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Los malones

Los primeros malones


Hacia 1740 las incursiones armadas de los indios comienzan a cobrar importancia.
Diez años después, la alarma y el temor de la población lleva a las autoridades
españolas a preservar con fortines la frontera y a crear un cuerpo militar -el de
Blandengues- para vigilarla y defenderla. En 1777, ya creado el Virreinato del Río de
la Plata, Cevallos, su primer virrey, aconseja a la Corte de España emprender un
ataque combinado desde varias zonas, incluida Chile, contra los asentamientos
indígenas. Para disminuir el peligro y para tranquilizar a los habitantes se
construyen también defensas más poderosas que los fortines, los fuertes. Entre
ellos podemos nombrar el fuerte de Nuestra Señora del Pilar de los Ranchos, el de
San Miguel del Monte y el de San Juan Bautista de Chascomús.
Pero otros sucesos preocupaban por entonces a las autoridades españolas. Primero
fueron las invasiones inglesas en Buenos Aires, luego la invasión de las tropas
napoleónicas en la metrópoli y, al mismo tiempo, el aumento de las intenciones
criollas de separarse de España. Estos deseos se hicieron realidad el 25 de mayo
de 1810, con el establecimiento de un gobierno criollo, la Primera Junta, en cuyas
manos quedó entonces la resolución del problema indígena.

Los años independientes


A los pocos días de los acontecimientos de mayo, la Primera Junta de gobierno se
preocupa por el peligro de los ataques indios; en junio de 1810 manda revisar el
estado de los fuertes de la frontera y ver qué mejoras pueden hacerse. Aunque
algunas tribus reconocen el gobierno patrio en 1811 y firman tratados de paz, muchas
otras continúan asaltando las estancias de la campaña. No olvidemos que por estos
años cruzan los Andes gran número de araucanos y de ranqueles -parientes de los
primeros- que se instalan al norte del río Colorado y al este del Salado. Al año
siguiente se envían allí nuevas tropas, llamadas "Compañía de Blandengues de la
Frontera", para vigilar el sur del río Salado.
Como el gobierno de Buenos Aires tenía casi todos sus soldados luchando con otras
provincias, en 1819 los estancieros crearon milicias rurales para proteger sus propios
bienes de los malones indígenas y también para controlar la conducta y la ocupación
de la mano de obra criolla. La más conocida de todas estas milicias privadas fue la
perteneciente a Rosas, conocida con el nombre de "los Colorados del Monte".
Mientras tanto, las tribus de "tierra adentro" van cobrando día a día mayor empuje.
Ante este nuevo peligro, en 1823, Martín Rodríguez -gobernador de Buenos Aires-,
envía 2.500 hombres para construir una línea de avanzada que llega hasta Tandil,
donde levanta el fortín Independencia. A los esfuerzos de Martín Rodríguez siguen
los del presidente Bernardino Rivadavia. En 1826 se alza en medio de la desolada
pampa una nueva frontera con tres fuertes como base: Curalafquen, Cruz de Guerra
y Potrero; entre 1827 y 1828, el general Federico Rauch completa esta acometida
haciendo avanzar la frontera desde Junín, por 25 de Mayo y Tapalqué, hasta la zona
de Sierra de la Ventana, tradicional asiento de las tolderías de los indios pampas o
pehuenches.
Una nueva política con respecto a los indios inicia en 1833 el general Juan Manuel de
Rosas. Por una parte, ataca con fuerza a los indios rebeldes, y por otra, cuando
somete a las tribus, pacta amistad con ellas. Así había hecho en 1827 cuando llegó a
un acuerdo de paz con más de 3.000 indios. Rosas era, además de general, un
poderoso estanciero de Buenos Aires, gran conocedor de la pampa y del modo de
lucha de los indios. Todo esto lo ayudó para tener éxito en su "campaña al desierto",
con la cual consiguió llegar hasta el río Colorado, un avance excepcional sobre las
tierras en poder del indio.
También fueron muy importantes los tratados de amistad que logró Rosas con las
tribus sometidas y, sobre todo, con las dominadas por Calfucurá quien fue un gran
caudillo araucano, destacado no solo por su ascendiente sobre las distintas tribus
rebeldes sino también por su capacidad organizativa. Llegó desde Chile en 1834 y se
instaló en la zona de Salinas Grandes. De inmediato, Calfucurá llegó a un acuerdo
con las tribus instaladas al oeste de la provincia de Buenos Aires, al sur de Córdoba y
al sur de San Luis, y creó con todas ellas una Confederación india. Al reunirlas, dio
mayor empuje a la lucha contra el enemigo común, el "winca" (cristiano), como lo
llamaban. y como también puso al servicio de todas las tribus su habilidad
diplomática -en manos de Calfucurá había quedado una especie de comando general
de la Confederación - aumentó aún más el poder indio.
Resulta entonces clara la importancia de los pactos de paz conseguidos por Rosas.
Tratados que, además, convenían a ambas partes. En efecto, los indios conservaron
sus tierras, que no interesaban por entonces ni a Rosas ni a los estancieros, y daban
en cambio tranquilidad a la campaña y la sal -de las Salinas Grandes- necesaria para
los saladeros. Con estos pactos de amistad la población disfrutó de paz hasta 1852,
cuando Urquiza vence a Rosas en Caseros.

Los años de la Organización Nacional


Con la caída de Rosas, las tribus que con él habían pactado dieron por terminados
esos acuerdos e iniciaron un nuevo período de invasiones. Los nuevos malones se
vieron favorecidos por las diferencias entre el gobierno de la Confederación y el
Estado de Buenos Aires.
En 1855 se produjo un gran levantamiento indígena que trajo como consecuencia la
pérdida de 64.000 km2 de territorio y de 2.500 hombres, a pesar de los esfuerzos de
los generales Bartolomé Mitre, Nicolás Otamendi y Manuel Hornos. Fueron éstos los
comienzos de una nueva etapa en la historia de la relación entre blancos e indios, en
la cual, lo más visible será la frecuencia de los malones.
En 1859, Calfucurá, al frente de sus huestes, invade la ciudad de Bahía Blanca, el
pueblo de 25 de Mayo y saquea además los establecimientos rurales de Azul y
Tandil. Cuatro años más tarde emprende un nuevo ataque contra las ya
desmoralizadas poblaciones de Tres Arroyos, 25 de Mayo y otras. Al año siguiente
(1864) las tribus ranqueles y las del aguerrido Calfucurá malonean en regiones de
Córdoba. A los dos años invaden nuevamente esta última provincia hasta llegar a Río
Cuarto, donde atemorizan enormemente a los pobladores no solo por el número de
víctimas sino también por la cantidad de cautivas que apresan. El temible Calfucurá,
al frente de 2.000 indios, asalta el sur cordobés -luego de concluir una terrible
invasión sobre la ciudad de San Rafael-, apoderándose de gran número de cabezas
de ganado (1868). Los malones avanzaron hasta San Luis, aunque su éxito
disminuyó debido a la acción del jefe de frontera del sur de Mendoza, quien recuperó
lo robado.
Mientras ocurrían estas incursiones en otras provincias, la de Buenos Aires tuvo
cierta calma; en los años 1871 y 1872, en cambio, los malones parecieron
concentrarse en la región bonaerense. Aunque las pérdidas en hombres y ganado
que sufrió la población blanca fue importante, las tolderías indias soportaron también
una gran pérdida. En efecto, en 1872, Calfucurá encabezó un levantamiento con
malones en los partidos de General Alvear, 25 de Mayo y Nueve de Julio; pero el
general Rivas consiguió sofocar la invasión y con la derrota puso fin al dominio del
cacique indio. A pesar de que su sucesor, Namuncurá, fue también un bravo
conductor de malones, no alcanzó el prestigio de Calfucurá entre las tribus y éstas
perdieron parte de su cohesión.
Los últimos malones de importancia se produjeron en 1876 y estuvieron dirigidos
contra Olavarría, Azul y otros pueblos del sur. Más de 5.000 guerreros de las tribus
de Catriel, Namuncurá, Pincén y Baigorrita participaron en el encuentro, pero fueron
vencidos. Luego de esta nueva derrota, los indios comenzaron a replegarse hacia el
sur, hasta que las campañas ofensivas del ejército en 1880 provocaron su casi total
desaparición.
Los malones
Para comprender mejor la lucha entre el indio y el blanco en nuestro país tenemos
que conocer más de cerca cómo la llevaban a cabo unos y otros.
Desde "tierra adentro", desde las tolderías, numerosos grupos armados partían a
galope tendido hacia las poblaciones vecinas a la frontera: eran los malones, el modo
de ataque característico de las fuerzas indígenas.
Estas ofensivas se hacían a veces contra actitudes que los indígenas consideraban
injustas para sus tribus; pero, en general, su objetivo era el ganado. También robaban
mujeres blancas, que llevaban como cautivas a las tolderías. No debemos confundir
el malón -es decir, las grandes invasiones- con las permanentes correrías que
también realizaban los indios para conseguir medios de sustento.
En los primeros tiempos, las tribus atacaban por separado; pero luego de la
organización de la Confederación india se unieron para malonear, cobrando así
mayor fuerza.
Para formar sus malones, alistaban a todos los varones de las tribus que tuvieran
edad para luchar; luego elegían entre ellos al más capaz y le entregaban el mando; el
elegido, llamado cacique, tomaba decisiones por sí mismo aunque, si lo creía
necesario, podía convocar asambleas.
El éxito de las incursiones dependía, en buena medida, de los rastreadores y de los
bomberos. Los primeros, grandes conocedores del terreno, poseían vista y oído
finísimos que les permitían informar del paso del enemigo, su proximidad, número de
hombres, etcétera. El bombero o espía era quien, valiéndose de artimañas,
atravesaba la línea de frontera para averiguar las condiciones e intenciones del
enemigo.
También habían conseguido algo muy difícil de lograr en la inmensidad de la pampa:
comunicarse con rapidez entre una y otra toldería. Lo hacían por medio de columnas
de humo, de golpes secos de tambor y de chasquis, como llamaban a indios bien
adiestrados para recorrer largas distancias. En la habilidad, el conocimiento del
terreno y la superioridad de la cabalgadura, más que en las armas, se asentaba el
éxito del malón.
En verdad pocos elementos formaban el equipo de guerra indio: una montura de
poco peso para no cargar el caballo y un poncho de lana en invierno. Tampoco tenían
un armamento poderoso; como carecían de armas de fuego se apoyaban en las
largas lanzas de tacuara o colihue para combatir. Esas lanzas remataban
generalmente en una aguda punta de bayoneta -robada al blanco- o en una cuchilla o
tijera y estaban adornadas con crines o plumas rojas.
Al empuje para manejar la lanza unía el indio la habilidad con las boleadoras, que en
sus manos se convertían en utilísimas armas. Las boleadoras del indio, como las del
gaucho -que las tomó de aquél-, eran dos piedras forradas de cuero y unidas a un
tiento o cuerda. Completaban sus armas un lazo de cuero crudo de unos 25 metros
de largo y un afilado cuchillo.
Pero, en realidad, la fuerza del malón residía en los caballos. Desde muy pequeños,
los indios aprendían a montar consiguiendo al cabo de pocos años una extraordinaria
habilidad como jinetes. Por otra parte, nada preparaban con mayor esmero que a sus
caballos.
Como carecían de un buen armamento, los malones basaban su éxito en el ataque
por sorpresa. Amparados en la oscuridad de la noche, solían presentar batalla en
forma de herradura o media luna de modo que, cuando el centro entraba en acción,
las alas ya habían encerrado al enemigo por derecha e izquierda. Esta ofensiva tan
inesperada como audaz casi impedía al blanco hacerles frente. Así resultaba
relativamente sencillo a los guerreros indios dispersar la caballada de los soldados
para dejarlos sin movilidad, alzarse luego con los víveres, el ganado y las mujeres del
blanco, y escapar enseguida a todo galope.
En verdad, la estrategia indígena consistía más en huir que en ofrecer combate, a fin
de perder la menor cantidad de hombres.
Por otra parte, sabían qué difícil sería seguirlos contando con tan fuertes caballos,
frente a los mal entrenados de que disponían los soldados de frontera.
La vida en los fortines
Para saber cómo era un fuerte y cómo un fortín, volvamos a imaginar la línea de
frontera, pero ahora dividida en varios sectores. En cada sector había un fuerte
donde residía el comando de la sección, o la cabeza administrativa y militar. Entre
esos fuertes de cabecera -y a corta distancia de los mismos- se instalaban los
fortines, cuya misión consistía en vigilar y avisar periódicamente al fuerte sobre lo
ocurrido a lo largo, de la zona que tenían destinada.
Los fuertes eran construcciones más sólidas y confortables que el fortín, protegidas
por un foso profundo. Poseían también varios corrales para la hacienda y un
mangrullo de madera, es decir, una especie de torre suficientemente alta, donde se
apostaba el vigía.
Además, los fuertes tenían más armas que el fortín y una dotación de hombres
bastante numerosa, pues desde allí salían las expediciones para atacar a las tribus
o para rescatar lo robado por los malones. También era el lugar donde se pagaba a
la tropa y el centro de abastecimiento de cada sector.
Por el contrario, los fortines eran pequeños y mal construidas habitaciones con
techo de paja, rodeadas por un foso de poca profundidad y un solo corral donde se
encerraba a los animales. Allí vigilaban 5 ó 6 soldados mal armados, que sufrían
constantes penurias por atrasos en los pagos y en la recepción de abastecimiento.
La función más importante que cumplían los fortines era anunciar las posibles
incursiones de los indios. Lo hacían disparando un cañonazo que se repetía de
fortín en fortín hasta llegar al fuerte. Pero con este método tan primitivo, les
resultaba imposible informar al grueso de la tropa el lugar exacto de la invasión.
Los hombres que integraban las fuerzas de la línea de la frontera se dividían en dos
grupos: la tropa de línea -o sea el ejército profesional- y los guardias nacionales.
Para integrar la guardia nacional se reclutaba a la población civil, generalmente
obligándola a incorporarse. Por otra parte, aunque debían ser relevados cada seis
meses, la mayoría cumplía largos períodos en servicio.
Tanto los fuertes como los fortines estaban mal pertrechados y carecían a menudo
de ropa y comida. El armamento que se daba a las distintas divisiones del ejército
de frontera no cubría ni lejanamente las necesidades: para la infantería se
entregaba fusil, bayoneta y puñal; para la caballería, carabinas, lanza, sable y
revólver; para los indios auxiliares, lanza, boleadoras y facón. Además, como las
tropas pasaban largos meses sin recibir refuerzos de municiones, la situación
llegaba a ser sumamente grave.
Con el vestuario no tenían mejor suerte, pues no era más abundante ni lo recibían
en forma regular: todos los cuerpos de la división de Carhué -menos uno- pasaron
el verano de 1877 con la ropa de invierno. El equipo invernal se componía de
blusas, un pantalón, un par de botas -sin medias-, calzoncillos y dos camisas de
lienzo, más un quepís, poncho y manta. Pero este vestuario, que solo podía resistir
unos 6 meses de uso, debía durarles dos o tres años.
Su alimentación completaba este cuadro miserable pues, aunque la ración diaria de
un soldado debía ser de 460 gramos de carne, algo de galleta, arroz y sal, más una
provisión mensual de yerba, tabaco, jabón y papel para fumar, los víveres llegaban
tarde... o nunca.
Por esta razón debieron permitirse las boleadas de avestruces, especialmente en
los fortines. Esos animales les proporcionaban alimento y además otros productos,
que los soldados vendían al pulpero para poder pagar las deudas que contraían
cuando su paga llegaba con atraso.
Otro de los personajes que formaban parte de la población fronteriza: el pulpero.
Mientras los soldados pasaban hambre, muchos de esos proveedores -que a
menudo estaban vinculados a los jefes militares- llegaron a ganar considerables
fortunas.
Para finalizar el cuadro de fuertes y fortines, debemos mencionar a las mujeres que
allí vivían. Muchas eran cautivas indias tomadas en las tolderías. Todas ellas
acompañaron a las tropas y soportaron sus mismos sufrimientos; a veces tuvieron
una destacada acción en las luchas.
La definitiva conquista del Desierto
En el último cuarto del siglo XIX la fisonomía del país cambia: crecen las ciudades,
llegan gran número de inmigrantes y los mercados europeos se interesan cada vez
más por nuestros productos agrícolas y ganaderos. Es entonces cuando aumenta el
interés del gobierno por integrar definitivamente el sur del territorio mediante la
definitiva expulsión del indio. Las tierras que éstos ocupaban podrían utilizarse
entonces para la cría de ganado.
Aunque la línea de fronteras establecida en 1872 permaneció durante algunos años
sin modificaciones, comienza a incrementarse la instalación de pueblos. En las
mismas unidades los soldados iban construyendo sus viviendas y cambiando el
paisaje desolado mediante la forestación. A partir de 1876, cuando el doctor Adolfo
Alsina se hace cargo del Ministerio de Guerra del presidente Avellaneda, pone en
marcha un plan para conquistar, en avanzadas sucesivas, las tierras en poder del
indio. Además, para frenar el paso a los malones -cuya frecuencia angustiaba a toda
la campaña- propone hacer una gran zanja o foso con paredón interior, que
constituiría un primer obstáculo a la penetración india.
Pese a la oposición del general Julio A. Roca -quien confiaba en otro tipo de táctica
para terminar con el indio- se construyó la zanja propuesta por Alsina y se levantaron
nuevos fuertes y fortines.
Con la muerte del doctor Alsina en 1876 triunfa la tesis sostenida por Roca: llevar la
guerra al centro mismo de los campamentos indios. Nombrado ministro de guerra en
reemplazo de Alsina, Roca emprende entonces su conocida Campaña al Desierto
entre 1879 y 1884, llegando hasta el río Colorado. Hacia fin de siglo, las tribus indias
que aún sobrevivían fueron definitivamente sometidas y arrinconadas en la zona
cordillerana de la Patagonia.
Cuando se pone en marcha el plan del general Roca, basado en la ofensiva
sostenida contra las tribus indias, se hicieron innecesarios los fortines. Concluía así la
vida fortinera tan característica de la historia nacional y poco después terminaba
también el poderío de pampas y araucanos, última resistencia india en nuestro país.
El malón
Autora: Diana Hamra
Fuente: www.elhistoriador.com.ar

Si bien existieron indios en diversas partes del país, el malón fue una actividad que
se llevó a cabo en un espacio y tiempo determinados.

El espacio
Puede ser delimitado trazando una circunferencia que tenga como centro el cabo
San Antonio en la provincia de Buenos Aires y como radio unos 500 km., es decir, la
llamada pampa húmeda, cuyos factores ecológicos (tierras fértiles, abundante riego,
pasturas blandas) permitieron el crecimiento de la hacienda cimarrona.
Esta hacienda no fue originaria de América sino traída por los europeos. Primero por
la expedición de Pedro de Mendoza, la que al fracasar la fundación de Buenos Aires
en 1541, deja libre al ganado que retorna a un estado semisalvaje, y luego, serán
introducidos por Juan de Garay, quien vuelve a fundar –esta vez exitosamente-
Buenos Aires en 1580.
Los pampas, araucanos y otras parcialidades aborígenes pudieron dedicarse a
maloquear luego de dominar la técnica de la equitación. No se conoce con exactitud
el momento en que el indio entró en contacto con el caballo, lo cierto es que llegó a
dominarlo como pocos.
Los ejércitos de línea estuvieron alejados de la frontera sur debido a los conflictos
que debieron enfrentar desde 1810 (guerras civiles, conflictos con Brasil, sitio de
Montevideo, guerra del Paraguay, entre otros).

El tiempo
El malón coexistió con el saladero, industria primitiva dedicada a la elaboración del
tasajo, que tuvo su auge durante el siglo XIX. Esta actividad obtuvo un notable
crecimiento y fue dando origen al poderoso grupo de los saladeristas rioplatenses,
quienes ejercieron enorme influencia en la dirección política del naciente país
durante más de medio siglo.
La exportación de carne salada a centros de consumo como Brasil y Cuba
potenciaron esta actividad. Para desarrollarla era necesario, además del ganado,
contar con la sal que se traía desde Salinas Grandes (reducto de Calfucurá) o
desde la costa patagónica en barcos fletados especialmente. Así mientras, antes el
blanco privilegiaba la extracción de cuero y sebo, ahora ponía el acento en el valor
comercial de la carne, productora de divisas. En consecuencia, exigía al gobierno la
defensa de su hacienda mientras el indio continuaba con sus malones y el traslado
de lo producido para ser negociado en Chile.
El desarrollo del malón
El malón es definido por los diccionarios como la ‘irrupción o ataque inesperado de
indios’. Pero en ese ataque no tenía lugar la improvisación, todo estaba
rigurosamente preparado. Para la organización del mismo, las tribus ponían en
marcha los siguientes pasos:

El parlamento: entre los pampas, araucanos y otras parcialidades, se trataba de


una asamblea utilizada en situaciones especiales como por ejemplo visitas
apreciadas o cuando se necesitaba discutir y tomar decisiones en torno a problemas
técnicos, políticos o estratégicos concernientes a la comunidad.
Durante el parlamento, los miembros de la comunidad se sentaban formando una
rueda y cada jefe pasaba al centro para presentar sus argumentos en torno de la
cuestión tratada. Así lo cuenta Martín Fierro cuando junto a Cruz llegan a una
toldería:
“La desgracia nos seguía
llegamos en mal momento:
estaban en parlamento
tratando de una invasión,
y el indio, en tal ocasión
recela hasta de su aliento.
[...]
Dentra al centro un indio viejo
y allí a lengüetiar[1] se larga,
¡quién sabe que les encarga!
Pero toda la riunión
lo escuchó con atención
lo menos tres horas largas.”[2]

El parlamento tenía ciertas normas: todos debían oir con atención las explicaciones
que se daban, los interlocutores no podían interrumpirse; los oradores debían
expresarse en un tono sereno, plantear las razones en forma de interrogantes,
prolongar la vocal de la última sílaba expresando que su alocución finalizaba y cómo
señal al próximo contendiente para que se aprestara a iniciar su disertación. Si bien,
las formas tenían enorme importancia y sólo sobresalía quien demostraba
cualidades oratorias y actorales, también se ponía el acento en las razones y los
argumentos que se exponían. El discurso constituía para estas parcialidades, la
posibilidad de persuadir, convencer, planear, aclarar malos entendidos, lograr
adeptos a un proyecto o descartarlo.
Veamos cuáles eran las razones que exponía uno de los jefes y por las cuales podía
decirse el malón:
¿No son los cristianos quienes no conformes con habernos desalojado de las
mejores tierras, ¡nuestras tierras!, nos empujan hacia zonas que no podemos
habitar porque no hay en ellas agua, ni alimento, lo necesario para vivir?
¿De quién es el aire? ¿De quién las lagunas y los ríos, la sal, la leña, los
guanacos, avestruces, los caballos y las vacas del campo? ¿De algunos de ellos?
¿De la tribu? ¿De alguna de las otras tribus? ¿O son de todos para que la gente
respire, beba y coma? ¡Para vivir!
¿Cómo subsistirían los demás si alguno de nosotros decidiera que todas esas
cosas le son propias?
¿No compartimos, acaso, la preciada sal de las Salinas Grandes con los
blancos, que se la llevan en caravanas de carretas?
Pero ellos, ¿cómo nos pagan? ¿No son los huincas[3] los que sacan al
ganado sólo el cuero para vender en la ciudad, dejando que la carne, nuestro
alimento, se pudra en el campo? ¿No son los huincas los que dicen que el ganado
que pastaba libre en el campo es suyo por haberlo marcado y herrado? ¿No son
sus jefes los que en muchas ocasiones nos prohíben acercarnos a los poblados y
comerciar con el blanco?

Los servicios de inteligencia y los preparativos: Una vez que el malón estaba
decido, comenzaba a funcionar servicio de inteligencia que estaba compuesto por
indios que camuflados en los pajonales cercanos al sitio que iba a ser blanco del
malón, pasaban días y días observando detenidamente todos los movimientos que
allí se realizaban, analizando las vías de acceso al lugar (estado de los caminos,
aguadas, pantanos) y tratando de memorizar la cantidad de ganado, cuál era el total
de hombres y cuántos estaban dedicados a la vigilancia del fortín.
Indios mansos que vivían en las estancias y poblados cercanos al fortín, del que
conocían su funcionamiento a la perfección, actuaban muchas veces como
informantes completando los datos que harían posibilitarían llevar a cabo el malón.
Los pulperos, quienes se veían en el desafío constante de sobrevivir en la frontera,
actuaban habitualmente como espías, pero eran espías ‘muy especiales’ ya que
brindaban información tanto a la indiada como a los ejércitos a cambio de su
tranquilidad y de alguna compensación.
También contaban con la ayuda de ‘cristianos’ que habían llegado a las tolderías
buscando paz y libertad... Sí, así era, no era fácil la vida en el mundo de los
blancos. Muchos huían porque la policía los perseguía por robar ganado, herir o
matar a alguien en una pelea; otros eran perseguidos políticos por haber participado
en el bando perdedor en alguna guerra civil y los más porque a pesar de trabajar la
tierra con rudeza muchas veces eran considerados ‘vagos’ y ‘malentretenidos’ y
había leyes que decían que todo hombre así considerado, debía cumplir servicio
militar en los fortines de la frontera. Así, lo alejaban de sus familias y los
condenaban a pasar todo tipo de privaciones, arriesgando gratuitamente su vida en
la guerra contra el indio, porque era común que no recibieran ningún pago por este
trabajo.
Luego que el servicio de inteligencia realizara el reconocimiento del terreno y
recopilara la información necesaria, los preparativos continuaban en las tolderías.
Allí, se planificaba la estrategia a seguir y cuándo se produciría la acción. Enseguida
afilaban los facones y las puntas de las lanzas, verificaban el estado de las
boleadoras, seleccionaban los caballos. Martín Fierro describe los preparativos:
“Para pegar el malón
el mejor flete procuran;
y como es su arma segura
vienen con la lanza sola,
y varios pares de bolas[4]
atados a la cintura.

De ese modo anda liviano,


no fatiga al mancarrón[5];
es su espuela en el malón,
después de bien afilao,
un cuernito de venado
que se amarra en el garrón”.

Ejecución del malón: Concluidos los preparativos, montaban en sus caballos en


dirección a las cercanías del fortín, siguiendo cuidadosamente su plan. En el
silencio del campo se oía un ruido muy parecido al eco de los truenos, que se hacía
cada vez más y más potente... era el del galope de los caballos sumado a los gritos
de los indios para así se anunciaba la llegada del malón. Los blancos los veían de
este modo:
Bajo la planta sonante
del ágil potro arrogante
el duro suelo temblaba,
y envuelto en polvo cruzaba
como animado tropel,
velozmente cabalgando.
Veíanse lanzas agudas,
cabezas, crines ondeando;
y como formas desnudas
de aspecto extraño y cruel.”[7]

Al llegar se enfrentaban con los pobladores y con los hombres del fortín.
Incendiaban las casas y tomaban todo lo encontraban a su paso, comida, ropa,
cautivos y fundamentalmente el preciado ganado. Se retiraban velozmente y
comenzaba la persecución. Así lo cuenta Martín Fierro:

"Y cunado se iban los indios


con lo que habían manotiao
salíamos muy apuraos
a perseguirlos de atrás.
Si no se llevaban más
es porque no habían hallado”.

[...] Los perseguimos de lejos


sin poder ni galopiar;
¡Y qué habíamos de alcanzar
en unos bichocos[8] viejos?”.[9]

El regreso no era nada fácil, porque había que arrear gran cantidad de animales,
cautivos y mercancías en medio de la persecución de los milicos y los hombres de
los poblados.
En la guerra los indios sacaban ventaja de su conocimiento del terreno y
preparaban emboscadas para los huincas, por ejemplo en las persecuciones los
llevaban hacia pajonales a los que prendían fuego dejándolos cercados. También
para mostrar su superioridad y provocar más temor, arreaban gran cantidad de
caballos que vistos desde lejos simulaban ser más combatientes que venían en su
apoyo.
Cuando llegaban a Guaminí y Carhué, una vez que habían logrado dejar atrás a los
criollos, tomaban el camino que los conduciría a las tolderías. A lo lejos podían ver
una señal de humo que convocaba a todos a dar la bienvenida a los guerreros.
Cuando llegaban comenzaba el reparto de lo producido por el malón:
“Se reparten el botín
con igualad, sin malicia;
no muestra el indio codicia,
ninguna falta comete;
solo en esto se somete
a una regla de justicia.
Y cada cual con lo suyo
a sus toldos enderiesa [...]”.[10]
Luego de descansar se dedicaban a poner en condiciones la hacienda para
emprender el camino hacia Chile, donde venderían el ganado.

Las rastrilladas: Para llegar a Chile debían atravesar una vasta planicie y cruzar la
cordillera de los Andes, utilizando para ello las huellas que se iban formando a partir
del pisoteo del ganado en las idas y venidas hacia ese lugar. Eran surcos paralelos,
profundos y bien asentados por los cuales se podía transitar y que habían de seguir
estrictamente sino querían perderse en el desierto. El camino era largo y había que
conocerlo muy bien, saber donde estaban las aguadas y los pastizales necesarios
para el ganado. Solían hacer algunas paradas en Salinas Grandes, las tierras de
Calfucurá, Levucó, sede de los ranqueles, Cochicó y Covunco.

Venta de la mercancía: El comercio con el sur de Chile era continuo, y la hacienda


no sólo era vendida a las tribus de mapuches y araucanas sino que también era
comprada por importantes ciudadanos chilenos que tenían estancias en esas
regiones, sobretodo en Valdivia.
¿Qué obtenían el indio como producto de la venta?
“[...] volvía bien vestido y provisto de todo lo que pudiera necesitar él y los
suyos para una temporada: mantas, ponchos, alcohol, dagas, machetes, [...]
pañuelos finos de Europa para vinchas, aperos, chapeados de plata, alhajas del
mismo metal para sus mujeres y cañas de coligüe para armar lanzas”.[11]

1 - La expresión indica que comenzó a hablar, a exponer sus ideas ante la comunidad.
3 - Era la forma en que los indios se referían al hombre blanco.
4 - Se refiere a las boleadoras.
5 - Habla del caballo que monta el indio.
8 - Bichoco significa viejo y que no puede moverse con rapidez, en este caso habla de
los caballos en los que perseguían el malón.

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