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Mujeres, religión e insubordinación: Aportes y discusiones desde la teología

feminista cristiana

Autora: Elsa Ivette Jiménez Valdez1

“Por desgracia somos herederos de una historia de enormes


condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil
el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus
prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto
le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad
entera de auténticas riquezas espirituales”

Juan Pablo II, La dignidad de la mujer, 1995

He decidido iniciar esta ponencia con esta cita porque reconoce la exclusión que
las mujeres hemos vivido históricamente, a la vez que deja entrever una
propuesta luminosa. Significa que sí las mujeres somos valoradas, reconocidas,
incluidas y nos liberamos podemos encontrar nuestra identidad y, junto con ello,
enriquecer la vida espiritual.

El propósito de esta presentación va en el sentido anterior. Para ello he


decidido poner sobre la mesa algunos aportes con los que el feminismo ha venido
enriqueciendo la teoría y la práctica social, exponiendo algunos de sus postulados
básicos y abordando el concepto de insubordinación de las mujeres como una
herramienta para subvertir las desigualdades de género. En el segundo apartado
incluyo una descripción sobre la relación entre las mujeres y Jesús, el papel que
tuvieron en las primeras comunidades y los resultados que tuvo para ellas el
proceso de institucionalización del cristianismo. Busco con ello develar la
diferencia entre la práctica de las mujeres y la percepción que sobre ellas se fue
proyectando y terminó por posicionarse a lo largo de este proceso. En un tercer
apartado recupero, de manera muy sucinta, el desarrollo de la teología feminista
para describir los principios que integran este enfoque y desde ahí recuperar

1 Agradezco la revisión que el Mtro. Arturo Navarro hizo al borrador de este documento, así como los aportes y
retroalimentación de Manuel A. Silva de la Rosa, sobre todo al segundo apartado.

1
algunos de los que, me parece, son los principales aportes y puntos de discusión
respecto de la insubordinación de las mujeres en el marco del cristinanismo y lo
que ésta puede aportar a la experiencia y práctica cristiana.

Propósito, lucha y reflexión feministas: de dónde viene la necesidad de


insubordinarse

Numerosos trabajos académicos describen la división de espacios, tareas y


cargos entre hombres y mujeres como un elemento presente en las distintas
sociedades alrededor del mundo. Los autores que han analizado la división sexual
del trabajo- que van desde Levi Strauss hasta Engels y Weber2- señalan su
relevancia en la configuración de la organización social, económica y cultural de
los grupos humanos.

Un hecho interesante es que, aunque la división de tareas entre los sexos


es una constante, su contenido no lo es, pues la asignación de una tarea particular
a un sexo u otro varía enormemente en cada sociedad. Es decir, mientras que en
ciertos grupos un elemento es considerado masculino, en otro éste podría ser
femenino3. Este hecho y la modificación de estas construcciones en el tiempo
denotan el carácter cultural de la separación, que incluye no sólo tareas, sino
también cualidades, espacios, símbolos, comportamientos, personalidades,
aspiraciones, identidades. El conjunto de elementos que cada cultura asigna como
adecuado, apropiado, deseable para hombres y para mujeres en un momento
histórico determinado es llamado sistema sexo-género (Rubin 1996, 57). 4

El género, a diferencia del sexo biológico, se refiere a la construcción social


de las ideas sobre los roles apropiados para mujeres y hombres. Según Joan

2 De hecho, el término patriarcado fue empleado por Engels y Weber. Siendo el primer autor quién se refirió a este como
“el sistema de dominación más antiguo, concordando ambos en que el patriarcado dice relación con un sistema de poder y
por lo tanto de domino del hombre sobre la mujer” (JAAS 20120, 20).
3 Un ejemplo de ello lo tenemos aquí mismo en Jalisco, pues mientras hombres y mujeres Wixaritari se dedican a la

elaboración de artesanía con hilo y chaquira, y existen hombres que son reconocidos como maestros en su técnica, en
otros grupos étnicos una determinada técnica o actividad sólo la realizan las mujeres. Por ejemplo, entre los yaquis sólo
las mujeres bordan y cosen, mientras los hombres producen objetos de cuero, madera y otros elementos que obtienen de la
naturaleza.
4 Gayle Rubin lo define como “el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en

productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas" (1996, 44)

2
Scott5 el género es una “categoría social impuesta sobre un cuerpo sexuado” que
delimita claramente lo que significa ser “hombre” o “mujer” en una sociedad
determinada (1996, 271). De manera que lo que se considera femenino o
masculino alude a un conjunto de símbolos y normatividades que son productos
arbitrarios que se suscriben a partir de imágenes, discursos, mitos, leyendas,
metáforas que asignan determinados espacios y tareas configurando estereotipos,
es decir, imágenes generalizadas sobre hombres y mujeres. El género tiene el
poder de prescribir lo adecuado, lo posible, lo deseable, lo que ha de esperarse
para cada persona en el marco de la construcción social asignada.

A través de procesos de identificación y diferenciación, cada persona va


retomando a lo largo de su experiencia de vida elementos que construyen su
identidad desde la normativa de género (Scott 1996 y Serret 2001). Judith Butler6
señala, incluso, que no puede pensarse en que la categoría “identidad” preceda a
la de “identidad de género” pues las personas sólo se vuelven socialmente
inteligibles en función de su identificación con un género dentro de los estándares
asignados (2006, 22). Esto implica un proceso constante de “genderizacion” que
implica el acto continuo de comportarse, mostrarse, ser o parecer de acuerdo con
lo que se supone apropiado y suprimir todo aquello que se considere que no
corresponde al género asignado (Scott 1996, Butler 2006).

Hasta aquí hemos venido recuperando el concepto de género y de


identidad de género pero falta abordar un elemento central relacionado a la
distribución del poder. El análisis con perspectiva de género a través de distintas
culturas y momentos históricos nos ofrece un panorama en donde identificamos
que, a pesar de la diversidad de configuraciones de género hay un elemento
constante: La subordinación de las mujeres.

Para ilustrar este punto tomaré como referencia un ejemplo con el que
seguramente estamos familiarizados: la Declaración de los Derechos del Hombre

5 historiadora estadounidense profesora en la Universidad de Princeton. Su especialidad es la historia de Francia y la


historia de las mentalidades, sobre todo en el campo de la historia de género, historia de las mujereses e historia
intelectual.
6 Filósofa americana y teórica de género con contribuciones importantes en el ámbito de la filosofía política, ética y teoría

literaria desde el enfoque queer y feminista, es catedrática en la Universidad de Berkeley, California.

3
y el Ciudadano (1789). Documento fundamental surgido de la Revolución
Francesa y precursor de los derechos humanos cuya gran aportación consistió en
definir y “universalizar” un conjunto de derechos civiles y políticos que a partir de
ese momento fueron reconocidos a toda la ciudadanía. Sin embargo, esta noción
de ciudadanía excluyó a mujeres y esclavos, es decir, sólo incorporó a los
hombres libres. La esclavitud fue abolida cinco años después, mientras que las
francesas consiguieron que se reconociera su derecho al voto -derecho político
fundamental- hasta 1944 (¡poco más de siglo y medio después!).

En el caso de las mujeres norteamericanas la diferencia entre hombres y


mujeres en este rubro fue de 133 años, mientras para las mexicanas fue de 96
años desde que se reconoció la universalidad del voto masculino (1857).7 Las
inequidades continúan, sólo basta revisar estadísticas desagregadas por sexo en
rubros como acceso a la educación, desigualdad salarial, presencia en puestos de
dirección y parlamentos para corroborar que esta situación está presente en la
mayoría de los países y regiones del mundo.

Analizar las manifestaciones, magnitudes y orígenes de esta desigualdad


para buscar erradicarlas es una tarea a la que se han abocado las feministas a
través de la academia y el activismo. Nuria Varela8 ubica como precursora de los
esfuerzos feministas a Christine de Pizan quien en su obra titulada “La ciudad de
las damas” (1405) se atrevió, por primera vez, a rebatir los argumentos misóginos9
en defensa de los derechos de las mujeres. En su obra Pizan nos dice:

“Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos
hombres, clérigos y laicos a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de
palabra, bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o
dos [...] sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario,
filósofos, poetas, moralistas, todos - la lista sería demasiado larga - parecen

7 En 1953 se reconoció el derecho de las mujeres a votar. Las primeras elecciones en México se llevaron a cabo en1812,
sólo que excluyeron a los negros, mestizos y sirvientes.
8 Escritora, reportera y docente española, con títulos de máster Universitario en Estudios Interdisciplinares de Género y

máster en Género y Políticas de Igualdad entre Mujeres y Hombres, ambos por la Universidad Rey Juan Carlos. Profesora
invitada en esta universidad así como en la de Castilla- La Mancha.
9 El diccionario de la transgresión feminista define misógina como “una de las manifestaciones del sexismo que se expresa

en el odio o repudio de todo lo asociado con las mujeres y lo femenino” (2012,19).

4
hablar con la misma voz […]. Si creemos a esos autores, la mujer sería una
vasija que contiene el poso de todos los vicios y males” (citado en Varela
2005, 1). 10

Aunque el primer texto que trata sobre la opresión de las mujeres data del
siglo XV, el feminismo tuvo un desarrollo lento, marcado por algunas obras de
relevancia como la “Declaración de los Derechos de la Mujer” de Olimpia de
Gouges (1791) y la “Vindicación de los derechos de la Mujer” de Mary
Wollstonecraft que vio la luz al año siguiente. A fines del siglo XIX y principios del
siglo XX, surgieronn los movimientos sufragistas en Inglaterra y Estados Unidos.

De hecho, una de las principales activistas de este movimiento: Elizabeth


Cady Stanton, abolicionista y promotora del sufragio femenino, fue además
impulsora de dos documentos importantes en el marco de esta exposición: La
“Declaración de sentimientos”, resultado de la primera convención de los derechos
de la mujer realizada en Seneca Falls, Nueva York en 184811 y de “La biblia de
las Mujeres” publicada la primera parte en 1895 y la segunda en 1898. Esta última
obra reconocida como precedente de la teología feminista, sobre la que abundaré
en el tercer capítulo.

Medio siglo más tarde se reactivó el movimiento feminista que comenzó a


diversificarse y extenderse a nivel mundial. En las últimas décadas las luchas
feministas se han abocado a una gran variedad de temas como son: el derecho al
voto femenino, el reconocimiento a la ciudadanía de las mujeres, el acceso a la
educación y al mercado de trabajo, a recibir un salario igual por un trabajo igual, a
la supresión del “techo de cristal” que impide que las mujeres ocupar cargos
directivos, para que no se les imponga pareja ni matrimonio, por el derecho a
divorciarse, para distribuir el trabajo doméstico y las labores de crianza, por el
derecho a decidir sobre su cuerpos y su sexualidad, por no ser maltratadas,
violentadas ni violadas (Espinosa 2013, 10). A pesar de que el movimiento
10 Dentro de esta colección de textos podríamos incluir muchas otras obras, entre las que destacan las de célebres
escritores como Moliere (Las mujeres sabias), Quevedo (La culta latiniparla) y Rousseau (El Emilio).
11 Esta reunión fue convocada en una capilla metodista para estudiar las condiciones y derechos sociales, civiles y

religiosos de la mujer, la declaración que resultó de ella es considerada uno de los primeros programas políticos feministas
(Varela 2005, 9-10).

5
feminista y sus representantes suelen ser mal vistas, es gracias a su movilización,
cabildeo y denuncia que actualmente las mujeres pueden gozar de algunos de
estos derechos o, al menos, se ha conseguido su reconocimiento en instrumentos
jurídicos nacionales e internacionales.

Usualmente se considera que ser feminista es algo moralmente malo o


peyorativo; un peligro social. Cada vez que escucho esto me pregunto si las
personas conocen que el ideal que persigue es que mujeres y hombres gocen de
los mismos derechos y libertades. Que no se trata de promover una guerra de
sexos, pues los hombres son nuestros padres, hermanos, maestros, hijos, parejas,
vecinos. Que éste movimiento es uno de los más exitosos, pues ha logrado
revolucionar el papel de las mujeres en tan sólo tres décadas, sin emplear la
violencia. Por el contrario, hoy en día las feministas se han constituido en sujetos
políticos e interlocutaras en el ámbito nacional e internacional y han contribuido a
impulsar la perspectiva de género12 en distintos espacios (Sánchez 2006, 7).

En el ámbito académico cada vez más universidades y centros de


investigación emplean la categoría analítica del género por su poder explicativo y
contribuciones para analizar el mundo social. Cabe señalar, sin embargo, que
estos análisis e investigaciones tienen también un fin político, pues mediante ellos
se busca revelar cómo están construidas las relaciones entre hombres y mujeres,
cómo funcionan y cómo cambian para construir la equidad.

Esto es lo que ha vuelto incómodo al feminismo, pues cuestiona los


privilegios masculinos al develar la construcción jerárquica de las relaciones entre
hombres y mujeres, al denunciarlas en contextos específicos y procurar su
modificación (Scott 1996, 286). Un análisis que no integre el género tenderá a ser
ciego ante estas desigualdades, es decir, aunque puede llegar a describirlas,

12
En palabras de Marcela Lagarde “La perspectiva de género hace referencia a la concepción académica, ilustrada y
científica, que sintetiza la teoría y la filosofía liberadora, creadas por las mujeres y forma parte de la cultura feminista”
(1996, 2)

6
difícilmente las cuestionará, más bien tenderá a pasarlas por alto, justificarlas o
normalizarlas.

Señala Pierre Bourdieu (2001, 22)13 que la visión androcéntrica14 no tiene


necesidad de justificarse, pues se impone como neutra. No tiene que enunciarse
en los discursos ni en el análisis. Simplemente se da por sentada, se instala como
objetiva y está legitimada en la ciencia, en el derecho, en la tradición, las
instituciones. Por ello la dominación masculina es el mejor ejemplo de la violencia
simbólica (Bourdieu 2001, 12) al ser una característica social que se impone sobre
los cuerpos de manera arbitraria e imprevisible, como el color de piel y suele pasar
desapercibida incluso para sus víctimas.

Un recurso que han venido desarrollando las feministas para subvertir esta
condición está contenido en el término insubordinación de las mujeres. Frente a la
subordinación femenina que ha tenido un carácter histórico y universal, la
insubordinación propone incorporar las experiencias de las mujeres, que son
diversas, plurales, distintas en cada una de ellas y que están marcadas por su
adscripción a otras categorías sociales como son la raza, etnia, credo, edad, etc.
Según Luna (2000, 27) este concepto cuestiona el que, para que las mujeres
logren la igualdad en derechos, ciudadanía y reconocimiento deban seguir los
modelos masculinos. Más bien se busca generar un pensamiento nuevo,
independiente, que nazca de la propia insubordinación y que sea un llamado
(re)conocer y valorar la identidad. Esto implicaría “pensarse a sí mismas a través
de la propia experiencia, la propia historia, no medirse con el hombre y su razón y
su historia para encontrar una medida de sí” (Bocchetti, citado en Luna 2000, 27-
28). Significaría hacer uso de su capacidad para pensarse, nombrarse, habitarse a
sí mismas generando sus propios caminos de liberación. Implica también darse
cuenta de que no todas las mujeres somos iguales y que es necesario reconocer y
dar voz a cada una de ellas.
13Destacado sociólogo francés (1930-2002) adscrito a la teoría crítica.
14El diccionario de la transgresión feminista define androcentrismo como “una de las manifestaciones del sexismo que
consiste en tomar al hombre varón como el prototipo o modelo de lo humano y su perspectiva como el punto de vista de la
humanidad” (2012, 5) y que por lo mismo excluye e invisibiliza a las mujeres.

7
He elegido este también término porque me parece que responde a la
inquietud que planteé en un principio, con la cita de Juan Pablo II (1995). Lo que
pretendo decir es que para reconocer la dignidad de las mujeres, incorporar sus
prerrogativas, dignificarla y liberarla de la esclavitud tendríamos que partir del
sujeto mujer, de sus experiencias, inquietudes, hacer escuchar sus voces. Sólo así
podríamos salir del círculo del androcentrismo que ha venido configurado las
formas posibles de ser, hacer, pensar para hombres y mujeres. No se trata de una
concesión que se les haga, sino de un reconocimiento a su posibilidad de
nombrar, reflexionar y proponer. Con este movimiento, además, tiene mucho que
ganar la reflexión y praxis cristiana, al incorporar elementos, interpretaciones y
perspectivas nuevas.

En este ánimo, uno de los terrenos a develar es la forma como la tradición


religiosa ha venido configurando espacios, símbolos, roles e identidades de
género, pues es uno de los vehículos transmisores y legitimadores de normativas
más poderosos. Las teólogas feministas parten de que identificar los órdenes de
género nos ayudará a subvertirlos y a ampliar la posibilidad a otras formas de
liberación y de comprensión. A continuación propongo un recuento de los primeros
siglos del cristianismo para avanzar en este ejercicio de identificación.

Un antes y un después para las mujeres: De la relación con Jesús a la


institucionalización de la iglesia.

A partir de comparar lo que sabemos respecto de las relaciones que Jesús


estableció con las mujeres, del papel de éstas en las primeras comunidades
cristianas, del discurso de algunos seguidores de Jesús y de estereotipos que
fueron asignándose sobre mujeres y hombres en el contexto de la
institucionalización de la iglesia podemos concluir que el cristianismo fue, en un
principio, un espacio liberador para las mujeres, pero que luego se configuró en un
contexto de opresión y desigualdad para ellas. Algunos autores señalan que bajo
la influencia del helenismo en los primeros siglos del movimiento cristiano hubo un

8
desplazamiento en el mensaje central de Jesús que impactó no sólo el contenido
de sus enseñanzas, sino también su práctica, ejerciendo gran influencia en la
manera de concebir e incorporar lo femenino y, con ello, a las mujeres.

Entre las muchas notas que distinguieron la práctica de Jesús, una fue su
relación con las mujeres, pues ningún profeta de Israel se vio rodeado de tantas.
Podemos inferir que esta postura resultó escandalosa para la sociedad de su
época, pero también que tuvo consecuencias en el sistema patriarcal imperante,
al menos para las primeras comunidades de seguidores.

La sociedad judía donde vivió Jesús era patriarcal. Esto es, las mujeres
tenían que permanecer relacionadas con un hombre a lo largo de su vida. Si eran
solteras pertenecían a su padre, al ser ofrecidas en matrimonio sus esposos
tenían control sobre ellas, en caso de enviudar estaban a cargo de sus hijos y de
no tenerlos volvían a casa de su padre, es decir, se les negaba toda autonomía
(Pagola 2007, 207). La función social de las mujeres se limitaba a tener hijos y
obedecer a los hombres, en específico a su marido, a quien se tenía que dirigir
con el vocablo <ba'alí> que significa “mi señor” (íbid, 208). Entre sus principales
obligaciones estaba satisfacerlo sexualmente y darle hijos varones para asegurar
la subsistencia de la familia.

La sociedad judía marginaba a las mujeres asignándoles espacios


específicos en los que ellas podían estar. Su lugar principal era eminentemente el
hogar, atendiendo las necesidades del marido, hijos, hijas. Fuera de ahí se les
conminaba a evitar la vida pública y la compañía de hombres para guardar su
reputación, tenían prohibido asistir a banquetes y para salir debían ocultar su
rostro. En los templos podían acceder sólo hasta el atrio, junto con los paganos,
porque se les consideraba impuras. Pagoda señala que incluso debían ocupar
espacios específicos –separadas de los hombres- en las sinagogas (íbid, 210).

La minusvaloración de las mujeres se expresaba de múltiples maneras en


el ámbito religioso, por ejemplo sus obligaciones de oración eran las mismas que
los esclavos. En el libro sagrado de los judíos, La Torá, las mujeres eran miradas

9
con recelo por lo que se sugería tenerlas bajo control15, a la vez que se las
consideraba posesiones de los varones16. Señala el historiador judío Josefo que
ellas eran inferiores a los hombres en todos los aspectos17. Esta creencia se
evidenciaba en que eran sólo varones quienes se encargaban de mediar en la
relación con Dios. A las mujeres se les negaba el aprendizaje de la Ley y los
escribas no las aceptaban como discípulas (íbid.). El Rabí Yehudá, incluso
recomendaba a los varones recitar la siguiente oración diariamente: “Bendito seas,
Señor, porque no me has creado pagano, ni me has hecho mujer, ni ignorante”
(Pagola 2007, 210).

A pesar de que Jesús conocía y estaba familiarizado con la normativa de


género vigente en su época, decidió relacionarse con las mujeres de manera
distinta. De esta manera renunció al privilegio y confort asignado a los varones y,
al mismo tiempo, posicionó a las mujeres de manera distinta. Jesús fue amigo y
compartió la mesa con mujeres que en su entorno tenían dudosa reputación:
mujeres solas, viudas, sin recursos, poco respetadas y de “mala fama” (íbid.)
Pagola deduce que “probablemente, (estas) mujeres solas y desgraciadas (…)
vieron en el movimiento de Jesús una alternativa de vida más digna” lo que les
impulsó a seguirle por los caminos de Galilea (íbid., 212).

Según este mismo autor, la prédica y práctica de Jesús echó abajo no


pocos estereotipos de género de la época. Por ejemplo, antes que considerarlas a
ellas responsables de provocar la lujuria de los hombres, puso el acento en la
responsabilidad de ellos sobre su mal comportamiento18. En otro pasaje, ensalza a
aquéllas mujeres que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen, tomando
distancia de la creencia popular de que las mujeres valían sólo por su fecundidad19
o que su función principal es la realización de las tareas del hogar20.

15 (Eclesiástico 25,13-26,18; 42,9-14; Proverbios 5,1-23; 9,13-18).


16 En Exodo 20, 17 se señala “No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su
sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo”
17 Flavio Josefo, Contra Apión Il, 20l. Citado en el libro de José Antonio Pagola “Jesús aproximación histórica” PCC, año

207 p. 208.
18 Mateo 5, 28-29.
19 Lucas 11, 27-28.
20 Lucas 10,38-42.

10
Una característica relevante de Jesús es que, además de acoger
amorosamente a las mujeres que le siguen, también las integra en sus prédicas y
las hace protagonistas en sus parábolas. Tal es el caso de la “viuda inoportuna”21
y de la mujer que “introduce levadura en la harina”22. Ensalza también la imagen
de una viuda pobre que da todo lo que tiene como limosna en el templo, de modo
que la coloca como un ejemplo a seguir23. Jesús incluso va más lejos pues nos
presenta una imagen femenina de Dios al compararlo con una mujer que barre
con cuidado toda su casa hasta encontrar la monedita perdida24.

Como podemos apreciar en estos ejemplos -que no son exhaustivos pero


que pretenden ilustrar la visión de Jesús sobre las mujeres- el testimonio y
mensaje de este hombre representó una ruptura en el sistema de relaciones
patriarcales imperantes en la época en que vivió. Esta visión permeó todavía en
las primeras comunidades cristianas, como veremos a continuación, pero después
de algunas décadas no sólo no se retomó, sino que se presentó una distorsión en
la doctrina y práctica cristiana en este punto. En su libro “Jesús: Aproximación
Histórica” Pagola nos da cuenta de este fenómeno y las razones que subyacen a
ello:

Para aproximamos a la actuación de Jesús ante las mujeres, hemos de


tener en cuenta tres factores: todas las fuentes que poseemos sobre Jesús
están escritas por varones, que, como es natural, reflejan la experiencia y
actitud masculinas, no lo que sintieron y vivieron las mujeres en tomo a él;
estos escritores emplean un lenguaje genérico y sexista que «oculta» la
presencia de las mujeres: los «niños» que abraza Jesús son niños y niñas,
los «discípulos» que le siguen son discípulos y discípulas; en tercer lugar, a
lo largo de veinte siglos, los comentaristas y exegetas de los evangelios han
impuesto una lectura tradicional masculina (2007, 6).

La actitud y praxis de Jesús posibilitó una forma de relación más igualitaria


entre hombres y mujeres en las primeras comunidades cristianas. Frente al
desamparo e inseguridad que se vivía en las grandes ciudades romanas en estas

21 Lucas 11,5-8 y 18,1-8.


22 Marcos 4,3-8 y fuente Q (Lucas 13,20 / / Mateo 13,33).
23 Marcos 12,41-44.
24 Lucas 15,4-6; 15,11-32; 15,8-9.

11
comunidades imperaba el calor humano y constituían espacios de acogida y de
esperanza para los creyentes (Castillo 2000, 350). En este entorno sabemos que
las mujeres ocupaban roles diversos y muy activos en la vivencia y promoción de
esta nueva fe.

En aquéllos años, las mujeres atestiguaron las prédicas, participaron en la


oración, facilitaron sus casas para realizar asambleas (ekklesïa) y acogieron a los
apóstoles (Marcos 2006). De este periodo, tenemos registro de mujeres profetizas
y diaconadas. Incluso se señala la presencia de Junia “quien era ilustre entre los
apóstoles”25, de Evodia y Síntique, quienes trabajaron por el evangelio, junto a
otros hombres26 y de Prisca quien junto con su esposo participó como misionera y
fundadora de iglesias27 (Küng 2002, 26 y 27). Es decir, las mujeres fueron
apóstoles, colaboradoras, predicadoras, fundaron iglesias domésticas y apoyaron
a otros misioneros y misioneras cristianas al igual que los varones.

Con el desarrollo histórico del Cristianismo, sin embargo, la percepción


sobre las mujeres y sobre los roles que desempeñaban o debían desempeñar se
fue modificando. Un personaje que tuvo gran influencia en este sentido fue San
Pablo, quien señaló que en las iglesias a las mujeres “no les está permitido hablar;
antes bien, estén sometidas, como dice la Ley. Y si quieren aprender algo,
pregunten en casa a sus maridos, pues no es decoroso que la mujer hable en la
asamblea”. Frase mediante la que incorpora la sumisión religiosa a la sumisión
doméstica propia de las sociedades judías y grecorromanas. Más adelante señaló
también que durante las asambleas las mujeres pueden orar y profetizar, siempre
que lo hagan con la cabeza cubierta, en señal de sumisión al hombre, mientras
ellos profetizan con la cabeza descubierta porque son “imagen y gloria de Dios”
(Sánchez 2006, 29- 32).

25 Cf. Romanos 16,7.


26 Filipenses 4,2.
27 Romanos 16, 3; 1 Cor 16,19; Hechos de los Apóstoles 18,2, 18 ss.; 18, 26.

12
En carta a Timoteo (11- 15) este personaje señala “No tolero que la mujer
enseñe, ni que dicte ley sobre el marido, sino que se mantenga en silencio. Pues
Adán fue creado primero y luego Eva. Y no fue Adán quien se dejó engañar, sino
Eva, quien, seducida, incurrió en la transgresión. Se salvará, sin embargo, por la
maternidad, si persevera con sabiduría en la fe, la caridad y la santidad”. Este
argumento que procura encasillar y castigar a todas las mujeres por la falta
cometida por la primera de ellas fue recogida también por Tertuliano entre el siglo
II y III quien indicó que las mujeres son “la puerta del diablo” las primeras
“transgresora de la Ley divina”, quienes persuadieron “a aquél a quien el diablo no
tuvo suficiente coraje de acercarse”, por cuyas faltas “el Hijo de Dios debió morir”.
Además interroga en los siguientes términos “¿No sabes que cada una de
vosotras es una Eva?” (Sánchez 2006, 34- 35). Afirmaciones en este mismo
sentido, fueron repetidas por Crisóstomo, Epifanio de Salamina y otros Padres de
la Iglesia.

La postura en los primeros siglos del cristianismo sobre las mujeres fue
contradictoria, pues también San Pablo reconoció la igual dignidad de hombres y
mujeres en el terreno espiritual como quedó asentado en Gálatas 3, 28 (Sánchez
2006). Hans Küng nos dice al respecto que en las primeras comunidades
existieron fuerzas contradictorias, unas a favor de la igualdad de judíos, griegos,
libres esclavos, hombres y mujeres y otras que pugnaban lo contrario. Fueron
estas últimas las que terminaron imponiéndose respecto a las mujeres, de manera
que su papel fue demeritándose poco a poco y terminó por olvidarse (2002, 28-
29). De esta manera, con el paso de los siglos Junia (a quien cité anteriormente)
se transformó en Junias, nombre de varón (Kung 2002, Dickey1993) Sucede igual
con el papel de María Magdalena que en los Evangelios Sinópticos fue una figura
destacada entre las mujeres de Galilea y que en el Evangelio de San Juan fue
desplazada por su madre María en el pie de la Cruz. Aunque en este libro, se le
reconoce como “apóstol entre los apóstoles” por ser testigo de la resurrección,
esta mención no tuvo consecuencia posterior (íbid).

13
Küng indica que aunque la participación de las mujeres fue relevante en las
comunidades de los siglos II y III a través de la figura de ascetas, mártires,
profetisas, y teólogas, la postura de los obispos y teólogos subsiguientes fue la de
minusvalorar a las mujeres, señalar la inferioridad de lo femenino y excluirlas del
ministerio eclesiástico, limitando su emancipación (2002, 33-34). En los siglos IV y
V aunque las mujeres siguieron participando activamente en la Iglesia como
diaconisas y mediante organizaciones de viudas y vírgenes que realizaban
numerosos servicios en la comunidad, la respuesta de los obispos fue su
marginación y anonimato (íbid).

Este periodo histórico coincide con un movimiento que tuvo fuertes


consecuencias en toda la doctrina y práctica cristianas. Castillo (2000) explica que
a la par del poder de atracción que ejerció para muchos romanos el integrarse a
las primeras comunidades cristianas vino, junto con ellos, un deterioro en el
mensaje de Jesús debido a los preceptos que introdujeron en la reflexión religiosa.
En palabras de este autor:

“La cultura del Imperio era hereditaria de la cultura helenista, de la que


había asumido sus convicciones filosóficas más determinantes. Pero, es
claro, entre tales convicciones no entraba para nada ni el tema del Reino de
Dios y menos aún sus exigencias, mientras que la idea de la virtud como
eje del comportamiento recto y digno era el centro de toda vida honesta y
coherente” (Castillo 2000, 351).

Este desplazamiento significó cambiar el foco del mensaje de Jesús que


ponía en el centro a las personas más débiles de su tiempo, las más sencillas, los
“nadie”, los pecadores, indignos y despreciables–como las mujeres, niños, pobres
y enfermos- dignificando y defendiendo su vida. El núcleo de lo que planteó Jesús
fue una nueva relación entre Dios y los seres humanos caracterizada por la
plenitud, el gozo, disfrute y alegría (íbid., 99- 100). Fue este mensaje y las
acciones que realizó en congruencia con ello, lo que lo pusieron en conflicto con
los poderosos de su época, entre ellos a los “hombres de la religión” (íbid., 102).
Esto determinó su marginación y posterior sentencia a padecer en la Cruz.

14
La visión de muchos de los primeros eruditos de la iglesia fue tratar de
conciliar la filosofía griega con el cristianismo (como el caso de Orígenes en el S.
III y de Ambrosío de Milán en el siglo IV) introduciendo en la comprensión y
práctica cristiana el concepto de “virtud” como fórmula fundamental para vivir la fe.
Este desplazamiento tuvo consecuencias mayúsculas, como lo plantea José María
Castillo en su obra “El reino de Dios. Por la vida y la dignidad de los seres
humanos”, pues esta palabra “expresa un concepto que está en los antípodas de
lo que los evangelios nos dicen cuando hablan del Reino de Dios” (Castillo 2000,
353). En la literatura griega, la areté simboliza “fuerza”, “vigor” “éxito” incluso
“excelencia”, hace mención sobre ser “selectos” o “los primeros”, desvinculando
entonces el ideal cristiano de la debilidad y marginalidad que Jesús puso en el
centro.

Según algunas etimologías la palabra “virtud” deviene de “vir”, aludiendo a la


fuerza viril del “guerrero que se impone en combate contra la mayoría” (Sabater
s,f, 35). De ser así, el posicionamiento de este vocablo implica muy tajantemente
el rechazo y minusvaloración de lo femenino. Lo viril es un atributo de la
masculinidad, que forzosamente –desde la simbólica del género- se diferencia de
lo considerado propio de las mujeres, estableciendo una relación dicotómica,
excluyente y jerárquica con ellas. Tendencia que, como veremos, se fue
posicionando junto con la institucionalización del movimiento cristiano.

Después de la conversión de Constantino la Iglesia pasó de tener un


carácter comunitario a uno fuertemente institucionalizado -siguiendo el estilo
grecorromano- y jerárquico que se tradujo en una menor tolerancia a la
participación femenina en las funciones de carácter sacerdotal y que quedó
asentado en las Constituciones Apostólicas. Documento normativo que estableció
reglas sobre la liturgia, las funciones y la ética de los distintos órdenes
eclesiásticos (Sánchez 2006, 38). La prohibición de la ordenación de mujeres fue
posteriormente recogida en los concilios de los S. IV y V.

Esta medida, así como otras disposiciones que tomaron papas y obispos no
siempre fueron recibidas con obediencia ciega, pues no faltó quienes desafiaran

15
las normas. Al respecto, una carta del papa Gelasio I a varios episcopados del sur
de Italia, fechada en 494, contiene un decreto (26) ocupándose directamente del
problema del sacerdocio femenino: “Oímos con estupor que los asuntos divinos
han llegado a tan bajo nivel que las mujeres son exhortadas a oficiar en los
sagrados altares y tomar parte en todos los asuntos propios de los oficios del sexo
masculino, que no les pertenecen a ellas” (Sánchez 2006, 39). De modo que la
acentuación dogmática y política de la ortodoxia corrió al filo de la lucha contra la
emancipación de las mujeres tanto en la Iglesia como en otros ámbitos de la
sociedad (Küng 2002, 43).

En la Edad Media y subsiguientes las cosas no fueron mejor para ellas.


Aunque Tomás de Aquino reconoció que ambos, hombres y mujeres, fueron
creadas a imagen de Dios, recogió también el pensamiento de Aristóteles y San
Agustín quienes consideraban que el hombre era el sexo ejemplar y que a partir
de él se interpretan la naturaleza y el papel de las mujeres (íbid., 59); en este
tiempo se consolidó también la idea de que el cuerpo de las mujeres era afín a la
tentación satánica (íbid, 61) lo que tuvo enormes repercusiones para las mujeres
en las décadas siguientes y aún en la actualidad.

Durante el Medioevo se recortaron las competencias jurídicas de las


abadesas, se redujo el derecho de la herencia a la los varones y el derecho
eclesiástico confirmó el sometimiento de las mujeres a los hombres por razones
de derecho natural. Por disposición papal las órdenes femeninas quedaron
subordinadas a las masculinas, incluso algunas comunidades de monjas y
vírgenes que realizaban obras de caridad fueron consideradas heréticas (íbid., 56-
74).

Por supuesto en esta época hubo mujeres que fueron reconocidas por su
inteligencia, sabiduría y espiritualidad. Sin embargo, el hecho de que la iglesia
católica haya proclamado sólo a cuatro de ellas28 como doctoras de la iglesia (de
un total de 36 doctores y doctoras), tiene mucho que decirnos respecto del
reconocimiento que se les otorga a las mujeres y sus aportaciones.
28
Santa Teresa de Jesús, Santa Catalina de Siena, Santa Teresa del Niño Jesús y Santa Hildegarda de Bingen.

16
Es así como mediante la norma y doctrina las mujeres fueron perdiendo
espacios de acción y quedaron confinadas según las visiones de la época. Las
consecuencias de estas generalizaciones y supresiones aún hoy seguimos
padeciéndolas. El costo lo hemos pagado no sólo las mujeres sino también el
anunciado proyecto de salvación, pues ha dejado fuera a mitad de la humanidad y
sus aportaciones. En el siguiente apartado se retomará la denuncia que han
posicionado las teólogas feministas cristianas respecto de la teología tradicional,
indicando también las maneras en las que mediante la recuperación, revaloración
y análisis de la experiencia femenina están abonando a la insubordinación de las
mujeres y mediante la cual enriquecen la reflexión y práctica cristiana.

Aportes y discusiones desde la teología feminista cristiana a la


insubordinación de las mujeres y a la reflexión y práctica cristiana

En el apartado anterior más que elaborar una recuperación histórica del proceso
que vivieron las comunidades cristianas desde los primeros siglos hasta su
posterior institucionalización y reafirmación durante la Edad Media, lo que intenté
hacer es ir identificando las posiciones, roles y estereotipos que se fueron
legitimando desde la doctrina, testimonios y documentos teológicos y eclesiales.
Aunque no puede decirse que las imágenes sobre las mujeres sean monolíticas y
que hayan sido recibidas pasivamente por parte de las y los fieles y ministros de
culto, sí se impusieron de manera hegemónica en la concepción religiosa a través
de las posturas oficiales.

Como puede apreciarse, hubo ejercicios de minusvaloración y erradicación


de las aportaciones de las mujeres hasta el grado de que hoy en día hay que
rastrear sus nombres y legados buceando en la “historia oficial”. Este trabajo de
documentación lo están realizando sobre todo teólogas e historiadoras feministas
con el fin de reconstruir una imagen más real sobre las mujeres, sus experiencias
y aportes en el contexto del cristianismo. Su esfuerzo se ha visto coronado con la
recuperación de numerosos nombres, momentos, situaciones y documentos que

17
están siendo analizados para desvelar la óptica de las mujeres: reconstruir sus
historias, intereses, ocupaciones y preocupaciones.

Antes de estos esfuerzos las imágenes que tenemos son parciales y


limitadas, pues no sólo no se recupera la visión de ellas, sino que se impone una
externa, la de los varones que tenían en ese momento el poder de nombrar, de
imponer sus lecturas. Esto implica que la teología tradicional es androcéntrica,
pues ha sido escrita casi totalmente por hombres y pensada en clave masculina,
considerando a las mujeres como otras, que además son inferiores, desiguales y
que los receptores o audiencias son principalmente hombres –en el sentido literal
del término- (Dickey 1993, 17).

Mediante el análisis de la simbólica y estereotipos de género presentes en


la historia y documentos oficiales, las feministas buscan develar las normativas
que han sido impuestas para las mujeres y que han contribuido a su exclusión de
los espacios de ministerio y toma de decisiones, así como el papel que ha jugado
la religión en su marginación y sometimiento histórico. Paralelamente, sin
embargo, muchas de ellas consideran que la Biblia y otras fuentes religiosas
pueden también ser empleadas para combatir la opresión a partir de redescubrir lo
que se ignora de ellas y de reinterpretarlas a la luz de nuevos elementos (íbid.,
30). Muchas feministas consideran que el cristianismo tiene un cariz liberador que
funciona no sólo para reflexionar y comprometerse con los pobres, los desvalidos,
los enfermos, sino también para emancipar a las mujeres todas.

Ferrer (2011) señala que la cultura grecorromana era en sí misma misógina


y, al desarrollarse la teología cristiana desde estos fundamentos, nació siendo
misógina también. Recordemos que el judaísmo tenía un cariz en este sentido y
que, aunque Jesús rompió con este orden, el posterior desarrollo e
institucionalización del cristianismo recuperó y legitimó muchos de estos
supuestos. Al limitar la participación de las mujeres en el apostolado, predicación,
ministerios, enseñanza y teología, terminó por excluírsele de esos ámbitos. De
esta manera la creación teológica y las mujeres terminaron por convertirse en
incompatibles y antagónicas (íbid).

18
Lo anterior no quiere decir que tradicionalmente no se teologizara sobre las
mujeres, sino que esta “teología de la mujer” partía de una visión y experiencias
masculinas. El resultado es que, aunque se reconocía su igual dignidad espiritual
y vocación se le atribuyó a cada género una esencia diferente; masculina y
femenina. Adjudicando a cada una atributos y con ello carismas y tareas distintas.
A las mujeres se les confinó en el ámbito de lo privado –en el hogar o en la
clausura- y, bajo un supuesto designio divino, a los hombres se les destinó la
participación intelectual, de decisión y poder en la iglesia (íbid.).

En los años 50 de este siglo, numerosos sacerdotes y pastores intentaron


abrir nuevos ámbitos de acción para las mujeres. Y, aunque partieron del
reconocimiento de la dignidad de ellas, siguieron manteniendo la estereotipación y
adjudicación de roles específicos a las mujeres. De esta manera contribuyeron a
fortalecer la creencia de que había una “esencia femenina” atemporal y universal.
Ejemplo de esta teología es “La mujer eterna” de Gertrude Vol le Fort (1957)
(Vélez 2001, 546). Las críticas a esta visión fueron numerosas. Principalmente
cuestionaron el método empleado, pues se temía que al generalizar se comparara
a las mujeres reales con un ideal, dejando fuera las diferencias, contradicciones y
especificidades de las mujeres de carne y hueso.

La teología feminista, entonces, es distinta de la teología sobre mujeres. La


teología feminista tiene sus antecedentes en los movimientos sufragistas
norteamericanos siendo su obra originaria “La Biblia de las Mujeres” realizada,
como señalé anteriormente, por Elizabeth Cady Stanton. Esta obra en dos
volúmenes (1895 y 1898) recogió una vasta revisión y reinterpretación de la biblia
hecha por un grupo de mujeres progresistas que combinaron la acción política con
la reflexión teológica. Constituyó el primer paso en la apropiación de las mujeres
de su derecho al pensamiento crítico y a la palabra creativa y liberadora. Ellas
defendieron “que la igualdad de los sexos a imagen de Dios, traducida en igualdad
social, era la voluntad originaria de Dios. El sexismo por tanto, se interpretó como
un pecado contra las mujeres y contra Dios, porque distorsiona la voluntad divina
para su creación” (Ferrer 2011).

19
La siguiente etapa en el desarrollo de la teología feminista devino hasta
1950, cuando se cuestionó la exclusión de las mujeres del ministerio ordenado,
sobre todo en las iglesias protestantes. Una década después se registró una
tercera etapa, que se desarrolló en las academias norteamericanas y europeas. A
pesar de la diversidad de análisis, tuvieron en común su acercamiento inclusivo,
crítico y creativo y el empleo de la perspectiva de género – que he abordado en el
primer apartado- (íbid.). Señala María José Ferrer (2011) que la teología feminista
arrancó de dos descubrimientos medulares; el primero es que lo que se había
considerado como “la experiencia humana universal” hasta el momento, en
realidad es la experiencia y comprensión de los hombres sobre sí mismos, el
mundo y Dios; el segundo fue la necesidad de cuestionar la identificación
“exclusiva y excluyente” de Dios con los varones, pues, como afirmó Mary Daly “si
Dios es varón, entonces el varón es Dios”.

La teología feminista ha tenido desarrollos distintos en diferentes épocas y


regiones del mundo. En Norteamérica, su impulso provino de los movimientos
civiles de los 60s y de la tercera Ola del Feminismo, que confluyó con la creciente
incorporación de las mujeres protestantes a los estudios teológicos y al ministerio.
Actualmente la teología feminista está posicionada en el ámbito académico en
numerosas facultades, impulsando la educación teológica de las mujeres y sus
carreras profesionales en este ámbito (Ferrer 2011).

En el viejo continente la conciencia teológica feminista se desarrolló


paralelamente con los trabajos de teólogas pioneras que abordaron temáticas
como la necesidad de cambiar leyes eclesiásticas, la moral sexual y los valores
humanos. Después de 1975, año Internacional de la Mujer, afloraron distintas
asociaciones que han tenido relevancia en el impulso de la teología feminista y se
han celebrado varios Sínodos Europeos de Mujeres29 (Ferrer 2011).

En los 80s se evidenció un peligro en el que se estaba cayendo: identificar


la experiencia de un grupo particular de mujeres (blancas, de clase media, de

29 Entre estas se encuentran: Mujeres y Hombres en la Iglesia, la Sociedad Europea de Mujeres Investigadoras en
Teología y el Forum Ecuménico de Mujeres Cristianas de Europa, Mujeres y Teología, del Collectiu de Dones en
l’Esglesia, y de la Asociación de Teólogas Españolas (ATE)

20
países centrales) con la experiencia de todas. Las mujeres que padecen otras
múltiples opresiones reclamaron la necesidad de elaborar sus propias reflexiones
teológicas abriendo una cuarta etapa en la teología feminista a partir de su
enriquecimiento con contextos culturales y el análisis de distintas formas de
opresión.

Surgió así la teología womanista, desarrollada por mujeres afroamericanas


que buscan incorporar la perspectiva y experiencia de las mujeres negras
posicionando la familia, la comunidad y la lucha contra la opresión racista como
ejes nodales en sus propuestas. También las hispanas en Estados Unidos han
desarrollado su propia teología, la mujerista, en donde conjugan el prejuicio étnico
con la opresión económica y sexista. Un valor esencial para ellas es la comunidad,
por lo que con frecuencia su teología se elabora en sesiones de trabajo grupales
(Ferrer 2011).

Las teologías feministas asiáticas han abordado el ámbito de la teología


cristiana, pero también muchas otras perspectivas. Dada la pluralidad religiosa,
étnica y cultural de la región, ellas han desarrollado profusamente el diálogo
interreligioso. Pero también han abordado cuestiones que tienen que ver con el
paramilitarismo, la pobreza y la explotación sexual que están igualmente
presentes. A finales de los 80s se formó el círculo de Teólogas Africanas
Comprometidas quienes reclamaron su voz para hablar de sus experiencias, que
son significativamente distintas a las de otras mujeres. Introdujeron en su análisis
el colonialismo, la pobreza y el neocoloniamismo presentes en sus vidas. Años
antes se desarrolló la teología feminista latinoamericana a partir de la experiencia
de las mujeres que se unieron a comunidades de base y a la teología de la
liberación. Su lugar teológico y hermenéutico es la mujer pobre, buscando
visibilizar y transformar su situación (Ferrer 2011).

Como se puede apreciar, la teología feminista es diversa y muy rica. Sin


embargo, no toda ella es teología feminista cristiana. Pamela Dickey30 (2000)
estableció algunos parámetros que permiten identificar la teología feminista

30 Teóloga canadiense, profesora investigadora en la Escuela de Religión de la Queens University.

21
cristiana de otras que no lo son. Para ello, no basta que las fuentes de análisis de
la teología provengan de la experiencia de mujeres, ni que sus fuentes sean
cristianas. Esta autora, basándose en el trabajo de Peter Slater pone énfasis en
los rasgos que definen una tradición religiosa particular, es decir el símbolo central
sobre el que se congregan símbolos primarios. En la religión cristiana el símbolo
central es Cristo Jesús, pero para ello habría que distinguir entre lo que Jesús dijo
e hizo y las tradiciones posteriores acerca de él. Como no tenemos una fuente
directa de Jesús (su biografía y enseñanzas escritas por él mismo) tenemos que
recurrir al testimonio de los apóstoles, cuyas fuentes más tempranas son los
Evangelios sinópticos.

De entre estos recursos, el elemento central es el mensaje del Reino de


Dios, en torno al cual Jesús llamó a sus seguidores a congregarse. La invitación
es a amar tanto a Dios como al próximo, a experimentarle a través de este amor.
La lectura a darle a este mensaje va más allá de los ejemplos y parábolas
contenidas en él, requiere extrapolarlo para captar su esencia, para mirar al futuro
y actuar en el presente.

Las teólogas feministas cristianas rescatan que el movimiento que inició


Jesús fue igualitario y abierto, pues invitó y acogió a mujeres y universalizó la
salvación. Para ellas, la teología tiene que reafirmar el pleno carácter humano de
las mujeres. No puede fundamentarse en la disminución o distorsión de la
identidad humana ni en la opresión de grupo humano alguno (íbid., 33). Así como
la relación de Jesús con Dios fue de mutuo amor y solicitud, no de jerarquía e
imposición, de esa manera también Jesús se relacionó con las mujeres Por lo
que, desde los evangelios sinópticos se encuentra una figura compatible con el
feminismo (íbid., 40).

Otro elemento que la teología feminista rescata es el matiz político de


Jesús. Se le identifica como aquél que defendió a los humildes y juzgó a los
poderosos, por lo que cualquier intento de despolitizar su figura tiene como
resultado sostener el status quo en lugar de cuestionarlo (íbid 39). Reconociendo

22
que los tiempos y las instituciones cambian, ahora nos toca cuestionarnos qué
significa ser hijo de Dios en estos momentos

Para la teología feminista no puede ser aceptable interpretación alguna que


“refuerce las estructuras patriarcales de dominación” (íbid., 43). Tenemos
entonces que volver al pasado para preguntarnos quién registró, por qué y desde
dónde, de lo contrario correríamos el riesgo de que lo ya escrito se convierta en
una fuerza que determine nuestro presente.

Una teología feminista tendría que rechazar cualquier intento de ser neutral
y objetiva -como tampoco Jesús fue neutral en su postura y decisiones-, pues
sabe que esto es una falacia porque nadie mira desde ninguna parte. En su lugar,
estaría comprometida con la liberación plena de las mujeres y el reconocimiento
de su dignidad. Y aunque sus productos no sean necesariamente distintos a la
teología que realizan los hombres, sí tienen qué añadir y complementar a esta
visión.

Para propiciar otras lecturas teológicas tendríamos que incorporar la


experiencia de las mujeres. Dickey propone las siguientes tres líneas de abordaje:
hacerlo desde su experiencia corporal, incorporando los significados que entraña
el vivir dentro de un cuerpo de mujer; desde la experiencia social recogiendo lo
que la cultura nos ha enseñado respecto a ser mujeres (los patrones de género)
con una postura crítica y, por último, desde la experiencia feminista de las mujeres
como respuesta a una experiencia social. Es decir, cuestionando lo que se ha
dicho sobre quiénes son las mujeres y lo que quieren, para buscar nuevas
respuestas e interpretaciones, nuevas significaciones (íbid 50-57).

Ferrer (2011) incluye la necesidad de que la teología y praxis cristianas


incorporen las experiencias de liberación de las mujeres, visibilizando sus logros y
aportaciones, identificando también las fuentes de las que beben y se fortalecen,
con el fin de abrir espacios de esperanza a quienes luchan por liberarse y
emanciparse de cualquier opresión.

23
Recuperando el contenido desarrollado en este documento, me atrevo a
concluir que la teología feminista cristiana abona a dos aspectos; alimenta la
insubordinación de las mujeres para buscar revertir la subordinación femenina,
pero también y como resultado, enriquece la reflexión cristiana. Considero que
esta teología abona al primer rubro en tanto que alienta la construcción de un
espacio para que ellas se encuentren y re encuentren consigo mismas a partir del
análisis y valoración de las experiencias de sus contemporáneas y predecesoras,
que se han congregado y han colaborado en el desarrollo y vivencia de esta fe. A
la insubordinación abona también la variedad de vertientes que se ha desarrollado
en la teología feminista y que aluden a la necesidad y al deseo de muchas
mujeres, provenientes de regiones geográficas y contextos distintos, de hacer uso
de su voz y a través de ello encontrar su identidad. Que a partir de este proceso
se solidarizan con otros y otras que desean encontrar su propio camino de
liberación a cuyos procesos pueden abonar desde su narrativa y praxis.

Respecto de las aportaciones de esta teología para enriquecer la reflexión y


práctica cristiana, un elemento central es que incorpora a nuevos sujetos para
hacer el análisis y reinterpretación. Estos nuevos sujetos tienen experiencias
personales a partir de la cual ofrecen una lectura del mundo y de Dios distinta,
complementaria, en función de sus intereses, objetivos, preocupaciones, anhelos.
Esta inclusión permite enriquecer la idea que tenemos sobre el Reino de Dios al
permitirnos observar un aspecto de injusticia y desigualdad que posiblemente
pasábamos por alto y al que tal vez inconscientemente hemos abonado a través
de nuestra práctica cotidiana. Las reflexiones de las teólogas feministas cristianas
nos permiten pensar en nuevas posibilidades para construir comunidad, para
hermanarnos con otros y otras que padecen múltiples opresiones.

Como punto final de esta disertación me gustaría hacer un listado de puntos


que no me parece posible desarrollar aquí, pero creo que refieren a cuestiones
concretas que podemos abordar o al menos repensar desde las aportaciones de la
teología feminista cristiana. Los cito porque me parece que aluden a discusiones y
debates actuales que vale la pena recuperar:

24
 Desde esta visión se cuestiona la visión de Dios en exclusiva clave
masculina. Ahora se propone una variedad más amplia de imágenes
divinas que bien pueden ser femeninas, masculinas o neutrales en su
género. Esta postura nos remite a pensar en cuál es la imagen o imágenes
de Dios con las que (con) vivimos y la manera cómo éstas nos invitan a
pensarnos en nuestra relación con nosotros o nosotras mismas y con los y
las demás.
 Se nos invita a cuestionar la identificación entre iglesia y estructura,
traspasando la idea de que es un espacio exclusivo del sacerdocio para
implicar otros ministerios.
 Varias feministas emplean el término de mujer- iglesia para proponer un
movimiento de mujeres y hombres que reflexionen en su autoafirmación
religiosa y en la liberación de la opresión y marginación para todos y todas.
 Se cuestiona también las estructuras jerárquicas presentes en la
eclesiología institucional. ¿Es posible pensar en una autoridad compartida,
abierta a la variedad de opiniones y puntos de vista?
 Se proponen nuevas imágenes sobre mujeres que salen del rol tradicional.
Sabemos ahora que en el contexto del cristianismo hay mujeres fuertes,
sabias, independientes, activas que pueden inspirarnos hoy.
 El feminismo reconoce la intersección entre las opresiones, de modo que
liberar de la subordinación de un grupo implica necesariamente la liberación
de otros. Desde este enfoque se han analizado otras opresiones como el
racismo, sexismo, incluso la explotación de la naturaleza.
 Reconocer la dignidad de las mujeres para realizar un cariz más amplio de
ministerios al interior de las iglesias. La Iglesia protestante ya ha aceptado
la ordenación de mujeres, incluso algunas de ellas han sido nombradas
obispas. Sin embargo todavía hay barreras que permanecen en otros cultos
cristianos.
 Reconocer y acoger movimientos y perfiles feministas al interior de la
iglesia católica (católicas por el derecho a decidir; monjas activistas y
políticas en España, colectivos de feministas estadounidenses)

25
 Necesidad de incorporar las experiencias de las mujeres así como sus
diferencias. Que el cuerpo de las mujeres deje de ser un territorio de sobre
el que se impongan miradas y normativas masculinas.

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