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EL MÉDICO

Y EL CIENTÍFICO

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FEDERICO J. C-SORIGUER ESCOFET

EL MÉDICO
Y EL CIENTÍFICO
© Federico J. C-Soriguer Escofet, 2005

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Diseño de Cubierta: Ángel Calvete
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Encuadernación:
Dedicatoria:

A Federico y Lucía, como siempre.


A Isabel, a quien tanto debo.

A todos aquellos pacientes que puedan haber sufrido


la ambivalencia del autor, que justifica este libro.

Agradecimiento:

A Carlos Soriguer y a Matilde Esteva


por la lectura crítica y sus oportunas correcciones.
Índice

Prólogo. Fernando Rodríguez de Fonseca. Director de la Fundación


IMABIS ............................................................................................ XIII

Justificación .................................................................................... XVII

Presentación .................................................................................... XXI

I
EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

1. La situación de los médicos en España .................................... 3


2. La política científica .................................................................. 5
3. La educación de los médicos .................................................... 9
4. La cuestión de la naturaleza humana: un ejemplo .................... 15
5. La naturaleza ha muerto, viva la vida y la naturaleza .............. 19
6. Hombres de poca fe .................................................................. 23
7. El fin de la medicina .................................................................. 27
8. La moral de la sanidad publica: una apuesta radical ................ 31
IX
X ÍNDICE

9. ¿Son incompatibles la ética médica y la economía? ................ 35


10. El médico y el científico ............................................................ 39

II
LA PRÁCTICA CLÍNICA

11. La práctica clínica: sus fundamentos ........................................ 45


12. La medicina clínica es una profesión ........................................ 47
13. El retroceso de la clínica ............................................................ 51
14. Entre lo teórico y lo práctico: la buena práctica clínica ............ 53
15. El nuevo ojo clínico .................................................................. 57
16. Los fundamentos epistemológicos de la buena práctica clínica 59
17. El problema de la demarcación ................................................ 61
18. La historia inductiva de la clínica .............................................. 65
19. La cuestión de la causalidad ...................................................... 67
20. Los modelos de causalidad ........................................................ 71
21. Hacia una teoría crítica de la medicina clínica .......................... 75

III
LA INVESTIGACIÓN EN MEDICINA CLÍNICA

22. La investigación en medicina clínica ........................................ 79


23. Qué investigación (clínica) se hace (o debiera hacerse) ............ 81
24. El principio de precaución en la práctica clínica. El ejemplo de
las drogas anorexígenas .............................................................. 87
25. La experiencia de la doctora Marcia Angell .............................. 93
26. Los comités de ética .................................................................. 97
27. El código de Nuremberg, sesenta años después ........................ 101
28. El caso del IK ............................................................................ 105
29. La libertad de investigación ...................................................... 107
30. Quién hace (o debe hacer) la investigación clínica .................. 111
31. La formulación de hipótesis ...................................................... 117
32. La medicina clínica: un arte, una técnica, una ciencia .............. 119
33. Conocimiento y acción .............................................................. 123
34. Tecnociencia y medicina ............................................................ 125
35. Necesidad de la multidisciplinaridad ........................................ 129
ÍNDICE XI

IV
¿ES LA CLÍNICA UNA CIENCIA?
36. ¿Es la clínica una ciencia? ........................................................ 135
37. La obsesión metodológica ........................................................ 143

V
ALGUNOS EJEMPLOS
38. Un resumen de lo expuesto hasta ahora .................................... 151
39. Proyecto genoma y medicina clínica ........................................ 155
40. Algunos ejemplos ...................................................................... 157
41. Influencia de la IG sobre la clínica ............................................ 161
42. El retorno de la patognomonia .................................................. 163
43. Una opción inevitable ................................................................ 165
44. La tentación de la eugenesia ...................................................... 167
45. No es una casualidad ................................................................ 171

VI
UN FINAL ENTRÓPICO

46. De Thomas Bayes (1761) a Claude E. Shannon (1948) ............ 175


47. Codificación analógica y digital ................................................ 177
48. La relación médico-enfermo desde la teoría de la comunicación.. 181
49. Un ejemplo.................................................................................. 183
50. Aplicación de la teoría de la información a la cuantificación del
poder de una prueba diagnóstica .................................................. 187
51. Un final entrópico ...................................................................... 189

VII
DIEZ PROPUESTAS PARA EL TERCER MILENIO

52. La medicina del siglo XXI: diez propuestas para el tercer


milenio ........................................................................................ 195
53. Aquiles y la tortuga................................................................ 211
XII EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

Epílogo ............................................................................................ 215

Bibliografía .................................................................................... 217


Prólogo
...nuestras ideas, que son lo único que se percibe inmediatamente, son representaciones
de las cosas externas; y estas últimas también se perciben por los sentidos en la medida en
que se conforman o se asemejan a nuestras ideas.

George Berkeley
Tres diálogos entre Hilas y Filonus

Creo que prologar un libro supone un acto de soberbia intelectual. Un


buen prólogo debe conseguir en pocas líneas que el lector suspenda su lec-
tura y se lance con avidez sobre el texto prologado. Solo desde el juicio refle-
xivo sobre lo leído se puede regresar a las breves líneas que nos hablan del
autor y de su obra, como medio para capturar mágicamente su particular uni-
verso tejido de realidades, representaciones e ideas irrepetibles. Pero en el
mundo en que vivimos, falto de reflexión y víctima de la aceleración del pre-
sente hacia el pasado irrecuperable, no es aconsejable tal ejercicio a poste-
riori. Por ello me atrevo a prologar la obra de Federico Soriguer, El médico
y el científico.
Presentar a Federico, médico humanista cordobés capaz de afrontar
sin complejos la crisis de las ideas y los valores de la ciencia y la medi-
cina, y embarcarse como ejercicio de contradicción en un complicado y
ambicioso proyecto de investigación poblacional en su querida localidad
de Pizarra, resulta del todo imposible si no se ha tenido la fortuna de
conocerle. Quizá retomando el texto del gran dramaturgo y médico frus-
trado, Bertolt Brecht, con el que cierra este libro: «...hay hombres y
mujeres que luchan toda la vida,... estos son los imprescindibles», poda-
mos asomarnos al carácter batallador de este endocrinólogo, clínico de
día y científico de noche que trata de cuadrar el círculo imposible del
descubrimiento y la acción, de la razón crítica y la práctica, en un hábi-
tat cultural como el que en nuestra piel de toroha hecho de los sabios
XIII
XIV PRÓLOGO

venerables de barba cana emblemas de una aristocracia imposible.


Si una de las cualidades de los humanos es nuestra capacidad de pro-
yectarnos hacia el futuro en un proyecto, con el único fin de actuar,
Federico es definitivamente humano. Y si nuestros lóbulos frontales han
evolucionado para dotarnos de un complejo sistema de proyección, anti-
cipación, planificación y actuación formalmente sistemático y, como
Gödel formuló, siempre con la contradicción como elemento insoslaya-
ble, Federico es frontalmente contradictorio. Sólo desde este complejo
entramado de coordenadas se puede entender la obra de este antropólo-
go, bioestadístico, epidemiólogo y sociólogo, capaz de conjugar la bús-
queda de polimorfismos genéticos con los determinantes culturales de la
enfermedad.
Federico Soriguer aborda este ensayo sobre la medicina clínica y el médi-
co investigador desde una abierta suscripción al proceso de justificación
zubiriana, el ajuste biográfico al medio en el que ha optado por vivir. El pro-
yecto vital de Soriguer ha intentado conciliar su vocación clínica y la tenta-
ción científica, y el presente libro pretende ser una descripción del entorno
sociopolítico, los antecedentes históricos y filosóficos, el presente y el futu-
ro en el que justificar la pulsión personal por abrazar dos mundos paralelos
de intersección imposible. Olvida Federico, sin embargo, que sus ideas y su
visión del mundo tienen el don mágico de generar una nueva realidad en la
que dicha separación deja de existir. Al menos para él, y para los que somos
influidos por sus actos. Releyendo a Berkeley uno percibe que la justifica-
ción se convierte inmediatamente en una reinvención del mundo externo, y
que las ideas transforman esa realidad renuente al cambio.
Estoy seguro que para muchos lectores esta afirmación equivaldría a
una declaración delirante. En el diagnóstico estadístico de enfermedad
mental cabemos todos. Sin embargo, los logros que actitudes como la de
Federico Soriguer han conseguido en el erial intelectual de la medicina
clínica del estado del bienestar son una firme evidencia contra el inmovi-
lismo de los amantes del estado estacionario. Como Soriguer reconoce, la
medicina pública española es muy buena, pero no es menos cierto que
para ella la investigación es un adorno políticamente correcto pero caren-
te de importancia. De hecho, cualquiera que haya leído los contratos-pro-
grama que los gerentes de los hospitales públicos negocian con las auto-
ridades sanitarias habrá percibido inmediatamente la ausencia de líneas
presupuestarias con que ordenar y financiar la investigación.
PRÓLOGO XV

Con estos mimbres la investigación que se teje en los hospitales se


convierte en producto de artesanía difícilmente exportable fuera del
entorno local. Esta denuncia manifiesta que Soriguer expone con cru-
deza tiene antecedentes históricos cuyo análisis revela algo que un
reciente editorial del British Medical Journal concluye con pesar: el
médico investigador es una realidad mirada con simpatía pero con des-
gana por el entorno hospitalario, sin una función establecida y dignifi-
cada en la práctica clínica. Falta de carrera profesional, ausencia de esta-
bilidad laboral, bajos salarios, menor consideración profesional... De
hecho, las autoridades sanitarias ya manifiestan el temor de que la capa-
cidad del médico investigador de contribuir a enriquecer la calidad de
vida se torne en breve plazo en amenaza de empobrecerla, como ya anti-
cipaba Mario Bunge en 1985.
Cree Soriguer que en la base del conflicto entre práctica médica y cien-
tífica se encuentra una falta de formación que facilite la incorporación en
la biografía del médico de diferentes saberes, antagónicos en apariencia.
El hecho incontestable de la pervivencia de la enfermedad pese a los
intentos reduccionistas de borrar su realidad antropológica obliga tanto a
reformular la pretendida objetividad de la ciencia médica, como a consi-
derar la validación científica de la práctica clínica. Las revoluciones mole-
cular, tecnológica e informática no han logrado precisamente frenar el
avance de la deshumanización de la medicina. Sin embargo, en este con-
texto, el avance imparable del conocimiento biomédico, su validación y
desarrollo prácticos, los nuevos instrumentos diagnósticos y terapéuticos,
la nueva taxonomía de las enfermedades, se constituyen en realidades
cotidianas en las que el médico clínico debe aceptar el tributo a sus incó-
modos compañeros científicos, como estos han de aceptar el colapso que
supone reducir todo el conocimiento acumulado a una toma de decisión
en la que el paciente como ser humano se erige en razón última de todos
los actos. La medicina, por tanto, ha de ser una disciplina destinada a resol-
ver los problemas del ser humano enfermo desde un humanismo científi-
co ajustado al contexto socioeconómico (y político), es decir, al medio.
Soriguer aventura diez propuestas para conseguir que esta fórmula sea una
realidad, comenzando por la convicción de que la enfermedad nunca des-
aparecerá, como no lo hará la muerte, y siguiendo, entre otras, por la cre-
ciente participación del paciente en la toma de decisiones, el respeto a los
principios bioéticos o el conseguir que la especialización creciente no
XVI PRÓLOGO

suponga la renuncia a un humanismo científico rector de validez univer-


sal, sustentado en unos derechos humanos globalizados.
Aunque nunca he creído que un libro deba destinarse a un público
seleccionado, pienso que El médico y el científico debería circular rápida-
mente entre nuestros compañeros médicos. Como asistencial he sufrido la
falta de formación humanística en unos estudios excesivamente tecnificados,
suplida por las admirables lecciones de campo de mis pacientes. Como
científico, tras cinco años alejado de la clínica, también he experimenta-
do la carencia de voces que nos recuerden que no todo es conocimiento,
y que el ser en los demás ha de guiar las decisiones finales, nuestros actos.
Por ello recomiendo su lectura a todos aquellos que aún creen que las
explicaciones más sencillas son las más naturales. La naturaleza es simple,
pero no tan simple. Y Federico se ha encargado con éxito de despertar
nuestras conciencias ante el futuro que nos pertenece, y en el que nues-
tras ideas seguirán siendo instrumentos válidos para conformar nuevas
realidades.

Fernando Rodríguez de Fonseca


Director de la Fundación IMABIS
Justificación

Este es un libro en cierto modo autobiográfico, pues encierra un empe-


ño de autojustificación (espero que los posibles lectores me disculpen por
comenzar el libro con esta referencia). La idea de justificación zubiriana
se la hemos oído y leído al profesor Diego Gracia en varias ocasiones. Los
animales nacen y viven ajustados a su medio, pero los humanos tenemos
que ajustarnos a él y a este ajustamiento Zubiri lo llama justificación. Es
en este sentido en el que hablo, aunque tal vez sea, incluso, algo más que
una justificación, un intento de ajuste de cuentas con la propia biografía
intelectual que a duras penas el autor ha ido construyendo a lo largo de su
vida profesional. Clínico de día, científico de noche, no siempre ha sido
fácil la convivencia entre ambos personajes. Sé que hay muchos clínicos,
les conozco y les admiro, que no han tenido la tentación científica; dedi-
can su vida al trabajo clínico, a la atención de los pacientes, al estudio de
los casos, a estar al día del progreso en el diagnóstico, en el tratamiento,
en el pronóstico, pero también en la semiología, etiología, fisiopatología
de las enfermedades que atienden. Pero no han tenido –o sufrido– la pul-
sión científica, la obsesión por llevar a cabo un proyecto, por estructurar
una línea de investigación, por contribuir en las sociedades científicas con
proyectos propios, si acaso con casos bien estudiados y resueltos, lo que
es desde luego alguna forma de investigación de casos únicos, encomia-
bles e imprescindibles, pero que es un tipo de actividad incorporada a la
de la práctica, buena práctica clínica diaria, para la que no hacen falta pre-
XVII
XVIII JUSTIFICACIÓN

supuestos complementarios, intelectuales o de otro tipo. Pertenezco a ese


otro grupo que desde muy recién terminada la carrera no ha podido evitar
la tentación y ha participado interrumpidamente en algún proyecto de
investigación, primero de casos, luego de series de casos y más tarde, ya
dentro de un grupo de investigación estructurado, en proyectos de más
envergadura. Decía que no ha sido fácil esta convivencia entre la urgencia
de la clínica y la tentación científica y no lo ha sido porque en demasia-
das ocasiones han entrado en conflicto. Unas veces por la dificultad de
poder compaginar con competencia ambas maneras de estar en la medicina,
sobre todo por la imposibilidad material de estudiar bien los casos que con
premura reclaman la atención médica y al mismo tiempo desarrollar con
dedicación y con competencia el proyecto de investigación que tuviera
entre manos, precisamente por tener que satisfacer aquella premura clíni-
ca. Pero también por la dificultad de convivencia dentro de la propia bio-
grafía emocional de dos maneras de enfrentarse al conocimiento. Un
conocimiento subrogado, el del clínico que, ejerciendo de médium, es
capaz de transformarlo en un acto creador, intelectualmente muy satisfac-
torio pero más aún por su enorme sentido humano y social.
Nada hay comparable a la satisfacción que produce la resolución de un
caso complejo como consecuencia del estudio y de la reflexión sobre el
propio caso. Como no lo hay con la satisfacción del descubrimiento en el
otro -el paciente o sus familiares- de esa complicidad, en tantas ocasiones
más gestual que verbal, que supone el agradecimiento y el reconocimien-
to de tu saber hacer. Es una emoción directa, inmediata, entrañable, huma-
na, muy humana, suficiente como para justificar toda una vida profesio-
nal. En cambio el del acto científico es un conocimiento directo, o al
menos esa es la ambición. Si el descubrimiento es el empeño último del
investigador, para quienes nos hemos planteado la carrera científica con
más modestia ya tan solo la repetición de los hallazgos previsibles, hechos
por tus propios medios, produce una satisfacción suficiente como para
justificar tantas horas de esfuerzo. Pero, al contrario que la satisfacción
del acto clínico, el acto científico no depende tanto de los otros, del éxito
de los resultados mismos incluso, sino de la capacidad autocrítica del pro-
pio investigador. Si en el acto clínico es imprescindible esperar al final, y
empieza y termina consigo mismo, con cada paciente, en el acto científi-
co el camino es lo verdaderamente importante pues es una historia inter-
minable en la que cada paso no es más que la antesala del siguiente. Por
otro lado, mientras que el clínico debe, después de un periodo más o
JUSTIFICACIÓN XIX

menos largo de reflexión (un periodo que no siempre puede escoger, pues
hay problemas clínicos que no pueden esperar), en algún momento tomar
una decisión, tratar o no, con esto o con aquello, etc., lo que exige algún
grado de certeza, el científico puede, generalmente, demorar la decisión o
incluso proponer aplazamientos de acuerdo con el desarrollo de la
investigación, con el convencimiento de que al final, haya o no resuelto el
problema, si la investigación es adecuada y la línea sugerente, deben apa-
recer más dudas de las que ha despejado, de manera que frente a la obli-
gada certidumbre del saber clínico, el balbuceo, la duda y la provisionalidad
son virtudes del científico que aquel no se puede permitir. Es posible que
para algunos esta convivencia haya sido fácil, pero no lo ha sido para el
autor de este libro.
Por otro lado, en estos años hemos llegado a la conclusión de que es
imposible hacer investigación clínica sin ser un clínico ocupado, con
experiencia suficiente, con series grandes de pacientes, pero que al mismo
tiempo es, también, imposible hacer buena investigación clínica sin tiem-
po libre suficiente para ello. Es esta una aparente contradicción cuya reso-
lución, para colmo, no depende exclusivamente de la voluntad de los acto-
res, ya sea como clínicos o como científicos. La investigación clínica es
muy difícil de hacer. El desarrollo y evaluación de nuevas pruebas diag-
nósticas, la realización de buenos ensayos clínicos, el establecimiento de
series largas con tiempo suficiente de observación como para establecer
el pronóstico, etc., etc., es decir, todo aquello que ha dignificado a la
medicina moderna y que ha cambiado la fundamentación de la medicina
clínica de la última parte del siglo XX, es lo que verdaderamente deberí-
amos considerar investigación clínica. Pero el empeño es de tal enverga-
dura que muchos clínicos desistimos de él o al menos desistimos parcial-
mente para hacer otro tipo de investigación, fisiopatológica o etiopatogé-
nica, celular o no, que siendo también clínica (¡todo es o termina siendo
sujeto de la clínica!), está más cerca de la investigación científica, llamé-
mosle convencional. Una investigación que es más fácil de estructurar,
pues no exige de los requisitos y procedimientos bien del trato con seres
humanos, bien en el caso de la complejidad organizativa de la validación
de una prueba diagnóstica, de un estudio de casos y controles, de un ensa-
yo clínico o de un estudio de cohortes, por ponerles un nombre genérico
a muchas de las posibilidades de la investigación clínica. Naturalmente no
pretende este comentario establecer una jerarquía de dificultades en el
hacer científico, sino tan solo dejar constancia de que en última instancia
XX JUSTIFICACIÓN

la investigación con seres humanos vivos y enfermos –esos son los suje-
tos de la clínica– entraña dificultades añadidas, entre ellos el protagonis-
mo del sujeto de la investigación, que no conllevan otros tipos de aproxi-
maciones al conocimiento de la realidad biológica en el sentido más
estricto. Esta dejación de la verdadera investigación clínica sobre otros
sujetos de atención científica, es llevada por algunos clínicos con cierto
sentido de culpabilidad pues, de perdurar en el tiempo, entraña un cre-
ciente distanciamiento de la razón inmediata de ser clínico. Frente a esto,
la tentación de la investigación fisiopatológica por los grupos de investi-
gación clínica está plenamente justificada y es tan necesaria como proba-
blemente inevitable que se caiga en ella, pues hay cuestiones y preguntas
que solo pueden ser formuladas desde la experiencia clínica y que solo,
probablemente, pueden ser contestadas en modelos animales o biológicos,
desde la misma sensibilidad clínica desde la que se han formulado.
Sin embargo estas dificultades «existenciales» de los médicos no son
nada nuevas. Por la biografía de Maimónides, el gran médico judío naci-
do en Córdoba, escrita por A. J. Heschel (1984) sabemos que buena parte
de su producción teórica la desarrolló cuando era joven, años en los que
pudo vivir a costa de su hermano, un próspero comerciante. Tras la muer-
te del hermano, ya en Egipto, donde había llegado exiliada toda la fami-
lia, la fama de Maimónides como sabio y como médico y también la nece-
sidad de ganarse la vida, le llevaron a ocupar la mayor parte de su tiempo
en atender como médico los requerimientos no solo de los reyes sino tam-
bién de muchos ciudadanos que le reconocían sus capacidades sanatorias.
Maimónides se lamenta en los últimos años de su vida de la dificultad de
compaginar el trabajo intelectual y la producción teórica con la labor médi-
ca y al tiempo se congratula de poder ser útil a tantas personas que con-
fiaban en él. Consuela saber que de aquello han pasado casi mil años.
Presentación

En Mayo de 2004 la Fundación Esteve me invitó a participar en un


seminario sobre la investigación básica y la práctica clínica desde mi con-
dición de médico endocrinólogo. Era el resultado de una sugerencia a la
Fundación de mi amigo el doctor Fernando Rodríguez Fonseca, colabora-
dor de la Fundación Esteve y director-gerente de la Fundación del
Hospital Universitario Carlos Haya (ahora IMABIS), en el que trabajo.
Fernando me conoce bien, lo que le hace plenamente responsable de su
recomendación, y desde su llegada a la Fundación Carlos Haya hemos tra-
bajado estrechamente en el desarrollo de la investigación en mi hospital.
Hoy puedo decir que aunque se trata de una tarea ingente, se está hacien-
do, él está haciendo un trabajo extraordinario, no exento de dificultades y
de polémica, pues supone nada más y nada menos que hacer real y visi-
ble la cultura científica que la medicina lleva dentro en un contexto no
siempre favorable. Y es de esta cultura científica que la medicina clínica
lleva dentro, muchas veces sin ser el clínico plenamente consciente de
ello, de lo que vamos a tratar en las páginas que siguen.
Diré ante todo que el principal escollo con el que se va a encontrar
quien desee fomentar la investigación científica en el campo de la medi-
cina clínica, es el de conciliar esa cultura científica con la práctica clíni-
ca diaria. Fui invitado a este seminario en mi condición de médico endo-
crinólogo y creo que la historia de la endocrinología española recoge muy
bien las contradicciones que suponen la convivencia entre las estructuras
XXI
XXII EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

lógicas de la clínica y las del método científico. La endocrinología espa-


ñola, como puso de manifiesto el profesor Orozco Aquaviva (q.e.p.d.) en
1999 en su excelente obra Historia de la Endocrinología Española,
comienza con José Gómez Ocaña (1886-1919), médico malagueño y pro-
fesor de fisiología, primero en Cádiz y luego en Madrid. Pero la figura de
este médico y científico andaluz como promotora de la moderna endocri-
nología ha quedado eclipsada por la de don Gregorio Marañón. Marañón
compaginó su labor de historiador y humanista con la de impulsor de una
endocrinología clínica, a ratos descriptiva a ratos antropológica, que
marcó los pasos de muchos de sus seguidores.
No es el momento de hacer aquí la historia completa de la endocrino-
logía y remito al lector interesado a la obra del profesor Orozco arriba
citada, pero ya más recientemente he sido testigo de la lucha de la endo-
crinología española entre dos grandes tendencias: una representada por
endocrinólogos como Felipe Casanueva, de Santiago de Compostela, o
Franco Sánchez Franco, del Instituto de Salud Carlos III de Madrid, entre
otros, que han preconizado durante muchos años una endocrinología clí-
nica elitista, cercana a la endocrinología experimental, selectiva, en la que
el endocrinólogo sería una especie de consultor para casos complejos en
los que la resolución de los mismos fuera la consecuencia de la especula-
ción científica y experimental ad hoc. La otra tendencia, liderada por
endocrinólogos como José Antonio Vázquez, de Bilbao, o Francisco Díaz
Cadórniga, de Asturias, entre otros, ha sido la de considerar la endocrino-
logía una disciplina clínica sin contradicciones, al servicio de la gran
demanda de enfermedades crónicas con base endocrinológica y metabóli-
ca, así como también nutricionales, pues en España la especialidad es la
de endocrinología y nutrición. Una opción que sin renegar de la tradición
experimentalista de la endocrinología reconoce como disciplina básica la
epidemiología, de la que extrae los instrumentos necesarios para hacer
frente a la creciente prevalencia de enfermedades a las que se tiene que
enfrentar la endocrinología y nutrición. Mientras que los primeros han
reclamado para sí el estatuto de médicos científicos sin contradicciones,
los otros han vivido confundidos entre una tradición de especialidad cien-
tífica, por un lado, y la condición de clínicos que, abrumados por la
demanda, apenas podían sino diseñar estrategias aplicadas a la resolución
de los problemas cotidianos. Una tercera opción (en la que tal vez me
encuentro), representada por endocrinólogos como Ramón Gomis, de
Barcelona, o Rafael Carmena, de Valencia, es la de no renunciar a nada,
PRESENTACIÓN XXIII

pues como clínicos nada nos es ajeno. Es precisamente desde esta condi-
ción de clínico que no está dispuesto a renunciar a nada desde la que está
escrito este libro. No es esta última opción una huida hacia delante ni una
pérdida del sentido de la realidad, al menos eso espero, sino la íntima con-
vicción de que siendo la práctica clínica el instrumento último de valida-
ción del resto del conocimiento biomédico, la responsabilidad de la clíni-
ca impide precisamente esta renuncia. Naturalmente esta ambición exige
una buena dosis de lucidez, lo que solo se consigue con el estudio y la
reflexión, y una aún mayor dosis de modestia, consecuencia del reconoci-
miento de los límites, de los personales y de los de la geografía de ese
mismo conocimiento, pues no renunciar a nada no significa ser propieta-
rio de todo sino saber recorrer la frontera para establecer continuas alian-
zas con todas aquellas disciplinas que delimitan el conocimiento de la
endocrinología y de la nutrición clínica. Solo, pues, desde la inter y mul-
tidisciplinaridad es posible hoy ser un buen clínico.
Si el ámbito irrenunciable de competencia del clínico es la relación
médico-paciente, representada por el documento de la historia clínica, su
territorio de caza de conocimientos es ilimitado y dependerá de su ambición
intelectual, de la capacidad de riesgo, de su destreza en la negociación y
de su organización, pues si el acto clínico sigue siendo, y debe ser así, un
acto interpersonal e intransferible, el conocimiento del que se abastece ese
acto clínico hoy procede de mil lugares diferentes.
I
EL MÉDICO
Y EL CIENTÍFICO

1
1
La situación de los
médicos en España

Es un lugar común afirmar que en España tenemos una muy buena


medicina (pública). No es el momento de hacer un análisis crítico de esta
afirmación autocomplaciente. Pero habría que preguntarse que, si la
inversión en sanidad es inferior a la de otros países de nuestro entorno, a
costa de qué y de quién hemos conseguido este nivel sanitario. La res-
puesta no es sencilla, pero cuando me miro en el espejo de mis colegas y
veo mi rostro en ellos reflejado no me gusta lo que veo. Pues lo que veo
es una profesión médica que o bien está desnaturalizada por la burocrati-
zación o funcionarización de una empresa sanitaria pública que es cada
vez más empresa y menos pública, regentada patrimonialmente por un
omnipresente y poderoso Estado-empleador que se dispensa a sí mismo
en demasiadas ocasiones de las exigencias laborales e incluso éticas que
exige a otros empleadores, o bien está entregada a un mercado, con lo que
está muy alejada de aquel viejo mito del médico liberal e independiente.
Naturalmente exagero, pero, por indicar un ejemplo, llamo aquí la aten-
ción sobre la precarización del empleo de los médicos de la empresa
pública, con todo el poder del Estado para saltarse, sin necesidad de
incumplir la ley, los derechos laborales de los jóvenes y no tan jóvenes
médicos. O sin ir más lejos, el ejemplo de la última Oferta Pública de
Empleo (años 2003-2004) del antiguo Insalud (y de otras comunidades
autónomas) en las que jóvenes médicos, para poder conseguir la estabili-
dad en el empleo después de más de diez años de interinidad han tenido
3
4 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

que negarse a sí mismos y memorizar una antimemoria en la que recita-


ban las consignas sanitaristas del Estado empresario. Por supuesto, el
currículum científico no solo no ha contado para esta última gran convo-
catoria de plazas, probablemente la más grande que se haya hecho en el
mundo médico español, sino que podía ser valorado negativamente si ser-
vía para que el examinado pudiera ser identificado por el examinador, ¡tal
era el grado de despersonalización de esta famosa memoria!
Tampoco es mejor la tendencia que se está produciendo en la promo-
ción a jefaturas de servicio de los hospitales, pues se está convirtiendo en
una norma sospechosamente frecuente el que accedan a jefes de servicio
aquellos médicos que han pasado por direcciones médicas u otros cargos
de representación institucional, con el argumento de que esta experiencia
les hace más válidos para la gestión de los servicios médicos o quirúrgi-
cos que aquellos otros que solo esgrimen un currículum profesional o
científico. No es más que la tendencia a considerar a los servicios médi-
cos como instrumentos de la gestión económica de la empresa, algo con
lo que por supuesto todo el mundo puede y debe estar de acuerdo, pero
que habla, sobre todo, de un modelo de entender la economía y la gestión
de estos recursos. En este modelo, desde luego, la investigación científi-
ca cuenta solo como si de un florero se tratase, pues la misión de los médi-
cos y por tanto de los jefes de servicio, para quienes así entienden la ges-
tión, es solucionar la lista de espera y poco más.
Mientras esto ocurre, paradójicamente, el discurso institucional de
apoyo a la investigación científica es cada vez más entusiasta. No preten-
do hacer aquí una crítica de la política científica en biomedicina, aunque
me parecen necesarios algunos comentarios para dejar claro el marco
referencial que justifica este libro, pero sí quisiera dejar constancia de
que, al menos en Andalucía, existe la tendencia a la creación de espacios
muy competitivos en cierto modo ajenos a la vida misma de los hospita-
les, aunque puedan estar injertados en ellos en forma de fundaciones u
otras figuras, pero independientes de los servicios clínicos, de manera que
aquellos satisfarían la necesidad de la imaginería científica que los esta-
dos modernos tienen y, por otra parte, los servicios médicos quedarían
relegados a la satisfacción de las urgencias económicas de la empresa.
2
La política científica

En los años ochenta, con los primeros gobiernos democráticos, se pro-


dujo un impulso sustancial de la política científica. Recuerdo muy bien
aquella época pues colaboré con el Fondo de Investigaciones Sanitarias en
los programas docentes, en las comisiones de evaluación y en la asesoría
de algunos de los programas como el de las unidades de investigación de
los hospitales, políticas todas ellas que cambiaron la historia de la inves-
tigación científica en el mundo biomédico. Bastó un discreto aumento en
las inversiones y un cambio en la planificación para que se produjera una
explosión en la producción científica del país. Lamentablemente, la últi-
ma legislatura del gobierno de Felipe Gonzáles fue una legislatura perdi-
da para la política científica. El gobierno de Aznar prometió (al igual que
hoy promete Zapatero) un incremento de las inversiones en ciencia hasta
el 2 % de PIB, que no ha cumplido. Aunque se han hecho algunas cosas
interesantes, en cierto modo se puede decir que han sido ocho años perdi-
dos para la ciencia española. La creación del Ministerio de Ciencia y
Tecnología, que despertó grandes expectativas, ha sido un fracaso. La
Señora Birulés, la primera responsable de este ministerio, que había hecho
carrera en el mundo empresarial de las telecomunicaciones, centró su
política en los intereses de estos grupos empresariales; y el segundo, el
señor Piqué, más atento a su futuro político, debía de aparecer poco por el
ministerio, pues si no no se explica el caos y la confusión que durante
estos años han reinado en las convocatorias y en la gestión de los recursos
5
6 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

destinados a la ciencia en España. Se suele decir que es necesario un pacto


de Estado para la política científica. Pero esto es más fácil de enunciar que
de hacer. Desde el momento en que hoy es imprescindible una política
científica, la ciencia queda en manos de esa misma política y es algo inge-
nuo pretender que sea posible de otra forma. Pero habría que intentar al
menos el famoso pacto. Esto implica, hasta dónde sea posible, quitarle un
poco de hierro a la política científica y blindarla ante los avatares de los
cambios políticos.
Recientemente, en una rueda de prensa sobre una cuestión nada políti-
ca, un periodista, como lo más normal del mundo, me preguntó por el par-
tido al que pertenecía. Me vi obligado a responderle que a ninguno, pero
la impertinencia de la pregunta impregnaba de sectarismo una rueda de
prensa ajena a la política misma. Cuento esta historia personal porque con
ser importante un pacto de Estado, lo es más el llevar este pacto a los espa-
cios intermedios de decisión. Cuando ganó el Partido Popular en 1996, no
solo cambió al director del Instituto de Salud Carlos III, lo que es muy
razonable pues se trata de un cargo político, sino que también cambió
buena parte de la masa de evaluadores de proyectos y de miembros de
comisiones científicas colocando en su lugar a personas políticamente afi-
nes. Sin ir más lejos, la comisión científica sobre endocrinología y nutri-
ción que yo mismo presidía pasó a ser presidida por un catedrático de
patología que nada sabía de la disciplina de la comisión, pero que era mili-
tante del partido que había ganado las elecciones. Naturalmente, pasado
el primer sofocón las cosas fueron volviendo poco a poco a su cauce y no
tuvieron más remedio que contar con todo el que tenía algo que aportar,
pues no hay tanta gente en el mundo de la ciencia de este país como para
ir apartándolas por prejuicios políticos, pero en este ir y venir se perdie-
ron los ocho años que la ciudadanía les ha concedido para hacer su apor-
tación a la política científica.
Me permito estas historias personales porque creo que es más fácil así
entender el mensaje. El nuevo gobierno deberá aumentar la inversión en
ciencia y cambiar la política científica, pero debe evitar que los cambios
afecten a las personas que independientemente de sus convicciones han
demostrado su competencia en los diferentes ámbitos científicos. De
hecho, la estabilidad es una necesidad para el desarrollo de un proyecto
científico. Entre que se gesta, se consigue la financiación, se programa, se
desarrolla y se publica, un buen proyecto de investigación puede durar entre
cinco y diez años. Un buen proyecto debería estar blindado a los cambios
LA POLÍTICA CIENTÍFICA 7

de gobierno que verá, con toda seguridad, en su larga vida. Esto es lo que
significa en la práctica un pacto de Estado para la ciencia.
Otra cuestión muy importante es que cualquier política científica en
nuestro país debería ser consciente del lugar del que se parte. Esto es espe-
cialmente importante en Andalucía, desde la que escribo estas líneas y en
la que trabajo. El discurso político que hemos escuchado en los últimos
años sobre la excelencia científica andaluza sólo se lo creen quienes lo
pronuncian. Hasta que el Partido Popular ganó las elecciones generales,
en Andalucía se estuvieron construyendo con modestia y con empeño las
bases, el entramado sobre el que poder sustentar el futuro de la investiga-
ción científica andaluza. Con la pérdida del poder en Madrid, el discurso
devino irreal y a veces delirante. Pasamos de la nada científica a ser
importadores de cerebros y cabeza de la ciencia mundial. Pasamos a con-
vertirnos en una especie de Galia científica con sus Astérix a la cabeza
contra la bárbara Roma ubicada en Madrid. Ahora que, tras la derrota del
Partido Popular en las recientes elecciones generales, Andalucía ya no le
tendrá que demostrar nada a Rodríguez Zapatero, es prudente que volva-
mos al punto cero de la realidad científica andaluza, que abandonemos el
discurso de la excelencia científica andaluza y que recuperemos la modes-
ta pero imprescindible labor de seguir tejiendo las bases sobre las que flo-
rezcan en el futuro grupos de excelencia científica.
La excelencia científica no se produce de un día para otro porque un
político la pronuncie en un discurso es el resultado de una larga marcha
sobre los cimientos que otros, en silencio y en la mayoría de los casos anó-
nimamente, han ido creando para que futuros investigadores hagan flore-
cer dicha excelencia. En el mundo de la biomedicina, esto significa que
habría que recuperar el liderazgo de los servicios biomédicos en la ges-
tión de los recursos científicos, pues solo desde estos servicios pueden
surgir las preguntas verdaderamente importantes para la salud, y simultá-
neamente potenciar las unidades de investigación de los hospitales y de
otros centros sanitarios. Aunque no sea más que porque, como dijo el pro-
fesor Rodés en el curso de unas jornadas sobre el futuro de los hospitales
universitarios con motivo del 500 aniversario de la creación de la
Universidad de Sevilla (ver más adelante), es más fácil hacer un laborato-
rio de investigación al lado de un hospital que un hospital al lado de un
laboratorio de investigación. Y porque, como también se dijo en aquel
seminario, hoy, invirtiendo la carga de la prueba, no sea concebible una
investigación biomédica de calidad sin una asistencia de calidad. No pare-
8 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

ce que este sea el camino escogido, pues de los servicios médicos solo se
espera que se comporten como el camarada Stajánov y que acaben con las
listas de espera a cualquier precio. Sin embargo, este camino conduce a
medio plazo al empobrecimiento científico y técnico de los médicos y con
él a la disminución de la calidad y de la innovación. Aplaudamos, desde
luego, la importación de cerebros, la creación de estructuras paralelas a la
propia realidad hospitalaria, siempre que esto no sea la cortina de humo
para encubrir las verdaderas carencias científicas de nuestros hospitales y
centros sanitarios.
3
La educación
de los médicos

La cuestión comienza, como es natural, con la formación de los médi-


cos. Fui profesor de la Universidad de Sevilla, pero hace tiempo que vivo
apartado de la vida claustral, aunque no de la docencia y la formación
médica. Como todo el mundo sabe, los médicos se forman durante seis
años en las facultades de medicina y durante otros tres o cinco años
(según la especialidad) mediante el sistema MIR (médicos internos y resi-
dentes) en los grandes hospitales acreditados para la formación de espe-
cialistas. Todavía hoy en algunos sectores la idea de especializarse tiene
un cierto descrédito. Yo mismo fui «educado» en esta idea. Un especialis-
ta, decían algunos de mis maestros, es aquel que sabe «más de más de
menos de menos». Una tontería ya en aquella época. Desde luego la for-
mación general es esencial, pero hoy solo se puede ser útil si se es espe-
cialista en algo. No es ningún desdoro. Es solo una inteligente asunción
de los límites del conocimiento. Un ejercicio de responsabilidad.
La medicina es, así la definiremos a lo largo de este libro, un huma-
nismo científico y una ciencia aplicada. A ser médico solo se puede apren-
der estudiando y practicando. Lo entendieron muy claro a finales de los
años sesenta quienes introdujeron el sistema MIR en España, que vieron
en la construcción de los grandes hospitales en los años cincuenta la gran
oportunidad de introducir en España un modelo de formación médica
parecido al americano. Puerta de Hierro en Madrid, el Hospital General
de Oviedo, Valdecillas en Santander fueron los hospitales pioneros.
9
10 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

Enseguida le siguieron otros muchos. El sistema MIR pronto se dotó de


unas garantías de acceso y de acreditación que le dieron la respetabilidad
y credibilidad suficientes como para que fuera muy bien aceptado por las
plantillas de los hospitales, que incorporaron la docencia como una parte
más de su responsabilidad. Incluso la desaparición de la partida docente
del sueldo de los médicos de los hospitales acreditados no afectó a la acti-
vidad porque esta docencia era ya parte de la cultura médica hospitalaria.
En ningún hospital acreditado ningún médico concibe no enseñar a los
MIR. Todos los médicos de los hospitales eran y son docentes por el mero
hecho de ser médicos del hospital acreditado.
La Universidad permaneció en los primeros años de espaldas al siste-
ma MIR. Aún recuerdo el desdén con que los profesores de la facultad de
medicina de Sevilla y los directores de las antiguas escuelas universitarias
de especialidades hablaban del Hospital Virgen del Rocío, entonces ya un
gran hospital gracias entre otras cosas al sistema MIR. No hace demasia-
do, en una conferencia de rectores celebrada en Granada, aún se cuestio-
naba el modelo MIR como el más adecuado para la docencia médica.
Felizmente las cosas han cambiado, gracias entre otras cosas, a la cre-
ciente presencia en la Universidad de personas lúcidas que comprendie-
ron pronto que la formación de los médicos no era una cuestión que
pudiera resolverse dentro de los viejos muros de un claustro. La enseñan-
za de los estudiantes de medicina no puede ser solo la antesala de la opo-
sición al sistema MIR. Desde hace bastantes años todos los hospitales e
instituciones con capacidad docente están disponibles para la enseñanza
médica. Unas facultades lo han sabido aprovechar y otras no; Málaga está
en el último grupo.
Durante años hemos dicho casi en solitario que de nada sirve introdu-
cir en la acreditada experiencia docente de los hospitales el viejo modelo
profesoral, de venias docentes ad personam y de prepotentes caracteres
incompatibles con una docencia horizontal. En la mayoría de los países de
nuestro entorno la formación de los médicos se hace en las instalaciones
sanitarias acreditadas, en donde no existe, al menos no como aquí, la dico-
tomía entre teoría y práctica, y en las que la transmisión de conocimiento
es más horizontal; centros docentes en los que el número de profesores es
el suficiente como para permitir a los jóvenes aprendices de médico pasar
entre ocho y diez años de su vida formativa cerca de los médicos capaci-
tados y competentes, aprendiendo de ellos y con ellos. Esto es incompati-
ble con el actual modelo en el que, en el peor de los casos, como en
LA EDUCACIÓN DE LOS MÉDICOS 11

Málaga, ni siquiera hay convenio a pesar de ser mi hospital un hospital uni-


versitario, pero que en el mejor a lo más que se puede aspirar es a que den-
tro de un servicio médico o quirúrgico de un hospital haya uno o dos
médicos con venia docente, que inevitablemente reproducen allí el mode-
lo aislacionista que ha caracterizado durante años la formación de los
estudiantes en nuestras facultades. Si queremos que se aproveche la enor-
me capacidad docente de los grandes hospitales (y otros centros sanita-
rios) españoles, hay que adecuar la docencia pregrado a la experiencia y a
la cultura de estos centros, experiencia que algunos han llamado socráti-
ca, y que pasa por la acreditación docente de las unidades naturales de los
hospitales, que son los servicios médicos.
No estoy reclamando que los jefes de servicio sean catedráticos por
derecho, aunque no veo tampoco por qué sí pueden ser sin más jefes de
servicio los catedráticos, sino que en los hospitales haya tantos médicos
acreditados para la docencia como capacidades y necesidades docentes
existan. Por eso solo he podido alegrarme cuando he leído que en el
Hospital Reina Sofía de Córdoba se ha celebrado la Iª Conferencia
Andaluza de Organización Sanitaria y Universitaria y que en ella se ha
planteado un cambio radical del actual modelo de prácticas a los alumnos
de medicina, un cambio que pasa según el decano de la facultad de medi-
cina de Córdoba, por una mayor implicación en la docencia de los servi-
cios de los hospitales. El decano considera que la actual docencia «es irre-
gular o está basada en favores personales» en función de la buena volun-
tad de los facultativos. «Si un servicio tiene quince médicos y de entre
ellos solo uno o dos tienen venia docente, es decir, relación contractual
con la Universidad, lo habitual es que el resto no se sientan comprometi-
dos con la formación de los alumnos.» ¡Cómo se ha podido tardar tanto
en descubrir el Mediterráneo! «Una buena formación práctica de los estu-
diantes de medicina evitaría que los médicos internos y residentes (MIR)
tuvieran que perder el tiempo aprendiendo en el primer año de su resi-
dencia lo que ya podrían haber aprendido durante la carrera», dice con
una enorme lucidez el decano de la facultad de medicina de Córdoba. No
es un mal comienzo para el siglo XXI, aunque, sinceramente, en este
asunto llevamos casi medio siglo de retraso.
En el curso del seminario sobre el futuro de los hospitales universita-
rios arriba citado y más recientemente con motivo de la entrega del VIIIº
Premio de la Fundación Uriach con que he tenido el honor de ser distin-
guido, he tenido el placer de escuchar personalmente al profesor Ciril
12 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

Rozman su propuesta de creación de una Universidad de Ciencias de la


Salud vinculada a las instituciones sanitarias. Una propuesta que el profe-
sor Rozman justifica por el fracaso repetido de las Comisiones Mixtas,
Ministerio o Consejerías de Salud y Universidad, y que saldrá publicada
en la revista Medicina Clínica después de haber enviado a la editorial
estas líneas. El profesor Rozman dijo provocadoramente en su conferen-
cia que, seguramente, él no alcanzaría a ver hecha realidad su propuesta.
Muchos esperamos que sí.
Pero con ser importante esta estrategia de integración entre lo teórico
y lo práctico, lo es sobre todo el rediseño del currículum formativo, que
no es independiente, desde luego, del currículum formativo preuniversita-
rio. El caudal de conocimientos del último siglo es de tan grandes dimen-
siones, es de tal envergadura, que seleccionar y discriminar lo accesorio
de lo fundamental sobre aquello que hay que transmitir es de capital
importancia. Cuando el estudiante comienza a estudiar anatomía, bioquí-
mica, histología o las disciplinas clínicas descubre un mundo nuevo sobre
la vida y la muerte que le lleva a sentirse poseedor de un saber maravillo-
so. Este descubrimiento de lo maravilloso es imprescindible para ser un
buen científico, pero no es suficiente para ser un buen médico. En la bio-
logía, en la maravillosa biología, no es posible encontrar ninguna infor-
mación sobre la bondad o la maldad, sobre el bien o el mal. Incluso estos
límites desaparecen pues no son acontecimientos terribles o injustos sino
simplemente naturales. De persistir esta tentación didáctica sobre el saber
exclusivamente biológico existe el riesgo de que las cualidades morales
queden depositadas en el saber (Jorge Claudio Ulnik, 2001). Desde la
perspectiva biologicista ya no es bueno (o malo) hacer las cosas bien
hechas (o mal hechas), y hacer las cosas bien hechas es seguir los proto-
colos del saber. Lo que resulta malo es la ignorancia. La sociedad teme a
la ignorancia del médico y no debe de ser una casualidad que sea de las
pocas profesiones a las que a la gente le place seguir llamándoles docto-
res, que viene del latín doctus: el que sabe. El médico más valorado es el
que más sabe y, como se indica en algún momento de este libro, la socie-
dad reconoce en la fundamentación científica las fuentes de este saber
médico.
Así pues, la sabiduría basada en el conocimiento científico de la disci-
plina es la primera condición necesaria del buen médico, pero una sabi-
duría basada exclusivamente en la experiencia biológica corre el riesgo de
convertirse también en la única justificación moral del acto médico. El
LA EDUCACIÓN DE LOS MÉDICOS 13

saber sería la única justificación moral y al no ser más que un saber bio-
lógico, la moral se ubicará solo en el terreno de este saber. Es por esto por
lo que es imprescindible que a la formación científica de los médicos se
una también una formación humanista o antropológica que amplíe el sen-
tido de la sabiduría sin abandonar el territorio del cuerpo humano, que es
el objeto y el sujeto de atención de la medicina. Y esta formación ya no es
tan fácil de estructurar disciplinarmente. Leer los periódicos todos los
días, participar en los foros de discusión social, leer a los grandes pensa-
dores según arte y gusto, estudiar bioética y psicología, etc., es tan impor-
tante para ser buen médico como lo es integrar la condición científica de
la medicina misma en su currículum formativo. Una formación que lleve
al joven médico a tener algún tipo de idea sobre la naturaleza humana: una
cuestión mucho más fácil de enunciar que de concretar.
4
La cuestión de la
naturaleza humana:
un ejemplo

La naturaleza humana es el campo de trabajo de los médicos. Por


supuesto que no es solo de los médicos, pero no será un buen médico
aquel que no se haya preguntando sobre qué es eso de la naturaleza huma-
na. Y los hay que no lo han hecho. ¡Vaya si los hay! Porque la cuestión es
que para muchos, médicos o no, la naturaleza en general y la humana en
particular es algo evidente, que viene dado de suyo, que solo exige tener
los ojos abiertos y mirar para verla. De hecho, la muletilla coloquial de
¡natural! o la respuesta ¡naturalmente! implican el reconocimiento de lo
obvio, el final de cualquier sofística discusión. Y sin embargo, qué lejos
estamos de que las cosas sean así.
Cuando escribía esto, en un programa de televisión de esos en los que
se discute de temas importantes pero de manera «entretenida», se habla-
ba sobre la homosexualidad. Allí estaban un par de sacerdotes, una bioe-
ticista del Opus Dei, algún abogado y otras personas en su condición de
homosexuales salidos del armario. Los representantes religiosos en
nombre de la moral, después de reconocer formalmente el valor de la
dignidad de la persona cualquiera que fuera su tendencia sexual, denun-
ciaron la inmoralidad de la opción homosexual por ser antinatural.
Acuciados por la indignación de quienes habían sido señalados por el
dedo como si de aberraciones de la naturaleza se trataran, esgrimieron
como última razón la existencia de una verdad que está por encima de
cualquier contingencia y, en el caso que nos ocupa, esta verdad era la de
15
16 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

un universo «macho» y un universo «hembra», cuyo fin último era la


reproducción.
Como endocrinólogo, podría poner bastantes reservas conceptuales y
numerosas excepciones a este maniqueísmo sexual. Esta utilización de la
naturaleza y de lo natural como argumento de fe, como justificación de
las opciones morales o ideológicas, incluso como recurso de poder, es
muy antigua. En realidad ha dominado el pensamiento de los seres huma-
nos hasta muy recientemente. Pero si algo identifica la ruptura con la anti-
güedad es precisamente el descubrimiento de lo que fue llamado por
Moore en 1903 falacia naturalista, denunciada ya por Hume en el siglo
XVIII. Nada volvería a ser igual a partir de entonces, aunque algunos se
empeñen en que no hayan existido no digo ya Hume o Moore, sino tam-
poco Kant y toda la teoría crítica del conocimiento que ha supuesto el
pensamiento occidental de los últimos tres siglos.
No es sorprendente que una bobalicona tertuliana en el programa men-
cionado se atreviera a utilizar como argumento ad hominen una cita del
Génesis sobre la sexualidad. Como no deja de serlo que todo el argumen-
tario de la Iglesia Católica (de ciertos sectores de la Iglesia Católica) para
justificar la intrínseca inmoralidad de la homosexualidad esté aún funda-
mentado en la existencia de una naturaleza humana inmutable. Y todo esto
dicho por una institución que cree firmemente en cosas tan naturales
como las curaciones milagrosas, la conversión del pan y del vino en cuer-
po y sangre divinos, la resurrección de los muertos o la posibilidad de ges-
tación virginal sine materie. Que son creencias muy hermosas pero pro-
fundamente antinaturales utilizando la misma acepción de natural con la
que argumentan. Porque si algo hay que aprender del mensaje evangélico
es precisamente que la naturaleza humana no existe, que es una construc-
ción histórica –de hecho, el cuerpo humano deja de ser lo que fue después
de la encarnación de Dios en el hombre–, que es, por otro lado, una de las
más hermosas historias sobre la naturaleza humana jamás contada, uno de
los mejores argumentos de que, como decía Ortega, el hombre no tenga
naturaleza sino historia. Lo dijo mejor Monod cuando lanzó aquel grito
desgarrado: «¡Lo natural ha muerto, viva lo artificial!» Porque lo que carac-
teriza la naturaleza humana es precisamente la artefactualidad. El hombre
es humano precisamente por ser capaz de construir artefactos de los que los
menos importantes son los mecánicos, pues lo verdaderamente artefactual
son aquellas historias que es capaz de inventar, adivinar, sugerir o demos-
trar científicamente sobre sí mismo, es decir, sobre la naturaleza humana.
LA CUESTIÓN DE LA NATURALEZA HUMANA: UN EJEMPLO 17

En los días posteriores a la apertura del nuevo Parlamento surgido de


las elecciones del 14 de marzo de 2004, Aurora Luque, a la que cito con
admiración, escribía entusiasmada sobre la presencia de mujeres en él.
España se coloca así en el séptimo lugar del ranking de participación polí-
tica femenina. Aurora Luque recordaba de Aristóteles –ella lo puede
hacer– su pobre opinión sobre la capacidad de la mujer para cualquier
cosa que no fuera la reproducción. Nuestro Parlamento es hoy felizmente
antiaristotélico, y espero que deje de ser antiplatónico si abandona la ten-
tación oligárquica de quienes les precedieron; y al parecer también es
anticristiano, pues está legislando contra la naturaleza humana. ¿Se ima-
ginan ustedes un Parlamento en el que las únicas leyes posibles fueran
aquellas compatibles con la naturaleza humana? ¿Quién decide cuáles son
esas leyes? Hasta donde el pensamiento racional y la investigación cientí-
fica han descubierto que las únicas leyes de la naturaleza son aquellas que
los humanos han ido descubriendo sobre sí mismos, sobre su propia natu-
raleza y sobre la que les rodea. Las otras leyes, las que otros llaman leyes
naturales son las leyes reveladas de una forma arbitraria y sesgada a envia-
dos especiales, a videntes privilegiados, a pueblos escogidos, que han tra-
ducido el mensaje divino e intentado imponerlo, a veces a sangre y a
fuego, al resto de los mortales.
Llegados a este punto, hacer a estas alturas una cuestión de las ten-
dencias sexuales de los individuos es algo patético. Lo mejor que se puede
decir de las leyes de la naturaleza es que virtualmente no existen. Seguir
aferradas a ellas, para justificar las creencias particulares no encubre más
que la voluntad de dominio de unos hombres sobre otros. En el programa
de TV citado una de las personas señaladas como anormales por su con-
dición homosexual le contestó indignado a quien defendía tan cavernaria
tesis que podía guardarse su moral para sí y que afortunadamente el nuevo
Parlamento, ese que Aurora Luque saluda por antiaristotélico, ya ha anun-
ciado que legislará a favor de la no discriminación por razón de opciones
sexuales. Porque lo que estaba diciendo aquel homosexual –y yo estoy de
acuerdo con él– es que no hay más leyes de la naturaleza que las que salen
de un Parlamento democrático. Por eso lo importante no es si la naturale-
za nos dice esto o aquello, sino si el Parlamento es suficientemente demo-
crático y sobre todo cuál es la dosis de democracia que la naturaleza
humana es capaz de aguantar. Eso es todo.
5
La naturaleza ha muerto,
viva la vida y la naturaleza

Mientras ordeno la estructura de este libro, el Parlamento de la nación


ha autorizado el matrimonio entre personas homosexuales. Como ciuda-
dano primero, como endocrinólogo también, pero sobre todo como co-
rresponsable de la primera unidad de atención a las personas con disforia
de género dentro del sistema público, sigo con mucha atención tan impor-
tante cuestión legislativa. Como era de esperar, la legalización de las prác-
ticas no heterosexuales ha traído cola. La esposa de un importante políti-
co ahora ya jubilado, política ella aún en activo, ha utilizado el símil de la
imposible copulación entre una pera y una manzana. No hay más que ver-
las, dijo, para saber que son dos cosas diferentes. Más allá de la ingenui-
dad del ejemplo, recurrir al testimonio de la naturaleza es muy habitual en
aquellas personas o en aquellas instituciones que creen saber lo que es lo
natural. Suelen coincidir con estratos conservadores de la sociedad, estra-
tos que no siempre son identificables por su militancia política.
Recurrir a la naturaleza para justificar las posiciones morales no es
siempre una buena idea pues si por algo se caracteriza la naturaleza es por
su imprevisibilidad, su diversidad y su capacidad para sorprendernos.
Aves monógamas hasta la muerte para quien quiera justificar el matrimo-
nio católico, pero también monos promiscuos que solucionan sus proble-
mas de agresividad en orgías de sexo indiscriminado. Heterosexualidad
radical en todas las especies, por supuesto, pero también machos beta en
aquellas situaciones en las que la especie no necesita de reproductores y
19
20 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

puede permitirse el que algunos no tengan que competir en la perpetua-


ción de la especie. Protección de las crías hasta la muerte, desde luego, y
todos nos hemos enternecido con el afán maternal de tantas madres, pero
también terribles actos de canibalismo y de infanticidio sin aparente jus-
tificación. Y así podríamos seguir poniendo ejemplos, de clonación, qui-
merismos, partenogénesis, etc., etc., al gusto de quienes quieran servirse
para su particular cruzada pro o anti lo que le dé la gana.
Sin salir de la especie humana podemos echar una ligera ojeada a nues-
tra historia para ver la velocidad con la que han ido cayendo los mitos
naturales de algunos comportamientos humanos. Natural era la esclavitud
hasta el XIX y natural era aún en Suiza hasta no hace demasiado que las
mujeres no votaran, por poner dos ejemplos que ningún ciudadano occi-
dental podría justificar ya en nombre de la naturaleza. Como era muy
natural que el sol diera la vuelta alrededor de la tierra y pobre de aquel
(¡pobre Galileo!) que se atreviera a llevar la contraria a los que estaban en
posesión de los secretos de la naturaleza. Aún resuenan en la historia de
la ciencia los gritos del arcipreste inglés que con pretendida ironía acusa-
ba a Darwin de pertenecer a la especie de los monos de los que se empe-
ñaba (¡oh!, horror) en hacernos creer que procedíamos. Esta reverencia a
la naturaleza solo es concebible si se asume la creencia de que todo lo que
existe está creado por un Dios que no ha podido equivocarse y que este
Dios escoge a determinadas personas para revelarles lo que es y lo que no
es. Sin revelación, sin pueblos o personas escogidas no es posible com-
prender esta obsesión por lo natural.
Bacon lo vio con claridad cuando en su libro Novum Organun (1620),
que fue también la puerta al mundo y a la ciencia moderna, desarrollara
su teoría de los Idola o «tendencias del intelecto humano que dan lugar a
errores y prejuicios y que ocultan el verdadero saber, como los ídolos
entorpecen la visión del verdadero Dios» y nos avisó de los Idola tribu,
como aquella tendencia conservadora de la mente humana por la que el
hombre se resiste a cualquier novedad de los Idola specus (“ídolos de las
cavernas”) que son aquellos que emergen de la subjetividad de cada indi-
viduo; de los Idola fiori (ídolos del mercado), que se originan por el con-
tacto entre los hombres y derivan casi siempre del lenguaje; y sobre todo
de los Idola theatri, que son los que se derivan de las falsas teorías que
han engañado a los hombres como los histriones engañan a su público en
el teatro. Han pasado cuatro siglos desde Bacon y aún seguimos aferrán-
donos a la naturaleza como si de ella y en ella encontráramos las únicas
LA NATURALEZA HA MUERTO, VIVA LA VIDA Y LA NATURALEZA 21

respuestas. Hay una enorme diferencia entre amar la naturaleza e idolatrar


la naturaleza. Las respuestas a los problemas de los humanos no están
en la naturaleza sino en el interior de los hombres, que son también
parte de esa naturaleza; no están en ninguna verdad revelada e inmuta-
ble sino en la capacidad de los humanos para liberarse de la idolatría que
ya en el siglo XVII denunciaba Bacon. Seguir utilizando los argumentos
naturales con la misma fe con que se hacía antes de Galileo, de Bacon o
de Darwin es como si los médicos siguiéramos usando los argumentos de
Hipócrates como instrumentos prácticos y no como referentes históricos
pertenecientes a la cultura de la medicina.
Más arriba hemos escrito que lo mejor que podemos decir de las leyes
naturales es que virtualmente no existen y que las únicas leyes naturales
que conocemos son las descubiertas por los humanos, que son por eso
mismo siempre perecederas y provisionales; y que si hay alguna ley que
pueda parecerse algo a una ley divina es la segunda ley de la termodiná-
mica. Porque lo que define la naturaleza humana es, precisamente, su
capacidad de imaginar, de simular, de inventar, de imaginar y en algunas
ocasiones de descubrir. Así es el animal hombre. En este caminar los
humanos nos hemos asomado en numerosas ocasiones al precipicio y,
asustados, hemos retrocedido. Esta conciencia de los límites es también lo
que hace que, sobrecogidos ante el espectáculo, atemorizados ante la
visión, los humanos nos refugiemos una y otra vez en la religión, en las
metáforas. Porque ante la ausencia de respuestas la oración es la única
posible. Porque si hay algo verdaderamente humano, si hay algo que nos
distingue de los restantes seres vivos con los que compartimos una raíz
común, es el sueño de la libertad, que es por encima de todo un atributo
natural que nos identifica y nos hace humanos. Por eso es más incon-
gruente que quienes son capaces de adivinar la inmensidad de Dios, ima-
ginar la resurrección de los muertos, creer en la divina encarnación o en
la transustanciación y en tantos otros hermosísimos poemas, tengan
miedo al sueño de la libertad individual y de la autonomía o capacidad
autolegisladora de los cuerpos, que son poemas, metáforas, atributos
humanos de no menor ni mayor envergadura que aquellas otras oraciones
con las que nos acostamos y nos levantamos.
6
Hombres de poca fe

No quisiera terminar estas modestas consideraciones sobre la naturale-


za humana sin unos comentarios sobre la fe y la religión, que son com-
plementarios de las anteriores. Cuenta Álvaro Cunqueiro en sus Fábulas
y leyendas de la mar que un heleno, Aristón de Chíos, dijo tres o cuatro
siglos antes de Cristo que un estudiante de lógica o de dialéctica (un hom-
bre de ciencia, diríamos hoy) se parece al comedor de cangrejos, que para
llevarse un poco de carne a la boca tiene que hacer un gran montón de cás-
caras. Así también con el hombre de poca fe, que para obtener la sustan-
cia de las grandes preguntas necesita casi siempre derrochar toda una vida
de dudas. Qué distinto del hombre de fe, que acierta con la diana con solo
la firme voluntad de acertar.
Con frecuencia se confunde la fe con la religión. Pero se puede tener
fe sin ser religioso y a la inversa. Incluso, mirándolo bien, es posible que
ambas sean en cierto modo algo incompatibles. Habitualmente se entien-
de que un hombre religioso es aquel que sigue los preceptos de determi-
nada fe. La fe cristiana, la musulmana, la protestante. Fes distintas para
distintos dioses o un solo Dios para distintas fes. Qué cosa más extraña.
Un buen creyente es aquel que sigue los códigos de conducta que marca
la fe que profesa. Un mal creyente, pero creyente al fin, es aquel que no
los cumple regularmente.
Pero hay otras formas de entender la fe y la religión. La fe puede ser
entendida también como un pálpito existencial que proporciona las certi-
23
24 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

dumbres necesarias para disfrutar de un cierto confort espiritual. Desde


esta perspectiva la fe puede ser considerada como un atributo de la natu-
raleza humana, no como un regalo ni un privilegio, ni un don, e indepen-
diente de la existencia o no de (un) Dios. La fe sería, pues, una construc-
ción transcultural e independiente del objeto en el que se cree. La identi-
ficación de este objeto sería una cuestión histórica y dependiente de la
cultura de cada época y de cada momento. El sol y la luna primero, el
fuego después, los becerros de oro más tarde y luego Yahvé, Alá, Dios...
y así tantos otros serían los nombres de esta emoción primaria, telúrica,
incomprensible. Una cuestión antropológica si la estudian los antropólo-
gos, sociológica si lo hacen los sociólogos, histórica si los historiadores,
religiosa si los teólogos y en fin, un legado de la evolución de la especie
humana si lo hace un evolucionista.
No debería ser tan difícil a los seres humanos reconocer la identidad
existencial de esta primaria emoción. Y sin embargo no ha sido así y la
historia de los hombres está llena de guerras, de violencia, de muertos en
nombre de los nombres que cada uno le ha ido poniendo a la fe. Es posi-
ble que en parte sea a causa de esta confusión entre fe y religión. Porque
la religión se sobreentiende como la organización social de esta emoción
primigenia, arriba reconocida como los fundamentos naturales de la fe,
esa emoción primaria por todos los hombres compartida. La identifica-
ción con un nombre de aquel atributo humano, la apropiación por algunos
de aquel todo, la identificación entre fe y verdad (fe verdadera, se suele
decir), la verbalización de lo innombrable, la adhesión inquebrantable a
una verdad supuestamente revelada a hombres elegidos que otros llaman
profetas o enviados, hombres privilegiados que más tarde, no satisfechos
con el don recibido, organizan y administran esa verdad con complejos
códigos, con pesadas o hermosas liturgias que se pretenden a su vez tam-
bién inamovibles e inmutables, hombres que terminan en nombre de la fe
jerarquizando los valores comunes a todos los seres humanos y estructu-
rando aquella verdad en territorios de poder terrenal. Nada de esto tiene
que ver con el hecho religioso, al menos con esa superposición tan común
entre religión y fe.
Con frecuencia se sublima el hecho religioso, pero lo sublime no es
esta historia arriba contada, que es la historia final de todas las religiones,
sino la supervivencia en todos los seres humanos de esa necesidad tras-
cendente, de aquella emoción primaria, de esta angustia existencial ante
la ausencia de respuestas que obliga al hombre a caminar hacia delante en
HOMBRES DE POCA FE 25

busca de una luz que al final de todos los posibles caminos, cuando está
a punto de alcanzarla, desaparece y se apaga con la muerte. Porque hay
otra manera de ser religioso, más ligada a la historia y a la naturaleza
humana y compatible también con aquella emoción primaria y sublime de
fe. Y es la capacidad humana para reconocerse en el otro, de religarse con
los otros, de compadecerse de los otros. Porque así como el acto de fe con-
vencional es personal e intransferible, el hecho religioso es ineluctable-
mente social.
No existe religión sin comunidad. Las personas solidarias que van a
ayudar a los desfavorecidos –a los otros– son tan religiosas, –o mucho
más religiosas– como los que entienden el hecho religioso como acudir a
la misa de doce de la catedral. Aquellos que trabajan altruistamente como
presidentes de una comunidad para facilitar la convivencia y la gestión
de esa comunidad son tan religiosos –o más– como los que limitan su
religiosidad a costosas primeras comuniones. El médico que vive con
vocación y entrega su profesión; aquellos que luchan por los derechos
humanos y las libertades públicas arriesgando su propio interés, son tan
religiosos –o más– como los que salvan todos los días su alma inmortal
con entrañables limosnas al mendigo de guardia de la puerta de la iglesia
parroquial.
Y así podríamos seguir contraponiendo la existencia de una religiosi-
dad laica, en un momento en el que la ortodoxia religiosa arremete contra
los laicos y los denuncia como sus (peligrosos) enemigos (enemigos de la
religión), cuando si acaso no son más que modestos competidores, unos
más en este mercado tal como el islam es el enemigo del cristianismo, o
los cristianos entre sí, en este campo de Marte que ha sido la especie
humana para las religiones, una especie tan prisionera de sus genes y tan
deudora de sus delirios y de sus miedos. Un laicismo religioso, decidida-
mente religioso, que a falta de tradición ha hecho de los derechos civiles
su catecismo y de la política democrática su liturgia. Un laicismo que res-
peta el hecho religioso porque es también la expresión de una búsqueda,
desesperada o no según arte y parte, de respuestas; una fe como otra cual-
quiera y también una religión que a diferencia de las otras no distingue entre
las leyes divinas y las de la naturaleza o no se apropia en todo caso de estas
últimas, porque no tiene más leyes que las que los hombres a través de su
búsqueda sin término se van dando en cada momento. Un laicismo que mira
al suelo y al cielo, como todas las religiones, pero que encuentra aquí la
huella de los otros y allí su mirada y en ambas se reconoce.
26 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

Llenar de contenido espiritual el discurso de esta nueva religión laica,


construir una liturgia de la militancia ciudadana, sacralizar el misterio de
la convivencia civil: he aquí el gran reto para el siglo XXI. Mientras tanto,
los laicos, esos descreídos, hombres de poca fe, eclécticos al fin, parasi-
tan las liturgias de las otras religiones, pues somos los humanos animales
rituales que necesitan de los ritos y de las liturgias sacras con las que
intentamos saciar la primigenia emoción trascendente de la que venimos
hablando y que todos podemos reconocer como «la fe». Liturgias como la
navidad, por ejemplo, en las que el Occidente cristiano conmemora la más
hermosa historia jamás imaginada: el nacimiento del hijo de Dios. Solo
entonces el verbo se hace carne. Carne mortal. Con la divina encarnación
el hombre obliga a Dios, al viejo Dios, tan callado, tan lejano, tan ausen-
te, del mito telúrico y primigenio, a hacerse hombre y a habitar entre nos-
otros. Comienza entonces el largo camino del hombre-dios que no termi-
na, como tantos temen y otros, los filósofos de la sospecha, anunciaron,
con la muerte de Dios, sino con el advenimiento de una nueva manera de
mirar el mundo. A esta manera religiosa y laica de hombres tan descreí-
dos como convencidos de que son humanos y de que nada de lo humano
les es ajeno.
7
El fin de la medicina

He expuesto aquí, en estas páginas, tal vez con demasiada vehemencia,


una idea sobre la naturaleza humana y he intentado justificarla con un
ejemplo. No será indiferente a la manera de enfrentarse a la práctica del
joven médico la idea que construya sobre la naturaleza humana, una idea
que solo se puede conseguir mediante la lectura, la reflexión y el estudio,
pero también mediante la experiencia y el roce vital, como ciudadano y
como médico, con los otros. No es fácil ser un buen médico, pues exige
integrar dentro de una sola biografía diferentes saberes aparentemente en
conflicto. A veces se tarda toda una vida, pero hay que comenzar desde el
primer día en que se pisa la escalera de la facultad de medicina. Sobre
todo en estos comienzos de siglo y de milenio en que algunos incluso
anuncian el fin de la medicina, una tentación profética, finisecular y fini-
milenaria, de los últimos años del siglo anterior para tantas otras cosas.
Así, por ejemplo, Stephen Hawking, que en su empeño por construir una
«teoría unificada», nos anunció el fin de la ciencia. Más popular fue el
vaticinio de Fukuyama, de quien escuchamos perplejos cómo, vencido y
derrotado el ejército rojo, las tropas nacionales ocupaban sus últimos
objetivos militares, parte de guerra que anunciaba el triunfo rampante del
capitalismo americano y con él, definitivamente, el fin de la historia. Algo
antes, los llamados filósofos de la sospecha nos habían amenazado,
siguiendo la estela de Nietzsche, con la muerte de Dios y con ella la de las
religiones, y un poco más tarde los heideggerianos convictos y confesos
27
28 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

nos han venido advirtiendo del fin de la filosofía y, por supuesto, no han
faltado voces aquí y allá que nos han anunciado el fin de la novela, y en
un quién da más, el fin, ¡por fin!, de la literatura. Lo último, Sloterdijk,
que nos diagnostica el fin del humanismo.
No dedicaré ni un minuto a ironizar sobre el éxito profético de todos
ellos y a los hechos del aún joven tercer milenio me remito. A la especie
humana nos queda un largo camino por andar (¡ah!, me olvidaba de la pre-
monición escatológica del fin de la especie por los ecologistas radicales)
y una ardua tarea por hacer. Entre otras cosas, recuperar la esperanza en
un mundo posible y aceptar la condición humana tal como es y no como
las ilusiones y vanidades de nuestros profetas se habían empeñado que
fuera. No es sorprendente que con este panorama muchas voces en el
pasado siglo se alzaran anunciando también el fin de la medicina. Si Alma
Ata, allá por los años cuarenta, anunció la salud para todos en el año 2000,
los «increíbles» avances de la tecnología médica dieron pie a muchos para
esperar que en el siglo XXI la enfermedad sería vencida y que el futuro
sería el de la medicina de la performance, esa medicina dirigida a mejo-
rar la salud y a perfeccionar el cuerpo humano.
Como con las profecías anteriores, también esta sobre la medicina ha
tenido que posponer sus augurios para el cuarto milenio, pues nunca hubo
tantas enfermedades como ahora, pero sobre todo nunca hubo tantos
enfermos. Si en los siglos anteriores la salud y la enfermedad eran dos
realidades que vivían de espaldas una a la otra, enfrentadas entre sí, «a
muerte» en muchas ocasiones, en el tercer milenio la salud y la enferme-
dad conviven estrechamente unidas, de manera que es difícil saber, en
ocasiones, cuándo se está en uno o en otro lado del espectro. Adelantando
una definición que aparecerá en otras páginas de este libro, la salud y la
enfermedad no serían hoy más que dos atractores extraños unidos entre sí
por extrañas relaciones de causalidad caótica. Quienes anunciaron el fin
de la enfermedad, olvidaron que la enfermedad es una realidad antropo-
lógica además de biológica. En el mundo actual, en el que la realidad de
la muerte se ha escamoteado a la sociedad o en el mejor de los casos bana-
lizado a través de una hiperrepresentación ficticia, y en el que el dolor y
el sufrimiento son escondidos debajo de las alfombras, la enfermedad es
el «subrogado» antropológico de la muerte. Solo somos conscientes de lo
que somos cuando alcanzamos a ver el límite y cuando este nos es esca-
moteado, al menos el sufrimiento nos hace más humanos. Así considera-
da, la enfermedad sería el último refugio de un humanismo mínimo, de
EL FIN DE LA MEDICINA 29

ese mismo humanismo del que ahora algunos ya nos anuncian su desapa-
rición. El recuerdo de que vivimos y existimos encarnados en cuerpo y
alma mortales. Un aldabonazo real a la corporalidad tal como es y no
como la ficción que estos y aquellos se empeñan que sea.
Así que aquí estamos, en un periodo de confusión intelectual, en el que
como siempre que el río baja revuelto algunos pescadores hacen su agos-
to; y en lo que respecta a la medicina algunos han aprovechado el anun-
cio del fin de la enfermedad para dedicarse con aplicación a terminar con
el sistema público de asistencia médica. Si en el siglo XXI ya no debería
haber enfermos, todos aquellos que se identifiquen como tales son en
cierto modo ciudadanos irresponsables que no han hecho lo que debían,
pues su obligación era estar sanos, tal como se había pronosticado por los
profetas de la nueva medicina. No otra cosa hay detrás de esa exigencia
de contrato de salud con los obesos y los fumadores, por ejemplo, para
recibir la prestación en el sistema público.
Naturalmente el desafío hace aguas por todas partes. No deja de ser
sugerente que el Ministerio o las Consejerías de nuestro país se llamen de
Salud y no de la Enfermedad (al igual que el Ministerio de la Guerra se
llama ahora de Defensa, aunque la defensa sea en la guerra de Irak), lo
que es sorprendente, pues la salud es un desiderátum que solo se puede
perder, pero no mejorar o empeorar, salvo que se medicalice la salud, que
es lo que ha ocurrido realmente, generando nuevos enfermos, enfermos de
salud, que ahora se revuelven contra el propio sistema que los hizo nacer.
Si el objetivo es la salud y no la enfermedad, los enfermos para el nuevo
modelo de gestión intelectual de la salud son un engorro, algo molesto, un
pesado lastre para quienes realmente son los beneficiarios del modelo, los
sanos, como engorrosos son los parados para quienes son los verdaderos
beneficiarios del sistema de protección laboral, los empleados. Desde esta
nueva filosofía salubrista, los enfermos, como los parados o los pobres (lo
que con frecuencia va junto), no son más que un residuo de un modo de
vida del siglo XX, un estorbo para el balance de cuentas, un grupo anti-
social o antisistema como otro cualquiera. Si en el siglo XX la enferme-
dad era el enemigo a batir, hoy el problema ya no es ese, para el que la
pretenciosa medicina moderna cree tener soluciones, sino los enfermos
que aumentando de día en día llenan las urgencias y las consultas de
manera irresponsable, consumiendo unos recursos, los de los sanos,
recursos que deberían dedicarse para la medicina de la salud, para esa
gran performance ya anunciada.
8
La moral de la sanidad pública:
una apuesta radical

Defender la sanidad pública como una parte de lo que se suele llamar


genéricamente las grandes conquistas sociales del estado de bienestar
no está siendo fácil en los últimos tiempos. No es políticamente correc-
to. Lo políticamente correcto es ponerse a reflexionar sobre las enormes
dificultades que la clase dirigente tiene para sostener la sanidad públi-
ca, ¡esa pesada carga! Es lo que hacen buena parte de los intelectuales
que han olvidado que la función de un intelectual es ante todo poner su
voz a disposición de quien carece de ella. El secuestro de las grandes
palabras por quienes propugnan los modelos (auto) llamados liberales es
de tal envergadura, que la moral de los defensores de la sanidad pública
está más bien baja. Así, conceptos como eficiencia, gestión, sociedad civil
o la misma palabra libertad han quedado en manos de quienes, pretendien-
do su monopolio, están intentando poner patas arriba los servicios públicos
de la educación y la sanidad, que son los dos grandes bienes básicos que han
permitido en los últimos cincuenta años que la palabra justicia deje de ser
pura retórica y comience a habitar entre nosotros.
Por eso, testimonios como el de Adela Cortina refuerzan la debilitada
moral de quienes creen que la educación y la sanidad no pueden quedar
(al menos no pueden quedar exclusivamente) en manos del mercado. En
palabras de Adela Cortina («Justicia médica» El País, 7 de septiembre de
1999): «Urge la reforma, quién lo duda, pero no cualquier reforma, sino una
en profundidad que alcance a las formas de vida. Introducir el modelo de
31
32 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

gestión empresarial en los hospitales, asumir el discurso de los contratos


flexibles, los incentivos y el análisis coste-beneficio puede acabar des-
mantelando una red pública ya existente sin ofrecer calidad a cambio».
Por si algún despistado cree que se trata de las palabras de una sindica-
lista de CCOO o de UGT o de un trasnochado ciudadano defensor de la
sanidad pública, les recordaré (aunque la profesora Adela Cortina no
necesita presentación) que se trata de una de las pensadoras más impor-
tantes de nuestro país y autora de libros de tanta influencia como Ética
aplicada y democracia radical, Ética mínima o La Ética de la sociedad
civil, cuya lectura, de paso, recomiendo encarecidamente a quien aún no
lo haya hecho.
La profesora Cortina nos previene del secuestro de la idea de eficiencia y
de la idea misma de sociedad civil por el núcleo duro del neoliberalismo,
que impone día a día sus tesis de la mano de la conquista creciente de
poder y de la moral de las clases medias, cada vez más desafectas y auto-
suficientes y por tanto alejadas de los principios de equidad y solidaridad,
principios que en fechas no tan lejanas les fueron tan útiles para sacarles
del pozo de miseria en el que ellas (o sus padres) estuvieron sumidas.
Nadie duda que debe hacerse una gestión eficiente, pero pocos creen que
solo eso sea suficiente para sostener el sistema público; hace falta también
una opción política (ideológica) sobre la idea de eficiencia, pues como
Adela Cortina dice no vaya a ocurrir que con este empeño gestor se acabe
tirando al niño con el agua de la bañera.
Al menos desde Cochran sabemos que no es lo mismo una gestión
coste beneficio, que coste-efectividad, que coste-utilidad. La primera
(coste-beneficio), y en la mayoría de las ocasiones la evaluación gesto-
ra no pasa de este nivel, es la típica evaluación esquimal: en el mundo
primitivo de los esquimales los viejos eran abandonados en los hielos
pues su manutención suponía un alto coste para el resto de la tribu. El
envejecimiento de la población actual y los altos costes sanitarios que
conlleva hacen muy pertinente el recordatorio de aquel primitivo ejem-
plo de eficiencia. El segundo nivel de la eficiencia (coste-efectividad)
implica que una inversión debe cubrir rentablemente el mayor número
de personas. Es, sin duda, un nivel más avanzado de la eficiencia, pero
por sí mismo insuficiente pues no define los niveles de utilidad que son
el tercer nivel de la eficiencia (coste-utilidad). Es este último el nivel
democrático de la eficiencia, pues implica la idea misma de utilidad, que
es algo que solo puede ser respondido por los destinatarios de las medi-
LA MORAL DE LA SANIDAD PÚBLICA: UNA APUESTA RADICAL 33

das de intervención. La sanidad pública necesita importantes reformas,


desde luego, pero estas no pueden venir solo del control de la ineficiencia
gestora y del despilfarro, con ser imprescindibles, sino de una reorienta-
ción de los servicios de acuerdo con la nueva manera de entender la salud
y la enfermedad por los ciudadanos y los profesionales sanitarios.
La segunda cuestión es la idea de sociedad civil, a la que la profesora
Adela Cortina ha dedicado uno de sus más importantes ensayos; idea
manipulada ad nauseam por quienes se autoproclaman sus legítimos y
únicos representantes. Dejad la educación y la sanidad en manos de la
sociedad civil, se nos dice, al igual que lo están la construcción o el ves-
tido. Naturalmente quiere decir dejad la sanidad o la educación en manos
del mercado. El argumento es esencialmente irrefutable si no supiéramos
que gobernar es hacer conciliables la libertad y la justicia para todos. Y es
en este empeño en donde el núcleo duro de los defensores de la sociedad
civil introducen la idea radical del mercado en el mundo de la educación
y de la salud e imponen su ley al querer sustituir conceptos como estado
del bienestar por sistema o mercado de bienestar.
Las crecientes inversiones de los excedentes del capital en el mundo
sanitario cumplen en este momento el mismo efecto que las concentra-
ciones de empresas en el ramo de las grandes superficies, por ejemplo.
Abaratan los costes de los artículos, beneficiando provisionalmente a los
consumidores, que se muestran encantados, hasta que acaban con la com-
petencia de los pequeños comerciantes, subiendo entonces sin escrúpulos
y sin control los precios. La capitalización privada de la sanidad crea una
demanda insaciable por parte de las clases medias que ahora pueden
pagárselo, obligando a la sanidad pública a una competencia supernume-
raria cuando no superflua de calidad para la que no está preparada, ni su
infraestructura ni sobre todo la clase dirigente de este país, para la que
esta competencia no es más que una pesada carga de la que pueden librar-
se transfiriéndola a los nuevos inversores.
De seguir esta situación, en donde la libertad de mercado es solo una
palabra huera, las desigualdades en el mundo sanitario aumentarán en el
próximo siglo. La propia OMS ha reconocido su derrota al redefinir su
eslogan más famoso: «Salud para todos dice ahora, pero no para todo».
Siempre fue así pero su reconocimiento no es más que la demostración del
vacío ideológico frente a quienes día a día, por la vía de los hechos con-
sumados y de la compra creciente de los espacios del mercado, van impo-
niendo su insolidaria, ineficiente e injusta idea de la salud. Frente a ellos,
34 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

discursos y elaboraciones teóricas como los desarrollados por la profeso-


ra Adela Cortina son cada vez más necesarios, entre otras cosas porque
levantan la moral de los desmoralizados defensores de la sanidad (y de
la escuela) pública, cumpliendo con ello la principal función de un(a)
profesor(a) de ética.
9
¿Son incompatibles la
ética médica y la economía?

«¡Nunca más volverán los buenos tiempos!» Es una frase que recuer-
do haberle oído a un destacado economista sanitario, uno de aquellos
prestigiosos gestores catalanes que periódicamente bajaban hacia el Sur a
predicar la mala nueva sociosanitaria. Creo que si Dante hubiera escrito
ahora su divina comedia podría haber escogido aquella frase para ponerla
en el frontispicio de la entrada del infierno. Eran los años en los que se
había perdido ya el pudor en hablar de la crisis del estado de bienestar y
en los que se anunciaba la ruina inminente de los sistemas públicos de
salud. Parecía como si los economistas o algunos economistas y desde
luego muchos gestores en nombre de estos economistas hubieran descu-
bierto a uno de los culpables de aquella crisis: los manirrotos médicos y
su funesta manía de prescribir.
Tenían algunas razones para ello, pero no tenían toda la razón. En rea-
lidad estaban redescubriendo y llevando al campo de batalla algo que la
propia profesión médica había ya comenzado a analizar al menos desde
los años setenta con el desarrollo de la bioética moderna, sobre todo en
EE.UU.. Así, ya en el año 1970 la cámara de representantes estadouni-
denses encargó un informe sobre la situación médica a un grupo de exper-
tos, el famoso informe Belmont, en el que resumían de manera muy clara
los cuatros principios que debían regir el ejercicio de la medicina: el de
beneficencia, el de justicia y el de autonomía, al que se añadiría después
el de no maleficiencia. Hacer el mayor bien por los pacientes (beneficen-
35
36 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

cia) y primum non nocere (no maleficencia) son principios de tradición


hipocrática imperecederos. Pero los de justicia y autonomía son principios
nuevos que dan respuesta a la manera de estar y de ser médico en las
sociedades democráticas. Comprender el principio de autonomía, interio-
rizarlo en la teoría y en la práctica clínicas, es imprescindible para ser hoy
un buen clínico, pero es del principio de justicia del que queremos ahora
hacer algunos comentarios, entre otras cosas porque creemos que es aquel
que mayores dificultades ofrece para su realización y que pone en cues-
tión, en este momento (probablemente más que el ejercicio por los pacien-
tes de su autonomía), buena parte de lo que tradicionalmente se ha llama-
do poder médico, o privilegio médico delegado por la sociedad.
Es interesante señalar que en el informe Belmont el principio de justi-
cia está sobre todo orientado a garantizar que los riesgos y los beneficios
de la investigación clínica y experimental se produzcan equitativamente
(se refiere por ejemplo a la utilización de niños, clases desfavorecidas o
prisioneros en la investigación en humanos). Pero la generalización de la
idea de justicia al resto de las oportunidades en salud, estaba ya creada
hace tiempo en Europa con la instauración de los sistemas públicos de
salud. Por eso en la traducción europea del informe Belmont se generali-
zó el principio de justicia homologándolo con el de equidad.
Mientras los estados de bienestar se desarrollaban, mientras los modelos
políticos e ideológicos soportaron el crecimiento de los estados de bien-
estar, nadie se acordó del principio de justicia, pues si acaso lo que estaba
ocurriendo por primera vez en la historia de la humanidad era que este
principio de justicia, sin formularlo éticamente, se estaba plasmando en la
práctica social y política con los sistemas públicos de salud. Pero es en los
ochenta, con la crisis de los estados de bienestar y con la quiebra de los
modelos políticos que los sustentan, cuando el principio de justicia es res-
catado por los economistas de la salud y por el núcleo duro de la gestión
sanitaria para esgrimirlo como si de un látigo se tratara. Desde luego,
como se ha dicho más arriba, tenían razones para ello. La primera, la obli-
gación institucional de administrar los recursos, unos recursos siempre
limitados mientras que la demanda es siempre ilimitada, una idea-fuerza,
como suelen decir los políticos, que será repetida una y otra vez, hasta
hacerla la idea-fuerza por antonomasia de la gestión sanitaria. La segun-
da, que los médicos y otros provisores de servicios de salud no estábamos
muy acostumbrados a pensar en términos monetarios, entre otras cosas
porque las grandes inversiones sanitarias se habían hecho de espaldas a
¿SON INCOMPATIBLES LA ÉTICA MÉDICA Y LA ECONOMÍA? 37

los médicos, convertidos ahora en meros agentes de una política que vino
hecha desde arriba.
Había razones pero no llevaban la razón, o al menos no llevaban toda
la razón. Al demonizar a los médicos y con ellos también a la sociedad, a
la que etiquetaron de demandantes insaciables de salud, estaban faltando
el respeto a la economía misma y confundiéndola con contabilidad, pues
la cuestión era que les salieran las cuentas de su nuevo modelo como fuera
y todos aquellos que tenían preguntas, deseos y necesidades se convirtie-
ron en un estorbo para sus libros de cuentas, para sus input y output.
Desde luego creo que si se hubiera tenido más confianza en los agentes
sociales, si se hubiera tenido más respeto a los trabajadores sanitarios, sobre
todo a los médicos, que son los principales agentes del gasto, pero también
al resto; es decir, si se hubiera hecho una gestión más democrática, también
se habría producido una gestión más eficiente de los recursos.
Al fin y al cabo, la economía es la ciencia de la totalidad, no sólo del
dinero. Los médicos lo sabemos bien, pues cuando hablamos de que esto
o aquello es bueno para la economía corporal estamos utilizando un tér-
mino, al menos los médicos de mi generación, que identifica a todo lo que
discurre en torno al cuerpo humano. La economía es una disciplina que
incluye la totalidad. Ciertamente los primeros años del secuestro por las
clases tecnogerenciales de la palabra economía, supusieron un gran des-
concierto para los médicos. Atrapados entre su tradición beneficentista y
el desconocimiento del nuevo lenguaje, los médicos fuimos víctimas pro-
piciatorias de los nuevos centuriones. Orgullosos de la nueva arma, enfun-
dados en sus corazas recién sacadas de las fábricas de las escuelas sanita-
ristas que se habían ido creando a lo largo y ancho del país, cargaban con
toda su potencia de fuego una y otra vez sobre unos profesionales que,
como si un panal de avispas se les hubiera echado encima, solo acertaban
a darse cogotazos después de cada picotazo.
El tiempo, como suele ocurrir, no ha pasado en balde y ahora ya no
espantan fácilmente. Hoy ya sabemos que de todos los niveles de la efi-
ciencia, el coste-beneficio es una obviedad, el coste-utilidad es una evi-
dencia, pero es el coste-utilidad la verdadera dimensión de la eficiencia y
esta, la utilidad, no es propiedad de nadie, desde luego no de la clase tec-
nogerencial, y de serlo es de los ciudadanos, que ahora inevitablemente
adultos (¡autónomos!) tienen derecho a decidir en cada momento también
adónde deben ir los recursos de un país y cómo y por quién deben ser
administrados. Hoy ya a nadie asustan con aquello de los recursos esca-
38 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

sos pues las palabras cuando se repiten pierden su significado y porque


hoy sabemos que el recurso a la ética con que se intentó desmoralizar a
los profesionales por insolidarios y a la sociedad por despilfarradora se ha
vuelto en su contra, pues compromete más a quienes gestionan que a los
gestionados; y mientras que aquellos han estado año tras año a la altura de
las circunstancias, apretándose el cinturón o haciendo una y otra vez encajes
de bolillos con sus vidas y con sus obras, es más dudoso que buena parte
de nuestra clase dirigente haya hecho los deberes con diligencia.
Por otro lado, pocos dudan ya que, como suele ocurrir, detrás de tanto
discurso ideológico no hubiera sobre todo una cuestión de poder. A la
sombra de la crisis de los ochenta se presentó una gran oportunidad a una
nueva clase sociosanitaria de desbancar a quienes hasta entonces lo habí-
an detentado. Una nueva clase que encontró en el discurso de la equidad
su gran arma argumental. Desde luego no digo que no hubiera sido nece-
saria esta larga marcha, aunque no estoy seguro tampoco de que en el
camino se hayan perdido muchas oportunidades. El caso de Gran Bretaña
es un buen ejemplo de ello. Las aguas ya nunca volverán a su viejo cauce,
pero se han abierto otros nuevos por los que las aguas deben discurrir más
tranquilas. Solo será necesario que nunca más nadie se apropie de la eco-
nomía, pues la economía es cosa de todos. Al fin y al cabo, ¿quién ha
dicho que la ética médica y la economía sean incompatibles?
10
El médico y el científico

El lector avisado habrá descubierto desde el principio que el título de


este libro, El médico y el científico, se parece o al menos suena a una de
las obras más conocidas de Max Weber, El político y el científico, (1918).
No le falta razón, aunque ahí acaben todas las comparaciones, si bien no
las influencias. En esta obra Max Weber reflexiona acerca de la contrapo-
sición entre el quehacer del investigador y el comportamiento del hombre
de acción. Por una parte, las virtudes del político parecen incompatibles
con las cualidades del hombre de ciencia; por otra, sin embargo, existe
una comunicación dialéctica entre conocimiento y acción, ya que el saber
objetivo favorece un comportamiento racional y aumenta las probabilida-
des de conseguir las metas que el político se propone.
Es una de las maneras de expresar el viejo conflicto enunciado por
Weber entre la ética de la convicción y la de la responsabilidad. Un con-
flicto con el que se encuentra diariamente el clínico que decide hacer
investigación científica bien sobre su propia práctica clínica bien sobre los
fundamentos, biológicos o no, de la naturaleza misma de la propia clíni-
ca. El clínico es un hombre de acción que no puede demorar sus decisio-
nes, al contrario que el científico. La prudencia es una virtud de la clíni-
ca y sinónimo de sabiduría, mientras que una cierta audacia es una condi-
ción necesaria del descubrimiento científico. El material con el que tra-
baja el científico es esencialmente un material analógico y sus hallazgos,
aunque tangibles, son fuente de más información analógica, mientras que
39
40 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

la función de la clínica es transformar el razonamiento analógico en digi-


tal, en estructuras binarias imprescindibles para la acción clínica. Aunque
ambos tienen como ambición intelectual la búsqueda de la verdad, el cien-
tífico no tiene urgencias en la reducción del grado de incertidumbre,
incluso puede ser un éxito contribuir a la misma, pero el clínico necesita
con urgencia adjudicar valores numéricos a las probabilidades subjetivas
transformando la incertidumbre en riesgo.
Max Weber escribió su obra entre dos siglos y considera la medicina
como una de las grandes disciplinas científicas, una cientificidad que le
impide preguntarse «si la vida es digna de ser vivida o cuándo lo deja de
ser». Un distanciamiento que Weber critica y que hace extensivo a otras
disciplinas científicas. De alguna forma Weber cuestiona que las virtudes
del científico, tal como hasta entonces se entendían, pudieran sin más
extrapolarse a las de un hombre de acción como el político o el médico,
pero al mismo tiempo su preocupación por separar ambas actividades no
era menos aguda que la conciencia del vínculo que entre ambas existe.
Como dice Raymond Aron en su introducción a la obra de Weber, «el
hombre de acción, es el que en una coyuntura singular y única elige en
función de sus valores e introduce en la red del determinismo un hecho
nuevo. Obrar razonablemente es adoptar, después de haberlo meditado, la
decisión que ofrezca más probabilidades de conseguir el fin que se pre-
tende. Una teoría de la acción es una teoría del riesgo al mismo tiempo
que una teoría de la causalidad» . La ciencia básica selecciona en el infi-
nito de los datos sensibles los fenómenos susceptibles de repetirse y cons-
truye el edificio de las leyes. Las ciencias aplicadas, como la clínica,
seleccionan en el infinito de los fenómenos humanos, incluyendo los
valores de los sujetos de su estudio. Al fin y al cabo la gran diferencia es
que mientras que en las disciplinas preclínicas de alguna manera se pue-
den prefijar las condiciones de la observación, en la clínica el esfuerzo es
realizado en circunstancias que no siempre se pueden escoger por el
observador.
Aquella antinomia weberiana hoy está también presente aunque en
cierto modo mitigada pues en el último siglo se han producido cambios en
la racionalidad científica y clínica que las han acercado bastante. Por un
lado, hoy ya sabemos que la ciencia no es neutral, que la pretendida obje-
tividad de la ciencia es una justificación de los intereses subyacentes y
que el distanciamiento del científico es un empeño tan necesario de inten-
tar como imposible de conseguir. Como sabemos también que «falto de
EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO 41

un juicio científico o al menos racional sobre la acción práctica y sobre


los valores, el hombre queda entregado a la arbitrariedad de decisiones,
pues todas ellas sin la ayuda de la ciencia, cualesquiera que sean, podrían
ser igualmente justificables o injustificables» (Raymond Aron).
En las jornadas organizadas por la Fundación Esteve fui invitado para
exponer junto a otros distinguidos colegas mi experiencia sobre las rela-
ciones entre la investigación básica y la práctica clínica. En las páginas
que siguen he compendiado algunas de las reflexiones a las que me llevó
la invitación, planteadas desde mi condición de endocrinólogo heredero
de la tradición experimentalista de la disciplina misma y de clínico que ha
tenido que enfrentarse desde hace ya más de treinta años al dolor, al sufri-
miento y a la muerte. Encarnar esta dualidad de clínico de día, científico
de noche, no ha sido fácil y no solo por la limitación tan importante de
que un día no tenga más que veinticuatro horas, sino porque en muchas
ocasiones ambas vocaciones (llamémoslas así) no han sido fáciles de
compaginar. El distanciamiento y la necesidad de objetividad del pensa-
miento científico son aparentemente incompatibles con la sensibilidad y
proximidad que el buen clínico debe tener con el sujeto enfermo. Romper
con la antinomia entre objetividad científica y subjetividad clínica es una
condición tan necesaria como imposible. Y es empeño que a algunos ya
nos ha llevado toda una vida. La introducción del sujeto en el método
científico es hoy parte de las estructuras y de la lógica del propio método.
Por otro lado, la validación de la práctica clínica sólo puede hacerse cien-
tíficamente. Pero además, al igual que hoy ya es inconcebible aceptar que
un experimento sea científico, por muy bien diseñado que esté, si acaba
con la vida del sujeto, también lo es que los clínicos no pongan a prueba
periódicamente su saber, que ya no es, no puede ser solo un saber que se
produce por acumulación y transmisión de la experiencia sino mediante
procedimientos hipotéticos deductivos, método que no es solo la norma
canónica del método científico sino también la estructura lógica del razo-
namiento clínico.
II
LA PRÁCTICA CLÍNICA
11
La práctica clínica:
sus fundamentos

La palabra «clínica» procede del griego klyne, habitualmente traduci-


do como «cama», pero también «inclinación», «triclinio», «clima» o «cli-
materio», que son palabras derivadas de aquella (Gracia, 2004).
Etimológicamente, pues, la clínica sería la actividad médica que se reali-
za ante la cama del enfermo. Para algunos la expresión «práctica clínica»
puede ser redundante pues la clínica como disciplina remite siempre a la
acción (práctica). Para otros implica la idea de que es posible separar una
medicina clínica teórica de otra que por contraposición sería exclusiva-
mente práctica. En otro lugar hemos dedicado especial atención a las rela-
ciones entre la teoría y la práctica clínicas (C-Soriguer F.,1992); baste
decir aquí que en el momento actual la evolución de la historia del cono-
cimiento también da razones suficientes para relativizar esta radical sepa-
ración entre teoría y acción, pues ambas están profundamente interrela-
cionadas y es difícil concebirlas separadamente. Nos parece, pues, más
adecuado hablar de medicina clínica entendiéndola como una profesión
depositaria de un gran legado histórico, sustentada por un cuerpo teórico
propio que la identifica y la enriquece, que tiene como misión compren-
der y resolver los problemas de los seres humanos enfermos.
Aunque la creciente complejidad del conocimiento ha obligado a una
especialización de la medicina clínica, su carácter se le reconoce por su
primera e indeclinable función de ser intérprete de la información que los
pacientes emiten. A partir de esta posición central, los límites de la medi-
45
46 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

cina clínica de nuestro tiempo son muy amplios y difíciles de precisar con
los de otras muchas disciplinas, algunas incluso muy alejadas de las tra-
dicionalmente consideradas médicas. Si su primera función es la de servir
de intérprete de la información que el paciente posee, su último objetivo
es el de resolver los problemas concretos del ser humano enfermo, valién-
dose para ello de lo que de una forma genérica y utilizando un término
que inicialmente ha sido empleado para los ensayos clínicos, podemos lla-
mar en un sentido amplio normas de buena práctica clínica.
D. Gracia, en su libro Procedimientos de Decisión en Ética Clínica
(1989), nos recuerda con Toulmin (1993) el carácter de una disciplina:
«una empresa humana colectiva en la que la adhesión compartida de los
hombres a un conjunto de ideales sobre los que existe suficiente acuerdo,
conduce a la elaboración de un repertorio aislable y autodefinitorio de
procedimientos, abiertos siempre a ulterior modificación de modo que
puedan abordarse los problemas que plantea la incompleta realización de
los ideales disciplinarios». El desarrollo de las sociedades científicas ha
ido construyendo un cierto carácter disciplinar de la medicina clínica,
incluso entendiendo la disciplina en la acepción dura de Toulmin arriba
reseñada. Aunque el carácter disciplinar no va a ser igual en todas las
ramas de la medicina clínica, la buena práctica clínica se sustenta hoy
sobre un componente disciplinar y otro no disciplinar. La parte disciplinar
la compondrían lo que ha venido en llamarse la medicina basada en la
evidencia, así como los componentes disciplinares de la educación de
pacientes y de la ética clínica. El componente no disciplinar estaría repre-
sentado por los aspectos no tangibles de la relación médico-paciente y los
numerosos aspectos no disciplinares («irreductiblemente personales») de
la bioética.
12
La medicina clínica
es una profesión

La medicina clínica de hoy es heredera de un gran legado histórico. La


importancia de este legado para la comprensión de la medicina de nuestro
tiempo ha hecho de la Historia de la Medicina una disciplina viva e
imprescindible en la formación de los médicos. Un legado que está pre-
sente en la teoría y en la propia acción de la medicina clínica. Aún hoy las
gentes suelen llamar afectuosamente a los médicos «galenos» honrando
así la memoria del gran médico de Pérgamo (Asia Menor), que murió en
el año 200 d.C.; y en las consultas de muchos médicos sobrevive colgado
de las paredes el juramento de Hipócrates, nacido en Cos, pequeña isla del
mar Egeo, varios siglos antes del nacimiento de Cristo.
No nos parece ocioso aclarar el carácter profesional de la medicina
clínica. El juramento Hipocrático es posible entenderlo como un docu-
mento religioso, que sella la fase de iniciación con un juramento con el
que el iniciado se compromete a guardar un conjunto de normas y
reglas a través de las cuales el neófito adquiere la categoría de profeso,
es decir, de profesional. El término profesión tiene aquí un sentido
estrictamente religioso. Más adelante, con el desarrollo de los Estados
modernos, la autoridad moral derivada de aquel sentido religioso de la
profesión es sustituida por la autoridad legal, identificándose las profe-
siones con los monopolios (Gracia, 1989). De manera que ejercer la
profesión era también ejercer un conjunto de privilegios.
Laín (1978) nos recuerda que desde que el hombre existe sobre el pla-
47
48 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

neta los modos de ayudar médicamente al enfermo han sido: el espontá-


neo, que sería aquel que se realiza como una ayuda instintiva o humanita-
ria sin mayor preparación ni reflexión; el empírico, que apelaría a una
determinada forma de hacer las cosas solo porque en casos semejantes ha
sido favorable su empleo; el mágico, que sería aquel que recurriría a saberes
ocultos cuyo conocimiento queda en manos de los iniciados; y el técnico,
que supondría el hacer las cosas racionalmente. Más recientemente, para
Carl y Kemmis (1988) lo que distingue una ocupación profesional de otra
que no lo es, es el que los métodos y procedimientos empleados por sus
miembros derivan de un fondo de investigaciones y conocimientos teó-
ricos que permiten a quienes detentan esa profesión formular juicios
autónomos.
Desde esta definición una profesión puede ser entendida al menos
desde tres perspectivas: la técnica, la práctica y la teórica o estratégica.
Desde la perspectiva técnica el trabajo sanitario es concebido como un
oficio (artesanal) en el que la cualificación y rendimiento en el trabajo
vendría dado por la destreza y acumulación de una experiencia personal y
en el que la teoría (si la hubo) ocuparía solo el papel de un referente leja-
no cuya utilidad sería la de ungir de prestigio al trabajo técnico. En la
época de la especialización y la tecnología muchos médicos podrían ser
así considerados. Desde la perspectiva práctica (en el sentido griego de
praxis como forma de razonamiento adecuado a las ciencias prácticas que
se inspiraba en la idea del hombre aristotélico, prudente, que procura
obrar de manera adecuada, verdadera y justa en una situación dada), el
profesional (el médico en nuestro caso) reconocería los fundamentos teó-
ricos del conocimiento, estando preparado para formular cautamente jui-
cios de mayor complejidad. Las decisiones en esta perspectiva están basa-
das en la experiencia y el aprendizaje, que irían separando la buena prác-
tica de la que no lo es. Desde la opción estratégica los actos (médicos) son
considerados esencialmente como actos potencialmente problemáticos.
El acto sanitario adquiere aquí una dimensión dialéctica, dispuesto a
someter su saber (potencialmente todo su saber) a un examen sistemático.
Cualquier teoría se asumiría solo cuando hubiese demostrado su oportu-
nidad en el lugar y en el grupo donde se desarrollan los hechos, una
demostración que obligaría a un esfuerzo intelectual colectivo de autorre-
flexión crítica cuyo resultado enriquecería e invalidaría la teoría. Solo de
esta manera los actos clínicos adquieren la última de las categorías para
ser identificados como profesionales, la autonomía. Una autonomía que
LA MEDICINA CLÍNICA ES UNA PROFESIÓN 49

no es posible concebir sin una adecuada teoría que, encarnada en una


actualización continua del conocimiento, sea producida por los propios
actores que asumen el compromiso de la reflexión dialéctica sobre sus
propios conocimientos prácticos. Son generalmente estos actores, investi-
dos con el carácter inequívoco de profesionales de la medicina clínica, los
que asumen como una cuestión moral la necesidad de contestar preguntas
sobre su propia realidad profesional, y son también los que terminan
incorporando la investigación clínica y la evaluación sanitaria como parte
de la naturaleza de su trabajo.
13
El retroceso de la clínica

Numerosas voces han llamado la atención sobre el retroceso de la clí-


nica. En los últimos decenios el cúmulo de conocimientos médicos se han
producido desde la biología molecular y como parte del desarrollo tecno-
lógico. Más recientemente, la revolución informática ha permitido la
expansión de una epidemiología poblacional que ha enfocado su esfuerzo,
en opinión de Sacket (1987), antes sobre métodos imaginativos que sobre
hipótesis imaginativas. Carentes de un método que les permitiera enfren-
tarse a las preguntas que la práctica les demandaba, los clínicos han ido
perdiendo identidad ante los avances de las tres revoluciones antedichas
(la molecular, la tecnológica y la informática). Ya Feinstein en 1983 lla-
maba la atención sobre el hecho sorprendente de que a pesar del ingente
cuerpo de doctrina básica acumulada no se haya avanzado especialmente
en el razonamiento diagnóstico, terapéutico y sobre los cuidados de los
pacientes, un razonamiento basado en la controversia, el disentimiento y
la duda. La consecuencia inmediata de esta situación es el deterioro de la
calidad asistencial (la sociedad suele llamarla deshumanización de la
medicina).

51
14
Entre lo teórico y lo práctico:
la buena práctica clínica

En medicina las teorías han estado dirigidas al desarrollo de las cien-


cias básicas, llegando a la clínica ya elaboradas y digeridas a través de
diversos intermediarios del árbol de la medicina. Al no estar concebida
dicha teoría para comprender problemas prácticos, los clínicos se han
visto desprovistos del sustrato imprescindible para desarrollar una meto-
dología científica propia, siendo bien conocido cómo el desarrollo de un
método apropiado conduce a una aceleración y reconversión de la propia
teoría haciendo aparecer nuevos problemas hasta entonces insospechados.
En medicina la separación entre teoría y práctica se representa por la
separación entre ciencia y clínica. Nadie duda de la naturaleza científica
de las ciencias básicas de la medicina, dada su proximidad, cuando no su
coincidencia, con conocimientos tan estructurados científicamente como
la física, la química y la biología. No le ocurre así a la clínica. La tesis clá-
sica ha sido (y lo es aún para muchos) que el elemento básico de la for-
mación clínica no sería otro que el aprendizaje de la toma de decisiones
inciertas pero racionales. Curar y cuidar al paciente, no aumentar el cono-
cimiento y mucho menos realizar investigación científica. El cuerpo teó-
rico que sustenta las decisiones médicas sería un asunto secundario para
la clínica, la cual podría obtener sus razones desde teorías procedentes de
disciplinas inequívocamente científicas como las preclínicas. Al fin y al
cabo, como se repite a lo largo de este libro, históricamente ciencia (epis-
téme) sería el conjunto de saberes reales y concretos, mientras que aque-
53
54 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

llos saberes en los que no caben más que la incertidumbre y la probabilidad,


serían más propios de la técnica o del arte (techné) (Gracia, 1991).
El «cambio de tema» (Fernández Buey, 1991) del pensamiento cientí-
fico en el último siglo, la ruptura con los modelos de predicciones duras
de la física frente a los modelos estocásticos, el redescubrimiento del suje-
to de la investigación cualitativa, etc., han hecho cambiar las coordenadas
en las que puede definirse el carácter disciplinar de la medicina clínica.
Esta minusvalía conceptual de la clínica frente a las ciencias básicas ha
conducido a que los enigmas clínicos que se niegan específicamente a ser
resueltos dentro de los presupuestos de las ciencias básicas pasen a con-
vertirse en anomalías en el sentido en el que fueron definidas por Kuhn
(1970). Era inevitable, sin embargo, que el acopio de anomalías conduje-
ra a muchos clínicos a abandonar los paradigmas existentes hasta el
momento esforzándose en encontrar otros nuevos que, procedentes de sus
propias necesidades, pudieran ayudarles a explicar aquellos problemas
que les son específicos. Estas anomalías, imposibles de resolver desde
fuera de los propios intereses de la clínica, son el elemento central de los
procedimientos hipotéticos deductivos.
Como Popper aclara en su «Autobiografía» (1984), los problemas no
surgen en el vacío. Son el resultado del equilibrio entre el saber y la
ignorancia. Se generan, –para eso sí que es útil la inducción– como con-
secuencia de una experiencia continuada, de la observación de hechos
particulares, pero también en el marco de un encuadre teórico que ejerce
la misma función que las gafas especiales en las películas en relieve. Nos
permite verlos, pues los problemas internos de una disciplina son imposi-
bles de ver si no se dispone de una adecuada teoría que al tiempo que con-
tribuye a solucionarlos es capaz de visualizar nuevos problemas antes
impensados. Un buen médico clínico es aquel que es capaz de tener una
comprensión teórica del problema planteado, resolverlo o al menos diseñar
su solución en el marco de referencia que le es propio, reutilizar la infor-
mación generada en el procedimiento y ser capaz de descubrir nuevos pro-
blemas. Es esta una característica del pensamiento científico: al tiempo que
soluciona problemas genera otros porque descubre otros nuevos.
La incorporación de esta estructura lógica –estructura lógica del pen-
samiento científico moderno– explica la gran fertilidad de la ciencia.
Explica también por qué las disciplinas que no han sido capaces de incor-
porar la estructura lógica del pensamiento científico no progresan o lo
hacen muy lentamente. Para algunos la clínica tiene una identidad, una
ENTRE LO TEÓRICO Y LO PRÁCTICO: LA BUENA PRÁCTICA CLÍNICA 55

metodología y unos objetivos que la abastecen y definen independiente-


mente del cuerpo de doctrina básico que tradicionalmente la ha sustenta-
do. Este nuevo cuerpo de doctrina ha sido llamado por unos clinimetría
(Feinstein ,1983) y por otros epidemiología clínica (Fletcher RH, 1989,
Sackett,1987), y está en la actualidad en plena fase de desarrollo no exen-
ta de dificultades. Una nueva aproximación para una vieja profesión que
ha de recoger de las ciencias positivistas los orígenes del método científi-
co, de las matemáticas la estadística, las probabilidades y las técnicas de
predicción, de la moderna epidemiología todo su gran arsenal para medir
los efectos y de las ciencias sociales su experiencia en el tratamiento de
las variables «blandas». Una ciencia que debe incorporar al positivismo
científico los planteamientos interpretativos de la psicología, de la socio-
logía y de las ciencias de la educación, pues en la clínica, al contrario que
en las ciencias experimentales, el sujeto inmediato del estudio es el ser
humano en toda su dimensión.
15
El nuevo ojo clínico

En cualquier circunstancia, el comportamiento y elentorno del sujeto


de estudio será imprescindible para la comprensión del fenómeno estu-
diado. El comportamiento del ser humano está constituido por acciones
cuya característica fundamental es tener sentido para quienes las realizan
y ser con frecuencia difícilmente inteligibles para los otros. Si considera-
mos al sujeto de la investigación como un todo no será suficiente con
medir las reacciones “físicas” y el comportamiento objetivo del paciente
sino que será necesario (y de hecho, en la base de la historia clínica, fuen-
te de obtención de los datos) una interpretación por el observador de aquel
comportamiento.
Al ser el acto clínico un acto fundamentalmente humano e interperso-
nal, el análisis no puede ser hecho solo desde fuera de la propia situación
que se estudia tal como lo haría (o pretende hacer) la ciencia positivista,
sino como parte misma del proceso y de la acción, una subjetividad racio-
nalmente asumida que forma parte hoy de la propia filosofía de la ciencia.
Tal como dice D. Gracia (1991) «lo que está en juego es el propio con-
cepto de la clínica. Si en otro tiempo pudo pensarse que la clínica depen-
de de la intuición o del “ojo” del médico, por tanto de cualidades perso-
nales e intransferibles (o si se prefiere, no validables), hoy sabemos que
solo lo validado o validable merece el nombre de procedimiento clínico»,
«la tesis de que investigación y asistencia son actividades antitéticas no
sólo no es cierta sino que dista mucho de hacer justicia a los hechos, que
57
58 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

son bastante más complejos», «la práctica clínica ya no puede conside-


rarse buena solo por la categoría de quien la realiza sino por la corrección
técnica de lo que se aplica y de la práctica con que se realiza».
Una posición muy distante de quienes en nombre de la acción práctica
que define a la clínica la declaran incompatible con la investigación cien-
tífica, reclamando para la clínica el lugar de la técnica, entendida como un
saber prudencial sobre particulares capaz de generar un producto que
puede tan solo ser evaluado, pero que es incapaz de generar saberes uni-
versales a partir de la generación de ese espacio propio de hipótesis y res-
puestas que define el carácter circular e interminable de la ciencia.
Aunque en sentido estricto la teoría de la buena práctica clínica (BPC) se
genera dentro de esa gran revolución conceptual que para la medicina
moderna ha sido el modelo del ensayo clínico, en el momento actual el
concepto de BPC no es más que la generalización a la práctica clínica de
la teoría del ensayo clínico, de manera que solo cuando en un servicio clí-
nico se ha introducido la filosofía del ensayo clínico, esa práctica clínica
merece hoy día el calificativo de buena (Gracia, 1993).
16
Los fundamentos
epistemológicos de la
buena práctica clínica

Algunos médicos prácticos pueden creer que están exentos de influen-


cias filosóficas y que la toma de decisiones clínicas, su propia práctica
médica, es tan solo el resultado de la naturaleza de la profesión. Sin
embargo, los contenidos de la información que posee y que la definen hoy
profesionalmente y la lógica del razonamiento para utilizar dichos cono-
cimientos no han sido los mismos a lo largo de la historia, estando pode-
rosamente influidos por las ideas dominantes de cada época. De entre
estas ideas, aquellas relacionadas con la manera como se adquiere el cono-
cimiento y las que tienen que ver con la explicación causal son también de
capital importancia para comprender la lógica misma de la medicina clínica
de nuestro tiempo, que es un tiempo en el que el conocimiento es funda-
mentalmente un conocimiento científico. Encontrar los paradigmas que
sustentan la investigación clínica es un esfuerzo en el que hoy muchos
clínicos y epidemiólogos están empeñados.
En los dos últimos siglos dos de los grandes debates del pensamiento
han estado centrados sobre los criterios de demarcación entre lo que era y
lo que no era científico y sobre la cuestión de la causalidad. Los criterios
de verificación y los criterios de explicación de la verdad son de una enor-
me importancia para justificar la acción. Para Briskman (1987), el moti-
vo del considerable prestigio de la medicina y de los médicos en la socie-
dad occidental no viene dado tanto por su poder político y su estatuto y
poder económico sino por el reconocimiento de su estatuto intelectual.
59
60 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

Este prestigio de la medicina occidental (frente a otras formas de medici-


na frecuentes en países menos desarrollados, curanderismos, etc.) es para
Briskman debido a la fundamentación científica de la práctica médica.
Por este motivo el problema de la demarcación entre los conocimientos
fundamentados en las ciencias empíricas capital aquellos otros con una fun-
damentación pseudoempírica y pseudocientífica es de y importancia para la
credibilidad y por tanto la autoridad y el reconocimiento de una profesión.
Briskman pone el siguiente ejemplo: si un paciente tiene fiebre alta y
llama a un médico, este, tras un examen clínico, seguramente llegará a un
diagnóstico (por ejemplo una infección bacteriana) y le pondrá un trata-
miento con un determinado antibiótico. En todo este proceso clínico el
médico está haciendo uso de un considerable cuerpo de conocimientos
científicos. Si el mismo paciente hubiera llamado a un curandero también
habría procedido a examinarlo, diagnosticarlo y a instaurarle un trata-
miento. Sin embargo, la fundamentación, las técnicas y el razonamiento
que utilizaría serían muy diferentes de los utilizados por el médico. Tanto
el acto del médico como el del curandero son instrumentales y/o tecno-
lógicos, y aunque nosotros afirmaremos que las prácticas del curandero
tienen una fundamentación ritual y simbólica frente a la fundamentación
científica del acto médico, aquel nos dirá que su práctica está justifica-
da por determinada teoría que puede ser tan buena como la llamada por
nosotros científica.
17
El problema de la
demarcación

El problema de cómo se produce el acceso al conocimiento de la ver-


dad es tan viejo como el de la filosofía misma. Durante siglos y desde
luego a partir de la obra de Bacon, los epistemólogos aceptaban de mane-
ra prácticamente unánime la metodología inductiva como la única posible
de llegar a un criterio de verdad. Así ha sido hasta bien entrado el siglo
XX, en el que las teorías inductivistas brillan con luz propia con la gran
obra de Rudolf Carnap y de los filósofos y pensadores que compusieron
el llamado Círculo de Viena. En todo este tiempo se han venido acumu-
lando un gran número de contribuciones importantes, tendentes todas
ellas a demostrar que la ciencia se sirve de la inducción como método para
acceder a la verdad o cuando menos como método para acceder a la pro-
babilidad de las teorías.
La excepción a esta cadena la constituye el filósofo escocés David Hume,
quien ya en el siglo XVIII cuestiona la validez de los procedimientos induc-
tivos para acceder al conocimiento de la verdad. Su antorcha la recogerá en
pleno siglo XX Karl Popper, quien desde el principio de los años treinta
inicia una campaña antiinductivista que aún hoy persiste. Al rehabilitar el
olvidado principio humano de la validez de la inducción, Popper destierra
definitivamente de la metodología de la ciencia el método inductivo como
procedimiento para descubrir la verdad. La historia es bien conocida y puede
ser consultada tanto en los libros de Popper como en la numerosa obra sobre
el problema de la inducción (Popper, 1989; Ulises Moulines, 1993).
61
62 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

La incorporación de Popper a la escena filosófica produjo un fuerte


impacto en la epistemología y en la filosofía de la ciencia. Frente a las
tesis del Círculo de Viena de que la tarea de la filosofía consistía en
reducir todo el conocimiento a una base de certeza, de modo que solo la
acumulación de hechos observables podría conducir al desarrollo de una
teoría, el análisis de Popper lleva a concluir que la cuestión central no
es cómo podemos fundamentar empíricamente nuestro conocimiento sino
cómo podemos criticar de la mejor forma nuestras hipótesis, teorías o con-
jeturas científicas. Frente a la verificación a partir de la experiencia del
positivismo lógico de los inductivistas, Popper llega a la conclusión de
que la irrefutabilidad de una teoría no es una virtud sino un defecto y recu-
pera los procedimientos hipotéticos deductivos y la metodología falsacio-
nista como los más apropiados para la ciencia.
Con frecuencia se confunde la crisis de los procedimientos inductivos
con la crisis de los modelos de causalidad determinista, asumiendo que
los modelos hipotéticos deductivos corresponden a los propios de la cau-
salidad estocástica. No se corresponde sin embargo con la realidad. De
hecho el problema de la inducción no está tan muerto como parece, y ha
dejado de ser tan solo un problema de los filósofos. No son pocos los
manuales de estadística matemática que, o bien como título general o bien
en algunos de sus epígrafes, anuncian el tratamiento de la estadística
inductiva. Por un lado, las propias ideas de Popper surgieron como conse-
cuencia de una reflexión filosófica sobre los trabajos de Einstein, cuya teo-
ría de la relatividad había conseguido mejorar la capacidad de predicción de
las teorías de Newton (Sánchez Ron, 1992), arquetipo y modelo de deter-
minismo “duro”. Por otro lado, para algunos autores (Rivadulla, 1993),
desde los trabajos de Fisher en 1922, la inferencia estadística sería la forma
matemática que modernamente adoptaría la inferencia inductiva.
Para Fisher el objeto de los métodos estadísticos es la reducción de los
datos a partir de un muestreo aleatorio y la obtención de estadísticos que
contengan el máximo de información de la muestra. Estos estadísticos
serían empleados para la estimación del verdadero valor de los parámetros
poblacionales. Rivadulla, quien ha estudiado extensamente el problema de
la inducción en la teoría matemática de Fisher, nos hace ver que este es
claramente consciente de la distinción entre razonamiento deductivo e
inductivo, pues mientras el primero pone a prueba la validez de una hipó-
tesis, el segundo consiste, en terminología estadística, en la extrapolación
de una muestra a la población de la que procede. El desarrollo de la meto-
EL PROBLEMA DE LA DEMARCACIÓN 63

dología estadística como los test de significación estadística o los de


máxima verosimilitud habrían contribuido a aclarar la forma matemática
del razonamiento inductivo y la estructura de la lógica inductiva
(Rivadulla, 1993).
No todos los matemáticos van a ser de la misma opinión sobre el carác-
ter inductivo de la inferencia estadística. Así, Neyman propone a media-
dos de los años treinta construir una teoría de la estadística matemática
basada exclusivamente en la teoría deductiva de las probabilidades. Para
Neyman (1977), la estimación de un parámetro poblacional a partir de los
intervalos de confianza de determinado tamaño son el resultado de un
procedimiento deductivo. Constituirían una inferencia deductiva de un
argumento cuyas premisas son el teorema central del límite y la asunción
del carácter normal de la distribución de la variable aleatoria estudiada.
Finalmente, para Rivadulla, puesto que nuestras decisiones están guiadas
por la aceptación o el rechazo de la ley de los grandes números y puesto
que la aceptación o el rechazo de una hipótesis testada son siempre rela-
tivos a un nivel de significación dado, previamente establecido, a partir
del cual decidimos si es o no una inferencia estadísticamente significativa,
nuestras decisiones acerca de hasta qué punto ser tolerantes con las des-
viaciones observadas respecto a lo conjeturado por la hipótesis testada no
tiene nada que ver con la inferencia, ni deductiva ni inductiva. De esta
forma, la estadística no bayesiana quedaría al margen del debate sobre la
inducción como forma de acercamiento a la verdad.
Finalmente, en el campo de la teoría de probabilidades bayesianas la
medida inductiva de la probabilidad a posteriori posee ciertas propiedades
que podrían ser superponibles a las atribuidas por Popper a la de grado de
corroboración (Rivadulla, 1993). Establecida definitivamente la irrefutabili-
dad de una teoría como un defecto y no como una virtud, todo test debe-
ría consistir en el intento de falsarla, única manera de conseguir su corro-
boración (no su verificación, que es imposible) y siempre con carácter
provisional. La corroboración no sería, pues, más que la resistencia que
opone una teoría a las pruebas para refutarla. La inferencia bayesiana
defiende el uso inductivo de la probabilidad en cuanto que el teorema de
Bayes es un procedimiento para transformar las opiniones iniciales acer-
ca de la verdad de las hipótesis, en opiniones finales.
18
La historia inductiva
de la clínica

A este largo debate, aquí tan solo resumido, sobre la forma de acceder
al conocimiento, no ha sido ajena la clínica y la manera de acumular el
cuerpo de conocimientos que la caracterizan. De hecho, históricamente la
forma de producirse el conocimiento en la clínica ha sido inductivamen-
te. Los médicos adquirían experiencia por repetición de los actos clínicos,
de manera que un médico tenía más experiencia cuantos más pacientes
había visto. Esta experiencia era transmitida siguiendo los principios de
autoridad dentro de la profesión. No es sorprendente la lentitud con la que
se producían los cambios en la práctica clínica. Es bien conocida la histo-
ria (no sabemos si verdadera) de un médico sangrador del siglo XIX que
instaba a su discípulo a repetir las sangrías ante la mala evolución de un
paciente con tuberculosis y que ante su fallecimiento increpaba al atribu-
lado aprendiz de médico por no haber hecho las suficientes. Al profesor
Segovia de Arana le he oído contar con humor que si tiráramos al mar
todos los medicamentos que la medicina poseía a comienzos del siglo XX
(exceptuando la quinina, la digital y la morfina), sería bueno para los
hombres y malo para los peces.
Naturalmente ha habido notables excepciones y en las líneas siguien-
tes recordaremos el de Semmelweis como un ejemplo de aplicación del
método hipotético-deductivo a la resolución de los problemas clínicos que
se niegan empecinadamente a ser resueltos. Por otro lado, la clínica de
nuestro tiempo es deudora de la epidemiología y de la estadística. Ambas
65
66 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

han penetrado profundamente en la cultura y en la estructura lógica de la


clínica aunque su racionalización está‚ aún, lejos de haber sido interio-
rizada por la mayoría de los clínicos. Ya hemos visto que los estudios des-
criptivos de reducción de la información desde parámetros poblacionales
a estadísticos muestrales puede ser considerado un proceso inductivo al
igual que la aplicación bayesiana. En todo caso, la utilización acrítica de
los estudios epidemiológicos de prevalencia y su empleo como probabili-
dades preprueba en las inferencias bayesianas es una de las causas más
frecuentes de error (metodológico) en la cuantificación del poder de los
instrumentos de medición de la clínica. Es también una de las razones de
la necesidad de realizar investigación básica (epidemiología del espacio
sanitario sobre el que se desarrolla la práctica clínica) adecuada a las
necesidades de la clínica. El falsacionismo popperiano ha contribuido
notablemente también a la incorporación a la clínica de la teoría de dise-
ños que de manera tan importante ha cambiado la fisonomía de la clínica.
La conciliación de la experiencia inductiva con los procedimientos hipo-
téticos deductivos tan cercanos al razonamiento del diagnóstico diferen-
cial (el que el juicio clínico en forma de diagnóstico diferencial sea más
verificacionista que falsacionista no parece ser demasiado importante a este
respecto) (Sackett, l987), ha generado un enriquecimiento notable de la
clínica como disciplina y una conciliación entre práctica y teoría clínicas.
19
La cuestión de la causalidad

Ya Hipócrates en el siglo V a.C. proponía unas reglas para evaluar si


un factor determinado podría ser considerado la causa de un efecto cono-
cido: «Las enfermedades son el resultado de una amplia variedad de cau-
sas y debemos considerar causas seguras de una afección a todas aquellas
cuya presencia es necesaria para que aparezca y cuya ausencia determina
su desaparición» (citado en Laín Entralgo, 1993). El establecimiento de
criterios sólidos de causalidad ha preocupado siempre a la medicina, pues
de su conocimiento cierto depende en buena parte la eficacia de las medi-
das de intervención. La moderna epidemiología clínica ha desarrollado
numerosas propuestas para defenderse de los posibles excesos que pueden
cometerse en el establecimiento de las relaciones de causalidad, siendo
uno de los más conocidos los criterios de causalidad de Hill (1965).
El debate sobre la causalidad ha ocupado un importante espacio en las
publicaciones de filosofía médica y de epidemiología. Carl G. Hemptel,
en su libro Filosofía de la Ciencia Natural (1973), utiliza las investiga-
ciones clínicas de Semmelweis como ejemplo de investigación científica
y de búsqueda de la causalidad. Ignaz Semmelweis realizó sus trabajos
entre 1844 y 1848. Era médico del pabellón número uno de la maternidad
del Hospital General de Viena. Entre 1844 y 1846 hasta el 11,4 % de las
mujeres que ingresaban en sus pabellones morían de una enfermedad
conocida como fiebre puerperal. Estas cifras eran muy alarmantes porque
entre otras cosas la proporción de muertes por la misma enfermedad en
67
68 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

las mujeres ingresadas en el pabellón número dos de la misma maternidad


era tan solo del 2,7%. Semmelweis examina varias explicaciones corrientes
en la época. Unas las descarta por ser incompatibles con hechos ya bien
establecidos, otras las somete a contrastación. Así descarta la influencia
de agentes ambientales porque afectarían por igual a ambos pabellones.
Además había observado que en las mujeres que habían dado a luz antes
de llegar al hospital, por haberse precipitado el parto, la frecuencia de fie-
bre puerperal era menor, a pesar de las, en teoría, adversas condiciones
sanitarias. Descarta también el hacinamiento, pues de hecho comprueba
que este era mayor incluso en el segundo pabellón, en parte por la presión
de muchas mujeres para no ingresar en el tristemente famoso primer
pabellón. Así se fueron descartando otras hipótesis como la dieta, el cuida-
do general de las pacientes, la intervención de los estudiantes de medicina
peor entrenados (la mortalidad se mantuvo a pesar de reducir el número de
ellos en la planta), la negativa influencia psicológica del sacerdote portando
los últimos auxilios (también testado mediante un experimento auxiliar: se
hizo entrar al sacerdote por una puerta por la que no era visto por el resto de
las parturientas), la postura de las mujeres en la cama, etc.
Finalmente, en 1847, la casualidad dio a Semmelweis la clave para la
solución del problema. Un colega suyo, Kolleteschka, recibió una herida
penetrante en el dedo, producida por el escalpelo de un estudiante con el
que estaba realizando una autopsia, y murió después de una agonía en la
que presentó los mismos síntomas que el propio Semmelweis había obser-
vado en las mujeres víctimas de la fiebre puerperal. Semmelweis com-
prendió que «la materia cadavérica» que el estudiante había introducido
en el torrente sanguíneo de Kolleteschka había sido la causa de la mortal
enfermedad de su colega. Tanto Semmelweis como el resto de su equipo
solían llegar a las salas de partos inmediatamente después de realizar
disecciones en las salas de autopsias, reconociendo a las parturientas solo
después de lavarse las manos de una manera superficial. La similitud
entre el cuadro que había llevado a la muerte a su colega y el de las muje-
res le llevó a sospechar que él, sus colegas y los estudiantes de medicina
habían sido los portadores de la materia infecciosa. Una vez más pone a
prueba esta posibilidad, proponiendo la hipótesis de que de ser cierta
podría prevenirse la fiebre puerperal con una limpieza más enérgica de las
manos. Se dicta la orden de que todos los médicos y estudiantes se lava-
ran las manos con una solución de cal clorurada antes de reconocer a nin-
guna enferma. La mortalidad por fiebre puerperal comienza a decrecer y
LA CUESTIÓN DE LA CAUSALIDAD 69

en 1848 era de 1,27% en el pabellón primero y de 1,33% en el pabellón


segundo. En apoyo de esta hipótesis estaba además el hecho de que en el
pabellón segundo los partos los hacían comadronas que no visitaban las
salas de autopsias por no estar incluido en su formación. La confirmación
de esta hipótesis explicaba también algunos otros hechos observados.
Además, posteriormente confirmaron que once de doce mujeres murieron
cuando la ayuda al parto se realizó (prospectivamente) con un lavado
somero de manos.
Me he extendido en la descripción de la historia de Semmelweis por-
que es un ejemplo de cómo se puede hacer investigación clínica con cri-
terios clínicos y también porque es un ejemplo de búsqueda rigurosa de la
causalidad, del papel que las hipótesis auxiliares tienen en la investigación
científica, de la importancia de la intuición para saber ver las señales de
la casualidad (la muerte del doctor Kolleteschka), y finalmente es también
un ejemplo del cambio experimentado en la regulación ética de la inves-
tigación clínica, pues la corroboración de la hipótesis mediante la realiza-
ción de un estudio prospectivo (la exploración de doce parturientas en las
condiciones de exposición que se sospechaba como causa), con la cultura
y con la legalidad vigentes hoy, serían inaceptables.
Sin embargo, a pesar de que la búsqueda de la causa es un empeño de
la ciencia, y que en medicina la etiología es uno de los grandes objetivos
del saber clínico, la causalidad (la causalidad absoluta como objeto pri-
mordial) no es un objetivo prioritario de la ciencia por tratarse de un
objetivo metacientífico, imposible de alcanzar, limitándose al intento de
explicaciones sobre la causalidad. De hecho, el propio Hume rechazó
toda relación causal, reemplazándola por un orden de sucesión temporal
en el que se advierten regularidades, las cuales pasan a ser objeto de la
investigación científica (Echevarría, 1993). Es bien conocido por los clí-
nicos que las decisiones en medicina se toman en situación de incerti-
dumbre, pero esta incertidumbre acompaña a la decisión clínica ya desde
la indeterminación causal. La actitud de la clínica y de los clínicos ante el
problema de la causalidad puede ayudar a comprender algunos aspectos
relacionados con la práctica médica.
20
Los modelos de causalidad

Tres son los modelos de causalidad en los que puede resumirse la his-
toria del pensamiento científico: 1. Causalidad o determinación determi-
nista; 2. Determinación indeterminista o estocástica; y 3. Indeterminación
práctica.
Hasta que, bien entrado el siglo XX, el desarrollo de la mecánica cuán-
tica comenzó a agrietar la fe inconmovible en la ciencia, se había creído
en la posibilidad de alcanzar la certeza mediante ella. Desde el punto de
vista filosófico el determinismo tiene un origen religioso, supone la exis-
tencia de una ley necesaria que extiende su influjo a la voluntad de los
hombres y de la naturaleza. Si todo está previsto en un orden natural
(preestablecido por la divinidad), el determinismo es un sistema filosófi-
co que niega la libertad. Es comprensible que cuando la idea de Dios fue
sustituida por la idea de la naturaleza (o de la ciencia como instrumento
para conocer la naturaleza), el determinismo religioso (la ley divina) fuera
sustituido por las leyes naturales, que van a ser las leyes de la ciencia
(Gutiérrez Cabria, 1992). De hecho, aún hoy se sigue utilizando la sepa-
ración entre ciencias naturales (aquellas que utilizaban procedimientos de
predicción causal determinista) frente a las otras, que serían preciencias o
ciencias del hombre.
Los éxitos de las leyes de Kepler y de la mecánica de Newton condu-
jeron a la aceptación casi universal del determinismo científico hasta prin-
cipios de este siglo. También en medicina la explicación causal determi-
71
72 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

nista fue la forma de entender las relaciones de causalidad y aún hoy muchos
médicos (y pacientes) viven en la cultura del determinismo fisicalista.
Aunque los conceptos de azar y de probabilidad son muy antiguos no
ha sido hasta el siglo XIX y sobre todo el XX cuando una nueva manera
de pensar, caracterizada por la presencia de lo probable frente a lo prede-
terminado como cierto (certeza), ha penetrado todos los sectores de la
vida intelectual primero y de toda la sociedad después. La elevación de la
probabilidad a la categoría de disciplina matemática y la necesidad de
la física de explicaciones probabilísticas para la mecánica cuántica, uni-
das a los crecientes cambios sociales de los que la secularización es solo
un síntoma, son algunas de las razones que explican la aceptación del
paradigma estocástico. La idea de azar es probablemente anterior a la de
probabilidad, aunque en los libros de texto lo aleatorio suele definirse en
términos de probabilidad. El azar puede ser un azar subjetivo. Sería aquel
relacionado con lo imprevisto, lo inesperado, lo no programado; también
la medida de nuestra ignorancia, el resultado de una variación irregular y
espontánea o la consecuencia de múltiples y complejas causas. Alude a
causas desconocidas, de poca relevancia, complejas o de origen variado.
En todo caso sería un azar (provisional) que según los deterministas daría
paso a una ley cuando las causas sean completamente conocidas. Es solo
cuestión de tiempo. El azar subjetivo refuerza, pues, el credo determinis-
ta (Gutiérrez Cabria, 1992). Pero existiría también un azar absoluto, obje-
tivo, que está en la naturaleza de las cosas. Un azar en el que no solo es
que no se conozcan las condiciones iniciales que determinan la cascada de
sucesos causales, sino que presume que tales condiciones ni tan siquiera
existen. Al estudio del indeterminismo, que hasta bien entrado el siglo XX
equivale al oscurantismo, se han alistado eminentes pensadores de nuestro
tiempo y en su desarrollo ha amanecido una nueva disciplina dedicada a lo
que con más fortuna que precisión ha venido en llamarse teoría del caos.
El siglo XX es el siglo de oro de la probabilidad, que ha seguido tres
direcciones: desarrollo de la probabilidad matemática, filosofía de la pro-
babilidad y estadística matemática (Gutiérrez Cabria, 1992). El paradig-
ma probabilístico penetra en la clínica de la mano sobre todo de la epide-
miología teórica y ha supuesto y está suponiendo un cambio radical en sus
estructuras lógicas. Tradicionalmente la medicina ha estado más interesa-
da desde el punto de vista cognitivo en las causas (de las enfermedades)
que en los efectos (resultados de la intervención clínica). El gran desarro-
llo del método anatonomoclínico y de la fisiología y fisiopatología des-
LOS MODELOS DE CAUSALIDAD 73

pués son un ejemplo de ello. El desarrollo de la clínica tuvo fundamen-


talmente un carácter taxonómico y dada la dificultad de introducir el
método experimental en los postulados de la clínica, los conocimientos
que le han dado cuerpo se han producido fundamentalmente por acumu-
lación. La introducción de la probabilidad en la clínica ha supuesto la
posibilidad de enfrentarse al problema de la relación causal con una pers-
pectiva más realista como es la de la multifactorialidad, pero sobre todo le
ha permitido orientar el interés de la clínica hacia la medida de los efec-
tos o de los resultados de la toma de decisiones. Si una de las razones de
ser de la clínica es la toma de decisiones en situación de incertidumbre, la
aproximación probabilística ha permitido introducir un cierto instrumento
de medición de esa incertidumbre al permitir la adjudicación de valores
numéricos a las posibilidades transformando la incertidumbre en riesgo.
Este cambio de perspectiva no solo trae consigo un mayor contenido
informativo de la naturaleza de la clínica sino también un mejor conoci-
miento de sus límites.
Las consecuencias de esta objetivización de la práctica clínica tienen
repercusiones sobre conceptos tan importantes como el de «libertad clínica»
o el de «buena práctica clínica» (Gracia, 1993); en palabras de D. Gracia:
«...es necesario que se produzca un profundo replanteamiento de las bases
lógicas de la medicina, pues la lógica clínica que ha venido enseñándose
en las facultades de medicina era también a su modo paternalista en el
sentido de determinista. Cabe decir que el determinismo en la versión
lógica del paternalismo moral. Para pasar de un modelo moral paternalis-
ta a otro autonomista es necesario un cambio de la propia lógica de la
medicina, que tiene que pasar del determinismo al probabilismo. La lógi-
ca clásica iba muy bien para el tipo de información que el médico debía
dar al paciente en el modelo del “mayor bien para el paciente”, es decir,
en el modelo de beneficencia. Pero es absolutamente inservible en el
modelo de autonomía. En este modelo la lógica que ha de utilizarse no
puede ser otra que la lógica estadística...».
21
Hacia una teoría crítica
de la medicina clínica

Como hemos reclamado en otra parte (C-Soriguer Escofet, 1992), una


buena teoría crítica de la clínica sería aquella que surgiendo de los pro-
blemas planteados por la práctica, permite mediante el desarrollo meto-
dológico adecuado la intervención operativa sobre dichos problemas y las
soluciones. Sería aquella que sin olvidar los objetivos fundamentales de
las ciencias básicas, sea capaz de explicar los problemas clínicos como
problemas fundamentalmente humanos. Esta concepción de los proble-
mas clínicos como fundamentalmente humanos es una condición ineludi-
ble para que la transmisión de una información basada en el criterio de la
persona razonable, fundamento mismo del consentimiento informado,
pueda incorporarse a la clínica como una parte más de su práctica.
Una buena teoría crítica de la medicina clínica sería también aquella
que permita comprender a la clínica dentro de los otros grandes paradig-
mas de nuestro tiempo: el de la complejidad, el paradigma de las eleccio-
nes y el paradigma cualitativo. El primero no es más que el resultado del
reconocimiento de los límites, el segundo la aceptación de la convivencia
simultánea en nuestro tiempo de casi todos los modelos que hemos ido
exponiendo en las líneas precedentes, y el tercero es el resultado del
redescubrimiento del sujeto. Los tres son la consecuencia de una nueva
manera de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos. Esta nueva mane-
ra es, afortunadamente, muy cercana a los intereses y a los problemas de
la clínica, lo que está permitiendo la reconstrucción de su discurso teóri-
75
76 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

co y el desarrollo metodológico para la construcción del conocimiento clí-


nico, así como para la toma de decisiones. La aplicación sin más de la
visión clásica de la ciencia obliga a la clínica a ajustar su discurso a un
modelo determinista y reduccionista insuficiente para abordar la comple-
jidad de la clínica. Este tipo de modelo excluye todo tipo de autonomía en
los individuos o en los grupos, excluye la individualidad, excluye la fina-
lidad y en última instancia al sujeto (Morin, 1982).
Es esta situación «cuantofrénica» (Morin, 1982) del conocimiento una
de las razones de que al igual que otras disciplinas como la sociología o
la psicología, haya una medicina clínica que recibe el marchamo de los
científicos y otra a la que se le niega tal naturaleza o que se resiste a serlo.
Estas dos estrategias del conocimiento, una la que reconoce lo singular, lo
individual, lo contingente, lo improbable, el desorden; y otra que acepta
la regla, la ley y el orden, conviven dentro de la medicina clínica y la enri-
quecen. La complejidad no es solo lo embrollado, lo complicado, lo
enmarañado, lo que no puede describirse, es sobre todo una nueva mane-
ra no excluyente de ver el mundo en donde la convivencia de los distintos
paradigmas es posible y enriquecedora, en donde la multidisciplinaridad,
tan cara para la medicina clínica, no es la renuncia al conocimiento, sino
el reconocimiento de que «yo sé que tú sabes». Para algunos, esta aparente
anarquía epistemológica no es más que el resultado de la derrota de la
racionalidad y de la lógica frente a las «ultrajantes glorificaciones del
azar» (René Thom, Catastrophe Theory, 1960). Sin embargo, la historia
del conocimiento del último siglo nos demuestra que en el momento en
que las ciencias humanas (las humanidades) se modelan según un criterio
mecanicista, causalista y estadístico, surgido de la física, en ese momen-
to la misma física se remodela, se transforma radicalmente y plantea el
problema de la historia y del evento (Morin, 1982).
Como dice Edgar Morin, un mundo absolutamente determinado, al
igual que un mundo absolutamente aleatorio, sería un mundo pobre y
mutilado, el primero incapaz de evolucionar y el segundo incapaz tan
siquiera de nacer. Si a partir del siglo XVII se produce necesariamente
una ruptura entre el sujeto y el objeto como única manera de liberar el
pensamiento de las manos de los profetas, el siglo XXI tiene que ser el del
reencuentro de aquella escisión paradigmática entre el sujeto y el objeto,
esbozada ya a lo largo del siglo que acaba de terminar. Un encuentro feliz
que debe permitir el florecimiento de la clínica.
III
LA INVESTIGACIÓN
EN MEDICINA CLÍNICA
22
La investigación
en medicina clínica

Es este un libro que intenta reflexionar sobre la investigación (científi-


ca) en el campo de la medicina clínica. La medicina abarca un campo
enorme de conocimientos al servicio de una praxis aún más amplia. En las
páginas precedentes hemos ido desgranando lo que entendemos por medi-
cina clínica y lo ampliaremos en las páginas siguientes. Acotar este campo
es lo que obliga a poner el adjetivo clínico a los aspectos de la medicina
tratados en estas páginas. En ellas se habla de la investigación clínica, no
de la investigación en medicina. Aunque el marco general de la medicina
clínica se roza con el de otras muchas disciplinas, su mínimo común deno-
minador viene definido por la relación médico-enfermo. Hay otras
muchas ramas de la medicina que apenas tienen o tienen tan solo una rela-
ción indirecta con los pacientes. La medicina preventiva, la epidemiología
no clínica, todas las disciplinas llamadas comúnmente básicas como la
anatomía, la fisiología o la bioquímica, son disciplinas médicas que pue-
den desarrollarse sin ningún contacto directo con el enfermo. Battista
(1989) ha resumido bien la complejidad de la medicina de nuestro tiempo
como un continuo concéntrico entre todas las fuentes de conocimiento.
Como bien reza un viejo aforismo para la ciencia, la medicina no se
especializa, son los médicos los que lo hacen. Esta especialización no es
gratuita, aunque en muchos momentos se haya abusado de ella y pueda
haberlo parecido, sino el resultado de una necesidad para hacer frente a la
complejidad. El reconocimiento de la complejidad de la medicina de
79
80 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

nuestro tiempo llevó a los médicos a una situación paradójica. Al mismo


tiempo que se aumentaba la ambición de conocer había que reducir el
campo de actuación, lo que implicaba, aparentemente, una menor ambi-
ción por conocer. Esta pérdida fue sustituida rápidamente por una mayor
profundización que dio de inmediato frutos prácticos representados por el
dominio de habilidades tecnológicas que satisfacieron inicialmente las
necesidades prácticas de una época determinada. Bien pronto, sin embar-
go, se vio que la vía científico-tecnológica clásica aplicada al campo de
la clínica era inadecuada. Los pacientes lo identificaron como deshuma-
nización y los médicos sensibles como insatisfactoria desde el punto de
vista intelectual e ineficiente desde el punto de vista práctico.
No se trata desde este punto de vista de un rechazo a la especialización
en la medicina clínica, inevitable y necesaria, sino del secuestro por la tec-
nología del más preciado instrumento que el médico tiene: la reflexión
frente al enfermo, su capacidad para ser intérprete de los signos y los sín-
tomas, el uso adecuado del privilegio terapéutico y la empatía, esa habili-
dad para comprender y ser comprendido en el contexto cultural y huma-
no que le ha tocado vivir. El profesor Laín Entralgo ha reclamado en sus
libros y en los medios (Laín, 1977) la necesidad de volver a una forma-
ción humanista de las carreras universitarias. Con estas páginas se quiere,
siguiendo las recomendaciones del profesor Laín, sin pretensiones, con-
tribuir a esta formación no tanto desde una ilustración académica sino de
una reflexión sobre la cultura científica aplicada a la medicina clínica.
23
Qué investigación (clínica)
se hace (o debiera hacerse)

La investigación que se hace en cada momento es el resultado de los


valores, de los intereses y de las necesidades de esa época.
1. Los historiadores de la ciencia han demostrado que los descu-
brimientos científicos corren paralelos a los grandes cambios sociales y
culturales y que incluso cuando se adelantan a su tiempo tienen que espe-
rar para su reconocimiento a que llegue la hora adecuada. Es oficio de la
medicina clínica, como veremos más adelante, poner nombre a las situa-
ciones clínicas. Separar lo sano de lo que no lo es.
Es comprensible que la idea de salud sea de capital importancia en este
esfuerzo taxonómico. Los historiadores de la medicina ha demostrado
suficientemente cómo la idea de salud no ha sido la misma a lo largo del
tiempo. Para los griegos existía un orden natural, armónico, bello, justo, que
abarcaba tanto lo individual como lo social y lo cósmico. Un orden inmuta-
ble por ser de origen divino. La enfermedad, para Platón, Hipócrates y
Galeno por poner tres referentes claros, era un desorden de la naturaleza
que no puede ser separado del conocimiento de lo divino (sophia o cono-
cimiento filosófico). La medicina era (ya lo hemos recordado antes) tech-
né iatrike o arte de la medicina. Una medicina profundamente causalista
tanto para las res naturales (phisiología) como de las res contranaturales
(pathología) (Peset, 1993). Un causalismo determinista que llevó en los
albores de la revolución científica al gran desarrollo de ambas ramas de
la medicina, la patología y la fisiología, y a su identificación como disci-
81
82 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

plinas básicas (por científicas) de la medicina clínica. Este concepto de


salud como lo natural ha sido válido hasta muy recientemente.
La revolución científica y social de los dos últimos siglos cambiólas
coordenadas del problema y –dando un gran salto en la historia– llevó a
la OMS en 1946 a redefinir la salud como «un estado completo de bienes-
tar físico, mental y social, y no solo como la ausencia de enfermedad»
(Beauchamp y Childress, 1979). Era la consecuencia lógica de las grandes
revoluciones sociales del siglo XX, con la que hemos convivido todos los
médicos que nos hemos formado posteriormente a esa fecha clave de la
OMS. Una época en que disciplinas como la epidemiología y la medicina
preventiva han adquirido un desarrollo extraordinario.
Es un tiempo que coincide (como se ha comentado ya) con la ruptura
en la ciencia con los modelos deterministas de causalidad y la irrupción
de los modelos estocásticos y más recientemente de causalidad caótica o
indeterminista. La idea de salud sufre en este contexto una profunda trans-
formación, dejando de ser un valor absoluto. La relativización de los con-
ceptos y el desarrollo de los modelos epidemiológicos y de prevención
introducen el concepto de riesgo y con él una nueva manera (probabilísti-
ca) de concebir la salud y la enfermedad (y probablemente de estar sano
y/o enfermo).
Sin embargo, de la mano de la profunda crisis ideológica de nuestro
tiempo reciente, esta definición de salud de la OMS se antoja para muchos
escasamente operativa pues los médicos es posible que podamos prome-
ter la salud pero no la felicidad en este mundo. Es por esto por lo que se
empiezan a esbozar nuevas aproximaciones a la idea de salud como «la
apropiación por el sujeto de su propio cuerpo» (Gracia, 1996), una defi-
nición que encierra la idea misma de autonomía personal, que es también
la libertad de vivir la enfermedad de acuerdo con unos valores propios. Es
esta también la época del desarrollo de la bioética como parte inseparable
tanto de la investigación en ciencias de la salud como de la toma de deci-
siones en la práctica clínica misma, y de la aparición de nuevas aproxi-
maciones a la medicina clínica de la mano de la epidemiología clínica y
de la investigación cualitativa. Una época que empieza también a caracte-
rizarse por la denuncia de lo que algunos han llamado la tiranía de la salud
(Fitzgerald, 1994), un éxito tardío de la Némesis médica de Ivan Illich
(1974).
Esta situación no es tan lineal como la descrita y en el momento actual
conviven todas las aproximaciones al conocimiento. De hecho, cuando
QUÉ INVESTIGACIÓN (CLÍNICA) SE HACE (O DEBIERA HACERSE) 83

apenas estaban siendo asimilados por la medicina clínica los modelos de


causalidad estocástica y empezando a balbucirse en la práctica clínica la
influencia del paradigma cualitativo, resurgen con extraordinaria fuerza,
de la mano de la biotecnología y de la biología molecular, los modelos
biologicistas y deterministas de causalidad, como será comentado más
adelante. A la medicina clínica de nuestro tiempo le correspondería pro-
fundizar en los estudios de prevalencia como verdadera investigación
básica de la medicina clínica, la mejora de la eficiencia de las pruebas
diagnósticas, una mayor precisión en el pronóstico y desde luego la pro-
fundización en la validación de la terapéutica. Incluir los valores en todas
y cada una de las decisiones médicas y su cuantificación en términos de
eficiencia es una de las grandes asignaturas pendientes.
Como el Profesor Diego Gracia sugiere (1996), el futuro de la medici-
na no puede discurrir por una mayor acumulación exclusivamente cuanti-
tativa de conocimientos y tecnología. El futuro debe pasar por la intro-
ducción de elementos cualitativos en el desarrollo de los conocimientos
acumulados y en aquellos que se puedan ir produciendo. La investigación
clínica debe contribuir a la generación de preguntas que solo pueden ser
respondidas mediante la fisiología (fisiopatología), la biología molecular
u otras disciplinas no estrictamente clínicas, pero sobre todo debe desarro-
llar lo que los pedagogos llaman la investigación acción, que no es más
que hacer visible lo cotidiano (Santos Guerra, 1998), una cotidianidad que
en clínica viene presidida por la reflexión sobre la práctica y la naturale-
za de la clínica, como veremos más adelante.
2. El segundo gran grupo de condicionamientos de la investigación que
se hace en cada momento son los intereses que se encuentran activos en
cada grupo social y en cada época determinada. La investigación hoy es
irrealizable sin fuentes externas de financiación. Estas fuentes de finan-
ciación son públicas o privadas. En nuestro país la mayor parte de la inves-
tigación que se hace es financiada por agencias públicas. Esta situación
no es deseada por casi nadie y todos los líderes de opinión reclaman un
mayor protagonismo de las fuentes privadas en la financiación de la inves-
tigación médica (El País, agosto de 1996). Ambas fuentes orientan su
financiación hacia determinadas líneas: la financiación pública, en nom-
bre de las necesidades públicas, aunque estas necesidades son percibidas
de manera diferente según la ideología de los gobiernos respectivos.
En España el acceso al poder, la última parte del siglo XX, de un
gobierno de izquierdas, supuso importantes cambios en la administración
84 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

de los recursos dedicados a la investigación médica. Por un lado se pro-


dujo un notable incremento en la cantidad de dinero dedicado a la inves-
tigación. Por otro lado, de la mano del Fondo de Investigaciones Sanitarias
(FIS) se inició una política de formación en metodología de la investiga-
ción, de acercamiento de las agencias nacionales a los centros creando las
Unidades de Investigación (Red de Unidades de Investigación: REUNI) y
de apoyo a la epidemiología clínica (Ricoy, 1995), que ha cambiado en
pocos años las perspectivas de la investigación en biomedicina y en cien-
cias de la salud en España. Desgraciadamente esta política se ralentizó en
la última legislatura del gobierno socialista y casi se paralizó en los dos
últimos años.
En la primera parte de este libro se han hecho algunas consideraciones
sobre la situación de la investigación biomédica en el momento actual,
después de ocho años de un gobierno conservador que había prometido en
su primer año un incremento sustancial en los fondos dedicados a la inves-
tigación, sin que tal cosa haya ocurrido; y sobre las expectativas creadas
con el cambio de gobierno que en el primer trimestre de 2004 se acaba de
producir y sus renovadas promesas de incrementar los recursos dedicados
a la ciencia en España.
La financiación privada de la investigación en biomedicina y en ciencias
de la salud, en nuestro país es aún bastante escasa. Fundamentalmente está
dirigida a la financiación de ensayos clínicos. El desarrollo de la Ley del
Medicamento transformó los antiguos comités de ensayos clínicos en
comités de ética y ensayos clínicos, aumentando no solo el control de los
EC sino robusteciendo los criterios para su realización. El diseño de ensa-
yo clínico es el paradigma de la investigación experimental en clínica. Su
formulación y desarrollo ha ido creando una cultura científica compatible
con las normas de buena práctica clínica (BPC). Los EC son el tipo de
investigación terapéutica imprescindible para validar la bondad de un tra-
tamiento a la par que una buena fuente de financiación para los grupos de
investigación clínica. La mayor parte de los EC están patrocinados por las
empresas farmacéuticas y orientados a los intereses de estas empresas,
que sin duda en la mayoría de las ocasiones son también los intereses de
la sociedad.
Desgraciadamente, sin embargo, desde la perspectiva que nos ocupa en
estas líneas, el protagonismo de los investigadores clínicos que se enrolan
en los EC, muchas veces multicéntricos, es escaso: contribuyen apenas a
su diseño y nada a la discusión y análisis de los resultados, que repercuten
QUÉ INVESTIGACIÓN (CLÍNICA) SE HACE (O DEBIERA HACERSE) 85

escasamente en su formación investigadora, quedando reducidos los clí-


nicos que intervienen en estos ensayos a técnicos de su realización cuan-
do no sujetos pasivos de la promoción del patrocinador.
La cuestión ha llegado a ser de tal envergadura que en 2001 en una edi-
torial conjunto titulado: «Sponsorship, Authorship and Accountability»
los editores de Annals of Internal Medicine; Journal of the American
Medical Association; New England Journal of Medicine; Canadian
Medical Association Journal; Journal of the Danish Medical Association;
Lancet; MEDLINE/Index Medicus; New Zealand Medical Journal;
Journal of the Norwegian Medical Association; Dutch Journal of
Medicine; Annals of Internal Medicine; Medical Journal of Australia y
WJM western journal of medicine, han realizado la siguiente declaración:

...As editors of general medical journals, we recognize that the publication of


clinical-research findings in respected peer-reviewed journals is the ultimate
basis for most treatment decisions... As editors, we strongly oppose contrac-
tual agreements that deny investigators the right to examine the data inde-
pendently or to submit a manuscript for publication without first obtaining the
consent of the sponsor... Many clinical trials are performed to facilitate regu-
latory approval of a device or drug rather than to test a specific novel scien-
tific hypothesis... Authorship means both accountability and independence. A
submitted manuscript is the intellectual property of its authors, not the study
sponsor. ...We will not review or publish articles based on studies that are con-
ducted under conditions that allow the sponsor to have sole control of the data or
to withhold publication.

Sin embargo, la realización de ensayos clínicos es de capital impor-


tancia para la medicina clínica. En realidad el EC es, por su carácter
experimental, el paradigma de la investigación científica aplicada a la
clínica. En nuestro país el futuro de los EC debe pasar por un mayor
compromiso de los investigadores en el diseño del ensayo y una mayor
iniciativa en la generación de EC. Pero el que esto ocurra no va a
depender solo de la iniciativa de los clínicos españoles sino también de
la capacidad de las empresas farmacéuticas españolas para generar ini-
ciativas sobre productos que necesiten la realización de EC en fases I y
II, que por su carácter innovador son las que aportan una mayor canti-
dad de información (nueva) al cuerpo de conocimientos de la clínica.
Pero también va a depender de la capacidad del sistema tecno-gerencial
86 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

sanitario para hacer posible la compatibilidad de la (buena) práctica clí-


nica con la investigación clínica.
3. Los intereses ciudadanos deberían ser el tercer y más importante
factor que condicionara la investigación clínica que se hace y la que –en
nuestra opinión– debería hacerse. Sin embargo, los intereses ciudadanos
son difíciles de medir. El médico los conoce individualmente y tomados
como una generalidad suelen ser representados por las asociaciones ciu-
dadanas, los partidos políticos, los sindicatos y las asociaciones profe-
sionales. Ya hemos visto cómo el Estado suele asumir, a través de la
priorización de algunas líneas de investigación, lo que interesa en cada
momento que sea investigado. Pero incluso aunque pudiera medirse lo
que le interesa a la sociedad, el hecho de que las repercusiones de los
descubrimientos científicos sean en ocasiones impredecibles a medio y
a largo plazo relativiza la importancia de la priorización de las líneas de
investigación institucional.

En general, podríamos decir que la gente lo que quiere es ser atendida


por médicos que conozcan su oficio, solventes y capacitados para resol-
ver el problema que consultan; una solvencia que se supone es debida a
que el caudal de conocimientos ha sido adquirido científicamente
(Briskman, 1987) y por tanto ha sido validado y adquirido con rigurosi-
dad, y que además este mismo médico sea humano, es decir, sensible a su
problema, capaz de comprenderlo y de dedicarle un tiempo razonable.
Generalmente la gente no se pregunta cómo se valida esa práctica y supo-
ne que otros (las instituciones, las sociedades científicas, los colegios pro-
fesionales) son los encargados de velar por la idoneidad de la práctica pro-
fesional y de los conocimientos que la sustentan. Aunque todos los gran-
des periódicos incluyen alguna página de divulgación científica, general-
mente sobre temas de biomedicina, creemos que en España existe una pre-
caria cultura científica y una escasa sensibilidad sobre la importancia que
la investigación científica tiene para el desarrollo de un país y en el caso
de la medicina para una práctica clínica cualificada. Tampoco las autori-
dades (sanitarias) han asimilado la importancia de la investigación clíni-
ca, aunque las unidades de investigación en los hospitales estén empezan-
do a cambiar la sensibilidad de los gerentes de las instituciones sanitarias,
por tratarse del mejor instrumento al servicio de la política de garantía de
calidad de estas instituciones.
24
El principio de precaución
en la práctica clínica.
El ejemplo de las drogas
anorexígenas

El tratamiento de la obesidad ha generado unas enormes expectativas


en las empresas farmacéuticas. Aunque el consumo oficial de fármacos
antiobesidad ha ido disminuyendo en EE UU y también en España, en los
últimos años en los EE UU se ha producido un incremento de su consu-
mo, pasando el número de recetas de dexfenfluramina de 60.000 en 1992
a 1.100.000 en 1995 (anonimous,1996); e incluso a pesar de que la FDA
no ha aprobado aún el uso combinado de fentermina más fenfluramina, el
número total de prescripciones de ambas en EE UU ha excedido los 10
millones en 1996 (Langreth, 1997).
Entre 1967 y 1972 hubo una epidemia de hipertensión pulmonar pri-
maria en Suiza, Alemania y Austria asociada con un particular agente ano-
rexígeno, el amonorex fumarato (Gurtner, 1985). La incidencia de esta
enfermedad entre los pacientes que se sometían a cateterización cardiaca
aumentó por 10. Al comienzo de la década de 1990 investigadores fran-
ceses publicaron un conjunto de casos de hipertensión pulmonar primaria
en pacientes que habían tomado fenfluramina (Brenot, 1993). En 1996
Abenhain et al. (1996) publican un estudio de casos y controles en el que
encuentran que el uso de drogas anorexígenas, sobre todo derivados de la
fenfluramina, se asocia con un mayor riesgo de hipertensión pulmonar
primaria (Odds Ratio de 6,3). El consumo de anorexígenos en el año
inmediatamente anterior aumentó el OR a 10,1 y el consumo por más de
tres meses a 23,1. En el mismo número de la revista NEJM donde apare-
87
88 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

cieron algunos de estos resultados, Manson y Faich (Manson, 1996) en un


editorial por encargo, relativizan estos hallazgos en función de los posi-
bles sesgos de un estudio multicéntrico, la baja prevalencia de hiperten-
sión pulmonar primaria asociada a la ingesta de fármacos anorexígenos
(28 casos/millón de personas/año) y el beneficio de la pérdida de peso
(estimado por los autores en la prevención de al menos 280
muertes/millón de personas obesas/año), lo que arrojaría una relación
beneficio/riesgo de 20:1 favorable para el uso de anorexígenos en el tra-
tamiento de las personas obesas. Tanto el trabajo de Abenhain como el
editorial de Manson y Faich han sido motivo de un importante debate edi-
torial al haber, los propios editores de NEJM (Kassirer, Editor-in-Chief y
Angell, Executive Editor, 1996), desautorizado formalmente las opinio-
nes de Manson y Faich al considerarlas susceptibles de estar sujetas a un
conflicto de interés ya que ambos editorialistas habían trabajado en algún
momento para una de las compañías productoras de uno de los fármacos
motivo de la revisión editorial. Posteriormente fue publicada un caso de
hipertensión pulmonar primaria rápidamente fatal y tras solo 23 días de
tomar la combinación «fen-fen» (fenfluramina más fentermina) (Marck,
1997). Finalmente, Conolly et al. (1997) publican una serie de 24 mujeres
que tomaban la combinación fen-fen y a las que se les ha diagnosticado
una enfermedad de las válvulas cardiacas sin historia previa de esta enfer-
medad. En los casos en los que han sido intervenidas, la histopatología de
las válvulas era indistinguible de la enfermedad valvular inducida por
alcaloides ergotamínicos. Esta afectación valvular cardiaca fue después
confirmada por una declaración en cascada de casos a la FDA (Grahan,
1997), una situación que llevó a la empresa europea productora de la fen-
fluramina y dexfenfluramina a retirarla del mercado americano y europeo
en la primera quincena de septiembre de 1997 y a la posterior retirada del
mercado español por el Ministerio de Sanidad.
En el momento actual solo dos fármacos están autorizados para el tra-
tamiento de la obesidad, pero ninguno puede ser prescrito dentro de la
seguridad social. Esta limitación administrativa, en nuestra opinión, puede
también haber contribuido al deterioro de la calidad de la prescripción,
ahora dejada en manos de clínicas de dudosa acreditación y de médicos
con escaso bagaje profesional que entienden la obesidad más como un
asunto estrictamente técnico cuando no exclusivamente comercial que
como un problema integralmente clínico, con toda su dificultad. La
ausencia de información científica suficiente sobre la eficacia de los fár-
EL PRINCIPIO DE PRECAUCIÓN EN LA PRÁCTICA CLÍNICA 89

macos disponibles y sobre sus complicaciones a largo plazo convierte la


intención de tratar en una decisión cargada de incertidumbre. Es en este
sentido un típico problema de la medicina de nuestro tiempo. Ante una
persona obesa que consulta para adelgazar y que demanda (o no) la pres-
cripción de fármacos, la decisión de prescribirlos es un momento de gran
complejidad en el que intervienen la formación, los valores y los intere-
ses de los médicos, la opinión, la información y la decisión del paciente,
pero también la situación sanitaria del país en cada momento y la influen-
cia que la industria tenga en un área sanitaria determinada.
En general la mayor parte de las grandes revisiones recientes sobre la
cuestión coinciden en señalar la procedencia de considerar la obesidad
como una enfermedad crónica de alta prevalencia que podría beneficiarse
del tratamiento a largo plazo con medicamentos, al igual que otras enfer-
medades crónicas como la diabetes no insulinodependiente y la hiperten-
sión arterial. Frente a la estigmatización de las personas obesas por la
medicina (y por la propia sociedad) como personas con escasa voluntad
para enfrentarse a la reducción calórica necesaria para mantener un peso
razonable, la consideración de enfermo crónico en la misma línea de otras
enfermedades como las citadas, en las que también es necesario compar-
tir el tratamiento farmacológico con cambios de estilo de vida, vendría a
rehabilitar la obesidad y a las personas obesas al darles el estatuto defini-
tivo de enfermos a las personas y de enfermedad a la obesidad. Coincide
esta reconsideración terapéutica de la obesidad con la avalancha de estu-
dios que apoyan la predisposición genética a ser obeso. Estudios que
defienden el carácter orgánico del sobrepeso, y con él también la inten-
ción de tratar farmacológicamente a las personas con obesidad.
A pesar de que la investigación de nuevas moléculas para el trata-
miento de la obesidad no cesa, y a pesar del cambio de paradigma ante las
personas obesas, las expectativas de la industria farmacéutica y de la
investigación clínica se vuelven a encontrar una y otra vez con la tozudez
de los hechos: la dificultad de la mayoría de las personas obesas para per-
der peso y la gran facilidad para recuperarlo. Una situación que con los
fármacos actuales está lejos de ser resuelta satisfactoriamente. No es
sorprendente, pues, que en la revisión de la literatura nos encontremos
con actitudes entusiastas (Weintraub, 1996; Goldstein, 1994), optimistas
(Bray, 1993) o escépticos (Hirsch, 1994; Hopayian, 1995). No es indife-
rente la opción sociogénica o biogénica sobre las causas de la obesidad
que tengan los médicos prescriptores. Para algunos científicos y bastantes
90 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

médicos la obesidad es un problema orgánico que podrá ser resuelto el día


que conozcamos suficientemente la fisiopatología y la etiopatogenia de la
enfermedad. La gran cantidad de información disponible a este respecto y
los recientes descubrimientos sobre la genética de la obesidad apoyarían
sus tesis. Para otros, por el contrario, más allá de la predisposición indivi-
dual, la aparición epidémica de la obesidad en las sociedades de la abun-
dancia no vendría más que a considerar la obesidad como la expresión del
despilfarro energético de Occidente.
Estamos lejos aún de encontrar la píldora ideal que pueda resolver la
obesidad como problema epidemiológico y poblacional, pero disponemos
(y probablemente dispondremos en el futuro) de algunos fármacos que
permiten a los médicos ayudar a resolver problemas clínicos, sin tener que
tomar partido entre los que defienden la hipótesis del fenotipo cazador y
los que se adhieren al psicotipo sedentario de las sociedades occidentales.
Al fin y al cabo la función del médico es intentar ayudar a las personas
que sufren una enfermedad cualquiera que sea la causa, incluso aunque
esta no se conozca en su totalidad. Tomar partido por teorías causales con-
trapuestas e irreconciliables a la cabecera del paciente es una forma de
moralizar. El paciente obeso no puede convertirse en un campo de marte
donde se dirimen teorías más o menos científicas, ni en una feria de inte-
reses entre la industria farmacéutica y una medicina demasiado compla-
ciente. En nuestra opinión la reincorporación de los fármacos antiobesi-
dad a la prescripción por la seguridad social igualaría a las personas obe-
sas que demandan asistencia a las otras demandas sanitarias, a la par que
permitiría que la asistencia pública realizara también en este campo el
papel de equilibrio estandarizador del mercado de la salud que la sociedad
le tiene encomendado. Mientras esta situación de incertidumbre se man-
tenga, y probablemente se mantendrá por mucho tiempo, pues es consus-
tancial a la complejidad del problema, la única alternativa válida desde el
punto de vista clínico es la negociación con el paciente de las alternativas
terapéuticas, una negociación que debe seguir las pautas del consenti-
miento informado vigentes ya en otros países (Información Personal)
(Minneapolis, 1997).
Sin embargo, las publicaciones sobre los efectos adversos cardiovas-
culares arriba citados y el carácter preferente que dieron para su publica-
ción los editores de NEJM a los trabajos que demostraban los efectos
adversos de los anorexígenos vuelve a despertar la preocupación por el
uso poco riguroso de los fármacos anorexígenos. Así, Curfman (1997) se
EL PRINCIPIO DE PRECAUCIÓN EN LA PRÁCTICA CLÍNICA 91

pregunta si el uso de los fármacos anorexígenos sigue estando justificado.


Hasta que no conozcamos mejor los riesgos y los beneficios de su uso los
médicos deben distinguir entre aquellos pacientes que tienen una indica-
ción clínica y los que solo los demandan por razones más o menos cos-
méticas. En aquellos casos en los que la reducción de peso sea un impe-
rativo clínico, la indicación del uso de fármacos debe estar monitorizada
mediante exámenes clínicos regulares, incluidas evaluaciones ecocardio-
gráficas y probablemente durante bastante tiempo aún, dentro de proto-
colos de farmacovigilancia o de ensayos clínicos.
A la luz de las observaciones sobre los efectos adversos que han
comenzado ahora a publicarse los médicos debemos esgrimir uno de los
principios científicos a veces más olvidados: el principio de precaución
(Bodansky, 1991), desarrollado por primera vez en Alemania como un
medio de justificar la intervención reguladora para eliminar vertidos con-
taminantes al mar en ausencia de consenso sobre la nocividad al medio y
que bien puede justificar la moratoria solicitada por Curfman para el uso
de estos fármacos, sobre todo en aquellas situaciones en las que no hay
una razón clínica añadida para la pérdida de peso. Las personas que
deseen perder peso deberían consultar con su médico habitual o con los
especialistas debidamente acreditados en lugar de intentar obtener solu-
ción a su problema mediante médicos desconocidos o presuntas clínicas o
especialistas en obesidad que con frecuencia administran los fármacos
bajo fórmulas magistrales de muy difícil control. Como era de esperar, el
debate editorial aquí comentado ha dejado de ser un problema estrictamente
técnico y está ya presente también en los medios de opinión pública, que se
han hecho eco de él (De la Serna,1997). Una opinión pública informada que
debe convertirse en la mejor ayuda para una práctica clínica eficiente.
25
La experiencia de la
Doctora Marcia Angell

El New England Journal Medicine (NEJM) ha sido y sigue siendo para


los clínicos la biblia. Aún hoy es una de las revistas científicas con mayor
índice de impacto y con mayor autoridad moral. No se concibe ser un buen
clínico y no estar suscrito a ella. La Doctora Marcia Angell ha sido editora
durante muchos años de NEJM. La hemos citado en líneas precedentes con
motivo de su actuación como editora en el asunto de los anorexígenos.
Ahora, recién jubilada con 65 años, acaba de publicar un libro: About the
Drug Companies: How They Deceive Us and What to Do About It (La verdad
sobre la industria farmacéutica: cómo nos engañan y qué hacer al respecto).
El libro es el resultado de su experiencia como editora de NEJM y cuenta la
evolución de las compañías como agentes de investigación científica.
Los ensayos clínicos son el prototipo de la investigación experimental
en humanos. La incorporación sistemática del ensayo clínico en la eva-
luación de la práctica clínica dio carta de naturaleza científica a la clíni-
ca. En el comienzo los ensayos clínicos eran promovidos por los clínicos,
por las universidades, por los hospitales y sus resultados eran después uti-
lizados por las compañías farmacéuticas que explotaban comercialmente
el producto, lo que permitía su universalización. Fue el caso de la insuli-
na, cuyo descubrimiento por Banting y Best en el año 1921 cambiaría para
siempre la historia de la diabetes y la vida de las personas con diabetes.
Un año después, una pequeña compañía la comercializaría; hoy Lilly es
uno de los gigantes de la industria farmacéutica.
93
94 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

Sin embargo, en el momento actual la iniciativa de la investigación es


llevada por las empresas farmacéuticas. Son ellas las que deciden qué se
investiga y cuándo se publica. Han conseguido poner riendas a los con-
tratos de investigación, a menudo diseñando ellas mismas los estudios,
manteniendo los datos en secreto y decidiendo si publicar o no los resul-
tados. No es sorprendente que, incluso, hayan salido empresas privadas que
montan clínicas exclusivamente para la realización de ensayos clínicos.
Son muchas las razones que nos han llevado hasta aquí y una de ellas
es el enorme gasto que supone la puesta en el mercado de un nuevo pro-
ducto: «Necesitamos precios elevados para cubrir nuestros enormes gas-
tos en investigación», dicen las empresas, «y si reducís los precios asfi-
xiaréis la innovación». 1.000 millones de dólares de media para sacar un
producto al mercado, dicen las empresas. Pero para ser más exactos habría
que aclarar que es esta una cifra que se viene repitiendo regularmente con
la intención de que, como decía un proverbio chino, si repites una menti-
ra mil veces termina convirtiéndose en verdad. Pero la verdad es que un
grupo de economistas, financiados principalmente por la industria farma-
céutica, llegó hace algún tiempo a esta cifra tan citada. Sin embargo, en
su análisis incluyeron los fármacos cuyo desarrollo resultó más caro, los
nuevos compuestos desarrollados completamente por la empresa. Pero la
mayoría no son nuevos productos, en absoluto. Se trata, generalmente, de
los llamados fármacos «yo también», que son ligeras variaciones de pro-
ductos anteriores que ya se están vendiendo. De acuerdo con aquellos eco-
nomistas, el verdadero coste de sacar los raros medicamentos originales
ronda en realidad los 400 millones de dólares. Pero doblaron la cantidad
al tener en cuenta cuánto más podrían haber ganado las empresas si hubie-
ran invertido esos 400 millones de dólares ¡en otras cosas! Además no
incluyeron en el total las múltiples y generosas deducciones fiscales que
reciben las empresas por dedicarse a la investigación.
El hecho es que durante las dos últimas décadas las empresas farma-
céuticas han sido muy rentables. En 2002 las diez mayores empresas far-
macéuticas estadounidenses obtuvieron un beneficio neto del 17% de las
ventas, frente a una media del 3% obtenida por las demás empresas inclui-
das en el índice Fortune 500. En la década de 1990 los beneficios se man-
tuvieron entre el 19% y el 25%. Los precios están altos para mantener
unos beneficios altos. No es extraño, pues, que mientras se registra un cre-
cimiento de la producción de estos fármacos «yo también», pequeñas
variaciones de fármacos viejos que ya están en el mercado, de bajo coste
LA EXPERIENCIA DE LA DOCTORA MARCIA ANGELL 95

de producción y alta rentabilidad, haya escasez de algunos fármacos


importantes que a las farmacéuticas no les interesa fabricar. Como no es
sorprendente que más del 30% de los ingresos los dediquen a marketing
y administración, pues tienen que convencer a médicos y a pacientes de
que el nuevo fármaco «yo también» es mejor que el otro.
De todo esto habla la Doctora Angell en su libro y ha sido excelente-
mente recogido en una entrevista en el diario El País (21 de septiembre de
2004). Es también la experiencia de cualquier clínico que haya llevado a
cabo ensayos clínicos. Los ensayos clínicos solo los pueden hacer clínicos
ocupados que dispongan de series amplias en las que poder seleccionar un
número de pacientes que cumplan los, por lo general, estrictos criterios de
inclusión en el ensayo. En nuestro país la mayoría de los ensayos clínicos
se hacen dentro de la red de hospitales del sistema público. Es muy poco
frecuente que la iniciativa surja del investigador y lo habitual es que la
compañía farmacéutica ofrezca la realización del ensayo sobre un proyec-
to ya diseñado, generalmente bien diseñado, por una empresa dedicada a
la realización de este tipo de diseños. Son, además, casi siempre de carác-
ter multicéntrico. Por una u otra razón los investigadores ni participan en
la generación de la hipótesis, ni en el diseño del estudio, ni en la elabora-
ción y publicación de los resultados. Son meros agentes de la empresa que
utilizan los servicios públicos para la realización de los ensayos. Como
empresas privadas las empresas contratan los servicios de un grupo clíni-
co, que por lo general no tiene ni siquiera capacidad de negociar los tér-
minos del contrato, pues es del tipo de lo tomas o lo dejas que ya lo hará
otro. Por otro lado, hasta muy recientemente, la inexistencia de instru-
mentos administrativos en las instituciones para llevar a cabo el acuerdo
comercial, hacía que el reembolso económico se hiciera directamente con
los investigadores principales del ensayo, lo que ha conducido a todo tipo
de situaciones, algunas de ellas verdaderamente picarescas. Una situación
que con las actuales fundaciones está empezando, al menos, a hacerse
transparente, suponiendo en este momento una parte muy importante de
la financiación de la investigación científica de los servicios médicos de
los hospitales y a través de ellos de la investigación científica de las fun-
daciones y de todo el hospital.
26
Los comités de ética

Desde luego los comités de ética de los hospitales tienen mucho que
decir a este respecto. Los de ética e investigación clínica y los de ética
asistencial. En EE UU, en 1962 en Seattle se crea la God’Commite, que
podría ser considerada la primera comisión de ética institucional propia-
mente dicha. Surgen los comités como una necesidad ante la impotencia
de la ley para dar respuesta en tiempo real a los nuevos retos de la cien-
cia, de la tecnología y también a los rápidos cambios de una sociedad civil
cada vez más dinámica. Son por encima de otras cosas instrumentos de
autorregulación cívica, más que agentes de la instrucción política. Así en
EE UU se crean los Institutional Review Boards (Comités de Ética e
Investigación Clínica) y los Institutional Ethics Commites o Comités de
Ética Asistencial en los centros sanitarios de mayor crédito, que poco a
poco van siendo trasladados en Europa.
En España con la Ley General de Sanidad de 1990 se crean los comi-
tés de ética e Investigación clínica, que sustituyen a los viejos Comités de
ensayos clínicos. En cambio los comités asistenciales de ética solo han
fructificado en pocos centros, uno de ellos precisamente el del Hospital
Universitario Carlos Haya, donde trabajo, que contó durante años y de
manera ininterrumpida con un comité de ética asistencial, disuelto hace
algunos años por la dirección del hospital sin que se hayan dado aún sufi-
cientes razones para ello y cuya rica experiencia es una pena que no haya
sido utilizada a la hora de diseñar los nuevos comités de ética que se han
97
98 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

creado desde arriba en Andalucía. Además de estos comités instituciona-


les, poco a poco, se van creando comités nacionales de bioética como fue
el caso en 1983 de Francia, el más conocido, o internacionales como el
Comité Ad-Hoc d’Éxpert sur la Bioéthique por el Consejo de Europa de
1985, el Comité Internacional de Bioética por la UNESCO en 1993, el de
la Academia Pontificia por la Vida en 1994 por Juan Pablo II en el Estado
Vaticano o en 1995 por el presidente Clinton en EE UU: The National
Bioethics Advisory Commision. Otros muchos se han ido creando.
Llevado por esta corriente en 1988 el Ministerio de Sanidad decide la cre-
ación de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida
(CNRHA), que no elabora su primer informe hasta ¡diez! años después.
El resto de la historia del primer Comité Nacional de Ética español ya la
ha contado y denunciado Anna Veiga, bióloga y miembro del CNRHA,
en un periódico de difusión nacional, al tiempo que manifestaba su
decepción por «haber trabajado en balde y sobre todo la impotencia que
produce no recibir respuesta de quien nos convocó» (el Ministerio de
Sanidad). Sorprendentemente el Ministerio de Ciencia y Tecnología acaba
de crear otro Comité Nacional de Ética que no puede sino tener unos obje-
tivos muy parecidos al del Ministerio de Sanidad. Nadie ha justificado las
razones de la necesidad de esta multiplicación de comisiones asesoras de
ética, ni de su falta de operatividad. Las historias de estas dos comisiones
son un buen ejemplo de lo que no debe ser una comisión de ética.
Me he permitido esta breve e inevitablemente incompleta reseña para
que el lector vea que hay alguna experiencia sobre la que aprender, tanto
en España como fuera de ella, y que sería muy conveniente considerarla
cuando, como ha ocurrido en Andalucía, se han creado nuevas comisiones
y se han refundado las antiguas. Independencia, pluralismo, respetabili-
dad y capacidad de argumentación son condiciones imprescindibles de
cualquier comité de ética, ya sea local, autonómico o nacional. Un comi-
té de ética es siempre un comité asesor, pero no (solo) del aparato políti-
co o administrativo. Lo es sobre todo de la sociedad. Por eso es intolera-
ble que una vez creado, los informes y las propias deliberaciones de los
comités queden a la discreción de los intereses del ejecutivo. La creación
de comités de ética necesita de la regulación institucional tanto como tam-
bién de su distanciamiento de las instituciones. Por eso es tan importante
la prudencia en su generación, por lo que deberían iniciar su funciona-
miento como comisión promotora, más que como comité establecido,
encargada de hacer una especie de oferta pública de criterios de idoneidad,
LOS COMITÉS DE ÉTICA 99

de convocatoria de aquellas personas que respondan a las características


arriba reseñadas de independencia, respetabilidad y capacidad de argu-
mentación. Crear un comité de ética o unas comisiones de ética para
reforzar el control político sobre la sociedad civil, en el que los miembros
están allí por su representación estamental o política más que ciudadana,
es invertir la dirección de la flecha pues la razón última de ser de las comi-
siones es probablemente la contraria, la de controlar a través del asesora-
miento, del consejo y de la orientación del debate público, las naturales
tendencias del poder político a intervenir desde su posición partidaria.
En Andalucía, en los últimos años se ha producido una renovación
radical de las comisiones de ética. Han desaparecido los viejos comités
de ética e investigación clínica y se han creado otros nuevos, unos de
investigación clínica y otros de ética, separando la evaluación ética de la
técnica y científica y rompiendo con una de las conquistas más importan-
tes de los años noventa, cuando después de la Ley General de Sanidad se
antepone la palabra ética (y con ella la prioridad de la evaluación ética, al
nombre y a la praxis de los antiguos comités de ensayo clínicos. Los nue-
vos comités de investigación están constituidos estamentariamente y no
representan a la conciencia científico-técnica de las instituciones ni desde
luego a la voluntad de evaluación ética que ha pasado a depender de otros
comités, comités de ética que nadie sabe qué son ni cuándo van a funcio-
nar, pues serán comités de ética nombrados desde arriba y no, como se ha
apuntado en las líneas precedentes, surgidos del interés y de la preocupa-
ción de los propios agentes profesionales y sociales. Por otro lado, se ha
creado un comité central de ensayos clínicos y otro de ética (en Sevilla);
se encarga el primero de seleccionar y adjudicar todos los ensayos que se
realizan en la comunidad autónoma, rompiendo así con otra conquista de
los años noventa cuando todos los ensayos clínicos estaban centralizados
en el Ministerio de Sanidad (Madrid) y fueron descentralizados a cada
uno de los comités de ética e investigación clínica que surgieron en
cada institución como consecuencia del desarrollo de La Ley General de
Sanidad. Bajo el objetivo, aparentemente noble, de controlar los ensayos
multicénticos y los intereses de las multinacionales, las consecuencias han
sido la burocratización de los procedimientos de evaluación y la drástica
reducción de los ensayos clínicos en Andalucía.
Si hoy ya sabemos que los Estados son demasiados pequeños para
solucionar las cosas grandes y demasiado grandes para solucionar las
pequeñas, una comunidad autónoma debería tener sentido de la medida y
100 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

no pretender desde su modesta administración meter en vereda a las mul-


tinacionales. Salvo que sea esta una disculpa para aumentar el control
sobre los profesionales y sobre el propio sistema, que para eso sí tiene
poder suficiente. Esperemos que las aguas vuelvan a su cauce, pues había
y hay otras soluciones que tienen que pasar por una mayor participación
de las instituciones, de los profesionales y de la propia sociedad en el
seguimiento de los ensayos clínicos en marcha. Si se intentaba controlar a
las multinacionales, desde luego se ha fracasado; si el objetivo era con-
trolar la picaresca, en el empeño de limpieza se ha tirado al niño por el
desagüe con el agua sucia de la bañera, pues ahora se hacen en Andalucía
bastante menos ensayos clínicos que hace solo dos años y probablemente
de peor calidad.
27
El código de Nuremberg,
sesenta años después

El código de Nuremberg es el más importante documento de la historia


de la ética de la investigación biomédica. Fue, sobre todo, la respuesta de
una sociedad y de una profesión horrorizada ante la historia más triste y
oscura de la medicina moderna: el papel jugado por los médicos alemanes
y austriacos durante la época nazi. El código fue formulado en agosto de
1947, poco después de que finalizara el llamado juicio de los médicos,
uno de los juicios que se celebraron en Nuremberg después de la Segunda
Guerra Mundial y en el que fueron juzgados veintitrés acusados de crí-
menes contra la humanidad, veinte de los cuales eran médicos. Quince
médicos alemanes fueron considerados culpables y siete de ellos conde-
nados a muerte y ejecutados (Shuster, 1997).
Durante muchos años, poca atención se le ha prestado a esta historia y
hemos preferido pensar que solo fue el resultado de la colaboración de
unos pocos médicos desalmados que fueron juzgados y condenados. Sin
embargo, a partir de los años setenta, las evidencias históricas han ido
haciendo emerger otra realidad más amarga. Una parte muy importante de
los médicos alemanes y austriacos colaboraron con el nazismo. De hecho
el 45% de los médicos alemanes pertenecieron al partido nazi, un por-
centaje mayor que el resto de las profesiones. Algo parecido ocurrió en
Austria. En las universidades y en las facultades de medicina austriacas y
alemanas, los médicos judíos ocupaban una parte muy importante de su
profesorado. En Viena, el 78% del profesorado de la facultad de medici-
101
102 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

na fueron forzados a dejar sus puestos ante la complacencia, cuando no la


colaboración, del resto de los colegas, que vieron, además, en esta medi-
da una magnífica oportunidad para ocupar sus plazas y recibir su cliente-
la. Por otro lado, hoy conocemos que la colaboración de los médicos ale-
manes y austriacos en la «solución final» fue algo más que coyuntural,
como lo fue también la utilización de muchos científicos alemanes en la
experimentación con seres humanos (Lerner, 1995).
Cómo se pudo llegar a esta situación es algo que hoy nos preguntamos
con incredulidad. Aaron Appelfeld (2005), escritor israelí y superviviente
del holocausto, nos recuerda que en la Edad Media a los judíos los perse-
guían y los mataban por sus creencias, pero que en Auschwitz lo hicieron
por la sangre que corría por sus venas. En el Holocausto la biología deter-
minaba el destino de una persona. Los médicos alemanes comenzaron a
colaborar con el Estado en políticas eugenésicas y de higiene racial ya
desde el comienzo del siglo XX, mucho antes, incluso, de que el partido
nazi alcanzara el poder. Entre 1933 y 1939 se estima que fueron esterili-
zadas cuatrocientas mil mujeres alemanas con diferentes grados de tras-
tornos mentales. Los psiquiatras alemanes diseñaron e implementaron el
llamado programa T-4, con el que fueron eliminados con el pretexto euge-
nésico numerosos niños y adultos con minusvalías físicas y psíquicas.
Durante los años de la guerra la propaganda nazi, con la activa coopera-
ción de los médicos, identificó lo judío como una metáfora de la enfer-
medad, legitimando el horror de la «solución final». Los médicos contri-
buyeron también a la muerte de enfermos psiquiátricos con el objetivo de
dejar camas libres con fines militares y tuvieron una colaboración muy
activa en los campos de prisioneros, utilizando a muchos de ellos en expe-
rimentos y en la selección de aquellos que podrían trabajar y aquellos que
serían exterminados. El silencio cómplice de los médicos alemanes y aus-
triacos no fue muy diferente al del resto de la población, aunque su masi-
va colaboración sólo es posible entenderla si se conoce cómo la sociedad
científica alemana en general y la médica muy en particular, habían adop-
tado ya en los comienzos del siglo XX un pensamiento biologicista radi-
cal que reducía la condición humana a un conjunto de eventos biológicos
que podían y debían ser manipulados en nombre de bienes mayores como
eran la salud, la sociedad y, cuando llegó el momento, el Estado y el pue-
blo alemán. De la eugenesia como posición científica a la eugenesia como
opción académica, y de esta a la eugenesia como opción política.
Se conmemora en las fechas en las que termino este libro el sesenta
EL CÓDIGO DE NUREMBERG, SESENTA AÑOS DESPUÉS 103

aniversario del holocausto y es un buen momento para recordar también


el código de Nuremberg, la primera respuesta moral a la barbarie. Los
diez puntos del documento nos recuerdan que la investigación científica
no puede estar por encima de la libertad y de la autonomía del sujeto. Que
un experimento no es, no puede ser científico, si conculca lo que algo des-
pués se llamaría por todo el mundo los derechos humanos. Que el jura-
mento de Hipócrates es una condición necesaria de la ética médica pero
que no fue suficiente para evitar el holocausto, pues hoy ya sabemos que
no hay especialistas en fines sino en medios y que nadie puede decidir
cuáles son el bienestar y los intereses últimos del paciente o del sujeto de
la experimentación. Nunca debió ocurrir aquella barbarie, pero al menos
tenemos que conseguir que la muerte y el sufrimiento de las víctimas no
hayan sido en balde. Nunca más debemos bajar la guardia y olvidar que
no solo hay hombres perversos sino también personas que, como parte de
la clase médica de la primera mitad del siglo XX, se dejan contagiar por
lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal. Hoy ya sabemos que de
todas las armas de destrucción masiva las ideológicas son las más letales.
Por eso, frente a la tentación de la barbarie, la única defensa es la del rear-
me moral. Con los horrores de la medicina durante la Segunda Guerra
Mundial, la ciencia perdió la inocencia, esa ingenua vocación de neutrali-
dad. Desde que se publicó el código de Nuremberg la sociedad occidental
no ha cesado de construir barreras legales ante una ciencia que, dejada de
la mano de la ilustración y del humanismo, puede degenerar en los horro-
res de Auschwitz. La conmoración del código de Nuremberg nos debe ser-
vir para continuar la reflexión sobre la buena práctica clínica y sobre los
límites de la medicina, de la ciencia y sobre la responsabilidad individual
y pública de los médicos. Unos límites y una responsabilidad que no
deben esperar a los grandes conflictos para ponerse a prueba ni para irse
construyendo día a día.
Desde la declaración de Helsinki hasta el informe Belmont, todo un
andamiaje legal y ético se ha construido para que nunca más haya que
hacer un segundo Nuremberg. La creación de los comités hospitalarios de
ética y de investigación en EE UU primero y en todos los países europe-
os después, fue la manera de llevar a la práctica las declaraciones que se
han ido produciendo. También en España, en donde ya la vieja Ley
General de Sanidad antepuso las garantías éticas a la evaluación científi-
ca al renombrar los viejos comités de ensayos clínicos como comités de
ética e investigación clínica. Por eso no nos satisface la reciente reforma
104 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

de los comités científicos de los hospitales andaluces, que separan en dos


comités distintos la evaluación ética de la evaluación técnica. Y no nos
satisface no porque haya ni siquiera atisbos de abuso ético en nuestras ins-
tituciones y mucho menos en la mente del legislador andaluz que las ha
modificado, sino porque interrumpe tan innecesaria como inoportuna-
mente una tradición que arranca desde Nuremberg que antepone la ética
a la ciencia y porque dificulta con la burocratización y la excesiva nor-
mativización del nuevo modelo, la participación de los médicos y del per-
sonal sanitario en la construcción permanente de una cultura profesional
ética que es la mejor garantía de que no se produzcan excesos en la prác-
tica y en la investigación clínicas.
28
El caso del IK

Algo que sí puede hacer una Comunidad autónoma es promocionar ensa-


yos clínicos que interesen a la sociedad y que estén huérfanos de patrocinio.
Es el caso, reciente, del IK (yoduro potásico). En España, como en la mayo-
ría de los países europeos y del resto del mundo, hay zonas muy importan-
tes con deficiencia de yodo, cuyas consecuencias sobre la salud infantil son
bien conocidas (Morreale, 2004; C-Soriguer, 2001). En muchos países se
han ejecutado políticas de yodoprofilaxis que han conseguido erradicar la
deficiencia. No es el caso de España, que aún no ha ejecutado un programa
nacional de erradicación. Hoy sabemos que la infancia es ya un momento
tardío para la yodoprofilaxis y que el mejor momento es el embarazo. Pero
en España no hay ningún medicamento que contenga solo IK y los que lo tie-
nen son polivitamínicos con los que para conseguir la dosis óptima de IK se
corre el riesgo de alcanzar dosis tóxicas de alguna vitamina como la A. En
España no hay ningún producto farmacéutico de IK y su comercialización en
comprimidos es una necesidad demandada por la comunidad científica. En
Septiembre de 2004 una pequeña compañía farmacéutica estaba a punto de
hacerlo, pero pocas semanas antes ha sido absorbida por otra que no se ha
responsabilizado de sus compromisos. Una vez más los clínicos nos hemos
quedado sin IK y por tanto sin poder hacer una adecuada intervención sobre
la deficiencia de yodo. Es una pena que las autoridades sanitarias no hayan
puesto ningún celo en estimular la producción de este barato medicamento.
En la primavera de 2005, una compañía italiana ha comercializado, por
fin, un preparado de yoduro potásico.
105
106 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
29
La libertad
de investigación

Esta dificultad para definir los intereses ciudadanos en materia de


investigación clínica nos lleva a plantear la importancia de la libertad
de investigación. La investigación clínica solo la pueden hacer clínicos
ocupados, es decir, médicos con la experiencia clínica suficiente como
para habérsele planteado el número suficiente de problemas de los que
surgirán las preguntas, que son como bien nos recuerda Popper el comien-
zo de cualquier proyecto de investigación (Popper, 1989), y con un caudal
suficiente de pacientes como para poder englobar series que sustenten
estadísticamente la experiencia. Las hipótesis generadas por los clínicos
para resolver sus problemas clínicos generarán proyectos de investigación
útiles para los ciudadanos que potencialmente serán algún día atendidos
por estos mismos o por otros clínicos. Diego Gracia opina que la libertad
de investigación tiene el rango de los derechos humanos (Gracia, 1993).
La cuestión de la libertad de investigación no es nueva; «La república
no necesita científicos», dicen que dijo Jean-Paul Marat (1743-1793) para
justificar la guillotina de Lavoisier. Sí lo es la calidad del debate sobre la
cuestión, sobre todo por la aceleración biotecnológica de nuestro tiempo,
que ha llevado a una situación paradójica. Por un lado para evitar los posi-
bles excesos cada vez más se pide el estricto control, cuando no la prohi-
bición, de la investigación biotecnológica (o nuclear) por parte del Estado
y de las organizaciones internacionales. Por otro lado, en ocasiones por las
mismas personas, se demanda la libertad de investigación, también, sin
107
108 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

restricciones. Hay razones para esta aparente contradicción, que ha sido


resuelta solo parcialmente con la renuncia voluntaria a la investigación
por parte de los investigadores, como es el caso de la moratoria de
Asilomar en 1973 (Waston, 1981), la propuesta por Jaques Testart (1988)
o la del Congreso de Bilbao para la manipulación de las células germina-
les (Gracia, 1993).
Tal vez algunos clínicos crean que esta cuestión de la libertad de
investigación solo afecta a aquellas cuestiones que tienen que ver con la
ingeniería genética u otras biotecnologías de similar carácter. Me per-
mito por esto contar una historia y el lector me disculpará el que eluda
la identificación de los protagonistas. Los responsables sanitarios de
una determinada autonomía han encargado recientemente a una socie-
dad científica la realización de un estudio sobre la prevalencia de la obe-
sidad y otros factores de riesgo cardiovasculares y su asociación con la
ingesta de alimentos y otros hábitos de salud. La iniciativa es loable
pues solo desde el conocimiento de la realidad es posible diseñar estra-
tegias adecuadas para modificarla. El grupo de trabajo de la sociedad
científica ha diseñado un minucioso proyecto científico a lo largo de
varios meses, proyecto que ha pasado por la evaluación y la aprobación
de una agencia de evaluación independiente. Sorprendentemente, en el
momento de la firma del acuerdo fue introducida una cláusula que obli-
gaba a que los resultados de la investigación pasarían previamente por
una revisión y aprobación de los responsables políticos de la consejería
con vistas a considerar la oportunidad política de su publicación. En
otras palabras, como el proyecto era financiado por la consejería, si los
resultados científicos no satisfacían a los intereses políticos de los
financiadores no serían publicados. A pesar de todo el enorme trabajo
desarrollado hasta ese momento la sociedad científica no firmó el
acuerdo, esgrimiendo el derecho a la libertad de investigación. La
Constitución española de 1978 recoge expresamente este derecho
(Gracia, 1993; Punset, 1992):

1. Se reconocen y protegen los derechos:


a. expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opinio-
nes mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de
reproducción;
b. la producción o creación literaria, artística, científica y técnica;
c. la libertad de cátedra;
LA LIBERTAD DE INVESTIGACIÓN 109

d. comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier


medio de difusión. La ley regulará el derecho a la cláusula de
conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas liber-
tades.
2. El ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante nin-
gún tipo de censura previa.

Hicieron bien estos clínicos en renunciar al proyecto científico en estas


condiciones, pues la Constitución dice en el mismo capítulo que «solo
podrá acordarse el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios
de información en virtud de resolución judicial». Naturalmente existen
limitaciones a este derecho (la libertad de investigación), por razones de
bien público, para proteger los derechos de los demás, tanto en el orden
de la vida biológica (no maleficencia) como en el de la social (justicia)
(Gracia, 1993), pero no parece que en el caso real contado hayan existido
para la censura otras razones que las del oportunismo político. Así pues,
la libertad de investigación es una frágil conquista, un derecho humano de
segunda generación que puede verse cercenado por la propia autocensura
en forma de moratorias, por el control de los diseños y los resultados por
la empresa privada tal como han denunciado los editores de las más
importantes revistas científicas médicas o por el oportunismo de la acción
política, claramente explicitado en la historia contada más arriba.
El verdadero límite de la investigación clínica como derecho viene
dado por el posible conflicto con los derechos humanos de los pacientes,
una cuestión que es la razón de ser de una parte de la bioética moderna.
En la práctica la resolución satisfactoria del posible conflicto se garantiza
por un lado por el ejercicio de un consentimiento informado «activado» y
por otro por la participación de los comités de ética e investigación clíni-
ca de las instituciones sanitarias. El consentimiento informado para la
investigación clínica, además de un instrumento ético-legal, pone a prue-
ba la calidad de la relación médico-enfermo y el nivel ético de los médi-
cos-investigadores, pues cuando un paciente va a un médico lo hace aque-
jado de un problema y con el deseo de que lo curen pero no de verse
sometido a un proceso de experimentación. Exagerando algo podríamos
decir que cuando mejor informado estuviese un paciente de la naturaleza
de la investigación en la que se le solicita su participación, las posibilida-
des de que se negara serían mayores. Se trataría de una ley no escrita que
en el extremo de la información tendería a cero de participación o (lo que
110 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

sería tal vez peor desde el rigor del diseño del estudio) la participación
quedaría sesgada a los pacientes con un perfil determinado (altruistas,
agradecidos, etc.), lo que podría invalidar la generalización de los resulta-
dos. Estas y otras razones solo apuntadas a lo largo de las páginas ante-
riores hacen que la investigación clínica sea tan necesaria como difícil. Es
esta dificultad lo que justifica el que muchos clínicos abandonen la inves-
tigación sobre los aspectos que les son propios por otras áreas de la bio-
logía y biopatología humana. Pero también esta misma dificultad ha
hecho que, como hemos comentado en la primera parte, muchos clínicos,
cansados de percibir anomalías en el sentido que Kunt daba a este con-
cepto (1970) por la aplicación única de las teorías biologicistas al domi-
nio de la clínica, se empeñaran hace ya años en desarrollar una teoría crí-
tica de la medicina clínica (C-Soriguer, 1992). Una teoría capaz de, como
ya se ha comentado, dar contenido a los problemas de la clínica y de jus-
tificar una metodología propia (Fletcher, 1989) que toma de las ciencias
positivas su rigor aunque sea en nombre de un determinismo estocástico,
de la sociología y de la pedagogía su capacidad para tratar con variables
blandas y que incorpora la bioética, es decir, al sujeto, en el centro mismo
de la estructura metodológica.
En resumen, podemos decir que en cada época se ha hecho la inves-
tigación médica que correspondía a las ideas que dominaban en dicha
época. En el último siglo se han producido importantes avances en el
conocimiento de la fisiología y fisiopatología de las enfermedades gracias
al desarrollo de la investigación en biología aplicada a la medicina. En el
momento actual, sin abandonar aquellas áreas, parece necesario profundi-
zar en una investigación propiamente clínica que sea capaz de desarrollar
cualitativamente muchos de los actuales conocimientos biológicos y que
sea capaz de dar respuesta a las nuevas maneras de percibir la salud y la
enfermedad. El desarrollo de lo que hemos llamado arriba «teoría críti-
ca de la medicina clínica», se enfrenta al enorme crecimiento de la bio-
logía molecular, que con su arsenal tecnológico junto a los grandes
recursos a ella destinados, eclipsa y neutraliza el futuro de este nuevo
paradigma cualitativo y clínico.
30
Quién hace (o debe hacer)
la investigación clínica

Si aceptamos, tal como se ha ido sugiriendo en las páginas anteriores,


que la clínica es una disciplina que acumula científicamente el cuerpo
doctrinal que la sustenta, la conclusión es que la investigación clínica la
tienen que hacer los clínicos. Sin embargo, el carácter práctico de la medi-
cina clínica y la urgencia de actuar (de tomar decisiones), han negado a
los médicos el estatuto de científicos salvo que se dediquen a la investi-
gación biológica que nutre a la clínica. También los propios clínicos se
habían excluido de la potencialidad científica quedando convertidos en
meros agentes de unos conocimientos que venían dados desde otras disci-
plinas (y desde otras necesidades teóricas). Hay muchas razones para esto,
no siendo la menor la dificultad para encarnar en la misma biografía el dis-
tanciamiento que exige la investigación científica y la proximidad y el com-
promiso de la acción clínica. De hecho, todos conocemos a ilustres clínicos
que son incapaces de elaborar una hipótesis científica o de desarrollar un
proyecto de investigación. También, a la inversa, a clínicos que, seducidos
por la investigación científica, abandonan la idea de compromiso en el sen-
tido arriba comentado, terminando por perder ese sexto sentido clínico que
distingue a los buenos clínicos y del que hablaremos más adelante.
Sin embargo, cada vez son más los clínicos que son capaces de interiori-
zar ambas dimensiones (la toma de decisiones clínicas y la investigación clí-
nica). De hecho, en los grandes hospitales casi todos los médicos realizan
proyectos de investigación aunque la mayoría de ellos renegarían de la con-
111
112 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

dición de científicos. Representa esta situación una jerarquización entre el


compromiso científico (teórico) y la acción clínica (práctica), de manera que
hay médicos que en diferentes momentos de su vida polarizan más su acti-
vidad hacia la investigación clínica y otros que contribuyen solo indirecta-
mente al desarrollo de esta investigación. De hecho, uno de los problemas de
los planificadores en lo que respecta a la investigación en biomedicina es que
cualquier médico en algún momento puede hacer (o intentar) alguna contri-
bución científica. Esta situación es ambigua pues por un lado es un potencial
enorme de recursos humanos pero por otro también es causa de una investi-
gación ineficiente, ya que la mayor parte de los médicos carecen de la for-
mación necesaria para desarrollar adecuadamente un proyecto de investiga-
ción. Afortunadamente la implantación de las unidades de investigación en
los centros sanitarios contribuyó en parte a mejorar esta situación.
No es sorprendente esta tentación investigadora de muchos clínicos
pues la clínica diaria reúne dos de las más importantes condiciones del
pensamiento científico: la detección de problemas y la estructura lógica
hipotética deductiva. De las numerosas formas a las que se puede llegar al
diagnóstico de una enfermedad, la hipotética deductiva del diagnóstico
diferencial es la que más define el razonamiento clínico. La historia clí-
nica sigue siendo la pieza clave del diagnóstico y el instrumento que iden-
tifica a la clínica. De hecho, a la pregunta de quién es el médico de este o
aquel paciente la respuesta es que aquel que hace la historia clínica por
primera vez. Una vez establecido el primer contacto abierto con el pacien-
te, el médico experimentado debe ir orientándolo de acuerdo con las suge-
rencias que se le ofrecen ya desde el primer momento. Conciliar la posi-
bilidad de dejarse sorprender por la historia del paciente con la búsqueda
orientada es una de las características que definen al buen clínico. Hemos
colocado ya en esta fase inicial la identificación de los valores del paciente
(y la contrastación con los propios del médico) porque es precisamente la
presencia de estos valores lo que hace a la clínica una disciplina diferen-
te y justifica parte de su complejidad (incluida la dificultad para justificar
su estatuto de científica).
El examen físico forma parte de la historia clínica y debe ser sistemá-
tico pero orientado ya por la anamnesis. Es, además, una parte muy
importante de la comunicación entre el médico y el paciente dentro de lo
que la psicología llama lenguaje no verbal. Es en este primer contacto
cuando debe producirse la empatía y la base de lo que a medida que
aumente la relación profesional se convertirá en lo que Laín llama la amis-
QUIÉN HACE (O DEBE HACER) LA INVESTIGACIÓN CLÍNICA 113

tad médica (Laín, 1986). Numerosos estudios han demostrado que los sín-
tomas y los signos extraídos por un médico competente de la historia clí-
nica tienen en la mayoría de las ocasiones un poder diagnóstico superior
a muchos de los tests biológicos (Sackett, 1987), aunque naturalmente
existe una gran variabilidad dependiendo de la fuerza de los síntomas (ver
tabla más abajo). El conocimiento de la sensibilidad y especificidad de los
síntomas y signos (solos o asociados sindrómicamente) es una de las razo-
nes de ser de la investigación clínica, pues la eficiencia de los tests diag-
nósticos que serán solicitados a posteriori va a depender de la probabili-
dad (o grado de incertidumbre) con la que el clínico llegue al final de la
realización de la historia clínica.
La solicitud de las pruebas diagnósticas (cuando sea necesario) es el
momento en que los recursos tecnológicos se ponen a disposición del
razonamiento clínico y cuando el clínico introduce los conocimientos
sobre el poder diagnóstico de dichas pruebas. Unos conocimientos que
solo pueden haberse producido mediante una investigación del coste-uti-
lidad de dichas pruebas. Esta información es de tal importancia que en el
momento actual un clínico que no conozca la eficiencia de una prueba
diagnóstica debería abstenerse de solicitarla. La evaluación de la eficien-
cia forma una parte consustancial de la investigación clínica. La integra-
ción de la información, la transformación de toda la información analógi-
ca en digital (ver más adelante), la nominación del proceso morboso, la
indicación terapéutica, la observación de la evolución y la ratificación del
pronóstico culminan el acto médico, que es siempre un acto realizado en
presencia de alguna cantidad de incertidumbre. La medición, finalmente,
de la cantidad de incertidumbre asociada al acto médico es una de las últi-
mas razones de ser de la investigación clínica.

Clasificación de los síntomas en función de su poder predictor:

· Inespecíficos
· Indirectos
· Llave
· Directos
· Altamente específicos
· Patognomónicos
114 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

EL PROCEDIMIENTO CLÍNICO

1ª parte: no orientada

a) Anamnesis 2ª parte: orientada

3ª parte: identificación de los valores (del paciente)

Sistemático
b) Examen físico:
Orientado por la anamnesis

c) Juicio clínico: probabilidad preprueba


(Anamnesis + Exploración física +
Experiencia personal +
Conocimientos bibliográficos +
Intuición, genialidad, arte.)

d) Estudios complementarios: pruebas diagnósticas

Criterio racional de selección:


Justificación

Otros criterios:
Valores del paciente, medicina defensiva, costes, etc.

[Bioquímica clínica, hematología, microbiología.


Medidas mecánicas: presión arterial.
Medidas eléctricas: EEG, EKG, EMG...
Rayos X, isótopos
Inspección y fotografía de cavidades y órganos.
Histología y citología.
Otros.]
QUIÉN HACE (O DEBE HACER) LA INVESTIGACIÓN CLÍNICA 115

e) Integración de resultados

f) Diagnóstico (Probabilidad posprueba)

g) Pronóstico

h) Tratamiento y evolución

i) Diagnóstico final

j) Seguimiento o alta

Nos hemos detenido con cierta extensión en el razonamiento clínico


porque creemos que es de él de donde surgen las preguntas y por tanto las
necesidades de la clínica, unas preguntas que, formuladas como hipótesis,
constituyen el primero y probablemente el más importante paso de la
investigación científica.
31
La formulación
de hipótesis

La investigación científica es la forma más elaborada que el ser huma-


no ha encontrado hasta este momento para dar respuestas (que intentan ser
veraces) a problemas. Ser sensible para percibir los problemas y tener la
capacidad de identificarlos adecuadamente es una premisa indispensable
de la investigación científica. Tal como Popper afirmaba, no existen reglas
para la formulación de hipótesis (Popper, 1989). Una hipótesis científica es
una pregunta formulada de manera que pueda ser contestada científicamen-
te. Estos son sus límites. Una cuestión que ha sido extensa y amenamente
expuesta para la medicina clínica por Luis Carlos Silva (1997).
La medicina clínica es una disciplina esencialmente problemática. Sin
embargo, la delimitación de hipótesis clínicas es extremadamente difícil.
Una hipótesis clínica no puede nacer en el vacío. La coherencia con el
caudal de conocimientos previos es de gran importancia y exige que los
investigadores que la formulen conozcan bien el área de competencia
desde la que se genera la hipótesis. Debe, además, tener una cierta voca-
ción de originalidad que es la única garantía de la imprevisibilidad de los
resultados, pues una hipótesis es más científica cuanto más improbable
(Popper, 1989). Debe, por otro lado, ser factible en el espacio donde se
produce la investigación, pues ideas originales que no se pueden refutar ni
verificar por carencias de medios o por razones éticas, por ejemplo, no
son más que tentaciones especulativas que hablan más de las limitaciones
de quienes las formulan que de las del espacio en el que se intenta des-
117
118 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

arrollar el proyecto. Finalmente, una hipótesis de investigación clínica


debe surgir del fondo de experiencias de quienes la proponen. Es muy
improbable que surjan buenas hipótesis clínicas de personas que carecen
de experiencia clínica. Por otro lado, es difícil adquirir experiencia clíni-
ca (válida) sin haber realizado alguna forma de experimentación, aunque
sea esta en la forma primaria de ensayo y error en la práctica clínica dia-
ria. De esta forma, la experiencia (que es la consecuencia de empirismo
más intuición) y la experimentación como lógica científica, se comple-
mentan. La inexistencia de reglas para la generación de hipótesis hace que
este momento inicial tenga ciertos puntos de contacto con la creación
artística. También aquí se une la investigación científica con la gran tra-
dición de la medicina clínica como arte.
32
La medicina clínica:
un arte, una técnica,
una ciencia

Es este un debate permanente que adquiere en este momento mayor


relevancia que nunca (Delkeskamp-Hayes, 1993). Hay una larga tradición
que considera la medicina clínica como un arte. E incluso ha habido una
cierta jactancia de ello. Más recientemente, una corriente de opinión vin-
culada con los grupos de interés tecnogerenciales opina que la clínica es
una técnica que se define por un producto final cuantificable. Solo muy
recientemente ha empezado a considerarse la clínica como una ciencia,
siendo posible conciliar las contradicciones entre la razón práctica de la
medicina que se ocupa de particulares y el discurso tradicional de la cien-
cia que se ocupa de universales (Gracia, 1993).
En la siguiente relación, podemos ver las formas de pensamiento que
han presidido la manera de razonar a lo largo de la historia; en ellas se va
produciendo (de arriba abajo) un incremento de la objetividad y un decre-
mento de la reproducibilidad (Gross, 1993). Probablemente todas ellas
coexisten aún en la medicina clínica actual.

PENSAMIENTO MÁGICO

PENSAMIENTO MÍSTICO

PENSAMIENTO EMPÍRICO

119
120 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

PENSAMIENTO ESPECULATIVO

PENSAMIENTO INDUCTIVO

PENSAMIENTO DEDUCTIVO

Como se ve, el progreso en la estructura lógica del pensamiento ha


venido definido por un esfuerzo de formalización, de matematización, de
precisión y exactitud, frente al pensamiento especulativo, místico o mági-
co. La tradición filosófica reconoce la intuición como aquella manera de
pensar que no viene precedida por algún tipo de proceso inferencial.
Intuitivas serían, pues, las formas de pensamiento que encabezan la rela-
ción. Aún hoy muchos estiman que la clínica es una disciplina fundamen-
talmente intuitiva, pues la intuición es una condición necesaria de cual-
quier arte, y en nuestro caso, del arte médico. Esta posición radical de la
medicina como arte exclusivamente ha sido denunciada incluso por quie-
nes no asumen la condición científica de la medicina, advirtiendo de sus
peligros, de los que no sería el menor la impunidad ética o jurídica aso-
ciada a la creación artística.
Sin embargo, esta dicotomía entre el arte y la ciencia no siempre ha
sido así. De hecho la expresión arte originalmente no estuvo limitada a la
esfera estética, intuitiva o especulativa. La palabra, ya sea por la raíz lati-
na ars o por la palabra griega techné representaba la capacidad humana
para planear y ejecutar una acción. Originalmente la medicina fue techné
iatrike (Laín, 1973). Incluso en la Edad Media las artes (artes liberales)
incluían disciplinas como la aritmética y geometría, que, de acuerdo con
el uso contemporáneo de la palabra, serían consideradas como ciencias y
no como artes. La transformación de la idea de arte en el sentido estético
actual es relativamente tardía e incluso en el último siglo y hasta muy
recientemente al hablar de las artes como disciplina se hablaba de «bellas
artes» (Kristeller, 1952). En el momento actual el concepto de arte de la
medicina nos recuerda que la medicina es una disciplina práctica cuyo
objetivo final no es el conocimiento de los hechos y su explicación (cien-
tífica) o episteme sino la acción razonable y prudente. Implica también
que la aplicación del conocimiento a la práctica necesita de reglas menos
estrictas (solo prudenciales) que aquellas que exige la producción y adqui-
sición de este conocimiento. Presume también la separación radical entre
LA MEDICINA CLÍNICA: UN ARTE, UNA TÉCNICA, UNA CIENCIA 121

la teoría médica y la práctica médica, así como la ausencia de un cuerpo


disciplinar clínico propiamente dicho capaz de identificar sus propios pro-
blemas y de resolverlos científicamente. La gran acumulación de infor-
mación preclínica que no se transforma en hechos clínicos y terapéuticos
(origen de lo que algunos han llamado «nihilismo terapéutico»; Wieland,
1993), la tardanza en la aceptación de las evidencias clínicas por la mayo-
ría de los clínicos, la variabilidad de la práctica clínica entre clínicos, etc.,
características de la medicina clínica de nuestro tiempo son para algunos
la justificación de la necesidad de mantener el espíritu intuitivo (artístico)
de la medicina clínica y para otros su consecuencia. El nuevo paradigma
de la medicina basada en la evidencia y el esfuerzo de estandarización en
torno a lo que genéricamente vienen llamándose normas de buena prácti-
ca clínica son respuestas actuales a aquella dicotomía, no exentas también
de críticas desde la filosofía misma y desde la propia clínica. .
Desde luego nuestra técnica ya no es la techné hipocrática y aristotéli-
ca (Gracia, 2004). Al contrario que para los griegos, que no pretendían
con la tecnología cambiar sustancialmente la naturaleza sino solo modifi-
carla, la técnica actual pretende y en ocasiones consigue este cambio sus-
tancial de la naturaleza misma. En cierto modo se ha conseguido el viejo
sueño de los alquimistas. Por primera vez el ser humano no es siervo de
la naturaleza sino su señor; al menos eso cree él, pues tiene en sus manos
el poder de hacer y deshacer incluso la vida y la muerte. Una cuestión que
hace más necesaria que nunca la reflexión sobre los límites morales
(Gracia, 2004). Unos límites que solo pueden ser construidos mediante el
ejercicio disciplinar de la ética injertada en el mismo proceso de reflexión
clínica.
33
Conocimiento y acción

La dialéctica entre medicina como ciencia y como arte es la misma que


la existente entre conocimiento y acción, un debate que hunde sus raíces
en la distinción aristotélica entre lo universal y lo particular. El conoci-
miento de lo particular (el paciente) es lo esencial para la práctica clínica,
una práctica que siempre está compelida a la acción. Una acción que
implica (casi siempre) la toma de decisiones en situación de incertidum-
bre y en la que la intuición, «el arte médico» ocupa un lugar fundamental.
Por el contrario la ciencia se ocupa solo de universales, del estableci-
miento de leyes y regularidades en las que no hay cabida para la indivi-
dualidad. Al menos así ha sido históricamente y los médicos de mi gene-
ración aún distinguíamos entre la patología, que era aquella que estaba
fundamentada en un conocimiento científico y por tanto universal, gene-
ralizable, y la clínica, que era el saber aplicado a un enfermo determinado.
La primera gozaba de la categoría aristotélica de epistéme, «ciencia», de
saber cierto, mientras que de la segunda, la clínica, solo cabía «opinión»
(dóxa) (Gracia, 2004).
Sin embargo, el empeño del saber cierto a través de la epistéme se ha
diluido con los sueños del racionalismo y de la ilustración de los últimos
dos siglos. Hoy sabemos que no hay conocimiento empírico absoluta-
mente verdadero y que la patología comparte con la clínica el mismo des-
tino. Es más, se ha invertido el proceso lógico y ahora sabemos que a la
patología se llega mediante la universalización de los datos concretos
123
124 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

recopilados en el proceso clínico (Gracia, 2004). En el contexto de las


nuevas consideraciones epistemológicas sobre la ciencia, esta dicotomía
entre patología y clínica deja de ser tan radical y ofrece nuevas sugeren-
cias a partir de las interrelaciones que hoy sabemos que tienen el conoci-
miento y la acción (Wagensberg, 1994; Fernández-Buey, 1991). Frente a
los defensores de un cierto irracionalismo médico que considerarían al
buen clínico cercano al genio, poseedor de un don recibido al nacer (el
buen clínico nace, no se hace, etc.), y por tanto detentador de unos privi-
legios herederos de la condición cuasi sacerdotal de su profesión, en el
momento actual el concepto de arte médico queda relegado a la identifi-
cación de las habilidades y destrezas que deben presidir la práctica coti-
diana del buen clínico, así como la prudencia en el juicio, en la intención
de tratar y finalmente en el momento del diagnóstico diferencial esa habi-
lidad que es el resultado de la experiencia clínica, de la erudición temáti-
ca y, sin duda, de la genialidad del clínico que es capaz de tomar decisio-
nes ciertas y rápidas con igual o menor información que otros colegas.
En el futuro, además de los anteriores fundamentos de lo que podría-
mos llamar el oficio clínico, la intuición, el arte clínico debe ser el com-
pañero de viaje de una medicina clínica eficiente que sea capaz de esta-
blecer una estrategia de búsqueda y selección de la información de acuer-
do con los contenidos validados científicamente y de aplicar a los casos
individuales y bajo condiciones de incertidumbre, la probabilidad de los
diagnósticos alternativos y la asignación de valores de riesgo a las parti-
culares opciones terapéuticas. Será finalmente aquel refugio último donde
resida la sensibilidad (intuición) para conectar (empatía) con los pacien-
tes (Toulmin, 1993) percibiendo sus valores y adaptando las estrategias de
acuerdo con la teoría racional de decisión normativa y las preferencias de
los pacientes.
34
Tecnociencia y medicina

Hemos comentado que algunos entienden la clínica como una técnica


que se reconoce por sus productos (curaciones). Quienes así opinan sepa-
ran claramente el concepto de ciencia y de técnica. Por un lado, la medi-
cina de hoy sería deudora de los avances tecnológicos y sin ellos no exis-
tiría. Por otro lado, la propia práctica clínica (anamnesis, exploración,
selección de pruebas y decisión terapéutica) no sería más que un acto téc-
nico no muy diferente a las habilidades de otros trabajos cuyo producto
final evaluable es lo importante. La propia estructura lógica de la medicina
actual, basada en la incorporación de las matemáticas de la probabilidad,
no sería más que una forma sofisticada de expresar la condición tecnoló-
gica de la clínica. Desde esta perspectiva la intuición y el bagaje científi-
co de la disciplina no son más que un referente histórico, el primero, y una
vana ilusión la segunda, pues la mayor parte de los progresos de la medi-
cina clínica de nuestro tiempo no han sido más que producto de la aplica-
ción de las nuevas tecnologías a la medicina clínica. La facilidad con la
que estas tecnologías son aceptadas por los clínicos es, para quienes así
piensan, la mejor demostración de su carácter técnico.
Quienes así opinan olvidan las profundas interrelaciones entre tecnología
y conocimiento, así como las esenciales diferencias entre la tecnología en
sentido estricto y las ciencias aplicadas (como podría ser considerada la
medicina clínica), pues mientras que aquella tiene un carácter puramente
instrumental como medio para conseguir unos fines determinados, en las
125
126 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

ciencias aplicadas la separación entre medios y fines es prácticamente (y


éticamente) imposible. Tal como Sassower afirma (1993), la medicina
proporciona un fascinante ejemplo para el estudio de la desconstrucción
y reconstrucción del discurso tecnología vs. ciencia. De cómo el razona-
miento humano es práctico a la vez que teórico, existencial a la vez que
universal. Por ejemplo, la aplicación de la teoría de la probabilidad a la
medicina clínica ha modificado menos la práctica clínica que el modelo
inductivo de razonamiento que soportó durante muchos años la lógica de
la medicina, transformándolo en el sofisticado pensamiento inductivo-
probabilístico que sustenta hoy el razonamiento clínico. Ciertamente la
medicina toda está siendo transformada por la aplicación de los avances
tecnológicos, tal como los descubrimientos de Galileo lo estuvieron por el
telescopio. Teoría (ciencia) y práctica (tecnología) están íntimamente inte-
rrelacionadas y separarlas es, además de una violación del recuerdo his-
tórico, una utilización interesada de conceptos complejos que no pueden
ser reducidos binariamente.
Tradicionalmente la función de la ciencia y la tecnología son esencial-
mente finalistas. Su responsabilidad está en conseguir el conocimiento y
la objetividad (la ciencia) y hacerlo eficazmente (la tecnología). El arte,
además, se caracteriza por una cierta irresponsabilidad que justifica su
impunidad. Frente a quienes afirman el carácter exclusivamente tecnoló-
gico de la medicina, otros descubren en la clínica el lugar de encuentro
paradigmático entre el pensamiento artístico, el científico y la tecnología.
Una posición más acorde con la nueva visión de una ciencia participativa,
en la que los medios son tan importantes como los fines, frente a un
modelo de ciencia como espectadora y exclusivamente finalista (Toulmin,
1981). Una medicina clínica estrictamente científica (en el sentido positi-
vista tradicional) llevaría a un olvido de la dimensión subjetiva del ser
humano enfermo (la distinción entre ser un enfermo y estar enfermo del
castellano o entre disease o illness del inglés). Una medicina exclusiva-
mente tecnológica burocratizaría la clínica a la par que la dejaría en
manos de los «trust tecno-político-gerenciales», principales valedores de
la naturaleza técnica de la clínica. Una medicina exclusivamente artística
devolvería la medicina clínica al modelo paternalista tradicional, hoy afor-
tunadamente cuestionado. Desde esta perspectiva la medicina clínica es
un buen ejemplo de interrelación entre los tres ejes de manera que el
resultado es más que la suma de las partes.
Nos hemos extendido en el concepto de arte de la medicina porque cree-
TECNOCIENCIA Y MEDICINA 127

mos que la puesta en marcha de una línea de investigación clínica exige


de la reflexión previa sobre la naturaleza del espacio en el que se investiga,
de manera que las opciones, las hipótesis y los métodos (y probablemen-
te incluso la interpretación de los resultados) van a ser muy diferentes en
función de la idea que el clínico investigador tenga sobre las cuestiones
arriba desarrolladas. Nos hemos detenido también porque es en la gene-
ración de hipótesis clínicas donde la experiencia, la intuición, la raciona-
lización en torno a la teoría de decisión normativa y la condición científica
de la medicina clínica se funden al servicio de la generación de propuestas
que, al ser contestadas científicamente, aumentarán el cuerpo de conoci-
mientos de la clínica y enriquecerán la toma de decisiones y por tanto la
práctica clínica.
35
Necesidad de la
multidisciplinaridad

Esta aparente antinomia entre la tentación artística, tecnológica o cien-


tífica de la naturaleza de la clínica solo puede ser hoy resuelta en el con-
texto de la multidisciplinaridad. Desde luego la investigación clínica y las
hipótesis clínicas surgen en un espacio y de unas personas determinadas.
Lo hemos comentado al principio: grandes clínicos son incapaces de ini-
ciar un proyecto de investigación clínica, limitándose a poseer una cultu-
ra (científica) que les permite la adecuada interpretación y actualización
de las aportaciones hechas por otros. Otros, generalmente aquellos que
abandonaron la tensión especulativa y globalizadora del quehacer clínico
y cayeron en el especialismo, se limitarán a la aplicación hábil de unas
técnicas (a veces ciertamente sofisticadas) que permitirán una mayor efi-
cacia de las indicaciones clínicas (la aplicación acrítica de la tecnología es
la base de muchas de las justas críticas a la medicina actual). Algunos,
finalmente, tendrán la tentación de hacer investigación científica desde la
práctica clínica. Una opción que exige de quien la toma sensibilidad para
detectar problemas que pueden ser contestados científicamente, pasión
intelectual por contestarlas, dedicación sin reservas, pues la búsqueda del
saber no se puede someter a los imperios de la laboralización, conoci-
miento de la metodología científica (epidemiología clínica), sensibilidad
ética y conocimientos de los aspectos disciplinares de la bioética, expe-
riencia clínica, conocimiento de las fuentes de financiación y capacidad
operativa para acceder a ellas, además de, en el momento actual, conoci-
129
130 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

miento del idioma inglés. El gran peligro del investigador clínico será caer
en el reduccionismo al que induce la aplicación radical del propio método
científico. Aunque la ciencia se ocupa de universales, para conseguirlo debe
reducir su campo de acción y contentarse con operar sobre espacios muy
reducidos del conocimiento. Esta aparente modestia del método científico,
aplicado sin más, lleva a un empobrecimiento que impide comprender el
mundo observado desde el nuevo paradigma de la complejidad.
Hacer conciliar la necesidad reduccionista del método científico con la
naturaleza holística de la clínica, exige compartir los proyectos con quie-
nes pueden complementar las carencias unipersonales. Esta situación no
es muy distinta de la especialización, de la que tanta experiencia tienen los
médicos. Pero especializarse no significa abandonar todo aquello que no
compete a la propia especialidad. Un buen especialista debe conocer los
fundamentos de la semiología médica general y si se inicia en un proyec-
to de investigación clínica, los fundamentos del método científico.
El gran peligro del especialismo es el abandono a la tecnología. Los
pacientes llaman a este abandono deshumanización. El gran peligro del
investigador clínico es el olvido de quien es el sujeto de la investigación
clínica. Es por esto por lo que especialistas (en realidad todos los médicos
son especialistas en algo) o investigadores clínicos (todos los clínicos son
potenciales investigadores) deben saber contestar a la pregunta más
importante para el paciente: ¿quién es mi médico?, y a la que debería ser
la más importante para los médicos: ¿cuáles son los problemas y las
expectativas de estos pacientes? Para Toulmin (1991) (y para muchos
otros) el médico del paciente es aquel que conoce la historia del paciente.
Es este el momento crucial tanto del acto médico como de muchos pro-
yectos de investigación clínica. Es más, será difícil considerar verdadera-
mente como clínica una investigación que de alguna manera no incorpore
datos patobiográficos del paciente. La obtención de la información es
posible que no sea un acto científico propiamente dicho, es dudoso que
sea un arte y es seguro que no se puede justificar tecnológicamente, pero
hoy sabemos que se trata de un acto «historiográfico», una situación que
lleva a Toulmin a afirmar que todo conocimiento clínico es al menos ini-
cialmente un conocimiento histórico.
Ninguna investigación clínica debería olvidar quién es el médico del
paciente. Este reconocimiento induce a una jerarquización que obliga (o
debería obligar) a todos los demás especialistas que colaboran en el pro-
ceso de investigación del problema (o de los problemas clínicos). Una
NECESIDAD DE LA MULTIDISCIPLINARIDAD 131

jerarquización cambiante en función de la relación médico-enfermo esta-


blecida, y no siempre compatible con el sistema vertical de nuestras insti-
tuciones sanitarias.
El médico de hoy se mueve, pues, entre la tentación aislacionista en nom-
bre de unos valores que ya no volverán e incompatibles con la complejidad
y la demanda de eficacia y la servidumbre de un sistema excesivamente
jerarquizado, incompatible con el poder que supone el reconocimiento por
el paciente como (su) médico. La multidisciplinaridad es una consecuen-
cia de la eficiencia y la jerarquización (desde el depositario de la historia
clínica hacia el resto de los especialistas) y una exigencia ética. El futuro
de la medicina clínica tiene que pasar por un cambio de modelos de las
instalaciones sanitarias que permitan el desarrollo de unidades flexibles
en función de estos nuevos valores. Una situación que permitirá detectar
mejor los problemas clínicos, ahora sepultados bajo la rigidez del espe-
cialismo y de la tecnocracia. Permitirá también aflorar hipótesis de inves-
tigación clínicas más cercanas a los verdaderos intereses de los pacientes.
IV
¿ES LA CLÍNICA
UNA CIENCIA?
36
¿Es la clínica una ciencia?

En diciembre de 2004 con motivo del 500 aniversario de la


Universidad de Sevilla, se celebró una reunión en el paraninfo bajo el títu-
lo de «La investigación biomédica en los hospitales universitarios». La
reunión, a la que ya hemos hecho referencia en páginas anteriores, fue
organizada por los profesores José López Barneo y Federico Mayor bajo
los auspicios del Instituto de Salud Carlos III y de la FECYT (Fundación
Española para la Ciencia y la Tecnología). El objetivo era propiciar que
participantes de distintos ámbitos reflexionaran sobre los retos, misiones
y futuro del hospital universitario. Asistieron destacadas personas del
mundo de la docencia y de la investigación biomédica; la sesión inaugural
estuvo presidida por sendas conferencias de los profesores José María
Segovia de Arana y Ciril Rozman Borstnar. No defraudaron en sus dos
breves intervenciones estas dos egregias figuras de la medicina española.
Hizo Segovia un magistral resumen de la historia de la medicina espa-
ñola de la segunda mitad del siglo XX, de la que él ha sido actor princi-
pal, desde el nacimiento del Seguro Obligatorio de Enfermedad (SOE), en
el que los hospitales pasaron a llamarse residencias en un empeño del
Régimen de lavar la imagen de los viejos hospitales de caridad. Un mode-
lo más inspirado en Bismarck que en Beveridge. Con el paso de los años
aquel modelo basado en el trabajador y en las relaciones de producción
patrón-trabajador, fue siendo sustituido, por la fuerza de los hechos, por
otro sistema basado en el ciudadano y en la sociedad, a la manera que se
135
136 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

habían ido instalando en Europa los estados de bienestar y más en parti-


cular el National Health Service (NHS) inglés. Si en los años 50 las pres-
taciones estaban dirigidas a resolver las enfermedades de los trabajadores,
en los 70 se amplían a otras necesidades sociales como el desempleo. Sin
embargo no es hasta 1978, con la creación del Sistema Nacional de Salud
y la posterior Ley General de Sanidad, cuando en España se alcanza la
universalidad de la asistencia. Se logra así una de las mayores conquistas
sociales de la historia de nuestro país, conquista que en lo que respecta a
los médicos implicó el paso de una medicina liberal a un modelo de
medicina asalarizada, el cambio de una medicina empírica a una medici-
na científico-técnica, así como una alta concentración humana y tecnoló-
gica de los hospitales que llevó aparejada la especialización de los médicos
y de la medicina. La creación en 1964 de la Clínica Puerta de Hierro, la
generalización rápida del sistema de jerarquización en lo organizativo y
del sistema MIR a la mayoría de las instituciones del país, llevaron a la
recuperación del noble nombre de hospital a las ahora, ya de nuevo, vie-
jas residencias del seguro de enfermedad. En los últimos años un nuevo
paso se ha dado y es la extensión del concepto de hospital universitario a
prácticamente todos los grandes centros sanitarios del país. Era la conse-
cuencia lógica, el reconocimiento de que la formación médica se hace en
los centros sanitarios, pero también de la enorme capacidad científica de
estos centros donde se estaba ya generando buena parte de la producción
científica biomédica del país. En su corto pero enjundioso recorrido por
la historia reciente de la medicina de nuestro país, el profesor Segovia de
Arana, citando a Alberto Sols, recordaba que «en España no ha habido
nunca una atmósfera adecuada para hacer investigación, pero empieza a
haber microclimas». Estos microclimas han sido los hospitales españoles,
creados primero como residencias del seguro obligatorio de enfermedad,
después recuperados de nuevo como hospitales y ahora felizmente identi-
ficados como universitarios con todo el significado que ello conlleva. Lo
sorprendente de todo este recorrido es que así como la primera función fue
la reparadora o clínica y la segunda la formación de médicos especialistas,
nunca han tenido, ni las instituciones ni los médicos que en ella trabajaban,
la obligación de hacer ciencia y sin embargo la investigación científica ha
estado presente siempre en estas instituciones, actividad que es también la
que, pasando el tiempo, las ha llenado de respetabilidad y de futuro.
El profesor Rozman recordó cómo la docencia de los médicos se asen-
tó hasta pasada la primera mitad del siglo XX en los hospitales de caridad
¿ES LA CLÍNICA UNA CIENCIA? 137

o de beneficencia y que solo hasta la segunda mitad del siglo XX no se


integrarían los hospitales clínicos en la red de hospitales del Ministerio de
Sanidad, a partir del acuerdo marco de 1981 y el posterior régimen de con-
ciertos de los años 86, 88, 91 y adelante. Sin embargo, nunca se ha produci-
do un verdadero encuentro entre la institución hospitalaria y la institución
universitaria; la experiencia generalizada es que las comisiones mixtas, en
general, han sido muy poco operativas. La situación no es solo española
aunque haya sido en España, por su particular historia, donde esta difi-
cultad de integración de ambas culturas es mayor. La historia científica y
docente de la mayoría de los hospitales españoles se ha hecho de manera
ajena a la Universidad. Para el profesor Rozman, la persistencia de hospi-
tales universitarios donde toda la plantilla no tiene vinculación docente es
parte de los problemas del modelo. Por definición, todos los médicos de
un hospital universitario son universitarios o son docentes. Ante las difi-
cultades del envite, Rozman propone la creación de una Universidad de
Ciencias de la Salud independiente parcial o completamente de la
Universidad. Un debate presente y muy activo en muchos de los países de
nuestro entorno.
Debajo de estos resúmenes de las intervenciones de los profesores
Segovia y Rozman late el debate sobre la naturaleza científica de la medi-
cina clínica que nos ocupa en este libro. Un debate que es también el de
las relaciones entre la práctica y la teoría médicas (C-Soriguer, 1992) y un
debate no resuelto a juzgar por las intervenciones de algunos de los con-
tertulios de la citada reunión. Desde luego para algunos de los presentes,
como el Doctor Rodes, director del Hospital Clínico de Barcelona, no es
concebible una buena investigación biomédica con sentido clínico sin una
práctica clínica de calidad. Esta inversión de la carga de la prueba me
parece de particular interés pues hasta ahora el discurso seguía la direc-
ción contraria de la flecha, de que no es posible una práctica clínica de
calidad si no existe una investigación científica que la soporte. La tesis de la
bidireccionalidad es de la mayor importancia, pues la investigación bio-
médica con sentido clínico exige que las preguntas, las cuestiones y las
dudas surjan de la naturaleza misma de la clínica. No le faltaban argu-
mentos al profesor Rodes desde la experiencia de gestión de uno de los
mejores hospitales del país, en el que la asistencia, la docencia y la inves-
tigación no solo no se han estorbado sino que han interaccionado entre sí
muy positivamente. Otros asistentes, como el profesor Jordi Camis, man-
tuvieron tesis radicalmente contrarias. En esencia, viene a decir Camis, la
138 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

realidad es que la mayoría de los médicos no son científicos, no les inte-


resa la ciencia ni quieren hacer investigación. Obligarles a ser científicos
es una ingenuidad, además de poco realista. Por otro lado hoy ya los médi-
cos no son necesarios para hacer la investigación biomédica, pues la
mayor parte de la investigación biomédica ya no la hacen los médicos sino
que se hace desde otras disciplinas, incluso dentro de los mismos hospi-
tales. Propone Camis que lo más sensato sería crear dos ramas de forma-
ción médica, una que iría dirigida a aquellos médicos que no tuvieran la
tentación científica y en la que su formación estaría orientada al conteni-
do práctico de la medicina, y otra dirigida a la formación de científicos
médicos. Esta tensión sobre la naturaleza de la medicina clínica no es
nueva, aunque el debate estuvo siempre más bien sobre si la medicina era
un arte o una ciencia. Camis propone claramente que la medicina es o una
técnica o una ciencia y que ambas maneras de enfocar la medicina son
incompatibles dentro de la misma biografía personal. Ya Ortega en Misión
de la Universidad reclamaba desde el carácter sublime de la ciencia que
el médico que quiera ser médico y nada más que no flirtee con la ciencia:
«...es cosa tan alta la ciencia que es delicadísima y –quieran o no–
excluye de sí al hombre medio. Implica una vocación peculiarísima y
sobremanera infrecuente en la especie humana. El científico viene a ser el
monje moderno...». Y más adelante: «...es preciso separar la enseñanza
profesional de la investigación científica... el médico que tiene que apren-
der a curar y nada más, que no flirtee con la ciencia...». Y en EE UU
Petersdorf, ya en 1983, proponía que se crearan dos tipos de facultades,
una para los médicos prácticos y otra para los científicos: «...necesitamos
entrenar pocos investigadores pero mejor y más intensamente... los médi-
cos que abandonan su torre de marfil un día a la semana, una semana al
mes o un año de su práctica clínica hacen mal... propongo realizar dos
tipos de facultades: para investigadores y para clínicos...»
No es el momento de hacer aquí la crítica de esta tesis que reclama
para la medicina clínica un carácter esencialmente técnico (C-Soriguer,
1992), pero en nombre de la misma realidad sobre la que se sustentan
quienes la defienden podemos también reclamar que una y otra vez, los
médicos y la medicina han generado iniciativas que solo pueden ser res-
pondidas científicamente. Tan cierto es que hay muchos médicos que no
reclaman su carácter científico como que los hay que sí lo hacen y entre
ambos no es posible separar una línea de demarcación precisa que permi-
ta diseñar en el futuro currículos diferentes. Como lo es también que el
¿ES LA CLÍNICA UNA CIENCIA? 139

carácter científico de una disciplina no exige que todos los miembros que
la desempeñan ejerzan de científicos.
Hoy sabemos que tener una formación científica no es solo un instru-
mento para hacer ciencia, sino también un referente cultural como lo fue
(y lo es todavía) el saber latín o griego. La lógica científica, es más que
un método, una cultura. Por eso el aprendizaje del método no lo es todo,
como bien sabemos quienes llevamos muchos años involucrados con la
enseñanza y el desarrollo de la investigación en los hospitales. También
Ortega decía (lo repetimos en otra parte de este libro) que hay cosas que
no se pueden enseñar, solo aprender. Probablemente hacer ciencia sea una
de ellas. La cultura científica no sirve solo para hacer ciencia, sirve tam-
bién para ejercer dialécticamente. Ni un oficio, para el que la teoría es
innecesaria ni un trabajo técnico, para el que la teoría es sólo un referen-
te lejano, tienen en sí mismas la posibilidad dialéctica de poner en cues-
tión todo su conocimiento. Este carácter dialéctico se lo proporciona a las
profesiones la dimensión científica, se ejerza o no como científico, y es
una condición indispensable para generar problemas, no para buscar solu-
ciones. Convertidos en técnicos, los médicos serían máquinas binarias de
tratar, pero incapaces de innovar, de detectar nuevos problemas o de ver-
los allí dónde se produzcan. Sabemos, desde luego, desde Popper, que en
el comienzo de toda investigación científica está la capacidad de detectar
y formular un problema científicamente. La negación de la formación
científica a los médicos aseguraría la esterilización del progreso de la
medicina misma. Lo vio también Jorge Wagensberg (2002) con su pre-
cioso librito Si la naturaleza es la respuesta..., en el que reclama la urgen-
cia de una buena pregunta, conteniendo el libro mil preguntas, sus mil per-
sonales y científicas preguntas. Por otro lado, es dudoso que desde fuera
de la práctica clínica se puedan formular preguntas que puedan devolver
soluciones a la propia práctica clínica. Esta visión del conocimiento, pro-
ducido por unos y aplicado por otros, corresponde a una visión de la cien-
cia orteguiana y elitista, sublime, en fin, pero no a la propia naturaleza de
la manera de entender la ciencia hoy, más como una cultura que permea a
todas las disciplinas y que les proporciona la capacidad, no tanto de resol-
ver las cuestiones, que también, sino sobre todo de formular las preguntas
de manera adecuada, de manera práctica, es decir, a la manera científica,
como verdaderos problemas científicos y no como pseudoproblemas
(Popper dixit) que solo pueden ser resueltos especulativamente, cuando no de
manera visionaria o con los instrumentos de la revelación o de la teología.
140 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

Por otro lado, como ha sido comentado, la profesión médica ha evolu-


cionado en la segunda mitad del siglo XX desde una manera liberal de
ejercer la medicina a otra crecientemente asalariada en la que los médicos
son trabajadores del gran Estado empleador. En los primeros años de cre-
cimiento y de generación de los sistemas públicos actuales, los médicos
han mantenido aún un cierto protagonismo, pero en los últimos años,
sobre todo a partir de lo que se ha dado en llamar con cierta exageración
la crisis de los estados de bienestar, las empresas públicas sanitarias han
ido adaptando cada vez más los criterios de gestión que llaman privados,
de manera que cada vez son más empresas y menos publicas, empresas en
las que la mayor parte del gasto se produce por la enorme masa de traba-
jadores cualificados, los médicos sobre todo, trabajadores que mantienen
un estatuto intelectual y de poder privilegiado incompatible con la necesi-
dad de flexibilidad gerencial del nuevo modelo. Limitar este poder ha sido
parte del empeño de ciertas cabezas pensantes de la gestión del modelo.
Limitaciones al privilegio terapéutico, neutralización de los colegios pro-
fesionales, reforzamiento del protagonismo de otras profesiones como los
farmacéuticos o los enfermeros, son algunas de las medidas ensayadas. La
identificación de la medicina como una técnica y los médicos como unos
técnicos cuyo trabajo puede ser medido y evaluado por el producto final,
es la última de ellas.
No es sorprendente que desde esta perspectiva la generación en los hos-
pitales de dos líneas profesionales, la de los médicos prácticos y la de los
científicos, sea aplaudida por las instancias tecnogerenciales. Médicos cien-
tíficos que no estarían ubicados en la estructura clásica de los servicios médi-
cos sino en torno a departamentos, unidades o fundaciones de investigación,
haciendo la ciencia que las instituciones necesitan para mantener la imagi-
nería científica que corresponde a la manera de una sociedad desarrollada; y
unos servicios médicos con unos jefes de servicio, que ahora se llaman ya en
muchos sitios, y no es casualidad, responsables de gestión clínica, y cuyos
objetivos serían los de la empresa sanitaria, es decir, la resolución, en primer
lugar, de los problemas cuantitativos, de entre los que la lista de espera ocu-
paría el primer lugar, y de aquellos cualitativos que la alta tecnología fuera
capaz de ir resolviendo. En este contexto la persistencia de una medicina
basada en médicos que mantienen el carácter dialéctico, en el sentido arriba
enunciado, y que potencialmente pueden poner en cuestión periódicamente
su saber dentro de las propias realidades organizativas y empresariales, es
una realidad incómoda e inasumible por el modelo.
¿ES LA CLÍNICA UNA CIENCIA? 141

Finalmente, unos médicos que carezcan de cultura científica no pue-


den ser buenos médicos porque no podrán romper cuando haga falta el
protocolo. En cierta ocasión visité como presidente de la Sociedad
Andaluza de Endocrinología y Nutrición a la entonces gerente del SAS
(Doctora Martínez Aguayo) para compartir con ella los problemas de la
endocrinología andaluza. Fue una reunión muy desafortunada. Toda la
función que veía para la especialidad era la elaboración de protocolos que,
distribuidos por la red, serían aplicados por la atención primaria. Ese era
todo su proyecto para hacer frente a la complejidad. Una medicina basa-
da en protocolos. He aquí la solución para todo y la quintaesencia de una
medicina tecnificada. Los algoritmos han sustituido al estudio y a la capa-
cidad crítica. Los protocolos son unos instrumentos imprescindibles para
la buena práctica clínica, pero tienen también algunos inconvenientes. En
primer lugar, que un protocolo hecho por otro aligera a los demás de la
tarea de pensar. Es en sí mismo una fuente potencial de empobrecimiento
cultural. En segundo lugar, que un protocolo tiene, por definición, fecha
de caducidad, y hay una gran dificultad para estar constantemente actua-
lizando protocolos. Una razón más para que los médicos sean capaces de
reinterpretar constantemente el protocolo. Los protocolos son el hijo bas-
tardo de la medicina basada en la evidencia, ese tótem indiscutible de la
medicina moderna. ¿Cómo negar la evidencia de una medicina basada en
la evidencia? Pero la medicina basada en la evidencia es hoy, además de
una brillante novedad en la práctica clínica, un instrumento en manos de
los empresarios sanitarios para limitar cuantas iniciativas no coincidan
con los intereses gerenciales, pero sobre todo puede ser un instrumento
que impida la individualización (que es la última razón de ser) del acto
médico. La individualización del acto médico exige una sólida formación
ética y una no menor capacidad crítica. Si la primera solo se puede con-
seguir mediante una formación humanística, la segunda solo mediante
una formación científica. Y ya hemos definido en otros varios lugares de
este libro la clínica como un humanismo científico.
37
La obsesión metodológica

En nuestro país la generalización del interés por la ciencia es reciente,


como correspondía a la falta de sensibilidad política y social por la cues-
tión, aunque la llama sagrada de la preocupación por el método científico
ha sobrevivido en determinados círculos. Así, recientemente, Benegas et
al. (2000) han realizado una excelente revisión sobre la aportación del
pensamiento de Popper a la epidemiología y más especialmente sobre lo
que genéricamente se suele llamar «el problema de la inducción» del que
nos hemos ocupado en páginas anteriores. La reflexión, aunque tardía, es
bienvenida, pues es conveniente separar lo que es la génesis del pensa-
miento científico de lo que son los procedimientos de los que la ciencia
se ha valido a lo largo de su historia (Fernández Buey, 1991), sobre todo
en un momento en el que están apareciendo metodólogos de cabecera en
todos los rincones del país. Al fin y al cabo, «las ideas de los filósofos, de
los economistas y de los políticos tienen más repercusiones de lo que la
gente cree» (Briskman, 1987). Repercusiones en la epidemiología y en
toda la medicina. Aunque aún muchos duden de la naturaleza científica de
la medicina, también para la medicina podríamos recordar, remedando
aquel exabrupto de un presidente americano sobre la economía, que «esta-
mos hablando de ciencia, estúpido». Y el pensamiento científico, entién-
dase por él lo que se entienda, ha cambiado, como no podía ser de otra
forma, la historia toda de la medicina.
El debate sobre el problema de la inducción es sin duda un debate apa-
143
144 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

sionante desde el punto de vista intelectual, aunque es dudoso que los


científicos mientras realizan sus investigaciones estén pendientes de si sus
procedimientos son inductivos, deductivos, heurísticos, hermenéuticos,
mixtos o tutti quanti. Al fin y al cabo, si hay algún común denominador
en la estructura de la lógica interna de los científicos, es su pragmatismo,
cuando no su oportunismo (tener las ideas adecuadas y saber estar en el
sitio y en el lugar oportunos). Ya lo decía nuestro Cajal: «soy adepto fer-
viente de la religión de los hechos ... los hechos quedan y las teorías pasan
... si por impulsos incoercibles forjamos hipótesis procuremos al menos
no creer demasiado en ellas...» (Cajal, 1981). ¿Es esto una declaración de
fe inductivista de don Santiago? ¿Se puede descalificar su obra por esto?
Es evidente que no. Es curioso que muchos de los grandes científicos se
han puesto a reflexionar sobre cómo han hecho su trabajo después de
haberlo hecho, pero no mientras lo estaban haciendo. Con humor se
podría decir que la obsesión normativa es una cuestión de jubilados. No
debe verse este comentario como un menosprecio de las estructuras lógi-
cas del método científico, tan solo precisar que si en algún lugar se puede
ubicar la manera de proceder de la ciencia (de la ciencia real, no de la
ciencia imaginada expost), es en lo que en otro lugar hemos llamado el
paradigma de las elecciones (C-Soriguer, 1992). Al fin y al cabo la fun-
ción de la ciencia es la medida del error, si acaso aportar algo de luz en la
oscuridad; en todo caso, objetivos mucho más modestos que la búsqueda
de la verdad.
En algún lugar Ortega dejó dicho que hay cosas que no se pueden ense-
ñar, solo aprender. Tal vez la ciencia pertenezca a esta categoría orteguia-
na tan enigmática, salvo que se confunda la parte (el método o los méto-
dos) con el todo. De hecho, nunca como ahora se ha producido una ava-
lancha de conocimientos sobre el cómo hacer la cosa científica. Por todas
partes han surgido metodólogos que enseñan a otros cómo tienen que
hacer las investigaciones. Desde luego nunca serán suficientes estas ini-
ciativas, pero podemos afirmar que no hay unidad de atención primaria,
hospital por pequeño que sea o autonomía por minúscula que no cuente,
felizmente, con un metodólogo, con una unidad o con una academia o
escuela de científicos. Quizás sea pronto para evaluar el impacto de este
gran esfuerzo y aunque, desde luego, ha sido paralelo al aumento de la
producción cuantitativa de la investigación científica, es una asociación
que habrá que analizar con cuidado desde los viejos, pero muy pertinen-
tes, criterios de causalidad de Hill.
LA OBSESIÓN METODOLÓGICA 145

Cuantitativa, aunque ya es más dudoso que también cualitativamente.


Algunos opinan que no, y es un lugar común que es necesario en cualquier
sociedad generar una masa crítica (¿masa y crítica?) de producción cien-
tífica sobre la que sobresalgan los científicos relevantes, aquellos que son
capaces de hacer saltar el paradigma dominante. Al menos esta es una de
las conclusiones que podemos sacar si seguimos a Kuhn (1980), tan sepul-
tado por el pensamiento popperiano. Pues si algo se está produciendo
(sobre todo en nuestro país) de la mano de la protocolización de la cien-
cia es un ingente incremento de lo que, siguiendo de nuevo a Kuhn, podrí-
amos llamar ciencia normal, que no es más que la acumulación por repe-
tición de observaciones (aunque sean metodológicamente científicas), lo
que paradójicamente es la quintaesencia del inductivismo.
Más dudoso es que esta gran inversión (nunca suficiente) esté gene-
rando además ciencia revolucionaria (siguiendo con la terminología kun-
hiana), es decir, una producción científica sobre acontecimientos nuevos
(Popper dixit: improbables). Ya nos lo dejó dicho Cajal: «...prodúcese a
veces entre los científicos algo así como cansancio de la verdad consa-
grada. El furor inconoclasta y revisionista gana hasta los viejos. Es tan
tentador para el amor propio dejar por mentirosas a varias generaciones de
sabios...». Porque lo que con frecuencia se olvida desde la obsesión buro-
crática de la normativización de la ciencia es que la ciencia es en el prin-
cipio un acto de imaginación creadora, de pasión intelectual, de aventura
y riesgo intelectual, de descubrimiento (Agazzi, 1996), que además es una
cuestión de interés (personal) y de intereses (colectivos), pues también en
ciencia verdad y necesidad son cuestiones indisociables (Habermas,
1989); que es hoy, ineludiblemente ante todo una cuestión de ética, pues
detrás de todo «como hacer las cosas» hay, tiene que haber, «un deber ser»
de una forma determinada (Gracia, 1989) y desde luego de honestidad y
coherencia intelectual del propio investigador, cuyos testimonios pode-
mos encontrarlos en los debates editoriales de algunas de las grandes
publicaciones científicas (Pintor, 1990), cuestiones todas estas de las que
no se suele hablar en los seminarios.
Al fin y al cabo, como decía Max Weber, «el método es solo una herra-
mienta para aclarar los problemas», llegando a afirmar incluso que en los
estudios sociales de la primera década del siglo dominaba algo así como
«una pestilencia metodológica» y que «para comenzar a andar no es pre-
ciso conocer la anatomía de las piernas», aunque «la anatomía se con-
vierte en algo realmente importante solo cuando algo va mal» y que «la
146 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

lucha en torno al método es un problema real», incluso es «un problema


de supervivencia para muchos que han hecho del método una cuestión
personal», de aquí la conveniencia de «la alternancia en los puntos de
vista y la necesidad en la que nos encontramos de “refundar” continua-
mente nuestras disciplinas...». Así pues, bien venidas las reflexiones sobre
las estructuras internas del método científico, bien venidas las academias
metodológicas, etc, pero mientras tanto no deberíamos olvidar que la
obsesión normativa nos puede llevar a ignorar (desconocer) las raíces del
conocimiento, algo que ya hace más de veinte años el humorista Mingote
dejó impreso en uno de sus chistes en el que al pie de viñeta de un grupo
de sesudos personajes debatiendo, escribía: «En este país no se investiga
porque los que tenían que investigar están debatiendo cómo investigan los
demás y por qué en este país no se investiga».
Unas lecciones que también pueden ser extraídas de la apasionada
lucha de Sir Karl R. Popper contra el problema de la inducción. Al fin y
al cabo fue el mismo Popper el que dejó dicho que es imposible hablar de
manera tal que no podamos ser malentendidos y que siempre habrá
alguien que nos entienda de manera errónea (Popper, 1985). Una idea que,
como era de esperar en un hombre de su talla, le llevó a hacer de su vida
y de su obra un ejercicio permanente de inteligibilidad.
Desde luego la cuestión del método es importante y buena parte del
empeño de los últimos 25 años realizado en España para revitalizar la
investigación clínica se ha hecho en torno al desarrollo de lo que genéri-
camente podemos llamar epidemiología clínica. El trabajo de personas
como Francisco Pozo, Gonzalo López Abente, Victor Abraira, por citar
sólo a los más cercanos, fue encomiable. Pero este empeño no siempre ha
sido bien entendido pues muchos investigadores clínicos se muestran más
ansiosos por aliñar sus proyectos con técnicas estadísticas que en llevar a
cabo un proyecto medianamente original, y muchas instituciones están
más empeñadas en colocar a metodólogos que en contratar investigadores,
con la ingenua esperanza de que con la enseñanza del método científico
se producirá el florecimiento de la pasión por la investigación y la inteli-
gencia científica. Es la consecuencia de lo que Luis Carlos Silva (1997),
en un autocrítico y brillante libro, llama «metodologismo». En él cita el
trabajo de Castlle (1979) en el que, basándose en un estudio de 168 artí-
culos publicados en seis revistas médicas, llegó a la conclusión de que
muchos médicos parecen usar la estadística como los borrachos las faro-
las: para apoyarse y no para iluminarse. Desde luego no hay que llegar a
LA OBSESIÓN METODOLÓGICA 147

la exageración de Ernest Rutherford, el famoso físico británico, quien a


principio del siglo XX dijo con toda solemnidad: «if your experiment
needs statistics, you ought to have done a better experiment» (Kassirer,
1992; Bailey, 1967), pero existen algunas dudas de si la enorme inversión
realizada en formación en metodología de la ciencia se ha visto acompa-
ñada de un aumento de la producción científica, especialmente de la pro-
ducción científica de calidad (Silva, 1997).
Naturalmente no debe deducirse de esta reflexión que haya de abando-
narse la formación en metodología de la investigación, tan solo es una lla-
mada de atención sobre el hecho de que no es suficiente la creación de
escuelas o la contratación de metodólogos para que florezca en las insti-
tuciones sanitarias la investigación científica, sobre todo si estas inversio-
nes son utilizadas para tranquilizar las conciencias y justificar otras medi-
das imprescindibles para conseguir aquel objetivo. De hecho, en España,
y en Andalucía en particular, desde donde escribo, no deja de ser preocu-
pante que paralelamente al gran esfuerzo inversor que se ha hecho en for-
mación y en formadores en metodología de la investigación, se haya ido
reduciendo el tiempo libre de los clínicos para hacer investigación, pre-
sionados institucionalmente para aumentar la carga asistencial a sus espal-
das. Silva cita a Ramón y Cajal, quien en Los tónicos de la voluntad
hablando de las reglas y del método científico, afirma que «los tratadistas
de métodos lógicos me causan la misma impresión que me produciría un
orador que pretendiera acrecentar su elocuencia mediante el estudio de los
centros del lenguaje, del mecanismo de la voz y de la inervación de la
laringe. Como si el conocer estos artificios anatomo-fisiológicos pudiera
crear una organización que nos falta o perfeccionar la que tenemos». Un
Cajal que más adelante, después de precisar la necesidad de enseñar las
bases de los métodos a los principiantes, propone que «algunos consejos
relativos a lo que debe saber, a la educación técnica que necesita recibir,
a las pasiones elevadas que deben alentarle, a los apocamientos y precau-
ciones que será forzoso descartar, opinamos que podrán serle harto más
provechosos que todos los preceptos y cautelas de la lógica teórica».
V
ALGUNOS EJEMPLOS
38
Un resumen de lo
expuesto hasta ahora

La medicina clínica, se ha recordado antes, es una vieja disciplina con


un largo legado teórico a sus espaldas y que tiene como misión resolver
problemas concretos cuando el ser humano está enfermo. La explosión de
la biología molecular, de la mano sobre todo de la tecnología del ADN
recombinante y de la tecnología de los anticuerpos monoclonales, ha coinci-
dido con un periodo de profunda crisis de la medicina clínica, un momento
en el que la clínica está reconstruyendo su discurso tradicional.
Es bien sabido que profesión viene de profesar entrar en religión. La
medicina ha sido durante milenios el prototipo de disciplina cuasi sacer-
dotal. Desde esta perspectiva, tradicionalmente, la medicina ha estado
revestida de un estatus de dignidad que le confería poder, al tiempo que
privilegios y una cierta impunidad social y legal consecuencia inevitable
de su condición «sacerdotal» (D. Gracia). Esto hacía de la medicina clíni-
ca un prototipo de profesión paternalista. Así ha sido durante milenios.
Era el modelo médico que correspondía al modelo social imperante
durante un largo periodo de la historia del hombre. La revolución cientí-
fica y tecnológica de los últimos siglos ha influido poderosamente en el
desarrollo de la medicina, pero los efectos de la ciencia y de la técnica
sobre los fundamentos mismos de la naturaleza de la clínica se han demo-
rado bastantes años más. El modelo determinista de causalidad, de la pri-
mera época de la ciencia, lejos de poner en cuestión el modelo tradicional
de la medicina clínica lo reforzó. La ciencia venía a añadir certidumbres
151
152 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

a una disciplina que había fundamentado su razón de ser en la posesión de


conocimientos y certezas, a veces de carácter «mistérico». Los médicos
eran depositarios de unas respuestas ante las grandes preguntas que plan-
tea la enfermedad, respuestas que la sociedad necesitaba que fueran cier-
tas. Durante este largo periodo de tiempo, la práctica clínica se funda-
mentó en los principios de «no maleficencia» y de «beneficencia», ya
recogidos en el juramento hipocrático.
La ruptura con el determinismo de las ciencias «duras» ha provocado
la más profunda crisis en los criterios de verdad de la medicina clínica.
Frente al modelo de causalidad determinista, los modelos de causalidad
estocástica han proporcionado a la medicina clínica un instrumento pode-
rosísimo con el que hacer frente a la complejidad del ser humano enfer-
mo. La incertidumbre, consustancial a la medicina de siempre, obligaba a
la toma de decisiones con información escasa, imprecisa, cuando no
ausente. Los modelos estocásticos de causalidad están permitiendo la
adjudicación de valores numéricos de la mano de las probabilidades,
transformando la incertidumbre en riesgo. Pasar de la incertidumbre al
riesgo en la toma de decisiones no hubiera sido posible sin la ruptura de
la física con el determinismo y sin la incorporación de las matemáticas de
la probabilidad a la clínica con la ayuda de la moderna epidemiología clí-
nica (Sackett, 1987). En el fondo, toda esta historia no es más que el resul-
tado de la larga marcha contra la inducción como modelo de adquisición
del conocimiento, como ya ha sido comentado.
Simultáneamente, un nuevo paradigma se va abriendo en las ciencias
sociales. Los ciudadanos dejan de ser sujetos pasivos de la historia para
adquirir un creciente protagonismo. No es más que la plasmación prácti-
ca de lo que en bioética se llamará después el principio de autonomía. Una
consecuencia inevitable de la progresiva instalación en las sociedades
democráticas de los derechos humanos de primera, de segunda y, ya tam-
bién, de tercera y cuarta generación. La consideración de los ciudadanos
como personas adultas, autónomas, capaces de responsabilizarse de sus
propias decisiones, ha irrumpido también en el mundo de la relación
médico-enfermo trastocando el discurso tradicional de la clínica. Una ter-
cera revolución va también a penetrar en ese discurso: el «redescubri-
miento del sujeto», lo que en las ciencias sociales aplicadas se puede lla-
mar «el paradigma cualitativo». Si la medicina de siempre supo que no
hay enfermedades sino enfermos, el redescubrimiento del sujeto implica
que el médico no puede solo reflejarse en el espejo que supone el paciente
UN RESUMEN DE LO EXPUESTO HASTA AHORA 153

sino que tiene la obligación de atravesarlo y mirar en el patio trasero, allí


donde se esconden muchas de las explicaciones no cuantificables desde
un positivismo lógico tradicional.
La ruptura con los modelos de causalidad determinista y la incorpora-
ción al discurso clínico de las matemáticas de la probabilidad, la irrupción
del principio de autonomía como consecuencia de la puesta en práctica de
los derechos democráticos y el redescubrimiento del sujeto son el caldo
de cultivo en el que ha estado fraguando la medicina del final del milenio.
Un nuevo paradigma clínico que hemos llamado en las páginas preceden-
tes «el paradigma de las elecciones». Elegir entre varios modelos posibles
es una necesidad si queremos ser honestos con la complejidad. Es en este
estadio en el que irrumpe la nueva tecnología biomolecular. Reflexionar
sobre el impacto que ha supuesto la IG sobre el paradigma de las eleccio-
nes será el motivo de las líneas siguientes.
39
Proyecto genoma
y medicina clínica

La ingeniería genética (IG) en sentido amplio no es nueva para el hom-


bre, pues este siempre intentó utilizar el potencial genético de las plantas, de
los animales y del propio hombre con diferentes fines. Sin embargo, cada
vez más voces advierten las profundas modificaciones que el proyecto geno-
ma humano producirá en el diagnóstico, en el pronóstico y en el tratamiento
de los pacientes modificarán de una manera drástica las relaciones médico-
paciente (Jonsen). El conocimiento genético llegará a ser una parte normal
de la vida diaria porque transformará la práctica médica y porque las nuevas
generaciones serán educadas en el convencimiento de que «es bueno querer
conocer» las características genéticas propias para prevenir daños importan-
tes a uno mismo, a la descendencia inmediata y las futuras generaciones
(Fletcher, 1991). Estas modificaciones, secundarias a los cambios en las rela-
ciones de incertidumbre/riesgo en la toma de decisiones del médico, darán
lugar a una nueva identificación de los sujetos de atención médica y que
Jonsen denomina «el paciente como población» y el «problema del impa-
ciente». Con el desarrollo de la medicina biomolecular las unidades de estu-
dio no serán ya los pacientes sino las familias, que serán portadoras de un
riesgo conocido o de una enfermedad inevitable. Por otro lado aparece el
problema de los in-pacientes, un grupo de sujetos que habrá que desgajar de
los no pacientes o sanos y que, siendo portadores de un marcador de riesgo,
nada se puede hacer por evitarles la aparición de la enfermedad en un futu-
ro más o menos lejano.
155
40
Algunos ejemplos

Expondremos a continuación algunos ejemplos de cómo la ingeniería


genética está influyendo en la práctica clínica:

Sobre el diagnóstico:
La introducción de marcadores genéticos de enfermedad está modifi-
cando de manera importante la actitud del médico (y de los pacientes)
ante el diagnóstico en cuatro niveles: 1) la posibilidad de diagnosticar con
«absoluta» certeza a un paciente que presenta determinados signos y sín-
tomas; 2) el diagnóstico precoz en familiares del portador de una enfer-
medad; 3) los screening genéticos de población sana; y 4) el diagnóstico
prenatal.
Diagnosticar con certeza y diagnosticar pronto son dos de las mayores
ambiciones de la medicina de siempre. El hallazgo de una prueba patog-
nomónica ha sido el mayor empeño de la mayoría de los clínicos. La gene-
ralización de la cultura de la patognomonia de la mano de la biología
molecular y su influencia sobre el razonamiento clínico serán comentadas
al final de estas líneas.
El diagnóstico precoz postnatal plantea serios problemas. Cuando se
trata de enfermedades que no tienen tratamiento posible, aparentemente lo
único que se ha conseguido con el diagnóstico precoz es adelantar el
periodo de vivencia de la enfermedad y, por tanto, el sufrimiento del
paciente o de sus familiares. Sin embargo, siempre es posible justificarlo
157
158 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

porque en caso de descubrirse un tratamiento eficaz podría ser tratado


precozmente. Por otro lado, la detección precoz introduce una nueva
manera de ver la clínica a la que podemos llamar (la época de la) patolo-
gía preclínica, una patología sobre la que no se pueden aplicar los crite-
rios terapéuticos (generalmente más radicales) de la medicina (clínica) de
siempre. Esta nueva manera de ver la medicina ha recuperado un viejo
derecho de los pacientes: «el derecho a no saber» (Testart). Es el derecho
a la información relativamente reciente. Tradicionalmente los pacientes
delegaban el conocimiento (incluso del nombre y del pronóstico de la
enfermedad) en el propio médico. Desde otra perspectiva –esta vez como
derecho– la medicina preclínica recupera el derecho a no saber, que es el
derecho a la no información, pues es legítimo también que una persona no
quiera tener conocimiento sobre la aparición de la enfermedad en el futu-
ro, especialmente si la enfermedad es mortal y no cuenta en el momento
actual con el tratamiento adecuado.
Los otros screening, el genético de población sana y el diagnóstico pre-
natal, llevan aparejado el debate necesario sobre las prácticas eugenésicas,
tanto en su manifestación negativa –evitando la reproducción a las perso-
nas que presentan riesgos comprobados de transmitir taras genéticas a sus
descendientes– como positivas –dirigidas al fomento de la paternidad
positiva (worthy paternhood)–.
Las nuevas tecnologías genéticas han recuperado una vieja discusión
sobre lo que se ha llamado «las responsabilidades eugenésicas» (Gafo,
1994), es decir, las responsabilidades de los padres, de los médicos y
de toda la sociedad para asegurar a esta una buena salud (genética). No
ha sido solo la biotecnología la que ha provocado el debate. Las medi-
cina actual permite el alargamiento de la vida de pacientes portadores
de graves enfermedades; ha aumentado la posibilidad de que lleguen
hasta la edad de poder tener hijos y con ellos transmitir el gen deleté-
reo y el riesgo, si no la certeza, de padecer la enfermedad en su des-
cendencia. Algunos han llegado a afirmar que el pool genético de nues-
tra especie está en vías de deterioro, aunque la mayoría opina que es
muy improbable que la expansión de genes deletéreos sea un riesgo
real. ¿Es lícito tener un hijo al que habiéndole detectado una grave
enfermedad será imposible asegurar una mínima calidad de vida?,
¿puede la sociedad legalmente impedir que una familia tenga hijos que
con seguridad serán portador de una determinada enfermedad?
¿Pueden en nombre de una política de salud demográfica, establecerse
ALGUNOS EJEMPLOS 159

screening genéticos de la población con las repercusiones médicas,


sociales y laborales que conlleva?
La introducción de técnicas de diagnóstico precoz prenatal o postnatal
tiene que llevar aparejada que quien las realiza sea capaz de dar alternati-
vas válidas. Estas alternativas válidas se resumen en lo que se ha llamado
«el consejo genético», de manera que sería improcedente que se iniciara
un programa de diagnóstico precoz sin que se contara con los medios y
con los conocimientos suficientes como para dar respuestas válidas a las
expectativas generadas por el programa.

Sobre el tratamiento:
Producción de fármacos a partir de técnicas de IG: La introducción de
genes en microorganismos de manera que cambiándoles la información
genética sean capaces de producir sustancias ajenas al propio microorga-
nismo ha abierto unas posibilidades casi ilimitadas en la producción de
fármacos y otros agentes usados con finalidades terapéuticas. Esto ha traído
consigo la apertura de nuevas indicaciones (el caso de la GH es un buen
ejemplo) y el encarecimiento del mercado, contrariamente a los esperan-
zados anuncios sobre el abaratamiento de los costes de producción de los
pioneros abogados de la biotecnología. La mayor disponibilidad y el enca-
recimiento plantea serios problemas a la investigación clínica, que cami-
na ahora influenciada por una demanda social casi ilimitada (a veces pre-
sionada por las propias multinacionales de la biotecnología; el caso de la
GH, una vez más, es paradigmático) y por la racionalización del uso de
unos recursos limitados y el acceso de la población a ellos en condiciones
de equidad. Por otro lado, la posibilidad de intervenir sobre las enferme-
dades de carácter genético modificando mediante manipulación biotecno-
lógica la secuencia alterada que produce la enfermedad ha abierto expec-
tativas de curación a enfermedades hasta ahora incurables.
Terapia génica: Los proyectos de terapia génica se basan en la extrac-
ción de células no germinales del paciente, su manipulación in vitro y su
posterior reintroducción, tras la manipulación, en el mismo individuo. En
diciembre de 1991 el NIH realizó el primer congreso internacional dedi-
cado exclusivamente a terapia génica. Desde entonces los proyectos de
terapia génica no han hecho más que aumentar. Niños con inmunodefi-
ciencia, pacientes con melanomas u otras formas de cáncer, hipercoleste-
rolemias homocigotas o fibrosis quísticas son algunas de las enfermeda-
des en las que se ha ensayado con más o menos éxito la terapia génica.
160 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

Hasta ahora las candidatas a la terapia génica son enfermedades monogé-


nicas recesivas en las que el gen se torna inactivo (y no superproductor de
una sustancia tóxica). La terapia génica de células somáticas puede ser
considerada como una extensión más de los actuales métodos de trata-
miento. Puede llegar incluso a curar al paciente de por vida, pero su des-
cendencia seguirá padeciendo la enfermedad de acuerdo con el tipo de
transmisión de la enfermedad. La situación es diferente en lo que respecta a
la terapia génica en las células de la línea germinal. En la actualidad se
están realizando experiencias en animales y en teoría podría practicarse en
humanos. No obstante, en la actualidad es inaplicable a los seres humanos
por su elevada tasa de fracasos, por los efectos secundarios a corto plazo
e imprevisibles a largo plazo, por su limitada utilidad y sobre todo por los
problemas éticos que plantea. La terapia génica sobre la línea germinal
puede ser utilizada para evitar la transmisión de un defecto hereditario o
para acentuar determinadas cualidades. Existe prácticamente unanimidad
en rechazar el uso de la terapia génica para la segunda opción, pues tene-
mos la obligación de respetar a las generaciones futuras evitando cual-
quier iniciativa dirigida a planificarlas de acuerdo con nuestros criterios
estéticos o con nuestros caprichos personales, que pueden no servir para
la época y para el individuo a quien le corresponde vivirlos. No existe, en
cambio, unanimidad sobre el uso de la terapia genética sobre las células
germinales con la finalidad de prevenir el nacimiento de determinadas
taras genéticamente condicionadas. El derecho a un patrimonio genético
inalterado, esgrimido por los que se oponen a cualquier forma de terapia
génica, choca con la práctica clínica diaria, ya que los propios factores
medioambientales y numerosos tratamientos (como la radioterapia o la
quimioterapia) inducen constantemente mutaciones genéticas (Archer).
Por otro lado, como ha sido comentado más arriba, parecería razonable
que las intervenciones clínicas que han conseguido prolongar la vida de
los pacientes diabéticos (o cualquier otra enfermedad con mayor o menor
componente hereditario) aumentando con ello la posibilidad de procrear
hijos afectos de la enfermedad, fuesen acompañadas de intervenciones de
IG de la vía germinal que permitieran erradicar la enfermedad, evitando
el incremento creciente de la prevalencia de la enfermedad, los grandes
costes asistenciales (siempre en detrimento de otras inversiones) y sobre
todo el sufrimiento y la angustia de tantas personas (Koshland).
41
Influencia de la IG
sobre la clínica

Como ha sido comentado al principio de este texto, la medicina clíni-


ca hace muy poco tiempo que se ha reconciliado con la estructura lógica
del método científico. Ha sido necesario para ello la ruptura de las ciencias
duras con los modelos deterministas de causalidad, el redescubrimiento
del sujeto de la mano de las ciencias del hombre y el pleno ejercicio de
los derechos humanos de segunda generación propios de una sociedad
democrática, sobre todo el ejercicio del principio de autonomía desarro-
llado por la bioética moderna. La medicina de nuestro tiempo ha tenido,
además, que conjugar el principio de beneficencia, de la medicina hipo-
crática, con el de justicia, propio de un estado social y de derecho.
Durante milenios la falta de información para la toma de decisiones de
la medicina fue sustituida por decisiones tomadas bajo la forma de certe-
zas o pseudocertezas. La sociedad delegaba en el médico el sufrimiento
de la duda. Era este el privilegio de una profesión con un rol «sacerdotal».
El paso de este modelo al de nuestro tiempo no se está haciendo sin difi-
cultad y podemos decir que no ha hecho sino empezar. Los médicos están
incorporando poco a poco la matemática de la probabilidad a la toma de
decisiones al tiempo que transfiriendo información al paciente, un pacien-
te que es a su vez sujeto (activo) de demanda creciente de información. La
forma práctica de llevar a cabo este nuevo pacto de la relación médico-
enfermo se llama consentimiento informado.
La IG entra en esta incipiente cultura de la relación médico-enfermo
161
162 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

como un elefante en una cacharrería. A pesar de todas las expectativas


generadas, la utilidad de la IG (diagnóstica y terapéutica) queda reducida
a un corto número de procesos, aquellos que tienen una determinante
genética con las características arriba señaladas. Sin embargo, el modelo
lineal y reduccionista de la predicción genética impregna de nuevo la cul-
tura de los médicos y, probablemente, también de la sociedad, que vuel-
ven su mirada a la medicina de las certezas, que es, en la nueva versión,
la medicina de la tecnología y del determinismo biologicista. En este con-
texto no es sorprendente el éxito de libros como The bell curve sobre el
papel del IQ en el triunfo social, como no lo es que Francis Crick, recien-
temente fallecido, uno de los dos padres de la moderna biología molecu-
lar (en esta historia las madres, al parecer, fueron excluidas), se pasase a
la neurobiología y embarcado, nada menos, que en la búsqueda científica
del alma.
Después de años de predominio de los modelos culturales sobre los
organicistas, la sociobiología (Wilson, 1978) vuelve de nuevo con fuerza,
de la mano del paradigma biomolecular. Una sociedad es más libre cuan-
to mayor es su capacidad para convivir con la incertidumbre y con la duda.
La medicina predictiva basada en los modelos estocásticos, es (¿era?) la
respuesta científica a la demanda de una sociedad abierta. Su contribución
no es tanto la de disminuir la incertidumbre sino la de cuantificarla para
poder tener un lenguaje con el que compartir las decisiones desde una
posición de mayor igualdad. Es la medicina del riesgo (de los factores de
riesgo o de la incertidumbre cuantificada). Además, el creciente protago-
nismo del sujeto (activo y activado) hace que en la explicación de la enfer-
medad, estén presentes también la subjetividad, es decir, la manera de
enfermar, el reconocimiento de la individualidad y con él el de la socio-
génesis como componente imprescindible de la explicación causal.
42
El retorno
de la patognomonia

Frente a esta medicina predictiva, bayesiana y sociogénica, la IG y la


biología molecular introducen una nueva medicina predictiva cuya carac-
terística más importante es la patognomonia en el diagnóstico y la orga-
nicidad en la etiología. El nuevo paradigma de la BM irrumpe con una
fuerza insaciable en la práctica y en la investigación médicas. La creación
de laboratorios de BM en muchos hospitales ha desviado para su dotación
importantes cantidades de dinero, incluso antes de que se haya demostra-
do su rentabilidad o de que existieran las personas con la formación sufi-
ciente para garantizar su adecuada explotación. Por otro lado, en un
momento en el que la capacidad de la investigación clínica para obtener
recursos estaba comenzando a desarrollarse, la investigación biomolecu-
lar irrumpe en el mercado de la financiación de la investigación clínica
compitiendo con la ventaja que da estar en el centro del paradigma domi-
nante, poseer el poder de su lenguaje, disponer de la fuerza de una tecno-
logía innovadora capaz de dar respuestas a preguntas puntuales de una
manera rápida.
Desde luego la tecnología y la investigación biomoleculares tienen la
capacidad para contestar a numerosas preguntas del ser humano enfermo.
Frente a su gran poder de predicción diagnóstica y frente a su potencial
terapéutico, la medicina clínica basada en la historia clínica no sería, para
algunos, más que una página gloriosa de la medicina. No deben entender-
se las anteriores líneas como una actitud hostil frente a la IG en su rela-
163
164 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

ción con la práctica y la investigación clínica. Se trata tan solo de una


reflexión a la luz de una experiencia personal atrapada entre la necesidad
de incorporar a la medicina clínica un creciente arsenal de recursos di-
agnósticos y terapéuticos, al tiempo que se intenta preservar la dimensión
cualitativa que encierra la complejidad del ser humano enfermo. Una
complejidad que solo es posible entender desde la percepción de la histo-
ria clínica como una biografía de un hombre o una mujer (patobiografía)
(H. Brody).
Desde esta perspectiva, cualesquiera que sean los métodos y la tecno-
logía que utilicemos, la historia clínica sigue siendo el verdadero instru-
mento de la práctica y de buena parte de la investigación médica. El cuer-
po de conocimientos que define a la medicina clínica tiene un pie coloca-
do sobre las ciencias biológicas y el otro sobre las ciencias sociales y del
comportamiento, disciplinas estas que han adquirido en los últimos años
la plena condición de ciencias, aunque por su menor capacidad de esta-
blecer predicciones que las disciplinas fisicoquímicas se las suela catalo-
gar como ciencias blandas. Pero una disciplina no deja de ser científica
porque sea menos científica. La medicina clínica tuvo desde sus comien-
zos la evidencia de que sus conocimientos eran deudores de la física, de
la química y de la biología, modelos en orden decreciente de ciencias
duras. En los últimos años ha incorporado además la matemática de la
probabilidad, más como lenguaje que como método, pero sobre todo se ha
visto permeada por el enorme crecimiento metodológico de las ciencias
del hombre, reconciliando así la medicina clínica con lo mejor de su tra-
dición humanista sin dejar por ello de ser, además, una disciplina cientí-
fica.
Ha sido la clínica de los últimos años un campo fecundo en donde ha
germinado el encuentro de las ciencias duras y blandas. De este cultivo
han surgido los instrumentos necesarios para el desarrollo de una meto-
dología que coloca al hombre con toda su complejidad en el centro del
discurso investigador.
43
Una opción inevitable

Al igual que ocurrió con la revolución informática, la IG no es de dere-


chas ni de izquierdas, es simplemente inevitable. Es precisamente esta
condición de inevitable la que hace que tenga una enorme importancia el
lugar (ético) que ocupen tanto el investigador como el usuario de esta tec-
nología. Afortunadamente desde el principio la biotecnología ha estado
acompañada de una constante y profunda reflexión ética. La posibilidad
de tener nuestro genoma en un disquete ha planteado el riesgo del «hom-
bre de cristal» (Gafo, 1994), un ser humano cuya intimidad genética
puede ser conocida por la ciencia. Una nueva forma de desnudez para la
que se desconoce el antídoto del pudor.
Algunos han imaginado ya una sociedad en la que la reproducción se
hiciera evitando «la ruleta genética» (Fletcher, 1991), abriendo de esta
manera la posibilidad de que los padres puedan tener «un hijo a la carta»
(Testart). Sin embargo, la disociación entre la gran capacidad diagnóstica
de la IG y su escasa capacidad terapéutica, podrían conducir a los médi-
cos a un «nuevo nihilismo terapéutico» (Watson) y a los potenciales
pacientes a «una sociedad hipocondríaca» (Gafo, 1994) en la que una gran
cantidad de personas vivirían bajo una espada de Damocles genética que
oscurecería la ilusión de vivir. Las posibilidades de un nuevo Leviatán en
la forma de un Estado Médico, eugenésico, propietario y controlador del
«casino genético» diseñador de un «mundo feliz e hipocondriaco», sano
pero algo menos humano, han sido ya advertidas por la imaginación de
165
166 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

algunos creadores y por los críticos del proyecto genoma humano. En el


fondo de esta historia subyace el eterno debate entre el papel que la natu-
raleza y la cultura tienen en la constitución de la personalidad en los seres
humanos y en la aparición de enfermedades y en la manera de expresar-
las (vivirlas) del ser humano enfermo.
Es cierto que hemos entrado en una nueva era de la biología de la mano
del enorme poder de la IG. Frente a ella Rothman advierte que las enfer-
medades genéticas no constituyen el mayor problema de nuestro tiempo,
pues, sin ir más lejos, en EE UU la relativamente alta mortalidad infantil
no se debe a enfermedades genéticas, sino a la pobreza, la mala nutrición
y el incremento de los homeless. E insiste en que para resolver los pro-
blemas, debe buscarse más en la dirección del ambiente –nurture– que en
el de los genes –nature–. Y que lo que puede estar buscando la nueva
dirección de la genética es el vano sueño de la bola de cristal, que predi-
ce una fortuna que nunca llega, en lugar de afrontar las necesarias refor-
mas sociales y culturales (E. Draper).
Para la medicina clínica, la biología (ahora reforzada por el enorme
poder prospectivo de la BM y de la IG) es una condición necesaria pero
no es suficiente. Al igual que para los sociobiólogos las humanidades no
son más que la última rama de la biología que tan solo esperan a ser
incluidas en la «nueva síntesis» (EO Wilson), para algunos clínicos orga-
nicistas, la clínica entendida como la capacidad de interpretar el lenguaje
simbólico con el que cada persona expresa «su modo de enfermar» no
sería más que una rama menor de la biología, un mero cartero portador de
las buenas o de las malas noticias genéticas.
44
La tentación
de la eugenesia

Francis Galton fue un matemático inglés convencido de que la supe-


rioridad de la clase profesoral y aristocrática oxfordiana se debía a la
selección positiva que a lo largo de los siglos se había producido entre
ellos. Sus relevantes aportaciones a la estadística proceden de su empeño
por darle un carácter científico a aquellos prejuicios sociales. Bien inten-
cionado, no obstante, quiso que aquellas pretendidas ventajas raciales de
sus colegas de Oxford fueran asequibles a todo al mundo y contribuyó,
incluso dándole el nombre, al desarrollo de la eugenesia, a la que definió
como el conjunto de procedimientos capaces de mejorar la especie huma-
na. Es decir, a la ciencia de la mejora del linaje humano.
Naturalmente, a finales del siglo XIX Galton solo podía propugnar el
uso de medidas sociales, pues aunque la eugenesia partía del principio de
la heredabilidad de los atributos positivos y negativos muy poco se podía
entonces hacer sobre los genes salvo intentar en la especie humana lo que
con tanto éxito se había conseguido con los animales domésticos. No obs-
tante, ya desde el comienzo se distinguió entre una eugenesia negativa
(esterilización de deficientes, por ejemplo) y una eugenesia positiva
(fomento de matrimonios con especiales cualidades).
El pensamiento eugenésico fue asumido tempranamente en los países
escandinavos, en el Reino Unido y en EE UU. En todos estos países se lle-
garon a dictar leyes eugenésicas, cuyos coletazos últimos ahora se están
empezando a conocer. Pero, sobre todo, el movimiento eugenésico fue el
167
168 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

Letmotiv del ideario nacional-socialista alemán, que, ya diez años antes de


llegar al poder, proponía la esterilización por motivos eugenésicos y que
en 1939 imponía el programa eutanásico saldado con miles de muertos y
que en 1943 iniciaba el programa de aborto en las mujeres no pertene-
cientes a la raza aria.
Con su derrota y con el descubrimiento del horror de sus excesos, el
movimiento eugenésico casi desaparece. Con él también retrocede la
influencia de la biología en la explicación de los comportamientos huma-
nos. Su espacio es sustituido por la sociología y la psicología, que refuer-
zan el papel de la cultura y el medio ambiente en la determinación de lo
humano. Es el triunfo de lo social. La sociobiología de Wilson es tan solo
un último intento, ya en la posguerra tardía, de explicación de los com-
portamientos sociales a través de la genética, de integración de la ecolo-
gía y de la etología en el seno de la teoría neodarwinista. Pero los años no
pasan en balde. La caída del muro de Berlín y el conocimiento por el
mundo del hedor de los Gulac aceleran la caída del caballo de un socio-
logismo radical que ha coincidido con el desarrollo, inimaginable hace tan
solo unos años, de la biología molecular y de la nueva genética.
De su mano resurge ahora de nuevo, con fuerza, el movimiento euge-
nésico o neoeugenésico, aunque con unas profundas diferencias respecto
al anterior. En primer lugar y a diferencia de otras épocas, las posibilida-
des de intervención son reales, no un sueño político a la manera como, tra-
dicionalmente, los granjeros consiguieron la mejora de las razas de ani-
males domésticos. Ya no hay que esperar generaciones. Son una realidad
aplicable a seres humanos individuales y muy probablemente también a su
estirpe, interviniendo en la línea germinal de ese mismo individuo. En
segundo lugar, la nueva eugenesia está planteada como una cuestión
médica, propia de la relación individual médico-paciente y por tanto como
un asunto de salud individual. De salud de los interesados y de las gene-
raciones futuras, a los que se les impone el derecho a nacer sanos. En ter-
cer lugar, las nuevas posibilidades de intervención genética se desarrollan
en un espacio político más abierto y en el que las posibilidades de control
son –al menos en teoría– mayores que en épocas anteriores.
Así, por ejemplo y sin ir más lejos, hoy el diagnóstico prenatal, bajo
condiciones de alta certeza, ofrece a los individuos información preciosa
para la toma de decisiones (el aborto terapéutico, por ejemplo), que podría
ser considerado como una forma a la carta de eugenesia pasiva. No todos
lo llamarían así, pues las palabras no son neutrales y tienen que arrastrar
LA TENTACIÓN DE LA EUGENESIA 169

el lastre de su pasado. Para algunos genetistas, el diagnóstico prenatal de


problemas hereditarios y la interrupción del embarazo subsiguiente no
serían ejemplos de eugenesia sino procedimientos profilácticos de salud,
pues en un mundo mejor el niño tiene el derecho a nacer sano. Hoy ya no
es una utopía que mediante los nuevos procedimientos podamos evitar el
nacimiento de niños con importantes enfermedades genéticas, mejorando
de esta forma la salud de la población.
En nuestro contexto cultural y político, la libertad individual es el
garante de los posibles excesos que puedan imaginarse, entre los que
algún día podría estar la obligatoriedad del screening genético (y la deci-
sión de profilaxis en caso positivo) en nombre de la salud pública, tal
como ahora es obligatoria la vacunación de la polio. La intervención tam-
bién obligatoria, o la restricción a la libertad de reproducirse a la vista de
la prueba positiva, son las consecuencias inmediatas, tal como en China
hoy ocurre y, para alguna enfermedad concreta –la talasemia–, también en
Chipre, pues al fin y al cabo ¡quién puede querer un niño enfermo, por lo
demás tan caro de sostener a la sociedad! Así, después de haber enterrado
la eugenesia, volvemos ahora de nuevo la mirada (ingenuamente) espe-
ranzada hacia las increíbles posibilidades de la genética moderna.
Desde luego el debate ciudadano y una adecuada información son
esenciales para poder en cada momento ir separando el trigo de la paja,
sobre todo cuando también los expertos en bioética andan divididos entre
los entusiastas ante las nuevas posibilidades que contribuirán –dicen– a la
salud del individuo y a su felicidad y aquellos otros que como Testart nos
avisan de que tenemos que identificar valores no genéticos con el fin de
que los individuos no sean definidos sobre la base de sus rasgos genéti-
cos. También es muy importante recordar que la neoeugenesia, como ayer
la vieja eugenesia, son la expresión de ideologías y sobre todo del espacio
de poder que esas ideologías ocupan. Unas ideologías que favorecen, por
ejemplo, que la investigación y el desarrollo tecnológico vayan en un sen-
tido y no en otro. Pero sobre todo no deberíamos olvidar las tonterías que
con el rigor y desde el prestigio de lo científico se han dicho en nombre
de la genética y de la eugenesia misma. Así el mismo Francis Galton, el
fundador, después de afirmar que «lo que la naturaleza hace ciega, lenta
y burdamente, el hombre debe hacerlo previsora, rápida, suavemente»,
muestra su preocupación por la debilidad de las clases menesterosas de
Inglaterra, debilidad que atribuye a la supervivencia de estirpes que de nin-
guna manera sobrevivirían si no se beneficiaran de la ayuda y de la limosna
170 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

de la sociedad urbanizada, lo que conduce paulatinamente a una degene-


ración de la población inglesa, cuyos efectos –dice Galton– ya se estaban
haciendo notar ¡en las dificultades militares por las que atravesaba por
aquella época el imperio británico! ¡Qué hubiera dicho y hecho el culto,
el científico, el matemático, el oxfordiano, el prudente y benévolo Francis
Galton, de haber dispuesto del moderno arsenal biotecnológico! Tampoco
es irrelevante recordar que tanto él como su discípulo Gosset (el de la t de
student que todos los estudiantes aprenden en primero de cualquier carre-
ra de ciencias) terminaron sus vidas poniendo sus conocimientos estadís-
ticos al servicio de Guinness, la famosa fábrica de cervezas inglesa.
De todo esto los ciudadanos deberíamos ir tomando nota y opinar
informados. Para organizar este y otros muchos debates tan necesarios
surgen en los hospitales de EE UU hace más de treinta años los comités
de ética asistencial. En nuestro país solo algunos hospitales han generado
estos comités. El Hospital Carlos Haya fue pionero en su desarrollo y
durante años ha funcionado un comité, el único en todo el territorio andaluz,
cuyas semillas estaban ahora empezando a florecer. Desgraciadamente, al
parecer por motivos estratégicos, el comité fue disuelto por la dirección
del hospital sin que hasta ahora se hayan dado razones suficientes para
ello. Es dudoso, por otro lado, que con la nueva ley los comités actuales
se lleguen a convertir alguna vez en verdaderos comités de ética asistencial.
En una ocasión le oí a un alto cargo de la OMS poner como ejemplo de
política sanitaria en torno al control de la diabetes mellitus, a la Rumanía
de antes de la caída de Ceacescu. Se basaba para ello en las magníficas
HbA1c (hemoglobinas glicosiladas) de las personas con diabetes de
Rumanía. Después de la dramática muerte del dictador las HbA1c se ele-
varon también dramáticamente. La moraleja es que no se trataba de ver-
daderas hemoglobinas glicosiladas que representasen el grado de control
metabólico de las personas con diabetes y la eficacia del sistema sanitario
rumano, sino hemoglobinas «politizadas» que representaban tan solo el
control sobre toda la información que aquel país ejercía, incluida la infor-
mación sanitaria.
45
No es una casualidad

Las grandes revoluciones científicas y tecnológicas se producen en el


contexto de cambios sociales que las justifican, cambios que a su vez se
ven enriquecidos por los nuevos paradigmas (Fernández Buey, 1991). No
hay nada tan poderoso como una idea cuya hora ha llegado. La irrupción
del paradigma biomolecular se produce en un momento en el que
Occidente rompe con los modelos sociales que lo han definido política-
mente en los últimos años. No es sorprendente, pues, que el abandono de
los modelos sociogénicos y el resurgimiento de los modelos patobiológi-
cos de causalidad se produzcan simultáneamente a las crisis de los esta-
dos de bienestar, al abandono de lo público frente al resurgimiento de lo
privado, a la creciente ola de conservadurismo en lo político. El paradig-
ma de lo biomolecular está enriqueciendo a la clínica con instrumentos
muy poderosos para el diagnóstico y el tratamiento, pero aplicado radi-
calmente pone en peligro las conquistas epistemológicas de los últimos
tiempos pues en lugar de reforzar la comprensión de la clínica como
una constitución compleja de interacciones sociales, culturales y bioló-
gicas, ofrece el señuelo de una determinación biológica de la manera de
enfermar que tiene su fuente en la tendencia evolutiva de los genotipos
individuales.
Esta advertencia no es, desde luego, una propuesta de moratoria en la
aplicación de la biología molecular a la clínica, tal como se hizo en
Asilomar en 1975 para los experimentos con ADN recombinante. No es
171
172 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

tampoco un reclamo para ejercer el derecho (ético) a la «no investigación»


(Testart), que es un derecho paralelo al del «no querer saber» de los poten-
ciales pacientes, pues coincidimos plenamente con D. Gracia (1994) cuan-
do equipara la libertad de investigación con un derecho humano funda-
mental que debe ser respetado por muy problemático que pueda llegar a
ser. El problema, como es bien sabido, no está en el conocimiento de la
realidad, sino en el uso que se hace del conocimiento. Es cierto que, como
decía Thomas Edison, «todo lo que el hombre puede imaginar lo puede
crear». Pero es también cierto que en nombre de este mismo “principio de
la imaginación” (D. Callahan), es posible reconocer «el lugar lógico para
detenerse». Principio que ya fue desarrollado en la práctica con la mora-
toria de Asilomar y que tal como nos recuerda J. Gafo (1994), debe per-
mitir a los biólogos y a los clínicos saber que hay un paso cualitativo muy
importante entre curar por ingeniería genética a un niño con leucemia y des-
arrollar una política eugenésica de mejora del CI de la población infantil.
En el momento actual muchos clínicos y epidemiólogos están embar-
cados en el desarrollo de una teoría crítica de la medicina clínica que per-
mita adecuar su estructura y razonamiento a los requerimientos de los
nuevos tiempos. Las líneas precedentes encierran la advertencia de que la
irrupción de la ingeniería genética en el campo de la clínica puede, con el
señuelo de la patognomonia, hacer retroceder algunas de las conquistas
que con tanta dificultad se han conseguido hasta el momento. Es posible
que esta advertencia sea innecesaria, y que tan solo muestre la influencia
en el autor de un modelo determinado de entender la clínica (el modelo
clínico-epidemiológico). En todo caso estas líneas son deudoras de otras
muchas voces, citadas y no citadas en este libro, que, ya desde comienzo
de la revolución biotecnológica, la han acompañado críticamente.
VI
UN FINAL ENTRÓPICO
46
De Thomas Bayes (1761) a
Claude E. Shannon (1948)

La relación médico-paciente desde el punto de vista técnico es un


proceso de transferencia de comunicación que tiene como objetivo
reducir el grado de incertidumbre tanto de la información que posee el
médico como de la del propio paciente. En estas líneas nos ocuparemos
de los aspectos relacionados con el manejo de la información clínica a
través de las interrelaciones entre dos lenguajes cuantificadores el
bayesiano (que tanta utilidad ha tenido para la transformación de una
medicina patognomónica en otra basada en el concepto de «riesgo») y
el lenguaje informacional basado en la moderna teoría matemática de
la información.
Como ha sido enunciado arriba, desde la perspectiva de la informa-
ción la función primordial de la clínica es la de ser intérprete de la que
emite el paciente. A su vez, el objetivo de la clínica es producir una
información que llegue al paciente y que sea útil para su proceso de
curación o alivio de sus problemas médicos. El clínico, en el primer
contacto con el paciente, utiliza sus sentidos para recoger la informa-
ción que procede del paciente en forma de signos o síntomas. El médico
ve, oye, palpa. Pero ver, oír, palpar son formas de conocimiento prima-
rios. Lo puede hacer cualquier persona; no hace falta para ello una
acreditación especial. Lo importante es reconocer, identificar, clasifi-
car lo que se ve, se oye, se palpa, que son actividades cognitivas de
grado superior, pues supone hacerlo de acuerdo con determinados cri-
175
176 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

terios discriminativos. Ver, oír, palpar son percepciones relacionadas


con la emisión y con la recogida de la información. Por el contrario, las
actividades cognitivas de reconocer, clasificar e identificar están rela-
cionadas con la utilización de la información (Drestske, 1981).
47
Codificación
analógica y digital

La percepción de los síntomas y signos se realiza de manera analógica


mientras que el reconocimiento cognitivo de los mismos supone alguna
forma de transformación digital de la información. Entre información
analógica y digital hay una diferencia parecida a la existente entre una
variable continua y una discreta. El velocímetro de un coche es un ejemplo
de información analógica, pues las diferentes velocidades son representa-
das por diferentes posiciones de la aguja. La luz del tablero que avisa de
la presión del aceite es un tipo de información digital, ya que sólo tiene
dos tipos de información: encendido o apagado. Naturalmente, hay gra-
daciones de intensidad en ambos modelos de transmisión de la infor-
mación dependiendo de la escala de medida y es fácil comprender que
una información analógica llevará siempre alguna forma de informa-
ción digital.
Una información analógica puede convertirse siempre en información
digital. El peso, por ejemplo puede medirse en la escala de kilogramos,
variable continua de carácter analógico, pero podemos utilizar la clasifi-
cación en cuatro grados de Garrow a partir del IMC (índice de masa cor-
poral) y transformarlo en una información digital. La nominación de los
procesos morbosos es un ejemplo de esta transformación analógica en
digital. La glucemia es un tipo de información analógica que puede
adquirir cualquier valor en el rango de un intervalo, pero el clínico la
transforma intencionalmente introduciendo criterios de demarcación en
177
178 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

información digital, reduciendo la información a la presencia o no de


diabetes. Al reducir la información analógica a la digital hemos perdido
información, pero hemos realizado un proceso cognitivo superior de cla-
sificación de acuerdo con intereses (intenciones) dentro del proceso de
decisión del clínico. En el paso de la percepción de la información al
conocimiento de la información es, como vemos, de una gran importan-
cia el carácter intencional en la utilización de la información, pues intro-
duce criterios en la reducción de la información. La introducción inten-
cional de criterios clínicos previos es una pieza clave de la conversión con
éxito de la transformación de la información preclínica analógica en
información digital propiamente clínica.
La psicología de la percepción-información nos advierte que este pro-
ceso de reducción de la información es de gran importancia para el cono-
cimiento. Si se transmitiese en su totalidad la inicial percepción analógi-
ca de la información (todo lo que vemos, oímos o sentimos) a los centros
cognitivos, sería necesaria una gigantesca capacidad de almacenamiento y
recuperación. Al contrario que el velocímetro o los sensores mecánicos
los seres vivos están continuamente cambiando los criterios de conversión
de la información analógica en digital a medida que las necesidades, los
propósitos o las circunstancias cambian. Cuando la información llega a
una velocidad que excede a la capacidad de transformación analógica en
digital, el organismo no la procesa. Es como si hubiera una saturación del
proceso de información.
En clínica esta es una experiencia conocida. Nuestra experiencia nos
dice que cualquier paciente emite mucha más información de la que
somos capaces de extraer, y que solo una reducción inteligente de esa
información puede transformar la información perceptiva en información
cognitiva mediante la transformación analógica en digital. El estableci-
miento de puntos de corte en los criterios de decisión de una prueba diag-
nóstica es un proceso intencional que transforma la información obtenida
a partir de un procedimiento de investigación biológica de difícil utiliza-
ción, en otro de investigación clínica claramente intencional. En otras
palabras: aunque la información que podamos extraer sobre un paciente o
sobre determinado carácter morboso de un paciente pudiese ser ilimitada,
existe un límite a la información que puede ser contenida en la experien-
cia clínica.
El carácter intencional, la introducción de algún tipo de creencia en el
proceso intencional, la capacidad de modificar los criterios (creencias) de
CODIFICACIÓN ANALOGICA Y DIGITAL 179

decisión, son de una gran importancia en el salto de la percepción de la


información (ver, oír, palpar) al conocimiento de esa información. Un
magnetofón o un sistema informático pueden también procesar, recibir,
almacenar información, pero son incapaces de transformar esta informa-
ción en algo con significación cognitiva. Esto es así porque ninguno de los
aparatos electrónicos citados son capaces de utilizar una apropiada creen-
cia a la hora de reducir la información, son meros conductos de la infor-
mación. Al reducir la información clínica intencionalmente introduciendo
criterios de demarcación (clínicos, éticos, económicos, etc.), el acto clíni-
co se convierte en un acto creador e inteligente (Marina, 1993).
48
La relación médico-enfermo
desde la teoría de la
comunicación

Médicos y pacientes pueden ser considerados como fuentes y receptores


de información, pues lo que une a un médico y a su paciente es la informa-
ción que comparten en un momento determinado. Es un lugar común que
las decisiones médicas se toman en situaciones de incertidumbre y que las
matemáticas de la probabilidad han venido a ayudar a la toma de decisiones
médicas al permitir adjudicar valores numéricos a las probabilidades,
transformando la incertidumbre en riesgo (C-Soriguer, 1992).
La teoría matemática de la información o teoría de la comunicación
fue desarrollada por Shannon y Weaber en 1948 como un medio para
cuantificar tanto la información como el ruido contenido en la señal audi-
ble de los canales telefónicos (Shannon y Weaber., 1949). Se ocupa de
cantidades de información no de la información, contenida en estas can-
tidades. Es, pues, exclusivamente cuantitativa. Este carácter cuantitativo
define las limitaciones de la teoría pero también la convierte en un pode-
roso instrumento para abordar las complejas relaciones entre información
y conocimiento. La teoría de la información identifica la cantidad de
información asociada a un evento o generada por él, por ejemplo una
prueba diagnóstica, con la reducción del grado de incertidumbre.
Conocer la cantidad de información asociada a un evento es, pues, una
manera muy adecuada de comprender la rentabilidad de un procedimien-
to determinado –por ejemplo, una prueba diagnóstica– con la que se pre-
tende aumentar el conocimiento sobre determinada enfermedad. La teoría
181
182 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

proporciona una base matemática para cuantificar la información y la


incertidumbre asociada a la ausencia de una información total y ha sido
ampliamente validada por rigurosas pruebas matemáticas (Khinchin,
1957) y usada en disciplinas como la ingeniería (Rotterdam, 1970), la eco-
nomía (Theil, 1967) y la medicina misma (Metz, 1973; Okada, 1978).
49
Un ejemplo

Supongamos que nos piden que seleccionemos a una persona de entre


ocho para hacer determinado trabajo. Se establece algún criterio razona-
ble y se decide por uno de ellos (Antonio, por ejemplo). Al final del pro-
ceso de decisión, las ocho posibilidades iniciales se han reducido a una
sola. A partir de ese momento ya no hay ninguna incertidumbre sobre
quién va a realizar el trabajo. Cuando un conjunto de posibilidades (ocho
en este caso) se reduce de esta manera, la cantidad de información aso-
ciada al procedimiento está en función del número de posibilidades eli-
minadas al alcanzar el resultado. La forma de expresar la información
contenida en el evento no es independiente del procedimiento empleado
para reducir la incertidumbre. Sin embargo, parecen existir razones mate-
máticas para elegir una función logarítmica y en particular el logaritmo en
base 2, como medida de la información (Shannon, 1948).
Siguiendo con el ejemplo anterior, supongamos que se decide selec-
cionar una persona de entre ocho mediante un procedimiento binario, por
ejemplo lanzar una moneda al aire. Una decisión binaria puede represen-
tarse mediante un dígito binario (0 1) o bits. Las ocho personas se dividen
arbitrariamente en dos grupos de cuatro. Un primer lanzamiento de la
moneda decidirá en cuál de los dos grupos se hará una posterior selección.
El grupo de cuatro seleccionado se vuelve a dividir arbitrariamente en dos
grupos de dos personas. Un segundo lanzamiento decidirá en cuál de los
dos grupos de dos se haría la selección definitiva. Un tercer lanzamiento
183
184 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

decidirá de entre los dos finalistas la persona seleccionada. Tres decisio-


nes binarias (tres lanzamientos de moneda) han sido necesarias para redu-
cir a una las ocho probabilidades iniciales. Decimos entonces que la can-
tidad e información asociada a la selección de esta persona entre ocho es
de 3 bits. Si hubiera habido cuatro personas en lugar de ocho el procedi-
miento hubiera llevado 2 bits de información y si hubieran sido dieciséis,
la cantidad de información sería de 4 bits.
La fórmula general para calcular la cantidad de información generada
por la reducción de n posibilidades igualmente probables es:

I(s) = Log n
I = CANTIDAD DE INFORMACIÓN (Bit)
(s) = FUENTE DE INFORMACIÓN

Log = Logaritmo en base 2 de n (exponente al que hay que elevar la base


para obtener n)
n = nº total de posibilidades igualmente probables a 1

En nuestro ejemplo la cantidad de información [I(s)], asociada a la


selección de 8 personas a 1, es igual al logaritmo en base 2 de n= 8.

I(s)= log 28 = 3 bits [23= 8]

En el primer ejemplo el número de posibilidades para la elección de 1


entre las 8 personas era la misma para cada persona (1/8= 0,125), pero no
siempre ocurre así. De hecho en muchas ocasiones no ocurre así. Siguiendo
con el ejemplo de la moneda, puede ocurrir que esté trucada y que como
consecuencia, la posibilidad de que salga cara sea de 0,9 (y de que salga cruz
de 0,1 en lugar de 0,5).
En este caso la fórmula general para calcular la cantidad de informa-
ción asociada a la reducción de la incertidumbre cuando las posibilidades
de todos los sucesos no son las mismas es:

I(sj)=log 1/p(sj) = - log p(sj)

(dado que el log 1/x= - log x)


UN EJEMPLO 185

En el ejemplo de la moneda trucada:

1) para la probabilidad de salir cara (Pcara= 0,9)

I(sj)= log 1/0,9= log 1,11= -log 0,9= 0,15 bits

Comprobación: [20,15= 1,11]

2) para la probabilidad de que salga cruz (Pcruz= 0,1)

Ip(sj)= log 1/0,1= log 10= -log 0,1= 3,33 bits

Comprobación: [23,33= 10]

En el ejemplo de la selección de 1 entre 8 personas con una moneda en


la que la posibilidad de cada lanzamiento era equiprobable (0,5) y que
p= 1/8= 0,125:

Ip(sj)= log1/0,125= log 8= -log 0,125= 3

Comprobación: [23= 8]

En la práctica la mayoría de las situaciones en las que se produce una


reducción de la incertidumbre a partir de un determinado criterio se reali-
zan en situación de no equiprobabilidad, tal como ocurre con la moneda
trucada. Intuitivamente podemos advertir que la cantidad de información
que conlleva un proceso adscrito a sucesos equiprobables es mayor que la
correspondiente a sucesos no equiprobables. En el caso de la moneda tru-
cada la posibilidad de que acertemos en la predicción de que salga cara
(0,9) es muy alta (si se tira suficiente número de veces). De igual forma
la afirmación: mañana va a llover, aporta menos información en invierno
que la misma afirmación en verano.
Esta experiencia podemos extrapolarla a la experiencia clínica e intui-
tivamente admitir que la cantidad de información que aporta una prueba
diagnóstica será menor cuanta más alta sea la sospecha (probabilidad) por
el médico de que el paciente tenga la enfermedad que se pretende diagnosti-
car con la aplicación de la prueba.
50
Aplicación de la teoría de la
información a la
cuantificación del poder
de una prueba diagnóstica

La evaluación del contenido informativo de una prueba diagnóstica tiene


sentido desde el reconocimiento de que la mayoría de los test diagnósticos
son imperfectos. Esta imperfección introduce ruido en la interpretación de
las pruebas diagnósticas. La información y por tanto la cantidad de incerti-
dumbre que persiste tras la realización de una prueba diagnóstica puede ser
calculada a partir del conocimiento de las propiedades (o determinantes)
de dicha prueba. Esas son la probabilidad pretest de la enfermedad (pre-
valencia), la sensibilidad o tasa de verdaderos positivos y la tasa de falsos
negativos (1-especificidad). Diamond et al. (1981) han derivado una ecua-
ción que define la efectividad de cualquier test diagnóstico expresada en
bits, a partir de la teoría de la información. Como ha sido comentado ante-
riormente, la teoría de la información define la cantidad media de infor-
mación para un conjunto de eventos probabilísticos mutuamente exclu-
yentes. Este es el caso de la presencia (E+) o ausencia (E-) de una
determinada enfermedad. Si la probabilidad de que ocurra la enferme-
dad es p(Ei+), entonces la cantidad de información a priori (asociada a
esta probabilidad), expresada en bits, puede ser calculada a partir del
desarrollo de la teoría matemática de la información arriba tan solo
insinuada.

187
51
Un final entrópico

Con frecuencia suele usarse el término entropía para designar la canti-


dad (media) de información asociada a la reducción de posibilidades (Is).
No es sorprendente que sea así. El término entropía procede de la termo-
dinámica y fue utilizado por primera vez por Clausius para representar la
posibilidad de transformar el calor en trabajo. En esa época era muy popu-
lar usar el griego para crear neologismos. Probablemente buscó la palabra
más adecuada para representar el cambio, la transformación, y encontró la
palabra trope. Como en realidad lo que él quería representar era el «no
cambio», utilizó la partícula «en» probablemente pensando que «en» es lo
mismo que in en latín, en lugar del prefijo «u», ya que ou es la palabra
griega para no como en «utopía». Así pues de haber sabido Clausius más
griego o haberse asesorado mejor, en vez de entropía deberíamos hoy
estar hablando de “utropía” (Heinz von Foerster, 1991). Esta ecuación que
hemos desarrollado arriba y que define la entropía es muy parecida a la
ecuación S=K. Log W, que es también el único epitafio de la tumba de
Ludwig Boltzmann (1844-1906) en una lápida del cementerio central de
Viena, una de las más importantes ecuaciones de la ciencia y que relacio-
na la entropía con el desorden. De la termodinámica el concepto de entro-
pía ha pasado a otros muchos sistemas, pues es una medida del contenido
informativo de un sistema tanto si este está formado por materia y ener-
gía como si fuera una entidad inmaterial como es el caso de las ciencias
sociales humanas (Margalef, 1980).
189
190 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

El análisis informacional nos proporciona otra manera de comprender


las bases sobre las que se sustentan la práctica y la teoría clínica. Se trata
de una manera nueva de describir viejos problemas. Su creciente incorpo-
ración podría ayudar a la siempre compleja toma de decisiones en la clí-
nica. Anticipa un lenguaje nuevo con el que, probablemente, las nuevas
generaciones están más familiarizadas. Los ejemplos desarrollados en
este texto permiten comprobar que es posible la traslación de conceptos
entre lenguajes diferentes y que estos conceptos sobreviven demostrando
que son preexistentes al lenguaje mismo y no su consecuencia.
Posibilitan, además, la incorporación de ideas procedentes de los prime-
ros años de la física moderna (como la de entropía) a realidades muy dis-
tantes de aquellas en las que fueron concebidas. El lenguaje informacio-
nal nos demuestra, también, de manera casi visual la necesidad de utilizar
eficientemente las técnicas para reducir el grado de incertidumbre en la
toma de decisiones. La física, de la mano de la termodinámica, nos anun-
cia que los procesos entrópicos son procesos continuos e irreversibles de
degradación de la calidad de la energía. De alguna manera el hombre solo
puede retrasar el final entrópico, tantas veces anunciado, evitando la
degradación innecesaria de la calidad de la energía. La aplicación de los
conceptos de la termodinámica a realidades no materiales, como los ejem-
plos aquí desarrollados, nos advierten del peligro de la degradación de la
calidad de la información. Si el final de las cosas será un final entrópico,
el fin de la comunicación entre los seres humanos (por ejemplo entre el
médico y el paciente) es también el resultado de una degradación en la
calidad del uso de la información. El acúmulo innecesario de información
(burocracia), el uso de procedimientos discriminativos inadecuados (ruido),
el establecimiento de criterios de discriminación inadecuados (ineficien-
cia), etc., son algunas de las causas de la degradación de la calidad de la
información.
La medicina moderna se caracteriza por su complejidad. Esta comple-
jidad es en cierto modo inevitable (ontológica), pues el aumento de cono-
cimientos reales hace imposible que una sola persona pueda acceder a su
aplicación, razón de ser de la medicina misma; ya comentábamos al prin-
cipio la condición de ciencia aplicada de la clínica. No sería en este sen-
tido muy distinta cualitativamente a otras muchas disciplinas, aunque sí
tal vez cuantitativamente, pues desde el momento que en nuestro tiempo
todas las ciencias son ciencias de la vida, los conocimientos de todas ellas
terminan confluyendo en el ámbito de aplicación de la medicina, al ser el
UN FINAL ENTRÓPICO 191

de la salud (y su referente no simétrico, el de la enfermedad) uno de los


espacios de mayor atención por la sociedad moderna. Pero otra parte de
esa complejidad es epistemológica y como tal procedimental y potencial-
mente evitable. Desarrollar procedimientos para hacer más eficiente el
uso de la información es uno de los objetivos de la clínica de nuestro tiem-
po. Los médicos y otros profesionales que trabajan con el conocimiento
(a los que Román Gubern llamó en El simio informatizado el cognitaria-
do; 1987) están condenados, como Sísifos modernos, a subir una y mil
veces el camino de la complejidad, y en el ascenso muchos quedan aplas-
tados por ella. Este final (entrópico) es posible que sea ineluctable pero en
el ir y venir debemos comportarnos como si no lo fuera y esforzarnos en
desarrollar nuevos procedimientos (lenguajes) que nos permitan al menos
retrasarlo.
VII
DIEZ PROPUESTAS PARA
EL TERCER MILENIO
52
La medicina del siglo XXI:
diez propuestas para el
tercer milenio

En estas últimas páginas del libro quisiera hablar de la medicina del


siglo XXI, y estoy seguro de que los lectores que hayan llegado hasta aquí
serán benevolentes con la apuesta y con los riesgos que entraña hablar
sobre los próximos mil años. Ya me conformaría con que estas premoni-
ciones ocuparan tan solo los próximos veintitantos, que son los que esta-
dísticamente me quedan por vivir, con un poco de suerte. En las líneas
precedentes hemos intentado justificar una determinada manera de enten-
der la medicina clínica. En las líneas que siguen desarrollaré una hipóte-
sis que necesitará para defenderse una definición y una tesis previa.
A lo largo de este libro hemos venido definiendo medicina como un
humanismo científico, una disciplina heredera de un legado histórico muy
importante, depositaria de un profundo cuerpo teórico, que tiene como
misión resolver los problemas concretos del ser humano enfermo, dentro del
contexto social, político y económico de la época. La tesis de la que parti-
mos es que la medicina ha cambiado más desde la Segunda Guerra Mundial
que en todas las épocas anteriores (D. Gracia). Desde luego ni la hipótesis ni
la tesis son nada originales sino deudoras de muchas de las citas que van apa-
reciendo a lo largo del texto. Nuestro empeño será reflexionar sobre la natu-
raleza de estos cambios inevitables, que en nuestra opinión: a) tendrán que
ser fundamentalmente cualitativos, y b) no serán independientes del resto de
la sociedad, pero, además, c) al ocupar la medicina un lugar tan importante
en la sociedad (y en los estados) los cambios de la medicina (y los modelos
195
196 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

sanitarios que se escojan) van a su vez a influir de manera muy notable en la


sociedad misma en la que se desarrollan.
Vamos a hablar del futuro aunque lo hagamos desde el presente y recor-
demos el pasado. Será, pues, inevitablemente un texto profético: Malaquías,
Daniel, Nostradamus, pero también Popper o Heisenberg fueron profetas.
Hay muchos modelos de profetas donde escoger, pero todos han intentado
adelantarse a su tiempo escudriñando el futuro. Pro-FE-tizar implica tener fe,
sin fe no se puede profetizar, pues la fe es una condición necesaria para la
esperanza sin la cual, como decía el título de un libro de L. Sciascia, no es
posible plantar olivos. Profetizar tiene siempre un contenido religioso que
es, en su acepción laica, un acto de religación o comunión con un grupo de
iniciados. Con humor, se suele decir de los profetas (sobre todo de los pro-
fetas de la economía) que predicen el pasado y con maldad, que son siempre
portadores de un destino manifiesto. Sólo los animales no escudriñan el futu-
ro. Lo viven predeterminadamente, sometidos a las leyes de un destino ciego
sobre el que nada pueden influir salvo dejarse llevar por el azar y la necesi-
dad (Monod), que son las leyes más benévolas de la evolución. Pero algunos
creemos con Faustino Cordón que los seres humanos, al tomar conciencia de
si mismos, hemos escapado en parte a las leyes de la evolución, una evolu-
ción que queda en nuestras manos. Desde esta posición el futuro es siempre
un campo de posibilidades, que es también una de las posibles definiciones
(J.M. Marina) de la inteligencia creadora. Así pues, inteligencia y futuro se
unen en un destino inevitable y el acto de profetizar, liberado ahora de sus
prejuicios arcaicos, se transforma en la medida de la capacidad de diseñar un
proyecto, en un acto de inteligencia creadora.
Desde luego, esta manera subversiva de entender el acto profético no es
compartida por muchos, que siguen considerando esta obstinación adivina-
toria como un acto de estupidez más que de inteligencia, pues la paz (y la
felicidad) solo son posibles con la resignación ante lo ineluctable, cuando no
un pecado de soberbia o una blasfemia por intentar interferir en los designios
de Dios, el gran diseñador. Ya en el mundo antiguo Zeus, Poseidón o Hades
se repartieron los mares, los cielos y los infiernos jugándoselos a los dados.
Un juego que de la mano de Einstein y de tantos otros herederos de la
Ilustración ha conducido a que hoy el futuro sea para los humanos algo más
que el antojo de los dioses y que hombres y mujeres no sean pasivos ante la
naturaleza. Aunque solo fuera porque, como dice Woody Allen de sí mismo,
a los hombres les interesa el futuro porque allí es donde van a pasar la mayor
parte del resto de su vida y desde luego de sus hijos y de los hijos de sus hijos.
LA MEDICINA DEL SIGLO XXI: DIEZ PROPUESTAS PARA EL TERCER MILENIO 197

1. Algunos optimistas, llevados por los éxitos médicos de los últimos


años, anuncian la desaparición de las enfermedades en el tercer milenio.
El éxito de la medicina de la segunda mitad del siglo XX ha sido tan
extraordinario, dicen, que en este milenio que ahora comenzamos la pre-
ocupación de la medicina será sobre todo la prevención, pues el gran cuer-
po de los procesos mórbidos estará controlado. No creemos que sea así,
pues la salud y la enfermedad son realidades antropológicas además de
biológicas, dos atractores extraños unidos entre sí por una inexplicada (y
esencialmente nunca totalmente explicable) relación de causalidad caóti-
ca. La medicina puede intervenir en ese intercambio y cuando lo hace lo
consigue siempre fragmentariamente, de alguna manera a ciegas, sin ser
capaz de captar la profunda complejidad en el contexto cósmico de esa
interrelación. En cierto modo el destino de la medicina es como el de
Sísifo o el de Penélope. Y en este tejer y destejer la medicina a lo que
puede aspirar, y no es poco, es a disminuir el sufrimiento y a contribuir al
conocimiento del ser humano, porque la experiencia del sufrimiento es la
mejor escuela para enfrentarse al miedo ante la muerte, que es el único des-
tino cierto, miedo que el hombre solo puede combatir mediante las diferen-
tes estrategias para combatir la ignorancia, como veremos después.
Puede parecer contradictorio este resignado reconocimiento de los
límites de la medicina con la propuesta realizada en la introducción sobre
la responsabilidad del hombre sobre su destino. Y ciertamente lo es, pues
la historia del hombre es siempre la de un fracaso ante la muerte y en últi-
ma instancia ante la enfermedad, pero es también la historia de una rebe-
lión y en esta lucha interminable surge día a día el hombre nuevo, que es
siempre el anuncio del hombre de mañana. Lo que distingue al hombre de
hoy del de ayer es la diferente manera de asumir los riesgos (ante la muerte,
ante la enfermedad, ante el futuro, ante la vida...). No deja de ser sor-
prendente que la idea de riesgo sea una idea moderna y que tal como hoy
la entendemos no existiera en la antigüedad. La idea de riesgo es la esen-
cia del modelo de desarrollo social de los últimos dos siglos y también de
la medicina del presente. Peter Berstein (de profesión consultor de inver-
siones) (Contra los dioses. La notable historia del riesgo) nos recuerda
que gracias a gentes como Pascal, Von Neumann o Arrow los seres huma-
nos han transformado la percepción de riesgo «desde una posibilidad de
perder en una posibilidad de ganar». En otro lugar de este libro hemos
definido la idea de riesgo como «la cuantificación del grado de incerti-
dumbre». La idea de riesgo ha permeado toda la medicina de la última
198 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

mitad del siglo XX y también la economía y la política y ha hecho de la


prospectiva una de las nuevas disciplinas. Una cuestión esta del riesgo de
la que volveremos a hablar más adelante.

2. Hemos planteado ya desde la introducción de esta conferencia la hipó-


tesis de que los éxitos cuantitativos de la medicina del siglo XXI no podrán
seguir su crecimiento ininterrumpido en el próximo siglo o milenio. Como
dejó dicho el profesor Diego Gracia en el curso de una conferencia durante
el 40º Aniversario del Hospital Universitario Carlos Haya, «el crecimiento de
la medicina del siglo XXI será cualitativo o no será». Por ejemplo, la pro-
longación de la vida podrá superar los cien años o algo más, pero no mucho
más, incluso es posible que se diseñen medidas para no alcanzar todas las
posibilidades de reducción biológica de la mortalidad. La medicina del pró-
ximo milenio tendrá que poner moratorias a los éxitos cuantitativos.
Hemos afirmado anteriormente que la medicina ha cambiado más en
los últimos cincuenta años que en toda su historia y que con el cambio
(simultáneo al social, político, económico) se han conseguido éxitos
inimaginables tan solo al comienzo de este siglo. La fundamentación cien-
tífica de la medicina, el desarrollo biotecnológico y los cambios en los
modelos biosanitarios y también en los de la relación médico-enfermo,
ejemplifican algunos de estos cambios. De entre todos los cambios ha
sido la fundamentación científica de la medicina el más importante motor
del avance de la medicina en nuestro siglo. A ello le hemos dedicado parte
de nuestro empeño teórico y práctico.
En las páginas precedentes hemos visto como la medicina ha sido consi-
derada de manera distinta a lo largo de su historia. Aún en nuestros días la
medicina para unos es un arte, para otros una técnica y para algunos una cien-
cia. Quienes aún reducen la medicina a la condición artística son los que le
atribuyen una excelsitud que la experiencia ha llevado a demostrar incluso
peligrosa. Son también quienes reclaman aún, por ese carácter sublime, una
cierta impunidad ética y jurídica en nombre generalmente de unos valores de
la profesión ya arcaicos. La irresponsabilidad que es en cierto modo una con-
dición necesaria para la creación artística pura, es incompatible con la prácti-
ca de la medicina, que es una disciplina que se distingue por la necesidad de
justificación permanente de todos sus actos, de todas sus decisiones.
Otros necesitan que la medicina sea una técnica (en el sentido recien-
te de esta palabra). Son gentes cercanas, generalmente, a los grupos de inte-
LA MEDICINA DEL SIGLO XXI: DIEZ PROPUESTAS PARA EL TERCER MILENIO 199

rés tecnogerenciales, para quienes la medicina se mide por el producto final


de su trabajo como cualquier otra actividad y para quienes los médicos
son solo unos trabajadores más de la cadena tecnogerencial al servicio
exclusivamente de los intereses de la empresa, que es a su vez la legítima
depositaria de los intereses de los clientes. Este conflicto entre la ideali-
zación de la medicina como arte o su identificación como técnica aflora
sobre todo en los momentos de conflictos de intereses, en los que las pos-
turas y las representaciones escénicas se llevan hasta los extremos.
La tercera aproximación a la naturaleza de la medicina es la conside-
ración de la medicina como una ciencia. Hoy pocos dudan de la funda-
mentación científica de la medicina moderna, aunque pocos defienden
aún la naturaleza científica de la medicina clínica. Algunos creemos que
las razones que se esgrimen para excluir a la clínica del estatuto de las
ciencias son más el resultado del esfuerzo de otras disciplinas para alcan-
zar este estatuto, que de la naturaleza misma de la medicina clínica.
La prevención ante la identidad científica aplicada a las ciencias del
hombre (como la medicina clínica) está, por otro lado, plenamente justi-
ficada. Cientismo o cientificismo es el nombre con el que se reconocen
los excesos a los que ha llevado la conversión de la ciencia en una ideo-
logía. La ciencia es, probablemente, el más alto logro del pensamiento
humano y el instrumento más poderoso para alcanzar el conocimiento.
Pero algunos han confundido conocimiento con verdad y han sustituido a
los antiguos ídolos por el de la ciencia, olvidando que la ciencia a lo más
que puede ayudarnos es a mostrar la bella luminosidad de las cosas. Un
objetivo mucho más modesto que el descubrimiento de la verdad. Los
excesos de esta manera de entender la ciencia son de todos bien conoci-
dos y en la medicina clínica son parte de las causas de la deshumaniza-
ción de la medicina moderna. Si la función de la ciencia es, para quienes
así piensan, la objetividad y la verdad, no es sorprendente que el ser huma-
no hubiera sido devaluado por los cientistas a la consideración de objeto
de estudio. Reducir al ser humano a la condición de objeto para poder ser
considerado como sujeto de estudio. Esta expulsión del sujeto (para no ser
subjetivo) del mundo de la ciencia, afortunadamente hoy está periclitada.
La desacreditación del positivismo como única estructura lógica válida
para la ciencia, la generalización de los procedimientos hipotéticos deduc-
tivos (de los que el pensamiento popperiano es su más conocido repre-
sentante), la irrupción de los procedimientos estocásticos frente al deter-
minismo fisicalista duro del siglo pasado, y más recientemente la acepta-
200 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

ción de otras formas de relación de causalidad como las de causalidad


caótica, han permitido que muchas disciplinas (también la clínica) en las
que el sujeto no puede ser excluido del proceso observado, adquieran sin
contradicciones el estatuto de científicas.
Más recientemente la aparición del nuevo paradigma de la complejidad
(véase Edgar Morin por ejemplo) está permitiendo la reconciliación entre las
diferentes maneras (arte, técnica, ciencia) de entender la medicina, pues
todas ellas no son más que armas diferentes para enfrentarse a la compleji-
dad. Como recuerda Jorge Wagensberg (1994), desde siempre los hombres
utilizaron el arte (pinturas rupestres) o la técnica y la ciencia (armas y uten-
silios) para hacer frente a lo desconocido. Clara Janés, en Revista de
Occidente, ha hecho una reciente y hermosa revisión sobre las profundas
interrelaciones que en el mundo de hoy existen entre la ciencia y el arte; «...lo
que no puede pensarse es lo mismo por lo cual existe el pensamiento», se lee
en el Poema de Parménides; «...¿qué es lo más sabio?», se preguntaba
Pitágoras: «el número, pero en segundo lugar lo que pone nombre a las
cosas». Galileo nos recuerda que «la naturaleza es un libro escrito con carac-
teres matemáticos», y ya antes Leucipo y Demócrito imaginaron el átomo y
Empédocles hablaba «de la luz que corre». Ya más recientemente Max
Planck nos dice que «...energía y frecuencia de una partícula son la misma
cosa» y en 1924 Schrödinger, Dirac, y Heisenberg definen el principio de
incertidumbre como «la imposibilidad de determinar la posición de una par-
tícula»; y Einstein nos anuncia en 1914 que «el espacio y el tiempo se con-
funden» y Bertrand Russel, el gran matemático y filósofo, dice que «la mate-
mática pura es la ciencia en la que no sabemos de lo que estamos hablando,
ni si lo que estamos diciendo es verdadero». Pero es Gödel (1931) con su teo-
rema de la incompletitud el que pone el punto y final a las pretensiones deí-
ficas de los cientistas, al demostrar que «...no existe un sistema que permita
demostrar la verdad o la falsedad de todas las proposiciones matemáticas...,
que hay proposiciones indecibles, ya que nadie puede contar todos los núme-
ros pues son infinitos...». Conceptos como entropía, caos, pluralidad de nive-
les de la realidad, incompletitud, indecible, fractales, autosimilaridad..., supo-
nen una apertura de las ciencias hacia la poesía. Una aproximación que obli-
ga a advertir a Prigonine que «la muerte del sabio es sólo un retraso mien-
tras que la del poeta es el final», pues a pesar de todas las aproximaciones la
experiencia poética, como la belleza que toda búsqueda de conocimiento
conlleva (también del conocimiento científico), es una experiencia personal
e intransferible.
LA MEDICINA DEL SIGLO XXI: DIEZ PROPUESTAS PARA EL TERCER MILENIO 201

Desde esta nueva reconciliación entre las diferentes formas de pensa-


miento, la medicina es una ciencia, pero es sobre todo (tiene que ser) un
humanismo científico. Es decir, una disciplina que, como ha sido definida al
principio, fundamenta sus conocimientos y valida su práctica con el más
poderoso instrumento que los hombres se han dado para la medida del error
(René Thom) (que es el verdadero objetivo de la ciencia, no tanto la búsque-
da de la verdad), sin olvidar que el único depositario es el ser humano (y en
el caso de la clínica el ser humano enfermo). Aún hoy, la separación entre
ciencia pura y ciencia aplicada pasa porque para la ciencia (o ciencia pura)
todo está permitido. Una idea que lleva a afirmar que «un experimento bien
diseñado será científico incluso aunque acabase con la vida de una persona».
Pero, afortunadamente, el paso de los años y la experiencia histórica (y tam-
bién epistemológica) han demostrado la falsedad no solo ética sino también
procedimental de la existencia de una ciencia pura por encima del bien y del
mal y por tanto por encima de lo humano.

3. Escoger entre la extensión de la medicina científico-técnica y la


generalización de ese humanismo científico del que hablábamos arriba.
No parece exagerado prever que en este tercer milenio asistiremos a una
extensión exponencial de la biotecnología y de la biogenética. También a
las consecuencias de su desmesura. Tres serán las más apreciables:
a) La primera y más evidente es el encarecimiento del gasto sanitario
por la constante oferta de propuestas biotecnológicas. Una de las sorpre-
sas que nos ha proporcionado la revolución biotecnológica en el campo
industrial es que, lejos de abaratar los productos, los encarece. Una de las
razones es la necesidad de amortizar los largos periodos de inversión en
investigación (con lo que se culpa a la ciencia del encarecimiento). Por
otro lado, esta necesidad inicial de alta investigación está limitando la
competencia empresarial, pues cada vez son menos las empresas que pue-
den mantener estas inversiones de riesgo, quedando la competencia limi-
tada a la distribución pero no a la producción. Finalmente, la biotecnolo-
gía está induciendo un mercado cautivo, pues pone a disposición de los
ciudadanos cantidades ilimitadas de productos que antes estaban restrin-
gidos por sus riesgos o por su dificultad de producción, unos productos
cuya producción es dosificada no en función de las necesidades reales
sino de los intereses de un mercado intervenido por la generación de una
demanda continua de tecnología biosanitaria.
202 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

b) En segundo lugar, la revolución biotecnológica ha traído consigo lo


que en otro lugar hemos llamado la vuelta a la patognomonia, es decir, a la
medicina de las certidumbres y con ella a la medicina de la sociobiología y
del determinismo biológico. Con frecuencia se suele llamar paternalista al
modelo de medicina practicado hasta hace bien poco, cuyo fundamento ético
era el del modelo hipocrático. En este modelo el médico era el depositario de
las certezas. El determinismo fuerte de los primeros años de la ciencia, lejos
de poner en cuestión este modelo médico, lo reforzó. No ha sido sino hasta
que los paradigmas estocásticos y de riesgo han hecho su aparición, cuando
la medicina de las certezas perdió su razón de ser y sus apoyos. No podía ser
de otro modo, pues tampoco ya la sociedad se resignaba a depositar toda la
verdad en (tan solo) la prueba de la autoridad. Educarse en el nuevo para-
digma del riesgo, de la mano de la medicina bayesiana sobre todo, no les ha
sido fácil a los médicos. Estructuras lógicas como la de la epidemiología clí-
nica han contribuido a ello de manera muy poderosa. El enorme poder pre-
dictivo de la biotecnología aplicada a la clínica y la aparente capacidad reso-
lutiva de la alta tecnología, sobre todo la tecnología de imagen, han entrado
como un elefante en una cristalería y han roto en mil pedazos aquel esfuerzo
de reconstrucción de la clínica. Ese esfuerzo que, representado por la epide-
miología clínica, permitía afirmar a Sackett que el juicio clínico (probabili-
dad preprueba), aquel basado en la historia clínica, en los síntomas y en los
signos (obtenidos por la conversación y el contacto físico con el paciente),
eran la prueba diagnóstica con el mayor valor predictivo de todas las que el
clínico disponía. ¿Adónde va a quedar todo este esfuerzo tras el impacto que
en la cultura médica está suponiendo la biotecnología? Algunos creemos que
la predicción biotecnológica solo será útil en determinadas ocasiones, que el
retorno de la patognomonia es un espejismo y que el aforismo de Sackett
lejos de perder vigencia, la acrecentará a lo largo del milenio. Pero mientras
tanto está introduciendo una gran distorsión en el proceso de reconstrucción
cultural de los médicos, de los jóvenes y de los menos jóvenes, pero sobre
todo de los jóvenes que ya están de vuelta sin haber ni siquiera llegado a
experimentar los excesos de una medicina tecnologizada, en la que por citar
un aspecto concreto, la historia clínica, pieza clave del proceso de humani-
zación de la medicina, adquiere tan solo un valor administrativo pero no clí-
nico. José Manuel Sánchez Ron nos habla de la necesidad de la ciencia
moderna de asumir sus responsabilidades, pues a veces parece que «se está
construyendo un mundo nuevo sin plantearse siquiera si es el mundo que
queremos y si queremos hacernos, de él responsables». Sánchez Ron cita a
LA MEDICINA DEL SIGLO XXI: DIEZ PROPUESTAS PARA EL TERCER MILENIO 203

Otto Llewi para recordarnos «...la tendencia general de nuestro tiempo a ado-
rar a métodos y artilugios... esto ha ido tan lejos que a veces tiene uno la
impresión de que en contraste con tiempos pasados, cuando uno buscaba
métodos para resolver un problema, ahora con frecuencia los investigadores
buscan problemas con los que puedan explotar alguna técnica especial...».
Oyendo a José Manuel Sánchez Ron no nos costaría demasiado esfuerzo
encontrar a nuestro alrededor ejemplos a los que pudiéramos aplicar su lúci-
da premonición. En otro lugar (C-Soriguer, 1992) hemos citado al profesor
Castilla del Pino, quien en el curso de una conferencia ante un numeroso
público de gestores sanitarios, en las antesalas de la Expo del 92 sevillana,
advirtió de que los pacientes del siglo XXI no pueden aspirar a que les quie-
ran sino solo a que les curen y que tanto los médicos como los pacientes
compiten y competirán por las tecnologías. Este libro, modestamente, inten-
ta si acaso retrasar tan ácida como lúcida profecía.
c) El tercer riesgo y más evidente es la ruptura continua de las barreras
éticas. Los ejemplos hoy ya se multiplican por doquier y no es difícil augu-
rar que se van a extremar en los próximos años. Frente a este reto, la socie-
dad en general y la sociedad médica en particular tendrán que acelerar un
rearme moral que les permita seguir, primero, el ritmo que los avance bio-
tecnológicos les imponen, y después (y esto no sé si es deseable o si es posi-
ble), que sean ellas las que marquen el ritmo del desarrollo biotecnológico.

4. La medicina del siglo XXI simultaneará la medicina biomecánica


con la demanda de calidad. La exigencia de calidad médica por la socie-
dad llevará a que la medicina y los médicos, pasado «el sarampión» bio-
tecnológico, vuelvan los ojos a la naturaleza dialéctica de la clínica y esta
respuesta será también la respuesta a la deshumanización de la medicina
biomecánica. No es infrecuente escuchar voces que añoran el poder de los
médicos de antes. Sin embargo, el poder de los médicos permanece aun-
que su calidad o su significado han cambiado. Los médicos seguimos
teniendo el poder de dar nombre a lo desconocido. Cuando un médico
nomina un diagnóstico está haciendo (según las modernas teorías de la
información) un proceso lógico de transformación de una variable analó-
gica en otra digital, pero además está ejerciendo el privilegio de dar nom-
bre a lo desconocido. Cuando un médico decide que una persona con una
glucosa plasmática por encima de un determinado valor pase a llamarse
diabético está cambiando para siempre la vida de esa persona. La diferencia
204 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

con el mundo antiguo es que hoy este poder genesíaco (el poder de dar nom-
bre) exige justificación y criterios. Los criterios exigen conocimientos cien-
tíficos y técnicos; por ejemplo, recientemente la ADA (Asociación
Americana de Diabetes) ha cambiado, bajo determinadas circunstancias los
criterios para que una persona sea considerada diabética, con lo que (auto-
máticamente) el número de diabéticos en el mundo ha cambiado espectacu-
larmente. La justificación exige un proceso más complejo, pues además de
razonar los criterios obliga al reconocimiento de la complejidad, que es sobre
todo la individualización de esa decisión en el contexto concreto de aquel ser
humano enfermo y de aquella sociedad en la que el médico toma la decisión.
Pero donde el poder de los médicos reside realmente es en su capacidad para
decidir el grado de competencia de un paciente para poder ejercer su dere-
cho a la autonomía, pues en una relación asimétrica como es la relación
médico-enfermo, la autonomía puede ser conquistada, pero cuando es así se
rompe la condición de confianza consustancial al contrato médico-paciente.
Por eso la autonomía exige una concesión del poder del médico hacia el
paciente, que para que sea responsable debe ser hecha con conciencia de la
capacidad (de las capacidades) del paciente para administrar ese poder (en
realidad aquella información). En circunstancias normales es el médico el
que toma la decisión del grado de competencia para asimilar esta informa-
ción y es en este privilegio (decisión del grado de competencia) en donde
reside el nuevo poder del médico y de la medicina.

5. La calidad de la medicina será el resultado del mayor protagonismo de


los pacientes en sus propias decisiones. La democratización de la gestión
sanitaria y el reconocimiento de la autonomía de los pacientes tomarán carta
de naturaleza a lo largo del milenio. Hemos hablado en otro lugar de la obso-
lescencia del modelo hipocrático y sé por experiencia que se corre el riesgo
de ser malentendido o de despertar airadas reacciones por quienes se man-
tienen fieles a la llama sagrada. El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea
General de las Naciones Unidas aprobaba la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre. En su cincuenta aniversario, Ignacio Sotelo en El País
(6 de noviembre de 1998) nos ha recordado que los 21 artículos en los que
se recogen los derechos políticos y civiles de los ciudadanos fueron redacta-
dos por los EE UU y los aliados occidentales y que aquellos que reconocían
los derechos económicos y sociales, lo fueron por los rusos (antigua URSS).
Durante la guerra fría (dice Sotelo) la Declaración sirvió «para que ambos
LA MEDICINA DEL SIGLO XXI: DIEZ PROPUESTAS PARA EL TERCER MILENIO 205

bandos se echaran a la cara el que unos vulneraban estos y los otros aquellos
de los derechos proclamados». Pero hoy, como nos recuerdan Adela Cortina
y tantos otros, no basta ya con proclamar los derechos del hombre. Hay que
respetarlos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue sobre
todo la de los derechos de un solo hombre, un hombre cualquiera, único e
irrepetible. Unos derechos humanos que hoy se globalizan y extraterritoria-
lizan para convertirse en los derechos humanos de todos y cada uno de los
hombres, es decir, de toda la humanidad. La obsolescencia del modelo hipo-
crático no supone su olvido sino el reconocimiento de su insuficiencia para
dar respuesta a los principios de justicia y autonomía de los pacientes (que
suelen ser reconocidos como parte de los derechos humanos de segunda
generación) y desde luego a los llamados de tercera generación o derechos
ecológicos o de especie, de los que la extraterritorialidad de los derechos,
arriba comentada, es solo su comienzo.

6. A partir del informe Belmont la terminología de los cuatro princi-


pios bioéticos allí recogidos (beneficencia, no maleficencia, justicia y
autonomía) se ha popularizado. Tomaron, primero, carta de naturaleza en
la investigación clínica y, poco a poco, después en la propia práctica clí-
nica de muchos médicos. De entre ellos es el principio de autonomía el
más reciente. Aceptado en la teoría, su implementación en la clínica dia-
ria es difícil de llevar a cabo. Ni la sociedad ni los médicos tenemos aún
una conciencia clara de cómo desarrollarlo en toda su extensión, ni de sus
limitaciones. El siglo XXI vendrá marcado por el reconocimiento de la
mayoría de edad de los pacientes. La enfermedad es (y seguirá siendo) un
estado de excepción en la vida de las personas, una minusvalía que en
muchos casos puede mermar su capacidad de decisión y por tanto su auto-
nomía. Ya hemos comentado que es aquí, precisamente, en el reconoci-
miento de esta capacidad de decisión, en donde anida parte del poder (del
privilegio) de la profesión médica. Pero es en la manera de enfermar (un
crecimiento de la prevalencia de las enfermedades crónicas, solo semiin-
validantes y de larga evolución) donde la participación del paciente no
solo será el ejercicio de un derecho sino también el mejor instrumento en
el proceso de curación o rehabilitación. Al mismo tiempo, la puesta en
escena del derecho de autonomía tiene su lado negativo en el ejercicio de
un autonomismo radical (por parte del paciente o del médico). La participa-
ción del paciente, para que sea coherente y legítima, debe sustentarse
206 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

sobre dos pilares: a) la transferencia ordenada de información y b) la


negociación. La primera significa en la práctica el desarrollo de progra-
mas de educación de pacientes como parte de la práctica clínica, de inter-
venciones tipo dinámicas de grupos con pacientes y familiares, etc., que
proporcionen al paciente los instrumentos necesarios para la participación
y que, sobre todo, garanticen que la decisión del paciente sobre la inter-
vención clínica sea, además de útil, no traumática para él y sus familiares.
La consecuencia inmediata de esta «mayoría de edad de los pacientes» es la
negociación en la toma de decisiones, decisiones en las que, no hay que olvi-
darlo, el principal interesado es el paciente. Educación y negociación son los
dos principales instrumentos (y la mejor garantía) para el desarrollo de la
propuesta de calidad, que formulábamos al principio de estas líneas.

7. Renunciar a la totalidad del conocimiento para hacer frente a la


complejidad. Estas serán las bases formativas de los médicos del siglo
XXI, un siglo en el que todos los médicos tendrán que ser (en realidad ya
lo somos) especialistas en algo. La formación básica en la patología médi-
ca y quirúrgica, el aprendizaje del método científico, el desarrollo de un
currículum básico de ciencias del hombre, así como la reflexión (ética)
sobre los conflictos médicos de su tiempo serán condiciones formativas
imprescindibles para hacer frente a los riesgos de una especialización
excesivamente técnica. La especialización no es más que el reconoci-
miento de los límites y un ejercicio de modestia. Es sobre todo una con-
dición para ser útil, pues permite el dominio de unas habilidades necesa-
rias para conciliar la práctica con la teoría. La especialización no implica
desculturización ni pérdida de la perspectiva y la formación de los médi-
cos del tercer milenio, con el currículum arriba comentado, garantizará
que la medicina sea, como hemos venido justificando a lo largo de las
páginas precedentes, la expresión de un humanismo científico.

8. El siglo XXI tiene que ser (debe ser) el siglo en el que los derechos
humanos de segunda generación sean una realidad universal. De entre
ellos el derecho a la salud (en realidad a los programas de salud) es uno
de los derechos humanos más consensuados. Desarrollar este derecho
implicará escoger entre los modelos políticos basados en el mercado del
bienestar o aquellos otros basados en los estados del bienestar, cualquie-
LA MEDICINA DEL SIGLO XXI: DIEZ PROPUESTAS PARA EL TERCER MILENIO 207

ra que sea el modo de gobernarse de los pueblos, pero tendrá que pasar
ineludiblemente por una profundización de la gestión democrática de los
Estados. Es difícil imaginar la consecución de estos objetivos si no se con-
siguen estrategias políticas que sean capaces de gestionar los recursos a la
medida de las necesidades y aspiraciones de los hombres y no de los mer-
cados o de grupos de interés que en nombre de modelos teóricos o de
grandes palabras olvidan el significado real del dolor y del sufrimiento.
En un momento en el que la idea de Estado de bienestar está en crisis,
pocas propuestas y pocos gobiernos parecen apostar por un sistema que
permita a la gente arriesgarse porque cuenta con un colchón de seguridad
(«asegurar –ensure– que la gente esté asegurada –insure– contra los ries-
gos previsibles”). Volvemos de nuevo a la idea de riesgo, que ha sido de
gran importancia para comprender los cambios políticos y sanitarios del
siglo que ha terminado. Afortunadamente la idea de que el Estado debe
garantizar completamente cualquier riesgo ha sido superada y existe con-
ciencia crítica de los excesos de un modelo paternalista que acaba con la
iniciativa de las personas al no permitir espacios de riesgo, que son
imprescindibles para que puedan desarrollarse las iniciativas personales y
políticas. En el siglo XXI los modelos de gestión política tendrán que osci-
lar entre aquellos que reparten la riqueza y aquellos otros que reparten los
riesgos o, como dice con pesimismo Ulrick Beck en, Sociedad del riesgo,
escoger entre la solidaridad de la miseria y la solidaridad del miedo que pro-
duce el riesgo (y aún más la soledad). Pero sobre todo el siglo XXI tiene que
ser el de la democratización global, y, con la democratización, la generaliza-
ción de los derechos humanos. No deja de ser esperanzador que entre nin-
guna de las naciones formalmente democráticas haya habido nunca una gue-
rra; y aunque esta observación haya sido hecha también por Fukuyama en su
El fin de la Historia, no será sino el principio de un orden distinto en el que
la mundialización sustituya a la internacionalización de la política.
Mundialización no supondrá la desaparición de los Estados (el caso de la
actual Rusia es un buen ejemplo de adónde conduce una sociedad con un
Estado descompuesto) sino una reasignación de su significado. Una política
en la que los Estados deben seguir teniendo un papel fundamental en la ges-
tión de los recursos a la medida de los ciudadanos (una especie de gestión
autónoma) que garantice entre otras cosas la diversidad, pero que al mismo
tiempo contribuya a que nada de ningún humano sea ajeno a los otros.
Hemos dicho que el tercer milenio debe ser el del fin de las guerras
entre los hombres pero no será, desde luego, el tiempo en el que los hom-
208 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

bres alcancemos la inmortalidad, aunque es seguro que cambiaremos


nuestra actitud ante la muerte porque habremos cambiado nuestra con-
ciencia del riesgo. Mejor ponerlo en boca de uno de los personajes de
Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago:

...pero también es cierto, si esto le sirve de consuelo, que si antes de cada


acción pudiéramos prever sus consecuencias, nos pusiéramos a pensar en
ellas seriamente, primero en las consecuencias inmediatas, después, las pro-
bables, más tarde las posibles, luego las imaginables, no llegaríamos a mover-
nos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos. Los bue-
nos y los malos resultados de nuestros dichos y obras se van distribuyendo,
se supone de forma bastante equilibrada y uniforme, por todos los días del
futuro, incluyendo aquellos infinitos; en los que ya no estamos aquí para
comprobarlo, para congratularnos o para pedir perdón, hay quien dice que
esto es la inmortalidad de la que tanto se habla...

Un siglo en el que es posible que se hable menos de la inmortalidad y


en el que la felicidad haya dejado de ser el objetivo en este mundo, pero
en el que se haya hecho un hueco, como alternativa, la alegría de estar
vivo como el mejor instrumento para vencer (ignorar mientras se vive) la
muerte inevitable. Un siglo en el que, como dice F. Savater (Ética de la
Alegría): «la muerte queda asumida como límite pero descartada como
maestra de la vida»; el sabio no práctica la meditatio mortis, pues esta solo
puede abocar a dos situaciones opuestas (aunque a veces secretamente
cómplices): la desesperación racionalista o la esperanza irracional. Los
cálculos de la primera (dice Savater) «acarrean consecuentemente miedo,
codicia y odio, o sea, lo que llamamos maldad, mientras que los fervores
de la segunda promueven otra actitud indeseable, la superstición, que dis-
fraza lo que sabemos bajo beneficios o maleficios de los que nada pode-
mos saber». Para Savater sostenerse en la alegría es el equilibrismo más
arduo, pero el único capaz de conseguir que todas las penas humanas
merezcan efectivamente la pena: «A eso llamamos ética: a penar alegre-
mente, ...en poner nuestra libertad al servicio de la camaradería vital que
nos emparenta con nuestros semejantes en desesperación y alegría...».

9 . El título de este capítulo (los lectores de Italo Calvino ya lo habrán


percibido) es un plagio de las Seis propuestas para el próximo milenio. En
LA MEDICINA DEL SIGLO XXI: DIEZ PROPUESTAS PARA EL TERCER MILENIO 209

este precioso ensayo Calvino propone que las características que defini-
rán la literatura de los próximos tiempos serán la levedad, la rapidez, la
exactitud, la visibilidad y la multiplicidad. Pocos dudan que son los poe-
tas y los novelistas los únicos verdaderos profetas. Los demás debemos
resignarnos a adecuar sus metáforas (no hay profecía sin metáfora) a
nuestras propias realidades. Estamos llegando al final de nuestro discurrir
y con Italo Calvino aprendemos que discurrir es como correr y también
una manera de expresar el esfuerzo (el trabajo) de la inteligencia. Calvino
apuesta por la levedad frente a lo plúmbeo: «...si el discurrir acerca de un
problema difícil fuese como el llevar pesos, en que muchos caballos car-
garán más sacos de grano que un caballo solo, consentiría en que muchos
discursos valen más que uno solo, pero discurrir es como correr y no
como cargar pesos, por eso un solo caballo árabe correrá más que cien fri-
sones...» (Galileo). Para Calvino este milenio debía ser el de la levedad.
No es sorprendente que su héroe sea Perseo, que vuela con sus sandalias
aladas, que no mira al rostro de la Gorgona sino a su imagen reflejada en
el escudo de bronce y que de la sangre de la medusa nazca un caballo
alado: Pegaso. Levedad, discurrir, rechazo de la visión directa, metáforas
de la ciencia y del conocimiento indirecto del mundo (el único posible) a
través de ese espejo al revés que son nuestros propios ojos, que nos
devuelven hacia nuestro interior la mirada hacia afuera. Discurrir con
levedad significa ser capaz de encontrar un espacio donde poder ver la luz
y disfrutar de ella en ese bosque espeso de la desmesurada información.
Es por eso por lo que el complemento de la levedad es la exactitud y la
precisión, pues como decía René Thom (Teoría de las Catástrofes), «lo
contrario de la verdad no es el error sino la imprecisión». En la medicina
significa optar entre la totalidad o la complejidad, que es la manera como
hemos definido la especialización, entre la plúmbea totalidad de quienes
se siguen considerando depositarios de la «llama sagrada de la patología»
o el discurrir ágil y lúcido de quienes, desde la modestia, no tienen miedo
a navegar en la complejidad. Ya hemos comentado que la función de la clí-
nica es poner nombre a las cosas (los procesos morbosos). Todo acto clí-
nico es un acto de creación que para que tenga sentido debe ser funda-
mentado en sólidos criterios. Italo Calvino nos reclama la visibilidad y la
multiplicidad como atributos del próximo milenio. La justificación de
estos criterios exige no sólo la precisión sino también conciencia de la
medida de lo humano. Ortega nos dice que «el hombre no tiene naturale-
za, lo que tiene es historia», una historia que es el resultado de la impre-
210 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

visibilidad, la movilidad y el cambio. La microelectrónica es el mejor


exponente de la velocidad y del cambio social. No hay nada que haga pen-
sar que estos cambios no se sigan produciendo a la misma velocidad pero
es posible (e incluso deseable) que se produzca una desaceleración del
progreso. La imagen marxiana de un fogonero quemando su propio tren
para ir más de prisa es algo más que una premonición. Pedro Duque, el
primer astronauta español, ha comentado que lo que más le ha llamado la
atención de su viaje al espacio es lo delgada que es la capa de la atmósfe-
ra. Vivimos, pues, en un mundo frágil, rodeados por una débil película que
nos protege. La conciencia del límite, la generalización del principio de
precaución en el desarrollo tecnológico y científico, la generalización de
moratorias a la técnica, deberán contemplarse en el próximo milenio y
aumentará el número de los que con ironía F. Puche (Librería Prometeo,
Málaga) y antes que él Salvador Paniker (Paniker, 2000) han llamado
retroprogresistas.

10. El siglo XXI tiene que ser el de la generalización de los derechos


humanos de primera, segunda y tercera generación. Al igual que ya
empieza a aceptarse la internacionalización de los delitos de genocidio o
la necesidad de leyes internacionales contra el capital especulativo, debe
llegar un momento en que se considere un crimen contra la humanidad la
muerte por hambre o por enfermedades prevenibles o fácilmente tratables
en poblaciones políticamente mal gestionadas en cualquier parte del
mundo. Desde luego el futuro de la sanidad no será independiente del tipo
de sociedad de que nos dotemos, pero dada la importancia que el peso de
la sanidad tiene para los individuos y los gobiernos, el modelo sanitario
tendrá una influencia decisiva en el propio modelo de sociedad. La glo-
balización de los derechos humanos no será posible si no se desarrollan
sistemas que dentro del marco político de respeto a la libertad de merca-
do, sean capaces de redistribuir las enormes plusvalías que el desarrollo
biotecnológico y microelectrónico genera, de manera que los recursos
vuelvan en forma de programas de salud a quienes desde el consumo o la
demanda los generaron.
53
Aquiles y la tortuga

Estamos llegando al final y no quisiera terminar sin un resumen de


algunas de las consideraciones que han ido quedando a lo largo de las
páginas del libro. Nunca como hasta ahora ha preocupado la ciencia en
España. Los debates se suceden en todos los grandes periódicos y es habi-
tual en ellos mezclar una dosis de esperanza con una mayor de crítica,
cuando no de ácida denuncia de la actual situación. Recientemente, un
investigador español en el extranjero reconocía que la ciencia en España
estaba mejorando sustancialmente pero que lo que le faltaba, decía, era
originalidad. Creo que llevaba algo de razón. Estamos obsesionados con
la cantidad y nos hemos olvidando de que la más importante función de
la ciencia es la de contribuir al conocimiento que los humanos tenemos de
nosotros mismos y de la realidad que nos rodea, cualquiera que sea esa
cosa que llamamos realidad. En las líneas que siguen propongo un parti-
cular decálogo por si sirviera de algo a algún navegante solitario.
1. La primera propuesta es una tautología. Cuando un investigador ponga
manos a la tarea debe hacerlo sobre una pregunta original. El detalle es que
hablamos de una pregunta no de un tema original, pues la originalidad no
depende nunca del tema sino de la manera de mirarlo. Para un científico es
muy conveniente aprender de los escritores. Siempre hablan de las mismas
pasiones del alma y lo que distingue una obra de creación de las otras es la
mirada. Saber mirar de manera distinta los mismos temas de siempre. He
aquí una condición necesaria para la originalidad.
211
212 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO

2. El trabajo científico se justifica por sus resultados. Lógico. Pero el


investigador deberá soñar con los resultados, imaginárselos, adelantarse a
ellos y cuando los tenga dejarse sorprender por ellos. Lo sabemos desde
Hume y lo estudiamos en Popper. Imponemos en primera instancia nuestra
mirada a un mundo que, irritado por nuestra desvergüenza, la devuelve rota
en mil pedazos. Encontrar la perla entre los cascotes, saber ver la luz allí
dónde otros sólo ven oscuridad es una condición de la originalidad.
3. Cualquier tema es bueno, decíamos arriba, pero es prudente buscar
espacios no demasiado trillados, lo que es casi imposible y sólo se puede
conseguir si se estudia con detenimiento el espacio acotado y si se aden-
tra en él desde lecturas no vinculadas directamente a la disciplina. Un
científico debe ser un hombre culto, pues solo un hombre cultivado puede
ser sensible a las anomalías que justifican la investigación. Kunt dejó muy
claro que el mejor científico es el que detecta las anomalías y se sale del
colegio donde dormita el paradigma. Perderle el respeto al paradigma es
una condición para ser original.
4. Desde luego el científico no puede ser tan irresponsable que no valo-
re, a priori, el equilibrio entre el interés y el riesgo del proyecto. La origi-
nalidad no puede ser incompatible con la responsabilidad. Tal vez esta sea
la más importante diferencia entre el arte y la ciencia. Un científico debe
saber que solo puede plantearse preguntas que pueden ser contestadas
científicamente. Intentar por ejemplo contestar científicamente la exis-
tencia de Dios es una pérdida de tiempo lamentable y una irresponsabili-
dad. Lo intentó Crick y lo intentaron otros y fracasaron. No podía ser de
otra forma.
5. Hablando de los científicos, Goldstein en 1986, describió un sín-
drome al que llamó PAIDS: «Paralyzed academic investigator syndrome».
La duda metódica es una condición necesaria de la ciencia, pero antes o
después el científico deberá tomar una decisión. He conocido a científi-
cos, no exagero, que les ocurre como al asno de Buridan. Tomar decisio-
nes precipitadas es tan lamentable como no tomarlas. Por eso la conquis-
ta del tiempo es tan importante para el científico. Ya lo decía Borges: «el
tiempo es un tigre que me devora pero, yo soy ese tigre».
6.- Un científico es alguien que procede de alguna parte, de alguna
escuela, y que se ha formado con algún maestro. Para ser original es nece-
sario romper con el pasado, «matar al maestro», psicoanalíticamente
hablando. La referencia obsesiva a los maestros de algunas academias de
nuestro país es incompatible con el empeño de originalidad.
AQUILES Y LA TORTUGA 213

7. Ser ambicioso es una condición necesaria pero peligrosa. Una buena


idea es uno de los bienes más preciados que pueden sucederle a un cien-
tífico. Pero son un bien escaso que hay que mimarlo. He visto a algunos
investigadores que intentan picar en demasiados platos. Al pluriempleo
intelectual le ocurre como al laboral, pasado un nivel agota.
8. Entusiasmarse con la idea es imprescindible. Incluso ensimismarse.
Se lo leí a Laín hace años y me gustó la tesis del ensimismamiento. Tiene
algo de enajenada esta tesis, pero es el precio de la originalidad. Lo expli-
có muy claro Rita Leví Montacini en su libro «Elogio de la Imperfección».
9. Buscar la originalidad no significa buscar la gloria. Ni tampoco es
ninguna garantía para conseguirla. Ni incluso la póstuma. Por eso es con-
veniente que al menos te comprendan los amigos más cercanos. Ambición
cosmopolita y reconocimiento local no garantizan la originalidad, pero es
una buena medicina para las heridas del alma que se producen en el cami-
no hacia la gloria.
10. Tener suerte es imprescindible, como en todo, pero con frecuencia
la suerte favorece a los que tienen la mente preparada, como decía Luis
Pasteur. Y Don Santiago Ramón y Cajal, dejó escrito que «las buenas ideas
siempre me llegaron mientras estaba mirando el microscopio» y en sus
memorias con humor nos dice que no hay nada más satisfactorio que dejar
por mentirosos a toda una generación de científicos. Él lo consiguió, aun-
que no se jactó de ello. Porque la originalidad, como bien demostró Don
Santiago, no está reñida con la modestia que es una virtud imprescindible
de la ciencia. Claro que también dejó dicho Don Santiago Ramón y Cajal
que la constancia es la inteligencia de los pobres. Un buen ejemplo Don
Santiago Ramón y Cajal. Los jóvenes deberían leerlo. Deberían imitarlo.
Nos falta hoy constancia, aunque ya no seamos tan pobres, pues aunque
algunos lo duden también la constancia es una condición imprescindible
para ser original. Lo olvidó Aquiles, el impaciente, que para su desespera-
ción y contra toda evidencia, nunca podrá alcanzar a la tortuga. O eso dicen
algunos matemáticos.
Epílogo

Hemos dicho al comienzo que el siglo XXI no será el de la desapari-


ción de la enfermedad, ni desde luego de la muerte, pero tiene que ser el
de la tolerancia, el mestizaje y la redistribución de los recursos y no solo
el de la contaminación o de los riesgos. Nos espera un viaje apasionante
y una lucha interminable. Quiero terminar con las palabras de Bertolt
Brecht cuando nos recuerda que «hay hombres y mujeres que luchan toda
la vida..., estos son los imprescindibles».

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