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Declaración de Domicilio

Ricardo Mendoza Rademacher


Ediciones Kultrún / Valdivia

Advierto una vez más que estas son apenas ideas fragmentarias surgidas entre uno y otro
parpadeo, mientras veo el mundo que me tocó vivir. No puedo armar con esto ni siquiera la
obra gruesa de una propuesta sistemática. Solo pedazos desarticulados de experiencias,
lecturas, conversaciones, imágenes, memorias propias y ajenas, diálogos con muertos
milenarios o recientes cuya amistad no he perdido.
El filósofo Eduardo Sabrovsky vislumbraba una filosofía desde los escombros: en
descomposición los grandes sistemas de pensamiento, decía, nos queda tomar del desastre
sus restos todavía útiles, donde aun laten destellos que pueden permitirnos si no iluminar
nuestra época, al menos mantener la cordura a flote en la corriente del tiempo.

En la cultura mapuche, dos elementos construyen la identidad de un sujeto: el linaje


familiar, küpal, los parientes inmediatos y los ancestros hasta donde pueda sumergirse la
memoria; y el territorio específico, tuwün, desde el que provienen los abuelos o, mejor dicho,
al que pertenece. No veo por qué no podamos enfrentar, desde esas categorías, siquiera
rudimentariamente usadas, nuestra necesidad de entender nuestro lugar en el mundo. Lo
intentaré a continuación con mi propia historia mestiza.
Mi padre era un chileno moreno y rural del centro de Chile, lector empedernido, de
inteligencia filosa e independiente y un carácter que agrió por muchos años un periodo de
cárcel, hasta que su bondad natural volvió a salir a flote. Mi madre, una gringa hija de colonos
alemanes, agricultores, nunca dejó de practicar el rigor de una economía de guerra, más que
de colonia. Se conocieron en San José de la Mariquina y el placer fue recíproco e instantáneo.
Por eso nací con cierto apuro, como a los seis meses, pero en perfecto estado de salud. Aquí
empezaría mi küpal, mis orígenes familiares.

Ahora algo sobre mis orígenes territoriales. Acabo de hacer un viaje a la infancia,
propuesto y acompañado por mi hermano Gustavo, buscando la casa donde habíamos nacido
y vivido hace ya más de medio siglo.
Todavía existe sobre una alta ribera del río Cayumapu, entre potreros, bosques y
sembradíos. El río sigue fluyendo con la misma placidez que permitía a mi padre unas
proezas natatorias ajenas al deporte: en la ribera opuesta habitaba cierta dama de belleza
hospitalaria (que no era mi madre).
Hacia mis 10 años, hubo una triste huida nocturna de la familia, en la carrocería de un
camión descubierto, junto a unos pocos enseres domésticos. La madrugada nos arrojó en
Bulnes, un pueblo de la provincia de Ñuble donde habían nacido cuatro generaciones de la
familia de mi padre.
Llegamos a una casa de altas habitaciones de adobe, a unos cinco kilómetros del pueblo.
La cercaban los espinares del valle central de Chile, un territorio de inviernos glaciales,
extrañas lluvias desganadas y veranos tórridos cuyas noches aliviaban las madreselvas.
La belleza áspera de los espinares fue tal vez la única, extraña dulzura del que fue –me
costó dos décadas entenderlo– una especie de intraexilio de mi niñez. Y más me costó
reconocer los otros dones que allí recibí.
Pero regresaba cada verano al valle de la Mariquina, a vagar dos o tres meses entre los
árboles y la orilla de los ríos. Hasta hoy, regresando del norte después de un viaje, el regreso
termina cuando veo los primeros robles de la Araucanía recortados contra las nubes en el
azul de la madrugada. Pero cuando voy más al sur, a Chiloé, a Palena o Aysén, nunca me
parece salir de casa, solo me sucede una especie de profundización en lo familiar.
Hoy creo que mentalmente no pude salir jamás de esa profusión de ríos que corren entre
la densa maraña vegetal del sur. Tanto así que hoy vivo de nuevo rodeado de árboles, en la
cercanía del agua y de la lluvia, que siguen provocándome alegría y seguridad.

Todo lo anterior para seguir afirmando que el territorio no solo alimenta nuestro cuerpo:
es también el sustento primario de nuestro modo de ser y pensar. Es en la tierra, en un clima,
en un paisaje y una luz específicas donde enraíza, de múltiples maneras, lo que pensamos y
creamos, sea que lo transporten explícitamente nuestras obras o bien permanezca siempre
oculto, o aparezca con la intermitencia incontrolable de los catricos, esas aguas que afloran
y luego vuelven a desaparecer.
Y esta es también la razón última de nuestra enconada renuencia a la destrucción industrial
de nuestro hábitat: porque no es solo nuestro hábitat: es la materia de la que están hechos
nuestros sueños, materia palpable y sin embargo tan frágil como los sueños, como nos lo
enseña cada día. Con todo árbol, cualquier mínima vida vegetal o animal sacrificada sin
sentido, se empobrece calladamente nuestro espíritu.

El territorio natural es, a la vez, el escenario donde se despliegan los productos de


nuestra imaginación, los efectos de nuestro esfuerzo de sobrevivencia y las tragedias y
comedias cuyos protagonistas somos.
A lo largo de los siglos, las comunidades van elaborando un indivisible entramado de
relaciones con su entorno humano y natural, ciertas cualidades distintivas, afinidades y
disgustos, modos particulares de actuar y de hacer, y de ser. Ese entramado carece de bordes
definidos, pero tiene un cuerpo perceptible en el que de algún modo nos sentimos cómodos.
En él reconocemos formas, hábitos, colores, voces y temperaturas que son nuestras o de las
que somos parte.
Desde aquí, dicho sea de paso, puedo entender la tragedia del exilio como
desmembramiento y desolación.
Yo siento mi cuerpo territorial (y mi territorio cultural) a partir de ese punto que ya dije:
allí donde los robles empiezan a dominar el panorama y van fundiéndose sin violencia en el
denso verdor de la selva austral, extendida desde los grandes ríos y lagos hasta los montes y
canales de la Patagonia.
Ese es el escenario al que creo pertenecemos y donde todos nosotros venimos sosteniendo
un diálogo que creo milenario y que, vale señalarlo una vez más, no han reconocido las
marcas de las regiones (zonas y macrozonas) geopolíticas que han dibujado a contrapelo o,
precisando, a contracultura, nuestros loros legisladores.

Creo, por ejemplo, que son todavía firmes los lazos que siguen uniendo a Valdivia y
Chiloé, lazos originados en eventos y rastros materiales viejos de siglos. Recordemos, por
ejemplo, la construcción del Camino Real que conectaba Valdivia y Chiloé con un trazo
continuo ejecutado por dos cuadrillas que partieron simultáneamente desde ambos extremos.
Por ese mismo camino salieron en 1820 en estampida hacia el archipiélago los españoles,
perseguidos por las fuerzas de Cochrane y Beauchef. Y casi un siglo después será el eje de
otros desplazamientos que ocurren hasta hoy.
Hacia el extremo sur pueden parecer más tenues los eslabones, pero las seculares
migraciones chilotas hacia la Patagonia hablan de una continuidad que podemos rastrear en
diversos ámbitos de nuestra realidad cultural.

Mi experiencia de editor indica lo mismo. Exceptuando cuatro autores (uno de Santiago,


otro de Carahue, un español y un norteamericano), casi todos los más de 200 títulos que he
publicado hasta ahora son de autores que viven, escriben y piensan desde Valdivia a Puerto
Williams.
Por otro lado, ha de ser por algo que, editorialmente hablando y con las excepciones que
dije, no he pasado la marca del Toltén que, para muchos, es la frontera norte del País
Valdiviano.
Así es que, para concluir, aunque no está bien representado en los mapas del Imperio, creo
que pertenecemos a un territorio cuyos creadores e investigadores vienen cartografiando
desde hace mucho.

Tenemos el hábito alfabetizado de empezar nuestra historia del espíritu en las orillas
del Canal de Chacao, con los abrumadores versos de Ercilla: Aquí llegó donde otro no ha
llegado… pero tal vez uno pudiera empezar el repaso de ese registro muchísimo antes, en la
cosmogonía anfibia de Tren-Tren y Cai-Cai.
Aunque tal vez el dominio multiforme e inasible del agua sobre este territorio nunca haya
sido mejor expresado que por los qaweskar a través de la brumosa gravitación de Ayayema;
y junto con el mito, por la variedad extraordinaria de su léxico relativo al agua, capaz de
precisar con la lengua, como ninguna otra, la infinita plasticidad de la más abundante y vital
materia del planeta.

Para terminar, los dejaré en el comentario de una imagen que vengo mirando desde hace
años y que no vi en profundidad sino hasta hace pocas semanas. Se trata de un grabado.
Lo vi por primera vez en el Diario del viaje que hizo en 1643 Hendrik Brouwer a Valdivia.
Más tarde encontré otra copia, ligeramente disímil, en otra relación holandesa de cerca de
1600; y volví a verla en uno de los 28 volúmenes de relatos de navegaciones de la Colección
de los Viajes más Memorables en las Indias Orientales y Occidentales, compilada por el
geógrafo Pieter van der Aa hacia 1705.
Entre ellas, otra versión de la escena, que tiene inscrito el título Pacos oder Amidas (o sea,
Alpacas o Amidas), ayudó a completar mi lectura de la imagen. Buscando aclaraciones
respecto al misterioso término Amidas, di con una referencia en el texto Aspectos
Lingüísticos del Descubrimiento y de la Conquista, de la investigadora catalana Emma
Martinell. No pude dar con el libro en ningún lugar físico ni digital. Le escribí a la autora y,
a vuelta de correo, llegó el libro.
Además de un glosario, un largo capítulo estudiaba a esa figura de fama secundaria en el
proceso de la ocupación de América: la del lengua general, lenguaraz o, simplemente,
lengua: el intérprete cuya función, en los primeros tiempos del encuentro, debió apoyarse
más en el lenguaje corporal, en los gestos y visajes, que en la difícil adquisición de una
multitud de idiomas.

El grabado que les muestro, como ven, no tiene título: un grupo de aborígenes chilenos
y otro de europeos, claramente distinguibles ambos en su indumentaria. Los aborígenes se
ven algo reticentes; los europeos, más interesados, señalan a un raro y expresivo animal entre
camello y oveja –una llama, guanaco o alpaca–, situado justo entre los dos grupos. Tras el
animal, un tercer personaje al que había prestado, hasta ahora, poca atención.

Concentrémonos en él: a diferencia del resto de los personajes (el aparente silencio
expectante de los aborígenes, el lacónico gesto del europeo, la sonrisa del guanaco), no hay
suntuosidad en su vestimenta, ni siquiera es posible definirla; ninguna señal precisa que
permita saber de quién pueda tratarse.
Hasta que reparé en su posición: justo entre los dos grupos y asociado al animal. Entonces
vi por primera vez la notoria elocuencia de sus manos, de ambas manos; y hasta cierta
flexibilidad corporal.
Convenientemente sensibilizado por la doctora Martinell, tengo ahora la convicción de
que el personaje del grabado es una representación del intérprete: individuo de identidad
ambigua, sin marcas o atributos de pertenencia, “indio hispanizado o español aindiado”, o
bien mestizo o mulato a medio camino entre dos mundos o entre muchos, entre incontables
idiomas y culturas, ninguna de las cuales sentiría como propia o excluyente.
Aun así, debía hacer un esfuerzo extraordinario, basado en sus talentos, para comunicar
esos mundos y, con el transcurrir de los años, para reunirlos en sí mismo, para convertirse al
fin, por grado o por fuerza, en la unidad de realidades hasta entonces divergentes.

Miremos un poco más a ese sujeto ambiguo o un poco inasible, sin atributos precisos,
un poco forajido apátrida y algo extranjero de todas partes, en quien confluyen y se mezclan
caudales de visiones y conocimientos de todo orden, sometido hasta hoy a un proceso en
curso de trasvasije e integración de contrapuestas visiones de mundo. Sospecho que ese
mestizo indefinible es nuestro más fidedigno retrato.

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