino hacia Nicea 146
11.2.1. Las clásicas herejías trinitarias-cristológicas 146
11.2.1.1. El adopcionismo 147
11.2.1.2. El modalismo 147
11.2.1.3. El subordinacionismo 147
11.2.2. Oriente y la teología de la divinización 150
11.2.3. El sínodo de Antioquía 150
11.2.4. Arrio y Nicea 151
11.3. Apolinar y san Dámaso 152
11.3.1. La argumentación apolinarista 152
11.3.2. La reacción contra Apolinar 153
11.3.3. Los dos estilos del pensar cristológico 153
11.4. Éfeso y Calcedonia 154
11.4.1. Unidad y dualidad en Jesús 154
11.4.2. El concilio de Éfeso 156
11.4.3. Reacción contra Cirilo. Defensa de Cirilo por Eutiques 157
11.4.4. Concilio de Calcedonia 158
11.4.5. Análisis de la fórmula calcedónica 159

TEMA 12: SOTERIOLOGÍA


12.1. La perspectiva de San Anselmo 162
12.2. El cambio de perspectiva 163
12.3. El lenguaje bíblico 164
12.3.1. Propiciación por nuestros pecados (hilasmós) 165
12.3.2. La idea de redención 166
12.3.3. La imagen de la “compra” 167
12.3.4. La pasión de Jesús en el marco del sacrificio 167
12.4. Reforma del lenguaje 168

6
12.5. Vida y muerte redentora 169
12.5.1. Murió por nuestros pecados 170
12.5.2. El fracaso de la pretensión de Jesús 171
12.5.3. Explicación redentora de la muerte de Jesús 172
12.5.4. La muerte de Jesús según las Escrituras: muerte del profeta, justo y siervo 174
12.4.4.1. La muerte del profeta 175
12.4.4.2. La muerte del justo 176
12.4.4.3. La muerte del siervo 177
12.6. Dios Padre no quiso la crucifixión de su Hijo 177
12.7. Sentido cristiano del sufrimiento 179
12.8. La vida nueva 188

7
TEMA 1: LOS EVANGELIOS Y LA HISTORIA DE JESÚS1

1.1 La cristología jesuánica

Jesús hizo a los suyos dos preguntas: ¿Quién dicen los otros que soy yo? ¿Quién dicen ustedes que soy yo? Al
comienzo de nuestra cristología somos nosotros ahora quienes podemos hacerle a Jesús dos tipos de preguntas:

1.1.1. Dos preguntas distintas


1.1.1.1. ¿Quién dicen los otros que eres?
¿Qué han dicho de ti los que te conocieron? ¿Qué dijeron de ti tus enemigos los que te condenaron? ¿Qué te
reprochaban? ¿Qué les molestaba de tu discurso tus actitudes y tu manera de actuar? ¿Por qué intentaron deshacer-
se de ti y te llevaron a la muerte? ¿Qué pretensiones tuyas les resultaron desmedidas? ¿Cómo reaccionaron ante las
pretensiones de tus discípulos de que habías resucitado?
¿Qué han dicho de ti tus amigos que te conocieron y te recordaron? ¿Qué tipo de relación tuvieron contigo
durante tu vida y tu ministerio? ¿Qué impacto les causaste? ¿Cómo fueron progresivamente expresando ese impac-
to? ¿Qué acciones te atribuyeron? ¿Qué palabras tuyas recordaron y cómo las formularon? ¿Qué comprensión al-
canzaron sobre tu persona, sobre tu mensaje, tu misión, tu relación con Dios? ¿Cómo fue progresivamente evolu-
cionando esta comprensión? ¿Cómo comprendieron tu fracaso en la cruz y tu muerte? ¿Qué significado le atribuye-
ron? ¿Por qué siguieron creyendo en ti y comprometiéndose con tu causa después de tu muerte? ¿Cómo se realizó
el proceso de transmisión de tus recuerdos en las primeras décadas después de tu muerte? ¿En qué contextos se
transmitían? ¿Qué libertad sentían a la hora de reformularlos y adaptarlos a situaciones nuevas? ¿Quiénes redacta-
ron los escritos del Nuevo Testamento en los que se recogen esos recuerdos? ¿Qué autoridad nos merecen esos es-
critos?
Con las respuestas a estas preguntas y otras muchas semejantes podemos ir construyendo una cristología, o
distintas cristologías del Nuevo Testamento, en las que elaboremos cuál fue la imagen de Jesús que quedó reflejada
en esos escritos, cuál fue la comprensión alcanzada por la comunidad de los discípulos de Jesús sobre el significa-
do de persona, su identidad, su misión.

1.1.1.2. ¿Qué dices de ti mismo?


¿Quién eres tú? ¿Cuáles fueron tus pretensiones? ¿Con qué títulos diste a entender cuál era tu verdadera iden-
tidad? ¿Cómo entendías tu relación con Dios? ¿Qué pensabas sobre tu origen? ¿Cómo concebiste tu misión? ¿Cuál
fue tu programa? ¿Qué pretendías al escoger a unos discípulos? ¿Cómo te situaste frente a la Ley del judaísmo,
frente a los revolucionarios de tu época, frente a los pecadores, los pobres, los samaritanos, los paganos? ¿Qué acti-
tud tomaste con respecto al Templo, a sus sacerdotes y sacrificios? ¿Cómo esperabas que concluyera tu ministerio?
¿Qué sentido viste en a tu muerte?2
Es importante ver la diferencia entre este segundo juego de preguntas y el primero. En el primero pregunta-
mos lo que los demás pensaron sobre Jesús. Ahora, en cambio, nos preguntamos sobre lo que Jesús pensaba y llegó
a formular sobre sí mismo durante su vida. Nos preguntamos lisa y llanamente no cuál fue la cristología de Juan,
de Pablo o de Lucas, sino cuál fue la cristología de Jesús. ¿Qué dijo sobre sí mismo y qué pensaba sobre sí mismo?
Vamos a empezar por aquí nuestra cristología. Antes de preguntarnos qué pensó la primera Iglesia sobre Je-
sús tal como se refleja en la totalidad del Nuevo Testamento, nos preguntamos qué Jesús pensaba sobre sí mismo.
Esta segunda pregunta es mucho más difícil por la sencilla razón de que Jesús no escribió nada, no grabó cin-
tas ni vídeos. No tenemos acceso directo a sus palabras. “Jesús no escribió nada, a no ser en una ocasión, ¡en la

1
Los principales libros utilizados para redactar estos apuntes son: de TH. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús?, Mensajero, Bil-
bao 2006; R. E. BROWN, Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1994; J. DUPUIS,
Introducción a la Cristología, Verbo divino, Estella, 2000; W. KASPER, Jesús el Cristo, 7ª. Ed., Sígueme, Salamanca
1989; E. CHARPENTIER, Para leer el Nuevo Testamento, Verbo divino, Estella 1987; J. D. G. DUNN, Redescubrir a Je-
sús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 2006; P. M. BEAUDE, Jesús de Nazaret, Verbo divino, Estella 1992. A veces re-
producimos páginas enteras con ligeras ediciones mías, añadiendo, quitando o cambiando. Por eso las páginas repro-
ducidas no están entrecomilladas, aunque sí ofrecemos la referencia bibliográfica.
2
Siguiendo los hipervínculos a mis apuntes de Jesús judío y otros apuntes contenidos en la carpeta de cristología se pue-
de ampliar los conocimientos a los que aludimos a lo largo de estos apuntes de cristología bíblica.

8
arena! Habló. Vivió. Eso es todo. Y esto tiene su importancia. Fíjense en el filósofo griego Sócrates y en su discí-
pulo Platón. Tampoco Sócrates escribió nunca nada; fue Platón el que redactó las enseñanzas de su maestro.”
Ni siquiera mandó a sus discípulos que escribieran nada, sino que predicaran (Mt 28,20; Mc 16,15). En el
principio no era la Palabra escrita, sino la palabra hablada. Jesús no deja tras de sí un libro, como Mahoma, sino
una comunidad de testigos. Esta comunidad viva conserva en su corazón un recuerdo de su Maestro, y profundiza
en el significado a la luz del Espíritu Santo de las palabras, los hechos, la persona y el mensaje de Jesús de Nazaret.
Pablo, en cambio, escribió mucho y por eso sabemos muchísimo mejor lo que Pablo pensaba sobre sí mismo
que lo que Jesús pensaba sobre sí mismo. Pablo nos ha dejado cantidad de apuntes autobiográficos en sus escritos.
Tenemos acceso directo a lo que pensaba.
Pero a lo que pensó y dijo Jesús no tenemos acceso directo. Solo accedemos a él a través de los escritos de
otras personas. Esta es la dificultad con la que nos enfrentamos a la hora de hacer no una cristología paulina, luca-
na o juánica, sino una cristología jesuánica.
¿Hasta qué punto las cristologías de Pablo, Lucas o Juan reflejan con fidelidad lo que Jesús pensaba sobre sí
mismo? Y si se ha dado una evolución en el pensamiento, ¿hasta qué punto esta evolución ha profundizado en la
comprensión del pensamiento de Jesús o lo ha desfigurado?
El único acceso que tenemos a lo que Jesús dijo sobre sí mismo es básicamente a través de los relatos de los
cuatro evangelios. En los otros escritos del NT hay algunos recuerdos y datos sobre la vida y la predicación de Je-
sús, pero solo son un puñado. La mayor cantidad de hechos y palabras de Jesús consignados por escrito están con-
tenidos en los cuatro evangelios. Por eso nuestro primer tema para conocer la cristología jesuánica es la valoración
histórica de dichos evangelios.

1.1.2. Dificultades para encontrar una respuesta


Una primera dificultad con la que nos presentamos es que en los evangelios sinópticos hay una gran escasez
de enunciados autoidentificativos en boca de Jesús.3 La mayoría están puestos en boca del narrador (prólogo de
San Juan), o de diversos personajes como Pedro (Mt 16,16), el centurión (Mc 15,38), Tomás (Jn 20,28), el ciego de
Jericó (Mc 10,48). Brown nos explica que esto puede deberse al hecho de que “los evangelios fueron escritos, no
para decir a la gente lo que Jesús pensaba de sí mismo, sino lo que ellos deberían pensar de Jesús, y de ahí que las
declaraciones o confesiones sobre Jesús procedan en su mayoría de otros.4” Si bien en el evangelio de Juan hay al-
gunas expresiones “Yo soy” en boca de Jesús, se trata de autoidentificaciones de carácter simbólico (luz, vida, vid,
pastor) y están claramente expresadas en lenguaje juánico y no jesuánico.
La cuestión histórica sobre Jesús tiene solo una incidencia relativa sobre nuestra fe. Una vez que creemos que
la Escritura está inspirada y es Palabra de Dios, relativizamos mucho la cuestión de si las palabras que pone en bo-
ca de Jesús fueron o no fueron pronunciadas por él. Distinguimos entre un lenguaje juánico y un lenguaje jesuánico
y explicaremos estos conceptos. El habla de Jesús en Juan es muy diferente de su habla en los sinópticos. Es impo-
sible que una misma persona pueda hablar en estilos tan distintos. Veamos el contraste con Pablo que tiene un esti-
lo característico que aparece en todas sus cartas auténticas.
Es muy probable que el habla de Jesús en Juan no refleje el habla de Jesús mismo, sino la del evangelista.
Habría dos pruebas a favor de esta hipótesis. En primer lugar, el habla de Jesús en los tres sinópticos es sustan-
cialmente coincidente, y por eso probablemente está mucho más próxima al lenguaje del Jesús histórico. En cam-
bio el habla de Jesús en Juan es la misma que la que usa el narrador del evangelio y el Bautista. Todo el mundo en
el cuarto evangelio habla de la misma manera, que además coincide con el habla usada en la primera carta de Juan.
Jesús, el Bautista, el narrador del evangelio y el autor de la carta, todos hablan el mismo lenguaje, que es el que
hemos dado en llamar lenguaje juánico. Es verdad que algunas veces en el cuarto evangelio aparecen algunas fra-
ses de sabor sinóptico, que probablemente reflejan el habla jesuánica (Jn 4,44; 12,25; 13,16.20; 15,7). Pero son las
menos.5
Algunos se escandalizan si oyen decir que probablemente Jesús nunca dijo la frase “Yo soy el camino, la ver-
dad y la vida.” Efectivamente, se trata de una típica expresión juánica, y lo más probable es que Jesús nunca habla-
ra de sí mismo usando esos términos. Pero lo que verdaderamente interesa al creyente no si es si Jesús dijo esa fra-
se, sino si Jesús es camino, verdad y vida. Nuestra fe en la Escritura no es fe la historicidad de esa expresión, sino
en su veracidad. Yo creo firmísimamente que Jesús es para mí camino, verdad y vida, aunque sea el evangelista

3
R. E. BROWN,
Introducción a la Cristología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1994, p. 33.
4
Ibid.
5
En su disputa con Dreyfus, Brown argumenta cómo el estilo juánico no puede ser atribuido a Jesús mismo. Sus argu-
mentos me parecen del todo convincentes. Cf. R. E. BROWN, Op. cit., p. 228-231.

9
quien lo formuló en esos términos, porque creo que el evangelista estaba inspirado por Dios al escribir su evange-
lio. Pero eso no me lleva a afirmar la historicidad de esa frase, tal cual, en labios de Jesús.
Como creyente, me basta creer que Jesús es camino, verdad y vida, porque así lo dijo un evangelista inspira-
do por el Espíritu Santo. Pero como historiador me interesa saber también si al formular esa frase el evangelista es-
taba expresando una verdad profunda sobre Jesús en línea con la manera cómo Jesús se presentó. Aunque Jesús
nunca la pronunciase tal cual, esa expresión puede ser una fiel traducción de lo que Jesús dijo sobre sí mismo con
otros términos y en otros contextos. Juan no habría hecho sino explicitar lo que de algún modo estaba ya implícito
en la manera de Jesús de presentarse, de actuar, de vivir, de hablar sobre sí mismo. El habla de Juan no es idéntica
al habla de Jesús, pero está en línea con ella. No supone una ruptura, sino una profundización.
Un ejemplo nos ilustrará este punto. Uno de los escritos que más fielmente nos presentan la imagen de san
Francisco de Asís es el de E. Leclerc, La sabiduría de un pobre. Al leerlo comprendemos la figura de Francisco.
Sin embargo el libro es una semblanza, no una historia de San Francisco. Leclerc parafrasea a Francisco, poniendo
en boca de Francisco palabras que Francisco nunca pronunció, pero que reflejan muy bien su personalidad y su es-
piritualidad. En este sentido, aunque la mayoría de sus palabras no sean citas literales de san Francisco, la imagen
que emerge de Francisco en el libro es una imagen verdadera, auténtica.

1.2. La historicidad de los evangelios


El canon de la Iglesia nos ha trasmitido cuatro evangelios, que son nuestras fuentes principales para conocer
lo que Jesús hizo y enseñó. ¿Qué fiabilidad histórica tienen esos evangelios? Comenzaremos por recordar los resul-
tados de la crítica histórica minuciosa que se ha realizado a este respecto. La mayoría de los críticos opina que el
más antiguo de los evangelios canónicos es el de Marcos y lo sitúa al final de los años sesenta, unos 30 o 35 años
después de la muerte de Jesús. Mateo y Lucas se suelen fechar hacia el año 80, y Juan un poco más tarde en la úl-
tima década del siglo primero.
La crítica textual nos da unos resultados impresionantes sobre la transmisión del texto. Ningún otro escrito de
la antigüedad está atestiguado por tantos manuscritos, y sobre todo por manuscritos tan antiguos y tan próximos a
la composición de los libros. Y aunque existen múltiples variantes en esos miles de manuscritos, en la mayor parte
de los casos es posible establecer con mucha confianza cuál fue el texto original del autógrafo escrito por el propio
autor de cada evangelio.

1.2.1.- Los autores de los evangelios


¿Quién en concreto escribió esos libros en los que se recoge el recuerdo vivo de la comunidad? Antiguamente
se daba mucha importancia a la cuestión de los autores de los libros bíblicos. Se hacía cuestión de vida o muerte el
mantener a toda costa que el Pentateuco estaba escrito por Moisés, o que el cuarto Evangelio estaba escrito por
Juan el hijo de Zebedeo. La autenticidad de estos escritos era la garantía de su historicidad. El argumento se cons-
truía más o menos así: Los Evangelios fueron escritos por testigos presenciales, que conocían los hechos y que eran
veraces, luego la imagen de Jesús que en ellos se nos conserva es auténtica.
Desgraciadamente tanto los evangelios como los Hechos de los apóstoles son anónimos. Para establecer sus
autores hay que recurrir a testimonios externos, ajenos a la misma Biblia, cuyo valor es en muchos casos muy dis-
cutible. Por otra parte aun cuando en el mismo texto consta el nombre del autor, tampoco podemos fiarnos dema-
siado de este dato. Un recurso literario ampliamente aceptado en la Biblia es el de la pseudonimia. Se suelen atri-
buir a grandes personalidades, creadores de una escuela, todos los escritos de sus discípulos, o simplemente todos
los escritos redactados en determinado género literario. Así casi todos los Salmos se atribuyen a David, o los escri-
tos sapienciales a Salomón. Bajo el epígrafe de Isaías se coleccionan no solo los oráculos del Isaías histórico del
siglo VIII a.C., sino de al menos otros dos profetas anónimos de la misma escuela, pero de siglos posteriores.
De igual modo en el Nuevo Testamento puede muy bien darse un caso de pseudonimia en la atribución de un
determinado escrito a Pablo (piénsese en la II Timoteo), o a Pedro (piénsese en la II Pedro). Pero en el caso de los
evangelios ni siquiera se da la pseudonimia, sino pura y llanamente el anonimato. Los autores no quisieron firmar.
Además, la crítica literaria nos ha ido descubriendo el carácter de mosaico que tienen los evangelios, lo cual
revela un largo proceso de composición. Esto que es evidente en algunos libros del Antiguo Testamento, resulta
también obvio en el caso de los evangelios. El propio testimonio del autor del 3 er evangelio canónico lo confirma
explícitamente: “Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre no-
sotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Pala-
bra, he decidido yo también, después de haber investigado todo desde sus orígenes, escribírtelo por su orden, ilus-

10
tre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido” (Lc 1,1-4).
Se nos describe aquí todo un itinerario: testigos oculares, predicadores, redactores y finalmente el evangelista.
La crítica literaria nos demuestra que el evangelio es un enhebrado de textos que han tenido una existencia previa
antes de ser incorporados al Evangelio. Podemos aislar pequeñas perícopas que tienen una unidad interna y su vida
propia previa a su inclusión en el conjunto del Evangelio. Prescindiendo de si el evangelista ha sido o no testigo
ocular, lo cierto es que él no escribe libremente a partir de sus propios recuerdos personales, sino a partir de unos
documentos escritos que va utilizando. Desde esta consideración inmediatamente nos damos cuenta de que ahora
lo que importa no es ya tanto la fiabilidad del propio evangelista, su conocimiento personal de los hechos, su con-
dición de testigo ocular, sino el valor de los documentos y de la tradición oral utilizados por él. La cuestión del au-
tor pasa a un segundo plano.
Por supuesto no negamos que los evangelistas aportaran muchos elementos de su propia subjetividad. El re-
dactor último, el que da la última mano, el “evangelista”, no fue un mero copista que fue enhebrando textos mecá-
nicamente. Él tuvo sus propios criterios de selección de material, sus temas favoritos, sus propios artificios litera-
rios. Deja traslucir su propia teología, su espiritualidad, sus subrayados, su estilo literario, su sello personalísimo.
Pero una vez aislado del texto evangélico todo lo que podemos considerar “redaccional”, aun nos queda una masa
ingente de materiales ya elaborados, que se encontraban ya formulados y sistematizados hasta cierto punto en las
fuentes previas.6
Nuestra pregunta por tanto, no es tanto qué grado de fiabilidad tuvieron los evangelistas, sino qué grado de
fiabilidad histórica tuvieron las fuentes que utilizaron. Y mejor aún qué grado de fiabilidad nos merece el proceso
de transmisión que tuvieron en la primitiva Iglesia los recuerdos sobre Jesús de Nazaret. ¿Cómo era esa comunidad
en la que se fueron redactando los Evangelios? ¿Cómo funcionaban los diversos ministerios al servicio de la Pala-
bra? ¿Cuáles eran los contextos vitales -liturgia catequesis, parénesis-, en los que estos textos se iban fijando o co-
leccionando? ¿Qué grado de libertad se tenía a la hora de reformularlos y trasmitirlos? ¿Qué lugar ocupaban dentro
de la comunidad los testigos oculares que están en la base de los recuerdos históricos sobre Jesús de Nazaret?

1.2.2.- El proceso de transmisión de las tradiciones sobre Jesús


Estas son las verdaderas preguntas que hay que hacerse. De la respuesta que les demos dependerá la evalua-
ción que hagamos de la historicidad de los evangelios.
Para esto es necesario estudiar el proceso que ha seguido esa tradición desde un principio. Hablaremos de las
fases sucesivas. ¿Cómo ha trasmitido, pues, la Iglesia las tradiciones sobre los hechos y los dichos de Jesús a través
de esas décadas en las que se van redactando los evangelios?

a) La fase prepascual
Comencemos al principio de todo. ¿Cómo fue el método de enseñanza que tuvo Jesús con sus discípulos?
¿Existían apuntes? ¿Qué técnicas pedagógicas utilizaría Jesús para grabar su mensaje en sus discípulos?
La escuela de Uppsala ha tratado de remontar el río de la tradición evangélica hasta llegar a la comunidad pre-
pascual. Riesenfeld y Gerhardsson7 han estudiado los posibles métodos didácticos de Jesús a la luz de los métodos
rabínicos de entonces, durante los cuatro primeros siglos de nuestra era, la tradición oral de la Torah por parte de
los rabinos judíos adquirió un enorme desarrollo. En esta instrucción desempeñaba un papel fundamental la memo-
rización. Antes de que se generalizara la técnica de la escritura, la memorización era la única forma de conservar
las palabras o los textos.
Entre los rabinos, el estudio metódico consiste primero en memorizar un texto, y luego en tratar de compren-
derlo. La memorización se hace mediante la repetición insistente. El maestro repite sus aforismos machaconamen-
te. El discípulo los vuelve a repetir. Jamás esta ocioso en su casa, sino que se sienta a repetir y a meditar. De ca-
mino nunca va distraído, sino recitando y mascullando los textos memorizados. (Dt 6,6-7)
Este recitado no se hace en tono de conversación normal, sino en un tono rítmico y melodioso. Aun hoy es po-
sible encontrar en los autobuses de Jerusalén a rabinos de luengas barbas, cuyos labios se están siempre moviendo
como los de las viejas en nuestras iglesias. Recitan textos memorizados.
Para ayudar a la memorización se utilizan recursos literarios y didácticos, formulaciones pintorescas, frases
rítmicas, aliteraciones, construcciones simétricas, estribillos, palabras gancho... Es más fácil recordar la poesía que
6
Uno de los documentos incluidos en la carpeta del curso de Cristología bíblica es mi curso sobre “El Arte de Narrar en
Lucas. Tradición y redacción”. Detenidamente se estudia cómo distinguir en Lucas aquello que el evangelista ha
recibido de sus fuentes y lo que procede de su propia pluma y de su creatividad redaccional.
7
B. GERHARDSSON, Prehistoria de los evangelios, Sal Terrae, Santander 1980.

11
la prosa, las frases rítmicas que las no rítmicas, las formulaciones pintorescas que las vulgares, las expresiones bien
construidas que las desordenadas.
Pues bien, el propio estilo de los logia evangélicos sugiere que han sido elaborados para una transmisión oral
y apuntan a una memorización de las palabras de Jesús por parte de los discípulos, como recurso pedagógico aná-
logo al de los rabinos.
Pero no podemos forzar excesivamente la comparación con el estilo didáctico de los rabinos, porque Jesús fue
más un profeta que un rabino. Sus técnicas de enseñanza, sus métodos mnemotécnicos de aprendizaje no pudieron
haber sido tan literales como los de las escuelas estrictamente rabínicas, de otro modo no sería posible la libertad
pneumática patente en la tradición postpascual. Además los métodos rabínicos contemporáneos de Jesús nos son
conocidos por la Misná, redactada unos 160 años después de Cristo, y nunca puede uno estar seguros si estas técni-
cas rabínicas son posteriores o contemporáneas de Jesús.
En cualquier caso, la comunidad que formaron Jesús y sus discípulos fue una comunidad netamente diferen-
ciada de las otras comunidades rabínicas de su época, pero también netamente diferenciada de los contextos exis-
tenciales de la primitiva comunidad postpascual. En la comunidad prepascual se dieron ya situaciones y formas de
comportamiento típicas que estimularon la creación de una tradición.
Lo que congregó a los discípulos en torno a Jesús fue su condición de Maestro, y la singularidad de sus pala-
bras. Hablaba como quien tiene autoridad. Jamás ha hablado un hombre como este hombre. Lo que ha vocacionado
a los discípulos de Jesús es la veneración y el asombro que sentían ante sus palabras. ¿Es verosímil pensar que
hombres que fueron movidos al seguimiento de Jesús por el encanto de sus palabras, dejaran luego desvanecer u
olvidar estas palabras? Más bien es de esperar a priori que las atesorarían y las transmitirían fielmente y sin modi-
ficarlas en lo sustancial. Esta valoración suscitada por la palabra de Jesús y la fe depositada en él por los discípulos
ya desde antes de la Pascua, son el contexto vital interno del grupo que favorece el surgimiento de las primeras tra-
diciones.
Este especialísimo rango de Jesús como Maestro se ve subrayado por el hecho de que su magisterio no fue
compartido por nadie. “Su maestro de ustedes es un solo, y todos ustedes son hermanos” (Mt 23,8b). En cambio en
la tradición judía había muchos maestros. El Talmud menciona por su nombre a cerca de 2.000 rabinos, todos los
cuales gozan de prestigio y son citados con respeto y escrupulosidad. La diferencia de prestigio entre unos y otros
era sólo cuestión de grado. En cambio en el Evangelio el magisterio de Jesús goza de un estatus único, imparango-
nable. Siempre que aparece, Jesús domina la escena en solitario de un modo soberano. Nadie tiene ni de lejos una
categoría parecida. Resulta sumamente difícil imaginar a sus discípulos menos interesados en conservar sus pala-
bras, que lo que estuvieron los seguidores de otros rabinos de prestigio muy inferior.
La autoridad extraordinaria de la Palabra de Jesús es pues el contexto vital interno que hace verosímil la
memorización inicial de sus palabras y los orígenes de una transmisión fidedigna. Pero además existen contextos
vitales externos que también hacen plausible esta misma actitud de los discípulos hacia las palabras de Jesús.
Así por ejemplo la actividad predicadora de los discípulos ya en vida de Jesús. Todos los estratos de la tradi-
ción testifican que ya en vida de Jesús los discípulos fueron enviados a predicar. Esta predicación es un contexto
muy favorable para la formación y transmisión de colecciones de logia.
Si Jesús envió a predicar a estos hombres de pueblo, ignorantes y poco formados, era necesario que les diese
un cierto material memorizado de palabras que deberían anunciar. El shaliaj o enviado es una institución judía, en
la que el discípulo es un mero representante del que lo envía, sin propia personalidad creadora. Antes de ser envia-
do necesita hacer acopio de un dossier de palabras ya elaboradas, que debe encargarse de repetir en la predicación.
Otro contexto prepascual favorable en el que cuajaron muchos logia evangélicos es el del seguimiento literal,
que no se dio ya en la comunidad postpascual. Los logia sobre el seguimiento sólo podían ser entendidos por la
Iglesia primitiva y la de ahora en un sentido figurado. Su Sitz-im-Leben literal sólo puede darse en vida de Jesús
cuando los discípulos habían abandonado sus familias y seguían a Jesús por el camino. Allí surgieron problemas
concretos como: ¿Puede uno esperar a la muerte de los padres para seguir a Jesús? ¿Puede uno tomarse unos días
de vacaciones en casa? ¿Cómo vivir sin nidos ni madrigueras? Sólo en aquel contexto podía ser tomado literalmen-
te por los discípulos el renunciar a la bolsa, el venderlo todo, las advertencias para el camino... Estos textos sólo
pudieron fraguarse en el contexto de un seguimiento prepascual en el grupo itinerante de Jesús con los suyos. Si la
comunidad posterior los conservó y transmitió, a pesar de la incomodidad que le producían (como nos la sigue
produciendo a nosotros), fue por el sentido de fidelidad literal a palabras autorizadas del pasado que había que
mantener aunque estuviesen poco adaptadas a las nuevas circunstancias sociológicas de la Iglesia.

12
b) La predicación apostólica postpascual8
La predicación cristiana comienza con la proclamación (en griego, kerygma) de la resurrección de Jesús. Pero
hay mucho más que esto en esta fase de la predicación oral. Los apóstoles y discípulos repiten los dichos de Jesús,
proclaman sus enseñanzas, vuelven a contar sus parábolas y las historias de su vida y muerte. Efectivamente, como
reconoce la instrucción de la PCB, “interpretan sus palabras y hechos según las necesidades de sus oyentes” y pro-
claman a Cristo con distintos discursos y formas literarias que les son familiares por la Escritura, “catequesis, re-
latos, testimonios, himnos, doxologías, oraciones” (nº. VIII). Algunos ejemplos:
Kerygma pascual: La proclamación de la resurrección de Jesús, con una frecuente enumeración de los testigos
(1 Corintios 15,3-8; Lucas 24,34; Hechos 2,32). El propósito del kerygma era invitar a una nueva vida en Cristo.
Los dichos de Jesús: Fueron transmitidos y agrupados en colecciones tales como la fuente Q. Bultmann dis-
tinguió tres grupos principales de dichos: logia o dichos en el sentido estricto (subdivididos en principios declara-
torios, exhortaciones y preguntas), dichos proféticos o apocalípticos, y leyes o regulaciones comunitarias.
Relatos acerca de Jesús: Su bautismo, su ministerio, la elección de los doce, su interacción con sus discípulos
y otros, y su destino final.
Parábolas: Incluyen proverbios, ejemplos, comparaciones, alegorías y las parábolas narrativas más familiares.
Éstas fueron transmitidas en la tradición primitiva y agrupadas conjuntamente; los evangelistas a menudo las adap-
taron para reflejar sus intereses editoriales y teológicos y en algunas ocasiones las alegorizaron.
Narraciones de milagros: Con frecuencia se magnificaron los hechos, pero estas narraciones fueron desarro-
lladas y reunidas en colecciones. La mayoría son de curaciones, particularmente las que tuvieron lugar en sábado.
Algo parecido sucedió con los exorcismos de Jesús. Todas estas narraciones, a menudo, se formularon de acuerdo
con un modelo de tres puntos, para facilitar la transmisión oral: primero las circunstancias (“Se levantó un viento
huracanado”), después el milagro (“Se levantó, increpó al viento y ordenó al mar”), y finalmente el resultado
(“Llenos de miedo se decían: ¿Quién es éste, que le obedecen hasta el viento y el lago?” -Mc 4,35-41).
Fórmulas litúrgicas: Algunas tradiciones sobre Jesús proceden de la vida litúrgica y sacramental de las comu-
nidades primitivas. La fórmula bautismal trinitaria atribuida por Mateo al Jesús resucitado (Mt 28,19) tiene su ori-
ginal Sitz im Leben o contexto vital en la liturgia bautismal de la Iglesia. De forma similar, las fórmulas litúrgicas
de las eucaristías celebradas por las comunidades primitivas son incorporadas a la narración de la última cena (Mt
26,26-29; Mc 12,22-25; Lc 22,17-19), la narración del milagro de los panes (Mc 6,41 y paralelos), y la narración
de la comida de Jesús compartida con los dos discípulos en el camino hacia Emaús (Lc 24,30).
Narraciones pascuales: Existen dos tipos, algunas concernientes al descubrimiento de la tumba vacía, otras
acerca de la aparición del Jesús resucitado a sus discípulos. Éstas últimas se distinguen de la fórmula del breve
kerygma pascual por una abundancia de detalles imaginativos.
Himnos: Un gran número de himnos empleados por las primitivas comunidades aparecen en los documentos
del Nuevo Testamento, por ejemplo, el himno de Filipenses 2,6-9, de los cánticos de María (Lc 1,46-55) y de Zaca-
rías (Lc 1,68-79) y el prólogo de Juan (Jn 1,1-14).
Títulos cristológicos: Los títulos utilizados por las comunidades primitivas para Jesús también aparecen en los
evangelios, entre ellos profeta, Mesías, Hijo de David, Emmanuel, Hijo del Hombre, Señor, Hijo de Dios. Cada tí-
tulo supone una cristología diferente.
Así, esta fase preliteraria de la tradición de la Iglesia se presenta rica en una variedad de formas literarias que
emergen del trabajo misionero de aquéllos a quienes Efesios denomina “apóstoles, profetas, evangelistas, pastores
y maestros” (Ef 4,11), así como de la vida catequética y litúrgica de las comunidades primitivas. Estas comunida-
des fueron iglesias totalmente activas, predicaban su fe en Jesús como Mesías, Señor e Hijo de Dios, preparando
candidatos para el bautismo, congregándose para la alabanza y acción de gracias en la cena realizada en memoria
de Jesús. Otros evangelistas, ésos que denominamos Marcos, Mateo, Lucas y Juan, finalmente echaron mano de es-
te material para presentar la tradición de Jesús de forma escrita.
Los discípulos quedaron “impresionados” por la persona de Jesús.9 Esta palabra se utiliza también en fotogra-
fía: cuando se toma la foto de un objeto, la película queda impresionada, el objeto se registra en ella, pero no se ve
nada. Para que aparezca la imagen que fue registrada, para que se revele esa imagen, la película tiene que sumer-

8
Tomado de TH. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús?, Mensajero, Bilbao 2006, 57-59.
9
Cf. E. CHARPENTIER, Para leer el Nuevo Testamento, Verbo divino, Estella 1987, p. 12-13.

13
girse en un baño que se llama precisamente un “revelador.”
Podría decirse del mismo modo que los discípulos quedaron “impresionados” por Jesús, por su manera de vivir,
por sus palabras y sus actos. Pero entonces no lo sabían y hasta después de Pentecostés todo aquello quedó en ne-
gro. Para que apareciera aquella imagen múltiple que guardaban de él, tuvieron que sumergirse en aquel baño reve-
lador que era la vida de las diversas comunidades.
Sabemos que el desarrollo en el laboratorio tiene su importancia: según el tiempo de exposición o los productos
utilizados, la foto tendrá más o menos contraste, variarán los colores, aparecerá tal o cual detalle... Del mismo mo-
do, las imágenes de Jesús serán algo diferentes según el “revelador”, según las diversas comunidades en que fueron
tratadas, según las cuestiones que se plantearon.
Así, durante los años que siguieron a Pentecostés, podríamos comparar a Palestina, al Asia Menor, a Grecia...
con un inmenso laboratorio fotográfico en donde las diversas comunidades llevaron a los discípulos a revelar las
múltiples imágenes de su maestro; esas comunidades estaban compuestas, unas de antiguos judíos que se habían
hecho cristianos, otras de antiguos paganos; unas de proletarios y esclavos, otras de comerciantes o artesanos pro-
fesionales…
La vida de estas comunidades fue como el baño-revelador que permitió aparecer esas imágenes de Cristo, con
ocasión de las tres actividades principales de la comunidad: la predicación, la celebración litúrgica y la catequesis.
Así cuando se formaba una comunidad cristiana acudían a la memoria de los discípulos las imágenes de Jesús. Esas
imágenes, esos flashes, se van agrupando rápidamente en secuencias.
Estamos tan acostumbrados a hablar de los “evangelios” que no percibimos la novedad que representa la apari-
ción de este género literario.

c) Tercera fase: la composición escrita de los evangelios10


Los evangelistas no fueron todos testigos oculares del ministerio de Jesús, pero contaron con abundante mate-
rial tradicional sobre él. Cada uno trabajó a la vez como editor, seleccionando y sintetizando material, y como au-
tor, desarrollando su evangelio de acuerdo con sus propias intuiciones y capacidades, y formulándolo según las ne-
cesidades de sus comunidades; a las que dirigieron el evangelio. Cada uno tenía un determinado punto de vista, ca-
da uno poseía un diferente contexto y cada uno estaba escribiendo a la luz de una situación histórica diferente.
Johnson los compara con distintos retratos de una misma realidad: “Los evangelios no son simples reportajes. Ni
son caricaturas compuestas precipitadamente, a golpes de carboncillo, de forma apresurada. Son retratos comple-
jos, con una textura que es el resultado de una larga reflexión, un repintado frecuente y (en el caso de dos de ellos)
la utilización de una tradición más primitiva.”
Marcos es el autor del primer evangelio y creador de este género literario singular, que no tiene corresponden-
cia en ninguna otra literatura.11 Se piensa que fue un cristiano judío relacionado con el cristianismo judeo-
palestino. Su comunidad de origen gentil afrontó algún tipo de persecución. La mayoría piensa que su evangelio se
escribió desde Roma o al menos en un ambiente latino, antes de la destrucción de Jerusalén.
Con Marcos el evangelio se convierte en un texto, en una historia: el relato de la actividad de Jesús. Hasta en-
tonces. Jesús era el que proclamaba la buena nueva. Ahora es él el proclamado. Él mismo se convierte en la buena
nueva. Pero Marcos no habla de Jesús en el pasado: es curioso constatar que utiliza poco el tiempo del pasado (el
aoristo en griego. que corresponde poco más o menos a nuestro pretérito indefinido); habla en presente. No se trata
de su falta de experiencia literaria, sino más bien de su convicción teológica: el Jesús que presenta en su texto sigue
estando en su comunidad, vivo sobre todo por la eucaristía. Para él, hacer memoria de Jesús es decir al mismo
tiempo que está ausente (su historia terrena pertenece al pasado) y presente en el hoy de la comunidad que cree y
que celebra. El Jesús de la historia sigue viviendo, bajo la forma de palabra escrita y proclamada, en el Cristo vivo
en quien cree la comunidad. A través del Cristo de la fe de la Iglesia es como podemos llegar al Jesús de la histo-
ria.12
El evangelio de Mateo, probablemente, fue escrito después de la ruptura final entre los cristianos judíos y la
sinagoga, que condujo a la excomunión de los primeros alrededor del año 80. Claramente refleja el conflicto entre
los cristianos judíos y el movimiento reformista de los fariseos en Jamnia. El mismo Mateo pudo haber sido un es-
criba judeo-cristiano (véase Mt 13,52). Parte de su tarea fue asegurar a los cristianos judíos de Antioquía, que rápi-
damente llegaron a ser una minoría en una Iglesia gentil, que su nueva situación era cumplimiento de lo que habían

10
TH. RAUSCH, Op. cit., 60-61.
11
Una introducción a Marcos pueden encontrarla en mi curso sobre Los discípulos en los sinópticos, siguiendo el hiper-
vínculo.
12
E. CHARPENTIER, Op. cit., p. 18.

14
dicho los profetas (véase Mt 2,15.17.23).
Se piensa que Lucas fue un cristiano gentil, de la tradición de Antioquía. En un inicio pudo ser un converso al
judaísmo (véase Hch 10,2) antes de su conversión al cristianismo. Tuvo familiaridad con la traducción de los LXX
y con otros evangelios; es el que mejor escribe en griego. Fue capaz de imitar, a la vez, el estilo clásico y el judío
helenizado. Su obra en dos volúmenes, el evangelio y los Hechos, universales en su concepción, se dirigía, en pri-
mer lugar, a cristianos gentiles relacionados con la misión paulina o con Pablo y sus discípulos pero no faltaban del
todo judíos en su comunidad.
El evangelio de Juan es, de diversos modos, el más complejo. Independiente de la tradición sinóptica, se basa
en la tradición del “discípulo amado”, quizás, en un principio, discípulo de Juan el Bautista y luego seguidor de Je-
sús. La tradición lo ha identificado con Juan, uno de los hijos del Zebedeo, y hay en el texto ciertos indicios de que
esta identificación es verosímil. El evangelio en sí mismo fue la obra de un discípulo posterior de la comunidad
juánica, y posiblemente su presentación final se debe a un redactor que añadió material adicional y un epílogo ex-
plicando la muerte del discípulo amado (véase Jn 14,31; 20,30-31; 21).
El caso privilegiado para estudiar el método usado por el evangelista es el de Lucas, ya que conocemos dos de
las fuentes utilizadas por él y podemos así ver el tipo de alteraciones que ha producido en dichas fuentes. Además
podemos verificar las conclusiones de este estudio observando el libro de los Hechos, que es obra del mismo Lu-
cas. En principio uno esperaría reencontrar en los Hechos muchos de los rasgos redaccionales lucanos descubiertos
en el estudio sinóptico del evangelio. Sobre el modo lucano de componer puede consultarse mi curso sobre El arte
de narrar en Lucas, y un resumen sintético sobre el “modo lucano de composición.”
Todos hemos soñado alguna vez en tener “fotos” de Jesús13 y una grabación de sus palabras: tenemos la impre-
sión de que entonces podríamos conocerlo de verdad. Pues bien, no tenemos más que textos compuestos por sus
discípulos, “pinturas” o “mosaicos” sobre él. Pero, por muy extraño que parezca, esto es una suerte para nosotros,
porque si sólo tuviéramos fotografías de Jesús, no podríamos saber nada de él. Voy a casa de ustedes y veo allí una
foto de un hombre mirando a una mujer. Se trata de una foto; por tanto, sé que aquello ha ocurrido (suponiendo que
no hay ningún truco); pero ¿qué puedo decir? ¡Nada! ¿Miraba aquel hombre al vacío cuando dispararon la máqui-
na? ¿Apartaba su mirada porque no quería ver a aquella mujer (tiene un aspecto algo triste)? ¿La amaba?.. Ustedes
me la explican: “Éramos entonces novios. ¡La foto no acabó de salir bien! Pero mira qué felices nos sentíamos...
¡La de años que han pasado desde entonces!” Y mientras hablan, la foto se anima; a través de aquellos rostros des-
cubro unos años de espera, de ilusión...; me imagino aquel día... Y todo porque ustedes, testigos de aquella alegría,
me interpretan aquella foto. Con ella solamente, no habría sabido nada. Gracias a su testimonio, se me hacen pre-
sentes aquellos rostros y puedo quererlos.
Esta es la suerte que tenemos con los evangelios. Creíamos que íbamos a encontrar allí “fotos” de Jesús. Y es
algo mucho mejor: los que lo conocieron, sus discípulos, nos dicen quién era, cómo fueron descubriendo poco a
poco su misterio, cómo cambió su vida. Un reportaje en directo sobre Jesús no nos diría gran cosa sobre él y nos lo
presentaría desde fuera. El testimonio de los discípulos nos lo hace descubrir por dentro.
“Sí ... pero si hubieran registrado sus palabras, sabríamos exactamente lo que quiso decir...” ¿Lo creen ustedes
así? A todos nos ha pasado algo por el estilo: un amigo nos ha dicho una frase que hemos registrado maquinalmen-
te, sin prestarle mucha atención. Varios meses más tarde hemos exclamado: “¡Ah! ¡Esto es lo que quería decir-
me…!” Si repites ahora aquella frase. ¿Intentas reproducirla exactamente como él la pronunció? La repetirás inter-
pretándola, mostrando “lo que quería decir” y que tú descubriste luego más tarde. La frase, tal como la repites, no
será exacta, pero será mucho más verdadera, ya que expresará lo que realmente quería decir.
También en esto es una suerte que tengamos los evangelios. No están escritos “al pie de la letra” sobre los suce-
sos, ni nos refieren unas frases enigmáticas. Son el testimonio de unos discípulos que, al cabo de unos años, nos
dicen lo que comprendieron del misterio de Jesús, cómo su propia vida les permitió descubrir el significado de las
palabras del maestro.
En otras palabras, no tenemos “fotografías” de Jesús, sino pinturas o mosaicos de él. Tenemos las palabras y los
hechos de Jesús interpretados por unos testigos auténticos. Y la vida de Jesús permanece entonces abierta. Si nos
hubiera dejado un conjunto de reglas, de palabras dictadas, no tendríamos más que reproducirlas; estaríamos con-
denados a la repetición. Como los discípulos comprendieron a Jesús a la luz de su vida, esto significa que la vida
de nuestras comunidades es hoy y siempre el lugar a partir del cual podemos comprender mejor a Jesús.
Pero siempre con la condición de que respetemos esos testimonios. Si tuviéramos cuatro mosaicos que represen-
tasen de forma distinta la misma escena, no se nos ocurriría decir: “Estos mosaicos son tan bonitos que no quiero

13
La siguiente metáfora de las fotos y los mosaicos, que me parece muy iluminadora, la he tomado de E. CHARPENTIER,
Op. cit., p. 18-19.

15
perder nada de ellos; los voy a deshacer y con todo el montón de piedrecillas que se forma voy a hacer un solo mo-
saico que reúna a los cuatro.” ¡Eso sería monstruoso! Los cuatro evangelios son diferentes; hay que estudiarlos por
separado, sin pensar en demolerlos para construir con sus pedazos una vida de Jesús o “los cuatro evangelios en
uno solo.” Si los comparamos, si los leemos en “sinopsis”, es para ver mejor los detalles y matices propios de cada
uno, a fin de descubrir mejor los rasgos del rostro de Jesús que impresionaron a aquel evangelista.
“De acuerdo -me dirán-. Pero sería mejor tener fotografías y cintas magnetofónicas. Ya vemos lo interesantes
que son esos testimonios..., pero ¿quién nos asegura que los discípulos no se engañaron a la hora de interpretar sus
recuerdos?”
Es normal que queramos tener pruebas, ya que se trata de unos acontecimientos en los que el creyente se juega
la vida. Pero, por una parte, hay datos seguros: el historiador creyente o no creyente que estudia los evangelios
descubre en ellos puntos sólidos en favor de su historia; a menudo nos gustaría tener la misma solidez para otros
muchos personajes de la antigüedad. Por otra parte, cabe preguntar si el creyente, cuando pide pruebas, no estará
intentando simplemente poder prescindir de la fe y del Espíritu Santo.
En efecto, se puede dar pruebas de las cosas materiales, demostrar que existe tal objeto, pero no hay pruebas
para las relaciones entre las personas. ¿Quién me puede probar que yo amo y que soy amado? En este caso tengo
que confiar, es decir, tener fe. La adhesión a Jesucristo pertenece al orden de la confianza, de la fe. Creemos que
esos discípulos, al interpretar las palabras y los hechos de Jesús, estaban animados por el Espíritu: “Yo les enviaré
el Espíritu -les decía Jesús la noche de la cena-; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, les irá guiando en la ver-
dad toda” (Jn 16, 13).

1.2.3.- Fiabilidad de los evangelios como fuentes históricas


Bultmann y la crítica de la Historia de las Formas a principios del siglo XX, niegan el valor histórico de los
evangelios como fuentes históricas para conocer a Jesús de Nazaret. Para ellos, la comunidad cristiana fue tan crea-
tiva, tan despreocupada por los recuerdos del pasado, tan diversa culturalmente de la comunidad palestina, con un
desarrollo teológico tan desbordado, que ha convertido a Jesús en personaje legendario, en un mito, que apenas
conserva rasgo alguno de su verdadera personalidad histórica.
Bultmann abrió un caos insalvable entre el Cristo de la fe por quien se interesa la comunidad, y el Jesús histó-
rico que habría pasado a ser un recuerdo irrelevante. La sensibilidad cristiana rechazó inmediatamente las conclu-
siones de Bultmann. Los exegetas desgraciadamente han tardado mucho más tiempo en dar una respuesta convin-
cente a los planteamientos de Bultmann, y hacernos ver que el mismo Espíritu que guía a la comunidad hacia la
“verdad completa”, es el mismo Espíritu que “se lo recordará todo.” El Espíritu que avanza hacia el futuro es el
mismo que el Espíritu que sigue recordando el pasado. El Espíritu que profundiza en el sentido de las palabras de
Jesús, es el que no permite que éstas se borren de la memoria de la Iglesia.
Tras el final escéptico de la primera etapa de búsqueda del Jesús histórico, las dos siguientes etapas han sido
mucho más confiadas y hoy día pensamos que sí es posible recomponer un perfil sobre el tipo de cosas que hizo
Jesús de Nazaret, el tipo de cosas que enseñó, y el modo paradójico como se presentó a los suyos.
Desglosaremos a continuación algunas consideraciones que apuntan a la fiabilidad en sus rasgos esenciales de
la tradición transmitida.

1.2.3.1 Autoridad docente


Ya nos referimos anteriormente a la extraordinaria autoridad que Jesús tuvo como Maestro para los suyos, que
es una garantía para saber que sus palabras fueron cuidadosamente memorizadas y custodiadas convenientemente.
Además la comunidad primera no era una comunidad amorfa, sino que tenía ministerios orgánicos que custodiaban
y desarrollaban los distintos aspectos de la vida de la comunidad. Había, como hemos visto, apóstoles, profetas y
maestros, y había supervisores que, como Pablo cuidaban de conservar el mensaje auténtico de Jesús. Desde el
principio hay en la comunidad la conciencia de una tradición que tiene que ser transmitida. Existe un ministerio
importantísimo de “enseñantes.” Como dice Dunn, ¿qué otra cosa iban a enseñar estos enseñantes, sino la tradición
acerca de Jesús?14 “Los maestros serían responsables de un conjunto de enseñanzas, presumiblemente aquel corpus
al que Lucas se refiere como ‘enseñanza de los apóstoles’ (Hch 2,42). No hay razón para concebir esa enseñanza
de una manera totalmente fragmentaria, como si se tratase de una serie de formas conservadas al azar.15” La idea

14
J. D. G DUNN,“Can the Third Quest Hope to Succeed?” en Chilton, B. y C. A. Evans (ed.), Authenticating the Activities
of Jesus, Brill, Leiden 1998, 38.
15
J. D. G. DUNN, Redescubrir a Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 2006, p. 67.

16
tradicional de que estos agrupamientos reflejan una fase tardía en la transmisión de la tradición de Jesús no se pue-
de justificar.
Basándose en los trabajos de Bailey, el mismo Dunn16 ha hecho un estudio magistral sobre la transmisión oral
en las culturas no literarias, y el control que la comunidad ejerce sobre el modo como los “repetidores” repiten ante
la asamblea las tradiciones importantes para la vida de la comunidad, y cómo los dirigentes no toleran que éstas
sean falsificadas.17 El mismo Pablo que mantuvo sus tensiones con la Iglesia de Jerusalén, nos revela la posición de
autoridad de que gozaban la comunidad madre y sus "notables" (Ga 2,6). A pesar de la libertad con que siempre se
movió, Pablo quiso confrontar su evangelio con el de la comunidad de Jerusalén, “para saber si corría o había co-
rrido en vano” (Ga 2,2).
Estudia Dunn también la mezcla de fixismo y variabilidad que caracteriza a la transmisión oral y que se adapta
muy bien a los datos de los evangelios que, concordando en lo sustancial, contienen un cierto índice de creatividad.
El trabajo de Dunn puede leerse ahora en castellano en su librito Redescubrir a Jesús de Nazaret.

1.2.3.2. Arcaísmos
Los evangelios sinópticos están llenos de arcaísmos en el lenguaje, en la teología, en formulaciones que no co-
rresponden en absoluto a las nuevas situaciones de la segunda mitad del siglo I cuando se redactan los evangelios.
Estos arcaísmos son prueba de una fidelidad al lenguaje de la época de Jesús.
*Por ejemplo, la visión negativa sobre los discípulos, el modo como los evangelios cargan las tintas contra
ellos presentándolos como hombres zafios, vanidosos, insensibles cobardes, difícilmente pudo haber sido articula-
da en la época tardía en la que los discípulos se habían convertido en héroes legendarios de la comunidad, de quie-
nes se tiene una altísima estima, que llega basta lo mítico, como en el caso de llegar a decir que Pedro curaba sólo
con su sombra a los enfermos (Hch 5,15). Esta imagen negativa sólo puede haber nacido en el tiempo prepascual, y
la Iglesia nos la ha conservado en el evangelio por su fidelidad al pasado, a pesar de lo incómoda que pudiera re-
sultarle, o lo poco afín a la imagen que más tarde se tuvo de aquellos apóstoles.
* La predicación sinóptica se centra en el “Reino”, tema que está prácticamente ausente en la predicación de
Pablo o de Juan. Estos más que hablar del Reino nos hablan de Cristo. El predicador del reino se ha convertido él
mismo en el objeto de la predicación. El anunciante se ha convertido él mismo en el anuncio. Sin embargo en los
evangelios se nos conserva un tipo de predicación arcaica, bien distinta a la usual en la Iglesia primitiva tal como
aparece en los Hechos o en las cartas de los apóstoles. Nuevamente resalta la fidelidad de la Iglesia en transmitir
palabras del pasado que hoy son poco actuales y que no corresponden a los nuevos niveles de profundización cris-
tológica o eclesiológica.
* Otro poderoso argumento a favor de la fiabilidad de la transmisión de las tradiciones es el modo como los
evangelios tratan la relación de Jesús con los gentiles.18 A pesar de que cada uno ha seguido un método diferente,
concuerdan todos ellos en que Jesús en su ministerio se dedicó solo “a las ovejas perdidas de la casa de Israel.” Lu-
cas ha omitido prácticamente cualquier contacto de Jesús con gentiles durante su ministerio. Marcos es el que más
se esfuerza por encajar simbólicamente una apertura de Jesús hacia los paganos. Para el tiempo de la redacción de
los evangelios en la comunidad de Marcos y de Lucas había una mayoría de paganos, y el recurso fácil habría sido
falsificar los datos contando que ya Jesús había dado órdenes explícitas del anuncio del evangelio a los paganos y
había desarrollado un amplio ministerio con ellos. Pero los evangelistas no han cedido a esta tentación.
Todos los mandatos de una misión futura a los gentiles no están puestos en boca del Jesús terreno, sino en bo-
ca del Jesús resucitado. Eso sucede con el mandato en el apéndice de Marcos (16,15-18), en el final de Lucas (Lc
24,46-49) y en Mateo (28,18-20).
Las resistencias tan fuertes que hubo en la comunidad de Jerusalén al principio para abrirse a la misión a los
paganos serían inexplicables, si los discípulos hubieran recibido en vida de Jesús instrucciones explícitas sobre un
encargo de misión a los gentiles. Estas resistencias a realizar tal misión son prueba evidente de que en vida de Je-
sús no hubo tal mandato de misión explícita. Pedro no habría encontrado tanta resistencia en Jerusalén si para justi-
ficar su conducta en Cesarea (Hch 11,1-3) hubiese podido citar la tradición recogida en Mt 28. Pablo habría sin du-

16
J. D. G. DUNN,
“Altering the Default Setting: Re-envisaging the Early Transmission of the Jesus Tradition, NTS 49
(2003) 139-175 Jesus remembered, Eerdmans, Grand Rapids 2003.
17
Puede verse un resumen de esta obra de Dunn en mi curso sobre El arte de narrar en Lucas, p. 35-40.
18
Para un estudio bastante completo de este tema se pueden consultar mis apuntes de Jesús judío siguiendo el hiper-
vínculo.

17
da citado estas tradiciones para apoyar su pastoral frente a los judaizantes que tanto le reprochaban su conducta.
Pero esas tradiciones no existían y los evangelistas no estaban dispuestos a inventarlas.
¿Cómo Jesús resucitado abre a su Iglesia a esta misión? Por medio del ministerio profético de los apóstoles
que abiertos al Espíritu comprenden que ha llegado la hora de los gentiles. El episodio que cuentan los Hechos so-
bre Pedro en casa de Cornelio es un ejemplo de cómo mediante visiones e iluminaciones los apóstoles llegan a ser
conscientes de la necesidad de estos desarrollos no previstos explícitamente durante el ministerio de Jesús. En vir-
tud no de tradiciones recibidas de Jesús, sino de estas iluminaciones proféticas es como Pedro se avino a bautizar a
los gentiles que habían recibido el Espíritu en casa de Cornelio (Hch 10,47).
El hecho de que los evangelistas no hayan caído en esta tentación de retroproyectar al ministerio de Jesús es-
tos descubrimientos tardíos muestra su absoluto respeto por las tradiciones recibidas. Ni siquiera el nuevo contexto
de la presencia masiva de gentiles en la Iglesia y la necesidad de justificar la legitimidad de esta misión ha llevado
a una falsificación de los datos evangélicos sobre Jesús. Por más que les resultase incómodo, los evangelistas re-
afirmaron la tradición de que Jesús se dedicó solo al pueblo judío. “Solo he sido enviado a las ovejas perdidas de la
casa de Israel” (Mt 15,24). En los evangelios es solo Jesús ya resucitado quien impulsa a la Iglesia a realizar esta
misión.
* Otro de los sorprendentes datos de arcaísmo en los evangelios sinópticos es precisamente la naturaleza de su
cristología. Los evangelios se escriben en una época en la que la cristología alta de preexistencia estaba ya genera-
lizada en las comunidades a las que estos evangelios se dirigen. Hacía ya años desde que Pablo reprodujera el
himno cristológico de Filipenses 2, que él no compuso sino que lo encontró ya en uso en alguna de las comunida-
des. Por el tiempo en que se escriben los sinópticos estaban ya compuestos los grandes himnos cristológicos deute-
ropaulinos de Efesios y Colosenses. Por eso no deja de sorprender el hecho de la modestia con que Jesús habla de
sí mismo en los sinópticos, y la falta de expresiones autoidentificativas en las que se atribuya a sí mismo títulos
cristológicos altos.
No negamos que en el evangelio sea visible la huella de actualizaciones, de edición de algunos de los textos
antiguos más chocantes o menos comprensibles desde la nueva óptica. Piénsese en cómo la pregunta de Marcos:
¿Por qué me llamas bueno? (Mc 10,18), se convierte en Mateo ¿Por qué me preguntas sobre lo bueno? (Mt 19,17).
Ya dijimos que en Lucas es donde mejor se observan las huellas de su modo de editar las fuentes utilizadas, supri-
miendo, añadiendo, modificando, adelantando unos acontecimientos y retrasando otros.19 Pero, como decimos, son
excepciones que vienen a confirmar la regla general que es la conservación fidedigna del material tradicional, que
sigue siendo bien reconocible a través de las modificaciones introducidas en la tradición oral y en la redacción de
cada evangelio.
La parquedad de la cristología jesuánica en Marcos ha sido explicada por Wrede con el recurso ingenioso del
famoso “secreto mesiánico.” Según Wrede, para explicar el abismo que media entre la cristología alta de las comu-
nidades cristianas y la falta de cristología en las palabras del Jesús histórico, Marcos acude a un artificio literario,
por el que Jesús mantiene en secreto su identidad. De este modo, el evangelista explica la falta de afirmaciones ex-
plícitas de Jesús sobre su identidad en la tradición más antigua. Toda la cristología posterior no tendría fundamen-
tación ninguna en las palabras del Jesús histórico que nunca habló sobre sí mismo y este hecho podría producir es-
cándalo en la comunidad. Ahora bien, Marcos, según Wrede, trata de aminorar este escándalo explicando que no es
que Jesús no tuviera clara su identidad, sino que la guardó en secreto. Así los títulos cristológicos posteriores de la
comunidad no contradicen la identidad real que Jesús tenía y de la que era plenamente consciente.
Pero no hay ninguna necesidad de acudir a esta estrategia literaria por parte de Marcos. El silencio de Jesús
acerca de sí mismo no fue debido a su ignorancia, sino a una estrategia del propio Jesús, no de Marcos. Wrede se
equivoca. Este secreto, esta parquedad de declaraciones de Jesús sobre sí mismo, lejos de probar la distancia entre
la cristología de la comunidad y las palabras de Jesús, es testimonio fidedigno de la fidelidad de los evangelios a la
tradición sobre Jesús. Los evangelistas se han negado a poner en boca de Jesús proclamaciones de cristología alta,
porque sabían que dichas proclamaciones formuladas por la comunidad postpascual no habían sido formuladas por
Jesús mismo en esos términos. Lo fácil sería hacer lo que hizo Juan, poner en labios de Jesús la teología juánica en
lenguaje juánico. Los sinópticos no actuaron de ese modo simplemente porque eran fieles a la tradición recibida
que no contenía el recuerdo de declaraciones de Jesús acuñadas en cristología alta.
Fue Jesús quien no quiso utilizar esos títulos cristológicos por miedo a la ambigüedad que encerraban, como
veremos al tratar más delante de dichos títulos. Por eso Jesús no quería negarlos explícitamente, pero tampoco que-

19
Siguiendo el hipervínculo se puede consultar mi curso sobre el evangelio de Lucas en que hago una amplia exposición
del modo que tuvo el evangelista a la hora de editar sus fuentes, y una síntesis de este estudio.

18
ría apropiárselos, para evitar los malos entendidos que habrían podido producir ante de su muerte y resurrección.

1.2.3.3. Transmisión de la tradición sobre Jesús en Pablo


Para comprobar una vez más la fidelidad de la tradición al trasmitir recuerdos de Jesús, vamos a estudiar más
en concreto el caso de san Pablo. Nos proporciona datos muy concretos que nos permiten ver cómo se guardaba en
la primitiva iglesia la tradición sobre los dichos y hechos de Jesús. Según san Pablo la Iglesia posee un criterio
normativo que él llama “tradición” o “tradiciones” (paradosis): cf. 1 Co 11,2; 2 Ts 2,15; 3,6). El modo de transmi-
sión se expresa mediante un vocabulario técnico: entregar (y recibir
 cf. i Co 11,23; 15,1-3; Ga 1,9; Flp 4,9; 1 Ts 2,13; 4,1; 2 Ts 3,6). Las jóvenes
comunidades cristianas tienen que "mantener" o “aferrarse a” estas tradiciones. Los verbos paulinos son
 (2 Ts 2,15),  (1 Co 11,2) (1 Co 15,1). El uso de estos vocablos clásicos en la
terminología rabínica no necesariamente prueba que la actitud de Pablo hacia la tradición fuese idéntica a la de los
rabinos en su escrupulosidad literal, pero sí podemos afirmar al menos una cosa: en la época de Pablo el Cristia-
nismo primitivo es consciente de poseer una tradición propia que incluye muchas tradiciones concretas. Los diri-
gentes las transmiten a sus comunidades; las comunidades las reciben y conservan. Esta transmisión es por tanto,
como dice Gerhardsson “consciente, deliberada y programática.” Y parte de estas tradiciones la constituyen sin du-
da los dichos y hechos de Jesús de Nazaret, el Maestro único.
Esta tradición tiene valor normativo. En 2 Ts 2,15 Pablo escribe: “Así pues, hermanos, manténganse firmes y
conserven las tradiciones que han aprendido de nosotros de viva voz o por carta.” El carácter pneumático y caris-
mático de las primeras épocas no excluye la existencia de una tradición autorizada y una transmisión consciente.
Aun cuando Pablo es partidario radical de la libertad cristiana para caminar en el Espíritu, sin embargo transmite
deliberadamente tradición y tradiciones, y pide a sus comunidades que las acepten.
Pablo no habla de las tradiciones como si se diesen en el contexto de un soplo creativo del Espíritu, o de unas
profundas fuerzas impulsoras, o de unas tendencias que actuaran de modo anónimo en las comunidades, difun-
diéndose desordenadamente de un lugar a otro. El cuadro de la transmisión de tradiciones, repetimos otra vez, no
reviste el carácter fantástico que le atribuye Bultmann. Está vinculado ante todo a la obra de personas dotadas de
uno u otro tipo de autoridad.
Analizado el talante de estas tradiciones en la Iglesia paulina, preguntémonos: ¿qué lugar ocupan dentro de es-
tas tradiciones paulinas las referentes a los dichos y hechos de Jesús de Nazaret? La primera impresión es muy po-
bre. Pablo apenas cita en sus cartas hechos o dichos del Jesús terreno. El cuadro de Jesús que podríamos recompo-
ner con las pinceladas paulinas sería extremadamente sobrio. “Nació de mujer, bajo la ley” (Ga 4), de la estirpe de
David según la carne (Rm 1,3). Su dulzura y afectuosidad fueron notables (1 Co 10,1), fue traicionado (1 Co
11,23), “crucificado por los príncipes de este mundo” (1 Co 2,8); los judíos participaron en este crimen (1 Ts 2,15).
Cenó con sus discípulos la víspera de su traición y bendijo el pan y el vino (1 Co 11,23-25). Fue muerto, sepultado
y resucitó al tercer día (1 Co 15,4). Se apareció a Cefas, a los 12, a 500 hermanos y a Santiago (1 Co 15,5-8). Y
nada más.
Podríamos aumentar un poco estos datos si añadiésemos los que se nos conservan en los discursos paulinos de
los Hechos, puestos por Lucas en boca de Pablo. Pero metodológicamente no nos es posible. Antes habría que es-
tablecer que el autor de estos discursos es Pablo y no Lucas, y en cualquier caso la redacción de Hechos es de la
misma época de los Evangelios, y no nos sirve para investigar el proceso de tradiciones presinópticas.
Por lo tanto nos sabe a bien poco lo que Pablo nos recuerda sobre la vida de Jesús. ¿Qué decir sobre las refe-
rencias paulinas a los dichos de Jesús? Pablo no los cita muy a menudo, pero no hay una ausencia total de citas di-
rectas. También es verdad que el género epistolar parenético se prestaba poco para trasmitir este tipo de tradicio-
nes.
Pablo hace continuamente alusión en sus cartas a tradiciones que ya transmitió anteriormente durante su visita
personal a las comunidades (1 Co 11,2.23; 15,ss; Ga 1,9; Flp 4,9; 1 Ts 2,13; 4,1: 2 Ts 2,15; 3,6). Fue entonces
cuando Pablo se había explayado más en la transmisión en la transmisión, pero esta parte de su predicación no está
documentada ya que las cartas pertenecen a otro género literario. Pablo da por sabidas estas tradiciones y por eso
no pone interés en volverlas a transmitir. Simplemente alude a ellas. Probablemente cuando las transmitió de viva
voz, estarían llenas de citas y recuerdos sobre Jesús.
Pero, si bien es cierto que Pablo en sus cartas no cita muchas veces a Jesús de Nazaret, las pocas veces que lo
cita son suficientes para que podamos estudiar cuál fue su actitud al conservarlas. No nos interesa tanto el número,
cuanto la autoridad que les da, la manera que tiene de citarlas, de recibirlas y de transmitirlas. Encontramos aquí
una cala en ese proceso de transmisión en la fase presinóptica de elaboración de estos textos.
En 1 Co 7,10 escribe el apóstol: “En cuanto a los casados les ordeno, no yo, sino el Señor, que la mujer no se

19
separe de su marido.” Hay una referencia aquí al logion conservado en Mt 5,32; 19,9. No es una cita literal, pero sí
refleja el sentido de las palabras. Lo interesante de este texto es que a renglón seguido añade Pablo: “En cuanto a
los demás digo yo, no el Señor...” (v. 12), y en el verso 25: “respecto a los solteros no ha dispuesto nada el Señor
que yo sepa.”
Pablo distingue aquí unas situaciones en las que se conserva una palabra autorizada de Jesús transmitida por la
tradición, y otras situaciones en las que la tradición no tiene ninguna palabra autorizada del Señor. Pablo hace una
distinción entre sus palabras y las de Jesús. Y cuando se encuentra con un vacío, no se cree con el derecho de poder
inventar nada para colgárselo al Señor. Este pasaje viene a contradecir abiertamente a quienes piensan que en la
Iglesia primitiva no se distinguía entre lo que había sido dicho "por el Señor" y lo que había sido dicho "en el Se-
ñor", sino que se inventaban libremente palabras y se las ponían en boca de Jesús sin hacerse mayor problema.
Ciertamente no es esta la manera de actuar de Pablo, que en esta cita de 1 Corintios distingue perfectamente entre
lo que "ha dicho el Señor" y lo que el mismo Pablo dice “en el Señor.”
En 1 Co 9,14 Pablo cita nuevamente a Jesús. “También el Señor dio instrucciones a los que anuncian el evan-
gelio diciéndoles que vivieran de su predicación.” Alude Pablo sin duda a los logia de Mt 10, 9s y Lc 10,7, proce-
dentes de la Fuente Q. Este mismo logion “El obrero merece su salario” será citado explícitamente en 1 Tm 5,18, y
además con carácter ya canónico de “Escritura”, porque viene precedido de la frase ritual: “La Escritura dice...”
En 1 Ts 4,15, Pablo vuelve a referirse a las palabras de Jesús: “Miren, esto que voy a decirles se apoya en una
palabra del Señor (): ‘Nosotros los que quedemos vivos para cuando ven-
ga el Señor, no llevaremos ventaja a los muertos’.” En este caso se trata de un logion no recogido en los evangelios
canónicos, y nos hace presentir que circularon muchos más dichos de Jesús que los que nos han sido salvados en
los cuatro evangelios.
Pero las citas más importantes para nuestro propósito son las de 1 Cor 11,23ss y 1 Cor 15,1ss. En ambos casos
Pablo va a utilizar el vocabulario técnico de transmisión de tradiciones: ( y
). “Lo que yo recibí de parte del Señor, se lo he transmitido.” “Lo que les transmití
fue ante todo lo que yo había recibido.”
En el primer caso se trata del relato de la Ultima Cena. Vamos a resaltar el valor de este relato. La I Corintios
se suele fechar hacia el año 55. Pero en ella Pablo dice que este relato ya se lo había trasmitido a los Corintios
cuando les visitó hacia el año 50 o 51. Esto quiere decir algo muy importante. Ya para el año 50 estaba perfecta-
mente fijada la tradición antioquena sobre la Ultima Cena y las palabras de Jesús. Su tenor literal es casi exacta-
mente igual al que tendrán 30 años más tarde cuando Lucas publique su Evangelio. En 30 años no se ha producido
la más mínima manipulación de estas palabras, que ya nos consta que se han fijado quince años después de la
muerte de Jesús. ¿No es impresionante?
El segundo texto contiene un resumen de los acontecimientos decisivos de la historia de Jesús y una secuencia
de apariciones bien distinta a la de los evangelios canónicos, y que revela por tanto la existencia de fuentes diver-
sas. Prescindiendo de los detalles de la secuencia de apariciones de Jesús (a Cefas, a los Doce, a los 500, a Santia-
go, a todos los apóstoles), lo que podemos concluir provisionalmente es que ya el año 50, 15 años después de la
muerte del Señor, está elaborada la tradición sobre el sepulcro de Jesús y sus apariciones.
Pero sobre todo nos fijaremos en el uso de los verbos técnicos para designar la transmisión de textos: transmi-
tir un texto no es lo mismo que citarlo una vez, sino presentarlo a los oyentes de modo que estos lo reciban y se
adueñen de él. O bien el apóstol les transmitió estos textos por escrito durante su visita a Corinto, o bien se los en-
señó oralmente, pero de modo que los corintios lo memorizaran.
Observemos que al transmitir estos textos de la tradición que Pablo ha recibido, se siente libre para introducir
en ellos ciertos elementos interpretativos para clarificarlos. Los evangelistas harán también amplio uso de esta li-
bertad redaccional. Por ejemplo el paréntesis de 1 Co 15,6 sobre los 500, hermanos (algunos viven todavía, aunque
algunos han muerto) es sin duda una glosa añadida por Pablo al texto transmitido. La tradición sobre Jesús ha sido
sin duda reelaborada durante el tiempo de su transmisión presinóptica y ha introducido añadidos para aclarar su
significación. Pero en lo esencial el texto se mantiene idéntico.
Reconocer que los Evangelios u otros libros de la Biblia se apoyan sobre un complejo proceso de tradiciones
trasmitidas oralmente o por documentos previos, resta indudablemente importancia a la personalidad de los evan-
gelistas, a la hora de valorar la historicidad de los textos. Aunque no neguemos a los evangelistas su condición de
verdaderos autores, ni su contribución literaria y teológica a la última redacción del libro, sin embargo el hecho de
haber utilizado fuentes ya elaboradas desplaza el problema de la fiabilidad de los evangelistas al de la fiabilidad de
sus fuentes, y en definitiva la fiabilidad de todo el proceso transmisor de tradiciones en el seno de la comunidad
primitiva.

20
1.2.3.4. Los problemas planteados por la fuente Q
No podemos dejar de referirnos al uso que han venido haciendo de la fuente Q los exegetas norteamericanos
relacionados con el Jesus Seminar. El resultado que consiguen es alterar la imagen tradicional de Jesús que aparece
en la teología del Nuevo Testamento.
Recordemos que se habla por primera vez de la fuente Q como solución hipotética de la cuestión sinóptica del
material de doble tradición compartido por Mateo y Lucas, pero ausente en Marcos. Es uno de los pilares de la hi-
pótesis de las dos fuentes que hasta soy sigue siendo la más ampliamente aceptada en el consenso casi general de
los exegetas.
Los exegetas del Jesus Seminar han dado un extraordinario valor a dicha fuente. De ser una hipótesis útil ha
pasado a ser un documento absolutamente cierto que además ha pasado a ser considerado no como mera fuente
sino como evangelio en sí mismo. Sería además paras ellos el más antiguo evangelio que poseemos.
El siguiente paso ha sido tratar de reconstruir dicho documento a partir de los textos de Lucas y Mateo, privi-
legiando normalmente la versión lucana, y sobre todo la secuencia lucana. Es así como se ha llegado a hacer una
edición griega de ese evangelio reconstruido que pasa a utilizarse como si fuera un documento real que pudiésemos
encontrar en nuestras bibliotecas, olvidando su carácter meramente hipotético.
No se han contentado con ofrecer el texto reconstruido de Q, sino que además han pretendido establecer den
ese texto distintos estratos redaccionales que pertenecerían a las distintas ediciones de la obra. De esa manera al
dictaminar que determinados materiales pertenecen a la redacción más antigua estaría privilegiando su validez a la
hora de recomponer la más antigua imagen de Jesús en el proceso de la tradición.
Otro salto acrobático que dan estos investigadores es decidir que el documento Q contiene exhaustivamente
toda la fe de la comunidad Q portadora del mismo. El salto se da en dos etapas. La primera es afirmar que el do-
cumento Q reconstruido representa la extensión total del Q original, es decir que no se ha perdido ninguna de sus
perícopas, y el contenido actual de la reconstrucción coincide exactamente con el contenido original del documen-
to. De ahí saltan a afirmar que el documento representa el credo completo de la comunidad Q, es decir, que aque-
llas verdades que no estén expresamente contenidas en la reconstrucción del documentos eran verdades desconoci-
das para la comunidad Q. Dado que probabilísimamente el documento Q no contenía un relato de la pasión, dedu-
cen de ahí que la comunidad Q no daba importancia teológica a la muerte ni a la resurrección de Jesús. La soterio-
logía que ve un sentido salvífico en la muerte de Jesús sería un desarrollo posterior. La tradición más antigua sobre
Jesús no daba importancia teológica ninguna a su muerte.
Establecen así que la persona de Jesús era solo un sabio, un moralista, un predicador de un estilo de vida, a la
manera de los antiguos filósofos cínicos existentes en el ámbito helenístico. Obviamente para ello les molestan de-
terminados textos de Q de corte escatológico típicamente judío, donde Jesús habla de la próxima llegada del
Reinado de Dios. Para desembarazarse de estos textos que no cuadran con su imagen de Jesús como sabio helenís-
tico postmoderno, afirman que dichos textos pertenecen a un estrato redaccional posterior y por tanto no son jesuá-
nicos ni reflejan la predicación real del Jesús histórico. Para Crossan y otros exegetas de su escuela, se trata de
desarrollos teológicos posteriores de la comunidad Q que no pertenecen a sus raíces. Para dar con el Jesús más ori-
ginal el investigador debería diseccionar cuidadosamente todos los elementos escatológicos posteriores para que-
darse solo con los elementos sapienciales que son los únicos que reflejarían la verdadera predicación del Jesús his-
tórico.
A partir de todo este trabajo literario los autores del Jesus Seminar pasan a sacar conclusiones de gran rele-
vancia para la imagen del Jesús histórico. Un texto de Mack puede ilustrarnos sobre las consecuencias que tratan
de derivar de todo este proceso reconstructor.
Veamos el proceso completo que nos lleva hasta el texto de Mack.
Primer paso: Q es la fuente privilegiada para el conocimiento del Jesús histórico, porque es el documento más
antiguo y es testigo fiel de un estadio primitivo en el que todavía no existe una cristología de exaltación. Se trata de
un auténtico evangelio y no de una mera recopilación de dichos.
Segundo paso: Tenemos el documento Q completo, lo cual supone que todo lo que no aparezca en dicho do-
cumento no formaba parte de la fe de dicha comunidad.
Tercer paso: Siempre que exista una disparidad entre el Jesús de Q y el de los otros evangelios hay que prefe-
rir la versión de Q como la más antigua y auténtica.
Cuarto paso: Q pasó por varias fases redaccionales. Es posible hoy diseccionar los materiales que pertenecen a
dichas fases, y distinguir así lo que es más antiguo de lo que es posterior. Ahora bien para nuestro estudio sobre el
Jesús histórico deberíamos usar preferentemente lo que pertenece a la fase redaccional más antigua.
Quinto paso: La imagen de Jesús que emerge de estos materiales más antiguos de Q es totalmente diversa de la
imagen de Jesús que aparece en el evangelio de Marcos o en los otros evangelios. Los silencios de Q restan impor-

21
tancia teológica a algunos aspectos centrales en otras teologías del NT, tales como la ruptura de Jesús con la Ley,
las indicaciones implícitas o explícitas de la autoconciencia mesiánica de Jesús, y la conciencia que tuvo del senti-
do providencial de su muerte como sufrimiento vicario, y la concepción del Reino de Dios como un acontecimien-
to futuro con dimensiones cósmicas y políticas.
Sexto paso: el evangelio Q es elaborado y utilizado por una comunidad Q totalmente distinta de la comunidad
madre de Jerusalén, o de las comunidades paulinas o juánicas. Dicha comunidad no tiene una estructura jerárquica,
ni una vida sacramental, ni una fe en Jesús como Mesías o Hijo de Dios, ni una esperanza en un próximo retorno
de Jesús. La comunidad Q sería la auténtica comunidad continuadora del movimiento de Jesús y su más fiel repre-
sentante.
Por supuesto que no pretendemos decir que todos los representantes del Jesus Seminar mantengan todas las te-
sis expuestas o la dinámica progresiva en seis pasos que acabamos de resumir. Pero es interesante captar la dinámi-
ca interna que existe entres todas estas afirmaciones.
La obra de grandes exegetas de prestigio académico no inferior al de los del Jesus Seminar ha ido poniendo en
duda todos y cada uno de los pasos aquí expuestos. Incluso los que aceptan la existencia de un documento Q, son
muchos más modestos a la hora de pronunciarse sobre su contenido, sus límites, sus fases redaccionales o su teolo-
gía. Como advierte Rodríguez Carmona, todo lo que se construya sobre esta base comparte su carácter hipotético.
De aquí que con estos cimientos sólo se pueden construir edificios con poca altura, de una o dos plantas, pues so-
brecargar la construcción es entrar en el campo de la exégesis ficción, peligro que desgraciadamente no es infre-
cuente.20”
Podemos ir poniendo en duda cada uno de los seis pasos reseñados de forma tan dogmática. No es ni siquiera
seguro que existiera un documento Q. No existe en ninguna biblioteca, ni hay testimonios de la antigüedad acerca
de su existencia. Es solo una hipótesis para explicar el material didáctico compartido por Lucas y Mateo que no es-
tá en Marcos. No es cierto que sea un evangelio semejante a los otros en su género literario. Más parece una reco-
pilación de material didáctico. Llamarlo evangelio es ya una toma de postura. Nosotros preferimos seguir llamán-
dolo Fuente Q.
Suponiendo que haya existido dicho documento, no hay manera de conocer su extensión. Todo el posible ma-
terial del documento que no hubiera sido reproducido simultáneamente por Mateo y Lucas se nos habría perdido
irremisiblemente. Todo material incluido por tan solo uno de los dos evangelistas se nos habría conservado, pero
no hay modo de asegurar su pertenencia a Q, ya que el criterio de pertenencia es precisamente la aparición simul-
tánea en ambos evangelios.
Recordemos que Mateo y Lucas han omitido juntos o por separado una cantidad considerable de Marcos. Es
verosímil pensar que hayan hecho lo mismo con Q. Eso significa que no se puede argumentar a partir de los silen-
cios de Q, porque no tenemos el documento completo. Ni tampoco hay que caer en lo que Dunn llama la falacia de
suponer que cada comunidad usaba solo un documento. La fuente Q no tiene por qué ser el único exponente de to-
das las creencias de la comunidad, que podría haber hecho uso también de otros evangelios.
Tampoco es posible determinar con exactitud el tenor literal de los textos Q. Hay que tener en cuenta que Lu-
cas y Mateo además de disponer del documento escrito, poseían también una versión transmitida oralmente que ha
podido influir en la redacción. Dunn es el autor que más ha afirmado el influjo de esta tradición oral que se entre-
cruza continuamente con el documento escrito, hasta el punto de que no es fácil distinguir lo que pertenece al do-
cumento “Q” (mayúscula), y lo que pertenece a la tradición oral “q” (minúscula).
Las reconstrucciones de fases redaccionales en Q que privilegian unos materiales sobre otros, tienen un carác-
ter marcadamente hipotético para la validez que debilita las conclusiones extremas que se quieren sacar de ellas.
Además el hecho de que unos materiales hayan entrado tardíamente en el documento, no significa que esos mate-
riales sean más tardíos. Una cosa es la historia de las tradiciones y otra la historia de la redacción del documento.
No se excluye que los materiales incorporados en una fase posterior hayan sido materiales más primitivos.
La existencia de una comunidad Q tan distinta de las otras comunidades conocidas en las primeras décadas del
cristianismo es una hipótesis bien extraña. Todo lo que sabemos sobre Q nos viene del uso que hicieron de ella Ma-
teo y Lucas. Si realmente el Jesús de Q era tan distinto, si su comunidad portadora era tan distinta, si la teología de
Q era tan distinta e incluso tan contraria, ¿es verosímil que tanto Lucas como Mateo hayan utilizado un documento
supuestamente tan heterodoxo?
Además, después de todo, el documento Q expone una cristología no tan diversa a la de Lucas. Algunos acusan
a Q de tener una cristología baja, pero la imagen de Jesús que emerge, tal como la sintetiza Brown, no es de ningún

20
A. RODRÍGUEZ CARMONA, “La Fuente Q en el estudio de los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas”, en A. Vargas
Machuca (ed.), La Fuente Q de los evangelios, (Reseña 43), Verbo Divino, Estella 2004, p. 50.

22
modo baja. Jesús bautiza con el Espíritu Santo (Q 3,16-17; 7,18-23), es mayor que Salomón y que Jonás (Q 11,31-
32), es el Hijo del Hombre que vendrá como juez (Q 17,23-27.30.37). Es el Hijo a quien todo ha sido dado, que es
conocido sólo por el Padre, y el único que conoce al Padre (Q 10,22). Hay que preferirlo a la propia familia (Q
14,26-27). La pregunta del Bautista: “¿Eres tú el que ha de venir?” obtiene una respuesta positiva de Jesús referida
al pasaje de Is 35,5-6 y 61,-2. El dicho de Q 22,28-30 anunciando que los discípulos se sentarán en tronos como
jueces junto con Jesús en el reino, manifiesta también una cristología mucho más alta de lo que muchos quieren re-
conocer en Q.
Ni la cristología ni la soteriología de ese Q reconstruido son más bajas que las de Lucas. Encontramos en Q
precisamente el llamado “aerolito juánico” afirmando que nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hi-
jo se lo quiera revelar (Q 10,22). En este texto nos volvemos dar de bruces con la misma incomodidad y la misma
dificultad para el diálogo interreligioso que se quería evitar prefiriendo la cristología de Q. Para este viaje no ha-
cían falta tantas alforjas.

1.2.4. Conclusiones
Contra los resultados de la Historia de las Formas que eran totalmente negativos, y apoyándonos en los traba-
jos de la escuela de Uppsala y de Schürmann y de los exegetas de la tercera búsqueda, hemos podido mostrar que
el proceso de transmisión de tradiciones sobre Jesús reúne las suficientes garantías como para afirmar que conser-
vamos sustancialmente una imagen correcta del Jesús histórico, de su talante, sus palabras, y su mensaje.
Aunque no podamos escribir una vida de Jesús, ni lograr un concordismo entre algunos datos heterogéneos de
los distintos evangelios; aunque renunciemos al concordismo fácil de épocas pasadas, y aceptemos el hecho de los
géneros literarios estereotipados; aunque admitamos que la profundización cristológica a la luz del Espíritu y la
amplia actividad redaccional de los evangelistas ha podido modificar la literalidad de hechos y dichos de Jesús, no
renunciamos al gozo de saber que en la confesión creyente de Jesús de Nazaret como el Cristo, el hijo de Dios, se
nos ha conservado sustancialmente el recuerdo histórico de su persona o sus palabras.

TEMA 2: EL JESÚS HISTÓRICO


Uno de los temas más apasionantes que se están tratando hoy día es el referente a la identidad del Jesús histó-
rico. Emergen imágenes muy distintas sobre cómo se presentó Jesús: profeta apocalíptico, maestro de sabiduría,
carismático, reformador social…21
Para este estudio, es necesario comenzar fijando unos criterios de historicidad para leer los evangelios, y dis-
tinguir de los rasgos de Jesús que proceden de Jesús mismos y aquellos que han sido elaboraciones posteriores de
la comunidad.

2.1. Los criterios de historicidad


Hemos hablado de fixismo y variabilidad en el proceso de transmisión y cómo el fixismo es suficiente como
para valorar globalmente la imagen de Jesús que emerge de los evangelios sinópticos. Pero ¿podríamos concretar
un poco más qué parte de los evangelios proviene de la tradición y qué parte proviene de la redacción de cada
evangelista o de sus fuentes, o de la tradición oral subyacente a esas fuentes?
La segunda y tercera búsqueda del Jesús histórico22 se han mostrado mucho menos escépticas que la primera y
han contribuido a desarrollar unos criterios de historicidad que en muchos casos nos permiten distinguir lo tradi-
cional de lo redaccional y formar así un banco de datos establecido como núcleo esencial de la figura de Jesús du-
rante su ministerio.
En primer lugar, el relato de Jesús ha de ser localizado en el mundo religioso del judaísmo palestino en el si-
glo I. Un Jesús extraño a este contexto será sin duda un Jesús falso. Los esfuerzos de críticos como Crossan de re-
construir el mundo de Jesús usando la antropología cultural mediterránea, en vez de la tradición religiosa de su
pueblo, pasan por alto completamente el hecho de que Jesús fue un miembro de una comunidad religiosa con una

21
Un buen resumen de estas distintas imágenes de Jesús puede hallarse en S. GUIJARRO, Jesús y el comienzo de los evan-
gelios, Verbo Divino, Estella 2006.
22
Sobre las tres etapas de búsqueda del Jesús histórico se puede consultar, siguiendo el hipervínculo, mi curso sobre Je-
sús judío.

23
cosmovisión formada por las Escrituras hebreas. Aunque el mundo judío participase de una cultura mediterránea
más amplia, no puede ser comprendido solo desde dicha cultura común a otros pueblos del área geográfica, sino
desde la singularidad propia del judaísmo palestino del siglo I. Jesús no puede ser entendido fuera de la historia re-
ligiosa de Israel. Su historia, que se abre con el bautismo por Juan, está desde el principio situada en un contexto
religioso. El Jesús que nos aparece en las Escrituras cristianas, su comprensión de Dios, su sentido de ser parte y
solidario con un pueblo, el imaginario religioso, la antropología y la teología implícita en su predicación, se han de
entender a la luz de este contexto. Su propio imaginario religioso estuvo conformado por la tradición religiosa de la
que formaba parte.
Es verdad que el mundo judío palestino llevaba ya tres siglos sometido al influjo de la cultura helenística pre-
dominante, pero no se dejó asimilar completamente por ella. Se trata de tres siglos de indudable influjo, pero tam-
bién de indudable resistencia que era aún mayor en las zonas campesinas de Galilea donde hay que situar a Jesús.
Gracias a Dios a comienzos del siglo XXI estamos mucho mejor capacitados que a comienzos del siglo XX
para conocer el contexto en el que vivió Jesús. Los descubrimientos de los manuscritos del Mar Muerto y otros nos
han permitido hoy conocer el pluralismo de dicho mundo judío, la existencia en él de sectas radicales, de grupos
que se habían desligado de la “ortodoxia” de los sacerdotes. Conocemos más sobre sus expectativas mesiánicas, su
inconformismo, su éxodo al desierto de Judá.
A lo largo de los años, los investigadores bíblicos han desarrollado una serie de criterios o principios para
identificar el material “auténtico”, las palabras y los hechos que nos conduzcan a Jesús mismo. En la siguiente sec-
ción presentaré cinco criterios propuestos por Meier y utilizados en su propia reconstrucción del Jesús histórico.
Puede ampliarse el estudio de estos criterios de historicidad utilizando mi curso sobre Jesús judío. Daremos aquí un
breve resumen tomado del libro de Rausch.

2.1.1. Criterios principales


2.1.1.1. Discontinuidad
También conocido como criterio de “disimilitud”, “originalidad” o “irreductibilidad dual”, este criterio se cen-
tra en las palabras o hechos de Jesús que no reflejan las prácticas del judaísmo, ni de la Iglesia primitiva. El presu-
puesto aquí es que una expresión o acción contraria a lo aceptado por la comunidad judía o por la Iglesia, es proba-
blemente auténtica. Los ejemplos pueden incluir la prohibición por Jesús de todo juramento (Mateo 5,34.37), el re-
chazo del ayuno voluntario para sus discípulos (Marcos 2,18-22) y su prohibición del divorcio (Marcos 10,1-12 y
paralelos). Éste es un criterio útil, pero Meier advierte contra la presunción de que automáticamente proporcione lo
que es el centro, o algo bastante representativo, de la enseñanza de Jesús (189).

2.1.1.2. Testimonio múltiple


Uno de los más importantes, el criterio de “testimonio múltiple” o “sección transversal” sostiene que las pala-
bras o hechos de Jesús que se relatan en más de una fuente literaria independiente (Pablo, Marcos, Juan), y/o en
más de una forma literaria (dichos, parábolas, relato de milagro), son, probablemente, auténticos. Por ejemplo,
Marcos, Q y el material exclusivo en Mateo y Lucas presentan a Jesús predicando acerca del reino de Dios; uno
encuentra referencias a esto en Pablo y Juan, incluso sabiendo que ambos prefieren hablar del mensaje de Jesús en
otros términos. De forma parecida, existen múltiples testimonios del discurso de Jesús acerca de la destrucción del
Templo, sus curaciones de enfermos o el trato con proscritos y pecadores.
Sin embargo Schillebeeckx (95) advierte que algo que se encuentra sólo en una tradición puede ser sin embar-
go auténtico. Señala esto en consideración al relato de Juan acerca de que Jesús también bautizó (Juan 3,22), y
Meier (191) lo plantea en consideración a la invocación aramea por Jesús de Dios como “Abba”, señalada única-
mente en Marcos 14,36.

2.1.1.3. Dificultad
El criterio de “dificultad” supone que el material sobre Jesús o los apóstoles que provocaría desconcierto a Je-
sús o a la primitiva Iglesia, ha sido suprimido o suavizado por los evangelistas. El hecho de que este material esté
presente, por lo general es un signo de que procede de la primera fase de la tradición del evangelio y, por tanto, es
auténtico. Los ejemplos incluyen el relato de que Jesús, el que está sin pecado, se somete a Juan el Bautista para un
bautismo de conversión; la expresión “¿Por qué me llamas bueno?” (Marcos 10,18); la admisión por parte de Jesús
de que no conoce el tiempo u hora exacta para el juicio escatológico (Marcos 13,32); y la negación de Pedro. Este

24
criterio necesita ser usado conjuntamente con otros, pero algunas veces puede ser de mucha utilidad.

2.1.1.4. Coherencia
También llamado “consistencia” o “conformidad.” Este criterio puede ser aplicado una vez que una cierta can-
tidad de material histórico ha sido establecido sobre la base de otros criterios. Esto ayuda a construir gradualmente
una imagen del Jesús histórico. Algunas afirmaciones atribuidas a Jesús pueden haber sido creadas por los predica-
dores primitivos y por los evangelistas; puesto que estos cristianos primitivos estaban familiarizados con la predi-
cación de Jesús, estas expresiones pueden ser coherentes con su enseñanza, aunque no sean “auténticas”, en el sen-
tido técnico de que provengan de Jesús mismo. Schillebeeckx observa que una expresión atribuida a Jesús, aunque
no haya sido pronunciada por Él, se puede fundamentar en su inspiración u orientación (98).
Meier (192) señala que este criterio de coherencia no se debería utilizar de forma negativa, declarando inau-
téntica una expresión o acción porque se juzgue no coherente con lo que ya ha sido establecido como auténtico.
Por ejemplo, es totalmente posible que Jesús utilizara a la vez la sabiduría y la escatología apocalíptica en su predi-
cación. Los patrones académicos modernos de coherencia no se han de imponer sobre Jesús y sus contemporáneos,
cuya mentalidad semítica es totalmente diferente a la nuestra.

2.1.1.5. Rechazo y ejecución


El Jesús histórico, en su predicación y en su ministerio, generó antipatías en algunos grupos de poder. Toman-
do nota del final violento de Jesús, este criterio de rechazo busca encontrar las palabras o hechos que lo provoca-
ron. Como dice Meier, “un Jesús blandengue que simplemente invitase a la gente a contemplar los lirios del cam-
po” no amenazaría a nadie. “Un Jesús cuyas palabras y hechos no encontraran rechazo, sobre todo entre los pode-
rosos, no es el Jesús histórico.”

2.1.2. Criterios dudosos


Varios criterios se juzgan inadecuados: Schillebeeckx los denomina “frecuentemente empleados, pero inváli-
dos” (98); y Meier los considera “secundarios (o dudosos)” (193). Incluyen:

2.1.2.1. Vestigios de arameo


Esto significa juzgar una expresión como auténtica sobre la base de los vestigios de vocabulario, sintaxis,
gramática o ritmos arameos. Aunque Jeremias popularizó este criterio, hoy muchos investigadores cuestionan su
validez. Las expresiones que reflejan el vocabulario o uso arameo podrían provenir, más que de Jesús, de los cris-
tianos palestinos de lengua aramea. Los llamados semitismos de los textos griegos pueden reflejar el lenguaje de la
gente común, más que un arameo original o los esfuerzos de los escritores cristianos de habla griega por imitar el
griego bíblico de los LXX.

2.1.2.1. El contexto palestino


De forma similar, juzgar expresiones de Jesús como auténticas porque contienen un “colorido local”, que re-
fleja las condiciones de los palestinos del siglo I, es dudoso. Tales expresiones podrían provenir de los cristianos
primitivos que vivían en Palestina. El criterio actúa mejor cuando se aplica de forma negativa. Una expresión que
refleja condiciones, preocupaciones teológicas o costumbres que se encuentran fuera de Palestina o sólo después
de la muerte de Jesús, probablemente es creación postpascual.

2.1.2.3. Dichos con fórmulas


Los dichos que se distinguen por fórmulas como “en verdad, en verdad les digo” o “pero yo les digo” no son
necesariamente auténticos. Estas fórmulas se usaban con frecuencia en los escritos apocalípticos judeo-
helenísticos.

2.1.2.3. Expresiones del Abba


Aunque “Abba” sea una palabra auténtica de Jesús, no por ello toda expresión que contenga la palabra “Ab-
ba” es necesariamente auténtica.

2.1.2.4. La vivacidad narrativa


El hecho de que una narración esté contada con vitalidad, con detalles concretos no directamente relevantes,
no es motivo para considerarla auténtica. La vivacidad del acontecimiento puede que simplemente refleje la habili-

25
dad del narrador.

2.1.3. Conclusiones
En una cultura tan influida por la modernidad y el posmodernismo, la cristología debe ser abordada de un mo-
do crítico. En un periodo primitivo, precientífico, la Biblia no sólo proporcionaba la narrativa de la fe; sino que
también proveía de una visión del mundo natural normativa. Algunos cristianos todavía se acercan al texto bíblico
desde esta perspectiva sobrenatural. Pero este biblicismo es cada vez más difícil de sostener. La visión estrictamen-
te histórica de los evangelios se apoyaba en un tipo de concordismo de datos discordantes que hoy nos resulta in-
genuo y cándido, y una piedra de molino difícil de tragar para quien conserva una mente crítica. Dios nos pide que
ante el misterio nos quitemos el sombrero, pero no que nos quitemos la cabeza.
Esta cristología crítica que acepta los resultados unánimes de la crítica del transcurso del último siglo no es en
absoluto incompatible con la fe. Seremos más modestos a la hora de presumir de lo que sabemos sobre Jesús, pero
somos conscientes de que aquello que sabemos con un grado razonable de certeza es más que suficiente para saber
que Jesús no es un mito, ni un desconocido, y que los resultados de la investigación histórica no nos presenta una
imagen de Jesús totalmente discordante de aquella en la que creemos por la fe.

2.2. ¿Quién es Jesús?


Podemos ya preguntarnos si estamos más cerca de responder a la pregunta de quién es Jesús, después de las
tres búsquedas y después de más de doscientos años de investigación sobre el Jesús histórico. Sobre las tres bús-
quedas puede consultarse el curso sobre Jesús judío.
Hay mucho que aprender de las diferentes búsquedas. A pesar de que la primera fue fatalmente dañada por
sus prejuicios ilustrados, todavía proceden de ella muchas de las distinciones y conceptos que han llegado a formar
parte de la cristología, incluyendo la distinción entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, la prioridad de Mar-
cos y la hipótesis Q.
La segunda búsqueda, que comenzó con la famosa conferencia de Kasemann, discípulo de Bultmann, fue más
allá de los prejuicios ilustrados de su maestro y pudo mostrar la continuidad entre el Jesús histórico y el Cristo de
la fe. Aunque seguían queriendo redescubrir el material histórico de los evangelios, los investigadores de la segun-
da búsqueda reconocieron que la indagación del Jesús histórico no podía simplemente dejar de lado al kerygma. Su
esfuerzo por interpretar a Jesús, a través de su predicación, significaba tomar mucho más en serio el contexto del
judaísmo palestino de Jesús, y por implicación, la tradición religiosa judía que conformó su propio imaginario e
identidad religiosa. Ellos han mejorado los instrumentos para el estudio histórico-crítico de los textos y su investi-
gación ha ensanchado grandemente nuestro conocimiento del camino desarrollado por las tradiciones del Nuevo
Testamento.
La tercera búsqueda ha conducido a una mayor apreciación del mundo de Jesús. Los estudios históricos han
guiado a una precisa descripción de los movimientos y corrientes de aquel mundo, mientras que la aplicación de las
ciencias sociales ha sugerido una dimensión más radical a sus palabras y hechos. Así, hemos aprendido mucho so-
bre la vida de Jesús, su predicación, sobre las “auténticas palabras” (ipsissima verba) que dijo, sobre el imaginario
que empleó, el mundo en que vivió y su destino, como veremos en los capítulos siguientes.
Algunos, como los miembros del Jesus Seminar, arguyen que los evangelios canónicos no pueden ser toma-
dos como fuentes seguras para nuestro conocimiento de Jesús. Llegan incluso a preferir a los apócrifos. Pero John-
son en un capítulo brillante titulado “¿Qué es histórico acerca de Jesús?” muestra cómo los principales detalles del
“entramado narrativo” que provee Marcos pueden ser corroborados por otros escritos del Nuevo Testamento no na-
rrativos, como también por escritos no cristianos (ENC).
Resumo aquí su síntesis: Jesús fue un ser humano, un judío. (Pablo, Hebreos, ENC), de la tribu de Judá (He-
breos) y descendiente de David (Pablo). Su misión se dirigió a los judíos (Pablo, ENC). Fue un maestro (Pablo,
Santiago), fue tentado (Hebreos) y oró utilizando la palabra “Abba” (Pablo). Oró por la liberación de la muerte
(Hebreos), sufrió (Pablo, Hebreos, 1 Pedro) e interpretó su última cena en referencia a su muerte (Pablo, y por im-
plicación, Tácito y Josefo). Sufrió un juicio y compareció ante Poncio Pilatos (Pablo, ENC); algunos judíos estu-
vieron implicados en su final (Pablo, ENC). Fue crucificado (Pablo, Hebreos, 1 Pedro, ENC) y fue sepultado (Pa-
blo). Tras su muerte se apareció a los testigos (Pablo).
Otras síntesis de lo que podemos conocer con bastante probabilidad sobre Jesús de Nazaret son los de McArt-
hur y Fuller, que podemos encontrar en mis apuntes de “Jesús judío.” También en un artículo de Vargas Machuca
se nos ofrecen resúmenes semejantes de Sanders y de Theissen.

26
Con todo, el Jesús histórico por sí mismo nunca es suficiente. El Jesús histórico no puede simplemente ser
identificado con el “verdadero Jesús.” Meier ha acentuado este punto. Distingue entre el Jesús histórico y el verda-
dero Jesús. El Jesús histórico es en un análisis final “una abstracción moderna y una construcción”, una “recons-
trucción hipotética y fragmentaria, elaborada con los medios de investigación modernos.” El “Jesús verdadero” se
nos sigue escapando, “sea cuando pensamos en su realidad total o aunque sólo sea un retrato biográfico razona-
blemente completo.” Mucho de su vida nos permanece velado, y nuestras fuentes son necesariamente selectivas.
El Jesús histórico no puede ser el objeto de la fe cristiana. Johnson insiste en que la fe cristiana está dirigida a
la persona viva, al “Jesús verdadero” que Dios ha resucitado y hecho a la vez Señor y Cristo. Él plantea, de un mo-
do convincente, lo problemático que es establecer el significado de una persona sólo por instrumentos de la crítica
historiográfica, y la insuficiencia de la historia como una base para la fe.
El Jesús verdadero, “the Real Jesus”, no coincide con el Jesús histórico. El Jesús verdadero es el que vive hoy
en la Iglesia. Johnson pone un ejemplo: La memoria de Jesús en la Iglesia no es la de un antiguo amor que murió y
cuya corta estancia con nosotros atesoramos, sino la de un amor que sigue viviendo en una relación que madura y
crece constantemente. La memoria del pasado se ve continuamente afectada por el cúmulo de experiencias que se
han seguido después. Desde el amor de hoy vemos la trascendencia de los recuerdos de aquellos balbuceos del pa-
sado. Solo ahora, a la vista de cincuenta años de matrimonio pueden los esposos comprender la trascendencia y el
significado de los primeros momentos de su amor.23
Tiene Johnson razón al insistir en que la historia no puede ser normativa para la fe, pero necesita prestar más
atención a su importancia para la teología. Si la doctrina cristológica de la Iglesia ha de resistir a la acusación de no
ser nada más que una helenización del lenguaje mito-poético judío o meramente el producto de intereses patriarca-
les y jerárquicos, ha de estar fundamentada, en lo posible, en el Jesús de la historia, así como en la fe de la Iglesia.
Además, declarar que es “necio” debatir cuestiones tales como si el Jesús de la historia predijo su vuelta nos deja
expuestos a distintos fundamentalismos apocalípticos, teologías extasiadas y milenarismos que todavía hoy causan
problemas a las comunidades cristianas cuando se hace una lectura fundamentalista de las palabras de Jesús.
Para una cristología sólidamente fundamentada, el Jesús histórico es crucial. Sin ello la fe cristiana y su Cris-
tología permanecen abiertas a las acusaciones de divinizar a Jesús y falsificar su mensaje, tal como se ha oído en la
búsqueda del Jesús histórico desde los tiempos de Reimarus hasta los miembros actuales del Jesús Seminar.

2.3. Cronología de Jesús


Un ejemplo de la situación de nuestros conocimientos sobre la historia de Jesús es el de la fechación de la
cronología de su vida. Para un estudio más detallado de esta cuestión podemos acudir al texto de Ángel Calvo y
Alberto Ruiz en su obra Para leer una cristología elemental.
Sobre la existencia de Jesús de Nazaret hay una práctica unanimidad entre todos los investigadores de todas
las escuelas y creencias. Si hay todavía quien cree que la tierra no es redonda no nos extrañará que haya alguien
que crea que Jesús no existió, pero este tema ni siquiera se debate. No solo por la validez de los testimonios evan-
gélicos que son verdaderas fuentes históricas, sino también por el testimonio concurrente de autores antiguos no
cristianos que documentan la existencia de Jesús. Sobre estas fuentes cristianas podemos ver un resumen, o una
exposición detallada de los testimonios de Suetonio, Tácito y Flavio Josefo, historiadores de finales del siglo I y
comienzos del II..
Veremos que no podemos determinar con exactitud el año del nacimiento de Jesús. Por un error de un monje
medieval se fijó el año 753 de la fundación de Roma. Pero después hemos descubierto que Herodes murió el año
749 (4 a.C.), con lo cual hay que adelantar la fecha del nacimiento unos seis años. Tampoco sabemos el día exacto
de su nacimiento. El 25 de diciembre fue una fecha elegida en época de Constantino II a mediados del siglo IV,
aprovechando que en esa fecha se celebraba en Roma la fiesta del Sol invicto en el solsticio de invierno.
En cuanto a la fecha en que Jesús comenzó su ministerio y la duración de éste no podemos tampoco ser dema-
siado precisos. Lucas nos da el año de comienzo de la predicación de Juan Bautista, el año 15 de Tiberio César que
corresponde año 27 o 28 de nuestra era. Jesús comenzó su ministerio poco después, quizás el año 29 cuando tenía
unos 35 años. La indicación lucana de que tenía 30 años al comenzar a predicar es probablemente simbólica, para
comparar a Jesús con José (Gn 41,46), con David (2 Sm 3,4) o Ezequiel (Ez 1,1). El ministerio de Jesús habría du-
rado entre uno y tres años.
En cuanto a la fecha de la muerte de Jesús suele hoy día situarse el 7 de abril del año 30. Murió ciertamente un

23
The Real Jesus. The Misguided Quest for the Historical Jesus and the Truth of the Traditional Gospels, HarperSan-
Francisco , San Francisco 1997, p. 143

27
viernes. Pero los sinópticos nos dicen que era el día 15 de Nisán, el mismo día de la Pascua judía, mientras que san
Juan nos dicen que murió la víspera de la Pascua, el 14 de Nisán.
Pero a pesar de las imprecisiones reseñadas, el arco cronológico es bastante preciso. La vida de Jesús transcu-
rrió entre las fechas tope del año 6 a.C. para su nacimiento y el año 30 o 31 d.C. para su muerte que es un arco bas-
tante preciso, aunque no podamos dar fechas exactas.

TEMA 3: LA CRISTOLOGÍA IMPLÍCITA


El método más directo para abordar la conciencia que Jesús tenía de sí mismo sería analizar las afirmaciones
en que Jesús se autoidentifica delante de sus discípulos o de la multitud. Dedicaremos a estos títulos cristológicos
nuestro sexto tema. Veremos entonces la dificultad tan grande que existe para saber si esos títulos cristológicos que
los evangelios ponen en boca de Jesús fueron realmente pronunciados por él, o se trata más bien de una atribución
tardía de la comunidad. Esta, después de la pascua, habría llegado a creer en Jesús como Mesías, Hijo de Dios y
Señor y consiguientemente habría retrotraído a los labios del Jesús histórico dichas afirmaciones. Además, como
hemos visto, estos títulos cristológicos en boca de Jesús son muy escasos en los sinópticos, y en el caso de Juan es-
tán claramente expresados en lenguaje juánico y no jesuánico.
Un método más indirecto que estas afirmaciones explícitas, pero más seguro, es el que utiliza lo que Kasper ha
llama “cristología implícita” en su obra Jesús el Cristo.24
La alborada del Reino de Dios acontece por la palabra y la obra de Jesús (Mt 13, 16 s); su llegada significa la
llegada del reino de Dios. Él en persona es el misterio del reino de Dios. Por eso se puede decir de los testigos ocu-
lares: (“¡Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven!, pues yo les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver
lo que ustedes ven y no lo vieron, quisieron oír lo que oyen, y no lo oyeron” (Lc 10,23 s). En su predicación inau-
gural en Nazaret puede decir Jesús, después de leer un texto profético: “Hoy se ha cumplido ante sus oídos esta pa-
labra de la Escritura” (Lc 4,21). Si expulsa los demonios con el dedo (o con el espíritu) de Dios, entonces el reino
de Dios ha llegado (Lc 11,20; Mt 12,28). Llegó la hora prometida por el profeta: “Los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos son limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia:..”
Todo esto ocurre ahora por Jesús. Por lo cual añade: “Dichoso el que no se escandaliza de mí (Mt 11,5s).
Con la venida de Jesús está viniendo, pues, de modo oculto el reino de Dios. Orígenes resumió esto diciendo
que Jesús es la autobasileia, el reino de Dios en persona. Con más precisión tendríamos que decir: Jesús es la lle-
gada del reino de Dios en la figura del ocultamiento, la humillación y la pobreza. En él se hace concretamente pal-
pable lo que quiere decir su reino; en él se revela lo que es el reino de Dios. En su pobreza, obediencia y carencia
de patria se ve la explicación concreta de la voluntad de Dios. En él se ve claro qué significan la divinidad de Dios
y la esencia humana del hombre: Ya Boff dijo que tan humano solo podía ser Dios.
En Jesús de Nazaret son inseparables su persona y su “causa”; él es su causa en persona. Es la realización con-
creta y la figura personal de la llegada del reino de Dios. Por eso toda la predicación de Jesús sobre el reino de
Dios que viene, su conducta y actuación contienen una cristología implícita o indirecta, que después de pascua se
expresó en la profesión explícita y directa.
Pero no veamos esta cristología explícita y directa postpascual sólo como una explicación más o menos lógica a
base de reflexión humana. Si la llegada del reino de Dios es totalmente obra de Dios y respuesta libre de la fe, en-
tonces también esta explicación cristológica postpascual tiene que ser a su vez enteramente acción de Dios y res-
puesta de la fe. Por tanto, no puede tratarse de una mera explicación. Por eso, hablando de la venida del reino de
Dios, habrá que referirse a dos figuras o grados: la figura del ocultamiento y humillación y la del esplendor. En
concreto hay diversos caminos para aclarar esta cristología oculta en la conducta, palabra y obra de Jesús.

3.1. La conducta de Jesús


Comenzamos con la conducta y postura de Jesús. Normalmente cumplió los deberes de un piadoso judío; reza y
va los sábados a la sinagoga. Pero también quebranta el precepto sabático entendido al modo fariseo (Mc 2, 23-3, 6
y passim), y relativiza el ayuno (Mc 2, 18-22) y las prescripciones de pureza de la ley judía (Mc 7, 1-23). Come

24
W. KASPER, Jesús el Cristo, 7ª. Ed., Sígueme, Salamanca 1989, p. 122-128.

28
con publicanos y pecadores, trata con cultualmente impuros. Se le tacha de amigo de pecadores y publicanos (Mt
11, 19).
Esta postura tiene que ver sólo indirectamente con la crítica y los cambios sociales; su sentido total se ve claro
sólo en relación con el mensaje de Jesús sobre la llegada del reino de Dios en el amor. Hasta hoy en oriente el
aceptar a uno a la mesa significa concederle la paz, confianza, fraternidad y perdón; la comunión de mesa es co-
munión de vida. En el judaísmo compartir la misma mesa significa comunión ante la presencia de Dios. Cada co-
mensal, tomando un trozo del pan partido, participa en la alabanza pronunciada por el padre de familia sobre el pan
entero. En último término, cada comida es preanuncio del banquete escatológico y de la comunión escatológica
con Dios. “Las comidas de Jesús con publicanos y pecadores no son simplemente expresión de su desacostumbrada
humanidad, munificencia social y compasión con los despreciados, sino que su importancia va más hondo: expre-
san el envío y mensaje de Jesús (Mc 2,17), comidas escatológicas, festejos anticipados del banquete salvador del
fin de los tiempos (Mt 8,11 par), en los que ya ahora se representa la comunidad de los santos (Mc 2,19). La inclu-
sión de los pecadores en la comunidad de salvación gracias a la participación de la misma mesa, constituye la
prueba más clara del mensaje sobre el amor salvador de Dios.”
Es difícil saber si el perdón de los pecados por Jesús debe ser catalogado entre sus palabras o entre sus obras,
pero la tradición sostiene vigorosamente que afirmó que tenía este poder y que mantener esa postura provocó, a ve-
ces, disensión (Mc 2,5-12). “¿Quién puede perdonar pecados sino únicamente Dios?” (Mc 2,5-12). Es Jesús el que
recibe a los pecadores en la comunión con Dios, introduciéndolos en la comunión consigo mismo. Desde el princi-
pio se descubrió, sin duda, lo monstruoso de esta pretensión: “Blasfema contra Dios” (Mc 2,6). Porque el perdón
de los pecados es posible sólo a Dios. Por tanto, la conducta de Jesús con los pecadores implica una pretensión
cristológica inaudita. Jesús se comporta como uno que está en lugar de Dios. En él y por él se realizan el amor y la
misericordia de Dios. No hay mucha distancia a la palabra en Juan: “Quien me ve, ve al Padre” (Jn 14,9).

3.2. Los milagros de Jesús25


Las obras más sobresalientes de Jesús son sus milagros. Bultmann es famoso por su teoría de que Jesús nunca
obró milagros, porque el “hombre moderno” no cree en milagros. Si por “hombre moderno” hubiera que tener a
las mujeres y hombres que viven hoy en el mundo, sería fácil demostrar que son más los que creen que los que no
creen en los milagros. Se ve claramente por la cantidad de gente que se siente atraída por un lugar o una persona a
los que se relaciona con algo milagroso. Sin embargo, el significado que da Bultmann al término “moderno” es
mucho más restrictivo, pues lo refiere al punto de vista puramente científico, y con frecuencia escéptico, introdu-
cido por la “Ilustración” de los últimos siglos.
No obstante, algunos de los partidarios de Bultmann, como Käsemann, han reconocido que no se puede conver-
tir a esta “moderna” visión del mundo en la medida de la historia. No podemos decir que algo no existió porque
nosotros no lo encontramos. La historia debe decidirse más bien partiendo de las pruebas. La tradición de que Je-
sús hizo curaciones y otras cosas extraordinarias es tan antigua como la tradición de sus palabras y debe tomarse
en serio en cualquier debate histórico. Vale la pena decir que, según la tradición, los enemigos de Jesús nunca se
presentan negando que Jesús hiciese cosas extraordinarias, sino que las atribuyen a un origen diabólico o al demo-
nio (Mc 3, 22-30), o, en el siglo II, a la magia.26
En particular, hay que ser prudentes ante la afirmación que describe a Jesús como uno más de los muchos maes-
tros de su tiempo, judíos y paganos, que eran también sanadores. La idea de que un personaje que hacía milagros
era corriente en el siglo I, es en gran parte falsa. Jesús es recordado como un maestro que conjuga su magisterio
con distintos milagros íntimamente relacionados con su enseñanza, y esta combinación parece ser única. Los dos
magos judíos más comúnmente citados son Joni, en el siglo 1 a.C., autor de círculos con poderes mágicos para
atraer la lluvia, y el galileo Janiná, en el siglo 1 d.C. Casi todo lo que sabemos de estos hombres es a través de una

25
Haremos un resumen de la exposición de R. E. Brown. Siguiendo el hipervínculo puede encontrarse en la carpeta el
texto completo sobre milagros y cristología implícita. El mejor tratamiento del tema de la historicidad de los milagros
de Jesús es el de J. P. Meier, Un judío marginal, vol. II/2, Verbo Divino, Estella 2000, 713-729. Hace Meier una apli-
cación de los cinco criterios de historicidad ya estudiados aplicándolos al caso de los milagros de una manera global.
Su juicio final es: “El criterio de testimonio múltiple de fuentes y formas y el criterio de coherencia parecen corrobo-
rar, en impresionante medida, el hecho histórico de que Jesús realizó acciones extraordinarias juzgadas milagrosas por
él mismo y por otros”. Son interesantísimas las palabras de Meier sobre el sentido de la palabra “milagro” (Ibid., 598-
602).
26
IRENEO, Adversus haereses, 2.32.3-5.

29
literatura rabínica muy posterior que los presenta como rabinos. Pero tengamos en cuenta que para entonces los
desarrollos legendarios y teológicos habían agrandado a estos personajes. Casi seguro que en la tradición primitiva
no eran maestros rabínicos, y se discute si fueron magos milagrosos por su propio poder o personas de oración efi-
caz que atraían la ayuda extraordinaria de Dios.
El hacedor pagano de milagros más popular que se presenta como más parecido a Jesús es Apolonio de Tiana,
siglo 1 d.C., cuya actividad conocemos, sobre todo, por una vida escrita por Flavio Filóstrato 200 años después,
vida que algunos autores consideran en su mayor parte ficticia. Los milagros atribuidos a este personaje, algunos
de los cuales pueden estar influenciados por el conocimiento de los relatos sobre Jesús, se proponen causar asom-
bro y suscitar adulación, algo que tiene poco que ver con la presentación que hacen los evangelios de los milagros
de Jesús.
En efecto, el término “milagro”, referido a las acciones de Jesús, es un tanto engañoso, pues su primera acep-
ción es la de algo para maravillarse de (del verbo latino mirari: “maravillarse de”) y pone demasiado énfasis en las
obras de Jesús en cuanto asombrosas. No hay duda de que, según los evangelios, los milagros de Jesús causaron
asombro y admiración, pero éste fue un efecto secundario. Ante el intento del demonio (Mt 4,1-11), de Herodes
(Lc 23,8), de los fariseos (Mc 8,11) o de la gente, de que el asombro fuera lo primordial de los milagros cuando,
por ejemplo, le piden a Jesús que haga gala de ellos, dicen los evangelios que se niega a hacerlos. En una parábola
se afirma que Jesús es escéptico en cuanto a que lo milagroso verdaderamente influya en aquellos a los que no se
les puede persuadir de otra manera: “No se convencerán ni aunque resucite alguno de entre los muertos” (Lc
16,31). Los falsos profetas podrían obrar prodigios capaces de engañar incluso a los elegidos (Mc 13,22-23).
Comprenderemos mejor el significado de las obras extraordinarias de Jesús si nos valemos de la denomina-
ción más común dada a ellas en los evangelios sinópticos: dynamis, esto es, “acto de poder.” El milagro no fue
ante todo una prueba externa de la venida del Reino (es decir, el hecho de que Jesús obraba milagros probaba que
el Reino había venido), sino uno de los medios por el que el Reino vino. Los actos de poder fueron armas que Je-
sús usó para rescatar a los hombres y al mundo del dominio del mal. Cuando Jesús curaba a un enfermo o resucita-
ba a un muerto, estaba venciendo el poder satánico que se manifestaba en la enfermedad y en la muerte. Esta es la
razón por la cual las curaciones de Jesús se asociaban con frecuencia a la posesión diabólica. Jesús puede resumir
así su ministerio: “Mira, expulso demonios y realizo curaciones” (Lc 13,32), y esas actividades incluyen la venida
del Reino: “Si yo expulso los demonios con el poder del Espíritu de Dios, es que ha llegado a ustedes el reino de
Dios” (Mt 12,28). La resurrección del hijo de la viuda de Naím revela que “Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,
16).
De forma todavía más clara, a los discípulos enviados por Juan el Bautista a preguntar a Jesús: “¿Eres tú el
que ha de venir, o debemos esperar a otro?” (Mt 11,3), la respuesta de Jesús apunta de nuevo a sus milagros de cu-
ración como signos y símbolos del Reino ya operante a través de él (Mt 11,4-6).
Algunos de los milagros de la naturaleza reflejan la misma mentalidad. Pablo nos dice que toda la creación está
gimiendo con dolores de parto hasta que llegue la hora de la liberación (Rm 8,22; cf. 2 Pe 3,12-13). Y en esta
cosmovisión Satanás manifestó su dominio con perturbaciones semejantes a las tormentas. Al calmar la tempestad
(Mc 4,37-41), Jesús se levanta y reprende al viento como reprende a la enfermedad y a los demonios. Jesús dice al
mar: “¡Calla!”, la misma orden que da al demonio en Mc 1,25.
Sin embargo, dando por descontado que Jesús obró actos de poder, ¿nos dice esto más sobre él que el hecho de
que fuese un profeta como Elías o Eliseo, de quienes se pensaba que habían hecho muchos milagros iguales? Sí,
precisamente porque en la tradición Jesús asocia esas acciones con la venida del Reino, un contexto escatológico
definitivo que no se encuentra en los milagros proféticos. Mediante sus acciones, Jesús se presenta claramente co-
mo alguien que cambia el gobierno del mundo y de las vidas humanas, que reemplaza el opresivo dominio satáni-
co con el dominio de Dios. Un pasaje de Is 61, 1-3 prometía una suprema intervención divina para dar buena noti-
cia a los pobres, luz a los ciegos y consuelo a los afligidos. Curando a los ciegos, a los lisiados, a los leprosos, res-
tituyendo la vida a los muertos y predicando a los pobres, Jesús proclamaba que la intervención divina ya había
comenzado.
La frontera entre Jesús y Dios en esta intervención es muy vaga. El Reino viene tanto en Jesús como a través de
él. El poder de curar y de hacer otros milagros pertenece a Dios, pero también a Jesús. Así, si al final del capítulo
anterior vimos signos de una autovaloración única en el conocimiento general manifestado por Jesús, esto se ve
sólidamente confirmado en la relación entre los milagros y la venida del Reino. Jesús hace algo que nadie había
hecho antes que él, desde que el pecado de Adán entregó el mundo presente al dominio de Satanás.

30
3.3. La predicación de Jesús
La predicación de Jesús contiene también una cristología implícita. A primera vista Jesús actúa como un ra-
bino, profeta o maestro de la sabiduría. Pero mirando las cosas con más atención se descubren diferencias caracte-
rísticas entre él y los tres grupos mencionados. Esta distinción la notaron sin duda sus contemporáneos. Se pregun-
taban sorprendidos: “¿Pero qué es esto? Es una doctrina nueva y se anuncia con autoridad ilimitada” (Mc 1,27).
Porque Jesús no enseña como un rabino, que se limita a explicar la ley de Moisés. Es cierto que utiliza la misma
fórmula que tenemos en los rabinos: “Pero yo les digo” (Mt 5,22.28 y passim). Con esta fórmula acostumbraban
los rabinos a distinguir su opinión, enseñando y disputando, de la contraria de modo claro y terminante. Pero tales
discusiones se mantenían dentro de la base común de la ley judía. Jesús sobrepasa la ley trascendiendo, en conse-
cuencia, el suelo del judaísmo. Es verdad que no pone su palabra contra la de Moisés, pero en su exégesis creativa
va más allá de Moisés, que no queda “abolido”, pero sí “llevado a cumplimiento”, es decir, sobrepasado (Mt 5,17).
En el judaísmo, detrás de la autoridad de Moisés está la de Dios. Como dice Banks, aunque Jesús nunca se opuso
explícitamente a la Ley, la sobrepasó al no hacer de ella el principio último que regulaba su acción y su discerni-
miento.
Y Jesús habla también de modo distinto a un profeta. Este lo único que hace es transmitir la palabra de Dios:
“Así habla el Señor”, “oráculo de YHWH.” En cambio, jamás se encuentra una fórmula así en Jesús que no distin-
gue su palabra de la de Dios. Habla con plena autoridad propia (Mc 1,22.27; 2,10 y passim). Prescindiendo de si
expresamente dijo que era el Mesías, la única categoría acorde con tal pretensión es la de Mesías. Pues el judaísmo
esperaba que el Mesías cuando llegara no anularía la antigua ley, sino que la explicaría de una manera nueva. Pero
Jesús cumple esta esperanza de modo inaudito, saltándose todos los esquemas conocidos, y por eso el judaísmo re-
chazó la pretensión de Jesús como una pretensión desaforada. Jesús se estaba considerando a sí mismo como la bo-
ca y la voz de Dios. Sus contemporáneos captaron muy bien esta pretensión, y por eso le rechazaron, llegando in-
cluso a la conclusión siguiente: éste blasfema contra Dios (Mc 2,7). Tal pretensión solo podía ser tachada de blas-
femia.

3.4. El llamado al seguimiento


Existe una tercera vía para mostrar una cristología implícita en el Jesús terreno: la llamada de Jesús a la deci-
sión y al seguimiento. Mediante su conducta y su predicación, Jesús llamó a su pueblo a una decisión definitiva a
favor o en contra de su persona y de su oferta. La decisión en pro o en contra del reino de Dios la vincula Jesús
concretamente a la decisión respecto de él, de su palabra y su obra. Esta relación se ve de modo especialmente cla-
ro en la palabra de Mc 8,38, que en el fondo es originaria de Jesús: “El que se avergüence de mí y mis palabras...,
de él se avergonzará también el hijo del hombre...” El juicio ante los ángeles de Dios se basará en haber reconocido
o negado a Jesús (Lc 12,8-9; Mt 7,21-23.24-27). El rechazo del mensaje de Jesús provoca la condenación de Coro-
zaín, Betsaida y Cafarnaúm (Mt 11,20-24). Perder la vida por Jesús trae la salvación (Lc 9,24). La caída de Satanás
del cielo está asociada con la misión que Jesús da a sus discípulos.27 Es decir, que a la vista de la conducta y predi-
cación de Jesús se toma la decisión escatológica; en él se decide uno respecto de Dios. Tal llamada a la decisión
implica toda una cristología.
Esta constatación se concreta asimismo atendiendo a la llamada de Jesús al seguimiento. Apenas podrá negarse
que Jesús congregó a su alrededor un grupo de discípulos y que a él se debe especialmente la elección de los doce.
En esto Jesús se comporta a primera vista como un rabino judío, que junta discípulos en torno suyo. Pero es equi-
vocado hablar de Jesús sin más como de un rabino. A diferencia de un rabino judío no se le puede pedir a Jesús,
por ejemplo, que lo reciba entre sus discípulos. Jesús elige libre y soberanamente “a los que quiso” (Mc 3,13). Su
llamada: “Sígueme” (Mc 1,17) no es pregunta, propaganda ni ofrecimiento, sino una orden; aún más, se trata de
una palabra creadora que hace discípulo al individuo de que se trata (Mc 1,17, 3,14). De modo que el modo de se-
guimiento de Jesús revela claramente algo de su poder pleno y de su autoridad.
Cuando Jesús pronuncia la orden “Sígueme”, nadie puede ni siquiera dedicar tiempo a enterrar a su padre, un
deber religioso sagrado, sino que ha de “dejar que los muertos entierren a sus muertos” (Lc 9,59-60). Ser discípulo
de Jesús es más importante que los lazos familiares (Lc 14,26; Mt 10,37).
Todavía más evidente resulta si se mira el contenido del seguimiento. A diferencia de lo que ocurre con los ra-

27
Cf. R. E. BROWN, Op. cit., p. 81.

31
binos, jamás se habla de disputas eruditas entre Jesús y sus discípulos. La meta del discipulado no es la asimilación
de tradición, sino la participación en la proclamación del reino de Dios, participación también en el poder pleno de
Jesús, anunciando con fuerza la cercanía del reino de Dios y expulsando los espíritus inmundos (Mc 1,17; 3,14; 6,
7 y passim).
Por último, en contra de lo que pasa con los rabinos, no se trata de una relación provisional maestro-discípulo,
hasta que el discípulo mismo se hace maestro. No hay más que un maestro (Mt 10,24 s; 23,8). Por eso la vincula-
ción de los discípulos de Jesús a su maestro es también más profunda que la de los rabinos. Jesús llama a sus discí-
pulos “para que estén con él” (Mc 3,14); participan de su peregrinaje, de su carencia de patria y, por tanto, de su
destino peligroso. Se trata de una comunión de vida total, de una comunión de destino pase lo que pase. La deci-
sión del seguimiento significa simultáneamente romper con todas las demás ataduras, significa “dejar todo” (Mc
10, 28); en definitiva, es jugarse el todo por el todo (cf. Mc 8,34). Un seguimiento tan radical y total equivale a una
confesión de Jesús. Por eso entre el tiempo prepascual y postpascual hay no sólo una continuidad de contenido en
la confesión, sino que se da igualmente una continuidad sociológica entre el grupo de discípulos de antes y después
de la pascua.
El hecho indudablemente histórico de la elección de Doce discípulos supone una inaudita pretensión de Jesús,
la de reconstituir el pueblo de Israel. Marcos nos aporta este dato sin explicitar su significado (Mc 3,14), como
también nos narra el nombre nuevo de Pedro sin explicar su significado (Mc 3,16). Pero en la fuente Q hay un lo-
gion en que se explicita este significado (Mt 19,28/Lc 22,30). Como casi siempre pensamos que Lucas ha manteni-
do el logion de Q en el lugar tradicional, al final de la vida de Jesús. Desde la perspectiva de su próxima muerte,
Jesús sigue creyendo que el reino que anunció se ha de consumar y en él los Doce van a tener su lugar como jueces
de las doce tribus. Si tal será el puesto de los Doce, ¿cuál no será el puesto que cabrá a Jesús en ese Reino consu-
mado? ¿Cómo puede decirse que Jesús se consideró a sí mismo simplemente como un mensajero del Reino?

3.5. Conclusión
La cristología implícita del Jesús terreno contiene una exigencia inaudita que hace saltar todos los esquemas
preexistentes. En Jesús nos las tenemos que ver con Dios y su señorío; en él uno se encuentra la gracia y el juicio
de Dios; Jesús es el reino de Dios, la palabra y el amor de Dios en persona. Esta pretensión es mayor y más elevada
que lo que pudieran expresar todos los títulos. Por eso, como en seguida veremos, si Jesús se mostró sumamente
reservado frente a ellos, no se debió a que pensara ser menos de lo que expresaban, sino a que pretendía ser más de
lo que esos títulos podían expresar. Su identidad sólo se puede expresar con fórmulas de superioridad: “Aquí hay
más que Jonás.” “Aquí hay más que Salomón” (Mt 12,41s). “Aquí hay más que el templo” (Mt 12,6). Pero esta
pretensión desmedida la encontramos en Jesús sin fanfarronería ni jactancia, sin un comportamiento que suene a
poder, influencia, riqueza y consideración. Es pobre y sin patria. Está entre sus discípulos como quien sirve (Lc
22,27). De esta forma vuelve a plantearse la pregunta ¿Quién es éste?
Algunos han tratado de hacer justicia a esta superioridad suya llamándole el profeta escatológico de los últimos
tiempos, por quien ha comenzado la salvación final de Dios. Creo que esta no es una descripción adecuada, preci-
samente porque en ninguno de los evangelios, desde su nacimiento hasta su muerte, existe un momento en el que
se diga que Jesús recibió la vocación profética.
Jesús es la figura escatológica por la que se abre paso la salvación última de Dios, pero su relación con aquel
que Israel llama Dios es tan especialmente íntima que sus seguidores tuvieron que buscar títulos diferentes a los
que se habían utilizado para los agentes anteriores del plan divino. De entre el repertorio de agentes divinos en Is-
rael, no vale el título de profeta, ni de rey, ni de rabino. Hay que crear títulos nuevos.
Ante la pretensión inaudita que presenta Jesús solo caben dos respuestas. Una es tomarle por el mayor ególatra
de la historia, un loco cuyas pretensiones corren parejas con las de los dementes que se creen Napoleón, o Dios
omnipotente en persona. No valdría la pena interesarse por un hombre así; solo merecería nuestro desprecio. Por
eso los que muestran admiración por Jesús o por su doctrina pero no le reconocen una relación única y privilegiada
con Dios son incoherentes. Admiran a un ególatra endiosado y pretencioso.
Como dice un autor, Jesús “fue provocador de una extrañeza que podía derivar en escándalo o adhesión, en re-
chazo airado o en amor incondicional.28”
Otra respuesta es reconocer en Jesús un misterio de cercanía a Dios que sobrepasa en sus pretensiones a todos
los grandes hombres y mujeres de la historia del judaísmo y de cualquier otra religión que han pretendido ser re-

28
O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret. Aproximación a la Cristología, BAC, Madrid 1993, p. 453.

32
presentantes de Dios. Jesús es más que uno de los grandes profetas, más que uno de los jueces, más que uno de los
patriarcas, más que uno de los doctores de la Ley, más que Salomón y que Jonás, y más que el Templo (Mt 12,6).
Esto es lo que podemos averiguar de esta cristología implícita en las palabras y las obras de Jesús.

TEMA 4: EL MENSAJE DEL REINO DE DIOS


Veamos en este capítulo como el término “reino de Dios” –RD- ocupa un puesto central como imagen que
vehicula el mensaje de la predicación de Jesús en los evangelios sinópticos y cómo es posible hacer remontar al Je-
sús histórico el uso privilegiado de esta expresión.
Comprobaremos también cómo, a pesar de que este uso privilegiado se desmarca de lo que era común en la li-
teratura judía de la época, sin embargo sigue enmarcada en un imaginario típicamente judío y escatológico, impen-
sable en el vocabulario o en la temática de la filosofía helenística de la época.
En los escritos canónicos los dichos de Jesús sobre el reino aparecen mezclados con sus obras y su pasión, y
no simplemente conservados formando un cuerpo de dichos, como en el apócrifo Evangelio de Tomás y proba-
blemente en la fuente Q. Esta mezcla refleja implícitamente que los primeros cristianos creyeron que la procla-
mación está inseparablemente unida con lo que Jesús es y lo que dijo; por eso, aquellas palabras suyas que pro-
claman el Reino tienen las mismas implicaciones que sus obras. En cuanto a sus palabras y obras, no podemos es-
tar seguros de que todo lo que se atribuye a Jesús sea histórico. Sin embargo, el porcentaje de lo que especialistas
responsables, como J. P. Meier, consideran histórico, basta para evaluar la idea que Jesús tenía de sí mismo. Sobre
sus obras ya hemos hablado anteriormente.

4.1. Reticencias29
El evangelista Marcos resume el contenido del evangelio de Jesús de la siguiente manera: “El tiempo se ha
cumplido, ha llegado el reino de Dios. Convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1,15) 1. Hoy se piensa normalmen-
te que Marcos no transmite con ello un logion originario de Jesús, sino que más bien se trata de un sumario del
evangelista. Pero está fuera de toda duda que Marcos ofrece con este sumario acertadamente el centro del mensaje
de Jesús. Centro y marco de la predicación y actividad de Jesús fue el reino de Dios que se había acercado. El reino
de Dios constituía la “causa” de Jesús.
Jamás nos dice Jesús expresamente qué es este reino de Dios. Lo único que dice es que está cerca. Es claro
que presupone en sus oyentes una idea y una espera que nosotros hoy ya no poseemos sin más ni más. Pero incluso
entonces se aguardaban cosas muy distintas al hablar del reino de Dios. Los fariseos pensaban en el perfecto cum-
plimiento de la Torá, los zelotes entendían con ello una teocracia política que intentaban imponer por la fuerza de
las armas, los apocalípticos esperaban la llegada del nuevo eón, el nuevo cielo y la nueva tierra.
Jesús no se deja encuadrar claramente en ninguno de estos grupos. Su hablar del reino de Dios es curiosamen-
te abierto y ha dado origen en la historia a las más diversas explicaciones. En la literatura relativamente antigua del
catolicismo se consideró con frecuencia a la Iglesia como la realización histórica del reino de Dios. En la época
moderna tuvo mucha influencia ante todo la explicación que dio la teología protestante liberal que entendía por
reino de Dios un bien supremo, el reino del espíritu y la libertad. Sólo A. Schweitzer y J. Weiss volvieron a reco-
nocer el significado mensaje de Jesús en clave de escatología futura. Según ellos, Jesús no quiso mejorar este
mundo, sino que esperaba más bien el nuevo mundo, el nuevo cielo y la nueva tierra. Pero como ambos considera-
ban que esta interpretación escatológico-apocalíptica era irrealizable en el presente, se refugiaron en una idea ética.
De otra forma esta interpretación ética sigue hoy viva en ciertas formas de teología política. Interpretan el
mensaje de Jesús sobre el reino de Dios como una utopía política y social, que hay que realizar en solidaridad y
hermandad. En definitiva, se llega a diluir a Dios y su señorío en el reino de la libertad y la fraternidad. Por supues-
to que con esto se roba al pensamiento del reino de Dios su sentido originario. No se trata de algo que Dios hace,
sino de algo que nosotros hacemos.
El sentido originario del concepto del señorío de Dios sólo con dificultad nos es accesible hoy. Nos oponemos

29
Para este apartado nos hemos inspirado en W. KASPER, Op. cit., 87-89.

33
a cualquier tipo de señorío humano. Precisamente el mundo utópico es el mundo de la libertad donde no hay seño-
res ni siervos. El derrocamiento de las monarquías políticas nos supone el paso a un mundo más democrático y
más humano. No hay lugar para monarquías humanas. Por eso la misma monarquía o señorío divinos guardan para
nuestra sensibilidad un sabor autoritario que se corresponde al de la esclavitud hoy abolida. Nos hace pensar en
una teocracia que oprime la libertad del hombre. Teocracia y teonomía dan la impresión de contradecir estricta-
mente a la autonomía humana.
De aquí surgen nuestras reticencias al escuchar el mensaje de Jesús. Oír que alguien va a reinar, se va a ense-
ñorear, aun en el caso de que ese alguien sea Dios, nos pone ya en guardia.
Otra cosa era para la sensibilidad de aquel tiempo. Para el judío de entonces el reino de Dios era la personifi-
cación de la esperanza en orden a la realización del ideal de un soberano justo (Salmo 72). Se pensaba que la justi-
cia no iba a ser fruto de la democracia, sino de la instauración del reinado de un rey justo que administraría la justi-
cia protegiendo a los desvalidos. Esta esperanza nunca se vio cumplida. Pero el hecho de que se fueran sucediendo
los reyes sin que ninguno trajera ese reinado, no les hacía desesperar de que esa fórmula monárquica algún día
traería la paz y la justicia. No acababan de escarmentar, como hemos escarmentado nosotros, de los reyes humanos
o de los señoríos humanos por más bien intencionados que fueran.
La llegada del reino de Dios se aguardaba como liberación de injusto señorío, imponiéndose la justicia de
Dios en el mundo. El reino de Dios era la personificación de la esperanza de salvación. En definitiva, su llegada
coincidía con la realización del shalom escatológico, de la paz entre los pueblos, entre los hombres, en el hombre y
en todo el cosmos. Por eso, Pablo y Juan entendieron bien la intención de Jesús, cuando abandonaron casi comple-
tamente el lenguaje del reino de Dios para hablar de la justicia de Dios (Pablo) o de la vida abundante de Dios
(Juan). El mensaje de Jesús sobre la llegada del reino de Dios tiene, pues, que entenderse en el horizonte de la pre-
gunta de la humanidad por la paz, la libertad, la justicia y la vida.
Para entender esta relación entre la esperanza originaria de la humanidad y la promesa de la llegada del reino
de Dios, hay que partir de la concepción común a la Biblia de que el hombre no posee sin más por sí mismo paz,
justicia, libertad y vida. La vida está continuamente amenazada, la libertad oprimida y perdida, la justicia pisotea-
da. Este encontrarse perdido llega tan profundo, que el hombre no puede liberarse por su propia fuerza. No puede
sacarse a sí mismo del atolladero. Demonios llama la Escritura a este poder que antecede a la libertad de cada uno
y de todos, el cual impide al hombre ser libre. La Escritura ve en los “principados y potestades” la causa de la alie-
nación del hombre, que se encuentra vendido y perdido. En la Biblia, las imágenes de esa situación son en gran
parte mitológicas o populares, pero en ellas se expresa una originaria experiencia humana, que existe igualmente
fuera de la Biblia y que la fe bíblica lo único que hizo fue reinterpretar, es decir, la experiencia de que realidades al
principio acordes con la creación pueden convertirse en algo enemigo del hombre. Determinan la situación humana
de libertad antes de toda decisión personal, no pudiendo por ello ser totalmente descubiertas ni superadas por el
hombre. Condicionan el desgarramiento antagónico de la realidad y el carácter trágico de muchas situaciones.
Sólo con este trasfondo se hace totalmente comprensible que se necesita un comienzo nuevo, que no sea fruto
de lo anterior, y que únicamente Dios como señor de la vida y la historia puede dar. Esto nuevo, que hasta ahora no
se tuvo, esto inimaginable, inderivable y, sobre todo, no factible, que sólo Dios puede dar y que en definitiva es
Dios mismo, eso es lo que se quiere decir con el concepto de reino de Dios. Se trata de que Dios sea Dios y señor.
Cuando Dios sea Dios, el hombre será humano, porque el señorío de Dios representa liberación de los poderes del
mal, enemigos de la creación. Este es el motivo fundamental del mensaje de Jesús y -como todavía veremos-, al
mismo tiempo, el último misterio de su persona. Por tanto, el mensaje del reino de Dios que viene es el pensamien-
to básico de la cristología. Esta tesis es la que ahora hay que desarrollar y fundamentar en particular, tratando de
superar las reticencias que el hombre de hoy puede tener frente a este lenguaje usado por Jesús. Quizás haya que
hacer una traducción a otro lenguaje que supere nuestras reticencias actuales. En este sentido tenemos ya preceden-
te en el Nuevo Testamento en que se fue progresivamente dando de lado este lenguaje, para presentar el mensaje
en otros términos, como ya vimos que hicieron en parte Pablo y aún más Juan.

4.2. La expresión “reino de Dios”


4.2.1.- Significado de la expresión

34
La palabra aparece 162 veces en el NT, 119 veces en los sinópticos. Algunas veces
designa otros reinados políticos, y aun el reinado de Satanás, pero en 102 ocasiones se refiere al reino de Dios.30 La
mayoría de las veces forma parte de la expresión o 
(esta última solo en Mateo).
Dicho reinado tiene una triple acepción: la soberanía de Dios, el ejercicio de hecho de dicha soberanía y el
ámbito donde esa soberanía se ejerce. Aunque no se pueden descartar los otros dos significados el central es el que
se refiere al ejercicio del poder real por parte de Dios. Se trata de un símbolo, pero de un símbolo en tensión, un
símbolo plurivalente que no es traducible a un concepto único. “El reino de Dios no es definible, es narrable.31”

a) La palabra “reinado” designa en primer lugar un acontecimiento por el cual Dios va a instaurar su autori-
dad de un modo nuevo sobre el mundo. En esta clave de acontecimiento o de instauración se mueven los textos en
que se aplican al reino como sujeto los verbos venir, llegar, acercarse -
, estar cerca -
 (Lc 21,31).
b) Pero simultáneamente es también un espacio, un ámbito en el que uno
*puede estar (lugar donde sentarse a la mesa: Mt 8,11s; lugar donde beber vino: Mc 14,25),
*puede entrar –- (entrar tuerto: Mc
9,47; las prostitutas entran delante: Mt 21,31; los que se hacen como niños entrarán: Mt 18,3 y par; en cambio
los ricos no podrán entrar: Mc 10,25 y par., ni tampoco entran los fariseos ni dejan entrar a otros Mt 23,12; ni
podrán entrar aquellos cuya justicia no abunde más que la de los escribas: (Mt 5,20; cf. también 7,21),
* de donde a uno le pueden sacar: (Mt 13,41).
c) Es también un don que uno
* puede poseer (de los pobres y perseguidos es el reino: Mt 5,3.10; Lc 6,20; de los niños es el reino: Mc
10,14 y par.),
* puede heredar: Mt 25,34.
* Dios lo puede dar a unos (al pequeño rebaño: Lc 12,32), y algo que le puede quitar a uno para dárselo a
otro (Mt 21,43). El reino es dado por Dios de forma testamentaria -- (Lc 22,29).

El término aparece de distinto modo en Mateo y en los otros dos sinópticos. Mientras que Mateo nos habla del
“reino de los cielos”, Marcos y Lucas (y el resto del Nuevo Testamento) nos hablan del “reino de Dios.” ¿Cuál de
las dos expresiones es más verosímil en boca del Jesús histórico?
Es práctica rabínica común el acudir a un circunloquio para evitar el uso del nombre de Dios. Una de las al-
ternativas es la palabra “cielos”, como sucede en la expresión “el temor de los cielos.32” Es poco probable que el
uso mateano refleje el uso del Jesús histórico, sino más bien el de los rabinos contemporáneos de Mateo.
Prueba de ellos es el hecho de que documentos más antiguos como son Mc y Q utilicen la expresión “reino de
Dios.” Otra prueba es que aunque Mateo suele utilizar la expresión “reino de los cielos”, conserva tres o cuatro ve-
ces el uso común de “reino de Dios” (Mt 12,28; 21,31.43; 19,24).33
Concluye Meier: “Aunque cabe la posibilidad de que Jesús emplease ambas fórmulas, todos los indicios
apuntan a que usó la expresión “reino de Dios.34”

4.2.2.- Historicidad de la expresión en boca del Jesús histórico


“Reino de Dios” es una expresión típica de Jesús y de las comunidades que se formaron en su escuela. Los
criterios de historicidad nos confirman que es lenguaje del Jesús histórico. Se da en primer lugar un testimonio
múltiple. La expresión RD aparece en la tradición marcana, en la tradición de Q, en el material propio de Mateo y

30
54 veces en Mateo, en 49 de las cuales se refiere al RD. 19 veces en Marcos, en 14 de las cuales se refiere al RD; 46
veces en Lucas, en 39 de las cuales ser refiere al RD.
31
J. P. MEIER, op. cit., p.298.
32
Pirqué Abbot 1,3
33
En la crítica textual de 19,24 queda en duda cuál de las dos expresiones es la auténtica.
34
J. P. MEIER, Un judío marginal, II/I, 296. Además esta expresión no aparece nunca en la literatura intertestamentaria de
la época de Jesús, y sí aparece en cambio después, en la literatura rabínica contemporánea de Mateo y posterior al
Nuevo Testamento. Tampoco aparece nunca la expresión “reino de los cielos” en ningún otro libro del NT. Ni puede
decirse que en los otros dichos de Jesús se evite sistemáticamente nombrar a Dios, o se recurra a un circunloquio.

35
en el de Lucas y en el evangelio de Tomás. Además aparece en formas literarias muy diversas: oráculos proféticos,
parábolas, oraciones, bienaventuranzas, exhortaciones, relatos de milagros.
Otro criterio para cerciorarse de que es una expresión típica del Jesús histórico es el criterio de doble discon-
tinuidad. Como veremos, la expresión RD no era común en el judaísmo antes de Jesús y tampoco lo siguió siendo
en la Iglesia después de él. En la literatura juánica solo aparece 2 veces. En los escritos protopaulinos solo 8 veces.
Otro criterio importante es el de coherencia. Dicha expresión se articula inseparablemente con otros muchos
aspectos originales e históricos acerca de la persona y la doctrina de Jesús: sus exorcismos y curaciones, sus ban-
quetes con los pecadores, su opción preferencial por los pobres, las parábolas, la llamada al seguimiento radical,
los gestos de la cena. La escatología propia del anuncio de la venida del reino impregna la doctrina y la vida de Je-
sús.
Llegó a ser tan característico el relacionar el reino con Dios, que en los textos tardíos del NT la sola palabra
 sin más precisiones designa el RD. Incluso en un momento se llegará a hablar del “reino de
Cristo” (Ef 5,5; Col 1,13; 2Tm 4,18; 2 Pe 1,11). En cambio son raras las veces en las que 
se aplique a alguien que no sea Dios.
El reinado de Dios es, por tanto, la palabra clave para entender el mensaje de Jesús. En palabras de Norman
Perrin, “El aspecto fundamental de la enseñanza de Jesús fue el concerniente al reinado de Dios. Es algo de lo que
no cabe dudar, y, de hecho, ningún especialista lo pone hoy en duda. Jesús apareció como alguien que proclamaba
el reino; todo lo demás de su mensaje está subordinado a esa proclamación, en la cual encuentra su significado.35”
Jesús fue ejecutado porque anunció un reinado de Dios, que iba a trastocar el orden establecido, y de alguna
manera iba a afectar a todas las dimensiones de Israel, incluida la esfera religiosa, social y política. Tras la instau-
ración de este reinado, todas las realidades conocidas hasta entonces iban a ser restauradas, o llevadas a su cum-
plimiento, incluida la Ley o el Templo. Como veremos, Jesús anunció que en la instauración de este reinado, le to-
caba a él jugar un papel decisivo, aunque no explicó el sentido exacto de este papel. Todo este anuncio no podía
por menos que ser considerado potencialmente subversivo para las autoridades que detentaban la autoridad religio-
sa, social y política, especialmente cuando grandes multitudes se le iban agregando.
Jesús fue condenado por tres motivos, según la acusación presentada ante Pilato: arrogarse la dignidad de rey
de los judíos, amotinar al pueblo y prohibir el pago de tributos. Tres típicos rasgos de todos los líderes rebeldes du-
rante 100 años consecutivos. ¿Anunció Jesús una revolución política o religiosa? No hay por qué escoger entre lo
uno y lo otro. En Israel todo era político y religioso a la vez. Todos los problemas que hoy llamaríamos políticos,
sociales o culturales, se planteaban siempre en su referencia a Dios y a su Ley. En aquella época un problema pu-
ramente secular era inconcebible.
Algunos textos de Lucas aluden a la esperanza de que Israel fuera liberado de sus enemigos, es decir de los
romanos.36 Jesús mismo apunta a un día en que Jerusalén sería librada del yugo extranjero (Lc 21,24). Esta libera-
ción política queda dentro del horizonte del reino de Jesús. Su diferencia con los zelotes está en que Jesús no creía
que esta liberación tendría lugar mediante un combate armado. El sabía que el combate armado sólo podría llevar a
la catástrofe.
Lo que queda más claro en el mensaje de Jesús sobre el reino que está llegando es que se trata del reino “de
Dios.” Es un mensaje ante todo religioso, no social ni político. “El reino de Dios es exclusivamente y siempre de
Dios. No puede merecerse por esfuerzo ético o cúltico, no se puede atraer mediante la lucha política, ni se puede
calcular su llegada gracias a especulaciones. No podemos planearlo, organizarlo, hacerlo, construirlo, proyectarlo
ni imaginarlo. El reino es dado y dejado en herencia. Lo único que podemos hacer es heredarlo (Mt 25,34). Lo ex-
presan claramente las parábolas. A despecho de todas las esperas humanas, oposiciones, cálculos y planificaciones
el reino de Dios es milagro y acción de Dios, su señorío en el sentido propio del término.
Pero tampoco se invita al quietismo humano. Por más que los hombres no podamos construir el reino de Dios
ni por evolución ni por revolución, el hombre no está condenado a pura pasividad. Lo que se le pide es convertirse
y creer (Mc 1,15 par). Conversión no significa rigorismo ascético alguno, ni fe significa el sacrificio de nuestro en-
tendimiento. Ambas cosas sería obras del hombre con las que quiere agradar a Dios. Fe significa renuncia al propio
rendimiento, confesión de la impotencia humana, reconocimiento de que el hombre no se puede ayudar a sí mismo
y a partir de sí mismo. No esperando nada de sí, lo espera todo de Dios.37

35
N. PERRIN,
Rediscovery of Teaching of Jesus, citado por J. P. Meier, Un judío marginal, II/I, 293-294.
36
Lc 1,68.71.74; 2,25.38; 19,43; 24,21; Hch 1,6.
37
W. KASPER, Op. cit., 98-99.

36
Una buena respuesta a este problema es la que nos da González Carvajal:38 “Volvamos otra vez a la pregunta
inicial: entonces, cuando contribuimos a perfeccionar la creación, ¿estamos haciendo avanzar el Reino de Dios? A
la luz de todo lo que acabamos de decir, deberíamos plantearlo más bien al revés: es el Reinado de Dios ya presen-
te -o sea, la fuerza de Dios actuando en la historia- lo que va cambiando el mundo. (A través de los hombres, natu-
ralmente. Nunca más deberíamos plantear como mutuamente excluyentes la acción humana y la divina). Sabemos,
además, que entre la presencia actual del Reino y su manifestación plena existirá un momento de discontinuidad
que no supondrá la desaparición de nuestra obra -esa obra que hemos llevado a cabo con la gracia de Dios, sino su
transformación y plenificación definitiva. Lógicamente, esa consumación última sólo Dios puede llevarla a cabo.
Por tanto, al mejorar el mundo no estamos construyendo el Reino de Dios, pero sí estamos -con palabras del Vati-
cano II –‘preparando el material del Reino de los Cielos’39 o, con la formulación más poética de Teilhard, “for-
mando la hostia sobre la cual debe descender el Fuego divino.40’”
Claramente afirmado en la primera bienaventuranza, proclamada en el sermón de la montaña (Mt 5) o de la
llanura (Lc 6,17ss), el destino del Reino de Dios a los pobres se manifiesta también en los pasajes programáticos
antes referidos. En el episodio de la sinagoga de Nazaret, la Buena Nueva predicada a los pobres se está cumplien-
do ante los oyentes de Jesús por medio de su acción y su ministerio (Lc 4,18-21). El Reino de Dios, presente ya y
operativo en la persona y acción de Jesús, está destinado a los pobres. Del mismo modo, en la respuesta de Jesús a
los mensajeros de Juan el Bautista, el hecho de que “la Buena Nueva se predica a los pobres” es señal de la misión
de Jesús en relación al Reino (Mt 11,5) y de la pertenencia de éste a los pobres.
De cuanto hemos dicho, debe quedar claro que la actitud de Jesús frente a la justicia y a la pobreza va más allá
del mensaje de los profetas a este respecto. Ellos, al hablar a favor de los pobres y de los oprimidos y en defensa de
sus derechos, estaban indicando claramente la intención de Dios a su favor, su predilección por los pobres y su có-
lera divina por la injusticia a ellos inferida. Jesús, sin embargo, no sólo manifiesta una “opción preferencial” por
los pobres, no está simplemente “a su favor”, sino que se identifica personalmente y se asocia preferentemente con
ellos. No sólo está a favor de los pobres, sino que pertenece a ellos y está con ellos. En esta pertenencia y asocia-
ción de Jesús con los pobres, el amor preferencial de Dios para con ellos llega a su clímax: la actitud de Jesús no es
sólo indicativa de la atención de Dios a los pobres, sino que además implica su empeño y compromiso con ellos.41

4.3. Trasfondo en el AT. y en la literatura intertestamentaria

4.3.1. Trasfondo del “reinado de Dios” en el Antiguo Testamento


Desde el Deutero-Isaías algunas corrientes del judaísmo esperaban una última intervención de Dios para libe-
rar a su pueblo, bien personalmente, bien mediante un agente. Esta intervención daría paso a una nueva realidad
definitiva. Llevaría consigo el juicio y la desaparición total del mal, la resurrección de los muertos, la renovación
del mundo, el reconocimiento universal de Dios por todos los pueblos, la nueva alianza con el pueblo de Israel. Esa
intervención introduciría una nueva realidad escatológica, no necesariamente apocalíptica (apocalíptico designa un
género literario y no una realidad).
Israel reconoce que Dios ha reinado, reina y reinará siempre, incluso cuando la creación o los pueblos se rebe-
lan contra él. (Sal 93,1-4; 96,10; 97,1-6; 103,19; 145,13). Hay incluso un género especial en los salmos que son los
salmos de la realeza divina: 47, 93, 96, 97, 98 y 99, o en frase de Mowinckel, “salmos de exaltación real.42”
El AT se vale sobre todo de verbos dinámicos que pertenecen al campo semántico de la realeza de Dios, sobre
todo el verbo “reinar” y el sustantivo “rey” que son frecuentemente aplicados a Dios en proclamaciones y en pro-
mesas proféticas. Dios es definido como rey, primeramente de Israel, y también después como rey de la creación
entera. Dios reina también en el templo, en la liturgia festiva.
Pero aunque Dios reine y haya reinado siempre, el Deuteroisaías anuncia una nueva toma de poder por parte
de Dios que irá mucho más allá de lo que se conocía hasta entonces. Este acontecimiento cósmico tendrá repercu-
siones muy favorables para Israel. Este nuevo ejercicio de la potestad real de Dios se presenta en su conjunto como
un acontecimiento de carácter futuro, que implica novedad y definitividad, que aporta salvación y liberación.

38
H. de Lubac, Blondel et Teilhard de Chardin. Correspondance commentée, Beauchesne, Paris 1965, p. 43.
39
Gaudium et spes, 38 a.
40
L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, El Reino de Dios y nuestra historia, Sal Terrae, Santander 1986.
41
J. DUPUIS, Op. cit., 72-73.
42
S. MOWINCKEL, The Psalms in Israel Worship, 2 vols., Blackwell, Oxford 1962.

37
Sobre todo en el contexto del exilio se repiten las promesas de que YHWH va a actuar como rey (Is 52,7; Ez
20,33; 34; 37,15-28; Mi 2,12-13; 4,9; So 3,15). Tras la vuelta del exilio y ante lo modesto de sus resultados, los
profetas mantienen la esperanza de un futuro más esplendoroso (Is 59,9-21; Za 14,9). Más tarde en medio de la cri-
sis provocada por la tiranía seléucida se renuevan estas profecías en el libro de Daniel que se refiere a cuatro reinos
humanos sucesivos, y al reino final de Dios que los aplastará (Dn 2,34.45). El reinado y el señorío de Dios apare-
cen también en los libros deuterocanónicos, como por ejemplo en Tobías 13 que anuncia cómo Dios, el gran rey va
a restaurar su reinado en Jerusalén.
Sin embargo, a pesar de la frecuencia de este tema en AT, poquísimas veces aparece la expresión “reino de
Dios. 43”
Son escasos todos los textos que contienen el término “reinado”, tanto hebreos y arameos como griegos.
Además es solo al final del AT cuando nos encontramos con estos pocos testimonios. Por eso hay que pensar que
Jesús adoptó en su predicación un término relativamente reciente y poco común. Incluso podíamos pensar que qui-
zás fue él quien empleó por primera vez esta expresión de una manera regular.
Al igual que en los libros del canon hebreo, también en los deuterocanónicos del AT aparecen muchas de las
preocupaciones conectadas con la intervención escatológica mediante la cual Dios reinará de un modo nuevo y de-
finitivo: reunión de los dispersos, peregrinación de supervivientes a Sión con ofrendas, derrota de los gentiles. En
esta escatología se pone a veces de relieve la imagen de Dios como rey, pero el reinado de Dios no es un tema do-
minante, y, como hemos dicho en la nota anterior, la expresión “reino de Dios” solo aparece una vez, en el libro de
la Sabiduría. En ese sentido cabe aplicar el criterio de discontinuidad que favorece la tesis de que el lenguaje sobre
el reino pertenece al uso del Jesús histórico.

4.3.2.- Reino de Dios en la literatura intertestamentaria


Los últimos libros de la Biblia hebrea y otros libros pertenecientes al período intertestamentario, -apócrifos y
targumim-, reflejan un panorama coincidente cuando hablan sobre el símbolo del gobierno de Dios como rey.
Muestran a las claras que dicho símbolo estaba relacionado frecuentemente con esperanzas escatológicas (con o sin
elementos apocalípticos) alusivas a la restauración de las doce tribus reunidas en torno al monte Sión o Jerusalén.
Resumiremos brevemente la exposición que hace Meier de los textos relevantes. En los Oráculos sibilinos
del siglo II a. C. hay un texto que narra cómo Dios envía un rey salvador que acaba con todas las guerras y salva al
pueblo judío. La última parte de este tercer oráculo contiene una profecía sobre el reino que Dios instituirá. 44 Pero
se trata todavía de un reino intramundano.
En el libro de los Jubileos el tema de la realeza de Dios tiene muy poca importancia y sale en muy pocos pa-
sajes. Igualmente en I Enoc, una de las obras más extensas de la literatura escatológica, tiene muy poco relieve el
símbolo de la realeza de Dios. Una vez se le llama a Dios rey, y hay la figura de un personaje elegido, el Mesías, el
Justo, el Elegido, el Hijo del Hombre que se sentará en el trono de gloria
En el testamento de Moisés hay una importante referencia al reinado de Dios en el capítulo 10. La muerte vo-
luntaria de unos mártires en la persecución de Antíoco IV da lugar a la venganza de Dios que manifiesta su reino
definitivo. El diablo es derrotado. Aparecen los temas de del terremoto, el oscurecimiento del sol y la luna y otras
catástrofes cósmicas. Al final Dios exalta a su pueblo al cielo para que viva allí con él. No es claro si esta elevación
al cielo tendrá un sentido literal o simbolizará el triunfo permanente de Israel sobre sus enemigos. 45 Parece que la

43
En el canon hebreo aparece una vez el término abstracto ‫– מלכּות יהוה‬malkhut YHWH- en 1 Cr 28,5. Otras veces apa-
rece este término referido a Dios, pero mediante pronombres: suyo, tuyo, mío: ‫( ומלכותו בכל משלה‬Sal 103,19). ‫מלכּותָך‬
(Sal 145, 11. 12.13). 1( ‫ מלכּותי‬Cr 17,14).
Dos veces aparece una palabra emparentada ‫ מלּוכה‬-melukháh- para afirmar que el reinado pertenece a YHWH: ‫היתה‬
‫( ליהוה מלּוכה‬Abd 21); ‫( ליהוה המלּוכה‬Sal 22,29). También la palabra hebrea ‫ ממלכה‬-mamlakháh- es usada una vez: ‫לָך‬
‫( יהוה הממלכה‬1 Cr 29,11).
En arameo aparece esta expresión en Daniel 3,33 - ‫מלכותה מלכות עלם‬-, en 4,31 - ‫ – מלכותה עם דר ודר‬En 7,27 dice
Daniel que la grandeza de todos los reinos del mundo le será dada al pueblo de los santos del Altísimo, y que su reino
será un reino eterno.
Solo una vez aparece en los deuterocanónicos griegos el término , en Sb
10,10.
44
OrSib 3192-193.767-775.
45
“Su reino se mostrará sobre toda la creación. Pues el que está en los cielos se levantará sobre su trono real. Y Dios te
elevará a ti (Israel) a las alturas y te asentará firmemente en el cielo donde moran las estrellas, y tú los mirarás desde
lo alto, sí, verás a tus enemigos sobre la tierra” (10, 1.3.9).

38
tierra ha sido abandonada a los malvados, mientras los justos han sido elevados a una vida inmortal.
Los Salmos de Salomón son un conjunto de 18 composiciones poéticas que suele fecharse en los días de la
toma de Jerusalén por Pompeyo (año 63 a. C.). Devotos judíos que han sufrido en esta crisis ansían la instauración
del reino por medio del Mesías davídico. Sobre todo el salmo 17 puede considerarse el salmo del rey Mesías.46 El
Mesías es un hombre pero tiene cualidades y poderes divinos. No tiene ningún pecado y su palabra tiene un poder
sobrenatural. El reino futuro que establecerá el Mesías parece incluir a los justos que resucitan a la vida eterna o
cuya vida en la luz del Señor no terminará nunca.47

4.3.3.- Reino de Dios en Qumrán


En cuanto a los documentos sectarios de la biblioteca aparecida en Qumrán, el Manual de disciplina no hace
referencia a la realeza de Dios. Solo en una colección de bendiciones escrita en el mismo rollo del Manual se pide
que Dios renueve la alianza para que pueda instaurar el “reino de su pueblo.48”
En los 25 himnos de la colección de cánticos de la secta o Hodayot, solo se invoca a Dios como rey una sola
vez.49
Uno de los documentos de la secta donde más cabría esperar alusiones al reinado de Dios es el Rollo de la
Guerra. Efectivamente varias veces se reconoce a Dios como rey y se nos dice que reinará a través de los tiempos
y edades,50 pero en conjunto los documentos de Qumrán coinciden con los libros protocanónicos, deuterocanónicos
y pseudoepígrafos en el escaso uso de este concepto al que además no se le asigna ningún relieve especial.

4.4.4.- Resumen del trasfondo judío del concepto51


Hemos visto, por tanto, que la expresión “Reino de Dios” aparece tardíamente en la literatura judía bíblica y
extrabíblica, y no es frecuente en los libros contemporáneos de Jesús o inmediatamente anteriores a él. Hemos
comprobado por otra parte que el criterio de testimonio múltiple y de doble discontinuidad indican que el uso
evangélico de esta expresión como término central para vehicular lo más central de su mensaje se remonta a Jesús
mismo. Por eso después de un detallado estudio sobre el trasfondo de este concepto en la literatura judía, concluye
Meier:
Se nos recuerda que, aunque ese símbolo del RD existía y resultaba en esencia inteligible dentro del judaísmo
contemporáneo de Jesús, de ningún modo era el símbolo único o dominante en la fe de Israel. Este pueblo expresa-
ba su esperanza con respecto al futuro mediante imágenes muy diferentes y a veces difícilmente conciliables; ade-
más, el símbolo del reinado de Dios no estaba ligado a ninguna definición teológica ni a ningún marco temporal.
En otras palabras, se encontraba a disposición de Jesús y le era útil, por ser conocido de sus oyentes y sugerir mu-
chas facetas de la vida y la fe de Israel; pero no estaba limitado a ningún aspecto de esa fe. Por otro lado, tratándo-
se tan sólo de un símbolo entre otros muchos, no era imprescindible para Jesús a la hora de presentar su mensaje.
El que lo eligiese como un tema clave supone una elección consciente, personal, y por tal razón el símbolo consti-
tuye un medio privilegiado de entrar en el mensaje y en la persona de Jesús.52

4.5. Carácter presente y futuro del reino


4.5.1.- El reino futuro en la predicación de Jesús
El evangelio del reino en labios de Jesús hace referencia indudablemente a una dimensión futura. Veremos al-
gunos de los argumentos más claros al respecto:
a) En el Padrenuestro Jesús enseña a los suyos a orar al Padre por la venida del Reino (Mt 6,10; Lc 11,2). Es-
ta venida del Reino equivale a la santificación del nombre de Dios. Se le pide a Dios que sea él mismo quien santi-

46
“El reino de nuestro Dios se halla para siempre sobre las naciones que serán juzgadas. Señor, tú elegiste a David para
que fuera rey de Israel y le juraste que su reino y todos sus descendientes no decaerían ante tus ojos… Míralos, Señor,
y suscítales un rey, un hijo de David, en el momento que tú elijas, oh Dios, para que reine en Israel tu siervo… y su
rey será el Señor Mesías” (SalSl 17,21).
47
SalSl 3,12; cf. también 13,11; 14,3; 15,13.
48
1QSb 5,21.
49
1QH 10,8.
50
1QM 6,6; 12,7; 19,6-8.
51
Algunos de los textos más relevantes pueden encontrarse en P. M. BEAUDE, Jesús de Nazaret, Verbo Divino, Estella
1992.
52
J. P. MEIER, op. cit., 326.

39
fique su nombre precisamente trayendo su reino. Son dos peticiones equivalentes. Santificación y venida del reino
son ambas acciones escatológicas que aparecen también juntas en una de las oraciones judías más antiguas, el
Qaddish: “Santificado y glorificado sea su gran nombre en este mundo; que él haga reinar su reino.” La petición
indica que es un acontecimiento que todavía no ha tenido lugar, al menos, plenamente.

b) También la versión más antigua de las bienaventuranzas, sobre todo las tres primeras de Lucas, que refle-
jan el núcleo original más antiguo, aportan una razón escatológica al proclamar la felicidad de pobres hambrientos
y afligidos: son felices en función de la futura instauración del RD, no por ningún valor intrínseco que pueda haber
en la pobreza o en el hambre. La venida del reino traerá consuelo a los que hoy están afligidos, y el banquete esca-
tológico saciará el hambre de los hambrientos.
La paradoja de que los desgraciados sean proclamados dichosos se debe a la inminencia de la llegada del
reino, porque Dios está a punto de imponer su justo gobierno y tiene una opción preferencial hacia los pobres. Esta
idea enlaza con la imagen de Dios del AT, un Dios justo, defensor de los pobres, que se ocupa de aquellos a quie-
nes descuidaron los reyes humanos de la monarquía de Israel, las viudas, los huérfanos, los oprimidos (Sal 72,4.12-
15; 146,5-10).
En la versión mateana, en cambio, se nos habla de pobres de espíritu, de hambrientos de justicia, de personas
buenas que reciben de Dios la recompensa a su virtud. Pero en la versión lucana, más antigua, no se habla para na-
da de la virtud de estos pobres desgraciados. Su único título para ser beneficiarios del reino es precisamente el he-
cho de ser desgraciados. “Dios los socorre no porque merezcan su ayuda, sino porque la necesitan desesperada-
mente y solo Dios puede proporcionársela.53”

c) Falta de interés por reformas sociales: Como señala, Meier, las bienaventuranzas anuncian una futura revo-
lución, pero una revolución que solo Dios llevará a cabo. Quizás por eso Jesús no propugnó reformas sociales o po-
líticas de gran calado, porque él no proclamaba la reforma de este mundo, sino el fin de este mundo. En este senti-
do se despega del mensaje claramente político de los antiguos profetas de Israel que proponían reformas sociales
bien concretas y denuncias bien concretas de pecados estructurales de la monarquía samaritana o judía. “Puesto
que la llegada del RD era inminente, estaban fuera de lugar los llamamientos a una reforma política y social em-
prendida –y a menudo malograda- por seres humanos.”54

d) Dimensiones trascendentes y discontinuas. Además en el banquete de ese reinado futuro serían invitados
al menos algunos gentiles, no como esclavos sometidos en una guerra, sino como invitados de honor que comparti-
rían la mesa con los patriarcas resucitados. Y en el momento en que Jesús comienza a prever la posibilidad de su
muerte violenta inminente, profetiza que él mismo, resucitado, acabará participando también en este banquete,
donde volverá a beber el vino con los suyos (Mc 14,25). Estos aspectos de la predicación de Jesús indican clara-
mente que el reino futuro tendría unas dimensiones trascendentes y discontinuas con respecto al mundo presente.
Hay una serie de elementos que integran la etapa futura de la consumación del reino que son elementos claramente
escatológicos tales como el juicio, la resurrección de los muertos, la comunión de mesa con los patriarcas, y con-
firman la distinción entre siglo presente y siglo futuro.
La consumación del reino tendría lugar en un eón diverso al eón actual. El término “eón” () tra-
duce el hebreo ‘olam ‫ עֹולם‬y tiene primariamente un sentido temporal en contraposición a chrónos
(), que es el tiempo propio de este mundo (cf. Mt 13,39.40.49; 24,3; 28,20). La apocalíptica judía
usa este término en el contraste “siglo presente-siglo futuro.” “El siglo presente” designa el tiempo del mundo ac-
tual, mientras que “el siglo futuro” o “aquel siglo” designan la eternidad ultramundana que tendrá lugar al final de
la historia. Este lenguaje de los dos siglos forma parte del vocabulario de Jesús (Mc 3, 29; 10,30; Lc 20, 34-35).

e) La llamada a la vigilancia. La continua llamada a la vigilancia porque no se sabe el día ni la hora de este
acontecimiento indica también con claridad su carácter futuro. Las teologías que reducen el reino a una realidad ya
presente en el ministerio de Jesús, o lo reducen a una mera sabiduría atemporal, no hacen justicia a la intimación
continua del evangelio a estar preparados porque se trata de algo que puede llegar en cualquier momento, y vendrá
como un ladrón, cuando menos se espera. De esta idea de vigilancia hay un testimonio múltiple, tanto en Marcos
(Mc 13,33-37) como en la fuente Q (Lc 12,39-40 = Mt 24,43-44; Lc 12,41-46 = Mt 24,45-51) y en otros lugares
del NT (1 Ts 5,2.4; 2 P 3,10; Ap 3,3; 16,15).

53
Ibid., 402.
54
Ibid., 403.

40
¿Esperaba Jesús que ese acontecimiento escatológico futuro tuviera lugar en fecha próxima? Hay cuatro ra-
zones que nos llevan a sospechar que efectivamente Jesús preveía que este acontecimiento iba a tener lugar pronto:
a) Los profetas en general no profetizaban los acontecimientos para un futuro lejano, sino inmediato. El cam-
pesino no pensaba en un futuro distante.
b) El Bautista creía en el juicio inminente, la Iglesia de la primera generación tuvo esta expectativa inminente
de la venida del Reino. Jesús situado entre Juan y la Iglesia ¿habría tenido una expectativa distinta?
c) No tiene sentido la carga de urgencia, de radicalidad en las exigencias, las advertencias comprometedoras,
la centralidad de la venida, y el consuelo que encontró Jesús en el reino ante la perspectiva de su muerte, si no pen-
sase en su llegada en corto plazo.
d) La perentoriedad en los dichos de Jesús sería exagerada si Jesús no creía que el fin estaba cercano.
Pero ¿cómo de cercano? Algunos dichos de Jesús parecen implicar que Jesús previó que ese acontecimiento
tendría lugar en vida de muchos de los que le escuchaban, antes de que pasara esa generación (Mc 13,30), o antes
de que los apóstoles acabaran de recorrer todas las ciudades de Israel (Mt 10,23), o antes de que algunos de los pre-
sentes gustasen la muerte (Mc 9,1). La cristología no nos obliga a defender a toda costa la veracidad de todo lo que
Jesús dijo. “Los nuevos planteamientos de la dogmática católica en torno al saber humano de Cristo insisten, con
buenos motivos, en la limitación e historicidad (=permeabilidad respecto a las ideas del tiempo) del mismo, su-
perando el docetismo psicológico o el neoapolinarismo larvado de las teorías tradicionales.”55 Por eso, no es forza-
do por la dogmática por lo que J. P. Meier en su exégesis minuciosa de estos tres logia llega a la conclusión de que
no son palabras auténticas de Jesús, sino composiciones tardías de la comunidad.56
De hecho lo que es claro es que Jesús se negó a dar una fecha concreta cada vez que le preguntaron, y des-
autorizó cualquier pretensión de hacer cálculos a propósito de esta fecha. Un logion incómodo que no pudo haber
sido compuesto por la comunidad es aquel que dice que “de aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles en el
cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mc 13,32). Pero ciertamente Jesús previó un tiempo intermedio entre su mi-
nisterio y la futura consumación del reino. Quizás en un primer momento previera que este acontecimiento tendría
lugar durante su vida. Pero una vez que Jesús previó su muerte próxima no predijo que la llegada del reino escato-
lógico fuera a tener lugar en ese mismo momento de su muerte. Las parábolas del crecimiento, la formación de un
grupo de discípulos, las instrucciones sobre el modo cómo deberían comportarse en una misión futura, indican que
Jesús no descartó la posibilidad de un tiempo intermedio en el que los discípulos realizaran su misión, al menos en
el espacio de una generación. “Pobres siempre tendrán con ustedes, a mí no me tendrán siempre” (Mc 14,7). “Ya
ayunarán cuando el esposo les sea arrebatado” (Mc 2,19-20). Ambos dichos suponen una situación posterior a la
muerte de Jesús y anterior a la consumación del reino.
Pero también es cierto que Jesús habla de una final absoluto del eón actual. No podemos pensar en un progre-
so indefinido. Como dice González-Carvajal: “En nuestra opinión, un progreso indefinido sería incompatible con
la noción de “Reino de Dios.” Si la historia estuviera siempre en camino hacia una plenitud que nunca llega, sería
absurdo hablar de “todavía no.” Como dice Alfaro, ‘sería un ‘todavía no indefinido, o mejor, un siempre-todavía-
no.57’ Más aún, suprimir el término de un proceso equivaldría a suprimir el proceso mismo, porque lo que permite
hablar de “proceso” no es el alejamiento del punto de partida, sino la aproximación al punto de llegada. Si no exis-
tiera la absoluta perfección, no existiría tampoco la noción de perfeccionamiento. Como es sabido, finis, en latín,
significa a la vez fin (final) y meta (objetivo). Cuando hablamos del finis mundi coinciden ambos significados, el
finis-final y el finis-meta.58”

4.5.2.- El reino presente en la predicación de Jesús


Una vez que hemos descartado una escatología realizada radical, cerrada a la dimensión futura de la llegada
del reino, veremos ahora cómo paradójicamente Jesús era consciente de que el reino anunciado ya estaba presente
de algún modo durante su ministerio.
“El Reino futuro no es lo que vendrá ‘después’ del presente, sino la presencia dinámica de Dios que está que-
riendo transformar toda la realidad desde dentro. Nada se realizará sino desde dentro. Y a nosotros, junto con todas
las criaturas, nos toca asumir y extender esa energía transformadora de Dios que trabaja en el corazón de la reali-
dad. Sin prisa y sin pereza. Sin impaciencia ni apatía. Tanto la impaciencia como la pereza son manifestaciones de

55
J. RUIZ DE LA PEÑA, La otra dimensión, 3ª ed., Sal Terrae, Santander 1986, 146.
56
J. P. MEIER, op. cit., II/I, 409-423.
57
J. ALFARO, “Y de nuevo vendrá, con gloria, a juzgar a los vivos y a los muertos”, en Communio 2 (1980), p. 251.
58
L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, El Reino de Dios y nuestra historia, Sal Terrae, Santander 1986.

41
la falta de esperanza. La esperanza nos convence de que Dios está activo en todo y de que todo es don. La esperan-
za nos convence a la vez de que tenemos la misión de encarnar y hacer efectiva la presencia graciosa de Dios.59”

a) Respuesta a la delegación del Bautista.


Uno de los textos que apuntan en esta dirección es la respuesta de Jesús a los enviados del Bautista que le pre-
guntaban si era él quien había de venir o tenían que seguir esperando a otro (Q 7,19). Jesús responde con una refe-
rencia a varios pasajes de Isaías que describen la condición paradisíaca del siglo futuro (Is 26,19; 35,5-6; 61,1). Es-
ta descripción ha empezado ya a hacerse realidad en el ministerio de Jesús, lo que significa que ese ésjaton ya ha
comenzado. El Bautista era un precursor, pero Jesús se presenta ya como introductor. Jesús pertenece ya a la etapa
del cumplimiento de las profecías, no es un profeta sin más.
Cuando a renglón seguido Jesús afirma que el más pequeño en el reino es superior al mayor de los nacidos de
mujer, no se está haciendo una promesa para el futuro, sino constatando una realidad ya presente (Q 7,28). Ya ha
terminado el tiempo de la Ley y los profetas que llegó solo hasta Juan. Ahora ya estamos en un RD que sufre vio-
lencia (Lc 16,16). “El tiempo final que Juan proclamaba y que consideraba ‘a la vuelta de la esquina’ se ha hecho
presente en algún sentido. La esquina ha sido doblada. El RD está aquí, listo para ser experimentado en el ministe-
rio de Jesús.60”

b) Los exorcismos de Jesús. Jesús relacionó explícitamente su actividad de exorcista con la llegada del reino.
“Si expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el RD ha venido a ustedes” (Q 11,20). El verbo
 en aoristo se refiere a una acción pasada que ya ha tenido lugar. Jesús afirma también que ha
visto a Satanás caer del cielo como un rayo (Lc 10,18), indicando que ha sido ya derrotado.
La literatura intertestamentaria mantenía que Satanás sería atado al final de los tiempos.61 Los exorcismos de
Jesús muestran cómo Satanás ya no tiene fuerza. Dios ha entrado en la historia de un modo nuevo. La enfermedad
y el pecado que eran signos del antiguo poder del pecado pierden su fuerza.

c) El reino ya está entre ustedes. Otro logion importante que subraya la dimensión presente del reino es el de
Lc 17,20-21. Lo leeremos en la interpretación de Meier: “Preguntado por los fariseos cuándo iba a llegar el RD,
[Jesús] les respondió diciéndoles: ‘El reino de Dios no viene con [atenta] observación
(), ni se dirá: ‘Está aquí o allí’. Pues, mirad, el reino de Dios está
() entre ustedes ().” Si bien la palabra  podría significar ‘den-
tro de’, es preferible la traducción “entre ustedes”, en medio de ustedes. No alude a una dimensión espiritualista,
invisible, sino a una dimensión fácilmente comprobable. No hay que ir a buscarlo fuera, no hace falta atenta obser-
vación, porque ya está ahí en medio y de un modo bien visible.

d) Falta de especulaciones sobre la fecha. Jesús rechaza todas las especulaciones y cálculos sobre el tiempo
de la futura llegada del reino, porque ya es una realidad. Los contemporáneos de Jesús tienen la dicha de poder ver
y oír “lo que muchos profetas y reyes desearon ver y no vieron, oír y no oyeron” (cf. Q 10,23-24). El deseo frustra-
do da paso a la satisfacción presente. “Un puñado de pobres campesinos galileos están experimentando ahora, se-
gún Jesús, la esperada salvación negada a los héroes del sagrado pasado de Israel.62”

e) Logion sobre los amigos del novio en la boda. Igualmente en la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el
ayuno, hay una metáfora sobre los invitados a la boda que se refiere indirectamente a la persona de Jesús, pero que
es bien elocuente respecto a la situación que se vivía durante su ministerio, considerado ya tiempo de boda escato-
lógica. No tiene sentido que los discípulos de Jesús ayunen mientras están gozando ya del tiempo de salvación in-
troducido por su maestro. Sería algo así como si los invitados a una boda ayunasen durante la celebración.
La paradoja entre el ‘ya sí’ y el ‘todavía no’ del reino está ya presente en el mensaje de Jesús, pero no hay que
buscar en un predicador como Jesús una resolución lógica a las paradojas de su discurso. Terminemos con unas pa-
labras de J. P. Meier a quien hemos ido siguiendo a lo largo de esta sección: “Nuestra preocupación por el princi-
pio de no contradicción -¿presente? ¿futuro?- seguramente habría suscitado una sonrisa de extrañeza en Jesús y sus
oyentes. Por eso no sintió la necesidad de aclarar esa paradoja en los términos en que hoy los exegetas intentamos

59
ARREGUI, Cristología.
60
Ibid., 479.
61
Test. Leví 18,12; Jub 10,8; Asunc Moisés 10,1.
62
J. P. MEIER, op. cit., II/I, 517.

42
hacerlo.63 El reino es un símbolo en tensión, una imagen versátil, que no puede ser adecuadamente desarrollada en
una definición. Basta concluir que Jesús estableció una conexión orgánica entre su ministerio en el presente y la
plena llegada del reino escatológico de Dios en el futuro.

4.6. Visión de síntesis


Jesús compartía en parte su visión del reinado con los fariseos y otros muchos de sus contemporáneos. Todos
los judíos reconocen que hay un ámbito, el del cielo, donde esa soberanía de Dios se ejerce plenamente sin ningún
tipo de restricciones, ahora y siempre. En ese ámbito entrarán los justos en el futuro bien individualmente, uno a
uno, tras la muerte individual, bien colectiva y simultáneamente cuando llegue la resurrección de los muertos.
En cambio hay otro ámbito, el de la tierra donde esa soberanía de Dios hoy por hoy no se ejerce perfecta-
mente. En la tierra la soberanía de Dios admite un más y un menos. Hay ámbitos donde esa soberanía se ejerce más
plenamente que en otros, es decir hay ámbitos donde la voluntad de Dios se cumple menos perfectamente. Por eso
hay que pedir que su voluntad se cumpla en la tierra como en el cielo.
En Israel Dios ejerce su reinado de una manera especial mediante su Ley. En la medida en que Israel cumple
la Ley de Dios se convierte en un ámbito donde Dios reina de hecho. “Si la casa de Israel no observa la Ley, las
naciones la dominarán, pero si cumple la Ley, se verá libre de todo duelo, aflicción o lamentación.” “Si Israel ob-
serva las palabras de la Ley que se le ha dado, ningún pueblo ni reino dominará sobre él. Tomen sobre ustedes el
yugo de mi nombre y rivalicen entre ustedes en el temor de Dios y practiquen los actos de amor unos para con
otros. 64“
Para los fariseos Dios reina ya en la medida en que Israel acoge su reinado. “Si en el mar de las Cañas Israel
hubiese dicho: ‘Él es rey (en presente) por toda la eternidad’, jamás le hubiese dominado pueblo ni lengua alguna;
pero Israel desgraciadamente dijo: ‘Él reinará (en futuro) eternamente’. 65”
Por eso los fariseos, en lugar de exhortar al pueblo a la rebelión armada contra Roma, exhortaban a guardar la
Ley, porque de ese modo el reinado de Dios se impondría sobre la tierra como en el cielo, e Israel quedaría libre
del yugo extranjero. Cuando la rebelión de los zelotes, Yojanán ben Zakkai, el que sería luego fundador de la Aca-
demia de Yavne, se negó a apoyarlos y abandonó la ciudad escondido en un ataúd. No le importó pactar con los
romanos. Cuando vio a la hija de Nicodemo recogiendo granos de cebada entre los excrementos de un caballo, dijo
llorando: “¡Bendito tú, Israel! Si cumples la voluntad de Dios ningún pueblo o lengua dominarán sobre ti, pero si
no cumples la voluntad de Dios, serás entregado en manos de un pueblo vil.”
Hasta hoy día el judaísmo rabínico sigue manteniendo esa misma doctrina en su oposición frontal al servicio
de los laicos sionistas, que serían los zelotes de hoy. Los ultraortodoxos observan la Ley escrupulosamente y creen
que así están colaborando más a la seguridad de Israel que todos los laicos que militan en el ejército. Para ellos es
la observancia de la Ley la única arma en que debe confiar Israel. Mientras Israel cumpla la Ley no hay fuerza nin-
guna que la pueda derrotar. Con el cumplimiento de la Ley, Dios ha empezado ya a reinar en el ámbito del Israel
fiel, aunque no reine todavía perfectamente en el ámbito global de la tierra.
Pero creen también los judíos que este reinado de Dios, que se ejerce ya perfectamente en el cielo, se ha de
ejercer perfectamente en la tierra en el futuro. Creen que un día mediante una intervención especial, Dios impondrá
su voluntad perfectamente sobre la tierra de modo que nadie pueda sustraerse a ella. El reinado de Dios que se
ejerce siempre en el cielo, se ejercerá también un día aquí en la tierra perfectamente. Nadie puede forzar el adve-
nimiento de ese reinado. No será fruto de las armas ni de las acciones de los hombres. Sólo podemos disponernos a
él mediante el arrepentimiento y el cumplimiento de la Ley que acelera esta intervención divina.
La intervención divina futura será salvación para los justos que gimen ahora oprimidos por los poderes malé-
ficos reinantes, y juicio y condenación para los que no estén convertidos y no vivan en el cumplimiento de la Ley.
A raíz de esta intervención, Israel será reunido y restaurado y todas las naciones se le someterán. Cuando Dios
reine perfectamente, ya no habrá opresión, ni injusticia, ni desgracias.
Jesús también, al mirar el mundo que le rodeaba, no estaba de acuerdo con lo que veía. Comprendía que Dios
no reinaba perfectamente en ese mundo, porque Dios no podía complacerse en una sociedad sometida a unos pode-
res maléficos que la tenían esclavizada. Así había sucedido durante muchos siglos, pero Jesús detecta que esta si-
tuación ha empezado ya a cambiar. Hay una serie de síntomas para él, que muestran que la soberanía de Dios ha

63
Ibid., 536.
64
Targum de Ez 2,10.
65
Ex 15,18; cf. Mekilta de Rabbi Ismael.

43
empezado a ejercerse de un modo nuevo, y estos síntomas preludian un próximo cambio de eón, de era, en la que
Dios reinará perfectamente sobre la tierra.
¿Qué le llevó a Jesús a intuir la proximidad de este cambio de régimen? Sin duda que fueron las expulsiones
de los demonios y las curaciones que se realizaban por medio de su ministerio. Jesús fue testigo de una serie de
acontecimientos nuevos que empezaron a sucederse por todas partes y que él interpretó como el comienzo de la
etapa en que Dios iba a ejercer su soberanía sobre la tierra de una forma nueva. “Yo veía a Satanás caer como un
rayo” (Lc 10,18). Jesús detecta que Satanás ha sido ya derrocado del poder que ejercía sobre el mundo. Jesús no
atribuye los milagros y exorcismos que hace a su propio poder sobrenatural. Se ve a sí mismo más bien como me-
diador de un dinamismo celeste que ya está activo en el mundo. Más que el agente de estos signos de poder, Jesús
se ve así mismo simplemente como un notario, que levanta acta de que ese poder de salvación está ya al alcance de
los hombres que crean en él. Pero al detectar este dinamismo nuevo Jesús se convierte también en su catalizador.66
Por eso, en el evangelio los signos no son acciones de Jesús realizadas según el estilo de otras curaciones y
exorcismos contemporáneos, realizados por otros según rituales muy elaborados, Sabemos que los esenios tenían
tal tipo de rituales y fórmulas mágicas. En Qumrán hay colecciones de conjuros,67 y sabemos de conchas mágicas,
nombres de ángeles... Nada de eso hay en el evangelio. Jesús cura y expulsa demonios sin ritual, sin utilizar nom-
bres de Dios, ni de ángeles, ni formularios...
“Si yo echo los demonios por el dedo de Dios, señal de que el reinado de Dios ha llegado a ustedes.68” Dedo
de Dios o Espíritu de Dios, designa el poder divino que está ya a la obra. Ya Dios ha comenzado a actuar de una
forma nueva, y la antigua soberanía de Satanás ha sido derrocada. Todas las curaciones en aquella época se inter-
pretaban como liberaciones, ya que todas las enfermedades se atribuían a influjo maléfico. Pues bien, ahora Sata-
nás, el fuerte, ha sido ya atado, y todos los que estaban aherrojados por él han sido liberados (Mc 3,27).
Dice Twelvetree: “Para Jesús los exorcismos no eran algo preparatorio a la venida del reino, sino que eran
ellos mismos el reino de Dios en acción.69” “Los palestinos del siglo primero creían, y Jesús compartía este pare-
cer, que la derrota de Satanás tendría lugar en dos etapas. Al principio del ésjaton, Satanás sería atado, de modo
que al final pudiera ser destruido. Parece que Jesús consideró que sus exorcismos y los de sus discípulos eran la
primera etapa de la derrota de Satanás.70”
Jesús invita a sus oyentes a que observen bien estos fenómenos que están sucediendo y que son signos de la
irrupción de un tiempo nuevo. Envía a sus discípulos de dos en dos para mostrar que esos sucesos pueden darse en
todas partes, y no están ligados exclusivamente al poder personal de Jesús o a su ministerio. Pero estos signos eran
sólo síntomas, eran pequeños anticipos de lo que estaba por venir. Esos síntomas eran todavía diminutos como el
grano de mostaza, pero hacían presentir cómo sería la plenitud de ese reinado cuando la soberanía de Dios se esta-
bleciese plenamente en el futuro próximo. Los botones de los árboles anuncian la primavera, pero son ya manifes-
tación incipiente de la primavera. Por mucho que corten estos brotes, nadie puede impedir que llegue la primavera.
Los hombres no pueden impedirlo de ningún modo. Pero a la vez, tampoco las acciones humanas son causa de que
la primavera llegue. No llegará la primavera por mucho que reguemos el jardín. Por mucho que uno limpie los cris-
tales de las ventanas, no habrá luz hasta que amanezca. Nosotros en ningún caso podemos hacer que amanezca, só-
lo podemos disponernos para la hora del amanecer limpiando los cristales.
Jesús nota que ya ha empezado a amanecer. Una vez iniciado ese proceso con las primeras luces del alba, es
ya imparable e irreversible. Pero Jesús distingue entre la inauguración ya presente de este dinamismo y su consu-
mación en el futuro próximo. Dios transformará las estructuras básicas de la sociedad, y todos vivirán como Dios
quiere que vivan. Habrá un orden social con estructuras propias en las que los discípulos de Jesús ocuparán un
puesto importante. El Israel de las doce tribus va a ser restaurado, y en ese Israel restaurado, los Doce ocuparán un
puesto especialísimo. En la parábola de los viñadores malvados Jesús contempló cómo iba a darse un cambio de
administración en la explotación de la viña, de modo que en la etapa futura los antiguos arrendatarios, la clase sa-
cerdotal de la época de Jesús, iban a ser sustituidos por otros.

66
H. STEGEMANN es el que más ha insistido en este concepto de Jesús notario más bien que agente de esas liberaciones;
Los esenios, Qumrán, Juan Bautista y Jesús, Trotta, Madrid 1996, 260-263.
67
4Q 510 y 511.
68
Mc 3,22-26; Mt 12,24-28; Lc 11,15-20
69
G. H. TWELFTREE, Jesus the Exorcist. A Contribution to the Study of the Historical Jesus, Hendrickson, Peabody MA
1993, p. 218.
70
Ibid., 227-228.

44
La Ley no sería abolida, pero sí alcanzaría una comprensión más profunda correspondiente a la justicia más
exigente del reino. Dios proporcionaría un nuevo templo, no hecho por manos humanas. En este templo podrían
adorar tanto los judíos como los paganos que acogiesen ese reinado, tal como anunciaron los antiguos profetas.
Según Jesús, esta soberanía de Dios supone salvación para los que acogen el reinado, pero juicio y destrucción
para los que lo rechazan. Los judíos esperaban que el reinado traería salvación a Israel y destrucción a los otros
pueblos, pero en cambio Jesús dice que, cuando Dios reine, separará unos peces de otros (Mt 13,48), separará
grano de cizaña (Mt 13,30), y el reinado que Dios traerá supondrá también para Israel salvación y destrucción, lo
mismo que para los otros pueblos. Esta es la gran novedad de Jesús. Los esenios pensaban que sólo los miembros
de Yajad y algunos otros judíos piadosos sobrevivirían al juicio, y que los demás judíos así como todos los paga-
nos, perecerían en él.71
Pero Jesús veía que la instauración de este reinado iba a ser más universal. Los demonios estaban saliendo de
todo el mundo, incluidas las mujeres y los paganos, como en el caso del endemoniado de Gerasa, o de la hija de la
cananea. Las curaciones de Jesús son inclusivas, mostrando el carácter inclusivo de la pertenencia al reino anun-
ciado. Jesús no consideraba en principio que nadie estuviese excluido de la salvación aportada por el reinado de
Dios, ni aun aquellos que parecían más lejos de él. No se les pedía ningún tipo de méritos, sino simplemente acoger
ese reino como un niño, es decir, desearlo y abrirse a él. Para Jesús lo que más cerraba el corazón para esta acogida
era el apego a las riquezas, y el hecho de poner en ellas la confianza para el futuro.
Sólo puede acogerse al reinado de Dios el que renuncie a acogerse a otros reinados rivales, el que se lo juegue
todo a una sola carta, como el mercader que descubre la perla, y no quiere buscar otras seguridades en la vida. Para
acogerse a la providencia de Dios, es necesario renunciar a otras providencias diferentes.
Junto con la imagen de las doce tribus, otra de las imágenes del nuevo reino restaurado es la del banquete. Los
banquetes inclusivos que tenía Jesús con los pecadores prefiguraban ya el banquete escatológico futuro. La imagen
de este banquete había sido ya utilizada por Isaías (Is 25,6-8). Los qumranitas esperaban que los dos mesías se sen-
tarían en un banquete junto con los elegidos, pero no parece que interpretaran sus comidas comunitarias como pre-
figuración de este banquete. Esta interpretación escatológica de los banquetes parece haber sido rasgo característi-
co de Jesús. Aparte del significado que da a sus comidas inclusivas, Jesús habla también del banquete en varias de
sus parábolas, y en el logion de Q acerca de los que habrían de sentarse a la mesa con los patriarcas. Ciertamente
antes de morir, Jesús quiso dar a su última cena este significado escatológico, sabiendo que no volvería a beber ese
vino, hasta que lo bebiera ya en el reino (Mc 14,25).

TEMA 5: REINO Y CRISTOLOGÍA


Ahora nos interesa estudiar en qué medida el mensaje de Jesús sobre el reino nos habla no solo del reino que
llega, sino también del puesto que le corresponde a Jesús en la venida de ese reino, lo cual ciertamente es muy ilu-
minador en nuestra cristología jesuánica, al estudiar qué pensaba Jesús sobre sí mismo y de su relación con Dios y
con el proyecto de Dios.
La cuestión más debatida es saber, cuál era, según Jesús, la función que le iba a tocar a él en la restauración de
Israel y el advenimiento del reinado de Dios. Como hemos visto, claramente Jesús es el heraldo de dicho reino du-
rante su ministerio, el catalizador de ese dinamismo liberador. Pero ¿cuál sería la función de Jesús en la prodigiosa
intervención divina que iba a tener lugar en el futuro próximo?
¿Creía Jesús que esa intervención iba a tener lugar durante su propia vida? ¿Fue evolucionando en esta espe-
ranza conforme la perspectiva de su muerte se fue haciendo cada vez más posible? ¿Siguió creyendo en la llegada
del reino cuando ya la muerte próxima era un hecho innegable? ¿Llegó a pensar que su muerte no solo iba a ser el
fracaso del reino anunciado, sino el modo más eficaz de su realización?

5.1. El rol de Jesús en la instauración del reino


¿Qué rol, por tanto, se atribuía Jesús a sí mismo en la instauración del inminente reinado que proclamaba?
¿Era simplemente un heraldo del reino, al modo como el Bautista había sido un simple heraldo del próximo juicio
de Dios? ¿Era Jesús sólo un mensajero, o era también parte de su propio mensaje? ¿Demandaba Jesús fe en el reino

71
4QpNe 3,4-8; CD 20,22-25.

45
que predicaba, o demandaba también fe en él mismo como introductor del reino, como núcleo de cristalización del
reino? Como señala un judío moderno, en el discurso de Jesús, el predicador parece identificarse tan totalmente
con su buena nueva (‫וׁרה‬ ֹ ֹ‫ בש‬besorah en hebreo), que ésta se ha convertido en carne (‫ בשֹ ר‬basar en hebreo).
A partir del papel que le cupo cumplir a David en la instauración del primer reino, las tradiciones bíblicas per-
sistentemente relacionan reinado y rey. ¿No cabe presumir a priori, que en la restauración del reino predicado por
Jesús la gente esperase también la aparición de una persona que cumpliese una función paralela a la que David ha-
bía cumplido antiguamente en la instauración del primer reino paradigmático? ¿Cabe hablar en Israel de un RD sin
la mediación de un rey humano? Como hemos visto, el antiguo Testamento masivamente ha relacionado el antiguo
reino con la figura de David, y relaciona el futuro reino con la figura de un descendiente de David. ¿Pudo Jesús no
ser consciente de esta asociación, especialmente si él mismo pertenecía a la dinastía de David?
Prometió a sus discípulos que se sentarían sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus (Lc 22,30). Dos de
sus discípulos le pidieron permiso para sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda en el reino venidero (Mc
10,37). Es evidente que ellos entendieron que Jesús sería el soberano en el reino, igual que era su “rey” en ese
momento.72
Como hicimos en nuestro tema de la cristología implícita, más que en el análisis de unos logia sueltos, que
han podido ser modificados en el proceso de redacción de los evangelios, tendríamos que apoyarnos en el talante
de Jesús, en el tipo de autoridad que se arrogaba, en lo absoluto del seguimiento que demandaba de los suyos, en
las exigencias que proponía, en la relación especialísima que se atribuía con respecto a Dios, en la vinculación que
establecía entre sus palabras y sus exorcismos y curaciones.
Está desenfocado el método del Jesus Seminar y de otros que centran la historicidad de Jesús en la historici-
dad de los dichos sueltos puestos en su boca por los evangelistas. Puede ser, como ellos dicen, que el 82% de las
palabras atribuidas a Jesús en los evangelios no sean literalmente auténticas. Pero aunque reconozcamos que hayan
sido editadas, eso no significa que en su conjunto no reflejen el pensamiento de Jesús, sobre todo cuando forman
un conjunto coherente, original, contracultural, de gran profundidad en su planteamiento. Mucho mejor que el es-
tudio microscópico de dichas palabras es tratar de leerlas a la luz de la tradición global sobre Jesús, y situarlas en el
contexto de la evolución de dicha tradición.
Nos apoyamos, por tanto, no en unos logia sueltos, sino en las expectativas suscitadas por Jesús, en el fervor
que suscitó en sus seguidores, y en el miedo y rechazo que suscitó en sus enemigos. Nos apoyamos en el modo
como los poderes políticos se deshicieron de él solo, sin desbandar ni diezmar a sus seguidores, mostrando así que
era él quien verdaderamente les preocupaba. Sin duda creían que tras haberlo eliminado a él, todo el movimiento se
desbarataría como un castillo de naipes. No; ciertamente los adversarios no juzgaban a Jesús como un simple he-
raldo del reinado que predicaba, sino como el núcleo de cristalización de un nuevo orden subversivo. Si el título
sobre la cruz es histórico, la pretensión de realeza tuvo mucho que ver con la condena de Jesús.
Sanders cree que el estatus de Jesús como rey o virrey es una deducción que él llama “fuerte”73 a partir del
hecho de que Jesús dio a sus discípulos un rol en el futuro reino. Ahora bien, si un maestro es más que sus discípu-
los, ¿cómo no habría de tener el maestro un rol más importante que ellos en el reino restaurado? Sanders llega in-
cluso a establecer como una deducción firme que Jesús se pensó a sí mismo como rey, aunque no sea claro con qué
tipo de títulos pudo haber explicitado esta conciencia de su identidad. Añade Sanders: Sabemos que, directa o indi-
rectamente, Jesús dio orden a sus seguidores de que pensasen en él como alguien elegido por Dios para una tarea
especial, de hecho para la tarea más especial. No se le puede dar ningún título, pero los títulos ciertamente son me-
nos importantes que las realidades sustanciales a las que se refieren.
Debemos rechazar la visión típica del Jesus Seminar, donde Jesús aparece al margen de las grandes institucio-
nes judías de su época, como un sabio fundador de una comunidad igualitaria, como reformador social, como filó-
sofo cínico, como predicador de una filosofía de la vida alternativa y exasperante. No es extraño que para los pen-
sadores de éste seminario el enraizamiento de Jesús en el judaísmo sea una realidad incómoda.

5.2. ¿Rey Mesías, descendiente de David?


Últimamente en Jesús resulta mucho más interesante su persona que su mensaje. Si es verdad que el medio es
el mensaje, el verdadero mensaje de Jesús se desprende sobre todo del modo como vivió su vida, del modo como

72
B. D. EHRMAN, Jesús el profeta judío apocalíptico, Paidos, Barcelona 2001, p. 269-270.
73
Cf. Gesú e il Giudaismo, p. 414 y 212.

46
se presentó a los suyos, del papel que se atribuyó a sí mismo en los acontecimientos que anunciaba, de la autoridad
con la que reclamaba una adhesión personal no tanto a sus ideas como a su persona.
Si además aceptamos que Jesús se vio a sí mismo como introductor de una era mesiánica, encontramos la so-
lución a alguna de las aporías con las que nos encontramos al estudiar el judaísmo de Jesús y que no éramos enton-
ces capaces de solucionar.74
Desde la conciencia de la inauguración de una era mesiánica, se aclara la ambigüedad de Jesús con respecto a
la Ley. Efectivamente si aceptamos que el judaísmo esperaba para los tiempos mesiánicos una nueva interpretación
de la Ley, se nos aclara la aporía entre la fidelidad de Jesús a la Ley y su superación.
Se nos aclara también el apoyo bíblico que tuvo la comunidad naciente en su dilema sobre si abrirse o no a la
evangelización de los gentiles. Ya los profetas habían anunciado que en la era mesiánica los gentiles entrarían a
formar parte del pueblo de Dios.
Supuesto que para la era mesiánica se esperaba un nuevo templo que no sería obra de los hombres, se nos
aclara también la ambigüedad que muestran tanto Jesús como la primera comunidad cristiana en relación al templo.
J. P. Meier ha hecho una de las contribuciones más interesantes sobre la verosimilitud de que Jesús, al menos
al final de su vida, hiciese un cierto reclamo de ser el rey Mesías, descendiente de David.75 Meier resume esta tesis
al principio de su artículo con estas palabras: “Manteniendo mi respeto por esos investigadores (que lo niegan), yo
pienso, en cambio, que los criterios usuales de historicidad que se invocan en la investigación sobre Jesús están a
favor de que la visión de Jesús como Hijo de David o como mesías real davídico nos conduce hasta el nivel del Je-
sús histórico.76”
En toda la primera parte del evangelio Meier piensa que la figura principal de referencia para ubicar a Jesús es
sobre todo la del profeta Elías. Pero no se puede descartar que el propio Jesús en algún momento de su ministerio
hiciese el reclamo de su descendencia davídica en el contexto del Reino de Dios que él anunciaba.
Discuten mucho si Jesús fue realmente descendiente de David o esta descendencia le fue atribuida más tarde
por la comunidad cristiana. De hecho esta atribución aparece en un texto bastante temprano, en la carta a los Ro-
manos (1,3-4), bastante anterior a los evangelios sinópticos. Este texto es un breve credo que declara a Jesús como
Hijo de Dios y como Hijo de David. Puede sospecharse incluso que se trata de una profesión de fe prepaulina:
(1) “Nacido de la semilla de David según la carne,
(2) constituido Hijo de Dios según el espíritu de santidad por la resurrección de los muertos.”
Más tarde se repite esta afirmación en las cartas pastorales (2 Tm 2,8), pero sabemos que la tradición es mucho
más antigua. También en el evangelio de Marcos hay una clara conciencia de la filiación davídica de Jesús como
algo ya creído y proclamado en vida de Jesús.
En un texto ambiguo de Juan, la multitud parece extrañarse de que Jesús sea el Mesías, debido a su proceden-
cia galilea. “¿Cómo va a venir el Mesías de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Mesías es un descendiente de Da-
vid y que saldrá de Belén, la ciudad de David?” (Jn 7,41-42) Recordemos la típica ironía juánica, según la cual los
personajes dicen grandes verdades, sin ser conscientes de su verdadero sentido. Pensaban los adversarios de Jesús
que, al ser éste galileo, no podía ser el Mesías. La ironía está en que Jesús sí había nacido en Belén y sí era de la es-
tirpe de David.
En Marcos detecta Meier tres perícopas que reconocen a Jesús como hijo de David. El ciego Bartimeo así lo
proclama (Mc 10,47-48). En la entrada de Jesús en Jerusalén es la multitud la que aclama a Jesús con una referen-
cia explícita al “Reino de David” (Mc 11,10). La tercera referencia, quizás la más clara de las tres, es la disputa con
los adversarios sobre el misterio de cómo el Mesías pudo ser hijo de David, siendo así que en salmo 110, el propio
David se refiere a él como “Mi señor” (Mc 12,35-37). El sentido de esta adivinanza no es negar que el Mesías fuera
hijo de David, sino afirmar que, siendo su hijo, era sin embargo más grande que su padre David. Sería muy largo

74
En el curso sobre Jesús judío hemos ido estudiando la relación de Jesús con las grandes instituciones del judaísmo de
su época. Frente a una tendencia cristiana a presentar a Jesús en ruptura abierta con el judaísmo (ley, templo) hemos
defendido en ese curso que Jesús no vino a abolir, sino a llevar a plenitud. Esta actitud se corresponde mucho mejor
con la evidencia que nos muestran los evangelios, que es una evidencia paradójica que algunos han querido eliminar
mostrando a un Jesús en ruptura con sus propias raíces. Mucho más matizada nos parece la visión de E. Leclerc en su
precioso librito sobre El Dios Mayor, sal Terrae, Santander 1997.
75
J. P. MEIER, “Del profeta como Elías al Mesías real davídico”, en D. DONNELLY (ed.), Jesús. Un coloquio en Tierra
santa, Verbo divino, Estella 2004, pp. 63-112.
76
Ibid., p.

47
continuar glosando aquí la contribución de Meier que hace un repaso por todo el Nuevo Testamento. Vayamos ya a
sus conclusiones.77
Hay tres acciones simbólicas de tipo profético que Jesús realizó en Jerusalén en vísperas de su muerte. Dos de
ellas son públicas y otra privada. La entrada triunfal en Jerusalén sobre un asno (y su obvia referencia a la profecía
real de Zacarías (Za 9,9), y la purificación del templo. Ambos fueron gestos de provocación dramática. “Después
de haber destacado el tema del reino de Dios en su predicación, Jesús decidió ahora poner ante la luz pública aque-
llo que implicaba el despliegue de su proyecto real, davídico, precisamente en el contexto cambiante de la Pascua
en Jerusalén.78”
“Si es cierto que Jesús no presentó abiertamente la pretensión de ser él mismo el mesías davídico durante los
años de su ministerio público, si, incluso, él rechazó de un modo intencionado tales ideas, escogiendo para sí mis-
mo una función de profeta como Elías, entonces, la entrada triunfal y la demostración en el templo constituirían pa-
ra Jesús una notable ruptura respecto a su propia reticencia anterior y a la forma que tuvo de presentarse a sí mis-
mo. ¿Por qué hizo esta ruptura, en el momento en que la hizo? No lo sabemos. Posiblemente, él se hallaba frustrado
de un modo creciente por sus encuentros infructuosos con las autoridades del templo en Jerusalén y así decidió lite-
ralmente “forzar la ruptura”, provocar a las autoridades con acciones públicas que expresaran una pretensión real
de tipo davídico.79”

5.3. El reino predicado y la muerte violenta de Jesús


Los autores del Jesús Seminar tienden a deshistorizar la historia de la pasión, diciendo que se trata de relatos
inventados a partir de profecías. Pero en realidad sucedió al revés, fueron esos hechos dramáticos los que llevaron a
los discípulos a escanear las Escrituras en busca de textos paralelos relevantes.
El conflicto que provoca Jesús y el que le lleva a la muerte, no es la predicación de una sabiduría universal-
mente valedera y perenne, sino que tiene que ver con su anuncio de un reino que llega y de una intervención divina
que entra en conflicto con los mayores símbolos y valores específicos del judaísmo: la Ley, el templo, la tierra, la
nación.80. Sólo desde el panorama judío de su época puede Jesús ser comprendido el conflicto que lleva a Jesús a la
muerte.
Señala Ben Witherington que un Jesús separado de los relatos de la pasión es en gran parte un Jesús de innu-
merables frases cortas, de dichos ingeniosos o de modestas reformas sociales, que no se hubiese probablemente
metido a purificar el templo, o a dejarse crucificar en una de las fiestas judías más importantes; ciertamente no es
verosímil que hubiese generado la variedad de teologías que aparecen en el Nuevo Testamento. Los desconcertan-
tes puntos de vista de Jesús sobre la Ley, el templo, la tierra, la gente y el reino no resultan evidentes al margen de
la pasión.81
Los cuatro evangelios son unánimes en decir que Jesús previó y predijo su muerte violenta. Los participantes
del Jesus Seminar han sido tajantes en negar tanto la previsión como la predicción. Para ello tienen que violentar la

77
“En resumen, la atestación múltiple de fuentes que atribuyen a Jesús la filiación davídica resulta bastante sorprendente
por su amplitud: fórmulas prepaulinas, contenidas tanto en las cartas auténticas de Pablo como en las deuteropaulinas,
narraciones premarcanas asumidas por Marcos, una tradición especial L, conectada con el ministerio público, tradi-
ciones especiales M y L, que aparecen en las dos versiones diferentes de las narraciones de la infancia (de Mt y Lc),
dos sermones kerigmáticos en los Hechos de los apóstoles, una referencia implícita en la Carta a los Hebreos y refe-
rencias dispersas en el libro del Apocalipsis. Resulta normal que este amplio espectro de fuentes vaya unido a un am-
plio espectro de formas literarias: breves fórmulas de fe, largas genealogías, anunciaciones del nacimiento de Jesús,
exorcismos y relatos de curación en el ministerio público de Jesús, algunas narraciones dispersas de los últimos días
de Jesús en Jerusalén, homilías cristianas y discursos apocalípticos de (o sobre) Jesús resucitado.” Ibid., p. 90.
78
Ibid., p.
79
Ibid., p. 107
80
B. F. MEYER sintetiza su estudio de la autoconciencia de Jesús en tres puntos: La proclamación de Jesús estaba ínti-
mamente ligada a la temática fundamental de Israel (alianza, pueblo, ley, juicio, restauración, rey, cuto, templo). La
autocomprensión de Jesús era la propia del portador de la suprema misión de Israel. La totalidad de su actividad pre-
tendía suscitar un acto de fe-reconocimiento; cf. “Jesus’ Ministry and Self-Understanding”, en B. CHILTON y C.
A. EVANS, Studying the Historical Jesus. Evaluations of the State of Current Research, New Testament Tools 19,
Brill, Leiden 1994, 351-352.
81
B. WITHERINGTON, “The Wright Quest for the Historical Jesus”, The Christian Century, November 19-26, 1997, pp.
1075-1078.

48
evidencia, fragmentándola primero en un sinfín de dichos inconexos cuya validez puede ser negada más fácilmen-
te.
Brown juzga que, sin necesidad de recurrir a un conocimiento sobrenatural, es más plausible pensar que Jesús
previó la posibilidad de su muerte y expresó abiertamente esta previsión, aunque admitimos que en los textos de las
predicciones sinópticas y juánicas hay muchos elementos redaccionales posteriores.
El hecho de que Jesús previera y predijera su muerte violenta aparece en todas las fuentes y en todos los géne-
ros literarios. Brown en la obra citada trae una tabla sinóptica de todas estas predicciones, distinguiendo aquellas
que son más directas y explícitas de aquellas que son meramente alusivas y genéricas.82
“Jesús es el esposo que algún día se les arrebatará a sus amigos (Mc 2,19-20). Tiene que ser bautizado con un
bautismo y se siente angustiado hasta que se consume este bautismo (Lc 12,50). Piensa que un profeta no puede
morir fuera de Jerusalén y deja vislumbrar así el riesgo de lo que le puede ocurrir (Lc 13,33). Una de sus parábolas
lo muestra como el hijo del propietario matado por los obreros (Mc 12,8). Es la piedra rechazada por los construc-
tores que se ha convertido en piedra angular (Mc 12,10). La mujer que derrama el perfume sobre su cabeza ha per-
fumado de antemano su cuerpo para la sepultura (Mc 14,8). En la última cena presentará el pan y el vino diciendo:
‘“Esto es mi cuerpo dado por ustedes. ‘Esta copa es la nueva alianza en mi sangre derramada por ustedes’ (Lc
22,19-20).83”
Sanders también opina que al menos en el momento de la última cena, Jesús era ya consciente de que iba a
morir, y sin embargo no perdió la esperanza de que, aun así, llegaría el reino esperado, y Jesús bebería en él del
fruto de la vid junto con sus seguidores.84
Más difícil es saber cuándo empezó Jesús a prever la eventualidad de su muerte. Es más verosímil pensar que
al principio de su ministerio Jesús albergaba la esperanza de que iba a tener éxito en su ministerio, y que Israel iba
a responder a su llamada preparándose para acoger el reinado de Dios que estaba viniendo.
Pero en algún momento de su ministerio, ante la experiencia de rechazo generalizado y de hostilidad crecien-
te, Jesús comenzó a considerar la posibilidad de que su vida terminase violentamente. Tomó entonces una decisión
muy deliberada, la de marchar a Jerusalén y desafiar la institución político-religiosa (Lc 9,51). Al emprender este
camino, Jesús conocía los precedentes de tantos profetas que habían muerto asesinados en Jerusalén (Lc 13,34).
Tenía que saber también la manera como se las gastaban los romanos con cualquiera que atrajese grandes multitu-
des y hablase de un reino que no fuese el de César. Conocía todos los precedentes de líderes ejecutados por Roma.
Tenía bien cercano el final trágico del Bautista.
“El pensamiento de una posible muerte violenta debió presentársele ya desde las primeras experiencias de fra-
caso en su predicación de la conversión. Tras los primeros entusiasmos parciales entre las masas de Galilea, Jesús
vio aflorar la desconfianza en torno a su mensaje, que con el tiempo se convirtió en rechazo de su persona. Escri-
bas y fariseos condenan su praxis solidaria con los publicanos y pecadores, considerada en abierta contradicción
con la ley, y estigmatizan su pública violación del sábado, que viene a sacudir violentamente todo el entramado re-
ligioso y civil del judaísmo. Además, ciudades enteras rechazan sus signos (Lc 10,13-15). La decisión más grave
fue la de subir a Jerusalén. Ir a Jerusalén (a anunciar el Reino, viendo que las puertas de Galilea se cerraban a su
predicación) con aquel halo de mesianidad mal comprendida que le acompañaba, significaba exponerse abierta-
mente a la autoridad del sanedrín y del procurador romano. La vaga eventualidad de un peligro mortal se convierte
entonces en posibilidad concreta y en seguida en convicción de que su fin puede estar muy cercano (Mc 10,32-
34).85”
La muerte de Jesús no fue un malentendido por parte de las autoridades que vieron en él un personaje peligro-
so. El sentido de la muerte de Jesús, una muerte aparentemente absurda, hay que buscarlo relacionando esa muerte
con lo que fue su vida y el conflicto que supuso para las autoridades tanto judías como romanas.86

82
R. E. BROWN, La muerte del Mesías, II, Verbo Divino, Estella 2006, p. 1719.
83
P. M. BEAUDE, Jesús de Nazaret, Verbo Divino, Estella 1992, p. 181.
84
E. P. SANDERS, Gesù e il Giudaismo, p. 417.
85
CLARETIANOS, Cristología, http://www.mercaba.org/FICHAS/cmfapostolado/Cristologia/cartel_cristologia.htm
86
Sin embargo, no hay que cargar las tintas contra los que condenaron a Jesús. Ellos defendían sus instituciones que se
veían amenazadas por ese hombre. Como dice Duquoc, “Dios no estaba al lado de Jesús de una forma tan evidente.
Jesús había trastornado los fundamentos ideológicos de la nación” (Op. cit., p. 417). “A dónde va a parar el bien de
una institución, si el pecador es tratado mejor que el hombre fiel a la ley? Las palabras de Jesús minaban las bases de
la nación (Ibid., p. 418). El relato del gran inquisidor de Dostoyevski muestra cómo si Jesús hubiera vuelto al mundo
en la época en que la Iglesia católica tenía un poder político, le habrían vuelto a crucificar (Ver el relato en la carpeta)

49
Jesús sabía de alguna manera que su ministerio había fracasado, y su particular oferta de paz había sido recha-
zada por su pueblo. Como hemos dicho, esa oferta de paz era diversa de la oferta que hacían otros grupos; diversa
de la causa zelota, que propugnaba la violencia contra los romanos, y diversa de la oferta farisea que consistía en
una pureza sectaria y discriminadora. Jesús quiso convertir a los suyos a una noción del RD que no enfrentase a
unos contra otros, romanos y judíos, pecadores y justos; que no busca la expulsión o conversión forzada de los gen-
tiles, ni tampoco el aislacionismo en un ghetto de puros separados de la sociedad.
Su visión del Israel renovado la concibe como la semilla de un mundo reconciliado, que ha superado las divi-
siones. Ante su fracaso, a Jesús, el profeta rechazado, no le quedaba sino llorar. “Si hubieras conocido lo que con-
duce a tu paz” (Lc 19,41) Y así les invitó a llorar a las mujeres de Jerusalén: “No lloren por mí, sino por ustedes y
por sus hijos (Lc 24,28). Si el leño verde –inocente- se quema, ¿cómo no arderá el seco –el culpable? (Lc 24,31)
Según el cuarto evangelio, al tomar conciencia del fracaso de su ministerio, y de la hostilidad declarada de las
autoridades, Jesús dos veces se retiró al desierto y pasó a la clandestinidad. La primera vez cuando “querían pren-
derle de nuevo y se les escapó de las manos y se marchó al otro lado del Jordán” (10,39-40); la segunda retirada,
cuando se decidió ejecutarlo en una reunión oficial del sanedrín: “Jesús ya no andaba en público entre los judíos,
sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y allí residía con sus discípu-
los” (11,54). El desierto y la Transjordania son lugares tradicionales para fugitivos durante toda la historia bíblica.
El propio David tuvo que refugiarse en el desierto, primero huyendo de Saúl (1 Sm 22,1). Más tarde se refugió en
la Transjordania huyendo de su hijo Absalón (2 Sm 17,22).
La tentación de huir al desierto estaba siempre presente. Hasta en Getsemaní mismo, Jesús podría haber esca-
lado el monte de los Olivos y en un instante poner tierra por medio, desapareciendo una vez más en el desierto. Pe-
ro ya se había escondido en el desierto otras veces, y no tenía sentido continuar huyendo. Jesús decide afrontar las
consecuencias de las opciones que había tomado en su misión. Los testimonios que poseemos indican que Jesús no
buscó la muerte; no subió a Jerusalén con la finalidad de morir; pero buscó con una dedicación inflexible un curso
de vida que inevitablemente lo condujo a la muerte, de la cual no intentó huir.
Jesús decide salir de la clandestinidad y meterse públicamente en la guarida del enemigo, allí donde las estruc-
turas políticas, sociales y religiosas tenían mayor poder. Forzó la mano al entrar de una manera tan pública en la
ciudad, a sabiendas que de esa manera se estaba atrayendo sobre sí la muerte. Realizó su violenta acción profética
en el templo y volcó las mesas de los mercaderes a sabiendas de que así suscitaría la alarma de las autoridades ju-
días ¿Pensaba Jesús que Dios iba a intervenir en ese momento para salvarle, y que esa crisis sería el desencadenan-
te de la intervención escatológica de Dios implantando su reino? Sanders no descarta que hasta el último momento
Jesús estuviera abierto a la posibilidad de una intervención divina que hubiese podido establecer el reino antes de
su muerte. Pero de una u otra forma estaba seguro, que aun en el caso de morir, su muerte iba a ser un servicio a la
llegada de ese reino y creía firmemente que Dios vindicaría su causa después de su muerte.87
Los relatos de la Cena de Jesús, aunque hayan sido influenciados por la práctica litúrgica posterior, relatan una
acción simbólica escatológica. Jesús no contempla solo su muerte inminente sino el reino de Dios que va a llegar
por medio de ella.
“Con estas palabras, nunca escuchadas antes, la participación en el pan y el vino adquiere un nuevo signifi-
cado. En realidad, refiriéndose a la muerte inminente de Jesús, simbolizaba e implicaba de forma efectiva la ofren-
da que Jesús estaba haciendo de su vida. El rito eucarístico de la Cena es la parábola viviente de lo que Jesús lleva-
rá a cabo en la cruz, el don de su vida como cumplimiento de su propia misión y como sello de la Nueva Alianza
de Dios con su pueblo. El rito eucarístico expresa el significado que Jesús está dando a su muerte. No se somete a
ella pasivamente, ni tampoco la acepta tan sólo con absoluta confianza en Dios, que es capaz de vindicar a su sier-
vo. Al contrario, Jesús se entrega a ella en plena conformidad con el plan amoroso de Dios para con los hombres,
del que su muerte forma parte. La última palabra pertenecerá a Dios mismo.88”
Kasper nos hace caer en la cuenta de que no solo las palabras de la “consagración” contienen el significado de
una próxima muerte aguardada, sino también la frase sobre el cáliz en la que Jesús afirma que no volverá a beber
del fruto de la vid. Dicha frase no fue incorporada al rito litúrgico, y por tanto difícilmente puede haber sido influi-
da por él. Eso refuerza la idea de que fue pronunciada por el mismo Jesús. “En verdad les digo que no volveré a
probar el fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios” (Mc 14,25; Lc 22,16.18).89
Lo que resulta más difícil de aceptar es a un Jesús despreocupado de su propia identidad, un Jesús a quien no
le haya interesado profundizar en la relación que había entre su persona y el reino que anunciaba. Semejante des-

87
Op. cit., p. 427.
88
J. DUPUIS, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Estella 2000, pp. 88-89.
89
W. KASPER, Jesús el Cristo, Sígueme, Salamanca 1989, p. 145.

50
preocupación sería inverosímil en cualquier persona, tanto más en alguien como Jesús, que se nos muestra tan pro-
fundamente inquisitivo en todos los temas que aborda.

5.4. La intervención divina


Jesús esperaba una intervención prodigiosa de Dios en la historia, que abriría un eón nuevo. Con su predica-
ción trataba de preparar al pueblo para ese momento. En sus palabras no es clara la naturaleza de esta intervención
divina, pero en cualquier caso no podía tratarse de una intervención militar como la del rollo de la guerra de los
qumranitas, o como la que esperaban los revolucionarios.
Un tema delicado, pero capital, es el de la relación que existía entre el ministerio de Jesús y la intervención
divina esperada. Ya hemos estudiado la tensión existente entre la dimensión presente y futura del reino. Pero nos
queda por ver otro aspecto de esta relación. Si la intervención divina estaba ya ocurriendo y tenía que llegar a su
plenitud inevitablemente, ¿qué sentido tenía el ministerio de Jesús? ¿Se trataba meramente de preparar al pueblo
para acoger esta intervención cuando se produjese? ¿Se trataba de ir creando las condiciones idóneas para que esa
intervención pudiera consumarse?
Todos sabemos lo que acabó sucediendo. Jesús fue rechazado, el reinado que proponía no fue asumido por las
autoridades, el mundo continúa viviendo sometido al pecado y a la muerte. El único hecho escatológico acontecido
es la resurrección de Jesús que desde un eón nuevo, desde una nueva existencia resucitada, influye en el curso de la
historia y en las vidas de las personas que acogen su reinado. Pero el mundo no ha cambiado sustancialmente y el
influjo positivo de la Iglesia sobre la marcha de la historia conserva muchas ambigüedades, aunque pueda ostentar
realizaciones admirables.
Ante esta falta de intervención visible de Dios en el mundo, algunos han intentado reducir el reino del que ha-
blaba Jesús a un reino interior de la gracia, al perdón de los pecados, a la vida eterna. La falta de evidencia externa
de que el mundo haya realmente cambiado, les lleva a buscar el cambio en el interior de los creyentes. Ahí es don-
de habría que descubrir el reino de Dios que Jesús anunciaba. Otros limitan el reino anunciado a algunas cuantas
reformas sociales de las aldeas galileas o aun nuevo ethos con fuerza para modelar una sociedad nueva, pero tales
resultados nos parecen muy exiguos comparados con la sublimidad del anuncio del reino definitivo.
En realidad, la visión puramente interior del reino no encaja con los textos evangélicos ni con el contexto ju-
dío. Los judíos nunca han esperado un reino de naturaleza puramente interior. En el judaísmo es claro que la re-
dención supone una transformación absoluta de la realidad presente. Su gran objeción a aceptar a Jesús como el
Mesías escatológico es comprobar que el mundo no ha cambiado, sino que sigue siendo sustancialmente el mismo.
Para ellos la llegada de la era de la redención traerá consigo el establecimiento de la justicia y la desaparición de
todos los males. Basta asomarse por la ventana para saber que el mundo sigue siendo el mismo, los gobernantes tan
corruptos, las guerras tan generalizadas. Por ello no pueden aceptar a Jesús como el Mesías que introduce la era de
la redención. La “salvación de las almas” no basta para hablar de un mundo redimido. El judaísmo no puede confi-
nar la redención a las almas ni a individuos sueltos. Exige un cambio en la dimensión social y cósmica que, obvia-
mente no se ha dado.
Un texto del judío Gershon Scholem expone así esta resistencia judía a admitir el tipo de redención que atri-
buyen muchos teólogos cristianos a Jesús: “El concepto de redención que caracteriza la actitud del mesianismo en
el judaísmo y en el cristianismo es completamente distinto. Y lo que al uno le parece constitutivo de gloria, como
logro positivo de su mensaje, es cuestionado y desautorizado por el otro. El judaísmo se ha mantenido dentro de
sus distintas formas y variantes en una noción de redención que la concibe como un acontecimiento que tiene lugar
en el ámbito público, en medio de la plaza pública de la historia y a través del medio de la comunidad. Brevemen-
te, es algo que acaece ante todo en el mundo de lo visible y sin tal manifestación o aparición en lo visible (o lo sen-
sible) resulta impensable.
Frente a esto tenemos en el cristianismo una concepción que entiende la redención como un acontecimiento
que tiene lugar en un ámbito espiritual y en lo invisible, que se desarrolla en el alma, en el mundo de cada indivi-
duo y que opera una transformación secreta a la que no corresponde nada exterior en el mundo. La Iglesia ha esta-
do convencida de que así superaba una noción de redención exterior (exteriorista) vinculada a lo material contrapo-
niéndole una noción nueva de dignidad superior. Esa convicción le pareció siempre al judío todo lo contrario de un
avance, de un progreso. Trasladar la promesa mesiánica de la Biblia al ámbito de la interioridad..., le pareció al

51
pensamiento judío un apoderarse ilegítimamente de algo que en el mejor de los casos es sólo la cara interior de un
acontecimiento que tiene lugar en lo exterior y debe manifestarse.90”
Es verdad que en ciertos ámbitos cristianos, sobre todo en ámbitos protestantes, se ha entendido la salvación
de una forma intimista e individual: “Jesús mi salvador personal.” Pero el cristianismo es más judío de lo que sos-
pecha Scholem. El cristianismo necesita también cambios visibles a nivel social y mundano.
Aunque el cristianismo aplaza hasta la segunda venida del Mesías muchos de los efectos que los judíos espe-
ran de la primera y única llegada del Mesías y su redención, de ningún modo ha renunciado el cristianismo a en-
tender que la redención solo llegará a su cumplimiento cuando se establezca plenamente ese RD que los judíos es-
peran, y que nosotros también esperamos junto con ellos. La matriz judía del cristianismo se resistirá siempre a re-
ducir la redención a la salvación de las almas sin visibilidad alguna intraterrena y sin ningún tipo de relevancia y
manifestación social.
Para Lucas el fruto de la Pascua es la creación de una comunidad alternativa en la que se viven unos nuevos
valores. El reino introducido por Jesús tiene ya ahora una dimensión comunitaria y visible en la existencia de la
Iglesia, como sociedad organizada conforme a unos principios diferentes de los del mundo sometido al pecado.
Nosotros los cristianos también seguimos esperando la llegada del Mesías y la nueva era de la redención que
no se ha manifestado todavía en su plenitud. Nuestra principal diferencia con los judíos es que cuando llegue esa
era de la redención nosotros ya conocemos el nombre y la identidad de esa persona que la va a consumar, porque
ya vino una vez a nuestro mundo de forma escondida. Resucitado de entre los muertos vive ya anticipadamente en
el ésjaton en el que también nosotros creemos que seremos introducidos un día.
Cristo resucitado ha penetrado ya en el ésjaton, y desde fuera de nuestro espacio y nuestro tiempo envía su
Espíritu a la comunidad redimida, visible ya en este mundo, para que vaya adelantando el reino y sea expresión so-
cial de la nueva vida redimida. Porque el ésjaton no hay que confundirlo con la futuridad. El ésjaton es una dimen-
sión que coexiste con el tiempo, es un eterno presente. No es extraña al cristiano la necesidad de una visibilidad
social, ya ahora en el tiempo presente, de lo que ha sucedido en el hecho escatológico de la resurrección de Cristo,
y de lo que se consumará en el fin de la historia.
Las raíces judías del cristianismo le obligarán a concebir la salvación como una historia que tiende a su con-
sumación, con la dimensión social de un pueblo de Dios portador de la alianza en el que se va haciendo efectivo el
reinado de Dios. Impedirán cualquier recaída en el platonismo que concibe un mundo de almas individuales que
tienen que ser individualmente rescatadas de la corrupción, y se cierra a admitir una historia de salvación realizada
visiblemente en el mundo en una comunidad, un pueblo, elegido como punta de lanza de esa transformación social
que culminará en la nueva era.
La existencia de esta comunidad que vive la vida nueva es también vindicación de la causa de Jesús ante el
mundo. Jesús esperó sin desmayo que Dios iba a vindicar su causa y su inocencia. Esta vindicación tuvo lugar no
sólo en la fe de sus seguidores, que después de su muerte siguen creyendo en él más intensamente, sino también en
el juicio de Dios sobre los que le condenaron.
¿Qué hubiese sucedido si el pueblo judío y sus dirigentes hubiesen acogido a Jesús como enviado divino y
hubiesen aceptado organizar Israel de acuerdo con el modelo propuesto por Jesús? De hecho Jesús preparó un gru-
po de doce discípulos como futuros dirigentes del Israel reconstituido. ¿Significa eso que el Israel reconstituido iba
a ser una realidad terrena y no ultramundana? ¿Pensaba Jesús en una nueva teocracia?
¿Es posible en el eón presente un RD instaurado en medio de la sociedad humana? ¿Es imaginable en este
mundo una sociedad que no esté estructurada por el pecado, la ambición, la competición, la marginación de los dé-
biles, las guerras? ¿No comporta el RD un cambio de eón, es decir, un cambio cósmico que introduzca nuevas
condiciones de existencia en las que no reine el pecado? ¿Es posible un mundo sin pecado en la humanidad actual?
¿No requeriría una humanidad nueva fuera del espacio y del tiempo presente?
Hay textos claros en el evangelio que afirman que la intervención divina que Jesús esperaba y preparaba daría
lugar a un nuevo eón ultraterreno, con la integración de los patriarcas resucitados, fuera de las actuales dimensio-
nes de espacio y tiempo, en circunstancias en las que cesaría la procreación y el matrimonio. En este caso, esas
condiciones futuras del reinado de Dios ¿no hacen irrelevantes las reformas sociales, las estructuras eclesiásticas, la
constitución de un grupo de Doce? Lo que Jesús anunciaba no era un mundo reformado, sino un mundo nuevo; no
un mundo renovado por nuestros esfuerzos y nuestros cambios de estructuras, sino de un mundo que era entera
creación de Dios.

90
Cf. G. SCHOLEM, Judaica I, Francfurt 1963. Otro texto clásico sobre la teología actual acerca del mesianismo es el de
M. BUBER, Der Jude und sein Judentum, Colonia 1963, p. 562.

52
Eso no significa que en el tiempo presente, mientras se consume la redención, sean irrelevantes los signos que
anticipan y transparentan el reino venidero. Jesús preveía tras su posible fracaso y muerte un tiempo intermedio an-
tes de la llegada del eón nuevo, para el cual fuera necesario preparar una comunidad alternativa como semilla y le-
vadura, cabeza de puente, ensayo de humanidad nueva que adelantase ya aquí en este eón las condiciones de vida
del eón futuro. Para eso preparó a doce discípulos, para eso instituyó el banquete escatológico de la eucaristía.
En cualquier caso, Jesús tenía conciencia de que su ministerio iba a durar muy poco, y de ahí el sentido de ur-
gencia tan grande que había en sus palabras. Bien sea porque fuera a llegar ya el eón nuevo con la intervención di-
vina decisiva, bien sea porque estaba próxima la muerte de Jesús a manos de sus enemigos, el tiempo del ministe-
rio se iba a terminar muy pronto y Jesús tenía urgencia de culminar su tarea al servicio del reino antes de que fuera
demasiado tarde.
No podía morir sin antes haber explicado suficientemente su visión del RD, sin antes haber dejado un grupo
de discípulos suficientemente instruido y organizado, sin antes haber puesto en movimiento una dinámica que pu-
diese sobrevivirle.
Esto explica el sentido de urgencia que empapa todo el evangelio. No había tiempo siquiera para que un discí-
pulo fuera a enterrar a su padre. No se podía perder el tiempo entonces con los gentiles porque la tarea urgente in-
mediata era preparar al pueblo de Israel para el momento decisivo. La hora de los gentiles vendría más tarde, una
vez que Dios hubiera restaurado el nuevo Israel. A posteriori vemos cuán justificada estaba esta urgencia de Jesús.
El tiempo a su disposición fue brevísimo. De no haberlo aprovechado bien, hubiese muerto antes de haber instruido
plenamente a sus discípulos y antes de dejar plantada la semilla de la nueva comunidad escatológica.

5.5. La resurrección cumplimiento del mensaje e irrupción del reino

¿Intervino Dios? La gran decepción de Schweitzer fue comprobar que Jesús se había equivocado, y que en
realidad nada ocurrió de cuanto Jesús preveía y esperaba. Pero ¿es verdad que nada ocurrió? ¿Es verdad que el
mundo sigue exactamente igual que antes de Jesús? Hemos llegado al punto en el que se entrecruzan la historia y la
teología.
Para los discípulos de Jesús, la intervención decisiva de Dios fue la resurrección de Jesús, que es un hecho es-
catológico, es decir un hecho que no pertenece ya a nuestro eón, pero que influye decisivamente en la historia hu-
mana. En la humanidad recreada de Jesús ha visto la teología cristiana el comienzo de una nueva humanidad y de
una nueva comunidad sin fronteras, de un Israel restaurado que se abre a acoger a los gentiles.
Lucas en su teología es el que más ha insistido en que la donación del Espíritu en Pentecostés es la instaura-
ción del reino escatológico mediante la constitución de la comunidad cristiana que vive ya una nueva estructura-
ción social, y es por ello la célula germinal del mundo nuevo anunciado por Jesús. La salvación aportada por Jesús
no es simplemente la salvación de “almas” individuales, sino la constitución de una comunidad alternativa, en la
que los pobres son bienaventurados, los hambrientos son saciados, los pequeños son los más importantes; donde no
hay ya clases sociales, ni señores y siervos. Esta comunidad está llamada a vivir en un mundo que continúa hundi-
do en el reino del pecado, la injusticia, la violencia, la estructuración en clases, la marginación de los pobres, la co-
rrupción de los poderosos, la competición. El proyecto sigue siendo muy hermoso, pero hay que reconocer que his-
tóricamente la Iglesia no se ha organizado a sí misma como comunidad alternativa, sino que ha reproducido mimé-
ticamente las mismas estructuras mundanas que estaba llamada a reemplazar.
Pero algo irreversible ha sucedido con la Pascua de Jesús. Su humanidad resucitada, a través del don del Espí-
ritu que es poder de salvación, es ya un ámbito escatológico salvífico, situado no al final de la historia humana,
sino en simultaneidad con ella, y capaz de influir sobre ella. Esto es lo más original de la escatología cristiana. El
mundo nuevo, como realidad trascendente, no tiene lugar después del final de este mundo, sino coextensivamente
con él. Pero por el mero hecho de coexistir con él se constituye en un factor decisivo que incide positivamente en
su desarrollo.
Hay una famosa metáfora de O. Cullmann para explicar esto: “En una guerra, la batalla decisiva puede haber
sido librada en el curso de una de las primeras fases de la campaña y, sin embargo, continuar las hostilidades aún
durante largo tiempo. Aunque la importancia de esta batalla no sea quizá reconocida por todo el mundo, significa
ya, no obstante, la victoria. Sin embargo, la guerra debe continuarse durante un tiempo indefinido, hasta el 'Victory
Day'. Esta es la situación en que el Nuevo Testamento (...) tiene la convicción de hallarse: la revelación es justa-

53
mente el hecho de proclamar que la muerte en la cruz, seguida de la resurrección, es la batalla decisiva ya gana-
da.91”
Lo suelo explicar con otra metáfora diferente. Imaginemos un hombre sumergido en una ciénaga, que consi-
gue sacar la cabeza fuera. El resto del cuerpo todavía chapotea en el barro, pero la cabeza está ya fuera, y puede
respirar un aire puro y transmitir el oxígeno a los miembros todavía sumergidos. En ese sentido la resurrección de
Jesús es un hecho escatológico. No pertenece a la historia, pero ejerce su influjo en la historia. Algo de nosotros,
nuestra cabeza, ha resucitado y vive ya las condiciones de la vida definitiva, y desde esa nueva dimensión es capaz
de influir salvíficamente en la historia de quienes aún estamos sumergidos. Sólo así comprendemos el valor sote-
riológico de la resurrección, valor que la concepción anselmiana ignoraba por centrarse sólo en la muerte expiato-
ria de Jesús.
A través del Espíritu del resucitado la soberanía de Dios, es decir, su poder de salvación, se ejerce de una ma-
nera nueva. La comunidad del resucitado, plenamente inserta en la historia con todas sus contradicciones, es ámbi-
to privilegiado, aunque no exclusivo, donde se ejerce esta oferta de gracia y salvación.
Es posible “entrar en el reino” ya ahora, es decir, entrar en la esfera de influencia donde se ejerce el poder sal-
vífico de Dios, perteneciendo a la comunidad escatológica del resucitado, aunque se viva todavía en un mundo so-
metido a las contradicciones de poderes maléficos hostiles a Dios.
Jesús creyó que su misma muerte no sería óbice para el adviento del reino, y efectivamente su muerte fue par-
te del proceso que conduciría a su resurrección, el gran acontecimiento escatológico y salvífico. La muerte de Jesús
no sólo no supuso la frustración de la venida del reino, sino que fue el factor decisivo que precipitó su venida.
No hay que concebir la ruina de Jerusalén como una venganza de Dios por la muerte de Jesús. El Dios de Je-
sús no es vengativo. Jesús hizo una propuesta de paz que fue rechazada por los dirigentes del pueblo (Lc 19,42).
Cuando previó proféticamente los desastres que iban a venir sobre Jerusalén como resultado de este rechazo, Jesús
no se regocijó con la futura ruina de los que le rechazaron, sino que lloró por ellos. La ruina de Jerusalén, que es
una pieza inseparable de todos los discursos escatológicos, no es “castigo de Dios”, sino expresión de una cruda
realidad. Dios perdona, pero la vida no perdona nunca. Los errores políticos se acaban pagando. Los dirigentes del
pueblo judío rechazaron la visita que Dios les hizo en Jesús y no quisieron acoger el proyecto de paz que Jesús
ofrecía a su pueblo. Una vez rechazado este proyecto de paz, las propias leyes de la historia llevaron a la confron-
tación entre los nacionalistas judíos y el imperio más poderoso de todos los siglos. El resultado solo podía ser la
ruina de la ciudad santa y del templo. La profecía de Jesús fue tan solo la crónica de una muerte anunciada. Los
profetas son los que como Jeremías saben leer el sentido de la historia y avisan cuando todavía se está a tiempo,
porque el futuro se va escribiendo en el tiempo presente y es posible ya leerlo.
Pero para Jesús no fue esta ruina causa de alegría ni debe serlo para los cristianos. En ningún caso puede ser
considerada como la vindicación de un Dios vengativo, sino como el triste resultado de la ceguera de los dirigen-
tes. Esta ruina debe causar lágrimas en cuantos aman a ese pueblo tanto como Jesús lo amaba. Y la permanencia
del judaísmo después del año 70, debe ser también causa de alegría para cuantos ven en ella la evidencia de que la
alianza de Dios con Israel es irrevocable y Dios no ha rechazado a su pueblo.
La profecía de Jesús se formula parcialmente en un lenguaje apocalíptico, en un lenguaje de “fin del mundo”,
con las metáforas de un final cosmológico. Jesús fracasó al intentar convencer a su pueblo de que acogiese este
reinado, y este fracaso trajo efectivamente un “fin del mundo.” Por supuesto no se trata de un fin del mundo cos-
mológico, sino del pequeño mundo social y cultural del judaísmo del segundo templo. Es precisamente este fin
dramático de “su” mundo el que Jesús había intentado evitar con su predicación. El judaísmo del segundo templo
terminó dramáticamente dentro todavía de la generación de los que habían escuchado la profecía de Jesús. La ruina
que Jesús había querido evitar a su pueblo acabó viniendo sobre Jerusalén, no como una venganza divina, sino co-
mo consecuencia del rechazo a la fórmula de paz que el profeta Jesús había venido a ofrecer (Lc 19,42).
Ya el judaísmo había tenido que pasar anteriormente dos veces por el “fin del mundo”, con la ruina de Sama-
ría a manos de los asirios (s. VIII a. C.), y la de Jerusalén (siglo VI a. C.) a manos de los babilonios. En ambos ca-
sos Dios envió a su pueblo profetas que invitaron a la conversión del pueblo, como único recurso para evitar la
amenaza del fin. Desde la propia lógica judía, ¿no era previsible pensar que Dios enviaría también un profeta con
una misión similar, antes de la más tremenda crisis por la que ha pasado el pueblo judío en toda su milenaria histo-
ria?
Es verdad que el judaísmo sobrevivió a ese fin del mundo del año 70, como también había sobrevivido a la
destrucción de los babilonios. Pero el mundo del templo y sus sacrificios se acabó para siempre, y el judaísmo tuvo
que mutar para sobrevivir. El judaísmo rabínico es un judaísmo mutante que acertó con una fórmula para la super-

91
O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Estela, Barcelona 1967, pp. 69-70.

54
vivencia. El judaísmo revivió tras la destrucción del segundo templo como los huesos secos de Ezequiel, pero revi-
vió en dos especies distintas, una en el movimiento que se origina con la escuela rabínica de Yavne, y otra en el Is-
rael restaurado en la comunidad de los doce apóstoles. Este es el cisma primordial.
El Israel de los doce apóstoles se abrió a acoger a los gentiles en la comunidad mesiánica escatológica, pero,
para convertirse en hogar de los gentiles, tuvo que pagar un altísimo precio, el de desdibujar totalmente su identi-
dad judaica, hasta el punto de que hoy difícilmente puede ser reconocible como Israel. El Israel del rabinismo, en
cambio, optó por mantener a toda costa su identidad judaica, pero al precio de frustrar las expectativas proféticas
de la apertura a los gentiles, y procrastinar indefinidamente la misión que daba últimamente sentido a su elección.
Es sin duda providencia divina que ambas maneras de entender a Israel hayan coexistido la una junto a la otra
durante veinte siglos. El mayor error que han cometido ambas ha sido pensar que no tienen nada que aprender la
una de la otra, y que son autosuficientes. El cristianismo intentó a lo largo de la historia aniquilar violentamente el
judaísmo, porque era un testigo incómodo de la fidelidad de Dios a sus promesas a Israel como pueblo identificable
étnica y culturalmente. Sólo cuando la Iglesia y el judaísmo se vean a sí mismas como las partes mutiladas de un
proyecto global de Dios, tendrá lugar esa “resurrección de los muertos” a la que se refiere Pablo (Rm 11,15).
Reconocer la matriz judía con gozo y con agradecimiento, sin quererla mutilar ni escamotear, es la tarea de la
Iglesia en este nuevo milenio. Y la manera más eficaz de reconocer esta matriz es el reconocimiento del judaísmo
de Jesús, a quien nunca llegaremos a comprender al margen de los parámetros judíos de su cultura y de su siglo.

55
TEMA 6: TÍTULOS CRISTOLÓGICOS
R. E. Brown, Introducción a la cristología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 2001, 85-117.

¿Qué podemos saber de Jesús por sus palabras sobre sí mismo? Entramos ahora en el terreno más difícil para
conocer cuál fue la cristología del propio Jesús; difícil por la falta de pruebas. Después de la muerte de Jesús, los
cristianos reflexionaron mucho sobre la identidad de Jesús, sobre todo a la luz de los títulos que expresaban su fe;
Jesús es... Mesías/Cristo, o Señor, o Hijo de Dios, o Hijo del hombre, o incluso Dios. Aquí nos ceñimos a las prue-
bas, muy limitadas, de los títulos de Mesías, Hijo de Dios, e Hijo del hombre que Jesús se dio a sí mismo o que
aceptó cuando otros se los atribuyeron a él.
Antes de comenzar, se imponen algunas cautelas. La primera es que, aunque estableciéramos que Jesús no
utilizó o no aceptó alguno de esos títulos, eso no sería una señal decisiva de que los cristianos se los aplicaron sin
motivo. La revelación de Dios y la inspiración de los relatos del Nuevo Testamento que atestiguan esa revelación
garantizan a los creyentes que las primeras confesiones cristianas de fe entendieron correctamente la identidad de
Jesús, aun en los casos en los que esas confesiones fueron más allá de lo que él mismo formuló. Los primeros cris-
tianos modificaron con bastante frecuencia el significado de los títulos para podérselos aplicar plenamente a él.
La segunda cautela es, si el hecho de que Jesús exprese su identidad en títulos significa que era consciente de
tener con Dios la relación que esos títulos manifiestan. La identidad o conciencia de sí mismo no es similar a dis-
poner de los términos precisos para comunicar esa conciencia.
Y la tercera es si el problema de la autoconciencia de Jesús no es igual que el problema de hasta dónde llegó
su conocimiento. Hay que tener suma prudencia ante la afirmación de que Jesús sabía todas las cosas (seculares,
religiosas, el futuro, etc.), afirmación que es contraria a muchas pruebas bíblicas y en apoyo de la cual (digo esto
para los católicos) no hay ninguna enseñanza de la Iglesia claramente vinculante.
En cuanto a la conciencia que Jesús tuvo de su identidad (no de su capacidad para expresarla), la situación es
distinta. En los evangelios no hay una sola palabra que indique que en alguna etapa de su vida Jesús no tuviera
conciencia de una relación singular con Dios; y aunque, insistimos, no parece que haya una definición vinculante
de la Iglesia absolutamente clara, esta idea se aproxima mucho más al núcleo central de la proclamación cristiana.
Teniendo en cuenta estas cautelas, continuemos nuestra investigación para ver si Jesús utilizó ciertos títulos que
expresaran esa relación con Dios.

6.1. ¿Afirmó Jesús que él era el Mesías?


No hay duda de que la Iglesia primitiva confesó a Jesús como Mesías (en griego, Christos = el ungido, el es-
perado rey ungido de la casa de David). Llegó a convertirse en el nombre propio de Jesús = Jesucristo. Era “cris-
tiano” quien aceptaba a Jesús como Cristo o Mesías. ¿Utilizó alguna vez Jesús este título para identificarse ante los
judíos durante su ministerio? Sobre este tema se puede consultar mi estudio sobre la conciencia mesiánica de Jesús
en el curso sobre Jesús judío.
El hecho de que los cuatro evangelistas escribieran creyendo que Jesús era el Mesías, no quiere decir, sin em-
bargo, que Jesús pensase que él era el Mesías. Como parte del proceso necesario para encontrar el lenguaje ade-
cuado con el que expresar la realidad de Jesús, los evangelistas pudieron leer la formulación de su fe pospascual
proyectándola en los episodios de la vida de Jesús. En la época antigua algunos dijeron que todos los judíos espe-
raban al Mesías, y por eso este título tuvo indudablemente que ser mencionado en los debates sobre Jesús durante
su vida. Pero la esperanza mesiánica en tiempo de Jesús no era unitaria, el Mesías podía representarse tanto en la
esperanza político-nacionalista, como en la esperanza rabínica de un nuevo maestro de la ley.
En el período preexílico la mediación de la salvación de Dios se hacía mediante la figura del rey ungido. La
promesa de un futuro rey salvador de la estirpe de David se encuentra de muy diversas maneras en los profetas
(Am 9,11; Is 9,6-7; 11,1; Mi 5,24; Ez 37,22-24).
En el periodo postexílico (del 539 a.C. en adelante) había diferentes expectativas sobre cómo y por medio de
quién Dios intervendría en defensa de Israel. Si prescindimos del Nuevo Testamento, encontramos que en la litera-
tura judía que se conserva, del 200 a.C. al 100 d.C., la mención de la palabra Mesías no llega a treinta veces. (En
los manuscritos del Mar muerto se mencionan diferentes Mesías o ungidos, incluyendo uno de linaje sacerdotal).
En la larga historia de los judíos, escrita en griego por Josefo (Ant.), el vocablo Christos aparece sólo dos ve-
ces y ambas referidas a Jesús, una de ellas probablemente interpolada por los cristianos. En efecto, en toda la histo-
ria judía anterior al 130 d.C. (dudosamente después) no hay pruebas de que algún judío viviente, a excepción de

56
Jesús de Nazaret, fuese jamás considerado como el Mesías. Por tanto, no podemos resolver nuestra cuestión supo-
niendo lo que los hombres pensaron de Jesús durante su vida o lo que él pensó de sí mismo.
A continuación vamos a presentar seis textos del Nuevo Testamento de los cuales pudiera deducirse que se le
llamaba el Mesías: tres pasajes evangélicos en los que se usa el vocablo Mesías referido a Jesús, y tres referencias
asociadas.

6.1.1. La confesión de Pedro (Mc 8,29-33; Mt 16,15-23; Lc 9,20-22)


El episodio es particularmente importante para la identidad de Jesús, pues se introduce con la pregunta:
“¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (Mt: que es el Hijo del hombre). Después de respuestas incorrectas como
Juan el Bautista, Elías, uno de los profetas, Pedro contesta: “Tú eres el Mesías” (Mc); “el Mesías de Dios” (Lc); “tú
eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt). La concordancia de Lc con Mc indica que la confesión básica incluía
sólo al Mesías y que Mt añadió “el Hijo de Dios vivo”, que interpreta como “Mesías”, para que se entienda el elo-
gio que Jesús hace a renglón seguido de Pedro.
En Mc, Jesús reacciona prohibiendo a sus discípulos “decir a nadie esto de él.” Tal cosa no quiere decir que la
confesión que Pedro hizo de Jesús como Mesías no fuese correcta -al comienzo del evangelio de Marcos (Mc 1, 1)
se identifica a Jesús como el Mesías-, sino que el silencio impuesto por Jesús a sus discípulos forma parte de la vi-
sión que Marcos presenta de Jesús, de un Jesús que no permitirá que se le identifique como Mesías antes de su pa-
sión y muerte, no sea que se pierda de vista el componente necesario de sufrimiento que conlleva esta denomina-
ción. Aunque el tema del secreto mesiánico haya sido elaborado por Marcos, no significa que sea invención suya,
sino que es muy posible que refleje una actitud mantenida ya por Jesús mismo para evitar que su identidad fuera
mal comprendida.
Cuando Jesús sigue hablando del futuro sufrimiento del Hijo del hombre, Pedro le reprende y entonces Jesús
llama Satanás a Pedro por ver las cosas desde el punto de vista humano y no desde el punto de vista divino (Mc
8,33). Parece claro que Pedro no tiene una idea correcta de lo que significa Mesías, sino que lo entiende de una
forma que excluye el sufrimiento.92
No se puede probar que el episodio básico marcano de la confesión de Pedro (de la que hacen uso tanto Mt
como Lc) sea histórico, aunque el lugar paralelo de Jn 6, 66-71 nos ayuda a establecer al menos un origen preevan-
gélico de la confesión de Pedro. En ese paralelo Pedro confiesa a Jesús como “el Santo de Dios”, no como el Me-
sías (aunque “el Santo” pueda equivaler en términos generales a Mesías).93 Si considerásemos que la confesión en
sí no es históricamente improbable, esto indicaría que los seguidores de Jesús le aclamaron como Mesías durante
su vida pública y que Jesús no desmintió esa denominación aun cuando sabía que no era bien entendida.

6.1.2.- La pregunta del sumo sacerdote en el sanedrín (Mc 14,61-62; Mt 26,63-64; Lc 22,67-69)
Marcos y Mateo concuerdan, con variantes de poco relieve, en que la pregunta une dos títulos: “¿Eres tú el
Mesías, el Hijo del Bendito [Mt: el Hijo del Dios vivo]?” Lucas, que aquí puede estar siguiendo otra tradición, se-
para la cuestión del Mesías de la del Hijo de Dios (Lc 22,70). Hay problemas acerca de la historicidad de los sinóp-
ticos al situar este juicio la noche antes de la muerte de Jesús porque Juan 11,47-53 señala una sesión del sanedrín
muchos días antes. Los sinópticos parecen reunir en el juicio del sanedrín todas las preguntas básicas contra Jesús,
mientras que Juan las presenta diseminadas (cf. por ejemplo cómo Jn 10,24-25 sitúa la pregunta y respuesta sobre
el Mesías durante el ministerio).94
No obstante, si prescindimos del momento en que fue formulada y de la combinación de este título con el de
“el Hijo de Dios”, la pregunta sobre el Mesías que hacen a Jesús en los cuatro evangelios los que son considerados
sus enemigos, aumenta la probabilidad de que durante la vida de Jesús se planteara la cuestión del Mesías. No sa-
bemos de dónde les vino a las autoridades judías (en Juan, al pueblo) la idea de que Jesús pudiera .ser el Mesías,
¿de sus seguidores?, ¿de las afirmaciones de Jesús mismo?, ¿de una malévola sospecha de que Jesús pudiera ser
tan pretencioso?
La respuesta de Jesús a la pregunta de si él es el Mesías varía en los evangelios. En Marcos la revelación de la
filiación de Jesús es uno de los ejes cardinales del evangelio. Por eso el puesto principal que ocupa la confesión de
Jesús en el juicio judío tiene una importancia redaccional tan grande que nos puede hacer sospechar que esta esce-

92
Siguiendo el hipervínculo se puede ver una exégesis más detenida del texto de la confesión de Pedro.
93
La confesión del Mesías aparece en labios de Andrés, hermano de Pedro, 9. en Jn 1,41.
94
Jn 7, 25-27.31 supone que todos en Jerusalén sabían que se afirmaba que Jesús era el Mesías. Podemos ver una visión
sinóptica de las versiones del juicio judío en los cuatro evangelios.

57
na (la condena judía por blasfemia) es una construcción teológica de la comunidad que pone en boca de Jesús su
propia confesión cristológica a base de combinar Daniel 7,13 y el Salmo 110,1 (Mc 14,62).95
A la pregunta de si él es el Mesías, el Hijo del Bendito, Jesús responde: “Yo soy.” Según la línea histórica del
público de Marcos (hacia los años 60 del siglo I), difícilmente podía éste dar una respuesta negativa, pues, como
hemos dicho, ya se había afirmado esta identidad de Jesús en Mc 1,1.11. Sin embargo, cuando Pedro confesó que
Jesús era el Mesías, el Jesús de Marcos se muestra mucho menos afirmativo que ahora ante el sumo sacerdote.
Probablemente, la afirmación categórica ante el sacerdote se debió a que en un juicio para condenar a Jesús, ya no
hay peligro de una interpretación victoriosa de estos títulos. Pero la respuesta a la pregunta de si él era el Mesías,
¿fue tan inequívocamente afirmativa? Quizás las respuestas de Jesús en los otros evangelios arrojen luz sobre este
punto.
En Mateo, Jesús responde a la pregunta combinada del sumo sacerdote acerca del Mesías, Hijo de Dios, de
esta manera: “Tú lo has dicho” (Mt 26,64). Esta es una respuesta afirmativa, pero que responsabiliza de su interpre-
tación al que hace la pregunta, interpretación por la que Jesús no muestra ningún entusiasmo. Si a nivel de la narra-
ción nos preguntamos por qué el Jesús de Mateo se mostró tan entusiasta cuando Pedro combinó esos títulos y aho-
ra se muestra mucho más cauteloso cuando están en boca del sumo sacerdote, la respuesta es que Pedro los utilizó
en una confesión que era fruto de la revelación divina, mientras que el sumo sacerdote los utiliza sin creer en ellos
y lo que busca son pruebas contra Jesús.
Lucas, que separa la pregunta del Mesías de la pregunta del Hijo de Dios, responde con mucha ambigüedad a
la pregunta sobre si él es el Mesías: “Si se lo digo, no me creerán; y si pregunto, no responderán” (Lc 22,67-68).
(Lucas reserva la respuesta afirmativa de, Jesús, “Ustedes lo dicen: yo lo soy” para la pregunta aislada sobre el Hi-
jo de Dios).
En Juan 10, en la fiesta de la Dedicación del templo, los judíos contrarios a Jesús le retan a que revele su
identidad; y los dos títulos de Mesías e Hijo de Dios van a aparecer en el mismo orden que en los sinópticos. A la
pregunta de “Si tú eres el Mesías, dínoslo abiertamente”, Jesús responderá: “Se lo dije, y no creen” (Jn 10, 24-25),
respuesta muy parecida a la de Lucas, por lo que los dos evangelios pueden referirse a la misma tradición.
La impresión de la mayoría de los autores sobre evangelios es que, si bien, en el plano de la narración, Jesús
no negó que era el Mesías, fue verdaderamente reservado cuando sus opositores emplearon este título, porque sabía
que ellos no creerían ni entenderían su punto de vista. ¿No tiene esto más posibilidades de ser histórico que la sim-
ple afirmación de Marcos que es el único que pone una respuesta realmente afirmativa en boca de Jesús? Con todo,
debemos proceder con cautela, pues los cuatro evangelistas han formulado la pregunta teniendo en cuenta, por un
lado, cómo los judíos de su tiempo, que no creían en Jesús, entendían lo que los cristianos decían de él, y por otro,
teniendo presente en la respuesta la confesión de los propios cristianos. Uno cree estar oyendo al sumo sacerdote y
a Jesús en una narración influida por la controversia entre el sanedrín y la Iglesia.

6.1.3.- La mujer samaritana (Jn 4, 25-26)


Ella dice: “Sé que va a llegar un/el Mesías (que quiere decir 'Cristo'); y cuando él llegue nos anunciará todo.”
Jesús responde: “'Yo soy', el que te habla.” En el plano de la narración la respuesta parece lógica; los seguidores de
Jesús decían que él era, sin duda alguna, el Mesías (Jn 1,41), Y ahora otra persona, a punto de creer en Jesús, hace
la confesión. No obstante, muy pocos de los autores que han estudiado a Juan creen que el diálogo con la mujer
samaritana sea realmente histórico; y que sepamos, los samaritanos no esperaban al Mesías, pues habían rechazado
la alianza entre Dios y David sobre la continua sucesión real del linaje davídico. Por tanto, este episodio no nos di-
ce que, durante su vida, Jesús admitiera, sin alguna reserva, que él era el Mesías.

6.1.4.- “El rey de los judíos”


Los cuatro evangelios (Mc 15,2 par) están de acuerdo en que Pilato preguntó a Jesús si él era “el rey de los ju-
díos.” Los cuatro evangelios (Mc 15,26 par) coinciden en que la inscripción “el rey de los judíos” estaba en el títu-
lo o cargo acusatorio relacionado con la cruz de Jesús. Es probable que la intención de Marcos fuera que sus oyen-
tes asociaran la pregunta de Pilato con el título de la cruz. Los romanos condenaron a muerte a Jesús porque se de-
cía el Mesías, el rey de los judíos. Jesús dice que él es el Mesías rey, una prueba de la historicidad del título de la
cruz: “el rey de los judíos.” Esto hace todavía más probable que el título “Mesías” se aplicara a Jesús durante su
vida. En el curso sobre Jesús judío hemos estudiado detenidamente la causa de la condena de Jesús, y hemos con-
cluido que la causa definitiva fue más política de lo que se ha solido decir hasta ahora.

95
R. AGUIRRE, “El Jesús histórico a la luz de la exégesis reciente”, Iglesia viva 210 (2002)

58
Sabemos cómo se las gastaba Roma con los pretendientes regios, y Pilato no podía por menos que actuar con-
tra un hombre que arrastraba multitudes, de quien se decía que era familia de David, que entró en Jerusalén solem-
nemente en los días previos a la Pascua aclamado por todos como rey. Jesús realizó todos esos gestos consciente de
la interpretación obvia que muchos iban a dar a esa entrada. Juan nos dice que en el prendimiento de Jesús estuvo
ya presente el tribuno romano, de quien debió partir la iniciativa para el prendimiento. Luego Roma siguió el pro-
ceso poniendo a Jesús en manos de los sacerdotes para que fueran ellos quienes se lo entregaran, respetando así la
esfera de su autonomía. La tradición cristiana ha ido progresivamente acentuando la culpa de los judíos y exone-
rando a los romanos. La comunidad cristiana que tenía que vivir en el contexto del imperio no quería subrayar el
hecho de que su fundador había sido condenado por los romanos y prefirió decir que Pilato lo creía inocente y ac-
tuó por presiones judías.
Como afirmamos en los apuntes referidos, es posible que después de interrogar a Jesús, Pilato cayera en la
cuenta de que no era tan peligroso como había sospechado en un principio, pero sometido a presiones de unos y
otros, prefirió seguir el curso del proceso y acabar condenando a Jesús. El título en tres lenguas que colgaba de la
cruz es uno de los hechos históricos más fiables sobre la muerte de Jesús

6.1.5.- Primera confesión cristiana de Jesús como Mesías


Ya me he referido anteriormente a la considerable frecuencia con que los seguidores de Jesús le asignan el tí-
tulo de “Mesías” después de la resurrección y parece que incluso mucho antes. Pero ¿sería esto posible si no se hu-
biera hecho ninguna referencia a Jesús como Mesías antes de su muerte? Sería poco probable que los cristianos le
hubieran atribuido a Jesús el título de Mesías y éste hubiera dicho explícitamente que no lo era. Solo una cierta alu-
sión a este título en las palabras del mismo Jesús hace que razonablemente la comunidad se lo aplicara más tarde
explícitamente. Es verosímil pensar que Jesús no se atribuyó el título de Mesías pero que tampoco lo negó tajante-
mente cuando sus seguidores trataron de atribuírselo. Mantuvo a este respecto una actitud ambigua, que es preci-
samente la que Marcos refleja también en su recurso redaccional del secreto mesiánico. Jesús no se mostró entu-
siasta de este título porque sabía todas las ambigüedades y malentendidos que este título podía suscitar en sus se-
guidores.

6.1.6. La entrada mesiánica en Jerusalén


De una importancia capital de cara a estudiar la pretensión mesiánica de Jesús es el estudio de su entrada
triunfal. Catchpole ve en esta escena un puro género literario y niega su historicidad.96 El argumento preferido de
los que rechazan la historicidad de la escena es que, de haberse dado tal manifestación, los romanos sin duda ha-
brían intervenido inmediatamente. Gundry señala muchas posibles respuestas a esta dificultad, todas ellas verosí-
miles.97 Basta con pensar, como ya dijimos, que la manifestación no fuera tan espectacular como los evangelistas,
utilizando un género literario épico, la han narrado.
Taylor, en cambio, da un gran valor histórico a este pasaje de la vida de Jesús y lo asigna a la tradición petri-
na.98 Es evidente que el desarrollo de la tradición en los evangelios posteriores ha ido magnificando la aclamación
que el pueblo dirige a Jesús como rey davídico. Pero en Marcos la aclamación no va todavía dirigida a Jesús, como
rey, sino al “reino de nuestro padre David que viene” (Mc 11,10).99 Esta aclamación, tal como aparece en Marcos,
difícilmente puede ser una composición cristiana posterior.100 Además Marcos es también el único evangelista que
no cita expresamente Za 9,9, con lo que no cabe hablar de historización de la profecía.
Sin embargo, aunque Marcos no haya aplicado el título davídico real a Jesús en este pasaje, no cabe duda de
que tanto la multitud como Jesús mismo – y más tarde Marcos-, no pudieron por menos que relacionar de algún
modo las dos bendiciones al “que viene en nombre del Señor”, y al “reino de nuestro padre David que viene”, so-
bre todo si es cierto que Jesús era de descendencia davídica. No olvidemos tampoco que poco antes el ciego de Je-
ricó ha aclamado expresamente a Jesús como “Hijo de David” (Mc 10,47-48) con lo que, como ya dijimos, Marcos
se muestra buen conocedor de esta tradición.

96
Cf. D. R.CATCHPOLE,, “The ‘Triumphal’ Entry”, en E. Bammel y C.F. D. Moule (ed.), Jesus and the Politics of his Day,
Cambridge U. P., Cambridge 1984, 319-324.
97
Op. cit., p. 632.
98
Cf. V. TAYLOR, Evangelio según San Marcos, Madrid 1979; ver también I. H. Marshall, Commentary on Luke, New In-
ternational Greek Testament Commentary, Exeter 1978.
99
En cambio Lucas habla del “rey” que viene (Lc 19,38), Juan habla del “rey de Israel” (Jn 12,13), y Mateo del “Hijo de
David” (Mt 21,9).
100
Cf. R. H. GUNDRY, Mark. A Commentary on His Apology for the Cross, Eerdmans, Grand Rapids MI 2000, 631-634.

59
En cualquier caso, Jesús tenía que ser consciente de que el sólo hecho de haber entrado en Jerusalén a lomos
de un asno, rodeado de los peregrinos, tenía forzosamente que ser interpretado de modo mesiánico y hacer recordar
a todos el texto de Za 9,9101. Hasta hoy el judaísmo sigue esperando que el Mesías llegue a Jerusalén desde el mon-
te de los Olivos montado en un asno. Se trata de un signo profético muy en línea con el signo del templo y el signo
de la última cena.

6.1.7. Conclusiones
Las pruebas de estos seis casos hacen sumamente probable que la cuestión de Jesús como Mesías se planteara
durante su vida. Creo que es muy improbable que Jesús negase alguna vez que él era el Mesías, porque si lo hubie-
ra negado, sus seguidores habrían dicho que se le había ejecutado por cargos totalmente falsos: él no fue rey y
además negó que lo fuera. Es cierto, por tanto, que algunos de los que lo acusaban, judíos o gentiles, pensaron que
él o sus seguidores decían que él era el Mesías (rey).
En realidad, es muy probable que los seguidores de Jesús le confesaran como Mesías durante su vida. La con-
trapropuesta de que quizás los adversarios judíos supusieron sin ninguna base que Jesús decía ser el Mesías es una
hipótesis inverosímil, pues ya hemos dicho que este título fue atribuido a Jesús por algunos de sus seguidores.
Además, es muy improbable que los seguidores de Jesús aceptaran con tanto entusiasmo, después de la resurrec-
ción, algo que solo sus adversarios le habían atribuido.
Finalmente, me inclino a pensar que es probable que Jesús nunca aceptase claramente o con entusiasmo este
título en el sentido que le daban tanto sus seguidores como sus detractores.102 Jesús no tuvo intención de hacer co-
sas que muchos podrían asociar con el Mesías esperado, por ejemplo, establecer un reino en la tierra, derrocar a
monarcas extranjeros, o actuar como un soberano terreno; y pensó que ser del linaje de David no tenía una impor-
tancia decisiva (Mc 12,35-37 par). Puede ser muy bien que Jesús nunca negara ser el Mesías pero que nunca mos-
trara entusiasmo por este título en el sentido en que se le atribuía..
Si Jesús se consideraba el mediador último de Dios en la implantación del Reino, bien pudiera haber admitido
que él era el Mesías, pues en la mente de muchos, negarlo habría significado que él no era el mediador último de
Dios. Por otra parte era consciente al mismo tiempo de que no cumplía plenamente ninguna de las expectativas an-
teriores, y por eso no podía afirmar sin más que era el Mesías. Paradójicamente, esta actitud apunta a que Jesús te-
nía una cristología distinta de la que habría tenido si se hubiera identificado sin más con lo que se esperaba del Me-
sías.

6.2. ¿Afirmó Jesús que él era el Hijo de Dios?


Para evitar cualquier confusión, es bueno tener presente que llamar a alguien “hijo” en relación a Dios es am-
biguo. Esto no significa necesariamente filiación divina en el sentido propio de que se proceda de Dios, hasta el
punto de tener su misma naturaleza, sino que puede apuntar únicamente a una relación especial con Dios.
En la mente de los oyentes de Jesús el título evocaba una especie de filiación divina metafórica que el Antiguo
Testamento atribuyó al rey davídico (2 Sm 7,14; Sal 2,7). En el Antiguo Testamento el título “Hijo de Dios” reci-
be, además, un amplio significado y se usa de manera diferente: se aplica a Israel en calidad de pueblo elegido de
Dios, a las personas que en Israel eran justas ante Dios y, de modo particular, al Rey davídico en su especial rela-
ción con Dios. En ninguno de estos casos, sin embargo, este título indicaba algo más que una filiación metafórica.
En su significado tradicional, el título no podía expresar la verdadera identidad de Jesús. Para expresarla, se debe-
ría haber asumido un significado “sobreañadido” al totalmente nuevo de filiación divina “natural” de Jesús.
En el Antiguo Testamento los ángeles son llamados “hijos de Dios”, pues forman parte de la corte celestial y
de la propia familia de Dios. De la nación de Israel Dios pudo decir por el profeta: “De Egipto llamé a mi hijo” (Os
11,1). En el libro de la Sabiduría los que se burlan del justo lo critican porque se considera un hijo de Dios, es de-
cir, uno a quien Dios ama y trata como si fuera su propio hijo (Sb 2,13-18). A pesar de estos usos del vocablo “hi-
jo”, el título formal de “hijo de Dios” no aparece nunca en la Biblia hebrea.

101
Cf. C. A. EVANS, “Jesus and Zecchariah’s Messianic Hope”, en B. Chilton y C. A. Evans (ed.), Authenticating the Ac-
tivities of Jesus, Brill, Leiden 1998, 373-388.
102
Hay pocas razones para apoyar la opinión según la cual, aunque Jesús afirmó claramente que él era el Mesías, los
oyentes no lo entendieron porque eran torpes y duros de corazón. Más bien se necesitó tiempo después de su muerte
para que las ideas judías sobre el Mesías se modificaran o adaptaran para ajustarse a la historia de Jesús, de suerte que
los creyentes pudieran reconocerle sin reservas como el Mesías en todas las fases de su vida (cf. los capítulos 7-10).

60
En la literatura judía intertestamentaria aparece una sola vez en lo que se conoce como fragmento del Pseudo-
daniel, conservado en arameo en Qumrán (4Q246). Allí se lee que “dirán de él que es hijo de Dios, y le llamarán
Hijo del Altísimo.103” La falta de contexto en esta pieza mal conservada hace difícil la interpretación del pronom-
bre “él”, aunque parece haber sido escrita pensando en un rey. Muchos autores entienden los títulos en forma posi-
tiva, refiriéndolos, a menudo, a una figura futura que está a favor de Dios.
Todos los autores admiten que la Iglesia del Nuevo Testamento confesó a Jesús como Hijo de Dios y que esa
confesión de la filiación divina pudo muy bien surgir en la primera década de la historia de la Iglesia primitiva.104
En los labios de los cristianos este título atribuyó a Jesús una relación con Dios, no sólo especial, sino única, y esa
relación única es la que nos interesa cuando preguntamos: “¿Se denominó Jesús a sí mismo o se consideró el Hijo
de Dios?” Los pasajes evangélicos que se refieren a él como Hijo de Dios, ¿son realmente del tiempo del mi-
nisterio de Jesús? Si así es, ¿tuvieron tan pronto estos pasajes una connotación exaltada de filiación? ¿O fueron al
principio simples afirmaciones de que Jesús era el Mesías, el rey del linaje de David a quien Dios trataba y protegía
como a un hijo?
Afirma Duquoc que lo que ocupa el primer lugar en la revelación de Cristo no es su “divinidad”, sino su per-
sonalidad, y manifestando la trascendencia de esta personalidad es como declara su divinidad. Se revela Dios bajo
un ángulo especial, podríamos decir y ese ángulo es el filial- Esta circunstancia es de una importancia no menos
decisiva para el dogma trinitario que para el dogma cristológico.105
Es evidente que Jesús se revela como “alguien” que tiene una historia, unos sentimientos, unos proyectos, una
personalidad-.

6.2.1.- Algunos textos que tienen poco valor probativo

6.2.1.1. Las respuestas de Jesús a las proclamaciones o preguntas sobre si él es el Hijo de Dios (Mt 16,16-17
/ Mc 14,61-62). Ya hemos estudiado estos pasajes al hablar del título de Mesías, pues en ambos casos “Mesías” es-
tá vinculado a “Hijo de Dios” (este último con variantes menores). ¿Fue “Hijo de Dios” parte de la combinación
añadida a “Mesías” en el desarrollo postpascual de la tradición para facilitar su interpretación, o se remonta al
tiempo de Jesús? Si se admite esto último, ¿cómo entendieron esta confesión en la vida de Jesús, Pedro y el sumo
sacerdote?

6.2.1.2. La concepción virginal y el Hijo de Dios.


Los relatos sobre la infancia de Mt y Lc, independientes entre sí, coinciden en que Jesús es Hijo de Dios de
una manera singular, pues María concibió a su hijo por medio del Espíritu santo, sin concurso de varón. Muchos
piensan que esta concepción virginal repercute indirectamente en el conocimiento que Jesús tuvo de su filiación,
pues María le hablaría de la paternidad divina (si es que necesitó que se le informara). La ausencia de relatos de la
infancia en Marcos (y Juan) indica que la incorporación de ellos a la descripción evangélica es relativamente tar-
día, aun cuando contengan material más primitivo. No sabemos nada sobre la fuente de donde Mateo y Lucas to-
maron el material que presentan en los relatos de la infancia; ni podemos considerarlos como totalmente históricos,
puesto que no concuerdan en detalles importantes, tanto en lo que se narra en el ministerio subsiguiente como entre
sí. (Con todo, la forma de la concepción y la identidad de Jesús como Hijo de Dios son los hechos más importantes
ya que en ello concuerdan ambos relatos de la infancia). Cuando en el ministerio público se habla de Jesús y de
María, jamás se menciona un solo detalle de los relatos de la infancia. Por consiguiente, históricamente no hay
forma de saber qué conciencia llegó a tener Jesús sobre el modo como fue concebido.106

103
Este texto fue analizado y divulgado por J. T. MILIK durante una conferencia en Harvard en 1972. J. A. FITZMYER expu-
so las líneas fundamentales en NTS 20 (1973-1974) 391-394; reeditado en FAWA 90-94, 102-107. El texto fue final-
mente publicado por E. PUECH, Revue Biblique 99 (1992) 98-131, y comentado por FITZMYER, Biblica 74 (1993) 153-
174. Muy interesante es el estudio publicado por el autor israelí I. KNOHL, acerca del siervo sufriente en los manuscri-
tos del Mar Muerto. El Mesías antes de Jesús, Trotta, Madrid 2004, p. 111-124.
104
Bultmann y muchos estudiosos de la primera mitad del siglo XX atribuían la confesión de Jesús como Hijo de Dios a
la Iglesia helenista. Sin embargo, el uso probablemente se remonta a la primera generación de cristianos palestinos.
Aparece en I Ts 1, 10, el escrito cristiano más antiguo que se ha conservado (hacia el 50 d.C.). Aparece en Rm 1,3-4,
que muy probablemente es una antigua confesión no paulina.
105
C. DUQUOC, Cristología. Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret el Mesías, Sígueme, Salamanca 1974, pp. 246-
247.
106
Una posible excepción sería Lc 2, 49 donde, a la edad de doce años, Jesús habla a su “padre” (Lc 2, 48) Y a su madre

61
6.2.1.3. La afirmación de la filiación divina de Jesús en el bautismo y la transfiguración.
En los evangelios sinópticos Dios, hablando desde el cielo, llama a Jesús “mi Hijo querido” tanto en el bau-
tismo como en la transfiguración. Es extraordinariamente difícil probar científicamente el carácter histórico de una
teofanía (cuando Dios se aparece o habla a los hombres desde el cielo). Otra dificultad para utilizar este testimonio
en nuestra exposición es la finalidad del relato. La escena de Marcos tiene una finalidad pedagógica: la voz de Dios
habla en el bautismo a los lectores, para decirles de entrada quién es Jesús.107 Que esto no iba dirigido a los pre-
sentes en la escena que se relata en ese pasaje es evidente por el hecho de que a lo largo de todo el evangelio de
Marcos, antes de la muerte de Jesús, ningún ser humano muestra saber que Jesús es el Hijo de Dios. La transfigu-
ración recuerda a los lectores que los discípulos no habían entendido quién era Jesús, ni lo entenderían aunque él se
revelase claramente. No podemos considerar estas intervenciones de la voz celestial como simples sucesos históri-
cos, necesarios para que Jesús pudiera expresar su identidad como Hijo de Dios.

6.2.2.- Otros textos con mayor valor probativo


6.2.2.1. Referencias de Jesús a Dios como Padre
Para corroborar la opinión de que Jesús se refirió a sí mismo como el Hijo único de Dios, se suele argumentar
que Jesús hablaba de Dios como de “mi Padre” y que jamás se incluyó con otros diciendo “nuestro Padre.” J. Je-
remias ha sostenido que es característica la costumbre de Jesús de dirigirse a Dios en sus plegarias como “Abba”
(“Padre”). El calificativo arameo 'abba' equivale a un cariñoso “papá” e implica una relación familiar íntima. De
este modo, Jesús atestiguó una relación familiar especial con Dios como su Padre que supera la relación general
aceptada en el judaísmo de su tiempo. El argumento no está exento de dificultades.
Primera dificultad: La expresión “mi Padre” aparece pocas veces en el evangelio. Nunca se encuentra en Mar-
cos y sólo aparece cuatro veces en Lucas. El uso frecuente de esta expresión es típico de Mateo, pero ni uno solo
de los casos en que Mateo usa “mi Padre” tiene paralelo en los sinópticos. Es revelador, por ejemplo, comparar Mt
12,50 (“la voluntad de mi Padre”) con Mc 3,35 y Lc 8,21 (“la voluntad [o palabra] de Dios”), y Mt 26, 29 (“el
reino de mi Padre”) con Mc 14,25 (“el reino de Dios”). Como se ve claramente en estos casos, es posible que Mt
haya introducido “Padre” en pasajes que en un principio no incluían esta denominación.
Segunda dificultad: El Jesús de Mateo habla de “mi Padre” y también habla frecuentemente a sus discípulos
de “su Padre”. En Mt 7,21, por ejemplo, Jesús habla de la voluntad de “mi Padre”; en 18,14 (según los testimonios
textuales) habla de la voluntad de “su Padre de ustedes.” ¿Qué derecho tiene el exegeta a admitir, a primera vista,
que “mi Padre” supone una relación más íntima con Dios que la de los discípulos?108
Tercera dificultad: Otros estudiosos han cuestionado la opinión de Jeremias, y ciertamente es necesario hacer
algunas salvedades.109
Cuarta dificultad: Aun en el evangelio de Juan, donde la relación de Jesús con Dios como Hijo ()
es distinta de la relación de los creyentes cristianos como hijos (),110 el vocablo “Padre” dirigido a
Dios no es claramente diferenciador. En Jn 20,17 Jesús resucitado dice: “Subo a mi Padre y su Padre de ustedes.”
Pero, recurriendo a la analogía de una frase similar en Rut 1, 16, Jesús quiere decir “mi Padre que es ahora su
Padre.” Mediante el don pascual del Espíritu, Dios llega a ser el Padre de todos los que creen en Jesús.
En cualquier caso, lo nuevo del uso lingüístico de Jesús consiste en que Jesús no solo habla de Dios llamándo-
le Abba, como ya se estilaba en el judaísmo, sino en que se dirige a él en oración tratándole así, lo cual no consta
que se hiciera en el judaísmo ya que esa expresión hubiera sido poco reverente en una oración.
Si reconocemos que históricamente Jesús se dirigió a Dios en arameo como 'Abba', tenemos también que ad-

llamando a Dios “mi Padre.” Pero este episodio es peculiar de Lucas y difícil de invocar en una discusión histórica.
107
El tema en Mt y Lc es algo diferente. A los lectores se les ha dicho ya en los relatos de la infancia, por revelación del
ángel, que Jesús es el Hijo de Dios. En Lc, incluso con las propias palabras de Jesús cuando tenía doce años. Ahora
Dios confirma todo esto hablando en voz alta.
108
Una posible modificación es que implícitamente Jesús es quien da a otros el derecho de hablar a Dios de esta manera.
109
Podemos encontrar un estudio más minucioso de este punto tanto en el texto completo de Brown que estamos resu-
miendo aquí, así como en mis apuntes sobre Marcos.
110
Por supuesto, esta es una distinción que difícilmente se hace en el habla aramea de Jesús; y no es una distinción man-
tenida en el nuevo testamento, por ejemplo, Ga 4,5; Rm 8,15 utiliza un nombre abstracto relacionado con huios en lu-
gar del de “filiación” adoptiva de los cristianos.

62
mitir el carácter poco común de esta práctica. Incluso después, en el hebreo frecuentemente arameizado de la
Misná, el término 'abba' no se usa para dirigirse a Dios, y sólo aparece una vez como invocación a Dios en las anti-
guas traducciones arameas de la Biblia (targumim).
Como dice Fitzmyer: “En la literatura del judaísmo precristiano o palestino del siglo I no hay pruebas de que
el término 'abba' fuese usado en cualquiera de sus sentidos como un apelativo personal dirigido a Dios por un indi-
viduo.” Por lo tanto, el uso que Jesús hace de esta palabra es un uso singular. No obstante, Jesús ofreció compartir
esta filiación con sus seguidores: les enseñó a orar a Dios como “Padre” (Lc 11,2, la forma original de invocación
en el Padrenuestro), y ellos siguieron la costumbre de usar “Abba” incluso en el mundo de habla griega (Ga 4,6;
Rm 8,15).
No tenemos un argumento contundente sobre el uso que Jesús hizo de la expresión “Abba”, dirigiéndose a
Dios de modo exclusivo, pero podemos concluir esto, que no es poco: Si Jesús se presentó a sí mismo como el
primero entre muchos que tienen una nueva y especial relación con Dios como Padre, y como la persona que puede
hacerles entrar a ellos en esa relación, tal prioridad implica que su filiación fue de alguna manera superior a la fi-
liación de todos los que habían de seguirle.111

6.2.2.2. Referencias de Jesús a sí mismo como Hijo


Las posibilidades de una conclusión más sólida surgen cuando pasamos de los pasajes en los que Jesús habla
de Dios como Padre a los pasajes en los que habla de sí mismo como Hijo; pero en esto debemos proceder también
con cautela. No hay ninguna duda de que el Jesús del cuarto evangelio afirma ser Hijo de Dios, el único que ha vis-
to y oído a Dios y que ha venido a la tierra para revelar quién es Dios a los hombres. Incluso se describe a sí mismo
como el “Hijo único” de Dios (Jn 3,16). La alta condición de ese Hijo se ve en sentencias como “El Padre y yo so-
mos una sola cosa” (Jn 10,30) o “el que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14,9) Estos textos son todos del evange-
lio de Juan. ¿Hasta qué punto podemos atribuir una cristología tan clara de Hijo-de-Dios al ministerio de Jesús?
El cuarto evangelio se escribió para manifestar que Jesús es el Hijo de Dios (Jn 20,31); aunque las palabras
del Jesús joaneo pueden tener su raíz en las palabras de Jesús durante su ministerio, en su plan están inundadas de
la gloria del Jesús resucitado. Por eso es muy difícil, desde el uso que hace Juan, determinar científicamente cómo
habló Jesús de sí mismo durante su vida terrena.
Con todo, la costumbre de Juan de presentar a Jesús refiriéndose a sí mismo como “Hijo” tiene paralelos en
los otros evangelios y debemos prestar cuidadosa atención a tres casos de los relatos sinópticos del ministerio en
los que Jesús parece hablar con seguridad de sí mismo como “el Hijo” de Dios.
Primero: en la tradición Q de los dichos de Jesús hay un famoso texto que comparten Mt 11,27 Y Lc 10,22:
“Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre lo conoce nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelar-
lo”, el así llamado “logion de Juan”, o “aerolito juánico.”
Este dicho tiene muchas características semíticas y puede reflejar bien un dicho original de Jesús. No prueba
claramente que Jesús se presentara a sí mismo como “el Hijo” en un sentido absoluto (aunque no lo excluye, pues
muchas de las parábolas tienen también características alegóricas y Jesús podría haber estado jugando con que era
“el Hijo”).
Segundo: en Mc 13,32 (Mt 24,36) Jesús dice: “Acerca de aquel día o de la hora, nadie sabe, ni los ángeles en
el cielo ni el Hijo, sino el Padre.” Es curioso que el mismo pasaje que habla absolutamente de Jesús como Hijo de
Dios sea el pasaje más famoso de los evangelios para indicar que el conocimiento de Jesús fue limitado. Aunque
algunos autores piensan que la Iglesia primitiva pudo haber añadido la designación exaltada de Jesús como “el Hi-
jo” para compensar el reconocimiento de que su saber era limitado, es probable que esta denominación que Jesús
se da a sí mismo sea original. En cualquier caso, viendo la gradación - ignorancia ni los ángeles ni siquiera el Hijo-
, Jesús parece situarse como hijo por encima de los ángeles.112
Tercero: la parábola de la viña y los labradores homicidas (Mc 12,1-12), aunque puede haber sido desarrollada
por la tradición, contiene una comparación básica y sencilla que probablemente se remonta a Jesús. En esta parábo-
la, después de tratar severamente a los criados enviados para recoger la renta, los labradores matan al hijo del due-
ño de la viña. No existe la más mínima insinuación de que el hijo fuese vengado en última instancia, como sería de

111
Gesché ha enfatizado la importancia del concepto de filiación como concepto soteriológico clave en el mensaje de Je-
sús. Ver A. Gesché, Jesucristo, c. 4: Hijo de Dios. Ver mis apuntes de antropología teológica al hablar de la filiación
como naturaleza de la Gracia
112
Se trata de un logion incómodo. En varios códices de la versión de Mateo se conserva la mención a los ángeles y se
elimina la mención al Hijo. Lucas ha eliminado este logion del todo. La versión de Marcos es, pues, la original y es au-
téntica precisamente por ser la más difícil.

63
esperar, si la muerte del hijo fuera un desarrollo postpascual de la parábola. El hijo ocupa un lugar en la lista de los
profetas martirizados y rechazados, pero tiene una identidad superior a la de todos ellos. Mc 12,6 y Lc 20,13 (pe-
ro no Mt 21,37) describen a este hijo como agapetos () excepcionalmente querido.
Otro texto interesante es el relato exclusivo de Mateo cuando le preguntan a Pedro si un Maestro paga o no
paga el tributo al templo. Todos los judíos, incluidos los de la diáspora tenían que pagar el tributo de medio sheqel
anual para el templo. Pedro da por descontado que Jesús si lo va a pagar, porque es un judío piadoso y no evade los
impuestos. Pero al llegar a casa, Jesús muestra una reserva: Cuando Jesús se entera no está de acuerdo con Pedro y
le dice: “Dame tu parecer, Simón. ¿Quiénes son los que pagan impuestos o tributos a los reyes de la tierra: sus hi-
jos o los que no son de la familia?” Pedro contestó: “Los que no son de la familia.” Y Jesús le dijo: “Entonces los
hijos no pagan (Mt 17,25-26). Indirectamente, Jesús objeta que su relación con el Padre es de distinto tipo de la de
los restantes miembros del pueblo de Israel. Una vez más encontramos esa relación única con el Padre. Pero al fi-
nal del relato Jesús le dice que para no escandalizar pague con la moneda extraída al pez: “por ti y por mí”, mos-
trando así que ese privilegio que le pertenece a él por naturaleza lo quiere compartir con sus discípulos.
Según estos tres pasajes sinópticos, es probable que Jesús hablara y pensara de sí mismo como “el Hijo”, im-
plicando una relación muy especial con Dios, que es parte de su identidad y condición. Sin embargo es indiscutible
que, al hablar de sí mismo, Jesús nunca utiliza el título de “el Hijo de Dios.”
Lo que es indudable es el desarrollo teológico de este concepto tanto en Pablo como en Juan. La única razón
de posibilidad de este uso tan generalizado en diversas fuentes, y la antigüedad de la teología paulina, es que en la
memoria de Jesús haya una base que dé pie a este desarrollo

6.3. ¿Afirmó Jesús que él era el Hijo del hombre?113


Existe una gran discrepancia entre los autores modernos sobre si éste fue un título usado en vida de Jesús y lo
que pudo significar, amén de si Jesús se atribuyó a sí mismo esta denominación. Puede servir de consuelo saber
que en las palabras dirigidas a Jesús en Jn 12,34 hay vestigios de una antigua perplejidad: “¿Y cómo dices tú que
tiene que ser elevado el Hijo del hombre? ¿Y quién es ese Hijo del hombre?”
El uso evangélico de este título en relación a Jesús ofrece unas estadísticas radicalmente distintas a las ya
examinadas en relación a “el Mesías” y a “el Hijo de Dios”, Es difícil deducir que esos dos títulos se aceptaran o
utilizaran durante la vida de Jesús, en parte porque son poco frecuentes, a pesar de que parece que hay algunas
pruebas evangélicas de su uso. En cambio el título “el Hijo del hombre” es mucho más utilizado. Aparece unas 80
veces en los evangelios y en todas, menos en dos casos discutibles (Mc 2,10; Jn 12,34), siempre en boca de Jesús
como denominación que se da a sí mismo. Se calcula que constituyen unos 51 dichos, 14 de los cuales se encuen-
tran en Marcos y 10 en la fuente Q. Fuera de los evangelios la expresión aparece sólo 4 veces, en Hb 2,6; Ap 1,13;
14,14; Hch 7,56; y sólo en este último (que es un préstamo del uso evangélico de Lucas lleva, como en los evange-
lios, el artículo determinado).
El debate sobre si el Jesús histórico se designó a sí mismo con la denominación Hijo del hombre o si este títu-
lo es un producto de la reflexión de la Iglesia primitiva retroproyectado al tiempo del ministerio de Jesús, ha des-
pertado gran interés en los últimos cien años. Los que piensan que es producto de la reflexión de la Iglesia primiti-
va tienen que encarar dos problemas mayores: ¿Por qué este título fue retroproyectado con tanta insistencia al mi-
nisterio, poniéndolo en labios de Jesús en una proporción que sobrepasa con mucho la inserción de los títulos de
“Mesías”, “Hijo de Dios” y “Señor”? Y si éste fue un título elaborado por la Iglesia primitiva, ¿por qué casi no ha
dejado huella en la literatura neotestamentaria no evangélica, cosa que no ha ocurrido con los otros títulos?
No obstante, en el uso evangélico de este título hay características interesantes. Ninguna persona se dirige a
Jesús con este título y Jesús no explica nunca su significado. Cuando surge la pregunta de quién es Jesús, a pesar
del amplio uso de “el Hijo del hombre”, nunca se insinúa este título para identificarlo. (Y los primeros cristianos
nunca lo utilizaron en sus confesiones de alabanza o en sus credos). La exaltación como Hijo del hombre con poder
para juzgar es lo que Jesús afirma con mayor claridad en su proceso ante las autoridades judías la noche antes de su
muerte. Sin embargo, aunque Jesús es ridiculizado en la cruz por todos los otros detalles del juicio (la destrucción
del santuario, el Mesías, el Hijo de Dios), no hay una sola referencia a su autoidentificación como el Hijo del hom-
bre. Ante estas dificultades, vamos ahora a examinar muy brevemente algunos puntos que son parte del debate

113
Nos gusta especialmente el tratamiento de este tema en J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad nueva, 9ª ed., Sal Terrae,
Santander 1984, p. 231-251. Ver también nuestra opinión en el curso sobre Jesús Judío.

64
acerca de la historicidad del uso que Jesús hizo de este título.
¿Cuándo y cómo “el Hijo del hombre” llegó a ser un título? Puesto que la frase habitual del evangelio,
 , es desconocida en el griego laico y tiene poco sentido en
griego, como también tiene poco sentido en el lenguaje coloquial español “el hijo de hombre”, los orígenes de su
uso hay que buscarlos en un contexto semítico. La voz divina que habla a Ezequiel se dirige a él más de noventa
veces como “hijo de hombre”, esto es, como “ser humano”, término que subraya el contraste entre el mensaje ce-
lestial y el destinatario mortal. Más oportunamente, “uno como hijo de hombre” en el arameo de Dan 7,13 entra a
formar parte de la discusión, pero la designación aquí simplemente significa uno “como un ser humano.”
Apoyándose en los apócrifos judíos más que en la religión comparada no judía, una corriente científica, que
ahora parece estar cobrando fuerza, afirma que en el siglo I los judíos esperaban una figura humana específica a la
que Dios daría la victoria, entronizaría sobre los enemigos de Israel y sería el instrumento del juicio divino; una fi-
gura que muy bien podía ser denominada “el Hijo del hombre”, pues personificaba o ejemplificaba el destino de
todos los seres humanos justos. Otros autores anteriores negaban que esta figura existiese en el judaísmo anterior a
Jesús

6.3.1.- El título del “Hijo del hombre” en los escritos judíos del tiempo de Jesús
Es muy controvertido el hecho de si ya en tiempo de Jesús había una teología desarrollada en torno al concep-
to de “Hijo del Hombre.” En determinados círculos judíos apocalípticos, cuya voz se dejó sentir en la literatura no
canónica de los siglos II y I a.C. y I d.C., pudo haberse desarrollado, a partir de la reflexión sobre Dn 7, una clara
imagen de un Hijo del hombre celestial; imagen no muy atestiguada fuera de esos círculos y, por lo mismo, sin de-
jar apenas huella, pero una imagen que muy bien pudo haber llamado la atención de Jesús y de sus primeros segui-
dores cristianos dada su inclinación fuertemente apocalíptica semejante a la del libro de Enoc. ¿Pudo haber influido
este desarrollo en la elección por parte de Jesús de este título para identificarse y para aclarar su misión? Curiosa-
mente, caso de haberse dado este influjo, debió haber tenido lugar muy al principio, cuando los contactos del grupo
de Jesús con esos grupos apocalípticos era más intenso. La comunidad cristiana y paulina fue enseguida perdiendo
cualquier contacto con esos grupos sectarios.
El “Hijo de hombre” tiene desde el principio una función de juez. Antes, en Dan 7,13-14, había indicios de un
juicio, pues “uno como hijo de hombre” fue llevado a la corte celestial donde se abrieron los libros que iban a de-
cidir la suerte de los grandes reinos representados por las bestias (Dan 7,10). No obstante, Daniel no dice específi-
camente qué participación tendría este “semejante a un hijo de hombre” cuando llegue el Anciano a la hora de ha-
cer justicia (Dan 7,22).
En las parábolas de Enoc 1, el ángel le presenta al autor a uno junto a Dios con apariencia de hombre, con su
aspecto lleno de gracia. El ángel le explicó: “Este es el hijo del hombre a quien pertenece la justicia y con el que
habita la justicia. Es el que revela todos los tesoros de lo que está oculto; porque el Señor de los espíritus lo ha es-
cogido y su porción supera en equidad ante el Señor de los espíritus por toda la eternidad. Ese hijo de hombre que
has visto hará surgir a los reyes y poderosos de sus lechos y a los fuertes de sus tronos…”114
Después de 1 Enoc la reflexión sobre Dan 7 y el Hijo del hombre reaparece al final del siglo I en 4 Esdras (2
Esdras 13), otro apocalipsis judío compuesto originalmente en hebreo o arameo. Cuando Esdras ve un águila
enorme, se le dice (12,11) que es “el cuarto reino que apareció en una visión a tu hermano Daniel.” En 13,3 uno
“en forma de hombre” sale del mar y vuela con las nubes del cielo. Esta figura sobrehumana destruye las fuerzas
del mal con el fuego de su aliento y congrega a una multitud pacífica y feliz.
Todas estas pruebas sugieren que en los círculos apocalípticos judíos del siglo I d.C. la figura de Dan 7 había
dado lugar a dibujar una figura humana mesiánica de origen celestial preexistente, que es glorificada por Dios
y constituida juez. Si Jesús tenía familiaridad con el pensamiento apocalíptico de este entorno, pudo haber utiliza-
do la terminología “Hijo del hombre.”
Jesús no necesitó haber leído las parábolas de 1 Enoc, sino solamente conocer algunas de las florecientes re-
flexiones sobre Dan 7 que dieron o darían origen a la presentación del “Hijo del hombre” en las Parábolas, y del
“hombre” en 4 Esdras. En efecto, el ambiente propicio para la denominación de “Hijo del hombre” que Jesús se da
a sí mismo durante su proceso ante el sanedrín en Mc 14,61-62 encajaba bien en estos círculos. El sumo sacerdote
pregunta a Jesús si él es el Mesías, el Hijo del Bendito. Jesús va a usar la función del “Hijo del hombre” para inter-
pretar el tema del Mesías, explicando en qué sentido respondía afirmativamente a la denominación que le proponía
el sumo sacerdote. La apelación de Jesús a la función apocalíptica del Hijo del hombre puede explicar también la

114
1 Enoc 46,1-6.

65
acusación indignada de blasfemia del sumo sacerdote, si por blasfemia se entiende la arrogante pretensión de usur-
par las prerrogativas divinas.

6.3.2.- Distintos usos posibles de esta expresión en labios de Jesús


Los especialistas distinguen, por lo general, tres clases de dichos que se refieren al “Hijo del hombre”, encon-
trados en los evangelios y puestos en labios de Jesús: 1) los que se refieren a la actividad terrena del Hijo del hom-
bre (comer, morar, salvar al perdido); 2) los que se refieren al sufrimiento del Hijo del hombre; 3) los que se refie-
ren a la gloria y parusía futuras del Hijo del hombre en el juicio. Aquí, los comentarios pertenecen particularmente
a la tercera clase.
En cuanto a la variedad de opiniones sobre el posible uso que Jesús mismo pudo hacer de este título, vamos a
resumirlas siguiendo a J. I. González Faus, que ofrece una sistematización muy didáctica.115

6.3.2.1. Título pero no usado por Jesús


Algunos autores como Conzelmann y Vielhauer piensan que Hijo del hombre era claramente un título usado
por la comunidad palestina, pero que Jesús nunca usó durante su vida. Pero es absurdo que la comunidad palestina
atribuyese un título así a Jesús, porque ese título no pertenecía al judaísmo oficial, sino a grupos apocalípticos mi-
noritarios con los pudo haber tenido contacto Jesús, pero con los que la comunidad palestina no siguió teniendo
ninguna vinculación después de la Pascua.
Y aunque intentemos buscar el trasfondo del título en el Antiguo Testamento, el hecho de que encontremos
ese trasfondo no significa que haya sido la comunidad primitiva quien lo haya encontrado y desarrollado. Es cier-
tamente probable que el desarrollo de la descripción evangélica se haya ido modelando mediante la combinación
interpretativa de varios pasajes del Antiguo Testamento. Sin embargo, cualquier afirmación de que todo este desa-
rrollo debe haber venido de los primeros cristianos y no de Jesús mismo, refleja uno de los típicos prejuicios de la
ciencia moderna.
Un Jesús que no meditó sobre el Antiguo Testamento y no usó las técnicas interpretativas de su tiempo es una
imagen irreal que ciertamente nunca existió. La idea de que los pasajes veterotestamentarios o intertestamentarios
fueron interpretados para dar una comprensión cristológica, no asigna una fecha al proceso. Probar que Jesús no
pudo hacer esto, al menos incoativamente, es tan difícil como probar que sí lo hizo. Tras la atribución de esta refle-
xión a la Iglesia primitiva se esconde a menudo la suposición de que Jesús no tuvo cristología, ni reflexionó sobre
las Escrituras para saber en qué forma anticipada él encajaba en el plan de Dios. ¿Pero hay alguien que pueda creer
esto?

6.3.2.2. No título, pero usado por Jesús


Algunos autores, han pensado que Jesús pudo haber usado la expresión “Hijo del hombre”, como una forma
modesta de decir “yo”. Así en español era corriente referirse uno a sí mismo modestamente como “un servidor” o
“mi persona.” Es la opinión de Vermes. Otros rechazan este tipo de uso coloquial, para decir que si Jesús usó esta
expresión para referirse a sí mismo, debió hacerlo en calidad de título cristológico. No se explica el que los evange-
lios retuvieran esta expresión extraña que había dejado de tener significación, si no hubiesen visto en ella un uso ti-
tular y apocalíptico.

6.3.2.3. Título usado por Jesús pero sin atribuírselo a sí mismo


Es la teoría de Bultmann. Según él Jesús habría usado la expresión “Hijo del hombre” con una significación
apocalíptica y titular, pero sin pensar en sí mismo, sino pensando en otro personaje diferente que vendría al final de
los tiempos. Hoy día resulta muy difícil aceptar esta teoría, como ya vimos en nuestro curso de Jesús judío. La teo-
ría de que Jesús usó este título para referirse a una figura futura que vendría como juez y que no era él mismo, ape-
nas encuentra partidarios fuera de Bultmann. Dado el concepto que Jesús tenía de la misión que estaba desempe-
ñando, que consistía en hacer presente el reino de Dios, parece improbable su previsión de otra figura humana no
identificada para llevar a cabo esa obra.
El Bautista anunciaba claramente a alguien que vendría después de él. Si Jesús se hubiese referido a alguien
distinto de sí mismo, estaría nuevamente procrastinando la llegada del reino. Más bien en su predicación Jesús “ac-
túa con la firme persuasión de que el reino de Dios está indisolublemente unido a su persona, en la que no se regis-

115
J. I. GONZÁLEZ FAUS, Op. cit., pp. 243-250.

66
tra ningún síntoma de una presunta conciencia de precursor.” El Bautista precursor anunciaba la llegada de “aquel
que había de venir”, no la llegada de un segundo precursor.
En el logion de Mc 8,38 “Quien se avergüence de mí… también el Hijo del hombre se avergonzará de él”
puede quedar en duda la identidad entre ambas figuras. La estructura del “secreto mesiánico” es quizás la causante
de que el logion en Marcos conserve una cierta ambigüedad. Pero si tenemos en cuenta que la sentencia en el juicio
final va a depender de la actitud que se haya tomado con respecto a Jesús en el presente, “la única explicación ra-
zonable del logion es la que supone una real identidad entre éste y el Hijo del hombre.” Así de hecho lo ha inter-
pretado Mateo en su versión del dicho marcano: “Quien se declare por mí… yo también me declararé por él” (Mt
10,33).
Uno de los lugares más evidentes para probar que Jesús se refería a sí mismo al designarse como Hijo del
hombre es su confesión ante el sanedrín judío: “A partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del
Poder” (Mt 26,64). Los sacerdotes responden acusándolo de blasfemia, lo que demuestra que entendieron que Je-
sús hablaba de sí mismo y no de otro personaje futuro distinto.
6.3.2.4. Título utilizado por Jesús y atribuido a sí mismo
Es la conclusión que nos parece más razonable. No significa que todos los logia sobre el Hijo del Hombre
sean ipsissima verba, pero la comunidad al componer algunos de ellos lo hizo siguiendo fielmente una práctica
bien conocida en otros muchos dichos del lenguaje recordado de Jesús.
Jesús llegó a la firme convicción de que si era rechazado y condenado a muerte, como habían sido los anti-
guos profetas, Dios haría realidad el reino divino, defendiéndole de aquellos que lo tuvieron por un falso portavoz
y que rechazaron como diabólico el poder sobre el mal y sobre el pecado que Dios le había dado. Reflexionando
sobre Dan 7 y otros pasajes del Antiguo Testamento (Sal 110,1; quizás Sal 80,18), Jesús pudo haber ampliado el
concepto simbólico de “uno como hijo de hombre” a quien Dios daría gloria y poder, hasta “el Hijo del hombre”,
la figura humana específica a la que Dios glorifica y mediante la cual manifiesta el triunfo definitivo. Y Jesús se
denominó así porque se consideraba el instrumento del plan de Dios. Luego, los primeros cristianos, siguiendo el
lenguaje de Jesús, desarrollaron ulteriormente la idea, la aplicaron a diferentes aspectos de su vida, y la utilizaron a
menudo para describir la conciencia que Jesús tuvo de sí mismo. La razón de por qué aparece este título en los
evangelios de una forma diferente a como aparecen los títulos de “el Mesías” y “el Hijo de Dios” se debe, en parte,
a que se recordaba que esta descripción provenía de Jesús de manera decididamente afirmativa.

6.3. Conclusiones
Al parecer, ni Jesús ni los evangelistas estuvieron interesados en ofrecer a sus respectivos oyentes/lectores un
cuadro general del conocimiento de Jesús y de sus palabras que pudieran ayudar a definir o clarificar su condición.
Con todo, hubo tradiciones que le atribuyeron conocimiento y autoridad característicos de un profeta, incluso de
una figura profética que lleva el plan de Dios a su consumación.
Jesús actuó contra el mal con un poder que rebasaba el ámbito de la experiencia ordinaria. Desde el principio
hasta el final de su ministerio, Jesús tuvo una confianza inquebrantable en que él podía interpretar con autoridad las
exigencias que la realeza de Dios impone a los que la aceptan. Y si bien es verdad que, cuando Jesús habló de la
vida futura o de los signos de los últimos tiempos parece repetir las ideas corrientes de su época, cuando habló del
poder real de Dios habló con originalidad. Este fue su compromiso y aquí no toleró ninguna oposición. Él pudo de-
clarar (y declaró) que los pecados estaban perdonados, modificar la Ley de Moisés, violar los preceptos del sábado,
quebrantar las normas convencionales (come con publicanos y pecadores), plantear rigurosas exigencias (prohíbe
el divorcio; invita al celibato y a cortar los lazos familiares), desafiar el sentido común (llama a poner la otra meji-
lla), en resumen, enseñar como ningún maestro de su tiempo había enseñado. En cuanto a actitudes individuales,
dichos y obras similares a los de Jesús se pueden encontrar entre los hombres santos de Israel (Jeremías, Elías, al-
gunos rabinos), pero la imagen global de Jesús rompe el molde.
Su convicción sobre el éxito final de su misión (acompañada quizá de desconocimiento sobre cómo se lograba
esa victoria) se parece, de algún modo, a la convicción de los profetas del Antiguo Testamento. Pero ningún profe-
ta rompió con el pasado sagrado de una manera tan radical y con tanto aplomo como lo hizo Jesús. Es más, la cer-
teza con que Jesús habló y actuó implica la conciencia de una relación única con Dios. Las tradiciones evangé-
licas concuerdan en describirlo como un hombre que piensa que puede actuar y hablar en nombre de Dios. La
autoridad y el poder superiores manifestados por Jesús y reconocidos por muchos de los que le conocieron, hacía
suponer que él era mayor que el profeta de los últimos tiempos y la salvación de Dios se abriría camino a tra-

67
vés de él. Su implícita relación con Dios era más que la de un mediador; Dios no sólo obraba a través de él, sino
en él.
Aunque algunos de sus amigos y enemigos pensaron que él era o decía ser el Mesías, esto es, el rey de la casa
de David, ungido por Dios, que llevaría a cabo la realización del Reino, parece que Jesús no usó este título ni con
claridad ni con entusiasmo, al menos durante el tiempo de su ministerio, antes de su entrada en Jerusalén. Sus pa-
labras y obras indicaban que él era el mediador último, pero su concepción del Reino y su función en él eran distin-
tos en muchos aspectos a lo que generalmente se esperaba del Mesías.
Aunque son pocos los datos sobre el uso que del título “Hijo de Dios” hicieron los judíos y el mismo Jesús
durante su ministerio público, hay numerosas pruebas de que Jesús se vio a sí mismo en una relación filial con
Dios a quien llamó Padre, definiéndose, a veces, como el Hijo. Los que aceptaran la proclamación del Reino serían
hijos de Dios, pero la filiación de Jesús es anterior y radical.
En cuanto a que el título “el Hijo del hombre”, designase o no una figura esperada en el judaísmo, es proba-
ble que la idea de Jesús sobre el final la misión que Dios le había confiado, incluyese la descripción apocalíptica de
Daniel de “uno como un hijo de hombre” a quien Dios exalta, hace victorioso, y reviste del máximo poder y reale-
za para ser manifestado universalmente en un contexto de juicio. Por tanto, puede proponerse que la clara relación
con Dios como Hijo y la exaltación apocalíptica fueron los componentes que modificaron el título de “Mesías” pa-
ra que Jesús pudiera dar una respuesta menos limitada al problema de si ese título le pertenecía.
El trabajo de clarificación de los primeros cristianos no implicaría, pues, tener que recurrir a títulos nuevos,
sino acrisolar y reinterpretar los ya existentes a fin de que pudieran ser usados separadamente para describir a Jesús
sin distorsionarlo. La continuidad entre la cristología de Jesús y la cristología de la Iglesia consistiría en algo más
que en buscar un lenguaje que expresara lo que estaba oculto en las palabras y obras de Jesús; consistiría, sobre to-
do, en seguir puliendo la terminología cristológica que Jesús ya había comenzado a pulir. A partir de esta cla-
ve podemos fijar ahora nuestra atención en cómo los primeros cristianos llevaron a cabo dicha tarea.

TEMA 7: CRISTOLOGÍA JUÁNICA


Entre las distintas teologías del NT hemos escogido desarrollar la cristología sin duda “más alta”, porque nos
muestra el final del camino cuyos pasos hemos ido siguiendo a lo largo del camino que nos hemos propuesto.116

7.1. Referencias bíblicas de Juan


Una de las mayores evidencias del trasfondo judío del 4Ev es su continua referencia al Antiguo Testamento y
su utilización de los métodos derásicos típicamente rabínicos. El evangelio de Juan hace una lectura tipológica de
todo el AT mostrando como tiene en Cristo su cumplimiento. Uno de los fines de su evangelio es dar ánimos a los
judeocristianos que estaban siendo expulsados de las sinagogas y tenían que escoger entre su condición de judíos y
de cristianos.
El evangelista les persuade a que se queden con Cristo, porque en Cristo tienen todo lo que es más válido en
el judaísmo. Cristo es así el cumplimiento de todas las promesas, de todos los personajes, de todos los símbolos. El
uso juánico del término “verdadero” indica que hay dos niveles de realidad. La del AT era el signo, la de Cristo es
la verdad, la realidad.

Abrahán: Antes que Abrahán existiera, Yo soy (8,58).


Isaac: El Padre dio a su Hijo único (3,17). Jesús carga con el madero de la cruz (19.17).
Jacob: La escala de ángeles que suben y bajan (1,51).
¿Eres tú más que nuestro padre Jacob? (4,12).
José: Haced lo que él les diga (2,5).
La túnica (19,23).
Benjamín: El amado que descansa entre los hombros (13,23-25 = Dt 33,12).
Moisés : Como Moisés levantó la serpiente… (3,14).
La ley fue dada por Moisés, pero la gracia por Jesucristo (1,17).

116
El presente capítulo está tomado por una parte de mi curso del Evangelio de Juan, y por otra del último capítulo de mi
libro Personajes del cuarto evangelio, 2ª. ed., U.P. Comillas-Desclée, Bilbao 2002.

68
Elías: ¿Eres tú Elías? 1,21
Eliseo: Los panes de cebada multiplicados (6,8).
Daniel: Episodio de la adúltera (7,53-8,11).
Adán: Soplo de vida (20,22).
Eva: ¿Del costado de Adán dormido? (19,34).
¿La pareja primordial en el jardín? (20,11-18).
El profeta anunciado por Moisés en Dt 18,18 (1,21).
El enviado: a piscina tiene este título que a alude a Gn 49,10ss (9,7).
Luz verdadera (1,9).
Verdadera vid (15,1).
Verdadero pan (6,32).
Verdadero adorador (4,23).
Buen pastor. Tema de Ez 34, 11-16; Sal 23,1; Za 11,4-17; Jr 3,5; 23,1-6 (Jn 10,11).
Pozo de Jacob (4,12).
Puerta del Templo (10,7).
Maná (6,34).
Roca golpeada: La roca herida por la vara de Moisés en Ex 17,6 (Jn 19,34).
Cordero pascual (19,36).
Serpiente de bronce (Nm 21,9: Jn 3,14).
Escala de Jacob. Sueño de Jacob en Gn 28,12 (Jn 1,51).
Morada. La tienda del encuentro de Ex 25,8 y Dt 4,7 (Jn 1,14).
Túnica sacerdotal. La túnica que no se debería rasgar en Lv 21,10 y 1 R 11,30 (Jn 19,23).
Templo de Salomón (2,21).
Paso del mar (6,1).
Realeza de David (12,13).
Sabiduría (1,1).
Fiestas judías: Pascua (2,13; 6,4; 13,1).
Tabernáculos (7,2).
Sábado (5,17; 9,14).
Huerto del Cantar (20,11-17) ¿?
Ritos purificatorios (2,6).
La Ley (1,17).
Los dos querubines en los dos extremos del propiciatorio en Ex 25,19 (20,12).
Los truenos. La voz que viene como un trueno en Ex 19,16 (12,28). ¿?
La viña. En Isaías Israel es la viña de Dios: Is 5 (15,1).
La columna de fuego guiaba al pueblo por la noche en Ex 13,21 (Jn 8,12). ¿?
La circuncisión (7,22-23).
La fuente del Templo. Abierta en el lado derecho del templo en Ez 47,1 (Jn 7,38).
El monte: (6,3.15).
La gloria de Dios (1,14).
Las codornices. Además del maná Dios dio carne al pueblo en Ex 16,8 (Jn 6,51).
Las murmuraciones. El pueblo se queja a propósito del pan en Ex 16,7 (Jn 6,43).
El camino (8,12).
El paso de la muerte a la vida significado en el Éxodo (5,24; 13,1).
Salir del mundo (Jn 15,19; 17,6).
Juan estructura la actividad de Jesús en torno a seis fiestas. Como en todo su evangelio desea mostrar que la
realidad judía ha sido cumplida en el acontecimiento que es Jesús:
Primera Pascua: 2,13. Es el momento de la manifestación mesiánica de Jesús en el Templo.
Fiesta innominada: 5,1. Expresa la situación del pueblo oprimido por la institución.
Segunda Pascua: en esta segunda Pascua Jesús ya no va a estar en Jerusalén, sino que la celebrará con los su-
yos en descampado como pastor que guía a las ovejas en un nuevo éxodo.
Tabernáculos (7,1-8,59). Los símbolos principales de esta fiesta eran el agua (7,37) y la luz (8,52). Jesús los
aplica a su persona.

69
Dedicación o Hanukká (10,22-39). Celebra la rededicación del Templo por Judas Macabeo Es posible encon-
trar cierta conexión entre la consagración del templo y la consagración de Jesús: “Aquel a quien el Padre consagró”
(10,36).
Tercera Pascua: (13,1). Ya no se llama “Pascua de los judíos”, sino la Pascua de Jesús. En ella se sacrifica el
verdadero cordero (18,14), se cumple el éxodo de Jesús (13,1) y se constituye de nuevo el pueblo (19,23-27).

7.2. El hombre nuevo


Jesús es cabeza de una nueva Humanidad. “He aquí al hombre”, el nuevo Adán, el dador del Espíritu. El anti-
guo Adán recibió un soplo. El Nuevo Adán transmite él mismo su soplo a los hombres para recrearlos (19,30;
20,22).
Para eso es necesario un nuevo nacimiento, nacer de Dios, nacer de lo alto (1,12-13; 3,5-6). J. Mateos ha visto
alusiones veladas al relato yavista del Génesis en el episodio de la lanzada; del costado de Adán dormido surge la
esposa, la Iglesia, prefigurada la mañana de Pascua en una pecadora arrepentida que acompaña a Jesús en el jardín.
Los ecos del Cantar dan un clima nupcial a toda la escena .La doble mención del día primero en las dos apariciones
de Jesús a los suyos privilegia este día por encima del sábado, y puede sugerir ya el primer uso cristiano de reunio-
nes litúrgicas en el domingo (20,1.19.26).

7.3. Títulos cristológicos


Reseñaremos los siguientes títulos cristológicos; algunos de ellos son comunes a otros escritos del Nuevo Tes-
tamento, otros son elaboraciones juánicas de lo que se ha dado en llamar una cristología alta o desde arriba, que
subraya la preexistencia de Cristo.
En este punto no hay ningún “secreto mesiánico” en Juan. El misterio de Cristo no se va revelando paulatina-
mente, sino que desde el principio del evangelio, desde el prólogo, se nos presentan los títulos cristológicos más al-
tos.
1.- Verbo de Dios: 1,1.
2.- Morada de la gloria, Templo: 1,14; 2,19.
3.- Hijo único: 1,14.18; 3,16.18.
4.- Cordero de Dios que quita el pecado del mundo: 1,29.36; 19,36.
5.- El que bautiza con Espíritu Santo: 1,33; 3,34; 7,38; 19,34.
6.- Elegido de Dios: 1,34.
7.- Rabbí, Maestro: 1,38.49; 3,2.26; 4,31; 6,25; 9,2; 11,18.
8.- Mesías: 1,41; 4,25; 7,26.27.41.42; 11,27; 20,31.
9.- Hijo de Dios: 1,49; 5,25; 10,36; 11,4.27; 20.31.
10.- Rey de Israel: 1,49; 6,15; 12,15.
11.- Rey de los judíos: 18,33.37; 19,3.14.19.
12.- Hijo del Hombre: 1.51; 3.13-14; 5.28; 6.27.53.62; 8,28; 9,35; 12,23.34; 13,31.
13.- El Hijo: 3,17.35.36; 5,19.20.21.23; 6,40; 8,35.36; 14,13; 17,1.
14.- El Novio: 3,29.
15.- Señor: 4,1.11.15.19; 4,49; 5,7; 6,25.34.68; 8,11; 9,38; 11,2.27; 13,13; 20,2.15.28.
16.- Profeta: 4,19; 6,14.
17.- Salvador del mundo: 4,42.
18.- Pan de vida: 6,35.41.48.51.
19.- Santo de Dios: 6,69.
20.- Linaje de David: 7,42.
21.- Luz del mundo: 1,9; 8,12; 9,5; 12,46.
22.- Enviado: 9,7.
23.- Puerta: 10,7.9.
24.- Buen Pastor: 10,11.14.16.
25.- Resurrección y vida: 11,35.
26.- Dador de la nueva ley: 13,34-35.
27.- Camino, verdad y vida: 14,6.
28.- Vid verdadera: 15,1.5.

70
29.- Sumo sacerdote: 17,19.
30.- Hombre: 19,5.
31.- Justo sufriente: 19,23.30.
32.- Descendencia de la mujer: 19,25-27.
33.- El traspasado: 12,10; 19,37.
34.- Rabbuni, querido Maestro: 20,16.
35.- Señor mío y Dos mío: 20,29.

7.4. El Hijo
Jesús es ante todo el “enviado” del Padre, y el Padre es correlativamente “el que me ha enviado”, fórmula que
aparece 26 veces en el evangelio. “Ser enviado” constituye no sólo la misión de Jesús, sino su naturaleza. Jesús es
el enviado, el plenipotenciario. Puede ser el enviado a causa de su identidad con el Padre (10,30) y su preexistencia
junto a Dios. Sólo él puede ser el enviado, porque solo él es el Hijo
No viene en nombre propio (5,43). No hace nada por su cuenta, sino que habla como el Padre le enseñó
(8,28). No busca su propia gloria, sino la gloria del que lo envió (5,41; 7,18; 8,54). Ese Jesús que parecía ser el
centro desaparece para dejar el puesto central a otro que es mayor que él (14,28). El cristocentrismo da lugar al
teocentrismo. Así expresa el cuarto evangelio el misterio de la kénosis, el vaciamiento de Jesús, que no ha venido a
hablar de sí mismo, ni busca su propia gloria, ni tiene más palabra que decir que la que ha escuchado.
Jesús es total desposesión. Nada le pertenece. Todo lo recibe. El Padre es origen y destino: “Salí del Padre y
vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre” (16,26). Así transcurre toda la vida de Jesús. La hora de la
muerte para él es sólo “la hora de pasar de este mundo al Padre” (13,1), el último latido del corazón, el último acto
de abandono filial.
Jesús acoge todo lo que es y todo lo que tiene como un don gratuito recibido. No considera que nada sea suyo.
Los discípulos son “los que tú me has dado” (17,6); sus palabras son “las palabras que tú me diste” (17,8; 14,24);
su doctrina es “lo que he oído a mi Padre” (15,15); su propia pasión es “el cáliz de mi Padre” (18,11). Su vida es un
don de amor del que es plenamente consciente. “El Padre me ama” (10,17). Su gloria sólo quiere recibirla del Pa-
dre, no de los hombres: “Es mi Padre el que me glorifica” (8,53). Jesús no busca su gloria, la recibe como un don.
Desposeído de todo, nunca cierra el puño sobre nada. Todo le ha sido dado. Su existir es una pura referencia a
Otro, al Padre. Jesús es como un pájaro que no fuera más que vuelo. No tiene nada más que lo que recibe. Para Je-
sús ser es recibir, y por eso ser es dar, sin reservarse nada. Todo lo que recibe lo da sin guardar nada para sí. Ésta es
la naturaleza propia del amor. “Como el Padre me amó, así les he amado yo” (15,9). Jesús ha tenido el mejor maes-
tro para enseñarnos a amar.
Nos resulta difícil entender cómo la propia identidad pueda consistir en la referencia a Otro. Normalmente,
para nosotros la autoconciencia es ante todo conciencia de nuestro yo; sólo secundariamente aparece un tú en el
horizonte. En Dios no ocurre así. Como dice González Faus, si Dios es Amor, la conciencia del Amor es primaria-
mente conciencia del Amado, y no autocontemplación de uno mismo. Lo que hace que Jesús sea divino es preci-
samente el hecho de que no tenga una conciencia cerrada sobre sí mismo, sino que se viva a sí mismo en proceden-
cia de Dios y en total referencia a Dios. Para explicar lo que sucede en Jesús, González Faus nos da el ejemplo de
lo que nos dice la psicología evolutiva sobre el niño que adquiere antes la conciencia de su madre que de sí mismo.
Pero la diferencia está en que al niño le pasa esto por defecto de autoconciencia, y a Jesús por sobreabundancia 1.
Su pobreza y desposesión radical no son una actitud adoptada transitoriamente para realizar una misión tem-
poral en la tierra. Su pobreza es la traducción en categorías humanas de lo que es el Hijo en el seno de Dios: pura
referencia al Padre. Y porque es pura receptividad, puede ser también pura donación. Porque Jesús es sólo de Dios,
es por lo que podrá ser también el hombre-para-los-demás.
Lo curioso es que en esa servidumbre radical, el Hijo encuentra su más perfecta libertad. No hay nadie tan li-
bre como Jesús. Libre respecto a los prejuicios, a las modas, al qué dirán, a los convencionalismos, a las racionali-
zaciones, a las ideologías, a las manipulaciones afectivas y los chantajes, a los miedos, a las leyes y rúbricas, a los
intereses mezquinos, a los estados de ánimo. Y porque es libre puede darnos también la libertad a cuantos nos ve-
mos tiranizados por el deseo, la costumbre o el miedo. “Si son ustedes fieles a mi palabra, serán verdaderamente
mis discípulos y conocerán la verdad, y la verdad les hará libres” (8,33). “Si el Hijo les da la libertad, serán libres
de verdad” (8,36).
El envío del Hijo es la mayor prueba del amor de Dios al mundo (Jn 3,16). Más aún, es porque Dios ama a su
Hijo por lo que puede amarnos a nosotros. Un Dios no trinitario sólo podría ser un solterón egoísta incapaz de

71
amar. Sólo un Dios trinitario puede definirse como Dios amor. El evangelista va a conjugar el verbo amar en todos
sus tiempos y personas. Es el amor la corriente que circula entre el Padre y el Hijo. Jesús es consciente de ser ama-
do. Nadie se ha sentido nunca tan amado como Jesús. “El Padre ama al Hijo y todo lo pone en sus manos” (3,35).
“El Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace” (5,20). “El Padre me ama” (10,17). “Como el Padre me amó
así les he amado yo” (15,9). “Les has amado a ellos como me has amado a mí” (17,23). “Me has amado antes de la
creación del mundo” (17,24). Y Jesús responde con amor al amor que recibe de su Padre. “El mundo tiene que sa-
ber que yo amo al Padre” (14,31).
Este amor trascendente entre el Padre y el Hijo es el que funda las relaciones de amor entre los hombres y
Dios. Nosotros somos una oportunidad para que el Padre y el Hijo se muestren su mutuo amor. Ejercitan su amor
en nosotros. Por amar a su Hijo es por lo que Dios también puede amarnos a nosotros en él. Es porque capta cuánto
nos ama el Padre (16,27) por lo que Jesús vuelca todo su amor en nosotros.
Por haber recibido tanto amor de su Padre es por lo que Jesús puede darnos tanto amor, un amor hasta el final,
un amor hasta dar la vida. Y porque Jesús ama tanto a su Padre es por lo que se pone tan totalmente al servicio de
su plan de salvación. En el momento de levantarse de la mesa para ir al encuentro de su pasión, Jesús dice: “Para
que el mundo sepa que yo amo al Padre y cumplo su encargo, levantaos, vamos de aquí” (14,31). “Cumpliendo el
mandamiento de mi Padre es como permanezco en su amor” (15,10). “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vi-
da para recobrarla de nuevo” (10,17).

7.5. El revelador
Jesús se nos muestra ante todo como el Revelador. Bultmann fue el primero que cayó en la cuenta de que en
el cuarto evangelio Jesús no tiene otra cosa que revelar sino el hecho de ser el Revelador5. Jesús no tiene un con-
junto de doctrinas sobre Dios que proponga para nuestra aceptación. No solicita la fe en la doctrina que nos propo-
ne, sino la fe en su persona, la fe en el hecho de que él es el enviado del Padre, en la legitimidad de su envío, en el
hecho de que en su persona se transparenta el Padre. Creer en Jesús es aceptar que el Padre es veraz (3,33). Lo que
está en juego es nada menos que la veracidad de Dios.
La expresión “Yo soy” aparece 33 veces en labios de Jesús. En 23 ocasiones existe un predicado. Yo soy el
camino, la verdad y la vida; yo soy la luz del mundo; yo soy la vid verdadera... Pero en cuatro ocasiones aparece
usado este término en sentido absoluto, sin predicado y como objeto del verbo creer o conocer. Jesús exhorta a
creer que Él ES, a conocer que ÉL ES. Lo lógico sería preguntarnos: “Creer que él es ¿qué cosa?” Sorprende que el
evangelio nos hable de creer simplemente que “Jesús ES”, así sin más. Aunque esta declaración puede interpretarse
de modos diversos, en cualquier caso es una prueba más de que el objeto de la fe en San Juan no es un enunciado
doctrinal, sino la persona de Jesús.
“Si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados” (8,24). “Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre, en-
tonces conocerán que Yo Soy” (8,27). “Antes que Abrahán existiera, Yo Soy” (8,58). “Se lo he dicho antes para
que cuando suceda crean que Yo Soy” (13,19)6.
Jesús justifica su pretensión de SER. No nos invita a una fe ciega, a un salto en el vacío, sino que aduce testi-
monios a su favor. El testimonio del Bautista: “Ustedes enviaron enviados donde Juan y él dio testimonio de la
verdad” (5,33-34); el testimonio de las Escrituras: “Ustedes escrutan las Escrituras, ya que creen tener vida en
ellas; ellas dan testimonio de mí” (5,39). De entre las Escrituras Jesús singulariza a Moisés. “Su acusador es Moi-
sés, en quien han puesto ustedes su esperanza. Si creyeran a Moisés me creerían a mí, porque él escribió de mí”
(5,45-46). Jesús aduce un testimonio aún más importante: las obras. “Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan,
porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, ellas dan testimonio de mí” (5,36; 10,25.37;
14,11). Por eso Jesús concluye que es el Padre mismo quien da testimonio de él a través de todas esas mediaciones
(5,32.37).
Todos estos testigos han validado la misión y el ser de Jesús durante su ministerio, mas, como veremos en la
sección siguiente, queda aún un testigo, que será el decisivo. Se trata del testimonio del Paráclito, del Valedor, que
dará testimonio de Jesús a través del testimonio de los propios discípulos (15,26).
Pero hay algo más. Los profetas comunicaban la palabra de Dios que les venía de fuera, que les era exterior.
Jesús, en cambio, se nos presenta en el cuarto evangelio no tanto como un profeta, cuanto como la palabra misma,
el Logos de Dios. El mensajero se ha convertido en mensaje, las palabras han dejado paso a la Palabra. ¿Cómo se
ha producido este cambio radical? ¿Cómo poco a poco la primera comunidad juánica llegó a formular este cambio
fundamental de enfoque, que distingue absolutamente a Jesús de todos los profetas y predicadores a quienes el
pueblo de Israel estaba acostumbrado?

72
¿Cómo ha podido llegar a formular el evangelista esta doctrina del Verbo tan novedosa y tan única en el Nue-
vo Testamento? Algunos han supuesto que el origen de esta doctrina estaría en la filosofía helenista, o en las doc-
trinas mandeas, o en los escritos herméticos, y se vuelven hacia Egipto, hacia el Irán, hacia la India.
No hay que ir tan lejos. Podemos encontrar el trasfondo de la doctrina sobre el Verbo - logos- primeramente
en el Antiguo Testamento, que nos habla ya de la Sabiduría de Dios personificada, que existía junto a Dios desde el
principio. Es una emanación de la gloria del Todopoderoso (Sa 7,25), reflejo de la luz eterna de Dios (Sb 7,26); ba-
ja del cielo para habitar entre los hombres (Pr 8,31; Si 24,8; Sa 9,10; Ba 3,37). Se sirve de los símbolos de pan y
bebida para invitar a los hombres a comer y beber (Pr 9,2-5; Si 24,19-21; Is 55,1-3). Vaga por las calles buscando a
los hombres a gritos (Pr 1,20-21; 8,1-4; Sa 6,16). Y al final regresará al cielo para siempre (Henoc 42,2).
Pero sobre todo hay que buscar el trasfondo de la doctrina sobre el Verbo en el propio evangelio y en la predi-
cación apostólica. El Nuevo Testamento comenzó a reservar el término “Verbum Dei” –palabra de Dios- para el
acontecimiento que es Jesús y su mensaje.
En un primer paso el “logos” era el contenido de la predicación apostólica que anunciaba a Jesús. El Verbum
Dei se fue convirtiendo en Verbum Christi. Pablo ya en algunas ocasiones equipara el misterio que es Cristo con la
palabra de Dios (Col 1,25-26). Nos expresa simultáneamente el deseo de que “Cristo habite en ustedes” con el de-
seo de que “la palabra de Dios habite en ustedes” (Ef 3,16-17). “Cristo” y “Palabra de Dios” empiezan a ser térmi-
nos equivalentes e intercambiables.
De una manera especial el cuarto evangelio usa el término logos para designar la palabra de Jesús, que es pa-
labra del Padre. Esta palabra debe ser oída y acogida por los discípulos 7. Poco a poco se van aplicando a Jesús los
mismos verbos y conceptos que se aplicaban anteriormente a la palabra de Dios.
Porque la palabra que Dios nos revela no es un cuerpo doctrinal de verdades que habría que creer, ni una lista
de preceptos éticos que habría que cumplir; es ante todo Jesús. Jesús es el contenido de esta revelación. Es a la vez
el Revelador y el Revelado. Porque la revelación que Jesús hace de Dios la realiza no sólo con sus palabras, sino
sobre todo con su vida y con su persona. Es en su corazón abierto donde se revela el Dios amor. Jesús encarna y
vive la palabra de Dios al mismo tiempo que la anuncia. Él mismo es la Palabra de Dios.
Por eso decía San Juan de la Cruz que una vez que Dios había pronunciado su Palabra en su Hijo ya no tenía
más que decir. “Pon los ojos sólo en él, porque en él lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aun más de lo
que pides y deseas... Él es toda mi locución y respuesta”8. En él se expresó de una vez para siempre. Sólo nos que-
da escuchar esta Palabra y contemplar este icono.
Los que convivieron con Jesús eran conscientes no sólo de que habían escuchado de sus labios la palabra de
Dios, la palabra de vida, sino de que esta palabra había sido objeto de contemplación visual, y había sido alcanza-
ble hasta por el tacto (1 Jn 1,1-2). Todo este proceso evolutivo en la primera comunidad cristiana culmina en el
prólogo del cuarto evangelio donde se hace la identificación expresa de Jesús con el logos eterno de Dios.
Por eso el acento se ha ido corriendo desde las palabras que predicó Jesús hasta la Palabra que es él mismo.
De un modo semejante se ha ido desplazando también el acento del Reino que Jesús anunciaba a la persona del
Rey que lo instaura.
Jesús había predicado la instauración del Reinado de Dios. Esta predicación del Reino está continuamente
presente en los sinópticos. Juan sólo usa el término “Reino de Dios” en una sola ocasión en 3,3.5; en cambio habla
15 veces de Jesús “rey” (el doble que cualquier otro evangelio). Juan ha desplazado el acento del Reino al Rey, ex-
plicitando mejor así la función de Jesús en el Reino que anuncia.
Hay el peligro de insistir tanto en el mensaje de Jesús y en su estilo de vida, que su identidad se convierta en
un acontecimiento irrelevante. Según esta tendencia, lo único importante de Jesús sería el mensaje tan bonito que
predicó, su profunda comprensión de Dios y del hombre, su respuesta a los grandes interrogantes de la existencia,
la autenticidad de su vida totalmente volcada al servicio de los demás, el ejemplo de valor y de audacia evangélica
que nos dejó... Lo importante de Jesús sería simplemente su doctrina y su ejemplo a seguir.
Pero no se puede separar la doctrina de Jesús del hecho de su identidad. Lo importante de Jesús es el aconte-
cimiento que él supone, lo que sucedió en él de una vez para siempre. La gran noticia sobre Jesús es que en él ha
llegado ya el Reino de Dios. En él Dios ha querido entrar para siempre en una nueva relación con los hombres y en
Jesucristo Dios se ha unido incondicionalmente y para siempre a nuestra humanidad. Lo importante es que en Jesús
ha empezado ya una humanidad nueva a la que pertenecemos.
El Reino ya ha empezado en él y en el Espíritu que nos ha dado, que nos permite superar el pecado y vivir
como hijos de Dios. El gran don de Dios en Cristo es una vida nueva. Eso sí, la vida nueva es una vida evangélica
según la imagen de Dios revelada en Jesús. Una vida nueva es una vida en el estilo de las bienaventuranzas.

73
7.6. El Verbo encarnado
Ciertas lecturas sesgadas del evangelio ven al Jesús del cuarto evangelio como un ser tan divino que deja de
ser humano. Algunos seguidores del discípulo amado, influidos por la filosofía helenística y el gnosticismo, llega-
ron a decantarse por esta herejía. Incluso hoy, algún exegeta moderno ha defendido que esto es precisamente lo que
el autor pretendió: dibujar a Jesús como un ser divino que camina por el mundo disfrazado de hombre, pero que no
es un hombre en realidad.
Las cartas de san Juan salen al paso de esta interpretación incorrecta que algunos estaban haciendo ya enton-
ces, manipulando ciertos textos del evangelio que leían unilateralmente. El autor de las cartas exhorta a los miem-
bros de la comunidad juánica a no dejarse llevar de estas interpretaciones sesgadas, sino volver a la enseñanza “del
principio” (1 Jn 1,1; 2,24; 3,11), a la que habían recibido del propio discípulo amado.
“Todo espíritu que confiesa que Jesús vino en carne mortal procede de Dios...” (1 Jn 4,2). “Muchos impos-
tores han venido al mundo diciendo que Jesucristo no ha venido en carne mortal; ellos son el Impostor y el Anti-
cristo” (2 Jn 7). Apoyados en la insistencia del evangelio en la divinidad de Jesús, algunos miembros de la comu-
nidad juánica llegaron al extremo de negar su humanidad.
Al corregir este abuso, las cartas afirman que no están dando una doctrina nueva, sino que simplemente están
insistiendo en lo que ya estaba escrito desde el principio en el evangelio, es decir “que el Verbo se hizo carne y
plantó su tienda entre nosotros” (Jn 1,14). El evangelio reconoce que Jesús se fatigó y tuvo sed (4,6-7.31), que de
su costado herido brotó sangre (19,34) y que murió realmente y fue enterrado.
La filosofía platónica no podía comprender como de la carne pudiese provenir la salvación. La salvación para
los griegos consiste en liberarse de este cuerpo mortal. El cuerpo es una tumba para el alma. No podían entender
cómo el Hijo de Dios podía haber caído tan bajo asumiendo esta carne nuestra y mucho menos cómo esta encarna-
ción podría aportar la salvación a los hombres. Y sin embargo Jesús afirma: “El pan que yo daré para la vida del
mundo es mi carne” (6,51).
La comunidad juánica, heredera del que se reclinó en el pecho de Jesús y escuchó los latidos de su corazón de
carne, confiesa que el Verbo de Dios ha podido ser oído, visto y palpado por nuestras manos (1 Jn 1,1). Los discí-
pulos han sentido en sus pies la caricia de las manos de Jesús durante el lavatorio; el ciego sintió en sus ojos el ba-
rro fresco mezclado con su saliva; María de Betania pudo acariciar la textura de su pelo mientras ungía su cabeza;
las manos de Tomás se han hundido en sus heridas; la Magdalena abrazó sus pies.
El Jesús humano no sólo tuvo un cuerpo mortal, sino que tuvo también una psicología humana propia que le
llevó turbarse ante la previsión del sufrimiento que había de padecer (12,27), a llorar por la muerte de su amigo
Lázaro y por el sufrimiento de sus hermanas (11,35), y a estremecerse y agitarse en su interior (11,33-34).
El evangelista nos dice que esta carne de Jesús no es una pantalla que nos oculta a Dios, ni siquiera un cuerpo
traslúcido que sólo deja pasar un esbozo. La carne de Jesús es plenamente transparente a la divinidad. Deja pasar
toda su luz, precisamente porque la vida humana de Jesús es la perfecta traducción a categorías humanas de lo que
Dios es. Y es una traducción perfecta por estar tan absolutamente desposeído de sí mismo para ser una pura refe-
rencia al Padre.
A Dios no se le podía ver y seguir viviendo (Ex 19,21; 33,20; Lv 16,2). Dios es como el sol que quema las
pupilas de todos los que lo miran cara a cara. Su luz es demasiado intensa para nosotros. Cuando queremos mirar
un eclipse de sol nos aconsejan usar un cristal ahumado. Este cristal no oculta la forma del sol, pero filtra el fuego
de sus rayos de modo que no dañe nuestros ojos. O, por usar otro ejemplo, ese sol que no podemos mirar cara a ca-
ra sin quemarnos, puede ser contemplado en su reflejo sobre las aguas de un lago. Algo parecido ocurre con la hu-
manidad de Jesús. En ella podemos ver reflejado a Dios sin velos ni pantallas y sin que se quemen nuestras pupilas.
“El que me ve, ve a aquél que me ha enviado” (12,45).
Hay en los laudes del viernes de la primera semana un himno que siempre me ha dado devoción de recitar:
“Así; te necesito de carne y hueso.” Expresa poéticamente nuestra profunda necesidad de adorar a Dios visible-
mente en la carne sin caer en la idolatría, y el gozo inmenso de ser capaces de hacerlo cuando adoramos a Dios en
la carne de su Hijo. No fue idólatra Tomás al adorar las heridas de Jesús y pronunciar “¡Señor mío y Dios mío!”
(20,28).
El misterio de la divinidad y la humanidad del Verbo puede parecer muy complicado cuando intentamos for-
mularlo en expresiones racionales, pero en cambio resulta obvio y sencillo en nuestro simple acto de adoración
humilde.
Quizás muchos no acierten a explicarlo de manera correcta. Pero el misterio de Jesús no se nos ha dado para
ser formulado sino para ser creído y adorado. Es en la ortopraxia donde se revela nuestra ortodoxia. Es en la mane-

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ra como nos relacionamos con Jesús donde se verifica si realmente nuestro entendimiento de la encarnación es co-
rrecto.
Si el Verbo encarnado no fuese verdaderamente Dios (Jn 1,1; 20,28), si su humanidad tuviese consistencia y
autonomía propia y no perteneciese totalmente a Dios, tendrían razón los judíos y musulmanes cuando nos acusan
de ser idólatras; sería herética nuestra devoción por Jesús; serían ilícitas nuestras genuflexiones y nuestras consa-
graciones; tendríamos que revisar cuidadosamente todas las oraciones litúrgicas.
Si Dios no tuviese un Hijo, nosotros nunca hubiésemos podido llegar a ser hijos de Dios (1,12). Habría que
dar la razón a los musulmanes que se niegan a llamar a Dios Padre. Lo que está en juego cuando hablamos de la
divinidad de Jesús no es otra cosa que nuestra propia filiación divina y nuestro derecho a dirigirnos a Dios como
Padre.
Si el hombre Jesús fuese alguien distinto del Hijo de Dios, ¿cómo nos habría podido invitar a comer su carne
y beber su sangre? (6,53). Tendrían razón los judíos que “murmuraban contra Jesús porque había dicho que era el
pan bajado del cielo” (6,41) o los discípulos que discutían entre sí “¿cómo puede éste darnos a comer su carne?”
(6,52).
Ningún ser puramente humano puede ofrecerse a otro como alimento, porque al hacerlo, le estaría trasfun-
diendo su propio pecado, su propia vida contaminada. Sólo la carne del Hijo de Dios puede ser verdadera comida,
y su sangre ser verdadera bebida (6,55). “Lo mismo que el Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre,
así el que me come vivirá por mí” (6,57).
Como quiera que entendamos las fórmulas trinitarias de los concilios sobre la persona de Jesús y sus dos natu-
ralezas, hay un dato inequívoco en la fe cristiana sobre Jesús: la unicidad de su relación con Dios. Si Jesús fuera
simplemente hombre sin una relación única con Dios, ¿por qué afirmar que él es la plenitud de los tiempos? ¿Por
qué dar por supuesto que ya no puede existir otro profeta superior en el futuro?
Todo lo humano es esencialmente imperfecto, y todo lo imperfecto es por su propia esencia perfeccionable.
Los records olímpicos son sólo provisionales. Siempre podrá venir otro que los pueda superar. Si Jesús es simple-
mente más santo, más clarividente, más comprometido que Moisés, o que Elías, o que Pablo o que Bernabé, la di-
ferencia que tiene con ellos es sólo de un poco más o un poco menos, y tarde o temprano llegará alguien que lo su-
pere.
Si dijéramos que Jesús no es único ni irrepetible, ¿qué quedaría en pie de nuestra fe cristiana de hoy? ¿No ha-
bríamos estado idolatrando a un simple hombre que ha sido sólo un poco más lúcido que los demás y menos que
alguien que puede todavía venir en el futuro?
Pero si la fe cristiana no ha sido una burda idolatría ¿qué hay en Jesús que sea único e irrepetible? La única
legitimación de la fe cristiana y el culto cristiano es admitir que Jesús tiene una relación trascendente con el Padre
que ningún otro hombre ha tenido ni podrá tener, porque el Hombre Jesús “desciende del cielo” (3,13), y sólo “el
que viene de lo alto está por encima de todos” (3,31). Ese Jesús, el hijo de José, cuyo padre y cuya madre conoce-
mos, es el mismo que ha bajado del cielo (6,41). Sólo porque Jesús es totalmente de Dios, y pertenece totalmente a
Dios, puede referir a Dios todo el culto que recibe sin apropiarse de nada y sin retener nada para sí. El culto a Jesús
no es idolatría

7.7. Jesús y el Paráclito


La cristología de Juan es una cristología claramente pneumática. El Paráclito es el revelador y el glorificador
de Jesús. El ministerio de Jesús y su tarea de revelación habían quedado incompletos durante su vida mortal. Ha-
blando con sus discípulos la víspera de su muerte, Jesús mismo constataba: “Todavía no me conocen” (14,9). Y sin
embargo alude a un tiempo futuro ya próximo en el que sí serán capaces de conocerle. “Aquel día conocerán que
yo estoy en el Padre y ustedes en mí y yo en ustedes” (14,20). ¿Por qué hasta ahora no, y a partir de ahora sí? Un
primer motivo que se nos da es el hecho de que los discípulos todavía no podían “soportar” lo que le quedaba aún a
Jesús por explicar (16,12).
De algún modo durante su ministerio Jesús continúa siendo un desconocido incluso para sus discípulos. El
tono parabólico de su predicación mantiene velado un misterio que aún no puede entenderse del todo. Esta falta de
inteligencia a veces exaspera a los discípulos que se quejan de la falta de claridad de Jesús (16,18). Este reconoce
que “hasta ahora ha hablado en parábolas”, pero anuncia que “llega la hora en que no les hablaré ya en parábolas,
sino que les explicaré claramente lo de mi Padre” (16,25). Entonces ya no habrá necesidad de preguntarle nada
(16,23). Si tenemos en cuenta que Jesús dice estas palabras pocas horas antes de morir, ¿cuándo será que les habla-
rá sin parábolas y claramente?

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El velo se va a descorrer sólo a partir del momento de la muerte de Jesús, es decir a partir de su glorificación.
El motivo de que antes todavía no se hubiese descorrido ese velo es que durante la vida pública, “aún no había Es-
píritu, porque Jesús no había sido glorificado” (7,39).
Como dice Mollat, la revelación sólo llega a su plenitud cuando se hace efectivamente luz y vida en el cora-
zón de los creyentes; esta plenitud es obra del Espíritu (16,7)11. Es el Espíritu Santo el que lo enseñará todo y re-
cordará todo lo que Jesús dijo (14,26), el que llevará a los discípulos a la verdad plena (16,13).
Se establece un contraste entre las cosas que Jesús lleva ya dichas y las que aún le quedan por decir. Se repite
machaconamente la expresión “estas cosas” para referirse a lo ya dicho (15,11; 16,1.4.6.25.33). Alguno ha compa-
rado este estribillo al que se repite después de cada uno de los cinco sermones de Mateo. Pero estas cosas que Jesús
ha dicho durante su existencia histórica se contrastan con las que dirá el Espíritu que Jesús va a enviar.
Lo que el Espíritu hablará no es radicalmente distinto de lo que Jesús ha hablado. Empezará “recordando”
(14,26). “Tomará de lo mío y se lo explicará” (16,14). No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que oye (16,13).
Sin embargo es claro que el Espíritu no se limita a repetir mecánicamente las palabras del Jesús histórico, sino que
“guía hacia la verdad plena.” Este nivel de plenitud no es exterior a la predicación de Jesús, no es un simple añadi-
do, sino un cumplimiento.
En el cuarto evangelio el Espíritu está ya presente desde el principio en la persona de Jesús. Ya en el primer
momento el Bautista tuvo esta premonición: “Aquél sobre el que veas bajar y posarse el Espíritu es el que ha de
bautizar con Espíritu Santo” (1,33). El Espíritu se posa, “permanece” en Jesús, en todo el sentido juánico de la pa-
labra “permanecer”, uno de los términos favoritos del evangelista. Conforme se le había anunciado, el Bautista
contempló al Espíritu bajando del cielo como una paloma y posándose sobre Jesús (1,32). Sólo aquél en quien
permanece el Espíritu podrá un día “bautizar en el Espíritu” y “dar el Espíritu sin medida” (3,34), y hablar palabras
que son Espíritu y vida (6,63).
Sin embargo ese Espíritu que ya está presente desde el principio en la persona de Jesús aún no estaba presente
“en los discípulos”, aunque estuviera cerca, “junto a ellos” (14,17). El evangelista usa el tiempo presente para
afirmar que el Espíritu estaba “junto a” los discípulos, pero usa el tiempo futuro para afirmar que sólo más adelante
estará “dentro de ellos.12”
El Pentecostés juánico, el envío del Espíritu, tiene lugar en dos momentos. Primeramente se significa ya, de
un modo simbólico, en el momento de la muerte de Jesús. El evangelista ha escogido sus verbos cuidadosamente y
dice: “Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu” (19,30). Pero la entrega del Espíritu se nos describe narrativamen-
te en la primera aparición del Resucitado a los discípulos en el domingo de Pascua. “Sopló sobre ellos y les dijo:
‘Recibid el Espíritu Santo’” (20,22).
Con esta estrategia literaria el evangelista ha ligado la donación del Espíritu simultáneamente a la muerte y a
la resurrección de Jesús, mostrando la profunda unidad del misterio pascual. La donación del Espíritu es el último
suspiro del Jesús histórico y el primer suspiro del Jesús resucitado. Ya hay Espíritu (cf. 7,39). Como quien dice
“Ya hay luz en el pueblo” o “Ya hay agua en la fuente.”
En la fiesta de las Tiendas, mientras llevaban en procesión el agua ritual de la piscina de Siloé, Jesús invitó a
todos los sedientos a que viniesen a beber de él. “De sus entrañas brotarán ríos de agua viva” (7,38-39). El evange-
lista hace una acotación diciendo explícitamente que Jesús se refería al Espíritu que habían de recibir en el futuro
los que creyeran en él. Imposible no relacionar este texto con el agua y la sangre que brotan del costado abierto de
Jesús muerto en la cruz (19,34). Sobre todo si tenemos en cuenta la relación entre Espíritu y agua que se da en la
conversación con Nicodemo cuando Jesús habla de “nacer del agua y del Espíritu” (3,5) y recordamos el don de
Dios prometido a la samaritana bajo la forma del agua viva que Jesús promete (4,14).
Por eso el Espíritu no significa sólo la plenitud de la verdad y la revelación, sino también la plenitud de vida y
de energía. Los ríos de agua viva que brotan del costado de Jesús nos traen un doble eco del agua que Ezequiel el
profeta vio brotar del lado derecho del Templo (Ez 47,1), y de la fuente que Zacarías vio abierta para lavar el peca-
do y la impureza (Za 13,1). Ya el evangelista al principio del evangelio nos hizo ver en Jesús el nuevo Templo, re-
construido en tres días (Jn 2,19). El agua que anunciaba Ezequiel bajaba desde Jerusalén, desde el costado derecho
del templo, hasta el Mar de las aguas pútridas, el Mar Muerto. Saneaba esas aguas (Ez 47,8), permitía que a sus
orillas crecieran toda clase de árboles frutales, y de árboles medicinales (Ez 47,12), y les hacía bullir de seres vi-
vos. “La vida prosperará en todas partes adonde llega el torrente” (Ez 47,9). Recordemos cómo el soplo de Jesús el
domingo de Pascua se ponía en relación explícita con el perdón de los pecados, que es el inicio de la vida nueva
bautismal (Jn 20,23).
De forma alternativa se nos dice que el Espíritu es enviado por el Padre en el nombre de Jesús (14,16.26) y
que es enviado por Jesús mismo (15,26; 16,7)13. De algún modo el Espíritu es el nuevo modo que Jesús tiene de es-
tar presente. Jesús le llama “otro consolador” (14,16). “Les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Es-

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píritu no vendrá a ustedes, pero si me voy, se lo enviaré” (16,7). Tras la partida de Jesús el Espíritu toma su puesto
en la comunidad. El don del Espíritu es la nueva presencia íntima y activa de Jesús, la culminación de su obra y su
modo de regresar. En realidad Jesús no deja a los suyos huérfanos (14,18). “Me voy y vuelvo a ustedes” (14,3.28).
Vuelve a ellos infundiendo su Espíritu en ellos14.
Jesús sigue vivo y operante entre sus discípulos, de una manera mucho más eficaz que en su propio ministerio
histórico. Su presencia en el Espíritu será mucho más plena que su presencia anterior. Por eso Jesús puede prome-
ter que tras su partida los discípulos van a poder seguir esa misma misión que él tuvo, su ministerio de revelación y
salvación cuyo signo han sido “las obras” y señales. “El que crea en mí hará las obras que yo hago, y las hará ma-
yores todavía, porque voy al Padre” (14,12).
La gran pregunta es por qué no se ha podido comunicar el Espíritu hasta la muerte de Jesús. ¿Por qué era ne-
cesario que Jesús se fuera –muriera-, para que el Espíritu pudiese venir a llevar su obra a la plenitud?
Porque la muerte de Jesús es la revelación de su amor y la donación de su amor hasta el final (13,1). Sólo
cuando Jesús ha mostrado su amor hasta el final en su atroz muerte, se revela en plenitud el amor y la fidelidad de
Dios, y pueden los discípulos tener acceso a la verdad plena que antes no habían podido comprender. Hasta enton-
ces sólo había signos, destellos de amor, pero esos signos eran aún ambiguos.
Sólo el amor que se manifiesta en la cruz ha eliminado toda su ambigüedad. El desbordamiento del amor sólo
tiene lugar cuando el corazón de Jesús abierto en la cruz, revela la hondura de su amor, y al mismo tiempo efunde
su Espíritu. Como dice R. Mercier, “lo que resulta imposible es la simultánea presencia del Jesús terreno y el don
del Espíritu en orden a llevar a los discípulos a la inteligencia plena de Jesús glorificado. ¡Cómo se puede entender
al Jesús glorificado antes de que sea glorificado”!15.
Antes de la muerte-glorificación de Jesús no se podía entender la gloria de Jesús. Pero después, Jesús ya no
estará presente en la tierra para explicarla él mismo. La única solución a esta aporía es que tras la ida de Jesús ven-
ga alguien distinto que pueda explicar aquello que antes de la muerte de Jesús no se había podido comprender.
El testigo que está al pie de la cruz lo ha visto (19,35); ha visto su gloria que consiste en la plenitud de su
amor fiel (1,14), y al mismo tiempo ha recibido de esa plenitud la capacidad de responder con amor (1,16). Por eso
sólo después de recibir el Espíritu podrán los discípulos vivir la vida de Jesús en plenitud, esa plenitud que consiste
en la capacidad de dar ellos también su vida. En el Espíritu que ha recibido tras la Pascua puede también Pedro
amar a Jesús hasta el final, revelar en su martirio la gloria de Dios y seguirle en la donación de su vida como pastor
de las ovejas (21,19).
Nos queda sólo glosar ese nombre de Paráclito que usa el evangelista para designar al Espíritu durante el
sermón de la cena. Hay cinco perícopas en la que se nos habla del Paráclito16.
Es curioso que en estas perícopas el cometido que se da al Paráclito no coincida con el cometido que se ha ido
dando al Espíritu en el resto del evangelio, hasta el punto de que algunos han llegado a pensar que el Paráclito sería
alguien distinto del Espíritu.
Con todo hay tres veces en las que se identifica explícitamente al Paráclito con el Espíritu de la verdad (14,17;
16,13) o con el Espíritu Santo (14,26), lo cual excluye que se trate de una persona diferente.
En el resto del evangelio, el Espíritu (neutro en griego) se presenta más como una fuerza, una energía que da
vida haciendo nacer de lo alto, que perdona los pecados, que posibilita un nuevo culto. En cambio el Paráclito
(masculino en griego) tiene un carácter mucho más personal, y su cometido es el de enseñar, acompañar, guiar, de-
fender, que son todo acciones personales que no pueden atribuirse a una fuerza o una energía cósmica.
En una ocasión Jesús se refiere al Espíritu como “otro Paráclito” (14,16), mostrando que su función es seme-
jante a la que tuvo Jesús, y que por tanto en algún modo prolonga en el futuro de un modo permanente la misma
función que Jesús había tenido en su existencia histórica. No es posible la simultaneidad de ambos ministerios, el
de Jesús y el del Espíritu. Este segundo ministerio sólo comienza cuando termina el primero; por eso les conviene a
los discípulos que Jesús se vaya, porque hasta entonces el Espíritu no puede empezar a actuar.
Las funciones del Paráclito pueden resumirse en dos: una función magisterial y una función vindicativa. Al-
gunos han traducido el término “Paráclito” como “abogado”, otros como “consolador” o “animador”, y otros como
“intercesor.” No es necesario escoger entre estas distintas funciones, pues el Paráclito parece cumplirlas todas. No-
sotros, como Brown, preferimos no traducir la palabra sino limitarnos a transliterarla17.
El evangelio queda así abierto, como queda abierta la obra de Jesús en nosotros. A través de ese otro Paráclito
que Jesús envía, el evangelio es un libro inconcluso. La obra de Jesús no cabe en todos los libros del mundo
(21,25). Se nos invita a nosotros a ser personajes en esta prolongación de la vida de Jesús a través de la acción del
Paráclito; lo lograremos en la medida en que nos vayamos viendo reflejados en los personajes históricos de la
Magdalena, del discípulo amado, del ciego o de los hermanos de Betania.

77
Si se adopta el criterio hermenéutico de interpretar el texto bíblico a través de la propia vida, sólo puede hacer
exégesis del evangelio quien se sitúa en la misma perspectiva en la que fue escrito, y quien adopta para con Jesús
las mismas actitudes que adoptaron los que le acogieron en su existencia terrena. De ese modo la galería de perso-
najes juánicos queda abierta de forma que otros muchos retratos, el de cada uno de nosotros, puedan hoy todavía
añadirse a dicha galería.

78
TEMA 8: LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

8.1.- La importancia de la Resurrección de Jesús en la Cristología117

8.1.1. Continuidad y discontinuidad


Los seguidores de Jesús tuvieron que recorrer un camino al pasar del simple discipulado a la fe; o, lo que es lo
mismo, de una “jesuología” a una “cristología”. Este mismo camino fue seguido después por otros discípulos a lo
largo de los siglos, y ha de seguirse también hoy por los discípulos deseosos de llegar a una fe madura y reflexiva
en Jesucristo. Todo discípulo, por tanto, se enfrenta así a una pregunta decisiva: ¿Cuándo, dónde, cómo he hecho
yo la experiencia de Jesús? ¿Cuándo, dónde, cómo lo he descubierto como Cristo?
Hemos probado en los capítulos anteriores que Jesús está verdaderamente en el origen de la fe cristológica de
la Iglesia. Hay continuidad-discontinuidad entre la “cristología implícita” de Jesús y la “cristología explícita” de la
Iglesia apostólica. El principio de la continuidad en la discontinuidad se aplica a Jesús mismo en su paso del estado
kenótico a su condición de glorificado a través de la transformación real de su humanidad en la resurrección. Se
aplica también a los discípulos en cuanto que pasan del simple discipulado a la fe cristiana a través de su experien-
cia pascual.
Esta continuidad no se podía presumir, sino que había que demostrarla. Como dijimos, a menudo ha sido ne-
gada. Se ha dicho, por ejemplo, que mientras Jesús predicó el Reino de Dios, la Iglesia apostólica predicó en su lu-
gar a Cristo. El mensajero del Reino se convirtió así en el objeto del kerigma, un cambio que falsificó el mensaje
de Jesús. No ha faltado quien diga que el pensamiento de Jesús se centró totalmente en Dios y en la inminencia de
su Reino y nunca hizo de su persona el objeto de su mensaje, y fue la Iglesia apostólica quien le hizo objeto de su
proclamación. Dicen que por un proceso de “divinización” del hombre Jesús, Cristo fue sustituido por el Reino de
Dios como objeto de la fe cristiana. El teocentrismo de Jesús quedó reemplazado por la centralidad de Cristo de la
Iglesia primitiva. Mientras Jesús predicó el inminente Reino de Dios, sería la Iglesia lo que habría sobrevenido.
Loisy, defensor de esta tesis, quiso significar con ello que Jesús, preocupado por el inminente establecimiento del
Reino final de Dios, no pensó en un período intermedio de tiempo durante el cual el Reino de Dios, ya presente en
el mundo, habría de crecer a lo largo de la historia hasta su perfección y cumplimiento. Jesús, por tanto, nunca ha-
bría pensado en fundar una Iglesia. La Iglesia, en realidad, fue fundada por sus discípulos cuando, después de su
muerte, se enfrentaron al retraso del establecimiento del Reinado final de Dios.

8.1.2. La resurrección de Jesús y la experiencia pascual


La muerte de Jesús en la cruz fue para sus seguidores una experiencia desconcertante. Los evangelios, sin
embargo, dan testimonio de los distintos modos en que reaccionaron ante el acontecimiento. Es típica la reacción
de los discípulos en su camino a Emaús: “Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel” (Lc 24,21).
Estando perdida toda esperanza, ¿qué significado se podía dar a la vida del Maestro muerto? Más positiva es la
reacción de algunas piadosas mujeres que corren el día de Pascua a ungir el cuerpo. Permanecen fieles a Jesús y
quieren guardar viva su memoria. Un simple recuerdo, ya que, humanamente hablando, ¡no se podía hacer más! Si
Jesús no hubiese resucitado de entre los muertos, el cristianismo consistiría solamente en un grupo de amigos de
Jesús que mantendrían vivo el recuerdo de su enseñanza y que reproducirían, de la mejor manera posible, su ejem-
plo. En este caso, Jesús, aun siendo uno de los más grandes genios religiosos de la humanidad, no sería “el Señor”.
Y el cristianismo sería un noble moralismo, no la Buena Nueva para todos los hombres y mujeres de hoy.
La resurrección de Jesús, sin embargo, marca toda la diferencia: señala el punto de partida de la fe cristiana
y constituye su centro.
Pero su significado para nosotros se ha infravalorado a menudo como si afectara sólo a Jesús. ¿No era justo
que recibiera de Dios su recompensa por un trabajo bien hecho y llevado a término en su muerte? Por lo que res-
pecta al significado que la resurrección tiene para nosotros, ha sido reducido con frecuencia a la última “de-
mostración” por parte de Dios de las credenciales del mensajero.
Ser cristianos, sin embargo, no consiste en venerar a un maestro muerto o, simplemente, en mantenerle vivo

117
Para esta sección seguimos el hilo de J. DUPUIS, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Estella, 2000, pp.
93-114.

79
en el recuerdo o en poner en práctica su doctrina. Significa, por el contrario, creer que Jesús está vivo todavía hoy
porque el Padre lo resucitó de entre los muertos: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24,6).
Al mismo tiempo, ser cristianos significa creer que Jesús está presente entre nosotros y que opera por medio del
Espíritu. Abrirse uno mismo a este acontecimiento y dar la bienvenida a esta nueva luz significa llegar a la fe cris-
tiana. Por eso, ser cristiano es encontrar de un modo u otro -en la Palabra de Dios, en la eucaristía, en el “sa-
cramento del otro”, en los pobres- al Cristo resucitado y, a la luz de la Pascua, descubrir con ojos nuevos a Jesús
mismo, a Dios, a la persona humana y al mundo. Para los discípulos de Jesús, ser cristiano consiste en encontrarlo
en la experiencia fundante de la Pascua en la que se les descubre la identidad y el significado de la vida y de la
muerte de Jesús.
Las apariciones del Señor resucitado son signos dados a los discípulos para suscitar la fe: creyeron porque vie-
ron a Jesús vivo.118 En verdad, los discípulos quedaron transformados por esta fe apenas adquirida -se puede ha-
blar, en efecto, de una experiencia de conversión -, pero es preciso añadir que fue el Señor resucitado quien obró en
ellos esta transformación, manifestándose como viviente: “se les hizo visible” (: 1 Cor 15,5).
La resurrección, entonces, antes de transformar a los discípulos, tuvo su efecto en Jesús: éste vive, pero no
con la vida que tuvo antes. En primer lugar, está realmente transformado, pues la resurrección no es sólo la “re-
animación” o la “revivificación” del cuerpo que yacía en la tumba, como en el caso de Lázaro, que fue resucitado
para morir después de nuevo, sino que, por el contrario, Jesús vive una nueva vida y ha entrado en una nueva con-
dición, totalmente nueva, originada por Dios. De esta condición humana nadie había tenido anteriormente expe-
riencia semejante, aunque los discípulos pudieran haberla entendido solamente como la realización anticipada en
Jesús de la resurrección del Último Día, en que la fe judaica creyó siempre no sin vacilación. En suma, por lo
que respecta a Jesús, la resurrección consiste en alcanzar la condición escatológica; en lo que a nosotros afecta, la
resurrección representa la irrupción de la escatología en nuestra historia.
Transformado en esta su nueva condición, Jesús ya no está sujeto a la muerte. La señal de su nueva vida, da-
da a los discípulos en las apariciones, puede desaparecer. Está vivo para siempre y precisamente por esto está pre-
sente en todos los que creen en él. Éste es el fundamento de la fe cristiana y el punto de partida de la cristología
neotestamentaria.
Se ha de reconocer plenamente el papel decisivo que la resurrección de Jesús y la experiencia pascual de los
discípulos ocupan en el nacimiento de la fe cristológica. Ellas la hacen nacer y, en este sentido, señalan su punto
de partida. Antes de la resurrección de Jesús, los discípulos no habían percibido el verdadero significado de la
persona y de la obra del Maestro. Sin duda, habían tenido una cierta intuición de su ministerio y habían visto en él
al profeta escatológico del Reino de Dios, sin afirmar, no obstante, el significado exacto de lo que les había dicho.
El descorazonamiento ante el lamentable espectáculo de la muerte innoble de Jesús (“esperábamos”, Lc 24,21) y
su tardanza en creer y captar después de la resurrección, dramáticamente ejemplificada por la obstinada negativa
de Tomás a creer y su ejemplar profesión de fe (“Señor mío y Dios mío”, Jn 20,28), son testigos de la falta de
comprensión por parte de los discípulos durante la vida terrena de Jesús. Hechos nos dice que, incluso después de
la resurrección, esperaban un reino político y la restauración, por medio de Jesús, de la supremacía de Israel (Hch
1,6).
J. Schnackenburg ha demostrado la diferencia entre la fe de los discípulos antes y después de la resurrec-
ción de Jesús. Escribe: “Reconocer que los discípulos no llegaron a una verdadera cristología antes de la Pascua no
significa negarles una cierta fe en Jesús durante su peregrinación terrena con él. ¿Por qué entonces, le habrían se-
guido y habrían permanecido con él? Pero sigue siendo difícil determinar más de cerca el contenido de su actitud
de fe. La pregunta de los hijos del Zebedeo (Mc 10,37; Mt 20,21) y otros indicios permiten concluir que todavía es-
taban pendientes de las esperanzas mesiánicas terrenas en este mundo. Lucas los presenta en esta misma conducta
hasta la ascensión de Jesús (cf. Lc 19,11; 22,38; 24,21; Hch 1,6). Para él, solamente la misión del Espíritu en Pen-
tecostés determina el cambio. Entonces, ellos anuncian unánimemente, como se expresa con fórmula adaptada su
portavoz Pedro en el discurso de Pentecostés, que Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús a quien ustedes
crucificaron (Hch 2,36). Lo que Lucas pone en evidencia en su visión teológica constituye sustancialmente la con-
vicción de todos los evangelistas: sólo después de la resurrección de Jesús los discípulos llegaron a la fe plena en
Jesús como Mesías e Hijo de Dios.”
La resurrección de Jesús, sin embargo, no puede reducirse a una experiencia pascual, entendida como ex-
periencia subjetiva de “conversión” por parte de los discípulos. Éstos, indudablemente, conocieron una experien-

118
Para profundizar en este tema pueden servir dos artículos míos. Uno se titula “Los relatos de la resurrección según la
exégesis y la teología actual”, Manresa 79 (2007), 109-125, y el otro “La presencia del resucitado, una experiencia
que desencadena vida”, Sal Terrae 76 (1988). 163-173.

80
cia subjetiva semejante de conversión, pero, si se transformaron, la razón es que encontraron al Jesús resucitado
que se manifestó a sí mismo y “se les hizo visible” en su estado glorificado. La transformación operada por la resu-
rrección afecta en primer lugar a Jesús mismo: es objetiva en él y subjetiva en los discípulos. Esta transforma-
ción real de la humanidad de Jesús, que pasó de la muerte a la vida de resucitado, de la kénosis a la gloria, sólo po-
día ser percibida a por la fe de los discípulos en relación a la espera escatológica de Israel.
¿En qué sentido llegaron los discípulos a la fe en Jesucristo a través de la resurrección? Las apariciones del
Resucitado “señalaban” que Jesús había alcanzado, más allá de la muerte, el estado escatológico. La plenitud, es-
perada en el tiempo escatológico, se había cumplido en él o, de manera inversa, la escatología era introducida en
el tiempo. Esta condición totalmente nueva de Jesús, jamás experimentada antes, suscitó problemas en torno a la
identidad del Resucitado. Los discípulos, entonces, con mirada retrospectiva, se volvieron al testimonio de Jesús
durante su vida terrena e, inspirados por el Espíritu, recordaron lo que el Jesús pre-pascual había hecho y
dicho, y que, entonces, fue en gran parte malentendido. Esta “memoria” del Jesús histórico jugó un papel decisivo
en el nacimiento de la fe cristológica de los discípulos, ya que propició la unión entre Jesús mismo y la interpreta-
ción de fe que los discípulos hicieron de él después de la resurrección. Gracias a esto, la fe cristológica de la Iglesia
se retrotrae verdaderamente, y puede basarse en el Jesús de la historia, encontrando así en él su fundamento
histórico.
La cristología explícita comienza con la Pascua. La cristología del Nuevo Testamento, además, ha sufrido un
proceso de desarrollo -que debemos seguir en sus principales etapas- a medida que los primeros cristianos profun-
dizaban su reflexión de fe en Jesús, que es el Cristo. Como se verá enseguida, entre la primera predicación kerig-
mática cristiana y la última etapa de los escritos apostólicos está en acción un movimiento de reflexión sobre el
misterio de Cristo, que comienza con una cristología “desde abajo” y progresivamente llega a una cristología
“desde arriba.” Comenzando por el estado glorioso y la “condición divina del Resucitado, se ahondará gradual-
mente en la identidad personal de Jesús y su filiación divina mediante un proceso de “retro-proyección”, volviendo
desde los misterios de su vida a su nacimiento humano para ascender después a su “preexistencia” en el misterio de
Dios.
La cristología del kerigma primitivo puede llamarse “primitiva” en cuanto refleja la comprensión cristiana
más antigua de Jesús. Los desarrollos posteriores, como por ejemplo, el título de Hijo de Dios, no se aplican toda-
vía a Jesús con la plenitud de significado que asumirán más tarde. Sin embargo, ni cancelarán ni anularán el signi-
ficado y la validez que tienen para nosotros. Entre la antigua presentación kerigmática de Jesús y las sucesivas in-
tuiciones más profundas del misterio de su persona hay una continuidad y un desarrollo homogéneo. En ambas se
expresa la misma fe, sólo que ésta aparece progresivamente más reflexiva y articulada. El mensaje esencial y deci-
sivo se anunció ya desde los inicios, pues en lo que Dios hizo para que Jesús fuese para nosotros está ya involucra-
da la verdadera identidad de su persona, aunque permanezca desconocida y haya de ser desvelada. La cristología
del kerigma primitivo era funcional: se trataba de una reflexión sobre Jesús, considerado en las funciones que ejer-
ce hacia nosotros. Más tarde, pero sólo a través de un proceso orgánico, la reflexión evolucionará hacia una cristo-
logía “ontológica”, donde se extenderá a Jesús tal como es en sí mismo y a su persona en relación a Dios.

8.2. Los textos del NT sobre la resurrección de Jesús119


No tenemos acceso directo a la más primitiva cristología de la Iglesia apostólica por la simple razón de que los
escritos más antiguos del Nuevo Testamento fueron compuestos en los años 50 d.C., es decir, más de veinte años
después de la muerte y resurrección de Jesús. Los exegetas, sin embargo, están de acuerdo en que puede recons-
truirse con bastante precisión un retrato de la cristología del primitivo kerigma apostólico a partir de los documen-
tos que poseemos. El texto más antiguo de todos es sin duda el de 1 Corintios 15. Los semitismos que le caracteri-
zan, la estructura de las frases, las referencias a la Escritura nos llevan a pensar que “la fórmula ha nacido en un
contextos de judíos convertidos a la nueva fe, probablemente en Palestina, y formulado por primera vez antes que
Pablo y en lengua aramea.120”
También es importante señalar la discontinuidad entra la idea de resurrección de los muertos en la que desem-
bocó la teología de Israel en la época farisea, con la concepción cristiana de la resurrección. En la época farisea Is-
rael ya ha llegado a formular una escatología en términos de resurrección de los muertos. Esto fue un paso de gi-
gante en el Antiguo Testamento. El pueblo de Israel llega por fin a reconocer que Dios no nos ha podido crear par
la corrupción. Después de las persecuciones de Antíoco Epífanes en el siglo II a.C., ven claro que Dios no puede

119
Existe una versión más amplia de esta parte de los apuntes acerca de la Resurrección.
120
O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret. Aproximación a la Cristología, BAC, Madrid 1993, pp. 454-455.

81
abandonar eternamente a los mártires que fueron fieles a Dios al precio de su vida. Pero sin embargo en el cristia-
nismo hay un enfoque diverso al fariseo. Para el judaísmo la resurrección no puede ser un dato individual de un
personaje histórico. La resurrección tiene que ser universal y al final de los tiempos. En cambio para el cristianis-
mo la resurrección se centra en un solo individuo, Jesús, y ya ha tenido lugar sin necesidad de esperar a la resurrec-
ción universal al fin de los tiempos.121

8.2.1. Textos formularios


Los textos del NT sobre la resurrección de Jesús son de dos tipos: formularios y narrativas.
Sobre los formularios ver en Theissen una breve catalogación diferenciada. En ellos hay profesiones de fe que
proceden de la predicación, catequesis y liturgia. Son un resumen de las líneas generales de la predicación. Testi-
monian el significado salvífico de la muerte y la resurrección de Cristo
* 1 Co 15,3-8: murió, fue sepultado, resucitó, se apareció a…
* Hch 2,23-24; 4,10; 5,30-31; 10,39-40.
* Rm 1,4
* Mc 8,31.
La tradición más antigua es la de 1 Co 15,3-8. Contiene los ingredientes: proclamación del acontecimiento de
la resurrección, la prueba de la Sagrada Escritura y el testimonio de los testigos oculares. La fórmula de fe de Rm
1,3-4, que, sin embargo, comprende ya una cristología más elaborada en que la “carne” y el “espíritu” se refieren a
las dos etapas del acontecimiento Cristo; y, finalmente, una pieza de la himnología primitiva, presente en 1 Tm
3,16, en la que la “carne” y el “espíritu” apuntan de nuevo a la kénosis y a la glorificación de Jesús.
A esta lista hay que añadir otros pasajes, como 1 Ts 1,10; Ga 1,3-5; 3,1-2; 4,6; Rm 2,16; 8,34; 10,8-9; Hb 6,1.
De estos últimos se pueden ya deducir las siguientes características importantes del kerigma primitivo: el misterio
pascual de la muerte y resurrección de Jesús constituye el centro del kerigma; se pone el acento allí donde corres-
ponde la primacía, esto es, en la resurrección, si bien ésta nunca aparece separada de la muerte que la precede; la
resurrección señala el ingreso de Jesús en el estado escatológico, así como su exaltación como Señor. Todo esto se
anuncia como Buena Nueva, pues, estando unido a Dios en todo su ser, Jesús nos ha abierto el camino.
La fórmula de fe de Rm 1,3-4, que, sin embargo, comprende ya una cristología más elaborada en que la “car-
ne” y el “espíritu” se refieren a las dos etapas del acontecimiento Cristo; y, finalmente, una pieza de la himnología
primitiva, presente en 1 Tm 3,16, en la que la “carne” y el “espíritu” apuntan de nuevo a la kénosis y a la glorifica-
ción de Jesús.
A esta lista hay que añadir otros pasajes, como 1 Ts 1,10; Ga 1,3-5; 3,1-2; 4,6; Rm 2,16; 8,34; 10,8-9; Hb 6,1.
De estos últimos se pueden ya deducir las siguientes características importantes del kerigma primitivo:
*El misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesús constituye el centro del kerigma.
*Se pone el acento allí donde corresponde la primacía, esto es, en la resurrección, si bien ésta nunca aparece
separada de la muerte que la precede;
*La resurrección señala el ingreso de Jesús en el estado escatológico, así como su exaltación como Señor.
*Todo esto se anuncia como Buena Nueva, pues, estando unido a Dios en todo su ser, Jesús nos ha abierto el
camino.
Hay otra vía por la que se puede recuperar de forma más directa -y también más segura- la cristología del ke-
rigma primitivo. Se trata de los discursos misioneros de Pedro y Pablo, transmitidos en los Hechos de los Apósto-
les (Hch 2,14-39; 3,13-26; 4,10-12; 5,30-32; 10,34-43; 13,17-47) en forma de proclamación kerigmática, y dirigi-
dos principalmente a los judíos (el discurso de Pedro a la familia de Cornelio en 10,34-43 es semejante en su con-
tenido). No tomamos en consideración ni la predicación de Pablo a los “gentiles” de Listra (Hch 14,15-18) ni la
que hizo ante el Areópago de Atenas (Hch 17,22-31), pues son testigos de un enfoque distinto, adaptado a oyentes
no judíos. El kerigma más antiguo, por el contrario, se dirigía a los judíos, y contiene muchas referencias a la fe de
Israel y a la espera mesiánica.
Naturalmente, no se puede pensar -y no es necesario hacerlo- que Lucas transcribió en su libro de los Hechos
las palabras exactas de los primitivos discursos kerigmáticos, como pudiera haber hecho un taquígrafo. Quiso de-
mostrar simplemente de manera general, y bajo una forma un tanto estereotipada, cómo los apóstoles predicaron a
Jesús durante la primera generación cristiana. De esto podemos sacar una idea bastante clara de cómo se expresó
por primera vez la fe cristiana en Jesús, y podemos también descubrir algunas características específicas de esta

121
Ibid., p. 461.

82
prístina fe y el enfoque que le siguió. Hay que encontrar aquí, por tanto, la primera forma específicamente cristiana
de presentar a Jesús y su misterio.
Un estudio de los discursos apostólicos de Pedro y Pablo mencionados arriba compendia el contenido del ke-
rigma primitivo en los siete puntos siguientes:122
1. Ustedes son ahora testigos y tienen la experiencia de la acción del Espíritu Santo.
2. Si el Espíritu Santo se ha difundido sobre Israel en tal abundancia, es signo de que han llegado los 'últimos
días' predichos por los profetas.
3. Esto se ha verificado en el nacimiento, la vida y los milagros de Jesús de Nazaret, que los judíos mataron,
pero a quien Dios resucitó de la muerte, y nosotros somos testigos de ello.
4. Este Jesús, Dios lo constituyó Señor y Mesías, haciéndolo ascender al cielo y colocándolo a su diestra.
5. Todo esto sucede en conformidad con las Escrituras. Es parte del plan de Dios para la salvación de 'nuestros
pecados', y es conforme a la fe de nuestros padres.
6. Jesús resucitado es el nuevo Moisés que vendrá a 'conducir al Israel escatológico hacia la redención final
como Hijo del hombre sobre las nubes del cielo.
7. Si creen en la palabra que se les predica, si se arrepienten y se hacen bautizar, serán salvos.123”
Las características peculiares de la cristología del kerigma primitivo que surgen del discurso de Pedro se pue-
den resumir en pocas palabras. Se trata de una cristología pascual, centrada en la resurrección y glorificación de Je-
sús, por obra del Padre. Su exaltación es una acción de Dios sobre Jesús, en favor nuestro.
Es Dios quien resucita a Jesús de entre los muertos, quien lo glorifica y exalta, quien constituye a Jesús en
Señor y Cristo, Cabeza y Salvador (Hch 5,31). Jesús es el beneficiario de la acción de Dios, que lo resucita, lo es-
tablece y lo constituye Señor y Cristo en favor nuestro. Por eso mismo, después de la proclamación kerigmática
sigue la invitación al arrepentimiento, a la conversión y al bautismo (Hch 2,37-39). Algo, pues, le ha sucedido a Je-
sús, por obra de Dios, para nosotros. Retomemos estos tres elementos.124

8.2.2. Narraciones desarrolladas sobre apariciones


Después de estudiar estos formularios, nos concentraremos ahora en los pasajes narrativos de las apariciones,
que son bastante más tardíos. De estas narraciones desarrolladas distinguiremos seis textos fundamentales que se
recogen en los cuatro evangelios:
* Mc 16,1-8 Mc 16,9-28 (Mr)
* Mt 28 Jn 20
* Lc 24 Jn 21
Con la casi totalidad de la crítica bíblica negamos la autenticidad del apéndice de Mc 16,9-29 (no su canonici-
dad). Estos versos no son la conclusión del evangelio de Marcos, sino una interpolación tardía que no se debe a la
pluma del mismo evangelista.

8.2.3.- Concordismo de los relatos de las apariciones


Los relatos de las apariciones están llenos de incoherencias que saltan a la vista cuando los leemos en colum-
nas sinópticas. Pocos son los que se dan cuenta de estas incoherencias porque no leen los evangelios sinópticamen-
te. Pero en cuanto empezamos a hacernos preguntas sobre las desemejanzas entre los relatos, la cosa se complica.
¿Cuándo tuvo lugar el entierro de Jesús? En Lucas los perfumes se preparan el viernes por la noche. En Mar-
cos no se compran hasta el sábado por la tarde. En Juan la unción tiene lugar el mismo día del viernes.
¿Cómo fue enterrado el cuerpo? ¿En una gruta sellada y vigilada por guardianes? ¿Sin embalsamar y en una
gruta no sellada, según Mateo y Lucas?
¿A qué hora fueron las mujeres a la tumba el domingo por la mañana? En Juan todavía estaba oscuro. En Ma-
teo y Lucas está amaneciendo. En Marcos después de la salida del sol.
¿Quiénes eran esos testigos? Según Mateo dos mujeres, las dos Marías. En Marcos se les añade Salomé. En
Lucas está también Juana y otras. En Juan está sola María Magdalena, aunque habla en plural.
¿Vieron la piedra cuando estaba siendo corrida (Mt) o se encontraron que ya estaba corrida (Mc/Lc/Jn)?
¿Qué vieron allí? Según Mt y Mc solo un ángel. Según Lc y Jn, dos. ¿Fuera de la tumba (Mt), o dentro
(Mc/Lc/Jn)?

122
Sobre estos discursos kerigmáticos se puede ver más detalles en el libro citado de DUPUIS.
123
Cf. G. SEGALLA-R. CANTALAMESSA-G. MOIOU, Il problema cristologico oggi, Cittadella, Asís 1973.
124
Ver más detalles en el libro de DUPUIS.

83
¿Entraron las mujeres en la tumba antes de oír el mensaje del ángel (Mc/Lc) p después (Mt)?
¿Cuál es el mensaje que tenían que comunicar a los discípulos? Según Lucas y Juan que Jesús resucitado se
les iba a aparecer muy pronto. Según Marcos y Mateo, que se les aparecería más tarde en Galilea.
¿Qué sintieron al oír el mensaje? Según Marcos se llenaron de miedo y no se lo contaron a nadie. Según los
otros tres evangelistas se llenaron de alegría y corrieron a contarlo.
¿Quién fue el primero en ver a Jesús resucitado? Según Mateo y Juan, mujeres. Según Lucas San Pedro.
¿Por qué el evangelio más antiguo, Marcos, no reseña ninguna aparición?
¿Dónde tuvieron lugares las primeras apariciones de Jesús a sus discípulos? Lc/Jn nos dicen que en Jerusalén,
porque recibieron instrucciones de no salir de la ciudad. Según Mateo en Galilea, a donde tenía que viajar inmedia-
tamente.
¿Cuántas apariciones públicas hubo? Según Mt y Lc, una. Según Jn, dos. Según Hechos y el apéndice de Jn,
muchas.
¿Dónde tuvo lugar la última aparición? En Galilea (Mt) o en Jerusalén (Lc)
¿Cuándo subió Jesús al cielo? En Jn y Lc el mismo día de las apariciones. Según Hechos después de cuarenta
días. Según Mateo y el apéndice de Juan, un tiempo indeterminado después de la resurrección.
Explicar los antiguos intentos concordistas basados en una concepción falsa de la inerrancia bíblica. El con-
cordismo bíblico obliga a verdaderas acrobacias y no acaba de convencer. Es mejor entrar en la intención redac-
cional de los autores, que dará cuenta del porqué de la redacción en cada caso.

8.2.4. Explicar el porqué de estas narrativas tan diferentes: (tomado de Brown)


Por lo pronto notamos una diferencia entre el relato de la pasión y el de las apariciones. En el de la pasión se
formó desde el principio una secuencia ordenada, fija y constante de todas las tradiciones (prendimiento, juicio ju-
dío y negaciones de Pedro, Pilato y condena a muerte, camino de la cruz, crucifixión y muerte). No es extraño, ya
que hay una secuencia natural en estos acontecimientos que no pueden fácilmente ser cambiados de orden.
En cambio, en el caso de las apariciones la secuencia fija es más elemental: fue sepultado, resucitó, se apare-
ció. Bastaría con narrar una o dos de las apariciones como botón de muestra. Probablemente cada comunidad había
escogido sus relatos favoritos para ilustrar las apariciones, y probablemente no había en ellas ninguna localización
geográfica.
El problema surge cuando los evangelistas quieren armonizar las tradiciones de las diversas comunidades en
una secuencia ordenada de apariciones que arranque del sepulcro vacío. Cada uno hace su propia concordancia de
la secuencia, sus arreglos redaccionales y su propia localización geográfica. De ahí que sea tan difícil armonizar los
relatos evangélicos en una secuencia ordenada y coherente. La mayor prueba de que esas apariciones han sido se-
cuenciadas artificialmente y en un estadio tardío es el hecho de que en cada una de ellas los circunstantes se mues-
tren sorprendidos como si nada supiesen de la resurrección, a pesar de que en la secuencia actual ya habían prece-
dido otras apariciones. Como decimos, en su origen se trataba de relatos autónomos aislados.
Comparándolos, vemos que todos los evangelios presentan los hechos de pascua en tres “unidades” análogas.
Primero, el relato del sepulcro con una notable similitud en el curso narrativo; segundo, el relato de la primera apa-
rición con una gran disparidad, que oscila entre María Magdalena (Jn), las tres mujeres (incluida María Magdalena,
Mt), los dos discípulos de Emaús (Lc) o Pedro, Andrés y Leví (EvPe). En tercer lugar está la aparición colectiva a
los discípulos, acompañada de la misión universal. Cada una de estas “unidades” nos merece un juicio histórico di-
ferente.
a) Relatos que se refieren a las mujeres en el sepulcro
b) Relatos que se refieren a las apariciones a discípulos/as individuales
c) Relatos que se refieren a apariciones grupales.
Es verdad que estos relatos están contaminados; no faltan alusiones a los discípulos en el primer ciclo (la es-
cena de Pedro y el discípulo amado), ni falta la mención de apariciones en la escena de las mujeres en el sepulcro.
Pero podríamos decir que la primera serie se centra más en el hecho de la tumba vacía y que en esos relatos
hay más uniformidad secuencial y de contenido que en la serie de apariciones a los discípulos. Tratemos ahora de
rastrear los estratos en el desarrollo de estas tradiciones, teniendo en cuenta los siguientes cuadros sinópticos.125

125
Cf. G. THEISSEN Y A. MERZ, El Jesús histórico, Sígueme, Salamanca 1999.

84
8.2.5. Analicemos estos tres ciclos de tradiciones
8.2.5.1. El relato de las mujeres que van al sepulcro y lo encuentran vacío tiene una notable similitud en los
cuatro evangelios. La relativa coincidencia de estos relatos se explica por su relativa dependencia de Marcos, y en
Juan por una dependencia presinóptica. Pero tras el relato del sepulcro vacío, al terminar Marcos, la base común
desaparece y las divergencias se hacen más acusadas.
Este relato tiene una gran antigüedad, si consideramos que no es creado por Marcos, que lo tomó de una fuen-
te presinóptica y lo editó. Los exegetas han intentado recomponer qué parte pertenece al relato primitivo, y qué
parte corresponde a la tarea editorial de Marcos (ver Hendrickx p. 25). Las coincidencias con Juan también revelan
que se trataba de una tradición muy extendida.

8.2.5.2. Relatos de la primera aparición


Hay una gran disparidad entre ellos con diversas tradiciones en conflicto. Unos (Jn y Mt) sitúan en primer lu-
gar la aparición a la(s) mujer(es) a renglón seguido de la escena del sepulcro vacío. Mr habla también de una pri-
mera aparición a la Magdalena.
En cambio Lucas y el EvP sitúan en primer lugar la aparición a Pedro, que también es mencionada en primer
lugar por 1 Cor. Juan nos habla en el c. 21 de una aparición en la que Pedro tiene una gran relevancia, pero no es la
primera, y Pedro no está solo sino acompañado por 6 discípulos.
La aparición a Santiago sólo aparece en 1 Cor y en el fragmento 7 del Evangelio apócrifo de los Hebreos. Es
verosímil teniendo en cuenta el rango que ocupa Santiago en la comunidad primera. El que hubiese tenido una apa-
rición personal de Jesús es razón suficiente para su estatus privilegiado en la comunidad de Jerusalén, a pesar de no
haber acompañado a Jesús durante el ministerio.
Diremos que hay dos tradiciones rivales sobre quién fue la primera persona que experimentó una aparición de
Jesús: Magdalena o Pedro. Pensamos que habría que preferir la tradición de la Magdalena. Dada su condición de
mujer esta aparición no cuenta en la lista de testigos autorizados. Por eso no la mencionan ni Pablo ni Lucas. Pero
es claro que debió ser beneficiaria de una aparición del Resucitado (Jn Mr, Mt) y tendemos a pensar que estaba so-
la (Jn, Mr). Esto explicaría por qué siempre Magdalena aparece la primera en la lista de mujeres. Se trata de un tes-
timonio tardío, pero es un testimonio múltiple, y no se ve razón suficiente para haberlo inventado por razones apo-
logéticas.

8.2.5.3 Relatos de apariciones a los once


Hay una notable semejanza entre Jn 20, Mr y Lc que sitúan esta aparición en Jerusalén y Mt 28 y Jn 21 que si-
túan la aparición en Galilea. Jn 21 está contaminado por el relato de la aparición a Pedro.
La diferencia entre todos estos relatos es demasiado grande como para que podamos suponer una dependencia
literaria entre ellos. Esto confirma un núcleo de historicidad en los rasgos comunes, que se ve también confirmada
por la información de 1 Cor 15.

8.2.6. Comparación de la tradición narrativa con la lista de apariciones en 1 Cor


Vamos a comparar esta tradición narrativa evangélica con el testimonio de Pablo en 1 Cor (ver cuadro de
Theissen).
Se trata de una lista muy antigua. Pablo alude a su primera visita a Corinto en el año 50-51, como el momento
en el que les transmitió esta tradición. Afirma que eso mismo predican los otros apóstoles, lo cual nos retrotrae a
los años 47-48, cuando Pablo se entrevistó con Santiago y Pedro personalmente, y tuvo conocimiento de primera
mano del encuentro que ambos tuvieron con el Resucitado.
Hay giros lingüísticos no paulinos que atestiguan que la tradición es anterior a Pablo. Se trata de una fórmula
convencional con dos hemistiquios, uno sobre la muerte y el otro sobre la resurrección.
Muerte + interpretación +  + confirmación por la sepultura
Resurrección + interpretación + + confirmación por las apari-
ciones.
Al final Pablo añade su propio testimonio, el único testimonio personal que poseemos. Pablo afirma que su
aparición es la última, pero no está situada en otro plano diverso. Sin embargo la aparición a Pablo es muy distinta
de las narradas en el evangelio. En Pablo se trata de una aparición mística. Los acompañantes no ven a Jesús. Jesús
está lleno de luz.

85
En cambio en las apariciones evangélicas, Jesús no tiene rasgos ultraterrenos, se confunde con un jardinero,
un caminante o alguien en la playa. Uno pensaría que cualquiera que pasase por el camino lo habría visto también,
igual que los discípulos de Emaús.
Las listas de Pablo confirman la antigüedad de las tradiciones de las apariciones a Pedro y a los Once, y nos
narra además una aparición masiva a 500 hermanos que algunos relacionan con el Pentecostés lucano.
De ese modo, sólo la ida de las mujeres al sepulcro y la aparición a mujer(es) queda sin confirmar por Pablo.
Tampoco confirma Pablo la aparición a los dos discípulos de Lc y Mr, que quizás está relacionada con la de los dos
discípulos de Juan, sólo que en Juan no llegan a ver a Jesús.
¿Hubo una única aparición a los Once? Pablo distingue entre la aparición a los Once de una vez, y la aparición
a todos los apóstoles. ¿Se trata de la misma aparición repetida dos veces o de distintas apariciones a personajes di-
ferentes? Pablo distingue claramente entre los Doce y los apóstoles. Muy probablemente se refiere a una segunda
aparición simultánea a otro grupo distinto, o de varias apariciones no simultáneas a los miembros de un colectivo
de personas no identificable con los Once. De hecho al referirse a esta segunda aparición Pablo no usa la expresión
“efapax”, de una vez.
Se discute si las apariciones a los Once, las dos de Jn 20, la de Jn 21, y la de Mt, Lc y Mr son distintas apari-
ciones o son una misma aparición, narrada de manera muy libre –Galilea o Jerusalén, casa o monte; misión de bau-
tizar (Mt), perdonar pecados (Lc y Jn 20), predicar (Mt y Mr).
La localización de Galilea aparece mejor fundada, porque los discípulos al parecer huyeron de Jerusalén. Si
hubo algún tipo de apariciones en Jerusalén sería más tarde, después del regreso. ¿Por qué se habrían ido los discí-
pulos a Galilea a continuar su oficio de pescadores si Jesús ya se les había aparecido al principio?

8.2.7. El problema redaccional de los relatos evangélicos


Gran parte de las variantes pueden ser explicadas por la evolución de las tradiciones orales y sobre todo por la
propia tarea redaccional de los evangelistas mismos. Estudiando cada evangelio hemos podido fijar sus temas teo-
lógicos, su trama narrativa, sus expresiones favoritas, sus intereses peculiares. Esto podemos verlo más claro cuan-
do conocemos el texto de la fuente usado por el evangelista.
Vamos a estudiar un hecho concreto en Lucas, en su relato de la ida de las mujeres al sepulcro. En este caso,
con la inmensa mayoría de los críticos, suponemos que la única fuente escrita de Lucas es el texto de Marcos.
Comparando los dos textos observamos las diferencias y nos preguntamos en qué medida pueden obedecer a la
edición intencionada que Lucas hizo para adaptar el texto a su esquema narrativo.
Fijémonos sólo en un punto: la diferencia en el mensaje del ángel: ‘Que vayan a Galilea’ (Mc), o ‘Recordad lo
que os dijo estando en Galilea’ (Lc). ¿Qué motivos pudo tener Lucas para realizar este cambio?
Veamos aquí cómo se puede rastrear una clara intencionalidad lucana en su esquema geográfico que es tam-
bién un esquema teológico.
El evangelio lucano empieza y termina en Jerusalén (1,9; 24,53). Zacarías ofrece incienso en el templo, y los
apóstoles están presentes en el templo después de la ascensión. Jesús es llevado dos veces al templo por sus padres
presagiando así lo que será el tercer viaje, y la enseñanza de Jesús en el templo. Se sentará en el trono de David,
mostrando así su relación especial con la ciudad de David. También el libro de los Hechos comienza en Jerusalén,
y aunque termina en Roma, hay un recuerdo de cómo Pablo fue entregado a los romanos en Jerusalén (Hch 28,17).
El interés por Jerusalén puede explicar el orden en la escena de las tres tentaciones en 4,1-13. El clímax del
encontronazo entre Jesús y Satanás tiene lugar en el templo.126

126
Un análisis más detallado de los elementos redaccionales de Lucas pude encontrarse en la versión ampliada de
estos apuntes

86
CUADRO SINÓPTICO DE LAS APARICIONES A LOS ONCE
Mr Mt Lc Jn 20 Jn 21

Región (No se menciona) Galilea Jerusalén Galilea

Lugar en casa en un monte en casa orilla del lago

Antecedente aparición a los dos Jesús les había mandado ir allí aparición a dos. Emaús Pedro y la pesca

Circunstancia estando a la mesa comen juntos puertas cerradas Comen juntos

Saludo la paz con vosotros la paz con vosotros

Actitud no habían creído a los dos unos dudaron, otros creyeron miedo, fantasma miedo fracaso, duda

Reacción Jesús les reprocha muestra llagas

Misión Id y predicad a todos Id a todos, predicad, bautizad predicar el perdón

Promesa señales que acompañarán estaré con vosotros promesa del Padre, fuerza
soplo, don del Espíritu

87
Cuadro sinóptico de apariciones en G. Theissen, El Jesús histórico
Ev Mt Ev Mc Ev Lc Ev Jn
27, 62-66 Custodia del sepulcro.
28, 1-8 El sepulcro vacío. 16, 1-8 El sepulcro vacío. 24, 1-12 El sepulcro vacío 20, 1-10 El sepulcro vacío
• Un ángel rueda la piedra • El sepulcro está abierto • El sepulcro está abierto: dos ángeles María Magdalena va sola
del sepulcro en presencia y allí encuentran a un ángel anuncian el mensaje pascual al sepulcro.
de las mujeres. que les comunica remitiéndose a las palabras de Jesús.
Las mujeres no se callan el mensaje pascual. • Las mujeres comunican el mensaje,
el mensaje, tienen miedo y alegría. • Las mujeres corren y por miedo pero chocan con la incredulidad • Carrera de los dos discípulos:
no dicen nada a nadie de los “apóstoles”. Pedro llega al sepulcro después
• v. 12: Pedro corre hacia el sepulcro ( del discípulo amado
28, 9-10 Aparición a tres mujeres 16, 9-20 Conclusión secundaria 20, 11-18
(entre ellas, a María Magdalena). de Mc. Aparición a María Magdalena:
• Encargo de anunciarlo 16, 9-13 Apariciones individuales.
a los discípulos. • Aparición a María Magdalena.
Incredulidad de los demás; 24, 13-35 Aparición a los dos
• Aparición a dos discípulos. discípulos de Emaús. Motivo de la anagnórisis
Incredulidad de los otros anagnórisis-motivo; instrucción instrucción de los apóstoles
a partir de la Escritura sobre la resurrección de Jesús.
28,11-15 Engaño de los sumos sacerdo-
tes.
28, 16-20 Aparición 16, 14-16 Aparición en grupo 24, 36-49 Aparición al grupo de los 20,19-23 Aparición a los
al grupo de los once. a los once: apóstoles: discípulos en grupo:
Les echa en cara • Constatación de la realidad del *Realidad del Aparecido
su incredulidad Aparecido mediante el tacto, (puerta cerrada): ven las manos
la vista de las manos y pies, y el costado pleura, 19, 34);
y la comida. *Mandato de fundar iglesias,
• Instrucción desde la Escritura. envío recepción del Espíritu santo,
poder para perdonar pecados.
• Mandato de misionar, bautizar Mandato de misionar, bautizar y Mandato misional.
y enseñar por todo el mundo. enseñar por todo el mundo.
+ 16, 17s Confirmación de la fe + 20, 24-29 Aparición a Tomás:
mediante signos:• superación de la duda.
Expulsar demonios. + 21, 1-14 Aparición junto al lago de
• Hablar en lenguas nuevas. Genesaret.
• Agarrar serpientes con las manos. + 21, 15-23 Se le anuncia a Pedro:
• Beber veneno sin sufrir daño. dirección de la Iglesia, el martirio .
• Curar enfermos. su relación con el discípulo amado
+ 16 19 Jesús sube al cielo y se sienta + 24, 50-51 Ascensión al cielo desde
Betania

88
8.2.8. La historia de las tradiciones
Vamos a ver ahora otro ejemplo de tratamiento de tradiciones, el de las mujeres junto al sepulcro: Observamos
que si bien los sinópticos mencionan otras mujeres, traen siempre a María Magdalena en primer lugar. Resultaría muy
extraño que una mujer hubiese ido sola cuando era todavía oscuro a un huerto fuera de la muralla de la ciudad. Es más
verosímil pensar que la visita fue hecha por un grupo de mujeres. Juan ha individualizado a la Magdalena según su
tendencia a individualizar los diálogos para lograr un efecto dramático mayor y una personalización más intensa del
discipulado. En cambio, en lo que respecta a la aparición, más bien nos inclinamos a pensar que la tradición más anti-
gua mencionaba sólo a la Magdalena, y es Mt quien ha introducido a las otras mujeres como testigos.
Postulamos por tanto dos tradiciones originales distintas, que luego han sido diversamente combinadas. Una, la
visita de un grupo de mujeres a la tumba en la mañana del domingo, y el hallazgo de la tumba vacía, sin ninguna apari-
ción. Otra la de la aparición de Jesús a una sola mujer, la que aparece siempre primera en las listas. Esta cristofanía no
se menciona en las listas tradicionales de las apariciones, como la de la Primera Corintios, porque la tratarse de una
mujer, no tenía valor jurídico probatorio.127

8.3. El controvertido sepulcro vacío


El relato de la tumba vacía es según Gesché un relato de revelación. Lo que importa no es el hecho de la tumba
vacía, sino el mensaje el ángel a las mujeres.128 No se nos presenta a las mujeres descubriendo el sepulcro vacío, pues-
to que es el ángel el que se lo señala y, además, sin insistir, ni deduciendo ellas mismas de esta situación que Jesús ha-
bía resucitado. Por el contrario, piensan en una violación del sepulcro y a María Magdalena nos la presentan llorando:
“Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto” (Jn 20,13). Sólo hablarán de resurrección (Mt 28,7) porque
el ángel se les manifestó en esos términos. En efecto, se les ha hecho una revelación.
Porque si ellas están conmocionadas, como dice el relato, no es porque han encontrado una tumba vacía, sino a
causa de la revelación que se les ha hecho cuando estaban junto al sepulcro. No precisamente porque la tumba ha-
ya sido encontrada vacía. Los mismos evangelios nos transmiten incluso las interpretaciones del todo profanas a
las que da lugar este hecho (cf. Mt 27, 64), lo que demuestra perfectamente que el hecho, en sí mismo, no posee nin-
guna fuerza probatoria o demostrativa. Se habla del sepulcro porque ése fue el lugar donde se desarrolló la primera
revelación de la resurrección. Igualmente Gesché nos dice que las apariciones no son relatos históricos, sino relatos de
revelación129
Con estas premisas lo que quiere Gesché es desdramatizar el hecho de la tumba vacía y las narraciones de las apa-
riciones de Jesús. Sin embargo por mucho que él lo intente, no podremos dejar de preguntarnos por si hubo o no una
tumba vacía.
A este respecto incluimos aquí el resumen de un estudio muy completo de G. Theissen en su libro sobre El Jesús
histórico.130 La tradición del sepulcro vacío se recoge de modo similar en los cuatro evangelios canónicos y en el
EvPe. Es fácil reconocer muchos elementos secundarios, como la carrera de Pedro en competencia con el discípulo
amado en Juan. El problema es que no hay ninguna tradición paralela en la tradición formularia, aunque esta tradición
menciona el sepelio de Jesús en 1 Cor 15,4. Ha habido siempre intentos de asignar al sepulcro vacío un papel clave en
la reconstrucción del curso de los acontecimientos de pascua (H. von Campenhausen) o en su interpretación teológica
(W. Pannenberg).
En estos casos, la historicidad del sepulcro vacío adquiere una importancia decisiva. Los siete argumentos en pro
y en contra que exponemos a continuación pretenden esclarecer la posibilidad de demostrar histórica- mente la realidad
del sepulcro vacío.

1. A favor: El mensaje de la resurrección no pudo ser difundido en Jerusalén si el cadáver de Jesús estaba en un
sepulcro sin abrir. El éxito del mensaje pascual en Jerusalén es impensable sin un sepulcro vacío.

127
Otro análisis más detallado de elementos redaccionales en Juan puede encontrarse en la versión ampliada de estos
apuntes.
128
Op. cit., p. 134.
129
Op. cit., p. 157.
130
G. THEISSEN y A. MERZ, El Jesús histórico, Sígueme, Salamanca 1999, pp. 546-548.

89
1. En contra: La fe en la resurrección no requiere el conocimiento de un sepulcro abierto. Herodes Antipas creyó,
según Me 6,14, que Jesús era el Bautista redivivo que “había resucitado de entre los muertos”, aunque el Bautista fue
enterrado por sus discípulos (6, 29). Al tratarse de un “retorno” a la vida terrena (no de la resurrección a la vida eter-
na), sería tanto más obvia en este caso la pregunta por el sepulcro vacío. Nada se nos dice sobre él. Además, Jesús
mismo compartió la creencia de que los patriarcas de Israel —Abrahán, Isaac y Jacob— estaban ya con Dios como re-
sucitados (Mc 12,18ss); sin embargo, ya en tiempos de Jesús los sepulcros de los patriarcas eran venerados sin necesi-
dad de creer que estuvieran vacíos (el sepulcro de Abrahán, en Hebrón, fue protegido con un muro por Herodes el
Grande).

2. A favor: Pablo, en 1 Cor 15,4, da un testimonio fiable sobre la sepultura de Jesús. Por la lógica de su fe en la
resurrección, que contemplaba un cuerpo transfigurado y trasformado, tuvo que presuponer un sepulcro vacío, aunque
no lo diga expresamente. En términos generales cabe afirmar que la fe judía en una resurrección corporal conduce ne-
cesariamente —a diferencia de la fe greco-helenística en la inmortalidad del alma— al supuesto de un sepulcro vacío.
2. En contra: Si la fe judía en la resurrección (y en particular la fe paulina) hace postular necesariamente un se-
pulcro vacío, la tradición del sepulcro vacío podría haber surgido de ese postulado y haberse expresado en una narra-
ción... sin apoyo en el hallazgo de un sepulcro vacío. Pero, al margen de esto, la esperanza de Pablo y la del judaísmo
en la resurrección son demasiado heterogéneas para tener que postular necesariamente que Pablo y otros judeocristia-
nos creyeron en el sepulcro vacío. Según Flp 1, 21ss, Pablo espera estar junto a Cristo inmediatamente después de la
muerte... al margen del destino de su cuerpo (cf. Lc 23,43). El judaísmo conocía la creencia de que los cuerpos de los
difuntos descansaban en el sepulcro hasta el último día, mientras sus espíritus eran albergados ya en moradas celestia-
les (Henet 22). Según Jub 23,31, los muertos yacen bajo tierra mientras sus espíritus se alegran en Dios. En ambos ca-
sos se trata de una resurrección futura, no de una resurrección ya acontecida.

3. A favor: La acusación de que los discípulos habían sustraído el cadáver de Jesús presupone la realidad de un
sepulcro vacío. Lo discutido entre los adeptos y los adversarios del mensaje sobre la resurrección no es el hecho del
sepulcro vacío, sino su interpretación.
3. En contra: Lo que se presupone no es el hecho de un sepulcro vacío, sino la afirmación de la existencia de ese
hecho. Pero, aunque Mateo presuponga el hecho de un sepulcro vacío —sólo en él figura la acusación de robo del ca-
dáver—, tal sepulcro no tendría por qué ser el de Jesús. En las inmediaciones del Gólgota había muchos sepulcros (da-
to demostrable arqueológicamente). Quizá no fueron ya utilizados después de haber servido el paraje como lugar de
ejecución. El relato del sepulcro vacío podría haberse apoyado en la existencia de uno de aquellos sepulcros vacíos y
no utilizados... o incluso un sepulcro vacío allí presente pudo haber dado pie al relato.

4. A favor: El uso judío, bien atestiguado, de venerar sepulcros de mártires y santos (J. Jeremías) habría hecho
florecer el culto en torno al sepulcro de Jesús, si se conocía su sepulcro. Si el sepulcro estaba vacío y faltaba el “santo”,
objeto de veneración, se explica que no surgiera tal uso.
4 En contra: El lugar del milagro de la resurrección pudo haberse convertido en-lugar de culto. Esta hipótesis ha
sido defendida por algunos: el relato del sepulcro vacío dio origen a una celebración anual junto al sepulcro de Jesús
(L. Schenke, cf. supra, 535). Al margen de tal hipótesis, hay que afirmar que la costumbre del sepelio secundario de
los huesos tras la descomposición de la carne —costumbre que sólo existieren Jerusalén, y sólo en la época del nuevo
testamento— mal podría dar origen al nacimiento de un culto del sepulcro: ese “culto a las reliquias” no se celebraría
en torno al sepulcro, sino en torno a la urna que guardaba los huesos.

5. A favor: Mc refiere que José de Arimatea dio sepultura al cuerpo de Jesús. El hallazgo del cuerpo de un cruci-
ficado en Giv'at ha-Mivtar* (al nordeste de la Jerusalén actual) indica la posibilidad de que el cadáver de un ajusticiado
fuese entregado a los familiares (u otras personas afines) para que le dieran sepultura. Y si el sepulcro de Jesús era co-
nocido, el mensaje de pascua podría ser desmentido en Jerusalén, de no haber estado vacío el sepulcro.
5. En contra: Los que cuestionan la tradición del sepulcro vacío tienden a cuestionar también el relato del sepelio
por José de Arimatea. Hch 13,29 contiene una tradición alternativa según la cual “los jerosolimitanos” (en plural) baja-
ron a Jesús del madero y lo sepultaron: Según Jn 19,31, son “los judíos” los que piden descolgar a tiempo a los crucifi-
cados ante el comienzo inminente del sábado. Posiblemente Jesús fue sepultado en el anonimato junto con los dos de-

90
lincuentes crucificados. Nadie conoció su sepulcro exacto. El relato del sepelio habría surgido, entonces, de la deman-
da de los primeros cristianos, que no soportaban la idea de que Jesús hubiera quedado sin una sepultura digna. Quizá
pudieron tener conocimiento de un sepulcro de José de Arimatea sin utilizar, cerca del lugar de la ejecución.

6. A favor: La tradición del sepulcro vacío es recogida en los diversos evangelios de modo tan contradictorio/que
se trata sin duda de tradiciones independientes entre sí, que se confirman recíprocamente: En Mc 16,lss, el joven noti-
fica que el cadáver de Jesús no está en el sepulcro, y sólo después las mujeres ven que el sepulcro está vacío. A dife-
rencia de lo referido por Mt y Lc, ellas silencian el mensaje angélico. Pero, según Lc 24,lss, las mujeres buscan prime-
ro sin éxito el cadáver de Jesús en el sepulcro, y sólo después dos varones les dan la explicación del sepulcro vacío: el
mensaje de la resurrección. Como en el Mt, ellas trasmiten este mensaje.
6. En contra: Mc y Lc no difieren lo bastante para suponer unas tradiciones independientes entre sí. En particular,
el silencio de las mujeres en Me puede explicarse por razones apologéticas: el miedo les impide decir nada sobre el
descubrimiento del sepulcro vacío; así resulta plausible que durante mucho tiempo no se supiera nada del sepulcro va-
cío. La historia del sepulcro surgió, según eso, secundariamente. Mt y Le rompen el silencio de las mujeres porque es-
tán ya familiarizados con la tradición. La pregunta de réplica es: en una “invención” secundaria del episodio del sepul-
cro, ¿no se hubiera recurrido a varones con capacidad testimonial para difundir el hecho del sepulcro vacío? ¿No esta-
ba disponible, en la tradición, José de Arimatea?

7. A favor: El material arqueológico del “sepulcro” existente en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén armo-
niza de modo más que aleatorio con el material literario. El sepulcro “descubierto” bajo Constantino no puede ser una
“invención”. Fue hallado en medio de la ciudad bizantina, debajo de un templo de Venus ligado a la fundación de Ae-
lia Capitolina el año 136 d. C. Los sepulcros estaban en la antigüedad fuera de la ciudad. Sin una tradición local anti-
gua sobre el sepulcro de Jesús, nadie hubiera buscado su sepulcro en medio de la ciudad. • En la época de Jesús, es
muy probable que su sepulcro estuviera fuera de los muros de la ciudad. Fue Herodes Agripa I quien hizo levantar, en-
tre los años 41 y 44 d. C. una “tercera muralla”, de forma que el Gólgota y el sepulcro quedaron incluidos dentro de las
murallas. Por eso es probable que ya en el siglo I hubiera una tradición local que situaba el sepulcro en el lugar que
hoy ocupa dentro de la iglesia del Santo Sepulcro.
• El sepulcro de la iglesia del Santo Sepulcro es “nuevo”. Faltan los numerosos loculi adicionales que parten de la
cámara principal. Se halla, además, cerca del Gólgota, en una cantera abandonada que pudo servir de huerto. Todo esto
se ajusta a Jn 19,41. La tradición joánica propone un sepulcro del estilo que podemos contemplar hoy.
7. En contra: La coincidencia entre el material literario y arqueológico puede tener otra explicación: a la existen-
cia de un sepulcro sin usar, situado cerca del Gólgota, se agregó secundariamente el relato del hallazgo del sepulcro
vacío. Obviamente, este relato se atiene a las circunstancias locales “de modo no aleatorio.”

Resumiendo: Los métodos histórico-críticos no permiten demostrar ni refutar la historicidad del relato so-
bre el sepulcro vacío. Tenemos que contar con dos posibilidades:
a) La fe en la resurrección suscitada por las apariciones de pascua llevó a la búsqueda del sepulcro de Je-
sús. Un sepulcro sin utilizar, situado cerca del Gólgota, fue interpretado secundariamente como sepulcro de Jesús. En
realidad nadie sabía dónde fue sepultado Jesús. Con este sepulcro conectó luego la tradición neotestamentaria.
b) Un enigmático sepulcro vacío atribuido a Jesús recibió una interpretación en las apariciones pascuales.
Es posible, sin embargo, que algunos conocieran el sepulcro de Jesús. José de Arimatea había depositado su cuerpo
en un sepulcro no usado (quizá propiedad suya). Las mujeres encontraron vacío este sepulcro en la mañana de pascua.
Callaron por temor a ser acusadas de robo de tumbas. La noticia de las apariciones de pascua dio una interpretación al
enigmático “sepulcro vacío”. Esta interpretación fue puesta luego en boca del “ángel” del sepulcro.
A pesar de este resultado abierto, señalemos que las dos posibilidades que hemos considerado probables pre-
suponen un “sepulcro vacío”, sea que su existencia explique la génesis del relato correspondiente, sea que, a la inver-
sa, el relato explique adecuadamente su existencia.
Por el contrario, la mayor parte de las reconstrucciones históricas que consideran el relato del sepulcro como una
simple leyenda, tienen que negar forzosamente tanto la existencia de un sepulcro vacío como el sepelio de Jesús en un
sepulcro.

91
Porque si se sabía dónde fue sepultado Jesús, es difícil imaginar que el mensaje de pascua fuera proclamado en Je-
rusalén sin tomar postura sobre este sepulcro. Si incluimos las reflexiones aquí desarrolladas en el espectro de las di-
versas opiniones, resulta de ellas un pequeño plus en favor de la posibilidad de que la tradición sobre el sepulcro
vacío posea un núcleo histórico. Pero es sólo un pequeño plus. Porque intentamos mostrar a la vez que, aunque los
cristianos de Jerusalén pudieron enseñar un sepulcro vacío en los años 40 o 50, ello no constituye ninguna prueba de la
resurrección. En todo caso, este resultado indica que el relato del sepulcro vacío puede ser dilucidado desde la fe pas-
cual (basada en las apariciones), y no a la inversa: la fe pascual no puede ser dilucidada desde el sepulcro vacío.131

8.4. Síntesis y reflexión hermenéutica


Los datos históricos restantes se pueden resumir en pocas palabras. Los discípulos habían huido tras el arresto de
Jesús. Sólo algunas discípulas se atrevieron a mirar de lejos la escena de la crucifixión. Los fugitivos se retiraron, pro-
bablemente, a Galilea. Allí vivieron las primeras apariciones (así Mc 16,7; Mt 28,16ss; EvPe 14,59s), que fueron des-
plazadas secundariamente (Lc y Jn) a Jerusalén.
Al margen de ello, María Magdalena podría haber sido la destinataria de la primera aparición, que no encontró
acogida en la memoria general del cristianismo primitivo y fue relegada por la aparición individual a Pedro: éste fue
considerado muy pronto como primer testigo de la resurrección (1 Cor 15, 5). Probablemente, Pedro reunió a los otros
miembros del grupo de los Doce. Juntos fueron testigos de una aparición de la que hay constancia documentada y que
los primeros narradores consideraron como inicio de la comunidad cristiana primitiva; ellos, en efecto, refieren siem-
pre esta aparición asociándola a un mandato de fundación de comunidades.
Siguieron otras apariciones, concretamente a Santiago y a Pablo. Hubo también, quizá, experiencias extáticas de
grandes grupos (los 500 “hermanos”) que se vivieron como apariciones. Parece que la convicción de que Jesús esta-
ba vivo se asoció pronto con la idea de un sepulcro vacío, situado cerca del lugar de la ejecución. Podría haber si-
do descubierto allí por las mujeres que permanecieron en Jerusalén. A la luz de las apariciones de pascua, el sepul-
cro se convirtió en testigo de la resurrección. Pero no queda excluido que un sepulcro vacío situado cerca del Gólgo-
ta diera pie, secundariamente, a esas tradiciones.
La resurrección de Jesús ajusticiado en la cruz, que el nuevo testamento afirma con unanimidad, se contradice con
la imagen moderna del mundo. Tomando por criterio los axiomas del método histórico de Troeltsch, la resurrección de
Jesús no puede ser un acontecimiento histórico: carece por definición de analogías en la historia, no tiene una causa in-
trahistórica (se contradice con el principio de correlación) y, desde la conciencia creyente, no se puede valorar con
arreglo al juicio de probabilidad, porque implicaría reconocer la posibilidad de que no sea un hecho histórico.
A la hora de traducir esta fe pascual al lenguaje de nuestro tiempo, hay en principio dos posibilidades:

a) La interpretación de la realidad pascual dentro de las premisas modernas incluye


*las explicaciones racionalistas del sepulcro vacío en la época de la Ilustración (robo del cadáver por los discípu-
los, muerte aparente, traslado)
*sus variantes modernas (cf. supra, 526), la teoría de la visión subjetiva en la teología liberal y en teólogos de hoy
y la idea consiguiente de la resurrección como un 'interpretament' o recurso interpretativo, hoy superfluo (W. Marxsen,
H. Braune, D. Sólle y otros).
*la explicaciones que tratan de establecer un paralelismo con otras religiones, con mitos y misterios universales.
Con respecto a esta hipótesis, típica del siglo XIX, hace Glz. De Cardedal la siguiente refutación muy acertada. Exis-
ten siempre conexiones con mitos y misterio universales que se dan en todas las religiones. Pero la resurrección de Je-
sús se desmarca de estos mitos en varios aspectos muy importantes. En ninguna otra religión “estamos ante la historia
de un hombre fijable en una coordenada de lugar y tiempo, con una personalidad a la que acompaña un mensaje reli-

131
Es curioso cómo algunos teólogos católicos pueden desinteresarse tan absolutamente por la historicidad del sepulcro
vacío que ni siquiera se molestan en referirse a ella. Un caso notorio es el del A. Gesché en su libro sobre Jesucristo,
pp. 137-205. Su manera de entender la resurrección como exaltación de un Jesús que pasa directamente de “los in-
fiernos” a la “gloria del Padre en su exaltación”, hace que el tema del sepulcro quede totalmente orillado en este en-
foque.

92
gioso que se revela en una profunda concordancia con el hecho mismo de lsa victoria de su heraldo frente a la muer-
te.132”

b) La interpretación de la realidad modificando las premisas modernas hasta hacerlas compatibles con la fe pas-
cual está
*la teoría de la visión objetiva, según la cual las apariciones de pascua fueron obra de Dios y muestran un conte-
nido real, y
*la teoría de la aparición objetiva, que se apoya en apariciones reales desde otro mundo.
*los enfoques de R. Bultmann, K. Barth y W. Pannenberg, que reseñamos más adelante (cf. infra, n.° 2-4), como
aportaciones sustanciales a la hermenéutica de pascua en el siglo XX.
En W. Pannenberg, la realidad pascual trasciende la visión científico-natural del mundo; pero él intenta hacer
plausibles en el marco de nuestro mundo empírico las premisas histórico-universales y antropológicas decisivas para la
comprensión de esa realidad pascual. La pregunta básica es: ¿la realidad pascual debe interpretarse desde las ana-
logías de nuestro mundo empírico o, por el contrario, tal realidad, como irrupción sin analogías de algo “total-
mente otro”, debe ampliar nuestro mundo empírico?
Esta disyuntiva se plantearía con menos agudeza si hubiera un motivo para abandonar el mundo de nuestras ana-
logías empíricas precisamente ante la fe pascual. Ese motivo existe: la pascua es un combate con la muerte. En la resu-
rrección de Jesús se manifiesta un poder enigmático, vencedor de la muerte. Pero de la muerte no tenemos ninguna ex-
periencia, sólo de la vida hasta la muerte. La comprensión a partir de analogías del mundo empírico queda limitada por
fuerza a fenómenos de este mundo empírico. Cuando abandonamos este mundo (como en la muerte) y entramos en
ámbitos que lo trascienden, las analogías de nuestra experiencia fracasan irremediablemente. Si no podemos traspasar
la muerte con analogías de nuestro mundo empírico, tampoco podemos concebir el poder del acontecimiento pascual,
vencedor de la muerte, con arreglo a tales analogías. Ese poder irrumpe en nuestra vida sin analogías... so pena de no
ser lo que parece ser.
En tanto que irrumpe en nuestra vida, es razonable buscar visiones análogas e informaciones extranormales; pero
en tanto que irrumpe en nuestro mundo desde más allá de la frontera de la muerte, fracasaremos siempre con nuestras
analogías.

8.5.- La realidad de las apariciones133


En “La fuerza de amar”, M. L. King nos cuenta un acontecimiento muy significativo en su lucha por los derechos
humanos. Después de un día fatigoso, recibió una llamada insultante y amenazadora. Al colgar no pudo ya dormir. To-
dos los temores se le cayeron encima a la vez. En la cocina, calentando un poco de café, estaba ya a punto de abando-
narlo todo. Con la cabeza entre las manos oró en voz alta:
“Estoy aquí tomando partido por lo que creo es de justicia, pero ahora tengo miedo. La gente me elige para que
los guíe, y si me presento ante ellos falto de fuerza y valor, también ellos se hundirán. Estoy en el límite de mis fuer-
zas. No me queda nada. He llegado a un punto en que me es totalmente imposible enfrentarme yo solo a todo.”
En aquel instante, nos cuenta que experimentó la presencia del Señor como jamás la había experimentado hasta
entonces. Podía sentir la seguridad tranquilizadora de una voz que le decía: “Toma partido a favor de la justicia, pro-
núnciate por la verdad. Dios estará siempre a tu lado.” Al momento sintió que sus temores desaparecían. La situación
seguía siendo la misma, pero Dios le había dado la tranquilidad interior. Cuando, tres días más tarde, pusieron una
bomba en su casa, ni se inmutó. 134
La experiencia de esta presencia del Señor que fortalece, que ahuyenta los temores, es la manera actual como el
Resucitado se sigue haciendo presente entre los suyos para animarles en sus opciones a favor del Evangelio. El tiempo
de las apariciones no ha durado sólo cuarenta días, sino que llega hasta nuestros días.

132
O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Op. cit, p. 457.
133
Incluimos aquí extensos párrafos de mi artículo: “La experiencia del Resucitado: Una presencia que desencadena vida”,
Sal Terrae, marzo de 1988, pp. 173-183.
134
M.L. KING, La fuerza de amar, Barcelona 1968, p. 122.

93
8.5.1. Verdaderamente ha resucitado
La resurrección del Señor no tuvo testigos. Como reza un himno de vísperas: “No supieron contarlo los centine-
las. Nadie supo la hora ni la manera.” Este acontecimiento nos es accesible sólo a través de las experiencias de los
apóstoles y la transformación de sus vidas. Pero “Jesús no vive gracias a la fe de sus discípulos. La Pascua fue prima-
riamente un acontecimiento para Jesús mismo: ¡Jesús vive de nuevo por obra de Dios como provocación a la fe! 135
La resurrección de Jesús no significa meramente que la “causa” de Jesús siga adelante, o que se demuestre la vali-
dez de los principios en los que él creyó. No podemos prescindir de la realidad del Resucitado. “La causa de Jesús si-
gue adelante y tiene sentido, porque Jesús mismo no se quedó fracasado en la muerte, sino que, completamente legiti-
mado por Dios, vive”. 136
Hans Küng contrasta esta objetividad de la resurrección de Jesús con lo que pudiera ocurrir a otros personajes de
la historia que han pasado dejando huella. Jesús no vive porque es anunciado, sino que es anunciado porque vive.
“Distinto de lo que ocurre con Lenin en el oratorio de Rodion Schtschedrin Lenin en el corazón del pueblo, donde el
guardia rojo, junto al Lecho de muerte de Lenin, canta: '¡No, no, no; no puede ser! ¡Lenin vive, vive, vive!'. Lo que in-
dica que sólo sigue adelante la 'causa' de Lenin. 137”
Siendo esto verdad, tenemos que renunciar a imaginar de cualquier modo la realidad de esta nueva existencia de
Jesús fuera de nuestro espacio y de nuestro tiempo. La resurrección no es la reanimación súbita de un cadáver en un
estado de rigidez, como si Jesús hubiese vuelto a la vida biológica anterior al estilo de lo que le aconteció a Lázaro. Je-
sús no vuelve a los suyos como hubiera podido volver el rey D. Sebastián de Portugal o la controvertida gran duquesa
Anastasia.
Tenemos que acostumbrarnos a pensar en la existencia resucitada de Jesús sin necesidad de apoyos imaginativos.
Puede ayudarnos un poco para esto ver cómo también los físicos renuncian a la imaginación a la hora de describir la
naturaleza de la luz o el campo subatómico. Usan fórmulas matemáticas; pero, cuando acuden a esquemas imaginati-
vos, no les importa que sean claramente contradictorios entre sí, y nos hablan de una realidad que se comporta a la vez
como corpúsculo o como onda.
Tampoco nosotros debemos atarnos a imágenes concretas, y si las utilizamos como apoyos visuales, no nos debe
importar que resulten contradictorias. ¿Qué más contradictorio que hablar de un “cuerpo espiritual”? (1 Co 15,44).
Künneth expresó felizmente la realidad de la resurrección como el paso a una “nueva dimensión”, tan inimagina-
ble como esas cuartas o quintas dimensiones que los matemáticos manejan con tanta soltura.5
Por otra parte no hay que olvidar que el resucitado es el crucificado. No es posible escindir el itinerario de Cristo
en dos episodios sucesivos separados por un caos absoluto, por un lado la historia horrible de la pasión y por otra un
feliz epílogo.
El Resucitado al aparecerse enseña sus llagas sin ninguna vergüenza. El suplicio voluntario, lejos de ser una ho-
rrible pesadilla que habría que olvidar, es el quicio mismo del misterio total. La resurrección no es un arreglo final que
vendría a corregir el error de la cruz.
La fe pascual no es una mera testificación de un hecho sorprendente, sino ante todo el reconocimiento del sentido
de la pasión. La fe pascual suprime el escándalo del crucificado haciendo ver su sentido profundo y no meramente
dándole una revancha sobre los que lo vencieron. La resurrección quiere mostrar ante todo que la misma cruz fue ya
una victoria.
La muerte de Cristo no fue un hundimiento catastrófico que tuvo que ser reparado mediante la resurrección. Jesús
no es Señor a pesar de aquel fracaso de la cruz, enseguida rectificado, sino en ella y por ella. “Era necesario que Cristo
padeciera” (Lc 24-26).
La resurrección no sigue a la muerte por una necesidad cíclica universal, del modo como al invierno sigue la pri-
mavera, o a la noche el sigue el día. No a toda muerte se le promete una resurrección. Solo los que mueren con Cristo y
como Cristo resucitan con él.
La resurrección no se puede prometer igual en el funeral del Beato Óscar Romero asesinado por Cristo, que en el
funeral de un terrorista que hizo explotar una bomba y murió llevándose a cinco personas por delante, o en el funeral

135
H. KÜNG, ¿Vida eterna?, Madrid 1983, p. 180.
136
Ibid., p. 179.
137
Ibid., p. 181.

94
de un hijo de papá que manejando un auto deportivo a 200 por hora se estrella matando a unos peatones que iban por la
acera.

8.5.2. Apariciones entonces y ahora


En las apariciones lo que los discípulos atestiguan es que aquel que murió crucificado está ahora vivo. “Los rela-
tos evangélicos de apariciones son relatos de comunicación. No es posible tener ninguna comunicación con uno que ha
muerto; la muerte es la desaparición definitiva de toda relación posible. El muerto puede vivir en el recuerdo; su pala-
bra puede ser fuente de acción; su doctrina puede seguir iluminando las inteligencias […] El muerto carece de iniciati-
va, no puede imponer nada, no puede discutir nada”138.
Jesús solo puede ser conocido por una decisión suya de manifestarse. Él toma la iniciativa. Es él quien se deja en-
contrar en esos encuentros pasajeros que son prenda de una presencia permanente. El reconocimiento es progresivo.
Queda claro que no es un fantasma ni una sombra. Resucita corporalmente pero con un cuerpo espiritual.139”
El hecho de que encuentran a Jesús vivo no nos debe precipitar a sacar conclusiones demasiado “realistas” sobre
la existencia resucitada de Jesús y su manera de relacionarse con nosotros. Tendemos a asimilar su resurrección a la de
Lázaro que regresó de nuevo a esta vida y a imaginarle con un cuerpo semejante al nuestro. Pero no olvidemos que los
discípulos vieron al Resucitado, pero con “ojos no resucitados”. La “oculata fides” de Santo Tomas de Aquino.
Lucas (¿médico?) es el evangelista que más ha tratado de subrayar la realidad corporal del resucitado y el testi-
monio ocular de los apóstoles en un sentido objetivo. Come el pez asado y se deja palpar (Lc 24,39-43). Pero ni aun
aquí podemos extrapolar estos datos. Meramente tratan de establecer la identidad entre el Jesús de antes y el de ahora,
identidad que en la experiencia de los discípulos no resucitados necesita de esos apoyos imaginativos que pertenecen a
la mediación psicológica de su experiencia.
Los discípulos “vieron” al Señor a través de estas mediaciones de su cuerpo no resucitado, pero de ahí no pode-
mos concluir que el cuerpo siga teniendo unos miembros. ¿De qué servirían ya una boca y un aparato digestivo cuando
no hay necesidad de alimentarse? ¿De qué serviría un sexo cuando se vive ya sin casarse, “como los ángeles del cie-
lo”? (Mt 22,30). San Ignacio “veía con los ojos interiores la humanidad de Cristo, y la figura que le parecía como un
cuerpo blanco, mas no veía ninguna distinción de miembros” 140.
Jesús, en sus apariciones, irá invitando precisamente a los suyos a que se vayan desprendiendo cada vez más de
esos apoyos imaginativos, para poder entrar directamente en comunicación con él en la nueva dimensión en la que vi-
ve. A la Magdalena la invitará a “soltarle”, a no querer aferrarse a este tipo de materialidad en su contacto y en sus en-
cuentros con él (cf. 20,17).
El P. Rossi de Gasperis explicaba esto con una sugerente comparación. La cuarentena pascual marca una etapa
transitoria en el aprendizaje de una nueva lengua. Los discípulos estaban acostumbrados a comunicarse con el Maestro
en el leguaje de los sentidos, pero ahora Jesús quiere enseñarles a comunicarse con él en un nuevo lenguaje: la lengua
bautismal.
El resucitado les enseñará la lengua nueva por el método activo, es decir, hablándola. Pero para los principiantes
conviene hacer referencias al idioma antiguo, estableciendo los paralelismos y correspondencias entre los vocablos y
expresiones de una y otra. Jesús se deja tocar, se deja ver, camina con los suyos, cosas todas ellas pertenecientes a su
antigua existencia. Pero sólo para que aprendamos a comunicarnos con él ahora en la lengua nueva, la lengua del espí-
ritu.
Una vez aprendido el idioma nuevo, ya no hay necesidad de referirse al antiguo. El que domina un idioma no va
traduciendo, sino que piensa ya en la lengua nueva. Es el momento en que cesan las apariciones de contenido imagina-
tivo; han dejado de ser necesarias. Cuarenta días representan en Lucas el tiempo para una experiencia espiritual com-
pleta.
Ya está establecida la identidad del Jesús de ahora con el de entonces. Evocando el pasado, el Señor tranquiliza a
sus discípulos sobre su identidad inalterada. “¡Ciertamente soy yo!”, El Resucitado no es otro que Jesús el Nazareno
(Hch 2,22-24). Cristo no es un símbolo a superar. “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!”
(“” Lc 24,34).

138
C. DUQUOC, Cristología, Sígueme, Salamanca 1974, p. 402.
139
A. SIMONS, Ser humano. Ensayo de antropología cristológica, Fondo editorial de la PUCP, Lima 2011, p. 356.
140
Autobiografía, n. 29.

95
Pero la identidad es del mismo tipo que la que existe entre la semilla y la planta crecida. “Lo que tú siembras no
es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla...” “Se siembra un
cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor 15,37-44).
Por eso las “apariciones” a San Ignacio o a Martin L. King no son, en sustancia, diversas de las que tuvieron los
apóstoles, aunque falte total o parcialmente el componente imaginativo. Es el Resucitado quien se hace presente al dis-
cípulo desalentado y tentado de regresar a Emaús para disipar su miedo y confortarle con su presencia.
Recordemos también cómo la aparición a San Pablo es considerada por él como una aparición del todo semejante
a las que nos narran los evangelios aunque tuvo lugar después de los cuarenta días, y aunque en realidad Pablo no vio
en esa aparición al resucitado, sino que solo escuchó su voz (Cf. Hch 9,3-4; 22,6-7; 26,13-14).
No tiene sentido ser demasiado explícito sobre la objetividad de las apariciones a los discípulos. ¿Qué habría visto
un fariseo que estuviese fisgando por alguna rendija de las ventanas cerradas del Cenáculo? ¿Habría visto lo mismo
que vieron los apóstoles?
A un teólogo ya anciano le acosaban unos inquisidores para que se definiese sobre la objetividad de las aparicio-
nes de Jesús. En un momento le arrinconaron con esta pregunta: “Si Pedro hubiese tenido una cámara, ¿qué habría sa-
lido en la foto?” Con un buen sentido del humor contestó nuestro anciano teólogo: “Pedro se llevó tal susto al ver al
Señor que, si hubiese tenido una cámara, se le habría caído de las manos y estrellado contra el suelo.”
En realidad, la cámara no habría captado nada, y el fariseo fisgón tampoco. “Dentro de poco el mundo ya no me
verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo, y también vosotros viviréis” (Jun 14,19). El mundo tiene los ojos cie-
gos. “De esta presencia el mundo no sabe nada. Sigue como antes, yendo tras sus negocios. En el célebre cuadro de
Rembrandt, la sirviente continúa preparando la vajilla. 141”
Vosotros sí me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis. Para poder experimentar al Resucitado en su nueva
existencia hace falta eso que se ha dado en llamar “afinidad activa” o lo que, en lenguaje más castizo, llamaríamos
“ponerse en la misma onda”. Los cristianos somos “hijos de la resurrección” (Lc 20,36). Este semitismo indica nuestra
condición de vida resucitada. Sólo los resucitados pueden ver al Resucitado; sólo los vivos pueden ver al que vive. Y
un cristiano ya ha resucitado. “Sepultados con él por el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la ac-
ción de Dios que lo resucitó de entre los muertos” (Col 2,12; cf. 3,1). “Estando muertos a causa de nuestros delitos,
nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los
cielos en Cristo Jesús” (Ef 2,5-6).
Dice al respecto González Faus; “Si la resurrección de Jesús incluye la nuestra, la aparición del Resucitado no
puede ser meramente la visión de un objeto exterior al vidente y que no lo englobe, sino que, de la forma que sea, tiene
que ser también la experiencia que el vidente hace de sí mismo como resucitado (y de toda la resurrección universal).”
Les pasó a los discípulos y nos pasa a nosotros. En su ilustración en el Cardoner, a Ignacio “se le empezaron a
abrir los ojos del entendimiento, y no que viese ninguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas... Y esto
con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas 142”
Todo encuentro tiene una dimensión personal y personalizante. No puedo descubrir al otro sin descubrir al mismo
tiempo lo mejor que hay en mí y en el mundo. María descubre el nombre del Maestro en el mismo momento en que
escucha su propio nombre de labios de Jesús. Conocer es ser conocido.
J. Taylor, en un precioso libro sobre el Espíritu, describe las características de todo encuentro. Una de ellas es que
la verdad del otro viene a revelarme mi propia verdad, y este descubrimiento es generador de un increíble potencial de
vida y energía. “Un flash de mutuo reconocimiento tiene más voltaje que un rayo.143”

8.5.3. Afinidad activa


Vosotros sí me veréis, porque yo vivo y vosotros viviréis. Para poder experimentar al Resucitado en su nueva
existencia hace falta eso que se ha dado en llamar “afinidad activa” o lo que, en lenguaje más castizo, llamaríamos
“ponerse en la misma onda”. Los cristianos somos “hijos de la resurrección” (Lc 20,36). Este semitismo indica nuestra
condición de vida resucitada. Sólo los resucitados pueden ver al Resucitado; sólo los vivos pueden ver al que vive. Y
un cristiano ya ha resucitado. “Sepultados con él por el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la ac-

141
J. LAPLACE, Diez días de ejercicios, Santander 1987, p. 159.
142
Autobiografía, n. 30.
143
J. V. TAYLOR, The go-between God, Londres 1972, p. 16.

96
ción de Dios que lo resucitó de entre los muertos” (Col 2,12; cf. 3,1). “Estando muertos a causa de nuestros delitos,
nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados—- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los
cielos en Cristo Jesús” (Ef 2,5-6).
Los apóstoles no son testigos de un acontecimiento que sólo pueda ser percibido al margen de la subjetividad.
Existen, es verdad, algunos hechos intrahistóricos que acompañan la resurrección y que pueden ser percibidos objeti-
vamente, al margen de cualquier significado subjetivo que se les pueda dar: la tumba vacía, la transformación de los
testigos, el hecho de la Iglesia (con todas sus ambigüedades). Pero la resurrección misma y las apariciones no son he-
chos intrahistóricos que puedan ser percibidos al margen de la propia subjetividad del vidente.
En el caso de un hecho milagroso, podemos atestiguar el hecho mismo con toda certeza: “Fulano era un enfermo
terminal de cáncer y se curó.” De esto no cabe duda. Hay testigos neutrales que dan fe de este hecho, aunque poste-
riormente se puedan atribuir muchos significados subjetivos: fue un milagro, fue un caso de autosugestión, hubo un
poder medicinal desconocido... La subjetividad puede entrar en la valoración del significado, pero no en el hecho mis-
mo. En cambio, en el caso de la resurrección el hecho mismo no es perceptible sino desde la subjetividad del creyente.
“En la resurrección de Jesús el hecho y el significado coinciden. Por eso no es posible reducir la experiencia pascual a
una pura visión objetual, en univocidad con nuestras percepciones visuales de un objeto.”
En definitiva, la última prueba de la resurrección del Señor es para cada uno el hecho de que me ha resucitado a
mí. ¿Cómo podría, si no, resucitar a otros alguien que está muerto? ¿Cómo podría un muerto darme vida? Pero la vida
de Jesús en mí es un hecho sólo directamente accesible a mi experiencia y no es directamente comunicable a los de-
más; es un argumento “personal e intransferible”. Cada uno tiene que hacer su propia experiencia de vida y de resu-
rrección. Los demás no pueden percibir directamente la vida que yo experimento en mí, sino sólo los indicios exterio-
res de la transformación que en mí se ha producido. Pero aun esta misma transformación, vista desde fuera, puede ser
atribuible a otros factores distintos del encuentro con el Resucitado. Nunca es absolutamente concluyente para los de-
más.
Sin embargo, para mí mismo esa experiencia de vida es tan inmediatamente perceptible que puede llegar a ser in-
cluso más evidente que cualquiera de los datos que recibo a través de mis sentidos tan engañosos. Puedo llegar a estar
más cierto de la presencia invisible del Señor que de la presencia de alguien a quien veo sentado a mi lado.
La resurrección es un hecho ante el que no puedo ser neutral. Si lo creo, me transformo. El lenguaje que nos habla
de esta presencia es autoimplicativo. Creer en la resurrección es comprometerse con el hombre nuevo que ha empeza-
do a existir en Jesús. En el propio lenguaje pascual queda implicado el compromiso de Dios con el hombre y del hom-
bre con Dios.
Creer en la manifestación de Jesús comporta un riesgo: el riesgo de la fe. Por eso Santo Tomás dice que los discí-
pulos vieron a Jesús con una “oculata fides”, es decir, con “ojos creyentes”. 144

8.5.4. La ascensión y la resurrección


Ya advertimos que la secuencia de las apariciones es muy diversa en los distintos relatos evangélicos. ¿Cuándo
subió Jesús al cielo? En Jn y Lc el mismo día de las apariciones. Según Hechos, después de cuarenta días. Según Ma-
teo y el apéndice de Juan, un tiempo indeterminado después de la resurrección.
Pero en el imaginario católico ha primado la versión de los Hechos que estable un tiempo de cuarenta días para las
apariciones. Según este imaginario hay un tiempo intermedio entre la resurrección y la ascensión de Jesús al cielo. Re-
sucitado del sepulcro, Jesucristo no “sube” directamente al cielo sino que permanece en la tierra cuarenta días apare-
ciéndose en diversas ocasiones a los suyos. Tras la ascensión ya no serían posibles las apariciones, porque Jesús ya no
está merodeando por la tierra.
Esta comprensión tradicional marcaría esta secuencia de lugares que configuran este “escenario” de la resu-
rrección:
l. Tierra (crucifixión, deposición del cuerpo en el sepulcro, permanencia de tres días en el sepulcro);
2. Salida del sepulcro y vuelta a la tierra (resurrección del sepulcro al tercer día, permanencia en la tierra duran-
te cuarenta días, apariciones);

144
Summa Theologica, 3. q. 55. a. 2, ad 1. p. 16.

97
3. Luego, y solamente entonces, después de cuarenta días, acceso al cielo. En resumidas cuentas, el esquema es
entonces el siguiente: un primer episodio en la tierra/un segundo episodio en la tierra/ subida al cielo.
Gesché nos habla de otra secuencia distinta más adaptada a los textos bíblicos.145
l. Tierra (crucifixión, sepultura);
2. Infiernos (descenso, permanencia de “tres días”);
3. Cielo (surgió de los infiernos al tercer día, resurrección y que equivale a su ascensión y exaltación a la derecha
del Padre).
Lo importante es que esta secuencia Jesús ya no vuelve a la tierra después de su resurrección, sino que pasa direc-
tamente al cielo. No se habla de una salida de los infiernos que terminaría en un retorno a la tierra, sino de una salida
de los infiernos que desemboca en una entrada en el cielo. El esquema es el siguiente: tierra/infiernos/cielo.
Por muy importantes que sean los relatos de las apariciones, la resurrección no se identifica con ellas, como hace
nuestra imaginación representándolas y confundiendo las cosas. Las dos situaciones (resurrección y apariciones) son
completamente distintas. Las apariciones no constituyen la resurrección: son la mediación (signos y testimonios), la
manifestación, la revelación, pero no el contenido, el objeto. La resurrección no es un simple y maravilloso retorno de
la presencia (gloriosa ya) de Jesús a la tierra.
Pero tampoco es que neguemos las apariciones. Por el contrario, se convierten en lo que es en realidad una apari-
ción: la manifestación de alguien que está en el cielo, y no la manifestación de alguien que se encuentra todavía en al-
gún rincón de la tierra. Así, de repente, no solamente se esfuman cuestiones bastante mezquinas (como la pregunta so-
bre dónde se escondía Jesús entre una aparición y otra), sino que las apariciones recuperan su sentido. Ellas son teofá-
nicas, eventos que vienen del cielo para visitar la tierra, lo cual nos permite comprender, por otra parte, el que Esteban
y Pablo puedan referir apariciones del Resucitado, después de los cuarenta días y después de la “ascensión al cielo”
(Hch 7,55-56; 9,3-6).
Las apariciones son teofanías, manifestaciones “celestes”, revelaciones de Dios y de su presencia humana en Cris-
to, convertido en Señor y sentado a la derecha del Padre (cf. Hch 7,55). “Dios lo resucitó al tercer día y le concedió
que se manifestase” (Hch 10,40). Las apariciones de Jesús no fueron precisamente las de un Jesús redivivus (como lo
sería la de Lázaro), sino las de un Jesús resucitado, en la gloria del Padre y en la fuerza del Espíritu.
Al hablar de este modo, no estamos negando los cuarenta días. El número cuarenta es claramente simbólico y no
habría que tomarlo literalmente. Existieron ciertamente, durante un determinado periodo de tiempo, estas manifesta-
ciones excepcionales del Señor desde el cielo y compartiendo en la tierra la intimidad de los creyentes y de los apósto-
les, con el fin de iniciarlos en la resurrección y en lo que ésta significaba. Pero estos días privilegiados no constituyen
una especie de “tregua” durante la cual Jesús reside (?) algo así como entre el cielo y la tierra (!). No se trata de un Je-
sús que se queda en la tierra y que se aparece a los que él ha elegido, sino del Señor resucitado, que se aparece desde el
cielo, desde el seno del Padre. A este respecto hay que resaltar que precisamente en el caso de Lázaro no se habla de
“apariciones”.
¿Qué pasa entonces con la ascensión si decimos que Jesús se aparece como Señor, que viene del cielo, donde él ya
se encuentra presente? ¿Habrá que negar la ascensión, puesto que esta deja implica que Jesús, solo después de una
permanencia en la tierra, alcanzó finalmente el cielo? No lo creemos en absoluto. Porque ¿qué es, en definitiva, la as-
censión? Dicho con exactitud, marca la última aparición y del final de las apariciones. Al final de los “cuarenta días”,
los testigos no disfrutarán ya de esas revelaciones del resucitado; él “desapareció de su vista” (cf. Hch 1,9); ya no lo
vieron más (Lc 24,31). Jesús, que después de la resurrección de los infiernos ya estaba en el cielo, pone fin a sus mani-
festaciones sobre la tierra. La ascensión es la última “subida” al cielo, como ocurrió después de cada una de las apari-
ciones, y sin que sea preciso imaginar, en éste como en los demás casos, un prodigio especial.146

8.5.5. Intermitencia de los encuentros


La presencia del Resucitado entonces y ahora se nos ofrece de un modo intermitente. “Dentro de poco no me ve-
réis, y dentro de poco me volveréis a ver” (Jn 16,16.18). También nosotros podemos preguntarnos con los discípulos:
“¿Qué es ese 'poco'?” Este 'poco' admite varias lecturas simultáneas. Jesús morirá dentro de poco, pero dentro de otro
poco los discípulos le verán cuando resucite (Padres griegos). San Agustín prefiere ver en el segundo 'poco' el tiempo

145
A. GESCHÉ, Jesucristo. Dios para pensar VI, Salamanca, Sígueme 2002, p. 177.
146
Estos cuatro últimos párrafos están tomados de la obra ya mencionada de A. GESCHÉ, Jesucristo, pp. 187-191.

98
que ha de transcurrir hasta la Parusía.13 La complejidad de estas lecturas nos lleva a una interpretación más global que
exprese el carácter intermitente de las manifestaciones del Resucitado hasta que llegue el fin de los tiempos.
Esta alternancia o intermitencia se dio en el tiempo de las apariciones que duran escasos períodos de tiempo, y si-
gue dándose también ahora entre nosotros. Ha quedado perfectamente analizada en las reglas ignacianas para el dis-
cernimiento de espíritus. Esos 'pocos' que hay entre una manifestación de Jesús y la siguiente se nos hacen, desgracia-
damente, muy largos. Por eso “el que está en desolación, trabaje de estar en paciencia, que es contraria a las vejaciones
que le vienen, y piense que 'presto' será consolado.”
Algún día desearía hacer un estudio paralelo entre dichas reglas de discernimiento y el sermón de la Cena, con sus
alternancias de 'presencia y ausencia' (“Me voy y vuelvo a vosotros”: Jn 14,28); 'alegría y tristeza' (“Estaréis tristes, pe-
ro vuestra tristeza se convertirá en gozo”: Jn 16,20); 'visión y no visión' (“un poco y no me veréis, y otro poco y me
volveréis a ver”: Jn 16,16); 'ahora y más tarde' (Jn 13,36); 'comprensión y no comprensión' (Jn 13,7). Ya D. Mollat in-
tuyó la importancia de este estudio comparativo.16
Por eso la presencia de Jesús entre los suyos no excluye definitivamente la incertidumbre y la duda. En el momen-
to de su manifestación todo es claro y diáfano; pero, tras su ausencia, vuelven otra vez las sombras de la duda. La ma-
nifestación es como un relámpago en la noche que nos ilumina momentáneamente el camino que más tarde habremos
de seguir a oscuras. Caminamos sin ver, pero guiados por el recuerdo de lo que hemos visto. Este tipo de visión “in-
termitente” no elimina la fe.
En el primer día de la semana, Jesús se pone en medio de los suyos, “estando las puertas cerradas por miedo” (Jn
20,19). Después del inmenso gozo de la aparición, ocho días más tarde las puertas vuelven a estar otra vez cerradas (Jn
20,26). ¡Qué poco duran abiertas! ¡Qué corto es el efecto que produce en nosotros la presencia de Jesús y su exhorta-
ción a no tener miedo! Un instante después de haberlo visto todo claro, volvemos a no entender absolutamente nada.

8.5.6. Variedad de las manifestaciones del Resucitado


Las manifestaciones del Señor en el Evangelio son tan variadas como las que tienen lugar en nuestra vida. Múlti-
ples son los motivos que pueden bloquear el acceso a esta experiencia. En el caso de los discípulos en el cenáculo, se
trataba del miedo. Puede ser también la desesperanza, como en el caso de los de Emaús; o la incredulidad, como en el
caso de Tomás; o las lágrimas de la Magdalena; o la culpabilidad de Pedro; o el fracaso apostólico de los pescadores
del lago. Sin embargo en todos estos casos tan variados el Señor es capaz de atravesar esas barreras, aun cuando los
discípulos se encuentran muy mal preparados psicológicamente.
San Ignacio nos habla también del poder del Señor para dar lo que él llama “la consolación sin causa precedente”.
147
Unas veces la aparición es brusca, como en el caso ya citado del Cenáculo. Otras veces es paulatina, como en el ca-
so de la Magdalena o de los de Emaús. En estos casos Jesús no es inmediatamente reconocible desde un principio. Se
hace necesario un cierto proceso catecumenal de conversión progresiva, reflejado en ese repetido “volverse” de la
Magdalena (Jn 20,14-16). Las lágrimas la cegaban demasiado para poder pasar súbitamente de la tiniebla a la luz. En
el caso de los de Emaús, el camino catecumenal es aún más largo. “Le falta a su ceguera la hermenéutica de las Escri-
turas que el Señor les procura y por la cual calienta su corazón hasta la incandescencia. Al término de aquella lenta pe-
dagogía, la fracción del pan hará brotar la chispa. “Entonces le reconocieron” (Lc 24,16). 148”
Unas veces la manifestación encierra una ambigüedad, nunca del todo disipada, que provoca extrañeza, estupor y
aun duda en algunos de los presentes. “Al verle le adoraron; algunos, sin embargo, dudaron” (Mt 28,17). No es de ex-
trañar, supuesto que los discípulos no estaban en su actitud más receptiva. Existe un instintivo temor a los muertos, que
es aún mayor que el temor a la misma muerte. Nos inquieta que puedan volver a turbarnos. El espectro o fantasma ha-
ce “gritar de terror” (Mc 6,49-50); en un primer momento, Jesús causa este espanto a sus discípulos (Lc 24,37).
Otras veces la manifestación es tan evidente que ahuyenta desde el principio todas las dudas: “Ninguno de los dis-
cípulos se atrevía a preguntarle: '¿Quién eres tú?' Ya sabían que era el Señor” (Jn 21,12). De este último tipo fueron,
sin duda, las manifestaciones recibidas por Ignacio en Manresa, cuando nos dice que, aunque no hubiese Escrituras, él
se determinaría a morir por ellas y a creer por sus solas experiencias espirituales. 149

147
Ejercicios Espirituales, 330.
148
A. MANARANCHE, Un camino de libertad, Madrid 1972, p. 159.
149
Autobiografía, 30.

99
En ocasiones, las apariciones tienen lugar cuando uno de los discípulos se encuentra solo, como es el caso de la
Magdalena o de Santiago (cf. 1 Cor 15,17). Pero mucho más frecuentemente la aparición tiene lugar en un contexto
comunitario y sacramental. Los evangelistas deslizan pequeñas alusiones que apuntan a contextos litúrgicos de la co-
munidad. Así, por ejemplo, la insistencia de Juan en los hermanos reunidos “el primer día de la semana” (Jn 20,19.26);
la frecuencia con que aparece la comunidad reunida para comer (Lc 24,41-43; Jn 21,12-13). Y de un modo muy espe-
cial, la fracción del pan en la escena de los de Emaús.
La comunidad es el lugar donde compartimos nuestras experiencias de encuentro con el Resucitado. Acudimos a
ella semanalmente para contar emocionados cómo se nos manifestó en el camino a Emaús. En lugar de encontrar allí
personas que se burlan de nuestras experiencias, encontramos hermanos que nos acogen diciendo: “También nosotros
hemos sentido lo mismo” (cf. Lc 24,33-35).
Y estando juntos “hablando de estas cosas” (Lc 24,36), nuevamente se hace presente él en medio. Sólo lo puede
entender aquel que en alguna eucaristía o en algún momento de oración carismática (entiéndase carismático con o sin
comillas), ha palpado su presencia misteriosa; cuando ha ardido nuestro corazón, y nuestros labios han confesado: “Es
el Señor” (cf. Jn 21,7).
Son muchos los lugares donde puede tener lugar este encuentro. En la búsqueda y en las lágrimas derramadas por
su ausencia: en el estudio de las Escrituras; en los signos sacramentales; en el monte y en el mar; en la dura brega de
las faenas apostólicas; en la vuelta a Galilea a nuestros primeros recuerdos de su ternura y de su amor. La resurrección
nos invita a ver ahora por todas partes del mundo al Señor desaparecido.150

8.5.7. Volveré a vosotros


Al discípulo, en cambio, se le explica que aunque no puede seguir a Jesús ahora, le seguirá más tarde. Tomás y
Pedro se habían adelantado demasiado al afirmar que estaban dispuestos a seguir a Jesús. ¿Cómo podían seguirlo sin
saber dónde iba? Tomás estaba dispuesto a dar su vida por Jesús, a morir por él, pero sin saber a dónde iba.
Jesús se va a prepararles un lugar, pero volverá para llevárselos con él, para que estén ya siempre juntos y no
vuelva a darse otra separación. Volverán a encontrarse, no porque Jesús vaya a regresar a donde están ellos, sino por-
que les va a llevar a vivir a donde estará él (14,3). Como diremos luego, las personas que han pasado por un trauma,
quisieran volver a reanudar la vida tal como era antes de aquel mazazo que les destruyó la existencia. Pero no es posi-
ble volver al lugar donde uno estaba antes. La sanación sólo tiene lugar cuando consentimos en ser trasladados a un lu-
gar nuevo que se proyecta en el futuro.
“En casa de mi Padre hay muchas moradas” (14,2). ¿Dónde es esta morada donde vivirán juntos en adelante? La
palabra morada es de la misma raíz que el gran verbo juánico “permanecer” (). La mo-
rada es un lugar de permanencia, de intimidad permanente, como aquel primer lugar junto al Jordán donde empezó la
convivencia (1,39).
En cierto sentido, esta morada en la casa del Padre hay que entenderla como el cielo, el más allá, en una referencia
al tiempo de la segunda Venida o al momento de la muerte personal de cada discípulo. Sin embargo esta interpretación
no hace justicia al contexto global. Pensamos que esta “morada” hay que entenderla también en términos de esta vida
presente. La nueva convivencia empieza aquí ya, ahora. La morada designa la intimidad con Jesús que es ya posible
vivir por la gracia, la implantación de los sarmientos en la vid (15,5).
Jesús vuelve en el momento de las apariciones para introducir a los suyos en una unión permanente con él, que si
bien se consumará tras la muerte física, es ya real en esta vida. Jesús no regresa a vivir con los suyos donde éstos esta-
ban. Les lleva a vivir a donde está él. “Volveré a llevaros conmigo, para que donde yo esté, allí estéis también voso-
tros” (14,3).
¿Cómo llegar a ese lugar a donde Jesús se va? Tomás piensa que hay que encontrar el camino mediante una vida
moral o una vida ascética que nos lleve hasta el cielo. Muchos cristianos, como Tomás, piensan que el camino para
llegar al cielo es llevar una vida honesta y sacrificada en esta vida, practicando la virtud. El sentido de la pregunta de
Tomás equivale a decir: “¿Qué virtudes hay que practicar, qué obras buenas hay que hacer para conseguir llegar?”

150
En la versión larga de estos apuntes puede verse un estudio especial sobre la aparición a Tomás.

100
Jesús contesta: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (14,5). Ir es “dejarse llevar”. Si alguien nos lleva, ya no
hace falta preguntar el camino. Cuando yo conduzco mi automóvil debo estudiar el mapa de carreteras. Cuando otro
me lleva, me despreocupo del mapa. Mi conductor en persona se convierte en mi camino.
Jesús es camino en cuanto que es verdad y vida. Un camino verdadero es el que nos lleva adonde queremos ir. Si
queremos ir al Padre, el camino verdadero es el que nos hará llegar a él. Por ser “la verdad”, es decir, pura transparen-
cia del Padre (14,10), manifestación del Padre, es por lo que puede ser camino hacia él. Pero Jesús es también camino
en la medida en que es vida. Su revelación es causa de vida para cuantos creen en él. El Padre le ha otorgado al Hijo el
dar la vida (5,26) y él la da a los que creen en él (10,28). La vida llega a través de la verdad. “Quien oye mi mensaje y
cree al que me envió, posee la vida eterna” (5,24). El último criterio para discernir la verdad es la conciencia experi-
mental de que sólo es verdadero aquello que nos da vida.
Se trata de una presencia de Jesús que no es pública, ni se impone a los sentidos. “Dentro de poco el mundo ya no
me verá, pero vosotros me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis” (14,19). Estas palabras de Jesús suscitan
una protesta por parte de Judas -no el Iscariote-: “Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al
mundo?” (14,22). Añoramos las verdades universalmente reconocidas. ¡Qué difícil es creer cuando las personas que
nos rodean no creen! ¡Cuánto nos ayudaría la unanimidad sin la cual nos sentimos inseguros! Pero Jesús no está dis-
puesto a darnos ese tipo de certeza o seguridad.
La reacción de los discípulos es una reacción humana muy comprensible. Creo que todos alguna vez la hemos te-
nido. “¿Por qué, Señor, no te haces ver por todo el mundo de una forma que no deje lugar a dudas? ¿Por qué no impo-
nes tu presencia mediante signos en el cielo, como el supuesto signo de Fátima, que fuercen a creer incluso a los que
no quieran?” La respuesta es precisamente que la fe nunca se puede forzar; es siempre un salto en el vacío que pone en
riesgo nuestra libertad. La evidencia total excluiría la posibilidad de la fe.
Pero hauy también otra razón por la que no todos pueden ver al Resucitado. Sólo los vivientes pueden ver al que
vive. Para ver a Jesús hace falta una connaturalidad con su vida. “Vosotros me veréis porque yo vivo y vosotros vivi-
réis.” Ya dijimos que la única prueba contundente de la resurrección de Jesús es la de nuestra propia resurrección; esta
prueba la compartimos Tomás y nosotros. Tomás no cree tanto por ver y tocar las llagas de su Señor resucitado, cuanto
por ver cómo resucita su fe en él, después de haberse hundido tan estrepitosamente.
La vida de Jesús en nosotros es paz (14,27; 16,33), alegría (15,11; 17,13) y amor (13,35; 16,27), aun en medio de
persecuciones y pruebas. Ésta es su manifestación más evidente. El mundo no goza de esta vida, porque se cierra a go-
zar de ella; como consecuencia no puede “ver” al viviente. Por eso Jesús no puede manifestarse a un mundo que está
en una longitud de onda totalmente diferente.

8.5.8. En actitud de servicio


En el himno de Filipenses se canta la glorificación del siervo que “siendo de condición divina, no retuvo ávida-
mente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los
hombres y apareciendo en su porte como hombre” (Flp 2,6-7). “Por eso, Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está
sobre todo nombre” (2,9). Más adelante nos referiremos a otro nombre de la resurrección que es el de “exaltación.” La
exaltación es el reverso de la kénosis, y la vida exaltada es el reverso de la vida kenótica, es la manera como Dios Pa-
dre premia a su hijo por haberse vaciado y humillado en su existencia terrena.
Sin embargo hay algo importante que subrayar. No hay que entender la vida resucitada y exaltada de Jesús como
la de un emperador bizantino sentado en un trono glorioso. Más bien la imagen que nos da el Apocalipsis de la vida
exaltada de Jesús en el cielo sigue siendo la de un cordero degollado que conserva las marcas de su pasión y no las ha
querido borrar (Ap 5,6). En la aparición a Tomás, el Resucitado mantiene las huellas de sus heridas (Jn 20,27). No las
ha querido borrar, porque tienen una función soteriológica: devolver la fe al apóstol incrédulo. Jesús no se avergüenza
de sus llagas, no las oculta ahora en su vida exaltada. Se siente orgulloso de ellas. No solo murió por nosotros, sino que
también resucitó para nosotros.
Jesús resucitado no le humilla a Pedro reprendiéndole por sus terribles negaciones y juramentos, sino que con
gran delicadeza le invita a que renueve la realidad de su amor por Jesús. No le exige ningún tipo de reparación o de
castigo, sino solo le invita a renovar su amor y su fidelidad.
En sus apariciones el Resucitado ya exaltado, conserva la misma apariencia cercana, tierna, cariñosa que había te-
nido en su vida mortal. Se aviene incluso a prepararles el desayuno en el lago (Jn 21,9). Esta escena es paralela, sin

101
duda, a la del lavatorio de pies la víspera de la muerte de Jesús (Jn 13,4-5). Si la actitud de servicio fue la más caracte-
rística de la vida de Jesús terreno, sigue siéndolo también en la vida del Jesús exaltado. Al rey exaltado no se la caen
tampoco ahora los anillos por ponerse a realizar los servicios más humildes para con los suyos. Después de resucitado
mantiene una existencia kenótica hasta su segunda venida.
Y aquí está una de las tentaciones más graves de la Iglesia. En lugar de sentirse llamada a vivir la kénosis de Jesús
en su vida terrena escucha la voz de Satanás, que le repite las mismas tentaciones mesiánicas que le hizo a Jesús en el
desierto. Le invita a vivir ya aquí abajo una vida exaltada en el estilo del emperador bizantino, o del gran inquisidor:
los palacios del Vaticano, la tiara con la triple corona, los doce metros de cola purpúrea que los cardenales arrastraban
por el suelo, los títulos con los que los miembros del alto clero se inciensan unos a otros: “Eminentísimo”, “Excelentí-
simo”, “Su excelencia reverendísima.” Satanás insinúa a los jerarcas de la Iglesia que si se presentan al mundo con vi-
sos de grandeza humana serán mejor escuchado y podrán mejor imponer a todos su ideología.
No comprenden que la exaltación de Jesús consiste precisamente en que sus discípulos después de la resurrección
abracen esa vida kenótica que no quisieron comprender durante la etapa del ministerio. Jesús es glorificado cuando
ellos se hacen de verdad discípulos y emprenden una vida kenótica de servicio, que acabará en un martirio semejante al
de su Maestro. “La gloria de mi Padre consiste en que lleven ustedes mucho fruto y sean mis discípulos” (Jn 15,8).
Dice Gesché a propósito de la kénosis, o el abajamiento del su Verbo (cf. Flp 2, 6-7): “Es el conjunto de la rela-
ción de Dios con el mundo lo que debe ser considerado desde el punto de vista de la kénosis, y por tanto de la humilla-
ción, del debilitamiento, del desmentido de lo que la mentalidad religiosa natural (cree) tener que pensar acerca de la
divinidad.151” Esta kénosis se refiere a un misterio presente en Dios desde toda la eternidad. “La kénosis de Jesucristo
(que no tiene sólo un valor cristológico) tiene también un valor teológico: la kénosis está también en Dios. Nosotros no
diremos que el ágape-caritas se haya convertido en humanitas: no tenía por qué convertirse en, puesto que ya lo
era.152” Si en Dios se encuentra lo que nosotros, de manera balbuciente, llamamos una presencia y una capacidad de
humanidad, entonces, a decir verdad, al encarnarse no ha transgredido en absoluto su divinidad.

8.6.- La teología subyacente de la resurrección

8.6.1. Cristología de parusía y de exaltación153


La primera cristología palestinense fue la de la “parusía” (marana tha). Lo principal que se predica sobre el Resu-
citado es que “vendrá”. Los exegetas, sin embargo, no están de acuerdo sobre cómo se ha de entender o captar esta
cristología “primitiva” y la relación que hay entre la exaltación del Resucitado y su parusía. Para algunos la cristología
de la parusía habría existido sin pensar en una exaltación de Jesús ya en la resurrección. Jesús, en una palabra, habría
estado destinado a ser el Mesías glorificado sólo después de su vuelta escatológica y no habría sido constituido tal por
el acontecimiento de la resurrección.
Semejante opinión no corresponde a los datos históricos del Nuevo Testamento. La cristología palestinense, en
efecto, combinó desde el principio la glorificación de Jesús ya en la resurrección con su vuelta escatológica en la pa-
rusía. Nunca, en la fe cristológica apostólica, el “todavía no” escatológico de la parusía estuvo sin el “ya” de la resu-
rrección. El que ha de volver es el mismo que resucitó y que fue glorificado más allá de la muerte. R. Schnacken-
burg escribe con agudeza: “Cierto, no se ha dado jamás un primer tiempo en que una comunidad cristiana (judeo-
palestinense) acariciase la idea de la espera de la parusía sin la idea de la exaltación.154”
Pero también es cierto lo contrario: nunca ha habido una cristología del Resucitado que no esperase su
vuelta futura en la parusía. El “ya” de la resurrección es la promesa del “todavía no” del cumplimiento escatológico
en la parusía. La Iglesia primitiva, desde el principio, combinó el “ya” con el “todavía no” y lo mantuvo en tensión fe-
cunda. Schnackenburg tiene razón al subrayar que: “La comunidad primitiva tenía que demostrar ante todo frente al
judaísmo que Jesús crucificado era, no obstante, el Mesías que por la resurrección había sido constituido tal. Su re-

151
G. VATTIMO, Espérer, croire, p. 59.
152
Y. CONGAR, Jésus-Christ, pp. 37-39.
153
Ver esta sección en J. DUPUIS, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Estella, 2000, 93-114.
154
R. SCHNACKENBURG, “Cristología del Nuevo Testamento” en J. FEINER- M. LOHRER (eds.), Mysterium Salutis, III, 1,
Cristiandad, Madrid 1980.

102
torno en gloria es, entonces, la consecuencia, y, en esta concepción, la consecuencia necesaria para presentar a Jesús
ante todo el mundo como redentor o juez.”
El dicho complejo de Mc 14,62 en la confesión de Jesús ante Caifás, junta la exaltación de Jesús con su venida fu-
tura sobre las nubes del cielo y contiene, por tanto, la más antigua comprensión de la Iglesia de los orígenes, respecto a
la posición y función ejercida por el resucitado: exaltación y parusía. No hubo nunca fe en una parusía de Jesús sin
exaltación, como tampoco hubo fe jamás en una pura y simple exaltación, sin la esperanza de la parusía de aquel
que había sido exaltado hasta Dios.”
Por lo que respecta a la exaltación y resurrección, en la cristología primitiva del Nuevo Testamento, coinciden
ambas en un único acontecimiento: Jesús fue glorificado y exaltado por y en su resurrección de entre los muertos, por
obra del Padre. También esto lo ha observado bien R. Schnackenburg, quien escribe:
“El círculo de las ideas que se ha de invocar con la cristología de la 'exaltación' se centra en torno a la convicción
de que Dios concedió a Jesús, después, o más bien con la resurrección (en la más estrecha relación con ella), dignidad
y poder. Por eso, le pertenecen también todos los pasajes en que se habla de la toma de posesión o de estar sentado 'a la
diestra de Dios', una imagen para significar el entronamiento regio de Cristo en el poder y misión divinos.”
Seguiremos aquí el proceso del desarrollo de la cristología neotestamentaria a través de dos etapas importantes: la
proclamación del Cristo resucitado en el kerigma primitivo y la proclamación del Resucitado en la confesión del Hijo
de Dios.

8.6.2. El vocabulario de la resurrección


A. Gesché ha hecho un cuidadoso estudio del vocabulario utilizado en el Nuevo Testamento para hablar de la re-
surrección de Jesús.155 Detecta un hecho digno de atención y sorprendente. Eso que nosotros llamamos “resurrección”
(recordémoslo: sin saber, de momento, lo que esa palabra designa) se expresa de múltiples y variadas maneras. Esa
palabra no disfruta de ningún monopolio, hay otras; y cuando finalmente es utilizada, exige ser bien comprendida.
La primera generación recurrió a otros vocablos distintos del de “resurrección” (,
, ); y estas otras palabras, que no se prestaron a ser traducidas por la pa-
labra “resurrección”, intentan, sin embargo, hablar de la misma realidad anunciada y proclamarla.
a.- Doxa. Uno de esos primeros vocablos es el de  (y el verbo , -gloria, glorifi-
car). Lo encontramos, sobre todo, en san Juan. La gloria y la glorificación de las que aquí se trata corresponden a las
que Jesús posee al ser investido por Dios en el nuevo estado adquirido a raíz de su muerte en la cruz. Lejos de una
evocación material de lo que había ocurrido a Jesús, lo que aquí se expresa es el estado trascendente de Jesús: el paso
de este mundo a su Padre (Jn 13,1).
b.- Exaltar. Otro término al que recurre la primera generación es, en activa y en pasiva, el de ,
– exaltar, exaltación- (san Juan y los Hechos de los Apóstoles) y el de 
(Carta a los filipenses). Se traduce así: “Dios lo ha exaltado” o “él ha sido exaltado [por Dios]”. Exaltado por encima
de todas las potestades, en la tierra y en los cielos, “a la derecha del Padre” o “por la derecha [es decir, por el poder]
del Padre” (cf. Hch 2,33; 5,31). Este vocabulario subraya que, después del abajamiento, de la humillación y la obe-
diencia de la cruz, el siervo doliente se encuentra ahora elevado junto al Padre, que le ha otorgado el nombre (divino)
que está por encima de todo nombre (Flp 2,6-11).
c.- Vivir, viviente. Otro tipo de modelos para expresar la resurrección se nos ofrece por el recurso a los vocablos
de Viviente , ) cf. Hch 1,3; 25,19; Rm 14,9: 
; él murió y ahora está vivo; (2 Cor 13,4; Ap 1,18; 2,8) y de Vida  (cf. Jn 11, 25;
 ; Hch 2,28; Rm 5,10). En adelante Jesús es el Viviente, el que ha accedi-
do a la Vida, a esta vida plena que es la vida de Dios. Parece que Lucas y Pablo en algunas ocasiones prefieren usar
deliberadamente este vocabulario con preferencia al de resurrección, porque lo que ellos quieren es anunciar el
mensaje pascual sin tener que recurrir a un vocabulario que repugnaba a los griegos (precisamente el de resurrección:
cf. Hch 17,32).
La resurrección no debe ser entendida o interpretada en el marco de un esquema groseramente biológico. En la
Escritura, los vocablos  y  remiten casi siempre, con raras excepciones, no a la vida biológica

155
A. GESCHÉ, Jesucristo, Sígueme, Salamanca 2002, pp.137-205.

103
(), sino a la vida divina o a la vida del hombre junto a Dios. Para hablar de la resurrección
de Jesús nunca aparecen aquí expresiones biológicas la resurrección no debe ser entendida o interpretada en el mar-
co de un esquema groseramente vitalista. En la Escritura, los vocablos  y  remiten casi siempre, con ra-
ras excepciones, no a la vida biológica (), sino a la vida divina o a la vida del hombre
junto a Dios. Para hablar de la resurrección de Jesús nunca aparecen aquí expresiones que insinúen una reviviscencia
del cadáver.
Vemos cómo el vocabulario es plural, cada término tiene su perfil propio y esta efervescencia de lenguaje, le-
jos de cualquier fijación estrecha y crispada, facilita en gran medida nuestro cometido. Ningún término está en con-
diciones de expresar adecuadamente lo que queda más allá de las palabras. Todo ello nos invita a estar menos ob-
sesionados por una palabra y a saber apreciar el margen y la flexibilidad de expresión que la Escritura requiere y nos
ha confiado como herencia.
d) Resurrección: (, , ). Hay que reconocer,
con todo, que el vocabulario de “resurrección” existe y, sobre todo, que es el que ha sido privilegiado por la tradi-
ción. Con todo, para evitar una vez más cualquier forma de crispación, es muy necesario entenderlo bien en el marco
de sus connotaciones originales. Lo que traducimos por “resurrección”, “resucitar”, se expresa en los textos origina-
les griegos por dos palabras. De una parte, por el sustantivo  y el verbo
, en activa y en pasiva. De otra, por el verbo , en activa y en pasiva
(aquí no existe sustantivo).
El término más frecuente es el de , que aparece unas 35 veces, y se traduce en latín por re-
surgere, de donde proviene la palabra resurrección. Esta palabra, en su uso corriente y original, se refiere a alguien
a quien se le despierta o él mismo se despierta del sueño; en este sentido, se despierta (re-surgere), se levanta o se
pone de pie. Se despierta y se pone de pie. Se puede hablar de “despertamiento” y, en todo caso, del “despertar” de
Cristo. Si se tiene en cuenta que la muerte suele ser interpretada generalmente como una especie de sueño (y a la in-
versa), se podrá apreciar la fecunda metáfora que aquí aparece puesta en juego.
Otro término para resurrección y resucitar es (anástasis) para el sustantivo, y
, (anistanai) para el verbo (que sólo aparece en 10 ocasiones en el Nuevo Testamento), a veces
traducida en latín por resurrectio, resurgere, y a veces por suscitare, suscitari. El sentido primero y usual de esas pala-
bras es el de levantarse, ponerse derecho, estar derecho, y en la forma activa, el de levantar a alguien (de una situación
miserable o de servidumbre), restaurar, reconstruir. El término evoca también la idea de alguien que está en tierra
(tumbado voluntariamente o abatido por otro) y que es restablecido en su posición inicial, es puesto de pie (evo-
cando así en este caso el despertar del sueño).

8.6.3. La Resurrección por nosotros


Como ya dijimos, hay que abandonar la figuración de que Jesús permaneció cuarenta días rondando por la tierra
antes de subir definitivamente al cielo. La resurrección de Jesús no es la salida de la tumba para volver temporalmente
a la tierra, sino el momento de su exaltación a la derecha del Padre. Es desde el cielo desde donde se deja ver a los su-
yo en las apariciones de esos cuarenta días, o mucho más tarde en el caso de la aparición a Pablo (Hch 9,3-6), o de la
aparición a Esteban en el momento de su martirio (Hch 7,55-56).
Después de haber permanecido en los infiernos, Cristo sale entonces el domingo de los infiernos, realizando un
verdadero éxodo, y “finalmente” resucita. “Tertia die resurrexit a mortuis” (Credo).156
“Habíamos podido comprender ya que la resurrección de Jesús, en el plano personal, era resurrección de los in-
fiernos; pero los dos aspectos que acabamos de resaltar permiten ahora contemplar ese mismo acontecimiento
desde el punto de vista soteriológico. La salida (o la resurrección, mejor) de los infiernos
: Hch 2,34) es una victoria contra el mal que sufren los hom-
bres, cautivos. “Ascendens in altum captivam duxit captivitatem”, al subir a lo alto llevó consigo cautiva a la cautivi-
dad (Ef 4,8). A este respecto, es sorprendente que en los orígenes la triple inmersión bautismal estaba referida no a la
Trinidad, sino a los “tres días” de “sepultura” en la muerte. El bautismo cristiano es una inmersión en la muerte de

156
A. GESCHÉ, Op. cit., pp. 196-198.

104
Cristo (“todos vosotros que habéis sido bautizados [sumergidos) en Cristo...”) y una salida victoriosa con él de esa
morada.157 Esto es lo que significa.
Al abandonar la mansión de los muertos, como lo muestran maravillosamente los iconos en los que saca a Adán y
Eva agarrándolos por las manos, Jesús arrastra victoriosamente en su propio acceso a la Vida y junto con él a todos los
que han muerto. La resurrección de Jesús es, al mismo tiempo, su resurrección y la de los otros. No es solamente
victoria personal (“Dios lo libró de las angustias de la muerte”), sino una victoria que “implica” a los que ya habían
muerto y eran víctimas de la perdición (Un-heil). Jesús, al resucitar, se convierte al mismo tiempo en el resucitado y
en el resucitador, en aquel que es arrancado y en aquel que arranca del mal y de la muerte, para arrastrar victoriosa-
mente a la Vida a los que permanecieron alejados. De este modo ‘vemos mejor el aspecto soteriológico de la resurrec-
ción
No es sólo la cruz la que se define como un combate y una aniquilación del mal. También la resurrección es
un combate y una aniquilación del mal. También la resurrección es agónica, un combate (, agonia).
“Una grande y última lucha () espera a las almas.”
La obra de la salvación no sólo ha sido agónica en la pasión y en la cruz, sino también en la resurrección e incluso en
la ascensión.
De este modo la salvación encuentra verdaderamente, gracias a esta referencia a los infiernos, la expresión de su
cumplimiento en la resurrección. ¿No se comprende mejor desde aquí cómo y por qué la resurrección es parte inte-
grante de la obra de la salvación, y no un simple coronamiento o recompensa como lo ha afirmado durante tanto tiem-
po la teología occidental?” Esa vida con que el Padre le premió es una vida para nosotros, como ya hemos explicado
detenidamente.
La cabeza, que es Jesús, ya ha sido glorificada y en cierto modo también nosotros lo hemos sido con él. Una parte
de nosotros no está ya sumergida, asoma la cabeza fuera del fango, y es capaz de respirar y transmitir oxígeno a todo el
cuerpo que aún está sumergido en ese barro. Por eso insiste Pablo en hablar en presente y no en futuro a la hora de de-
cir que “ya hemos resucitado con Cristo” (Col 3.1). Ya nos ha co-sentado con Cristo en el cielo (Ef 2,6), y conglorifi-
cado (Rm 8,17).

8.6.4. La resurrección de Jesús como primicia158


Este carácter soteriológico de la Resurrección de Jesús ha sido expresado por Pablo con una fórmula que merece
una consideración más atenta: él término primicias ( aparjé: 1 Cor 15,20 y 23) que él mismo para-
frasea a continuación: primicias significa que por un hombre ha venido la resurrección de los muertos (en plural:
15,21) y que en Cristo serán todos llevados a la vida (15,22).
El término está tomado del lenguaje cúltico: la oferta de la primera parte de la cosecha significaba la oferta de to-
da ésta; la oferta de los primogénitos significaba la de todo el rebaño, y la de una parte de la masa o de la copa (“liba-
ción”), -que en griego es la misma palabra - significaba la de todo el banquete. Con este concepto
puede argumentar Pablo en otra ocasión que el pueblo judío se salvará porque Abraham y los Padres son su “libación”:
si la libación es santa, también lo es la masa (Rm 11,10).
Lo específico del uso paulino del término será, sin embargo, la inversión del concepto: las primicias no se van a
referir al don del hombre a los dioses (como era su uso veterotestamentario y religioso en general), sino al don de Dios
al hombre. Así en Rm 8,23: "tenemos las primicias del Espíritu" quiere decir que lo tendremos todo (cf. vv. 18-25). Y
así llegamos a nuestro texto en el que Jesús Resucitado es "primicia de los que duermen", es decir: el don de la resu-
rrección de todos los muertos.
Al hacer esta inversión, el concepto de primicias se ha enriquecido con un nuevo matiz, que es el de la tensión
temporal o dinámica. La Resurrección de Jesús no sólo "representa" (fictivamente) a todas las resurrecciones, sino que
las precede, es decir: abre el futuro en cuanto futuro de vida, y no meramente en cuanto simple tiempo por llegar. Lo
definitivo se ha hecho futuro y la utopía se ha hecho promesa. Por eso, como veremos después, Cristo al resucitar se
hace “primogénito”. En la terminología antigua lo característico del primogénito es que él es el que "abre el seno", la
matriz del Absoluto desde la que nace el Resucitado.

157
Cf. JUAN CRISÓSTOMO, Hom., 40.
158
Esta sección está tomada básicamente del capítulo III d J. I. González Faus, La Humanidad nueva .

105
Sólo así se comprende la forma de argumentar, aparentemente ilógica, de todo el capítulo 15 de la 1 Cor: si no
hay resurrección de los muertos, tampoco resucitó Cristo (v. 13). Pablo no argumenta a partir de un principio filosófico
evidente de que los muertos resucitan (¡esto sería lo más lejano a él!), sino a partir de la relación Cristo-nosotros o
primicias-cosecha. El dato desde el que se argumenta es que Cristo Resucitado es nuestra primicia en el sentido dicho.
Y entonces arguye: si no hay resurrección, luego ni Cristo ha resucitado; significando: si no hay cosecha, es que tam-
poco ha habido primicias, puesto que en ellas ha de estar toda la cosecha. Pero si hubo primicias, ya está segura la co-
secha. “Y si Cristo no resucitó, de nada les sirve su fe: ustedes siguen en sus pecados” (1 Cor 15,17). Por eso sigue: “Si
nuestra esperanza en Cristo se termina con la vida presente, somos los más infelices de todos los hombres” (1 Cor
15,19).
Desde esta relación entre la Resurrección de Jesús y la nuestra, K. Barth ha podido escribir con toda razón que
“Cristo Resucitado es todavía futuro para sí mismo.” Y este carácter soteriológico de la Resurrección de Jesús nos lle-
va a considerar un poco más de cerca el contenido de esa humanidad nueva aparecida en el Resucitado e inseminada
con él en el seno de la vieja humanidad. Pablo la caracteriza como humanidad en posesión de una triple liberación: la
del pecado, de la ley y de la muerte. Y quizás cabe decir, esquematizando un poco, que si la liberación del pecado po-
lariza los aspectos personales de la humanidad liberada, la liberación de la ley atiende a sus aspectos comunitarios, y la
liberación de la muerte recoge los aspectos temporales e históricos de la comunidad humana.

8.6.5. La Resurrección y la pretensión del Jesús histórico


Retomando ahora el hilo de nuestras reflexiones, es fácil ver que todo lo expuesto sobre el carácter definitivo de la
Muerte-Resurrección empalma sorprendentemente con el rasgo que se nos reveló como característico de la aparición
del Jesús terreno: su pretensión de definitividad. La Resurrección de Jesús como utopía humana es la realización de la
utopía humana que predicaba el Jesús de la historia. Ese hombre latente y adivinado en cada persona humana, a quien
Jesús dirige su predicación, es el que se manifiesta en el Resucitado.
Así queda establecida la tesis que anunciamos: la Resurrección es el “sí” que da Dios a la pretensión de Jesús,
desautorizando el “no” de sus representantes oficiales. Este carácter confirmatorio no le viene dado desde fuera a la
Resurrección (como si dijéramos: Dios se vale de esa victoria para mostrar que Jesús tenía razón), sino que, en sí mis-
ma y por su misma naturaleza, la Resurrección confirma y da justificación de aquella pretensión, precisamente porque
realiza la humanidad absoluta. No es por tanto una confirmación extrínseca como la que Dios podría dar de un profeta
(por medio de un milagro, etc.), sino que la confirmación y lo confirmado coinciden. Y por eso, como “sí” de Dios, el
Resucitado clausura toda posible revelación. Esto explica por qué las primeras cristologías lo ven constituido Señor e
Hijo a partir de la Resurrección: como más adelante veremos, no se trata aquí de un adopcionismo, sino de que la Re-
surrección pertenece intrínsecamente al Jesús que ellos conocieron. A partir de aquí pensamos que puede verse cómo
es posible una Cristología desde abajo que, a su vez no excluye una Cristología “desde arriba” sino que va a culminar
en ella.

8.6.6. El retraso de la Parusía y su significación teológica159


Cuanto acabamos de exponer parece implicar la llegada inmediata de la Escatología. Así lo creyeron también los
Apóstoles, y ello indica que, con nuestra exposición, nos hemos acercado realmente a lo que fue la experiencia del Re-
sucitado. Más aún: hay palabras en los Evangelios que parecen indicar que el propio Jesús contaba con una llegada
inminente del fin del mundo. Y, aunque no se puede excluir el que tales palabras provengan de la exaltación pascual de
la comunidad, la cual proyectó sobre Jesús su propio error, sin embargo hay que contar con la posibilidad de que el
propio Jesús participara de tales ideas. Ya dijimos que, para el dogmático era mejor ser minimalista en estos casos.
Y bien, todo ello indica hasta qué punto tenía vigencia la instancia escatológica para aquellos hombres. Pero a la
vez, agudiza el problema de lo que significan el retraso de la Parusía, y la historia posterior a Jesús. Problema que
también se fue haciendo cada vez más agudo para la Iglesia primitiva.
Lucas fue, probablemente, uno de los primeros en zanjar la cuestión renunciando definitivamente a la espera esca-
tológica y estableciendo que no toca al creyente el señalar ningún “ahora” como tiempo del establecimiento definitivo

159
Esta sección está tomada básicamente del capítulo III d J. I. González Faus, La Humanidad nueva

106
del Reino (Hch 1,6). Esto da razón, seguramente, del interés de Lucas por la historia, y del marcado carácter social de
su Evangelio. En conjunto, la solución de Lucas tiende a considerar el tiempo posterior a Cristo como tiempo de la
Iglesia. La Iglesia sustituye temporalmente a la Escatología y se convierte en realización del Reino.
Esta solución lucana tiene la gran ventaja de que marca nítidamente la misión de la Iglesia: la Iglesia nace de la
Resurrección, de la irrupción de la Escatología en la historia y, por tanto, su misión es ser ante el mundo señal eficaz e
instancia viva de la utopía humana. La vida de los creyentes es una vida en el horizonte de posibilidades abierto por la
Resurrección. La Iglesia es sacramento de salvación, porque es signo eficaz de la humanidad nueva. Y de ahí el interés
de Lucas por dejarnos aquellas descripciones ideales (Hch 2,44 ss; 4,32, etc.) sobre el comunismo de la Iglesia prime-
ra.
Pero esta solución lucana es unilateral y, si se la acepta sola, es peligrosa: termina por desvincular a la Iglesia de
la historia, para convertirla en una especie de eterno presente, epifánico y transparente de Dios, en el que ya no caben
la caída ni el fracaso. Sin querer, eximirá a la Iglesia de la oscuridad de la cruz para hacerla vivir en la dimensión del
Resucitado (y quizás no es casualidad el que, en los discursos de los Hechos la cruz juegue un papel tan escaso, y se la
conciba sólo como un paréntesis ya cerrado). Alimentado con esta concepción, el creyente no sabrá buscar en la Iglesia
más que la tranquilidad y la seguridad que le eximan de los zarandeos de Satanás a la historia, en vez de buscar la
fuerza que le ayude a afrontar esos zarandeos (Lc 22,31).
Ello lleva insensiblemente a una sacralización de las instituciones eclesiales, que parece una recaída en las actitu-
des criticadas por el autor de la carta a los Hebreos... La autoridad, sacramentalizada, abandonará definitivamente sus
esfuerzos por invertirse en servicio de acuerdo con la pretensión de Jesús, y pasará a ser un principio formal, válido
por sí mismo. La idea primera del “siervo de los siervos” irá cediendo sitio hasta verse suplantada por la idea del “san-
to padre.” Paralelamente, la obediencia, tan fundamental en el Nuevo Testamento, no será un correlato del servicio del
superior (Hb 13,17), sino una consecuencia de su carácter sagrado. La institución, escatologizada, se convertirá en algo
definitivo e inmóvil. La propia grandeza y el propio prestigio, obsesionarán a una Iglesia que sin ellos teme perder un
brillo divino al que Jesús histórico había renunciado (Flp 2,6 ss). En esta situación, le será difícil “acordarse de los
marginados como si ella fuera uno de ellos” (Hb 13,3). Y en épocas de crisis histórica, estará más preocupada por su
propia supervivencia que por su humilde servicio a la causa de Dios en la historia. En una palabra, la concepción de
Lucas, si se la aísla, corre el riesgo a la larga de adelantar tanto en la Iglesia el ya de la Escatología, que no deje lugar a
su perpetuo todavía no.
Por eso, la concepción de Lucas, a la vez que debe ser mantenida, debe ser completada con la solución que propo-
ne Pablo a los corintios. Estos, habían anticipado de tal manera la escatología, que ya no esperaban nada: la resurrec-
ción de los muertos ya había tenido lugar y, por eso, “no hay resurrección de los muertos” (1 Cor 15,12). Frente a esta
concepción, Pablo subraya el todavía no de la Escatología, e interpreta el tiempo en que vive como tiempo de la cruz
(1 Cor 1, passim). El creyente no ha sido inmerso (bautizado) en la Resurrección de Jesús, sino en su muerte (Rm 6,3).
La Resurrección, como “tangente” a esta dimensión de nuestro mundo y nuestra historia, no constituye la verdadera
realidad de esta dimensión. No vivimos ni hemos sido trasladados a la dimensión del Resucitado, sino que ésta se halla
presente sólo en forma de , de arras, de semilla, de promesa, de impulso vital.
Pero, propiamente hablando, esa dimensión presente es la dimensión de la “hora” de Jesús y su realidad última es
la cruz y la experiencia del abandono de Dios ante la pretensión de la utopía humana. Por eso vale para el creyente que
“el Resucitado es el Crucificado, pero no al revés”. Y ése es el sentido del famoso “reparo escatológico” (reserva esca-
tológica) que algunos señalan como lo específico del cristiano frente a las esperanzas intrahistóricas. Hay que predicar
la revolución, la metanoia del mundo. Pero al predicarla se pedirán signos, “sabiduría”, éxitos revolucionarios. Y el
creyente sólo conoce un Mesías fracasado. Fracaso que no vale por sí mismo, masoquistamente o bultmanianamente,
sino porque pertenece intrínsecamente al hecho de la Resurrección y está iluminado por él.
También la concepción de Pablo es unilateral y, si se la aísla, puede llevar fácilmente a la resignación histórica.
La difícil armonía entre ambas concepciones, abre el lugar de una auténtica teología de la historia. En ella, el retraso de
la Escatología obliga a mantener, a la vez, el ya y el todavía-no, la vigencia y la imposibilidad de la utopía. En esta si-
tuación, cabe una recuperación de todas las “realidades viejas” que perduran: el mundo con tribunales (1 Cor 6,1ss), el
templo, la ley, el comercio o el amor particularizado..., pero sólo como si no se tuvieran “porque la figura de este mun-
do pasa” (1 Cor 7,31). Es decir: sin que sea posible la instalación en ellos, y sin que cese la obligación de superarlos.

107
8.6.7. ¿Cómo presentar la resurrección en la cuarta semana de Ejercicios?160
Buscar el desarrollo de esta pregunta en la versión ampliada de estos apuntes

160
Para este tema ver mi artículo sobre “Los relatos de la resurrección según la exégesis y la teología actual”, en la revis-
ta Manresa 79 (2007), 109-125.

108
TEMA 9: LA DIVINIDAD DE JESUCRISTO
Seguimos nuestro método ascendente en el acceso al misterio de Jesús. En toda la primera parte de nuestro curso
hemos querido hacer una jesuología y no tanto una cristología. Es decir, queríamos ir al estrato más primitivo de la re-
velación sobre la persona de Jesús, que está en los recuerdos de lo que él mismo expresó en su vida más o menos ex-
plícitamente. No hemos querido empezar con lo que se llegó a decir sobre Jesús más tarde, sino con lo que él dijo so-
bre sí mismo explícitamente, y lo que dejó traslucir de una manera implícita.
Tras haber hecho ya este estudio, nuestra perspectiva va a cambiar. Ahora ya no nos fijaremos tanto en lo que Je-
sús dijo explícita o implícitamente sobre sí mismo, sino en lo que el Nuevo Testamento nos dice sobre su identidad.
Guiada por el Espíritu Santo la primera comunidad cristiana siguió profundizando en estos datos, y expresó su confe-
sión de fe en Jesús acabará tomando forma dogmática en Nicea con la fórmula “Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo
único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho.”

9.1. ¿Qué significa decir “Jesús es Dios”?


Jesús nunca dijo ni pensó que él fuera “el Dios”. “En el monoteísmo radical de Israel esto habría provocado un
equívoco escandaloso, que podría oscurecer su verdadera naturaleza y su relación con Dios-Padre. Pero al orar y al ha-
blar de su relación con Dios, Jesús se vive a sí mismo en una íntima familiaridad con aquel a quien llama “Padre”. Se
vive sí mismo como “el Hijo” (Mc 13,32), y vivencia a Dios como su Padre con toda la singularidad que esto compor-
ta. La conciencia que Jesús tiene no acaba en sí mismo, sino en Dios como Padre suyo. Es una pura relación al Padre,
como un pájaro que solo fuera vuelo.161”
Jesús descubre el modelo de la fidelidad a lo absoluto de Dios, por ello hay que contemplar al hombre Jesús en el
desarrollo de su vida histórica e impregnarnos de su espíritu. Jesús es el Hijo que no deja de recibir su propio ser di-
vino en una actitud afectuosamente obediente, en su renuncia a la voluntad propia para hacer de la voluntad del Padre
el pan de cada día (Jn 4,34). Esta actitud de hijo contradice la nuestra habitual, reforzada por el pecado, según la cual el
hombre cabal es el que deja de recibir, el autónomo. Jesús denuncia que esa voluntad de autonomía del hijo pródigo es
la fuente de todas las desventuras. Lo que nos constituye en hijos y en personas es nuestra voluntad de aceptar, de reci-
birnos de Dios.162
La vida se unifica cuando se polariza toda en torno a un único núcleo. Todo es relativo en relación a este núcleo
central, pero sólo este núcleo es absoluto. En la vida de Jesús hay algo absoluto que relativiza todo lo demás: El Padre
y su voluntad. El Padre es origen y destino: “Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre”
(Jn 16,26). Así transcurre toda la vida de Jesús. Para él la hora de la muerte es sólo “la hora de pasar de este mundo al
Padre” (Jn 13,1), el último latido del corazón, su último acto es un abandono filial. “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu” (Lc 13,46).
Esta opción fundamental se concreta en varias actitudes básicas:
Acogida: Jesús acoge todo lo que es y todo lo que tiene como un don gratuito recibido. Nada es suyo. Los discípu-
los son “los que tú me has dado” (Jn 17,6); sus palabras son “las palabras que tú me diste” (Jn 17,8; 14,24); su doctrina
es “lo que he oído a mi Padre” (Jn 15,15). Su propia pasión es “el cáliz de mi Padre” (Jn 18,11). Su vida es un don de
amor del que es plenamente consciente. “El Padre me ama” (10,17). Su gloria sólo quiere recibirla del Padre, no de los
hombres: “Es mi Padre el que me glorifica” (Jn 8,53). Jesús no busca su gloria, la recibe como un don.
*Presencia: La vida de Jesús transcurre enteramente en presencia del Padre. Aun en lo más profundo de su sole-
dad Jesús confiesa: “Me dejarán solo, pero no estoy solo, porque el Padre está siempre conmigo” (Jn 16,32). “El Padre
está en mí y yo estoy en el Padre” (Jn 10,38). “Yo vivo por el Padre” (Jn 6,57). Desde este sentido de presencia conti-
nua, Jesús pasa largos ratos de su vida en oración con el Padre (Mc 1,35; Lc 5,26).

161
Ver la conferencia de Chulucanas ya citada.
162
Esta sección está inspirada en el bellísimo libro de A. MANARANCHE sobre los ejercicios de San Ignacio, Un camino de li-
bertad, Studium, Madrid 1972, pp. 88 y 89.

109
*Identidad: Jesús se siente en una relación única con Dios. Una relación que nadie más comparte. Dios es “mi Pa-
dre y vuestro Padre” (Jn 20,17). Jesús se define a sí mismo simplemente como “el Hijo” (Mc 13,32), quizás el título
cristológico más alto de todos. “el Padre y yo somos uno” (Jn 10,30). “Como me conoce el Padre, yo conozco al Pa-
dre” (Jn 10,15). “El que me ha visto a mí, ha visto a mi Padre” (Jn 14,9). “Todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío” (Jn
17,10). “El Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que hace” (Jn 5,20).
*Disponibilidad: Jesús se siente en misión. La iniciativa última no es suya. “Yo lo conozco porque vengo de él, y
él es quien me ha enviado” (Jn 7,29). “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que ve hacer al Padre” (Jn
5,19). “Yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8,29). Toda su existencia tiene un solo sentido. “Mi alimento es ha-
cer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34). Frente a esta voluntad del Padre no admite
desviación alguna, ni de sus parientes (Lc 2,49) ni de sus discípulos (Mc 8,33).
*Abandono: Quizás donde mejor se nos revela su opción absoluta por el Padre es en su abandono filial, su entrega
en medio de la oscuridad y de la noche. Aun cuando se siente abandonado (Mt 27,46) se sigue abandonando. Ha ex-
hortado a los demás a abandonarse a un Padre que cuida de flores y pájaros (Mt 6,26.32) y sabe que su oración es
siempre escuchada
¿Cómo expresar esta relación de Jesús con el Padre en fórmulas? Nos hemos acostumbrado a decir desde niños:
“Jesús es Dios.” Pero lo primero que hay que decir es que esa es una afirmación enormemente ambigua. Normalmente
llamamos “Dios” al Dios Antiguo Testamento que aparece allí como Dios unipersonal, no trinitario. Llamamos igual-
mente “Dios” al Dios de la filosofía que es también un dios unipersonal. Obviamente Jesús en este sentido no es el
Dios unipersonal, no es el Dios de los filósofos, ni el Dios del Antiguo Testamento. En esa acepción, habría que decir
más bien que Jesús no es Dios.
En el Nuevo Testamento cuando hablamos de “el Dios” sin más (), nos estamos refiriendo a
casi siempre a Dios Padre. Y en este sentido también es claro que Jesús no es Dios Padre. La teología trinitaria nos lo
recuerda continuamente. El Padre no es el Hijo, y el Hijo no es el Padre. Son dos personas distintas. El Padre nos envió
a su Hijo, pero no se envió a sí mismo, luego el que envía y el enviado no son la misma persona. Si insistimos en lla-
mar a los dos simplemente “Dios”, sin añadir nada que los distinga, nos estamos confundiendo, porque Jesús no es
Dios Padre. No es el Padre quien murió por nosotros, sino el Hijo. Si al hablar de Dios estamos pensando en Dios Pa-
dre, entonces es evidente que Jesús no puede ser Dios.
En este sentido muchas veces no es cristiana la oración que hacemos a un Dios impersonal, a la Divinidad, cuando
decimos sin más: “¡Dios mío!” “¡Cómo cambiaría nuestra oración si la hiciésemos más trinitaria, es decir, si siempre
que nos dirigiéramos a Dios, nos dirigiéramos a una persona en concreto, y habláramos con ella como corresponde a
esa persona y no a otra! Al hablar a Dios Padre nos dirigiremos al que nos ha engendrado a la vida, al que tanto amó al
mundo que envió a su Hijo, al Padre compasivo que nos acoge cada vez que caemos. Cuando oramos al Hijo, le dare-
mos gracias porque es el camino al Padre, porque es la imagen del Padre, porque murió por nosotros, porque resucitó
de entre los muertos y nos comunica su Espíritu. Cuando nos dirigimos al Espíritu le decimos esa única palabra que le
dirige la Iglesia: “Ven”, y nos dirigimos simultáneamente al Padre y al Hijo para que nos envíen su Espíritu. Oramos al
Padre por el Hijo y en la fuerza del Espíritu. ¿Cómo es tu oración? ¿Es trinitaria? Dices “Dios mío”, o “Señor”, sin ser
consciente de cuál es la persona divina a la que te diriges en cada caso concreto?”163
La mayoría de los textos referentes a Jesús en el Nuevo Testamento no le llaman “Dios”, sino “Hijo del Dios”, es
decir Hijo del Dios (el Padre). Si le llamamos simplemente “Dios”, le estaríamos identificando con el Padre, lo cual se-
ría un grave error, porque son dos personas distintas.164
Con todo hay algunos pocos textos en el NT en que se le llama a Jesucristo “Dios”. En el prólogo de Juan se nos
dice: “El Verbo era Dios” (Jn 1,1).165 Al final del evangelio Tomás se dirige al Resucitado y le dice: “Señor mío, y
Dios mío” (Jn 20,28).166

163
Cf. una Conferencia que tuve en Chulucanas sobre Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo.
Ibid.164
165
Éste parece ser el primer ejemplo en que el uso del término “” con referencia a Jesús es cierto en el Nuevo
Testamento. Otros ejemplos del mismo uso en el evangelio de Juan son: la profesión de fe de Tomás después de la resu-
rrección (20,28), y 1,18 según la lectura de algunos manuscritos (); el mismo
uso es probable en 1 Jn 5,20. Existen otros textos en el Nuevo Testamento en los que el término “theos” se aplica a Je-

110
Es verdad que en el prólogo se usa el predicado “Dios” aplicado a Jesús, pero después de haber clarificado antes
que no es Dios Padre. Antes de decir que “era Dios”, el prólogo nos dijo que “estaba junto al Dios”,
. Evidentemente en ambas afirmacio-
nes la palabra “Dios” tiene un sentido diverso. Nadie puede a la vez “ser el Dios” y “estar junto al Dios”. En el primer
caso “el Dios” junto al cual estaba el Verbo es claramente aquel a quien llamamos Dios Padre, la primera persona de la
Santísima Trinidad en nuestro lenguaje teológico. En cambio en la segunda afirmación ya no hay artículo. No se nos
dice que el Verbo era “el” Dios, sino que el Verbo era “Dios” (). Con lo
cual obviamente está diferenciando entre “el Verbo” y “el Dios (Padre)”. No son la misma persona.
Efectivamente el prólogo afirma que el Verbo era “Dios”, así, sin artículo. Ya no hay peligro de confusión entre
las dos personas. El uso de “Dios” sin artículo no hace referencia a una persona, sino que equivale a un adjetivo. Po-
dríamos traducir que el Verbo era divino, era de naturaleza divina. Jesús era divino, pero no era “el Dios”.

9.2. ¿Cuándo se empezó a considerar a Jesús un ser divino?


Como dijimos en la nota 5, ya en el propio Nuevo Testamento tenemos algunos textos en que claramente se dice
que el Verbo encarnado era Dios.167 Es absurda la polvareda levantada por Brown en su código Da Vinci, cuando dice
que solo en Nicea, 300 años más tarde, se divinizó a Jesús.
Pero esta afirmación del prólogo de Juan está situada al final de un proceso de esclarecimiento en el que los pri-
meros cristianos fueron formulando la identidad de Jesús, a partir del recuerdo de su vida y de sus palabras, del impac-
to que causó en sus primeros seguidores. El Espíritu santo guió con su luz este proceso de esclarecimiento y de formu-
lación de la identidad propia de Jesús en relación con el Dios del Antiguo Testamento. “En adelante el Espíritu Santo,
el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les
he dicho” (Jn 14,26). “El Espíritu Santo les guiará hacia la verdad completa” (Jn 16,13).
Comienza nuestro esclarecimiento a partir de los que experimentaron a Jesús como alguien que tiene una relación
única con Dios Padre. Al hablar de la Cristología implícita ya nos referimos a este tipo de relación estricta. la autoridad
con la que Jesús proclamó el plan y el pensamiento de Dios, como si lo leyese en el corazón de Dios mismo; su certeza
de que el Reino de Dios no sólo estaba cerca sino que se estaba inaugurando mediante su vida y acción en su persona;
la seguridad de que su actitud hacia el pueblo y las instituciones y sus milagros expresaban la actitud y la acción mis-
ma de Dios; su convicción de que estar abiertos a él y a su predicación significaba responder, en la conversión y el
arrepentimiento, a la oferta de la salvación por parte de Dios; y que ser sus discípulos equivalía a entrar en el Reino de
Dios; pero, sobre todo, su cercanía a Dios, sin precedentes, en la oración. Su pretensión de perdonar los pecados ajenos
y al mismo tiempo la seguridad de la ausencia total de pecados propios. La autoridad que mostraba en la reinterpreta-
ción de la Torah. Las increíbles exigencias que ponía a los candidatos al seguimiento.

sús, pero la interpretación es discutible. Tales son: Rm 9,5; Col 2,2; Ti 2,10; 2,13-14; Hch 20,28; 2 Pe 1,1. Todos ellos
pueden entenderse, sin embargo –y a menudo entenderse mejor-, interpretando el término como referido al
Padre. Según el uso que hace Pablo en 1 Cor 8,6, Dios se refiere al Padre, mientras que a Jesús se le llama
el Señor (). La conclusión apunta a que Juan es el primer autor del Nuevo Testamento que hizo uso del
término “Dios”  -distinto del  = el Padre- para Jesús. El significado del término se amplía
así para referirse a la “divinidad” común al Padre y al Hijo. En Hb 1,8  es parte de una cita del salmo 45,7.
Sobre esta cuestión, ver, entre otros, R. E. BROWN, Jesús, Dios y Hombre, Sal Terrae, Santander 1973.
166
Muchos exegetas ven aquí una inclusión que abre y cierra el cuarto evangelio en su primera edición, antes de que se aña-
diese el capítulo 21. La confesión de la divinidad de Jesús se halla en el primer versículo del evangelio y en el último.
167
La sentencia de Ti 2,13 se puede traducir de dos maneras: a) Esperamos la epifanía de la gloria del gran Dios y de nues-
tro salvador Jesucristo”, o b) “Esperamos la epifanía de la gloria de nuestro gran Dios y salvador Jesucristo.” Puesto que
la fórmula “Dios salvador” es algo fijo, parece que es más probable la segunda traducción. Si esto es acertado, entonces
Cristo recibe aquí el título de “gran Dios” (cf. 2 Pe 1,1.11; 2, 20; 3,2.18). La carta a los hebreos llama a Cristo “esplen-
dor de la gloria de Dios e imagen de su esencia” (Hb 1,3). A continuación se aplican a Cristo los versos del Salmo 45,7
que en el Antiguo Testamento estaban dirigidos a Dios: “Tu trono, Dios, permanece eternamente... por eso te ha ungido
Dios, tu Dios, con óleo de alegría más que a tus compañeros” (W. Kasper, Op. cit.).

111
Preferimos comenzar con el primer núcleo de clarificación de la identidad de Jesús tal como aparece en las prime-
ras fuentes. El camino no comienza en el evangelio de San Juan porque allí evidentemente ya se nos da una cristología
más elaborada. Juan es la etapa final conclusiva. Nosotros queremos empezar con las proclamaciones más antiguas.
Cronológicamente los textos más antiguos que nos hablan ya de esta relación única y exclusiva de Jesucristo con
Dios Padre los encontramos en Pablo y en la Fuente Q, anteriores a los evangelios de Mateo y de Lucas. Recordemos
simplemente ahora el himno de Filipenses 2, en el cual se afirma que Jesús era de condición divina, pero que se despo-
jó de su rango para hacerse siervo como nosotros. Al final se afirma que toda rodilla debe doblarse ante Jesús, y que
Dios Padre le dio el nombre sobre todo nombre, y por ello toda lengua debe confesarlo como Señor.
Por otra parte, la fuente Q tal como se recoge en Lucas afirma: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tie-
rra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido
tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el
Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.”
Y por supuesto en textos posteriores del Nuevo Testamento ya no hay ningún recelo en proclamar explícitamente
de Jesucristo que en él “reside corporalmente toda la plenitud de la Divinidad” (Col 2,9). Y poco antes la misma carta
ha dicho que “Dios tuvo a bien hacer residir en Jesucristo toda la Plenitud” (Col 1,19).
Lo mismo ocurre en el evangelio de San Juan. Allí el propio Jesús muchas veces se refiere a sí mismo diciendo
YO SOY. Algunas veces esta afirmación va seguida de un predicado: “Yo soy la luz del mundo”, “yo soy el buen pas-
tor”, “yo soy la luz verdadera”, “yo soy el camino, la verdad y la vida”, etc. Pero hay algunos textos en que Jesús afir-
ma de sí mismo simplemente YO SOY, sin ningún predicado. Un judío al oír esto no puede por menos que acordarse
del nombre divino revelado a Moisés: YO SOY (Éx 3,14). YO SOY pasa a ser un título, un nombre divino. Cuando
Moisés fue al pueblo a comunicarle el mensaje divino dice: “YO SOY me ha enviado a ustedes.” Es un nombre tan sa-
grado que nadie lo puede pronunciar. Conocemos solo sus consonantes YHWH, pero se ha perdido el recuerdo de cuá-
les eran las vocales correspondientes, porque el hebreo bíblico se escribía sin vocales. Los judíos cuando lo leen en la
Biblia renuncian a pronunciarlo y en su lugar dicen mayormente la palabra hebrea “Adonay” = Señor. Recordemos es-
tos textos en los que Jesús habla de sí mismo como YO SOY sin añadir ningún predicado. “Si ustedes no creen que Yo
Soy, morirán en sus pecados” (Juan 8,24). “Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre, entonces conocerán que Yo
Soy” (Juan 8,27). “Antes que Abrahán existiera, Yo Soy” (Juan 8,58). “Se lo he dicho antes para que cuando suceda
crean que Yo Soy” (Juan 13,19).
A lo largo de este proceso de clarificación se ha producido lo que Kasper llama la retrotracción progresiva del tí-
tulo de Hijo de Dios a Jesucristo en un sentido cada vez más profundo y exclusivo.168 En un primer momento se habla-
ba de que Jesús fue constituido Hijo de Dios con poder en su resurrección (Rm 1,4). Luego Marcos retrotrayó este es-
tatus de filiación al momento del Bautismo (Mc 1,11), de modo que hasta el mismo título de su evangelio es “Evange-
lio de Jesús el Cristo, el Hijo de Dios”169 (Mc 1,1). Lucas verá el estatus de filiación de Jesucristo en el momento de su
concepción milagrosa por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35). Más tarde se retrotrajo el título a la preexistencia de Jesu-
cristo, o lo que es lo mismo a una dimensión que ya no pertenece al tiempo, sino a la eternidad (Jn 1,1).
“La primitiva Iglesia tuvo que reinterpretar estos títulos. Lo hizo no de modo abstracto y especulativo, sino histó-
rico y concreto. La primitiva iglesia interpretó la persona y destino de Jesús sirviéndose del título “hijo” o “hijo de
Dios”, a la luz de la vida, muerte y resurrección de Jesús. La historia concreta y el destino de Jesús se convirtieron así
en exégesis del modo de ser de la y actuación de Dios. Historia y destino de Jesús fueron interpretados como historia
del acontecimiento mismo de Dios. Juan formuló esta realidad sirviéndose de la palabra de Jesús: “Quien me ve a mí,
ve al Padre” (Jn 14,9). En este sentido se puede hablar en el nuevo testamento de una cristología “desde abajo”. 170 He-
mos concluido el proceso.

168
W. KASPER, Jesús el Cristo, Sígueme, Salamanca 1984, p. 191.
169
La supresión de “Hijo de Dios” en algunos testimonios textuales se explica por la inusual caracterización del evangelio. Y
precisamente esto es una prueba a favor de su originalidad: J. GNILKA, El evangelio según San Marcos, 4ª ed., Sígueme,
Salamanca 1999, p. 50.
170
W. KASPER, Op. cit., p. 190.

112
9.3. ¿Qué está en juego al hablar de la divinidad de Jesús?
Enseguida entraremos en conceptos más técnicos para tratar de entender el misterio de Jesús, y hablaremos de dos
naturalezas, divina y humana y de una sola persona divina: el Verbo encarnado. Con frustración notaremos cómo no
podemos atrapar el misterio en unos conceptos abstractos. Los conceptos son como jaulas que no pueden contener el
agua líquida sin congelarla previamente en su interior como bloque de hielo. Pero nosotros queremos beber el agua lí-
quida, no masticar un bloque de hielo.
Gracias a Dios existe un test último para la validez de todas las formulaciones teóricas de nuestra fe. Para saber si
nuestra comprensión del misterio de Jesucristo es adecuada, al menos aproximadamente, hay algunos tests prácticos en
los que no hay necesidad de perderse en palabras abstractas. Vamos a verlos poniendo así a prueba no tanto ya nuestra
ortodoxia, sino nuestra ortopraxis, que es más fácil de evaluar.

9.3.1. El culto a Jesús


Se entienda como se entienda el misterio del Verbo encarnado, lo importante es si en la praxis tributamos a Jesu-
cristo un culto de adoración. Aunque normalmente la oración de la iglesia se dirige al Padre por medio de Jesucristo y
en el Espíritu Santo, sin embargo los cristianos también nos podemos dirigir directamente a Jesús en la oración171. El
Nuevo Testamento nos autoriza. Mientras que en el Antiguo Testamento se promete la salvación a los que invocan el
nombre de Dios, los cristianos serán conocidos como “los que invocan a Jesús” (Hch 9,21). Mientras que en el Anti-
guo Testamento se promete la salvación a los que invocan el nombre de Dios, Pedro cura al paralítico de la Puerta
Hermosa “en nombre de Jesús” (Hch 3,6). Dios y Jesús van siendo nombres intercambiables.
En las cartas paulinas existen ya himnos en los que se canta la gloria de Jesús, especialmente el himno a Filipen-
ses: “Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo y toda lengua debe proclamar que
Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2,1). El título que debemos proclamar es “Señor”, ,
el nombre sobre todo nombre, que es la traducción bíblica al griego del tetragrámmaton sagrado. Esta proclamación va
acompañada con la genuflexión, el doblar la rodilla, signo claro de adoración.
La primera instancia de una oración dirigida a Jesús directamente es la de Esteban en el momento de su muerte.
“Mientras era apedreado, Esteban oraba así: ‘Señor Jesús, recibe mi espíritu.’ Después se arrodilló y dijo con fuerte
voz: ‘Señor, no les tomes en cuenta este pecado.’ Y dicho esto, se durmió en el Señor (Hch 7,59-60).
El propio Jesús en el evangelio de Juan nos dice: “Todos deben honrar al Hijo como honran al Padre. El que no honra
al Hijo, tampoco honra al Padre que lo ha enviado” (Jn 5,21).
Si Jesucristo no fuera Dios este culto a Jesús sería claramente una idolatría, porque estaríamos adorando a un sim-
ple hombre, a una creatura. El mismo Jesús le dijo a Satanás cuando le reclamó su adoración: “Aléjate, Satanás, porque
dice la Escritura: Adorarás al Señor tu Dios, y a él sólo servirás (Mt 4,10). El gesto de postrarse en adoración es por
tanto un gesto que solo puede hacerse delante de Dios.
En el libro de los Hechos queda claro que uno no puede postrarse delante de los hombres. Cuando Cornelio reci-
bió a Pedro en su casa “se arrodilló y se inclinó ante él.” Pedro no se lo consintió, y le dijo: “Levántate, que también yo
soy un ser humano” (Hch 10,26). No es lícito, pues, postrarse ni adorar a ningún hombre. Por eso la Iglesia nos prohí-
be hacer genuflexión ante las imágenes de madera o de piedra, porque eso sería una idolatría. Nos prohíbe adorar a los
santos, o incluso adorar a la Virgen María, porque son creaturas.
En cambio el Nuevo Testamento reconoce y admite la adoración a Jesús: Jesús es objeto de adoración de parte de
los Magos. “Los magos entraron en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron
; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra” (Mt 2,11). Re-
cordemos el perfume con el que María de Betania ungirá sus pies pocos días antes de su muerte (Jn 12,3).
No solo los Magos al principio del evangelio, sino los discípulos, al final del evangelio, adoran también a Jesús

171
Sobre el culto de los primeros cristianos a Jesús es muy interesante el libro de L. Hurtado, How on Earth Did Jesus Be-
come a God? Historical Questions about Earliest Devotion to Jesus, Grand Rapids – Cambridge 2005, 234 pp. Este libro
ha despertado el rechazo de algunos exegetas, pero ha sido en general bien acogido por la crítica. Ver una recensión de
Santiago Guijarro. En cambio Gesché dice que “impresiona poder asegurar que jamás se planteó la cuestión de tributar a
Jesús una forma de culto. Sobre esto no se encuentra rastro alguno.” Op. cit. p. 219. Muy interesante también el libro de J.
D. G. DUNN, ¿Dieron culto a Jesús los primeros cristianos?, Verbo Divino, Estella 2011.

113
resucitado: “Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle lo adoraron”
 (Mt 28,16-17).
Y por si quedase alguna duda, la carta a los Hebreos dice que “al introducir Dios al Primogénito en el mundo, di-
ce: ‘Que lo adoren todos los ángeles de Dios’  (Hb 1,6). Es claro que la adoración a
Jesús no puede ser considerada idolatría porque Jesús es verdaderamente Dios.
Fijémonos en la adoración eucarística que la Iglesia practica. La Iglesia nos permite y nos invita a adorar de rodi-
llas la Sagrada Hostia y el cáliz, porque allí está Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, porque nuestra adora-
ción no termina en la humanidad de Jesús sino que la atraviesa para llegar últimamente a la única persona que hay en
Jesús que es el Verbo encarnado, “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero.” Adoramos al Verbo
de Dios en su naturaleza humana, pero no adoramos su humanidad, ya que el culto no se dirige a la naturaleza, sino a
la persona.
Se formule como se formule el misterio de la Encarnación, el test para saber si es acertada la comprensión es fijar-
te si le tributas a Jesucristo un verdadero culto de adoración. Si Jesús es para ti un santo más de los muchos que hay en
la Iglesia católica, solo que un poco más santo, no tienes la verdadera fe de la Iglesia. Te limitas a venerarlo como ve-
neras a tantas personas venerables viva y difuntas.
Querremos reproducir aquí un hermoso himno de la liturgia de Laudes que expresa el gozo y la satisfacción de
poder adorar al Verbo encarnado. Quien al leer este texto se sienta estremecido e identificado, cree sin duda en la divi-
nidad de Cristo, al margen de cómo lo formule en su jerga teológica

Así: te necesito
de carne y hueso.
Te atisba el alma en el ciclón de estrellas,
tumulto y sinfonía de los cielos;
y, a zaga del arcano de la vida,
perfora el caos y sojuzga el tiempo,
y da contigo, Padre de las causas,
Motor primero.
Mas el frío conturba en los abismos,
y en los días de Dios amaga el vértigo.
¡Y un fuego vivo necesita el alma
y un asidero!

Hombre quisiste hacerme, no desnuda


inmaterialidad de pensamiento.
Soy una encarnación diminutiva;
el arte, resplandor que toma cuerpo:
la palabra es la carne de la idea:
¡encarnación es todo el universo!
¡Y el que puso esta ley en nuestra nada
hizo carne su verbo!
Así: tangible, humano,
fraterno.

Ungir tus pies, que buscan mi camino,


sentir tus manos en mis ojos ciegos,
hundirme, como Juan, en tu regazo,
y –Judas sin traición– darte mi beso.

Carne soy, y de carne te quiero.


¡Caridad que viniste a mi indigencia,
qué bien sabes hablar en mi dialecto!

114
Así, sufriente, corporal, amigo,
¡cómo te entiendo!
¡Dulce locura de misericordia:
los dos de carne y hueso!

La mediación de Jesucristo, Verbo encarnado, nos aproxima al Dios atisbado en las estrellas, al Motor primero, la
causa de las causas. La relación con este Dios es fría vertiginosa, y necesitamos un fuego y un asidero desde nuestro
ser de hombres hechos de materia. En Cristo tenemos a ese Dios lejano tangible, humano, fraterno, sufriente, corporal
y amigo. Ahí podemos entender su misterio.

9.3.2. La celebración de la eucaristía


Si Jesucristo no fuera el Verbo encarnado, es decir, una persona divina, no tendría sentido celebrar la eucaristía.
¿Cómo puedes comer y beber el cuerpo y sangre de un simple hombre? ¿Cómo puede ofrecerse Jesús a nosotros en
comida y bebida si es un simple hombre, pecador como nosotros? Estaríamos comiendo y bebiendo una comida y be-
bida contaminada.
Yo soy sacerdote para los demás, y puedo entregarles mi vida, administrarles los sacramentos, predicarles la pala-
bra, pero yo nunca podré ofrecerme a los otros como fuente de vida, porque soy un hombre pecador y si me tomasen
como alimento, se estarían contaminando con todo lo malo que hay en mí mezclado con lo bueno. Solo quien es uno
con Dios puede ofrecerse como alimento y bebida.
Solo Jesús puede decir “El que me come, vivirá por mí” (Jn 6,57). Más aún, no solo es lícito comer su cuerpo y
sangre, cosa que no sería lícita si se tratase de Moisés, de David, de María santísima, de San Francisco, de San Ignacio,
o de Santa Teresa... No solo es lícito comer su cuerpo, sino que es necesario y obligatorio. “En verdad les digo que si
no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe
mi sangre tendrá vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6,53).

9.4. La singularidad de Jesús


Hay una manera menos misteriosa de referirnos a la divinidad de Jesús y es hablar de su singularidad. Él es no
solo el primogénito -- (Rm 8,29; Hb 1,6; Col 1,15.18), sino el Hijo único, el
 (Jn 1,18), Por eso hay que llegar hasta el fondo de las afirmaciones de Jesús en las que habla
de sí mismo como alguien único y exclusivo. “Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6). ¿Por qué habría de ser el único
camino al Padre si Jesús fuese un simple hombre por más bueno que fuera? ¿Por qué se habría atrevido a perdonar los
pecados causando un tremendo escándalo a quienes pensaban que solo Dios puede perdonar pecados? (Cf. Mc 2,7).
Hay otro rasgo de singularidad en Jesús que apunta a su divinidad. Nos referimos a su impecabilidad. No es solo
que no cometiera ningún pecado, sino que era imposible que los hubiese podido cometer. Lo expone muy bellamente
la canción de Adrián Romero: “No es como yo; él es santo y es perfecto, él es limpio y sin pecado.” Y lo es no solo de
hecho, sino por derecho, por su propia naturaleza, por su relación única con Dios, Jesús es impecable y en esto se dife-
rencia de todos los demás hombres que ante Dios debemos reconocernos como pecadores.
O Jesús fue un ególatra y un soberbio al presumir de una santidad que no tenía o realmente es hombre de una ma-
nera radicalmente distinta a nosotros, Solo él podría desafiar a los judíos diciendo: “¿Quién de ustedes me convencerá
de pecado?” (Jn 8, 46). Criticó duramente a los fariseos porque presumían de justos, y ¿se iba a pasar él por santo y
perfecto? A todos nos invitó a reconocernos pecadores, ¿solo él se negaría a reconocerse también pecador? Si al final
resulta que no es el Hijo único de Dios sino un hombre como nosotros, habría en sus palabras una tremenda arrogancia
y una tremenda contradicción en su conducta.
La reflexión del Nuevo Testamento concluye que Jesús “no conoció pecado” (1 Cor 5,21). Fue en todo semejante
a nosotros menos en el pecado. “Nuestro sumo sacerdote no se queda indiferente ante nuestras debilidades, pues ha si-
do probado en todo igual que nosotros, a excepción del pecado” (Hb 4,15)
Hoy día hay en muchos una especie de alergia a la divinidad de Jesús, porque les parece que al afirmar la divini-
dad de Jesús estamos disminuyendo su humanidad. En el fondo hay un prejuicio larvado por el que preferirían que Je-
sucristo fuera solo hombre, ya que para ellos es más ser hombre que ser Dios, y al hacerle Dios a Jesucristo le estaría-
mos empequeñeciendo. Hay quienes prefieren a un Jesús colega, tan imperfecto como nosotros. Incluso algunos parece

115
que preferirían ver en Jesús algo de pecado, para que se pareciese aún más a nosotros, y nos pudiésemos identificar
mejor con él.
Olvidan que el pecado es precisamente la insolidaridad. ¿Cómo podría un Jesús pecador ser más solidario con no-
sotros? La Biblia dice todo lo contrario.

(2 Cor 5,21). “Dios hizo pecado al que no cometió pecado, para que así nosotros participá-
ramos en él de la justicia y perfección de Dios” Como hemos dicho, el Cordero de Dios quita el pecado del mundo,
cargando con él, es decir cargando con sus consecuencias, porque solo puede quitar y llevarse el pecado el que es ple-
namente inocente. (Jn 1,29).
Otro aspecto de la singularidad del Hijo es su carácter de “insuperable”, de culminación de la Historia, de pleni-
tud de los tiempos (Ga 4,4). Afirmamos que nunca podrá venir nadie superior a él. Ahora bien, normalmente en la his-
toria se da un progreso, se van batiendo records olímpicos, se van haciendo descubrimientos nuevos, los hijos son más
altos que sus padres. Solo en este caso fallaría este presupuesto.
Cuando se pregunta si es él el que ha de venir o esperamos a otro (Lc 7,19), la conciencia eclesial responde que ya
los cristianos no esperamos a nadie más. En Jesús ha llegado el ésjaton, lo definitivo. Él no es precursor de nadie. Na-
die puede ya mediar entre Dios y los hombres sino él.
También en la fuente Q encontramos el logion en que Jesús afirma de sí mismo: “Aquí hay uno que es más que
Salomón” (Lc 11,31; Mt 12,42). Es decir, más que los reyes del Antiguo Testamento. “Aquí hay uno que es más que
Jonás” (Mt 12,41; Lc 11,32).¿Qué podía ser para un judío “más que el templo” que era el lugar donde reposaba la glo-
ria de Dios? (Mt 12,6). Jesús se declara también “Señor del sábado” (Mt 12,8), una de las instituciones más sagradas
de Israel. Aun reconociendo que el Mesías es hijo de David, sin embargo Jesús deja claro que hasta el mismo David
consideraba a este su descendiente su “Señor” (Cf. Mc 11,35-37). Es decir, Jesús se pone por delante de todas las figu-
ras más sagradas de Israel, más que Moisés, más que David y los reyes, más que los profetas o más que el mismo tem-
plo.
Por supuesto que ha habido y habrá hombres y mujeres que superen a Jesús en algunos aspectos concretos, en su
ciencia, en su técnica, en su elocuencia, en el número de idiomas hablados, o incluso en los milagros realizados. El
mismo Jesús nos dijo que los que creyeran en su nombre harían las mismas cosas que él hizo y las harían mayores to-
davía (Jn 14,12). Lo que queremos decir es que nunca ha habido ni habrá ningún ser humano que haya tenido el mismo
tipo de intimidad con Dios que ha tenido Jesús de Nazaret, ni la misma capacidad para compartirla con otros.
Por eso él es el único Revelador. “A Dios nunca le ha visto nadie. El Dios unigénito es el que nos lo ha revelado”
(Jn 1,18). Moisés no pudo ver la cara de Dios en el Sinaí. Nos pudo dar la Ley, pero no la plenitud de la gracia y la
verdad, que “han acontecido por medio de Jesucristo.” Por eso Jesús es el único que puede enmendarle la plana a Moi-
sés, al contraponer de algún modo sus palabras con las que estaban escritas en la ley de Moisés, no anulándolas, pero sí
dándole su pleno cumplimiento (Mt 5,17).

9.5.- Purificación de nuestro concepto de Dios


Antes de afirmar la divinidad de Jesucristo, tenemos que purificar nuestro concepto de Dios. Decía Bonhoeffer
que el Dios revelado en Jesús “pone del revés todo lo que el hombre religioso espera de Dios.172” No podemos sin más
aplicarle a Jesucristo un concepto de Dios que hayamos llegado a conocer fuera de Jesús. Desgraciadamente es lo que
estamos haciendo todo el tiempo. A partir de Jesús tendremos que descubrir cómo es ese Dios de quien él nos habló,
ese Dios que nos habla en él. Pero desgraciadamente la teología cristiana muchas veces ha definido a Dios antes de mi-
rar al Dios revelado en Cristo y entonces ya es muy difícil captar la diferencia.
“El corpus teológico cristiano acabará confiando el peso principal del discurso sobre Dios a un sistema puramente
filosófico (el famoso De Deo), construido casi por entero sobre la base del pensamiento griego. Lo que ocurre entonces
es que ese discurso, considerado al principio como una simple introducción apologética al tratado cristiano propiamen-
te dicho, acabará convirtiéndose muy pronto en la reflexión teológica principal, si no en la única, y en todo caso en la
más difundida y desarrollada.173”

172
D. BONHOEFFER, “Carta de 18 de julio de 1944”, Widerstand und Ergebung, Munich 1951, p. 180.
173
A. GESCHÉ, Dios para pensar. VI. Jesucristo, p. 31.

116
“Al intentar a toda costa poner a salvo la divinidad de Cristo frente a las consecuencias de la encarnación, se per-
dió la ocasión de apreciar la imagen inédita de Dios que éstas descubrían. Hay que reconocer que, a propósito de este
aspecto central del mensaje cristiano, hubo planteamientos insostenibles. En efecto, se daba por supuesto que, de
acuerdo con el dogma filosófico griego, Dios es impasible e inmutable. La cruz, si era realmente la manifestación del
amor de Dios para con nosotros, no podía revelar nada de su naturaleza. Hay que reconocer, por tanto que la revelación
de Dios, transmitida por Cristo a través de todo su comportamiento y mediante la profundización de la teología del An-
tiguo Testamento, no constituía entonces la base del discurso sobre Dios. Se seguía centrando el discurso siempre en
un Dios más filosófico que cristiano.174”
Pero en realidad es Jesús quien nos ha transmitido una verdadera revelación sobre Dios en sus palabras: “Yo he
dado a conocer tu nombre a los que me diste de entre el mundo” (Jn 17,6); y: “Les he dado a conocer tu nombre, y
continuaré dándolo a conocer” (Jn 17,26). Hay que prestar, por tanto, una atención especial al discurso de Jesús sobre
Dios. La cristología es ante todo una teología, dice Gesché. Jesús, efectivamente, transmitía antes que nada una revela-
ción sobre Dios. Hay que prestar una atención especial al discurso de Jesús sobre Dios. Pero Jesús no solo nos revela a
Dios en sus palabras, sino sobre todo en sus obras, y aún más en su talante, en su manera de ser, en sus actitudes.
“Si Dios se ha hecho hombre en Jesús, tenemos que decir que Jesús es para nosotros “el rostro humano de
Dios,175” es decir, el que nos descubre a Dios con rasgos humanos.
Ese Dios al que nadie ha visto jamás, adquiere en Jesús un rostro humano y se deja ver. Quien ve a Jesús está
viendo al Padre (Jn 14,9). El Dios silencioso y oculto, cuya última realidad siempre se nos escapa, se nos aclara en Je-
sús; allí nos habla y nos dirige su palabra hecha lenguaje humano. El que escucha las palabras de Jesús está escuchan-
do la Palabra del Padre (Jn 14,24).
Jesús es la manera humana que tiene Dios de presentarse y de existir ante los hombres. Todo lo que nosotros sa-
bemos de Dios lo conocemos en Jesús y desde Jesús. A través de su vida, sus gestos, su actuación, su mensaje, su
muerte en cruz y su resurrección descubrimos lo que es Dios para nosotros, cómo reacciona ante el hombre, cómo se
interesa por nosotros, cómo busca nuestra salvación.
Como dice A. Nolan: “No podemos deducir nada acerca de Jesús partiendo de lo que creemos saber cerca de
Dios; debemos por el contrario deducirlo todo acerca de Dios partiendo de lo que sabemos sobre Jesús. Así, cuando
afirmamos que Jesús es divino, no pretendemos añadir nada a lo que hasta ahora hemos podido descubrir acerca de él,
ni pretendemos cambiar nada de lo que hemos afirmado sobre él. Decir ahora que Jesús es divino no modifica nuestra
comprensión de Jesús, sino nuestra comprensión de la divinidad. No solo nos apartamos de los dioses del dinero, el
poder, el prestigio o la propia persona, sino también de todas las viejas imágenes de un Dios personal, con objeto de
encontrar a nuestro Dios en Jesús y en lo que él representó.176”
Uno de nuestros esfuerzos principales como creyentes debe ser el irnos liberando de ese Dios falso y ambiguo,
producto de nuestra imaginación, nuestros sueños, miedos o egoísmos, para ir descubriendo el rostro de Dios en Jesús
de Nazaret.
Dice de nuevo Nolan: “Hemos visto cómo fue Jesús. Si deseamos ahora tratarle como a nuestro Dios, debemos
concluir que nuestro Dios no desea ser servido por nosotros, sino servirnos él a nosotros; no desea que se le otorgue en
nuestra sociedad el más alto rango y la más elevada posición posible, sino que desea asumir el último lugar y carecer
de rango y de posición; no desea ser temido y obedecido, sino ser reconocido en el sufrimiento de los pobres y los dé-
biles; su actitud no es de suma indiferencia y distanciamiento, sino de un compromiso irrevocable con la liberación de
la humanidad, porque él mismo eligió identificarse con todos los hombres en un espíritu de solidaridad y compasión.
Si Dios no es así, entonces Jesús no es divino. Pero si Jesús resulta ser una imagen veraz, entonces Dios es más verda-
deramente humano, más perfectamente humano que cualquier hombre.177”
Descubrimos en Jesús que Dios ama al hombre desinteresadamente, sin buscar su propia utilidad. Que Dios no es
un rival del hombre sino alguien interesado solamente en su liberación y salvación total. Que es alguien que sabe per-
donar siempre. Que se pone siempre a favor del pobre, del débil, del maltratado, del que necesita ayuda. Que defiende

174
Ibid.
175
Este es el título de un libro de J. I. GONZÁLEZ FAUS, El rostro humano de Dios. De la revolución de Jesús a la divinidad
de Jesús, Sal Terrae, Santander 2008.
176
A. NOLAN, ¿Quién es este hombre?, Santander, Sal Terrae 1981, p. 222.
177
Ibid., p. 403.

117
siempre la justicia y la verdad. Que se preocupa de la salud y la felicidad última del hombre, que es capaz de ir hasta la
muerte por ser fiel a su voluntad de salvar a la humanidad.178”

9.6.- Desde nuestra filiación hacia la filiación divina de Jesús.179

9.6.1. Nuestra filiación


Se comprende que los primeros cristianos hayan dado a Jesús los títulos de Cristo, Enviado, Salvador. Esos títu-
los, llamamos funcionales o soteriológicos, reflejaban perfectamente, junto a algunos otros, lo que la fe había descu-
bierto e interpretado en Jesús. Es lo que los evangelios precisamente se habían propuesto contarnos. Hablan de lo que
es Jesús para nosotros.
Evidentemente no ocurre lo mismo cuando se trata de atribuir a Jesús el título de Hijo de Dios. Aquí entramos, o
parece que entramos, en metafísica. Abandonamos, o parece que abandonamos, la cristología de salvación para entrar
en una cristología personal, yendo más allá de lo que Jesús es para nosotros en búsqueda de lo que Jesús es en sí mis-
mo.
Pero, en realidad, en la cristología de la divinidad de Jesús nos seguimos encontrando con una identificación que,
paradójicamente, es primero identidad del cristiano, y solo desde ahí se revela y se manifiesta como la identidad propia
y original de Jesús. Porque gracias a Jesús nos hemos sentido hijos de Dios es por lo que le identificamos como el Hijo
de Dios. En el orden del ser la filiación de Jesús precede a la nuestra y es causa de la nuestra. Pero en el orden del co-
nocer llegamos a conocer la filiación de Jesús desde el punto de acceso de nuestra propia filiación.
Cuando Pablo habla de la experiencia religiosa fundamental y fundante de los cristianos, la expresa como el acce-
so a la filiación divina. Se puede decir que en esa experiencia descubre lo que ha sucedido de nuevo y de esencial para
nosotros con la venida del Salvador. Bastante ajeno a las soteriologías de redención del pecado, aunque no estén del
todo ausentes, Pablo da prioridad a esta expresión positiva de la salvación. Los temas de la adopción filial, del estatuto
cristiano de hijos de Dios y de coherederos con Cristo, son sin duda los que suscitan el entusiasmo de Pablo como si
ahí estuviese realmente la buena noticia y el cumplimiento de la promesa hecha a los Padres. Da la impresión de que
ha sido en ese tema de la filiación divina de los cristianos donde Pablo ha encontrado la expresión mejor y más positi-
va de la novedad cristiana.180
Con la venida de Cristo y el envío de su Espíritu, escribe Pablo a los cristianos de Roma, no han recibido ustedes
un Espíritu que les haga esclavos , para vivir bajo el temor, sino que han recibi-
do un Espíritu que les hace hijos adoptivos, ” (Rm 8,15). Literalmente: un
Espíritu que les constituye en hijos. El término ha sido tomado del lenguaje jurídico de la adopción. “Ese mismo Espí-
ritu, prosigue san Pablo, se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios, .
Y si somos hijos, también somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rm 8, 16-17). La herencia
de Jesús se convierte en la nuestra: “Pues al llegar la fe, ya no necesitamos acompañante (la ley). Efectivamente, todos
ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Ga 3,25-26), “de suerte que ya no eres siervo, sino hijo, y como
hijo, también heredero por gracia de Dios” (Ga 4,7). Y de manera más solemne, evocando el designio eterno de Dios
dice Pablo que: “cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido bajo el régimen de la ley
, para hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios -
. Y es la prueba de que ustedes son hijos...”
(Ga 4,4-6). Y con una especie de explosión de júbilo, exclama en la carta a los Efesios: “Bendito sea Dios, Padre de
nuestro Señor Jesucristo; [ ... ] Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo. [ ... ] Él nos destinó de ante-
mano, conforme al beneplácito de su voluntad” (Ef 1,3-5).
Es evidente que san Pablo ve en esta adopción y filiación el cumplimiento, el advenimiento de la antigua promesa
de Dios de hacer de nosotros hijos. Porque esa es la finalidad misma del plan de Dios al hombre, y su designio desde la
creación y la alianza, extensible después a todos los pueblos. “Si ustedes son de Cristo, son también descendencia de

178
J. A. PAGOLA, Jesucristo. Catequesis cristológicas.
179
Este epígrafe está tomado básicamente del libro de A. GESCHÉ, Dios para pensar. VI. Jesucristo, (n. 4: “Jesús, Hijo de
Dios”)
180
Ver mis apuntes de antropología teológica al hablar de la filiación como naturaleza de la Gracia.

118
Abrahán, herederos según la promesa” (Ga 3,29; cf. Rm 4,16). Si junto con esta filiación existe también una idea de
redención , es porque ha sido necesario restablecer la intención inicial anulando aquello
que nos había alejado de nuestra herencia de hijos. Pero lo esencial está en la renovación de esta herencia prometida.
Refiriéndose al Antiguo Testamento (2 Sm 7,14; Is 43,6; Jr 31,9; Os 2,1), recuerda que Dios ha dicho: “Yo seré su Pa-
dre de ustedes y ustedes serán mis hijos e hijas” (2 Cor 6,18). Jesús es el que ha venido a cumplir esta promesa.
Para dar mayor importancia a este tema, san Pablo lo asocia con toda la creación, que se interesa por este destino
singular del hombre y encuentra en él su propia orientación. “La creación misma espera anhelante que se manifieste lo
que serán los hijos de Dios [ ... ] La creación vive en la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la
corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,19.21). Y llevando su afirmación aún
más lejos: “Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente. Pero no
sólo ella; también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior suspirando por-
que Dios nos haga sus hijos” (Rm 8,22-23). Nuestra adopción filial alcanza la aspiración total de toda la creación divi-
na.

9.6.2. La filiación divina de Jesús


Como ya hemos observado, esta vocación divina de los cristianos a ser hijos de Dios está estrechamente asociada
a la obra y sobre todo a la persona de Jesús. Al hacerse hombre el Hijo de Dios, nosotros podemos ser adoptados como
hijos, somos hechos hijos en el Hijo. Las religiones, como el Islam, que no aceptan que Dios tenga un Hijo de su mis-
ma naturaleza, tampoco aceptan que nosotros seamos hijos de Dios. Ellos no pueden rezar el Padre nuestro. Tienen
prohibido llamar a Dios Padre. Entre los 99 nombres de la divinidad que recitan en su rosario de 33 cuentas, hay títulos
hermosísimos aplicados a Dios, pero no está el nombre de Padre.
Si nosotros somos o llegamos a ser hijos de Dios, eso es, razona san Pablo, porque Jesús, el Hijo de Dios, nos co-
munica esta dignidad. Nosotros somos herederos porque hay alguien que es el primer heredero y nos asocia a su he-
rencia (cf. Rm 8,17). Nosotros recibimos la adopción () como hijos de Dios
() por la participación en el estado del Hijo (Rm 8,15-16; Ga 3,26.29; 4,4-7; Ef
1,3-5). “Fiel es Dios que les ha llamado a vivir en unión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor” (1 Cor 1,9). El poder
que aquí se manifiesta no es un poder “cualquiera” de Dios. Es el poder del Padre que se proyecta en el poder de su Hi-
jo: “Este evangelio, que él había prometido por medio de sus profetas en las Escrituras santas, se refiere a su Hijo, na-
cido de la estirpe de David en cuanto hombre, y constituido por su resurrección de entre los muertos Hijo poderoso de
Dios según el Espíritu santificador” (Rm 1,2-4). “Con su muerte, el Hijo nos ha liberado” (Ef 1,7); liberados de la es-
clavitud del que no es hijo, para poder acceder a la libertad de los hijos (Rm 8, 21; Ga 5,1-6). Esta libertad filial la re-
cibimos por este Espíritu de Jesús.
La prueba de que ustedes son hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: 'Ab-
ba', es decir, 'Padre'” (Ga 4,6). “Ustedes han recibido un Espíritu que los hace hijos adoptivos y les permite clamar:
'Abba', es decir 'Padre'” (Rm 8,15).
Este tema de la filiación en Cristo lo vuelve a desarrollar Pablo al hablar sobre Jesús, el primogénito, incorporan-
do a sus hermanos menores a la filiación divina: “A los que conoció de antemano los destinó también desde el princi-
pio a reproducir la imagen de su Hijo, llamado a ser el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29). Jesús, como
primogénito de la creación (Col 1,15; Hb 1,6) y como primogénito de entre los muertos (Col 1,18), conduce como hijo
mayor hasta Dios.
Como dijimos, Pablo no ignora el efecto salvífico de la gracia como redención, liberación, sanación, o perdón de
los pecados.181 No ignora, pues, esta presentación de la salvación, que nos resulta tan (incluso demasiado) familiar. Sin
embargo, es como si para él sólo se tratase del aspecto negativo de la salvación, el que se refiere a la necesaria libera-
ción de los obstáculos que impiden lo que está realmente en cuestión, es decir, que los hombres seamos hijos de Dios.
Los aspectos que nosotros llamamos negativos son, en cierto sentido, secundarios; son medios o condiciones por las
cuales la salvación se realiza en su sentido más positivo. El significado de los actos redentores queda subordinado a

181
Ver un resumen de los términos empleados en Gesché.

119
eso que es realmente lo único importante y lo único que debe acaparar nuestra atención, a saber, el acceso de los hom-
bres a la filiación divina.182
Se nos ofrece también una expresión particularmente esclarecedora de esta finalidad de la redención en el tema
crucial, ya mencionado, de la esclavitud y de la herencia. El hijo de un esclavo, simbolizado aquí por el hijo de Agar,
la esclava de Abrahán, no tiene ningún derecho a la herencia filial, como explica Pablo, sino que la herencia revierte
solo en el hijo de Sara, la esposa legítima (Ga 4,21-31). En efecto, san Pablo entiende muy exactamente que la esclavi-
tud es una situación que no nos permite ser hijos ni herederos. Hace falta, pues, salir de la esclavitud para disfrutar de
los bienes y de las promesas filiales que sólo valen para el heredero (Ga 5,1).
Por encima de esta exposición simbólica, san Pablo nos ofrece una descripción más técnica, tomada una vez más
del lenguaje jurídico. Escribe Pablo que cuando un heredero es todavía niño, está sometido a los tutores y a los admi-
nistradores (entendemos que está sometido a la ley), y su situación no es muy distinta de la de un esclavo: aún no entra
a participar en la herencia y debe esperar hasta la fecha fijada por el padre (Ga 4,1-2). “Así también nosotros, mientras
éramos menores de edad, vivíamos esclavizados por las potencias cósmicas” (aquí se refiere a todos los poderes que
nos hacen esclavos” (cf. Ga 4,9 y Col 2,8). Pero ahora que, por el Hijo, hemos sido liberados de esta esclavitud, de esta
cautividad, hemos podido por fin recibir la adopción y la herencia prometida desde siempre (Ga 4,5).
Por tanto podemos decir que, en la óptica de san Pablo, los aspectos negativos de la redención sólo han sido nece-
sarios para desembarazarnos de aquello que nos impedía llegar a ser hijos de Dios, meta verdadera de la salvación.
Pensemos en los numerosos “hacía falta” () de la Escritura, que indican una necesidad indispensable pero
secundaria, ligada a la posibilidad del advenimiento verdadero de la salvación. “¿No era preciso
[] que el Mesías sufriera todo esto para entrar en su gloria?” (Lc 24,26) Solo así podrá
compartirla con nosotros. No se trata de sacarnos de la cautividad o de la esclavitud para librarnos de ese mal, como si
toda la redención quedara terminada con eso. Se trata de liberarnos de la esclavitud para poder acceder a la gloria divi-
na, a la herencia, en la cual se resume el plan de Dios.
Sin embargo, preguntándose a partir de ahí sobre la relación entre Jesús y nuestra filiación, Pablo descubre el mis-
terio profundo de Jesús, escondido desde la eternidad, desvelado ahora y manifestado en y para nuestro acceso a la fi-
liación: “Pero ahora, con independencia de la ley, se ha manifestado la fuerza salvadora de Dios [ ... ] que, por medio
de la fe en Jesucristo, alcanzará a todos los que crean” (Rm 3,21-22); “se ha revelado el misterio mantenido en secreto
desde la eternidad, pero que se ha manifestado ahora” (Rm 16,25-26; cf. Col 1,26; 2 Tm 1,10; Ti 1,3; 2,11). A través
de ese misterio se descubre que en Jesús, Hijo de Dios, existe precisamente una capacidad, un “poder” personal de ha-
cer hijos.
Pablo no vive la experiencia de una salvación en cierto sentido impersonal: como si Dios, por una especie de gra-
cia anónima, “objetiva”, abstracta, decidiera salvarnos “simplemente sin más”. Lo que Pablo descubre es que la salva-
ción consiste en entrar en una nueva relación personal. Dios no nos ha enviado un don abstracto, sino la comunicación
de sí mismo en alguien que es su propio Hijo. Y lo que Dios nos da de esta manera es el ser hijos por la participación
de persona a persona; “presencia real” en cierta manera.
De donde se desprende precisamente la idea de filiación adoptiva, punto sobre el que Pablo ha insistido abundan-
temente. Adoptiva, porque es el resultado de una decisión personal de Dios; adoptiva, también porque la hemos conse-
guido en aquel que es el hijo primogénito (Rm 8,29; Col 1,15.18; Hb 1,6). Con otras palabras: si Jesús nos ha otorgado
esta adopción es porque en él habita “toda la plenitud de la divinidad” (Col 1,19; 2,9). De modo que seamos nosotros
mismos “llenos de un amor [ ... ] que [nos] llena de la plenitud misma de Dios” (Ef 3,19). No es que lleguemos a ser
hijos de Dios de cualquier modo.
Encontramos aquí el verdadero “Cur Deus homo” de san Pablo: ¿por qué Dios se ha hecho hombre?, ¿por qué ha
enviado a su Hijo? La respuesta de Pablo se encuentra resumida enteramente en esto: Dios ha enviado a su Hijo hecho
hombre para hacer de nosotros sus hijos. Porque él quiso que éste fuera el modo de establecer con nosotros su vínculo
de gracia. El “Cur Deus homo” se desdobla en un “Cur Dei Filius.183” ¿Por qué enviar al Hijo? Justamente para que
nosotros lleguemos a ser hijos. Ha sido precisamente en esta experiencia viva de nuestra filiación donde Pablo ha des-

182
El enfoque de A. GESCHÉ es precisamente el que critica Pannenberg cuando protesta contra la orientación puramente sote-
riológica de la cristología. El resultado es el olvido de la singularidad histórica de Jesús al convertir a Jesús en signo o
símbolo de nuestros deseos. (Cf. W. PANNENBERG, Fundamentos de cristología, Sígueme, Salamanca 1974, p.60.
183
A. GESCHÉ, op. cit., p. 219.

120
cubierto la divinidad de Jesús. La filiación divina de Jesús es exigida, en cierto modo, por el hecho de que él nos hace
hijos.

9.7. ¿Qué pudo significar para Jesús ser Hijo de Dios?


Ahora se trata de comprender qué pudo significar para Jesús, ya no tanto para nosotros, el ser Hijo de Dios. Es
una reflexión evidentemente más filosófica y conceptual que soteriológica. Es propiamente un objeto de confesión de
fe, pero la reflexión es plenamente legitima. La fe no puede limitarse a ser un grito; debe tener en cuenta las exigencias
de la reflexión. Recuérdese lo que manda Pedro: “Estén siempre dispuestos a dar razón de su esperanza a todo el que
les pida explicaciones” (1 Pe 3,15). Hay, pues, toda una historia de debates cristológicos que ocupan los siglos IV y V;
debates que dan testimonio de los prolongados titubeos de las primeras elaboraciones teológicas en ese esfuerzo de
comprensión y defensa de la fe (contra el docetismo, el adopcionismo, el arrianismo, el nestorianismo, etc.). Ha sido
justamente en ese clima teológico en el que los primeros siglos han desarrollado una compleja argumentación concep-
tual (dos naturalezas, una hipóstasis, consustancialidad, unión hipostática, etc.).
De este modo, lo que llamamos formulación dogmática tiene como objetivo y como significado preservar y salva-
guardar la experiencia de fe. Por eso el dogma recurre a conceptos que, sin coincidir con la confesión de fe, permiten
sin embargo que ésta se preserve frente a las desviaciones de interpretación que nada tienen que ver con ella. Es cierto
y hay que reconocerlo con franqueza. ¿Qué hubiese sido del cristianismo si, al poco de su explosiva manifestación, no
hubiera conocido a los que han sido llamados Padres de la Iglesia, ni hubiera convocado los grandes concilios de Nicea
y de Calcedonia? Según una feliz expresión de Hannah Arendt, hay que saber “hacer las paces con la tradición”184.
Sin embargo, esos esfuerzos de conceptualización, que han propiciado el mantenimiento de la fe, han tenido tam-
bién sus desaciertos. Está claro que la conceptualización estuvo siempre expuesta a un peligro inherente a toda integra-
ción en el mundo de los conceptos, el de encontrarse muy pronto frente a nociones que se van haciendo cada vez más
rígidas y que, por otra parte, entorpecen el impulso de la fe. Los Padres lo advierten claramente: “Teme al sistema lo
mismo que a un león”, dicen ellos con frecuencia. Gregorio Nacianceno pedía que no se “exagerasen los conceptos”, si
se quería comprender a Jesús, Hijo de Dios. Los conceptos tienen que permanecer vivos, inventivos, heurísticos, ope-
rativos. Cuando quedan fijos y, sobre todo, cuando parecen dictados por un simple interés especulativo, entonces se
hunden. Este riesgo no se evitó, y es lo que está en el origen de la expresión despectiva “cuestiones bizantinas”. Todos
tenemos que echar mano de los conceptos. Pero está claro que existe en cada uno de ellos, sobre todo cuando son tra-
tados por sí mismos, una inevitable brutalidad que, cuando queda abandonada a su suerte, puede vulnerar la esponta-
neidad y el movimiento de la fe.
Por ese motivo la soteriología permanecerá, sin duda, como el lugar de la cristología. Al reflexionar desmesura-
damente sobre la divinidad de Jesús en sí misma, se pierde entonces el espacio que hacía realmente comprensible esta
confesión. Estudiando ese título como un en-sí-mismo, se corre el riesgo de dar pie a la acusación de helenismo. Se es-
taría dando ese título a Jesús con el único deseo de engrandecerlo y de honrarlo. Pero no fue ésa la preocupación ini-
cial. La grandeza de ese título estriba, ante todo, en que revela la grandeza de Dios con referencia a nosotros y la gran-
deza que él nos reconoce. Jesús es reconocido Hijo de Dios, no a partir de un honor que se le quiere tributar, sino de un
servicio que él nos ha prestado.
El título de Hijo de Dios no ha sido tomado por Jesús para su propia grandeza, sino que ha sido descubierto por
nosotros en beneficio de nuestra propia grandeza. Hay conceptos precipitados que corren el riesgo de equivocar el sen-
tido mismo de la divinidad de Jesús.
San Pablo lo ha dicho de manera solemne: para comprender a Jesús no hay por qué pensar en una divinidad ávida
de sí misma (Flp 2,6-11), sino en el sentido de una divinidad que se despoja. Solamente allí descubrimos su grandeza
por encima de todo nombre (Flp 2,6-11). Y es aquí seguramente donde podríamos encontrar nuestra manera, que no
tiene por qué ser infiel a la tradición, de dar razón de nuestra fe en Jesús.
Si la verdad de la naturaleza divina es la kénosis y la verdad de nuestra naturaleza consiste en nuestra capacidad
de Dios, ¿no estamos entonces en presencia de una oportunidad totalmente nueva de comprender mejor la posibilidad

184
H. ARENDT, La Vie de/ 'esprit II. Le Vouloir, Paris 1983, p. 61.

121
y la racionalidad de confesar a Jesús? Entonces, en lugar de una concepción de oposición entre humanidad y divinidad,
difícil de armonizar, tendríamos una concepción dialéctica de ambas.185

9.8. La preexistencia y la filiación divina186


La preexistencia y la identidad divina de Jesús llegaron a anunciarse de forma gradual, pero siempre se entendie-
ron en términos de filiación divina. El título de “Hijo de Dios”, con el preciso significado que gradualmente asume al
ser aplicado a Jesús, acabará siendo el modo privilegiado y decisivo para expresar su verdadera identidad personal. Pa-
ra explicar esto hay que volver a la experiencia pascual de los primeros creyentes, y últimamente a Jesús mismo me-
diante el recuerdo de su vida terrena, tal como se conservó en las primeras comunidades cristianas.
La experiencia pascual de la resurrección, separada del testimonio que Jesús había dado de sí mismo, no sería su-
ficiente para explicar la fe cristológica de la Iglesia. Jesús ya había sido consciente de su propia filiación divina en to-
das sus actitudes y actos y, sobre todo, en su oración al Padre, a quien llamaba “Abba”. Lo hacía así bajo la mirada de
asombro de los discípulos que compartían su existencia cotidiana. Su conciencia humana, como hemos dicho ya, era
esencialmente filial. Sin duda, a pesar de la novedad que suponía para los discípulos verle dirigirse a Dios en la ora-
ción con el término “Abba”, ellos no habían sondeado todavía la profundidad de la relación de Jesús con su Padre. So-
lo cuando Dios permitió que la condición divina de Jesús se manifestara en la resurrección, comenzó a aclararse el
pleno significado de esa filiación.
La compleja cristología neotestamentaria de la filiación divina de Jesús expresa (objetivamente) la conciencia fi-
lial (subjetiva) que Jesús tuvo de Dios durante su vida terrena.187 El último fundamento de la cristología de filiación de
Jesús es la conciencia filial que tuvo Jesús mismo. Los discípulos captaron una vaga idea de esto, aunque su pleno sig-
nificado sólo se aclaró en la resurrección. “Cuando Jesús resucitó de entre los muertos, los discípulos recordaron lo
que había dicho”, escribe Juan en su evangelio (Jn 2,22), indicando el proceso de remembranza mediante el cual los
discípulos, después de la Pascua, llegaron a captar quién era Jesús. Sólo volviendo hacia atrás con el recuerdo a lo que
Jesús había dicho de sí mismo se pudo finalmente percibir el misterio de su unión con Dios. “El Padre y yo somos
uno” (Jn 17,11). “Mi Padre y yo somos una misma cosa” (Jn 10,30). Juan indica que este proceso de remembranza y
comprensión sólo podía tener lugar bajo la dirección del Espíritu Santo: porque es él quien les “enseñará todas las co-
sas y hará que recuerden lo que yo les he enseñado” (Jn 14,26; cf. 16,12-13).
En el momento del desarrollo de la cristología neotestamentaria a que hemos llegado, hay, por tanto, un continuo
ir y venir entre las cuestiones suscitadas por la reflexión cristiana sobre Jesús y el testimonio de Jesús mismo, tal como
fue confiado a la memoria cristiana. Encontramos aquí en acción un “círculo hermenéutico” en la interpretación neo-
testamentaria de Jesús. Y a través de este proceso fueron evolucionando las respuestas de la fe, conduciendo a la con-
fesión de Jesús como el Hijo de Dios a partir de ese Jesús de la historia que nos descubre hoy la exégesis crítica sobre
las tradiciones de los evangelios. Jesús hizo y dijo lo suficiente para justificar la interpretación de su persona que la
Iglesia apostólica, a la luz de la experiencia pascual, construyó paso a paso.
Los interrogantes que la vida y la predicación de Jesús habían suscitado recibían, por fin, una respuesta decisiva:
Jesús es el Hijo de Dios. Se retomaba la expresión bíblica tradicional, pero, ahora, aplicada a Jesús después de muchos
años de reflexión, a la luz de la experiencia pascual sobre el misterio de su persona.
Con el descubrimiento de la filiación divina de Jesús se abrió un nuevo enfoque para el discurso de fe, que ya no
comenzará, como lo había hecho el kerigma primitivo, por el Señorío del Resucitado, sino que, invirtiendo la pers-
pectiva, tomará como punto de partida la unión del Padre y del Hijo en una inefable comunión de vida, antes e inde-
pendientemente de la misión histórica del Hijo. La preexistencia de Jesús antes de su vida terrena, postulada por la

185
Me resulta muy sugerente el desarrollo que hace Gesché del término “capax” para explicar la Encarnación del Verbo. Dice
Gesché que la Encarnación solo es posible si se admite a priori que el hombre es capaz de Dios (homo capax Dei) es decir
hay de hecho en su naturaleza un capacidad de infinito que permite que el Hijo pueda encarnarse en un hombre. De facto
ad posse valet illatio. Dios nunca podría haberse encarnado en un animal. Pero hay más. La realidad de la Encarnación
presupone como condición de posibilidad un Dios capaz del hombre (Deus capax hominis), un Dios trinitario capaz de
entrar en una unión con un miembro de nuestra especie humana. Un Dios no trinitario nunca podría haberse encarnado en
un hombre. Cf. A. GESCHÉ, Jesucristo, (pp. 237-264),
186
Este epígrafe está tomado del libro de J. DUPUIS, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Estella, 2000, pp. 108-110.
187
El tema de la conciencia de Jesús lo hemos tratado en otra parte de los apuntes.

122
condición divina de su estado de Resucitado, era de hecho su existencia en la eternidad de Dios. Fue posible, por tanto,
invertir todo el discurso cristológico y partir de la contemplación del misterio inefable de la comunión del Padre y del
Hijo en la vida íntima de Dios.
W. Kasper ha subrayado la importancia del cambio de perspectiva causado en la cristología al considerar la pre-
existencia en Dios de Jesucristo, su Hijo. “Los enunciados neotestamentarios sobre la preexistencia expresan funda-
mentalmente, de forma nueva y con mayor profundidad, el carácter escatológico que connota la persona y la obra de
Jesús de Nazaret. En Jesucristo Dios se manifestó y comunicó de manera definitiva, incondicionada e insuperable, por
la que Jesús entra en la definición misma del ser eterno de Dios. Del carácter escatológico del acontecimiento de Cristo
se sigue que Jesús desde la eternidad es Hijo de Dios y que Dios desde la eternidad es el “Padre del Señor Jesucristo”.
La historia y el destino de Jesús tienen, pues, su fundamento el ser de Dios; la naturaleza divina se manifiesta en Jesús
como acontecimiento. Las afirmaciones neotestamentarias sobre la preexistencia conducen, por tanto, a una reinterpre-
tación más amplia del concepto de Dios.188”
Por supuesto que el concepto preexistencia es mitológico. El prefijo “pre” supone una realidad temporal: “antes
de.” Solo en las realidades temporales hay un antes y un después. Es contradictorio hablar de un “antes de la creación”,
porque donde no había creación no había tampoco tiempo, y no había ni un antes ni un después.189 Es contradictorio
decir que algo preexista al tiempo. Visto desde la historia, desde el tiempo, obviamente que hay un tiempo pasado en el
que el Verbo todavía no se había encarnado. Fechamos la historia diciendo “antes de Cristo” y “después de Cristo.”
Pero visto desde la eternidad, desde Dios, no hay un segmento de eternidad en el que el Verbo todavía no se había en-
carnado y otro segmento en el que ya se encarnó. La eternidad no puede dividirse en segmentos. No es un tiempo muy
largo, sino la negación del tiempo. Es un instante sin principio ni fin.
Este planteamiento, de hecho, lleva a la cristología neotestamentaria a su clímax. Encuentra su máxima expresión
en el prólogo del evangelio de Juan (1,1-18), que puede considerarse el vértice de la reflexión cristológica del Nuevo
Testamento.
Sin entrar en una exégesis elaborada del texto, podemos hacer algunas observaciones. El escrito aplica al Hijo
preexistente el concepto de “Verbo” ‫( דבר‬dabar) de Dios, tomándolo de la literatura sapiencial del Antiguo Testamen-
to. Dios, el Padre (), se distingue del Verbo que es “Dios” ().190 “y el Verbo se hizo car-
ne” () expresa la existencia personal humana del Verbo; la “carne” indica la frágil
condición humana que comparte con los hombres. “y habitó () entre nosotros” evoca la teología
veterotestamentaria de la shekhiná ‫ שכינה‬en virtud de la cual la Sabiduría “plantó su tienda” para morar entre los hom-
bres (Jn 1,14).
A pesar de la debilidad de la carne, la gloria de Dios () según Juan, brilla a través de la existencia hu-
mana de Jesús desde sus comienzos. La manifestación de su gloria no se aplaza, como para Pablo, hasta al tiempo de
su resurrección y exaltación. Jesucristo, el Verbo hecho carne, es el “unigénito” () “Hijo de
Dios.191” Por eso, su ser eternamente engendrado por el Padre queda expresado de manera distinta que en el título fun-
cional de “primogénito” () de entre los muertos, atribuido a Jesús en su resurrección (Col
1,18). El hecho de que el Verbo encarnado esté “lleno de gracia y de verdad” significa que es en su persona la culmi-
nación de la bondad (‫ חסד‬) y de la fidelidad (‫אמת‬, ) de Dios hacia su pueblo. Por-
que, si la Ley dada por Dios mediante Moisés puede considerarse ya un don, Jesucristo es la suprema gracia

188
W. KASPER, Jesús, el Cristo.
189
Esto ya lo dijo admirablemente San Agustín. “He aquí que respondo al que preguntaba: ¿Qué hacía Dios antes de que hiciese el
cielo y la tierra? Y respondo...con audacia que antes de que Dios hiciese el cielo y la tierra, él no hacía nada... Pero si la mente
volandera de alguno, vagando por imágenes de tiempos anteriores a la creación, se asombra de que tú, Dios omnipotente, crea-
dor y sustentador de todo, artífice del cielo y de la tierra, dejaste pasar un sinnúmero de siglos antes de que hicieses obra tan
grande, que espabile y advierta de que se asombra por cosas falsas. Porque ¿cómo habían de pasar innumerables siglos, cuando
aún no los habías hecho tú, autor y creador de los siglos?...Ya que tú habías hecho el tiempo mismo...Así que si antes del cielo
y de la tierra no existía tiempo alguno, ¿por qué se pregunta qué era lo que entonces hacías? Puesto que realmente no había
tiempo donde no había un entonces.”
190
Ver en nota 7 un estudio de las citas del Nuevo Testamento en las que se podría pensar que se le llama a Jesús Dios.
191
Algunos manuscritos traen en lugar de “hijo único” () la expresión “el Dios, Hijo úni-
co” ()

123
() de Dios y la más alta manifestación de su fidelidad a su designio salvífico
().
Si, comenzando por el prólogo, alcanzamos una visión panorámica de todo el evangelio de Juan, resulta claro que
el “acontecimiento Cristo” se manifiesta en plenitud desde su salida hasta su regreso, del  al
”. “Salí del Padre y viene la mundo, otra vez dejo el mundo y vuelvo al Padre” (Jn 16,28).
A pesar de la semejanza entre el himno cristológico de la Carta a los Filipenses y el prólogo de Juan, hay que re-
conocer plenamente el valor del itinerario de una ruta a otra de la cristología. La cristología de Juan con la que se cie-
rra el Nuevo Testamento es una cristología “desde arriba”. Ya expondremos en qué sentido se puede decir que la cris-
tología del kerigma primitivo es “desde abajo”, pues así lo indica el hecho de que la condición divina de Jesús se per-
cibió y afirmó en primer lugar en el estado glorificado de su existencia humana.
Seguimos el proceso de interrogantes que esta primera intuición desde abajo desencadenó y el progresivo cambio
de perspectiva a que dio lugar mientras se buscaba, a niveles siempre más profundos, la raíz de esta condición divina
que se acabaría colocando finalmente en la secreta vida íntima de Dios, “anterior” e independientemente a la existencia
humana de Jesús en la tierra. La cristología que mana de este cambio completo de perspectiva es, por necesidad, “hacia
abajo”: parte del ser eterno del Hijo con el Padre para llegar a hacerse hombre en su misión terrena recibida de Dios y,
a través de su misterio pascual, en su vuelta a la gloria del Padre.
Esto no significa que la cristología hacia abajo sustituya a la cristología hacia arriba, haciéndola obsoleta. La cris-
tología del prólogo y del evangelio de Juan no canceló la del kerigma de la Iglesia primitiva. Tampoco nosotros, hoy,
tenemos que elegir entre las dos o entre las distintas cristologías de los varios escritores neotestamentarios. Siguen
siendo enfoques diversos, fragmentarios y mutuamente complementarios del misterio de Jesucristo, que se sitúa por
encima de cada uno de esos fragmentos y que siempre escapará a una comprensión plena. Hoy, lo mismo que en la
Iglesia primitiva, las diversas cristologías del Nuevo Testamento han de mantenerse, por tanto, en una tensión y un diá-
logo fructíferos, porque si elegimos una a expensas de la otra, no podremos abarcar la plenitud del misterio y, quizá,
perderemos de vista tanto la auténtica humanidad de Jesús como su verdadera filiación divina.
Éste es el motivo por el que, si bien en un cierto sentido la cristología del evangelio de Juan y, particularmente, la
del prólogo, representa el culmen de la cristología neotestamentaria, ésta no puede convertirse en un modelo absoluto y
exclusivo, con el resultado consiguiente de no dejar ya lugar a la cristología más antigua del kerigma primitivo.
Pero también la cristología “desde abajo”, vinculada a la del kerigma primitivo, no se puede bastar a sí misma y
no es plenamente adecuada sin el complemento de una cristología “desde arriba”. Juzgando desde la pluralidad de cris-
tologías en la unidad de fe, tal como aparece en el Nuevo Testamento, si queremos evitar que una cristología resulte
unilateral, tendremos que seguir siempre un doble camino, “desde abajo” y “desde arriba”, e integrar el uno con el
otro. Y viceversa. Esto es quizá lo que significaría un acercamiento “integral” a la cristología.

9.9. De condición divina


“Para algunos teólogos Jesús sería un hombre “divinizado” solo en sentido afectivo, no real. Por eso, en lugar de
hablar de la divinidad “de” Cristo, prefieren hablar de la presencia de la divinidad “en” Cristo y, en lugar de adorar “a”
Cristo, prefieren adorar a Dios “en” Cristo. Jesús, entonces, sería alguien invadido por Dios, pero no sería Dios verda-
deramente; sería un hombre religioso excepcional, alguien que sintió más que nadie la vinculación que todos tenemos
con Dios, nuestro Padre.192” Este planteamiento sería mucho más sencillo y nos evitaría muchos quebraderos de cabe-
za, pero no corresponde a lo que la Revelación cristiana nos dice de Jesús en sus textos bíblicos inspirados, en las de-
claraciones conciliares, y en toda la tradición y la vida de la iglesia.193
“Una lectura radical de lo que Jesús dice sobre sí mismo en los evangelios y del modo en que actúa en toda su vi-
da, obliga a reconocer que esa unión que Jesús proclama con su Padre va mucho más allá de un simple afecto, de una
simple presencia de Dios en él. Y así lo reconocen los cristólogos más coherentes.194” Los dogmas definidos en la Igle-

192
Cf. J. M. MARTÍN DESCALZO, Vida y misterio de Jesús de Nazaret, vol. 1, “Los comienzos”, Nada menos que todo un
Dios, p. 332.
193
Como ya dijimos. Uno de los últimos intentos para evitar estos quebraderos de cabeza es la obra de R. HAIGHT. Jesús sím-
bolo de Dios, Trotta, Madrid 1999. Desgraciadamente es un intento fracasado el reducir todo a un lenguaje simbólico,
porque el creyente ya no reconoce allí lo más profundo y original de su fe cristológica.
194
J. M. MARTÍN DESCALZO, Ibid.

124
sia intentan preservar los datos fundamentales del ser de Jesucristo. Jesús es verdaderamente Dios, consustancial al
Padre, de la misma naturaleza que el Padre, tan Dios como el Padre.
Por otra parte, afirmamos que Jesús es verdaderamente hombre, enteramente hombre, de la misma naturaleza hu-
mana que nosotros, consustancial con nosotros. Esta verdad que debemos preservar a toda costa, utiliza la expresión de
“dos naturalezas” en Jesús: la naturaleza divina por la que es consustancial al Padre, y la naturaleza humana por la que
es consustancial con nosotros. Hay por tanto en Cristo dos naturalezas divina y humana. El problema es cuando trata-
mos de articular la relación que existe entre ambas y sobre todo el tipo de unión que existe entre ellas.
De entrada hay que admitir que son dos naturalezas distintas y que por tanto no pueden fusionarse ni mezclarse.
Pensemos en lo que ocurre con el agua y el aceite, más bien que en lo que ocurre con el agua y el vino. Pero no solo
son distintas, sino que una de ellas, la divina, es misteriosa e incomprensible.

9.9.1 El problema de la naturaleza divina


Como decimos, no se puede hablar de las dos naturalezas en pie de igualdad. No son homogéneas. La naturaleza
divina es un misterio impenetrable. Si nosotros somos un misterio, ¿cuánto más lo será Dios? El propio ser de Dios
(naturaleza divina) nos es totalmente incomprensible. No podemos encerrar a Dios en un solo concepto, palabra, ima-
gen, nombre o definición. Sea quien sea, Dios no se deja encerrar nunca en los conceptos con que definimos el profun-
do misterio de su divinidad. Si se dejase, Dios no sería Dios. Ésta es una doctrina clásica. Recordemos la historia de
san Agustín cuando paseaba por la playa intentando entender el misterio de la Trinidad. Al ver cómo un niño pequeño
armado de un cubo trataba de poner toda el agua del mar en un hoyo que él mismo había hecho en la arena, Agustín le
dijo: “No lo conseguirás.” Y el niño (que en realidad era un ángel) le respondió: “Tampoco tu harás entrar el misterio
de la Trinidad en tu mente finita.” Sea cierta o no, se trata de una excelente historia sobre nuestra situación fundamen-
tal ante Dios. Agustín escribió más tarde: “Si lo comprendes, no es Dios.” Por la misma naturaleza de las cosas, somos
criaturas limitadas, que hablamos del Dios eterno que nos ha creado. Por ello no podemos entender a Dios. Todo esto
que decimos de la naturaleza humana no vale en cambio de la naturaleza divina.
La conceptualización filosófica del ser en subsistencia y naturaleza, en la que resuena el problema griego de lo
uno y lo múltiple, es una concepción útil para poner de manifiesto la imposibilidad de nuestro hablar sobre Dios. En
esta concepción no es posible propiamente hablar de “naturaleza divina” porque la divinidad no es un concepto univer-
sal, multiplicable en los diversos individuos, sino que es subsistente por sí misma. El entendimiento humano capta la
naturaleza de las cosas abstrayendo lo que hay de común en varios individuos. Cuando hay solo un individuo, como es
en el caso de Dios, el entendimiento no puede formarse un concepto apropiado de él. Eso no quiere decir que Dios no
exista, sino que no puede ser aprehendido por nuestro entendimiento porque es un misterio impenetrable. Dios no es
un concepto universal, como, verbigracia, el hombre. Y como la mente humana sólo capta y sólo predica determina-
ciones universales o comunes del ser, Dios es para ella el Indecible y el Innombrable.
Una segunda dificultad estriba en el hecho de que el entendimiento humano necesita para poder funcionar correc-
tamente utilizar conceptos que se han generado a partir de datos sensibles, según el viejo adagio de que no puede haber
en el entendimiento nada que no haya estado antes en nuestros sentidos. “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in
sensu.” Ahora bien, obviamente a Dios no podemos captarlo por los sentidos, luego no podemos tener un concepto
adecuado de él.
Este hecho parece poner en cuestión la misma legitimidad del lenguaje sobre la "naturaleza divina" en Jesús. Se
objetará que para responder a esa dificultad, la filosofía escolástica ya había elaborado la teoría de la analogía del con-
cepto de ser. Y esta respuesta será válida en la medida en que sea fiel a sí misma y mantenga lo que ella misma ense-
ñaba: Como dice el Concilio Lateranse IV, en la analogía entre el Creador y la creatura es mucho mayor la desemejan-
za que la semejanza.195 En cambio, el uso habitual que hacemos de la analogía procede al revés: como si la semejanza
entre los conceptos análogos fuera mucho mayor que su desemejanza. La idea de la analogía basta, pues, para afirmar
que la “naturaleza divina” no es un concepto tan propio y tan normal como el de naturaleza humana.
El concepto de naturaleza divina no describe una realidad alineable junto con la humanidad de Jesús y homologa-
ble con ella. Ambos conceptos son propiamente irreductibles; y si se habla de dos naturalezas no es para marcar dos

195
“Inter creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notari quin inter eos maior sit dissimilitudo notanda” . Concilio
IV de Letrán, 1215, “De errore abbatis Joachim.”

125
sumandos homogéneos, sino como recurso negativo para salvaguardar, a la vez, la plenitud del ser hombre de Jesús
(que siempre peligró en todo lenguaje de “una sola naturaleza, una sola voluntad”, etc.) y la total irreductibilidad de
Dios y el hombre (que no puede ser perdida de vista sin olvidar con ello el carácter agraciante que tiene la presencia
de la divinidad en Jesús).
No se puede situar a ambas naturalezas en un mismo plano, una junto a la otra, como dos voces de una melodía.
Sería como poner “encima” del hombre Jesús un nuevo piso, al que llama divinidad, y que es cognoscible aparte de su
humanidad. Se olvida la radical diferencia del término “naturaleza” cuando se aplica por igual a la divinidad y a la
humanidad. Al tomar los conceptos con esta univocidad, surge necesariamente el problema de su armonización y se
convierte el dogma en un auténtico ajedrez de conceptos. En cambio, si se mantiene la diferencia de los conceptos y su
analogía, es ya superfluo el problema de su armonización, pues la Divinidad es siempre lo desconocido y lo nunca ob-
jetivable en Jesús. Entonces se mantiene el sentido negativo de la definición, que dijimos era el sentido correcto.

9.9.2. ¿Cómo es la unión de las dos naturalezas?


¿Son dos naturalezas pegadas la una a la otra al modo como están unidos el jinete y el caballo que monta? Es cla-
ro que no. En el caso de jinete y caballo son dos entidades unidas accidentalmente, y que se separan en cuanto el jinete
se baja del caballo. Él se va su casa y el caballo se va a la cuadra. Cada uno tiene sus modos propios de actuación irre-
ductibles -el jinete piensa y el caballo no; el caballo come paja y el hombre no-. Juntos se potencian mutuamente y
pueden hacer cosas que cada uno de los dos por separado no habrían podido hacer. El jinete a caballo puede saltar una
tapia que el jinete solo no podría saltar. El caballo montado por el jinete puede hacer piruetas que nunca podría hacer él
solo.
Dos personas nunca podrían unirse sustancialmente, porque siempre serían siendo dos. Marido y mujer se unen
para ser “una sola carne” de un modo metafórico, pero siguen siendo dos sujetos distintos, dos personas distintas. Ni el
marido ni la mujer se despersonalizan al unirse, cada uno sigue siendo el último sujeto de sus propios actos, el último
responsable de sus propios actos. Si uno de los dos comete un crimen, el otro no es responsable a no ser que haya sido
cómplice.
Pues bien, la fe cristiana afirma que en Jesús no hay dos hypóstasis distintas unidas accidentalmente, sino dos na-
turalezas distintas unidas sustancialmente formando una única hipóstasis, que es el último sujeto de atribución de todas
las acciones divinas y humanas realizadas por esa única persona. Es decir que ese último sujeto de atribución de las ac-
ciones divinas y humanas de Jesús es la persona divina, el Verbo de Dios. Fijémonos bien, el Verbo no solo es sujeto
de las propiedades y acciones divinas de Jesús, sino también es el último sujeto de sus propiedades y acciones huma-
nas.
Esto hace posible que se pueda predicar de Jesucristo a la vez cosas distintas. En cuanto Dios, es eterno, omnipo-
tente, inmortal, omnisciente. En cuanto hombre, está sometido al tiempo, es mortal, puede ser ignorante, se fatiga…
Cuando el hombre Jesús nace, es el Verbo de Dios encarnado quien nace en su naturaleza humana. Cuando el Verbo
de Dios encarnado muere en la cruz, es últimamente el Verbo quien muere en su naturaleza humana. Cuando María da
a luz al Verbo encarnado en Belén, es al Verbo de Dios a quien está dando a luz en su naturaleza humana. Por eso a
María la Iglesia puede llamarla Theotókos, es decir, “Madre de Dios”.
La posibilidad de este intercambio de propiedades y actividades se ha conocido en la teología escolástica como
“communicatio idiomatum.” Nestorio negaba esta communicatio idiomatum, porque las propiedades divina de Jesús
no podían ser atribuidas a Cristo hombre, ni la propiedades humanas de Cristo hombre podrían ser atribuidas al Logos
divino.
Pero veamos ahora dónde está el núcleo del problema. Si en Jesús no hay más persona que la divina, eso quiere
decir que Jesús no es una persona humana. ¿Le falta algo a la humanidad de Jesús cuando decimos que el hombre Je-
sús no es persona? ¿Es menos hombre que nosotros por el hecho de no ser persona humana? En nuestra mentalidad de
hoy no sería posible ser verdadero hombre sin ser persona, es decir sin tener una conciencia propia, una libertad, un
poder de decisión. Pero cuando en teología le negamos a Jesús una “personalidad humana” no le estamos negando nin-
guna de esas cosas. Estamos solo negando que su humanidad sea el último sujeto de atribución de todas sus propieda-
des y actos. Por eso se prestaría menos a confusión si lo único que negáramos a la humanidad de Jesús fueran una hy-
postasis humana y no una personalidad humana. Como veremos, en su caso, sí había en él una autoconciencia humana,
una voluntad humana, una libertad humana, un centro de decisión humano que son los elementos característicos de la

126
personalidad. Lo único que no había en Jesucristo es un último sujeto de atribución humano, una hypóstasis humana,
porque el último sujeto de todas sus propiedades y facultades humanas era el Verbo de Dios.

9.9.3. La hypóstasis divina


Los concilios llaman al último sujeto que hay en Jesucristo hypóstasis, lo que algunos traducen como “persona”.
Así hablamos de dos naturalezas, divina y humana, y de una sola persona divina.
Como ya hemos dicho, el problema está en que hoy la Palabra “persona” significa algo distinto de lo que signifi-
caba en el griego de los concilios. Este es el núcleo del problema y la fuente de muchas confusiones. Por eso Rahner
prefería dejar de usar la palabra “persona” en el caso de Jesús y usar sin más la palabra griega “hypóstasis” que nos
evita esta confusión. Habría pues en Jesucristo dos naturalezas y una única hypóstasis.
No decimos que en la humanidad de Jesucristo no hubiera una “persona humana” en el sentido moderno de la pa-
labra; lo que no hay en ella es una “hypóstasis” humana, es decir un último sujeto de atribución humano196 Como decía
Duns Scoto, uno no pierde nada cuando pasa de ser el último a ser el penúltimo. Basta con que haya alguien que se
ponga detrás de él, para que deje de ser el último, sin necesidad de perder nada de lo que tenía. Jesús no es menos
hombre por el hecho de que su yo humano no sea el último sujeto de sus acciones. Jesús es sujeto de sus acciones hu-
manas como lo somos nosotros, la diferencia que en nuestro caso somos el último sujeto, y en el caso de Jesús el pe-
núltimo. Porque el último sujeto de todas sus acciones divinas y humanas es el Verbo de Dios.
Para profundizar más en este tema reproduciremos algunos párrafos tomados de González Faus.197
A la luz de lo dicho, la subsistencia divina de Jesús quiere decir que en Jesús es posible lo siguiente: todo lo hu-
mano, absolutamente todo menos el pecado, lo predico de Dios, con la misma verdad con que—en mi propio caso—lo
predico de mí. O mejor: no lo predico sin más de Dios, sino de aquello que en Dios es el Principio de la absoluta co-
municación y la absoluta aceptación de sí. El principio de subsistencia del hombre Jesús es Dios mismo o aquello por
lo que Dios reproduce su propia identidad en el Hijo que es su propia y total autoexpresión.
Esto supone que Dios es de tal manera que en él hay un principio capaz de sustentar como suyo propio lo “otro de
sí.” Este principio es lo que llamamos la Palabra, el Logos o el Hijo. Y éste es el sentido de la pluralidad de sujetos en
la Trinidad, que no implica una pluralidad de “personas” en el sentido moderno del término: la persona en Dios no se
define por la auto-conciencia, sino por la relación; en Dios todo lo que es absoluto es único y, por tanto, no existe una
pluralidad de conciencias ni de centros de decisión (esto sería triteísmo y no Trinidad). La pluralidad de sujetos (per-
sonas) en Dios implica la realización máxima de la idea de comunidad: los sujetos son comunidad por aquello mismo
por lo que existen como sujetos (la naturaleza divina numéricamente única).

196
En la teología se plantea el problema de la palabra “persona” también en la doctrina de la Trinidad, que nos habla de un
Dios en tres personas divinas. Hoy casi todos entendemos la palabra “persona” en un sentido contemporáneo, psicológi-
co, como el centro de la conciencia y la libertad relacionado con otras personas. Esto plantea el siguiente problema: mu-
chos católicos, al confesar un Dios en tres personas, son realmente triteístas y piensan que en Dios hay tres “personas”:
Padre, Hijo y un amorfo Espíritu Santo (un Espíritu despersonalizado). Tampoco éste es el significado original de la pa-
labra en la doctrina de la Trinidad. En la teología trinitaria Hypostasis no significa persona en el sentido contemporáneo
de este término. ¿Qué significa decir que Dios es una persona o que son tres personas? Sea cual sea su significado, no
quiere decir que Dios sea como tres personas individuales pegadas unas a otras, de modo que al final se trataría de tres
dioses. Karl Rahner sugiere que la teología debería prescindir de la palabra “persona” y hablar de hypostasis en su senti-
do más original de “forma distinta de subsistencia o autosubsistencia.” El yo de Dios tiene tres modos de ser diferentes,
o existe en tres modos de autosubsistencia distintos. Rahner lo explica de este modo: en primer lugar, Dios es Dios en su
yo divino, o sea, la realidad increada y fuente de todo, a quien llamamos “Dios Padre.” Dios es, además, Dios de una
manera que siempre se está expresando, siempre está diciéndose y saliendo de sí; lo llamamos “Dios Hijo” o “Palabra.”
Y, por último, Dios es Dios como poder de amor unificante, que siempre hace volver la divina autoexpresión a la unidad
primordial; cuando hablamos de Dios como amor lo llamamos “Dios Espíritu Santo.” Hay un Dios en tres formas distin-
tas de ser. Algunos teólogos como, por ejemplo Walter Kasper, no están de acuerdo con el rechazo de Rahner a la pala-
bra “persona.” En cualquier caso, el debate nos ha ayudado a percatarnos de que no podemos extremar la comprensión
literal de nuestro lenguaje sobre Dios, algo que también se expresa en la doctrina de la analogía de la teología católica.
La doctrina de la Trinidad salvaguarda la comprensión de la naturaleza divina como misterio de amor que se autocomu-
nica. J. A. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad nueva, parte 2ª.
197
Ibid.

127
No ocurre lo mismo entre los hombres, donde lo primario es el ser sujeto, aunque con una referencia o exigencia
de otros, lo cual posibilitará el contacto y la comunidad más tarde; la comunidad que resulta, es eso sí, la máxima rea-
lización de la subjetividad, pero es lógicamente posterior a ésta y por eso puede frustrarse. En cambio en Dios no: lo
comunitario es tan prioritario como lo individual subjetivo. Y este proceso que se da en la intimidad de Dios se pro-
longa por la Encarnación en el hombre Jesús. Por eso Dios, el Inmutable e Impasible, puede evolucionar y sufrir en lo-
otro-de-sí.
Esto supone que lo que llamamos el Logos no puede convertirse nunca en un principio nuevo de relación de Dios
con el hombre Jesús, como si en éste hubiera una especie de diálogo permanente entre su ser de hombre y el Logos di-
vino, puesto que el Logos es pura relación al Padre. Es más bien, por tanto, el principio de relación de Jesús con Dios
Padre (filiación). Por eso en Jesucristo no hay ningún diálogo posible entre el Logos y el hombre Jesús, porque no hay
dos sujetos distintos que puedan dialogar entre sí. Todo el diálogo del Hombre Jesús no tiene lugar con el Logos di-
vino, sino con Dios Padre.
La subsistencia alude, por tanto, al modo como es real lo humano, todo lo humano, en Jesús. Lo que nos dice de él
es que lo humano no es real en él del modo contingente y limitado como es real en todos los demás individuos, que
somos fortuitos o contingentes respecto de la especie humana. Lo humano no es real en Jesús en la forma autoafirma-
tiva y autoposesiva como es real en todos los hombres, sino en la forma referencial de la recepción y la entrega de sí.
Estas dos intuiciones las desarrollaremos todavía un poco más.
La falta de una subsistencia meramente humana en Jesús no implica de ninguna manera la falta de alguna cualidad
o realidad humana en él. Significa sólo que todo lo humano existe en él de manera no contingente. El principio de sub-
sistencia de un ser no es en modo alguno “un nuevo ser”, algo susceptible de ser caracterizado cualitativamente: es
más bien aquello que ontológicamente afirma al ser como existente concreto. No cabe decir que le falta a Jesús una
"cosa" para ser perfectamente hombre, sino sólo que la afirmación ontológica del hombre es, en él, más que humana.
No se limitan los contenidos humanos de Jesús, sino que se niega la sustentación puramente contingente de esos con-
tenidos humanos, se les da una afirmación ontológica infinita.
Muchos ataques al Calcedonense han provenido de una inteligencia deformada de éste, que concebía la subsisten-
cia no como una afirmación ontológica del ser, sino como una “parte” de éste (especialmente si se la traducía por "per-
sonalidad"). Por eso parecía que negar una subsistencia humana a Jesús era negarle "algo" humano y, por tanto, recor-
tar su humanidad en vez de consagrarla hasta lo absoluto. Pero negar la subsistencia divina no es devolverle a Jesús al-
go humano, sino impedir que lo humano a que se convierta en Absoluto, manteniéndolo en la contingencia humana. Y
aún cabe añadir que, al cerrar lo humano de esa manera, se lo deshumaniza, puesto que la pretensión de una subsisten-
cia absoluta es una pretensión ontológica del ser humano, del homo capax Dei.

9.9.4 ¿Hay una persona humana en Jesús?


Ya hemos visto que en Jesucristo hay una única hypóstasis que es el Verbo de Dios. En ese sentido no cabría ha-
blar de una hypóstasis humana en Jesús. ¿Quiere eso decir que no hay en Jesús una persona humana en el sentido mo-
derno de la palabra “persona”?
Hoy la palabra “Persona” suele connotar una entidad psicológica, un centro individual de conciencia y libertad,
que se constituye en relación con otras personas en una comunidad. Sin embargo, la palabra griega hypostasis, usada
en la definición de Calcedonia, no es un término psicológico, sino filosófico, y connota algo ontológico, en el orden
del ser. Como hemos dicho, significa subsistencia, la raíz metafísica de algo, el fundamento firme en el que se asienta
y existe un individuo, el último sujeto de predicación de todas las propiedades y actividades de un ser inteligente.
Por eso hoy nos cuesta mucho decir que el hombre Jesucristo no es una persona humana, por el hecho de que en él
la única persona sea la divina. Para nosotros, un hombre que no fuera persona no sería un hombre de verdad. Algo im-
portantísimo le estaría faltando a Jesús para ser un hombre como nosotros. Es más, le faltaría lo más importante. Sería
un hombre a medias.
Pero si entendemos “hypóstasis” no como persona sino como “subsistencia”, ya no se ve la necesidad de negarle a
Jesús esos rasgos que para nosotros son esenciales en el concepto de “persona”. No concebimos la humanidad de Jesús
como una humanidad abstracta, en la que habría que recortar determinados rasgos incompatibles con el ser de Dios.

128
El “ser hombre” de Jesús no consiste en poseer en abstracto una naturaleza humana; es ser una persona humana. Y
para decir que Jesús es una persona humana en ese sentido no es necesario negarle la subsistencia divina ni afirmar una
dualidad de hypostasis en él.
Todo aquello que en el lenguaje moderno pertenece al mundo de la personalidad, no es parte del concepto antiguo
de hypostasis, sino del concepto antiguo de physis. Al hablar de las dos voluntades de Jesús decía el papa Agatón que
la voluntad est naturalis, non personalis. Es claro que la capacidad de decisión es uno de los núcleos básicos del con-
cepto moderno de persona humana. Jesús es perfectamente hombre y consustancial a nosotros. Ser hombre como noso-
tros es existir y actuar como nosotros; s ir haciendo la experiencia del descubrimiento gradual de la propia identidad;
es una realidad dinámica cuyo centro es un proceso de personalización, “la actividad experimentada progresivamente
de descubrirse y afirmarse a sí mismo como persona, distinta de los demás y, a la vez, relacionada con ellos.” Esa acti-
vidad se realiza siempre “dentro de una realidad dada a la que hemos de responder.” Y “en esta respuesta de la con-
ciencia, de la libertad y la responsabilidad es donde cada hombre descubre quién es y decide quién quiere ser.” En este
sentido no hay dificultad en reconocer que el hombre Jesús fue persona.
Aun cuando Dios sea un misterio profundo, por la fe nos atrevemos a proclamar que Dios es el misterio profundo
del amor. De hecho, el Nuevo Testamento resume a Dios en una palabra: “Dios es amor” (1 Juan 4,8).
Hemos visto la naturaleza humana como un misterio profundo en busca de lo infinito, y la naturaleza divina como
un profundo misterio de amor que se da a sí mismo. La cuestión cristológica surge cuando nos preguntamos qué ocurre
cuando estas dos naturalezas se unen en la encarnación. La mayoría de las veces, en la mentalidad popular, aunque no
en la doctrina, se ha entendido la naturaleza divina como algo que hace sombra a la naturaleza humana, la pone en se-
gundo plano, o incluso la absorbe. Siempre ha sido un escándalo el que Jesús pueda ser a la vez verdaderamente Dios y
verdaderamente hombre.
La verdad que aquí destacamos puede verse mejor a través de la analogía del amor humano. El amor de los padres
a su hijo no menoscaba la personalidad del niño, antes bien, le ayuda a crecer y madurar como ser humano. El amor en
el matrimonio transforma a los esposos en personas que crecen tanto más como individuos cuanto más unidas están en
su amor mutuo. El amor de amistad tiene un efecto similar, pues permite a los amigos desarrollarse como seres huma-
nos.
¿Podríamos afirmar menos de un Dios que es amor? Su presencia en el hombre Jesús ¿tendría que anular del todo
su personalidad para convertirla en una marioneta movida por hilos?
El acercamiento de Dios a las personas las transforma en seres humanos maduros y plenos. Podríamos recordar
aquí a los santos; en cualquier caso, los santos más populares son prototipos de humanidad (Francisco de Asís, por
ejemplo). Y, por otro lado, lo que normalmente atrae a los jóvenes a una vida de fe profundamente comprometida o in-
cluso a una vocación religiosa es casi siempre la humanidad de alguien que vive esa vida. La bondad que se manifies-
ta, la madurez personal y el humor son muy atractivos, y los jóvenes los perciben, con razón, como un signo de santi-
dad, de unión con Dios en su fuente.
La experiencia muestra que cuanto más cerca estemos de Dios, tanto más plenamente nos hacemos nosotros mis-
mos. Karl Rahner nos invita a reflexionar lanzándonos este desafío: “La proximidad a Dios y la auténtica autonomía
humana crecen en proporción directa, no inversa”. Cuanto más plenamente humanos nos hacemos, tanto más presente
se hace Dios en nosotros. Entonces, ¿qué diremos de Jesús?
En el caso de Jesús de Nazaret, estamos frente a alguien que estuvo más profundamente unido a Dios que cual-
quiera de nosotros. Hablamos incluso de una unión hipostática, es decir, una unión en el nivel metafísico de la perso-
nalidad. Si su humanidad está unida a Dios de este modo más profundo, ¿qué diremos de él como ser humano? Que es
verdaderamente humano y, de hecho, más humano, más libre, más vivo y más él mismo que cualquiera de nosotros,
porque su unión con Dios es más profunda. En lugar de ver la humanidad y la divinidad como realidades opuestas, si
pensamos que la humanidad florece cuanto más cerca está uno de Dios, entonces en el caso de Jesús, al ser él de toda
nuestra raza humana el más profundamente unido a Dios, también es la persona más plenamente humana y libre. Así
pues, la confesión de la divinidad de Jesús no debería reducir su humanidad en nuestra imaginación, sino más bien po-
ner de manifiesto que es un ser humano plenamente libre. Debido a la encarnación, él no es menos humano, sino que
se hace el ser más plenamente humano de todos. La Escritura nos lo recuerda en numerosas ocasiones: Jesús es como
nosotros en todo y, aunque experimentó las mismas tentaciones que nosotros, no pecó (Hb 4,15; 5,3).
Como ser verdaderamente humano, Jesucristo es Dios con nosotros. El concepto bíblico de autovaciamiento (ké-
nosis) nos ayudará a entenderlo mejor. En el hecho de la encarnación, Dios, que es amor que se autoexpresa eterna-

129
mente dentro del ser divino como Palabra eterna, se autoexpresa exteriormente en la historia de esta tierra. La propia
Palabra interior de Dios se pronuncia por medio de la carne humana, dando existencia a Jescristo. Dios se autoexpresa
en la Encarnación fuera de la naturaleza divina, en el tiempo, en la naturaleza humana, en otro medio (podríamos de-
cir), y quien nace a la existencia es Jesús de Nazaret, la Palabra hecha carne. Además de afirmar que Dios “asume” la
naturaleza humana, como hace la teología clásica, podemos decir que éste es un momento de kénosis, en el que Dios
“se vacía” de la gloria de la naturaleza divina. “Él, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, sino que
se vació, tomando la condición de esclavo” (Flp 2,67).
La naturaleza humana es un profundo misterio en búsqueda, sediento de infinito. La naturaleza divina es el in-
comprensible misterio del Amor santo que trata de entregarnos el ser de Dios. En la encarnación, ambas naturalezas se
funden en una unidad personal que hace posible el desarrollo de la naturaleza humana de Jesús. Cuando entendemos el
dogma de este modo, no decimos: “Jesús es Dios y, además, hombre”, sino que nos expresamos al revés: “Jesús, este
ser humano concreto, es el Hijo de Dios. Precisamente este ser humano es Dios en el tiempo. Es totalmente humano,
totalmente libre, totalmente personal y, como tal, es el Dios que se ha autovaciado en nuestra historia”. Al final de esta
reflexión, lo que nuestra conciencia ha recuperado es una forma de ver a Jesús como ser verdaderamente humano, pero
sin perder de vista, al mismo tiempo, la confesión de su verdadera divinidad.198

9.9.5. El ejemplo de los hagiógrafos


Hemos hablado de este último aspecto de la personalidad humana de Jesús y de cómo no es obstáculo para que
toda su voluntad y su conocimiento humanos tengan como último sujeto de apropiación y de predicación al Verbo de
Dios únicamente.
Vamos a poner un ejemplo que nos ayudará a entender cómo puede suceder esto. Es el caso concreto de la inspi-
ración divina de los hagiógrafos tal como se estudia en el curso de Introducción a la Biblia. Afirmamos en ese curso
que los escritores sagrados Isaías o Lucas (hagiógrafos) son verdaderos autores de sus escritos, tal como aparece en el
prólogo de Lucas que nos habla del complicado proceso de redacción del evangelio y lo atribuye a una decisión perso-
nal propia del evangelista.
“Lucas nos habla también de cómo en todo momento ha actuado como un “verdadero autor” y no como una mario-
neta manejada por los hilos del autor divino. ‘He decidido yo también, después de haber investigado todo diligente-
mente desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que
has recibido’ (Lc 1,4). No son éstas las palabras de un robot, o de un médium espiritista en trance. Lucas decide escri-
bir su libro, pero a través de este acto de una voluntad humana plenamente responsable se media la voluntad divina de
quien desde toda la eternidad escogió a Lucas como escritor, puso en su mente la idea de escribir el evangelio y le asis-
tió con el toque de su gracia durante todo el proceso de la composición.199”
Los hagiógrafos no han sido meros escribas que escribieron al dictado lo que Dios les iba soplando al oído, ni fue-
ron médiums que transmitieron oráculos en un estado de trance. Tuvieron que investigar, documentarse, diseñar un
plan, decidir qué incluían y qué omitían, escoger cuidadosamente las palabras que iban a utilizar.
Y así resulta que el estilo de Isaías es bien distinto del de Jeremías o del de Ezequiel, porque reflejan la personali-
dad de cada uno de ellos. Y sin embargo el resultado final de estos textos que elaboraron se le atribuye por igual a
Dios, y decimos que es últimamente palabra de Dios. Sin, embargo, la autoría divina y la humana no entran en compe-
tencia. No podemos decir que los textos sean más divinos cuanto menos hayan intervenido en ellos sus autores huma-
nos, o cuanto menos reflejen la personalidad de cada uno de ellos.200
Esto que atribuimos a los hagiógrafos en el momento de escribir sus escritos, es lo mismo que ocurre en Jesús, pe-
ro no solo en una actividad concreta, sino en todo el conjunto de sus actividades y propiedades que pueden ser atribui-

198
Toda esta última reflexión está tomada de J. A. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad nueva, parte 2ª.
199
J.M. MARTÍN-MORENO, Introducción a la Escritura, apuntes de clase ad instar manuscripti, Seminario San Luis Gonzaga
de Jaén, 2014.
200
“La Santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por sagrados y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo
Testamento con todas sus partes, porque escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo tienen a Dios como autor, y como
tales han sido entregados a la Iglesia. Pero en la redacción de los libros sagrados Dios eligió a hombres que utilizó, usan-
do ellos de sus propias facultades y fuerzas, de modo que obrando él en ellos y por ellos, escribieron como verdaderos
autores todo y sólo lo que Dios quería” (DV 11).

130
das simultáneamente al hombre y a Dios. Si se las atribuimos de hecho últimamente a Dios, y hablamos de la “Palabra
de Dios”, eso no anula toda la actividad personal humana de Jesús que es por tanto verdadero sujeto humano de atribu-
ción, pero que no es “el último sujeto.”
Las actividades de cualquier otro hombre nunca podrían ser atribuidas sin más a Dios como último sujeto. Han
podido ser inspiradas por Dios, favorecidas por su gracia, pero eso no le hace a Dios responsable ni autor de ninguna
de ellas. Y eso es precisamente lo que ocurre en el caso del Verbo encarnado.

TEMA 10: LA HUMANIDAD DE JESÚS


En este capítulo hemos incorporado, no siempre citándolos expresamente, textos tomados de E. JOHNSON, La
cristología hoy. Olas de renovación en el acceso a Jesús, Sal Terrae, Santander 2003. E. JOHNSON, “La Palabra se hizo
carne y habitó entre nosotros: investigación sobre Jesús y fe cristiana”, En D. DONNELY (ed.), Jesús un coloquio en
Tierra Santa201, Verbo Divino, 2004, pp. 185 ss. Utilizamos también ampliamente el libro de J. I. GONZÁLEZ FAUS, La
Humanidad Nueva, ensayo de Cristología, Sal Terrae, Santander 1984.
Ya al hablar de la divinidad de Jesús nos referimos a si se puede hablar de Jesús como una “persona” humana.
Calcedonia parece haber prohibido el uso de este término al afirmar que en Jesucristo no había sino una sola hypósta-
sis, y ella era la divina. Calcedonia afirmó que esa era la única manera de concebir a Jesucristo como un único sujeto
último de apropiación y predicación de todas sus propiedades y actividades tanto divinas como humanas. Y este último
sujeto tenía que ser necesariamente divino y no humano.
Ahora vamos a profundizar más en la humanidad de Jesús estudiando en concreto su entendimiento humano y su
voluntad humana, que son las características más propias del ser humano.

1.1. Método ascendente y descendente


La tradición doctrinal de la cristología está amenazada por una misteriosa corriente subterránea de tipo monofisi-
ta, según la cual la naturaleza divina devora a la naturaleza humana, poniendo así en peligro la plenitud de la confesión
que ella quiere proteger. Diversos trabajos de tipo especulativo han querido estudiar la causa de esta situación.
Un factor que ha contribuido a ella ha sido un dualismo intelectual, que concede prioridad al espíritu sobre la ma-
teria, al alma sobre el cuerpo, a la pura divinidad sobre la humanidad carnal. Otro factor ha sido un modelo competiti-
vo de la relación de Dios con el mundo, según la cual el Uno, infinitamente poderoso, abruma la pobre integridad de
las criaturas. Puede suceder también que nosotros nos sintamos tan pequeños en la casa de nuestros pobres cuerpos,
que la idea de un Dios que penetra de forma verdadera en nuestra condición terrena nos resulta seriamente inimagina-
ble.
Precisamente en este campo, la imaginación sobre Jesús despierta la imaginación de la Iglesia para descubrir la
humanidad genuina del profeta escatológico de Nazaret. Alimentada por la investigación sobre Jesús, una comprensión
más clara de la humanidad del Jesús histórico ofrece ahora a la cristología un punto de partida nuevo, que resulta al
mismo tiempo antiguo.202
En vez de comenzar en el cielo y trazar un modelo descendente, viendo a Jesús como la Palabra de Dios que se
hace carne (cristología desde arriba, modelada sobre el evangelio de Juan), las líneas maestras de la cristología con-
temporánea comienzan desde la tierra con Jesús de Nazaret y trazan un modelo ascendente, partiendo de la vida de Je-
sús, a través de su muerte y de su resurrección gloriosa (cristología de abajo, modelada a partir de los evangelios si-
nópticos).203

201
D. DONNELY; Jesús un coloquio en Tierra Santa201, Verbo Divino, 2004.
202
Sobre el tema de la cristología ascendente o descendente, ver el artículo de L. ARMENDÁRIZ, “Quién es Cristo y cómo ac-
ceder hoy a Él. Respuesta cristológica a la indiferencia y a la nueva religiosidad”, Razón y fe 227 (1993) 143-160; 383-
398.
203
Para una cristología consecuente, desde una perspectiva histórica, ver R. HAIGHT, Jesús símbolo de Dios, Trotta, Ma-
drid 1999. El pensamiento de Haight es muy controvertido y ha suscitado un gran rechazo por parte de muchos espe-
cialistas en Cristología.

131
La Cristología ascendente, desde abajo, empieza con la realidad del hombre Jesús histórico tal como ha sido re-
cordado en las tradiciones transmitidas acerca de él. A partir de ahí comenzamos a ver las condiciones de posibilidad
de establecer su relación especial y única con Dios y cómo se llegó a afirmar la divinidad de Jesucristo, el Verbo hecho
carne. Es un cambio de paradigma reciente en el cual es más fácil afirmar la plena humanidad de Jesús.
La cristología descendente, desde arriba, es en cambio deductiva. Arranca de la encarnación del Verbo que en un
momento de la historia se hace hombre. Se expresa en el Credo, y aparece en el prólogo de Juan (Jn 1,14) también en
los pasajes del NT que nos hablan sobre la preexistencia de Cristo (Jn 1,1-5; 17,5.24), de su ingreso en el mundo (Hb
10,4), de su abajamiento (Flp 2,6-9). “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre” (Jn
3,13). “El que viene de arriba está por encima de todos, pero el que viene de la tierra pertenece a la tierra y sus pala-
bras son terrenales” (Jn 3,31). Al cumplirse la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido
bajo la Ley” (Ga 4,4). Es la cristología tradicional que favorece y prioriza la afirmación de la divinidad de Jesucristo.
Pero hay que tener en cuenta que esta misma cristología descendente, que parte de la preexistencia del Verbo, no
debe ser imaginada en dos etapas con un antes y un después. No es que primero existiera el Verbo no encarnado y lue-
go se encarnase más tarde. Solo desde la perspectiva histórica podemos hablar de un tiempo en que el Verbo no estaba
encarnado todavía. Pero desde la perspectiva de la eternidad, “no puede pensarse justamente otra cosa sino que, vista
en Dios, es decir, en su lugar propio, la encarnación es realidad eterna.204”
“Nosotros encontramos aquí la idea de preexistencia: es una preexistencia real, no sólo en el pensamiento como
aquella que los judíos atribuían a determinados seres; no se trata, por tanto, de una preexistencia tal como la conciben
determinados teólogos, [ es decir] del Verbo no revestido todavía de humanidad; San Pablo no conoce a ese Verbo,
existente en el seno de la Trinidad; cuando entrevé una preexistencia, habla siempre de Jesucristo, mediador de crea-
ción, por ejemplo, y por tanto desde antes de su aparición en la tierra.205”
“Hay que reconocer, pues, que cierta perspectiva cristológica descendente es irrenunciable. Mientras sigamos
proclamando nuestra fe en el credo, celebrando la Eucaristía y leyendo el NT, no podremos desprendernos del todo de
una visión de Cristo como proveniente de arriba. Esto indica que la distinción entre estas dos cristologías no es dis-
yuntiva (una u otra), sino conjuntiva (una y otra) y que no se plantea a nivel de fe, sino de teología, o sea, de discurso
reflejo sobre la fe.206”
La naturaleza humana de Jesús no es una idea abstracta, sino una vida humana concreta, expresada en una historia
real, vivida en el mundo. Jesús está situado en un tiempo y espacio, es decir, en Palestina, en el siglo I d. C. Como
cualquier otro ser humano, Jesús descendió de una línea de antepasados -en este caso, del pueblo de Israel-. Jesús fue
judío, tanto en un plano cultural como religioso, y su visión del mundo estaba alimentada por la corriente de la tradi-
ción humana del judaísmo. Su identidad como hombre estaba conformada por sus relaciones con una familia, una so-
ciedad y un Dios muy específicos. Él no fue ajeno a las pasiones de una humanidad de sangre ardiente. A pesar de ha-
llarse dotado de muchos dones, Jesús tenía un conocimiento que era limitado y necesitaba crecer en autoconocimiento
y en discernimiento de su vocación. El decurso de su vida no se hallaba programado de antemano, sino que fue el re-
sultado de decisiones libres, no siempre fáciles de asumir, en relación con su ministerio y su tarea básica. Incluso unos
pocos detalles como estos que acabamos de indicar, cambian nuestra imaginación sobre Jesús y alimentan el redescu-
brimiento de la dimensión “verdadera e históricamente humana” de la fe cristológica.
Teniendo esto en cuenta se vuelve más difícil mantener un modelo de la vida de Jesús de tipo “superman”: él no
fue un dulce trabajador de la madera y piedra en el aspecto externo, pero con poderes secretos, alimentados desde arri-
ba, que le ponían en contacto con la interioridad divina, como si su mente y su deseo no estuvieran totalmente afecta-
das por su situación finita y social en la historia.
Hasta aquí el tema es más fácil: puede resultar más sencillo admitir que el cuerpo de Jesús era realmente de carne,
de manera que él podía experimentar así placer y pena; también resulta admisible que él pensara y hablara con catego-
rías judías. Pero la dificultad empieza cuando llegamos al tema de la autoconciencia y a la voluntad humana de Jesús.
Es aquí donde la oposición frente al impacto de la investigación histórica sobre Jesús tiende a trazar una línea divisoria
infranqueable. Descubrimos aquí un tipo de resistencia a admitir la plena humanidad de Jesús. Resulta muy difícil ad-

204
A. GESCHÉ, Op. cit., p. 249.
205
J. BONSIRVEN, Théologie du Nouveau Testament, Paris 1951, 254.
206
L. ARMENDÁRIZ, Op. cit., p. 144.

132
mitir que aquel a quien confesamos como Señor y Cristo haya podido experimentar de hecho la ignorancia y el error o
haya tenido una genuina libertad humana.

133
10.2. La conciencia y el conocimiento humano de Jesús

10.2.1. Nuevo planteamiento del problema de la conciencia de Jesús


En la década de 1950 se abrió paso con fuerza una cuestión particular dentro del tema más amplio de la verdadera
humanidad de Jesús, a saber: la cuestión del conocimiento que él tenía de las cosas y, en particular, de sí mismo. Un
planteamiento ingenuo puede llevarnos fácilmente a un doble vínculo: si Jesús sabía que era la Palabra de Dios, enton-
ces ¿cómo pudo ser verdaderamente humano? ¡Que cada uno piense qué género de vida humana llevaría si supiera que
es Dios!
Esto nos haría salir de los límites dentro de los cuales se vive la vida humana. Ahora bien, si Jesús no conocía su
propia identidad, entonces por fuerza no era Dios, pues Dios lo sabe todo. Los estudiosos católicos comprendieron in-
mediatamente que el proyecto de recuperación de la verdadera humanidad de Jesús tendría éxito o fracasaría, espe-
cialmente en las mentes de los católicos, en función de la respuesta que se diera a la cuestión del autoconocimiento de
Jesús.
Uno de los primeros teólogos que se enfrentaron con este tema fue Karl Rahner, cuyo trabajo de 1961 continúa
ofreciéndonos todavía su luz. A su juicio, Jesús no fue un actor recitando un texto ya escrito, no fue una marioneta cu-
yos hilos se hallaban movidos por un poder más alto. Al contrario, el autoconocimiento y la voluntad de decisión de
Jesús poseían un carácter “verdaderamente humanos.207”

10.2.2. Dificultad para admitir la ignorancia en la humanidad de Jesús


Es importante observar que ésta es una cuestión que la Iglesia no ha definido nunca de forma oficial, de modo que
hay un amplio espacio para la especulación. Las Escrituras presentan a Jesús como conocedor de muchísimas cosas:
tiene un especial sentido de sí mismo, de su misión, de su Dios al que llama Abbá, y de otras personas. La mujer sama-
ritana después de su encuentro con Jesús dijo a sus paisanos: “Vengan a ver un hombre que me ha dicho todo lo que yo
he hecho” (Jn 4,29).
No es un ser humano anestesiado (por así decirlo), sino muy sagaz y sensible; algunos incluso creen que puede
leerles el pensamiento. Al mismo tiempo, en el Nuevo Testamento se afirma con toda naturalidad que Jesús tenía tam-
bién un conocimiento limitado de ciertos temas. Un versículo clave es Marcos 13,32, donde se presenta a Jesús que ig-
nora el día de la llegada del Hijo del Hombre.
El problema se hace más agudo si nos preguntamos si Jesús pudo haberse equivocado en algo. Una cosa es la ig-
norancia y otra es el error. En principio si aplicamos con radicalidad la tesis de que Jesús fue enteramente semejante a
nosotros en todo menos en el pecado, no habría por qué excluir en él el error, porque hay muchos errores que no son
pecado. ¿Podía el niño Jesús equivocarse al hacer sumas y restas en la escuela? ¿Sabía Jesús en su inteligencia humana
que la Tierra no era plana sino redonda? ¿Sabía Jesús que no es el sol el que se mueve alrededor de la tierra, sino la
Tierra la que se mueve alrededor del sol?
Más agudo se hace el problema en la discusión de si Jesús estuvo equivocado al pensar que el fin del mundo iba a
tener lugar en fecha relativamente próxima.208 Ciertamente San Pablo en algún tiempo lo pensaba, aunque no llegó a
afirmarlo nunca directamente (1Ts 4,15). Hay algunas palabras de Jesús en el evangelio que pueden dar a pensar que
esperó que el final iba a tener lugar en vida suya, o al menos en vida de muchos de los que le conocieron. ¿Habría que
excluir de Jesús totalmente este tipo de errores? ¿Pudo haber pensado Jesús al principio de su ministerio que su predi-
cación iba a tener éxito y el pueblo de Israel se iba convertir?
“La exégesis hace cuanto menos muy probable el dato de ignorancias o errores concretos en Jesús (el que limitase
su primer horizonte solo a Israel y no a los gentiles; el que pensase en la proximidad inminente de la parusía, la misma
sensación de fracaso y la tentación de la duda en su muerte). No se trata ahora de aferrarse a ninguno de estos puntos:
cada uno de ellos en particular puede ser discutible (es por ejemplo innegable que el error sobre la proximidad de la
parusía pudo proyectarlo la comunidad primera sobre el Jesús histórico). Pero lo que no puede hacer la teología es ce-

207
K. RAHNER , “Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo y su consciencia de sí mismo, Escritos de Teología V,
Taurus, Madrid 1965.
208
Para un estudio más profundo de los dichos de Jesús que pueden insinuar su fe en que el fin estaba próximo ver J. P.
MEIER, Un judío marginal, vol. II-1, cap. XV, 5. Verbo divino, Estella 1999.

134
rrarse a priori a conclusiones exegéticas que son sólidamente probables. Pretender que tales datos son imposibles, no
es síntoma de fe, sino que es un síntoma más bien alarmante: significa que se desconoce hasta qué punto la Iglesia es
aventura, es apoyo sólo en la fe y en la fidelidad de Dios, y va recibiendo en cada “hoy” de la Historia el pan cotidiano.
En una palabra: equivale a pensar que la Iglesia necesitaría vivir de un programa previa y minuciosamente trazado por
el Jesús terreno, porque éste ya no sigue vivo en ella. Es no creer en su presencia entre los suyos “todos los días hasta
el fin de los siglos” (Mt 28,20).
Desde el punto de vista dogmático bastaría con insistir en el principio siguiente: la kénosis, la condición del Sier-
vo o la teología de las tentaciones de Jesús, no pueden ser pura apariencia ni pura farsa. No repugnan dogmáticamente
datos como el crecimiento en sabiduría, la ignorancia del juicio, o ese margen de duda sobre el propio camino que hace
posible la fidelidad renovada a las propias opciones. Jesús asumió todas las consecuencias de nuestro pecado, así como
la ley de la maduración humana; y la ignorancia o el error son, cuanto menos, una consecuencia de estos factores.209”
En el periodo patrístico hubo muchos debates en tomo a esta cuestión. Siguiendo el testimonio de la Escritura, al-
gunos concilios ecuménicos definieron con toda claridad que Jesús tenía una verdadera alma humana y una verdadera
psicología humana, con una mente y una voluntad como las de cualquier persona. Tenía una auténtica naturaleza hu-
mana y un alma racional.
Un portavoz de la posición contraria fue Apolinar, obispo y gran defensor de la divinidad de Cristo. Apolinar pen-
só que Jesús no tenía un alma humana, sino que el Logos en él reemplazaba al alma humana. No podía comprender
que el conocimiento y la libertad de Jesús pudieran ser limitados, y por ello concibió la idea según la cual, mientras Je-
sucristo tuvo un cuerpo humano real, no tuvo alma humana, es decir, no tuvo un entendimiento humano ni una volun-
tad humana. Dios Palabra sustituyó a su alma humana. Por consiguiente, Jesús tenía el aspecto exterior de un ser hu-
mano, pero en el interior su psicología era divina. En su análisis de 1951, Karl Rahner afirmó que el fantasma de Apo-
linar seguía obsesionando a la Iglesia: muchas personas piensan todavía que Jesucristo no tiene una psicología real-
mente humana y que su cuerpo alberga la mente de Dios.

10.2.3. Planteamientos medievales


En la Edad Media, la idea de que Jesús tenía una auténtica naturaleza humana estaba firmemente arraigada, pero
la teología, bajo la presión de la cultura, empezó a dotar a su naturaleza humana de todo tipo de conocimiento por en-
cima y más allá del conocimiento humano ordinario. Tomás de Aquino, como teólogo típico de su tiempo, pensaba que
Jesucristo tenía tres formas de conocimiento humano especial: la visión beatífica, el conocimiento infuso y el conoci-
miento experimental. Nosotros en esta vida carecemos de los dos primeros, y por tanto Jesús no era un hombre como
nosotros.
10.2.3.1. Ya en la tierra Jesús tenía el conocimiento de Dios propio de la visión beatífica, el conocimiento que se
tiene al ver a Dios cara a cara. Esta opinión se basaba en el argumento de la adecuación: Jesús es el Hijo de Dios, y su
dignidad es mayor que la de todos los demás seres humanos. ¿Sería apropiado que algunos difuntos vieran a Dios cara
a cara, y que no lo viera el Hijo de Dios en la tierra? El sentido de idoneidad y recto orden llevó a los teólogos a soste-
ner que Jesús tuvo la visión beatífica de Dios desde el momento de su concepción. Por un lado, Tomás de Aquino tenía
dificultades para reconciliar esto con la agonía en la cruz, especialmente el grito de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?” (Mc 15,34) ¿Cómo podía Jesús ver felizmente a Dios cara a cara, como quienes están en el
cielo, y, no obstante, experimentar su abandono? La solución propuesta fue que la parte superior de su alma disfrutaba
de la dicha del cielo, pero su alma inferior, el alma sensible, experimentaba el abandono de Dios. Gracias a la psicolo-
gía moderna, esta solución medieval ya no nos sirve. No obstante, ésta fue la cuestión que la teología católica tuvo que
abordar en la década de 1950, pues había sido doctrina común durante siete siglos.

10.2.3.2. La teología medieval piensa que mientras vivió en la tierra, Jesucristo tuvo también un conocimiento in-
fuso de todas las cosas. Ésta es la clase de conocimiento que se deriva de las ideas puestas directamente por Dios en la
mente. Los ángeles tienen esta clase de conocimiento porque no tienen cuerpo y no pueden disponer de la información
que ofrecen los sentidos. Lo que los ángeles conocen, lo conocen directamente de Dios, por medio de las ideas que él
pone en sus mentes. ¿Sería apropiado que los ángeles de Dios conocieran cosas pasadas, presentes y futuras a través

209
Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad nueva, parte 2ª, p. 227.

135
del conocimiento infuso, y que el Hijo de Dios en la tierra no las conociera? No. Así, se argumentaba lógicamente que
Jesús, mientras estuvo en la tierra, conoció todas las cosas pasadas, presentes y futuras en virtud de esas ideas infusas.

10.2.3.3. Además Jesús tenía un conocimiento experimental o adquirido, la clase de conocimiento que procede del
aprendizaje por ensayo y error. Es el conocimiento propio de todos nosotros. Tenemos que aprender, por ejemplo, có-
mo caminar, cómo hablar, cómo comer, etcétera. Algunos, incluido Tomás de Aquino, pensaban que Jesús nunca tuvo
que aprender nada de nadie, sino que todo lo aprendió de forma autodidacta. No sería apropiado que alguien tuviera
que enseñar al Hijo de Dios, dada su gran dignidad. Además, en esta área del conocimiento adquirido la Edad Media
especuló que Jesús conocía todo lo que se podía conocer, y lo conocía perfectamente. Es obvio que esta idea estaba in-
fluida por el desarrollo de las ciencias y las artes en las universidades medievales. No parecía apropiado que algunas
personas tuvieran conocimiento de cosas que el propio Jesús desconocía.
En la enseñanza y la predicación cristiana Jesús era representado como omnisciente: conocía a Dios cara a cara;
conocía todas las cosas pasadas, presentes y futuras; conocía todas las habilidades humanas. Conocía todo esto, claro
está, como ser humano, pero ciertamente como un ser humano mucho más dotado que el resto de nosotros, meros mor-
tales. Los resultados se ponían de manifiesto en la imaginación de la fe, donde, según el análisis de Rahner, Jesucristo
parece más un ser mitológico, un Superman o un Batman, que un verdadero ser humano. El desafío consistió en cómo
concebir el conocimiento humano de Jesús como verdaderamente humano de una manera creíble, sin comprometer en
modo alguno la confesión de su divinidad.
A esta sorprendente construcción medieval González Faus le opone los siguientes reparos:210
a) El principio deductivo de que Jesús posee una humanidad lo más perfecta posible, parece (dejando aparte el
orden moral) haber olvidado el dato bíblico de la kénosis y de la absoluta semejanza de Jesús con nosotros, como se
formula en Hb 4,15.
b) Aun aceptando este principio, parecen concebir la perfección de forma puramente estática, por pura acumula-
ción. Y surge la pregunta de si en verdad es ésa la perfección de la persona. La intuición, el compromiso, la aventura o
el riesgo suponen cierta ignorancia; pero ¿no son acaso más plenamente humanos que el saber de una computadora?
c) Finalmente, esta teoría medieval da la imagen de un Jesús dividido en pisos. Si los contenidos de esas tres
ciencias han de coincidir en ocasiones, una deberá excluir a la otra, a menos que se rompa la imagen unitaria de Jesús.
Lo que ya se sabe por ciencia infusa ¿cómo se va a aprender por ciencia adquirida? Es comprensible, y es humano, el
que una misma cosa, según momentos de la vida, se sepa a diversos niveles de conciencia. Pero esto no tiene nada que
ver con el hecho de saberla simultáneamente por dos ciencias diversas: infusa y adquirida.
Estas son las conclusiones de González Faus sobre el conocimiento humano de Jesús:211
a) Hubo en Jesús auténtica ciencia adquirida y limitada, por tanto, a lo que daban de sí las circunstancias que vi-
vió.
b) No es necesaria una ciencia infusa general, aunque haya en su vida momentos de particular lucidez, de cono-
cimiento profético, y experiencias de profundidad inaudita y de una apertura única al misterio de las cosas. Tales mo-
mentos derivan seguramente del carácter único, y para nosotros desconocido, de su experiencia del Padre. Pero discutir
sobre el cómo de esos conocimientos, o sobre su proveniencia de una particular infusión de especies por causalidad so-
brenatural estricta, o por causalidad inmanente, nos parece totalmente ocioso.
Tampoco es necesario admitir la "visión de Dios", en el sentido clásico del término como visión "objetiva" y bea-
tífica que haría inútiles las otras ciencias y no sería compatible con la fe de Jesús (Hb 12,2). Sí cabe admitirla en la lí-
nea en que habla de ella K. Rahner: en esa experiencia fundamental y primaria de sí mismo (Grundbefindlichkeit) que
todavía no está convertida en "tema" de conocimiento, Jesús se sabe unido al Padre con una intimidad total y descono-
cida para nosotros.
En las décadas de 1950 y 1960 hubo amargas controversias sobre esta cuestión, y en realidad el asunto no está aún
totalmente resuelto. No obstante, hay una propuesta teológica, la de Karl Rahner, que ha gozado de una considerable
aceptación y es coherente con el desarrollo de la cristología en las últimas décadas. Pienso que no es la última palabra,
pero ofrece un camino de salida del doble vínculo. Vamos a analizarla en dos pasos, preguntando primero sobre nues-
tro autoconocimiento y aplicándolo después a Jesús, que es igual que nosotros en todo, menos en el pecado.

210
Ibid., p. 226.
211
Ibid., p. 553.

136
10.2.4. La propuesta de Rahner sobre la conciencia humana de Jesús
La conciencia humana es una realidad de varios niveles. Hoy se habla de los niveles consciente, preconsciente,
subconsciente e inconsciente de la mente. Cada uno de ellos es una forma de “conciencia”, pero conlleva diferentes
formas de conocimiento. Podemos conocer algo en nuestra mente consciente, pero no somos capaces de expresarlo con
palabras claras; lo conocemos en otro nivel. A veces un incidente nos hace caer en la cuenta de esto con toda claridad.
Quizá tengamos un amigo o vivamos en una comunidad o una familia donde hay una persona trastornada. Nuestra
mente toma nota de ello en un nivel subconsciente, y no pensamos en ello hasta que un día esa persona estalla. Enton-
ces decimos: “Claro, ya sabía yo que algo no marchaba bien...” Lo conocíamos en un determinado nivel, pero no ex-
plícitamente de un modo consciente. Así pues, no es totalmente exacto decir que o bien conocemos algo o no lo cono-
cemos en absoluto. Hay un modo de conocer y, al mismo tiempo, de no conocer lo que está fuera de nosotros.
Con respecto al conocimiento de nosotros mismos, el dinamismo es el mismo. Nos conocemos y no nos conoce-
mos, al mismo tiempo, de diferentes maneras o en diferentes niveles de conciencia. Cabe distinguir al menos dos for-
mas diferentes de autoconocimiento. Subjetivamente, conocemos desde dentro intuitivamente nuestra identidad perso-
nal. No se trata del conocimiento en la forma de ideas claras, sino que es una autoconciencia pre-temática. Es una es-
pecie de presencia para mí mismo como sujeto que acompaña y sostiene todas mis acciones y pensamientos particula-
res. Se refleja en la conciencia que tenemos de nosotros mismos al despertamos por la mañana: cada ser humano em-
pieza el nuevo día con un sentido único de su identidad personal. No lo anunciamos, sino que más bien es una presen-
cia para nosotros, una comprensión de nosotros mismos, una autoconciencia pura y simple que informa todas nuestras
acciones. Técnicamente se llama el “polo trascendental de la autoconciencia.”
En segundo lugar, y en un sentido más ordinario y objetivo de conocimiento, podemos expresar datos sobre noso-
tros de forma clara y precisa: nombre, edad, ocupación, preferencias, etcétera. Se trata de un conocimiento objetivo en
el que nos autoconocemos en palabras y conceptos y podemos explicarnos a otros. Las diferentes experiencias de la
vida nos ayudan a autoconocernos de un modo más preciso, a expresarnos con palabras de una manera más concreta.
El nombre técnico que recibe esta forma temática de autoconocimiento es “polo categórico de autocomprensión”, o
“polo categorial”. Obviamente, esta forma de sentir quiénes somos nunca puede expresarse totalmente con palabras. Al
contrario, este es un autoconocimiento constante, subliminal, que fundamenta e impregna todo lo que hacemos como
sujetos humanos.212
A lo largo de la vida, diversas experiencias históricas nos dan la ocasión de traducir en palabras y conceptos pro-
pios del polo categorial nuestra autoconciencia intuitiva en el polo trascendental. Somos siempre la misma persona;
nuestra identidad es siempre la misma, aunque podamos experimentar enormes desarrollos. Los éxitos y los fracasos,
las personas que nos aman y las que nos odian, lo que elegimos hacer o dejamos de hacer..,. todo eso nos ayuda a ex-
presamos de una manera más concreta a medida que avanza la vida. Las personas que son reflexivas hacen esto con
más facilidad que otras, pero todas lo realizan de alguna manera.
Convertimos el conocimiento intuitivo que tenemos de nosotros mismos en conocimiento objetivo. Aun cuando
muchas personas pasan por la vida sin ejercitar mucho esta capacidad, es algo que todos hacemos en cierta medida. Y
es un proceso que dura toda la vida. Crecemos en el conocimiento objetivo de nosotros mismos, nos conocemos mejor
con cuarenta años que con veinte, y así sucesivamente. Mientras sigamos con vida, existe la posibilidad de un mayor
conocimiento objetivo, porque nuevas experiencias y nuestras reacciones ante ellas nos revelan de nuevo quiénes so-
mos. Este dinamismo, tal como lo conocemos, termina sólo en el momento de la muerte (¡y no es éste el momento de
especular sobre lo que sucede después!)
Hagamos una última observación en la esfera antropológica, antes de pasar directamente a la cristología. Cuando
en la Edad Media le atribuyeron a Jesucristo unos poderes extraordinariamente grandes de conocimiento humano, los
teólogos reflexionaban bajo la influencia del ideal cultural griego, que identificaba conocimiento con perfección. Ser
perfecto era conocer, mientras que la ignorancia era una sombra proyectada sobre la perfección. Habida cuenta de que
Jesús debía ser representado del modo más perfecto posible, necesariamente tenía que conocer todas las cosas. Hoy te-
nemos una antropología y un ideal cultural diferentes.

212
E. JOHNSON, en Jesús. Coloquio en Tierra santa, p. 194.

137
El ideal actual de perfección para los seres humanos no es el conocimiento, sino la libertad: la persona humana
ideal es hoy la que goza de libertad de un modo muy profundo, no la que conoce todas las cosas. Es vitalmente impor-
tante proteger la libertad de Jesús, y es aquí -dato interesante- donde la ignorancia empieza a desempeñar un papel po-
sitivo. En las decisiones humanas auténticas y libres, el futuro nos está velado de alguna manera significativa de modo
que, conscientes de nuestra situación, nos entregamos a un compromiso real sin conocer plenamente cuál será el resul-
tado. Esto no significa que no consideremos las opciones, que no ponderemos los pros y los contras, que no discerna-
mos, etcétera, etcétera. Pero en las coordenadas de la historia y del tiempo, para que la libertad real opere tenemos que
correr un riesgo. Esto es esencial para nuestra libertad.
Tenemos que estar dispuestos a tomar decisiones envueltos en la oscuridad acerca de cuáles serán todas las conse-
cuencias. Esto resulta obvio en una fórmula del sacramento del matrimonio según la cual los novios se prometen amor
mutuo en las alegrías y en las penas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Dicho de otro modo:
en el centro de la celebración está inscrita la incertidumbre acerca del futuro. Lo mismo sucede con todas las opciones
vocacionales: por ejemplo, la vida religiosa, el sacerdocio, un compromiso exigente frente a alguna dificultad, la elec-
ción de tal o cual acción política... No estamos seguros de adónde nos llevará, pero nos entregamos al futuro, confian-
do en que al final todo será para bien. Si los seres humanos tuviéramos plena y clara presciencia del futuro, entonces se
anularían las condiciones para que la libertad operase. No nos arriesgaríamos, no nos lanzaríamos a la oscuridad, por-
que sabríamos lo que iba a suceder. La libertad humana tal como la conocemos habría llegado a su fin.

10.2.5. La conciencia de Jesús


Teniendo presentes estas ideas
-que nuestro autoconocimiento tiene una estructura bipolar
-que la libertad está protegida por la ignorancia del futuro-, volvamos a Jesús.
Él experimentó una historia viva de interpretación de sí mismo, para sí mismo, a través de la misma experiencia
de su vida: “y Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52).
Dado que tiene una naturaleza humana como la nuestra, su autoconciencia está estructurada también de un modo
bipolar. En el nivel subjetivo de su persona, tiene un sentido de sí mismo, una conciencia pre-temática de su identidad
personal. Ahora bien, ¿quién es? Es la Palabra hecha carne. Por lo tanto, cuando Jesús se despierta por la mañana, to-
ma conciencia de un sentido intuitivo y personal de su identidad. Se hace presente a sí mismo en la clara y sencilla au-
toconciencia de su identidad personal. “Uno podría argumentar que esta era la fuente que impulsaba su propia preten-
sión adulta de autoridad cuando enseñaba su profunda relación con el misterio de Dios, a quien él llamaba “Abba” y su
vinculación compasiva con los desposeídos.213” Jesús tuvo siempre este-autoconocimiento subjetivo en el polo tras-
cendental.
Pero se necesita toda una vida para explicitarlo en categorías claras, en términos nítidos. Necesita las experiencias
de su ministerio, de quienes lo rechazan y de quienes lo aceptan, de quienes se acercan a él y le preguntan: “¿Eres tú el
Cristo?”, etcétera. Necesitó toda la vida para autocomprenderse de una manera concreta. Dicho de otro modo: cuando
Jesús se despertaba por la mañana, no comenzaba diciendo lo primero: “Yo soy la Palabra hecha carne.” Más bien, fue
tomando conciencia de que era Jesús de Nazaret, y llegó a conocer su identidad personal concretamente a lo largo de
su vida, como cualquier otra persona.
Recordemos que, cuando Jesús hablaba de sí mismo de modo objetivo, lo hacía con categorías judías, no griegas.
El ser humano del que nos estamos ocupando era un judío del siglo I que usaba el modelo de pensamiento de su pue-
blo. Es evidente que Jesús no se despertaba por las mañanas diciendo: “Yo soy el Hijo de Dios, con una naturaleza
verdaderamente humana y una naturaleza verdaderamente divina que se unen en una hypostasis.”
No sabemos lo que decía por la mañana, pero podemos estar seguros de que no era eso. Jesús no tenía a mano la
doctrina plenamente desarrollada de la Iglesia sobre él. Se fue haciendo consciente en el nivel subjetivo y actuando
desde un profundo sentido de su identidad personal, pero necesitó las experiencias de su vida para explicitarlo de un
modo adecuado. Como sucede con todos nosotros, el misterio de su persona no fue expresado nunca por entero en tér-
minos concretos hasta el momento de su muerte, cuando trascendió este mundo y fue resucitado de entre los muertos.
Entonces su identidad última irrumpe sobre él con toda claridad. Lo cual no significa que durante toda su vida no tu-

213
Ibid., p. 192.

138
viera un sentido de su identidad personal en el nivel subjetivo, del mismo modo que durante nuestra vida nosotros te-
nemos un sentido de nuestra identidad y actuamos basándonos en él. Pero en el caso de Jesús, como en el nuestro, las
experiencias le ayudan a hacerse consciente de sí mismo de manera concreta.
Meditemos acerca de las implicaciones prácticas de lo que acabamos de exponer. Cuando Jesús era un bebé, no
sabía más que cualquier otro bebé: por ejemplo, sentía frío, hambre, sed y todo lo demás. Progresivamente fue apren-
diendo de sus padres lo que necesitaba saber: cómo caminar, cómo hablar... Al igual que los niños judíos de su tiempo,
sería enviado a la escuela sinagogal para aprender a leer y escribir y para estudiar la Torá. (Es obvio que en su vida
adulta sabe leer y escribir, pues lee el rollo de Isaías en la sinagoga (Lc 4,16-20) y escribe aquellas misteriosas pala-
bras en la tierra en presencia de la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11). Jesús creció en una familia judía religio-
sa. Este enfoque abre un amplio espacio para la reflexión sobre la influencia de María y José en Jesús. Es evidente que
creció en un hogar lleno de amor, muy libre y religioso, a juzgar por las pautas de conducta que mostró en su ministe-
rio público.
A la edad de doce años tiene lugar una interesante escena en el Templo, cuando Jesús se pierde y sus padres lo
buscan durante tres días. Según la opinión de algunos exegetas, este relato nos muestra a un muchacho inteligente que
está descubriendo su vocación. Jesús, que procede de una aldea y se ha criado en una región montañosa, viaja por pri-
mera vez a la gran ciudad, donde queda impresionado por la magnificencia del Templo (había sólo un templo en todo
el país), los atrios, la música, el incienso, los sacrificios y las liturgias sacerdotales. Su interior se ve profundamente
afectado. Las cosas de Dios lo atraen y fascinan, y se queda en Jerusalén. Cuando sus padres lo encuentran, está senta-
do en medio de los maestros, “escuchándolos y haciéndoles preguntas.” Sorprende que un muchacho haga tales pre-
guntas sobre Dios y los temas religiosos. Y todos los que le oían, continúa Lucas, “estaban estupefactos por su inteli-
gencia y sus respuestas.”
Ya a la edad de doce años, Jesús tiene una gran sabiduría sobre cuestiones religiosas y trata de saber más con la
ayuda de los que realmente son los maestros de la religión, los doctores del Templo. Así lo confirma la respuesta que
da a María y a José: su corazón está en la casa de su Padre (Lc 2,42-50).
Después de esa escena, Jesús desaparece y permanece oculto durante muchos, muchos años, en Nazaret. No sa-
bemos qué ocurrió en aquel periodo de su vida, pero suponemos que aprendió y posteriormente ejerció el oficio de Jo-
sé. Es indudable que durante aquellos años vivió como un judío observante, viajó a Jerusalén con motivo de las fiestas
y rezó las oraciones diarias.
¿Cuál fue el acontecimiento concreto de su vida adulta que lo puso en el camino hacia su ministerio público? Los
cuatro evangelios coinciden en que fue la predicación de Juan el Bautista. Junto con otras muchas personas, Jesús acu-
dió a escucharlo y, finalmente, se adelantó para recibir el bautismo de Juan. Éste es un momento religioso importante,
y los evangelios usan las imágenes de una voz del cielo y una paloma que baja sobre él para indicar la revelación de su
vocación. Después del bautismo, su vida cambió. Se fue al desierto con el fin de prepararse y ayunar, y después empe-
zó a predicar. Más adelante, Jesús dirá que entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan el Bautista. Resul-
ta muy claro que Juan ejerció influencia en Jesús y fue para él el modelo de profeta. Ahora bien, Jesús fue muy dife-
rente de Juan, pues anunció la salvación, no la condenación. Con todo, entre estos dos profetas y entre sus seguidores
hubo un profundísimo respeto mutuo.
Jesús puso de manifiesto en su ministerio un extraordinario sentido de su misión y de obediencia. ¿De dónde pro-
venía éste? En vida fue un laico, no un sacerdote, y no recibió la formación de un maestro. No tenía credenciales para
hacer lo que hizo -no había obtenido ningún diploma-. “¿Cómo puede conocer las Escrituras si no ha estudiado?” (Jn
7,15).
Era un simple trabajador poseído por el Espíritu de Dios para proclamar la palabra de Dios con autoridad. El pue-
blo reconoció la autenticidad de su enseñanza. ¿De dónde recibía el poder para hablar de esta manera? Jesús tiene un
profundo sentido de su propia misión, de su autoridad, de la fuerza de su propio yo. Se acerca a las personas más po-
bres y desposeídas. Se atreve a dirigirse a Dios con el nombre empleado por los niños: “Abbá”. ¿De dónde proviene
todo esto? A la luz de nuestros análisis anteriores, diríamos que brota del polo subjetivo de su propia autoconciencia,
donde intuye quién es él y cuál es su relación con Dios. En su ministerio hay muchas realidades que se pueden explicar
de esta manera.
“En todo este proceso Jesús nunca tuvo programados todos los pasos, ni claramente previstas todas las reacciones
que se producían. Por así decir, Dios le mostró su voluntad más íntima, pero no le mostró sus cartas. Jesús trató de es-
cuchar a los hechos para encontrar en ellos esa voluntad de Dios que conocía desde su experiencia del Abbá y del

139
Reino. Ese encuentro no fue siempre fácil ni claro. Pero en ese difícil proceso es donde se fue realizando la filiación
divina de Jesús (como confianza total en el Abbá) y el mesianismo de Jesús (como entrega total al Reino de Dios).214”
Al mismo tiempo, Jesús tiene que pensar las cosas, orar, esforzarse y tomar decisiones en medio de las incerti-
dumbres de su ministerio itinerante. Está claro que algunas personas le ayudaron a entender su ministerio, constituye-
ron un desafío para él, lo animaron. Hacia el final de su vida, Jesús sentía que la muerte se acercaba, pues previamente
había recibido amenazas; le habían advertido que no fuera a Jerusalén, etcétera. Por fidelidad a la voluntad de su Padre,
finalmente decide ponerse en camino y predicar la palabra de Dios en el corazón de la capital durante la fiesta de Pas-
cua. Fue una decisión peligrosa, pero la mantuvo con resolución. Después de cenar con sus discípulos y mandarles que
hicieran en conmemoración suya lo que él había hecho con el pan y el vino, oró en el Huerto de los olivos, en medio
de la lucha: “Padre, todo es posible para ti; aparta de mí esta copa.” No quería morir, sino que esperaba, contra toda
esperanza, que no fuera éste su destino. Con todo, dijo: “No sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mc 14,36).
Si Jesús hubiera huido del huerto cuando todavía estaba a tiempo, si hubiera regresado a su pueblo y se hubiera
reintegrado a su oficio, podría haber vivido hasta la ancianidad. Pero todavía tenía que tomar algunas decisiones, y su
elección final fue ser fiel al amor que ardía en su corazón, a su Dios, a sí mismo. Así pues, permaneció firme en su mi-
sión. Finalmente, fue arrestado, torturado y ejecutado por el Estado. En la cruz experimentó el abandono de Dios, la
sensación de que Dios estaba ausente, y murió dando un fuerte grito (Mc 15,37).
¿Dónde estaba Dios en el último momento? Jesús murió entregándose a Dios, a pesar de que sentía su ausencia, y
dirigió sus últimas palabras a Dios, que aparentemente no escuchaba. En nuestro análisis histórico, Jesús no tuvo, en el
nivel categórico, una comprensión plena y concreta de todo lo relativo a sí mismo, ni siquiera en el último momento de
la muerte. Para esto fue necesaria la resurrección.

10.2.6. Conclusión
Concluyamos examinando esta cuestión: ¿sabía o no Jesús que era Dios? A la luz de lo que acabamos de exponer,
la respuesta es: sí y no. Sí, en el nivel subjetivo; Jesús es quien es, y tiene un conocimiento intuitivo de ello. No, en el
nivel objetivo; tiene que ir aumentando concretamente ese conocimiento durante su vida, hasta el último momento. Di-
cho de otro modo: Jesús sabía quién era implícitamente, pero no en unos términos y conceptos claros. Consideremos
esta cuestión desde una perspectiva más histórica.
¿Pensó este judío del siglo I que era Dios? Rahner concluye: sí y no.
Sí, en el polo subjetivo de su autoconciencia, allí donde nosotros captamos intuitivamente quienes somos. No, en
el polo objetivo de su autoconciencia, en el que nosotros nos definimos a nosotros mismos en términos concretos.215
No, pues si un judío del siglo I hubiera pensado que era Yahvé, habría sido tenido por idólatra o por loco. Antes
de que los cristianos pudieran profesar que Jesús era Dios, su idea de Dios se tuvo que transformar y adoptar una for-
ma trinitaria. Hay otro modo de considerar esta cuestión: cuando Jesús oraba, ¿hablaba consigo mismo? No, sino que
dirigía su oración a Yahvé, el Dios de Israel, al que llamaba Abbá. En el nivel de las palabras y conceptos claros del
conocimiento categórico, Jesús no pensaba que era Dios.
Aun cuando siempre fue el Mesías, fue entendiendo cada vez mejor su mesianismo a lo largo de su vida. Lo que
la Iglesia hizo en las décadas posteriores a la crucifixión y la resurrección, y ciertamente en los siglos de los primeros
concilios, fue explicitar lo que estaba ya implícito en la persona y el ministerio de Jesús. A partir de ello, la Iglesia fue
deduciendo y elaborando sus doctrinas. Pero Jesús no gozó en vida del beneficio de la posterior reflexión sobre él. De
hecho, lo que configura necesariamente la percepción cristiana de su identidad es la resurrección. Antes del aconteci-
miento de la resurrección faltaba todavía la prueba necesaria para poder formular una confesión completa de su identi-
dad personal. Este planteamiento es histórico y, claro está, deja espacio en la historia para que la verdadera humanidad
de Jesús actúe, incluso psicológicamente.
Como conclusión, reflexionemos sobre una observación hecha por Cirilo de Alejandría, obispo y teólogo que de-
fendió enérgicamente la divinidad de Cristo: “Hemos admirado su bondad en el hecho de que, por amor nuestro, no se
negó a abajarse hasta el punto de cargar con todo cuanto pertenece a nuestra naturaleza, entre lo que se incluye la igno-
rancia.” Cirilo nos anima a ver esta ignorancia con realismo, porque es la prueba decisiva de la encamación. ¿De ver-

214
CLARETIANOS, Cristología, http://www.mercaba.org/FICHAS/cmfapostolado/Cristologia/cartel_cristologia.htm
215
E. JOHNSON, Jesús. Coloquio en Tierra santa, p. 192.

140
dad creemos que Dios nos ha amado tanto que se identifica con todo lo que es propio de nuestra vida humana, incluida
la ignorancia? Si es así, estamos vislumbrando las profundidades del autovaciamiento de Dios en la encamación. El
modo bipolar de entender el autoconocimiento humano es, sencillamente, un constructo teológico que tal vez pueda
ayudarnos a pensar acerca de cómo es posible tal autovaciamiento.

10.3. La voluntad humana de Jesús


Un rebrote del monofisismo tiene lugar en el siglo VII en tiempos del Papa Honorio que acabará siendo condena-
do en el III concilio de Constantinopla (681). Se trata de los monoteletas que admiten en Cristo una sola voluntad, la
divina.
El rebrote comienza con una fórmula conjunta del patriarca de Constantinopla Sergio y el obispo de Alejandría
Ciro. En esta fórmula se habla de “la única acción teándrica de Cristo.” Les hará frente el patriarca de Jerusalén Sofro-
nio que dice que hablar de una única operación equivale a hablar de una única voluntad divina en Cristo.
Sergio recabó la aprobación del Papa Honorio de Roma, que en un principio se mostró favorable a la fórmula. 216
Tras muchos forcejeos, el Papa Martín I condenó a los monoteletas, y en el concilio III de Constantinopla se acabó
condenando no solo a Sergio y los monoteletas, sino también al papa Honorio que les había favorecido. Más tarde el
Papa suavizó la condena de Honorio y dijo que se le condenaba por negligencia y no por herejía.
El concilio afirmó que la voluntad humana de Jesús, aun siendo verdaderamente humana, es voluntad del Logos,
porque el Logos es el único principio último de subsistencia de la humanidad de Jesús. Pero esa humanidad, al ser he-
cha del Logos, “no quedo suprimida, sino que permaneció dentro de su propio estado, siendo más bien salvada.217” Es-
te es un dato decisivo para la interpretación del concilio de Calcedonia: éste nunca puede significar que Jesús sea me-
nos hombre que nosotros, sino al revés: es más hombre que nosotros, precisamente porque ha sido asumido por Dios
como Su propia humanidad, y ello no supone absorción o destrucción, sino reafirmación de lo asumido en su intimidad
irrepetible y diferenciadora.218
La analogía del término “voluntad” dicho de Dios y del hombre, es aún mayor que la del otro término más abs-
tracto de “naturaleza”219. Ello impide otra vez usar el término “dos” como una suma de elementos unívocos, detalle
que ya nos es conocido. No era ésa la intención de Constantinopla III. La intención latente en este Concilio es salva-
guardar la plena y explícita voluntad humana de Jesús, que era exactamente lo menoscabado por los monoteletas. La
declaración del Concilio, por tanto, no intenta establecer, ni establece en ninguna parte, una especie de relación o diá-
logo entre Jesús y el Logos, sino al revés: salvaguardar la relación de la voluntad humana de Jesús con el Padre.
Si en Jesús hubiese un diálogo entre Jesús y el Logos, ya no sería el Logos el sujeto ontológico de Jesús. La rela-
ción de Jesús con Dios, como ya dijimos, es relación con el Padre precisamente porque Jesús está subsistiendo en la
Relación de Filiación del Logos. No tiene sentido hacer de Cristo un edificio con dos pisos autónomos y superpuestos,
cuyas instalaciones y conducciones habría que empalmar y armonizar para que el edificio funcione. En lugar de esta
imagen, presente también en muchas cabezas y que proviene de la inevitable cosificación de Dios a que lleva el hablar
sobre él, la Escolástica elaboró la categoría del instrumentum coniunctum,220 que, aun con sus peligros, permite salva-
guardar mucho más la analogía entre Dios y el hombre, y que nos parece una de las categorías más ricas y más impor-

216
DS 487-488 (251-252). Curiosamente este es uno de los casos más claros que suelen alegarse contra la infalibilidad
pontificia, porque el Papa aprueba el que no se hable de dos voluntades en Cristo.
217
DS 556 (291).
218
Hasta aquí cf. el libro citado de GONZÁLEZ FAUS, pp. 423-426
219
A partir de aquí, Ibid., pp. 472-473.
220
Ibid., pp. 536-340. Se expone aquí La síntesis de Santo Tomás sobre la humanidad de Cristo como instrumentum co-
niunctum divinitatis toma esta imagen para entender cómo actúa la Persona divina a través de la humanidad de Jesús.
Introduce dos correcciones a la imagen del instrumento que es de suyo una imagen muy imperfecta. No se trata de
un instrumento extrínseco, sino de un instrumento que forma parte del ser del agente. Pensemos en la diferencia que
hay entre la mano que usamos como instrumento para actuar y en otros instrumentos extrínsecos que agarramos con
la mano. En segundo lugar hay que precisar que se trata de un instrumento libre, lo cual solo es posible cuando el
que mueve es el amor que no puede sino actuar libremente, porque “lo que hacemos por amor es lo que más volunta-
riamente hacemos.” Quod ex amore facimus maxime voluntarie facimus (Cf. STO. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theo-
logica, 1ª, 2ae, 114, 4, c.

141
tantes de la cristología, y uno de los méritos definitivos de la teología medieval, frente a sus no pequeños déficits. La
expondremos en el capítulo XIII.
Ahora preguntémonos simplemente: ¿qué significa ese interés por salvar la autonomía y la plenitud, no ya de la
categoría abstracta de “naturaleza humana” en Jesús, sino de algo mucho más vivo y más concreto como es su volun-
tad humana?
Esta pregunta es importante, y nos lleva al final de la intuición soteriológica de la Patrística. Cabría contestarla
así: Dios quiere que la realización de la Salud del hombre que es Su propia voluntad, sea efecto totalmente de la libre
voluntad de éste. A Dios no le interesa para nada un mundo de esclavos perfectamente sumisos pero sin voluntad pro-
pia, sino un mundo de amigos libres. Una sociedad totalitaria, de robots obedientes, aun en el caso de que pudiera va-
nagloriarse con verdad de su paz y su orden, es lo menos apto para ser comparado con el Reino de Dios. La única fuer-
za con que cuenta este Reino ante el hombre es la que da la interpelación que hace el amor a la libertad; y Dios ha pre-
ferido el fracaso de esta fuerza al éxito de una especie de creación fascista.
Y Dios sabe triunfar así. Todo esto no podría decirse si el triunfo de Jesús no fuera realmente el triunfo del hom-
bre y de la libertad humana, pese a la terrible historia de fracasos de ésta. He aquí el verdadero interés y el sentido de la
dogmática al salvaguardar la voluntad humana de Jesús, con la consecuencia de la tentación en él. El triunfo de Jesús
no sería la victoria de Dios si no fuera plenamente el triunfo del hombre.
Salvar la voluntad humana de Jesús es, en realidad, salvar nuestra propia voluntad de hombres. Porque en esta úl-
tima enseñanza conciliar descubrimos que, en el trágico dilema que parece atravesar toda la historia: el bien hecho a la
fuerza, o la libertad que produce el mal, Dios opta incomprensiblemente por el segundo miembro. Y en Jesús creemos
que Dios es fuerte para salir victorioso en su opción, hasta la libertad que produce el bien. Nada da más idea de la dig-
nidad del ser humano que el hecho de que Dios le haya respetado de ese modo. No ha querido a los hombres esclavos
felices, aun a costa de que los hombres hayamos sido hasta ahora libertos infelices.
La apología de la libertad no puede hacerse por el hecho de que ésta tenga hasta ahora más o menos conquistas de
qué gloriarse, sino por el respeto que Dios tiene de ella. Y lo dicho no significa que la libertad humana sea absoluta: es
muy relativa y es susceptible de ser educada y guiada por ambientes, experiencias, enseñanzas y estructuras: de todas
ellas necesita. Tampoco significa lo dicho que los hombres puedan, o deban, proceder siempre unos con otros como
Dios ha procedido con ellos y que la libertad no sea muchas veces un lujo inasequible. Pero pequeña y difícil como es,
Dios revela en su Cristo que la libertad es sagrada. Y los cristianos deben preguntarse si se sienten más identificados
con las fuerzas del orden que con la fuerza débil del amor.

10.4. La sensibilidad humana de Jesús221


De la impecabilidad de Cristo surgen comprensibles objeciones. Buena parte de estas objeciones se deben al ca-
rácter demasiado abstracto del concepto de impecabilidad que, al medir todas las posibilidades con el mismo rasero y
no distinguir entre los diferentes tipos y diferentes fuentes de impecabilidad, acaba inevitablemente creyendo que la
pecabilidad es una perfección de la libertad, y no más bien deficiencia de ésta: como si la amistad, o el amor humanos
sólo fuesen verdaderos cuando no tienen suficiente fuerza para hacer por sí mismos imposible la traición a la persona
amada.
Por eso resulta más aceptable que la noción de impecabilidad, la expresión neotestamentaria: “semejante a noso-
tros en todo menos en el pecado” (Hb 4,15) que no se identifica exactamente con ninguna de las dos nociones abstrac-
tas de impecabilidad ni de mera impecancia, porque el Nuevo Testamento no tiene una concepción táctica y puntual
del pecado.
Pero, aun aceptada esta explicación, surge inevitablemente la pregunta acerca de la sensibilidad de Cristo; porque
la voluntad se apoya sobre las tendencias sensitivas y éstas son necesariamente egoístas y ciegas.
Es muy posible que esta pregunta pertenezca más a la insana curiosidad que a la buena teología; y quizás habría
que responder con el papa Honorio: “estas cosas no nos deberían atañer a nosotros,” ista ad nos pertinere non debent.
Sin embargo, la cuestión se hace en cierto modo inevitable desde el momento en que la tradición se ha ocupado de ella
extensamente, y sus respuestas pueden no satisfacernos. Los Padres alejandrinos asimilaron en exceso a Jesús al ideal
estoico de la apatheia. Este era el ideal de su antropología y nosotros no estamos capacitados para discutirla: las ver-

221
Esta sección está tomada del libro citado de GONZÁLEZ FAUS, pp. 473-476.

142
siones vulgares de la apatheia estoica quizás no son demasiado exactas. Pero si se asimila a Jesús con esas versiones
vulgares, entonces surge una imagen más semejante a la de un robot que a la de un hombre, en la que la sensibilidad
nunca es espontánea y sólo es simple instrumento de una razón teóricamente considerada como superior. Es normal
que hoy se sienta que lo que peligra aquí es la verdadera humanidad de Jesús: y en este caso ya es inevitable ocuparse
del tema.
El Jesús de los Evangelios no parece coincidir con el de la apatheia estoica: llora, tiene hambre, capta la belleza,
se enfada ante la hipocresía y experimenta sacudidas y estremecimientos profundos. Pero una respuesta concreta y
completa al problema de la sensibilidad de Jesús no es posible. El principio teológico de respuesta ya lo hemos citado:
en todo semejante a nosotros menos en el pecado: “Sin que le falte nada de lo que pertenece al ser humano, excepción
hecha del pecado el cual, por lo demás, no es inherente a la naturaleza humana”, escribe Máximo el Confesor.222
Pero para concretar este principio teológico habría que completarlo con otro antropológico para el cual no tene-
mos en realidad una respuesta inmutable y siempre válida: ¿dónde acaba el “nosotros” y dónde empieza el “pecado”?
Pues en nosotros la experiencia del mal se da tan ligada a la experiencia más espontánea de nosotros mismos y de lo
que es el hombre, que no vemos hasta qué punto es posible concebir a un Jesús plenamente hombre sin concebirlo en
esa especie de pacto con el mal o de solidaridad con el mal que experimentamos en nosotros. Y esto probablemente es
inevitable.
Poseemos, sin embargo, experiencias suficientes para afirmar que si bien el ser hombre incluye necesariamente la
existencia de tendencias y movimientos instintivos de la sensibilidad, sin embargo, no todas las tendencias y movi-
mientos instintivos proceden exclusivamente del hecho de ser hombre, ni aunque este hecho lo concibamos como di-
versificable según temperamentos, biotipos, culturas, etc. La sensibilidad es también trabajada por la libertad de la per-
sona y, por eso, se dan en nosotros tendencias y movimientos instintivos que no proceden del hecho de ser hombres,
sino del mal que hay en nosotros, de decisiones personales previas, de opciones radicales e historias pasadas. La ten-
dencia del alcohólico o del drogadicto no se da en otros hombres, y esta ausencia no la consideramos como señal de
menos humanidad, sino de una humanidad más perfecta, pues en el adicto no proceden de su humanidad sino del mal
que habita en él, de su desorden.
Ahora bien, según el testimonio neotestamentario de la universalidad del reinado de la , hay
en todos los hombres una especie de “adicción” respecto del mal. Y esto hace que muchas de las tendencias y movi-
mientos de nuestra sensibilidad no procedan, sin más, del hecho de ser hombres, ni sean moralmente neutras, sino que
proceden del mal que hay en nosotros. Una ascética centrada en exceso sobre la idea de merecer y sobre el voluntaris-
mo correspondiente a ella, nos ha acostumbrado a medir con un mismo rasero toda clase de tentaciones, considerando
que la resistencia y la dificultad que se encuentran en la práctica del bien no pertenecen para nada a la bondad o mali-
cia moral del hombre; al revés: se las miraba como buenas porque donde hay más dificultad hay más ocasión para me-
recer. Y esta primacía de la idea del mérito ha sido desastrosa para la espiritualidad católica.
La unilateralidad de esta concepción habría de ser corregida por la olvidada doctrina escolástica de los hábitos. Y
esta doctrina nos haría ver (con todas las salvedades relativas a factores temperamentales y circunstanciales que son
muy importantes en otros momentos, pero no ahora) que la verdadera bondad puede consistir también en que el bien
brote desde dentro, como espontáneamente y sin dificultad. Y, por tanto, que no toda clase de tendencias y movimien-
tos instintivos, por el mero hecho de no ser hic et nunc culpables, carece de significado moral. Determinadas tenden-
cias o determinadas resistencias, no son simple ocasión de “aumentar nuestro mérito”, sino manifestación del verdade-
ro grado de libertad y de amor y de egoísmo que hay en nosotros.
Echando mano de la analogía más manida que tenemos, podemos decir que en el amor humano se da esta misma
ley. Al amante se le revela—y a veces con tristeza—la deficiencia y la fragilidad de un amor que creía perfecto, en mil
resistencias o impulsos que no querría haber experimentado. Si la persona amada llega a percibir esas resistencias
reaccionará justificadamente, puesto que quiere recibir por amor, y no porque el amante “se sienta obligado.” Y un
Che Guevara no tendría más ejemplaridad para el pueblo si hoy se mostrase que había actuado como actuó por un puro
imperativo ético, exterior a él, pero que en su sensibilidad experimentaba grandes impulsos de desprecio del pueblo,
como los que experimenta mucha gente.
Reconocer estas resistencias negativas al amor, no implica negar que existe también otro tipo de tendencias y de
resistencias que no brotan de ningún desorden nuestro, sino de la naturaleza en sí misma y, por eso, son totalmente

222
Capitula. Cent 1, 11 (PG 90,1184).

143
neutros o incluso buenos: el hambre, la resistencia a la muerte, un cierto positivismo que viene de la condición material
del hombre, etc. Estas tendencias que en sí mismas son neutras, pueden en determinados casos ir contra la voluntad de
Dios. Son casos extremos, pero no infrecuentes en según qué vidas. En ellos se manifiesta hasta qué punto el centro del
hombre puede estar fuera de él mismo, y quien pierde así su vida la salvará. Son casos como el del martirio, la Pasión
de Jesús y otros menos aparatosos. En ellos el amor se muestra, no en la ausencia de determinadas tendencias o resis-
tencias, sino en el hecho de vencerlas. Recogiendo la analogía que acabamos de poner: en un caso así el amado no
puede entristecerse razonablemente de saber que aquello es duro para el amante. Más bien verá en eso una prueba del
amor.
Tras esta reflexión podemos responder a la cuestión de este apéndice: ¿estaban en Jesús todas aquellas tendencias,
movimientos, pasiones o alteraciones que proceden del hecho de ser hombre? Fíjense que no nos referimos ahora a
aquellas que proceden del mal que habita en nosotros, sino al mero hecho de ser hombres.
Determinar cuáles pertenecen al primer grupo y cuáles al segundo, ya no es tarea de la cristología. Toca en reali-
dad a la antropología y es una determinación que irá cambiando conforme las antropologías cambian. Porque el hom-
bre sigue siendo para nosotros el gran desconocido.
Por lo demás, se trata de una cuestión secundaria; los datos evangélicos son escasos y el mismo intento de contes-
tar esta pregunta a priori es ya teológicamente sospechoso. Por eso hemos intentado proceder, no a partir del dato de la
divinidad de Jesús (como hacía la Cristología escolar), sino a partir del dato de que Jesús es el hombre perfecto. Lo que
nos revelará su perfecta humanidad es que el pecado es sin más lo no-humano, la destrucción del hombre. Lo que "fal-
ta'' pues en Cristo, no es aquello que lo haría “más humano”, sino al revés: todo aquello que lo haría menos humano,
todo lo que recorta la potenciación de su humanidad.

10.5. Nada menos que todo un hombre


Incluimos en este capítulo un largo y hermoso texto de José Luis Martín Descalzo sobre la Humanidad de Jesús
tomado de su libro Vida y misterio de Jesús de Nazaret, vol. I, “Los comienzos”, Sígueme, Salamanca 1988, pp. 292-
306.
Que Jesús era un hombre excepcional, un verdadero genio religioso, es algo que no niegan ni los mayores enemi-
gos del mundo de la fe. Ante su figura se han inclinado los mismos que han combatido su obra. Y su misterio humano
desborda a cuantos, armados de sus instrumentos psicológicos, han acudido a él para trazar la semblanza de su perso-
nalidad. A su vez, los cristianos parece que tuvieran miedo a detenerse a pintar el retrato de su alma de hombre. Pien-
san, quizás, que afirmar que fue nada menos que todo un hombre, fuese negar u olvidar que también fue nada menos
que todo un Dios. En el clima de caza de brujas que vivimos en lo teológico, hasta se desconfió de quien ensalza a
Cristo como hombre. Recientemente cierto cristiano muy conservador aseguraba que a él Cristo le interesaba como
Dios únicamente, pues, como hombre, habían existido en la historia cinco o cien mil humanos más importantes que él.
La frase no era herética, porque era simplemente tonta. Cristo no fue probablemente -no tuvo al menos por qué ser- el
hombre más guapo de la humanidad, ni el que mayor número de lenguas hablaba, ni el que visitó más países, ni el me-
jor orador, ni el más completo matemático. Pero es evidente que la divinidad no se unió en él a la mediocridad y que,
en los verdaderos valores humanos -en lo que de veras cuenta a la hora de medir a un hombre-, no ha producido la hu-
manidad un hombre de su talla.

10.5.1. ¿Un hombre normal? ¿Fue Jesús un hombre normal?


La respuesta no parece difícil: si por normalidad se entiende esa estrechez de espíritu, ese egoísmo que adormece
a la casi totalidad de nuestra raza humana, Jesús no fue evidentemente un hombre normal. Sus propios parientes co-
menzaron por creer que había perdido el juicio (Mc 3,21) cuando hizo la “locura” de lanzarse a predicar la salvación.
Los fariseos estaban seguros de que un espíritu maligno habitaba en él (Mt 12,24) por la razón terrible de que su visión
de Dios y del amor no se dejaba encajonar en las leyes fabricadas por ellos. Herodes le mandó vestir la blanca túnica
de los locos cuando vio que Jesús no oponía a sus burlas otra cosa que el silencio. De loco y visionario le han acusado,
a lo largo de los siglos, quienes se encontraban incapaces de resolver el enigma. Y sus mismos admiradores cuando
han querido dibujar la figura humana de Jesús, tal Dostoyevsky cuando pone como símbolo de Cristo a su príncipe
Mischin, no han encontrado otro modo de colocarle por encima de la mediocridad ambiente que pintándole como un
maravilloso loco iluminado, un Quijote divino. Y es cierto que, en un mundo de egoístas, parece ser loco el generoso,

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como resulta locura la pureza entre la sensualidad, pero también lo es que no aparece en todo el evangelio un solo dato
que permita atribuir a Jesús una verdadera anormalidad.
Al contrario: en su cuerpo sano habita un alma sana, impresionante de puro equilibrada. Un equilibrio nada senci-
llo, porque se trata de un equilibrio en la tensión. No fue precisamente fácil la vida de Jesús. Vivió permanentemente
en lucha, a contracorriente de las ideas y costumbres de sus contemporáneos, en la dura tarea de desenmascarar una re-
ligiosidad oficial que era la de los que mandaban. Vivió además en un tiempo y una raza apasionada como señala
Grandmaison con acierto. No eran los judíos de entonces una generación aplatanada: ardían con sólo tocarles. Y, en
medio de ellos, Jesús vivió su tarea con aquella serenidad impresionante que hace que los fariseos no se atrevieran a
echarle mano (Jn 7,45). No hay, además, en la vida de Jesús altibajos, exaltaciones o depresiones. Hay, sí, momentos
más intensos que otros, pero todos dentro de un prodigioso equilibrio desconocido en el resto de los humanos.
Un escritor tan crítico ante la figura de Jesús como A. Harnack ha descrito así esta equilibrada tensión de la vida
de Cristo: La nota dominante de la vida de Jesús es la de un recogimiento silencioso, siempre igual a sí mismo, siem-
pre tendiendo al mismo fin. Cargado con la más elevada misión, tiene siempre el ojo abierto y el oído tenso hacia todas
las impresiones de la vida que le rodea. ¡Qué prueba de paz profunda y de absoluta certeza! La partida, el albergue, el
retorno, el matrimonio, el enterramiento, el palacio de los vivos y la tumba de los muertos, el sembrador, el recolector
en los campos. el viñador entre sus cepas, los obreros desocupados en las plazas, el pastor buscando sus ovejas, el
mercader en busca de perlas; después, en el hogar, la mujer ocupándose de la harina, de la levadura, de la dracma per-
dida; la viuda que se queja ante el juez inicuo, el alimento terrestre, las relaciones espirituales entre el Maestro y los
discípulos; la pompa de los reyes y la ambición de los poderosos: la inocencia de los niños y el celo de los servidores;
todas estas imágenes animan su palabra y la hacen accesible al espíritu de los niños.
Y todo esto no significa que solamente hable en imágenes y en parábolas, testifica, en medio de la mayor tensión,
una paz interior y una alegría espiritual tales como ningún profeta las habla conocido... El que no tiene una piedra don-
de reposar la cabeza, no habla como un hombre que ha roto con todo, como un héroe de ascesis, como un profeta exta-
siado, sino como un hombre que conoce la paz y el reposo interior y puede darlo a otros. Su voz posee las notas más
poderosas, coloca a los hombres frente a una opción formidable sin dejar escapatoria y, sin embargo, lo que es más te-
mible, lo presenta como una cosa elementalísima y habla de ella como de lo más natural; reviste estas terribles verda-
des de la lengua con que una madre habla a su hijo.

10.5.2. Su modo de pensar y de hablar


Y aquí llega de nuevo a nosotros la sorpresa, porque volvemos a encontrarnos bajo el signo de lo sencillo. Ha es-
crito Guardini: Si comparamos sus pensamientos con los de otras personalidades religiosas, parecen, en su mayor parte
muy sencillos, al menos tal y como los hallamos en los evangelios sinópticos. Claro que, si tomamos la palabra “senci-
llo” en el sentido de “fácilmente comprensible” o de “primitivo”, entonces desaparece, al observar un poco más.
Es cierto, las palabras de Jesús son tan claras y transparentes como la superficie del agua de un pozo. Sólo bajan-
do nuestro cubo hasta el fondo, podemos percibir su verdadera hondura. ¿Hay algo más “elemental” que la parábola
del hijo pródigo? ¿Hay algo más vertiginosamente profundo? Y es que -como señala el mismo Guardini- el pensamien-
to de Jesús no analiza ni construye sino que presenta realidades básicas y ello de una manera que ilumina e intranquili-
za a la vez.
No hay en su pensamiento inquietudes filosóficas o metafísicas. Desde ese aspecto, muchos otros textos de funda-
dores religiosos parecen más profundos, más elaborados, más bellos, incluso. Pero Jesús jamás hace teorías. Nada nos
dice sobre el origen del mundo, sobre la naturaleza de Dios y su esencia, jamás habla como un teólogo o como un filó-
sofo. Refiere de la verdad como hablaría de una casa. Siempre con el más riguroso realismo. Sus palabras son un puro
camino que va desde los hechos hacia la acción. Sus pensamientos no quieren investigar, explicar, razonar, mucho me-
nos elaborar construcciones teóricas, se limita a anunciar el amor de Dios y la llegada de su Reino con el mismo gesto
sencillo con el que alguien nos dice: mira, esto es un árbol. Su pensamiento está concentrado en lo esencial y no nece-
sita retóricas. Por eso escribe Boff: Él no hace teología ni apela a los principios superiores de la moral y mucho menos
se pierde en casuísticas minuciosas y sin corazón. Sus palabras y su comportamiento muerden directamente en lo con-
creto, allí donde la realidad sangra y es llevada a una decisión ante Dios.

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10.5.3. Sus preceptos son secos, incisivos y sencillos
Reconcíliate con tu hermano (Mt 5,24). No juréis en absoluto (Mt 5,34). No resistáis al mal y si alguien te golpea
en la mejilla derecha, muéstrale la izquierda (Mt 5,39). Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen
(Mt 5,44). Cuando hagas limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha (Mt 6,3).
En rigor, Jesús no dice grandes cosas nuevas y mucho menos verdades exotéricas e incomprensibles; no trata de
llamar la atención con ideas desconcertantes y novedosas. Dice cosas racionales, que ayuden sencillamente a la gente a
vivir. Aclara ideas que ya se sabían, pero que los hombres no terminaban de ver o de formular. San Agustín lo afirma-
ba sin rodeos:
La substancia de lo que hoy se llama cristianismo estaba ya presente en los antiguos y no faltó desde los inicios
del género humano hasta que Cristo vino en la carne. Desde entonces en adelante, la verdadera religión, que ya existía,
comenzó a llamarse religión cristiana.
Jesús, además, da razones de lo que dice, nada impone por capricho. Y sus razones son más de sentido común, de
buen sentido, que altas elucubraciones filosóficas. Si manda amar a los enemigos, explica que es porque todos somos
hijos de un mismo Padre (Mt 5,45); si pide que hagamos bien a todos, razona que es porque todos queremos que los
demás nos hagan bien a nosotros (Lc 6,33); si está prohibido el adulterio, comenta que es porque Dios creó una sola
pareja y la unió para siempre (Mc 10,6); si pide que tengamos confianza en el Padre, lo hace recordándonos que él cui-
da hasta de los pájaros del campo (Mt 12,11). Y todo esto lo dice en el más sencillo de los lenguajes. Jesús nunca habla
para intelectuales. Usa un vocabulario y un estilo apto para un pueblo integrado por campesinos, artesanos, pastores y
soldados. Y eso es precisamente lo que hace que su palabra haya traspasado siglos y fronteras. Podemos pensar que lo
hubiera sido -como dice Tresmontant- si su palabra, llegado el momento de ser vertida a todas las lenguas humanas
hubiera estado envuelta en el ropaje del lenguaje erudito, rico, complejo, en un lenguaje “mandarín”, fruto de una larga
tradición y civilización de gentes ilustradas... ¿Cómo habría sido traducida y comunicada, a lo largo de los siglos, al
selvático africano, al campesino chino, al pescador irlandés, al granjero americano, al mozo de los cafés de Paris o de
Londres? Realmente: la “pobreza” del lenguaje evangélico es la condición de su capacidad de expansión “universal”.
Si, en cambio, hubiera estado arropada por la riqueza de un lenguaje demasiado evolucionado, habría permanecido pri-
sionera de la civilización en cuyo seno nació y no habría podido ser comprendida por la totalidad de los hombres. No
habría sido verdaderamente católica.

10.5.4. Un hombre que sabe lo que quiere


Esta asombrosa seguridad de Jesús en sí mismo se basa en las dos características más visibles de su vida tal y co-
mo las ha señalado Karl Adam: la lucidez extraordinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad. Un
hombre, pues. No un titán. No un superhombre. Jamás los evangelios le muestran rodeado de fulgores, con esa aura
mágica con la que los cuentos rodean a sus protagonistas. En Jesús hasta lo sobrenatural es natural; hasta el milagro se
hace con sencillez. Y cuando -como en la transfiguración- su rostro adquiere luces más que humanas, es él mismo
quien trata de ocultarlo, pidiendo a sus apóstoles que no cuenten lo ocurrido. Quienes un día le llevaron a la cruz, nun-
ca temieron que pudiese escapar de sus manos con el gesto vencedor de un “superman”.
El pensamiento de Jesús no es, pues, algo que conduzca a los juegos literarios o formales, ni que se pierda en flo-
reos intelectuales. Su palabra es siempre una flecha disparada hacia la acción. El viene a cambiar el mundo, no a sem-
brarlo de retóricas. Y aquí -en el campo de su voluntad- nos encontramos ante todo con algo absolutamente caracterís-
tico suyo: su asombrosa seguridad, que se apoya en dos virtudes -como ha formulado Karl Adam-: la lucidez extraor-
dinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad. Jesús es verdaderamente un hombre de carácter que sa-
be lo que quiere y que está dispuesto a hacerlo sin vacilaciones. Jamás hay en él algo que indique duda o búsqueda de
su destino. Su vida es un “si” tajante a su vocación. Había exigido a los suyos que quien pusiera la mano en el arado no
volviera la vista atrás (Lc 9,62) y había mandado que se arrancara el ojo aquel a quien le escandalizara (Mt 8,29) y no
iba a haber en su propia vida inconstancias o vacilaciones. Su modo de hablar del sentido de su vida no deja lugar a
ambigüedades: Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra (Mt 10,34). No he venido a llamar a los justos sino a los
pecadores (Mt 9,13).EI Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10). El Hijo del
hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida para rescate de muchos (Mt 20,28). No he venido a des-
truir la ley y los profetas, sino a completarlos (Mt 5,17). Yo he venido a poner fuego en la tierra (Lc 12,49). No existe,
no ha existido en toda la humanidad un ser humano tan poseído, tan arrastrado por su vocación. Ya desde niño era

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consciente de esta llamada a la que no podía no responder: ¿No sabíais -contesta a sus padres- que yo debo emplearme
en las cosas de mi Padre? (Lc 2,49)
Y no faltaron obstáculos en su camino: las tres tentaciones del desierto y su respuesta, son la victoria de Jesús so-
bre la posibilidad, demoníaca, de apartarse de ese camino para el que ha venido. Más tarde, serán sus propios amigos
los que intentarán alejarle de su deber y llamará Satanás a Pedro (Mt 16,22). Se expone, incluso, a perder a todos sus
discípulos cuando estos sienten vértigo ante la predicación de la eucaristía. Al ver irse a muchos, no retirará un cénti-
mo de su mensaje: se limitará a preguntar, con amargura, a sus discípulos: ¿Y vosotros, también queréis iros? (Jn 6,
61). Si se piensa que esta vocación, que el blanco de esa flecha, es la muerte, una muerte terrible y conocida con toda
precisión desde el comienzo de su vida, se entiende la grandeza de ese caminar hacia ella. Con razón afirmaba Karl
Adam que Jesús es el heroísmo hecho hombre. Un heroísmo sin empaque, pero verdadero. Jesús, que comprende y se
hace suave con los pecadores, es inflexible con los vacilantes: Dejad a los muertos que entierren a sus muertos (Mt
8,22). No se puede servir a dos señores (Lc 16,13). El que vuelve la vista atrás no es digno del reino de los cielos (Lc
9,62). Esta soberana decisión (el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán: Mc 13,31) se une a una miste-
riosísima calma. No hay en él indecisiones, pero tampoco precipitaciones. Da tiempo al tiempo, impone a los demás y
se impone a sí mismo el jugar siempre limpio, llamar “sí” al sí, y “no” al no (Mt 5,37). Era esta integridad de su alma
lo que atraía a los discípulos e impresionaba a los mismos fariseos: “Maestro, sabemos que eres veraz y que no temes a
nadie”, le dicen. Por eso sus apóstoles no pueden resistir su llamada; dejan las redes o el banco de cambista con una
simple orden. Pero esta misma admiración que les atrae. Les hace permanecer a una cierta respetuosa distancia. Los
apóstoles le amaban y temían al mismo tiempo. De él, sin embargo, de no haberlo confesado él mismo en el huerto de
los Olivos, hubiéramos dicho que no conocía el miedo. Jamás le vemos vacilar, calcular, esquivar a sus adversarios.
Pero el misterio no está en su falta de miedo, sino en el origen de esa ausencia. Porque esa “decisión” que parece ca-
racterizarle, no es la que brota simplemente de unos nervios sanos, de un carácter frío o emprendedor; es la que brota
del total acuerdo de su persona con su misión. Jesús no es el irreflexivo que va hacia su destino sin querer pensar en las
consecuencias de sus actos. El sabe perfectamente lo que va a ocurrir. Simplemente, lo asume con esa naturalidad so-
berana de aquel para quien su deber es la misma substancia de su alma. Jesús no fue “cuerdo”, ni “prudente” en el sen-
tido que estas palabras suelen tener entre nosotros. No hay en él tácticas o estrategias; no aprovecha las situaciones fa-
vorables; no prepara hoy lo que realizará mañana. Vive su vida con la naturalidad de quien ha visto muchas veces una
película y sabe que tras esta escena vendrá la siguiente que ya conoce perfectamente. Ante su serena figura los grandes
héroes románticos -señala Guardini- adquieren algo de inmaduros.

10.5.5. Un hombre con corazón


Otra de las características exclusivas de Cristo es que, a diferencia de otros grandes líderes religiosos, la entrega a
una gran tarea no seca su corazón, no le fanatiza hasta el punto de hacerle olvidar las pequeñas cosas de la vida o no le
encierra en la ataraxia del estoico o en el rechazo al mundo de los grandes santones orientales. Jesús no es uno de esos
“santos” que, de tanto mirar al cielo, pisan los pies a sus vecinos. Al contrario; en él asistimos al desfile de todos los
sentimientos más cotidianamente humanos.
Apostilla K. Adam: “Es inaudito que un hombre, cuyas fuerzas están todas al servicio de una gran idea, y que, con
todo el ímpetu de su voluntad ardiente se lanza a la prosecución de un fin sencillamente soberano y ultraterreno, tome,
no obstante, un niño en sus brazos, lo bese y lo bendiga, y que las lágrimas corran por sus mejillas al contemplar a Je-
rusalén condenada a la ruina o al llegar ante la tumba de su amigo Lázaro.”
Y no se trataba, evidentemente, de un gesto demagógico hecho -como ocurre hoy con los políticos- de cara a los
fotógrafos. Por aquel tiempo entretenerse con los niños -y no digamos con un enfermo o una pecadora- eran gestos que
más movían al rechazo que a la admiración. En Jesús, eran gestos sinceros. Todo el evangelio es un testimonio de ese
corazón maternal con el que aparece retratado el Padre que espera al hijo pródigo o el buen pastor que busca a la oveja
perdida. Jesús tenia -ya desde la eternidad- un corazón blando y sensible en el que, como en un órgano, funcionaban
todos los registros de la mejor humanidad. Así le encontraremos compadeciéndose del pueblo y de sus problemas (Mt
9,36); contemplando con cariño a un joven que parece interesado en seguirle (Mc 10,21); mirando con ira a los hipó-
critas, entristecido por la dureza de su corazón (Mc 3,5); estallando ante la incomprensión de sus apóstoles (Mc 8,17);
lleno de alegría cuando éstos regresan satisfechos de predicar (Lc 10,21); entusiasmado por la fe de un pagano (Lc
7,9); conmovido ante la figura de una madre que llora a su hijo muerto (Lc 7,13); indignado por la falta de fe del pue-

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blo (Mc 9,18); dolorido por la ingratitud de los nueve leprosos curados (Lc 17,17); preocupado por las necesidades
materiales de sus apóstoles (Lc 22,35).
Le veremos participar de los más comunes sentimientos humanos: tener hambre (Mt 4,2); sed (Jn 4,7); cansancio
(Jn 4,6); frío y calor ante la inseguridad de la vida sin techo (Lc 9,58); llanto (Lc 19,41); tristeza (Mt 26,37); tentacio-
nes (Mt 4,1). Comprobaremos, sobre todo, su profunda necesidad de amistad, que es, para Boff, una nota característica
de Jesús, porque ser amigo es un modo de amar. Le oiremos elogiando las fiestas entre amigos (Lc 15,6); explicando
que a los amigos hay que acudir, incluso siendo inoportunos (Lc 11,5). Le veremos, sobre todo, viviendo una honda
amistad con sus discípulos, con Lázaro y sus hermanas, con María Magdalena.

10.5.6. Un hombre solo en medio de la multitud


Pero aquí también nos encontraremos con otra de las paradojas de Jesús: su profunda necesidad de compañía y la
radical soledad en que seguía su alma, incluso cuando estaba acompañado. Los evangelistas señalan numerosas veces
una especie de temor de sus apóstoles ante sus discursos y prodigios (Mc 9,6; 6,51; 4,41; 10,24), el miedo que tenían a
interrogarle (Mc 9,32). El evangelio de Marcos comienza la descripción del último viaje de Jesús a Jerusalén con estas
palabras: Jesús iba delante de ellos, que le seguían con miedo y se espantaban (Mc 10,32). Y repetidas veces nos tro-
pezaremos la frase: Estaban llenos de temor (Mc 5,15; 33,42; 9,15). Los apóstoles y aún más las turbas, eran conscien-
tes de que él no era un rabino más. Cuando se preguntaban quién era, buscaban las comparaciones más altas: ¿Será el
Bautista, Elías, Jeremías o alguno de /os profetas? (Mt 16,14). También Jesús era consciente de esta distancia que le
separaba de los demás. Por ello, aun a pesar de su inmenso amor a los hombres, sólo cuando estaba en la soledad pare-
cía sentirse completo. Necesitaba retirarse a ella de vez en cuando. En cuanto podía alejarse del gentío, huía a lugares
solitarios, como si sólo allí viviera su vida verdadera. Y despedidas las gentes, subió al monte, apartado, a orar. Y allí
estaba solo (Mt 14,23). A veces. hasta parece que la compañía de los demás se le hiciera insoportable: ¿Hasta cuándo
tendré que soportaros? (Mc 9,18) dice, con frase durísima, a los apóstoles al comprobar cómo en su mediocridad, no
hacen otra cosa que aguar su visión del Reino.
Casi diríamos que sólo al final de su vida se siente plenamente a gusto entre los suyos. Su corazón se esponja
cuando se encuentra con ellos y se vuelve caliente y conmovedor a la hora de la despedida. Porque Jesús tiene un cora-
zón verdaderamente afectivo. No es blando ni sentimental, pero sí profundamente humano. Se siente a gusto entre los
niños y los pequeños; llora ante la tumba de Lázaro y ante Jerusalén; llama, en la última cena, “hijitos” a sus discípu-
los. Se angustia ante lo que les puede ocurrir a los apóstoles cuando él se vaya; se olvida de sí mismo para preocuparse
de pedir al Padre que ellos tengan un lugar en el cielo. Jesús -señala García Cordero- no es un asceta ni un estoico que
ahoga sus sentimientos afectivos legítimos, sino que los sublima en una consideración superior sobrenatural.

10.5.7. La cólera del manso cordero


Jesús se presentó a sí mismo como manso y humilde de corazón (Mt 11,29), Y era verdad: así lo realizó al dejarse
abofetear y escarnecer a la hora de su pasión. Y la tradición ha tendido a acentuar esa dulzura. Jesús -merced a los mo-
vimientos religiosos del siglo XIX- es en gran parte sinónimo del “dulce Jesús”. Y esta verdad, si se desmesura, puede
desfigurar el verdadero rostro de Cristo. Grandmaison ha escrito con justicia:
Jesús es una mezcla de majestad y de dulzura y mantiene su línea en todas las vicisitudes: ante la injusticia, la ca-
lumnia, la persecución la incomprensión de sus íntimos. Sabe condescender sin rebajarse, entregarse sin perder su as-
cendiente, darse sin abandonarse. Es el modelo del tipo ideal del equilibrio. Hombre verdaderamente completo, hom-
bre de un tiempo y una raza apasionada, de la que no rechazó sino las estrecheces de miras y errores, tiene sus entu-
siasmos y sus santas cóleras. Conoce las horas en las que la fuerza viril se hincha como un río y parece desbordarse.
Pero estos movimientos extremos siguen siendo lúcidos: nada de exageración de fondo, de pequeñez, de vanidad, nin-
gún infantilismo, ningún rasgo de amargor egoísta e interesado. Aun cuando están agitadas, temblorosas, las aguas
permanecen límpidas.
Pero este equilibrio de Jesús no es la serenidad de quienes nunca estallan porque tienen poca alma. La serenidad
de Jesús es la del torrente contenido. Su carácter es más bien duro, poderoso. Dentro de él arde esa cólera del cordero
de la que habla el Apocalipsis (6,16), una cólera que sólo estalla cuando los derechos de Dios son pisoteados, pero que
es terrible cuando lo hace. En Jesús nos encontramos con frecuencia esa voluntad en tensión, esa fuerza contenida. La
tentación de Pedro, que quiere ablandar su redención, es rechazada sin rodeos y con UNA frase terrible, gemela a la

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usada (Mt 4,10) para expulsar al demonio: ¡Apártate, Satanás, que me eres escándalo! (Mt 14,23). ¡Fuera de mi vista,
inicuos! dirá en el día del juicio a quienes no hubieran socorrido a sus hermanos (Mt 7,23). Y, en sus parábolas, abun-
dan las formulaciones radicales. En la de la cizaña el Hijo del hombre enviará a sus ángeles que reunirán a los malva-
dos y los echarán al horno del fuego (Mt 13,41). Y lo mismo dice en la parábola de la red (Mt 13,49). Violentamente
terminan también las parábolas de las diez vírgenes, de los talentos, de las ovejas y cabritos. En ningún caso el desen-
lace es un ablandarse del esposo o del amo. En la parábola del siervo cruel, el Señor lleno de cólera entrega el siervo a
la justicia hasta que pague toda su deuda. En las bodas del hijo del rey, éste, ante la muerte de su hijo, envía a su ejérci-
to para que acabe con los homicidas e incendie su ciudad. Cuando, en la sala de las bodas el soberano encuentra a un
hombre sin vestido nupcial, manda que lo aten de pies y manos y lo arrojen a las tinieblas exteriores (Mt 22,13).
En la parábola de los dos administradores, el señor, que llega inesperadamente, manda descuartizar al siervo infiel
(Lc 12,46). No, no son, evidentemente, las parábolas un dulce cuento de hadas. Tampoco es blando el lenguaje que Je-
sús usa cuando se dirige a escribas y fariseos: Guías de ciegos que coláis el mosquito y os tragáis el camello. ¡Ay de
vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque limpiáis el plato y la copa por de fuera, pero interiormente estáis llenos
de robos e inmundicias! (Mt 23,14; 24,25). Hay, evidentemente, un terrible relámpago en los ojos de quien pronuncia
estas palabras. Y hay dos momentos en que esta cólera estalla en actos terribles: cuando arroja a los mercaderes del
templo, derribando mesas y asientos, enarbolando el látigo (Mc 11,15). Y cuando seca, con un gesto, la higuera que no
tiene frutos, incluso sabiendo que no es aquel tiempo de higos (Mc 11,13). Exageraríamos si dedujéramos de estos dos
momentos (sobre todo del segundo) que hay en Cristo una cólera mal contenida y anormal. Los evangelistas tienen un
gran cuidado en acentuar todos aquellos aspectos en los que Jesús muestra su carácter profético. Y los profetas habían
acostumbrado a su pueblo a este lenguaje de paradojas, de gestos aparentemente absurdos que sólo querían expresar la
necesidad de estar vivos y despiertos en el nuevo reino de Dios. Pero tampoco seríamos justos olvidando esos gestos y
convirtiendo a Jesús en un puro acariciador de niños. Los dulces cristos de Rafael y fray Angélico son parte de la ver-
dad. La otra parte es el Cristo terrible que Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina.

10.5.8. Con los pies en la tierra


Tenemos que hacernos ahora una pregunta importante: ¿Fue Jesús un realista con los pies en la tierra o un idealis-
ta lleno de ingenuidad? Hay en él, evidentemente, unos modos absolutos de ver la vida. En todas sus frases arde lo que
Karl Adam llama “su deseo de totalidad”. Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo (Mt 18,9). El que pierde su alma, la gana
(Mt 10,29). Nadie puede servir a dos señores (Lc 16,13). Siempre planteamientos radicales. El que no deja a su padre y
a su madre, no sirve para ser discípulo suyo. Si alguien te pide el vestido, hay que darle la capa también. Y pide a vo-
ces cosas absolutamente imposibles: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48). ¿Es que Jesús
no conoce la mediocridad humana? ¿Es que no conoce los enredados escondrijos de nuestros corazones? A juzgar por
estas sentencias macizas y según la firmeza heroica de su conducta, estaría uno tentado a tomarlo por un hombre abso-
luto y hasta quizá por un soñador viviendo fuera de la realidad, puestos siempre los ojos en su brillante y sublime ideal
y para el cual desaparece, o a lo sumo aflora muy ligeramente en su conciencia la vulgar realidad diaria de los hom-
bres. ¿Fue así Jesús?
Esta pregunta inquieta a Karl Adam y sigue inquietando hoy a muchos hombres. Y la primera respuesta es que Je-
sús no fue un extático, como lo fue Mahoma, como lo fue el mismo san Pablo. Los primeros cristianos estimaban mu-
cho estos dones de éxtasis y visiones. San Pablo veía en ellos “la prueba del espíritu y de la fuerza” (I Cor 2,4). Pero
ninguno de los evangelistas atribuye a Jesús este tipo de éxtasis o de fenómenos extraordinarios. La misma transfigu-
ración es un fenómeno objetivo, no subjetivo. Nada sabemos de lo que pasó en el espíritu de Jesús durante ella, pero
no es, en rigor, un verdadero éxtasis.
Tiene, sí, contactos con el mundo sobrenatural: a través de su constante oración sobre todo. Pero jamás nos pintan
los evangelistas una oración en la que Jesús se aleje de la tierra en éxtasis puramente pasivo. Este don que tan bien co-
noció san Pablo, no nos consta que fuera experimentado por Jesús. Y hay en su vida frecuentes entradas de ese mundo
sobrenatural en el cotidiano: el cielo se abre en el Jordán, el demonio le tienta en el desierto, bajan los ángeles a servir-
le tras las tentaciones y a consolarle en el huerto. Pero todo se hace con tal naturalidad y sencillez que, aun al margen
de la fe, habría que reconocer que no se trata de alucinaciones o visiones de un espíritu enfermo o desequilibrado. No
son problemas de psiquiatra; son contactos con otra realidad que, no por ser más alta, es menos verdadera que ésta que
tocamos a diario.

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Podemos, pues, concluir de nuevo, con Karl Adam: La visión prodigiosamente clara de su mirada, la conciencia
neta que tenia de sí mismo, el carácter varonil de su persona, excluyen clasificarle entre los soñadores y exaltados más
bien, al contrario, supone una marcada predisposición para lo racional La mirada de Jesús es profundamente intuitiva
en la tarea de abarcar la realidad en su conjunto y en toda su profundidad, lo mismo que es sencilla y estrictamente ló-
gica en lo que se refiere a las relaciones intelectuales.
Efectivamente esta mezcla de intuición y lógica parece ser una de las características mentales de Jesús que une en
sí a un pensador y a un poeta. La agudeza de su ingenio para desmontar un sofisma, pulveriza con frecuencia las argu-
cias de sus enemigos y la estructura de su raciocinio es, a veces, puramente silogística, aun cuando más frecuentemente
la intuición va más allá que las razones. Pero aún podríamos decir que lo experimental pesa más en Jesús que lo pura-
mente racional. Sus dotes de observación de la realidad que le rodea son sencillamente sorprendentes y le muestran
como un hombre con los pies puestos sobre la tierra en todos sus centímetros. Hay en la palabra de Jesús un mundo vi-
vo y viviente, un universo que nada tiene de idealista.
Bastaría recordar sus parábolas. En ellas nos encontramos un mundo de pescadores, labradores, viñadores, mayo-
rales, soldados, traficantes de perlas, hortelanos, constructores de casas, la viuda y el juez, el general y el rey. Vemos a
niños que juegan por las calles tocando la flauta; cortejos nupciales que cruzan la ciudad en la noche silenciosa; con-
templamos a los doctores de la ley ensanchando sus borlas y filacterias; les encontramos desgreñados en los días de
ayuno; escuchamos su lenguaje cuando rezan: nos tropezamos con los pordioseros que piden a las puertas de los pala-
cios: descubrimos a los jornaleros que se aburren en las plazas esperando a que alguien les contrate; se nos explica mi-
nuciosamente cómo cobran sus sueldos; conocemos las angustias de la mujer que ha perdido una moneda; sabemos
cómo la recién parida se olvida de sus dolores al ver al chiquitín que ha tenido; nos enteramos de las distintas calidades
de la tierra y de todas las amenazas que puede encontrar un grano desde la siembra a la cosecha; comprendemos la
preocupación de las mujeres de que no les falte el aceite para la lámpara que ha de arder toda la noche; se nos describe
cómo reacciona el hombre a quien el amigo despierta en medio de la noche; nos explican con qué unge las heridas el
samaritano y cuál es su generosidad; se nos advierte que los caminos están llenos de salteadores; se habla de las telas y
de la polilla, de la levadura que precisa cada porción de harina, de qué tipo de odres hay que usar para cada calidad de
vino...
Es todo un universo de pequeña vida cotidiana lo que encierra este lenguaje y no sueños o utopías. No era un so-
ñador, era un hombre sencillo y verdadero. En su vida no hay gestos teatrales. Huye cuando quieren proclamarle rey, le
repugna la idea de hacer milagros por lucimiento o por complacer a los curiosos. Tampoco hay en él un desprecio es-
toico a la vida. Cuando tenga miedo, no lo ocultará. Lo superará, pero no será un semidiós inhumano, un supermán
eternamente sonriente. Tampoco utiliza una oratoria retórica altisonante. Habla como se habla. Vive como se vive. Ja-
más hace alardes de cultura. No hay en todo su lenguaje una sola cita que no esté tomada de la Escritura. No siente an-
gustia ante lo que piensan de él, no se encoleriza cuando le calumnien. Pero le duele que no le comprendan. Ama la vi-
da, pero no la antepone a la verdad.

10.5.9. Morir por la verdad libremente


Morirá por esa verdad. Es decir: se dejará matar por ella, pero no irá hacia la muerte como un fanático, no se arro-
jará hacia la cruz. La aceptará serenamente, desgarrándosele el corazón, porque ama la vida. Pero preferirá la vida de
los demás a la propia. Si él hubiera pactado, si hubiera aceptado las componendas, siendo “más prudente”, tal vez su
muerte no habría sido necesaria. Pero su pensamiento y su acción eran gemelos y allí donde señalaba la flecha de su
vocación, allí estaban sus pasos. El servicio a la verdad era el centro de su alma, pero no a una verdad abstracta sino a
esa que se llama amor y que sólo podía realizarse siguiendo la senda marcada por su Padre. Y aquí llega la más alta de
las paradojas: siguió esa senda desde la más absoluta de las libertades.
Durante los primeros siglos de la Iglesia no faltaron herejías (los “monotelitas”) que para dejar más claro que Je-
sús no podía pecar optaron por pensar que en Jesús no había más voluntad que la divina. Pero el tercer concilio de
Constantinopla, en el año 681, definió tajantemente que Cristo estuvo dotado de voluntad y libertad humanas, que vi-
vió y actuó como un ser libre. Basta con leer su vida para descubrir que la libertad es no solamente un rasgo de su ca-
rácter, sino también una señal distintiva de su personalidad, como escribe Comblin. Efectivamente la libertad y la libe-
ración fueron los núcleos de su mensaje. San Pablo lo condensa sin vacilaciones: “Fuisteis llamados, hermanos, a la li-

150
bertad” (Ga 5,13). Para que quedemos libres es para lo que Cristo nos liberó (Ga 5,1). Jesús nace en el seno de un pue-
blo exasperado por la libertad, obsesionado por ella. De ese pueblo recibe su sentido, aunque, luego, él ensanchará sus
dimensiones desde lo político a una libertad integral que nace en el corazón con raíces más profundas que las puramen-
te materiales. En el seno de ese pueblo, Jesús vivirá con una libertad inaudita. No depende de su familia. Rechaza las
tentaciones con que algunos de sus miembros quieren apartarle de su misión (Mc 3,21; 3,31; Mt 12,46) lo mismo que
más tarde exigirá a sus discípulos esa misma libertad frente a sus familiares (Lc 14,26).
Es libre ante el ambiente social, muchas de cuyas tradiciones rompe sin vacilaciones: habla con los niños, sostiene
la igualdad de sexos, deja a sus apóstoles que cojan espigas en sábado. Se opone frontalmente a los grandes grupos de
presión. Habla con franqueza a las autoridades políticas. Desprecia abiertamente a Herodes llamándole “zorra” inofen-
siva. Es libre en la elección de sus apóstoles. No se deja presionar por los grupos violentos que quieren elegirle rey. Es
libre en toda su enseñanza. Jamás mendiga ayudas ni favores.
Subraya con acierto Comblin: Jesús no pidió nada a los ricos, ni a las autoridades: ni licencia, ni apoyo, ni colabo-
ración. No tuvo necesidad de los poderosos. Sin duda, como siempre. Esa fue para ellos la mayor ofensa, lo que más
les hirió: mostró que no los necesitaba. Visita a los ricos, fariseos, personas notables: sin pedirles ayuda. Recibe a un
hambre tan importante como Nicodemo: no le pide apoyo, ni una intervención favorable, una palabra amiga en el sa-
nedrín. Sabe que si una persona de tal consideración garantizara su buena conducta en la asamblea, sería un buen ar-
gumento a su favor. Los ricos saben perdonar muchas ofensas a quienes les van a pedir dinero o recomendación, pero
Jesús no buscó ninguna cobertura. Pilato se extrañó: esperaba ciertamente que Jesús apelase a su clemencia. Habría si-
do una ocasión excelente para dar muestra de su poder. Pero Jesús no quiso facilitar las cosas para inclinarle hacia la
indulgencia. Ninguna palabra para dulcificar a los judíos, ninguna palabra para calmar a Pilato: desde el principio hasta
el fin de su vida, no quiso deber nada a nadie. Y se mostró siempre inflexible, sin arrogancia, pero irreductible.
Esta independencia impresionó tremendamente a sus contemporáneos a quienes llamaba la atención, más que lo
que decía, el modo como lo decía: Se maravillaron de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad (Mc
1,22; MI 7,29). Y sus propios adversarios se verán obligados a reconocer esa libertad de sus opiniones: Maestro, sa-
bemos que eres sincero y que enseñas de verdad el camino de Dios y no te importa de nadie, pues no miras la persona-
lidad de los hombres (Mt 22,16). ¿Cuál es la última clave de esta tremenda libertad? Que Jesús es desinteresado, que
no se siente preocupado por el futuro de su vida o de su obra. Esta seguridad es, tal vez, lo más sorprendente de su pos-
tura en el evangelio. Jamás le vemos tener angustia por el futuro de ese Reino que predica, jamás le encontramos pla-
neando estrategias para el mantenimiento de lo que está creando. Y aquí vuelve a ser absolutamente diferente a todos
los futuros fundadores de religiones o de cualquier tipo de empresas humanas o espirituales. Jesús deja absolutamente
todo en las manos de Dios. Conocía la mediocridad de sus apóstoles, la traición de su máximo elegido y no vacilaba en
dejar en sus manos el porvenir de su tarea. Comenta el mismo Comblin:
Jamás fundador alguno dejó a sus sucesores una obra tan libre, disponible, no institucionalizada. Prácticamente
Jesús no dejo a los apóstoles ninguna de las instituciones de la Iglesia posterior, a no ser la instrucción de reunirse de
vez en cuando para celebrar la cena en memoria suya y de su venida futura. El resto quedó totalmente abierto. Confió
en el Espíritu santo dado a los apóstoles para ir definiendo las instituciones. Nunca en los evangelios aparece preocu-
pado por ese futuro: no dijo a los apóstoles: después de mi haréis esto o aquello.
Sabía muy bien Jesús que lo que coarta la libertad de los hombres es el miedo, la preocupación por el futuro, la
necesidad de seguridades. Pero él nunca necesitó nada: no tuvo propiedades, no preciso de la ayuda de los poderosos,
no dejó herencia alguna, no se preparó una carrera. Contaba con una única seguridad -¡pero qué seguridad!-: la absolu-
ta confianza en su Padre. Gracias a ella superó también el miedo a la muerte que asumió en el acto más alto de libertad
que conozca la historia. No la esquivo, no buscó pactos ni componendas, no hizo concesiones a sus adversarios. Im-
presionó en la cruz por su serenidad a los mismos que le crucificaban. Fue, efectivamente, el más grande de los hom-
bres. Fue también más que humano, pero fue también todo un hombre. Y la humanidad está hoy orgullosa de él. Sí, tal
vez éste sea el más alto orgullo de nuestra raza: que él haya sido uno de nosotros.

151
TEMA 11: HISTORIA
DE LA DOGMÁTICA CRISTOLOGICA
(Del libro de Glz Faus: “La humanidad nueva”, 7ª ed., Santander, Sal Terrae 1987, pp. 387-426

Después de haber estudiado el sentido que tiene hablar de Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre, y
de sus dos naturalezas unidas sustancialmente en una única hypóstasis, vamos ahora a hacer el recorrido histórico en el
que iremos alternando las herejías, o modos claramente erróneos de comprender a Jesucristo, y las declaraciones conci-
liares que son los hitos en los que se ha llegado a formulaciones que excluyen estas herejías.

11.1.- Inculturación de la fe en el mundo helenístico223


Cuando el cristianismo comenzó a extenderse más allá del judaísmo, hacia el mundo helenístico del imperio ro-
mano, se vio confrontado al desafío de encontrar un modo de expresar su fe en las categorías de pensamiento propias
del mundo grecorromano. La filosofía helenística resultó ser de gran ayuda, pero también representó una amenaza, ya
que era el lenguaje de una cultura muy diferente. El desafío afrontado por la Iglesia suponía adoptar el lenguaje filosó-
fico de una nueva cultura, sin “helenizar” simplemente su fe.
Cuando la Iglesia, en el periodo posterior al Nuevo Testamento, tuvo que proclamar el Evangelio a las naciones,
se dio cuenta de que estaba en una cultura muy diferente. Los ciudadanos del imperio romano no pensaban en catego-
rías mesiánicas, sapienciales y apocalípticas, que eran las que habían formado el imaginario religioso de los judeocris-
tianos primitivos. Las personas educadas en el imperio tenían una cosmovisión muy diferente, conformada por la cul-
tura y el pensamiento helenísticos. Además, muchos de los apologistas y teólogos que emergían eran conversos, cuyo
trasfondo intelectual se basaba en la filosofía helenística y no en las Escrituras judías. Fueron estos nuevos cristianos
los que llevaron al cristianismo a dialogar con la cultura circundante, defendiendo la fe contra sus críticos, criticando la
teología grecorromana donde fuese necesario, pero a menudo mostrando aprecio por sus intuiciones filosóficas. Por
ejemplo, Justino el mártir (+ 165) y Clemente de Alejandría (+ sobre el 215)
El proceso no siempre fue fácil. El lenguaje bíblico era extensamente mito-poético, mientras que la cultura hele-
nística, aunque rica en mitos propios, utilizaba el lenguaje y las categorías, más universales, de la filosofía griega. Po-
demos considerar este lenguaje como el lenguaje “científico” de su tiempo. Pero la incorporación de las categorías de
la filosofía helenística representó un nuevo desafío para la teología cristiana, particularmente para la cristología.
Los Padres Apostólicos, Clemente de Roma (sobre el 96), Ignacio de Antioquía (+ 110), Hermas (sobre el 50),
fueron aproximadamente contemporáneos de los últimos autores del Nuevo Testamento. Firmemente monoteístas, sin
embargo presuponían la preexistencia de Cristo y su papel en la creación y redención; como ciertas obras del Nuevo
Testamento, ellos no vacilaron en llamar a Jesús Dios. En su Carta a los Efesios, Ignacio de Antioquía escribe que
“por María fue concebido Jesús, el Cristo, nuestro Dios” y en una Carta a los Esmirniotas proclama «Jesucristo, Dios,
que os ha concedido tal sabiduría.224”
Los apologetas que les siguieron, Justino el Mártir, Taciano, Hipólito y Tertuliano, comenzaron a señalar más sis-
temáticamente la relación de Cristo con el Padre, volviendo al concepto del Logos o Palabra, común a la filosofía he-
lenística, los LXX y al cuarto evangelio, donde fue usado para describir a Jesús como la Palabra preexistente de
Dios.225 También fue significativo el hincapié de los gnósticos en el papel del Logos en la creación como un ser inter-
mediario o de emanación. A partir de este punto, la filosofía había de proporcionar cada vez más un armazón intelec-
tual útil para la teología de la Iglesia.

223
Esta primera sección está tomada de T. P. RAUSCH, ¿Quién es Jesús?, Mensajero, Bilbao 2006, cap. 9.
224IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Efesios 18,2; Esmirniotas 1,1.
225
Véase J.N.D. KELLY, Early Christian Doctrines (London, Adam and Charles Black, 1958) 95-101; también A. GRILLMEIER,
Cristo en la tradición cristiana, Salamanca, Sígueme, 1997, pp. 252-258.

152
11.1.1. Las primeras herejías226
Surgen desde el principio las primeras herejías. Brevemente presentaremos el gnosticismo y el docetismo que es
una de sus variantes.
11.1.1.1. El gnosticismo (del griego gnósis, “conocimiento”) fue un movimiento religioso sincretista, realmente
una religión filosófica, que pudo preceder al cristianismo; procede de fuentes helenísticas y judías y adoptó también
pronto los símbolos cristianos. Puede que hubiera algunos cristianos en la iglesia de Corinto con inclinaciones gnósti-
cas (el misterioso partido de “Cristo”) y el evangelio apócrifo de Tomás fue una obra gnóstica. Lo que el gnosticismo
ofrecía era una doctrina de salvación por el conocimiento, normalmente un conocimiento secreto, accesible sólo a los
iniciados. Por ejemplo, el evangelio de Tomás comienza: “Éstas son las palabras ocultas que dijo Jesús el viviente y
que escribió el mellizo, Judas Tomás. Él dijo: ‘Quien encuentre la interpretación de estas palabras no gustará la muer-
te.227”
Al igual que la cultura helenística de la que procedía, el gnosticismo era altamente dualista. Su preocupación fue
la redención, no en este mundo, sino por la huida del embrollo del mundo, con la liberación de la persona de la exis-
tencia corporal y material. Este desprecio por lo corporal y material, en la práctica, se dio en dos expresiones diferentes
y contrarias. Algunos gnósticos rechazaban cualquier cosa que tuviese que ver con el cuerpo, particularmente el ma-
trimonio y la sexualidad. Otros, ya que la existencia corporal pertenecía al reino caído de la materialidad y dado que la
salvación se obtenía a través de un alto conocimiento espiritual, consideraron que la moralidad carecía de importancia;
practicaron una vida sin normas o libertinaje.228 Los del partido de Cristo en Corinto, que justificaban la inmoralidad
sexual sobre la base de su mala interpretación de la enseñanza paulina sobre la libertad (1 Corintios 6,12-20), son pro-
bablemente un ejemplo de esta tendencia. Ya que el gnosticismo destacaba uno o más mediadores entre el Dios inefa-
ble y el universo material, encontraron una afinidad natural con ciertos aspectos de la doctrina cristiana, particularmen-
te con la cristología

11.1.1.2. El Docetismo
El docetismo fue una expresión cristológica del gnosticismo. Mientras los docetas consideraban fácilmente a Cris-
to como un mediador, lo que no podían aceptar era que el Verbo divino se hubiera hecho carne, con todas sus connota-
ciones terrenas. Así, enseñaban que Jesús “parecía” o “aparentaba” (en griego , “parecer”) tener un
cuerpo humano. Marción enseñó que Jesús sólo tenía un cuerpo aparente, Valentino decía que tenía un cuerpo espiri-
tual o pneumático. Y si su cuerpo no era real, entonces su sufrimiento fue una ilusión, ya que estaba excluido por la
impasibilidad divina.
Tanto gnósticos como docetas negaban la humanidad de Jesús. Las tendencias docetas debieron de aparecer muy
pronto; los argumentos contra ellos son patentes en las cartas de Juan (1 Juan 4,1-3; 2 Juan 7) así como en Ignacio de
Antioquía (hacia el 110). Ignacio protesta contra los que afirman que Cristo había padecido sólo en apariencia229 y “no
admiten que la eucaristía es la carne de nuestro salvador Jesucristo, la carne que padeció por nuestros pecados.230” Pero
al final del siglo II o al principio del III, otros negaban la divinidad de Jesús.

11.1.2. Visión general de la Patrística y los Concilios231


Seguiremos en este capítulo un esquema cronológico y procuraremos respetar el lenguaje en el que todos esos da-
tos se van formulando. Desde un punto de vista cronológico, la historia de la dogmática cristológica puede clasificarse
en cuatro grandes etapas, cada una de las cuales concluye con algún concilio famoso, y que comienzan a gestarse ya
antes de haber sido liquidada la etapa anterior. Podríamos calificarlas así:
a) Conciliación de Jesús con el monoteísmo bíblico: conquista dogmática de la divinidad (hasta Nicea: 325).
b) Reconsideración de Cristo "desde arriba". Idea de encarnación. Peligro para la humanidad de Jesús y coafirma-
ción del hombre junto con Dios (hasta Constantinopla I: 381).

226
T. P. RAUSCH, Op. cit.,
227
M. ALCALÁ, Los evangelios de Tomás, el mellizo, y María Madalena, Bilbao, Mensajero, 1999, p. 53.
228
Early Christian Doctrines, 23-28.
229
IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Efesios 7; Tralianos 9; Esmirniotas 1-3.
230
IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Esmirniotas 7.
231
A partir de aquí iremos siguiendo a Glz Faus en el c. III de la Humanidad nueva.

153
c) Consecuencia de las dos etapas anteriores: el problema de la constitución de Jesús. Conquista de la unidad
(Éfeso: 431) y conquista de la dualidad (Calcedonia: 451).
d) Etapa apendicular: neonestorianos y monoteletas. La enhypostasía. Interpretación de Calcedonia en los dos
concilios siguientes (hasta III Constantinopla: 681).Desde el punto de vista del movimiento ideológico, sería mejor
considerar toda la historia de la dogmática como la historia de las oscilaciones entre la antinomia Dios-hombre, las
cuales van repitiéndose, entre márgenes de oscilación que son cada vez más reducidos, pero que nunca llegan a supri-
mirse.
1. La primera oscilación ya la conocemos. Se extiende desde la negación doceta de la carne de Jesús hasta la ne-
gación judaizante de su divinidad. Y podemos verla superada en la fórmula de Ireneo: verdadero Dios y verdadero
hombre.
2. La segunda antinomia oscila entre la negación "parcial" que hace Arrio de la divinidad de Jesús y la negación
parcial que hace Apolinar de su humanidad plena. Y queda superada por las fórmulas: perfecto Dios, perfecto hombre.
O: consustancial al Padre y consustancial a nosotros.
3. El tercer margen de oscilación se dará entre lo que podemos llamar "negación implícita" de la divinidad de Je-
sús (Nestorio) y la negación implícita de su humanidad. (Eutiques) Y ha de quedar trascendido por la fórmula: una
subsistencia en dos naturalezas.
Fuera de lo que podemos llamar estrictamente heterodoxo, por tanto dentro del espacio abierto por las declaracio-
nes conciliares, existe también una serie de oscilaciones entre diversas escuelas teológicas, como Alejandría y Antio-
quía, o diversas corrientes como la teología (más oriental) del Logos-Sarx y la (más occidental) del Assumptus Homo.
Los mismos concilios (señalados en el cuadro sólo por sus fechas) se decantan más hacia uno u otro lado, según el
error al que combaten. Y esto a pesar de que son ellos los que marcan la línea central: pero ya dijimos que, aun en esta
línea central, es imposible eliminar la oscilación. Por eso la línea de oscilaciones perdurará dentro de la teología, aun
luego de conquistada definitivamente la dogmática. Y no será difícil reconocerla en los siglos sucesivos, entre tomistas
y escotistas, entre luteranos y calvinistas, hasta que rebrote en otro contexto totalmente diverso, con el problema del
Cristo del kerygma y el Jesús histórico. Es la gran cruz que marca al pensamiento humano en todos sus niveles: la si-
multaneidad y coincidencia de lo Absoluto, y lo no absoluto.
¿Qué valor tienen las declaraciones conciliares? Tienen el valor importantísimo de fijar los límites, las líneas rojas
del debate. Sirve para denunciar las comprensiones del misterio claramente heréticas. Como dice González Faus, Cal-
cedonia no pretende ser una explicación metafísica, sino una invitación kerigmática para defenderse de las herejías, no
para catequesis ni como símbolo de la fe. Los términos latinos muy difíciles de traducir sería: “non aristotelice sed pis-
catorie”232. “Dicho de manera gráfica: Calcedonia es un magnífico antivirus, pero la Iglesia posterior ha pretendido
convertirlo en un sistema operativo233”

11.2. El camino hasta Nicea


Dos grandes líneas pueden marcarnos la historia de la Cristología a lo largo del siglo III: en Alejandría, con Orí-
genes, comienza a aparecer la teología de la divinización que tendrá su apogeo en siglos ulteriores y con la cual la ri-
queza y la conflictividad del pensar teológico se trasladan decididamente hacia Oriente. Roma, en cambio, sin segun-
das intenciones, pasa a ser un centro de teología regular, en el que anidan las herejías clásicas.

11.2.1 Las clásicas herejías trinitario-cristológicas


De ellas conviene decir una breve palabra de caracterización, puesto que son conceptos que volverán a aparecer
en otros momentos. Cada una de ellas nace, hasta cierto punto, al combatir la otra.
11.2.1.1. El adopcionismo es la más importante de todas. Se trata de un error que rebrota constantemente en to-
dos los tiempos y en todos los intentos nuevos, quizá porque la Cristología no ha logrado dar cabida a la parcela de
verdad que contiene. En una cultura cuyos esquemas mentales son cada vez más estáticos y que va nivelando peligro-
samente el Jesús prepascual y el postpascual, el adopcionismo representa el único intento por salvaguardar la concep-

232
J. I. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad nueva, p.416.
233
J. I. GONZÁLEZ FAUS, El rostro humano de Dios. De la revolución de Jesús a la divinidad de Jesús, Sal Terrae, Santander
2015, p. 179.

154
ción histórica de la Encarnación, que ya nos es conocida. Hipólito nos ha conservado el siguiente resumen de su doc-
trina:
“Jesús es un hombre que, por designio del Padre nació de la Virgen. Vivió como los demás hombres y fue sumamente temeroso de Dios.
Más tarde, cuando el bautismo en el Jordán recibió al Cristo que descendió de arriba en figura de paloma. Por eso sus fuerzas no estuvieron acti-
vas hasta el momento en que el Espíritu (a quien él llamó el Cristo) descendió y se reveló en él. Algunos no admiten que haya sido hecho Dios
por descenso del Espíritu. Otros lo aceptan, pero sólo luego de su resurrección de entre los muertos.”
La filiación divina se reduce al terreno de la santidad moral, y luego, en un momento ulterior (el Bautismo o la
Resurrección), se la hace pasar de lo moral a lo ontológico. En el fondo hay un intento inconsciente de eliminar las di-
ficultades de la kénosis de Dios en Jesús, pues algunos adopcionistas ven la prueba de su doctrina en el hecho de que
sólo luego del Bautismo comenzara Jesús a hacer milagros. Por eso, su principal fautor, Teodoto de Bizancio, que ha-
bía apostatado durante una persecución y huido después a Roma, al ser juzgado allí por su apostasía, responde en su
defensa que él no había renegado de Dios, sino de un hombre. Pero sobre todo, y éste nos parece el punto decisivo, la
divinidad de Jesús es vista como una conquista del hombre. El problema de fondo (la afirmación simultánea de divini-
dad y humanidad) queda eliminado como tal problema, puesto que el hombre aparece como capaz de remontarse hasta
el nivel de Dios. El adopcionismo es una especie de pelagianismo cristológico. Pero por eso mismo fracasan todas las
refutaciones de él que hacen de la afirmación de Dios un recorte de la libertad o la historicidad del hombre.

11.2.1.2 El modalismo es propiamente una doctrina trinitaria, cuya ventaja es su enorme simplicidad. Tertuliano
lo describe así en su obra contra Praxeas:
“En una misma persona distinguen por igual al Padre y al Hijo, diciendo que éste es la carne, es decir el hombre, o Jesús. Y aquél es el Es-
píritu, es decir Dios, o el Cristo.”
La Trinidad no es en este caso un presupuesto de la divinidad de Jesús (Dios se ha podido comunicar al hombre
porque, por la misma fecundidad de su ser, es posibilidad de comunicación de sí), sino que queda reducida al hecho de
Jesucristo y a la dualidad de lo divino y lo humano (paternidad y filiación) en El. El modalismo es una simple descrip-
ción del problema cristológico, presentada como explicación de ese problema. Pero ha captado algo que la teología ol-
vidó con mucha frecuencia: Jesús no es sólo comunicación de un Hijo “desgajado” de Dios, sino que es comunicación
total del Dios Trino: el Espíritu mueve, el Hijo realiza, el Padre da la vida y así alcanza el hombre la consumación que
es su Salud.

11.2.1.3. El Subordinacionismo. Hipólito, discípulo y continuador de Ireneo, no quedó satisfecho con la con-
dena demasiado vaga y un poco simple que los papas Ceferino y Calixto hicieron del modalismo. A ello se unió la
enemistad con este último. Ambas cosas provocaron un endurecimiento de posiciones, y para subrayar la distinción an-
timodalista de Padre e Hijo en Dios, parece establecer una clara subordinación de éste a aquél. Este subordinacionismo
es ya una forma del error arriano. No obstante, es incierta su atribución a Hipólito cuya cristología, por otro lado, es de
una gran importancia y vigor especulativo.

155
Esta periodización queda esquematizada en el siguiente cuadro:

s. III DIVINIDAD problema de la relación


de Jesús con Dios.
s. IV ---------------------------------NICEA

HUMANIDAD problema de la relación


de Jesús con nosotros.
----------------------------------CONSTANTINOPLA I

unidad: EFESO problema de la simultaneidad


de ambas afirmaciones.
UNION
dualidad: CALCEDONIA

s. VI -------------------
-VII problemas derivados
APÉNDICES .
III CONSTANTINOPLA

Ahora nos toca recorrer, con un mínimo de detalle, las diversas fases de este proceso siempre abierto, siguiendo el
orden cronológico que establecimos al comienzo del capítulo.
El esquema quedaría reflejado en el cuadro siguiente:

156
Herejías cristológicas

Negación de la divinidad Negación de la humanidad

Negación total Negación parcial Alejada en la unión Absorbida en la unión Negación parcial Negación total

Judeo- Ireneo Docetas


cristianos

Arrio +325 +381 Apolinar


Nicea Constantinopla I

Nestorio Éfeso +431 Eutiques


Calcedonia +451

157
11.2.2. Oriente y la teología de la divinización
La escuela catequética de Alejandría fue fundada en el 195 por Clemente de Alejandría (+ 215), pero su gran re-
presentante fue Orígenes (alrededor del 185-254). La teología alejandrina, con su reverencia a la trascendencia y uni-
dad de Dios, puso gran énfasis en el Logos, que de algún modo “entra en” o “se agrega” a la carne humana. Orígenes
es una figura demasiado genial, demasiado contradictoria y demasiado compleja, cuya exposición debe dejarse riguro-
samente a los especialistas. Su enorme afán de fidelidad a la Escritura y el enorme peso que tienen en su pensamiento
los elementos neoplatónicos hacen tremendamente difícil la comprensión exacta de su inmensa obra. Por si fuera poco,
los problemas relativos a su presunta heterodoxia y la corrección de sus textos vuelven todavía más difícil el intento,
ya de por sí fatuo, de encerrar a un genio en una síntesis. No obstante, es necesario pasar por él porque, en la corriente
ideológica que intentamos delinear, constituye una pieza clave: Orígenes pondrá en pie la célebre escuela alejandrina
que se caracteriza por la famosa cristología de la divinización.
Pero ¿hasta qué punto el platonismo no vicia esta concepción y pone en marcha los peligros antes citados? En Ireneo parecía clara la con-
cepción del hombre como historia de una libertad que se hace a sí misma en el tiempo y, por eso, la salud, a la vez que viene de fuera, ha de bro-
tar de dentro.
¿Qué queda de esto en la concepción platónica de Orígenes sobre las almas preexistentes y sobre la unión previa del Logos con el alma
de Cristo? ¿Hasta qué punto no pone eso en peligro la verdadera humanidad y la historia del Jesús terreno? Las célebres imágenes del hie-
rro en el fuego, que él utiliza, son germinalmente monofisitas, y le hacen hablar de inmutabilidad del alma de Cristo 15, de modo que la unión de
Jesús con Dios parece apuntar más hacia la naturaleza (implicando con esto un cambio) que no hacia la persona subsistente.
Los peligros de una teología unilateral de la divinización, al margen de lo que haya que decir sobre Orígenes, los
vamos a ver inmediatamente en un suceso ocurrido a los catorce años de su muerte y que constituye seguramente el
acontecimiento más importante y más decisivo de toda esta primera etapa. Nos referimos al Sínodo de Antioquía.

11.2.3 El Sínodo de Antioquía (268)


Se trata de un sínodo tenido en Antioquía y que depuso al obispo de la localidad, Pablo de Samosata, por el es-
cándalo de su vida y doctrina. Pablo debía probablemente el obispado a la reina Zenobia de Palmira que era su protec-
tora y, según parece, su amante. El Sínodo fue muy disputado, y el escándalo de la vida influyó decisivamente en que
la doctrina de Pablo de Samosata resultara también escandalosa.
Solo conservamos unos fragmentos del proceso que proceden del siglo v y pueden considerarse fidedignos a pesar
de algunas sospechas de interpolaciones de manos apolinaristas. Por ellos es difícil hacerse una idea exacta de las doc-
trinas de Pablo de Samosata.
En Dios hay una única persona, el Padre. El Logos no es una persona distinta de él, sino solo su sabiduría que
obraba en los profetas y obrará en Cristo. La unión del Logos con Cristo, puro hombre, es de carácter puramente exte-
rior a manera de inhabitación, que no hace que Cristo sea Dios ni da al Verbo la personalidad, que no tiene. Sin em-
bargo, por virtud de esta unión Jesús es elevado por encima de los profetas y de todos los hombres.
Algunas frases ambiguas, como que “el Hijo de Dios no ha bajado de arriba”, que “es de abajo”, que Jesús es sólo
el hombre más santo o que es Dios nada más “por participación”, quizás nos remiten a un cierto adopcionismo. Otras
frases, como la del Verbo que ha habitado en un hombre, podían ser bien entendidas.
Y lo decisivo es que el Sínodo no sólo no las entiende bien, sino que se enfrenta a Pablo de Samosata usando la
cristología también herética del presbítero Malción que negaba la plena humanidad de Cristo, concibiéndolo como un
compuesto del Logos y cuerpo, con explícita exclusión del alma humana, en el que el término mismo de encarnación
es sustituido por el de composición, en analogía con la composición alma-cuerpo, según la cual se concibe al hombre.
Pablo de Samosata había garantizado la humanidad de Jesús por medio de una separación radical de la persona de Je-
sús y el Verbo
Estamos pues ante el caso, no infrecuente, en que una herejía “de izquierdas” más o menos clara, es condenada en
nombre de otra herejía evidente “de derechas”. La importancia de esta condena en la historia de la cristología no debe
menospreciarse. Condicionó toda la evolución posterior, periclitando casi definitivamente a la humanidad de Jesús, y
dejando cierto monofisismo o apolinarismo latente aun en las fórmulas tenidas por ortodoxas. Contribuyó a eli-
minar la dimensión histórica de la cristología y a impostarla unilateralmente desde arriba. Y de ello se ha resentido
constantemente la teología. A Pablo de Samosata le perdió mucho más su vida que su ambigua doctrina. El año mismo
de la celebración del Sínodo de Antioquía se considera como fecha del nacimiento del arrianismo.

158
11.2.4. Arrio y Nicea (325)
Ya de laico, Arrio estuvo comprometido en un cisma y halló acogida en el obispo de Alejandría que le reconcilió
y más tarde le ordenó de presbítero.
En realidad, el error arriano es doble:
ni Cristo es hombre como nosotros
ni es Dios como el Padre.
Arrio acepta llamarle Dios, pero lo entiende de manera claramente subordinacionista. También acepta llamarle
hombre, pero negándole un alma humana: la Palabra de Dios se une a un cuerpo inanimado y es ella la que lo
anima. Muy probablemente hay una estrecha relación entre ambos errores. Al menos así lo comprendió el antio-
queno Eustacio, único que, en realidad, cayó en la cuenta de los dos: “al negar el alma a Cristo, tienen que atribuir a la
Palabra de Dios los sufrimientos y mutaciones de Cristo, con lo que esta Palabra pasible no puede ser igual al Dios in-
mutable.”
Pero lo verdaderamente curioso es que este error relativo a la humanidad de Cristo no se lo combate nadie. El
mismo san Agustín escribirá más tarde sobre los arríanos: “menos conocidos son por afirmar que Cristo tenía un cuer-
po solo, sin alma. Y no he encontrado a nadie que les haya discutido este punto.”
Este silencio es muy significativo porque parece implicar que los mismos contradictores de su primer error
participaban del segundo error arriano sobre la humanidad de Jesús. El Sínodo de Antioquía, por tanto, pesa en el
ambiente de una manera decisiva.
El mismo símbolo del Concilio de Nicea, que supone la condena definitiva de Arrio, aborda únicamente el
error relativo a la divinidad del Hijo, extendiéndose en una serie de matices que pretenden eliminar toda escapatoria
verbal por parte de los arríanos: “nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero
de Dios verdadero.” En cambio no combate para nada el error relativo a su humanidad, limitándose a emplear la
fórmula enanthrópesanta (hecho hombre) que podía ser aceptada por los arrianos, dada su concepción platonizante del
hombre, según la cual no hay relación intrínseca entre los dos principios (alma y cuerpo), de modo que la carne puede
ser animada por cualquier otro principio (en este caso la Palabra de Dios) y el resultado ser llamado hombre.
Por estas razones, la doctrina arriana relativa a la humanidad de Jesús no juega ahora ningún papel y se pro-
longará en el apolinarismo, robustecida entonces, en cierto modo, por la declaración de Nicea. Por este mismo moti-
vo, nosotros prescindiremos de ella en nuestra exposición. Más aún, nos obliga a prescindir de ella el hecho sorpren-
dente de que san Atanasio, que fue el gran contradictor de Arrio en lo referente a la divinidad de la Palabra, ha
suscitado infinidad de sospechas respecto a si compartía o no el error arriano sobre la humanidad de Jesús.
La argumentación de Arrio para negar la plena divinidad del Logos, tal como la reproduce Atanasio, era bien sim-
ple: el Nuevo Testamento está lleno de datos sobre la finitud de Cristo. Según los Evangelios, Cristo manifiesta dolor
y turbación interna, progresa, ora, ignora, teme, se ve abandonado... Todo eso es claramente incompatible con la idea
del Absoluto. De ahí se sigue que el hombre no encuentra en Cristo al Absoluto mismo en su plenitud. El argumento
resulta filosóficamente inexpugnable. Y es muy sintomática la manera como va a responderle Atanasio.
Atanasio es uno de los grandes representantes de la cristología divinizante de que hablábamos hace poco: “El Lo-
gos se ha hecho hombre para divinizarnos en él... La carne de Cristo, por estar unida al Logos, ha sido salvada y redi-
mida la primera. Todos nosotros somos salvados en él, ya que constituimos una unidad con él.” De aquí que, para Ata-
nasio, será evidente que “para nosotros los hombres sería tan inútil que la Palabra no fuera el verdadero Hijo de Dios
por naturaleza, como que no fuera verdadera carne la que asumió.”
Desde aquí, la oposición a Arrio se hace necesaria y evidente. Pero ¿qué responde entonces Atanasio a los argu-
mentos arrianos? Y aquí resulta sorprendente el que no ataque para nada el presupuesto de la argumentación arriana: la
identificación del Logos con el alma de Cristo que hemos señalado como su segundo error. Simplemente, Atanasio
se esfuerza en probar que todos los rasgos aducidos por los arrianos no dañan la Trascendencia del Logos. Y como se
trata de debilidades anímicas, no meramente corporales, se ve obligado a quitarles el carácter de verdadera debi-
lidad: así afirma que la angustia era sólo pretextada, la ignorancia sólo aparente, el llanto sólo corporal (igual que la
turbación de que habla Jn 12,27) y, en fin, la muerte debida al poder que tiene el Logos de separarse del cuerpo. Siem-
pre habla de separación cuerpo-Logos, mientras que cuando habla de los demás hombres concibe la muerte como sepa-
ración cuerpo-alma.

159
Todas estas innegables aberraciones han suscitado la cuestión entre los historiadores de si es que Atanasio negaba
el alma humana de Cristo al igual que los arríanos. Esta negación sería muy comprensible desde una concepción estoi-
ca del Logos como alma del universo que, en la encarnación, se habría limitado a tomar un cuerpo como particular-
mente propio. De hecho este esquema parece estar presente en Atanasio, puesto que en algún momento se pregunta si
la carne de Cristo, al recibir al Logos, no privará al mundo restante de su influjo. A lo que responde que si el Logos
fuese finito sí que ocurriría así. Lo menos que se puede decir, por consiguiente, es que el alma humana de Jesús no tie-
ne ningún significado teológico para Atanasio y que, si la acepta, se trata de una aceptación puramente nominal y no
asimilada.
Estas observaciones ponen de relieve el influjo negativo del Sínodo de Antioquía y las limitaciones de una cris-
tología divinizante. Aunque, por eso mismo, hagan más admirable el empeño desarmado y casi ciego de Atanasio por
defender que su Jesús sufriente sí que era la plenitud del Absoluto. Aquí se marca la aportación definitiva de la cristo-
logía divinizante, que permitirá a Atanasio garantizar a toda la historia posterior un punto fundamental: el de la unidad
de Cristo.
Alrededor de 318 obispos tomaron parte en el concilio de Nicea, la mayoría de ellos de las iglesias del Oriente. Su
preocupación no era especular, sino afirmar las enseñanzas de las Escrituras y la Tradición. El credo de Nicea, alegado
por Eusebio como credo bautismal de su iglesia, afirmó la divinidad de Jesús y su igualdad con el Padre. Zanjó la
cuestión de la divinidad original de Cristo, introduciendo en el símbolo de la fe un término filosófico y muy diferen-
te de la enumeración de hechos salvíficos que hasta entonces constituía las fórmulas de fe. Se trata del término ho-
moousios: de la misma naturaleza que el Padre (o: de igual esencia en traducción más literal). La cuestión se zanja
además de manera radical, excluyendo el término homoioousios (de naturaleza semejante a la del Padre) que defen-
dían muchos como solución intermedia y de compromiso, frente al arriano: de diversa naturaleza, o de naturaleza infe-
rior a la del Padre.
Más adelante, al reflexionar sobre la dogmática cristológica, tendremos que preguntarnos por el significado del
homoousios. Ahora sólo nos queda una observación por hacer: el símbolo de Nicea, en su definición explícita, es ex-
clusivamente cristológico. Los elementos trinitarios quedan implícitamente presupuestos como explicación del
“nacido del Padre antes de todos los siglos... engendrado no creado”, etc. Pero aquel de quien se predica que es consus-
tancial al Padre, no es el Logos eterno, sino el Señor Jesucristo. Esta forma de hablar es un contrapeso muy claro a lo
que pueda tener el homoousios de inevitables hipotecas filosóficas. Subraya la vinculación de todas las expresiones de
la fe a la persona de Jesús.
El concilio hizo numerosas cosas. Además de afirmar en positivo la divinidad de Cristo, condenó diversas propo-
siciones arrianas como que “Hubo un tiempo en que no fue” y que “antes de ser engendrado no fue”, y que “fue hecho
de la nada, y condenó a los que dicen que es de otra hipóstasis o de otra sustancia o que el Hijo de Dios es cambiable o
mudable.”

11.3. Apolinar y san Dámaso


Inmediatamente después de Nicea rebrota el primer error de Arrio que no había combatido el concilio y que pare-
cen compartir sus mismos detractores. Rebrota más seguro de sí, y más elaborado filosóficamente. Y rebrota precisa-
mente en un discípulo fiel de san Atanasio: Apolinar de Laodicea (310-390).

11.3.1. La argumentación apolinarista


El pensamiento de Apolinar podemos reducirlo al silogismo siguiente: Jesús es perfecto Dios (ésta ha sido la en-
señanza de Nicea). Ahora bien: dos cosas acabadas, perfectas, no pueden constituir una única realidad. Por consi-
guiente, la humanidad de Cristo no puede ser perfecta (en el sentido de plena humanidad).
La premisa menor es un axioma aristotélico que Apolinar esgrime constantemente. Consecuente con ella, negará
a Cristo un principio intelectual humano (nous) aunque le concede un alma sensitiva. Pero dos centros de deci-
sión de sí (dos autokínetoi) es patente que no pueden coexistir en un mismo ser.
Tampoco Apolinar tiene inconveniente en llamar a Cristo hombre, por cuanto hay en él un cuerpo movido por
un principio espiritual, que es la Palabra de Dios. Los apolinaristas aceptarán las expresiones “cuerpo racional”,
“verdaderamente hombre”, etc., pero entendiéndolas en este sentido ambiguo. De esta forma se llega a un acuerdo fal-
so, por ser sólo verbal. El desarrollo posterior de la controversia le obliga a precisar, y Apolinar reconoce que Jesús no

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era hombre “como un hombre cualquiera”, sino sólo homónymos: de igual denominación. Este punto es decisivo
para comprender la condena del apolinarismo: en ella no se rechaza una concepción filosófica del hombre, sino que
se rechaza la afirmación de una diferencia entre Cristo y nosotros. El contenido de la definición del hombre podrá
variar según épocas y culturas. Pero no puede variar el que Cristo era hombre exactamente de la misma manera como
lo somos nosotros.
En la concepción de Apolinar, el modelo de la unión entre el Logos y el cuerpo en Cristo es la unión entre
alma y cuerpo en el hombre. La comparación vale en cuanto expresión de la unidad del ser de Cristo; pero en los
apolinaristas la comparación es llevada hasta el extremo, como la mezcla de dos partes de la que resulta un tercer ele-
mento diferente de ambas: “una sola naturaleza que constaba de ambas partes, ya que el Logos, con la perfección de su
divinidad, aporta una energía parcial a la totalidad.” Probablemente es de origen apolinarista una frase que luego se ha-
rá famosa: “no confesamos dos naturalezas, sino la única naturaleza del Logos Dios encarnada.”

11.3.2. La reacción contra Apolinar


En el cuadro propuesto al comienzo del capítulo hemos presentado el primer Concilio de Constantinopla como lu-
gar de la condenación del apolinarismo. Lo hemos hecho por mantener el esquema de los Concilios como hitos que
clausuran etapas. Pero no se nos conserva texto del Concilio sobre este punto, sino sólo una alusión genérica.
Como documento del Magisterio relativo al apolinarismo conservamos tres cartas del papa san Dámaso que vino a
ocuparse del tema fortuitamente cuando un presbítero apolinarista, Vital, acudió a él pidiendo apoyo contra el obispo
Epifanio que le había condenado. El Papa San Dámaso, aunque en un principio pareció apoyar a Vital, finalmente lo
condenó en el año 378. Dice San Dámaso: Si Jesús no tenía un alma como la nuestra, no podemos decir que haya sido
salvada nuestra alma, en la cual reside el principio de nuestro mal. Porque le confesamos salvador del hombre entero
confesamos que asumió al hombre entero, cuerpo y alma.
En definitiva, todo este movimiento literario y epistolar hizo triunfar en el ambiente la idea de la necesidad de un
nuevo concilio que ampliase el símbolo de Nicea. Se trata del primer concilio de Constantinopla en 381. El primer
Concilio de Constantinopla (381) reafirmó la fe de Nicea y formuló su propio credo, diferente del de Nicea en varios
sentidos. El credo eliminó la frase “es decir, de la sustancia (ousía) del Padre” y extendió el breve artículo de Nicea
sobre el Espíritu añadiendo “Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe
una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.” El concilio también añadió un artículo final que confesa-
ba la fe “en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Reconocemos un solo bautismo para el perdón de los pecados y
esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.” Como dijimos, el concilio también con-
denó a los apolinaristas, aunque no se nos conserva este texto.

11.3.3. Los dos estilos del pensar cristológico


El siglo IV se ha caracterizado, a través de sus luchas, por la aparición de un pluralismo del pensar cristológico
que quizás en un principio caracterizaba de manera general a Oriente y Occidente, pero que luego se personificará en
las dos grandes escuelas de Alejandría y Antioquía (la cual se sentirá sostenida por Occidente y por Roma, ante los
ataques de los grandes alejandrinos). Si atendemos a los argumentos de Atanasio contra Arrio, el gran mensaje de la
escuela alejandrina será el siguiente: “Dios mismo, ha vivido nuestra vida.” Con la ventaja de que de esta manera será
muy fácil comprender la unidad de Jesús. Pero con el peligro de que el subrayado del sujeto evapore la verdad del pre-
dicado y lo convierta en una vida “parecida” a la nuestra, o “en tanto en cuanto la dignidad de Dios lo permita.”
En cambio, la posición antioquena se atiene a que esta misma vida nuestra es la que vivió el Dios-hombre Jesu-
cristo. Con la ventaja de que siempre quedará clara la humanidad total de Jesús. Pero con el peligro de que la vida de
Jesús vaya por un lado y la de Dios por otro.
De estas intuiciones madres se seguirán las diversas características de cada escuela. Alejandría mantiene viva la
teología de la divinización y el valor soteriológico de la encarnación. Antioquía conservará la libertad de Jesús e irá
sustituyendo la idea de divinización por la de reparación de lo humano. Y en Occidente, el valor soteriológico de la
encarnación por el del acto expiatorio.
Alejandría patrocina el esquema Logos-carne, con peligro de dañar o absorber la humanidad. Occidente acuña
el esquema del “hombre asumido”, que durará hasta Agustín y que los alejandrinos rechazan. Alejandría practicará
una exégesis más alegórica y se dejará llevar hacia un lenguaje más mítico. Antioquía practicará una exégesis más po-

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sitiva y utilizará un lenguaje más realista. Alejandría conservará más vivo el valor de la Resurrección, mientras los an-
tioquenos olvidarán la dimensión evolutiva de la Encarnación y, con ella, la Resurrección. Ambas escuelas aceptarán,
de acuerdo con Nicea y Constantinopla I, que Jesús es perfecto Dios y perfecto hombre. Pero la alejandrina pondrá el
acento en el único sujeto de esa frase, y este acento amenazará al último de los predicados. La antioquena pondrá el
acento en la dualidad de los predicados, con el peligro de proyectarla sobre el sujeto de la frase.
En una palabra: “La cristología alejandrina parte del supuesto de que el mismo Hijo de Dios eterno ha vivido una
vida humana y después intenta investigar cómo son compatibles las propiedades y el destino auténticamente humanos,
con su ser divino. En cambio la cristología antioquena parte de la idea de que el Salvador es Dios y hombre, e intenta
estructurar una unidad que tenga en cuenta esas dos dimensiones que se presentan propiamente como si fueran dos su-
jetos distintos.”

11.4. Éfeso (431) y Calcedonia (451)


Un balance de lo obtenido hasta ahora en el lento edificar de las ideas nos obligaría a poner de relieve que la fe
cristiana, enfrentada a ese problema de fondo al que tantas veces aludimos, no se ha sentido identificada en ninguna
transacción de compromiso. Dios y hombre no se pueden coafirmar a través de componendas en las que se cede un po-
co por cada parte. En vez de la solución de los términos medios se optó por la afirmación de los dos extremos; en vez
del centrismo la Iglesia optó por la totalidad: Jesús no es Dios a costa del hombre, ni hombre a costa de Dios, ni es en
parte Dios y en parte hombre, sino perfectamente Dios y perfectamente hombre, consustancial al Padre y consustancial
a nosotros. Sirven de balance las palabras de san Dámaso (DS 149): “Si alguien dice que (Jesucristo) tuvo algo de me-
nos en la divinidad o en la humanidad, es hijo de la gehenna.”
Esta solución sólo puede ser creída y sostenida en la fe. Porque en ella se desautoriza la experiencia y la tendencia
humana más elemental, que sólo afirma negando, en su doble vertiente religiosa y humanista. Por eso, aunque en reali-
dad, con esta solución está ya dicho todo, es inevitable que la mente humana siga preguntando: perfectamente Dios y
perfectamente hombre, pero ¿cómo? Pues no basta con afirmar los dos plenamente: hay que afirmarlos a la vez. Y el
problema que va a surgir ahora será el siguiente: cómo afirmar que Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre, sin
afirmar que son “dos”. O se afirman ambos, pero no a la vez y no como “uno”; o se afirman, sí, a la vez, pero uno a
costa del otro.
Formulado abstractamente, el problema es, por tanto, el de la unidad y dualidad de Jesús. Y en él representa Nes-
torio el primer recurso a la solución fácil.

11.4.1. Unidad y dualidad en Jesús


Modernamente ha habido intentos de rehabilitación de Nestorio, legítimos en buena parte. Es muy probable que
sus primeras posiciones puedan ser entendidas correctamente; así como también podían serlo las posturas que Nestorio
se empeñó en erradicar de su diócesis.
Fueron la polémica, la intolerancia y la intervención de factores políticos las que motivaron una exageración de
sus posiciones: Jesús será perfectamente Dios y perfectamente hombre, pero de tal manera que Dios y el hombre
constituyen en él dos sujetos, incluso en el nivel último del ser.
La unidad que se da entre ambos es una unidad de tipo moral, una unidad que se puede llamar de apariencia, en
cuanto que ambos constituyen un único “personaje”: los nestorianos emplearán el término prosopón que procede pre-
cisamente del lenguaje escénico y designa las máscaras utilizadas por los actores para caracterizarse. De este modo,
Dios se “apropia” de la personalidad de Jesús, algo así como el actor la de su personaje, pero no se le pueden
“atribuir” al actor los sentimientos de su personaje: no se puede decir que Dios haya sufrido en Jesús, o que haya vivi-
do una vida humana en él. O, a lo más, se puede decir sólo en un sentido figurado; “como el rey sufre cuando destro-
zan su imagen.” La carne y la humanidad de Jesús no pertenecen intrínsecamente y ontológicamente a Dios. Dios y el
hombre quedan, sí, plenamente afirmados, pero quedan separados. Y en efecto, las imágenes de que se vale para
explicar la presencia de Dios en Jesús rezuman todas esa separabilidad: como el marino en la nave, o como en un tem-
plo.
Esta posición se expresará después, con términos más elaborados, en la fórmula siguiente: Jesús, es un “persona-
je” (prosopon) en dos subsistencias o naturalezas (la naturaleza y la subsistencia se identifican, puesto que en la

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realidad siempre aparecen como inseparables). Pero ahora, en el lenguaje más popular se expresa sobre todo en la res-
puesta a esta cuestión: ¿se puede o no se puede decir que el Logos eterno nació de María?
La respuesta negativa de Nestorio nos traslada como por encanto, a un ambiente bien familiar al católico español
de hoy: “pintadas” en las paredes de la catedral de Constantinopla; seglares que interrumpen un sermón gritando: “el
Verbo eterno nació en la carne de una mujer”, y—donde nosotros todavía no hemos llegado—el día 24 de marzo del
430, posiblemente en la fiesta de la Anunciación, dos obispos (Nestorio y Proclo) que se enzarzan a discutir en plena
catedral.
A esto hay que añadir la intervención epistolar de san Cirilo, obispo de una ciudad como Alejandría que vivía
atenta a todo lo que pudiera redundar en detrimento de Constantinopla. La correspondencia entre Cirilo y Nestorio es
de interés porque ella constituirá el material del futuro Concilio de Éfeso.
En agosto del 430 interviene el papa Celestino (informado del asunto por sendos dossiers de ambos personajes)
obligando a Nestorio a retractarse en el plazo de diez días y encargando a Cirilo el ejecutar la sentencia en su nombre.
Cirilo se sobrepasó: en lugar de una retractación, envía a Nestorio para que las firme, doce proposiciones en las que
introduce lo más extremoso de sus propias opiniones teológicas. No sabemos si Nestorio habría firmado una retracta-
ción, pero es comprensible que se negara a firmar algunas de aquellas proposiciones que entraban ya en los puntos de
fricción entre alejandrinos y antioquenos.
Nestorio las envió a Juan de Antioquía (la figura quizás más grande de toda esta turbia historia) y a otros obispos
de su escuela. Entre estos provocaron escándalo las proposiciones de Cirilo, y Juan de Antioquía encargó al intelectual
del grupo, Teodoreto de Ciro, que redactara una refutación de ellas. De este modo, la polémica local se había converti-
do en casi general y era inevitable un concilio. El papa envió a él sus legados, y escribió antes a san Cirilo recomen-
dándole moderación.

11.4.2. El concilio de Éfeso (431)


Tal moderación iba a hacer mucha falta: el día prefijado no habían llegado los legados pontificios ni el bloque de
obispos orientales (unos 60). Llegó sí una carta de Juan de Antioquía a Cirilo: el viaje era muy duro, varios obispos es-
taban enfermos y se morían las cabalgaduras; les quedaban aún cinco o seis jornadas.
El ambiente, en una ciudad pequeña como Éfeso, estaba enrarecido. De pronto, al día siguiente, Cirilo decide
empezar el concilio, sin aguardar a los que faltaban y forzando al delegado imperial que se negaba a ello. Era el 21 de
junio de 431.
Las consecuencias de esta alcaldada fueron calamitosas. El día 26 llegaron los 68 obispos orientales: al encontrar-
se el Concilio casi concluido y a Nestorio depuesto, se reúnen a su vez en otro concilio que excomulga a Cirilo y
declara inválido al anterior. El caos que sigue es indescriptible y no podemos entretenernos en él; además tampoco
es difícil de imaginar: apelaciones y recursos al poder del emperador, prisión y fuga de san Cirilo, conatos de media-
ción rechazados por una parte o la otra, circulación de documentos y contradocumentos... Por debajo de la cuestión de
procedimiento está la diferencia teológica entre alejandrinos y antioquenos.
Los legados pontificios aceptaron antes la deposición de Nestorio y las votaciones del Concilio. La paz con los
antioquenos sólo llegó dos años más tarde, gracias a un excepcional documento de Juan de Antioquía, que Cirilo acep-
tó en una carta exultante, dando gracias al cielo por la paz que él mismo había puesto en peligro. Es comprensible el
comentario de Tillemont: “san Cirilo es santo; pero no puede decirse que lo sean todas sus obras.”
De interés para nosotros es el dato siguiente: La única enseñanza de Éfeso es la declaración de que la segunda car-
ta de san Cirilo a Nestorio (de enero a febrero del 430) es conforme con la fe de Nicea; y la respuesta de Nestorio a Ci-
rilo es disconforme con Nicea. Ambas decisiones fueron aprobadas en dos votaciones unánimes, de más de 150 votos.
Sobre la carta ulterior de san Cirilo a Nestorio, que llevaba las doce proposiciones o anatematismos, ya no hubo vota-
ción: figura en las actas del Concilio como simple documento.
La carta de san Cirilo aprobada en Éfeso está dedicada íntegramente al problema de la unidad de Dios y hom-
bre en Jesús. Frente a las tendencias “separadoras” nestorianas, la tesis de la carta es que dicha unidad no se da mera-
mente en la forma de presentarse o de aparecer ante nosotros (el prosopón antes citado), sino en la realidad misma del
ser de Jesús, al nivel más profundo de esa realidad. De modo que el que nació del Padre y el que nació de María son
“uno y el mismo”; el Dios de Dios o Luz de Luz y el que padeció y resucitó son “uno y el mismo” (hena kai autón,
frase que pasará desde ahora a ser decisiva para la cristología).

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Esta forma de afirmar la unidad, continúa Cirilo, no implica una transformación del Logos en un hombre. Al con-
trario: la divinidad sigue siendo divinidad y la humanidad sigue siendo humanidad. Pero la unidad, a pesar de todo, es
tal que se le puede llamar hijo de hombre “no de manera impropia o como quien representa un personaje” (en prolép-
sei prosópou), sino con absoluta verdad. Al hecho de que Dios se haga hombre sin dejar de ser Dios, responderá el que
el hombre se haga Dios sin dejar de ser hombre. Y si al Logos de Dios se le puede llamar hombre con toda propiedad,
esto quiere decir que se puede predicar de él con verdad que ha nacido de María y que ha padecido y muerto. Aunque
ello no implica que su naturaleza divina haya comenzado a existir en el seno de María o haya sentido el dolor de los
clavos, o haya dejado de existir. Si se puede predicar de la Palabra de Dios que ha nacido de María, ha sufrido y ha
muerto, ello se debe a que aquello que nació y murió era “su propio cuerpo”, “su propia carne”, y no podemos decir
que “sea ajeno al Logos su propio cuerpo con el cual está sentado a la diestra del Padre.” Hasta tal punto es propia del
Logos esa humanidad que “no fue primero engendrado un hombre corriente sobre el que después advino el Logos, sino
que... el Logos se unió desde el mismo instante de la presencia del hombre en el seno de María.” Y la consecuencia es
que no coadoramos a un hombre junto a la Palabra de Dios, sino que adoramos a uno y al mismo.
A este tipo de unidad, que permite a Dios hacer propio ser suyo aquello que no es Dios, la llama san Cirilo unión
en la subsistencia (kath'hyposthasin), término que, por consiguiente, parece aludir a la dimensión última de individua-
ción del ser, que fue traducido discutiblemente por el de persona, y sobre el cual habremos de volver.
En esta carta expresó Cirilo, probablemente, lo mejor de su teología. No siempre habló así a lo largo de la polémi-
ca. Especialmente, la fórmula apolinarista de la “única naturaleza del Logos Dios encarnada” a que ya aludimos, fue
para él una auténtica obsesión, probablemente por creerla de san Atanasio.
Pero si Cristo padeció sólo con el cuerpo se cae en el apolinarismo, y además se trataría de un sufrimiento pura-
mente irracional e involuntario, carente de verdadero valor. Si padeció también con el alma humana, entonces constaba
de una naturaleza humana completa y, por tanto, no se puede hablar de una única naturaleza. A raíz de esta correspon-
dencia parece que comprendió Cirilo la necesidad de admitir que la humanidad de Jesús es un autokínetos. Tras la
unión, afirma, siguen separadas las naturalezas aunque no está separado Cristo.

11.4.3. Reacción contra Cirilo. La defensa de Cirilo por Eutiques


A su vez, estas vueltas atrás de Cirilo sobre una fórmula que había enseñado con ahínco le valen el ataque de sus
amigos más extremados, por abandonar algo que era un auténtico santo y seña. Cirilo responde a estos ataques con ti-
tubeos y fórmulas ambiguas, confirmando con ello la desconfianza de los antioquenos en la falta de ortodoxia de sus
posiciones. Por si fuera poco, todavía inició una campaña contra alguna de las grandes figuras orientales, como Teo-
doro de Mopsuestia y Diodoro de Tarso, a los que acusa de padres del nestorianismo.
Ello provocó otra reacción de los antioquenos y una nueva marcha atrás de Cirilo que, aun defendiendo su cam-
paña anterior, rechaza “la condenación de un muerto, máxime siendo persona tan venerada por los hermanos de Orien-
te.” Su muerte, el 27 de junio del 444, todavía vino a complicar las cosas porque sus seguidores, siendo tan fanáticos
como él, no tenían ni su buena voluntad ni su inteligencia.
En efecto, el año 447 aparece una obra de Teodoreto de Ciro, figura señera de la escuela antioquena, a quien se ha
llamado el Agustín del Oriente. La obra se titula El Mendigo (Eranistes) y está escrita en forma de diálogo entre el
mendigo Polymorphos y un personaje llamado Ortodoxo, que parece representar al propio Teodoreto. La tesis del
mendigo es que la unión se hizo “a partir de dos naturalezas, pero en una naturaleza.” La intención de la obra (que
constituye un florilegio impresionante de textos patrísticos) era claramente polémica. En ella quedaba refutado el men-
digo que representaba a un personaje muy conocido de Constantinopla, el monje Eutiques, que gozaba de gran repu-
tación de santidad y que vivía consagrado a la caza de nestorianos, movilizando para ello a los poderes políticos.
El pensamiento de Eutiques era bien simple: divinidad y humanidad son dos realidades distintas antes de la unión,
pero después de ella constituyen una única naturaleza. Si el error de Nestorio era separar ambas magnitudes, el
error de Eutiques hacer que una absorbiese a la otra. De este modo, la humanidad de Jesús quedaba como disuelta
en su divinidad y desaparece tragada por ella: las célebres imágenes del hierro en el fuego o de la gota de vinagre en el
mar pagan ahora el tributo de su imprecisión.
El 22 de noviembre del 448, un sínodo firmado por 30 obispos condenó a Eutiques en Constantinopla. Esto lo-
gró del emperador Teodosio II la convocatoria de un concilio, pese a la oposición del obispo de Constantinopla Fla-

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viano que lo juzgaba innecesario y muy caro. El papa san León envió sus legados con un importante documento que el
Concilio se negó a leer, aprovechado el desconocimiento del griego por los legados pontificios.
El Concilio (22 de agosto de 449) fue una mascarada de integrismo histérico, con votaciones por simple “acla-
mación unánime.” Se depuso a Flaviano de Constantinopla, por haber condenado a Eutiques, pero alegando que había
contravenido los decretos de Éfeso que prohibían añadir nada a Nicea, La protesta de los legados pontificios dividió
algo a los obispos y dio ocasión a la entrada de soldados en la sala y a la huida de Flaviano y los legados. A este con-
cilio lo llamó el propio Papa San León el Latrocinio de Éfeso: “illo non concilio sed latrocinio ephesino.”
En el espacio de un año murió el emperador Teodosio II que había favorecido a Eutiques y los monofisitas, y el
nuevo emperador Marciano, alejó a Eutiques y repuso a los obispos depuestos. Decidió entonces convocar un nuevo
y verdadero concilio contra los deseos del papa que temía un nuevo tumulto. Al principio se pensó en tenerlo en Nicea,
pero más tarde se trasladó a Calcedonia.
El Concilio de Calcedonia fue relativamente rápido mientras se trataron asuntos disciplinares: las víctimas del la-
trocinio efesino fueron rehabilitadas mientras varios obispos se excusaban de haber firmado, alegando que lo hicieron
por coacción al ver que otros firmaban. En diez días el Concilio estableció una paz, algo precaria pero válida y que
quizás fuese fruto principalmente del agotamiento.

11.4.4. Calcedonia
El primer punto de fricción giraba alrededor de la oportunidad de una nueva definición. El emperador Marciano la
quería y el Concilio era opuesto a ella. Para algunos debería bastar con firmar los documentos de los Concilios anterio-
res, más la carta de san León al fallido Concilio de Éfeso. Pero la carta de san León encontraba resistencias serias, y
hasta algunos obispos que la firmaban no querían convertirla en símbolo de fe. Por ello redactaron en su lugar un es-
quema conciliador que no aceptaron los legados del papa. Estos amenazaron con marcharse si no se firmaba la carta
del papa. Aquí se llegó al momento más difícil del Concilio: se propuso formar una nueva comisión que redactase otro
esquema, concediendo que si éste no encontraba aceptación, el Concilio se trasladaría a Occidente. Los legados cedie-
ron, pero sólo después de una votación que decidiese entre la expresión de san León: “en dos naturalezas”, y la expre-
sión de Dióscoro de Alejandría: “a partir de dos naturalezas.” La votación fue favorable a san León, y los legados exi-
gieron que se hiciera constar esa expresión en el nuevo esquema. Este fue redactado como un mosaico de textos ya
existentes, y obtuvo una rápida aprobación.
Las expresiones conflictivas nos permiten formular el planteamiento del problema en continuidad con los Conci-
lios anteriores:
Supuesto que Jesús es perfecto Dios (Nicea) y perfecto hombre (Constantinopla I) y supuesto que entre Dios y
hombre se da en Jesús tan plena unidad que son “uno y el mismo” (Éfeso), ¿hay que decir que la unión es tan total que
la humanidad de Jesús deja de ser en ella una humanidad plena e independiente, de modo que sólo considerada antes
de la unión puede ser tomada por una humanidad plena? ¿O hay que decir más bien que después de la unión sigue
siendo plena y autónomamente humanidad?
Desde el punto de vista conceptual, la respuesta espontánea desde el punto de vista lógico. Al optar Calcedonia
por la segunda quedan desbordados todos los conceptos empleados. Y al superarse las posibilidades de estos concep-
tos, nos situamos simplemente ante el misterio sin pretender explicarlo: uno y el mismo, pero no una única naturaleza.
Esta es la paradoja ante la que nos sitúa Calcedonia.
Todo comentario al texto de la declaración conciliar deberá tener muy en cuenta sus fuentes tal como nos permite
conocerlas el cuadro siguiente, en el que las palabras en cursiva señalan las diferencias entre las fuentes y el texto con-
ciliar.
Este cuadro sugiere las siguientes observaciones:
a) La resistencia de los Padres a hacer una nueva definición se sale, en cierto modo con la suya. No se ha dicho
nada nuevo, porque, en realidad, no había intuiciones nuevas a comunicar. Pero sí que se consigue precisar las expre-
siones habituales, al juntar el “uno y el mismo” con el “en dos naturalezas.”
b) La fuente más importante es quizás la carta de Juan de Antioquía a Cirilo, que sirvió para la reconciliación
luego de Éfeso. Esto supuso una tardía rehabilitación de los maltratados antioquenos. La bondad conciliadora de Juan
encuentra aquí su recompensa, a la vez que permite sospechar que si Cirilo hubiese sido más moderado en Éfeso, qui-
zás no habría hecho falta Calcedonia.

165
c) La mayor novedad del Concilio está en la expresión en dos naturalezas, frente a la más corriente: a partir de
dos naturalezas. Este fue el punto más debatido en Calcedonia. La fórmula “a partir de dos naturalezas” podía ser acep-
tada por Eutiques y los monofisitas, admitiendo esta dualidad antes de la unión. Pero para ellos después de la unión la
naturaleza humana quedaba absorbida por la divina y ya no cabía hablar de dos naturalezas. Todavía (como parece que
ocurrió después de Vaticano II) hubo intentos de corromper el texto conciliar, y existen antiguos manuscritos griegos
que leen “a partir de”, mientras todos los latinos conservan el “en dos”, que está establecido como lectura cierta. Pero
Calcedonia optó decididamente por la expresión “en dos naturalezas” alejando así cualquier aprobación del monofisi-
tismo. Para Calcedonia, incluso después de la unión seguía habiendo dos naturalezas.
d) A pesar de todo, por la forma misma de su composición, este texto conciliar es la primera declaración que no
consta de un esquema de actos salvíficos (del tipo: nació, murió, resucitó... etc., por nosotros). En este sentido no se lo
puede considerar un “Credo”. Es el primer auténtico “dogma”. Se intenta atenuar este talante especulativo “dogmáti-
co” anteponiendo a la definición los credos de Nicea y Constantinopla, indicando así que la fórmula calcedónica no es
más que una exégesis de ellos.
e) Pero es innegable que se ha consumado aquí una evolución, que apuntaba ya en el homoousios de Nicea: la or-
todoxia se formula en forma de verdades abstractas más que en forma de acontecimientos concretos. Dada la estructura
de la mente humana, pensamos que se trata de una evolución inevitable. Pero debe quedar en pie la cuestión siguiente:
¿hasta qué punto esta forma de hablar es necesaria para la fe?, ¿hasta qué punto tiene un carácter secundario con res-
pecto a la anterior? ¿No es preferible seguir usando el lenguaje bíblico con sus parábolas e imágenes?

11.4.5. Análisis de la fórmula calcedónica


En su misma disposición literaria, la fórmula expresa un esquema de unidad y dualidad, puesto de relieve por la
expresión “uno y el mismo” que va repitiéndose seguida de dos columnas de predicados , o seguida de una caracteriza-
ción duplicada (dos naturalezas, una y otra, etc.), para terminar cerrándose con la expresión unitaria: uno y el mismo,
etc.
La fórmula consta de dos párrafos de muy diverso estilo. Lo que el primer párrafo enuncia con un lenguaje des-
criptivo, asequible y ya conocido, trata de redecirlo el segundo con un lenguaje más elaborado y más especulativo. Pri-
var a este segundo párrafo de su referencia al primero, así como de su referencia a los símbolos de Nicea y Constanti-
nopla, expresamente repetidos como introducción, es sacarlo de su contexto hermenéutico y exponerse a falsearlo.
El primer párrafo comienza recogiendo la evolución anterior. “Dios verdadero y hombre verdadero” “Perfecto en
la divinidad y perfecto en la humanidad”, es la aportación de Nicea y Constantinopla I, frente a los arrianos. Esta apor-
tación se explica en la fórmula siguiente: “consustancial al Padre y consustancial a nosotros.” El mismo término con
que Nicea garantizó la divinidad de Cristo es ahora empleado para describir su humanidad. Y esta consustancialidad
tiene como punto de referencia no la idea abstracta de hombre, sino la humanidad concreta de nosotros.
Finalmente, el Concilio se atreve a glosar dos veces, las expresiones relativas a la humanidad: perfecto en huma-
nidad quiere decir: con alma racional y cuerpo; consustancial a nosotros quiere decir: semejante en todo menos en el
pecado (con ello se declara implícitamente que el pecado no pertenece a nuestro auténtico ser humano, sino que es más
bien una negación de éste). En cambio no se ha atrevido a glosar las expresiones relativas a la divinidad: quedan enun-
ciadas y sin aclaración aunque ello rompa la cuidada disposición literaria. Pero el Concilio es consciente de que el
hombre no tiene punto de referencia alguno para hablar de Dios.
El segundo párrafo contiene la expresión polémica: “en dos naturalezas.” Dos formas de definir su único ser que
no se pueden reducir a una definición única. “Y una única subsistencia.” Con ello establece el Concilio una distinción
clara entre physis e hyposthasis (naturaleza y subsistencia), términos que hasta ahora entonces se habían utilizado co-
mo conceptos reversibles.
Habrá que precisar en qué está lo propio de cada uno de estos dos conceptos. Pero mientras que la unidad es abso-
luta y la subsistencia única, “la diferencia de las naturalezas nunca queda suprimida por la unión.” Con ello se estable-
ce, en el colmo de la paradoja, que la absoluta unidad se apoya en la irreductibilidad entre Dios y hombre, no en una
equiparación del rango de ambos conceptos que permitiera de antemano su confusión, como en el caso de los dioses
griegos. Y esas naturalezas, precisamente en cuanto son mantenidas en su diferencia “contribuyen a formar una única
subsistencia.”

166
En la columna izquierda ponemos el texto de Calcedonia, y en la de la derecha los documentos previos en los que
se inspira.

Definición Fuentes
... unum eundemque confiten Filium Confitemur igitur Dominum nostrum lesum Christum
Dominum nostrum lesum Christum... unigenitum Dei Filium, esse Deum perfectum et
eundem perfectum in deitate, hominem perfectum
eundem perfectum in humanitate (Carta de Juan de Antioquía a Cirilo).

Deum vere et hominem vere Qui verus est Deus idem verus est homo.
(Epístola de san León papa).

Eundem ex anima rationali et corpore, Ex anima rationali et corpore...


consubstantialem Patri secundum deitatem Eundem consubstantialem Patri secundum divinitatem
et consubstantialem nobis secundum humanitatem. et consubstantialem nobis secundum humanitatem.
Per omnia nobis similem absque peccato (Hb 4, 15)

Ante saecula quidem de Patre genitum secundum Ante saecula quidem de Patre secundum divinitatem
deitatem, eundem autem in novissimis diebus propter genitum, ipsum vero postremis temporibus propter
nos, et nostram salutem, ex Maria Virgine Dei nos et nostram salutem ex Maria Virgine, secun-
genitrice secundum humanitatem dum humanitatem natum...
(Carta de Juan de Antioquía a Cirilo).

Unum eumdemque Christum Filium Duarum naturarum facta est unio


in duabus naturis (Carta de Juan de A. a Cirilo)

Inconfuse, immutabiliter, indivise, Inconfuse, indivise,


inseparabiliter agnoscendum (Teodoreto, Andrés de Samosata, esquema conciliar anterior y
discusión posterior).

Nusquam sublata differentia naturarum Non quod naturarum differentia propter unionem
propter unionem, sublata sit
(Carta II de Cirilo a Nestorio, Epístola de san León)

magisque salva proprietate utriusque naturae, Salva igitur proprietate utriusque naturae,
at in unam personam atque subsistentiam concurrente et in unam coeunte personam (Epístola de san León)

non in duas personas partitum sive divisum Non in duas personas dividentes
(Carta de Teodoreto a los monjes orientales)
sed unum et eundem...
(el Concilio repite ahora sus palabras iniciales, añadiendo
la palabra unigenitum como la carta de Juan de Antioquía).
Sicut ante prophetae...
(conclusión propia de los padres calcedonenses).

167
Se da, pues, la paradoja de que es la la diferencia la que une y es la unión la que diferencia. La subsistencia
única aparece como resultado de la unión de las naturalezas (eis mian hypostasin syntrechousés), y esto debe man-
tenerse aunque se explique que se trata de la subsistencia eterna y preexistente de la Palabra de Dios. ¿Por qué?
Porque la subsistencia nunca puede concebirse al margen de la naturaleza a la que hace subsistir, como si ella tu-
viera de sí misma cualidad o quidditas que la determine. La subsistencia del Logos queda entonces afectada por la
Encarnación de tal manera que, como ya hicimos notar, “el Hijo” de nuestra fórmula trinitaria ya no es simplemen-
te el Logos preexistente, sino para siempre Jesucristo, el Logos encarnado.
Por último, todavía se califica a esa unión con cuatro adverbios antinómicos: “sin confusión, sin cambio, sin
división y sin separación.” Se ponen por delante los dos que tienen un color más antioqueno (Cirilo y Éfeso, pro-
bablemente, habrían procedido al revés).
El primero de los cuatro adverbios (inconfusamente), es decir, sin mezcla, es el que se dirige contra Eutiques y
protege a la humanidad de la afirmación de que ha desaparecido.
El segundo (inmutablemente) puede ir contra tendencias de tipo arriano (está sujeto a cambios, luego no es
plenamente Dios) o contra explicaciones mitológicas según las cuales Dios dejaría de ser Dios y se “convertiría” en
hombre. La intención de este adverbio es proteger a la Divinidad de la tentación del hombre de ponerla a disposi-
ción suya: aun en el momento de su mayor entrega al hombre, Dios sigue siendo el Señor, el Innombrable a quien
el hombre no puede manejar. Era un adverbio fundamental para Teodoreto.
Los otros dos adverbios equilibran y ponen dualidad y unidad en un mismo plano, sin prioridades de acentua-
ción.
El tercero (indivisiblemente) es claramente antinestoriano y rechaza la dualidad de subsistencias o sujetos
ontológicos.
El cuarto (inseparablemente) señala esa situación como definitiva e irreversible: corresponde a la inmutabili-
dad del segundo adverbio, en cuanto que marca lo absoluto de la fidelidad de Dios, cuya entrega al hombre no tie-
ne vuelta atrás (Rm 11,29).
Pero es preciso notar que los cuatro adverbios son negativos: todos comienzan con una partícula privativa.
Calcedonia es muy clara en lo que rechaza, pero deja en el misterio la explicación positiva de las cosas, sin preten-
der que pueda ser definitivamente resuelta. No transige con una humanidad que sea absorbida por la divinidad.
Tampoco transige con un Cristo que no sea verdaderamente “un único Hijo”. Precisamente porque ambas explica-
ciones son claras. Demasiado claras. Tanto que anulan el misterio.
Finalmente, la fórmula calcedónica renuncia a las aclaraciones ulteriores de san León, que intentaba hablar de
dos fuentes o principios de actos. Esta cuestión volverá a aparecer, dos siglos después, en la controversia monotele-
ta.
En conclusión, cabría reformular así: uno y el mismo es perfectamente Dios y hombre. Pero esto no significa
que Dios y el hombre sean o puedan ser lo mismo; sino que en su irreductibilidad es como constituyen la unidad
plena. Esto sólo será posible por la diferencia entre Dios y el hombre que ya conocemos por el Nuevo Testamento:
la diferencia entre el Espíritu vivificante y el alma que vive (1 Cor 15,45).
Más adelante volveremos sobre estas enseñanzas para tratar de explicarnos su significado. Ahora es preciso
concluir la historia de la dogmática cristológica.

168
TEMA 12: SOTERIOLOGÍA234
“Este es el cáliz de mi sangre derramada por vosotros y por todos para el perdón de los pecados.” Diariamente
escuchamos estas palabras en el momento más solemne de la Misa. En el Credo largo decimos: “Por nosotros los
hombres y por nuestra salvación bajó del cielo.”
¿Cómo entiende estas palabras el cristiano que asiste con frecuencia a la eucaristía? ¿Qué trasfondo catequéti-
co respalda su devoción personal? ¿Cómo entiende que la muerte de Jesús pueda redimir sus pecados?

12.1.- La perspectiva de San Anselmo


A partir de san Anselmo la teología medieval insistió en su peculiar concepto de la redención como “satisfac-
ción” de una deuda.
Según ella, el pecado ofende profundamente el honor de Dios. Para restaurar el orden del universo, resulta ne-
cesario el pago de una satisfacción. Pero los seres humanos, finitos como son, nunca pueden pagar esa satisfacción,
que, por la misma naturaleza de la persona ofendida, debe ser infinita. Por eso, Dios se hace hombre, para cumplir
esa tarea. Si el pecado es deshonor, el perdón del pecado implicará una devolución del honor. Y no bastará la mera
devolución: hay que añadir algo más para compensar el ultraje inferido. Este algo más es la satisfacción, la cual es-
tará en la misma línea moral y obediencial que el pecado que fue una rebeldía. Será un homenaje de sumisión
¿De qué forma se ha realizado? Jesús, hombre-Dios, vino a satisfacer al Padre la deuda de Adán, una deuda
infinita, que sólo alguien que fuera a la vez Dios y hombre podría pagar. Tenía que ser hombre, para pagar en
nombre de la humanidad. Tenía que ser Dios para que el pago fuera infinito. Jesús “satisface” por nosotros con sus
sufrimientos y cancela esta deuda mediante su muerte en cruz. Entonces Dios se aviene a perdonarnos y a reconci-
liarse con nosotros. Para esta satisfacción “vicaria” era muy importante el sufrimiento de Cristo que era el pago por
nuestros pecados. No teniendo pecado, hay una cosa que Jesús no debería haber sufrido: no debería haber muerto,
porque la muerte es un castigo por el pecado. Por eso, muriendo en la cruz, Jesús dio a Dios algo que no era verda-
deramente “debido” (algo gratuito). De esa manera, él ha realizado una satisfacción infinita que, ya que él no la ne-
cesita, nos la ha distribuido a nosotros, pecadores.
Esta teoría de la satisfacción recibió pronto unos tintes muy oscuros, cuando cayó en manos de pensadores de
menor categoría y cuando recibió el influjo del poder jurídico creciente de la Iglesia medieval. A pesar de los es-
fuerzos de Tomás de Aquino por mitigar la necesidad de una muerte sangrienta, sacrificial, esta metáfora promovió
una visión sobrecargada del carácter pecaminoso del mundo y del poder de perdón de la libre gracia, liberalmente
derramada por Cristo. A pesar de la crítica de Escoto en contra de la imagen básica de esta metáfora, que tomaba a
Dios como un Señor poderoso, ocupado sobre todo en la defensa de su propio honor, los predicadores extendieron
la noción de un Dios al que veían como un Padre ofendido, incluso airado, que necesita la sangre de su precioso
Hijo para aplacarse.
La expresión narrativa de esta metáfora se concentra en la Cruz, más aún, conduce a la idea de que la muerte
fue el auténtico propósito y finalidad de la vida de Jesús. Él vino para morir. El guion de su vida (y de su muerte)
estaba ya escrito antes de que él llegara a pisar el escenario del mundo. Esta visión no sólo quita a Jesús su libertad
humana, sino que sacraliza el sufrimiento más que la alegría, como camino de Dios. Ella tiende a glorificar la
muerte violenta como algo de valor. Las teologías de la liberación han destacado la forma en que, como resultado
de esto, la cruz ha podido ser utilizada de una forma hipócrita para inculcar la pasividad ante el sufrimiento injusto,
innecesario, (más que como motivo de resistencia), pues se supone que los hombres tenemos que imitar al Siervo
Sufriente que murió con un gesto de obediencia, sin abrir siquiera la boca235 Apelando a la experiencia de los abu-
sos en las familias, en particular a la experiencia del abuso de niños, las teologías feministas critican la visión de
este modelo, en el que viene a revelarse la figura de un padre que permite, e incluso necesita, la muerte de su hijo,

234
Estos apuntes están basados fundamentalmente en un artículo mío en la revista Sal Terrae titulado “Murió por nues-
tros pecados.” He añadido algunos fragmentos del libro de J. A. GONZÁLEZ FAUS, La humanidad nueva, 7ª ed., Sal
Terrae, Madrid 1984, y también del libro de E. JOHNSON, La cristología hoy, Sal Terrae, Santander 2003. También de
un artículo de la misma autora: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros: investigación sobre Jesús y fe cris-
tiana”, en D. DONNELLY (ed.), Jesús. Un coloquio en Tierra santa, Verbo divino, Estella 2004.
235
I. ELLACURÍA Y J. SOBRINO (eds.), Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de Teología de la Liberación,
Trotta, Madrid 1992. G. GUTIÉRREZ, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro
de Job, Sígueme, Salamanca 1995.

169
sea cual fuere el beneficio que con eso puede ofrecer a los otros. Esas teologías ponen de relieve que nuestra salva-
ción no es una excusa para el abuso mundial de los niños (de los hijos).236

12.2. El cambio de perspectiva


Toda esta construcción teológica no es inteligible para el hombre de hoy, y es difícilmente conciliable con mu-
chos textos del Nuevo Testamento. Supone una triste imagen de Dios Padre justiciero que exige que su ofensa sea
reparada a cualquier precio, aun al precio de una injusticia aún mayor haciendo pagar al inocente las pecados de los
culpables.
Que necesitamos ser salvados del poder del pecado es algo que todos hemos experimentado en algún momen-
to. Intuimos que hay algo que no funciona bien en la humanidad. Lo vemos alrededor y lo vemos en nosotros mis-
mos si somos medianamente lúcidos y sinceros. Todos alguna vez hemos hecho nuestro el grito de San Pablo:
“¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rm 7,24-25).
Pero podemos entender mal este grito como surgido del miedo a un Dios irritable necesita ser aplacado. En
su origen, la idea de expiación nace de la experiencia profunda que siente el hombre ante la culpa: la experiencia
de que él necesita expiar. Expresa, por tanto, la necesidad que siente el hombre, no la que siente Dios; la necesidad
que siente el hombre de rehacerse a sí mismo, o de recomponer los contextos que ha dejado deshechos, o de dete-
ner el germen con que ha infestado una situación determinada, y que ahora queda ya fuera de su propio control.
Una necesidad cuya inercia puede ser tan intensa que lleve al hombre a gestos autopunitivos, tan morbosos como
inútiles muchas veces, y que en realidad no hacen más que expresar la impotencia del hombre para rehacer la si-
tuación que él ha deshecho.
Al proyectar sobre Dios la necesidad que siente el hombre, y al convertir el afán humano de expiar en el
deseo de Dios de ser expiado, el hombre, en su impotencia, pasará a conceder al dolor un valor aplacante por sí
mismo. De este modo, el principio tantas veces enseñado por la vida y confirmado por el destino de Jesús de que,
en un mundo de pecado, todo aquello que vale cuesta, se convierte en el otro principio clásico de muchas ascéti-
cas pseudocristianas: que todo lo que cuesta, vale.237
Pero ¿por qué es necesaria la muerte de Cristo para salvarnos de nuestro pecado? En la teología anselmiana
quedaba muy claro. Dios estaba ofendido e indispuesto con el hombre. Para devolverle su amistad exigía un pago
previo que nadie estaba en condiciones de pagar. Solo un Dios-hombre podía satisfacerle pagando con su sufri-
miento para aplacar su ira.
La visión bíblica es distinta. No es Dios quien está mal dispuesto, sino el hombre. La acción reconciliadora de
Jesús no busca cambiar la disposición del Padre, sino la disposición nuestra que es el único obstáculo para nuestra
amistad con Dios. Es el hombre quien debe convertirse hacia Dios, y no Dios hacia el hombre.
De entrada, Dios está bien dispuesto hacia nosotros. Precisamente lo que Jesús ha venido a revelarnos es esta
“buena voluntad” –eudokía- de Dios hacia el hombre. El himno de los ángeles en Belén no habla de paz “a los
hombres de buena voluntad”, -“los hombres bien dispuestos”-, sino de paz “a los hombres de la buena voluntad de
Dios”, hacia quienes Dios está bien dispuesto (cf. Lc 2,14). Dios nos ha amado cuando todavía éramos pecadores
(Rm 5,6-8). No nos ama cuando ya estamos reconciliados con él, sino que nos reconcilia con él porque nos ama.
La redención es iniciativa de un Padre que nos amó primero (1 Jn 4,19). Y precisamente porque nos ama y nos
quiere reconciliar es por lo que envía a su Hijo para que nos disponga bien a nosotros, y cambie nuestra hostilidad
hacia él.
La buena noticia del evangelio es precisamente el amor de Dios hacia los pecadores. Esa buena noticia nos de-
be llevar a creer no en un Dios que ama a los buenos y odia a los malos, sino en un Dios que solo sabe amar porque
es amor. Eso es lo nos revela el Emmanuel, el Dios con nosotros. Por eso su nacimiento fue causa de tanta alegría.
El anuncio evangélico es “Conviértanse y crean en el evangelio” (Mc 1,15). Pero no se trata de dos acciones
distintas. La conversión consiste precisamente en creer en ese evangelio, en aceptar que uno es amado por Dios
aun siendo pecador. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4,16).

236
J. CARLSON BROWN Y R. PARKER, “For God So Loved the World”, en C. ADAMS Y M. FORTUNE (eds.), Violence
against Women and Children: A Christian Theological Source-book, Continuum, Nueva York 1995, 36-59; R.
NAKASHIMA BROCK, Journeys by Heart: A Christological Erotic Power, Crossroad, Nueva York 1998.
237
Remito a la crítica expuesta en Acceso a Jesús, pp. 75-80. Y quizá valga la pena citar (como ejemplo de lo expuesto
en estos párrafos) aquella observación de O. Wilde, de gran profundidad psicológica (¡pero no teológica', al menos
de teología cristiana); “la oración de un hombre al más justo Dios no debería ser ‘perdónanos nuestras deudas’, sino
‘castíganos por nuestras iniquidades’.” El retrato de Dorian Gray, Biblioteca RTV, Madrid, p. 201.

170
En la visión de Anselmo solo la muerte de Jesús tenía un valor salvífico, porque era el sufrimiento en cuanto
castigo lo que nos redimía. En cambio en la nueva visión de la salvación, alimentada por la investigación sobre Je-
sús, vincula la cruz con el ministerio que le precede y con la resurrección que le sigue, de un modo esencial, y no
deja que la cruz quede aislada como acto salvador de expiación.
De esta forma, descubrimos que la salvación, que restaura a los hombres a la plenitud de su relación con Dios
y con los otros, comienza con el mismo ministerio público. La predicación de Jesús, a veces gozosa, a veces exi-
gente, sobre el reino de Dios que se acerca, predicación que está vinculada con sus curaciones y sus exorcismos,
con sus comidas abiertas a todos y con su compromiso a favor del pueblo marginado, nos permite saborear ya de
forma anticipada aquel mundo en el que Dios reinará, un mundo donde no habrá lágrimas.
A través de Jesús, diversas personas experimentaron una nueva comunicación con Dios: pecadores, enfermos,
mujeres, hombres, jóvenes, personas bien establecidas, buscadores y pobres de todo tipo. En aquellos días, la sepa-
ración entre la Iglesia y el Estado era algo en lo que nadie había pensado todavía. Por eso, el movimiento de Jesús
se tomó como políticamente peligroso, en un tiempo de movimientos de masas que se alzaban en contra de la ocu-
pación romana. Además de eso, vinculando su proyecto con la pasión propia de los profetas, Jesús realizó una ac-
ción simbólica en contra del templo de Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, volcando las mesas y liberando a los
animales destinados para los sacrificios. De esa manera se ganó la oposición de la clase social bien defendida de
los sacerdotes, que se hallaba dispuesta a defender sus privilegios, es decir, de la aristocracia sacerdotal, que des-
pués se mostraría como un enemigo formidable en contra de Jesús.
Desde una perspectiva histórica, la muerte de Jesús en la cruz es el precio que él pagó por su ministerio profé-
tico. Su final violento, torturado, sangriento, fue consecuencia de la clase de actividad en la que Jesús estaba com-
prometido. Históricamente, esa muerte no se hallaba preordenada; si Jesús hubiera cambiado su forma de actuar,
probablemente no habría muerto así. Pero él optó por mantenerse fiel a su vocación, predicando el reino de Dios y
actualizando la compasión de Dios hacia los pobres. De esa forma, su movimiento vino a mostrarse como una es-
pina clavada contra los poderes existentes y ellos la arrojaron fuera. Los poderes represivos suelen hacer esto en
todo tiempo. Jesús fue condenado a muerte en el comienzo de su carrera, su movimiento terminó hecho trizas, sus
promesas quedaron burladas y, para todos los intentos y propósitos, él quedó como abandonado por el Dios cuya
cercanía y venida misericordiosa había proclamado de manera tan apasionada.
“Esta oscuridad pone muy de relieve el poder de la resurrección, que le restaura y le sitúa en la función central
que él ha tenido en la predicación cristiana primitiva y en el mismo Nuevo Testamento. La resurrección gloriosa de
Jesús no es una especie de nota final o codicilo que se añade a la historia de su vida, ni es un desarrollo rutinario y
esperado de todo lo anterior, sino que es un punto de inversión irremplazable. Dios le ha resucitado. Aquí yace el
poder salvador de este acontecimiento: la muerte no tiene la última palabra. El crucificado no se encuentra aniqui-
lado, sino que ha sido traído a nueva vida en el regazo de Dios, que permanece fiel de un modo sorprendente. De
esta manera queda invertido el juicio de los jueces del mundo y queda reivindicada la propia persona de Jesús, in-
trínsecamente vinculada con su predicación y con su forma de actuar. Este acontecimiento introduce un nuevo es-
píritu en la historia, el Espíritu de vida. A través de la presencia de Jesús crucificado, que es ahora el Viviente, vie-
ne a ofrecerse un futuro de vida a todos los que se encuentran en aflicción, incluso allí donde se siguen levantando
cruces a lo largo de la historia.238”
Lo podemos entender con una comparación. En 1882 Thomas Alva Edison, inventor de la bombilla incandes-
cente, construye la primera planta generadora de luz eléctrica. Ya hay luz eléctrica en el mundo, aunque no todo el
mundo tenga luz en sus casas. Yo vivo en una zona de misión en donde a la mayor parte de los pueblitos no ha lle-
gado aún la luz eléctrica. Se siguen alumbrando con velas y candiles. Pero desde 1882 podemos decir que hay luz
eléctrica en nuestro planeta, aunque todavía tenga que llevarse a cada una de las casas.

12.3. El lenguaje bíblico239


Analizaremos el significado de una serie de vocablos griegos del NT que hablan sobre el modo cómo Jesús
realizó nuestra salvación redimiéndonos de nuestros pecados. Pero previamente a este estudio hay que indicar que
como diremos más adelante, la salvación y la redención tienen dos aspectos: uno negativo, el perdón de los peca-
dos, y otro positivo, el don de la gracia. No son dos momentos sucesivos, sino que es el don de la gracia el que ha-
ce desparecer la situación de pecado. Hoy día en la teología se hace mucho más énfasis en este aspecto positivo de

238
E. Johnson, “La palabra se hizo carne”, p. 198.
239
Esta sección está básicamente tomada de Glz. Faus, La Humanidad nueva. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Santan-
der 1984, pp. 500-509.

171
la redención, mientras que en la teología medieval se centraba todo en el perdón de los pecados y con un tinte jurí-
dico. Observemos, pues, como en estos verbos bíblicos que vamos a analizar, el acento cae sobre todo en esta parte
negativa de la liberación del pecado, que habría que completar con la parte positiva que se había descuidado en la
soteriología, para abordarla solo en el tratado de gracia240.
Ya el mismo Nuevo Testamento usa metáforas difícilmente conciliables para captar el sentido complejo del
misterio de la redención. Más tarde en la historia de la teología, “según las diversas épocas y sensibilidades iban
apareciendo unas palabras mientras desaparecían otras. Hoy nos cuesta sensibilizarnos ante las imágenes de resca-
te, compra o redención; nos sentimos más bien atraídos por las de liberación, libertad reconciliación.241” Nunca de-
beremos desechar del todo ninguna de las metáforas bíblicas por más antipáticas que nos resulten hoy día. Por
ejemplo, de las teorías de la satisfacción vicaria, reparación o justicia divina hay algo que nunca debremos sosla-
yas, y es que “el perdón de nuestros pecados se ha conseguido de una manera onerosa.242”

12.3.1. Propiciación por nuestros pecados (hilasmós)


Aparece esta palabra en Hb 2,17; en Rm 3,25 y en la primera carta de Juan. Los textos más determinantes son
los de la carta de Juan. “Hijos míos, les escribo esto para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos a uno que
abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación () por nuestros peca-
dos, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2,2-3). En esto consiste el amor: no en
que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación
( por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).
En cualquier caso es importante notar que, siempre, lo que es designado como propiciación es la persona de
Jesús, no su obra aisladamente. En este punto mantiene el Nuevo Testamento la síntesis entre Cristología y Soterio-
logía.
Además,  es ciertamente una traducción del hebreo ‫ כּפּור‬kippur. Como el término griego
proviene ya de la traducción de los Setenta, hay razones para sospechar que su sentido neotestamentario ha de de-
ducirse del vocablo hebreo subyacente. Ahora bien: entre  y ‫ כּפֵּר‬kipper hay diferencias
importantes de significación. En griego, el hombre aplaca la ira de Dios mediante algún objeto o prestación. Dios
es siempre el complemento del verbo. En hebreo, en cambio, sucede al revés: Dios es propiamente el sujeto del
verbo. Él es el que expía, no el aplacado. Y en algunos usos litúrgicos en que el verbo aparece teniendo como suje-
to a algún sacerdote (Aarón, etc.), su complemento nunca es Dios, sino el pecado o algún lugar a purificar.
Respecto a la preeminencia del sentido hebreo sobre el griego en el lenguaje bíblico, hay un dato muy signifi-
cativo. Los Setenta conservan el sentido griego de  cuando lo usan en el terreno profano;
entonces significa simplemente aplacar a alguien (cf. Gn 32,21; Prov 16,14). En cambio, ni una sola vez utilizan el
significado griego para el lenguaje religioso, con Dios como complemento directo. Y esto, a pesar de las veces que
el Antiguo Testamento habla de la cólera de Dios.
Analicemos a continuación en el verbo “expiar”. Hablamos de un “sacrifico de expiación”, pero en el caste-
llano de hoy mejor hablaríamos de purificación que de expiación, porque la palabra “expiación” ha asumido un
significado diferente del bíblico.
En nuestros días la palabra “expiar” tiene un sentido puramente penal. Equivale a padecer una pena compen-
satoria por algún delito. Los delincuentes expían su culpa, pagan su crimen, pasando unos años en la cárcel. Poco
importa que el criminal condenado asuma o no la sentencia interiormente; si se somete a la pena, expía, paga y
compensa el mal que hizo. Su actitud interior es irrelevante para la expiación. La palabra “expiación” ha pasado a
subrayar solo el carácter de sufrimiento de la pena, que por su mismo carácter oneroso logra su fin automáticamen-
te al margen de la actitud con que se asuma.
Contrariamente a estas explicaciones, la idea bíblica de expiación no significa pagar una pena, sino remediar
un mal. El término  no describe una acción dirigida a aplacar aDios, sino una acción realizada
por Dios. No puede traducirse en el sentido de aplacar, sino en el de purificar o borrar el pecado y por tanto, no im-
plica necesariamente el valor de lo oneroso como medio de desagraviar a Dios.
En la primera carta de Juan, Jesús es expiación “” por nuestros pecados (1 Jn 2,2). Un poco
antes afirmaba que “la sangre de Jesús nos purifica de nuestros pecados” (1 Jn 1,7). Por eso la palabra “expiación”

240
Ver por ejemplo una teología como la de Gesché, en la que prácticamente la tarea salvadora de Jesús se centra casi to-
talmente en el don de la filiación y de la herencia. Cf. A. Gesché, Jesucristo, Dios para pensar VI, Sígueme, Salamanca
2009, p. 209.
241
C. DUQUOC, op. cit., p. 412.
242
Ibid., p. 415.

172
, como ya vimos, significa purificación, “instrumento de perdón” porque nos saca de nuestra
condición de pecadores.243
Continuamente el Nuevo Testamento nos habla de esta purificación. La santidad de Dios no puede cohabitar
en nosotros con el pecado. Cuando esa santidad de Dios se nos infunde, el pecado queda purificado. Este es el fruto
del sacrificio de Cristo.

12.3.2. La idea de redención


Lytrousthai  (rescatar) es un verbo tomado de la liberación de esclavos, una de las expe-
riencias más claras de salvación con que contaba el mundo antiguo. Contiene por tanto la idea de rescatar pagando
un precio y parece espontáneo su traslado a la muerte de Jesús, diciendo que nos rescata pagando el precio de su
sangre. Este sería el uso estricto del vocablo. Pero la lengua griega conoce otro uso más amplio, en el que el verbo
significa no tanto la paga del precio cuanto la libertad, prescindiendo de cómo se obtenga. Este segundo uso es fre-
cuente en el Nuevo Testamento, en pasajes que no hablan directamente de Cristo.
La cuestión es: ¿en qué sentido debemos entender el verbo (o el sustantivo de él derivado) cuando el Nuevo
Testamento lo aplica a Jesús “que se entregó como liberación por nuestros pecados?”
La comprensión del vocablo tropieza con una dificultad importante: en el Nuevo Testamento nunca se dice a
quién pagó Jesús este precio. Según san Bernardo, al demonio, Según Pedro Lombardo, a Dios. Estas interpreta-
ciones se hallan en oposición radical con el uso lingüístico del Nuevo Testamento, el cual nunca llama a Cristo
lytrotes  (redentor), aunque diga que nos redimió o se entregó como redención. Para el Nuevo
Testamento el redentor propiamente tal es Dios Padre. Y esto nos remite a la concepción veterotestamentaria.
Si recurrimos en busca de luz al Antiguo Testamento, nos encontramos con que el verbo  es
usado con frecuencia, traduciendo al hebreo ‫ ּפדה‬padah, para designar la liberación del pueblo por Dios. Liberación
que se hace desde Egipto y para la Alianza (incluido el significado posterior de Egipto como casa del pecado. (Cf.
Ez 16 y 20,1-5). Este uso es constante en los libros históricos. En muchos salmos se utiliza además para la libera-
ción del individuo oprimido por sus angustias, injusticias, pecados, etc. Y es importante notar lo siguiente: el uso
de padah para la liberación del pueblo por Dios está en relación con su uso, casi consagrado, para el rescate de los
primogénitos, dentro de la polémica del Antiguo Testamento contra los sacrificios humanos: el primer nacido de
todo rebaño se ofrece en agradecimiento a Dios; pero como YHWH no quiere la inmolación del hombre, el primo-
génito humano es rescatado mediante una ofrenda y devuelto al hombre. Esta escena (que también arranca de una
experiencia de la vida práctica) se utilizará para teologizar la salida del pueblo de Egipto: también Dios rescata a su
primogénito Israel; pero con una gran diferencia como YHWH no es deudor ante nadie, sino que es Señor de todos
los pueblos, rescata a su primogénito sin pagar ningún precio. Lo rescata simplemente “con su mano poderosa y su
brazo extendido.”
En otros usos menos frecuentes,  y sus derivados se dicen de la futura liberación mesiá-
nica, o bien traducen al célebre go'el . El go'el es el obligado por el deber de la sangre o de parentesco: rescata al
pariente caído en esclavitud, o su propiedad, venga al pariente muerto, suscita prole a la viuda sin hijos del her-
mano difunto, etc. En alguno de estos casos, la acción salvadora implica el pago de un precio; pero el matiz princi-
pal del go'el ֹּ‫גֹּאֹּל‬es el de la vinculación familiar que crea la obligación salvadora. Dicho de Cristo parece expresar
por tanto su pertenencia a la familia humana y su vinculación a ella.
Salvo en este último caso, por tanto,  parece designar directamente una acción liberado-
ra cuyo sujeto es Dios. Cuando quieren referirse a otras liberaciones "profanas", los Setenta escogen el término
, y esta distinción parece perdurar en Pablo.
En todos los casos hallaríamos, más o menos, el siguiente denominador común: la acción salvadora de Dios
en el Antiguo Testamento la realiza Cristo en el Nuevo. Esta acción salvadora está descrita partiendo de diversas
experiencias de la vida profana: la esclavitud por deudas, la opresión en tierra extranjera (Egipto), la venganza de
la sangre familiar... Por eso, no se excluye el que esa acción liberadora fuera de hecho onerosa, pero no parece
afirmarse que resida ahí su eficacia liberadora.  no expresa una ley redentora basada en la
justicia conmutativa.

12.3.3. La imagen de la "compra"


El verbo  -comprar- (1Cor 6,20; 7,22ss; Ga 3,13; 4,15; Ap 5,9) es el que más parece
imponer la idea de una "compra" y por tanto el concepto de un precio pagado como explicativo de la eficacia de la

243
A. VANHOYE, Tanto amó Dios al mundo, San Pablo, Madrid 2005, p. 33.

173
Cruz. Sin embargo,  traduce la célebre e intraducible segulah ‫סגֻלה‬, de Ex 19,5 (propie-
dad especial) y la repetida expresión "adquirirse un pueblo" que viene a ser declaración de la anterior. En ambos
casos, la idea principal es que el fin de la liberación de YHWH es la adquisición para sí del pueblo como propie-
dad suya: la salida de Egipto es salida para la Alianza y la tierra de la promesa. Ambos conceptos están muy pre-
sentes en el Nuevo Testamento: en 1 Pe 2, 9, el "pueblo de adquisición" parece ser una traducción de segulah. El
mismo verbo (peripoieisthai ) y la misma alusión a Ex 19,5 los encontramos en Hch
20,28: "la Iglesia que se adquirió con su sangre", y que es lo mismo que Tito 2,14 llama “pueblo aceptable”. La
sangre no alude, pues, a un precio pagado y que tiene valor de compra por su carácter cruento, sino que alude al
sacrificio de la Alianza. Este mismo contexto veterotestamentario está patente en Ap 5,9, especialmente por el lé-
xico del verso siguiente: reino de sacerdotes para nuestro Dios (cf. Ex 19, 6). Y precisamente esta expresión de la
adquisición (segulah) es la que nos declara la redención en Ef 1,14 como “redención de adquisición”, es decir: re-
dención por la que Dios nos adquiere para sí. Y éste es el punto principal de la comparación. La categoría del “pre-
cio” sólo explica que esa adquisición ha sido, de hecho, onerosa; pero no trata de explicar el cómo de esa redención
valiéndose de la idea de una paga (a Dios o al diablo).
En conclusión: si tenemos en cuenta la elasticidad del lenguaje, se da una cierta convergencia de probabilida-
des (es decir: la mayoría de los casos nos orientan hacia ahí y es posible explicar los casos que parecen diferir) que
nos permite concluir lo siguiente: los términos que en el Nuevo Testamento expresan la redención, aluden sólo al
hecho de ésta y no al principio formal o al mecanismo redentor (o aluden a éste sólo de manera metafórica). El
primero de esos términos significa: purificar el pecado; los otros dos: liberar para sí o adquirirse. Juntamente pre-
suponen la vinculación de la redención a la cruz.
Pero no explican cómo actúa esta cruz en la liberación del hombre. Si queremos buscar este cómo no debemos
recurrir a los clásicos verbos: o.

12.3.4. La pasión de Jesús en el marco del sacrificio


Un intento de describir a grandes rasgos la mentalidad sacrificial como elemento de historia de las religiones
(incluida la judía) nos llevaría a subrayar dos rasgos en la idea de sacrificio:
a) Un don por el que se reconoce la supremacía de la Divinidad. Aquí toma el hombre la iniciativa: escoge
el bien más precioso y que le sea más querido. Y porque el bien más precioso suele ser la vida, de ahí que un ali-
mento o un ser vivo sean la materia más frecuente del sacrificio.
b) Una aceptación. Aquí es Dios quien toma la iniciativa. La voluntad del donante es que su don sea acepta-
do; y esto no quiere decir simplemente aprobado, sino poseído por la divinidad. En un momento posterior, y su-
puesto lo que acabamos de decir sobre la materia del sacrificio, nacerá de aquí la idea de "ofrecer una comida" a
los dioses. Aun entre los judíos, aparece el altar que es “la mesa de YHWH” (Ez 41,22; Mal 1,7.12): lo que se pone
en la mesa de YHWH pasa a ser “pan de YHWH”, y el hebreo le pondrá incluso sal, porque ésta era símbolo de
alianza en una comida entre amigos. En resumen: si no hay aceptación real, no hay verdadero sacrificio.
Este cambio de propiedad, esencial al sacrificio, se expresa con un rito que separa a la ofrenda de todo uso
profano: la hace sagrada (sacrum-facio). Sacrificar equivale por tanto a sacralizar o santificar. Este rito muchas ve-
ces no sólo separa a la víctima de todo uso profano, sino que pone fin a su existencia profana: esto puede hacerse,
además, para ofrecer la sangre que según los semitas era el vehículo de la vida y, por tanto, el bien más precioso. O
bien porque se escoge el fuego, por su inmaterialidad, para representar al dios que se posesiona totalmente de la
ofrenda. En cualquier caso, la inmolación no vale, en el sacrificio, por ser destrucción, sino porque expresa esa
transferencia de una existencia profana a la propiedad divina. Santo Tomás explica claramente este significado al
hablar precisamente del sacrificio por el fuego (holocausto) que se consideraba el más perfecto.
Si la aceptación es elemento esencial a la idea de sacrificio, este rito que acabamos de describir no puede ser
concebido como mero símbolo. Se le ha de atribuir cierta eficacia. Y, en efecto, la víctima ofrecida queda, en sen-
tido etimológico, sacrificada: hecha santa. El primogénito de los ganados consagrados a Dios no puede usarse, por
esta razón, para la labor del campo (Dt 15,19). Tan eficaz se considera al rito que tocar o comer la víctima es entrar
en comunión con la divinidad.
c) Comunión: De esta manera, además del don y la aceptación, el sacrificio incorpora un tercer elemento: la
posibilidad de entrar en comunión con Dios. Esta comunión se verificará de maneras diversas: comiéndose a la víc-
tima ofrecida (y ésta es la razón por la que muchos sacrificios terminan con una comida); o bien (cf. Ex 24) rocian-
do con la sangre de la ofrenda tanto al pueblo como al altar que representa a YHWH. Esta concepción hace com-
prensible la severa prohibición—para los judíos— de comer carnes sacrificadas a los ídolos.

174
Esta es, a grandes rasgos, la idea religiosa del sacrificio. Y bien, cuando el Nuevo Testamento aplica esta no-
ción a la muerte de Cristo, no lo hace como aceptando la vigencia y el valor de esta noción del sacrificio, sino al
revés: como la desvalorización y la crítica definitiva de ella. La afirmación de que la muerte de Cristo es un sacrifi-
cio quiere ser el primer punto de una crítica de la religión.
En efecto, la afirmación de que la muerte de Cristo es un sacrificio tiene como presupuesto el que ninguno de
los restantes sacrificios lo había sido verdaderamente: las ofrendas del hombre no podían llegar hasta Dios; ni le
eran gratas, ni Dios las necesita. Por ello tampoco había habido una verdadera aceptación de las ofrendas por Dios
que santificase a éstas. Y, por eso, la presunta distinción entre un ámbito sagrado y un ámbito profano de la exis-
tencia, resultaba simplemente una ilusión.
En cambio, lo típico de la acción de Cristo frente a todos los demás sacrificios es que éste sí que es un sacrifi-
cio grato a Dios: “sacrificio de suave olor” (Ef 5,2), “sin mancha ni defecto” (1 Pe 1,19), único que llega hasta el
cielo (Hb 9). Y consecuencia de ello: ésta sí que es una ofrenda de la que la Divinidad se posesiona; y esta divini-
zación de la ofrenda es la Resurrección, la “presencia ante Dios” (Hb 9,24), la sesión a la diestra del Padre (10,12):
precisamente por eso Jesús, en el momento en que habla de ser santificado, pide al Padre: "glorifica a tu Hijo" (Jn
17,1-19). No excluye la existencia profana de la víctima porque Jesús no ha ofrecido al Padre una materia sacada
de la vida profana y apartada de ella, sino que ha ofrecido su misma vida en la tierra: lo que hace diferente el sacri-
ficio de Jesús de todos los restantes es que mientras los demás ofrecían dones diversos, “él se ofreció a sí mis-
mo” (Hb 9,14), ofreció los gritos y lágrimas de su vida mortal (Hb 5,7), haciendo imposible la distinción entre una
ofrenda que queda santificada y un sacerdote que ha de volver a ofrecer porque sigue “rodeado de debilidad” (Hb
5,2).
Y junto a este presupuesto hay una consecuencia que distingue también a la muerte de Cristo de todos los de-
más sacrificios, a saber: que mientras “la Ley antigua no pudo consumar nada” (Hb 7,19; 9,9; 10,1), Jesús, en su
sacrificio, ha obtenido su propia consumación y la nuestra (Hb 5,8 y 10,14). De resultas de ello se trata de un sacri-
ficio definitivo y perenne, que, de una vez para todas, anula y hace desaparecer a todos los demás.
Llamar sacrificio a la muerte de Jesús es hacerla inseparable de su vida y de su Resurrección: porque la muer-
te de Jesús sólo es entrega en cuanto es fidelidad a su camino (como históricamente consta) y sólo es aceptación en
cuanto el Padre le resucita como Humanidad Nueva.
Al mantener en nuestro lenguaje la imagen del sacrificio aplicada a la muerte de Jesús nos exponemos a olvi-
dar esto. De hecho, muchas veces se la ha convertido en una ratificación de la idea del sacrificio, en lugar de ser
una crítica radical de ella. Se hacía de esa muerte simplemente un caso más (si bien el más sublime) de una idea
dolorosista y “religiosa” del sacrificio. Este es, como en los casos anteriores, el peligro del lenguaje neotestamenta-
rio cuando se olvida su carácter metafórico y los factores culturales que entonces lo hacían conveniente. Y es exac-
tamente el mismo peligro que se corre hoy cuando por hablar, legítima y necesariamente, de la muerte de Jesús con
categorías de liberación, se corre el riesgo de confundir el Reino de Dios con cualquier proyecto particular de so-
ciedad socialista.
Efectivamente, como hemos dicho, en el lenguaje bíblico lo que prima en el concepto de sacrificio no es el su-
frimiento ni el costo. Sacrificar significa ante todo hacer sacro, santificar. Lo que prima no es la privación, sino la
agregación de un valor, el enriquecimiento. “Se trata de hacer sacro lo que no lo era, y esto exige una comunica-
ción de la santidad divina, la cual es la más positiva de todas las realidades, la más rica de valor. Una pena que es
solo una pena o un castigo no es un sacrificio.244”
El verdadero sacrificio busca la comunión con Dios, mediante el amor que hace santo todo lo que toca. Tam-
bién los dolores y los sufrimientos inevitables pueden ser santos, pueden ser ofrecidos con amor, y entonces se
transforman y se transfiguran. “El sacrificio de Cristo consistió en colmar de amor divino su sufrimiento y su
muerte hasta el punto de obtener la victoria del amor sobre la muerte.245”
A pesar de todo lo dicho sobre el verdadero sentido del sacrificio, sigue existiendo en el pueblo cristiano y en
muchos teólogos otra comprensión medieval del sacrificio y que no tiende a desaparecer, cuyos rasgos son más o
menos los siguientes:
*Se olvida –o se relega a segundo término- que sacrificar equivale a santificar.
*Atendiendo solo al hecho de que en sus formas concretas, esta santificación se expresaba mediante alguna
destrucción se concluye que sacrificar es lo mismo que destruir.
*Desde ahí, cuando se llama sacrificio a la Pasión de Cristo, ya no se la entiende como santificación del hom-
bre -por la llegada hasta Dios- mediante la donación de sí sino como destrucción del hombre.

244
Ibid., p. 6.
245
Ibid.

175
*Y de ahí se pasa otra vez a la valoración redentora del dolor por sí mismo, y se hace de la muerte de Jesús
simplemente un caso más (si bien el más sublime de esa ley general).

12.4. La reforma del lenguaje


“La visión de la salvación que brota de la investigación sobre Jesús permite que el rico tapizado de metáforas
que hemos hallado a lo largo del Nuevo Testamento pueda ser nuevamente destacado. Ser liberado, curado, redi-
mido y puesto en libertad, ser justificado, reconciliado, adoptado o nacido como hijo propio de Dios... Todas estas
metáforas van más allá de haber sido simplemente perdonados gracias a un precioso sacrificio. Ninguna imagen
particular, ni la teología que las acompaña, puede agotar la experiencia y sentido de la salvación realizada por Je-
sucristo. Tomadas al mismo tiempo, estas metáforas corrigen las distorsiones que surgen cuando sólo se superenfa-
tiza una de ellas, como se ha superenfatizado la metáfora de la satisfacción y la expiación. Las diversas imágenes
hacen posible el surgimiento de una pluralidad de soteriologías adecuadas para diferentes tiempos y lugares.246”
Hay una serie de términos bíblicos para la acción redentora que necesitan ser comprendidos hoy de un modo
no anselmiano. Hay que recuperar su verdadero significado bíblico. Pensemos por ejemplo en el verbo “reparar”.
En la teología de Anselmo y de Lutero reparar significaba desagraviar el honor de Dios ofendido.
No es este el sentido bíblico. Dios está siempre dispuesto a perdonar sin exigir antes “reparación” alguna por
parte del culpable y mucho menos de un inocente que ofrezca una satisfacción vicaria. El lenguaje de Anselmo es-
taba muy imbuido de las categorías caballerescas del honor ultrajado, y de la satisfacción exigida.
En la Biblia Dios ofrece su perdón a los hombres gratuitamente, porque son los hombres los que están malo-
grados y necesitan “ser reparados”. Quiere rescatar al hombre de su situación de impotencia y de esclavitud al pe-
cado.
Ya el propio Santo Tomás reconoció que el hombre no puede propiamente ofender a Dios. “No recibe ofensa
Dios de nosotros sino por obrar nosotros contra nuestro bien.247” No podemos dañar a Dios, pero al dañarnos a no-
sotros mismos de algún modo le estamos dañando al que nos ama y solo quiere nuestro bien. Esa “ofensa” a Dios
queda reparada automáticamente en el momento en que queda reparado el daño que el hombre se ha hecho a sí
mismo al pecar.
La justificación del pecador implica una doble acción: una negativa –librarle de la situación de pecado en la
que se encuentra- y otra positiva –infundirle una vida nueva de santidad. En realidad no son dos acciones distintas
realizadas en dos momentos consecutivos. No es que primero se nos quite el pecado y luego se nos infunda la vida
nueva, sino que el perdón y la vida nueva son dos aspectos simultáneos de la justificación ofrecida gratuitamente.
La vida de gracia hace desaparecer la situación de impotencia y esclavitud al pecado en la que el hombre se encon-
traba, que era absolutamente incompatible con la vida divina. Por eso la gracia ahuyenta necesariamente la situa-
ción de pecado anterior.

12.5. Vida y muerte redentora


La teología siempre ha distinguido entre la redención objetiva del género humano que tuvo lugar de una vez
por todas, y la redención subjetiva que tiene lugar cuando cada uno de nosotros queda justificado al creer en ese
amor gratuito de Dios que nos libera del pecado y nos da una vida nueva.
La manera anselmiana de entender la redención atribuía un valor salvífico sólo a la muerte de Jesús, a su san-
gre y a su sufrimiento como satisfacción por el pecado. La encarnación era para Anselmo sólo un paso previo en el
que Cristo asumía un cuerpo mortal para pagar nuestra deuda. La vida y predicación de Jesús no tenían un valor
salvífico especial. La resurrección era sólo un epílogo que afectaba más a la persona de Jesús que a la humanidad
ya perfectamente reconciliada tras el pago de Jesús en la cruz.
Pero, en realidad, Jesús redime la condición humana viviendo y muriendo de una manera nueva, viviéndose en
una total autodonación de amor. La muerte de Jesús recibe su sentido del modo como vivió su vida. Y la vida de
Jesús se ve confirmada y rubricada por el modo como murió.
Con todo, hay algo especial en la cruz. Es ahí precisamente donde hemos conocido el extremo del amor que
Dios nos tiene. “En esto hemos conocido lo que es amor, en que él dio su vida por nosotros” (1 Jn 1,13). Porque,
aunque toda la vida de Jesús sea redentora, la redención se atribuye sobre todo a su muerte, no por lo que tiene de
sufrimiento sino por lo que tiene de amor. “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn
15,13).

246
E. JOHNSON, “La palabra hecha carne”, p. 202.
247
Summa contra Gentiles, 3, 122.

176
La cruz a la vez nos revela ese amor que nos rehabilita, y nos comunica ese amor. Es la presencia de ese amor
en nosotros la que “quita el pecado”, porque el amor no puede cohabitar con el pecado. En la cruz, el amor de Jesús
llega a su culmen en su total identificación con nuestro destino. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el final” (Jn 13,1). Pero como veremos la redención solo está completa con la resurrección
de Jesús que crea un nuevo ámbito de salvación al que podemos incorporarnos en una vida nueva.
Si los Evangelios han teologizado la vida de Jesús, aún queda menos duda de que hicieron lo mismo con su
muerte. La muerte de Jesús, aun luego de la Pascua, era el gran obstáculo y el escándalo con que se enfrentaba la
primera predicación. La Pascua cambió el sentido de ese obstáculo, pero sin eliminarlo. Pues el descubrimiento del
Señorío de Jesús y de su identidad con Dios que la Pascua aporta, hace aún más incomprensible el hecho de su cruz
terrena.
Los relatos de la pasión no son crónicas neutrales. La muerte de Cristo ha dejado de ser un hecho ininteligible
para los discípulos, ha dejado de ser una muerte absurda. Recogemos aquí unos párrafos muy iluminadores de
Duquoc acerca del sentido de la muerte de Jesús:
“El esfuerzo de la comunidad primitiva se dirigió hacia la inteligibilidad escriturística de esta muerte. En
los tres relatos sinópticos de la pasión, la inteligencia de los acontecimientos es a la vez una y distinta. Ni
Marcos ni Lucas tienen el mismo punto de vista, pero ni para Marcos ni para Lucas la pasión y la muerte de
Jesús son acontecimientos accidentales o imprevisibles, que convenga mantener en silencio. Por el contrario,
tanto para el uno como para el otro, la seguridad de la resurrección, lejos de apartarlos de esos acontecimien-
tos, les permiten vislumbrar el sentido que los discípulos no supieron descubrir cuando participaban en ellos.
El episodio de los discípulos de Emaús (Lc 24,13s) describe muy bien el proceso que condujo a la joven igle-
sia a integrar dentro de su fe, como un acontecimiento salvífico, el camino humillante de la pasión. Los relatos
sinópticos no ocultan el sentido de lo que sucedió, sino que lo ponen de manifiesto, pero de tal manera que
nos vemos tentados a olvidarnos de la oscuridad histórica y humana de lo que ocurrió el viernes santo. La
muerte de Cristo reviste, en esos relatos, una gloria que es su verdad definitiva, pero que no fue su verdad
existencial.
La muerte de Jesús, como consecuencia de un proceso que resulta odioso en el caso de los judíos, y co-
barde en el caso de los romanos, nos parece a nosotros un crimen debido a la envidia y perversidad de los je-
fes del pueblo. Pero la realidad no es tan sencilla. El proceso de Jesús es el resultado natural de un conflicto
que se remonta al comienzo de su predicación ambulante. Las palabras y las actitudes de aquel hombre, desig-
nado por algunos como profeta y del que otros sospechaban que era el Mesías resultaban desconcertantes y
escandalosas. Desconcertantes, ya que ni su palabra ni sus gestos estaban en consonancia con la tradición res-
petable recibida de los antepasados, mantenida y trasmití da por la tradición oficial, por los antiguos y los pen-
sadores. Escandalosas, porque ciertas actitudes de Jesús vulneraban profundamente el respeto a la ley, cuyo
origen se situaba en Moisés, e incluso en el mismo Dios. La libertad con que Jesús hablaba y actuaba, sin refe-
rencia legal y sin justificación oficial, condujo a los responsables del pueblo a un drama de conciencia. Sería
injusto no ver en ellos más que a hipócritas, rapaces o envidiosos.
Al aumentar su malicia y exagerar su hipocresía, nos justificamos a nosotros. Eran hombres limitados,
incapaces de imaginarse a un Dios que se mostrase conforme con la opinión reinante y que no aprobase todo
lo que hasta entonces se había dicho y se había hecho. Lo que para nosotros sería conservadurismo, para ellos
era religión, ya que lo que siempre se había dicho y se había hecho gozaba de una garantía divina: la ley. Pero
Jesús no estaba conforme con esa garantía; no la despreció (habría sido considerado entonces como un tras-
gresor, y su caso no habría resultado peligroso); tampoco la veneró; la utilizó libremente. En él todo tenía un
aura de profeta: su palabra, su actitud, sus mismos milagros; sin embargo, en él todo minaba la organización
secular de la religión y hacía saltar la imagen, hasta entonces mayoritaria, de Dios. Los jefes del pueblo, espe-
cialmente los fariseos —ascetas, pensadores, hombres de gran virtud y elevada moralidad—, no podían acep-
tar ese desafío sin abandonar lo absoluto de la ley mosaica. El camino que llevaba al hombre hasta Dios, se-
gún Jesús, era a sus ojos tan diferente del camino de la Biblia que les parecía inconcebible que ese hombre
pudiera ser un verdadero mesías.
El proceso es el resultado de ese drama de conciencia. La ambigüedad de la muerte de Jesús se debe a ese
hecho paradójico para nosotros de que Dios no estaba al lado de Jesús de una forma tan evidente. Para un pro-
curador romano que juzgaba con ironía el pensamiento religioso judío, le resultaba fácil declarar inocente a
Jesús: Jesús no había conspirado directamente en contra del César. Pero para el judío fiel, la inocencia de Je-
sús no era tan evidente. Jesús había trastornado los fundamentos ideológicos de la nación. Desde ese punto de
vista, nadie podía decir que Jesús era de su partido: ni los zelotes revolucionario que comulgaban con los fari-

177
seos en el mismo amor a la ley; ni los saduceos, sacerdotes cultos, menos sectarios, pero a quienes daba vérti-
go la idea de un cambio; ni los fariseos, moralistas rigurosos, irritados contra el laxismo de Jesús; ni el pueblo,
que esperaba la restauración de Israel. Jesús había abierto un camino tan especial que nadie podía identificarse
con él. Y de este modo logró que todos estuvieran unidos contra él: incluso a sus discípulos la muerte les pa-
recía que era la señal del fracaso de su predicación. La condenación de Jesús no es la consecuencia de una
maquinación sádica: es el fruto legal de su comportamiento.
La escena de la burla al pie de la cruz resulta muy elocuente a este propósito (Mt 27,39-44; Mc 15,29-32;
Lc 23,35-37): los jefes comprueban cómo el camino de Jesús no lleva a ninguna parte. Si es el profeta de
Dios, Dios se cuidará de él. Pero Dios, al abandonarle, ratifica su juicio. La ley tenía razón: la muerte de Je-
sús, y no ya su proceso, lo coloca efectivamente entre los blasfemos, ya que aquél, de quien se había presenta-
do como heraldo, no lo justifica.
¿Quiere esto decir que no había ninguna preparación en la ley, capaz de hacer posible la aceptación de las
palabras de Jesús? Ciertamente que no; pero la transformación que se les pedía a unos espíritus alimentados de
un solo comentario era demasiado radical para que la consiguiese sola su predicación. Las palabras de Jesús
fueron escuchadas: correspondían a un deseo latente de la religión judía; muchas de sus sentencias se parecían
demasiado a las de los rabinos de entonces y a las frases de la Biblia para que no dejaran de despertar cierto
eco. Pero por su correspondencia a este deseo latente, provocaron una reacción de defensa: no había nada que
conciliase aquella conducta extraña con las esperanzas nacidas en los tiempos más lejanos de la Biblia. ¿Podía
Dios contradecirse hasta ese punto en sus enviados? Se necesitaba mucha libertad para dejarse atacar por la
forma inesperada de la palabra milenaria. Y los judíos fieles estaban demasiado ocupados en su religión para
gozar de esa libertad. “Los recaudadores y las rameras les preceden en el reino de Dios”, les dice Jesús (Mt
21,31). Pero entonces, ¿a dónde va a parar el bien, si el pecador es tratado mejor que el hombre fiel a la ley?
El hombre que así habla es peligroso. Caifás supo expresar sus sentimientos: “Es mejor que muera uno solo
por el pueblo” (Jn 11,50). Las palabras de Jesús minaban las bases de la nación. Dios no libertó a Jesús; su
empresa no venía del cielo. A los ojos de sus contemporáneos —y los discípulos tampoco han de quedar ex-
ceptuados— la muerte de Jesús parece justificar la opinión que los jefes del pueblo manifestaban sobre su
predicación. La relectura que los evangelios nos ofrecen de los acontecimientos de la pasión encierra cierto
peligro: hace evidente lo que no se vio por ningún lado. De ese modo caemos en la trampa de una lectura que
prescinde del acontecimiento singular y que rinde tributo a ciertas necesidades metafísicas.
Puede chocar que utilicemos la palabra “trampa” al tratar de calificar una relectura hecha a la luz de la re-
surrección. Pero este calificativo está justificado. En los relatos evangélicos de la pasión, en virtud de su géne-
ro literario, la muerte de Jesús ha dejado de ser el escándalo brutal que había sido para los discípulos. Marcos
que, por más de una razón, parece relatar con mayor realismo algunos episodios, captados en lo más vivo de
boca de los testigos, no deja sin embargo de albergar un proyecto teológico: la muerte de Jesús es una necesi-
dad del plan salvador de Dios, es ya una manifestación del Hijo. La escena final (Mc 15,38-39), en la que el
centurión confiesa al Hijo de Dios y se desgarra el velo del templo para significar la abolición de la antigua
alianza y la universalidad de la nueva, es que le da tono al relato. El acontecimiento cruel, al mismo tiempo
que vulgar, de la muerte de un predicador ambulante desafortunado ha sido elevado a la categoría de un acon-
tecimiento divino, teológico. Mateo y Lucas, bajo diversas formas y con motivaciones muy diferentes, obede-
cen a un proyecto doctrinal, centrado uno de ellos en la desaparición de la antigua alianza por culpa del pueblo
judío y su continuidad en la comunidad cristiana, y el otro más atento al carácter ejemplar de Jesús, el justo
doliente. Juan, por su parte, le da al condenado y al crucificado una majestad y una dignidad que sólo la resu-
rrección podía proyectar retrospectivamente. Esas relecturas están plenamente justificadas: la muerte de Cristo
no es un acontecimiento particular, sino una muerte por nosotros, y los evangelistas no son unos cronistas o
unos reporteros, sino que ponen de relieve la razón “universal” de esa condenación. Relatan un hecho que más
tarde se convirtió en un artículo del credo: “murió por nuestros pecados.” Las citas de la Escritura con que
Mateo y Juan van esmaltando su texto no tienen más razón de ser que la de apartar la muerte de Jesús de la
vulgaridad cotidiana para hacernos ver en ella el acontecimiento inaugural de nuestra liberación.
¿Dónde está entonces la posible trampa? No ciertamente en la lectura retrospectiva a la luz de la resu-
rrección. Esa lectura está plenamente justificada, ya que la resurrección le quita a la muerte su significación
negativa. La trampa está en una tentación de impaciencia: la luz de la resurrección, si es verdad que sitúa a la
crucifixión en su verdad, no lo hace más que tras asumir los diferentes niveles del sentido de esa muerte. Los
relatos de la pasión no pueden separarse de aquellos cuya consecuencia son ellos mismos. Algunos exegetas y
algunos teólogos no han tenido reparo de aislar a la cruz y a la resurrección del contexto histórico y de la vida
terrena de Jesús. La insistencia en la ambigüedad de la muerte de Jesús y el vínculo entre el proceso y la acti-

178
tud anterior de Jesús tiene la finalidad de subrayar hasta qué punto es necesario no separar nunca la muerte de
Jesús de sus raíces históricas. No lo hacen nunca los relatos de la pasión, pero, separados del resto del evange-
lio, su testimonio a propósito de la cualidad liberadora de la muerte de Jesús, se quedaría falto de un funda-
mento humano. Ese drama se desarrolla entre unos actores “sobrehumanos”: los judíos y los romanos no son
más que marionetas. La insistencia en las profecías del siervo de Isaías tiende a identificar esa muerte con un
símbolo universal. Las antagonistas son categorías universales, el pecado, la muerte, el amor, la entrega. Jesús
es el lugar de ese drama, pero no el actor. En realidad, la pasión de Jesús no puede separarse de su vida terre-
na, de su palabra. Su vida da sentido a su muerte, por los mismos títulos que su resurrección. Jesús no murió
con una muerte cualquiera, sino que fue condenado, no por un malentendido, sino por su actitud real, cotidia-
na, histórica. La relectura que diera inmediatamente un salto de la particularidad de esa vida y de esa muerte a
un conflicto “metafísico” entre el odio y el amor, entre la incredulidad y el Hijo de Dios, dejaría en el olvido
la multiplicidad de las mediaciones necesarias para su exacta comprensión.
Este olvido de la historia lleva consigo también consecuencias religiosas. Pongamos un ejemplo: la medi-
tación de la pasión de Jesús no se ha visto siempre libre de cierto dolorismo sospechoso. En vez de invitar a
los creyentes a una lucha efectiva contra el mal y contra la muerte, ha producido a veces en algunos cierta fi-
jación malsana en la resignación. De este modo, el sufrimiento y la muerte se han visto glorificados en sí
mismos. El himno de la carta a los filipenses (Flp 2,6-11), compuesto sobre el esquema de la humillación y de
la exaltación, si no se sitúa dentro de la carrera efectiva de Jesús, parece glorificar a la humillación en cuanto
tal y hacer de ella la condición necesaria para la exaltación. Ese esquema es meramente formal si no es la ex-
plicación de la vida real de Jesús. La humillación de Jesús no es una humillación cualquiera; la condenación y
la muerte de Jesús no son una condenación y una muerte cualquiera. Sólo la combinación entre su predicación
y los relatos de su pasión nos libra de interpretar a estos últimos fuera de su singularidad histórica. La muerte
de Jesús es el resultado de un conflicto particular y no la ilustración de un drama universal. Jesús es “libera-
dor” en su pasión, ya que la pasión es el resultado de su palabra y de su comportamiento “liberadores”.
Jesús es “maldición de la ley” (cf. Ga 3,13), no ya por haber sido un trasgresor de la misma, sino porque,
al no haber sido prevista su acción dentro de las categorías de la ley, los mantenedores de la ley se apresuraron
a reducirlo dentro del marco definido por ella. La muerte es la conclusión de su camino de libertad, porque la
obediencia de Jesús no es la sumisión a un imperativo, sino la acción que está de acuerdo con la voluntad libe-
radora de Dios. Humanamente, le da de nuevo una consistencia a aquellas gestas divinas, cuya celebración re-
suena en las páginas de la Biblia.
La lectura de la pasión es cristiana, no solamente cuando se ilumina con la claridad de la pascua, sino
también cuando se deja interpretar por las palabras y por la actitud de Jesús, que son la fuente efectiva del
conflicto. Por algo la oposición en contra de Jesús se manifestó siempre con ocasión de unos hechos muy sen-
cillos: el convite de los recaudadores, la libertad que se tomó con la Magdalena, el perdón de los pecados que
concedió al paralítico, una curación en día de sábado. Jesús no escribió ninguna teoría: su conducta, y las pa-
labras que le servían de comentario, bastaron para que todos pudieran darse cuenta de la transformación a que
se veían sujetas las antiguas seguridades religiosas. La mezquindad, la necedad, la negligencia, la pasión sec-
taria, la incapacidad para dejarse desalojar de sí mismo por el porvenir, hicieron más a la hora de procesar a
Jesús, que otros crímenes enormes. Fueron los pecados comunes los que no permitieron que ocupase un lugar
en nuestro mundo. Es precisamente ese vínculo vulgar entre esa historia y su final dramático —captado ya en
la victoria de la resurrección— lo que le da a la pasión de Jesús un significado universal. 248”

12.5.1. Murió por nuestros pecados


“Cristo murió por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación” (Rm 4,25). ¿En qué sentido
puede decirse que Cristo murió por nuestros pecados? El Nuevo Testamento se ha esforzado en dar un sentido a
esa muerte de Cristo que parecía a todas luces absurda. La muerte de Jesús ya no se va a transmitir “como un acon-
tecimiento desgraciado, sino que está integrada en los designios de Dios. El texto de Romanos articula muerte y re-
surrección” en torno al proceso de justificación del pecador.249”
Creo que lo que más nos confunde a la hora de comprender el Cur Deus homo, es la manera de entender en
qué consiste el perdón de los pecados. En la forma tradicional, Dios estaba enojado con el hombre pecador, y no
quería perdonarle hasta tanto que la humanidad no cancelase la deuda contraída por Adán. Una comprensión del

248
C. DUQUOC, Cristología. Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 1972, pp. 416-420.
249
Cf. C. DUQUOC, op. cit., p. 411.

179
amor de Dios tal como aparece en el NT desmiente del todo esta comprensión del perdón de los pecados. Como
hemos visto, en el NT Dios está siempre dispuesto a perdonar, pero no puede perdonar mientras el hombre no se
arrepienta y quiera reconciliarse con Dios. La reconciliación es cosa de dos. No puede darse reconciliación entre
Dios y el hombre sin que el hombre reconozca su culpa y se arrepienta de ella. El envío de Jesús al mundo no tiene
como objetivo cambiar la disposición de Dios hacia los pecadores, como decía Anselmo, sino cambiar la disposi-
ción de los pecadores hacia Dios, que es lo único que se requiere para que Dios nos perdone. Jesús se ha hecho
hombre para conseguir cambiar la mala disposición que los hombres tenían hacia Dios. Lo importante no es tanto
que Dios “perdone” los pecados sino que Dios nos libre de nuestra naturaleza pecadora y nos mueva a arrepentir-
nos.
Duquoc nos hace ver cómo en el NT “nos encontramos con organizaciones parciales y variadas de pensamien-
to teológico. En una palabra, nunca llegamos a captar el acontecimiento de la muerte de Cristo en sí mismo, es de-
cir, en la unidad de hecho y de sentido. Este acontecimiento se nos propone de diversas maneras en el interior de
diversas coherencias.250”
Hay una expresión griega muy usada en el Nuevo Testamento para referirse a la muerte de Jesús: Edei = “Era
necesario.” “Cristo tenía que padecer para entrar en su gloria” (Lc 24,26). La interpretación anselmiana busca la
razón de esta necesidad en el valor penal del sufrimiento para satisfacer la culpa del hombre.
R. Busto se pregunta si nos podía haber redimido Jesús con una sonrisa, sin necesidad de morir. “La respuesta
correcta es “sí”, porque en esta sonrisa Jesús habría expresado todo su amor al Padre, pero tiene una respuesta tam-
bién correcta, que es “no”. Porque esa sonrisa de amor al Padre, en un mundo de pecado, lleva necesariamente apa-
rejada la muerte.251”
Ya lo intuyó Platón, pensando quizás en su maestro Sócrates. En la “República”, se nos pide imaginar a un
hombre perfectamente recto, tratado por su entorno como un monstruo de maldad. Es encadenado, castigado y em-
palado.252 Este texto causa sorpresa a un lector cristiano al captar el paralelismo que tiene con Cristo. ¿Es una pura
coincidencia? ¿Es una conjetura afortunada de lo que iba a suceder cuatro siglos más tarde?
Tenía que ser así, en primer lugar, porque no hubiera podido ser de otro modo. Un inocente que viene a un
mundo corrompido, denunciando su pecado e invitando a los hombres a otro mundo posible, no podía acabar de
otra forma que crucificado. Platón habla conscientemente de la suerte que le está reservada a la bondad en un mun-
do malvado incapaz de comprenderla. Partiendo del caso de Sócrates, Platón entrevió la posibilidad de un ejemplo
perfecto y describió algo muy parecido a la pasión de Cristo. Platón no supo que su ejemplo perfecto de bondad
crucificada llegaría a ser real un día en la historia. De haberlo descubierto, no reaccionaría diciendo: “¡Qué casua-
lidad!”, sino más bien: “¿No os lo había dicho yo?” Tenía que ser así. Edei. No hubiera podido ser de otro modo.
Lo que lleva a Jesús a padecer no es la lógica de Dios, sino la lógica del pecado.
“Murió por nuestros pecados es claramente un lenguaje bíblico. “Hizo suyas nuestras debilidades” (Mt 8,17).
“Fue tratado como culpable a causa de nuestras rebeldías y aplastado por nuestros pecados. Él soportó el castigo
que nos trae la paz y por sus llagas hemos sido curados” (Is 53,5).
Se ha interpretado como si el pecado solo se podría expiar mediante el sufrimiento y la cruz. Se trata de una
interpretación muy rebuscada. Analizaremos otras tres más sencillas.
12.5.1.1. Cuando decimos que Jesús murió “por nuestros pecados”, queremos decir que murió porque esta hu-
manidad pecadora no podía por menos que matarle. Murió porque éramos pecadores. Dios permitió que su Hijo
muriera de esa manera tan horrible y no intervino para salvarle de sus enemigos, porque Jesús había asumido una
vida humana sin privilegios, sin salvoconductos.
Murió por culpa nuestra. Uno se pregunta qué culpa puedo tener yo en la muerte de alguien que murió hace
dos mil años en un país lejano. “En realidad lo hicimos todos nosotros por la misma razón por la que causamos do-
lor y sufrimiento injusto a otros seres humanos, sea por acción o por omisión. […] En la medida en que todos con-
tribuimos a que el mal permanezca en el mundo, solo en la medida en la que nosotros invocamos la ley o el poder
injusto para eliminar al inocente, podemos decir que lo matamos. A Jesús, y a cualquier ser humano que lo repre-
senta, lo mata la insensibilidad e indiferencia de los otros seres humanos. Las mismas actitudes de los personajes
implicados en la pasión y muerte de Jesús las encontramos hoy presentes en nosotros y entre nosotros. Estas accio-
nes tienen un eco que sigue sonando y rigiendo el mundo.253” Cuando oprimimos y negamos el derecho del opri-

250
A. PAUL, “Interprétations de la mort du Christ dans le Nouveau Testament”, LumVie 101 (1971), pp. 18-33.
251
R. BUSTO, Cristología para empezar, 9ª ed., Sal Terrae, Santander 1991, p. 140.
252
PLATÓN, “República”, en Diálogos 361-362a, vol. IV, Gredos, Madrid 1998, p. 110-111.
253
A. SIMONS, Ser humano. Ensayo de antropología cristológica, Fondo editorial de la PUCP, Lima 2011, p. 335.

180
mido hoy, estamos reconociendo que lo hubiéramos hecho con Jesús si hubiéramos estado allí. “A mí me lo hicie-
ron” (Mt 25)
12.5.1.2. Hay aún un segundo sentido. Muere a manos de los pecadores, pero muere también rescatando a los
pecadores de su pecado. Lo entenderemos con un ejemplo. Alguien intenta rescatar a su amigo drogadicto enreda-
do en una mafia de traficantes. Como consecuencia de su intento muere asesinado por los mafiosos. El amigo dro-
gadicto, arrepentido y horrorizado pensará: “Murió para liberarme de la droga, murió por rescatar mi vida. Murió
por mí, murió para que yo no muriera. Me rehabilitó al precio de su vida.” Esto podemos aplicárnoslo a cada uno
de nosotros, del mismo modo que Pablo se lo aplicó a sí mismo, a pesar de que no había conocido al Jesús terreno.
Si Pablo pudo decir “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20), con igual derecho podremos decirlo cada uno de los
que en Cristo hemos encontrado la salvación.
Los protestantes han solido utilizar una hermosa parábola de un príncipe bueno que, enamorado de una chica
que vive en la prostitución, decide enamorarla y casarse con ella para arrancarla de ese mundo sórdido en el que
vivía. Kierkegaard se sentía incómodo con la parábola y la cambió. Esta vez el príncipe renuncia a su trono real y
se convierte uno más de la clase social marginal en la que vivía su enamorada.254 González Faus continúa la pará-
bola. El príncipe mantiene su anonimato al desposar a la muchacha. Ella no puede dejar de fijarse de dónde ha po-
dido salir ese joven, tan distinto de ella y de los que pertenecen al mundo de ella. Al morir él descubre su identidad
cuando le anuncian que es merecedora de una herencia regia. Y añado yo, que la enamorada descubre quién es él
en realidad cuando muere para salvarla de los antiguos cafiches que consiguieron ubicarla y quieren forzarla a vol-
ver al burdel. En realidad las variantes de la parábola se inspiran en un texto magistral de Ezequiel 16.
12.5.1.3. Hay un tercer sentido aún más riguroso. Es precisamente la muerte de Jesús la que me convierte de
mi pecado. Al escuchar la noticia de su muerte en cruz, al contemplar su imagen desfigurada, mi pecado queda de-
nunciado y eso me lleva al arrepentimiento. La cruz nos revela un amor más fuerte que la muerte. En su pasión Je-
sús mostró tal dignidad, y tal nobleza, que llevó a la fe a tres personajes insólitos: al buen ladrón (Lc 23,42), al
propio jefe del pelotón de ejecución (Mc 15,38-39) y a uno de los miembros del sanedrín que lo condenó (Mc
15,43). Estos tres personajes fueron cautivados por esa revelación del amor y creyeron en el amor que se revelaba
en aquella cruz. Descubrieron en Jesús inocencia, realeza y aun divinidad. “Cuando sea levantado en alto, todo lo
atraeré hacia mí” (Jn 12,32). Solo en la cruz puede Dios acabar de convencernos de su amor hacia nosotros. De ahí
su gran atractivo y el gran poder que tiene para convertirnos de nuestro pecado.
“Hay en esta muerte una verdadera belleza que transforma su horrible cadáver torturado gracias a una verda-
dera transfiguración. […] Reina en el madero. Sus brazos extendidos, abiertos al mundo, son la nueva y definitiva
manifestación de la omnipotencia de Dios, revelada en toda su debilidad. […] De no ser así, ¿hubiéramos podido
exponer nuestros crucifijos por todas partes, no solo en las iglesias, sino también en las casas y en los cruces de los
caminos? ¿Expondría la familia de un ahorcado una fotografía de su horrible ejecución?255
Dice San Agustín: “Bello Dios, bello Verbo junto a Dios. Bello en el leño, bello en la tumba, bello en la glo-
ria.” ¡Qué bien lo ha sabido reflejar la imaginería española de la Semana Santa! Estos artistas, como Gregorio Fer-
nández, supieron reflejar la belleza de un cuerpo torturado en la medida en que experimentaron en sí mismos los
frutos de este martirio.
No existe en el mundo una figura absolutamente bella sino la de Cristo. Si no tuviésemos presente esa preciosa
imagen estaríamos completamente perdidos y extraviados. Es la belleza la que salvará al hombre (F. Dostoyevski).
Pero no todos pueden captar esa belleza de Jesús en la cruz. Solo los que experimentan en sí mismo los frutos
liberadores y salvadores de su muerte. Decía el reformador Melanchton: “Conocer a Cristo equivale a conocer sus
beneficios.” “El verdadero conocimiento de Jesucristo es la experiencia del bien que él es para nosotros y de los
frutos de vida plena que de él, glorificado por el Padre se derivan para los que lo acogen en la audacia de la fe. 256”
Ahí captamos la fuerza redentora de la cruz en el poder de atracción que ejerce sobre nosotros y nos lleva a cam-
biar de vida.
No lo ven así quienes no han experimentado esta gracia. Me contaban de una mujer joven postmoderna regresó
encantada de una gira por Camboya diciendo: “¡Qué maravillosas esas estatuitas de Buda en actitud contemplativa!
¡Qué paz da frotarles la pancita! No es como esos Cristos vuestros en las iglesias que me quitan la paz y me ponen
histérica.” Hay una cierta lógica en esta afirmación. Los cadáveres no deben exhibirse, y menos cuando han sido
torturados. Más bien la falta de lógica está en nuestra reacción creyente ante este cadáver colgado, que en lugar de
ser de asco y rechazo, es más bien fuente de una gran ternura.

254
Ver J. I. GONZÁLEZ FAUS, El rostro humano de Jesús, p. 183. Ver la parábola en un texto de la carpeta.
255
B. SESBOÜÉ, Op. cit., p. 228-229.
256
B. FORTE, Op. cit., p. 295.

181
En la pasión del Señor es más bien la humanidad la que muestra su rostro más horrible. Nadie se salva; ni los
políticos, ni los intelectuales, ni los sacerdotes, ni los moralistas, ni el pueblo, ni los discípulos. Uno se avergüenza
de pertenecer a esta humanidad monstruosa y traidora y pregunta dónde puede uno desapuntarse. Pero al ver la no-
bleza de Jesús al morir por amor, entendemos que la humanidad ha quedado redimida. Uno puede ya apuntarse a
esta humanidad en la que floreció Jesús. En él la entera raza humana ha sido rehabilitada. Ya no nos avergonzamos
de ser hombres, desde que Jesús ha inaugurado un modo de ser hombre distinto del que vemos a diario en esta so-
ciedad corrupta, violenta, egoísta e injusta.
A pesar de esta teologización hay algunos puntos—muy pocos—en los que la crítica histórica parece sentirse,
hoy por hoy, absolutamente segura; y si a primera vista resultan demasiado vagos o insignificantes, quizás esta im-
presión no sea exacta.

12.5.2. El fracaso de la pretensión de Jesús


¿Cómo acabó su vida Jesús? Parecen incuestionables, además del hecho de la crucifixión, la inscripción sobre
la cruz y la condena por Pilatos. Los tres datos nos hablan de una condena política: Jesús muere condenado con un
suplicio reservado a los esclavos y extendido luego a los guerrilleros o caudillos zelotes que pulularon por aquel
entonces. El trueque con Barrabás parece reafirmar esta impresión.
Pero—contra lo que pensara Bultmann—la condena política no se debe a un simple malentendido del poder
romano que, mal informado y falsamente alarmado, actuó precipitadamente. La intervención romana aconteció
más bien como efecto de una maniobra judía que se valió del clamor popular despertado por la predicación de Je-
sús. Después de la ponderada investigación de H. Kessler, no es posible dudar de este punto. La acusación política
viene a ser la "traducción" al mundo gentil, de la acusación de blasfemia con que, en el interior del mundo teocráti-
co judío, había sido tachada la pretensión de Jesús. Esta acusación, que era para el judío más seria que la anterior,
representaba sin embargo ante el romano una fórmula menos inteligible y menos apta para obtener la aniquilación
total. Los judíos trataron de maquillarla para conseguir la condena del gobernador. Por eso Lucas, que escribe para
gentiles, es el que más ha conservado la dimensión política del proceso.
Estas consideraciones nos sitúan ante la tesis central sobre la muerte de Jesús: fue una consecuencia de su
obrar: de la pretensión que había caracterizado su vida, y había provocado la oposición cada vez más violenta de
las autoridades judías.
Los Evangelios han conservado en realidad este dato. Es cierto que después la narración ha sido reelaborada o
esquematizada, y cabe dudar de la historicidad de algunas escenas del proceso. Pero el interés de todos se ha cen-
trado en explicar el dato histórico de por qué aquella vida terminó en condena. Eso es lo que les importaba aclarar
a los evangelistas. Y en esta explicación se ha dado una evolución manifiesta que conviene observar a grandes ras-
gos.

12.5.3. Explicación redentora de la muerte de Jesús257


Para algunos, la interpretación de la muerte de Jesús como redentora, representaría un momento temporalmen-
te más tardío (tal como lo encontrábamos en la explicación que hace Juan de la muerte como entrega). En favor de
tal concepción milita, entre otros, el hecho de que la fuente Q258 no hable para nada de la cruz, el que la predicación
de los Hechos nunca la menciona como muerte "por nosotros"259 y la probable existencia de algunos himnos ya
griegos, que nombran la cruz sin darle significado salvífico.
Es claro que si fuera verdad que solo los textos más tardíos dan un valor redentor a la muerte de Jesús, difí-
cilmente podrían provenir de los labios de Jesús. Pero esta opinión se ve fuertemente combatida por otro sector de
exegetas que ven precisamente en esos textos "redentores" una gran cantidad de aramaísmos y un uso del texto
arameo de Isaías 53, que apuntan a su antigüedad. Ese hecho hace imposible aceptar que la idea de la muerte re-
dentora naciese en comunidades tardías. J. Jeremías establece un luminoso paralelo entre Mc 10,45 y 1 Tim 2,6
que ayuda a ver claramente lo que puede ser una misma frase en "dicción griega" (1 Tm) y en "dicción aramea"

257
El resto de este epígrafe está tomado de La Humanidad nueva, pp. 115 a 136.
258
El hecho de que Q no hable de la pasión de puede deber a otras causas, entre ellas al hecho de que, contra lo que algu-
nos defienden, Q no es un evangelio, sino una recopilación de dichos de Jesús. El relato de la pasión en cambio es
pieza imprescindible del género evangelio inaugurado por Marcos .Sobre este tema ver mis apuntes sobre el Jesús ju-
dío.
259
Olvida el autor el texto de Hechos 20,18: “Pastoreen la Iglesia del Señor, que él adquirió con su propia sangre.”

182
(Mc). Lo que la 1 Tm dice más tarde en un griego más clásico, ya había sido dicho en Marcos en un griego más pa-
lestino, lo cual prueba su antigüedad.260
Según Jeremias, son sólo razones ideológicas las que impiden atribuir a Jesús la idea de la expiación vicaria, a
saber: que eso “suena a teología de la comunidad.” Por ello se esfuerza en probar que tales ideas funcionan ya en
ambientes judíos. Un factor directamente relacionado con este punto y que ayudaría a hacer luz en él, sería el po-
der determinar si Jesús pensó de sí mismo o se aplicó en algún momento los textos del Deuteroisaías sobre el Sier-
vo de Yahvé (puesto que la explicación de la muerte "por nosotros" debe provenir de Isaías 53. Y, naturalmente, J.
Jeremias ha de estar convencido de ello desde hace mucho tiempo. Pero es justo reconocer que sus razones no han
encontrado demasiado eco, al menos en la crítica más radical. Pero actualmente son cada vez más los que valoran
el hecho de que Jesús, al menos en la última etapa de su ministerio, previó la posibilidad de su muerte a manos de
las autoridades, y le dio un sentido escatológico en servicio a la llegada del Reino que había anunciado.

12.5.4. La muerte según las Escrituras: del Profeta, del justo y del siervo
Las tres categorías son de procedencia bíblica. Ellas justifican en última instancia que se hable de su muerte
“según las Escrituras.” Pero tal expresión no es nada evidente, puesto que la idea de un Mesías crucificado no re-
sulta la más conforme con el Antiguo Testamento y era desde luego contraria a las esperanzas judías. La cruz es
más bien ruptura con las Escrituras y con el judaísmo.
Sin embargo, la expresión “según las Escrituras” indica una coincidencia con el plan y la voluntad salvadora
de Dios, cuyo testimonio son precisamente las Escrituras. Esta coincidencia hace posible la expresión, y hace que
luego la predicación primera se dedique a buscar coincidencias materiales y textos de aplicación dudosa que hoy
nos desconciertan como exegetas modernos. Pero tal proceder no es del todo arbitrario. Pues "según las Escrituras"
significa: según la razón de ser y el sentido último de éstas.
Las tres categorías que se han hecho presentes en los Evangelios suponen una lectura nueva del Antiguo Tes-
tamento, en cuanto éste es—según la frase que cita el P. Congar—“no una teología para el hombre, sino una antro-
pología para Dios.” Y esta nueva lectura es la que permitirá explicar el escándalo de su muerte diciendo, en resu-
men, que Jesús murió porque nosotros matamos y porque nosotros morimos. Y ver en su muerte la promesa de que
la confianza en Dios y la solidaridad con los hombres son siempre fecundas.

12.5.4.1.- La muerte del Profeta


Para empezar, las primeras teologías (y quizás el mismo Jesús, como ya dijimos, (cf. Lc 11,49) vieron en la
muerte de Jesús la cumbre del destino trágico de todos los profetas de Israel.
El pueblo judío había hecho experiencia repetida del destino del hombre que clama en nombre de unos valores
pisoteados, hasta que su clamor resulta molesto y termina siendo quitado de en medio legalmente, o impunemente
al menos. Tan repetida es esa experiencia, que parece convertirse en ley para todos los que escogen la lucha por la
justicia, la libertad o la dignidad del hombre, dondequiera que se hallen. El mismo Jesús parece reconocer que el
destino de la sangre justa es ser derramada sobre la tierra (Mt 23,34-35). Y Jerusalén que, por su elección, recapitu-
la al mundo entero será definida como la que mata a los profetas (Mt 23,37). El profeta es una figura que, a la lar-
ga, resulta intolerable a todo sistema, y los responsables de éste no tienen otro camino que deshacerse de él. Su tra-
gedia trasciende, por lo general, la buena o mala voluntad de los representantes del sistema: ellos se deben a éste y
son sus primeras víctimas. Para entender la muerte de Jesús como muerte del Profeta, es importante notar lo que ya
dijimos sobre la aparente lógica de su condena. Los fariseos de todos los sistemas tomarán siempre el hecho de que
existan, falsos profetas como una prueba de que no existen los buenos.

260



. Mc 10,45



1 Tm 2,6

183
El valor de la muerte del profeta radica en que, al morir a manos del sistema, el profeta no se sale de él. Con
terminología de hoy: el profeta “no se sale de la Iglesia.” Esto quiere decir que su protesta contra la comunidad era
en nombre de la comunidad misma y por amor a ella. Y de esta forma evita la tragedia de todas las protestas: la re-
caída en el individualismo y la pérdida de realización del individuo por su pérdida de identificación con la comuni-
dad. Al morir a manos de la comunidad oficial, el profeta no deja de identificarse con ella; pero, al hacerse en for-
ma de castigo y no de complicidad, esta identificación no se convierte en una aceptación del "orden establecido" (o
de la forma concreta de esa comunidad que es comunidad pecadora). Así, la protesta del profeta deja de ser la pro-
testa del romántico o del quijote; y, a la vez, su servicio a la comunidad, o a la estructura, deja de ser una identifi-
cación necesariamente conservadora con el desorden imperante. La muerte del profeta redime en cierto modo el
sistema. En la muerte de Jesús, esta ley se cumple a nivel del sistema humano total. Lo significativo del recurso a
la categoría del Profeta para explicar la muerte de Jesús, radica en que los sinópticos no habían dado a Jesús el títu-
lo de Profeta. Jesús es más que profeta, precisamente porque su pretensión no apuntaba a una reforma de las defi-
ciencias concretas del judaísmo, sino a la novedad del hombre. La protesta de Jesús trasciende así lo aislado de un
caso y engloba todo el desorden establecido de la historia. Pero también: el hecho de que el destino del profeta se
cumpla hasta en él, que es "más que profeta", da a su aceptación de la muerte (Mt 26,53) un valor único, que tras-
ciende a su comunidad concreta y abre perspectivas redentoras a toda la comunidad humana.
Porque Jesús es más que profeta (más que la Ley y más que el Templo), y porque su pretensión tocaba al
hombre mismo, es por lo que es teológicamente legítimo el considerar a la humanidad total, y no a los judíos de
una época determinada, como el verdadero responsable de su muerte. Pero, por eso mismo, su muerte significa que
este hombre extraño no sale del sistema humano, no niega su solidaridad con el hombre. Muere, en verdad, a ma-
nos de los hombres, de todos: porque los hombres matamos. Y muere en nombre de ellos, por amor a ellos.

12.5.4.2. La muerte del Justo


El escándalo del Justo es, en cierto modo, la voz pasiva del anterior escándalo de la muerte del profeta. Toda
la religiosidad veterotestamentaria y toda la experiencia de fe de la comunidad judía se apoyaba en una captación
profundísima de la identidad entre Dios y la Justicia. No hay en todo el Antiguo Testamento otro concepto más
vinculado a YHWH que el de la justicia. Precisamente por eso, al hombre cercano a Dios no puede alcanzarle la in-
justicia (cf. Sb cap. 2). Hasta tal punto se da esa identidad entre YHWH y la justicia, que la palabra justo sufre un
desplazamiento, desde designar al hombre que practica esa virtud interhumana, a significar al hombre en paz con
Dios y al que, por esa misma paz con Dios, no pueden alcanzarle el fracaso o las injusticias humanas.
En nuestros días, ese inmenso movimiento esperanzador que es para muchos el marxismo y que, a pesar de su
decidida voluntad atea, no por eso ha dejado de ser un pensamiento cien por cien teológico, se apoya en una expe-
riencia semejante: la intuición de que la justicia tiene que acabar triunfando; la seguridad de que es imposible que
no reine alguna vez la justicia definitiva, la captación de una exigencia, de un postulado de la realidad, el cual sería
la identidad entre justicia y dicha humana, que constituye su dogma más intangible.
Ahora bien: esa experiencia (vivencia de fe en un caso y experiencia absoluta en el otro) se ve contradicha por
la realidad. El creyente del Antiguo Testamento no para de encontrarse con el escándalo que hace tambalear su fe:
al justo no le van bien las cosas, el justo sufre y, a veces, mientras los inicuos triunfan. La experiencia de la reali-
dad se impone, vez tras vez, con una brutalidad aterradora; y el creyente del Antiguo Testamento pierde en ella el
norte de su fe y da vueltas como una brújula estropeada. Desde Job hasta la infinidad de salmos intitulados "del
justo sufriente", dan testimonio de ello en páginas que son a veces de lo más grandioso de la literatura universal.
En ocasiones—como el caso de Job—la realidad es tan atroz que a este justo parece no quedarle ni el recurso a su
propia condición de pecador, para justificarla.
No le quedan entonces más que dos caminos: o echar mano de algunos acentos cínicos del Eclesiastés que
quizás no nieguen a Dios pero acabarán negando el sentido de toda actividad sobre la tierra, o el agarrarse desespe-
radamente, irracionalmente, a la seguridad de una pronta intervención de Yahvé que restaurará las cosas: como
ocurre el final de la historia de Job o como ocurre en la segunda mitad de casi todos los salmos del justo sufriente.
Seguridad de una intervención que a lo mejor tampoco llega a tiempo, pero cuya ilusión ha permitido sobrevivir,
siquiera sea a costa de dorarse piadosamente la píldora.
Se trata del mismo escándalo y la misma reacción que es dado contemplar hoy en muchos militantes marxis-
tas, sean cristianos o no: la justicia tiene que estar para llegar, porque es imposible que la justicia no triunfe. Y esta
imposibilidad alimenta de nuevo esperanzas indomeñables de lucha y mantiene en pie, increíblemente, irracional-
mente, decisiones pisoteadas que, a la larga y a un ritmo impalpable para el hombre, quizás harán progresar la his-
toria; o llevarán otra vez a la falta de lucidez del que sigue cantando el triunfo de la justicia (pasado, presente o fu-
turo) sólo porque no tiene valor para confesarse otra cosa.

184
Después de esta descripción no hay mucho que añadir. Los Evangelios han conseguido sus acentos más pro-
fundos cuando han visto en la muerte de Jesús la concentración y la radicalización de este escándalo: la justicia no
triunfa. Hemos encontrado ya algunas alusiones a los salmos del Justo, como en la cuarta palabra de la cruz o en el
capítulo segundo de Juan (v. 17). Uno de los mejores ejemplos es el segundo de los vaticinios de la Pasión (Mc
9,31). J. Jeremias cree poder descubrir bajo su actual redacción ex eventu, una palabra enigmática del propio Jesús
que diría más o menos así: Dios entregará al (hijo del) hombre a los hombres. Prescindiendo dela atribución a Je-
sús, que no pasa de ser una hipótesis, lo cierto es que el vaticinio (cuyos semitismos remiten a un origen palestino)
ha recogido los ambientes del justo que sufre; pero
a) sustituyendo (en la primera o en las últimas versiones) al justo por el Hijo del Hombre y
b) extremando el escándalo en su forma verbal: paradídotai (es el clásico pa-
sivo hebreo que se usa en las oraciones cuyo sujeto es Dios, como circunloquio para evitar nombrarle. De esta ma-
nera, el vaticinio da un paso más, que nunca habría osado un judío: ¡Dios es quien entrega al Justo! Y si Dios es
quien le entrega, las esperanzas de los justos del Antiguo Testamento parecen perder pie definitivamente. La susti-
tución del justo por el Hijo del Hombre aún agrava la situación, pues el Hijo del Hombre es un personaje del anti-
guo argot judío, que, por su carácter prototípico y escatológico, podría traducir con ventaja al famoso hombre nue-
vo de cualquier revolución marxista. Decir que el entregado es el Hijo del Hombre, equivale a afirmar que el hom-
bre nuevo no brota solo después de eliminada la injusticia de la tierra y como fruto de unas condiciones nuevas de
justicia que se han creado, sino que brota ya ahora y aquí, durante el reinado de la injusticia y desde el seno mismo
de las condiciones trágicas actuales: brota cuando su no a la injusticia es tan radical que le lleva a soportar hasta el
fondo toda la tragedia de las condiciones actuales.
El Nuevo Testamento ha dado gran importancia a esta observación. En efecto: para el Nuevo Testamento, el
entregado es “aquel que no conoció el pecado” (2 Cor 5,21), y esto es lo definitivo. Se trata de un cordero total-
mente inocente. Pues entre los hombres nadie tiene la plenitud de la razón ni de la justicia: un egoísmo inelimina-
ble nos hace perder muchas veces buena parte de la razón que tenemos, al defenderla mal; y una cierta familiaridad
con la injusticia, que nosotros mismos hemos causado, nos impide experimentarla como lo total y radicalmente
inmerecido y ajeno a nosotros. En cambio, hablar del Hijo del Hombre como sujeto de esta experiencia es indicar
que ella se hace a un nivel infinitamente superior que en nosotros; que Jesús soporta con absoluta literalidad eso
que gráficamente llamamos el estar dejado de la mano de Dios. Y, sin embargo, al morir “in manus tuas” (Lc
23,46) recobra, con un sentido nuevo, la segunda parte esperanzada de todos los salmos del justo sufriente. Esta
es la razón por la que los vaticinios incluyen la Resurrección en su redacción definitiva. No acaba todo con la
muerte del justo. Pero la salvación no le llega al hombre por la huida de esta realidad, sino por la identificación
hasta el fondo con ella, por apurarla hasta las heces. Por eso, la experiencia de la muerte del justo, llevada hasta su
Principal Analogado, constituye un punto de partida imprescindible para poder ser un buen cristiano.

12.5.4.3.- La muerte del Siervo


Hubo también una cristología antigua que veía en el canto de Is 52,13 - 53,12 no sólo una predicción, sino una
explicación de la muerte de Jesús. Esta explicación se encierra en dos vocablos que prácticamente resumen el can-
to: “entregar la vida” (), “por” (). Estos dos elementos vie-
nen a ser una condensación del esquema del canto que es el siguiente: al asombro de que sea precisamente el exal-
tado (cf. principio y fin del poema) aquel que sufre y es anonadado (cf. centro del poema) se viene a dar como ex-
plicación: es que eran nuestros dolores lo que llevaba sobre sí; sufría por nuestros pecados, no por los suyos.
Vale la pena desarrollar un poco más esta explicación, para comprender la lectura que hizo de ella el Nuevo
Testamento.
El canto arranca de la problemática del justo sufriente a que ya hemos aludido. Muchos exegetas ven, en la
presentación que hace del tema del sufrimiento (v. 4b) una clara alusión a Job y a lo que en él había quedado como
enigma.
Se insinúa después sufría por (quizás más literalmente: a partir de nuestras iniquidades ‫והּוא מחֹ לל מּפשעֵּנּו מדֻכה‬
‫'( מֵּ עֲֹונֹותֵּ ינּו‬awon) ׁ‫ עון‬palabra que significa, a la vez, iniquidad y castigo: (v. 5a).
Se acentúa luego esa explicación: nuestra culpa cayó sobre él (v. 6b), ‫ ויהוה הפגיע בֹו את עֲֹון כֻלנּו‬con la misma
palabra ׁ‫ עון‬que significa, a la vez, iniquidad y castigo.
Se da después a la misma idea una formulación activa: entregó su vida como asham ‫( אשם‬que significa, a la
vez, pecado y expiación del pecado: (v. 10).

185
Y finalmente se enuncia como conclusión del poema: justificará a muchos porque cargó con los crímenes de
ellos (con el mismo término ambiguo ׁ‫ עון‬que en los vv. 5 y 6). Tomó el pecado de muchos e intercedió por los
pecadores (vv. 11 y 12).
Lo más sorprendente del poema del Deuteroisaías es su espléndido aislamiento en la literatura judía anterior y
posterior. En Israel siempre era un rito, no un hombre, lo que expiaba. El dolor ha sido siempre en Israel demasia-
do escandaloso, como para que se le pueda adjudicar ninguna misión salvadora. Sólo cuando mucho más tarde se
empiecen a aceptar las ideas de que el dolor puede servir al justo para purificarle para otra vida, se entrevé que
también pueda servir a otros en ese mismo sentido. Algo de eso atisban los dos libros de los Macabeos, única obra
bíblica que presenta alguna cercanía con las ideas del poema del Servidor. Esta forma de pensar está ya explícita en
el llamado 4.° Libro de los Macabeos, obra extrabíblica de un contemporáneo de Jesús, donde aparece ya la partí-
cula técnica hyper .
En el Nuevo Testamento es continua la presencia de las ideas de este poema. A veces aparecen en forma de
una alusión tan rápida y tan poco explícita que parecen presuponer un ambiente donde eran muy familiares. Entre
otros ejemplos pueden citarse: (“fue entregado por nuestros delitos” 
Rm 4,25); los textos eucarísticos; todo el capítulo
10 de Juan, con la constante mención del “dar la vida-por”
; Mc 10,45; una
alusión general a que Is 53 se dice de Cristo (Hch 8, 32), y, sobre todo, los pasajes explícitos y más desarrollados
Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el leño (1 Pe. 2,21-25 y 3,18.


Notemos finalmente que Is 53 está recogido, con bastante probabilidad, en la frase sobre el Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo (Jn 1,29), en la cual no habría que traducir “el que quita”, sino “el que carga con el
pecado del mundo” como en Is 53,11. De hecho lo quita cargando con él.
Sea cual sea la traducción correcta de la frase sobre el Cordero de Dios, sí que es cierto que al aplicar a Jesús
el poema de Isaías se le estaba definiendo como el Siervo de Dios que carga con el pecado del mundo. Y en este
“cargar con el pecado” se ve la razón de su muerte. Esta razón es clara para el judío, para quien el castigo no es al-
go distinto del pecado y exterior a él, que tiene- que ser impuesto por otro, sino que el castigo es el proceso mismo
que desata el pecado (ya hemos mencionado la ambigüedad de varias palabras hebreas que significan, a la vez, pe-
cado y castigo o desgracia; pecado y expiación, etc.). Esta fuerza que desata el pecado es tan fatal que puede ir a
caer no ya sobre el que la desató, sino sobre otro cualquiera del mismo clan, familia, pueblo, etc. Para el judío, la
presencia del pecado en el mundo y en la historia hace que el hombre viva y se mueva en un contexto roto. Y ese
contexto roto puede, en un momento dado, hundirse a sus pies o derribarse sobre él. Si sobre Jesús cae este salario
del pecado, se indica que es un miembro de esta familia de pecadores. Pero, otra vez, no un miembro cualquiera,
sino el miembro privilegiado, cuya solidaridad con la familia llega hasta el límite.
Por eso Pablo ya no se limita a decir que Jesús “cargó con el pecado” humano o con la maldición humana (se-
gún las fórmulas que acabamos de ver y que eran las clásicas), sino que violenta la expresión y dice que fue hecho
pecado (2 Cor 5,21) y fue hecho
maldición (Ga 3,13). Expresión tan
dura, y además repetida, no puede menos de ser intencionada. Por eso también, mientras las categorías del Profeta
y del Justo apuntaban a subrayar que Jesús, pese a su muerte, era inocente, Juan acuña la expresión “tener que mo-
rir” (19,7), que no es propia de un inocente. Equivale al “era necesa-
rio” () de Lc 24,26, y que ve en la terrible conflictividad de la muerte de Jesús la exacerbación del ca-
rácter conflictivo que tiene toda muerte humana. Jesús muere no sólo porque los hombres matamos, sino también
porque los hombres morimos.
La teología posterior se perderá en explicaciones para tratar de comprender qué significa el que Jesús cargue
con el pecado de todos los hombres y cómo este hecho influye sobre nosotros. Así elaborará las diversas teorías del
castigo, de la satisfacción, del ejemplo, etc., con las cuales habremos de enfrentarnos más adelante, y de las cuales
ninguna es plenamente satisfactoria cuando se las toma como categorías propias y unívocas. Pero la Biblia no ela-
bora ninguna de estas explicaciones, aunque hoy hayamos descubierto que es urgente recuperar su visión del carác-
ter comunitario de la culpa, y de los “contextos rotos” a que antes aludimos. Lo que hace el Nuevo Testamento es
utilizar todo tipo de lenguaje que le sea útil para dejar constancia de aquello por lo que apuesta en su fe: la inexpli-
cable fecundidad de la solidaridad con los hombres cuando, ante Dios, es llevada hasta el extremo mismo del dolor.
Ello nos permitirá más adelante, cuando reflexionemos sobre esas teorías, apuntar una palabra sobre la espirituali-
dad del dolor.

186
12.6. Dios Padre no quiso la crucifixión de su Hijo
Para vivir una vida plenamente humana como la nuestra, Jesús tenía que solidarizarse con nuestra condición
mortal. Una vez que se encarnó en esta carne de pecado, tenía necesariamente que morir. Si no hubiese muerto, no
se habría identificado del todo con nosotros. Sólo con su muerte pudo Jesús completar su total identificación con
nuestra vida mortal. Su muerte rubrica y culmina su estilo de vida entregada.
Pero el modo cruel como Jesús murió no es consecuencia de un destino ineluctable fijado por Dios Padre, sino
que es consecuencia de la crueldad de los hombres que no podían tolerar la presencia del justo en medio de ellos.
Desgraciadamente la teología de Anselmo ha llevado de hecho a una espiritualidad que ha extremado la crueldad
de Dios en su manera de tratar a su Hijo.261
Dios nunca pudo complacerse en esa muerte que fue el pecado más horrible de cuantos ha cometido nuestra
humanidad. Dios nunca puede complacerse en un pecado. Solo se complace en el amor que Jesús muestra al entre-
gar su vida en fidelidad a su misión.
“Dios, el creador y amante de la raza humana, no necesitaba la muerte de Jesús como un acto de expiación,
sino que él quería que Jesús hubiera tenido éxito en su ministerio al servicio del reino de Dios. El pecado humano
desbarató este designio divino, pero no lo venció. La muerte injusta, atormentada, de este judío marginalizado,
condenado por el estado romano, se convierte por la fe en puerta que conduce hacia una nueva presencia de Dios
en el mundo, se convierte en una presencia sorprendente, sanadora y liberadora.262”
“La muerte de Jesús es el resultado de un conflicto particular y no la ilustración de un drama universal.263” Lo
mataron por motivos muy concretos, no por sus teorías, sino por sus actitudes y sus comportamientos. “Jesús no
escribió ninguna teoría: su conducta y las palabras que le servían de comentario bastaron para que todos pudieran
darse cuenta de la transformación a la quese veían sujetas las antiguas seguridades religiosas. La mezquindad, la
necedad, la negligencia, la pasión sectaria, la incapacidad para dejarse desalojar a sí miso por el porvenir, hicieron
más a la hora de pr4ocesar a Jesús que otros crímenes enormes.264”
Somos nosotros quienes llevamos a Jesús a la muerte, no Dios Padre. Jesús muere por ser fiel a la línea de
conducta que le había sido marcada. En este sentido podemos decir que murió en el cumplimiento de la voluntad
de Dios. Jesús no habría muerto crucificado si hubiese traicionado su mensaje llegando a un arreglo con los pode-
res de este mundo o abandonado su misión. Es por su fidelidad a la misión encomendada, por lo que encontró
aquella muerte tan horrible. Solo en ese sentido indirecto podemos decir que Jesús murió como resultado de su
cumplimiento de la voluntad de Dios.
El plan de Dios no era salvar a los hombres por la muerte de Jesús, sino por la conversión a Jesús y al Reino.
Pero cuando los hombres rechazan al Hijo y no se convierten, Dios, en lugar de destruirles como a los viñadores de
la parábola, convierte ese gesto de rechazo en expiación por los mismos hombres, gracias a la entrega con que Je-
sús asume su muerte. Y es ahí donde el amor de Dios se revela como potencialmente más fuerte que el mal del
mundo. Es ahí donde la humanidad de Jesús se revela de más peso que la inhumanidad de los hombres.
Dios quiso con voluntad de beneplácito la encarnación de su Hijo, se complació en el amor tan grande que Je-
sús le mostraba asumiendo todas las consecuencias de una vida mortal, pero Dios no es el responsable de que esa
muerte tuviese esas circunstancias tan trágicas y dolorosas.
“En cuanto acontecimiento que fue configurado por las fuerzas de la historia, la muerte de Jesús no sucedió por
necesidad ineludible, sino que fue el resultado de circunstancias contingentes y de libres decisiones humanas. Por
haber promovido la venida del reino de Dios con palabras y obras, Jesús y su movimiento se opusieron a los intere-
ses de los poderes gobernantes en aquel rincón del mundo. Sabiendo que su vida estaba en peligro, a pesar de ello,
Jesús continuó predicando y actuando de acuerdo con la ardiente pasión de su vida.265”

261
Pueden verse los ejemplos de sermones de dos grandes predicadores, San Leonardo de Porto-Maurizio y Segneri. No
pueden por menos que causar un hondo disgusto y escándalo al lector de hoy. Cf. J. A. González Faus, Mínimos cris-
tológicos.
262
E. JOHNSON, “La palabra hecha carne”, en D. Donnelly, ed., Jesús. Un coloquio en Tierra santa, Verbo divino, Estella
2004.
263
C. DUQUOC, Op. cit., p. 424.
264
Ibid., p. 421.
265
E. JOHNSON, “La palabra hecha carne”, p. 196.

187
Según el cuarto evangelio, Jesús no murió porque él mismo buscara la muerte. Antes al contrario, cuando intu-
yó el fracaso de su ministerio, y la hostilidad declarada de las autoridades, dos veces se retiró al desierto. La prime-
ra vez cuando “querían prenderle de nuevo y se les escapó de las manos y se marchó al otro lado del Jordán” (Jn
10,39-40). Por segunda vez, cuando el sanedrín decidió ejecutarlo, “Jesús ya no andaba en público entre los judíos,
sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y allí residía con sus discípu-
los” (Jn 11,54). “Jesús no fue un masoquista que llegó al mundo para morir, sino que vino para vivir y ayudar a los
demás a vivir en la alegría del amor divino”266.
Moule expresa muy bien esta actitud de Jesús: “Los testimonios que poseemos indican que Jesús... no buscó
la muerte; no subió a Jerusalén con la finalidad de morir; pero buscó con una dedicación inflexible un curso de vi-
da que inevitablemente lo condujo a la muerte, de la cual no intentó huir.267”
En un momento dado Jesús llegó a comprender que de seguir huyendo sería infiel a la misión que el Padre le
había dado de predicar el evangelio. Entonces decidió ir a Jerusalén públicamente y jugarse el todo por el todo,
aunque esto supusiera un riesgo próximo para su vida. De una cosa estaba seguro: aunque sus enemigos lo mata-
sen, su muerte no frustraría el plan de salvación, sino que su muerte se integraría en él. Creyó que su misma muerte
no sería óbice para el advenimiento del reino, y efectivamente fue parte esencial del proceso que conduciría a su
resurrección, el gran acontecimiento escatológico y salvífico. La muerte de Jesús no sólo no frustró la venida del
reino, sino que fue el factor decisivo que precipitó su venida en la resurrección.
“Nuestro mismo tiempo actual ofrece ejemplos vivos de esta dinámica: Óscar Romero, Martin Luther King, y
otros que han dado un testimonio extraordinario, hasta el extremo de su muerte. Ellos no fueron buscando la muer-
te, sino que buscaron una transformación del corazón, con una implicación social, en nombre de Dios. En un mun-
do que les era contrario, ellos terminaron siendo aplastados. Pero después, otros que han sido influidos por ellos
comienzan a sentir el poder de su memoria y a interpretar sus muertes, en continuidad con sus vidas, como sufri-
miento redentor a favor de los demás.268”
La salvación no está centrada en un gesto único y violento de expiación por el pecado ante un Dios ofendido,
sino que viene a mostrarse como un acto de solidaridad sufriente, que pone la presencia compasiva de Dios en con-
tacto íntimo con la miseria, el dolor y la falta de esperanza de los hombres.

12.7. Sentido cristiano del sufrimiento


Parte de la dificultad que ofrece la metáfora de la expiación/satisfacción, especialmente cuando se expresa en
un contexto jurídico, viene del modo en que interpreta el sufrimiento. Según esa metáfora, en vez de tomarse el su-
frimiento como algo que debe ser combatido o remediado conforme a la voluntad de Dios para bien de los hom-
bres, viene a presentarse como un bien en sí mismo o incluso como un fin necesario para el honor de Dios.
Es cierto que, a lo largo de la vida humana, cierta dosis de sufrimiento puede ser útil para enseñar sabiduría y
ayudar a la maduración del carácter.269 La presencia del sufrimiento puede suscitar también una respuesta de enor-
me caridad y de acción dedicada al servicio de los débiles y los vulnerables, contribuyendo así al desarrollo de la
virtud de aquellos que personalmente no sufren (pero ayudan a los que sufren). Ciertamente, el sufrimiento aparece
como un misterio genuino, cuyo significado no puede nunca aclararse del todo. Pues bien, todas las tradiciones re-
ligiosas del mundo han intentado conectar de algún modo esta experiencia con el más hondo poder del universo,
ayudando a los hombres a vivir en esa situación y prometiéndole alivio.270
En contra de eso, la perspectiva particular que había tomado aquella “construcción teológica” anselmiana de
la muerte de Jesús como expiación jurídica, convertía el mismo sufrimiento en algo bueno. Esto no sólo ha llevado
a tendencias masoquistas en la piedad (tendencias que están muy alejadas del auténtico ascetismo), sino que, en
una perspectiva pública, ha promovido la aceptación pasiva de un tipo de sufrimiento que proviene de la injusticia,
en vez de suscitar una resistencia enérgica en contra de esas situaciones.
“Decir que Dios quiso que Jesús sufriera convierte a Dios en un ser peor que cualquier ser humano normal.
Desde el punto de vista histórico, Jesús fue condenado a muerte injustamente, fue una víctima del pecado y el re-
chazo humanos. Decir que Dios lo entregó a la muerte es culpar a Dios de lo que se debería imputar a la injusticia

266
Ibid.
267
C. F. D. MOULE, The Origin of Christology, Cambridge 1977, p. 109.
268
E. JOHNSON, “La palabra hecha carne”, p. 198.
269
Ver más adelante lo que diremos sobre el dolorismo.
270
J. BOWKER, Problems of Suffering in Religions of the World, Cambridge University Press, Cambridge 1970; WIL-
LIAM CENKNER (ed.), Evil and the Response of World Religions, Paragon, St Paul Minn. 1997; EDWARD SCHILLE-
BEECKX, Cristo y los cristianos: Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid 1983.

188
humana. Por el contrario, Dios quiere la vida y no la muerte, la alegría y no el sufrimiento, para Jesús y para todos
los seres humanos.271”
La visión nueva excluye cualquier idea de Dios como Padre sádico y de Jesús como una víctima pasiva, sacri-
ficial; excluye también la visión de la muerte de Jesús como un pago que tuvo que hacer a Dios para beneficio
nuestro y excluye la visión de la miseria humana como algo que Dios ha querido como castigo por los pecados. En
contra de eso, el sufrimiento de Jesús es un destino que resulta de su fidelidad libre y amante a su ministerio profé-
tico y a su Dios; ese sufrimiento es precisamente el camino que nuestro Dios de gracia ha escogido para hacerse
solidario con todos aquellos que sufren y que están perdidos en este mundo roto. Ahora, incluso aquellos sufri-
mientos que parecen tener menos sentido, incluso las experiencias humanas más antidivinas, que siguen siendo
esencialmente insondables, resultan incapaces de separar del amor de Dios a aquellos que sufren.
La participación divina en el sufrimiento de Jesús, vinculada con la donación del Espíritu de vida en su resu-
rrección, nos ofrece la seguridad de que existe una vida nueva en, a través y más allá del pecado y la miseria, de la
culpa y de la muerte. Y, por eso, nosotros esperamos.272 Más que justificar una indiferencia apática, esta interpreta-
ción impulsa a los cristianos a vincularse a los que luchan contra la injusticia, y luchan a favor del bienestar de
aquellos que sufren, porque es aquí donde encontramos a Dios, procurando traer alegría a la creación amada, ya
desde aquí y ahora.
Moltmann insistía demasiado en el sufrimiento divino.273 Por eso Schillebeeckx se opone a él.274 “El sufri-
miento no entra en el ser de Dios. ¿Esto serviría para exaltar el mal y concederle un valor y un lugar predominantes
que no merece. Además, ¿cómo puede ser buena noticia para nosotros el hecho de que también Dios sufra? ¿Cómo
puede Dios salvar si también él necesita ser rescatado, si todos estamos en la misma barca? El sufrimiento ‘conta-
mina’ el ser de Dios con la misma maldad de la que necesitamos ser liberados. Más bien, lo que sucede en la cruz
y, por consiguiente, en todos los demás momentos de sufrimiento es que Dios, que es el enemigo absoluto del mal,
se solidariza compasivamente con la persona que sufre para salvarla y no le queda otra solución más que enviar a
su Hijo a solidarizarse con ella. Dios, que es pura positividad, conserva la plenitud del Ser, del Amor, al mismo
tiempo que forma una comunidad de intereses con Jesús. Dios está con él en medio de su sufrimiento, cercano pero
silencioso, y se inclina sobre él para darle la vida. El mal de este mundo, con todo su poder, es más débil que Dios,
el Compasivo, que se solidariza con la persona que sufre, a la que, finalmente, salva.275”
Podemos concluir aludiendo a un tema siempre fundamental para la piedad cristiana: la espiritualidad del do-
lor. Desde la explicación de Anselmo el sufrimiento tenía un sentido en sí mismo. La comprensión actual del modo
como Jesús nos redimió en la cruz exige una revisión de la espiritualidad del sufrimiento tal como se ha venido en-
señando en muchas áreas de la piedad.
Desde la perspectiva que hemos mantenido, el sufrimiento para un cristiano no tiene valor redentor de por sí.
El hecho de que, en ocasiones, pueda servir para determinadas finalidades ascéticas276 (como en el caso de Demós-
tenes cuando se ponía piedras en la boca para vencer la tartamudez) es una simple ley humana que, sin duda, podrá
ser asumida también por el cristiano, como hace san Pablo con la imagen de los que corren en el estadio (1 Cor
9,24-27).
Pero, de suyo, el dolor debe ser mirado como algo que el hombre está llamado a hacer desaparecer, precisa-
mente porque es huella del pecado.277 El sufrimiento no tiene en sí mismo un valor redentor: más bien lo primero
que hay que hacer es intentar abolirlo, precisamente porque es una huella del pecado. Desgraciadamente, la ascéti-
ca cristiana ha enseñado a veces casi lo contrario, haciendo de la santidad una especie de mística del palo, casi de-
mente. No obstante, existen dos momentos en los que el dolor adquiere para el creyente un valor salvador, preci-
samente porque puede ser calificado como “dolor de Cristo.”
En primer lugar, cuando se trata de un destino adverso que se impone inevitablemente, y quizás absurdamente,
y cuando tras luchar por hacerlo desaparecer, no se lo puede evitar, o sólo se le podría evitar a costa de apartarse de

271
E. Johnson, La Cristología hoy, p. 138.
272
J. B. METZ, A Passion for God: The Mystical-Political Dimension of Christianity (traducción de Matthew Ashley),
Paulist Press, Nueva York 1998; L. BOFF, Pasión de Cristo, pasión del mundo. Hechos, interpretaciones y significa-
do, ayer y hoy, Sal Terrae, Santander 1987; J. SOBRINO, Cristología desde América Latina, CRT, México 1977.
273
J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975.
274
E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La Historia de un viviente, Trotta, Madrid 2002, pp. 611-612.
275
E. JOHNSON, La cristología hoy.
276
Sobre los posibles frutos de la ascética, ver mi artículo “Ascesis para crecer. Los desafíos cristianos de la Cuaresma”,
Sal Terrae febrero de 1989, pp. 91-104.
277
GS 34-35.

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la justicia, o de la propia misión, como fue el caso de Jesús. El ejemplo más típico de este primer dolor transforma-
ble en la fe es el simple e inevitable hecho de morir; y de ahí la importancia que tiene en la ascética cristiana la
aceptación de la muerte.
Y en segundo lugar, cuando se trata de un dolor que, aun pudiendo ser evitable, es asumido libremente por so-
lidaridad con aquellos que lo padecen (normalmente, también para asumir su lucha contra él). Se trata de un dolor
que habrá que asumir con cautela, porque los hombres no pueden forzar en exceso la propia máquina humana. Pero
tal cautela ya se nos impone por sí sola generalmente. Y, por otro lado, la tradición de los seguidores de Jesús está
llena de ejemplos bien interpelantes en este sentido. Y hoy tampoco faltan en amplios sectores de discípulos que
son a veces, y simultáneamente, los más generosos y los más atacados.
Con otras palabras: tiene sentido cristiano aquel dolor que implica docilidad, confianza y solidaridad, y por
tanto es el precio de hacerse-hijo y del hacerse-hermano del hombre. No tiene sentido redentor aquel dolor que
equivale a autoperfeccionamiento ascético, construcción de sí mismo por acumulación de dificultades vencidas,
aunque pueda tener a veces un sentido humano como autodisciplina necesaria y cristianamente integrable en las
otras dos.

12.8. La vida nueva


Ya la encarnación del Verbo fue el comienzo de una nueva humanidad. Lo mismo que Adán fue cabeza de una
humanidad pecadora, Jesús inicia una nueva manera de ser hombre en la que el pecado ha sido vencido y ya es po-
sible vivir en el amor. Lo que nos redime es esta vida de Jesús, una vida nueva y distinta de la de la humanidad pe-
cadora. No nos redime simplemente dándonos el ejemplo de un modo de vivir para que luego nosotros lo imite-
mos. No se trata de vivir una vida como la de Jesús, sino de vivir en nosotros la vida de Jesús, siendo injertados en
él (Rm 11,17-24), dejando que fluya por nuestras venas su vida que produce en nosotros nuevos frutos de bondad y
amor. Pablo dirá: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).
Pedro pretendía por sí mismo vivir esa entrega. “¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo pondré mi vida por ti.”
Jesús le mira con tristeza y le hace ver cómo la humanidad pecadora está en tal situación de impotencia que no
puede salvarse a sí misma. Pedro experimentará dolorosamente esa impotencia en su triple negación.
Solo Jesús es capaz de vivir entregando su vida. “Yo tengo poder para dar mi vida y recobrarla de nuevo” (Jn
10,18). Pedro creía que él también tenía ese poder y comprobó dolorosamente que no lo tenía. Después de la resu-
rrección Jesús le pregunta a Pedro si le ama, y le invita: “Ahora ya puedes seguirme en la entrega de tu vida.” Aho-
ra ya está abierto el camino que antes estaba cerrado. Yo os he capacitado para vivir así.
Algo irreversible ha sucedido con la Pascua de Jesús. Su humanidad resucitada es ya un ámbito escatológico
salvífico. Desde este ámbito Jesús es ahora un factor decisivo que influye positivamente en el desarrollo de la his-
toria.
Lo suelo explicar con una metáfora. Imaginemos un hombre sumergido en una ciénaga, que consigue sacar la
cabeza fuera. El resto del cuerpo todavía chapotea en el barro, pero la cabeza está ya fuera, y puede respirar un aire
puro y transmitir el oxígeno a los miembros todavía sumergidos. En ese sentido la resurrección de Jesús es un he-
cho escatológico. No pertenece a la historia, pero ejerce su influjo en la historia. Algo de nosotros, nuestra cabeza,
ha resucitado y vive ya las condiciones de la vida definitiva, y desde esa nueva dimensión es capaz de influir salví-
ficamente en la historia de quienes aún estamos sumergidos. En cambio, la concepción anselmiana, al valorar solo
la muerte expiatoria de Jesús, no daba valor soteriológico a la resurrección.
Es a través del don del Espíritu como se quitan los pecados. El domingo de Pascua Jesús sopla sobre los suyos
y les dice: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados.” El desborda-
miento del amor sólo tiene lugar cuando el corazón de Jesús, abierto en la cruz, revela la hondura de su amor, y al
mismo tiempo efunde su Espíritu.
El testigo que está al pie de la cruz lo ha visto (19,35); ha visto su gloria que consiste en la plenitud de su
amor fiel (1,14), y al mismo tiempo ha recibido de esa plenitud la capacidad de responder con amor (1,16). En el
Espíritu que ha recibido tras la Pascua puede también Pedro amar a Jesús hasta el final, revelar en su martirio la
gloria de Dios y seguirle en la donación de su vida como pastor de las ovejas (21,19).

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