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Jornadas Teoría Política, Mar del Plata 2019

Alejandro Moreira

UNR. UNER

amoreiraar@yahoo.com.ar

Historia nacional en debate

En el año 2010 el gobierno argentino declaró día de la soberanía nacional el 20 de


noviembre en recuerdo de la batalla de la Vuelta de Obligado acaecida hacia 1845,
cuando tropas de la Confederación Argentina, al mando del Genera Lucio N Mansilla, se
enfrentaron con la flota anglofrancesa que, luego de haber intervenido en los conflictos
que entonces atravesaba la Banda Oriental, buscaba remontar el río Paraná en un intento
por ampliar los vínculos comerciales de aquellos países, las dos grandes potencias
mundiales de la época, con las provincias de Santa Fe, Entre Rios y Corrientes obviando
expresamente la provincia de Buenos Aires. Superiores en número y en tecnología, las
tropas invasoras embarcadas en los entonces modernos buques a vapor lograron sortear las
cadenas que atravesaban el río a la altura de San Pedro y avanzar hacia los puertos del
Litoral seguidas por un centenar de barcos mercantes que acompañaban la excursión. La
derrota militar fue sin embargo una victoria diplomática para la Confederación argentina,
habida cuenta los tratados de paz firmados en años posteriores legitimaron, entre otras
cosas, la soberanía argentina sobre los ríos interiores.

Desde entonces el historiador Luis Alberto Romero ha escrito unos cuantos artículos
periodísticos en donde se aplica a denostar tal conmemoración ejemplo acabado, en su
opinión, de un discurso demagógico, engañador y triunfalista, un nacionalismo arcaico
que reaparecería tanto en ocasión de la guerra de Malvinas pero también en el combate
contra los fondos buitres guiado por el gobierno kirchnerista. Frente a ello Romero nos
convocaba a la “verdadera liberación que necesita la Argentina: acabar con su enano
nacionalista y con quienes lo manipulan”1. Junto con estos Romero apeló a otros
argumentos no menos desatinados pero que encontraron eco en los medios de
comunicación como aquel que descubre a sus lectores que no se trató en verdad de una
victoria sino de una derrota, como si el resultado de la batalla fuera un índice para legitimar
o desacreditar la resistencia anticolonial que la gesta expresa.

Como es evidente el gorilismo irrefrenable que desde hace años atenaza a Romero impide
asumir seriamente sus tesis , las que previsiblemente suscitaron en la ocasión la rápida y
fácil respuesta del ex funcionario radical y luego senador menemista Pacho O Donnel
puesto a reivindicar la conmemoración, pero sobre todo a reciclar tardíamente el antiguo
debate entre liberales y revisionistas que ya tiene muy poco para aportar. No es el interés de
este escrito ingresar a ese tema, en todo caso hacemos nuestra la posición que Horacio
González expresó sobre la batalla, sus efectos y sus polémicas en un artículo notable
publicado ese mismo 2010 en Página 12 . 2

Pero sí nos interesa detenernos en una de las premisas del pensamiento de Romero porque
ella expresa un gesto extendido en buena parte de los historiadores profesionales a la hora
de enfrentarse con la historia de nuestro país, tal como se tramita en la esfera pública. Nos
referimos al gesto que denuncia en estas conmemoraciones un anacronismo ingenuo:
hacia mediados del siglo XIX no había todavía un estado nacional y por consiguiente
difícil sería afirmar que allí estaba en juego algo así como lo que hoy consideramos
soberanía. En rigor, no luchó allí la Nación, que estaba en pañales –nos dice Romero- sino
la provincia de Buenos Aires, defendiendo un interés propio, esto es el de Juan Manuel de
Rosas. La conmemoración tiene algo de absurdo en la medida en que otorga
retrospectivamente una significación errada, patriotípica, a ciertos acontecimientos que en
verdad obedecieron a sentidos completamente diversos.

1
Luis Alberto Romero, Entre la vuelta de obligado y los buitres (6/8/2014), La nación)
2
Concluye González: La Vuelta de Obligado fue una epopeya nacional notable, que significa
también una nueva obligación a la vuelta de una larga discusión argentina. Demostró y demuestra
que hubo y hay una “cuestión nacional”. Demostró y demuestra que los proyectos de
modernización cultural no deben estar hipotecados a los poderes mundiales que se arrogan
mensajes civilizatorios aunque se presentan con incontables coacciones. Demostró y demuestra
que es posible conmemorar una proeza nacional y popular sin aprobar el régimen político bajo el
cual ocurriera. Demostró y demuestra que la rica variedad de la historia argentina no puede ser
encapsulada en géneros fijos y simbologías señoriales. Demostró y demuestra que estamos
obligados a hacer de la historia transcurrida el alma libertaria de los poderes populares
instituyentes que están en curso. Horacio González, La vuelta de obligado, Página 12, 23 de
noviembre de 2010.
He aquí uno de los argumentos más recurrentes de la academia esgrimidos contra las obras
de divulgación histórica –es precisamente el que utilizó Hilda Sabato contra Felipe Pigna
en ocasión de la serie televisiva Algo habrán hecho, esa primera experiencia de
videohistoria que encontró eco favorable en un vasto público Consiste, como indicamos,
en denunciar la falacia que subyace en la creencia de que habría una nacionalidad
constituida desde un principio de los tiempos, en nuestro caso desde comienzos del siglo
XIX.

De entrada debemos afirmar que, en efecto, esto es así: desde el punto de vista de la
disciplina histórica no es posible hablar de la existencia de la Argentina a principios del
siglo XIX y todavía menos de supuestos ciudadanos argentinos. Pero de inmediato
debemos advertir que esa aprensión, típica de la académia, supone un equívoco de
envergadura, el que resulta de no comprender el registro en que su ubica ese discurso. En
efecto, la historia nacional es un género específico, único, trata del modo en que un
colectivo narra su paso a través del tiempo y ese relato atañe a un principio identitario
irremediablemente mítico.

Si tradicionalmente los historiadores colocaban en un primer plano la historia como saber


con vocación científica, una suerte de episteme frente a una memoria entendida a modo de
doxa, ese discurso singular que es la historia de una nación trastoca por completo ese
vínculo , lo que prima en este caso es la memoria colectiva – vehiculizada por tradiciones,
ensayos, folcklore, literatura- y en un segundo lugar aparece la historia con sus
dispositivos, sus procedimientos, etc. En este amplio y conflictivo listado de componentes
habrá que incluir también los retazos de las formas historiográficas premodernas ,
hablamos de la historia magistra vitae que en este ámbito adquiere nuevos bríos en la
medida en que refiere a hechos ejemplificadores asumidos por personajes del pasado –
héroes que sufren un proceso de creciente despersonalización en donde las circunstancias
y la singularidad de sus vidas se eclipsa y pasan a funcionar como arquetipos en el
imaginario colectivo: San Martin, Artigas, Guemes.

Contra la tesis académica señalada en primer término lo cierto es que desde el punto de
vista de la memoria colectiva esa apelación a una nacionalidad primigenia es
perfectamente legítima: una biografía colectiva supone la existencia de una identidad en
potencia desde un principio, potencia que se desenvolverá en el curso del tiempo. Así, por
ejemplo, en la primera página de La Tradición republicana, Natalio Botana , autor al que
nadie osaría acusar de antiacadémico ni menos aún de populista, afirma: “En el extremo
del continente austral los argentinos no nacíamos a la vida independiente arropados por
aquella esperanza solemne ni tampoco arrastrábamos el estigma de la leyenda que también
cautivó la prosa de Tocqueville”. (…) “Padecíamos, eso sí, el vértigo del desierto, la
soledad y el vacío”. He aquí una interpelación que forja narrativamente una identidad y
permite la utilización de la primera persona del plural, un nosotros genérico, advirtamos,
que hubiera recorrido doscientos años de historia transformando muchas de sus cualidades
pero siendo no obstante lo mismo. Tal la condición que permite nombrar un pueblo, en este
caso, nosotros, el pueblo argentino.

Volvamos entonces al ejercicio desacralizador que Romero ensaya contra la Vuelta de


Obligado, y observemos que el mismo puede extenderse a cualquier fecha patria, en primer
lugar para la Revolución de mayo, acontecimiento en que hemos de creer (o no) hubo de
fundarse la nación. No se equivocaría quien afirmara que de última esta y tantas otras
conmemoraciones son puras ficciones, ya hemos advertido que hasta la segunda mitad el
último del siglo XIX este país, como lo concebimos hoy, sencillamente no existía,
incluso la idea misma de que pudiera haber una “historia argentina” para tales fechas es
científicamente falsa. Nuestra revolución es un mito, igual que la Revolución francesa lo
es para los franceses, eso dijo hace mucho Levi Strauss, en suma un mito de origen como
aquellos observables en las sociedades primitivas. Esto es así y , en efecto, puede
afirmarse que toda efemérides implica que un fragmento de mito se inserta en el interior
del relato histórico en tanto pone de manifiesto un fidelidad obstinada hacia un pasado que
en rigor está fuera del tiempo y que se rehace en cada ocasión mediante ese ritual que es la
conmemoración. Ocurre que, contra lo que puede suponer una mirada ilustrada, ello no
significa carencia moral e intelectual alguna, más bien expresa una toma de posición
asumida consciente o inconscientemente sin la cual no hay identidad colectiva posible.

Tales las ficciones de origen que tocan a nuestro país. Habida cuenta la estupidización
mass mediática que nos atraviesa –en la que se monta Luis Alberto Romero y compañía-
habrá que reafirmar que no estamos aquí frente a una anomalía producto de algún
subdesarrollo cultural ni frente a un destino sudamericano. Si de inventar tradiciones se
trata habrá que recordar que los humanistas florentinos afirmaban que su ciudad era hija
directa de la Roma republicana, aquella que describió Maquiavelo en sus Discursos, y más
tarde, hacia el siglo XIX, los pensadores republicanos franceses en franca oposición con las
corrientes tradicionales católicas forjaron un origen pre cristiano de la nación francesa, y
para ello se remontaron hasta los galos –inmortalizados en el Comic Astérix por Goscinny
y Uderzo hacia 1959. Ciertamente esa apuesta tuvo éxito, el gran historiador francés Pierre
Nora, compilador de esa obra historiográfica y mitológica verdaderamente monumental
titulada Lieux de mémoire (Sitios de memoria), señalaba hacia 2005 su nostalgia de
aquellas épocas donde todos los niños de Francia, cualquiera fuera su condición “…hijo o
nieto de un aristócrata asesinado en la revolución, hijo de un obrero asesinado en la
comuna, judío emancipado, inmigrante o bretón” recitaban en la escuela “nuestros
ancestros los galos”. (Y esa nostalgia estaba motivada por el fenómeno más evidente de los
tiempos que corren: aquella memoria nacional se ha visto desvastada por la emergencia de
multitud de colectivos y minorías cada uno de los cuales reclama sus derechos, reivindica
su propia memoria, singular y única, y se construye una historia que por definición se
muestra reacia a integrarse en alguna historia con h mayúscula que la trascendiera –tema
cuyos efectos en nuestras latitudes evitaremos en este escrito)
Demos otro giro y extendamos la mirada en este caso a la dimensión de la memoria
colectiva que habilita lo que llamamos conciencia histórica . Como observamos en la cita
de Botana, casi se diría que esa memoria no puede leer a esos habitantes del Río de la Plata
sino como ancestros nuestros, no sólo en términos étnicos sino también como pioneros de
un proyecto de nación que continúa hoy y del que somos sus herederos. En esta instancia
se vuelven posibles afirmaciones que incluso podrían ser validadas por los mismos
dispositivos de la academia. No sería errado entonces afirmar que desde nuestro presente
podemos considerar a los hombres que se enfrentaban en el Cabildo de Buenos Aires en
mayo de 1810 como precursores de la nacionalidad aunque es evidente que aquellos actores
no tenían idea del rol que se les otorgaría muchos años más tarde. Es decir, podemos
enunciar algo perfectamente válido del pasado, en este caso asignar una significación
determinada a un acontecimiento, que sin embargo puede no haber sido verdadera para sus
contemporáneos o del que permanecieron en completa ignorancia. He aquí los problemas
que conlleva la lectura historiográfica, irremediablemente retrospectiva , lo que el cliché
nombra como “con el diario del lunes”: analizamos las acciones pasadas bajo el
conocimiento de la historia que siguió, es decir de sus efectos, y establecemos arcos de
sentidos en la larga duración, algo que sus propios autores no pudieron obviamente
experimentar ni predecir. Puede concluirse entonces que en esta vertiente es legítimo
asignar a la Vuelta de Obligado su significación clásica, como un principio de resistencia
nacional frente al colonialismo, del mismo modo que podemos afirmar que el 25 de mayo
de 1810 fue, sin dudas, una verdadera revolución que fundó este país –tal como nos lo
recordaba Tulio Halperin Donghi en Tradición política e ideología revolucionaria de
Mayo.

Como vemos, parece que fuera posible entonces hablar de “nosotros” los argentinos
cuando la Argentina aún no existía. Tal la tensión irreductible que signa al género historia
nacional, en ese cruce entre saberes, relatos y mito, éste impregna a la historia y
ciertamente la trastorna. Y las cosas pueden complicarse todavía más: recordemos aquí el
escrito canónico de Ernest Renan de 1882 Qué es un nación, allí el autor afirmaba que
construir una nación supone también el olvido de violencias originarias, en sus palabras “el
olvido, y hasta diría yo el error histórico, son un factor esencial en la creación de una
nación, de modo que el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la
nacionalidad”. Tal la idea que sugiere, por lo demás, Jorge Luis Borges en los párrafos
finales de su cuento Tema del traidor y del héroe.

Cuál es entonces la tarea de los profesionales de la historia? Frente a la teleología y a la


analogía que son operaciones características de la memoria nacional y del relato legendario
la disciplina histórica debe sostener la idea de que el pasado supone una alteridad respecto
del presente, de otro modo se pierde su riqueza, si no hay diferencia no hay conocimiento,
nada que aprender ni de las épocas remotas ni de los tiempos que corren. El cuadro es
arduo, complejo, exige largos debates y coloca a los historiadores frente a dilemas
indecidibles, lo cierto es que enfrentar las ambivalencias y antinomias que emergen de una
historia así entendida exigen una operación que es al mismo tiempo historiográfica y
política en el sentido más virtuoso del término.

El gran problema es cómo lidiar con los mitos que cargan siempre con componentes
potencialmente totalitarios. El concepto mismo de nación corre el riesgo de promover la
deriva fascista en la medida en que existe siempre la posibilidad etnocidiaria de encontrar
un enemigo en la alteridad, de modo que la xenofobia, la muerte y la destrucción son
caminos siempre abiertos, como lo vemos a diario en el escenario del mundo.

En tal circunstancia la discusión con los historiadores profesionales pasa por la manera de
concebir y usar los mitos, en este caso aquellos que fundan una nación y sostienen su
cultura, habida cuenta que la tarea de los grandes historiadores consiste en disolverlos,
acentuando lo que en verdad es la función crítica de una disciplina racionalista y
secularizadora como la historia –función necesaria y positiva, la que desnaturaliza lo dado,
la que socava verdades y tradiciones mostrando que siempre hubo y habrá caminos
alternativos para el curso de los asuntos humanos. En suma, se trata de pensar la manera
como lidiamos con nuestros orígenes y ello supone reflexionar sobre los modos en que una
sociedad asume sus versiones identitarias articulándolas con prácticas democráticas, es
decir neutralizando los rasgos totalitarios inherentes a todos los mitos, al tiempo que en
ardua tensión evitamos no obstante anularlos puesto que sin esa dimensión mítica no hay
historia de una nación ni tampoco república posible. En suma, el desafío consiste en
trabajar para que los mitos sirvan para la libertad y no para la sujeción, para la vida y no
para la muerte.

No hay recetas para enfrentar el conjunto de problemas que presentamos en los párrafos
anteriores, pero sí podemos imaginar el modo en que podría reproducirse una historia
nacional con vocación republicana -republicana, advirtamos no en el sentido de la diputada
Elisa Carrio sino en el sentido de Maquiavelo lo que supone un ejercicio curioso puesto
que en buena medida habremos de relatar cómo de hecho ocurrieron las cosas en esta
materia durante muchas décadas, pero que las condiciones del presente nos obligan a
recordarlas.

La historia de una república conlleva en principio un acuerdo: admitimos que tenemos algo
en común, pero eso que es común se encuentra sujeto a un litigio permanente. Y está bueno
que así sea. Tal la tensión entre ficciones de origen, principios identitarios y la pluralidad
de significaciones sobre el pasado de esa comunidad. A partir de la memoria cultural
entendida como una construcción social resultado de la transmisión activa realizada de
generación en generación y aprehendiendo las miradas enhebradas por grandes escritores y
ensayistas de los siglos XIX y XX -al azar digo: Mitre, Sarmiento, Lugones, Martinez
Estrada, Hernandez Arreghi, Abelardo Ramos, David Viñas, etcétera y también de algunos
grandes historiadores como José Luis Romero y Tulio Halperin Donghi- se constituye un
basamento metahistórico sobre el que se asientan las disciplinas universitarias con su
métodos, registros, y junto con ellos se desatan una multitud de perspectivas
historiográficas de diverso cuño.

Ese proceso de conflicto entre diferentes visiones del pasado común debe entenderse como
una semiosis interminable. Si alguna versión se impone arbitrariamente sobre las demás,
eclipsándolas del espacio público, estamos ante el riesgo de totalitarismo. Por eso las peleas
en torno al pasado deben promoverse, no solo porque ellos nos garantizará un mejor
conocimiento de lo ocurrido sino porque esa tensión irresoluble garantiza la libertad aquí y
ahora, que es lo que cuenta.

Hacia 2014 el Instituto Dorrego ensayó una recuperación del pensamiento revisionista y de
antiguos debates que lo habían enfrentado con la historiografía liberal, cuyos fundamentos
nos remitían a los años 60 pero se revelaban completamente desfasados de las condiciones
presentes. Había allí un equívoco, algo del personaje Bombita Rodriguez de Capussotto en
tanto resultaba evidente que sus gestores desconocían todo lo ocurrido en la
historiografía en las últimas décadas –basta para ello recorrer el programa de las masivas
Jornadas Interescuelas de Historia . En verdad la llamada historia social saldó esa
dialéctica hace mucho , por ejemplo cuando en Una Nación para el desierto argentino
Tulio Halperin Donghi mostró que las formas digamos cesarísticas de hacer política del
General Mitre en el siglo XIX adelantaban las del mismo General Perón , algo que
resultaba francamente disruptivo para los militantes de uno y otro de los bandos en pugna.

Pero otros revisionismos son posibles y deseables. Es lo que nos propone por ejemplo
Martín Kohan en El país de la guerra cuando advierte que, contra la mirada de Alberdi,
fue la construcción de Mitre la que impuso la imagen de un país que nace de una guerra,
con sus padres Belgrano y San Martín y sus himnos guerreros Hemos naturalizado de tal
modo esa imagen marcial que se nos hace difícil pensar que en aquel momento existieron,
en verdad, diferentes versiones para forjar una gesta fundacional. Tal la tarea de Kohan y
para ello nos sugiere proyectar otro mito de origen, pensar, por ejemplo, cómo se hubiera
cristalizado el imaginario de la argentinidad si la designación del padre de la patria no
hubiera recaído en un soldado sino en ideólogos como Juan Jose Castelli o Mariano
Moreno. He aquí un proyecto para una historia futura.

Cualquiera sea el caso, las cosas ocurren en el presente y más allá del resultado del debate
histórico sobre un determinado acontecimiento, en este caso una Batalla, se trata en verdad
de tomar una decisión, si como argentinos nos interesa o no que haya un día dedicado a
homenajear la soberanía. Es evidente que a Romero y sus amigos liberal republicanos el
tema los tiene sin cuidado, más bien están en contra de la soberanía. Bastará recordar aquí
el documento que lleva como título "Malvinas, una visión alternativa", del 21 de febrero de
2012 en que un grupo de intelectuales rechazaba de plano la reivindicación de las
soberanía argentina sobre Malvinas. En buena medida, son los mismos intelectuales que
han apoyando la candidatura de Macri en estos días del 2019. El documento llevaba las
firmas Beatriz Sarlo, Juan José Sebreli, Santiago Kovadloff, Rafael Filippelli, Emilio de
Ipola, Vicente Palermo, Marcos Novaro y Eduardo Antón; de los periodistas Jorge Lanata,
Gustavo Noriega y Pepe Eliaschev; de los historiadores Luis Alberto Romero e Hilda
Sábato; de los constitucionalistas Daniel Sabsay, Roberto Gargarella y José Miguel
Onaindia, y del ex diputado nacional Fernando Iglesias. 21 de febrero de 2012. Que exista
un colectivo de intelectuales vendepatrias no debería ya sorprendernos, pero sí vale
detenerse en el argumento que levantan, puesto que tal “visión alternativa” se sostiene en
nombre de un supuesto derecho de autodeterminación de los habitantes de las islas, he aquí
un lenguaje progresista, propio de las ciencias sociales, para una propuesta abyecta, otra
prueba más, en fin, de las inéditas articulaciones que nos depara la hegemonía neoliberal.

Para cerrar, para ilustrar de qué hablamos cuando aludimos a la nación y su historia, y de
paso para observar “científicamente” el error de todos aquellos que como Luis Alberto
Romero han creído que la Vuelta de Obligado y su recuerdo es un invento de
neorrevisionistas/populistas/kirchneristas, meto la letra de La vuelta de Obligado, tema que
pertenece a Alberto Merlo y Miguel Brascó…, sí aquel periodista gourmet que en su
juventud había intentado la escritura. Cantada por Alfredo Zitarrosa, la versión de 1966 se
encuentra en you tube:

Noventa buques mercantes,


veinte de guerra,

vienen pechando arriba


las aguas nuestras.

Veinte de guerra vienen


con sus banderas.

¡La pucha con los ingleses,


quién los pudiera!

¡Qué los tiró a los gringos


uni' gran siete,
navegar tantos mares,
venirse al cuete,
qué digo venirse al cuete!

A ver che Pascual Echagüe,


gobernadores.
Que no pasen los franceses
Paraná al norte.

Angosturas del Quebracho,


de aquí no pasan.

Pascual Echagüe los mide,


Mansilla los mata.

Chacra

Rosario, octubre de 2019

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