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MUJER, HE AHÍ TU HIJO.

Hace ya algún tiempo se hizo viral el video en donde una mujer junto
con su hijo subían las escaleras eléctricas de un centro comercial,
cuando de repente el piso comienza colapsar y la mujer cae, siendo
aplastada y molida por las escaleras que seguían su curso, y en un
esfuerzo sobre humano, esta mujer alcanzó a empujar a su pequeño a un
lugar seguro.

Ahí moría una mujer que buscó salvar a su hijo antes que a su propia
vida. Para ser honestos, cualquier mujer que realmente ama a su hijo
no dudaría en hacer lo mismo. Mujer, tú preferirías morir antes que
ver sufrir a tus hijos. Sin titubear harías todo lo posible porque
ellos no sufrieran.

Pues bien, al recordar la escena de la tercera frase de Cristo,


hallamos a cuatro mujeres. Entre ellas, se halla la madre del
Salvador: María. Y desde ahí, ella contempla a su primogénito
sufriendo una de las muertes más terribles y vergonzosas que han
existido.

No hay duda de que al verlo de esta manera, se cumplía la profecía que


Simeón le dió:

«En cuanto a ti, una espada te atravesará el alma» (Lucas 2:35 NVI).

Y en verdad, su corazón sangraba de dolor, pero Cristo, en medio de


todo el tormento, no dejó desamparada a su madre.

Veamos, por lo tanto, la tercera frase que salió de Jesús en aquella


hora:

“Cuando Jesús vio a su madre, y a su lado al discípulo a quien él


amaba, dijo a su madre: —Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al
discípulo: —Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento ese discípulo
la recibió en su casa.” Juan 19:26-27 NVI.

En base a este texto, en estos breves minutos hablaremos de tres


puntos:

1. Un dolor real.
2. Un amor cuidadoso.
3. Un amor salvador.
Empecemos por nuestro primer punto: un dolor real.

Como ya dijimos, junto a Cristo se hallan cuatro mujeres y un varón,


el discípulo amado, es decir, Juan.

De todas aquellas multitudes que seguían a Jesús, sólo al pie del


Gólgota se halla un pequeño puñado. Ni siquiera sus discípulos habían
permanecido con él.

Ahí estaba María, mirando como su hijo colgaba ensangrentado de un


madero. Y todas aquellas mujeres, junto con Juan compartían tan
terrible dolor. No, no era un dolor fingido, era un dolor real.

Era el dolor que nacía de un corazón quebrantado por el Salvador. Y


Cristo no lo pasa de largo.

Sí, Cristo no es indiferente a nuestro dolor; ¿La prueba? Él estuvo


dispuesto a sufrir el dolor que nadie jamás ha sufrido por amor a
nosotros.

Para serles sincero, a pesar de saber esto, muchas veces he llegado a


pensar que Cristo muchas veces pasa de largo mi dolor, que él no me
entiende.

Pero, amigos míos, Cristo conoce nuestros dolores, nuestros pesares.


Él sabe muy bien los momentos en que sentimos como si una espada
traspasara los senderos mismos de nuestras almas.

Y ahí está Cristo con nosotros, aún cuando atravesamos el dolor más
atroz.

Él no es como nosotros, que como los apóstoles, muchas veces le hemos


abandonado, ¡Pero gloria sea al Señor porque Él jamás habrá de
abandonarnos!

Entendido esto, vayamos a nuestro segundo punto: Un amor cuidadoso.

María muy probablemente se ha quedado viuda, y sus demás hijos han


hecho su vida; Y ahora le está siendo arrebatado de sus brazos aquel
hijo que tuvo milagrosamente.

Y de acuerdo a la cultura de aquel tiempo, el primogénito era quien se


encargaba de toda la casa de su padre una vez que éste había muerto.
Y Cristo lo sabía perfectamente, por eso leemos: «Cuando Jesús vio a
su madre, y a su lado al discípulo a quien él amaba, dijo a su madre:
—Mujer, ahí tienes a tu hijo».

A pesar de que estaba llevando a cabo la obra más grande del Universo,
Él no se olvida de su madre, su amor, era un amor cuidadoso.

Cómo ha dicho el Dr. Samuel Pérez Millos:

«En medio de sus tremendos dolores, de su agotamiento físico, de la proximidad de la


hora para entregar la vida y gustar la muerte, el Señor se ocupa de su madre».

Cristo sufría por los pecados de todo el mundo, pero eso no fue impedimento para
velar por el bien de su madre, quién siempre lo apoyó en su ministerio. Quizá, fue la
única persona en su hogar, que siempre creyó en Él.

Hermano, considera esto: el mismo cuidado que Cristo mostró hacía su madre es el
que nos muestra hoy. Sin importar cuan insignificantes parezcamos, Él vela por
nosotros, aún más vive para interceder en favor de su pueblo día y noche.

En sus manos estamos. Sin importar aún que los más allegados a nosotros nos
abandonen, Él siempre nos proveerá las personas adecuadas para consolarnos, y aún
si no hubiera tales, Él mismo nos protege y consuela.

Romanos 8:32 declara:

«El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo
no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?»

Por último hablemos de nuestro tercer apartado: un amor salvador.

Cristo no solo nos muestra el cuidado que tiene de su madre, sino


también la necesidad de salvación que María y todos nosotros tenemos
de Él.

Como observa A. T. Platt:

«No hay absolutamente nada que indique que ella [María] colaboró con él
en lo que hizo en el Calvario. Mas bien, estaba entre los necesitados.
Requería del consuelo de Juan y espiritualmente, de la salvación que
Cristo estaba efectuando».

Muchos han tomado este pasaje y lo han mal interpretado a tal grado de
enfocarse en los méritos de María. Pero como todo buen lector puede
observar, en nuestro texto no hallamos el foco puesto sobre María y su
obra co-redentora, sino en Cristo.
Aunque honramos justamente a María, tenemos que decir unas cuantas
cosas respecto a lo que muchos sin fundamento bíblico han afirmado por
siglos:

No, María no sufrió por nosotros; María no intercedió por nosotros;


María no sufrió por nosotros; María no se ofreció a Dios por nosotros.

Mas bien, Cristo lo hizo por todos, pues no existe un sólo ser humano
que no tenga la necesidad de ser salvo, eso incluye a María misma.

Como Martín Lutero, el gran reformador del siglo XVI ha escrito:

«A María la respetamos con todo el honor que se merece, pero no la


ponemos al mismo nivel que su Hijo. No es ella quien ha muerto y orado
por nosotros. Hónrenla como quieran, pero no deben honrarla del mismo
modo en que honran a Cristo… fundar nuestra fe en ella le quita a
Cristo su sufrimiento, honor y oficio».

¡Cristo, amigo mío, es el único que salva! Él fue quién dijo:

«Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre si no es


por mi».

Veamos que el texto no habla de co-redentores con Cristo, es decir, no


vemos en este pasaje como en ningún otro que se mencione a María, a un
apóstol o a cualquier otro personaje como elevados al mismo nivel de
Cristo en cuanto a salvar.

Es un atributo que no comparte con nadie, pues fue Él el único que


vivió y cumplió perfectamente la ley de Dios, quién murió sin
merecerlo y sólo en Él la justa ira del Padre fue derramada.

No hay ser alguno, excepto Cristo, quien pudiera salvarnos.

Amigo mío, sólo en CRISTO y solamente en Él nuestras almas sumergidas


en la oscuridad del pecado, pueden ver la gloriosa luz de la
salvación.

Sí, pudieras estar tan afligido como María y Juan, pero Cristo es
capaz de proveer a tu corazón lo que más necesitas: a Él mismo.

Corre al Calvario, ve al pie de la Cruz, y ahí contempla su rostro


ensangrentado; mira su cuerpo lleno de golpes; ve sus manos
atravesadas, y di a tu alma: eso tú lo merecías, pero Alguien más lo
pagó por ti. Amigo, no veas a otro lado, mira el Gólgota y ve al
Salvador del mundo.

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