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El destino en Homero

(Fragmento)

Debemos al Canto XXII de la Ilíada una de las representaciones más vívidas y


complejas sobre el destino humano. Héctor, amedrentado por la terrible cólera
de Aquiles, huye despavorido de las garras del hijo de Peleo intentando evitar
la muerte que pesa sobre él. Zeus, que lo ve todo desde el Olimpo, siente de
pronto la compasión hacia la suerte del príncipe troyano y solicita la
deliberación oportuna de los dioses: “Mas, venga, dioses, reflexionad y decidid
/ si lo vamos a salvar de la muerte o si ya lo vamos / a doblegar ante el Pelida
Aquiles, a pesar de su valor”. Al llamado de Zeus, responde tajantemente la
diosa Atenea, recordándole al Padre del Olimpo la ley que rige a todas las cosas
del universo: “¡Padre del blanco rayo y de la negra nube! ¡Qué has dicho! ¿A
un mortal y desde hace tiempo abocado a su sino pretendes sustraer de la
entristecedora muerte? Hazlo, mas no te lo aprobamos todos los demás dioses”.
En la respuesta de Atenea encontramos el primer elemento de la concepción
homérica del destino: el destino es un hecho inevitable e irreversible que hasta
el propio Zeus tiene prohibido modificar. Sobre Héctor pesa la sentencia de
muerte y los dioses, fiscales de un orden superior que somete a divinidades y a
humanos por igual, velan por el cumplimiento de esa legalidad cósmica aun a
costa de sus propios deseos. Y es que esta legalidad, como las leyes inmutables
de la naturaleza, ha de mantenerse siempre por orden de una Necesidad
inmanente. En la Ilíada hallamos la comprensión de esta fuerza en las palabras
que el mismo Héctor le dirige a Andrómaca en el Canto IV: “No sufras por mí,
infeliz, pues no he de morir antes de la hora en que deba cumplirse mi destino,
ya que nadie, valeroso o cobarde, puede evitar su suerte desde que nace”. Se
trata de un orden inalterable con el cual han de poder convivir los héroes y que,
en Homero, casi siempre hace referencia a un hecho que en su momento se verá
consumado: Poseidón sabe que puede retardar el destino de Ulises en su regreso
a Ítaca, mas no modificarlo; Zeus sopesa la batalla entre aqueos y troyanos, pero
el resultado que arroja la “balanza áurea” es totalmente ajeno a su voluntad.
Esto es lo que sucede con Héctor, marcado ya por la espada de la muerte por
más que el héroe troyano intente evitarla.
Sin embargo, la concepción homérica del destino dista de ser tan simple;
si el destino fuera un decreto de cumplimiento automático no sería necesaria la
deliberación de los dioses ni la renuencia del propio héroe a morir. Para que tal
destino adquiera plena forma en la realidad se necesitan otros dos elementos
fundamentales: la aceptación manifiesta por parte del héroe y la intervención
efectiva de los dioses. Esto lo vemos constantemente en la Ilíada, por ejemplo,
cuando Aquiles acepta el destino de una vida breve y gloriosa en lugar de una
vida larga y oscura; o cuando los dioses toman partido por uno u otro bando en
la guerra que se vierte sobre Troya para dar impulso al cumplimiento del destino
de la ciudad de Príamo. La aceptación del héroe es una condición necesaria del
cumplimiento del destino y, en caso contrario, los dioses deberán activar toda
la maquinaria de la legalidad inmanente para que tal designio divino termine
por hacerse patente. Esto es lo que sucede en el Canto XXII que analizamos, ya
que en él se muestra cómo Héctor aún no ha aceptado la muerte. Es decir, que
en el huir del príncipe troyano hallamos una renuencia voluntaria hacia lo que
prescribe el destino. La cuestión se complica aún más si tomamos en cuenta que
uno de los dioses interviene a favor de Héctor: “¿Cómo habría escapado Héctor
de las parcas de la muerte si no hubiera sido por Apolo, que por última y postrera
vez le salió al paso cerca y le infundió furor y raudas rodillas?”. La renuencia
voluntaria de Héctor y la intervención divina de Apolo coinciden aquí para
retardar todavía un poco más un suceso que está prescrito como inevitable.
Aquí podemos ver que, si bien el destino es algo inevitable, puede ser
postergado un en su cumplimiento por la voluntad humana o por intervención
divina. Sin embargo este retraso no debe permanecer indefinidamente, ya que
la legalidad cósmica tiene su propio tempo y ese tempo ordena su eficaz
operatividad. Por ello existe ese juego de los opuestos en la Ilíada que se
observa directamente en el Canto que analizamos. Es decir, así como la
renuencia del propio héroe y la intervención favorable de un dios contribuyen a
retardar la muerte de Héctor, así también existen dos fuerzas contrarias que
avalan la actualización de la misma. La intervención favorable de un dios tiene
su contrapeso en otra fuerza divina que vela por el respeto de la legalidad. En
el caso de Héctor, esto sucede cuando Apolo se entera de la ponderación que
hace Zeus con su balanza: “el padre de los dioses desplegó su áurea balanza,
puso en ella dos parcas de la muerte, de intensos dolores, la de Aquiles y la de
Héctor, domador de caballos; la cogió por el centro y la suspendió; el día fatal
de Héctor inclinó su peso y descendió al Hades; y Apolo lo abandonó”. Con
esto, Héctor ha perdido el favor de Apolo, aunque todavía le queda su propia
voluntad para retrasar un poco más la muerte que le espera. Es por esta razón
que la diosa Atenea ve la necesidad un subterfugio divino y transformarse en
Deífobo para convencer a Héctor de enfrentar a Aquiles. Se trata del último
paso en un complejo proceso de fuerzas que luchan entre sí para que el destino
se cumpla irremediablemente. Finalmente, cuando Héctor descubre que Atenea
lo ha engañado, sobreviene entonces la trágica aceptación manifiesta de la
legalidad divina que los dioses forzaron: “¡Ay! Sin duda los dioses ya me llaman
a la muerte. Estaba seguro de que el héroe Deífobo se hallaba a mi lado; pero él
está en la muralla, y Atenea me ha engañado. Ahora sí que tengo próxima la
muerte; ni está ya lejos ni es ineludible. Eso es lo que hace tiempo fue del agrado
de Zeus y del flechador hijo de Zeus, que hasta ahora me han protegido
benévolos; mas ahora el destino me ha llegado. ¡Que al menos no perezca sin
esfuerzo y sin gloria, sino tras una proeza cuya fama llegue a los hombres
futuros”. Y así es como el decreto del destino adquiere plena forma en la
realidad del mundo. En Homero, el destino es algo que no puede ser alterado
como postulado de una legalidad cósmica general, pero su efectividad
dependerá siempre de fuerzas humanas y divinas que lo posibiliten como un
hecho consumado. Todas estas fuerzas contrapuntean entre sí en un concierto
de rivalidades y alianzas de dioses y humanos con la finalidad de hacer avanzar
la trama divina. Es el destino de Troya caer en manos de los griegos, pero esto
no se puede ejecutar de manera automática y directa por la simple orden de
Ananke o el deseo de Zeus, sino que hacia ese orden han de confluir una
multiplicidad de voluntades, fuerzas y deseos con el fin de hacerlo efectivo. Tal
es la razón por la que la caída de Troya dure alrededor de diez años o que Odiseo
tarde el mismo tiempo en regresar a Ítaca.

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