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Antes de hablar de una sola y unitaria nación peruana, quizás sea preferible hablar de las diferentes historias
ocurridas en el territorio que desde hace un par de años, se ha empezado a llamar Perú. Al igual que en
Alemania e Italia, el periodo “nacional” que se dio en la historia del Perú inició algo tarde, a principios del
siglo XIX, después de la ruptura política con España. Aún hoy el estado peruano es una organización
multinacional con relaciones internas de dependencia y discriminación étnica; menos parecido a la Francia
nacional moderna que al imperio Austro-húngaro o a los países africanos recién descolonizados.
II. LA INDEPENDENCIA
Tras el descubrimiento de América y las subsecuentes colonizaciones europeas, se inician los primeros
imperios en la historia humana. Ninguno de los antiguos imperios podía ser comparable a esta nueva
experiencia, no sólo por la respectiva escala territorial y demográfica, sino también por los muy diferentes
sistemas de comunicación, gobierno y transporte, determinados por las respectivas relaciones geográficas
entre las metrópolis y sus espacios imperiales.
En el caso del imperio incaico, como en el de los mexicanos, la habilitación de este régimen colonial exigió
adaptaciones diferentes a las de otras zonas de menor desarrollo relativo. En el régimen colonial se introdujo
un factor de unificación e identidad entre las poblaciones indígenas del Perú. Antes de su conquista
predominaban en aquellas poblaciones las lealtades étnicas regionales.
Los españoles, crearon una solidaridad. “Visto a un indio se conoce a todos” repitieron desde Cajamarca
hasta Ayacucho, y enseñaron a las enemistadas localidades indígenas su igualdad básica. Todavía más, la
dureza de su dominación terminó por represtigiar al sistema incaico, que antes había sido resentido como
una invasión. Es cierto que al suprimir los controles sicopolíticos y religiosos de aquel sistema favorecieron
la reactualización de los regionalismos.
EL SIGLO XVIII.
El siglo XVIII supuso para el virreinato peruano una época de crisis y decadencia, mientras que, por el
contrario, roda la fachada atlántica del imperio español americano crecía en importancia. El Perú empezó
a ocupar un lugar excéntrico en los cálculos geopolíticos de la metrópoli. Para el tráfico con el oriente
bastaban México y Filipinas. Frente a la expansión portuguesa y las amenazas de Inglaterra convenía
reforzar el puerto de Buenos Aires en vez del Callao.
El movimiento criollo fue manifestado tardíamente en toda América y más aún en el Perú; todos ellos
fueron anticipados, primero por Juan Santos Atahualpa y después por la gran revolución de Túpac Amaru
en el sur del Perú, que proyectaba no sólo una primaria restauración inca, sino un estado multinacional con
participación de criollos, mestizos y negros bajo el liderazgo indígena.
La revolución de Túpac Amaru fracasó por una errónea estrategia político-militar que evitó, hasta el último,
las confrontaciones en el supuesto que era posible conseguir que colaborasen las masas y elites criollas e
indias del sur peruano. Derrotado Túpac Amaru la metrópoli procuró introducir algunas reformas que
disminuyeran la tensión popular (anula los repartimientos de mercaderías, suprime los corregidores, crea la
real audiencia del Cusco). Dejó intacto, sin embargo, el sistema de explotación económico-social que
beneficiaba a los criollos tanto o más que a los propios españoles.
El Perú fue durante largos años el centro de reacción militarista colonial española para todos los criollos
suramericanos. Fue la hora del fidelismo, aparente causa del resentimiento neogranadino, bonaerense y
chileno contra el Perú.
LA PRIMERA REPÚBLICA
Finalizada la época de 1821-1824 la nueva república no garantizó su independencia económica tras las
grandes potencias comerciales y manufactureras de Europa. Tampoco logró crear de inmediato un orden
propio que sustituyera el anterior (régimen colonial). El vacío de poder producido por la independencia
política resultó demasiado grande para las elites criollas, fragmentadas en grupos adversarios
irreconciliables, empobrecidas desde mediados del XVIII, y sin adiestramiento propio para su nuevo rol
gobernante.
En cuanto a la estructuración del poder interno las opciones del Perú fueron mucho más limitadas que en
el orden internacional. La aristocracia criolla no había podido, como su homóloga chilena, realizar la
independencia. Sus principales representantes habían sido acusados de colaboracionismo. Carecían, por
consiguiente, de la fuerza y el prestigio político necesarios para asumir visiblemente el gobierno de una
república que no habían deseado.
En un país multirregional como el Perú solamente existían tres sistemas organizados jerárquicamente a
escala nacional: el ejército, la iglesia y la burocracia civil; estas dos últimas, por su naturaleza, no podían
pretender el poder supremo. El militarismo resultaba por consiguiente el modelo político con mayores
probabilidades históricas.
EL DESARROLLO FRUSTRADO
En el siglo XIX se abrieron puertas a la comercialización internacional del guano en el Perú, debido a la
oportunidad de cambios sociales y económicos en condiciones más ventajosas que las de otros países
suramericanos. Pero al final del período, después de 25 años, casi todo había fracasado. Los peruanos se
han venido preguntando, desde entonces, ¿Qué ocurrió con el guano?
La deuda externa superaba los 16.000.000 de pesos, el crédito internacional se había arruinado hasta el
punto que los bonos peruanos se cotizaban a no más del 16% de su valor nominal. Las limitaciones del
ahorro interno, así como el escaso flujo y mal empleo de los capitales exteriores habían, por último,
determinado un estancamiento de todos los sectores económicos, principalmente minería y agricultura de
exportación.
Ni el contrato Dreyffus, ni la nueva política peruana sobre el salitre bastaron para detener el desastre adonde
conducía toda esta historia peruana entre 1840-1870. La guerra del Pacífico (1879-1883) lo puso en
evidencia. Fue una derrota solicitada ya que no merecida. O por lo menos una derrota merecida por una
clase dirigente (presidentes, ministros, comerciantes, obispos, doctores y generales) que solamente tuvo
una habilidad: hacer que esa derrota fuese pagada por el propio pueblo.
La crisis de 1929-32 no solamente arrasó la dictadura leguiísta; junto con Leguía cayeron,
históricamente, aquellos mismos que lo habían vencido.
Belaúnde y su clase media fracasaron. Creyeron que era suficiente emprender grandes obras
públicas, sin advertir el alto costo económico del endeudamiento exterior y la inflación interna.
Sin reparar, tampoco, en que los sectores populares exigían medidas mucho más radicales.
Cuando cayó en la madrugada del 3 de octubre de 1968, derrumbado sin gloria por un golpe
militar encabezado por el general Juan Velasco Alvarado, todos entendieron que con Belaúnde la
clase media y el sistema demo liberal habían, tal vez, perdido su última oportunidad histórica.
Belaúnde lo tuvo todo (pueblo, ejército, iglesia, préstamos, simpatía internacional) y todo lo
desaprovechó.
El golpe militar peruano del 3 de octubre de 1968 encabezado por el general Juan Velasco
Alvarado no constituyó una revolución socialista; solamente se invocó el nombre de esa
revolución para evitarla. El antiaprismo fue durante todo ese tiempo, un componente en la
educación de los cadetes de las escuelas militares y constituyó el principal factor de cohesión
dentro de las fuerzas armadas. Sobraban pues las razones para pensar que el golpe de 1968 era
uno más de esa tradición antiaprista.
Sin embargo, muy pronto fue evidente que el ejército peruano, sin olvidar su enemistad con el
Apra, perseguía además otros objetivos. La nacionalización del petróleo y la reforma agraria
fueron exhibidos por el gobierno militar peruano como pruebas de una política contra la
dominación interna y la dependencia externa. La oligarquía nacional y las empresas capitalistas
transnacionales fueron definidas como los “enemigos del régimen”.
En otras palabras, la revolución militar peruana es por confesión propia de sus autores una acción
preventiva contra el comunismo. Nadie lo sabe mejor que los propios militares peruanos y ningún
grupo político lo ha visto con mayor lucidez que la línea Mao de la izquierda peruana.
Los militares peruanos, al igual que muchos otros en nuestro país, están emocionalmente
capturados por el centenario de la guerra de 1879. Es verdad que no piensan en una revancha,
pero tampoco quieren incurrir en un descuido profesional del que se les pudiera acusar mañana.
El ejército peruano tiene por consiguiente la necesidad profesional de reacreditar su imagen
nacional y mejorar sus relaciones políticas con el pueblo peruano. La revolución de octubre de
1968 bien puede por eso haber sido pensada en función de 1879
Estas imprecisiones teóricas pueden conducir al ejército, y junto con él a todos nosotros, a
situaciones extremas de disgregación y violencia. El ejército peruano ha olvidado que el apetito
se despierta comiendo, y lo quiera o no está contrayendo un compromiso muy profundo con las
masas populares: ¿Cuándo y cómo podrá cumplirlo? ¿Qué ocurrirá si no lo hace?