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© 2019, Antología Libertad

© Amanda S. Losua © Andrea Vega © Jimena González Gimena ©


Fabiola Avila © Aitziber Conesa © Cristina Murillo Muela © Katty
Cool © Vania T. Curtidor © Fernando Bolaños © Esther Evans ©
Alba G. Callejas © Sara Ramírez
Prólogo © Montserrat Vega
Selección © Esther Evans, Katty Cool, Montserrat Vega y Fabiola
Avila
Diseños interiores y de cubierta © Rosmary Padrón
Maquetación © Fabiola Avila
Corrección © Esther Evans, Montserrat Vega y Katty Cool
RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS. No se permite la
reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a
un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o
por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación
u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del
copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un
delito contra la propiedad intelectual.
Para todas las personas que sueñan en grande.
Para quienes desean un mundo mejor y luchan por su libertad.
En ocasiones, una palabra o concepto despierta ideas y
sensaciones distintas para cada persona y en la Antología
Libertad, hemos querido recopilar doce historias que os
transportarán a diferentes épocas y situaciones en las que la
esencia de la libertad juega un papel importante.
Esperamos que os sorprenda la cantidad de emociones
distintas que contienen estas páginas y que disfrutéis cada
relato tanto como nosotras.

.Katty Cool.
ÍNDICE

PRÓLOGO 7
ESCRITO POR MONTSERRAT VEGA

LAS DOS REINAS 10


AMANDA S. LOSUA

UNA PISTOLA, SEIS BALAS 23


ANDREA VEGA

SAL DE LA JAULA 39
JIMENA GONZÁLEZ GIMENA

HAMBRE DE LIBERTAD 55
FABIOLA AVILA

ROSA DE SAL 73
AITZIBER CONESA

EL ECO DEL INVIERNO 80


CRISTINA MURILLO MUELA

UNA PERLA DE OLVIDO 96


KATTY COOL

JAULA DE ALGODÓN 104


VANIA T. CURTIDOR

VIVO EN UNA DISTOPÍA 117


FERNANDO BOLAÑOS

ATLANTIA 125
ESTHER EVANS

OJOS DE MIEL 140


ALBA G. CALLEJAS

UN CIELO SIN CADENAS 148
SARA RAMÍREZ
ANTOLOGÍA LIBERTAD

NADIE ES LIBRE DE VOLAR (AUNQUE PODAMOS O


NO SER LIBRES PARA INTENTARLO)
Prólogo por Montserrat Vega

A hora mismo son las dos de la mañana o las cinco de la tarde


de un lunes, un jueves o tal vez un domingo; o incluso es
posible que acabes de sentarte en el sofá o de tirarte en
la cama después de un largo día de clase, de trabajo, de esperar
en la cola del paro, o de dejar la casa más limpia que una patena,
o incluso de dar un paseo para cazar Pokémon. Sea como fuere,
has decidido que este momento es el idóneo para empezar a leer
esta antología, pero antes de eso me gustaría hacer una reflexión
acerca del tema en torno al que nació: la libertad.
¿Qué es la libertad?, te preguntarás. Si buscases la palabra
«libertad» en Google, éste te devolvería más de setecientos
sesenta mil resultados en, aproximadamente, cero coma cuarenta
segundos. Definiciones de Wikipedia y otras fuentes de dudosa
fiabilidad, noticias sobre activismo, crímenes contra la libertad,
o la puesta en libertad de alguna persona ya condenada o
presuntamente culpable, vídeos musicales relacionados… Un mar
de información del cual podemos extraer la premisa de que la
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ANTOLOGÍA LIBERTAD

palabra «libertad» se utiliza y se dice, pues, en muchos sentidos y


con múltiples significados, que van a variar de una persona a otra
y, más importante, de una cultura y de una sociedad a otras.
No obstante, existe un cierto consenso respecto a lo que es,
definiéndola como «la capacidad de elegir entre hacer o no hacer
algo, pudiendo sobreponernos a la necesidad y al estímulo, y
contradecir ambas instancias». Dicho de otro modo, solemos
considerar la libertad como la posibilidad de actuar según nuestra
propia voluntad, tomar nuestras propias decisiones.
Es evidente, pues, que alguien libre es alguien que elige, y los
seres humanos tomamos muchas y distintas decisiones todos
los días, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos (en
caso de que decidamos hacer alguna de las dos). No obstante, la
libertad efectiva pasa por las posibilidades, es decir, se es libre en
la medida en que se cuenta con posibilidades para hacer y para ser
nosotres mismes. En otras palabras, la libertad es el modo propio
que tenemos de realizarnos como personas. Estamos de forma
permanente ejerciendo nuestra(s) libertad(es). A mayor número
de libertades, mayor capacidad de elección y, por lo tanto, mayor
autonomía.
Sin embargo, también es correcto señalar que hay elecciones
libres y elecciones que no lo son. Cuando nos toca elegir entre un
número limitado de opciones, es imposible considerar que esa
toma de decisión se haya hecho con libertad.
Así lo ilustran los doce relatos que componen esta antología; de
ellos cinco son de fantasía, tres de ciencia ficción, dos de ficción
histórica, uno de realismo y otro de terror.
El objetivo de la antología «Libertad» no es otro que dar
visibilidad a aquellas personas, grupos y/o colectivos que, en su
día a día, ven limitada su libertad y su toma de decisiones, y que
sufren discriminación y opresión por razón de su identidad de
género, su orientación sexual, su procedencia, su etnia y/o raza,
sus condiciones socioeconómicas, etc.

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ANTOLOGÍA LIBERTAD
La libertad es complicada, pero no es inestimable. Hemos
nacido para la libertad. El mundo es un tapiz con muchos colores
y diseños, y si nos quitan la libertad, nos quitan la parte esencial
del ser humano.

Por último, una pequeña reflexión en palabras de Toni Morrison:

«Les digo a mis estudiantes: Cuando consigas estos


trabajos para los que has sido entrenado de manera tan
brillante, recuerda que tu verdadero trabajo es que si
eres libre, necesitas liberar a alguien más. Si tienes algún
poder, entonces tu trabajo es empoderar a alguien más».

(Cita original: “I tell my students, 'When you get these jobs


that you have been so brilliantly trained for, just remember that
your real job is that if you are free, you need to free somebody else.
If you have some power, then your job is to empower somebody
else...”).

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ANTOLOGÍA LIBERTAD

LAS DOS REINAS


Amanda S. Losua

É rase una vez la hija de un pobre panadero. La joven solía


vivir rodeada de harina y deseosa de aventuras y libertad.
Hasta que un día conoció a un apuesto príncipe y entonces
juntos… Es broma. Me estoy quedando con vosotros. Me llamo
Coleth y sí, soy la hija del panadero, sí que vivía rodeada de harina
y quería vivir aventuras, pero ¿un príncipe? ¿En serio?
Tampoco puedo culparos si os lo habéis creído. Aquí donde yo
vivo todas las jóvenes sueñan con un príncipe desde que Cenicienta
dejó de ser esclava de su madrastra. Todos creen que su final feliz
irá corriendo a llamar a su puerta. Todos menos yo, por supuesto.
Yo solo era una extra de esos que se mencionan de refilón en los
cuentos y que nunca tienen un papel importante. Yo era algo así
como la cesta de merienda que Caperucita llevaba a su abuelita. A
quién le importa, ¿verdad? Pensé que la vida sería sencilla: hacer
pan, vender pan, después a dormir y seguir la rutina. Tal vez algún
día me casaría o tal vez no. Heredaría el negocio de mi padre y
tal vez sería la panadera de la princesa, y me alabarían por mis
10
ANTOLOGÍA LIBERTAD
increíbles desayunos. Ese era mi destino, hasta que me crucé con
ella.
Tranquilos, no me he vuelto loca, ni vosotros sois duros de
oído, he dicho ELLA. Ahora con mayúsculas. Os explicaré cómo
empezó todo esto. Pero estad muy atentos, tengo una tendencia
al sarcasmo y a veces exagero las cosas más de la cuenta. Así que
érase una vez:

En la que fui enviada a por suministros de harina al reino vecino,


ya que mi madre se había roto la pierna trabajando en el molino la
semana anterior. Puede que no me creáis, pero este trabajo tiene
sus riesgos. Como habréis supuesto, en la tierra donde yo vivo a los
miedos que por desgracia atormentan a una mujer joven, se tienen
que sumar los ogros, los lobos de dos metros con especial gusto
por la carne humana, brujas antropófagas… En serio, empiezo a
cuestionarme por qué tanto gusto por comer humanos. En fin,
andar por el bosque no es algo recomendable, pero ya os he dicho
que yo era una extra. Y a los extras nunca les sucede nada fuera de
lo normal. Puede que me tropezara con una raíz de un árbol y me
rompiera el bajo de mi vestido, una desgracia para mi madre y una
alegría para la costurera.
Cruzar el Bosque Encantado; no era algo que me quitara el
sueño, así que cuando dije adiós a mi familia aquella mañana y
me adentré en él; no esperaba otra cosa más que árboles viejos y
tal vez algún viajero extraviado. Pero como os he adelantado, el
destino me aguardaba cosas mucho más interesantes.
En aquel momento yo ya me había adentrado lo suficiente en
las profundidades del bosque como para que pareciera más de
noche que de día. Era un viaje largo así que decidí sentarme a la
sombra de uno de esos enormes y tenebrosos árboles. Esos que
parece que van a atraparte con sus ramas en cuanto parpadees. En
los árboles normales suele haber ardillas, si tienes mala suerte un
oso, a veces diferentes tipos de pájaros. Pero, cuando yo levanté
la cabeza aquel día al caerme aquella rama, lo último que pensaba
encontrarme era una chica con una estrella en la frente.
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ANTOLOGÍA LIBERTAD
—¿Hola? —pregunté sorprendida de que a una extra se le
concediera el honor de poder ver a una princesa de cerca. ¿Que por
qué sabía que era una princesa? Deberíais haberla visto: Grandes
ojos azules, pelo rubio, largo y liso, piel blanca como el mármol, ese
dulce olor a perfume de flores y, por supuesto, la estrella. ¿Cuánta
gente normal conocéis que tenga una estrella en la frente?
La princesa me saludó con la mano y sin decir una palabra, así
que deduje que debía de estar bajo algún tipo de encantamiento
que la mantenía muda. A día de hoy todavía no sé muy bien qué
fue lo que me llevó a pensar que yo podía ayudarla. Yo, que no era
ninguna clase de príncipe o héroe maravilloso, solo una panadera.
Como os he dicho, no fue una decisión difícil, así que me encaramé
al árbol y comencé a escalar. Recuerdo que mientras ascendía me
preguntaba qué clase de entrenamiento había recibido aquella
chica para subir tan arriba sin destrozarse las manos y el vestido.
Cuando llegué a su altura y pude observarla mejor… Os seré sincera,
me quedé tan muda como ella. Era tan preciosa que no podía ser
real.
—Supongo que estás hechizada.
La princesa asintió con la cabeza, pero sin mostrar ninguna
clase de emoción en su rostro. Al menos de ese modo supe que me
entendía. Aunque iba a ser un poco complicado conseguir que me
contara cómo había llegado allí.
—¿Y no puedes decir ni una palabra?
Ella negó con la cabeza.
—¿Ni una sola?
Otra negación.
—¿Ni un mínimo e ínfimo, diminuto sonidito?
Sus cejas se juntaron un poco y aquello me dejó claro que estaba
empezando a ponerla de los nervios.
—¿Por qué no intentas decir algo? Igual el hechizo desaparece si
lo haces.
La joven negó de nuevo cada vez más nerviosa, sus labios

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ANTOLOGÍA LIBERTAD
empezaban a juntarse también como si quisiera gritarme. Y
entonces hice algo de lo que me arrepentí nada más llevarlo a cabo.
Seguro que estaréis pensando que qué cosa tan horrible pude
hacerle. Os lo resumiré: cosquillas, le hice cosquillas. Y empezó a
reírse como nunca había visto reír a nadie.
—¿Qué… qué has hecho? —me dijo tratando de apartar mis
manos de sus costillas para recobrar el aliento.
—Creo que te he hecho cosquillas. Mira, estás hablando. Ese
hechizo no debía ser muy fuerte.
—Idiota. Yo no soy la hechizada, son mis hermanos. Se suponía
que si aguantaba siete años sin hablar o reírme los liberaría. Y tú
has tirado todo eso por tierra.
Hizo que me sintiera culpable, ¿vale? ¡Yo pensé que estaba
ayudándola! Por estas cosas los extras no tenemos que meternos
en las historias de los protagonistas.
—Lo siento. Pero seguro que no está todo perdido, podemos
encontrar a quien hechizó a tus hermanos y te dijo lo que debías
hacer para liberarlos.
—No es tan sencillo, ¿sabes cuántas hechiceras hay en nuestro
mundo? Es como buscar una aguja en un pajar.
Y tras decirme aquello comenzó a descender por el árbol con
mucha más gracilidad que la que yo misma había empleado para
subir. No tuve otro remedio que seguirla. Yo había causado aquel
embrollo e iba a solucionarlo.
Una vez abajo la princesa comenzó a alejarse siguiendo el
camino del bosque. Obviamente yo la seguí. No iba a dejar pasar
la oportunidad de que se me permitiese participar en una historia.
—Pues no busquemos una hechicera. Hay más seres con magia
en nuestro mundo.
—Sí, y cada uno más peligroso que el otro.
La verdad es que no sabía si la prefería muda o sarcástica. Pero
una cosa estaba clara para mí. Ella era la primera persona que
conocía capaz de dejarme sin palabras o de superar mi propio

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ANTOLOGÍA LIBERTAD
sarcasmo.
—No todos son peligrosos. ¿Qué me dices de un hada madrina?
La joven se paró en seco y se giró hacia a mí intrigada, como si
tuviera la llave del cofre del tesoro sobre la palma de mi mano.
—Podría funcionar.
—¿Lo ves? En el fondo sabes que quieres mi ayuda. A todo esto,
no he oído tu nombre aún. Yo soy Coleth, a tu servicio.
Aún recuerdo su rostro cuando le pregunté cual era su nombre.
Pero seguro que la respuesta os sorprenderá tanto como a mí.
—No tengo nombre.
—Espera…. ¿No tienes nombre? ¿En serio?
La joven se cruzó de brazos taladrándome con la mirada.
—¿Tengo pinta de estar bromeando? No, no tengo nombre. Soy
de ese tipo de princesas a las que jamás se les pone un nombre. No
soy Blancanieves, ni Cenicienta, ni Bella. Soy solo una princesa; ni
más, ni menos.
—Pues yo soy una panadera, en carne y hueso. Te voy adelantando
que no pienso llamarte Princesa.
—Tampoco iba a pedírtelo.
Negué con la cabeza. En el fondo me sentía mal por ella. Yo nunca
había tenido mucho, pero un nombre es la parte más importante
de una persona. Yo siempre he pensado que te define. Que de algún
modo moldea la persona que serás.
—Encontraremos un nombre mientras buscamos a tu hada
madrina. Dos por uno.
Creo que aquella fue la primera vez que la hice sonreír con una
de mis bromas.
—Dos por uno. Además, podría tener una compañía peor que tú.
Dicen que el Príncipe Encantador es un creído.
He de admitir que se me escapó una risa al escucharla decir
aquello. No sabía cuánto tiempo llevaría subida a aquel árbol y
tratando de liberar a sus hermanos del hechizo, pero el mundo se

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ANTOLOGÍA LIBERTAD
había estado perdiendo a una gran oradora.
—Como todo apunta a que vamos a tener que pasar mucho
tiempo juntas, ¿por qué no me dices en qué consiste el maleficio?
La princesa se abrazó a sí misma mirando a su alrededor,
tratando de evitar mi mirada. Era fácil adivinar que no se sentía
nada cómoda hablando de aquello.
—Todo empezó cuando nací. Mi padre dijo que si su decimotercer
hijo era una niña le daría a ella su reino y mataría al resto de sus hijos.
Mi madre estaba tan asustada que los hizo huir al bosque y dijo
que les avisaría con una bandera si el bebé era niña. Como puedes
imaginar la cosa no fue bien para mis hermanos y se pasaron años
viviendo ocultos en el bosque alrededor de nuestro castillo. Hasta
que un día mi madre me lo contó todo y salí a buscarlos.
»Por suerte, los encontré y pasamos un tiempo viviendo juntos.
Pero cometí un error. Corté unas flores que crecían en la entrada
de su casa y mis doce hermanos se convirtieron en cuervos y se
marcharon volando. Entonces apareció la hechicera y me dijo que
si podía aguantar siete años completamente muda ellos volverían
a ser muchachos corrientes. Aunque me temo que ya no es posible.
Cuando terminó de hablar cogí su mano y la estreché para darle
fuerza. Yo estaba segura de que tenía que existir otro método más
sencillo que devolviera a sus doce hermanos a la normalidad. Las
hadas madrinas tenían fama de ser criaturas benévolas, así que no
nos impondrían una tarea muy difícil. No sabéis lo equivocada que
estaba.
—¿Y cómo se llama a un hada madrina? —pregunté, ya que
quería solucionar aquello cuanto antes.
La joven princesa pareció meditarlo durante unos segundos.
—Se supone que te asignan un hada en el momento de tu
nacimiento. Y cuando estás en un momento de gran dificultad
aparece y te concede tu deseo.
—¡Perfecto! Tú estás en un momento de dificultad, necesitas un
deseo. Haz como Cenicienta, un bibidi bobidi bu y todos contentos.

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ANTOLOGÍA LIBERTAD
Siempre recordaré la mirada que me lanzó al decir aquello.
—Si fuera tan sencillo todo el mundo lo haría. Si no ha aparecido
todavía es porque no cree que esté pasando por un momento tan
difícil.
Al instante supe que tenía razón, así que pensé que tendríamos
que ponérselo aún más complicado a la princesita para que su
hada madrina apareciera.
—Adentrémonos en el bosque —dije todavía con su mano
cogida—. Si tenemos suerte nos acecharán toda clase de peligros.
Recuerdo como sentí su piel estremecerse contra la mía mientras
la arrastraba al interior del Bosque Encantado. Tal vez a los extras
nunca nos pasaran cosas, pero los protagonistas… Eso ya era
otro asunto. Me encantaría deciros que vivimos un montón de
aventuras épicas antes de encontrar el gran peligro que la ayudaría
a invocar a su hada madrina, pero la realidad fue muy distinta.
Porque habiéndonos adentrado unos pocos metros oímos unos
ruidos a nuestras espaldas y, al girarnos, nos encontramos con el
trol más descomunal que yo hubiese visto jamás.
—Ha sido fácil —dije retrocediendo sin soltar nuestras manos—.
No es por meterte prisa, pero sería un buen momento para que tu
hada apareciera.
El trol nos rugió y puedo aseguraros que me dio un baño solo con
su saliva. La princesa a mi lado gritó y un destello de luz apareció
ante nosotras. Yo cerré los ojos, por lo que no pude ver lo que
sucedió exactamente. Solo sé que cuando separé mis parpados el
trol había desaparecido. En su lugar había un hada del tamaño de
una mariposa que nos sonreía con su varita mágica en la mano.
—Hola princesa. Soy tu hada madrina. He sentido el peligro y he
venido a ayudarte. Dime cuál es el deseo que más ansía tu corazón.
—Lo que más ansía mi corazón es descubrir el modo de liberar
a mis hermanos del hechizo que los mantiene presos en forma de
cuervos.
El hada ladeó su cabeza y nos observó con lástima. En aquel
momento supe que lo que iba a mandarnos hacer sería una empresa
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ANTOLOGÍA LIBERTAD
casi imposible.
—Lo que pides es complicado —comenzó a decir mientras se
daba golpecitos en la cabeza con la varita haciendo que su pelo
cambiara de su natural color castaño al verde y después al azul—.
Pero soy tu hada madrina así que te lo concederé. Debes buscar
unas zarzas encantadas que crecen en este bosque y coser doce
camisas para tus hermanos. Cuando termines la decimosegunda
recuperarán su forma humana. Mas princesa, solamente contaréis
con una semana de tiempo, pues cuando la zarza se corta, su magia
desaparece a los siete días. Buena suerte.
Y tras decirnos aquello se esfumó con un chasquido.
—Bueno, supongo que tenemos que ponernos manos a la obra
—comenté desentrelazando nuestras manos por fin.
—¿Y cómo se supone que vas a encontrar esas zarzas?
—Te contaré un secretito. Todas las cosas mágicas brillan.
Busquemos una zarza brillante y pongámonos a coser. Doce
camisas en siete días no es algo sencillo.
Después de aquello nos pasamos todo el día recorriendo el bosque
y tratando de evitar cruzarnos con cualquier cosa potencialmente
mortal. He de admitir que la princesita no era tan mala compañía.
Había momentos en los que incluso se me hacía agradable. Casi
al anochecer encontramos la zarza en un claro del bosque. Como
yo le había dicho refulgía como el oro. La arrancamos tratando de
no cortarnos con los pinchos y buscamos un sitio en la explanada
para comenzar a tejer. Durante siete días seríamos un equipo de
costura imparable.
—Creo que ya sé que nombre ponerte —dije cuando llevaba
bordado medio cuello de la camisa.
La princesa me miró con clara curiosidad y yo no me hice de
rogar.
—Estrella. Ya sabes, por la marca de tu frente. Lo sé, es poco
original. No hace falta que me lo digas.
Para mi sorpresa, ella no se rio de mí. Es más, me dedicó una

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ANTOLOGÍA LIBERTAD
cálida sonrisa y besó mi mejilla.
—Me encanta.
Os juro que me puse tan roja como mi pelo. Creo que no lo he
mencionado antes, pero soy pelirroja, aunque eso es lo de menos.
Lo que quiero decir es que aquella fue la primera vez en mi vida
que sentí un clic, una conexión. Ponedle el nombre que queráis,
pero era algo nuevo y especial. Me gustaba.
Aquella noche nos la pasamos tejiendo codo con codo la una al
lado de la otra. Ni siquiera soy capaz de recordar en qué momento
se nos cayeron las zarzas de las manos y nos quedamos dormidas
con las cabezas juntas. Solo sé que los rayos del sol filtrándose
entre las hojas de los árboles fueron los que me despertaron a la
mañana siguiente al deslumbrarme. Estrella aún dormía, pero eso
no me impidió coger la zarza de nuevo y seguir tejiendo. Aquella
era su última oportunidad de recuperar a su familia.
Pasé un rato así hasta que por fin abrió los ojos. Parecía muy
confusa, seguramente pensaría que todo lo acontecido el día
anterior había sido un sueño.
—Buenos días —me dijo sonriendo y cogiendo también las
zarzas para comenzar a tejer.
—¿Sabes que roncas? —respondí.
Estrella se puso roja y me golpeó con su codo en las costillas
haciendo que soltara un quejido.
—Yo no ronco. Tal vez te hayas escuchado a ti misma en sueños.
Me reí. Me gustaba hacerla rabiar y ver como sus labios se
curvaban y sus ojos me miraban de forma acusadora como si fuera
un niño que se había portado muy mal.
Aquel día ni siquiera nos preocupamos por comer. Deduzco que
casi al mediodía ya llevábamos cuatro camisas cosidas, yo estaba
empezando con la quinta y ella la sexta. La mitad. Todo parecía
perfecto, hasta que él apareció. Era un rey joven y acababa de
ser coronado en su reino. No debía tener muchos más años que
nosotras. Obviamente se quedó embobado mirando a Estrella,

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ANTOLOGÍA LIBERTAD
pero a ella aquel idiota no le hacía nada de gracia. ¿Que por qué le
llamo idiota? Estáis a punto de descubrirlo.
—Nunca jamás se había cruzado en mi camino una dama tan
hermosa como vos —dijo avanzando hacia nosotras y tomando las
manos de Estrella entre las suyas—. Serás mi esposa.
Mis propias manos se movieron solas y golpearon las suyas
obligando a soltar las de mi nueva amiga. ¿Esposa? ¿Cuántos
segundos hacía que la había estado mirando? ¡Si ni siquiera habían
intercambiado dos palabras!
—Lo siento, guaperas, pero ahora tenemos algo importante
entre manos —dije señalando las zarzas en mi regazo—. No creo
que mi amiga esté interesada en matrimonios y menos con alguien
como tú.
Estrella se quedó paralizada mirándome. Admito que había
modos más amables de hablarle a un rey, pero en aquel momento
aquel fue el tono que me salió.
—¿Cómo osas hablarme así? Tú, una simple plebeya. ¡Guardias,
arrestadla!
Efectivamente, sus guardias me agarraron por los brazos
levantándome casi sin esfuerzo y arrastrándome lejos de Estrella.
Creo que aquel fue el momento en el que reaccionó.
—¡Dejadla en paz! Tiene razón, no pienso casarme contigo.
El rey se rio y agarró a Estrella de la muñeca.
—Me temo que no tienes elección.
—¡Suéltala! —grité tratando de resistirme a los guardias que
aún me sujetaban.
—Encerradla en las mazmorras. Esta joven aprenderá lo que
pasa con aquellos que cuestionan a su monarca.
—¡Coleth! —Estrella gritó tratando de acercarse a mí. Pero el
idiota mister perfecto seguía sin soltarla.
—¡No te preocupes! —le dije mientras me sacaban de allí a
rastras—. Tú debes seguir cosiendo. No me pasará nada. Te lo juro.
Lo que pasó después os lo podéis imaginar vosotros mismos.
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ANTOLOGÍA LIBERTAD
Me encerraron en las mazmorras como el rey había ordenado.
Lo único en lo que pude pensar todo el tiempo que estuve en
prisión era si Estrella estaría siendo capaz de coser o si ya habría
acabado. Los cinco días que pasé allí, ella fue lo único que ocupó
mis pensamientos. Ni siquiera me preocupaba lo que el rey
hubiera planeado para mí. Solo quería que Estrella fuera feliz. Sus
hermanos la salvarían de aquel matrimonio, estaba segura.
Al quinto día mi celda se abrió y me trasladaron a la plaza de la
ciudad. No tenía mi mejor aspecto y cuando vi la pira con el heno
rodeándola supe cuál era el destino que me esperaba. Ni siquiera
protesté cuando me hicieron subir y me ataron al mástil. Miré al
frente con la cabeza alta y mis ojos se encontraron con los suyos.
El rey había obligado a Estrella a presenciar mi ejecución. Me
sorprendí al ver que a pesar de la angustia que invadía su rostro
sus manos seguían moviéndose sobre las zarzas. Tenía los dedos
destrozados y aquella era la última camisa que le quedaba por
terminar de coser. Sonreí. No iba a poder conocer a sus hermanos,
pero ella triunfaría.
Cuando el rey dio la orden las flechas salieron disparadas y el
heno comenzó a arder. Si me concentro aún hoy puedo sentir el
humo entrando en mis pulmones y aquella tos horrible. El fuego
comenzaba a lamer mis pies y me dolía muchísimo la cabeza. Justo
cuando pensé que perdería el conocimiento pude ver unas figuras
que se acercaban a mi entre el humo y comenzaban a apartar los
fajos prendidos que me rodeaban. Me desplomé y una de las figuras
me agarró. Era un joven cuyo rostro se me hacía muy familiar.
—¿Quién… eres?
—Soy Benjamín. El decimosegundo hermano de la princesa.
Al fin el humo se disipó y pude ver a los doce hermanos de
Estrella por fin como muchachos. Al parecer cuando su hermana
había dado la última puntada ellos habían aparecido volando
y me habían salvado de las llamas. Y ocurrió lo que todos estáis
esperando. Estrella bajó del palco real corriendo. Yo me incorporé
con ayuda de dos de sus hermanos y cuando por fin me tuvo en
frente me besó. Fue mi primer beso y el mejor de mi vida.
20
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—Pensé que te perdería —me dijo entre sollozos.
—¡Qué poca confianza! ¿Acaso no te dije que todo saldría bien?
Puede que mis palabras fueran esas, pero yo también pensé que
no iba a poder contarlo.
—¿Cómo osáis? —bramó el rey llegando hasta nosotros
enfurecido.
Estrella dio un paso al frente apoyada por sus hermanos.
—Somos los herederos de un reino muy poderoso. Para ser más
exactos del reino de Endlos. A menos que quieras tener problemas
nos dejarás marchar. No pienso casarme contigo, aunque me
tortures.
No sé si el rey vio el mismo fuego que yo en los ojos de Estrella o
la mención a su reino fue lo que realmente le amedrentó haciendo
que retrocediera. Tras unos segundos de duda finalmente decidió
que lo más sensato era dejarnos marchar a todos. Lo que pasó
después aún me cuesta creerlo. Regresamos al reino de Estrella y
de sus hermanos, donde fueron recibidos con mucho cariño por su
madre y su padre, que admitió el error de haber osado tan siquiera
imaginar en asesinar a uno solo de sus hijos.
En cuanto a mí escribí una carta a mis padres contándoles todo
lo que me había sucedido. Supe que no me creerían así que Estrella
envió a dos pajes para que los acompañaran al castillo de donde
yo me había negado a moverme hasta que Estrella decidiera una
fecha para nuestra boda. Su padre a pesar de todo no era un mal
tipo y cumplió su palabra dándole a su decimotercera hija todo su
reino.
Vale, tengo que admitir que os he mentido un poco al comienzo
de esta historia. Sí que conocí a alguien de la realeza, pero no fue un
príncipe, sino una princesa. Mi princesa. Estrella y yo nos casamos
y tras la boda mis padres cerraron la panadería y se mudaron al
castillo con nosotras.
Esta historia en realidad era un modo de contaros cómo una
simple panadera se convirtió en reina. Desde niña pensé que yo
era una extra, pero Estrella me demostró todo lo contrario. En
21
ANTOLOGÍA LIBERTAD
realidad, yo también era una protagonista y gracias a ella por fin
fui libre para verme tal cual soy. Una reina cascarrabias, sarcástica
y moñas, pero sobre todo que se quiere a sí misma. Lo cierto es
que todos nosotros somos los protagonistas de nuestras propias
historias. Creedme, no necesitáis encontrar una estrella en el
camino para verlo. Pero tampoco está de más. No quiero alargar
más esto así que diré la frase cliché que estáis esperando.
Vivimos felices y comimos perdices.

22
ANTOLOGÍA LIBERTAD

UNA PISTOLA, SEIS BALAS


Andrea Vega

«S
TW: Xenofobia, racismo, violencia, TEPT.

é lo que quieras ser», decía el cartel en la entrada del


barrio. Un barrio enorme, pobre, en el medio de una gran
ciudad que no paraba de comerse todo a su alrededor y
repetir esa estúpida propaganda. «Sé lo que quieras ser». Bajó las
escaleras. Buscó en sus bolsillos su identificación y se acercó a los
torniquetes de la entrada del metro. Le enseñó la tarjeta donde
aparecía su nombre —Xóchitl Fernández Fernández— al policía
vestido de blanco que estaba en la entrada, vigilando que nadie
intentara entrar sin pagar. Debajo de su nombre estaba su rango.
Soldado raso. Eso le daba derecho a usar el metro gratis, por ser
parte del ejército.
Caminó hasta los andenes de la estación, que estaba repleta de
gente. Xóchitl alzó la vista hacia la pantalla. Al próximo metro en
dirección a Valle Dorado le faltaban todavía cinco minutos para
llegar.
Se recargó contra la pared del andén. Dejó caer su mochila
verde a un lado. Se quitó la gorra verde del ejército, la dejó caer
23
ANTOLOGÍA LIBERTAD
sobre el equipaje que llevaba cargando y luego se desató el cabello
amarrado en un chongo muy apretado. Negro y lacio, le caía largo
hasta casi la cintura.
Suspiró otra vez.
Quería llorar. ¿Cómo le iba a contar a Tristán lo que vio en el
frente? ¿Cómo le iba a decir que no podía volver allí? ¿Cómo iba a
contarle que tenía una pistola y seis balas para sobrevivir? El resto
de la gente pasaba ignorándola. Xóchitl era apenas una mancha en
una ciudad donde millones de personas luchaban por sobrevivir.

Todavía le parecía oír el sonido de las aeronaves y de las bombas


al caer. Cada vez que cerraba los ojos veía el fuego frente a ella.
Sentía el impulso de correr para sobrevivir. Recorrió las diez
estaciones del metro sentada en una de las orillas del vagón hasta
que anunciaron la suya: Vista Hermosa. «Un nombre irónico»,
pensó. Desde que había nacido, ese vecindario había sido pura
mierda, nada hermoso sobre lo que posar la vista. Casas a punto
del derrumbe, familias que no tenían qué comer, gente durmiendo
en la calle. Era el lugar perfecto para los reclutadores del ejército.
Se los llevaban a todos. Llegaban a todas horas del día y llamaban
a la puerta. Había familias dispuestas a arrojar a sus retoños a la
guerra, sólo para deshacerse de un par de bocas que alimentar.
Había quienes creían que había honor en ser soldado y destrozar
la tierra de otros para que las grandes corporaciones pudieran
seguir ampliando sus mega-metrópolis, ciudades de la libertad
construidas sobre los escombros de la guerra y la pobreza y el
desalojo. Había a quienes se los llevaban arrastrando, como a ella.
Xóchitl caminó las pocas calles que le quedaban hasta encontrar
el viejo taller de motocicletas que no había visto en casi dos años.
Se paró en la puerta y se quedó viendo su reflejo en el vidrio antes
de entrar. El cabello negro le caía lacio hasta la cintura. Su mirada
estaba fija en la nada: los ojos negros parecían querer desestabilizar
a cualquiera que los mirara. La piel oscura, tostada, relucía al sol.
Se quedó allí hasta que él la vio.
24
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Estaba igual que antes. Cabello rojo antinatural, teñido con
tinte barato, tan brillante que dolía verlo bajo el sol; ojos claros,
chamarra de piel. No había cambiado nada. Ella soltó la mochila
verde en la entrada y apenas si escuchó la manera en la que retumbó
el choque de su equipaje contra el piso y corrió hasta él. Se puso de
puntas y se le colgó del cuello.
Luego empezó a llorar.

Se sentaron al fondo del taller, entre las motos viejas y todos


los cacharros inservibles. Él no le preguntó nada y la dejó llorar.
Cuando por fin ella consiguió mantener a raya sus lágrimas y su
miedo, abrió la boca y buscó las palabras con las que empezar a
narrar un infierno.
—No voy a volver al frente —dijo. Las primeras palabras de la
verdad y la determinación siempre eran las más complicadas de
enfrentar—. No voy a volver a la pesadilla.
Él alzó la vista, se le quedó viendo. Ella podía ver sus ojos muy
abiertos, que se asomaban entre los mechones de cabello rojo
eléctrico desordenados y le sostuvo la mirada.
—Vendrán a buscarte.
—Que vengan —respondió ella—. No importa. Ya no importa
nada. Sólo quería volver y verte una vez más. Contarte cómo es,
cómo es… —Su pulso aumentó, por un momento le costó respirar.
En su mente corrían imágenes llenas de sangre, de súplicas, de
gritos. Podía oír el sonido de los disparos—. Contarte cómo es el
frente, Tristán.
—¿Y cómo es?
—Peor que lo que nos contaba Mamá Tere sobre el infierno.
Habían pasado los tiempos en los que ser soldado era algo
honorable. Por eso los reclutadores se llevaban a cualquiera. No
había escapatoria. Los soldados morían por montones y las
madres no recibían a cambio ni ataúdes sellados. Los niños ya no
recordaban un mundo sin guerra. Xóchitl apenas tenía memoria

25
ANTOLOGÍA LIBERTAD
de los incidentes y del pánico. ¿Cuándo había tomado Libertad
Inc. las riendas de todo? Habría tenido cinco o seis años por aquel
entonces. Sus recuerdos eran confusos.
Los pueblos desaparecieron. La gente huyó a las grandes mega-
metrópolis en un desesperado intento de sobrevivir, porque
Libertad Inc. se lo estaba comiendo todo: habían derrocado al
gobierno —a todos los gobiernos— y estaban construyendo los
cimientos de sus ciudades. Prometían una mejor calidad de vida,
seguridad y alimento en tiempos de caos y escasez. El país ya no era
un país, sino un montón de gente corriendo en masa por sus vidas.
México había desaparecido. Libertad Inc. se había hecho con tres
ciudades. Monterrey, Guadalajara, México —la ciudad—. La gente
había corrido a ellas huyendo de los terrenos áridos y las cosechas
arruinadas después de los accidentes y las bombas. Después de la
masacre.
Cada quien tenía su versión de aquellos años.
Xóchitl era demasiado pequeña cuando estallaron las bombas,
cuando cayeron sobre todo el territorio, acabando con gran parte
de la población, con las cosechas, el ganado, las casas, los pueblos,
todo. No recordaba un mundo donde no hubiera desolación.
—No se rendirán hasta que controlen todo el sur —contó
Xóchitl—, la cuna de la revolución.
El sur había resistido a Libertad Inc. porque había sido el único
lugar en el que las bombas no habían caído. Había resistido la
tentación de una empresa que se vendía diciéndole a la gente: «sé
lo que quieras ser». Lo había hecho como había podido porque los
había protegido la selva.
Después de haber vivido toda su vida en la Ciudad de México
que Libertad Inc. había creado, Xóchitl sabía que todo era una
mentira. «Sé lo que quieras ser». Y un carajo. Ella no quería ser
soldado. «Sé lo que quieras ser». Ella no quería que se la llevaran a
rastras en una camioneta verde, ni que la enlistaran en contra de
su voluntad. «Sé lo que quieras ser». Ella no había pedido que le
dieran una pistola y le ordenaran matar a otros.
26
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Estaba llena de rabia que no sabía cómo expresar. La llenaba
toda, completa. Había dejado de ser humana para convertirse en
una vasija de rabia.
Así creaban a los soldados.
Máquinas llenas de rabia a las que les daban un fusil de asalto y un
montón de balas. «Dispara y no pienses a quién le estás disparando.
Dispara y no pienses que le diste en la cara a otro u otra como tú.
Dispara y no pienses en que estás haciendo el trabajo sucio de una
corporación que quiere controlar la selva del sur. Dispara y no
pienses que estás matando a la libertad».
Xóchitl empezó a llorar otra vez. Tristán se acercó más a ella y la
abrazó.
—Vendrán a buscarte —le recordó.
Siempre buscaban a los desertores.
—Que vengan —dijo ella—. Tengo una pistola y seis balas. Es
todo lo que necesito. Y te vi otra vez.
Tristán la apretó más contra sí.

Xóchitl Fernández Fernández nunca fue a la escuela. Nunca hubo


dinero para pagarla. En la ciudad de México de Libertad Inc. uno
podía ser lo que quisiera ser, siempre que pudiera permitírselo.
Ingeniero, químico, médico, filósofo; cualquier cosa, siempre que
la gente pudiera pagar las elevadas tarifas que costaba mantener a
sus hijos en la escuela. Para todos los demás, lo único que quedaba
era el ejército o la miseria.
A cualquiera que le tocara la segunda opción, podía considerarse
con suerte, pensó Xóchitl. Si le hubieran dado a elegir —y ella
hubiera sabido lo que significaba volarle los sesos a alguien con
un fusil de asalto— hubiera elegido la miseria. Morirse de hambre
antes que ser cómplice de la destrucción.
Pero siempre había quien prefería dos comidas al día —ni
siquiera calientes— y un catre a pasar hambre todo el tiempo,
aunque tuvieran que a matar a otros a cambio de ello. Había

27
ANTOLOGÍA LIBERTAD
quien se creía la propaganda: «los revolucionarios del sur no
aceptan la libertad, quieren controlarlo todo, quieren quitarte tus
pertenencias, quieren obligarte a compartir lo que has ganado con
tu esfuerzo». No todos los soldados eran iguales.
A Xóchitl no le habían dado a elegir.
Le habían exigido sus papeles y, cuando se los había mostrado,
habían dicho que era apta para enlistarse. Y al decir «enlistarse»
querían decir «ser arrastrada al frente por la fuerza» y al decir que
era «apta» querían decir que «nunca en su vida había estudiado
y que probablemente sería un elemento mucho más fácil de
controlar».
A eso le llamaban: «apta para enlistarse».

—Han venido varias veces más —le dijo Tristán. Le había dado
un té caliente, de limón, como recordaba que le gustaban antes
de que se la llevaran dos años antes—. Los reclutadores. Ahora
tenemos un sistema para que se lleven a los menos posibles —
Suspiró—. Sería mejor que no se llevaran a nadie. Pero… siempre
encuentran a alguien.
—¿De verdad?
—Sí. Mejor que el método anterior.
—No había método anterior —le contestó Xóchitl—. Nos
escondíamos como podíamos. Huíamos hasta que los reclutadores
se marchaban.
Tristán abrió la puerta de la bodega del taller, detrás del
mostrador, a un lado de donde está sentada Xóchitl. Le indicó con
un gesto que se acercara. Él prendió el interruptor de la luz y luego
se puso en cuclillas para levantar un tapete viejo y gordo que estaba
cerca de una de las esquinas. Xóchitl no entendió lo que estaba
pasando hasta que lo vio levantar la trampilla —una trampilla casi
invisible escondida detrás de un tapete—.
—Si vienen los reclutadores, nos escondemos aquí.
Él también podía ser considerado «apto para enlistarse», aunque
28
ANTOLOGÍA LIBERTAD
quizá podría librarse con más facilidad, alegando que tenía trabajo
en el taller.
Xóchitl se imaginó la situación. Un montón de jóvenes de
entre dieciocho y veinticinco embutidos en un sótano mientras
los reclutadores llamaban a cada puerta y revisaban las casas de
pies a cabeza, buscando a todos los jóvenes que eran material para
vestir de verde y marchar hacia la muerte. Se le llenaron los ojos
de lágrimas y se recordó a sí misma, escondida con Tristán en un
closet del departamento que estaba encima del taller del que la
sacaron arrastrando. Había dicho que estaba sola.
Le habían creído.
No se lo habían llevado a él.
—¿Quién cierra la trampilla una vez que están dentro? ¿Quién
la cubre? —preguntó Xóchitl, que todavía no entiende muy bien
cómo funciona ese sistema.
—Nosotros mismos —respondió Tristán—. Alguien se arriesga
cada vez y se queda escondido entre los cacharros. Como el sótano
no aparece en los planos ni en ningún documento, los reclutadores
no saben que existe.
Un montón de jóvenes intentando no ser carne de cañón en
el nombre de Libertad Inc. Se escondían para evitar que los
convirtieran en mártires de una guerra en la que no creen.

A Xóchitl su madre le había dado un nombre y un apellido


duplicado. Su padre no le había dado nada. Recordaba el olor del
perfume de su madre, pero nada más. Ni su nombre, ni su cara, ni
cómo se sentían sus abrazos. La dejó abandonada en la estación de
metro Vista Hermosa cuando tenía cuatro años. La había acercado
a una banca y la había ayudado a sentarse. Le había dado una vieja
muñeca para que se entretuviera. «Cuídala mucho, no la pierdas,
no me tardo», había dicho. Xóchitl recordaba esas palabras, pero
no recordaba el tono de su voz o las inflexiones que había hecho.
¿Había llorado? ¿Se había puesto triste? Xóchitl sólo recordaba que
se había marchado y nunca había vuelto.
29
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Los policías la habían ignorado. Había un montón de niños
abandonados, ¿por qué iban a buscar el hogar de una más? Los
dejaban morir de hambre y de frío, de desolación. Ya había
demasiados niños como para preocuparse de los que acababan
vagando en las calles.
Al final, se le había acercado una anciana que le había preguntado
si estaba sola. Xóchitl hacía asentido. «Ven conmigo». Así había
conocido a Mamá Tere. Así había llegado a Vista Hermosa, aquel
barrio medio derrumbado donde la gente navegaba entre el
hambre y la miseria. Xóchitl había dejado caer la muñeca que le
había dado su madre mientras subía las escaleras de la estación,
rumbo a la calle.

Esperó a Tristán hasta que terminó su turno de trabajo. Se quedó


sentada detrás del mostrador, recargada en la pared, con los ojos
cerrados, intentando no recordar el campo de batalla. Antes de la
guerra hubo tiempos más simples: cuando Mamá Tere le había
enseñado a cocinar; cuando Mamá Tere le había enseñado a hacerse
las trenzas ella sola; la primera vez que había visto a Tristán, antes
del cabello rojo eléctrico, con el cabello castaño casi negro, un niño
paliducho de ojos nostálgicos que se escondía detrás de sus padres;
todas las tardes que había pasado en el taller, limpiando pedazos
de motores que Tristán arreglaba. Tiempos más simples.
Antes de que se la llevaran y le dieran la ropa que llevaba puesta.
Las botas negras que le quedaban grandes, porque ella era muy
pequeña. Los pantalones de camuflaje, la playera con tirantes
verde. Una chamarra que había perdido por el camino. La gorra
que se había quedado en un andén en el metro.
Xóchitl cerró los ojos y se llevó las manos a la cabeza. Con sus
dedos, con mucho cuidado, separó su cabello en dos. A la mitad de
su cráneo. Hacía años que no se hacía un par de trenzas como las
que le hacía Mamá Tere. En el ejército sólo se recogía el cabello en
un chongo bien apretado: nada más estaba permitido. Le habían
quitado las trenzas y le habían quitado parte de su esencia. «No

30
ANTOLOGÍA LIBERTAD
se pueden usar trenzas de pinche india aquí», le había dicho un
teniente una vez. «Trenzas de pinche india» fueron las palabras
que se le quedaron grabadas a Xóchitl.
«Pinche india». En realidad, indígena. O descendiente de,
porque no sabía nada más. ¿De qué pueblo habría salido su madre?
¿Su abuela? ¿Su bisabuela? ¿Qué identidad tendrían? A Xóchitl la
única pista que le quedaba de una identidad perdida era el color de
su piel oscura y tostada, los ojos grandes, la nariz afilada y grande,
que hacía que su perfil se viera siempre más imponente, los rasgos
duros, el cabello negro y lacio peinado en dos trenzas. «Pinche
india», le había dicho un teniente.
Se hizo las trenzas mientras Tristán acababa su turno. Desde lo
más alto de la cabeza. Mamá Tere las llamaba «trenzas francesas»,
recordó.
Cuando Tristán se acercó, con las llaves del taller en la mano,
listo para cerrar, sonrió al verla.
—Extrañé las trenzas —le dijo.
—Extrañaste deshacerlas —rebatió ella.
Él no lo negó.
Antes hubo tiempos más simples.

Los desertores tenían dos opciones: volver al ejército, perdiendo


todos sus rangos, o perder la vida. Libertad Inc. necesitaba carne
de cañón, los desertores le daban mala fama. Xóchitl sabía que
cuando el lunes no estuviera de vuelta en el frente, tras su permiso,
empezarían a buscarla. No era difícil esconderse en una ciudad que
se expandía cada vez más y donde ya vivían casi cuarenta millones
de personas. Los métodos de vigilancia no eran suficientes, la
policía no era suficiente, el ejército no era suficiente, la tecnología
no daba abasto ante tanta gente.
De todos modos, sabía que podían encontrarla.
Pero todavía era sábado y ella se estaba permitiendo un descanso.
Se permitió comer la cena que le había preparado Tristán —
31
ANTOLOGÍA LIBERTAD
tortillas, frijoles, algo de salsa— y sonreírle. Se permitió dejar que
le quitara la playera verde de tirantes del uniforme del ejército bajo
la cual no había nada y lo dejó deshacerle lentamente las trenzas,
hasta que su cabello le corría otra vez por la espalda, creando una
cortina negra.
—Te extrañé —murmuró Tristán, apartándole el cabello de su
cuello, posando sus labios sobre él.
Ella cerró los ojos.
No juntó el valor para decir «yo también».
Cuando estaba en el frente, había soñado con el reencuentro
demasiadas veces. Había imaginado cómo los dedos de Tristán
le destrenzarían el cabello. Como sus manos se acercarían a su
cadera y sus labios a su cuello.
Tristán había sido la primera persona que le dijo que su piel era
hermosa. Mamá Tere le había dicho que no importaba lo que el resto
del mundo pensara, que a Xóchitl no tenía por qué importarle que
la gente estuviera vuelta loca con los tratamientos blanqueantes
y las cremas y los milagros que hacían parecer fantasmas a todos.
Ella nunca dudó de las palabras de Mamá Tere. Pero el día que
Tristán le dijo que amaba el color de su piel, quiso llorar.
Los hombres y las mujeres antes de él siempre le habían dicho
que conocían a alguien que conocía un tratamiento barato para
hacer la piel más clara, si quería.
Tristán le había dicho que su piel era hermosa cuando tenían
dieciocho años.
Y no había importado lo mucho que Xóchitl supiera que la
aprobación de otro no valía nada en realidad, se había echado a
llorar.
Se lo había dicho la primera vez que se besaron.
Un año después, se la habían llevado los reclutadores.
Xóchitl alzó un brazo, todavía con los ojos cerrados, buscando
a tientas el rostro de Tristán, que aún estaba detrás de ella,
recorriéndole la espalda con la yema de los dedos. No lo encontró,
32
ANTOLOGÍA LIBERTAD
pero sus manos se hundieron en el cabello de él.
Era casi como antes. Casi.

—¿Cómo es allá afuera? No en el frente —aclaró Tristán—. Sólo


allá afuera. Lejos de la ciudad, del cielo gris, de la miseria.
—Árido —respondió Xóchitl. Estaban abrazados en un colchón
individual que estaba en el piso del diminuto apartamento arriba
del taller. Tristán vivía allí desde que nació. Era lo que le dejaron
sus padres al morir, ambos de tuberculosis—. No hay mucho. Todo
lo que hubo… las bombas acabaron con todo. Excepto la selva, la
selva está viva. Es todo verde. El ejército intenta destruirlo, pero el
verde nunca se acaba, Tristán, el verde nunca se acaba.
Xóchitl sabía que Tristán siempre había soñado con manejar
una de las motos que arreglaba. Nunca eran suyas. Siempre eran
de alguien con más dinero, que podía pagar al menos ese medio
de transporte. El sueño era huir de todo, subirse a una moto y
perderse en el horizonte.
Sólo que el horizonte estaba desolado, no había casi nada.
—Y hay gente allá afuera, ¿no? —preguntó Tristán.
—Algo. Donde quedan lagos siempre hay gente, a pesar de lo
árido, quedan asentamientos de la gente que prefiere eso a las
ciudades. Allí dicen que crecen cosas —respondió ella—. Pero todos
intentan llegar a la selva. La selva es el paraíso. Allá donde Libertad
Inc. no puede alcanzarte ni cobrarte por ser lo que quieras ser. —
Sonrió a medias y su sonrisa salió más amarga que sarcástica—.
¿En qué piensas?
Tristán tardó en responder. El silencio los envolvió por un
momento.
—Van a venir por ti —dijo Tristán—. En eso pienso.
—No lo hagas —le pidió Xóchitl—. Lo que tenga que pasar,
pasará.
«Tengo una pistola», pensó, «seis balas». No necesitaba más,
aunque pudo ver que Tristán no había dejado ir lo que estaba
33
ANTOLOGÍA LIBERTAD
pensando.

Libertad Inc. era una empresa que se lo comía todo. Al gobierno que
había existido antes de ella, a la policía, al ejército. Controlaban toda
la ciudad, aunque controlar a casi cuarenta millones de personas
fuera imposible. Aun así, querían más. Más ciudades que controlar,
más territorio, más poder. Por eso arrojaba a sus jóvenes a los
campos de batalla contra los revolucionarios. Quienes construían
esas ciudades nunca veían la realidad del campo de batalla, se
quedaban a salvo detrás de los soldados a los que enviaban.
No importaba lo que soñara Xóchitl, nada era peor que la
realidad. Lo había visto todo.
Cuando volvió a despertar estaba desnuda en la cama y había
una nota en el piso. «Hay desayuno, estoy abajo». El desayuno
eran más frijoles con más tortillas. Xóchitl se lo comió enredada
todavía en la sábana y después buscó qué ropa ponerse. Husmeó
en el closet de Tristán hasta que encontró unos pantalones negros
viejos de él que seguramente le quedaban chicos, pero que ella sólo
tenía que doblar un poco de los tobillos y ajustarse con un cinturón
para que le quedaran perfectos. Después tomó la misma playera
del día anterior.
Bajó al taller y encontró a Tristán reparando una moto. Desde la
primera vez que lo vio trabajando allí, lo asociaba con esa imagen:
el overol verde o azul oscuro de mecánico o la chamarra de piel
llena de parches.
Él sonrió cuando la vio. Tenía una sonrisa preciosa, todavía
inocente.
—Tengo un plan —anunció. Ella alzó las cejas—. En veinticuatro
horas, se darán cuenta que no vas a volver al frente. O menos. Van
a empezar a buscarte. Podemos desaparecer antes.
—¿Podemos?
—Si tú quieres —respondió él—, sí, podemos. Los dos.

34
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Tristán y ella siempre habían orbitado el uno en torno al otro. Él
le había llevado un guiso que había preparado su madre el día
que habían enterrado a Mamá Tere en la fosa común, porque no
había suficiente dinero para darle una sepultura digna. Ella había
cocinado mientras él vivía el duelo de sus padres. De niño, la había
retado a realizar carreras del taller a la tienda de abarrotes y ella
lo había retado de regreso. Le había contado de la primera vez que
había besado a un chico y de la primera vez que había besado a una
chica. Le había dado consejos a Tristán para que saliera con la hija
de la lavandera de la calle. Él le había presentado a su primer novio.
Y al segundo. Xóchitl había llorado en su hombro la primera vez
que la había rechazado una chica. Y él había llorado en su hombro
el día que la hija de la lavandera de la calle le había dicho que no
podían seguir saliendo juntos.
Tristán no había sido su primer beso. Y ella tampoco había sido
el de él.
Esas cosas de que el primer amor era para toda la vida sólo
pasaban en las historias que contaba Mamá Tere.
La primera vez que se habían besado había sido en el taller,
mientras él reparaba una moto. Él tenía las manos llenas de grasa
y ella tenía un trapo asqueroso de limpiar partes y herramientas.
Se habían mirado a los ojos después de reírse de algo y habían
sentido que ese era el momento correcto.
Lo había sido.
Tristán era diferente a todos los hombres y mujeres con los que
había estado. Aun así, Xóchitl sabía que podía vivir sin él. Pero no
quería.

—Está bien —accedió ella—. Podemos.


La sonrisa de Tristán se ensanchó.
—Muy bien, tengo un plan. —Le hizo una seña para que se
acercara y ella se sentó en el piso, al lado de él—. Hace un año,
cuando tú todavía estabas… bueno, cuando no estabas, vinieron
forasteros —contó—. Fueron con Ana. —«La enfermera», se dijo
35
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Xóchitl—. No me enteré de mucho. Sólo contaron que venían del
norte, la zona Huasteca. Después Ana nos dijo que habían dicho
que todavía quedaba un pedazo donde se podía vivir, como a cinco
horas, si uno seguía la carretera deshecha. Como tú dijiste, todavía
queda gente donde hay agua y donde crecen cosas.
—¿El plan es buscarlos? —preguntó Xóchitl.
—Algo así. Si vamos al sur e intentamos llegar a la selva nos
toparemos con soldados. Quizá no sea lo más conveniente, no
ahora. Podemos buscarlos y asentarnos con ellos, sólo un tiempo.
«No», decidió Xóchitl. «No es lo más conveniente». De todos
modos, aún tenía una pistola y seis balas, todo lo que necesitaba.
Pero no todo lo que quería. Ella quería vivir y quería a Tristán. Ya
después, si sobrevivía, quizá se pudiera permitir desear algunas
cosas más.

Tristán se llamaba Tristán porque había un Tristán en las historias


que contaba Mamá Tere. Un Tristán y una Isolda trágicamente
enamorados. A su madre sólo le importó el héroe del cantar la
primera vez que escuchó la historia y nombró a su hijo como él.
Mamá Tere solía decirle a Tristán que su nombre traía la carga de
una historia triste y, para compensar, le contaba historias felices.
Nadie sabía nada del pasado de Mamá Tere. Sólo conocían sus
historias. Algunas eran de miedo —como la historia de La llorona—,
otras eran fantásticas —como la de la mulata que había huido de
la cárcel en un barco que había pintado en la pared—, otras eran
románticas y trágicas a la vez —como la de Tristán e Isolda—. Les
contaba que antes todas esas historias estaban en «libros», pero
que ahora los libros eran demasiado caros y las credenciales de las
bibliotecas también. Por eso se las contaba. Además, decía Máma
Tere, sacudiendo la cabeza, al menos deberían saber leer y escribir.
Xóchitl se contaba a sí misma las historias de Mamá Tere
mientras estaba en el frente.

El plan requería de demasiada improvisación, pero era lo mejor que


36
ANTOLOGÍA LIBERTAD
tenían. Empacaron, listos para salir al día siguiente. Tristán tomó
un par de cascos del taller, eligió un par de motos que acababa de
arreglar y dejar a punto, les llenó el tanque de combustible y llenó
otro bote por si el camino era más largo de lo que esperaban. Le
dio una chamarra de piel sintética suya a Xóchitl.
Cuando estaban cenando —frijoles y tortillas de nuevo—,
llamaron a la puerta.
—¡Tristán!
Era la voz de un niño.
Tristán abrió la puerta.
—¿Qué pasa?
—¡Reclutadores! ¡A tres cuadras! ¡Estarán aquí en menos de
media hora! ¡Voy a avisar a todos!
El niño salió corriendo y Tristán hizo lo mismo. Bajó hasta la
bodega y abrió el refugio que tenía preparado. Xóchitl tomó sus
maletas, adivinando que iban a tener que adelantar la huida y se
puso la chamarra que le había dado Tristán.
Pronto se llenó el sótano. En toda la calle, había al menos una
docena de chicos y chicas en peligro de ser enlistados. Cuando
todo el mundo estuvo dentro, Tristán fue el que cerró la trampilla
y les deseó buena suerte. El niño volvió corriendo antes de que
ellos dos se marcharan.
—¡Corrí la voz!
Tristán le sonrió.
—Buen trabajo. Ven a abrir la trampilla cuando se hayan
marchado los reclutadores —Le estiró las llaves del taller—. Dáselas
a Ana. Ella sabrá qué hacer.
El niño las tomó, sin entender, pero asintió y salió corriendo de
nuevo.
Se empezó a oír movimiento más cerca, oían ya las camionetas
de los reclutadores. La respiración de Xóchitl se agitó y a su mente
regresó el momento cuando la habían subido a una de ellas y la
habían mandado al frente. Tristán le lanzó las llaves de una moto
37
ANTOLOGÍA LIBERTAD
y él tomó las de la otra.
—Vámonos —dijo.
—Vámonos —repitió ella.

Las llaves estaban puestas, el motor prendido. Sus manos en el


acelerador, su pie en las velocidades. Tenía el casco puesto junto a
una chamarra que le quedaba grande. Por fuera del casco se podía
ver cómo ondeaban el par de trenzas en su espalda. A pocos metros
por delante iba Tristán.
Las camionetas de los reclutadores del ejército se quedaron
atrás. Vista Hermosa, ese barrio desgraciado, se quedó atrás. Se
quedaron también todos sus recuerdos, pero Xóchitl no dudaba
que harían otros nuevos si lograban encontrar a los forasteros y
sus campamentos.
Y si no, al menos estaban juntos.
Y ella todavía tenía una pistola y seis balas.
Fueron dejando la ciudad atrás, poco a poco, buscando un lugar
sin guerra y sin reclutadores que disfrutaran mandando a los
jóvenes a la muerte. Un lugar donde ser lo que quisieran ser, donde
ser libres de verdad, lejos de la sombra de Libertad Inc.
Podría haber huido ella sola, pero no quiso. Él podría haberla
dejado marchar, sin arriesgarse. Pero tampoco quiso.

38
ANTOLOGÍA LIBERTAD

SAL DE LA JAULA
Jimena González Gimena

N
TW: Misoginia.
orwich, Ducado de Aldridge; 27 de enero de 1456
Para Selene:
Hija mía, ambas sabemos que mi final se acerca, por eso no
quería irme sin despedirme. Dicen que la muerte es romper lazos con
aquellos que se van, pero yo pienso que es todo lo contrario. No llores
por mí cuando ya no esté, sino esfuérzate en apreciar los vínculos que
te unen a los que me quisieron; y, sobre todo, nunca olvides que el lazo
que nos une es más fuerte que la propia muerte.
No dejes que nadie te diga lo que debes de hacer, hija, no permitas
que nadie piense por ti. Somos mujeres y esta sociedad se empeña en
ponernos las cosas aún más difíciles, por eso nosotras tenemos que
buscar nuestra propia forma de supervivencia. Podrán quitarnos
nuestra libertad, controlar como nos vestimos o tratar de someternos
a su voluntad, pero jamás podrán arrebatarnos nuestra esencia; en
los tiempos que corren es lo único que nos queda para sobrevivir y no
ahogarnos en el pozo de la amargura. Por eso te pido que seas fuerte,
que cuando la tristeza te embargue y te plantees si aún hay algo por lo

39
ANTOLOGÍA LIBERTAD
que merezca la pena luchar, recuerdes que siempre estaré contigo.
En aquel momento, Selene escuchó el sonido de las ruedas de
madera y los cascos de los caballos repiqueteando sobre el suelo
de piedra de la entrada. Con los ojos aún bañados en lágrimas,
sacudió la cabeza para seguir leyendo. No quería pensar en quién
podía haber venido de visita a la casa.
Abre tus alas, Selene. No repitas los mismos errores que yo cometí,
no dejes que esta jaula, aunque parezca de oro, consuma tus sueños
y aspiraciones. Nada, ni siquiera el dominio de tu padre (porque sí,
cuando no esté a tu lado tu padre pretenderá supervisar todas tus
acciones al igual que hizo conmigo) puede imponerse a la libertad de
tu mente.
Hasta siempre,
Colum Aldridge.
La joven deseaba leer la carta de su madre de nuevo, a pesar de
que había buscado consuelo en ella tantas veces que conocía el
texto de memoria, cuando unos golpes urgentes en la puerta de su
aposento la interrumpieron.
—¡Selene! ¡Abre la puerta y baja al recibidor, que acaba de llegar
el conde sir Christopher James Townshend para hablar de vuestro
futuro compromiso! —Al escuchar la palabra «compromiso»,
Selene apretó los puños con furia. Detestaba que le hablaran de
ese tema.
—Sabéis que no pienso bajar —respondió con impertinencia.
—Selene, vas a acudir a recibir a nuestro invitado como se
merece quieras o no —gruñó Francis, su padre, al otro lado de la
madera que los separaba.
Selene, quien ya se estaba empezando a cansar de la situación,
se decidió a abrirle la puerta a su padre, a dejarle claro que no iba
a casarse con un hombre al que no amaba y a pedirle que la dejara
en paz.
Cuando se encontraron cara a cara, se escrutaron con la mirada.
Francis veía en Selene el vivo reflejo de su difunta esposa; el pelo
negro corto, un porte grácil y la palidez tan característica de
40
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Colum. Pero también observaba la rebeldía que escondían sus
ojos color tierra, rasgo que no compartía con su madre, pues lo
había heredado del propio Francis. Su hija nunca había sido dada
a seguir las normas; por eso, desde su nacimiento, él siempre se
había encargado de mantenerla a raya. Sin embargo, desde la
muerte de su madre, su furia interior se estaba desatando de una
manera desconocida hasta entonces.
Selene veía en Francis a un padre controlador y muy poco
permisivo, un padre a quien antaño había creído su amigo, pero
que con el paso de los años le había demostrado lo equivocada que
estaba. Vislumbraba también a un hombre codicioso y mentiroso.
A pesar de que Francis apenas rozaba los cuarenta años y en sus
castaños pelo y barba no había cana alguna, notaba que su padre
había envejecido de golpe con la muerte de su mujer.
—Me niego a recibir a ese Christopher… como se llame. Y mucho
menos accedo a casarme con él, ¡si ni siquiera le conozco! —Con
el paso del tiempo, Francis se había acostumbrado al genio y la
cabezonería de su hija de diecinueve años.
—Pues precisamente por eso ha venido, para que os conozcáis.
Escucha, Selene —dijo agarrándola del brazo—, no pienso montar
un espectáculo. Si quieres discutir, de acuerdo, discutamos, pero
ahora no es el momento. Vamos, es bastante indecoroso hacer
esperar a tu futuro marido.
Empujada por su padre, la chica bajó al salón principal de la
casa. Era una estancia amplia y con enormes ventanales en la
pared izquierda. Del resto de paredes colgaban ricos tapices de
un color rojo vino, que las protegían del frío exterior, mientras
que el techo lucía un bello artesonado de madera. La habitación
contaba también con una gran chimenea en la que chisporroteaba
un brillante fuego que les calentaba en las tardes de otoño, como
aquella.
Antes de que Selene posara sus pies en el último escalón, dirigió
una mirada a su invitado. El conde de Townshend era un hombre
joven, aunque mayor que Selene. Su pelo rubio estaba sucio y

41
ANTOLOGÍA LIBERTAD
llevaba una barba de varios días. Enfundado en un traje verde
botella que combinaba con los ojos cristalinos que se resguardaban
bajo unas pobladas cejas rubias, tenía un aspecto algo más amable
que Francis.
—¡Christopher! Siento mucho la espera, mi hija Selene no me
había oído cuando la he avisado para que bajara. Pero ahora está
dispuesta a que hablemos, ¿verdad, Selene? —preguntó su padre
solo para molestarla, por lo que ella se limitó a responder con un
gruñido.
—Encantado de conoceros, señorita Aldridge —saludó el joven
conde haciéndole una reverencia e inclinándose para besar su
mano.
—Bien, señor Townshend, como sabréis… —Empezó Francis,
antes de ser interrumpido por su interlocutor.
—Por favor, no me llaméis así. Podéis llamarme Christopher, o
en su defecto, Christopher James. Detesto que me llamen señor,
me hace parecer más viejo, y sí, puede que sea el único heredero
de la fortuna de los Townshend, pero todavía no soy un anciano
—pidió cortésmente.
—Oh, de acuerdo, como gustéis. Como iba diciendo, os he hecho
llamar porque estoy buscando un marido para mi hija y vos sois el
candidato perfecto para ello. ¿Sabéis? Cuando mi difunta esposa
murió, su último deseo fue que su adorada hijita acabara casada
con un hombre que le asegurara riqueza y un futuro de bien. Tan
solo podría fallecer también yo en paz sabiendo que cumplí la
voluntad de ella… —sollozó Francis. Tras él, Selene había agarrado
unos pliegues de su vestido de encaje negro con rabia. Estaba
segura de que su madre nunca hubiera querido eso para ella, sus
cartas así lo demostraban; no soportaba que su padre mintiera
con tanta facilidad sobre el tema.
—Nada me haría más feliz que hacer realidad el anhelo de un
padre viudo. Prometo que, si llegamos a un acuerdo, pondré todo
mi empeño en darle lo mejor a vuestra estimada Selene. Dispongo
de amplios terrenos bien cultivados que me generan numerosas

42
ANTOLOGÍA LIBERTAD
rentas gracias al comercio y exportación al extranjero; además,
mi residencia cuenta con un bello jardín, ideal para pasear en las
mañanas de primavera.
—Creo que nos entenderemos. Si no os importa, me gustaría
que volviéramos a reunirnos dentro de unos días, para seguir
concretando detalles sobre nuestro acuerdo —confirmó el duque.
—Por mí está decidido. La única condición que pongo a este
compromiso es que la boda se realice en verano, pues el invierno y
primavera los pasaré fuera de Norwich, cerrando tratos con otros
comerciantes con quienes tengo negocios.
—Como vos deseéis.
—Y ahora si me disculpáis, he de irme —se despidió. Y tan
furtivamente como había llegado, Christopher James salió del
lugar dejando atrás a una enfurecida y amargada hija junto a un
padre orgulloso y triunfante.
—Me vuelvo a mi habitación —masculló Selene cuando la
mansión volvió a estar en completo silencio.
—Ah, no, ¿no querías que habláramos? Ahora es el momento.
Por cierto, te he visto muy callada antes, me ha extrañado mucho
que no mostraras tu mal temperamento frente a tu futuro esposo.
Igual deberías haberlo hecho, para que se vaya acostumbrando —
replicó su padre.
—Si tan dispuesto estáis… Os lo diré bien claro, padre: no
pienso casarme con ese hombre, porque no me creo ninguna
de las patrañas que le habéis contado sobre que madre lo único
que deseaba era que yo me casara, que vos interpretáis el papel
de viudo desconsolado, y otras por el estilo que ni siquiera me he
molestado en oír.
—Selene, no son patrañas, eres tú, que te empeñas en creer lo
que no es. En el lecho de muerte, tu madre me confesó que esa era
su última voluntad y me rogó que hiciera todo lo posible para que
se cumpliera.
—¿Tenéis pruebas de ello?

43
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—No, pero puedo asegurarte que así me lo pidió. Porque puede
que estuviera muy enferma, pero sacó fuerzas de flaqueza para
hablar, dado que yo oí esas mismas palabras de sus labios en su
último suspiro.
—Si carecéis de pruebas es vuestra palabra contra la mía.
—Ay, Selene, querida —rio Francis—. Ya me he hartado de tu
estúpido jueguecito. No me importa lo más mínimo si quieres
casarte con sir Christopher James o no, sencillamente lo harás
porque soy tu padre y tienes que hacer lo que te ordene.
—¡Sois un mentiroso! —chilló Selene, explotando al fin—. ¿Y
sabéis qué es lo peor? Que eso os ha hecho quedaros solo, pues
carecéis de amigos y familia, no sentís el más mínimo aprecio por
nadie, al igual que nadie lo siente por vos.
—Pero Selene, ¿cómo que no tengo familia? Te tengo a ti y el
recuerdo de tu madre sigue aún presente en mi corazón —logró
articular entre risas, pues a su padre la situación le divertía
sobremanera.
—¿Recuerdo? ¿Qué recuerdo? ¿Llegasteis a querer alguna vez
a Colum, padre? Porque por si no lo sabíais, ella sí, y de manera
muy entregada, además. Incluso cuando se dio cuenta de lo
manipulador que era el hombre al que amaba, no se separó de
vuestro lado, por mucho dolor que le generara vuestra sola
presencia. Desgraciadamente, ella llevó esa situación de pena
y desesperación que sentía por sí misma y no poder hacer nada
hasta tal extremo, que no solo el padecimiento de la enfermedad,
sino el hecho de que vos le quitabais las ganas de vivir le hizo
fallecer tan pronto. ¡Vos le quitabais las ganas de vivir, padre! ¡Le
quitabais los deseos que aún le quedaban de luchar! —Selene sabía
que se arrepentiría de lo que iba a hacer a continuación, pero no
le importaba. Las palabras que le había escrito su madre la habían
llenado de valor y esperanza, ya no temía a las reprimendas de su
padre. Por lo que, al ver que él no manifestaba una palabra más,
corrió hacia la puerta que daba al exterior y cerró de un portazo.
Dentro de la casa, Francis Aldridge sonreía. «Volverá, claro que

44
ANTOLOGÍA LIBERTAD
volverá», se dijo a sí mismo.
Una vez fuera, Selene miraba a todos lados, desconcertada.
Quería alejarse de su padre por un tiempo, aunque fueran solo
unas horas, pero no tenía ni idea de adonde ir, pues siempre que
salía de la casa lo hacía en carruaje.
Este hecho le dio una idea. Bajó las escaleras de la entrada y se
arrodilló en la hierba buscando algo con ahínco. Tras unos minutos
lo encontró; las ruedas del carruaje del que había descendido el
conde de Townshend se habían marcado en la alfombra natural
que formaba el césped.
La chica comenzó a caminar sobre ellas. Primero despacio, para
no perderlas de vista, y cada vez más rápido. Tras recorrer varios
centenares de metros y acercarse a la ciudad de Norwich, ya era
capaz de orientarse por sí misma. Recordaba haber tomado ese
camino otras veces, bien fuera andando o bajo el techo de una
carreta.
Siguió corriendo.
Pasó más de media hora hasta que llegó, exhausta, a su destino.
Ante ella se abría, imponente, la puerta de piedra del cementerio
de Norwich. El aire que corría entre las tumbas era frío y el viento
parecía susurrarle que se alejara, pero a Selene no le importó.
Como todo cementerio inglés, cada tumba estaba señalada con un
pedestal en forma de cruz para las familias ricas, o con una sencilla
lápida para el resto de la población, por lo que a Selene no le costó
encontrar la de su madre, dado que era de las de pocas personas
nobles que habían querido ser enterradas en el cementerio de su
ciudad natal.
Coronada por una cruz con los brazos y la cabeza rodeados por
un círculo de piedra, clara representación de la cultura celta, se
encontraba el lugar de descanso eterno de Colum Aldridge. Selene
se paró ante ella para contemplarla antes de arrodillarse. Lo único
que se hallaba escrito sobre la piedra era:
Colum Howard Aldridge.
31 de mayo de 1424 – 3 de febrero de 1456
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ANTOLOGÍA LIBERTAD
Una vez apoyada en el pedestal, Selene hundió la cabeza entre
los brazos para echarse a llorar. Desde la muerte de su madre,
hacía ya nueve meses, la chica había acudido numerosas a veces al
lugar. Porque era el único que le permitía desahogarse, porque era
donde podía refugiarse cuando lo necesitaba.
El cielo se oscurecía cada vez más con el paso de las horas. Aquel
cuadro de la joven arrodillada frente a los muertos resultaría
una tétrica imagen para cualquier persona que rondara por el
cementerio a esas horas, por lo que Selene se sorprendió mucho al
escuchar una galante voz que le resultaba familiar a pocos metros
detrás de ella.
—¿Señorita Selene? ¿Qué…? Oh, ya entiendo.
Antes de que la chica pudiera alzar la cabeza, el misterioso
hombre ya se había colocado a su altura y sentado sobre la piedra
para hacerle compañía.
—¿Y vos? ¿Qué hacéis por estos lares? —preguntó Selene a
su interlocutor, el cual ya había reconocido a pesar de haberle
visto una sola vez. Los rasgos de Christopher James resultaban
inconfundibles y más tratándose de la desgracia que su persona
suponía para ella.
—No sois la única a la que le gusta venir a honrar a sus difuntos.
—Puede que no —respondió, encogiéndose de hombros y
secándose las lágrimas—, pero sí me gusta que no me molesten
cuando lo hago.
—¿Era ella? —preguntó de pronto el conde.
—¿Que si era quién?
—Ya sabéis, vuestra madre. ¿Era la mujer del retrato que hay en
vuestro salón?
—Sí. Sois muy observador para haberos dado cuenta de ese
detalle siendo la primera vez que acudís al ducado.
El retrato del que Christopher hablaba se trataba de un gran
cuadro realizado con las mejores y más caras pinturas de todo
Norwich y por la delicada mano de un experto retratista. Al cumplir

46
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Selene los dieciséis años, su madre le pidió a Francis que les
pintaran un retrato familiar, por si en alguna ocasión alguno de los
tres faltaba, que nunca se olvidaran de su imagen. En él, aparecía
Francis Aldridge sentado en un rico sillón con las dos mujeres de
su familia tras él; Colum estaba de pie con una mano apoyada en
el hombro derecho de su marido y la otra cayendo sobre la tela
de su vestido color ópalo, así como la cabeza débilmente girada
hacia su hija, mas sin apartar los ojos del frente; y por último,
Selene. Acostumbrada como estaba desde pequeña a ser la sombra
de sus padres, se encontraba detrás de ambos y sus rasgos no se
distinguían con mucha claridad, aunque podía apreciarse que no
estaba disfrutando del todo del momento.
—Vuestra madre era guapa. Muy guapa de hecho —murmuró
Christopher James.
—Os agradecería que no hablarais así de mi madre estando
delante de ella —le espetó la joven, malhumorada.
—¡Si no he dicho nada inapropiado!
—No, pero habláis de mi madre como si quisierais casaros con
ella, o peor aún, llevarla a vuestra alcoba. Ni siquiera cuando los
hombres estáis enamorados es fácil distinguir si los cumplidos los
decís por afecto o por puro deseo.
Tras esas palabras, el joven la miró con una mueca de sorpresa.
—¿Qué? ¿Acaso no os había hablado mi padre de mi mal genio?
—añadió Selene.
—Sí, sí, pero no me esperaba que…
—¿Que no os esperabais qué? Vamos, decidlo, atreveos a
terminar lo que habéis empezado.
—Pues, pues… —Los grandes ojos marrones de la chica
que lo miraban con impaciencia no hacían sino acrecentar su
nerviosismo—. Pues que tuvierais ese pensamiento. No es propio
de una señorita.
Selene suspiró, entre cansada y resignada, antes de contestar.
—Ya sé que no es propio de una señorita porque los hombres

47
ANTOLOGÍA LIBERTAD
siempre pensáis en moldear nuestra vida a vuestro antojo, y
además es algo que nos meten en la cabeza desde que somos
pequeñas. «No hagas esto, no hagas lo otro» o «eso no es lo que
haría una buena esposa, si sigues con este comportamiento nunca
te casarás»… Cosas como esas son las que nos atormentan día y
noche desde la infancia. Mas yo ya estoy harta. Podréis quitarme la
libertad, controlar cómo me visto o tratar de someterme a vuestra
voluntad, pero jamás podréis arrebatarme mi esencia —replicó
rescatando las palabras de su madre, que en su boca sonaban
grandes e importantes. Esa sensación la reconfortó un tanto—. Y
ahora, si no os importa, agradecería que me dejarais sola y fuerais
a presentar vuestros respetos a quien hayáis venido a ver.
Cuando parecía que Christopher James ya se incorporaba de la
incómoda postura en la que había permanecido hasta entonces,
volvió a sentarse.
—Escuchad, Selene —comenzó con un tono suave, temeroso
de que la chica fuera a rebatirle con otra de sus enérgicas
contestaciones—. Sé que vos no deseáis casaros conmigo y la
verdad es que yo tampoco, solo lo hago porque vuestro padre me ha
ofrecido una gran fortuna con vuestra dote y la unión de nuestros
apellidos nos proporcionaría grandes beneficios para ambos.
Desconozco si lo que me contó vuestro padre sobre vuestra madre
es verdad o no, no me interesa saberlo. Cuando seamos marido y
mujer y vivamos en mi condado, prometo ofreceros los más lujosos
placeres y toda clase de comodidades, viviréis como la mismísima
reina.
»Selene —dijo él alzando la mirada—, aunque no nos amemos,
prometo poner todo mi empeño en que nuestra relación sea
próspera y pacífica. —En cuanto terminó de pronunciar estas
palabras, Christopher James posó una de sus grandes manos sobre
la mejilla de la chica, acariciándola y apartándole el corto pelo de la
cara. Pero antes de haber recorrido con sus dedos la parte exterior
de su oreja, Selene le apartó la mano con brusquedad.
—No me toquéis —articuló la chica, temblando—. Dejadme
sola. Por favor.
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ANTOLOGÍA LIBERTAD
El conde de Townshend, al ver que la hija del duque no se
dignaba a escuchar sus más que amables palabras, se apresuró a
levantarse, y esta vez sí, a dejarla en su soledad el resto de la noche.
Se encontraba ya a muchas cruces de distancia de ella cuando,
al notar como una gota de agua se resbalaba por la tela de su traje,
giró sobre sus talones y le gritó a Selene:
—¿Deseáis que os lleve a vuestra casa? —Tuvo que repetirlo un
par de veces, pues el viento se llevaba sus palabras e impedía que
la chica las oyera.
En el momento en que esta volvió la cabeza, el viento cesó de
pronto, como si de un poder sobrenatural se tratara, permitiéndole
contestar en el más leve susurro que sin embargo llegó con claridad
a los oídos de Christopher.
—No, me gusta sentir el agua cayendo del cielo sobre mi piel.
—¡Será posible…! Un hombre siguiendo las órdenes de una
mujer… —masculló Christopher James para sí mientras se alejaba.
Tras ese acto de singular rareza, huyó muy sorprendido del lugar
sin siquiera pasarse, como le había dicho a Selene, a llevar flores al
familiar que había ido a visitar.
La lluvia continuó mojando, cada vez con más intensidad, el
pequeño cuerpo de Selene. Pasada la marcha del conde, no había
vuelto a derramar una lágrima por Colum, pues era el cielo el que
lo hacía por ella.
Siguió acompañando la tumba de su madre por tiempo
indefinido y una vez vio que dentro de poco la oscuridad sería tan
intensa que le sería imposible volver a su hogar (si es que acaso lo
que la esperaba allí podía considerarse un hogar), tomó el camino
de vuelta.

Los días pasaron sin ningún hecho a destacar, pues cuando Selene
volvió de su furtiva escapada, subió a su habitación sin que su
padre le dirigiera una sola palabra.
Transcurrida ya una semana desde la visita del conde de

49
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Townshend al ducado de Aldridge, el joven Christopher James
volvió a aparecer por la puerta de la casa. Francis le había hecho
llamar, cumpliendo ambos su cita para volver a tratar el tema de la
futura boda. Vestía un traje gris muy sencillo, con el que mostraba
al que sería su futuro suegro toda su elegancia a la par que su
delicadeza. El duque de Aldrige, por el contrario, llevaba un traje
similar al de su último encuentro, que imponía respeto con solo
mirarle.
En aquella ocasión, Selene no estaba presente; se había quedado
en su alcoba por orden de su padre y porque ella misma no quería
volver oír a hablar del tema. Así que se había encerrado, como
tantas otras veces, en sí misma y en el cercano recuerdo de su
difunta madre.
—Encantado de volver a veros, sir Christopher —saludó el
duque nada más el joven llegó.
—Lo mismo digo, sir Francis —respondió con sencillez el conde,
estrechando su mano.
—Por favor, tomad asiento —le indicó Francis, señalando
un sofá más alargado que su sillón de uso personal. Una vez los
hombres se acomodaron, una de las sirvientas acudió a llevarles
un par de bebidas.
—Bien, como vos sabréis —comenzó Francis Aldridge—, es mi
deseo que vos y mi hija Selene contraigáis matrimonio, con todo
lo que eso conlleva. Una vez ambos estéis casados, ella pasará a
vivir en vuestro condado y, por descontado, podréis venir de visita
siempre que deseéis.
—Contad con que lo haremos en innumerables ocasiones.
—Espero que así sea. Como ya os expliqué, fue mi mujer la
que me expresó su voluntad de casar a Selene con alguien que le
propiciara un futuro acorde a su clase social. Ella no me dio ningún
nombre en concreto, sin embargo, cuando me puse a buscar por
mi cuenta, pensé en vos y supe que erais el indicado. Con esta
unión… —Christopher no terminó de oír la frase porque una fuerte
corriente de aire había entrado por la ventana— ¡Por el amor de

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ANTOLOGÍA LIBERTAD
Dios, cualquier día estas criadas me provocan una pulmonía! —
se quejó el duque de Aldridge, apresurándose a cerrar el enorme
ventanal.
—¡No! ¡Esperad! ¡No lo hagáis! —gritó el joven.
—¿Qué sucede? ¿Acaso no tenéis frío, sir Townshend?
—Fijaos, sir Francis. Hay una paloma posada en el balcón de la
ventana. Probablemente haya llegado hasta aquí muerta de frío
y en busca de un lugar donde refugiarse, y al encontrar el fuego,
no ha dudado en tratar de acercarse al calor de la lumbre. —Tal y
como Christopher decía, el ave se había posado en la balaustrada
del balcón, mirando la viva llama que crepitaba en la chimenea con
ojos deseosos, ansiando que su calor le acariciara las plumas—.
Os ruego dejéis la ventana abierta para que este pobre animalillo
no muera congelado. Yo disfruto cazando animales, pero en mi
familia tenemos cierto respeto hacia las palomas en particular.
—Si vos me lo pedís con tanta insistencia… En fin, como os iba
diciendo, con su futuro matrimonio, lo que yo pretendo conseguir
y me atrevería a decir que vos también, no es solo la felicidad de mi
hija, sino además el aumento de nuestras riquezas y la prosperidad
del linaje de ambas familias.
—¿Estáis vos insinuando que os gustaría que vuestra hija
trajera niños al mundo? —inquirió Christopher James, a quien no
le agradaba demasiado la idea de formar una familia con Selene.
—¡Hombre, pues claro! Dicen que un hogar sin la risa de unos
niños no es un hogar. Además, estoy seguro de que a mi difunta
esposa le hubiera encantado verse convertida en abuela. Y ya sabéis
lo importante que es asegurar una buena descendencia.
Unos minutos de silencio siguieron a la conversación.
—Sir Francis, vos sabéis que vuestra hija no quiere casarse
conmigo, ¿verdad? —se atrevió a preguntar el conde de Townshend,
preocupado por la reacción del hombre.
—Por supuesto que lo sé, pero no me importa si ella lo desea o
no. Hará lo que yo le diga porque esa es su obligación.

51
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—Entiendo… —Christopher se quedó sopesando que, aunque
era lo habitual en su mundo, no dejaba de sorprenderle aquella
situación: dos personas que no se aman obligadas a compartir
su vida, y mucho más que eso, porque un tercero que tiene poder
sobre una o ambas así lo quiere.
La conversación se alargó un par de horas más, pues al final los dos
hombres terminaron discutiendo sobre cosas banales, alejándose
por completo del motivo de su reunión. Aun así, ambos acabaron
conformes, ya que todos los puntos acerca del compromiso que
querían tratar habían quedado zanjados.
Christopher James se fue cuando era noche cerrada, que para la
época del año en la que se encontraban, fue sobre las siete y media
de la tarde, hora perfecta para cenar. Antes de irse, el chico echó
una mirada hacia la ventana para ver si la paloma seguía allí, pero
ya había alzado el vuelo hacía un rato sin que él se diera cuenta.
En cuanto el conde de Townshend salió del ducado, Francis llamó
a su hija para que bajara a cenar, gritándole que la mesa ya estaba
dispuesta. Sin embargo, esta no contestó. Aquella noche Selene
se quedó sin cenar. Desde hacía ya tiempo, era una costumbre
arraigada en ella, probablemente porque por muy larga que fuera
la mesa de su amplio comedor, no disfrutaba de tener que verle la
cara a su padre.
Fue entonces cuando Francis decidió que ya le contaría al día
siguiente lo que había acordado con Christopher sobre su boda. A
pesar de que al principio no le había dicho nada del enlace a Selene,
cuando ella se enteró, le imploró que se le mantuviera informada
de todos los detalles. Si iba a casarse sin desearlo, que al menos
supiera de qué manera iba a hacerlo.

A la mañana siguiente, cuando subió a la habitación de Selene,


la encontró desierta. Lo único que halló fue el vestido de encaje
negro que su hija se había acostumbrado a usar, una extraña
pluma de paloma y varios papeles sobre la cama amenazando con
volarse con la primera brisa que se colara en la estancia.

52
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Para su sorpresa, los papeles en cuestión estaban escritos, y con
una caligrafía redonda y muy bonita. Cogió uno al azar que decía
lo siguiente:
Norwich, Ducado de Aldridge; 10 de octubre de 1456.
Padre:
Supongo que le sorprenderá la situación, pero no os preocupéis que
yo os lo contaré rápidamente. Veréis, a escondidas de vos y de vuestro
control, mi madre me enseñó a leer y a escribir. Por eso, cuando yo
era niña, vos siempre os preguntabais por qué desaparecían libros de
vuestra biblioteca.
Pero eso no es lo importante ahora. Como habréis podido comprobar,
no estoy a vuestro lado, como esperabais encontrarme. Vos sabíais
desde el primer momento que yo no deseaba contraer matrimonio con
sir Christopher James y os advertí numerosas veces de que de ninguna
manera iba a ser su esposa. Vos no hicisteis caso a mis advertencias y
me habéis perdido para siempre. Porque, como imagino no sabréis,
heredé de mi madre un antiguo poder. No voy a explicaros cómo ni de
qué manera, pero yo ya he huido de vos.
Os dejo las cartas que mi madre me escribía por si os gustara leerlas.
Podéis hacer lo que queráis con ellas, ya no las necesito. Sus palabras
están conmigo y no me hace falta un simple papel para saber que
ella me guía y me apoya en todo lo que hago. También abandono mis
oscuros ropajes, dado que he recuperado el viejo vestido de terciopelo
verde con encaje blanco en las mangas y el cuello que tanto me gustaba
y qué a menudo me ponía antes de su muerte.
Ya es hora de olvidar el pasado, mas espero que vos nunca olvidéis
este momento.
Me voy sin peso en el corazón.
Vuestra hija, Selene Aldridge.
Tras leer la carta repetidas veces, Francis gritó lleno de
impotencia y rabia. A su manera había amado a su esposa, pero
ahora descubría secretos desconocidos. Rompió todos los papeles
que su hija había dejado, tiró el mobiliario de la habitación por los
suelos y desgarró el vestido.
En aquel preciso instante, no muy lejos de allí, una pequeña

53
ANTOLOGÍA LIBERTAD
paloma descendía hacia la tierra cubierta de hojas amarillas,
naranjas y marrones del bosque de Norwich. Antes de que sus
patitas rozaran el suelo, se convirtió en una hermosa joven que
llevaba un elegante vestido verde oscuro con encaje blanco en las
mangas y el cuello, de cortos y negros cabellos, profundos ojos
marrones y gruesos labios que se curvaron en una amplia sonrisa
al girar la cabeza hacia los terrenos del ducado de Aldridge. Los
gritos de desesperación del duque llegaron hasta sus oídos.
Aquellas paredes nunca habían sido su prisión, solo una jaula de
la que, por fin, se había atrevido a salir.
La chica se transformó de nuevo y alzó el vuelo hacia el pulcro
cielo azul.

54
ANTOLOGÍA LIBERTAD

HAMBRE DE LIBERTAD
Fabiola Avila

TW: Violencia, intento de asesinato, tiroteos.

L
levamos tres semanas ocultos a las afueras de Dakota del
Norte. No hemos parado desde que logramos escapar del
Centro de Entrenamiento de Electrónica Artificial (CEEA).
No fue fácil, pero pudimos conseguirlo con la ayuda de Mark. Es
uno de los pocos adultos que no están de acuerdo con la explotación
infantil. El gobierno de los Estados Unidos quiere que cuidemos
las tecnologías que mantienen ocultas. Todos sabemos que debe
ser algo peligroso. Tengo que protegerlos a todos, pero ¿cómo?
—Kaala, deja de pensar tanto. —Ruth pone una mano en mi
hombro—. Vamos, salgamos de aquí. —Toma mi mano y dejo que
me lleve afuera. Los chicos están allí. Khlöe suelta una carcajada
cuando Viktor la agarra por un costado levantándola.
usamos el uniforme de la CEEA. Todos pasamos por ese duro
entrenamiento y ahora somos lo que ellos querían lograr: soldados.
Me siento con Ruth en la hierba y miro el cielo. Este lugar es tan
viejo como cualquier otro, pero mantiene la esencia de lo que solía
ser. No como el centro de la ciudad, que ahora no es más que pura
55
ANTOLOGÍA LIBERTAD
innovación tecnológica.
—¿Quieres mirarme? —dice Ruth.
—Lo siento.
Ella suelta un suspiro. Toca mi mejilla con su mano y sonríe.
¿Cómo puede ser tan hermosa en un momento así?
—Nos sacarás de esto. Eres la mejor estratega de la CEEA,
confiamos en ti.
—Confían más de lo que deberían. ¿Qué pasa si nos encuentran?
—No puedes permitir que ellos te escuchen así.
Tiene razón. No puedo dejar que escuchen mi negatividad,
cuando todos cuentan conmigo. Soy la mayor de nosotros. En la
CEEA mi edad significa que he pasado por más entrenamiento
que los demás. Significa que soy una Potencial. Una de los pocos
que logran cumplir sus expectativas, aquellos que están listos para
comenzar el trabajo sucio. Logré escapar antes de saber lo que me
tocaría hacer.
Ninguno de nosotros quiso que nos alejaran de nuestras familias.
Quisiéramos tener un lugar al que volver, pero nuestra propia
sangre nos entregó con una sonrisa en la cara, con el pensamiento
de que lo hacían por el futuro del imperio.
—Qué bueno que estás tú para hacerme entrar en razón. —La
beso en los labios y me levanto para dirigirme a los demás. Ya sé
cuál es nuestro próximo paso.

Las regiones noreste y sur del país pertenecen a los humanos; la


sociedad de robots tomó la región oeste. Nos divide una frontera
que está prohibida cruzar. Quien creó a los robots pretendía
derrocar al gobierno creando su propio ejército, pero murió antes
de lograr su cometido. No está permitido hacer alianzas con los
robots; pero ellos son nuestro boleto de ida. Y es por eso que mi
plan es pedirles ayuda. Sé que es una locura, sé que no debemos
confiar en ellos. Es lo que siempre nos han enseñado, pero es mi
única opción.

56
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Es un viaje de ocho horas desde Dakota del Norte hasta Montana,
no tenemos un vehículo, pero sé cómo conseguir uno.
—Esto es una locura —susurra Ruth. Estamos en el centro de
la ciudad. Nos estamos arriesgando a ser descubiertos y que nos
reporten con la CEEA.
—¡Una puta locura! —exclama Gino con una sonrisa en la cara.
Su cabello negro se agita con el viento. Da un paso adelante y lo
detengo.
—A ver, chico suicida, detente. Tenemos un plan, ¿recuerdas?
—Lo fulmino con la mirada.
A mi indicación Viktor se levanta.
—¡Tito! —grita Khlöe a Viktor antes de que se aleje, él se gira
para verla—. ¡Suerte! —Él sonríe. Se gira y camina directo hasta la
casa. Lavamos los uniformes y nos arreglamos. Viktor luce como
un Potencial. Su cabello rubio bien peinado hacia atrás, su postura
y sus ojos claros que inspiran confianza. Por eso lo he escogido a
él.
Se acerca a la puerta y toca el timbre. Un holo aparece, es la
imagen de una mujer joven. Dice algo que no podemos escuchar,
pero es una buena señal. Él entra.
—¿Ahora sí? —pregunta Gino con una sonrisa traviesa.
Suelto un suspiro.
—Ten cuidado.
Gino sale de nuestro escondite en dirección al garaje de la casa.
Gino observa las cámaras sobre él y se echa a un lado calculando
el punto ciego. Se agacha hasta llegar a la cerradura. Es una
capturadora. Se necesita el rostro de la dueña para poder abrirla.
No estoy segura de cómo esto va a funcionar, pero Gino prometió
que sería sencillo. Teclea algunas cosas sobre su holo y lo pone
contra la capturadora, luces salen de ella analizando.
—Es una foto, ¿cierto? —pregunta Ruth.
—Eso es ridículo. ¿Así de fácil? ¡Pensaba que era tecnología
avanzada!
57
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—A lo mejor no es tan rica —dice Ruth refiriéndose a la dueña.
Solo los ricos tienen el mejor sistema de seguridad.
—¿Y cómo demonios sabía Gino eso?
—Su familia es rica, ¿no? —dice Khlöe.
La familia de Gino es una de las más ricas de la región noreste.
Colaboran a menudo con el gobierno. Tienen subsidiarias de
armamento extranjero y comida procesada por todo el país.
La puerta del garaje se abre y deja ver un auto Lux 015. Ruth
tenía razón, no es rica. Es de los primeros modelos, aunque luce
bastante nuevo. Gino hace señas y yo me apresuro. Es mi turno.
Camino hasta el garaje evitando las cámaras. Una vez dentro suelto
un suspiro de alivio. Gino está marcando algo más en su holo. Me
acerco a él y veo en la puerta del conductor la cerradura. No hay
cerradura. No me extraña. A partir de este modelo las puertas se
abren automáticamente con ayuda de una aplicación móvil.
—¿Puedes conseguir la contraseña de este usuario?
Gino sonríe.
—Pan comido.
Veo cómo ingresa a la aplicación desde el holo, marca un código
y la contraseña se descifra por sí sola.
—¿Y eso qué es? —le pregunto.
—Un código que he creado para descifrar claves.
—Bastante útil.
—Pero ilegal.
Las puertas del Lux se abren y los asientos se giran para recibir
a sus pasajeros. Me siento en el puesto del conductor. El asiento se
gira para estar de nuevo hacia el frente. Gino se sienta en uno de
los puestos de atrás. Las puertas se cierran.
—Tres minutos antes de que se active la alarma —advierte Gino.
Pongo el auto en marcha para salir del garaje. Me detengo detrás
del edificio donde nos escondíamos. Ruth y Khlöe entran al auto
deprisa. Ruth se sienta a mi lado con la maleta de armas y Khlöe

58
ANTOLOGÍA LIBERTAD
detrás con la otra. Conduzco hasta el frente de la casa rezando
porque Viktor aparezca.
—Un minuto —apremia Gino.
—Mierda.
—Calma —dice Ruth.
Entonces veo como todo el plan puede arruinarse en un segundo.
—Ya tendría que estar saliendo.
—Cálmate —repite Ruth.
La puerta de entrada se abre y contenemos la respiración. Es
Viktor. Viene corriendo. Se escucha la alarma por lo alto. Viktor
entra al auto.
—¡Sácanos de aquí!
Activo la conducción automática y escojo el destino: Montana.

En cuanto salimos del centro soltamos el aire contenido.


Ruth y yo giramos nuestros asientos para ver a nuestros amigos.
—¿Qué demonios sucedió? —le pregunto a Viktor aún agitada
por lo que pasó.
—Se dio cuenta de que era uno de los fugitivos de la CEEA.
—¿Cómo lo supo?
—Estamos en las noticias. Vio mi cara en la holovisión.
Gino maldice. Khlöe nos mira a todos con preocupación.
—Estamos acabados.
Busco las noticias. En ellas aparece una periodista enseñando
holos de nosotros a cuerpo entero, señalándonos como: «Los
fugitivos de la CEEA». Mencionan que hay una Potencial peligrosa
entre ellos. Yo. Lo saben todo sobre nosotros y en qué estamos
especializados: Gino en sistema, Ruth en combate cuerpo a cuerpo,
Khlöe y Viktor en armas.
De repente, el auto frena en seco. Mi asiento se gira para quedar
al frente en cuanto el auto se detiene. En la carretera desértica una

59
ANTOLOGÍA LIBERTAD
banda de clavos impide el paso. Nos encontraron. Me giro para
advertirles a los demás, pero es demasiado tarde. Algo sacude con
fuerza el auto y saltamos de nuestros asientos por el impacto. Miro
hacia fuera y veo sobre la duna a una oficial con un lanzamisiles
sobre el hombro. Los chicos se incorporan. Abro las puertas. Ellos
me miran en espera de órdenes. Concéntrate, Kaala.
—Ruth, deshazte de la oficial con los misiles y derriba a todos los
que puedas. —Ruth sale del auto para seguir mis instrucciones—.
Gino, asegura las puertas y mantén el auto en movimiento, lo
necesitamos para salir de aquí. Khlöe, ya sabes qué hacer, necesito
precisión. Viktor, ven conmigo. Tienen intenciones de matarnos.
Nosotros también a ellos. Por nuestra libertad.
Viktor y yo sacamos nuestras armas. Khlöe sube al techo y
prepara su rifle con mira telescópica, se acuesta apuntando hacia
la parte trasera. Gino pone el vehículo en movimiento. No veo a
Ruth, pero confío en que estará bien. Es un espacio abierto por lo
que nos agachamos todo el tiempo, nos detenemos para apoyar
el holoescudo y disparamos sobre él a los oficiales que podemos
divisar. Son cuatro, están en lo alto de la colina de arena. Al otro
lado, oficiales disparan y Khlöe los derriba desde la distancia.
Logramos abatir a tres de ellos en la colina, el cuarto escapa. Cargo
la otra pistola. Nos acercamos protegidos por el escudo a la colina
en busca del cuarto oficial que huyó. No podemos dejar que llame
refuerzos. Subimos a la colina y el oficial está corriendo frente a
nosotros, se gira para disparar y le da a Viktor. Él suelta un quejido.
—¡Mierda! ¿Estás bien? —le pregunto sin verlo, apuntando
hacia adelante. Disparo una vez, dos y el oficial cae; le he dado en
la pierna. Intenta en vano levantarse para caer de nuevo. Disparo
una vez más para asegurarme. Viktor no responde. Me pongo
ansiosa, pero no dejo de inspeccionar el área en busca de algún
otro soldado. Me giro para ver a Viktor. Está detrás de mí, de
pie, sosteniendo su brazo ensangrentado. Suelto un suspiro de
alivio—. Dios, pensé que… ¡No respondías!
Viktor sonríe con esfuerzo.

60
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—Ya veo cómo hacer perder tu concentración, líder.
—Idiota. Déjame ver eso. —Me acerco a él y veo su brazo. La
bala solo lo rozó. Rompo una tira de su camiseta y se la envuelvo
en el brazo. Con eso bastará hasta que podamos estar a salvo.
—Terminemos rápido con esto —dice recargando su arma.
Asiento.
Al otro lado sobre las dunas veo como escapa la oficial que
disparó el misil. Una sombra se le acerca por detrás y la tumba
sobre la arena. Sonrío. Es Ruth. La oficial intenta levantarse, pero
Ruth le quita el arma de su cinturón y la golpea con la culata. Cae
inconsciente.
Nos acercamos a la carretera. El resto de los oficiales comienzan
a disparar. Viktor derriba a uno y yo a otro. Nos acercamos hacia el
auto. Cargamos y seguimos disparando. Khlöe derriba a un oficial
que intentaba abatirla.
—¡Sí! —exclama ella y alza el puño en un gesto de victoria—.
Ese condenado fue difícil.
Quedan dos, volvemos a disparar, pero Ruth se acerca con sigilo
detrás de ellos y dejamos de hacerlo. Con el arma que robó antes
golpea a uno de ellos y le quita el revólver. Apunta hacia el otro
oficial y patea su pistola que sale volando por los aires. Dispara
a uno y luego al otro. Veo como camina por los alrededores,
inspeccionando la zona. Luego corre hacia nosotros con una
sonrisa. Khlöe me pasa el rifle y salta del techo. Nos montamos en
el auto. Gino sube la velocidad y salimos de allí.
Guardamos las armas y Gino se pasa atrás dejándome el puesto
del frente. Ruth saca el botiquín de emergencia y cura el brazo de
Viktor. Continuamos el rumbo hacia Montana.
—La alerta de nuestra ubicación saltó en todas las regiones. Los
soldados que custodian la frontera están avisados —comenta Gino
con su holo en mano—. Además, estamos en todos los noticieros,
¡somos famosos!
Resoplo. ¿Es en serio?

61
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—¿Y ahora qué? —dice Khlöe, ignorando el comentario de Gino.
—Creo que es el momento para hacer la llamada, Kaala —indica
Viktor.
La llamada. Suspiro. Mark, nuestro jefe de escuadrón, me
entregó un celular de prepago para dos llamadas, no lo hemos
llamado antes porque sabíamos que lo podíamos lograr, hasta
ahora. Él es como un padre para nosotros. Vio en nosotros lo que
muchos no. Sé que él tenía un plan cuando nos ayudó a escapar.
Nos liberó por una razón y no podemos decepcionarlo.
Saco el celular del bolsillo y marco su contacto. Al atender le
explicamos la situación y le pedimos ayuda.
—Un contacto mío estará esperándolos en el primer desvío de la
avenida principal hasta Montana. Él los sacará de allí y los ayudará
a cruzar las montañas hasta la ciudad. Es el camino más seguro.
Hice bien en confiar en ustedes.
No siento sinceridad en su voz.
—¿Cuál es tu plan, Mark? —pregunto.
—¿A qué te refieres?
—Sabías que nuestra única opción sería cruzar la frontera, ¿cuál
es tu plan?
Puedo imaginar su sonrisa.
—Kaala, tú siempre tan perceptiva. Necesito que hablen con el
líder de la sociedad de robots y le digan de mi parte que quiero
formar una alianza. El consejo que he formado aquí dentro y yo
requerimos su apoyo para deshacernos de este lugar y liberar a los
niños de la CEEA.
—¿Es tan solo eso?
Hace una pausa.
—Solo eso, Kaala. —Frunzo el ceño. Algo me dice que miente—.
¿Cuento con ustedes?
—Por supuesto —dice Ruth.
—Chicos, cuídense.

62
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—Igual tú —digo antes de colgar.
Después de un par de horas de viaje, decidimos arriesgarnos
confiando en que no nos reconocerían y nos detenemos en una
gasolinera, compramos suficiente comida en la estación de servicio
y seguimos el trayecto. Cuanto más cerca nos encontramos de
Montana, más colores se dejan ver. Las altas montañas comienzan
a verse a lo lejos. Tecleo el comando para que el techo se abra y el
aire de pronto se siente puro y distinto.
Tomamos el desvío que nos lleva directamente hasta las
montañas. Nos encontramos con el contacto de Mark, se presenta
como Gabriel. Nos entrega ropa abrigada. Nos cambiamos y nos
apresuramos a seguirlo hasta un todoterreno antiguo de gasolina.
Lo observo con deleite, no sabía que aún existían esa clase de autos.
Nos montamos en él y el auto se pone en marcha para cruzar la
montaña. El camino es angosto y nos lleva directamente hasta la
ciudad.
—Los robots no les harán nada, pero traten de mostrarse
honestos, no los miren directamente y relájense —dice Gabriel
en cuanto llegamos. Desde aquí se ve la ciudad, las montañas
que abrazan el lugar, los árboles, las nubes y el cielo a punto de
oscurecer. Granjas, almacenes, casas de madera; tantas cosas
viejas y asombrosas. Nos despedimos de él y emprendemos la
marcha. Ruth me coge la mano.
—Es hermoso.
—Lo es —concuerdo con ella apretándole la mano.
—¿Cómo es que existía un lugar así y no lo sabíamos? —dice
Viktor.
—Claro que lo sabíamos —digo.
—Pero no sabíamos que los robots se habían resistido a la
evolución tecnológica —replica Gino sorprendido—. ¡Miren esto!
Aquí no debe haber ni una computadora.
—Ellos mismos son computadoras —dice Khlöe.
Le saco la lengua a Gino.

63
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—Te atrapó.
—Niña sabionda —susurra. Viktor lo empuja y casi cae de bruces
contra el suelo—. ¡Hey!
Nos detenemos frente a un letrero que reza: Montana City. Hay
cuatro robots apostados en la entrada, nunca había visto uno.
Realmente son criaturas alucinantes. Casi parecen humanos de
no ser por su piel metálica. Visten las mismas ropas que nosotros,
aunque no tienen cabello. No llevan armas, pero es obvio que ellos
mismos son una. Trago saliva. Puedo hacer esto.
—Mierda, estamos aquí —dice Viktor.
—No quiero morir así —Se queja Gino.
—Cállense. Hablaré yo —digo.
Nos acercamos lo suficiente para quedar cara a cara con ellos.
Son muy altos, diría que miden más de dos metros. Uno de ellos
extiende su brazo con su mano abierta, hay un agujero en ella. Oh,
Dios.
—Humanos, ¿qué hacen en un lugar así?
—Son jóvenes —dice el otro observándonos.
—¿Espías? —pregunta uno.
—No somos espías, ni enemigos, solo vinimos a buscar ayuda.
—¿Ayuda? —El primero de los robots se gira hacia el otro—.
Informa al jefe.
Este extiende su brazo y sale un holo de él, teclea algunas cosas
en la pantalla y nos graba, transmitiendo las imágenes a quien
creo que es su jefe.
—Quiere verlos —dice. El otro asiente y nos pide que lo
sigamos. Los demás se apartan para hacernos camino. El robot
nos guía hasta una camioneta. El viento fuerte y frío nos congela
hasta llegar a nuestro destino. Nos detenemos frente a una casa
grande de madera. Es una casa muy acogedora, tiene una enorme
chimenea, muebles de piel y luces cálidas.
El jefe nos recibe con una sonrisa. Es extraño, pero su expresión
es amable. Es igual de alto que los demás, lleva una larga gabardina
64
ANTOLOGÍA LIBERTAD
azul, un suéter de lana claro y pantalones oscuros. No es lo que
imaginaba. Él nos pide que por favor nos quedemos a dormir y
que al día siguiente discutamos mejor. Se disculpa con nosotros
por no tener comida, pero le decimos que hemos traído suficiente.
Faltaba poco para el anochecer.
Nos dieron dos habitaciones. Nos acomodamos en la gran cama,
hay espacio suficiente para las tres. Khlöe se duerme temprano, yo
me siento en el borde de la cama sin poder dormir. Ruth camina por
la habitación inquieta, se acerca a la ventana viendo las estrellas.
Me acerco a ella y la abrazo por detrás, dejo un beso en su cuello y
descanso mi cabeza en su hombro.
—Es una vista maravillosa —dice.
En la oscura noche se ven las montañas, las estrellas por lo alto
y la luna redonda que iluminan la ciudad. Ella se gira para darme
un beso. Su larga melena cobriza brilla en la oscuridad a la luz de
la luna.
—¿Qué tienes? —pregunto.
—Es solo que me pregunto qué pasará.
—Bueno, no estoy segura, pero siento que Mark nos está
ocultando algo.
—Me refiero a nosotras. —Se gira para ver a Khlöe durmiendo.
Tan pacífica.
Agarro sus manos y la miro a los ojos.
—Nos iremos de aquí, viviremos en un lugar hermoso y
tendremos trabajos normales y…
Ruth sonríe.
—Te amo.
—Yo más. —Me acerco para darle un beso. Minutos después
nos acostamos lado a lado de Khlöe y sin pensarlo la abrazamos en
sueños. Hace mucho que no descansábamos así.

Viktor nos despierta por la mañana. Desayunamos y nos


preparamos para asistir a la charla con el líder de la sociedad de
65
ANTOLOGÍA LIBERTAD
robots. Le pedí su ayuda para salir de este país y también le dije
que Mark quiere formar una alianza con ellos para liberar a los
demás chicos.
—Puedo ayudarlos a salir del país. Pero, ¿crees que podamos
confiar en un humano que ha trabajado para ellos veinte años?
—¿Cómo sabe…?
—Vemos muchas cosas desde aquí —intervino él—. Entiendo
la intención de su amigo Mark, pero también sé que los humanos
tienden a cambiar de opinión por la ambición. No creo que valga
mucho su palabra.
—Deje que hable con usted, por favor. Dele una oportunidad.
—Le extiendo el celular ofreciéndole la última llamada.
—No es necesario —dice y estira su brazo. De él se despliega un
holo, puedo ver la cara de Mark en pantalla, su piel morena y sus
ojos oscuros.
El jefe se aleja para hablar en privado.
—Nos iremos de aquí —dice Gino con una sonrisa.
El jefe vuelve y todos guardamos silencio. Se sienta frente a
nosotros y posa sus brazos metálicos sobre el escritorio sosteniendo
un holo entre sus manos. Me lo entrega. Los chicos se ponen tras
de mí para leer lo que pone: «Yo, Robert Gardner, Líder de la
sociedad de Robots, otorgo mi aprobación para que Kaala Boyd,
Khlöe y Viktor Segers, Gino Marissens y Ruth Mortier dejen el país
con nuestra ayuda. Doy una orden directa a Kolten Hyde para que
los lleve al aeropuerto de Great Falls y a Knox Beck para que pilote
el avión que los sacará de aquí y los llevará a su destino: Canadá».
Al final del holo hay una firma digital y un sello.
—¡Oh por Dios! —susurra Gino.
—Es real —dice Khlöe con los ojos muy abiertos.
Me dirijo hacia el jefe.
—Muchas gracias por todo esto, señor.
Él sonríe.

66
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—No hay problema.
—¿Supongo que llegó a un acuerdo con Mark?
El jefe hace una pausa de silencio.
—Seguro.
Frunzo el ceño. Ocultan algo. Vuelvo a ver el holo entre mis
manos y me digo que nada de eso importará cuando estemos fuera.
Partimos de inmediato. Enseñamos el holo a Kolten, el mismo
robot que nos recibió el día anterior. Nos montamos en la
camioneta, esta vez para ir hasta el aeropuerto en Great Falls.
—Pensé que ese aeropuerto no estaba en funcionamiento —
dice Gino comprobando la información en su holo.
—Lo estaba —dice Kolten—. Lo restauramos para uso personal.
Al jefe le gusta viajar a menudo.
El viaje es bastante corto si te distraes, pero todos estamos
tensos. Viktor le susurra algo a Gino y este saca de nuevo su holo
con una sonrisa y pone música.
—¿En serio? ¿Ahora? —pregunto.
—Si no es ahora, ¿cuándo? —dice Gino y me guiña un ojo.
—Somos libres, Kaala —dice Khlöe a mi lado dejando un beso
en mi mejilla.
—Nosotros, pero… ¿y ellos?
Sus sonrisas se apagan de inmediato y me arrepiento haberlo
dicho. Pero ¿qué pasará con los demás? ¿Logrará hacer algo Mark?
¿Qué será de nuestras familias? Ellos pagan con el conocimiento
de que sus hijos son unos traidores, unos criminales que escaparon
para no cumplir con sus obligaciones con la nación.
—Somos los primeros, pero no los últimos —dice Viktor.
Me convenzo de que así será e intento dejar de pensar en eso;
aunque mi corazón se sienta pesado con cada kilómetro que nos
acercamos a nuestra libertad.
¿Qué es la libertad? No es una cosa, pero sí algo que muchos
desean en sus diferentes formas. La sensación de ser dueño de

67
ANTOLOGÍA LIBERTAD
tu vida. De sentirte bien contigo mismo y tener la convicción y la
autonomía para cumplir tus metas. Para mí significa eso y más.
Significa felicidad.
En cuanto llegamos seguimos a Kolten hacia el interior del
aeropuerto. Éste nos deja para hacer una llamada a la base. Minutos
después nos presenta a Knox Beck, el piloto que nos llevará hasta
Canadá.
El avión despega mientras nosotros rezamos por un mejor
destino.

No todo fue como pensábamos tras llegar a nuestro destino.


Extrañábamos la adrenalina. Nunca quisimos ser soldados, pero
después de todo era lo que mejor hacíamos. Al principio, tuvimos
que dormir en la calle hasta obtener nuestros primeros sueldos.
Ruth y yo obtuvimos empleo como servicio doméstico en una
casa de campo donde nos permitieron quedarnos a vivir. Khlöe
y Viktor consiguieron trabajo en una heladería. Gino era el único
que había estudiado y estaba graduado con el título de técnico en
informática —tuvo que conseguirlo en la CEEA para continuar
con su entrenamiento—. En poco tiempo comenzó a trabajar en
una empresa de innovación tecnológica.
Con el tiempo comenzaron a crecer nuestras ambiciones y
notamos que la libertad nos podía dar más, pero no en aquel lugar.
En nuestro tiempo libre nos reuníamos y nos poníamos al día
con nuestras vidas.
—¿Charles? ¿Así dices que se llama? —digo sin poder creerlo.
—Pero nunca parabas de hablar de esa chica —replica Viktor.
—Anna, ¿cierto? —pregunta Khlöe.
—Pensamos que aún no la habías superado —digo.
—No funcionó, ¿recuerdan? —dijo Gino irritado.
—¿Te gusta, entonces? —pregunto ahora seria.
Gino sonríe.

68
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—Me gusta.
—Es un afortunado por tenerte, estamos felices por ti —dice
Ruth.
Suena algo. Gino se detiene para buscar en su bolsillo y despliega
su holo. Su cara palidece de repente.
—Tienen que ver esto.
Es un video. Uno de los noticieros de Estados Unidos está en
pantalla. Un reportero está dando la noticia:
«El consejo rebelde instaurado por Mark Thompson dentro de
la CEEA ha formado una alianza con la sociedad de robots con el
objetivo de derrocar al gobierno actual y de liberar a los jóvenes
que están bajo entrenamiento. En pantalla podemos ver cómo este
grupo unido de humanos y robots intervienen en la Casa Blanca y
ponen en peligro la vida del presidente. Por otro lado vemos cómo
otro grupo irrumpe en el campo de entrenamiento principal de la
CEEA y liberan a los jóvenes que ahí se encuentran. No estamos
seguros de cómo serán las cosas a partir de ahora, pero sigan en
sintonía, pronto tendremos más información sobre el asunto».
El video se detiene.
—No puede ser —exclama Ruth negando con la cabeza.
—Eso era lo que planeaba. Tomar el poder —digo decepcionada.
—Kaala…
Lo sabía, lo sabía.
—No, Ruth. ¿Acaso podemos confiar en que no será otro tirano?
¿Cómo pudo no decirnos nada? Nos usó para sus planes.
—Mark no es así, él nos quiere, Kaala —dice Khlöe tomando mi
mano.

Gino logró identificar el usuario que mandó el video. Provenía


de la CEEA. Mark. Nos dijo que la noticia era de meses atrás. No
dejo de pensar en eso. Sigo convencida de que lo que hizo no fue
lo correcto, que debió confiar en nosotros. Pero logró liberarlos

69
ANTOLOGÍA LIBERTAD
a todos y lo hizo por un bien común. Khlöe tiene razón, él nos
quiere. Tiene que hacerlo. Pasó tanto tiempo con nosotros… Nos
vio crecer, nos crió y nos convirtió en lo que somos ahora.
Entonces recuerdo algo. ¡El celular! Quedaba una llamada. Corro
escaleras arriba hacia nuestra habitación, busco con prisa entre
nuestra ropa y encuentro el abrigo con el que fui hasta Montana y
viajé hasta aquí.
—¿Kaala? ¿Qué haces? Te estaba buscando. La señora quiere
que… ¿Qué es eso?
Le enseño el celular. Ruth entiende de inmediato.
Por la tarde, los chicos llegan a la casa de campo y nos reunimos
fuera, en el lugar de siempre. Marco el contacto de Mark. Se
escucha el tono de llamada y todos estamos a la expectativa. Nada.
¿Por qué pensé que funcionaría?
—¿Kaala? —responde Mark.
—¡Mark!
—¡Santo cielo! ¿Están todos bien?
Khlöe interviene con una sonrisa.
—¡Estamos todos bien, Mark!
—¡Khlöe! Mi dulce niña. Creí que no volvería a saber de ustedes.
Busqué la forma de contactarlos y lo único que conseguí fue
mandar la noticia al holo de Gino.
—Lo hemos visto —digo.
—Supongo que fue suficiente para que me llamaran, ¿eh?
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Un año ya?
—Ha sido un tiempo —responde Viktor.
—Pues acabemos con eso, quiero verlos.
—¿De qué hablas? —dice Ruth.
—Vuelvan a casa, chicos.
—Mark, no juegues con nosotros. Ya sabes por qué nos fuimos,
no podemos volver.
—¿Por qué no? Son unos héroes aquí. Les sorprendería lo
70
ANTOLOGÍA LIBERTAD
mucho que las cosas han cambiado. Los recibiremos con los brazos
abiertos. Además, ahora soy el presidente y yo quiero que vuelvan.
—¡¿El presidente?! —exclama Gino.
—Las elecciones fueron hace algunos meses —dice Mark
riéndose.
—¡Es el presidente! —grita Khlöe de emoción y suelta una
carcajada.
—Chicos, en serio. Puedo enviar un avión que los traiga de
vuelta. Quiero que sepan que sus familias no fueron castigadas,
están en sus hogares llorando por sus hijos desaparecidos.
—¿Qué demonios sucedió allá, Mark? —pregunto.
Se escucha un suspiro al otro lado del celular.
—Sé que les debo muchas explicaciones. ¿Quieren saber por qué
tomé el poder? Para evitar que el gobierno siguiera cometiendo
aquella aberración.
—¿Lo de los niños de la CEEA?
—Además de eso.
Ruth me mira con duda.
—¿Qué puede ser peor que eso? —pregunta ella.
—¿Recuerdan que el propósito de crear soldados potenciales,
era para que protegieran la tecnología oculta?
—Por supuesto, nos lo decían cada día como un himno —replica
Viktor.
—Un día caminaba por los pasillos del área 23 en la CEEA.
No podía creer lo que vi en uno de los laboratorios. Un hombre
diseccionando el cerebro de un robot.
—¿Qué?
—Chicos, la tecnología que ocultaba el gobierno eran en
realidad robots secuestrados con el propósito de estudiarlos para
reprogramarlos y sacar ventaja de ellos. Querían tener un ejército
potencial para someter al pueblo a una dictadura.
No sabemos exactamente cómo reaccionar, no sé si me
71
ANTOLOGÍA LIBERTAD
sorprende o si me lo esperaba. Lo que pudo haber pasado si no
hubiésemos logrado esa alianza. Mi familia, mi hogar. Hubiese
sido una masacre en masa. Puedo ver el hambre, la pobreza, la
enfermedad. Justo lo que le pasó a aquel país de Sudamérica del
cual todos olvidaron su nombre. Pudo habernos pasado a nosotros.
A nuestro país.
—Nada de eso pasará ahora, formé la alianza con los robots
porque sabía que me ayudarían. Ellos sabían lo que el gobierno
hacia con los suyos. Así que logramos derrocarlo antes de que
fuera a mayores y los robots recuperaron a su familia. Todo está
bien, chicos, confíen en mí. Vuelvan a casa.
Todos queremos hacerlo, ser libres en nuestro propio hogar. Es
simplemente maravilloso. Por eso no lo pienso dos veces y hablo
por todos cuando digo:
—Llévanos a casa, señor presidente.

Dejamos el lugar al que escapamos cuando no teníamos nada,


cuando nuestro hogar nos dio la espalda y nos consideró unos
criminales. Y regresamos a ese del que huimos para ver un cambio,
un mundo nuevo que éramos incapaces de imaginar. Ese mundo
estaba frente a nuestros ojos cuando bajamos del avión. Gino toma
la mano de Charles con una sonrisa, Viktor alza a Khlöe sobre su
espalda, quien no deja de reír, y Ruth toma mi mano para llevarme
con ella hacia la multitud que nos recibe. Humanos y robots juntos,
celebrando por nuestro regreso; y entre ellos el presidente esboza
una amplia sonrisa y abre sus brazos en una cálida bienvenida.

72
ANTOLOGÍA LIBERTAD

ROSA DE SAL
Aitziber Conesa

TW: Muerte.

—¡M adre! Madre, ¿el pueblo del agua cambia a sus


bebés por humanos?
—No lo hacen, vida mía. Los pequeños no podrían respirar.
La niña tenía el pelo castaño y los ojos marrones de su madre,
siete años y el recuerdo de haber perdido ya tres hermanos. Cogía
a la recién nacida en un paño de lino crudo.
—Pero madre, ella tiene…
—Dos piernas.
—Dos piernas llenas de escamas.
—Y, cuando abra los ojos, verás que son profundos como el mar.
La niña se estremeció.
—Entonces no es mi hermana —sentenció.
—Ha crecido en el océano de mi vientre, igual que hiciste tú. Es
tu hermana.
—¿Cómo llego a tu seno, madre?

73
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—Como no llega ningún bebé, engendrada de espuma de mar,
luna y una canción.
—Entonces será distinta.
—Tan distinta como todos los bebés que se fueron. Distinta
como aquel que tenía el cabello dorado. Distinta como aquel que
nació pequeño y bruno.
La niña negó con la cabeza. Las lágrimas acudían a sus ojos.
—No puede ser mortal.
—Es más que mortal, es efímera.
—No puede ser humana.
—Y, sin embargo, lo será si se lo permites.

Gavina vivía de espalda al mar.


Dejaron de usar la puerta desde la que vigilaban las mareas
cuando nació Rosa. Cuando la pequeña empezó a correr, la
clavetearon con la madera que escupían las olas. Nunca más
volvieron a girarse hacia el este; excepto el día que murió su madre.
Aquella mañana Gavina arrastró la cama grande por la arena y
vio salir el sol sobre las aguas, sentada al lado del cuerpo frío de
su madre. Dejó que el mar se levantara a su alrededor y, cuando la
cama empezó a derivar hacia el horizonte, saltó y le dejó ir. Gritó
al mar encolerizada y triste.
Volvió a la casa, junto a su hermanita, besó su frente, la vistió, le
dio el desayuno y le dijo:
—Mamá no está, se ha ido al este. Nosotras tenemos que
quedarnos aquí. Miraremos tierra adentro, esa será nuestra forma
de recordar a mamá.
Rosa asintió, aunque a sus cinco años no sabía a qué se
comprometía.
Gavina había enterrado a su madre en el mar. Estaba dispuesta
a olvidar. Olvidarlo todo, excepto su promesa. Rosa no tocaría
nunca agua salobre.

74
ANTOLOGÍA LIBERTAD
En sus sueños, Rosa bailaba con las olas. Tenía quince años y no
sabía nadar.
Vivía con su hermana Gavina justo al lado del mar.
Sus días pasaban con el murmullo de las mareas, marcados por
el ritmo de la luna y el suspiro del agua que besa la orilla.
Rosa sabía que Gavina se escapaba, a veces, al mar. La veía volver
con la falda remangada a la cadera y los dedos llenos de barro
y arena. Traía a casa regalos perlados de sal: madera que daba
llamas verdes, cristales de colores pulidos por el agua con los que
Rosa había jugado de niña y que, al hacerse mayor, guardaba en
un tarro sobre la repisa de la ventana, cestos de deliciosas chirlas
que a veces vendían y a veces se quedaban para ellas…
En sus sueños, Rosa formaba parte de aquella magia. Pero en
realidad nunca había bajado a la playa. Lo tenía prohibido.
Era la última voluntad de su mamá.

Rosa no recordaba a su madre. Solo recordaba lo que Gavina le


había contado: que era buena, fuerte, hermosa. Y que las había
abandonado. Se había marchado al este y nunca volvería.
Gavina decía que ella se parecía a mamá; excepto por sus ojos,
que eran del verde dorado del mar. Decía que Rosa era lo mejor
de ella y que debía obedecer. Durante muchos años había creído
que, si obedecía, su mamá volvería. Sabía que no tenía que mirar
al este, pero había días en que no lo podía evitar. Las líneas azules
y verdes ondeando a lo lejos la llamaban, y se descubría de pronto
con la mirada perdida en el límite entre el cielo y el agua. A veces,
se preguntaba si era allí donde vivía su madre, si era allí donde ella
debería estar, rodeada de azul.
En esos momentos, Gavina la llamaba. Siempre parecía
enfadada, pero lo que realmente veía bajo la temblorosa ira de su
hermana, era el temor.
—Nunca, nunca, bajes a la playa. ¿Me has entendido? —le decía
mientras la agarraba tan fuerte de los brazos que le hacía marca—.

75
ANTOLOGÍA LIBERTAD
No te acerques al acantilado si el mar está bravo. No mires las olas.
No está bien.
—¿Por qué? —preguntaba entonces ella, llorosa. La misma
pregunta durante los últimos diez años.
—Era lo que quería mamá —respondía invariablemente
entonces, mirando el suelo.
Y Rosa se giraba hacia la tierra, y se imaginaba que las colinas
eran olas y que podía sumergirse en el continente y desaparecer.
Imaginaba que la tierra le arrullaba en sueños y depositaba a sus
pies pequeños regalos que no necesitaba arrancar de sus entrañas
con esfuerzo. De niña, Rosa intentaba con todas sus fuerzas no
envidiar al romero que se descolgaba de las rocas hasta tocar al
agua y sobrevivía a duras penas, cargado de salitre.

—¿Por qué no nos vamos? —le preguntó un día a su hermana,


cuando al fin se dio cuenta de que su mamá nunca volvería. Gavina
dejó de lavar conchas un momento y la miró con una tristeza tan
profunda que Rosa creyó que podría ahogarse en ella.
—Porque no podemos. Todo lo que tenemos está aquí.
—Pero no tenemos nada —se quejó Rosa—. Madera podrida,
cosas viejas cargadas de óxido y malos recuerdos. Podríamos
dejarlo atrás, como ella…
—Ella no nos dejó atrás, Rosa. —Gavina apretaba su delantal
con fuerza—. Mamá murió.
La muchacha cogió aire.
—Lo suponía. Por eso… —titubeó—, ¿qué nos retiene aquí?
—Que no tenemos otro lugar al que ir. —Gavina dejó la discusión
por zanjada. Se quedaban porque siempre habían estado allí. Rosa
se le acercó.
—Vale —aceptó de mala gana—. Deja al menos que te ayude
con eso.
La hermana pequeña se inclinó hacia el barreño de agua donde
descansaban las conchas rosas y blancas en las que Gavina estaba
76
ANTOLOGÍA LIBERTAD
trabajando.
—¡No!
Gavina se interpuso en el camino de su hermana y empujó el
culo del tonel que usaba para trabajar con las cosas del mar. El
agua se agitó con la determinación de una pequeña ola y saltó.
Gotas saladas cayeron sobre el brazo de Rosa. La chica gritó.
—Lo siento mucho, Rosa. Lo siento.
Los ojos de Gavina estaban llenos de lágrimas que ésta intentaba
retener por miedo a que ese tipo de agua salada también dañase a
su hermana.
Rosa se agarraba el brazo sin dar crédito. Gavina la abrazó y
depositó un beso leve en su pelo.
—Ahora sabes por qué no puedes ir al mar —murmuró.

Gavina encontró a Rosa aquella noche sobre el acantilado, mirando


el rielar de la luna sobre la marea baja. Por una vez, no la regañó.
Se sentó junto a ella en silencio.
—¿Desde cuándo lo sabes? —dijo Rosa al fin.
—¿Que eres especial? Desde que naciste. Eras tan distinta… —
Gavina tomó aliento—. Al principio no te quería, ¿sabes? Pensé
que era malo tenerte porque no nos pertenecías.
—¿Por qué me cuidas, entonces?
—Porque eres como el mar, más grande que la propia voluntad.
Una vez te dejé entrar en mi vida, ¿cómo te iba a pedir que te fueras?
El aire se llenó del murmullo de las olas, porque el mar nunca
calla. Las dos mujeres dejaron que cantase para ellas un rato.
—¿Quién soy? —preguntó la más joven sin quitar la vista del
agua.
—Mi hermana.
—¿Qué soy? —se corrigió.
—No lo sé. Algo distinto. Ni una persona de barro ni una doncella
de mar. Algo entre dos mundos.
77
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—¿Como una gaviota?
—Solo que no puedes volar. —Gavina sonrió con tristeza.
—¿Qué pasaría si me metiera en el mar?
—No lo sé. Creo que te irías. Tal vez te transformarías en otra
cosa, o te derretirías. Pero al final, te irías.
—Ah.
—No quiero que te vayas.
Rosa miró a su hermana.
—Yo no te abandonaría.
—Lo sé.
Gavina se levantó y sacudió su falda.
—¿Dolerá? —oyó que decía su hermana.
—Por eso no puedes acercarte al mar —dijo, sin hacerle caso.
Gavina se giró, decidida a seguir viviendo de espalda al mar el
resto de sus días.

Rosa la seguía. Gavina oía sus pasos tras ella, dubitativos al


principio. Luego apresurados. La adelantó en un suspiro. Rosa
corría hacia el mar.
La alcanzó casi en la orilla. La arena húmeda se hundía bajo sus
pies. Gavina lloraba aún sin quererlo, temiendo.
Las dos rodaron en el límite que dibujaban las olas.
—No te vayas —rogó Gavina.
—Déjame hacerlo —respondió su hermana.
—No puedo. Mamá… le prometí.
Rosa tapó la boca de Gavina con los dedos estrellados de arena
y sal.
—Ella ya no está —susurró—. Déjame ir. Déjame ser lo que debo
ser, lo que siempre fui.
—Efímera. —La palabra le llegó a Gavina de pronto.
Rosa sonrió.
78
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—Eso creo.
—No te vayas —repitió con la angustia tañendo en su voz.
—Es mi decisión. Con ella me libero y te libero a ti. Ambas
podremos hacer lo que queramos.
—Por favor. —Las mejillas de Gavina estaban llenas de sal. Rosa
se arrodilló junto a su hermana.
—Que me vaya no significa que te abandone —le dijo mientras
le acariciaba la cara con dulzura. Después se metió en el agua.

Rosa se deshizo en luz, en luna, en estrellas y en espuma de mar


con una sonrisa cálida. Gavina gritó hacia el horizonte, rogándole
que volviera. El sol la encontró llorando en la orilla. La marea le
besó los pies, y recordó la sonrisa de su hermana.
Caminó unos metros hacia el horizonte y se dejó mecer por las
olas. Se dejó curar.
Emergió en la playa, llevando en las manos una rosa de sal.

Gavina había vivido de espalda al mar. Ya no lo haría más.

79
ANTOLOGÍA LIBERTAD

EL ECO DEL INVIERNO


Cristina Murillo Muela

24
TW: Muerte, mención de violación.
de noviembre de 1941
En la localidad rural de Varzuga, Vasilisa Ivanova
esperaba una señal. Lo que no sabía era que llegaría
encarnada en tres formas diferentes, a cada cual más sorprendente
y esperanzadora.
La primera fueron las nevadas que anunciaban el inicio del
invierno. Desde pequeña había asociado aquella estación con
la supervivencia que era innata en los habitantes eslavos, una
cualidad inherente para aquellos que sabían cómo subsistir a las
bajas temperaturas y a la falta de comida.
No era el caso de los soldados alemanes, que eran niños de la
primavera, con sus cabellos rubios y mejillas sonrosadas. Quizás
sus armas y tanques eran capaces de reducir a la población y derruir
los edificios, pero daba igual porque el invierno era una fuerza
ancestral y poderosa que ni el más fuerte era capaz de resistir.
La segunda fue cuando se dio cuenta de las miradas veladas que
80
ANTOLOGÍA LIBERTAD
el capitán Müller le dedicaba a su cuerpo juvenil.
Pese a la hambruna generalizada de la guerra, Vasilisa había
reparado en los cambios de su anatomía, en que la curva de su
pecho era cada vez más pronunciada y en que sus caderas estaban
redondeándose. Su abuela ya le había advertido que las niñas
pasaban a ser mujeres de la noche a la mañana y que debía cuidarse
de los hombres puesto que ellos eran los primeros en darse cuenta
de esos cambios.
Antes se habría sentido incómoda bajo el escrutinio de aquellos
ojos azules como el hielo. Ahora lo veía como una oportunidad de
apartar la atención del capitán sobre su propia madre. Quizás así
la liberaría de su calvario.
Aquel hombre de modales educados y con una sonrisa que
parecía cortar como el filo de una espada había aparecido en el
pueblo con un destacamento de soldados, anunciando que Varzuga
pasaba a ser un territorio más del creciente imperio alemán. Tras
su efusivo discurso había aparecido por su hogar, haciendo gala
de su buena educación, pero con un mensaje claro y dictatorial:
se alojaría con su familia hasta que los llamasen al frente. Y nadie
pudo oponerse aquella intromisión, como la de una garrapata que
muerde el pellejo de un perro.
Vasilisa le había prometido a su padre que protegería a su familia
antes de que se marchase a luchar contra los alemanes. Al ser la
primogénita lo más indicado era que aquel papel de guardiana
familiar le tocase desempeñarlo a ella.
Admiraba a su madre, puesto que era la demostración de que
en las almas más gentiles había una fortaleza de acero. Siempre
dejándoles a ella y a sus hermanos las porciones de comida más
abundantes, aunque se le marcaran las costillas contra su carne
por la falta de alimentación.
Había supuesto que esa era la labor de los progenitores; su padre
se había marchado al frente para defender a la patria y su madre
se había quedado con ellos para defender su hogar, aunque le
costase la salud. Aunque permitiera que aquel capitán se metiera

81
ANTOLOGÍA LIBERTAD
en su habitación cada noche para dejarla con heridas que no eran
perceptibles a los ojos de sus hijos.
Pero Vasilisa era muy observadora, como lo había sido su abuela.
A veces los niños del pueblo bromeaban diciendo que tenía el alma
de una octogenaria, pero no le importaba ser más madura que el
resto puesto que así era más consciente de lo que le rodeaba sin
que un velo infantil cubriese las cosas reales que a veces los adultos
querían ocultar.
Y la tercera señal que llegó a su vida de improvisto, la más
fantástica y terrible de todas, fue la choza con patas de gallina que
reposaba en lo más profundo del bosque.
El hogar de Baba Yaga1.
Su babushka2, su abuelita, le contaba muchas historias de la
antigua Rusia, una época anterior a los comunistas y a los soldados
alemanes, una época en la que las aguas de los ríos tenían voz
propia, en la que las niñas desdichadas se casaban con príncipes y
las aves tenían alas de fuego.
Y por supuesto estaba ella; la bruja tan vieja como el tiempo,
conocida por su voracidad y apetito por la carne humana,
especialmente la de infantes. La joven debía sentirse inquieta por
aquel dato, pero había conocido de primera mano los horrores de
la guerra y la muerte; sentía que enfrentarse a la bruja sólo era
un efecto secundario de la decisión que había tomado cuando vio
ante sus ojos que las leyendas eran ciertas.
Todo comenzó una noche en la que había estado fuera del
pueblo recogiendo leña, con los riñones chillando de dolor y una
mueca de cansancio desfigurando su helado rostro. El cielo estaba
despejado, pero la nieve lo cubría todo con su manto inmaculado.
Según el capitán Müller el ejercicio curtía a las jovencitas y las
hacía firmes ante las adversidades.

1.
Baba Yaga es un personaje sobrenatural recurrente en el folclore y la mitología eslava.
2. En ruso Babushka significa "abuela

82
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Vasilisa opinaba que aquello era muy hipócrita por su parte dado
que las penurias a las que estaba sometiéndolos eran suficientes
para forjar su carácter.
Pero había callado ante la mirada de advertencia de su madre. Los
gemelos ni tan siquiera habían hablado; estaban muy concentrados
en tirar los anticuados juguetes que tenían desde hacía años,
probablemente buscando destrozarlos y que les comprasen
nuevos, pese a que el dinero apenas daba para conseguir comida.
«Nikolái y Dasha están creciendo bajo la sombra de la guerra»,
había reflexionado mientras apilaba los troncos. «Nunca van a
tener una infancia cándida y llena de buenos recuerdos. Mejor
que piensen que el mayor drama de sus vidas es que sus muñecos
estén desgastados por la antigüedad».
Estaba tan ensimismada en aquella ardua tarea que de no ser
por el ruido no se habría dado cuenta. Por un instante su corazón
dio un vuelco al creer que los aviones alemanes se estaban
aproximando a Varzuga para dejar caer sus bombas. No sería la
primera vez; localidades cercanas habían caído como moscas ante
el bombardeo nazi.
Pero no vislumbró ningún avión. En su lugar, a una velocidad
increíble, volaba en un enorme almirez una anciana de piel curtida
por el frío temporal.
El aire había escapado de sus pulmones y sus ojos permanecieron
abiertos para cerciorarse de que aquello no estaba siendo producto
de su imaginación, alimentado por la desnutrición y el cansancio.
Babushka se lo había dicho: Baba Yaga volaba en uno de sus
instrumentos de cocina por el aire, al acecho de incautos que
osaban viajar hasta su cabaña o para raptar a niños desobedientes.
Se había mantenido erguida y con una expresión atónita, viendo
como la bruja milenaria desaparecía por el horizonte oscuro del
crepúsculo. Cuando su voluntad se hizo de nuevo con el control
de su cuerpo había echado a correr de nuevo hacia el pueblo,
alejándose del bosque lo más rápido posible.
No durmió bien esa noche. Ni la siguiente ni la que la sucedió.
83
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Apenas probaba bocado. Tenía ojeras violáceas que la hacían ver
demacrada y su mirada siempre estaba cargada de ansia viva.
Si no hubiese crecido con las historias del folclore eslavo habría
ignorado aquella visión; habría continuado con sus quehaceres
sin preocuparse de Baba Yaga. Pero Vasilisa sabía que era ella. Y
poco a poco su mente comenzó a poner en marcha los engranajes
de un plan con el que había soñado cuando los alemanes ocuparon
el pueblo.
Sabía lo que le había pasado. Había estado medio dormida, en
un estado de vigilia en el que no era consciente de lo que sucedía
a su alrededor. El llanto de su madre, la mirada de hielo de Müller,
las ejecuciones en la plaza del pueblo, el hambre que mordía su
estómago con ferocidad… Pero al ver volar a aquella mujer de
naturaleza mítica había despertado del todo. Una vez había
escuchado que los pájaros enjaulados no soñaban con la libertad
pese a que el cielo azul podía ser tentador, ya que imperaba la
comodidad de lo conocido frente a la promesa de lo nuevo y
extraño.
Eso le había ocurrido a ella. Sumida en el horror de su vida había
asumido que debía coexistir con la invasión nazi, olvidando lo
emocionante que era abrir las alas bajo el cielo azul.
Así que hizo caso a las señales y decidió buscar el hogar de Baba
Yaga, en pos de la libertad que le habían negado y que le pertenecía
por derecho, a ella y a todos los que vivían en Varzuga.
Siguió el rastro de la anciana bruja, adentrándose en el bosque
y visualizando su hogar tal y como lo había descrito su babushka.
Su madre no le permitiría ausentarse durante tanto tiempo, por lo
que le había comunicado que iba a explorar el bosque como cuando
era una niña para alejarse del ambiente opresivo de su hogar. Aun
así no parecía creerla del todo; no dejaba de ser su madre y las
madres parecían tener puestos mil ojos en sus retoños en cuanto
intuían que su seguridad se veía amenazada.
Estuvo caminando durante horas, con el aliento convirtiéndose
en vaho que ascendía por el aire. Sentía los miembros entumecidos

84
ANTOLOGÍA LIBERTAD
y las rodillas renqueantes debido a la larga caminata. Temblaba de
forma incontrolada y sus dientes castañeaban unos contra otros
con tanta violencia que temía que se resquebrajasen.
Sin embargo, no se detuvo. Pensaba en la bruja de expresión
airada, en la cabaña con patas de gallina y los sirvientes invisibles
que servían a su ama.
Cuando había perdido casi toda esperanza y pensaba que lo
mejor era volver a casa, vislumbró su objetivo: el hogar de baba
Yaga en su mayor esplendor. Si es que a aquello se le podía calificar
como «esplendoroso».
Inspiró hondo, intentando relajar sus extremidades temblorosas,
una mezcla del incipiente miedo y de la gelidez invernal. Sus
desgastados zapatos se enterraron en la nieve inmaculada,
hundiéndose varios centímetros y dificultando una tarea tan fácil
como caminar. Maldijo en silencio aquel inapropiado calzado
que ya estaba agujereándose en las puntas, permitiendo que
el frío se colase hasta sus pies. Caminaba casi a ciegas debido a
sus ojos entrecerrados para protegerse del viento, vislumbrando
apenas la figura borrosa de la choza. Lágrimas de irritamiento se
acumulaban en sus pestañas.
Ya a escasos metros de aquel destartalado edificio, se detuvo,
con el corazón latiendo con fuerza contra su pecho. Bajó la
bufanda que cubría la mitad de su rostro y sintió cómo la brisa
helada abofeteaba sus mejillas.
Entonces la puerta de la desvencijada cabaña se abrió con un
chirrido seco que parecía desafiar el furioso rugido del viento.
Pese a sus ojos entrecerrados pudo discernir el interior de aquella
pequeña casa: una luz anaranjada resplandecía en su interior, una
promesa de calor, de un sueño profundo y una barriga llena de
ricos manjares.
Pero lo que de verdad impresionó a Vasilisa fue el olor que se
escapaba por aquella puerta. La boca se le hizo agua cuando sus
fosas nasales captaron los distintos matices que el aire traía hacia
ella. Dulces cuyo sabor casi había olvidado desde que comenzó

85
ANTOLOGÍA LIBERTAD
la guerra, el aroma de carnes que se asaban lentamente sobre el
cálido fuego que debía arder dentro del hogar de Baba Yaga.
Como si sus pies hubiesen tomado consciencia propia, se vio
caminando a trompicones hacia la luz anaranjada, hacia aquella
casa con patas de gallina que tendría que haber temido con cada
fibra de su ser, pero que la atraía como el canto de una rusalka3.
Cuando por fin atravesó el umbral exhaló un suspiro de placer.
El calor azotó su congelado rostro y se dio cuenta de que había
sido una incauta.
Su babushka ya se lo había advertido:
«Impulsos fuertes, actitud temeraria. Parece que solo piensas
con dos cosas: con el estómago y con el corazón. Has heredado el
fuego de tu padre. Te vendrá bien en un mundo como este. Pero
intenta usar la cabeza antes de que te arrepientas de tus acciones
porque estas siempre tienen eco, Vasya».
Hasta podía imaginar la palmada que se daría su babushka
contra la frente, observándola desde el más allá, tras ver como se
había metido en la boca del lobo de una forma tan estúpida.
Cuando se dio la vuelta para salir despavorida de allí, la puerta
se cerró de golpe.
Sintió un escalofrío en su espalda que no tenía nada que ver con
el aire gélido del exterior.
—Sería una lástima que abandonases mi hogar después de
haber atravesado el bosque con semejante vendaval, ¿no crees?
Aquella voz era rasgada, semejante a la de los hombres y mujeres
que fumaban asiduamente. Pero bajo aquellas palabras había una
entonación ancestral. Un ser que había vivido durante eones y que
había visto evolucionar aquel país, convulsionando y mutando
hasta lo que era ahora.
Un ser que estaba detrás de ella, aguardando.

3.
De acuerdo con las tradiciones rusas, bielorrusas y ucranianas, una rusalka era una especie
de sirena que vivía en el fondo de los ríos.

86
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Vasilisa tragó saliva y se giró, con un nudo en el estómago.
Baba Yaga no era la bruja de nariz aguileña de los cuentos. No
tenía unos ojos desorbitados ni una mueca cruel que desfiguraba
su anciano rostro. Su cabello era grisáceo, semejante a una nube
que enmarcaba un rostro puntiagudo. La piel estaba ajada por
la edad, curtida como el cuero por pasar horas a la intemperie.
Cualquiera diría que era una anciana ordinaria. Pero sus ojos
rompían con aquella ilusión, muy oscuros y que parecían guardar
toda la sabiduría del universo, llenos de experiencia y longevidad.
—Siéntate. Estaba preparando shchi4. Supongo que tendrás
hambre.
En otro momento, Vasilisa habría vacilado. Pero volvía a sentirse
como una niña, una niña famélica y con una carga pesada sobre
sus hombros. Para su vergüenza, sintió como sus ojos se llenaban
de lágrimas. El olor del shchi le traía recuerdos de tiempos mejores,
cuando la fuerte risa de su padre se podía escuchar en el hogar y
ella podía irse a dormir con la barriga llena. Cuando su madre aún
era capaz de sonreír con verdadera alegría.
Quizás por eso Baba Yaga conseguía atraer a sus víctimas.
Porque el poder de los recuerdos felices era incluso más peligroso
que los tanques y aviones alemanes.
Asintió sin replicar y se sentó en la mesa. La bruja sirvió el
contenido de la olla y dejó el cuenco de madera en frente de la
joven.
Ante la visión de las coles, de la carne bien hervida y del caldo,
todo raciocinio se vio reducido al primordial instinto de devorar
toda la comida hasta saciarse. Procedió a comer sin importarle las
consecuencias de aquel acto. Su madre posiblemente se habría
avergonzado al ver sus modales en la mesa pero nadie podía
culparla: hacía meses que su dieta se había basado en pan rancio y
verduras raquíticas.

4.
La shchi es un plato típico de la gastronomía rusa con col como ingrediente principal. Lleva
otros ingredientes como: Carne, zanahoria, perejil, picante y un elemento agrio como manzanas,
crema agria, etc.

87
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Dejó el cuenco vacío y se llevó las manos al vientre, que había
aumentado de tamaño tras la repentina ingesta. Ya le daba igual
todo. Baba Yaga podía devorarla en ese momento si quería, ella
estaba calentita y saciada, con el sopor velando sus sentidos.
La bruja no tenía en mente hacerle tal cosa. Había observado
como devoraba el shchi con los codos apoyados en la mesa y un
brillo de interés en sus ancianos ojos.
—Son pocos los que acuden a mi hogar por voluntad propia. Si
has venido hasta aquí será por una buena razón. —Vasilisa levantó
la mirada del cuenco para encontrarse con la mirada insondable
de la bruja.
—Sí. —Detestó el temblor de su voz. Tragó saliva—. La guerra
está asolando estas tierras. Tus tierras, las que antes eran gloriosas
y ricas.
Baba Yaga soltó una carcajada seca ante sus palabras. Vasilisa
parpadeó, atónita.
—Qué joven eres. Este lugar, tu país, mi país, nunca fue glorioso
ni tampoco rico. Los hombres han violado esta tierra desde que
pusieron sus pies en ella, regándola con la sangre de enemigos e
inocentes. No tengo el poder de acabar con algo que empezó tu
especie desde los albores de los tiempos. No voy a poner fin a una
guerra que no es mía.
La joven inspiró hondo ante sus palabras. No dudaba que Baba
Yaga no pusiese remedio a un conflicto así. A fin de cuentas, no
era un ser benéfico.
Pero sus intenciones eran más personales.
—No quiero que acabes con la guerra, quiero que le arrebates la
vida a un hombre.
Baba Yaga se quedó callada. Estaba observándola con ojos duros
como el pedernal.
—Es un hombre cruel y fuerza a mi madre cada noche. Hará
conmigo lo mismo. Lo veo en sus ojos. Lo noto en su cuerpo. —
Apretó las manos bajo la mesa con rabia—. No me importa el

88
ANTOLOGÍA LIBERTAD
precio. Yo no puedo hacerlo porque me ahorcarían y habría
represalias contra mi familia. Pero tampoco puedo permitir que
siga aplastándonos como si no fuésemos más que meros insectos.
—Ya veo. —Aquella mirada la estaba atravesando como una
aguja—. Tendrá un precio. Lo sabes, ¿verdad?
—Todo tiene un precio —contestó a media voz.
—Tendrás que venir a mi hogar cada vez que te requiera. Si
te ordeno que limpies mi casa, el corral y el jardín, lo harás. Si te
ordeno que cocines para mí, lo harás. Si te ordeno que separes los
granos de trigo de la paja, lo harás también.
—Lo haré. Lo haré, no pienso poner trabas a nuestro trato si
cumples tu parte.
La bruja sonrió.
—Me gusta que tu corazón esté lleno de tanta osadía. —Se
incorporó y dio una palmada—. Es hora de cerrar nuestro acuerdo.
Vasilisa vio por el rabillo del ojo como unas manos sin cuerpo
flotaron hacia ella, deslizándose por el aire con delicadeza. La
joven trató de no temblar ante su presencia; conocía la existencia
de aquellas manos fantasmales, pero le seguían pareciendo
terroríficas. Una de aquellas manos sostenía unas tijeras. Baba
Yaga las cogió y se acercó a Vasilisa.
—Tu pelo. Así me aseguraré de que en ningún momento decidas
huir o volverte contra mí.
La joven se llevó los dedos a sus trenzas rubias que le llegaban
a la cintura. Las llevaba con orgullo, consciente de las miradas de
envidia que le lanzaban otras muchachas de su edad.
—¿Es más fuerte el amor hacia tu familia o tu vanidad? —
preguntó de forma aviesa Baba Yaga mientras esgrimía las tijeras.
Vasilisa apretó la mandíbula. El cabello crecía. Podía sacrificar
algo tan nimio como eso.
—Córtalo —respondió.
La bruja se colocó tras su espalda. Cogió una de las trenzas,
acariciándola entre sus arrugados dedos.
89
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—Tus cabellos son como oro viejo —comentó—. Puedo tejer
cosas preciosas con él.
Vasilisa reprimió un escalofrío y pese a ello Baba Yaga se dio
cuenta de su repulsión.
—El pelo, la sangre, los ojos… Los seres humanos sois frágiles pero
hermosos: vuestros cuerpos son como tapices de innumerables
colores y la futilidad de vuestra existencia os hace incluso más
únicos. Mi pequeña Vasya, eres fascinante y me alegro de que
alguien como tú haya decidido requerir mis servicios.
—Yo espero poder alegrarme algún día de decir lo mismo —
respondió con cortesía gélida.
La respuesta de la bruja fue el seco chasquido de las tijeras.
Vasilisa contempló con extraña pasividad su trenza y segundos
después fue el turno de la que le quedaba.
La visión de su cabello dorado como el trigo simbolizaba la
pérdida de una juventud que había dado por destrozada desde
que el capitán alemán se había alojado en su casa por la fuerza.
Ver aquellas trenzas tiradas en el suelo de madera le recordaba
a su padre, a la última vez que acarició su rubia cabeza. Cuando
susurró en la oscuridad de la noche que un alma como la suya,
tan feroz y brutal, sería suficiente para proteger a su familia en su
ausencia.
Vasilisa se dio cuenta de que se había acostado siendo una niña
y que había despertado siendo una mujer capaz de luchar con uñas
y dientes por la libertad de sus familiares pese a que le costaría la
suya propia.
Baba Yaga suspiró y cuando se dio la vuelta para enfrentarse a
su mirada se dio cuenta de lo realmente vieja que era. Y que en ese
momento, con la luz del candil proyectándose sobre su rostro le
recordó a su propia abuela. ¿Qué tendrían aquellas ancianas, que
parecían saberlo todo con sólo mirar a los ojos de la juventud?
—Ahora vuelve a casa.
—Estoy muy lejos del hogar y el temporal sigue siendo inhóspito.
¿Cómo voy a evitar morir de frío?
90
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Baba Yaga esbozó una enorme sonrisa.
—¿Quién ha dicho que tengas que volver a pie?
Entonces, la cabaña pareció moverse por sí sola. No. No lo
parecía, lo estaba haciendo de verdad. La joven contuvo el aliento
y se aferró a la silla, temiendo caer al suelo.
—Si unas patas de pollo no te transportan a tu hogar más rápido
de lo que lo hubiesen hecho tus piernas no sé qué lo habría hecho.
Y así fue. Vasilisa se permitió sonreír. Fuera, la cabaña corría
sobre sus patas de ave, dejando atrás a los árboles y provocando
que los animales se escondiesen en las madrigueras, asustados
ante aquella hilarante visión.

Cuando volvió a su casa, con el pelo cortado a la altura de la barbilla


y mechones desordenados, sintió una profunda serenidad. Le
daba fuerzas para enfrentarse al capitán Müller y soportar aquella
viciosa mirada que le lanzaba sin importarle si ella se daba cuenta o
no. Era un ser asqueroso y su mera presencia hacía que su corazón
quedase henchido con rabia.
Ignoró la mirada de sus vecinos, que cuchicheaban entre sí
al ver el aspecto que presentaba. Molesta pensó que ya tenían
suficientes preocupaciones teniendo el pueblo lleno de nazis y
que los alimentos escaseaban cada vez más. ¿Tanto era pedir que
ignorasen los trasquilones de su cabello? Quizás era una forma de
desconectar de la realidad y aferrarse a cotilleos vanos, como si así
se pudiese dar marcha atrás en el tiempo.
Cuando por fin llegó a casa, se encontró con la fuente de todos sus
males: Müller. El susodicho estaba observándola desde el porche
con aquella mirada helada como la escarcha, con la seguridad de
quien sabía que no existía nadie que le pudiese hacer frente.
—¿De dónde has sacado eso? —Se levantó de la silla donde
antes solía sentarse el padre de Vasilisa, dirigiéndose hacia ella
con andares solemnes y pesados.
Entre los brazos de la joven había un gran paquete cuyo contenido

91
ANTOLOGÍA LIBERTAD
era comida. Baba Yaga se lo había proporcionado después de
arrebatarle su larga melena.
—Una anciana me lo ha dado. Vive en el bosque, es viuda y se ha
apiadado de mí al ver mi delgadez.
Bajó la cabeza, en un gesto sumiso. Representando la viva
imagen de la obediencia y de la derrota.
«Agacha la mirada, habla en susurros. Que vea que estás
sometida, sé el cebo que tanto está deseando morder». Se aferró a
las palabras de Baba Yaga, recitándolas en su mente como un rezo.
Sintió sus pasos sobre la nieve y segundos más tarde sus dedos
se colocaron bajo la barbilla, alzando su cabeza para que lo mirase
a los ojos.
Le sostuvo la mirada, sin cambiar en un ápice la expresión de
su rostro. Sin dejarle ver la oscura mentira que ocultaba bajo
aquella apariencia de joven virtuosa y asustada ante su posición,
jugándose la vida para mantener aquella treta.
La cercanía de su cuerpo contra el suyo le parecía insidiosa,
inflamándola de un profundo odio y rencor. En otro mundo, en
otra vida, habría cortado su garganta mientras dormía. Habría
sentido una gran satisfacción al ver como se desangraría, en
estertores agónicos, con los ojos bien abiertos. Pero los cuentos
y las fantasías sólo eran para niñas que buscaban abstraerse de la
cruda realidad que les había tocado. Y Vasilisa había dejado de ser
una niña desde que comenzó la guerra.
—¿Y tu pelo? ¿También te lo ha cortado por clemencia?—El
cinismo era patente en sus palabras
—Tengo piojos.
Soltó su barbilla con presura, apartándose.
«Predecible», aquel pensamiento acudió a su mente al ver el
gesto de desagrado en su rostro.
—Es bastante cantidad de comida. Supongo que no te importará
si la comparto con vosotros, ¿no? También espero que a esa viuda
no le importe si le hago una visita. Las mujeres que viven en soledad

92
ANTOLOGÍA LIBERTAD
nunca son de fiar.
Vasilisa murmuró un leve «supongo». Müller sonrió. De nuevo
aquella media sonrisa arrogante.
«Déjale que piense que eres débil, que la viuda de los bosques es
sólo eso. Déjale que piense que una mujer es incapaz de conspirar
a sus espaldas. Que se ahogue en su arrogancia y cinismo».
—Eres una buena chica, Vasya. —La confianza con la que
pronunció su nombre hizo que se quedase helada en el sitio. Pasó
una mano enguantada por sus cabellos cortos mientras sus ojos
se deslizaban por su cuerpo—. Se ve que lo has heredado de tu
madre.
Dicho esto abandonó a la joven y marchó hacia la salida del
pueblo con el fusil al hombro, no sin antes de lanzarle una última
mirada a Vasilisa.
Contempló cómo desaparecía entre los pequeños edificios
cubiertos de nieve ante las miradas cautas de los habitantes. Esta
vez se lo imaginó adentrándose en la oscuridad que proporcionaban
las espesas copas de los árboles del bosque, dirigiéndose hacia el
hogar de Baba Yaga donde lo estaría esperando con una promesa
de calidez y falsa hospitalidad.
«No soy una buena chica», pensó funesta.
Entró en su hogar e inmediatamente echó de menos el calor
del hogar de Baba Yaga. Su madre no sólo había empezado a
racionar la comida sino también la leña porque sabía que iban a
venir temporadas de inmensas heladas. Y ya tenía bastante con
aguantar a un oficial de las SS como para preocuparse del frío.
Encontró a su progenitora sentada en la mesa de la cocina, con
la mirada perdida. No pasó por alto el moratón que adornaba su
pómulo.
—Madre —susurró.
La mujer volvió el rostro hacia su hija. Tenía la mirada vacía.
—¿Dónde has estado? Me preocupaba que… —Vio como la piel
de su garganta se movió al tragar saliva—. Da igual. Tienes que

93
ANTOLOGÍA LIBERTAD
llevar a Dasha y Nikolái al colegio antes de que se haga tarde. ¿Qué
le ha pasado a tu cabello, Vasya?
Vasilisa la contempló por unos instantes. El pelo oscuro recogido
en lo alto de su cabeza, las afiladas facciones de su rostro y los ojos
castaños que ella había heredado. ¿Qué diría si supiese que había
mandado al oficial a la muerte? ¿La miraría con horror? ¿O estaría
eternamente agradecida?
Prefería no pensar en ello. Eran suposiciones que nunca se harían
realidad, porque no esperaba tampoco que su madre creyese en su
relato.
Así que optó por hacer lo que mejor se le daba: dejarse llevar por
sus impulsos.
La abrazó, hundiendo el rostro en su hombro, reparando en
lo escuálida que estaba aquella mujer que le había dado la vida
y que lo seguía haciendo día tras día. Sintió como sus músculos
se tensaron por aquella repentina muestra de cariño. Por unos
momentos creyó que se debía a que no deseaba aquel contacto por
su parte, pero se dio cuenta de que hacía demasiado tiempo que
no abrazaba a su madre con tal intensidad.
«No me importa sacrificarme como tú lo has hecho. Has dado
mucho por nosotros y no me importa que mis manos se manchen
de sangre si eso quiere decir que he protegido a nuestra familia.
Esto es por apartar al capitán Müller de mí y atraerlo a ti misma».
Quería pronunciar aquellas palabras. Pero se conformó con lo
más sencillo:
—Te quiero, mamá.
Ella acarició su cabeza. Vasilisa notó las lágrimas de su madre
en su mejilla.
—Y yo a ti, mi vida. Más de lo que se pueda querer a una persona.

El cuerpo del capitán Müller apareció días después, cubierto
de nieve y totalmente intacto. Buscaron heridas en su cuerpo,
extrañados por la ausencia de agujeros de bala o cortes por navajas.

94
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Ni tan siquiera los animales se habían atrevido a devorar su cuerpo,
abandonándolo como si poseyese una enfermedad infecciosa.
Obviamente hubo interrogatorios: algunos utilizaron la fuerza
bruta para conseguir un falso testimonio de culpabilidad y así
explicar la muerte de un oficial con una carrera tan importante
en las SS. Sin embargo, los habitantes de Varzuga se mantuvieron
callados, creyendo en la inocencia de cada uno de ellos.
Al no encontrar a ningún culpable decidieron desistir, alegando
que Müller había muerto probablemente de frío.
Vasilisa había estado entre los curiosos que, movidos por la
morbosidad, habían acudido al bosque para ver con sus propios
ojos los restos del capitán. Su madre ni siquiera había ido. Aun
así pudo ver que en su demacrado rostro imperaba un profundo
alivio que no había visto desde hacía meses.
La joven podía decir que su libertad nunca se había esfumado;
la había utilizado con fines poco morales, teniendo graves
consecuencias para ella misma. Pero la servidumbre le parecía
pequeña comparada con lo que había conseguido.
Por sus venas corría la sangre de hombres y mujeres que habían
luchado hasta la extenuación para poder llevarse migajas de pan a
la boca; personas que habían alzado los puños en contra del yugo
que se les había impuesto por haber nacido en hogares humildes,
con lágrimas en los ojos y las voces henchidas de cánticos contra
los opresores. Eran seres de carne y hueso con almas de acero,
inquebrantables e inclementes como el invierno, conociendo el
costo de la libertad y creyendo en la valía de morir bajo sus alas.
¿Cómo no iba a hacer ella lo mismo si era una sucesora de tales
referentes?
Por eso cuando se adentró en el bosque para unirse a Baba Yaga
no se lamentó. Inspiró profundamente aquel aire puro, sintiendo
como su cuerpo se relajaba.
El invierno continuaría avanzando, inexorable como la propia
Baba Yaga. Y bajo un viento que arrastraba tiempos nuevos Vasilisa
comenzó a caminar hacia la cabaña de la bruja.
95
ANTOLOGÍA LIBERTAD

UNA PERLA DE OLVIDO


Katty Cool

Z
TW: Terror, duelo.
el sujeta con fuerza el collar de su mascota. Es lo único físico
que le queda de ella, junto a un montón de recuerdos que
le endulzan las lágrimas y la hacen sentir un poco menos
miserable.
Había sido un regalo de su madre Sara que, consciente de sus
largas noches de insomnio y de esos miedos infantiles de los
que no podía desprenderse a pesar de haber entrado de lleno
en la adolescencia, o quizá justo por eso, decidió otorgarle la
responsabilidad de hacerse cargo de su muy deseada y peludita
amiga canina. Aún recuerda el momento en el que ella misma la
eligió y, como si fuera un hechizo, casi puede sentir la picazón en
la nariz causada por el fuerte olor acre que aquel día inundaba
hasta el último rincón de la perrera local, como una espesa niebla
invisible y ponzoñosa. Trece años después y siendo Zel una mujer
adulta, que su perrita ya no esté con ella la hace sentir sola e
insegura y, de forma involuntariamente inquietante, durante los
fugaces instantes entre la vigilia y el sueño, revive con la lentitud
96
ANTOLOGÍA LIBERTAD
del anochecer, aquellos miedos y temores desdibujados de su
infancia que había creído olvidados y de los que nunca entendió el
origen. Estaban ahí, sin más.
Son las tres de la madrugada y necesita tomar el aire. Está
cansada de llorar y cree que el frescor nocturno aliviará ese dolor
de cabeza que amenaza con ir a peor. Se pone la chaqueta y coge
las llaves con cuidado, no quiere hacer ruido. Luego recuerda que
ya no importa, no habrá ladridos por mucho que las agite. Sale de
casa molesta con la vida, cansada de costumbres y gestos que ya
no significan nada y, a paso ligero, como si tuviera prisa, se aleja
del portal pisando fuerte, aplastando en cada zancada su tristeza,
su debilidad y sus miedos.
Se siente bien, al principio. La brisa fría le despeja los pulmones y
el peso del dolor queda olvidado durante un rato. No le molesta que
el viento le despeine el flequillo hacia atrás, ni que las partículas de
hielo del aire se le peguen a la cara y al cabello. Puede ver cómo se
le adhieren a las pestañas, brillando como minúsculos diamantes
al pasar bajo los focos del alumbrado público. No se ha alejado
mucho de casa, está a cuatro o quizá cinco minutos, es un pueblo
muy pequeño, casi una aldea, y no puede caminar demasiado sin
pasar del asfalto iluminado a la oscuridad del bosque. Pero ya está
llegando a su destino, un parquecito a las afueras, cerca de una
fuente.
Este era su lugar preferido.
Le duele la mano. Abre el puño que, sin darse cuenta, ha
mantenido fuertemente cerrado desde que salió de casa y observa
el collar de su amiga en la palma. No recordaba que fuera tan
pequeño, casi parece una pulsera. Había pensado que enterrarlo
en su parque favorito sería un bonito gesto pero, observando el
lugar desde el otro lado de la calle, con la imponente oscuridad
del bosque de fondo, ha hecho que deje de encontrarle sentido: el
parque se le antoja frío, vacío, solo un pedazo de tierra fangosa y
sucia.
En un último intento, haciendo acopio de voluntad por honrar

97
ANTOLOGÍA LIBERTAD
a su mascota, baja de la acera y camina cruzando la calle, pero se
detiene justo antes de pisar la arena mojada. El escalofrío que
le recorre el cuerpo es tan fuerte, que el temblor hace sonar la
chapa del collar en su mano como un cascabel. El frío le golpea
los sentidos como un mazo de escarcha y, durante un segundo, se
imagina en casa sujetando una taza caliente de manzanilla con
anís y metiéndose en la cama sin quitarse el albornoz.
No sabe por qué ha ido hasta allí, hace rato que ha dejado de
parecerle una buena idea y se pregunta por qué razón debería
deshacerse del collar mientras se lo abrocha en la muñeca. Recuerda
que su perra no se acercaba al bosque y que algunas veces ladraba
hacia los árboles, asustada de algo que ella no podía ver.
Primero de una y luego de la otra, tira de las mangas de la
chaqueta tratando de cubrir sus manos para protegerlas del frío
y da un par de pasos marcha atrás con lentitud, arrastrando los
pies para alejarse de allí, mientras deja que su mirada recorra toda
la zona en un vistazo rápido, quizá por la inquietud que siente,
quizá por la costumbre de buscar a su mascota en el momento de
marcharse, como si se la estuviera dejando olvidada en ese lugar
que ya no significa nada. En el último segundo, justo cuando ya
está dando la vuelta para regresar a casa, cree ver algo moviéndose
al borde del bosque, entre la vegetación.
No se gira de nuevo a verlo. No lo ha imaginado. Sabe de sobra
que ha visto algo, pero no sabe qué. Tampoco quiere comprobar si
es alguien a quien conoce o algo que no. Prefiere creer que no ha
sido nada, un efecto óptico, un malentendido quizá, para poder
ignorarlo y seguir su camino. Ha sido lo bastante extraño como
para hacerla dudar de sí misma, pero es esa sensación de inquietud
la que hace que elija la duda a una posible verdad que prefiere no
saber.
Avanza de forma mecánica, asimilando esa imagen, cuando cae
en la cuenta de que es la primera vez que está sola en la calle de
noche. Quizá incluso la primera vez que está sola, simplemente.
El pueblo entero se mantiene tan silencioso que el propio eco de
sus pisadas la pone nerviosa. El viento se ha detenido y con cada
98
ANTOLOGÍA LIBERTAD
paso su respiración se hace más rápida, envolviéndola en volutas
de vaho que se deshilachan como queso fundido al atravesarlas.
Crek, crek, crek
Oye un sonido seco, como de ramas que crujen, ruido de
hojarasca o maleza aplastada y algo más que no logra distinguir. Zel
no se detiene ni vuelve la vista atrás, alza el cuello de su chaqueta y
acelera el paso; enseguida dejará el parque y el bosque lo bastante
alejados como para no tener nada de lo que preocuparse. Está
segura de que es algún joven del pueblo, alguien que quizá no sigue
del todo las leyes, un menor bebiendo o fumando a escondidas,
algún vagabundo ocultándose por miedo, una pareja sin un lugar
apropiado donde intimar... Nada extraño, o eso se obliga a pensar.
Pero esa visión de hace un momento le quema tras los parpados,
como si se le hubiera grabado en ellos igual que una Polaroid.
¿Qué demonios era eso?
Ni siquiera le ha parecido humano. ¿Será algún tipo de animal?
Tampoco recuerda haber visto jamás nada parecido. ¿O quizá sí?
Crek, crek, crek
Sabe que no debe girarse, pero antes de darse cuenta ya lo ha
hecho. Solo un instante es suficiente. Ya no puede negarlo. Está ahí
y no es humano, aunque lo parece. Piel blanca, sin pelo, sin rasgos
reconocibles, solo algo extraño que no sabe definir, haciendo
movimientos oscilantes y suaves en el linde del bosque, como una
hoja mecida por el viento que repite el mismo giro una y otra vez
de forma cíclica. Y la está mirando.
Quiere arrancar a correr y no detenerse jamás, pero su parte
racional la empuja a seguir buscando una explicación. Quizá es
un señor loco que va desnudo por ahí. Un señor loco y calvo que,
puede que bajo los efectos de algún tipo de sustancia psicotrópica,
ha decidido hacer el idiota caminando de espaldas a cuatro patas
desnudo por el bosque y de madrugada, a pesar de que hace un
frío de menos tres grados centírgados. Sabe que suena de lo más
absurdo, pero le basta con que sea lo bastante creíble como para
permitirse pensar que no se ha vuelto loca: lo que ha visto no es
99
ANTOLOGÍA LIBERTAD
posible.
Y a pesar de todo, la visión de esa extraña criatura blancuzca
recortada en la negrura de la vegetación le resulta tan familiar que,
mientras se aleja de allí, una escena velada desde hace muchos
años va aclarándose en su mente con lentitud.

Recuerda a sus madres como adictas al trabajo, ambas científicas


medioambientales. Una infancia llena de viajes, una mudanza
tras otra, desde el bosque negro de Alemania hasta los desiertos
australianos. Incluso sabía que habían pasado su luna de miel
en Nueva Zelanda, en un viaje para un valioso estudio climático
y su primer trabajo en equipo. Al regresar, la adoptaron a ella
dándole un nombre basado en ese país donde habían comenzado
su nueva vida juntas, tanto laboral como personal. Año tras año
las acompañó de un país a otro, pero los viajes cesaron al cumplir
los ocho o nueve años. No recuerda dónde fue el último, solo que
vivían en una lujosa propiedad en el bosque y que su niñera era
algo despistada; Zel acostumbraba a escabullirse cuando no estaba
atenta y salía a jugar sola por los alrededores de la finca. Un día,
cansada de que sus madres no estuvieran en casa hasta tarde, se
había quedado fuera después de anochecer. Le gustaba seguir a
los ciervos blancos de la zona, pero nunca lo había hecho durante
la noche. Recuerda que estaba cerca de uno, tan cerca que estiró
la mano y rozó a la criatura con la punta de los dedos. Pero no
fue pelaje lo que tocó, sino algo muy suave y frío como la piedra.
Aquello se dio la vuelta mirándola a la cara y el grito se le congeló
en la garganta asfixiándola de puro terror. No era un ciervo, ni
nada que se le pareciera remotamente. Esa cosa ladeó la cabeza
olisqueando el aire y mostrando los dientes y se puso en pie como
una persona, extendiendo sus largas y huesudas extremidades
mientras entrechocaba la mandíbula haciendo sonidos extraños,
«crek, crek, crek».
Echó a correr con la desesperación en los latidos y la mente
en blanco. Corrió tanto como pudo mientras aquella criatura
despiadada jugaba con ella como un gato con un gorrión herido,
100
ANTOLOGÍA LIBERTAD
deslizándose ágil por el bosque como un espectro, azuzándola
y haciéndola tropezar en un juego cruel que solo podía tener un
desenlace.
Vio su casa aparecer entre la maleza como una visión milagrosa.
Estaba tan cerca que corrió todavía más, pero aquella zarpa huesuda
y blanca la agarró del brazo con fuerza tomándola desprevenida,
frenó su avance en seco y la alzó del suelo. Se la iba a comer, sabía
que la desgarraría con esos colmillos y no quedaría nada de ella.
Jamás la encontrarían. Estaba a solo unos metros de casa, pero
nadie iba a poder salvarla.
Reaccionó por instinto, pataleó y le mordió en la mano con
todas sus fuerzas. La criatura la liberó con un gruñido de dolor,
dejándola caer al suelo. Quizá no era capaz de ganar, el mordisco
no iba a detener a ese ser, pero le bastaba con poder huir, así que
volvió a correr por su vida; una zancada, dos, tres y salió de entre
los árboles. No se detuvo cuando los faros del coche que llegaba
a la casa la iluminaron de lleno, ni al escuchar el frenazo; saltó al
camino del garaje y esprintó dándolo todo, sabiendo que aquello
la había seguido fuera del bosque. Entró en casa ignorando a la
niñera, quien, con el rostro desencajado y preocupada por perder
su empleo, llevaba rato tratando de encontrarla.
Zel subió las escaleras, se encerró en su habitación, se lio en la
manta con su peluche y se atrincheró en el armario mientras oía a
sus madres entrar de un portazo, gritos, golpes, alguien llamando
a la policía... Sara y Rocío subieron a buscarla enseguida entre
la confusión y el miedo, sin saber si ignorar aquello que apenas
habían llegado a ver. La niñera salió huyendo, farfullando palabras
sin sentido:
«He visto lo que era... Que nunca se quede sola, que nunca lo
busque, si ella lo ve, él la verá a ella también. Jamás, jamás va a
dejar de seguirla, la encontrará vaya donde vaya».
Se marcharon del lugar esa misma noche, pero Zel no recuperó
el habla en meses. Pesadillas, traumas, fobias... Sus madres reñían
a veces sobre si había sido real, si ellas habían llegado a ver algo o

101
ANTOLOGÍA LIBERTAD
no, o si su hija estaba en realidad completamente loca a causa de los
cuentos locos de aquella niñera. Dos años después llegó su perrita y,
como si de un bálsamo medicinal se tratara, sanó su mente como si
nada, liberándola del miedo de enfrentarse sola a lo que la acechaba
ahí fuera. Sin darse cuenta, envolvió aquel terrible recuerdo como
una perla, una perla con un corazón oscuro y horrible, oculto entre
capas y capas de indiferencia y autoconvencimiento, volviéndola
pequeña e inofensiva. Luego empujó esa perla hasta el rincón más
remoto de su subconsciente y lo olvidó todo.

El terror de aquel día le recorre el cuerpo como un veneno, como


si esa perla de olvido fuera un vial del ácido más letal y acabara de
explotar invadiendo su organismo en una oleada.
No quiere mirar, pero no puede evitar darse cuenta de que una
de las farolas parpadea y adivina sin querer esa forma feral, larga
y huesuda por el rabillo del ojo, de pie bajo la luz intermitente,
acechándola. Ni siquiera piensa en gritar, echa a correr como
entonces, golpeando el suelo con la planta del pie con tal fuerza,
que siente el asfalto raspando la suela de zapato. Está cerca de
casa, tan cerca como la vez anterior, pero ahora vive sola, Sara y
Rocío viven en otro lugar y su única compañía ya no está.
Ahora entiende muchas cosas: sobreprotección, aislamiento,
prohibición... Jamás salía, daba clases en casa, adolescencia
prácticamente en cautiverio, y todo para mantenerla a salvo de
algo que había olvidado por completo. Harta de la situación, ya
hace unos meses que se fugó de casa con su perrita. Tiene veintitrés
años, casi veinticuatro, necesitaba libertad, tomar decisiones, una
vida real y funcional, escapar de aquel ambiente asfixiante de
preocupación continua que no entendía y un día a día corriente,
como cualquier persona normal. Rocío y Sara se lo tomaron mal,
pero entendieron su decisión. No había discusión posible y ambas
partes eran conscientes de ello, así que, sabiendo que por falta de
recursos propios no sería capaz de mantenerse a sí misma por un
tiempo, se encargaron de procurarle a Zel una pequeña vivienda
no muy lejos. Se lo podían permitir y sentían que era lo mínimo
102
ANTOLOGÍA LIBERTAD
que podían hacer por su hija, para no perderla por completo.

Zel saca las llaves del bolsillo justo antes de estrellarse contra la
puerta de entrada, elige la llave en un gesto ágil y la mete en la
cerradura tan rápido como puede. Abre y entra en un mismo gesto
antes de cerrar de un portazo fuerte y contundente. Echa la llave
desde dentro, una, dos vueltas, y asegura el cerrojo antes de acercar
el ojo a la mirilla para ver el exterior: nada. No deja de observar la
calle mientras saca el móvil del bolsillo y llama a sus madres casi
sin mirar la pantalla. Un tono, dos tonos... Pulsa el interruptor de la
luz y se pregunta por qué hace tanto frío si ha dejado la calefacción
encendida. No puede ver nada en el exterior, así que aparta el ojo
de la mirilla y se vuelve hacia el pasillo. Se sobresalta al ver al perro.
Entra en pánico al darse cuenta de que eso no es posible.
Hay barro y cristales en el suelo, la ventana está rota y esa cosa
está en cuclillas en medio del pasillo. Parece un perro, un perro
extraño de color ceniza y sin pelo, con un rostro extraño, como
una máscara blanca e inexpresiva y una cicatriz en forma de media
luna en la mano. Poco a poco, ladea la cabeza y la mira a los ojos
olfateando el aire.
Al otro lado del auricular, su madre Sara suena preocupada.
—Zelanda, cariño, ¿qué pasa? Son las tres y veinte de la
madrugada... ¿Zel? ¿Zelanda? ¡Zelanda, cielo! Rocío, es la niña: la
ha encontrado. Saca el coche...
Sara escucha los gritos de su pequeña a través del auricular
mientras corre hacia el vehículo en pijama. Sabe que no van a
llegar a tiempo, que jamás debieron permitir que esto sucediera,
pero no imagina qué se van a encontrar cuando lleguen, ni que el
tintineo que se oye cuando cesan los chillidos de su pequeña, es la
chapa con el nombre del perro, «Libertad», cayendo del brazo sin
vida de su hija. Lo último que puede oír antes de que se corte la
llamada es un ruido extraño:
Crek, crek, crek

103
ANTOLOGÍA LIBERTAD

JAULA DE ALGODÓN
Vania T. Curtidor

S
TW: Aborto involuntario, esclavitud.
i le hubieran dicho que casarse con Luis Felipe Córdoba y
Salazar iba a significar mucho más que abandonar Madrid,
Leonor no hubiera podido imaginarse hasta qué punto
«mucho más» no era simplemente una manera de hablar. Ni
siquiera el 3 de abril de 1769, cuando ella y su marido estaban a
punto de zarpar en un barco que los llevaría a Perú para vivir en
la hacienda Rocafuerte, tuvo una vaga idea de cómo cambiaría su
vida en realidad.
Luis Felipe la trataba como a una reina, procuraba que nunca
le faltara nada e intentaba adaptarse a todas sus necesidades. Al
parecer, se había casado por amor, que tristemente era mucho
más de lo que podía decir Leonor. Llevaban algo menos de un
año casados cuando acabaron los preparativos para mudarse a la
hacienda y Leonor estaba embarazada cuando dejaron el puerto
de Cádiz atrás.
Al poco de empezar la travesía, perdió a su bebé de tres meses
debido a una hemorragia que le pareció que no se iba a detener
104
ANTOLOGÍA LIBERTAD
nunca. Según el médico, el aborto había sido producido por las
incomodidades y el estrés del viaje, pero ella era una mujer sana
que podría tener cuantos hijos quisiera una vez estuviera en tierra
firme. Leonor calló ante estas observaciones, porque para el médico
era fácil decir algo así. Él, al que no le había crecido ningún bebé
dentro, que no había estado pensando en cómo se iba a comportar
una vez naciera, ni temiendo que el Nuevo Mundo fuera tan hostil
para su retoño como a veces imaginaba, él podía hablar.
Después de que el médico y su marido se retiraran del camarote,
Leonor fue sintiendo cómo el silencio que acababa de guardar se
instalaba dentro de ella. Tanto se instaló que no la dejó articular
ni una palabra en exactamente dieciséis días, tras los que pudo
empezar a hablar solo después de mucho luchar contra él. En todas
esas ocasiones, su marido salía del camarote y no regresaba hasta
después de un par de horas; había entendido que era un proceso
por el que ella debía pasar sola. Cuando volvía, le llevaba un poco
de caldo o algún dulce si encontraba a alguien en las cocinas. A
medida que el silencio empezó a salir, el cariño y agradecimiento
hacia Luis Felipe echaron raíces.

Durante su viaje desde Lima hasta la provincia de Cañete, Leonor,


que no tenía más que dieciocho años, estaba maravillada por todo
lo que veía en aquel país desconocido. Cuando por fin llegaron a la
hacienda y el terrateniente los guio por la propiedad, su asombro
no hizo más que crecer ante la cantidad de árboles frutales
que delineaban el camino al campo y los olores desconocidos
que desprendían. Tras su llegada a la plantación, contempló
boquiabierta el gran número de hombres y mujeres que había
trabajando. El contraste entre sus pieles oscuras y las borlas de
algodón blanquísimas que cubrían el campo creó una imagen que
se instauró profundamente en la mente de Leonor.
Después de todas esas experiencias, identificó la llegada a Perú
como una ocasión perfecta para empezar una vida nueva. Esa
esperanza se intensificó al poco de instalarse en la hacienda, tras
descubrir que volvía a estar encinta. Quizás incluso pudiese tener
105
ANTOLOGÍA LIBERTAD
un matrimonio feliz. Es por eso que, cuando descubrió que los
castigos físicos y los maltratos que recibían los esclavos negros
eran mucho más violentos de lo que se había imaginado, no pudo
ocultar su decepción hacia su marido.

Una de las noches en las que Luis Felipe estaba en Lima, Leonor
salió al patio para intentar refrescarse ya que no podía conciliar
el sueño. Gracias a la abundante luz que emitía la luna esa noche,
caminó hasta las barracas perdida en sus pensamientos. Solo
la devolvió a la realidad la figura de un hombre que no pudo
identificar. Acercándose con cautela, empezó a oír una especie de
cánticos en una lengua que desconocía. Cuanto más nítidamente
los percibía, más intenso veía el color lavanda que las palabras de
ese hombre le daban al cielo.
En medio del asombro de Leonor, él se percató de su presencia y
se le acercó de forma rápida y agresiva. Aunque todo había vuelto
a su color original, su cercanía hizo que pudiera verlo con todo
detalle: tenía la piel casi tan negra como su cabello, las arrugas
de la frente y la boca muy marcadas y la barba completamente
blanca. Vestía una camisola blanca parecida a la de los esclavos de
la hacienda, pero, a diferencia de ellos, también usaba pantalones.
Al reparar en sus ojos, Leonor dio un par de pasos hacia atrás:
la mirada de desprecio profundo de aquel hombre hizo que un
escalofrío le recorriera la espalda. No sabía qué hacer ni cómo
comportarse. A la vez que el miedo, una especie de vergüenza
la invadió, haciendo que empezara a llorar y a disculparse. Esto
calmó un poco la expresión del hombre, aunque sus ojos seguían
siendo rabiosos, emitiendo lo que pensaba de ella.
—Si está pensando en acusarme para que me castiguen, ¡soy
libre! —le dijo más como una amenaza que como una justificación.
Su español tenía un marcado seseo y las íes tenían una ligera
inclinación hacia el sonido de la letra e.
Leonor seguía tan confundida como antes. Supuso que se
refería al castigo por infringir el toque de queda. También había

106
ANTOLOGÍA LIBERTAD
oído que existían esclavos libertos, incluso había visto gente
negra caminando por las calles de Lima, pero no sabía cuál era la
situación de la hacienda al respecto.
—Yo no quiero acusar a nadie —contestó sin saber qué decir.
El hombre guardó silencio mientras la observaba más
detenidamente.
—Usted debe de ser la nueva señora. —Empezó a alejarse—. No
debería estar aquí, no hay nada que ver. Los latigazos siempre son
de día —añadió con un tono destinado a herir.
—No quiero ver ningún azote —replicó Leonor, a su pesar.
Quería acabar con esa conversación, pero le molestaba aquella
insinuación, así que añadió—: Yo nunca le he hecho nada a nadie.
El hombre empezó a reír, con una risa sarcástica y cortante. Se
giró para volver a mirarla.
—Pero tampoco para impedirlo. —Masticaba y escupía cada
palabra—. Nos traen aquí, nos quitan nuestra vida, nos quitan
la dignidad. Los que viven en casonas, todos son iguales. Porque
tenemos la piel oscura dicen que no tenemos alma. Usted también
lo piensa, que somos animales.
Leonor volvía a llorar. No podía creer que la misma persona
que había dado un color tan precioso al cielo estuviera haciéndola
temblar solo con su rabia. Ella no tenía nada que ver con ello, ni
siquiera había pedido vivir en esa hacienda. Solo quería que se
callase y salir corriendo de allí. Pero ella estaba paralizada y él
continuaba hablando:
—Le repito que, si me quiere acusar, soy un hombre libre. Además,
ya no tengo nada que perder. Así que no voy a permitir que ningún
blanco privilegiado venga a interrumpir mis oraciones y encima
me diga que no tiene nada que ver con lo que le pasa a mi gente.
En medio de su sermón, el hombre empezó a gesticular y Leonor
pudo ver que le faltaba una mano. Retiró la vista del muñón lo más
rápido que pudo, pero esto solo sirvió para que él se diera cuenta
de que lo observaba.

107
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—No, no tengo mano izquierda —le dijo sin miramientos—. Es
el precio que tuve que pagar por intentar escapar dos veces de mi
antiguo amo. Después, creyéndome inútil, me puso en venta. El
capataz Sergio Ibáñez, listo como un zorro, me compró por un
precio ridículo. Acabé aquí porque él vio que era lo suficientemente
fuerte y experimentado para trabajar guiando la cosecha. Así que
tuve que seguir trabajando hasta poder comprar mi libertad.
Al darse cuenta de que empezaba a conversar demasiado, el
hombre le dio la espalda y empezó a caminar en completo silencio.
Leonor, a su vez, huyó de allí tan rápido como pudo.
Cuando llegó a la casa, tenía náuseas y le temblaban las
piernas. Las palabras del hombre habían empezado a calar en su
consciencia. Estaba descubriendo que la esclavitud no se parecía
a las historias que contaban en Europa sobre seres como el carbón
que habían nacido para trabajar. Ahora estaba claro que esos seres
eran humanos y tenían sentimientos como ella. Sufrían y tenían
problemas. ¿Era ella realmente cómplice de todo lo que les pasaba?

Después del encuentro que tuvo en el campo, Leonor empezó a


prestar más atención y descubrió que el hombre le había dicho una
verdad que ella había decidido ignorar: cuando un esclavo desafiaba
la autoridad o intentaba huir, había castigos públicos, que incluso
a veces se celebraban en la plaza del mercado. Desde azotes hasta
mutilaciones. No quiso asistir a ninguno, pues supuso que no lo
aguantaría. Además de eso, el capataz tenía toda la potestad para
castigar a los esclavos si le parecía que no estaban obedeciendo de
forma debida.
Leonor aprovechó su siguiente viaje a Lima para intentar
averiguar más acerca de la situación y los posibles derechos de
los esclavos, pues, como le había insinuado el padre Gonzalo, en
Cañete no estaba muy bien visto que la señora de la hacienda se
interesara por esos temas. Aprovechando que tenía bastantes
compras que realizar, entabló conversación con cuantas señoras
pudo. Poco a poco entendió que había algunos grupos de personas

108
ANTOLOGÍA LIBERTAD
que luchaban por lo que llamaban la abolición de la esclavitud. De
tanto preguntar, al final dio con una mujer que le informó que
tanto hombres como mujeres se reunían cada mes y que ella sería
bienvenida. Incluso la invitó a visitarla para resolver cualquier
duda que pudiera tener ese mismo jueves, dos días después. Le
dio su dirección y su nombre: Carmen Murillo.
Pero cuando llegó la tarde del jueves, Leonor no se sintió capaz
de acudir a la cita; ella no era como esas mujeres fuertes a las que
no les importaba que la sociedad las juzgara por hacer cosas de
hombres. Ella estaba atrapada en sus vestidos, había sido educada
para guardar el máximo silencio posible. Además, se convenció de
que lo que le convenía ahora que volvía a estar embarazada era
descansar. Se sentía tan pequeña e inservible que adelantó su
regreso a Cañete para el día siguiente por la mañana.
Nada más llegar a la hacienda, Leonor se dirigió directamente
a su habitación y se tumbó en su cama, presa de una profunda
desgana y un cansancio que no estaba provocado solo por el viaje.
Cuando Encarnación, la cocinera, entró para hablar de la cena, vio
la sangre que, como una araña, estiraba sus patas por debajo de
Leonor, tiñendo de rojo la sábana blanca con la que no se había
llegado a cubrir. Su grito retumbó por toda la casa, pero ni siquiera
eso consiguió despertar a Leonor. Cuando por fin abrió los ojos,
estaba rodeada por el doctor Zapata, Encarnación y Luis Felipe.
El llanto de Encarnación y el dolor en la zona baja del abdomen
fueron suficientes para que entendiera que había perdido a
su bebé por segunda vez. Los días que siguieron estuvieron
gobernados por un estado de duermevela constante y le resultaron
tan confusos que Leonor no estaba segura de cuánto tiempo había
pasado. Su sopor estuvo invadido por dos sueños recurrentes. En
el primero, aparecía el hombre de los cielos lavanda de pie en el
charco de sangre que manaba de su mano mientras le abrasaba la
piel con su mirada. En el segundo, Carmen Murillo la perseguía
convertida en una imponente mujer indígena con dos trenzas
negras que se convertían en látigos. Las pocas ocasiones en las que
sus sueños empezaban de manera agradable y no involucraban
109
ANTOLOGÍA LIBERTAD
esclavos o mujeres luchadoras, siempre acababan con sus vestidos
estrangulándola hasta que el dolor que le provocaban hacía que se
despertase gritando.
Su mente tampoco pudo descansar cuando se recuperó y
pudo mantenerse despierta durante varias horas seguidas. Su
obsesión por la situación de los esclavos en la hacienda la tenía tan
preocupada que en ocasiones le parecía oír gritos desgarradores
provenientes desde las barracas. La única manera de acallarlos
era abrir la ventana y escuchar el campo con los ojos cerrados.
Solamente así podía comprobar que los sonidos que escuchaba no
eran reales.
Si le quedó algo de cordura fue gracias a Encarnación, que se
encargaba de llevarle la comida a la habitación y cuidar de su
bienestar. Gradualmente, empezaron a conocerse y a entablar
la primera amistad que Leonor había tenido desde su llegada al
Nuevo Mundo. A través de ella aprendió que los esclavos de la
hacienda podían comprar su libertad con el dinero que obtenían
trabajando en terrenos que podían cultivar en sus horas libres,
las denominadas chacras de esclavos. Así, Leonor se enteró de
cómo José Nuncio, con quien había tenido el encuentro, se había
convertido en un liberto. Había tenido que pagar por ser libre con
sangre y sudor, a pesar de haber nacido príncipe de su pueblo.
Después de una guerra con un poblado vecino, fue capturado,
transportado hasta la costa y vendido a un mercader portugués
que le había cambiado el nombre por uno cristiano. Lo habían
visto fijar su objetivo en cuanto entró a la hacienda y se dio cuenta
de que los Jesuitas, anteriores dueños de la hacienda, le permitían
ganar algo de dinero por primera vez. A pesar de haber llegado
manco, lo habían visto trabajar durante horas en su chacra. Al
parecer, cuando empezaron a extenderse los rumores sobre un
posible cambio de propietarios de la hacienda, José estaba muy
cerca de poder comprar su libertad. Como nada le aseguraba
que los nuevos patrones mantuviesen las chacras de esclavos que
les habían dado los Jesuitas, había triplicado los esfuerzos en su
terreno y había cobrado favores para que otros esclavos le dejaran
110
ANTOLOGÍA LIBERTAD
trabajar parte de sus tierras. Desde que era libre, José vivía en una
pequeña comunidad de libertos que estaba a las afueras de Cañete.
Aunque era muy querido y respetado por todos los esclavos de la
hacienda, lo veían en contadas ocasiones, cuando les hacía una de
sus visitas en las que los reconfortaba, los protegía con sus rituales
y les aseguraba que pronto podrían reunirse con él. En palabras
de la misma Encarnación: «tiene el don de aparecer justo en los
momentos en los que lo necesitamos».

Cuando Leonor por fin tuvo ánimo y fuerza para salir de la


cama, habían pasado casi tres meses desde su regreso de Lima.
Continuaba pasando la mayor parte de sus días con Encarnación,
pues no solo apreciaba sus conversaciones, sino que su presencia
la reconfortaba. Cuando se encontraba a solas, especialmente
durante las noches, seguía oyendo los gritos imaginarios que
hacían que se le erizara la piel y se le revolviera el estómago. A
pesar de ello, agradeció que Luis Felipe, como si comprendiese por
todo lo que ella estaba pasando, la hubiese eximido de sus deberes
conyugales. Incluso había abandonado el lecho que compartían,
pasando a dormir en una de las habitaciones de invitados. Las pocas
noches en las que pisaba la habitación principal lo hacía tras oír
los gritos entre los que se despertaba su esposa. Fue durante esas
noches, mientras él esperaba a que se volviera a dormir, cuando
Leonor empezó a hablar sobre la situación de los esclavos con Luis
Felipe. Leonor sabía que su marido era un hombre práctico que
consideraba que la presencia de los esclavos era fundamental para
el buen funcionamiento de la hacienda, pero, para su sorpresa, él
la escuchó atentamente. Incluso le confesó que sabía que había
más gente que pensaba como ella, y admitió que no estaba del todo
de acuerdo con el trato que se les daba. Leonor nunca supo si lo
hizo únicamente para que ella mejorara o porque realmente había
conseguido convencerlo, pero Luis Felipe redujo poco a poco los
castigos físicos a los esclavos.
Aunque no tuvo fuerzas para volver a la capital, con el paso de los
meses empezó a encontrarse mejor. Aun tuvo la valentía suficiente
111
ANTOLOGÍA LIBERTAD
para empezar a hablar con algunas de las señoras de Cañete acerca
de los derechos de los esclavos y también de los suyos propios.
Aunque muchas de ellas intentaban evitar hablar del tema, recibió
un par de miradas de complicidad que la alentaron.
Pero este estado le duraría solo hasta la noche en que un sirviente
llamó a la puerta de su habitación de manera frenética. Al abrir, el
hombre, sudoroso y con la respiración agitada, le comunicó que
Luis Felipe había tenido un accidente con su caballo mientras
volvía de Lima. En esos momentos, estaba siendo transportado a
la hacienda.
Leonor tuvo que esperar aún más de una hora a que llegara su
marido. No sabía qué hacer, estaba en un estado de nerviosismo
que no podía controlar. El trato que le daba Luis Felipe y el hecho
de que la escuchase habían contribuido a que el aprecio por él
se asentara definitivamente en su corazón. Cuando al fin llegó
acompañado del médico de Cañete, Leonor no pudo contener más
las lágrimas. Tras su negativa ante las insistencias del médico
de que lo dejase a solas con el paciente, este le proporcionó un
calmante que la sumió en un estado de sopor y durmió hasta bien
entrada la mañana siguiente.
Cuando por fin pudo ver a su marido, Leonor supo que no iba a
sobrevivir al accidente. Con escasas fuerzas, lo único que este pudo
decirle a su amada fue lo bella que estaba. Sin soltarle la mano a
Leonor, le pidió a un sirviente que llamase al notario. Cuando llegó
el letrado, acompañado del cura, dictó su testamento, legando
todos sus bienes materiales a su esposa. Después, sin dejar que
ella saliera de la habitación, se confesó y encomendó su alma al
Señor. Durmió durante unas cuantas horas y Leonor supo que
había muerto en el momento en el que la mano de Luis Felipe dejó
de apretar la suya.
Durante los tres días siguientes, Leonor fue incapaz de conciliar
el sueño durante más de diez minutos. Si no se encontraba haciendo
los preparativos para el entierro de su marido o atendiendo a las
visitas que llegaban a darle el pésame, los gritos imaginarios que
volvía a oír se le hacían insoportables. A raíz de su temor de no
112
ANTOLOGÍA LIBERTAD
ser apta para llevar la hacienda, tuvo diversos encuentros con el
notario, que buscó posibles compradores, todos los cuales ofrecían
un precio irrisorio por la propiedad que Leonor fue incapaz de
identificar. El aire se tornó espeso, los gritos más frecuentes y
el sueño la rehuía cada vez más. Ni siquiera Encarnación podía
calmar su dolor. En cuanto se enteró de que buscaba compradores,
su decepción y tristeza fueron palpables, aunque se esforzaba por
mantener su actitud hacia su patrona.
Una tarde, tras su jornada laboral, Sergio Ibáñez, el capataz, se
acercó a la casa para ofrecerle un trato a Leonor: quería comprar
la propiedad. La mirada de pánico que le dirigió Encarnación
tras escuchar las palabras hizo que Leonor declinara la oferta de
manera tajante. No sabía de dónde, pero había sacado fuerzas
para sostener la penetrante mirada del hombre, tras la cual él
se marchó con un «como la señora desee» cargado de odio. A la
mañana siguiente, notó que Encarnación hacía muecas de dolor
cada vez que tenía que arquear la espalda. Aunque ella lo negó y
rehuyó todas sus preguntas, Leonor supo que Sergio Ibáñez había
empezado su venganza.
De nuevo, dejó de lado su agotamiento y sentimiento de
inferioridad y salió a enfrentarse al hombre. Cuando vio su sonrisa
sarcástica mientras caminaba hacia él, supo que nadie defendería
que ella condenase los azotes del capataz si él creía que había
tenido motivos para darlos. Una vez más, sintió que su vestido
la constreñía y que le faltaba el aire. No podía creer que ahora
que estaba tan cerca de Ibáñez empezaran también a fallarle las
rodillas, pero lo cierto es que sintió cómo empezaba a desvanecerse.
Cuando abrió los ojos, estaba en el sofá de la sala de estar.
Se puso a llorar de rabia e impotencia y, a la vez, de pena y
de pequeñez. Maldijo el día en que nació, el día en el que se
embarcó a este continente maldito, todos los días en los que no
era suficientemente fuerte. Incluso le gritó a Encarnación que la
dejase en paz mientras se encerraba en su alcoba. Incapaz de poder
dormir o acallar sus pensamientos, se dirigió a la que había sido
la habitación de Luis Felipe. Intentando buscar algo de consuelo,
113
ANTOLOGÍA LIBERTAD
abrió su armario, tiró la ropa que le había pertenecido al suelo y se
hizo un ovillo sobre ella. Se quedó dormida mientras miraba por la
ventana cómo oscurecía.
Cuando despertó ya estaba amaneciendo. Lentamente y sin
ganas, empezó a guardar la ropa de nuevo en el armario. Mientras
lo hacía, como si de un rayo se tratase, una ráfaga de claridad la
golpeó. De repente, lo entendió todo: el porqué de sus sentimientos
de inferioridad y de estar fuera de sitio, el porqué de sus pesadillas,
el porqué de su incapacidad para tener hijos, el porqué de toda su
infelicidad. Finalmente, había comprendido cómo se sentía y la
piedra que había estado en su pecho durante tanto tiempo cayó
al suelo dejándola expandir los pulmones por primera vez. En ese
momento, con una fuerza que no había tenido desde hacía mucho
tiempo, supo lo que tenía que hacer.
Salió al patio y mandó llamar al notario. Cuando este apareció
en la hacienda, Leonor llevaba un tiempo encerrada en el despacho,
poniendo en orden los papeles que creía que iban a necesitar. Esto
le costó más de lo que le hubiera gustado; leía muchas palabras
cuyo significado desconocía, pero sentía que ya nada podría
hacerla desfallecer. Empezó a hablar con un tono de voz que le
costó reconocer como suyo. Así, le ordenó al notario que redactase
los documentos de liberación de todos y cada uno de los esclavos
que eran propiedad de la hacienda. Pese a su reticencia y a todos los
argumentos que le dio, al final acabó cediendo a la determinación
de Leonor y, con la asistencia de dos ayudantes a los que mandó
llamar, redactó los ciento cincuenta y seis documentos.
Cuando lo tuvieron todo listo, estaba a punto de anochecer.
Leonor salió nuevamente al patio y ordenó llamar a todos los
esclavos. Estos, creyendo que les anunciaría la venta de la
propiedad, acudieron a la cita con temor. El ambiente cambió
pronto a incredulidad cuando Leonor les dijo, de nuevo con ese
tono en el que le costaba reconocerse, que recogieran todas sus
pertenencias y que se repartieran todo lo que encontraran en el
campo. Cuando hubiesen acabado, tenían que dirigirse a recoger
su documentación. A partir de ese momento eran personas libres.
114
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—Y José será el encargado de organizarlo todo —añadió, tras
haber visto que este aparecía desde el campo, a tiempo de escuchar
la última parte de su discurso. Justo cuando lo necesitaba. La
sonrisa que le profirió bastó para que Leonor entendiera que no
solo se encargaría de organizar el reparto, sino que los ayudaría a
vivir como hombres y mujeres libres.
Aunque hasta entonces no lo había ni mirado, Leonor sintió
cómo Sergio Ibáñez se dirigía hacia ella lleno de furia. Esta vez,
no le temblaron las piernas ni le faltó el aire. Tampoco le tembló la
voz cuando le extendió una bolsa llena de reales en la que había el
equivalente a un año entero del sueldo del capataz.
—Estoy segura de que esto es más que suficiente para
compensarlo por todo el trabajo desempeñado. —Le dio la espalda
sin siquiera esperar a que abriera la bolsa.
Tampoco se quedó a formar parte del júbilo que se había
extendido por el patio. Aunque estaba eufórica, aún tenía mucho
por hacer. Volvió a contar el dinero que tenía en las arcas y apartó
lo que creía que iba a poder necesitar. Después, repartió el restante
entre las familias de esclavos. Le llevó unas cuantas horas, pues
tuvo que hacer estimaciones cuidadosamente, pero cuando estuvo
todo listo, salió del despacho. Antes de poder retirarse a descansar,
aunque fueran un par de horas, se encontró con el primer grupo
que venía a recoger sus documentos. Entre agradecimientos,
regalos, lágrimas y ofrecimientos de quedarse con ella que Leonor
rechazó firmemente, repartió todas las cartas de libertad hasta
que solamente quedó la de Encarnación. Cuando ésta entró en el
despacho, se fundieron en un cálido abrazo y Leonor se dio permiso
para llorar. Luchando contra la emoción, le dio a Encarnación lo
que le correspondía mientras se prometían volver a encontrarse
en mejores condiciones.
Leonor durmió durante buena parte del día siguiente, por fin
sin sueños que la atormentaran. Cuando despertó en la casa vacía,
quedaba poco para que anocheciera de nuevo y se dispuso a terminar
lo que le quedaba por hacer en esa hacienda. Tras haber liberado a
los esclavos, le tocaba su propia liberación. Se sentó ante su tocador
115
ANTOLOGÍA LIBERTAD
y con las tijeras en la mano empezó a cortar sus cabellos. Cuanto
más cortos estaban, más se reconocía en su propio reflejo. Una vez
acabado el primer paso, volvió al armario donde estaba la antigua
ropa de Luis Fernando y escogió cuidadosamente una muda con
la que se vistió. Sabía que él había sido más alto y corpulento que
ella, pero, aunque tuvo que fajar un poco los pantalones, su miedo
inicial de que la ropa no le valiese se vio desmentido. Todas las
prendas estaban justo donde les correspondía estar. Completó su
vestimenta con un sombrero alto.
Después de guardar el dinero en la bolsa de Luis Felipe, solamente
faltaba una cosa: encendió una lámpara del salón y con ella se
aseguró de que las cortinas empezaban a arder. Sin desprenderse
de su fuente de fuego, caminó por la hacienda hacia los establos,
donde inició un segundo foco del incendio. Para cuando había
llegado al camino de entrada, los dos fuegos, siguiendo la
determinación del corazón de Leonor, se habían extendido hasta
confluir.
Mientras observaba cómo la hacienda en la que había vivido
durante dos años era presa de las llamas, no pudo evitar que
las lágrimas cayeran por su rostro. Esta vez eran lágrimas de
liberación; nunca más se sentiría presa dentro de un rol que no
era el suyo, nunca más sería cómplice de las injusticias de las que
era testigo. Dio media vuelta y se dejó llevar por el sonido de sus
pasos sobre el camino.

116
ANTOLOGÍA LIBERTAD

VIVO EN UNA DISTOPÍA


Fernando Bolaños

V
TW: Violencia, LGTBfobia.
ivo en una distopía donde amar está prohibido.
Y conozco las reglas perfectamente. Sé que no debo
tomarte de la mano. Sé que no debo pronunciar tu nombre
en la calle, por más débil que me salga el susurro, porque aún no le
he enseñado a mi voz a tratarte con indiferencia. Sé que no debo
contar las pecas que asoman por el cuello de tu camisa, ni ver de
reojo cómo arde tu pelo bajo la luz del sol, porque cualquier indicio
será castigado. Sé que en nuestro mundo la rebeldía se paga con
sangre y sé que no debemos ser vistos, porque si alguien nos ve
estaremos muertos.
Así que debo fingir que no me muero de ganas. Debo hacer de
tripas corazón y guardar bajo llave el grito que me sube por la
garganta, y liberarlo cuando estemos solos, soplar las palabras
cerca de tu oído, una por una, calientes como la brisa en verano.
Vivo en una distopía donde amar está prohibido.
Y las horas se suceden en cuenta regresiva. Los nervios y la
anticipación hacen temblar las placas tectónicas que albergo bajo
117
ANTOLOGÍA LIBERTAD
la piel. Cuando el reloj anuncia la medianoche, aprovecho el eco
de las campanadas para escabullirme por la escalera de incendios.
Con la capucha del anorak encima, atravieso el callejón y huyo en
dirección sur, hacia los bajos del barrio que nos ha visto crecer.
A lo largo del trayecto me permito contemplar algunos grafitis.
Hay algo en ellos que me parece irresistible. Quizás sea el caos
puntiagudo, con todas las curvas y los colores y las figuras que
parece que van a saltar de la pared de un momento a otro; o quizás
sea su realismo, su magnitud en cuanto a tamaño y significado;
o quizás sea algo tan simple como el hecho de que es arte. El
tipo de arte que inspira y despierta sentimientos dentro de ti. El
tipo de arte que es una denuncia y un escupitajo en la cara de los
poderosos. El tipo de arte que me representa y viste los edificios de
mi barrio con un atuendo hecho de arcoíris.
Pero también existe otro tipo de grafitis. Grafitis que son, más
bien, rayones en los muros. Pintura en espray que se amontona
para formar una palabra en mayúsculas. Un insulto, nada más.
Aquí una palabra basta para que te pierdan el respeto. Para que la
gente te mire sobre el hombro y murmure. Para que tu nombre sea
sustituido en sus labios por aquella palabra escrita en la puerta de
tu casa.
Vivo en una distopía donde amar está prohibido.
Y antes de llegar al final de la calle cincuenta y ocho, antes incluso
de sacar el móvil para anunciarte mi llegada, las veo. Siete letras
rojas en el lateral de tu edificio. Siete letras que se me clavan en
el pecho como siete cuchillos de diferente largo. Me detengo de
golpe y
veo la inicial de Muerte,
veo la inicial de Abismo,
veo la inicial de Rabia,
veo la inicial de Infierno,
veo la inicial de Cadáver,
veo la inicial de Olvido,
veo la inicial de Navaja,
118
ANTOLOGÍA LIBERTAD
y también veo mis dedos temblando.
Vivo en una distopía donde amar está prohibido.
Y tu boca sabe a peligro y secretos. Tus dedos entonan canciones
de guerra sobre mi torso desnudo. Tus iris son del gris de las balas
y me perforan la carne una, dos, tres veces mientras nos besamos
en el callejón. Tu nariz apoyada en la mía se siente como el cañón
de una pistola apuntándome, por lo que sostengo tu rostro entre
las manos y te miro fijamente. «Mírame y dispara», pienso en un
segundo de valentía. Y lo haces. Y recibo tu voz como el golpe de
gracia que me roba el oxígeno de los pulmones.
—No podemos seguir viéndonos.
Excelente puntería.
Mi corazón se desprende de la aorta y cae hasta el fondo de mis
entrañas, inservible para el resto de la eternidad. Las esquinas
de mi universo se doblan sobre sí mismas, se tambalean y
resquebrajan, pero sigo de pie. Mis dedos siguen apretando los
tuyos y las estrellas siguen colgando del firmamento y mi visión
se mantiene clara, pues ya no tengo lágrimas que llorar. Solo me
queda el silencio y la bestia indómita que guardo en la garganta,
ese grito que me destroza por dentro y que sería capaz de extinguir
civilizaciones enteras.
Veo en tus ojos una sombra nívea y puedo leer en ella los motivos
de tu decisión, motivos que en el fondo ya sabía pero que me
negaba a reconocer. Y no me queda más remedio que aceptar que
hemos llegado al final de nuestra historia.
Sé que para ti amar es un acto revolucionario; pero más allá
de eso, la libertad que persigues es la promesa de convertirte en
quien siempre fuiste, sin importar lo que piensen los demás. De
caminar, vestir y ser como tú quieras, y que nadie te juzgue por ello.
De entrar en el equipo de natación masculino. De cortarte el pelo
como Bradley Cooper. De que te llamen por el nombre que elegiste
con plena consciencia de ti mismo y que ese nombre aparezca en
todos tus documentos legales.
Sé que tú vives en una distopía donde ser quien realmente eres
119
ANTOLOGÍA LIBERTAD
está prohibido, y la opresión que cae sobre ti es el doble (o el triple
o el cuádruple) de la que llevo sobre los hombros.
Por eso, me voy sin mediar palabra. Porque te quiero seguro y te
quiero vivo, a pesar del dolor que me causas.
Durante gran parte del camino intento mantener la vista clavada
en el pavimento, hipnotizándome con el vaivén acelerado de mis
deportivas. Ignoro los grafitis y las figuras de los rascacielos que
parecen monstruos en la madrugada; los coches que pasan por
mi lado, en la avenida principal, me sobresaltan con el ruido de
sus bocinas. Corro, corro y corro como alma que se lleva el diablo.
La velocidad de mi cuerpo es tan grande que, cuando atisbo que
alguien se aproxima en dirección contraria, no tengo tiempo
suficiente para frenar.
Vivo en una distopía donde amar está prohibido.
Y los caminantes nocturnos que encuentras por la calle no son
simples peatones. Sus venas están llenas de odio, un odio visceral
y enraizado que inunda cada recoveco en su interior. Me ven y
escupen unas risas tan afiladas que podrían cortar. En cierto
sentido, eso es justo lo que hacen. Cartografían un mapa sobre mi
piel. Es un mapa de cortes y moratones y algunos huesos rotos, y
yo no puedo hacer nada para evitarlo.
Me ganan en número.
Me ganan en estatura.
Me ganan en fuerza.
Creo que esta pelea ya está dicha.

Vivo en una distopía donde amar está prohibido.


Y cualquier día de la semana, en cualquier momento del día,
podría despertar en la cama de un sanatorio. Porque un grupo de
delincuentes me ha agredido y la justicia no ha hecho nada para
detenerlos. Porque no hay leyes que defiendan mis derechos.
Porque aquí la libertad es solo una promesa vacía; es néctar en la
boca de los políticos y cadenas en mis tobillos.

120
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Poco a poco, siento que las últimas esperanzas me abandonan.
Pero entonces abro los ojos y veo los rayos del sol arañando el cristal
de la ventana. Siento su calor penetrando en mis poros. Estoy vivo,
inconmensurablemente vivo, y mientras respire seguiré en pie de
lucha.
Y tú estás junto a mí, en una silla, leyendo el periódico entre
murmullos.
—Sube el volumen —te pido, porque me gusta cómo suena tu
voz por las mañanas.
El aire es un débil rasguño en mis cuerdas vocales. Sin embargo,
tras mi petición, veo cómo te enderezas y ajustas las gafas sobre el
puente de la nariz. Luego escucho las palabras que emergen de tu
boca, mitad palomas mitad cuervos.
Disturbios en bar gay
La madrugada del pasado ocho de mayo dio lugar a
una serie de disturbios y manifestaciones a manos de
empleados y clientes del bar Andrómeda, quienes se alzaron
en protesta contra una redada policial en el conocido pub.
Según relatan los testigos, alrededor de las dos de
la madrugada, tres policías vestidos de civil, dos de
uniforme y el jefe del Centro de Investigación de Actos
Contra la Moral Pública, Jefferson Scott, entraron por
la puerta trasera del bar Andrómeda y se abrieron paso
entre la multitud a gritos. Apagaron la música de golpe y
encendieron las luces. Valiéndose del micrófono del DJ, el
investigador Scott ordenó en primer lugar que se abrieran
las puertas para que el resto de su equipo pudiera acceder
al local y, finalmente, que los presentes guardaran la calma
y siguieran las instrucciones al pie de la letra.
Desde mitades de la década, el bar nocturno Andrómeda
ha acogido en su mayoría a personas trans, drag queens,
prostitutos masculinos y jóvenes sin techo. Aquella sería,
pues, la septuagésima redada en un bar gay de los últimos
dos años. Lo que la policía no esperaba era que los miembros
de la comunidad LGTBIA+ despertaran de su letargo.
Las órdenes fueron claras y concisas: debían ponerse

121
ANTOLOGÍA LIBERTAD
en fila y mostrar su identificación a los oficiales; mientras
tanto, todos aquellos clientes vestidos de mujer debían
ir al cuarto de baño, donde un grupo de policías iba a
comprobar su sexo y arrestar a cualquier hombre que
llevara vestimenta femenina. No obstante, la redada no
sucedió como se esperaba.
Varios clientes se negaron a mostrar su identificación
y otros se rehusaron a moverse de la pista de baile. La
sensación de incomodidad creció con suma rapidez.
«El corazón me martillaba el pecho con mucha fuerza,
parecía que iba a romperme las costillas de un momento
a otro […] La pasma nos tenía rodeados y, cada vez que
uno de nosotros se negaba a obedecer, sentía como si una
bomba me fuera a estallar en las manos», relata un presente
anónimo de los disturbios.
Se decomisaron las botellas de alcohol y se separó la
multitud en dos grupos: los arrestados (trasvestis, personas
trans y empleados corrientes del pub) y los clientes que se
dejaron en libertad.
Estos últimos fueron echados del Andrómeda a
empujones y golpes, pero no se desperdigaron. Al
contrario, se reunieron en la acera de enfrente junto a
familiares, amigos y vecinos del barrio, y pronto se formó
una muchedumbre de casi doscientas personas que
observaban el acontecimiento. De vez en cuando, alguno
se mofaba de las autoridades haciendo poses y ademanes,
y los demás le aplaudían y animaban a voz en grito.
Uno por uno, los arrestados subieron a los coches patrulla,
no sin antes lanzar mensajes verbales a sus espectadores,
que a esas alturas cubrían toda la calle. Fueron palabras,
simples palabras, lo que desató el caos.
«Recuerdo que una chica logró zafarse del agarre de
dos policías robustos, cayó al suelo y, mientras la volvían
a sujetar, se volteó para vernos y dijo: ‘¿Por qué diablos
no hacéis nada?’ Y fue entonces cuando se abrió la caja
de Pandora», relata Dolly Thompson, participante de los
disturbios.
Cristales y ladrillos volaron por los aires; algunas

122
ANTOLOGÍA LIBERTAD
patrullas fueron volcadas y las que quedaron de pie, aunque
tenían las llantas pinchadas, les sirvieron a unos cuantos
policías para escapar. Los pocos que no pudieron huir se
resguardaron en el interior del Andrómeda, pero la turba
logró alcanzarlos tras romper las ventanas del recinto y
derribar las puertas. Justo cuando alguien (no se sabe de
qué bando) se disponía a rociar los muros externos con
gasolina y prenderles fuego, se escucharon a la distancia
sirenas y llegaron los bomberos y la fuerza antidisturbios.
Una hora había transcurrido desde aquel «¿Por qué
diablos no hacéis nada?» y el bar Andrómeda se veía
reducido a escombros. Después del recuento oficial por
las autoridades, se concluyó que en ambos lados hubo
bajas. Eso sí, más allá de la destrucción, miembros de la
comunidad LGTBIA+ aseguran que esa noche ha marcado
un antes y un después en la historia del mundo. Ha sido
un paso agigantado hacia la libertad que buscamos
colectivamente.
«[…]No volveremos a ser sumisos, no. No volveremos a
dejar que se metan con nosotros ni volveremos a agachar
la mirada ante ellos. Había algo en la brisa que soplaba
aquella noche, no sé qué era, pero si pudiera darle un
nombre diría que se trataba de la libertad que siempre
nos habían arrebatado. Lo que ignoraban era que, si hay
excepciones para quién puede vivir libre, entonces nadie
vive en libertad», comenta Matilde Molers, presidenta del
comité ciudadano MTU (Mujeres Transgénero Unidas).
Al contrario de la información que se maneja en las
fuentes gubernamentales, los testigos afirman que las
manifestaciones y los disturbios no tuvieron ninguna
planificación previa, sino que fueron espontáneos y
promovidos por la indignación, rabia y pena de los
agravados5.

Estos hechos fueron inspirados en los disturbios y manifestaciones que tuvieron lugar en el
5.

pub Stonewall Inn, en junio de 1969, los cuales se consideran como el catalizador del movimiento
moderno por los derechos LGTBIA+ y se conmemoran anualmente con el Día del Orgullo.

123
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Hay un aleteo en mi pecho que se incrementa a medida que lees
el artículo. Cuando el silencio por fin se apodera de la habitación,
una lágrima desciende por el lateral de mi rostro.
—¿Por qué has vuelto? —me atrevo a preguntar.
Oigo el sonido que producen tus rodillas al golpear el suelo.
—He vuelto porque ellos nos quieren separados. Nos quieren
divididos, ya que solo de esa manera nos podrán vencer. —Me
aprietas la mano—. He vuelto por nosotros, porque te quiero con
toda mi alma y no voy a permitir que el mundo nos separe.
Cierro los ojos. Aunque acepto callado el beso que depositas en
mi frente, no puedo evitar llenarme de cierta amargura. Al fin y
al cabo, seguimos viviendo en una sociedad que supera la ficción.
Quizá no sea una distopía en el sentido estricto de la palabra, pero
en varias ocasiones me veo en la necesidad de vivir una doble
existencia. Como si tuviera que ser alguien en privado y alguien
totalmente distinto en público. Por miedo a la reacción de los
demás. Por miedo a que me juzguen. Por miedo a que me maten.
No sé… es bastante cansado, ¿sabes?, el tener que tragarse toda la
rabia.
Pero hoy decido que he soportado lo suficiente de esta mierda.
Gracias a los hermanos del club Andrómeda, la rebelión ha
comenzado.
Es hora de reclamar lo que es mío por derecho propio.
Es hora de salir a las calles y protestar.
Es hora de abrir la jaula y dejar que el grito salga al exterior
y arrase con lo que encuentre a su paso. Nunca más volveré a
quedarme con la boca cerrada.

124
ANTOLOGÍA LIBERTAD

ATLANTIA
Esther Evans

Kida

M
e conocía Atlantia como la palma de mi mano, la había
recorrido de este a oeste y de norte a sur más veces de
las que puedo recordar. Era un pequeño micromundo,
hermoso, sí, pero también limitado y tremendamente predecible.
O así solía ser, hasta que un objeto en llamas cayó del cielo.
Bajé del árbol tan rápido como pude hasta que las montañas y
la ciudad desaparecieron de mi vista, dejando solo una frondosa
vegetación por la que se acercaban los guardias de mi padre.
—¿Habéis visto eso? —pregunté. No esperé su respuesta, sin
más corrí hacia el lugar donde parecía haber caído aquello.
—¡Esperad!
Su grito me llegó acompañado del sonido de sus pisadas,
pero no había forma de que me perdiera aquello. Me moví con
ligereza, había recorrido tantas veces aquellos caminos que mis
pies me llevaron en pocos minutos hasta el claro donde aquello

125
ANTOLOGÍA LIBERTAD
había caído. Solo tuve que apartar unas ramas para que la visión
de un vehículo gigantesco de metal apareciese ante mí. Y entre
el humo negro que salía de la nave accidentada se alzaban varias
personas.
—Gente —susurré desde mi escondite—. Son extranjeros.
Jamás había visto a nadie de fuera de Atlantia. Se suponía que
nuestra dimensión estaba aislada del exterior. Esa era la razón
por la que mi mundo era también mi cárcel, la razón por la que
todos mis días parecían ser iguales, carentes de sentido.
—¡Princesa, es peligroso! —dijo la guardia en cuanto llegó
hasta mí. Suspiré, sabiendo que no me permitirían acercarme ni
hablar con ellos por las órdenes de mi padre.
—Será mejor que regresemos e informemos a su majestad —
propuso el otro guardia.
Traté de ocultar mi decepción, después de todo, ya lo sabía. Mi
padre diría que me asignaría guardias para mi protección, pero
yo sabía que en realidad se dedicaban a vigilarme en cuanto me
alejaba un poco de palacio. No importaba las veces que les daba
esquinazo para explorar el bosque o las montañas, tampoco las
veces que les demostraba que sabía valerme por mí misma.
—¿Y si no son peligrosos? —aventuré. No quería rendirme tan
fácilmente, sentía curiosidad por aquellos extraños.
Me fijé en una chica que parecía tener mi edad. Llevaba gafas y
el pelo oscuro recogido. Parecía estar aguantando los reproches
de los demás, como si nada de lo que hiciera fuera suficiente. O
quizá solo intentaba verme a mí misma reflejada en ella.
—No podemos arriesgar la seguridad de la princesa —
respondió la guardia. Luego posó una mano en mi brazo, en un
gesto tranquilizador, logrando que la mirase—. Vámonos antes
de que nos descubran, por favor.
Asentí, no muy convencida, y eché un último vistazo a aquella
especie de vehículo mientras dejaba que la guardia me condujera
de vuelta a la ciudad. No tardamos mucho en salir del bosque
y regresar a palacio para informar de lo sucedido. Les dejé ese
126
ANTOLOGÍA LIBERTAD
cometido a los guardias y me marché a mi habitación. No pasó
mucho tiempo hasta que pude ver, desde la ventana, a la guardia
real regresando del bosque con siete prisioneros. Siete extraños
procedentes de más allá de las pequeñas fronteras del único
mundo que se me permitía conocer.
Siempre había vivido encerrada en Atlantia. Pero en aquel
momento, por primera vez, soñé con que existía una manera de
viajar muy lejos, hasta lugares que nunca imaginé.

Mila
Cuando un cangrejo gigante zarandea tu nave a través de un
portal interdimensional, colisionas entre llamas y un grupo de
nativos te apresa y te encierra en una cárcel, quizá es el momento
de replantearte tu vida. Al menos en aquel momento yo lo estaba
haciendo.
—Podría haber sido médico, como quería mi madre —murmuré.
Mis compañeros de tripulación me ignoraron mientras
revisaban sus heridas. No sé si su silencio y sus miradas cansadas
eran mejor o peor que cuando me gritaban que esto era culpa
mía no traducir bien el fragmento de los documentos sobre
Atlantia que hablaba del guardián interdimensional. Pero, eh,
estábamos en Atlantia, ¿no? Era gracias a mí que estuviéramos
aquí encerrados. Bien pensado, igual era por eso por lo que
estaban mosqueados.
Aunque no todos. El capitán Tiberius y la teniente Helga estaban
apartados y enfrascados en una conversación, seguramente
discutiendo sobre cómo saldríamos de allí. Después de todo,
ellos eran quienes estaban al mando.
—Lo mejor será que descansemos un poco —propuso el médico,
que ya había terminado de revisar las heridas de todos—. Hemos
tenido suerte de salir tan bien parados.
—Sí, pero ¿qué vamos a hacer ahora? —preguntó la mecánica.
Ninguno de los otros cuatro tripulantes supo qué responder.

127
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Un silencio pesado se instauró entre nosotros, únicamente roto
por el murmullo ininteligible de la conversación entre nuestros
dos oficiales.
—¿Quién iba a pensar que todavía había gente en Atlantia? —
comenté.
—¡Pues claro que estamos aquí!
La voz alegre que aseguró eso casi me hizo caerme de la roca
en la que me había sentado. Nos giramos hacia los barrotes
de la celda para observar que había una joven tras ellos: una
chica morena de pelo blanco, a pesar de su juventud. No llevaba
armadura de guardia, sino un vestido sencillo pero que le daba un
aire elegante, así como un colgante de cristal azulado reluciendo
sobre su pecho.
—¿Quién eres tú? —le pregunté, acercándome a ella.
—Kida, ¿y tú?
—Soy Mila.
Nunca pensé que mantendría una conversación tan agradable
con alguien que me tenía encerrada en una celda. Tal vez
fuera una buena señal y todo esto podía quedar en un simple
malentendido. Quizá incluso nos recibirían en Atlantia como
visitantes cordiales.
Sabía que estaba soñando, pero deseaba conocer más sobre
aquella civilización que durante tanto tiempo yació olvidada.
Sobre aquella ciudad que se extendía ante mis ojos y que hasta
entonces había creído perdida y reducida a ruinas.
—¿Cómo habéis sobrevivido durante tantos años encerrados?
—cuestioné—. ¿Y por qué se cerró de pronto vuestra dimensión?
—Tenemos recursos. —Respondió vagamente. Me sentí
tentada de indagar más, pero Kida pareció evaluarme con la
mirada y añadió—: No pareces una amenaza.
—No lo soy. Ninguno de nosotros…
Mi frase quedó en el aire cuando el capitán apareció a mi lado
y me apartó de golpe. Él y la teniente se habían percatado de la
128
ANTOLOGÍA LIBERTAD
situación y habían dejado su conversación para acercarse a la
recién llegada.
—Cállate, Mila —me espetó. Luego, se volvió hacia ella—.
Discúlpela, yo soy quien está al mando.
Casi sonreí al percibir el cambio en el rostro de la tal Kida, que
no parecía nada impresionada.
—Pues ahora yo soy quien está al mando —le corrigió. Del
rostro del capitán se borró la sonrisa al instante—. Y exijo saber
qué pretendéis en mis tierras.
—No somos más que exploradores y científicos —respondió él.
—Entonces seré yo quien decida si sois de fiar —decidió la
atlante—. Necesito asegurarme de que no sois un peligro para
mi gente y mi ciudad.
—Responderemos a todo lo que…
—Me alegra que estéis dispuestos a colaborar —le cortó ella—.
Pero no quiero hablar con usted. Quiero hablar con ella —finalizó,
señalándome.
—¿Por qué ella? —se le escapó a la teniente.
Mis compañeros me observaron con suspicacia, mientras yo
me encogía de hombros. Sin duda había sido un capricho de la
chica, nada más.
Aun así, al cabo de un rato desde que ella se girase y se fuera,
un par de guardias me sacaron de la celda y me escoltaron ante su
presencia, haciéndome bajar la cabeza ante ella nada más llegar.
—Alteza —dijeron.
Genial, era una especie de reina y estaba en mis manos el
quedar bien para que no nos matasen a mí y a mi tripulación.

Kida
—Esta es la cima de Dun-Al, la montaña de nuestros antepasados
—expliqué.
Mila me seguía de cerca, aunque se notaba que no estaba
129
ANTOLOGÍA LIBERTAD
acostumbrada a realizar tanto ejercicio físico. Yo tenía que ir más
despacio de lo habitual y me detenía cada vez que ella parecía
quedarse atrás, pero no me importaba. Era divertido pasear con
alguien.
—¿Dónde están tus guardias? —preguntó ella, jadeando, al
posicionarse junto a mí.
—No te preocupes por ellos —le quité importancia. Me había
asegurado de volver a darles esquinazo.
Continuamos ascendiendo por la montaña y pronto llegamos
a nuestro destino. Desde aquel risco se veía toda la ciudad. Desde
pequeña me habían dicho que era un lugar sagrado, pues estaba
lleno de inscripciones de nuestros antepasados.
—¡Increíble! —la escuché susurrar y sonreí. Mila observó
con cuidado las inscripciones, el paisaje y a mí. Yo la tomé del
brazo para que me acompañase al borde del risco, lo cual la puso
nerviosa—. Oye, esto está muy alto, ¿no irás a tirarme?
Por toda respuesta, yo me empecé a reír y luego me senté con
los pies colgando. Ella me miró, dubitativa, pero terminó por
sentarse a mi lado, aunque a una distancia mucho más prudencial
del borde.
—Los guardias no me dejarían hacer esto —comenté—. Dirían
que es peligroso.
Por su cara parecía estar de acuerdo con los guardias, pero no
dijo nada al respecto.
—¿Por qué yo? —me preguntó por fin. Deduje que llevaba un
rato dándole vueltas a esa pregunta.
—Verás —respondí, pensativa. Luego la miré con seriedad—.
Hay una antigua profecía que dice que una joven vendrá desde
fuera de esta dimensión y nos salvará a todos de nuestro
inminente fin. Estoy convencida de que eres tú.
Su expresión de sorpresa fue tan divertida que traicioné mi
actuación y me empecé a reír sin poder parar.
—¡Muy graciosa! —me espetó, al darse cuenta de que le tomaba

130
ANTOLOGÍA LIBERTAD
el pelo. Luego me miró y se empezó a reír conmigo.
—Ahora en serio —le dije cuando pudimos tranquilizarnos—.
No hay nada de especial ni espero que hagas nada. Es solo que
nunca había tenido la ocasión de hablar con alguien de fuera,
alguien tan distinto a mí. Me pareció emocionante.
—Bueno, yo solo soy una cerebrito y tú eres una princesa —
reflexionó ella—. Tu vida sí que debe de ser emocionante.
—Te sorprendería —solté, cansada.
Mila se levantó y yo la seguí con la vista. Parecía intrigada
desde que habíamos subido a aquella cima.
—Estas escrituras —dijo, rodeando el círculo de grabados que
había en la roca—, ¿qué significan?
—No lo sé —admití.
—Los antiguos reyes de Atlantia —murmuró. Eso me hizo dar
un respingo.
—¿Sabes leerlo? —le pregunté, levantándome para acercarme
a los grabados.
—¿Tú no? —se sorprendió ella.
—No —admití—. Esa sabiduría se perdió con el Cataclismo,
cuando nuestra dimensión fue sellada. Los antiguos intentaron
transmitirla a las nuevas generaciones, pero con el tiempo
comprendieron que eran más útiles otros conocimientos para
nuestra supervivencia, como la pesca o el cultivo. Así que se
terminó perdiendo.
Mila continuó observando las inscripciones mientras me
escuchaba. Había sacado una libreta y estaba garabateando algo.
Me puse tras ella y observé sobre su hombro con curiosidad, pero
no entendía nada de lo que significaba aquella escritura.
—«Aquí es donde yacen los antiguos reyes de Atlantia» —recitó.
—¿Eso es lo que pone? —pregunté. Ella asintió.
—Sí, pero no es lo único —respondió—. Luego dice: «la clave
está en el corazón de la princesa».

131
ANTOLOGÍA LIBERTAD
—¿Mi corazón? —murmuré. Me llevé la mano instintivamente
al pecho y me topé con algo. El colgante que había pertenecido a
mi madre—. ¿Qué dice? —pregunté con urgencia.
Mila reparó en mi colgante y yo se lo tendí para que lo examinase.
La chica observó los grabados de la joya, poniendo una cara de
concentración muy graciosa. Luego pronunció despacio una
única palabra:
—Namia. —A la sonoridad de esa palabra le siguió un silencio
peculiar, como si las dos esperásemos algo. Al no ocurrir nada,
ella preguntó—. ¿Qué significa?
—Significa esperanza.
Nada más darle mi respuesta, la montaña comenzó a temblar.
El círculo de las inscripciones se tiñó de un extraño brillo
azulado, revelando líneas que viajaban a través de las paredes de
la montaña. Caí al suelo, incapaz de mantenerme en pie sobre
la roca trémula. Cuando alcé la vista de nuevo, las líneas de la
montaña se abrían para dejar paso a un oscuro túnel.
Poco a poco, el temblor se detuvo. Casi sin aliento, me puse
de rodillas y noté que Mila estaba en la misma situación. Ambas
nos miramos y nos levantamos sin decir palabra. Luego, nuestra
vista se dirigió hacia la entrada de la cueva.
Mi padre me había hablado de esto. La morada del Cristal, oculta
en algún lugar bajo la montaña. Pero nunca pensé que llegaría a
encontrarla por mí misma después de que desapareciera cuando
Atlantia se cerró.
—¿Qué hay…? —comenzó Mila, acercándose.
—Nada —la detuve. Ella me miró interrogante, seguramente
no esperaba mi reacción. Suspiré, decidiendo que podía
contárselo—. Lo llamamos el Cristal. Es la piedra de cuya energía
se alimenta nuestro mundo.
—Estupendo, ha sido mucho más rápido de lo que esperábamos
—dijo una voz.
Los dos prisioneros que parecían los jefes de su grupo habían

132
ANTOLOGÍA LIBERTAD
llegado hasta la montaña y ahora nos apuntaban con sus armas.
Me giré hacia Mila, pero ella parecía igual de asombrada que yo.
—¿Qué significa esto? —inquirió, haciendo ademán de
acercarse al recién llegado.
—Ni un paso más —le ordenó él, haciendo un extraño ruido
con su arma—. Significa que vais a llevarnos hasta ese Cristal.

Mila
Miré a Kida intentando hacerle ver que yo no tenía nada que ver
con todo aquel asunto, pero ella se limitaba a mirar al frente con
los ojos llenos de rabia. Ambas caminábamos delante, seguidas
del capitán y la teniente, que nos apuntaban cada uno a una de
nosotras por la espalda con sus armas de plasma.
Nadie dijo nada hasta que llegamos a la cavidad interior, donde
nos encontramos con algo que llevaba tanto tiempo queriendo
encontrar que jamás me imaginé que sucedería así. El núcleo de
Atlantia.
—¡Es enorme! —exclamó el capitán—. Vamos a ser ricos.
—¿Qué? —intervino Kida, ignorando la posición en la que nos
encontrábamos—. No podéis venderlo, es el núcleo de mi mundo.
—¿Y? —dijo la teniente, hastiada.
—Que genera toda la energía de Atlantia: es el motivo por el
que no hemos muerto a pesar de estar desconectados de todo el
resto del universo —explicó ella.
Esa era mi teoría y estaría más feliz de verla corroborada de no
ser porque había conducido a aquellos ladrones directamente al
núcleo de la ciudad.
—No, digo que a mí qué me importa —aclaró Helga—. Vamos,
agárralo —le dijo al capitán.
—Ya, ¿y cómo? —contraatacó él. El cristal estaba flotando en
medio de la estancia, con su fulgor azulado bañando el lugar.
Ambos me miraron de pronto, esperando que les diera alguna

133
ANTOLOGÍA LIBERTAD
solución, pero no tenía ninguna. Ni siquiera una para salir de allí
con vida.
—No sé…
La luz azulada del Cristal comenzó a parpadear, interrumpiendo
mi balbuceo. A cada parpadeo brillaba con mayor intensidad,
iluminando la cueva en ráfagas que parecían estar escaneando
en busca de algo. A mi lado, Kida dio un paso hacia delante.
Entonces sucedió. El fulgor del Cristal la iluminó y de pronto
ella se elevó en el aire ante nuestra atónita mirada. Parecía como
si el Cristal estuviera reclamándola: sus iris se habían vuelto
tan blancos como su cabello y su cuerpo flotaba acercándose
lentamente al núcleo de Atlantia.
Hice ademán de acercarme a ella, quizá para intentar detenerla,
pero me dirigió una mirada tranquilizadora y me detuve.
—Todo irá bien —me dijo en el idioma antiguo de Atlantia—.
No temas.
—¿Qué está pasando? ¿Qué ha dicho? —exigió saber el capitán,
enfadado por no comprender la situación. Me aferró de la camisa
y me zarandeó, mientras yo trataba de ordenar mis pensamientos.
—No lo sé, el Cristal… —balbuceé—. Está vivo.
—¡Majaderías! —estalló la teniente, apuntando a Kida con su
arma. Instantes después y antes de que pudiera gritarle que no
lo hiciera, el rayo de su arma salió disparado contra la princesa
de Atlantia.

Kida
Me sentía ligera. Me sentía intocable. Me sentía poderosa.
La luz azulada me envolvió y la sentí cálida y reconfortante,
con el aroma a hogar y a la hierba fresca del bosque atlante.
Cuando me acarició la sentí como una caricia de mi madre antes
de dormir.
Me giré en el preciso instante en que aquella desconocida
me disparó. No sentí miedo, ni inquietud. Un aura azulada me
134
ANTOLOGÍA LIBERTAD
envolvía y se interpuso entre el disparo y yo, neutralizándolo. El
antiguo poder de Atlantia se había instalado en mí ahora.
Cuando descendí y mis pies descalzos pisaron el húmedo suelo
de la cueva, tuve la total certeza de que ya no era la misma. De
que ya nunca volvería a serlo.
Alcé una mano y la energía de Atlantia se movió conmigo,
disparando un haz de luz azul que hizo temblar las paredes de la
cueva y apartarse a aquellos dos, huyendo como cobardes.
—¡Vámonos de aquí! —gritó el que había dicho que estaba al
mando.
Ya le dije que la que estaba al mando era yo.
Agarré a una estupefacta Mila y corrimos lejos de allí, dejando
una ristra de escombros y humo a mi paso. No estuve segura
de haber conseguido detener a aquellos dos, pero me dio igual.
Estaba llena de poder y deseosa de mostrarlo.
En cuanto salí de allí, solté a la chica y me elevé sobre la ciudad,
haciendo que los rayos azulados cayeran por Atlantia. Todo el
lugar fue testigo de mi poder desatado.

Mila
Atlantia se había sumido en el caos.
Kida se encontraba allí, en mitad del cielo, brillando entre
rayos como una diosa encolerizada.
Mis compañeros de tripulación habían tratado de huir, pero
uno de los rayos había alcanzado nuestra nave. Helga y Tiberius
se peleaban entre ellos, pero ese era el menor de mis problemas.
Los atlantes sollozaban, exclamaban o buscaban a sus
conocidos. Hubo uno que me llamó la atención: un hombre que
portaba una alhaja sobre la cabeza que le identificaba como el rey
de Atlantia.
—¡Hija mía, detente! —gritaba. Luego se volvió hacia sus
acompañantes—. ¡Os dije que no la dejarais sola!

135
ANTOLOGÍA LIBERTAD
No sé por qué lo hice, me podría haber quedado calladita, pero
me acerqué y le solté:
—Así que era eso, ¿creíais que prohibiéndole salir del palacio
impediríais que hallase el Cristal?
—Sí —dijo él con convicción. Después me miró, enfadado—. ¿Y
tú quién eres?
—Eso no importa ahora, ¿cómo hacemos que esa furia
incontrolable se separe de ella?
—No lo sé —reconoció—. El Cristal está compuesto por las almas
de cientos de atlantes que durante años intentaron protegernos
de amenazas externas. La última vez, fue mi antepasada la que
lo sufrió. Nos atacaron para robarnos nuestra tecnología, nos
masacraron… y ella se vio imbuida por el cristal, justo como Kida.
—¿Qué sucedió? —susurré. Después caí en la cuenta—. ¿Cerró
la frontera?
—Así es, nos dejó aislados del mundo y desde entonces hemos
estado aquí. Y ha sido lo mejor para todos.
—Yo no lo creo —respondí—. Cerrarse a los problemas del
mundo no soluciona nada. Solamente habéis creado una cárcel
perfecta para vuestra hija.
Tras decir aquello, me di la vuelta y corrí. Ya me ocuparía de las
represalias después, en aquel momento tenía que intentar llegar
hasta Kida. Trepé como pude por un árbol e intenté llegar a la
azotea de un edificio, pero no era capaz. Mis manos resbalaban
a la mínima y perdía pie. Seguro que ella lo habría logrado con
mucha facilidad.
—¡Mierda! —exclamé.
—¿Necesitas ayuda?
Ante mi sorpresa, mis compañeros de tripulación habían
decidido regresar.
—Chicos, ¡gracias!
De nuevo puse todo mi empeño en escalar, pero aquella vez
me encontré con que, en cuanto perdía pie, alguno de mis
136
ANTOLOGÍA LIBERTAD
compañeros me tendía una mano y me ayudaba a avanzar un
tramo más. Cuando llegué al final apenas podía creerlo. Toda la
ciudad se tendía bajo mis pies.
—Bueno, ¿y ahora qué? —murmuré para mí misma, tratando
de ignorar la espantosa caída que había desde tan alto. Me obligué
a mirar a Kida y a gritar—. ¡Kida, detén esto! ¡Tienes que abrir
las fronteras!

Kida
«Abre las fronteras».
Aquella súplica me llegó amortiguada, como si viniera de muy
lejos. Pero fue suficiente para hacerme reaccionar.
«¿Las fronteras? ¿Por qué están cerradas las fronteras?», pensé.
Una voz se coló en mis pensamientos para responder:
«Están cerradas porque el mundo exterior es peligroso. Nos
dañaron».
«¿Tú las cerraste? ¿Quién eres?», pregunté.
«Soy tu antepasada», dijo la voz con claridad en mi mente. «Mi
voluntad todavía reside en el Cristal, junto con la de cientos de
nuestros hermanos y hermanas».
Como si sus palabras hubieran abierto la puerta, cientos de
voces, cientos de presencias, se hicieron tangibles en aquel
momento para mí. Todas ellas estaban allí, conmigo, todas
formábamos parte del Cristal.
Entonces abrí los ojos. El mundo fuera de la calidez del Cristal
era un caos: la energía azul que me rodeaba estaba destruyendo
los bosques, los edificios y las calles de aquel lugar que consideraba
mi hogar. La gente lloraba y corría. Huían. Huían de mí.
Esa terrible certeza me dio pavor.
«¿Cómo detengo esto?», pregunté, desesperada.
«No puedes», me dijeron las voces. «El Cristal hará tu voluntad».
«¡Abre las fronteras, Kida!», volví a escuchar.

137
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Esa voz no procedía de mi cabeza, estaba segura. Me giré y
entonces la vi: era Mila. Se había subido al punto más alto de
Atlantia, a pesar del peligro, para tratar de sacarme de aquel
estado de locura en que me hallaba inmersa.
Grité desde lo más hondo de mi garganta y la luz azul comenzó
a girar, expandiéndose después por toda Atlantia.
Lo último que recuerdo fue caer, antes de que me tragase la
oscuridad.

Mila
—¡Se ha despertado! —exclamó el rey.
Kida había caído desde gran altura, pero tuvo la suerte de que
un grupo de guardias estaba debajo para atraparla. Sus heridas
sanarían rápidamente. En cuanto a mí, no me apetece hablar de
lo bochornoso que fue esperar a que los guardias me sacaran de
lo alto de aquella torre porque no podía bajar. Menos mal que
tenían esos vehículos voladores: si lo hubiera sabido, habría
subido con uno, ¡maldita sea!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kida con voz débil.
Para ser sincera, todos pensábamos que no lo iba a contar. El
Cristal se separó de ella en el último momento, de manera que
no se quedó dentro, como el resto de sus antepasados. Al menos,
no toda ella. Quizá parte de su conciencia continuaba allí, junto
al resto de sus antepasados. Era una teoría interesante que no
pensaba intentar comprobar.
El Cristal estaba ahora mucho más débil, tal y como le
explicamos a Kida. La mitad de su energía fue usada y tardaría
en volver a acumular el poder que había tenido. De no ser porque
las fronteras estaban abiertas, Atlantia no podría sobrevivir.
—¿Las fronteras están abiertas? —preguntó ella, asombrada.
—Así es, tú las has abierto —respondió el rey—. Y ahora Atlantia
tendrá que aprender a prosperar de otro modo: mediante el
contacto con el exterior y el comercio. Tendremos que aprender

138
ANTOLOGÍA LIBERTAD
de nuevo a convivir.
No sonaba tan mal, aunque para una civilización como la suya,
iba a llevar un tiempo.
—Perdóname —dijo de pronto—. Creí que encerrarte aquí te
mantendría a salvo.
—Ahora estoy a salvo —respondió Kida—. Y lo estaré, vaya a
donde vaya. Necesito encontrar mi camino.
Su padre asintió, entendiendo que no podría retener a su hija.
Ella se giró hacia mí y me sonrió. Sus ojos brillaban con una
ilusión que no había visto hasta entonces.
—Además, tendré una excelente guía —continuó—. Si ella
acepta.
Tardé unos segundos en procesar sus palabras, así como las
miradas de mis compañeros de tripulación. Parecían fuera de
lugar ahora que el capitán y la teniente estaban encerrados, pero
¿desde cuándo eso me convertía en la nueva líder?
—Por supuesto que acepto —dije por fin.
Con la ayuda de los atlantes, nuestra nave pudo ser reparada
y estuvimos listos para partir. Aquella vez no tendríamos que
enfrentarnos a ningún guardián interdimensional ni colisionar
en ninguna dimensión perdida, todo marcharía sin problemas.
O no. ¿Quién podría asegurar lo que ocurriría? Solo sabíamos
que el mundo exterior nos estaba esperando.

139
ANTOLOGÍA LIBERTAD

OJOS DE MIEL
Alba G. Callejas

R
ecuerdo perfectamente el primer día que la vi. Sus ojos
castaños mostraban motitas doradas y sonreía, tenía la
sonrisa más bonita que había visto nunca. Recuerdo su
piel tostada por el sol y los lunares sobre su cuello. Recuerdo
quedarme mirándola embobada, mientras la comitiva de la que
yo formaba parte pasaba a su lado, cruzando la reja de hierro
forjado e internándose en los inmensos prados que rodeaban
Artheran.
Durante mis primeros días en la escuela de hechicería no
fui capaz de preguntar por ella. ¿Por qué se iba a interesar una
muchacha elfa como yo en una chica humana cualquiera? De
lo que sí estaba completamente segura era de que no la vi en
el comedor durante el almuerzo y tampoco en ninguno de los
pasillos del edificio. Y pese a no volver a verla, no fui capaz de
olvidarla.
Me centré en mis estudios mágicos tanto como pude, olvidando
que la había visto, ya que parecía evidente que no volvería a
140
ANTOLOGÍA LIBERTAD
encontrarla. Se esperaba mucho de mí; si no, mis padres no
me habrían enviado a aquella escuela tan prestigiosa, habría
continuado estudiando en la escuela del reino élfico.
Artheran era mucho más. Se trataba de la escuela más grande
de los cinco reinos, y también la única que admitía estudiantes
procedentes de cada uno de ellos. Mis padres pensaron que me
vendría bien rodearme de gente diferente y conocer el carácter
tan peculiar de cada una de las razas. Había vivido los trescientos
años de mi juventud tan solo rodeada de elfos y ahora aprendía,
poco a poco, que cada una de las razas teníamos un modo muy
diferente de ver las cosas. Rodearme de gigantes, humanos,
enanos y gnomos estaba abriéndome los ojos a otras realidades.
Aun así no fui capaz de hacer demasiados amigos, centrada en
mis estudios, en mejorar como hechicera y sin poder quitarme
de la cabeza el rostro de la chica de ojos de miel.
Muchos meses después parecía que había logrado olvidarla,
porque incluso dejó de aparecer en mis sueños. Por eso, la
mañana en que volví a verla no pude evitar sobresaltarme. Yo
había tenido una prueba de encantamientos bastante dura el
día anterior y había decidido tomarme el día libre: montaría un
rato, pasearía por el bosque dejando que el sol me alegrase un
poco... Después de haber estado tan centrada en los estudios, me
lo merecía.
Me quedé paralizada al verla y la miré embelesada mientras
ella me tendía las riendas de mi caballo. Recuerdo que monté
sobre la silla sin ser capaz de mirarla fijamente y que balbuceé
algunas palabras antes de salir del establo. Eso es todo lo que
recuerdo de aquel día. Sé que no presté atención al bosque ni a
las aves porque mi mente estaba centrada en ella: en aquellos
indomables rizos de cabello castaño, en su rostro redondeado y
pecoso, en su dulce voz.
A partir de ese día todo cambió. Ella me cambió.
Tengo que admitirlo, yo nunca había sido una de esas elfas de
bosque; sabía montar, pero tampoco lo hacía muy a menudo. Mi

141
ANTOLOGÍA LIBERTAD
mundo eran los libros, la calidez de la chimenea y las comodidades.
Pero solo por ver a Nomia empecé a frecuentar mucho más el
establo. Aquellas tardes a caballo se convirtieron en una excusa
para coincidir con ella aunque fuera un instante, al recoger mi
corcel y al devolverlo. Algo que tampoco me había preocupado
demasiado era el cuidado de aquellos animales, pero una tarde la
descubrí cepillando a mi montura y me dejó ayudarla. Sus dedos
rozaron los míos cuando me tendió el cepillo y puedo asegurar
que mi corazón dejó de latir durante un instante.
Desde entonces mis visitas al establo fueron todavía mucho
más frecuentes. La ayudaba con sus tareas, incluso busqué
algunos hechizos que sirvieran para aligerar algunos de los
trabajos más pesados. Nomia era la única encargada de cuidar de
las caballerizas de la escuela de hechicería, al igual que su padre lo
había hecho antes que ella. Yo pensaba que era demasiado trabajo
para una sola persona, pero jamás la oí quejarse; la energía y fuerza
de voluntad que desprendía hacían que la admirase incluso más.
Durante esta época hablábamos mucho, durante horas, y cuanto
más pasaba junto a ella, más disfrutaba de su compañía y más
tiempo quería estar a su lado. Además, por algún tipo de gracia
divina, ella me correspondía. La notaba cómoda a mi lado y su
rostro se iluminaba con una brillante sonrisa cuando me veía
aparecer tras aquella puerta de madera.
Los que no parecían tan contentos eran mis maestros. Notaron
una baja en mi rendimiento y no tardaron en descubrir a qué se
debía. Sin embargo, algunos de ellos pensaron que mis trescientos
cinco años de vida se traducían en una época de rebeldía
adolescente y que me había encontrado con otra muchacha en la
misma etapa vital pese a nuestras diferencias. Nada más lejos de
la realidad. Nos queríamos, deseábamos pasar tiempo juntas, no
había ningún misterio en ello. Aun así, nada les impidió tomar
cartas en el asunto.
Recuerdo las palabras duras de mis maestros y la carta
con un ultimátum de mis padres. Fueron unos meses duros.
Restringieron mi tiempo libre para que volviese a centrarme
142
ANTOLOGÍA LIBERTAD
en mis estudios, y bajo amenaza de regresar al reino élfico si
no aprovechaba el tiempo para formarme, dejé de ver a Nomia.
Se terminaron los paseos a caballo por el bosque que rodeaba
Atheran, se acabó cuidar de mi pequeño corcel. Se acabó pasar
tiempo con la persona que llenaba de alegría mi vida.
Pero ni aun así dejé de pensar en ella. No podían borrarla de
mi mente por muchos castigos a los que me sometieran.
Traté de centrarme en mis estudios mágicos. Aunque aquello
prácticamente había quedado en un segundo plano para mí,
debía darles lo que ellos querían si pretendía ganarme mi
libertad de nuevo. La echaba de menos y no conseguía rendir
tanto como debería pues mi mente no estaba en aquellos libros,
sino galopando, melena al viento, con Nomia. Coincidió con el
invierno, con un invierno triste que me ayudaba a mantenerme
especialmente melancólica. Sintiéndome encerrada en aquellos
muros de piedra, cautiva como no me había sentido nunca.
Alejada de la persona con la que quería llenar mis días.
Haber pasado aquellos meses tan tristes hizo que la llegada de
la primavera resultase especialmente reconfortante. La aparición
de las primeras flores coincidió, además, con la frase que más
tiempo había estado aguardando en boca de mi maestro: «Puedes
tomarte un día libre».
Sé que asentí con la cabeza, seria y comedida como se suponía
que debía ser, pero algo dentro de mí daba saltos de alegría. Fui
corriendo al establo sin pensármelo dos veces y abracé a Nomia,
que tan solo pudo balbucear algunas palabras de sorpresa. Por
fin volvíamos a estar juntas, por fin tendríamos un día de nuevo
solo para nosotras.
Ay, recuerdo hasta el aroma de las lilas en aquel prado. Si cierro
los ojos todavía siento el cosquilleo de la hierba bajo nuestros
cuerpos y lo suave que era su piel. El sabor de aquel primer beso.
El tiempo de separación nos había ayudado a ser conscientes
de la acuciante necesidad de estar juntas. Aquello era mucho
más que una sencilla amistad, era algo mucho más intenso, más

143
ANTOLOGÍA LIBERTAD
especial… Y era nuestro.
Le prometí estar centrada en mis estudios para no volver a ser
castigada y ella me prometió que me esperaría, y que mantendría
a Carbón —así llamaba ella a mi corcel— feliz y mimado para mí.
Recuerdo que sonreí y la besé de nuevo, diciéndole que la única a
la que quería ver feliz era a ella.
Por desgracia solo nosotras pensábamos así. Me centré en
mis estudios y, cuando alcancé el equilibrio entre cubrir las
expectativas de mis maestros y pasar todo el tiempo posible con
Nomia, fueron los años más felices de mi vida. No recuerdo ni
un solo nubarrón: solo había luz, olor a primavera y gotitas de
miel, como las de sus ojos. Incluso cuando estaba triste sus ojos
brillaban de ese modo tan especial que a mí me volvía loca.
Solo hubo una ocasión en que sus ojos no brillaron. Parecía un
día normal cuando salí de la escuela y me encaminé al establo,
pero al abrir la chirriante puerta de madera escuché las voces.
Nomia discutía con alguien. Entré de todos modos, buscándola
con la mirada y dos pares de ojos se clavaron sobre mí: los de mi
amada y los de un hombre calvo y regordete que parecía muy
molesto por la interrupción. Ensilló a Carbón con diligencia,
dirigiéndose a mí con unos formalismos que chirriaban en mis
oídos bajo la atenta mirada de aquel extraño. Me hizo marcharme
de allí, muy preocupada. Nunca la había visto tan triste y no me
gustaba un ápice, como tampoco me gustó nada volver a oír
gritos a mi espalda nada más abandoné el establo.
Comprendí lo que había pasado horas después, a mi regreso. El
hombre, que resultó ser su padre, había acudido allí para llevarla
de vuelta al pueblo. Pretendía casarla, era su obligación, decía.
Nomia se había negado en redondo, se había enfrentado a él. Sin
embargo, lejos de tratar de escucharla, su padre había insistido
en que recogiese sus cosas de inmediato, que no permanecería
en aquel lugar de brujas y maldiciones ni un día más.
Me contó todo esto más enfadada que triste y yo solo podía
escandalizarme con sus palabras. Recuerdo cómo me sentí, el

144
ANTOLOGÍA LIBERTAD
atisbo de pánico al pensar que no volvería a verla. Pero Nomia no
estaba dispuesta a abandonarme.
Fue una época confusa. A partir de ese momento, cada día que
me acercaba al establo, lo hacía con el corazón latiendo con fuerza,
temiendo descubrir que mi compañera ya no estaba allí, pero
ella siempre me recibía con una sonrisa y un beso apasionado.
Las visitas de su padre se hicieron más frecuentes durante esos
días. Insistió e insistió, hasta que un día me encontré a Nomia
llorando en un rincón. Después no volvió a aparecer y ella quedó
triste y meditabunda.
A mí se me partía el alma al verla así día tras día.

La elfa sonrió perdida en sus recuerdos, asomada a la ventana


abierta que horadaba aquellos gruesos muros de piedra. En el
lecho, una anciana, pequeña y arrugada, escuchaba sin decir
nada.
—«Ahora no tengo familia, Zayanna», me dijiste —continuó la
elfa, volviéndose para mirar a la mujer—. «Toda la familia que
necesitas la tienes frente a ti», respondí.
»Temías que me marchase de vuelta al reino élfico cuando
finalizase mis estudios. Y yo traté de explicarte mil veces que nada
me ataba allí. Todo lo que quería era seguir a tu lado. Además, mis
maestros nunca me echarían de Atheran si seguía formándome y
la biblioteca es tan gigantesca que siempre tiene nuevos secretos
que desvelar.
»Fueron años muy felices. No sé cuántos, perdí la cuenta. Las
estaciones se sucedían a extraordinaria rapidez y a mí me daba
igual. Seguía aprendiendo magia y seguía pasando tiempo con la
persona que más amaba en el mundo. Solo mejoró cuando uno
de mis maestros se marchó y decidió que yo estaba preparada
para ocupar su puesto. Recuerdo el orgullo en esos ojos dorados,
tu apoyo incondicional y cómo lo celebramos.
»Desde ese momento, como maestra, empecé a tener voz en
otros asuntos y pasaste a vivir en Atheran, a compartir lecho
145
ANTOLOGÍA LIBERTAD
conmigo cada noche. No nos esforzamos por ocultar una relación
que ya era evidente a ojos de muchos y tuvimos la fortuna de que a
nadie le importase lo más mínimo que tú fueras una no-iniciada.
Nadie se sorprendió de que hubiera una relación entre una elfa
y una humana, y menos aún en una escuela como aquella, en la
que la diversidad era tan grande. Sí vuelven a mi mente algunos
comentarios enigmáticos de compañeros elfos; no los entendía,
pero tampoco le di la mayor importancia.
»Cuando lo comprendí había pasado ante mis ojos sin que me
diera cuenta.
Zayanna suspiró y se alejó de la ventana de piedra para sentarse
en el lecho junto a la anciana, colocando sus suaves manos sobre
las arrugadas y llenas de manchas de la mujer.
—Envejecías —murmuró—. Ya no eras tan ágil ni disfrutabas
tanto los paseos a caballo. Tu cabello, antaño oscuro como la
madera de caoba, ahora estaba sembrado de canas. Tu piel ya no
era tan tersa y cada vez que reías infinidad de arrugas surcaban
tu rostro.
»Nadie me había advertido de aquello, pero claro, yo debía
saberlo. La vida humana es insignificante comparada con la de
los elfos… Tú te marchitabas día tras día ante mis ojos, estación
tras estación. Y, mientras tanto, yo apenas aparentaba veinte
años.
»Afrontar aquella realidad fue duro, pero te esforzaste en
hacer que yo olvidase el paso del tiempo. Seguíamos juntas, nos
queríamos… Nada podía estropearnos eso. Sin embargo, yo
percibía cada grano del reloj de arena, tan tangible, tan real, tan
doloroso. Siento que nos queda poco tiempo juntas y que tú me
has entregado lo más hermoso que alguien puede darle a otra
persona: su tiempo, su vida.
La anciana sonrió y, con notable esfuerzo, levantó una de las
manos para agarrar la de la elfa con un cariño eterno, inusitado.
—Soy hechicera, soy la Señora de Atheran y ni con todos los
hechizos del mundo sería capaz de alargar nuestro tiempo —
146
ANTOLOGÍA LIBERTAD
suspiró la elfa—. Jugar con el tiempo está prohibido, pero no
sabes cuánto lo desearía.
»Sé que no te gusta oírlo, pero los cientos de años que me
quedan en este mundo van a ser muy oscuros cuando tu luz no
los ilumine, Nomia. Tan solo espero que tu vida haya sido plena
y dichosa, porque cada momento juntas para mí ha valido una
eternidad».
La anciana asintió levemente. Zayanna apreció que su expresión
se dulcificaba a la vez que la presión sobre su mano disminuía;
sabía lo que estaba pasando, lo había visto decenas de veces y
aun así no estaba preparada para ello. Sintió una opresión en el
pecho mientras ella se marchaba. La vio dormirse ante sus ojos
como tantas otras veces, pero supo que aquella vez era distinta,
que Nomia, su Nomia, esta vez no despertaría.
Dos lágrimas cayeron por el rostro de la elfa, que se inclinó
sobre su amada para depositar un último beso sobre su frente.
«No me arrepiento ni de un solo día de todos los que pasé
a tu lado», le dijo en silencio, observándola con amor infinito,
sin poder contener las lágrimas. «Sé que fuiste dichosa hasta
el último suspiro. No cambiaría nada de nuestra historia. Es
hermoso ver que el amor no entiende de las barreras que son tan
evidentes para los mortales. Mi corazón siempre será suyo y sé
que tú, estés donde estés, sigues pensando en mí».

147
ANTOLOGÍA LIBERTAD

UN CIELO SIN CADENAS


Sara Ramírez

L
as cadenas que rodean mi piel no se rompen. Me aprisionan
sin dejarme volar. Mis alas se han tornado grises. Antaño
eran blancas, en tiempos donde no existía la guerra. Aprieto
los dientes. ¿Cuánto tiempo llevo en esta oscura habitación? No es
una celda, pero como si lo fuera. Es perfecta para atrapar a ángeles
como yo. No puedo moverme.
Perdimos la guerra contra la humanidad. Aquí estoy, en una jaula
perdida y sola. Estas son las consecuencias de apoyar a mi especie
en la Guerra de las Mil Lunas. La última batalla fue sangrienta.
Los ángeles nos confiamos. Qué ilusos fuimos. Ahora anhelo la
libertad; no supe valorarla cuando la poseía. Ya no puedo volar por
el cielo admirando las tierras de Meyl. Mi hogar. El corazón me
duele solo de pensar en lo devastado que ha podido quedar. No me
queda nadie tras la guerra; solo me tengo a mí misma, sola y sin
poder alzar el vuelo lejos de esta prisión.
La guardiana humana suele traerme comida, pero yo no pruebo
ni bocado. ¿Para qué vivir si ya no me queda nada? Ni siquiera
148
ANTOLOGÍA LIBERTAD
me quedan lágrimas. Subestimamos a la especie humana. No
sé cuánto tiempo ha pasado. ¿Semanas? ¿Meses? Solo sé que ni
siquiera me importa.
La puerta de la habitación se abre. Alzo la mirada, esperando
ver a la guardiana que siempre trae comida y agua. Sin embargo,
no se trata de ella. Entrecierro los ojos. No reconozco a la figura
encapuchada que se encuentra ante mí y un escalofrío me recorre
el cuerpo. ¿Querrán ejecutarme? ¿No ha habido ya bastante
masacre? Intento serenarme. Tal vez no sea un mal destino unirme
a los míos. Tal vez siempre estuvimos perdidos.
La persona me mira fijamente. Sus ojos castaños destellan
un brillo de determinación. Apesta a humanidad. Su voz es fina
cuando habla:
—No voy a hacerte daño.
Esbozo una amarga sonrisa. Como si se pudiera confiar en
los humanos, como si a estas alturas me importara. Vivo con
la resignación de aceptar que mi destino es este. Ahora que la
tengo de cerca puedo atisbar que es humana, cosa que no debería
sorprenderme llegada a este punto.
—¿Cuál es el propósito de esta gentil visita? —pregunto con un
deje de ironía—. ¿La guardiana que me atendía se ha cansado de
traerme esa comida tan asquerosa?
A pesar de que trato de mantener el rostro impasible, por dentro
mi alma se retuerce de dolor como una serpiente que se enrosca
entre espinas.
—Mi nombre es Irina Saeth, princesa del reino de Darag y
heredera al trono —responde con aparente serenidad, alzando la
vista—. Necesito tu ayuda.
La miro con los ojos abiertos. No sé qué parte de su presentación
me impacta más, si que sea la mismísima princesa de los humanos
o que acuda a mí en busca de ayuda. Casi me dan ganas de reír de
no ser por la crudeza de mis circunstancias. Me quedo en silencio.
No quiero regalarle ni una sola palabra más a esta muchacha.
—Mi hermana Yara está enferma. Dicen que los ángeles tenéis
149
ANTOLOGÍA LIBERTAD
poderes curativos. Mi padre ha buscado todo tipo de expertos, pero
ninguno ha sido capaz de sanarla. Tú podrías ayudarme.
Alzo una ceja. Es cierto que no quiero hablar, pero tengo la
sensación de que no me dejará en paz si no le respondo. ¿De veras
es tan ingenua pensando que voy a regalar una pizca de mi poder
a una humana? Aprieto la mandíbula.
—No. ¿Por qué iba a hacerlo? Habéis masacrado a los míos.
La chica se acerca más a mí hasta casi sentir su suave aliento.
No puedo moverme, pues las cadenas me lo impiden. Si pudiera
saldría volando de aquí, lejos de esta muchacha y su inconsciencia.
—Puedo darte aquello que anhelas. —Clava su vista en la mía y
susurra—: Te entregaré la libertad.
Parpadeo, sorprendida por sus palabras. Son muy tentadoras,
pero a veces las frases dulces esconden el más letal de los venenos.
Tuerzo el gesto.
—¿Por qué una princesa iba a confiar en mí? ¿Quién os dice que
no voy a salir volando de aquí en cuanto me liberéis?
Un atisbo de desesperación se asoma en sus ojos castaños. No
quiero compadecerme de la muchacha, pero una parte de mi ser
posee el instinto de ayudarla. Maldita sea la esencia bondadosa de
nuestra especie. Es lo que hizo que nos mataran. Claro que ella no
tendría la culpa, sino su padre en todo caso.
—Nadie —La princesa aprieta los puños—. Eres mi última
opción. Si aceptas, te liberaré.
Me reservo el placer de hacerle esperar unos minutos en silencio
sin responder todavía. Pocas ocasiones, por no decir ninguna, ha
habido en las que yo tuviera el control de la situación. Lo común
era que pasara lo contrario. La especie humana había ganado y, por
tanto, eran ellos quiénes poseían el poder. Ahora se habían girado
las tornas. Soy yo quien puede ceder o denegar la petición de la
muchacha. Ese resquicio de poder me llena durante unos breves
instantes por dentro, sintiéndome más viva, y, por eso, lo medito
un rato. La libertad. Es ese sabor tan tentador que quiero volver a
probar.
150
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Le devuelvo la mirada a Irina.
—Acepto.
La única palabra que sale de mi boca hace que el alivio se expanda
por el rostro de Irina, que relaja también sus hombros. Que baje la
guardia, sí. En ese momento, la chica me quita las cadenas que
durante tanto tiempo me han aprisionado. Estiro las alas. Un
agudo dolor me recorre a través de ellas. Llevo demasiado tiempo
con el cuerpo inmóvil. Mis piernas tiemblan; estoy a punto de
caerme al suelo, pero consigo mantener el equilibrio. Irina abre la
puerta de la sala.
—Vamos, he dormido a los guardias. No tardarán en despertarse.
—¿Qué? —pregunto mirándola con sorpresa—. ¿Vuestro padre
no os ha dado permiso?
Las mejillas de Irina se encienden, aunque cuando vuelve a
hablar lo hace con determinación en su voz:
—No he tenido más opciones, como te he dicho. Vámonos.
Salimos por unas escaleras. Apenas puedo fijarme en lo que
veo. Solo me dejo guiar por la princesa, la cual me conduce por
un pasadizo. Intuyo que solo ella lo conocerá. Bueno. Dudo que
su padre, el rey, no lo sepa. Esta chica lo está arriesgando todo
por su hermana. Está cometiendo traición al dejarme salir. ¿Será
consciente de ello?
—¿Cuál es tu nombre? —me pregunta de repente en mitad de la
oscuridad del túnel.
—Aewa —respondo con sencillez—. Eres muy osada, Irina.
Pierdo la formalidad, pero no me importa mucho. La muchacha
se queda en silencio. Noto cómo le tiembla la mano. Está nerviosa,
pero su rostro permanece con una expresión dura. Comprendo lo
que intenta. Yo también estoy acostumbrada a esconder mi propia
vulnerabilidad.
Por fin, llegamos al final del pasadizo y subimos otras escaleras.
Cuando salimos, la luz me ciega por unos momentos, sin dejarme
vislumbrar lo que hay a mi alrededor. Parpadeo, intentando
151
ANTOLOGÍA LIBERTAD
acostumbrarme a ella poco a poco y consigo ver que nos
encontramos en un bosque frondoso de altos árboles con hojas tan
verdes como la hierba. Inspiro profundamente. Añoraba respirar
aire puro del exterior.
Percibo que Irina me observa con atención. Supongo que debe
estar pensando si voy a salir volando e irme lejos de aquí para
escapar de una vez por todas sin mirar atrás, o quizás piensa que
debería ir a buscar a los míos. Ninguna de las dos. Lo cierto es
que una parte de mí siente compasión por la muchacha. Maldita
esencia angelical. Tendré precaución. No dejaré que me encierren
de nuevo ni que me vuelvan a tratar como un simple despojo.
—Salvemos a tu hermana.

Las horas pasan con lentitud a medida que caminamos y se va


haciendo de noche. Seguimos andando en silencio hasta que
consigo divisar una pequeña cabaña de madera en un claro del
bosque. Ahí debe estar Yara, su hermana. Irina confirma mis
sospechas cuando entra. Voy tras ella. El interior no es muy
grande, lo cual hace que rápidamente identifique a la chica que
hay sobre la cama. Yara. Su rostro pálido da muestras de que está
realmente enferma. Me aproximo junto a Irina, que sostiene la
mano de su hermana. Esta última tiene los ojos cerrados. Por mí
mejor. Prefiero ser discreta.
—¿Sabes qué es lo que le ocurre? —pregunto en un susurro.
Irina niega con la cabeza. Veo como sus ojos se humedecen. Ante
esto, desvío la mirada, incómoda, y vuelvo a posarla sobre Yara.
Pongo una mano sobre su frente. Arde como mil demonios. Me
concentro. Hacía tiempo que no usaba mis poderes curativos y, por
unos instantes, temo que hayan desaparecido debido al cautiverio
tan largo que he vivido. Sin embargo, mi mente consigue acceder
a la información que necesito de su cuerpo. Transmito mi poder al
suyo con el fin de aliviar su dolor en silencio, con los ojos cerrados.
—Ya está estable —susurro contemplando el rostro de la
muchacha.
152
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Irina acaricia el pelo de su hermana con gesto preocupado.
—¿Yara?
En ese instante, la hermana de la princesa abre los ojos,
provocando un suspiro de alivio en esta. Yara mira confusa a Irina,
como si no supiera muy bien por qué está ahí. Entonces, clava su
vista en mí. Al hacerlo, se incorpora con rapidez en la cama con el
rostro muy pálido, me señala con uno de sus dedos antes de que
Irina pueda pararla y grita:
—¡Un ángel! ¡Irina, corre!
No sé si reír o llorar. Alzo la ceja, mirando a Irina, la cual suspira
y sujeta por los hombros a su hermana. Me fijo en que las dos
comparten los mismos cabellos pelirrojos, si bien los ojos de Yara
son verdes en vez de castaños. No deben tener mucha diferencia
de edad.
—Calma. Es de fiar —dice la muchacha a su hermana, tratando
de apaciguarla—. Si quisiera hacernos daño, ya lo hubiera hecho.
En eso debo darle la razón. Yo misma me pregunto por qué no
me he ido ya de este lugar. Tampoco es que tenga muchos sitios a
donde ir, pues no tengo familia y, si vuelvo a Meyl, solo encontraré
un lugar arrasado por la especie humana.
Observo a Irina. Ella no me ha tenido miedo en ningún momento.
Raro.
—Ya he cumplido, princesa —digo tratando de ignorar el
desprecio que transmite Yara con su mirada.
Irina asiente. Ella no me observa con odio. Para mi sorpresa, se
acerca a mí sin ningún tipo de terror en el rostro y pone una mano
sobre la mía. ¿Cuánto hace que no tengo contacto con nadie? Solo
recuerdo la mano de mi amante Hira en las noches más oscuras
durante la guerra. Esto es diferente.
—Gracias, Aewa.
Su voz resuena delicada y dulce en mis oídos. Abro un poco las
alas, abrumada ante la amabilidad. No debería fiarme; no puedo
olvidar lo que su estirpe ha hecho con mi hogar y con los míos ni
153
ANTOLOGÍA LIBERTAD
que me tenían encerrada. Doy un paso atrás. Finalmente, me giro
y salgo por la puerta. Lo último que escucho son las palabras de su
hermana:
—Es un ángel, Irina, no seas tan buena.
Con un resoplido, salgo de la cabaña.

Lo inteligente hubiera sido alzar el vuelo, pero no me he adentrado


mucho más en el bosque. Mi mente no deja de darle vueltas al
siguiente paso que dar, pero estoy paralizada. Me he dado cuenta
de que la jaula que tenía no era solo externa. Mi corazón no es
libre. Está encadenado a una angustia y soledad que no había
percibido hasta este instante. Los ojos se me empañan de lágrimas
y mi corazón se acelera, provocando que el nudo que hay en mi
pecho se acreciente. Me muerdo el labio. Estoy en libertad, pero
¿por cuánto tiempo? Sigo prisionera en mi propia mente, sin dejar
de darle vueltas a la muerte de los míos cayendo del cielo.
Me acurruco al lado de un árbol. Tengo que descansar, aunque
me quedan pocas energías. Esto me pasa por ayudar a la humana.
Ahora estoy exhausta. Cierro los ojos.
—¿Aewa?
Los vuelvo a abrir. Distingo la mirada castaña de Irina. Sus
cabellos pelirrojos están sueltos y se mueven por la brisa de la
noche que pasa a través de las hojas de los árboles.
—¿Qué quieres? —respondo con brusquedad.
—Te he visto ahí y me preguntaba si estabas bien.
Me observa de arriba abajo. Mi túnica está desgastada, pero es la
que tengo y no me la pienso quitar. Si me va a ofrecer algo, no voy
a aceptarlo. Ante todo, está mi orgullo. Para mi sorpresa, Irina se
sienta a mi lado. Desprende una serenidad admirable; es como si
no le tuviera miedo a nada. La opresión en mi pecho se agudiza. Yo
no soy valiente. Soy una cobarde que dejó atrás a su familia para
salvarse, solo para ser capturada como inútil.
—Lo estoy —miento desviando la mirada.
154
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Irina me contempla unos instantes. Luego vuelve la vista al cielo
nocturno, donde las estrellas brillan alumbrando los árboles en la
oscuridad.
—No creo que seas tan malvada como dicen que sois los ángeles.
Hago una mueca. Maldad. Ni que fuéramos demonios. No
obstante, es cierto que los míos asesinaron a muchos humanos en
defensa propia.
—Sois vosotros los que quisisteis invadir nuestras tierras. La
maldad no está en la naturaleza de los ángeles.
Irina aprieta la mandíbula. Puedo ver en sus ojos que no le ha
gustado mucho mi respuesta. Pues es lo que hay.
—Ambos bandos cometieron crímenes. En las guerras no hay
vencedores reales. Yo... —La muchacha traga saliva antes de
continuar—. Yo perdí a mi madre a manos de un ángel.
La miro con sorpresa. En realidad, no debería impresionarme.
Una vez estalló la Guerra de las Mil Lunas, se derramaron tanto
sangre angelical como humana. Suspiro.
—Lo siento.
No sé por qué me disculpo. No debería importarme, ya que sé
que no fui yo. Yo hui del conflicto. El dolor se hace más agudo.
Intento respirar. Irina se queda en silencio, con la mirada fija en
sus manos.
—Mi familia fue masacrada —susurro con la voz rota. La
princesa vuelve su vista hacia mí—. No pude ayudarla porque
fui una cobarde que quiso simplemente sobrevivir y alcanzar la
libertad, lejos de la tristeza y la ira de la guerra. Cuando anduve
por estas tierras, me atraparon. Tu padre me capturó. —Clavo mi
vista en ella—. Eres la princesa heredera, ¿verdad?
Irina asiente, algo pálida, como si estuviera asombrada por mis
palabras.
—Entonces sé mejor que él.
Ambas nos quedamos en silencio. Ella no pronuncia ni un
sonido. Parece que está asimilando lo que he dicho. No sé por qué
155
ANTOLOGÍA LIBERTAD
maldiciones he tenido que soltar todo eso, pero la opresión en mi
pecho ha disminuido al abrirle mi corazón a la princesa. Incluso
mi esencia angelical parece estar en paz. Vuelvo a suspirar.
—Yo también lo siento, Aewa.
El susurro de la princesa termina por apaciguar mi alma. Mis
alas se relajan. Asiento. Entonces, Irina deja caer su cabeza sobre
mi hombro con suavidad. La miro de reojo. Ella parece tener la
mirada perdida, como si tuviera la mente lejos de allí. Una oleada
de cariño surge en mi interior al verla tan vulnerable, pero tan
valiente a la vez. Confía en mí. Es algo que ni yo misma hago. Me
muerdo el labio, conteniendo las lágrimas. Sin embargo, terminan
por salir. Lloro en silencio. Ella solo se mantiene callada. Desliza
su mano para acariciar la mía. Dejo que lo haga. Poco a poco me
quedo dormida.

Al despertar, Irina ya no sigue a mi lado. Estoy en el mismo lugar


del bosque, bajo el árbol. Respiro hondo. Todavía puedo percibir el
olor a jazmín que desprendían sus cabellos. Me estremezco. ¿Qué
me está pasando? Lo único que sé es que esa muchacha me intriga.
Me incorporo.
—Has despertado.
Me giro al escuchar la voz de Irina detrás de mí. Se ha cambiado
la ropa; ahora lleva puesto un vestido azul más sencillo que el que
llevaba ayer. Me quedo mirándola. Aewa, por favor, regresa a la
realidad. Es una humana. Una parte de mí no deja de preguntarse
si ella también sintió la conexión que yo sentí anoche. La otra parte
me grita que huya y no vuelva nunca más a este maldito lugar lleno
de humanos. Me aclaro la garganta.
—Ya he cumplido mi cometido —comento—. Debería
marcharme.
Los ojos de Irina se abren y, luego, desvía la mirada ante mi
estupefacción. ¿Qué esperaba? No… no puedo permanecer aquí.
—Podrías quedarte —responde la princesa—. Tienes que comer,
beber agua…
156
ANTOLOGÍA LIBERTAD
Suelto una risa.
—No te preocupes por mí. Sé dónde encontrar alimento.
Irina se aproxima a mí hasta quedar justo delante. Contengo el
aliento. Está tan cerca que puedo ver a la perfección las pecas que
conforman su rostro. Es uno de los más hermosos que he visto. O
quizás estoy perdiendo la cordura.
—Es peligroso. Mi padre podría encontrarte. Él ya sabe que me
has ayudado. No me hará nada porque soy su hija, pero tú…
—¿Tu padre ve mal que haya curado a tu hermana? Menudo rey
—digo con sarcasmo.
—Eso es asunto mío —susurra Irina—. Aewa, lo digo en serio.
Me aparto y alargo las alas, lista para volar.
—Ha sido un placer, princesa.
Antes de que pueda detenerme, alzo el vuelo y me alejo del
bosque. Cuanto más diminuto se hace el bosque, más trato de
obviar la tristeza del rostro de la princesa y cómo se me clava en el
alma sin remedio.

Unos meses más tarde, me encuentro en el reino de Meyl. Como


recordaba, ha quedado completamente devastado. Solo cenizas
y ruinas atraviesan estas tierras. He permanecido aquí durante
bastante tiempo. Por fin tengo la libertad y, sin embargo, me sabe
amarga. Me he cobijado en uno de los pocos hogares de piedra
que se mantenía en pie. Como le dije a la princesa la última vez,
es fácil para mí encontrar comida. No obstante, la soledad me
abruma. Algunos de los míos siguen vivos, pero no me relaciono
con ellos ni les hablo. Están sumidos en su propio dolor provocado
por la Guerra de las Mil Lunas. Ya no tengo una jaula, pero ahora
la soledad es mi captora.
Llega el día en el que no puedo más. Levanto el rostro. Ya no me
quedan más lágrimas que derramar. Recuerdo los ojos cálidos de
la princesa, cómo su contacto me ayudó a no hundirme. Aquí no
hay calidez. Solo hay frío y restos de los cadáveres que asolaron la
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ANTOLOGÍA LIBERTAD
guerra. Estiro las alas y tomo la decisión que mi corazón llevaba
tanto tiempo anhelando. Fue un error volver. Echo a volar sin
despedirme de nadie. No me extrañarán en Meyl. Vuelo día y noche,
descansando solo cuando el cansancio puede conmigo. Solo tengo
un objetivo. Casi puedo escuchar a Irina decir: «es peligroso». No
me importa. Perdí una oportunidad al no permanecer en Darag
junto a ella.
Por fin vuelvo a divisar el bosque que dejé atrás hace meses.
Intento ignorar los fuertes latidos de mi corazón. Debo estar
tranquila. Sigo siendo un ángel; no puedo perder eso de vista o
podrá costarme la vida. Desciendo con rapidez esquivando los
árboles y diviso la cabaña. Al llegar, veo una figura a su lado. Mi
corazón se acelera al ver los cabellos pelirrojos de la persona. Sin
embargo, al acercarme la ilusión se rompe en añicos. No es Irina,
sino su hermana Yara. Me mira con el ceño fruncido y saca una
daga. Como si eso fuera a detenerme si quisiera dañarla.
—¿Qué haces tú aquí?
—¿Dónde está Irina?
La pregunta me sale casi de manera inconsciente. No sé si me
volverán a apresar o si volveré a estar en peligro. Lo único que sé
es que la libertad que yo quería alcanzar no era la que obtuve. En
el fondo de mi corazón lo sé; no quiero estar más tiempo perdida
entre las sucias ruinas de Meyl.
—No es de tu incumbencia —suelta la muchacha.
Frunzo el ceño y la observo con seriedad. Algo ha pasado. Puedo
verlo en sus ojos, en su gesto de preocupación e inquietud.
—Algo ha ocurrido. ¿Qué ha pasado?
—¿Por qué iba a contarte nada? —pregunta con sequedad
mientras pone las manos en su cintura.
Me aproximo a ella. Yara da unos pasos hacia atrás, como si yo
fuese a lastimarla. No es mi intención ni mucho menos. Solo sé
que esconde algo y que quiero saberlo.
—Porque me debes tu vida. No olvides que fui yo quien te curó

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ANTOLOGÍA LIBERTAD
—respondo con un tono sereno.
Yara parece dudar durante unos segundos que se me hacen
eternos. Respira hondo.
—Nuestro padre se enteró de que fue Irina quien te liberó. —
Empalidezco y me quedo en silencio, dejando que Yara continúe
hablando—: No le ha hecho daño; no te preocupes.
—¿Y por qué no está aquí?
Yara traga saliva antes de responder.
—Está en la torre más alta del castillo. No le permite salir ni ver
a nadie y la ha prometido con el heredero de uno de los reinos más
cercanos.
Me tiemblan las piernas, a pesar de que intento permanecer
impasible ante tal revelación. Apenas recuerdo al rey, pues fueron
sus guardias los que vinieron a por mí cuando me encontraron y,
por este motivo, sé lo que es ser su prisionera. Ahora Irina también
lo es. Sin pensármelo dos veces estiro las alas, ante la desconcertada
mirada de Yara.
—¿A dónde vas?
—A rescatarla.
Alzo el vuelo alejándome de allí, escuchándole gritar que vuelva.
Sí, claro. No he venido hasta aquí para oír sus quejas ni sus
advertencias. Sé que es peligroso, pero esta vez tendré cuidado.
No dejaré que me atrapen. Además, tengo una ventaja sobre los
guardias. Yo sé volar. Vuelo hacia el castillo hasta que caigo en
que si voy en plena luz del día van a fijarse en mi presencia. Soy
demasiado llamativa. Desciendo y espero a que caiga la noche con
una paciencia que nunca había mostrado.

Al caer el sol, vuelvo a volar hasta la torre más alta del castillo. Me
asomo por la única ventana que posee y siento que se me encoge el
estómago al ver a la princesa Irina sentada sobre la cama leyendo
un libro. Sus cabellos largos caen de forma ondulada sobre su
camisón de dormir. Lo que me mata es su triste expresión. Entonces,
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ANTOLOGÍA LIBERTAD
mira hacia la ventana y, al verme, se pone pálida y parece estar a
punto de gritar. Llevo mi mano a los labios. Su expresión se relaja
al mirarme a los ojos, aunque parece estar todavía sorprendida.
Coloco las manos sobre la ventana, concentrada. Pronto, la energía
de mis brazos va transmitiéndose al cristal hasta fundirlo. Es otro
de mis poderes.
Cuando no queda nada, paso a través del hueco como puedo,
teniendo cuidado con mis alas. Se levanta de la cama y nos quedamos
unos instantes mirándonos la una a la otra. Trago saliva. Me pierdo
en sus ojos castaños, aquellos en los que he pensado cada día que
he pasado en Meyl. Echaba de menos la calidez que desprendían.
Durante ese instante, el tiempo se detiene. Entonces, ella viene
hacia mí y me abraza con fuerza. Pongo mis brazos alrededor de
ella casi por instinto. Los latidos de mi corazón se aceleran junto
a los suyos, pues puedo percibirlos con mucha claridad. De hecho,
se dice que los que tenemos sangre angelical escuchamos mejor
que la especie humana.
—Irina…
Digo su nombre en un susurro cercano a su oído. Ella se
estremece. No se suelta. Acaricio sus cabellos pelirrojos, enredando
mis manos en ellos.
—Aewa. —Su susurro es delicado como una suave melodía—.
Has regresado.
Sus ojos se humedecen. Los míos están a punto. No recuerdo la
última vez que lloré. Es como si mi alma hubiera estado encerrada
en una jaula de piedra donde nadie más podía entrar. Me aparto
un poco para contemplar su rostro. Ella me devuelve la mirada.
Una vez más, no veo miedo en Irina, sino al contrario. Entonces es
cuando lo sé. La conexión que sentí con ella era real y mutua, como
dos hilos destinados a que creen un nudo irrompible entre ellos.
La escucho respirar hondo. Alza su mano y acaricia un mechón de
mis blancos cabellos. Contengo el aliento.
—Tú me entregaste la libertad. Permíteme que te devuelva el
regalo.
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ANTOLOGÍA LIBERTAD
Me inclino hacia ella, aunque me freno unos segundos, por
si Irina quiere apartarse. Sin embargo, es la princesa quien
acaricia mis labios con los suyos de forma lenta, casi de manera
experimentada, como si no fuese la primera vez que lo hace. Es
posible que no sea su primer beso. El mío tampoco lo es, pero no
importa. Lo único que importa somos nosotras dos. Profundizo
un poco más el beso, moviendo mis labios contra los suyos, que se
unen en una sintonía. Se me sube un hormigueo por el estómago
muy diferente a la angustia que venía sintiendo durante estos
meses. Entonces, lo comprendo. Estamos probando el sabor de
la libertad. Es un sabor dulce, placentero y lleno de vitalidad. Al
apartarnos, sujeto su mano. Se la beso con suavidad.
—¿Me permites?
Irina esboza una sonrisa.
—Claro que sí.
La sujeto en brazos. Ella vuelve la vista atrás hacia el que es su
hogar. El futuro es incierto y ni siquiera sabemos qué nos depararán
las decisiones que tomaremos de aquí en adelante. Irina Saeth
me observa con un nuevo brillo de determinación en sus ojos. Es
posible que regrese a su hogar para reclamar su trono. O quizás
quiera iniciar una nueva vida. La decisión está en sus manos. La
libertad, en cambio, está a nuestro alcance. Me echa los brazos al
cuello y la agarro bien para que no se caiga. Estiro las alas y juntas
volamos hacia el cielo de la noche en la cual Irina es la estrella que
más brilla de todas.

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