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¿Qué defiende una y otra vez en sus batallas? Sin eufemismos lo dice: “libertad, ética y pacifismo
vital”. No desconoce relaciones de fuerza, sabe de relativismos pero, como el realismo del poder
es cosa de fuerza mayor, no puede aceptar argumentos que lo convaliden como regla general.
Valora generosamente los avances y mejoras democráticos, la ampliación de derechos, pero no
acepta la chicana que manda sus razones profundas de rebeldía al arcón de las imposibilidades.
Su anarquismo –¿surgido como gesto antes que como prédica en tiempos de La Chispa?– se
reserva un santo decir “no”, cuando de males menores se trata. De ahí la incomodidad que también
supuso para progresismos e izquierdas.
“Pacifista”, en su diccionario, no quiere decir manso ni amante de los consensos. No puede negar
la violencia que toda resistencia arrastra cuando enfrenta a la dominación histórica puesta a
funcionar. Al mismo tiempo, el desafío anarquista consiste en forjarse modos de vida con los otros
que excluyan la violencia dominadora o, al menos, sepan crear las condiciones de su conjuro cada
vez que se presente. Una cara del anarquismo, entonces, es el pacifismo defensivo que no le hace
asco a la pólvora, porque el asco a la violencia “en general” suele venir de moralismos acomodados
a la sangre ya derramada y al orden establecido a fuerza de muerte y sojuzgamiento.
Su insistencia vital, su empecinamiento, tiene que ver con matar al tirano de todas las formas
posibles. Matarlo, primero, dentro suyo. Lo que revolotea de tiranía entre nosotros persevera en
los buenos modales ante lo que incomoda, en la desatenta reproducción de una historia oficial
perimida, en el respeto inexplicado ante las figuras de la autoridad actuales e históricas. La
respuesta de Bayer, cada vez que las circunstancias lo exigieron, combinó la firmeza del
documento histórico con el gesto desafiante y burlón de quien sabe que no nació para obedecer.