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En efecto, la fracción del pan que el Señor nos ha legado es don, pero también tarea; es compartir

conjuntamente el sufrimiento humano y la alegría del Señor resucitado, como acertadamente ha


escrito Gustavo Gutiérrez: «La fracción del pan es, al mismo tiempo, el punto de partida y el punto
de llegada de la comunidad cristiana. En ella se expresa la comunión profunda en el dolor humano
-provocado muchas veces por la carencia de pan- y se reconoce, en la alegría, al Resucitado que da
la vida y levanta la esperanza del pueblo convocado por sus gestos y su palabra».

El hambre es, sin duda, el primer enemigo del hombre, su necesidad biológica fundamental, el
signo de su indigencia radical en la existencia. Por eso, el hombre debe mendigar su ser en las
cosas, debe «morder en la realidad» (E. Lévinas) para poder subsistir. Al entrar en comunión con el
universo material por medio de la comida, el ser humano percibe oscuramente que él no se
fundamenta en sí mismo, que vive recibiendo.

El comensal biológico es además comensal social. Comer con otros es esencialmente diferente del
comer a solas. Mientras esta acción parece limitarse a una función biológica, aquélla es una
conducta eminentemente social, en la que confluyen multitud de valores interpersonales.

La comida es -como ya queda dicho- el momento de encuentro especial del hombre con el
cosmos, con el universo material y, al mismo tiempo, de comunión privilegiada con los otros seres
humanos. Ahora bien, esta doble dimensión cósmico-humana ha hecho entrever al hombre un
nuevo horizonte de realidad, una nueva dimensión: el misterio de la realidad divina.

El binomio pan y vino se presta aún a una nueva red de significaciones. Desde el mismo suelo
bíblico, el pan corresponde al alimento cotidiano; el vino, en cambio, está asociado al clima de
alegría, al ambiente de fiesta. Lo cotidiano y lo festivo: he aquí la doble dimensión fundamental
del existir humano; ambas son asumidas por la eucaristía cristiana.

El hábito de la comensalidad es uno de los aspectos mejor documentados del Jesús histórico. Los
textos evangélicos recogen el eco de las murmuraciones y críticas contra su persona: «Este acoge a
los pecadores y come con ellos» (Le 15, 2); «Ahí tenéis a un comilón y un borracho, amigo de
publícanos y pecadores» (Mt 11,19; Le 7,34).

Era un hombre del pueblo,

carpintero de oficio.

No llevaba corona,

ni espada, ni cilicio.

A los hombres piadosos

los sacaba de quicio.

Comía con los malos.

No tenía otro vicio.


Lorenzo Gomis

El reino de Dios no se anuncia como promesa de futuro, sino como realidad ya presente y
actuante, anticipada bajo el signo de la comida compartida. Y se hace presente no en el ámbito
peculiar de lo sagrado, sino en el marco profano de lo cotidiano y lo festivo humanos.

En esas comidas de Jesús se sientan los pecadores, los descreídos, la gente indeseable.

Él, como mensajero de la iniciativa de Dios, incluye en la invitación divina a los que son excluidos
y marginados por los fariseos, en razón de sus preceptos de pureza legal. Rompiendo de esa
forma los rituales de segregación en la mesa, Jesús hace irrumpir un nuevo orden da valores.

Jesús critica proféticamente el código religioso judío, que impone la pureza legal generando
marginados y excluidos; propone una ruptura con estos códigos religioso-sociales, favoreciendo,
en cambio, una integración de todos los excluidos en virtud de una experiencia desconcertante
de Dios.

Al comer con pecadores, Jesús cuestiona las fronteras étnicas y simbólicas de la sociedad judía del
siglo I, a la que lógicamente pone en crisis. Los escribas y fariseos son muy conscientes del carácter
subversivo del compartir la mesa de Jesús con los pecadores; desde la perspectiva del templo y de
la sinagoga, Jesús y sus discípulos contaminan y hacen impuro a Israel. En la mesa, el rito
doméstico y social por antonomasia, réplica por excelencia del orden social establecido, Jesús
promueve provocativamente otros valores y otro orden alternativos de las relaciones humanas.

Si la eucaristía recuerda y hace presente la entrega total de Jesús, esta realidad debe orientar
continuamente la edificación de la comunidad, de tal forma que de ahí se derive el orden
comunitario, el estilo de vida de los cristianos.

En el movimiento ecuménico de nuestros días se ha impuesto nuevamente la expresión cena del


Señor, porque pone de relieve el fundamento cristológico común a todas las tradiciones de la
Iglesia, y subraya la primacía de Cristo sobre su Iglesia. El Señor mismo es quien invita; de esta
invitación gratuita, y no de ninguna doctrina o disciplina eclesial, depende nuestra comunión con
el Señor en la cena eucarística. De ahí el carácter necesariamente abierto de la praxis y de la
teología eucarísticas.

La eucaristía no es una «aplicación de méritos», ni un premio a nuestro buen funcionamiento de


cristianos. La cena del Señor se nos ha mostrado como el don gratuito del Kyrios resucitado que
nos sale al encuentro como a los discípulos de Emaús, nos invita a su mesa, nos perdona, nos
despierta el entendimiento, nos abre los ojos del corazón y nos invita a su comunión. Hoy y aquí,
la cena del Señor nos pone en contacto con el Señor resucitado, nos hace partícipes de su nueva
vida, de la nueva creación.
El recuerdo permanente de la última cena aporta el testimonio de que el Resucitado es el
Crucificado, el que ha entregado la vida por los demás, el que ha concebido y enseñado la
existencia como pro-existencia.

La comunidad cristiana adquiere un carácter inclusivo, como fuerza de integración social, como un
sistema abierto con capacidad de acoger lo diverso; reúne a personas de las más dispares
procedencias étnicas y sociales; con ello, en la comunidad cristiana se prefigura un nuevo tipo de
relaciones sociales.

La entrega martirial de Jesús se anuncia en los relatos eucarísticos como realizada «por muchos» o
«por la vida del mundo». Esto quiere decir que la Iglesia sólo puede celebrar la eucaristía
permaneciendo abierta a todos, es decir, con la conciencia de su vocación misionera.

«El pan que partimos, ¿no nos hace entrar en comunión con el cuerpo de Cristo?

Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo»

(1 Cor 10,16-17).

-Enseñanza de los apóstoles: es un ámbito fundamental de la acción de la Iglesia, e incluye la


evangelización, la catequesis, la homilía y la reflexión teológica.

- Koinonía: hace referencia al testimonio colectivo de comunión fraterna en su doble vertiente:


hacia dentro, compartir la misma fe en Cristo, las mismas actitudes y sentimientos, vivir realmente
en comunidad; hacia fuera, comporta el servicio a los pobres y marginados, la preocupación activa
y eficaz por los hambrientos, la denuncia de los poderes y mecanismos de injusticia, la dimensión
transformadora de la sociedad. Aquí la koinonía se identifica con la diakonía.

- Fracción del pan: la eucaristía, internamente irrigada por \apalabra y la koinonía, como célula
base de todo lo litúrgico-sacramental en la vida de la Iglesia.

Esto supuesto, la acción litúrgica debe proseguir bajo la forma de compartir el pan, que consiste
en promover la justicia, luchar contra el hambre en el mundo, liberar a los oprimidos de todo mal.

A esta luz, la comida cristiana aparece no sólo el lugar de la koinonía, de la comunión fraternal
(con Cristo y entre los hermanos), sino también de la diakonía, del servicio y ayuda a los hermanos
necesitados. La eucaristía cristiana es el lugar por excelencia donde debe proseguir el signo, ahora
eclesial, de la multiplicación de los panes.

En nuestra civilización de la exterioridad -ha escrito L. Evely- nos encontramos tan absorbidos por
nuestras ocupaciones de producción, rendimiento y consumo que olvidamos degustar lo que se
nos ofrece gratis: la vida, la naturaleza, el aire, el sol, las estrellas, el arte, las relaciones fraternas.

En efecto, sólo cuando el hombre reconoce a Dios como Dios (y esto es el sacrificio de adoración,
alabanza y acción de gracias), es entonces cuando el hombre se recobra a sí mismo, quedando
restaurado, devuelto a su propia autonomía y responsabilidad humanas. No podemos pensar en la
dimensión propiciatoria, como en la acción de levantar un muro de seguridad frente a una
divinidad violenta (sagrado tabú), o como el intento de presionar sobre Dios para que sea útil y
dúctil a nuestros deseos (sagrado mágico).

En la eucaristía se trata, más bien, de acercarse a él confiadamente en una comunión que instaure
y restaure al hombre, otorgándole la densidad del propio existir. Esto acontece por el perdón de
los pecados (es decir, el perdón de nuestro olvido fundamental de Dios y de los hermanos) y,
sobre todo, por la participación en la nueva alianza, que es vinculación de nuestra propia
existencia a Dios y a los demás.

En definitiva, pedimos a Dios que nos haga retornar a cada uno de nosotros a aquel proyecto
inicial que él tiene de cada uno de nosotros, porque «en él estoy en verdad más cerca de mí
mismo que cuando intento estar junto a mí». Este reencuentro con la raíz original divina de
nuestro existir es lo que en los mementos de la misa podemos pedir, para nosotros y para todos
los hombres vivos y difuntos.

Cada una de las fórmulas «esto es mi cuerpo», «esta es mi sangre» debe entenderse por sí misma,
y no sólo en unión con la otra. Así, pues, los conceptos «cuerpo» y «sangre» no deben
comprenderse dicotómicamente, o sea, como partes del hombre, sino que han de ser entendidos
cada uno de ellos como totalidad, en el sentido de la antropología semita, según la cual el hombre
no tiene un cuerpo, sino que es cuerpo. Tanto «cuerpo» como «sangre» significan la persona física
concreta.

«Tras la palabra cuerpo debe subyacer un aramaico guf(a) que no designa una parte del cuerpo
humano, sino la totalidad de la persona. De modo similar tampoco se emplea sangre como
designación de una sustancia orgánica, sino que se refiere, conforme a la tradición del antiguo
testamento, al derramamiento de sangre o, lo que es lo mismo, a la muerte violenta. Tal es la
interpretación que mayoritariamente se ha impuesto entre los exegetas»

De este modo, tanto las palabras sobre el pan como las palabras sobre el vino expresan la ofrenda
de la propia persona, de la propia vida en favor de otros; ellas resumen la existencia toda de Jesús
como donación y entrega al Padre y a los demás. Jesús llama al pan sencillamente «mi cuerpo»
(«que se entrega por vosotros»: Lc-Pb), y al vino contenido del cáliz «mi sangre»; «la sangre de la
alianza, que se derrama por todos» (Mc-Mt); «la nueva alianza sellada con mi sangre» (Lc-Pb).
Estas determinaciones del predicado constituyen el corazón de las palabras explicativas, y
muestran a Jesús como el salvador que se ofrece en martirio por los demás.

Pero además estas palabras relativas al pan y al vino están situadas en un contexto de
exhortación; son palabras dirigidas a los discípulos, íntimamente unidas a la invitación: «tomad y
comed...tomad y bebed». Se trata, pues, de un acontecimiento dialógico. Estas palabras no están
pronunciadas directamente sobre el pan y el vino, sino dirigidas a los discípulos (a nosotros). La
relación primaria no es entre «Jesús y el pan», sino entre «Jesús y los discípulos, entre «Jesús y la
comunidad de sus creyentes». Ello quiere decir que el ofrecimiento del amor de Dios, que es Jesús
mismo en su muerte por todos, tiene que ser aceptado mediante la fe y mediante la respuesta de
amor.

Al tratar de clarificar los textos escriturísticos relativos a este tema, J. Dupont afirma que las
palabras de Jesús sobre el pan y sobre la copa son inseparables de las acciones, cuya significación
vienen a precisar. Acciones y palabras constituyen juntas, en el marco de la última cena, una
acción profética. Este procedimiento es frecuente en la Biblia; los profetas, no contentos con
pronunciar verbalmente un oráculo, mimetizan la profecía y representan con figuras aquello que
quieren anunciar. En el antiguo testamento tenemos «profecías en acción» en Jeremías y sobre
todo en Ezequiel, el gran especialista en acciones proféticass. En el nuevo testamento es de
señalar la acción profética del profeta Agabo, relatada en Hch 21,11. También Jesús en la última
cena realizó un ót, una acción profética delante de sus discípulos. Les muestra en figura, por
medio de un gesto simbólico, lo que va a suceder al día siguiente; el pan que parte y distribuye
significa su cuerpo, que va a ser entregado; el vino de la copa es el signo de la sangre que va a
derramar sobre la cruz, para establecer la alianza que Dios quiere realizar con los hombres.

Así, pues, Jesús por medio de una acción profética anuncia el sacrificio que va a realizar en la cruz.
Se trata, sin embargo, de un signo eficaz, ya que, al comer de este pan y beber de este vino, los
discípulos entran realmente en la alianza que el calvario va a sellar. Después de la resurrección, el
sentido del rito permanece idéntico: al participar de él, los cristianos participan en el sacrificio de
la nueva alianza.

«Dado que la eucaristía celebra la resurrección de Cristo, sería normal que tuviera lugar al menos
todos los domingos. Y dado que es el convite sacramental del pueblo de Dios, todo cristiano
debería ser alentado a recibir la comunión con frecuencia».

La eucaristía, síntesis y consumación del culto cósmico y del culto de Israel, representa una
concentración sin par del misterio de Jesucristo, de la salvación que se nos ofrece en la persona
misma de Jesús; de aquí que la cristología sea el horizonte natural e inmediato de la teología
eucarística.

«La eucaristía es esencialmente un acontecimiento del tiempo intermedio que existe entre la
resurrección y la parusía: un tiempo en el cual unas realidades terrenas se convierten en visibilidad
histórica de donación actual de gracia y ... son despojadas hasta tal punto de su independencia
mundana, de su ser ellas mismas, que se convierten en la forma manifestativa sacramental de la
corporeidad celestial de Cristo: esto es, de la presencia real para mí» Schillebeeckx.

La eucaristía es, pues, la «prolepsis» simbólica, la celebración festiva que adelanta la


transfiguración final y definitiva de todas las cosas; es la presencia en la ausencia de Cristo
resucitado que acompaña nuestro caminar histórico y cumple así su promesa: «Y sabed que yo
estoy con vosotros, todos los días, hasta el final de este mundo» (Mt 28,20).

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