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Osvaldo Bayer, una vida improbable

Por Ariel Pennisi*


Osvaldo Bayer conoció la Patagonia el último mes de 1958. Por sus denuncias a los latifundistas
de la zona lo echaron del diario El Esquel, lo que dio inicio a una larga serie de persecuciones y
expulsiones que afrontó durante décadas. Pero no fue la única marca rastreable de ese período: la
decisión de montar un periódico por su cuenta en el altillo de la casa donde se alojaba con su joven
y numerosa familia abrió en él la hendidura del “periodismo a martillazos” y consolidó su vínculo
con la Patagonia, los obreros y los mapuches. Cuando Bruno Napoli logró rescatar el último
ejemplar de ese periódico incendiario, La Chispa, que llevaba por subtítulo “Contra el latifundio,
contra el hambre, contra la injusticia” entrevimos en ese tesoro todo un gesto iniciático, como si
fuera posible para un espíritu inquieto como el de aquel Osvaldo medirse con su destino entero
en una sola decisión. El Bayer de La Chispa acusa un fondo de candidez, al tiempo que asume
plenamente la violencia de la denuncia con nombre y apellido sin respetar la más mínima
jerarquía. Algo de la insistencia por la que será reconocido, la emergencia de un estilo, asomaba:
ingenuidad y radicalidad. Un estilo directo del que tiempo después se jactará, una voluntad de
limpidez que conmueve tanto por lo quijotesca como por lo necesariamente ética, ribetes de una
solemnidad que no sostiene ya que, desde entonces, Osvaldo prefiere el humor.
Bayer se vale del humor irónico y burlesco ante la exultante apariencia de los poderosos, y aplica
la risada hiriente a la oficialidad de una historia que trocó en algunos personajes fragilidad por
grandeza, impotencia por prepotencia. El periodista e historiador autodidacta es impasible,
polemista que libra, una tras otra, batallas específicas contra un multiforme sentido común que
en tiempos de impudicia lanza sus dardos venenosos a la vista del resto, cuando la corrección
política define a la época. Osvaldo Bayer se enfrentó o discutió con las peores modalidades de
dominación que provienen del conservadurismo castrense, de cierto peronismo histórico y del
radicalismo. Desconoció la autoridad de poderes oligárquicos y estatales con los que batalló sin
cuartel. Mas fue apacible y afectuoso con cualquiera dispuesto a conversar o compartir
experiencias (cada día en el Tugurio recibió de brazos abiertos a todo quien quisiera visitarlo),
comprometido con una escuelita perdida en la ruralidad, un obrero, una mujer indígena, un
sindicato incipiente, un colega en apuros… amigo incondicional de las Madres de Plaza de Mayo.

¿Qué defiende una y otra vez en sus batallas? Sin eufemismos lo dice: “libertad, ética y pacifismo
vital”. No desconoce relaciones de fuerza, sabe de relativismos pero, como el realismo del poder
es cosa de fuerza mayor, no puede aceptar argumentos que lo convaliden como regla general.
Valora generosamente los avances y mejoras democráticos, la ampliación de derechos, pero no
acepta la chicana que manda sus razones profundas de rebeldía al arcón de las imposibilidades.
Su anarquismo –¿surgido como gesto antes que como prédica en tiempos de La Chispa?– se
reserva un santo decir “no”, cuando de males menores se trata. De ahí la incomodidad que también
supuso para progresismos e izquierdas.

“Pacifista”, en su diccionario, no quiere decir manso ni amante de los consensos. No puede negar
la violencia que toda resistencia arrastra cuando enfrenta a la dominación histórica puesta a
funcionar. Al mismo tiempo, el desafío anarquista consiste en forjarse modos de vida con los otros
que excluyan la violencia dominadora o, al menos, sepan crear las condiciones de su conjuro cada
vez que se presente. Una cara del anarquismo, entonces, es el pacifismo defensivo que no le hace
asco a la pólvora, porque el asco a la violencia “en general” suele venir de moralismos acomodados
a la sangre ya derramada y al orden establecido a fuerza de muerte y sojuzgamiento.

Su insistencia vital, su empecinamiento, tiene que ver con matar al tirano de todas las formas
posibles. Matarlo, primero, dentro suyo. Lo que revolotea de tiranía entre nosotros persevera en
los buenos modales ante lo que incomoda, en la desatenta reproducción de una historia oficial
perimida, en el respeto inexplicado ante las figuras de la autoridad actuales e históricas. La
respuesta de Bayer, cada vez que las circunstancias lo exigieron, combinó la firmeza del
documento histórico con el gesto desafiante y burlón de quien sabe que no nació para obedecer.

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