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Y EL CIENTÍFICO
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FEDERICO J. C-SORIGUER ESCOFET
EL MÉDICO
Y EL CIENTÍFICO
© Federico J. C-Soriguer Escofet, 2005
E-mail: ediciones@diazdesantos.es
Internet://http:www.diazdesantos.es/ediciones
ISBN: 84-7978-702-3
Depósito legal:
Fotocomopsición:
Diseño de Cubierta: Ángel Calvete
Impresión:
Encuadernación:
Dedicatoria:
Agradecimiento:
I
EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
II
LA PRÁCTICA CLÍNICA
III
LA INVESTIGACIÓN EN MEDICINA CLÍNICA
IV
¿ES LA CLÍNICA UNA CIENCIA?
36. ¿Es la clínica una ciencia? ........................................................ 135
37. La obsesión metodológica ........................................................ 143
V
ALGUNOS EJEMPLOS
38. Un resumen de lo expuesto hasta ahora .................................... 151
39. Proyecto genoma y medicina clínica ........................................ 155
40. Algunos ejemplos ...................................................................... 157
41. Influencia de la IG sobre la clínica ............................................ 161
42. El retorno de la patognomonia .................................................. 163
43. Una opción inevitable ................................................................ 165
44. La tentación de la eugenesia ...................................................... 167
45. No es una casualidad ................................................................ 171
VI
UN FINAL ENTRÓPICO
VII
DIEZ PROPUESTAS PARA EL TERCER MILENIO
George Berkeley
Tres diálogos entre Hilas y Filonus
menos largo de reflexión (un periodo que no siempre puede escoger, pues
hay problemas clínicos que no pueden esperar), en algún momento tomar
una decisión, tratar o no, con esto o con aquello, etc., lo que exige algún
grado de certeza, el científico puede, generalmente, demorar la decisión o
incluso proponer aplazamientos de acuerdo con el desarrollo de la
investigación, con el convencimiento de que al final, haya o no resuelto el
problema, si la investigación es adecuada y la línea sugerente, deben apa-
recer más dudas de las que ha despejado, de manera que frente a la obli-
gada certidumbre del saber clínico, el balbuceo, la duda y la provisionalidad
son virtudes del científico que aquel no se puede permitir. Es posible que
para algunos esta convivencia haya sido fácil, pero no lo ha sido para el
autor de este libro.
Por otro lado, en estos años hemos llegado a la conclusión de que es
imposible hacer investigación clínica sin ser un clínico ocupado, con
experiencia suficiente, con series grandes de pacientes, pero que al mismo
tiempo es, también, imposible hacer buena investigación clínica sin tiem-
po libre suficiente para ello. Es esta una aparente contradicción cuya reso-
lución, para colmo, no depende exclusivamente de la voluntad de los acto-
res, ya sea como clínicos o como científicos. La investigación clínica es
muy difícil de hacer. El desarrollo y evaluación de nuevas pruebas diag-
nósticas, la realización de buenos ensayos clínicos, el establecimiento de
series largas con tiempo suficiente de observación como para establecer
el pronóstico, etc., etc., es decir, todo aquello que ha dignificado a la
medicina moderna y que ha cambiado la fundamentación de la medicina
clínica de la última parte del siglo XX, es lo que verdaderamente deberí-
amos considerar investigación clínica. Pero el empeño es de tal enverga-
dura que muchos clínicos desistimos de él o al menos desistimos parcial-
mente para hacer otro tipo de investigación, fisiopatológica o etiopatogé-
nica, celular o no, que siendo también clínica (¡todo es o termina siendo
sujeto de la clínica!), está más cerca de la investigación científica, llamé-
mosle convencional. Una investigación que es más fácil de estructurar,
pues no exige de los requisitos y procedimientos bien del trato con seres
humanos, bien en el caso de la complejidad organizativa de la validación
de una prueba diagnóstica, de un estudio de casos y controles, de un ensa-
yo clínico o de un estudio de cohortes, por ponerles un nombre genérico
a muchas de las posibilidades de la investigación clínica. Naturalmente no
pretende este comentario establecer una jerarquía de dificultades en el
hacer científico, sino tan solo dejar constancia de que en última instancia
XX JUSTIFICACIÓN
la investigación con seres humanos vivos y enfermos –esos son los suje-
tos de la clínica– entraña dificultades añadidas, entre ellos el protagonis-
mo del sujeto de la investigación, que no conllevan otros tipos de aproxi-
maciones al conocimiento de la realidad biológica en el sentido más
estricto. Esta dejación de la verdadera investigación clínica sobre otros
sujetos de atención científica, es llevada por algunos clínicos con cierto
sentido de culpabilidad pues, de perdurar en el tiempo, entraña un cre-
ciente distanciamiento de la razón inmediata de ser clínico. Frente a esto,
la tentación de la investigación fisiopatológica por los grupos de investi-
gación clínica está plenamente justificada y es tan necesaria como proba-
blemente inevitable que se caiga en ella, pues hay cuestiones y preguntas
que solo pueden ser formuladas desde la experiencia clínica y que solo,
probablemente, pueden ser contestadas en modelos animales o biológicos,
desde la misma sensibilidad clínica desde la que se han formulado.
Sin embargo estas dificultades «existenciales» de los médicos no son
nada nuevas. Por la biografía de Maimónides, el gran médico judío naci-
do en Córdoba, escrita por A. J. Heschel (1984) sabemos que buena parte
de su producción teórica la desarrolló cuando era joven, años en los que
pudo vivir a costa de su hermano, un próspero comerciante. Tras la muer-
te del hermano, ya en Egipto, donde había llegado exiliada toda la fami-
lia, la fama de Maimónides como sabio y como médico y también la nece-
sidad de ganarse la vida, le llevaron a ocupar la mayor parte de su tiempo
en atender como médico los requerimientos no solo de los reyes sino tam-
bién de muchos ciudadanos que le reconocían sus capacidades sanatorias.
Maimónides se lamenta en los últimos años de su vida de la dificultad de
compaginar el trabajo intelectual y la producción teórica con la labor médi-
ca y al tiempo se congratula de poder ser útil a tantas personas que con-
fiaban en él. Consuela saber que de aquello han pasado casi mil años.
Presentación
pues como clínicos nada nos es ajeno. Es precisamente desde esta condi-
ción de clínico que no está dispuesto a renunciar a nada desde la que está
escrito este libro. No es esta última opción una huida hacia delante ni una
pérdida del sentido de la realidad, al menos eso espero, sino la íntima con-
vicción de que siendo la práctica clínica el instrumento último de valida-
ción del resto del conocimiento biomédico, la responsabilidad de la clíni-
ca impide precisamente esta renuncia. Naturalmente esta ambición exige
una buena dosis de lucidez, lo que solo se consigue con el estudio y la
reflexión, y una aún mayor dosis de modestia, consecuencia del reconoci-
miento de los límites, de los personales y de los de la geografía de ese
mismo conocimiento, pues no renunciar a nada no significa ser propieta-
rio de todo sino saber recorrer la frontera para establecer continuas alian-
zas con todas aquellas disciplinas que delimitan el conocimiento de la
endocrinología y de la nutrición clínica. Solo, pues, desde la inter y mul-
tidisciplinaridad es posible hoy ser un buen clínico.
Si el ámbito irrenunciable de competencia del clínico es la relación
médico-paciente, representada por el documento de la historia clínica, su
territorio de caza de conocimientos es ilimitado y dependerá de su ambición
intelectual, de la capacidad de riesgo, de su destreza en la negociación y
de su organización, pues si el acto clínico sigue siendo, y debe ser así, un
acto interpersonal e intransferible, el conocimiento del que se abastece ese
acto clínico hoy procede de mil lugares diferentes.
I
EL MÉDICO
Y EL CIENTÍFICO
1
1
La situación de los
médicos en España
de gobierno que verá, con toda seguridad, en su larga vida. Esto es lo que
significa en la práctica un pacto de Estado para la ciencia.
Otra cuestión muy importante es que cualquier política científica en
nuestro país debería ser consciente del lugar del que se parte. Esto es espe-
cialmente importante en Andalucía, desde la que escribo estas líneas y en
la que trabajo. El discurso político que hemos escuchado en los últimos
años sobre la excelencia científica andaluza sólo se lo creen quienes lo
pronuncian. Hasta que el Partido Popular ganó las elecciones generales,
en Andalucía se estuvieron construyendo con modestia y con empeño las
bases, el entramado sobre el que poder sustentar el futuro de la investiga-
ción científica andaluza. Con la pérdida del poder en Madrid, el discurso
devino irreal y a veces delirante. Pasamos de la nada científica a ser
importadores de cerebros y cabeza de la ciencia mundial. Pasamos a con-
vertirnos en una especie de Galia científica con sus Astérix a la cabeza
contra la bárbara Roma ubicada en Madrid. Ahora que, tras la derrota del
Partido Popular en las recientes elecciones generales, Andalucía ya no le
tendrá que demostrar nada a Rodríguez Zapatero, es prudente que volva-
mos al punto cero de la realidad científica andaluza, que abandonemos el
discurso de la excelencia científica andaluza y que recuperemos la modes-
ta pero imprescindible labor de seguir tejiendo las bases sobre las que flo-
rezcan en el futuro grupos de excelencia científica.
La excelencia científica no se produce de un día para otro porque un
político la pronuncie en un discurso es el resultado de una larga marcha
sobre los cimientos que otros, en silencio y en la mayoría de los casos anó-
nimamente, han ido creando para que futuros investigadores hagan flore-
cer dicha excelencia. En el mundo de la biomedicina, esto significa que
habría que recuperar el liderazgo de los servicios biomédicos en la ges-
tión de los recursos científicos, pues solo desde estos servicios pueden
surgir las preguntas verdaderamente importantes para la salud, y simultá-
neamente potenciar las unidades de investigación de los hospitales y de
otros centros sanitarios. Aunque no sea más que porque, como dijo el pro-
fesor Rodés en el curso de unas jornadas sobre el futuro de los hospitales
universitarios con motivo del 500 aniversario de la creación de la
Universidad de Sevilla (ver más adelante), es más fácil hacer un laborato-
rio de investigación al lado de un hospital que un hospital al lado de un
laboratorio de investigación. Y porque, como también se dijo en aquel
seminario, hoy, invirtiendo la carga de la prueba, no sea concebible una
investigación biomédica de calidad sin una asistencia de calidad. No pare-
8 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
ce que este sea el camino escogido, pues de los servicios médicos solo se
espera que se comporten como el camarada Stajánov y que acaben con las
listas de espera a cualquier precio. Sin embargo, este camino conduce a
medio plazo al empobrecimiento científico y técnico de los médicos y con
él a la disminución de la calidad y de la innovación. Aplaudamos, desde
luego, la importación de cerebros, la creación de estructuras paralelas a la
propia realidad hospitalaria, siempre que esto no sea la cortina de humo
para encubrir las verdaderas carencias científicas de nuestros hospitales y
centros sanitarios.
3
La educación
de los médicos
saber sería la única justificación moral y al no ser más que un saber bio-
lógico, la moral se ubicará solo en el terreno de este saber. Es por esto por
lo que es imprescindible que a la formación científica de los médicos se
una también una formación humanista o antropológica que amplíe el sen-
tido de la sabiduría sin abandonar el territorio del cuerpo humano, que es
el objeto y el sujeto de atención de la medicina. Y esta formación ya no es
tan fácil de estructurar disciplinarmente. Leer los periódicos todos los
días, participar en los foros de discusión social, leer a los grandes pensa-
dores según arte y gusto, estudiar bioética y psicología, etc., es tan impor-
tante para ser buen médico como lo es integrar la condición científica de
la medicina misma en su currículum formativo. Una formación que lleve
al joven médico a tener algún tipo de idea sobre la naturaleza humana: una
cuestión mucho más fácil de enunciar que de concretar.
4
La cuestión de la
naturaleza humana:
un ejemplo
busca de una luz que al final de todos los posibles caminos, cuando está
a punto de alcanzarla, desaparece y se apaga con la muerte. Porque hay
otra manera de ser religioso, más ligada a la historia y a la naturaleza
humana y compatible también con aquella emoción primaria y sublime de
fe. Y es la capacidad humana para reconocerse en el otro, de religarse con
los otros, de compadecerse de los otros. Porque así como el acto de fe con-
vencional es personal e intransferible, el hecho religioso es ineluctable-
mente social.
No existe religión sin comunidad. Las personas solidarias que van a
ayudar a los desfavorecidos –a los otros– son tan religiosas, –o mucho
más religiosas– como los que entienden el hecho religioso como acudir a
la misa de doce de la catedral. Aquellos que trabajan altruistamente como
presidentes de una comunidad para facilitar la convivencia y la gestión
de esa comunidad son tan religiosos –o más– como los que limitan su
religiosidad a costosas primeras comuniones. El médico que vive con
vocación y entrega su profesión; aquellos que luchan por los derechos
humanos y las libertades públicas arriesgando su propio interés, son tan
religiosos –o más– como los que salvan todos los días su alma inmortal
con entrañables limosnas al mendigo de guardia de la puerta de la iglesia
parroquial.
Y así podríamos seguir contraponiendo la existencia de una religiosi-
dad laica, en un momento en el que la ortodoxia religiosa arremete contra
los laicos y los denuncia como sus (peligrosos) enemigos (enemigos de la
religión), cuando si acaso no son más que modestos competidores, unos
más en este mercado tal como el islam es el enemigo del cristianismo, o
los cristianos entre sí, en este campo de Marte que ha sido la especie
humana para las religiones, una especie tan prisionera de sus genes y tan
deudora de sus delirios y de sus miedos. Un laicismo religioso, decidida-
mente religioso, que a falta de tradición ha hecho de los derechos civiles
su catecismo y de la política democrática su liturgia. Un laicismo que res-
peta el hecho religioso porque es también la expresión de una búsqueda,
desesperada o no según arte y parte, de respuestas; una fe como otra cual-
quiera y también una religión que a diferencia de las otras no distingue entre
las leyes divinas y las de la naturaleza o no se apropia en todo caso de estas
últimas, porque no tiene más leyes que las que los hombres a través de su
búsqueda sin término se van dando en cada momento. Un laicismo que mira
al suelo y al cielo, como todas las religiones, pero que encuentra aquí la
huella de los otros y allí su mirada y en ambas se reconoce.
26 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
nos han venido advirtiendo del fin de la filosofía y, por supuesto, no han
faltado voces aquí y allá que nos han anunciado el fin de la novela, y en
un quién da más, el fin, ¡por fin!, de la literatura. Lo último, Sloterdijk,
que nos diagnostica el fin del humanismo.
No dedicaré ni un minuto a ironizar sobre el éxito profético de todos
ellos y a los hechos del aún joven tercer milenio me remito. A la especie
humana nos queda un largo camino por andar (¡ah!, me olvidaba de la pre-
monición escatológica del fin de la especie por los ecologistas radicales)
y una ardua tarea por hacer. Entre otras cosas, recuperar la esperanza en
un mundo posible y aceptar la condición humana tal como es y no como
las ilusiones y vanidades de nuestros profetas se habían empeñado que
fuera. No es sorprendente que con este panorama muchas voces en el
pasado siglo se alzaran anunciando también el fin de la medicina. Si Alma
Ata, allá por los años cuarenta, anunció la salud para todos en el año 2000,
los «increíbles» avances de la tecnología médica dieron pie a muchos para
esperar que en el siglo XXI la enfermedad sería vencida y que el futuro
sería el de la medicina de la performance, esa medicina dirigida a mejo-
rar la salud y a perfeccionar el cuerpo humano.
Como con las profecías anteriores, también esta sobre la medicina ha
tenido que posponer sus augurios para el cuarto milenio, pues nunca hubo
tantas enfermedades como ahora, pero sobre todo nunca hubo tantos
enfermos. Si en los siglos anteriores la salud y la enfermedad eran dos
realidades que vivían de espaldas una a la otra, enfrentadas entre sí, «a
muerte» en muchas ocasiones, en el tercer milenio la salud y la enferme-
dad conviven estrechamente unidas, de manera que es difícil saber, en
ocasiones, cuándo se está en uno o en otro lado del espectro. Adelantando
una definición que aparecerá en otras páginas de este libro, la salud y la
enfermedad no serían hoy más que dos atractores extraños unidos entre sí
por extrañas relaciones de causalidad caótica. Quienes anunciaron el fin
de la enfermedad, olvidaron que la enfermedad es una realidad antropo-
lógica además de biológica. En el mundo actual, en el que la realidad de
la muerte se ha escamoteado a la sociedad o en el mejor de los casos bana-
lizado a través de una hiperrepresentación ficticia, y en el que el dolor y
el sufrimiento son escondidos debajo de las alfombras, la enfermedad es
el «subrogado» antropológico de la muerte. Solo somos conscientes de lo
que somos cuando alcanzamos a ver el límite y cuando este nos es esca-
moteado, al menos el sufrimiento nos hace más humanos. Así considera-
da, la enfermedad sería el último refugio de un humanismo mínimo, de
EL FIN DE LA MEDICINA 29
ese mismo humanismo del que ahora algunos ya nos anuncian su desapa-
rición. El recuerdo de que vivimos y existimos encarnados en cuerpo y
alma mortales. Un aldabonazo real a la corporalidad tal como es y no
como la ficción que estos y aquellos se empeñan que sea.
Así que aquí estamos, en un periodo de confusión intelectual, en el que
como siempre que el río baja revuelto algunos pescadores hacen su agos-
to; y en lo que respecta a la medicina algunos han aprovechado el anun-
cio del fin de la enfermedad para dedicarse con aplicación a terminar con
el sistema público de asistencia médica. Si en el siglo XXI ya no debería
haber enfermos, todos aquellos que se identifiquen como tales son en
cierto modo ciudadanos irresponsables que no han hecho lo que debían,
pues su obligación era estar sanos, tal como se había pronosticado por los
profetas de la nueva medicina. No otra cosa hay detrás de esa exigencia
de contrato de salud con los obesos y los fumadores, por ejemplo, para
recibir la prestación en el sistema público.
Naturalmente el desafío hace aguas por todas partes. No deja de ser
sugerente que el Ministerio o las Consejerías de nuestro país se llamen de
Salud y no de la Enfermedad (al igual que el Ministerio de la Guerra se
llama ahora de Defensa, aunque la defensa sea en la guerra de Irak), lo
que es sorprendente, pues la salud es un desiderátum que solo se puede
perder, pero no mejorar o empeorar, salvo que se medicalice la salud, que
es lo que ha ocurrido realmente, generando nuevos enfermos, enfermos de
salud, que ahora se revuelven contra el propio sistema que los hizo nacer.
Si el objetivo es la salud y no la enfermedad, los enfermos para el nuevo
modelo de gestión intelectual de la salud son un engorro, algo molesto, un
pesado lastre para quienes realmente son los beneficiarios del modelo, los
sanos, como engorrosos son los parados para quienes son los verdaderos
beneficiarios del sistema de protección laboral, los empleados. Desde esta
nueva filosofía salubrista, los enfermos, como los parados o los pobres (lo
que con frecuencia va junto), no son más que un residuo de un modo de
vida del siglo XX, un estorbo para el balance de cuentas, un grupo anti-
social o antisistema como otro cualquiera. Si en el siglo XX la enferme-
dad era el enemigo a batir, hoy el problema ya no es ese, para el que la
pretenciosa medicina moderna cree tener soluciones, sino los enfermos
que aumentando de día en día llenan las urgencias y las consultas de
manera irresponsable, consumiendo unos recursos, los de los sanos,
recursos que deberían dedicarse para la medicina de la salud, para esa
gran performance ya anunciada.
8
La moral de la sanidad pública:
una apuesta radical
«¡Nunca más volverán los buenos tiempos!» Es una frase que recuer-
do haberle oído a un destacado economista sanitario, uno de aquellos
prestigiosos gestores catalanes que periódicamente bajaban hacia el Sur a
predicar la mala nueva sociosanitaria. Creo que si Dante hubiera escrito
ahora su divina comedia podría haber escogido aquella frase para ponerla
en el frontispicio de la entrada del infierno. Eran los años en los que se
había perdido ya el pudor en hablar de la crisis del estado de bienestar y
en los que se anunciaba la ruina inminente de los sistemas públicos de
salud. Parecía como si los economistas o algunos economistas y desde
luego muchos gestores en nombre de estos economistas hubieran descu-
bierto a uno de los culpables de aquella crisis: los manirrotos médicos y
su funesta manía de prescribir.
Tenían algunas razones para ello, pero no tenían toda la razón. En rea-
lidad estaban redescubriendo y llevando al campo de batalla algo que la
propia profesión médica había ya comenzado a analizar al menos desde
los años setenta con el desarrollo de la bioética moderna, sobre todo en
EE.UU.. Así, ya en el año 1970 la cámara de representantes estadouni-
denses encargó un informe sobre la situación médica a un grupo de exper-
tos, el famoso informe Belmont, en el que resumían de manera muy clara
los cuatros principios que debían regir el ejercicio de la medicina: el de
beneficencia, el de justicia y el de autonomía, al que se añadiría después
el de no maleficiencia. Hacer el mayor bien por los pacientes (beneficen-
35
36 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
los médicos, convertidos ahora en meros agentes de una política que vino
hecha desde arriba.
Había razones pero no llevaban la razón, o al menos no llevaban toda
la razón. Al demonizar a los médicos y con ellos también a la sociedad, a
la que etiquetaron de demandantes insaciables de salud, estaban faltando
el respeto a la economía misma y confundiéndola con contabilidad, pues
la cuestión era que les salieran las cuentas de su nuevo modelo como fuera
y todos aquellos que tenían preguntas, deseos y necesidades se convirtie-
ron en un estorbo para sus libros de cuentas, para sus input y output.
Desde luego creo que si se hubiera tenido más confianza en los agentes
sociales, si se hubiera tenido más respeto a los trabajadores sanitarios, sobre
todo a los médicos, que son los principales agentes del gasto, pero también
al resto; es decir, si se hubiera hecho una gestión más democrática, también
se habría producido una gestión más eficiente de los recursos.
Al fin y al cabo, la economía es la ciencia de la totalidad, no sólo del
dinero. Los médicos lo sabemos bien, pues cuando hablamos de que esto
o aquello es bueno para la economía corporal estamos utilizando un tér-
mino, al menos los médicos de mi generación, que identifica a todo lo que
discurre en torno al cuerpo humano. La economía es una disciplina que
incluye la totalidad. Ciertamente los primeros años del secuestro por las
clases tecnogerenciales de la palabra economía, supusieron un gran des-
concierto para los médicos. Atrapados entre su tradición beneficentista y
el desconocimiento del nuevo lenguaje, los médicos fuimos víctimas pro-
piciatorias de los nuevos centuriones. Orgullosos de la nueva arma, enfun-
dados en sus corazas recién sacadas de las fábricas de las escuelas sanita-
ristas que se habían ido creando a lo largo y ancho del país, cargaban con
toda su potencia de fuego una y otra vez sobre unos profesionales que,
como si un panal de avispas se les hubiera echado encima, solo acertaban
a darse cogotazos después de cada picotazo.
El tiempo, como suele ocurrir, no ha pasado en balde y ahora ya no
espantan fácilmente. Hoy ya sabemos que de todos los niveles de la efi-
ciencia, el coste-beneficio es una obviedad, el coste-utilidad es una evi-
dencia, pero es el coste-utilidad la verdadera dimensión de la eficiencia y
esta, la utilidad, no es propiedad de nadie, desde luego no de la clase tec-
nogerencial, y de serlo es de los ciudadanos, que ahora inevitablemente
adultos (¡autónomos!) tienen derecho a decidir en cada momento también
adónde deben ir los recursos de un país y cómo y por quién deben ser
administrados. Hoy ya a nadie asustan con aquello de los recursos esca-
38 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
cina clínica de nuestro tiempo son muy amplios y difíciles de precisar con
los de otras muchas disciplinas, algunas incluso muy alejadas de las tra-
dicionalmente consideradas médicas. Si su primera función es la de servir
de intérprete de la información que el paciente posee, su último objetivo
es el de resolver los problemas concretos del ser humano enfermo, valién-
dose para ello de lo que de una forma genérica y utilizando un término
que inicialmente ha sido empleado para los ensayos clínicos, podemos lla-
mar en un sentido amplio normas de buena práctica clínica.
D. Gracia, en su libro Procedimientos de Decisión en Ética Clínica
(1989), nos recuerda con Toulmin (1993) el carácter de una disciplina:
«una empresa humana colectiva en la que la adhesión compartida de los
hombres a un conjunto de ideales sobre los que existe suficiente acuerdo,
conduce a la elaboración de un repertorio aislable y autodefinitorio de
procedimientos, abiertos siempre a ulterior modificación de modo que
puedan abordarse los problemas que plantea la incompleta realización de
los ideales disciplinarios». El desarrollo de las sociedades científicas ha
ido construyendo un cierto carácter disciplinar de la medicina clínica,
incluso entendiendo la disciplina en la acepción dura de Toulmin arriba
reseñada. Aunque el carácter disciplinar no va a ser igual en todas las
ramas de la medicina clínica, la buena práctica clínica se sustenta hoy
sobre un componente disciplinar y otro no disciplinar. La parte disciplinar
la compondrían lo que ha venido en llamarse la medicina basada en la
evidencia, así como los componentes disciplinares de la educación de
pacientes y de la ética clínica. El componente no disciplinar estaría repre-
sentado por los aspectos no tangibles de la relación médico-paciente y los
numerosos aspectos no disciplinares («irreductiblemente personales») de
la bioética.
12
La medicina clínica
es una profesión
51
14
Entre lo teórico y lo práctico:
la buena práctica clínica
A este largo debate, aquí tan solo resumido, sobre la forma de acceder
al conocimiento, no ha sido ajena la clínica y la manera de acumular el
cuerpo de conocimientos que la caracterizan. De hecho, históricamente la
forma de producirse el conocimiento en la clínica ha sido inductivamen-
te. Los médicos adquirían experiencia por repetición de los actos clínicos,
de manera que un médico tenía más experiencia cuantos más pacientes
había visto. Esta experiencia era transmitida siguiendo los principios de
autoridad dentro de la profesión. No es sorprendente la lentitud con la que
se producían los cambios en la práctica clínica. Es bien conocida la histo-
ria (no sabemos si verdadera) de un médico sangrador del siglo XIX que
instaba a su discípulo a repetir las sangrías ante la mala evolución de un
paciente con tuberculosis y que ante su fallecimiento increpaba al atribu-
lado aprendiz de médico por no haber hecho las suficientes. Al profesor
Segovia de Arana le he oído contar con humor que si tiráramos al mar
todos los medicamentos que la medicina poseía a comienzos del siglo XX
(exceptuando la quinina, la digital y la morfina), sería bueno para los
hombres y malo para los peces.
Naturalmente ha habido notables excepciones y en las líneas siguien-
tes recordaremos el de Semmelweis como un ejemplo de aplicación del
método hipotético-deductivo a la resolución de los problemas clínicos que
se niegan empecinadamente a ser resueltos. Por otro lado, la clínica de
nuestro tiempo es deudora de la epidemiología y de la estadística. Ambas
65
66 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
Tres son los modelos de causalidad en los que puede resumirse la his-
toria del pensamiento científico: 1. Causalidad o determinación determi-
nista; 2. Determinación indeterminista o estocástica; y 3. Indeterminación
práctica.
Hasta que, bien entrado el siglo XX, el desarrollo de la mecánica cuán-
tica comenzó a agrietar la fe inconmovible en la ciencia, se había creído
en la posibilidad de alcanzar la certeza mediante ella. Desde el punto de
vista filosófico el determinismo tiene un origen religioso, supone la exis-
tencia de una ley necesaria que extiende su influjo a la voluntad de los
hombres y de la naturaleza. Si todo está previsto en un orden natural
(preestablecido por la divinidad), el determinismo es un sistema filosófi-
co que niega la libertad. Es comprensible que cuando la idea de Dios fue
sustituida por la idea de la naturaleza (o de la ciencia como instrumento
para conocer la naturaleza), el determinismo religioso (la ley divina) fuera
sustituido por las leyes naturales, que van a ser las leyes de la ciencia
(Gutiérrez Cabria, 1992). De hecho, aún hoy se sigue utilizando la sepa-
ración entre ciencias naturales (aquellas que utilizaban procedimientos de
predicción causal determinista) frente a las otras, que serían preciencias o
ciencias del hombre.
Los éxitos de las leyes de Kepler y de la mecánica de Newton condu-
jeron a la aceptación casi universal del determinismo científico hasta prin-
cipios de este siglo. También en medicina la explicación causal determi-
71
72 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
nista fue la forma de entender las relaciones de causalidad y aún hoy muchos
médicos (y pacientes) viven en la cultura del determinismo fisicalista.
Aunque los conceptos de azar y de probabilidad son muy antiguos no
ha sido hasta el siglo XIX y sobre todo el XX cuando una nueva manera
de pensar, caracterizada por la presencia de lo probable frente a lo prede-
terminado como cierto (certeza), ha penetrado todos los sectores de la
vida intelectual primero y de toda la sociedad después. La elevación de la
probabilidad a la categoría de disciplina matemática y la necesidad de
la física de explicaciones probabilísticas para la mecánica cuántica, uni-
das a los crecientes cambios sociales de los que la secularización es solo
un síntoma, son algunas de las razones que explican la aceptación del
paradigma estocástico. La idea de azar es probablemente anterior a la de
probabilidad, aunque en los libros de texto lo aleatorio suele definirse en
términos de probabilidad. El azar puede ser un azar subjetivo. Sería aquel
relacionado con lo imprevisto, lo inesperado, lo no programado; también
la medida de nuestra ignorancia, el resultado de una variación irregular y
espontánea o la consecuencia de múltiples y complejas causas. Alude a
causas desconocidas, de poca relevancia, complejas o de origen variado.
En todo caso sería un azar (provisional) que según los deterministas daría
paso a una ley cuando las causas sean completamente conocidas. Es solo
cuestión de tiempo. El azar subjetivo refuerza, pues, el credo determinis-
ta (Gutiérrez Cabria, 1992). Pero existiría también un azar absoluto, obje-
tivo, que está en la naturaleza de las cosas. Un azar en el que no solo es
que no se conozcan las condiciones iniciales que determinan la cascada de
sucesos causales, sino que presume que tales condiciones ni tan siquiera
existen. Al estudio del indeterminismo, que hasta bien entrado el siglo XX
equivale al oscurantismo, se han alistado eminentes pensadores de nuestro
tiempo y en su desarrollo ha amanecido una nueva disciplina dedicada a lo
que con más fortuna que precisión ha venido en llamarse teoría del caos.
El siglo XX es el siglo de oro de la probabilidad, que ha seguido tres
direcciones: desarrollo de la probabilidad matemática, filosofía de la pro-
babilidad y estadística matemática (Gutiérrez Cabria, 1992). El paradig-
ma probabilístico penetra en la clínica de la mano sobre todo de la epide-
miología teórica y ha supuesto y está suponiendo un cambio radical en sus
estructuras lógicas. Tradicionalmente la medicina ha estado más interesa-
da desde el punto de vista cognitivo en las causas (de las enfermedades)
que en los efectos (resultados de la intervención clínica). El gran desarro-
llo del método anatonomoclínico y de la fisiología y fisiopatología des-
LOS MODELOS DE CAUSALIDAD 73
Desde luego los comités de ética de los hospitales tienen mucho que
decir a este respecto. Los de ética e investigación clínica y los de ética
asistencial. En EE UU, en 1962 en Seattle se crea la God’Commite, que
podría ser considerada la primera comisión de ética institucional propia-
mente dicha. Surgen los comités como una necesidad ante la impotencia
de la ley para dar respuesta en tiempo real a los nuevos retos de la cien-
cia, de la tecnología y también a los rápidos cambios de una sociedad civil
cada vez más dinámica. Son por encima de otras cosas instrumentos de
autorregulación cívica, más que agentes de la instrucción política. Así en
EE UU se crean los Institutional Review Boards (Comités de Ética e
Investigación Clínica) y los Institutional Ethics Commites o Comités de
Ética Asistencial en los centros sanitarios de mayor crédito, que poco a
poco van siendo trasladados en Europa.
En España con la Ley General de Sanidad de 1990 se crean los comi-
tés de ética e Investigación clínica, que sustituyen a los viejos Comités de
ensayos clínicos. En cambio los comités asistenciales de ética solo han
fructificado en pocos centros, uno de ellos precisamente el del Hospital
Universitario Carlos Haya, donde trabajo, que contó durante años y de
manera ininterrumpida con un comité de ética asistencial, disuelto hace
algunos años por la dirección del hospital sin que se hayan dado aún sufi-
cientes razones para ello y cuya rica experiencia es una pena que no haya
sido utilizada a la hora de diseñar los nuevos comités de ética que se han
97
98 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
sería tal vez peor desde el rigor del diseño del estudio) la participación
quedaría sesgada a los pacientes con un perfil determinado (altruistas,
agradecidos, etc.), lo que podría invalidar la generalización de los resulta-
dos. Estas y otras razones solo apuntadas a lo largo de las páginas ante-
riores hacen que la investigación clínica sea tan necesaria como difícil. Es
esta dificultad lo que justifica el que muchos clínicos abandonen la inves-
tigación sobre los aspectos que les son propios por otras áreas de la bio-
logía y biopatología humana. Pero también esta misma dificultad ha
hecho que, como hemos comentado en la primera parte, muchos clínicos,
cansados de percibir anomalías en el sentido que Kunt daba a este con-
cepto (1970) por la aplicación única de las teorías biologicistas al domi-
nio de la clínica, se empeñaran hace ya años en desarrollar una teoría crí-
tica de la medicina clínica (C-Soriguer, 1992). Una teoría capaz de, como
ya se ha comentado, dar contenido a los problemas de la clínica y de jus-
tificar una metodología propia (Fletcher, 1989) que toma de las ciencias
positivas su rigor aunque sea en nombre de un determinismo estocástico,
de la sociología y de la pedagogía su capacidad para tratar con variables
blandas y que incorpora la bioética, es decir, al sujeto, en el centro mismo
de la estructura metodológica.
En resumen, podemos decir que en cada época se ha hecho la inves-
tigación médica que correspondía a las ideas que dominaban en dicha
época. En el último siglo se han producido importantes avances en el
conocimiento de la fisiología y fisiopatología de las enfermedades gracias
al desarrollo de la investigación en biología aplicada a la medicina. En el
momento actual, sin abandonar aquellas áreas, parece necesario profundi-
zar en una investigación propiamente clínica que sea capaz de desarrollar
cualitativamente muchos de los actuales conocimientos biológicos y que
sea capaz de dar respuesta a las nuevas maneras de percibir la salud y la
enfermedad. El desarrollo de lo que hemos llamado arriba «teoría críti-
ca de la medicina clínica», se enfrenta al enorme crecimiento de la bio-
logía molecular, que con su arsenal tecnológico junto a los grandes
recursos a ella destinados, eclipsa y neutraliza el futuro de este nuevo
paradigma cualitativo y clínico.
30
Quién hace (o debe hacer)
la investigación clínica
tad médica (Laín, 1986). Numerosos estudios han demostrado que los sín-
tomas y los signos extraídos por un médico competente de la historia clí-
nica tienen en la mayoría de las ocasiones un poder diagnóstico superior
a muchos de los tests biológicos (Sackett, 1987), aunque naturalmente
existe una gran variabilidad dependiendo de la fuerza de los síntomas (ver
tabla más abajo). El conocimiento de la sensibilidad y especificidad de los
síntomas y signos (solos o asociados sindrómicamente) es una de las razo-
nes de ser de la investigación clínica, pues la eficiencia de los tests diag-
nósticos que serán solicitados a posteriori va a depender de la probabili-
dad (o grado de incertidumbre) con la que el clínico llegue al final de la
realización de la historia clínica.
La solicitud de las pruebas diagnósticas (cuando sea necesario) es el
momento en que los recursos tecnológicos se ponen a disposición del
razonamiento clínico y cuando el clínico introduce los conocimientos
sobre el poder diagnóstico de dichas pruebas. Unos conocimientos que
solo pueden haberse producido mediante una investigación del coste-uti-
lidad de dichas pruebas. Esta información es de tal importancia que en el
momento actual un clínico que no conozca la eficiencia de una prueba
diagnóstica debería abstenerse de solicitarla. La evaluación de la eficien-
cia forma una parte consustancial de la investigación clínica. La integra-
ción de la información, la transformación de toda la información analógi-
ca en digital (ver más adelante), la nominación del proceso morboso, la
indicación terapéutica, la observación de la evolución y la ratificación del
pronóstico culminan el acto médico, que es siempre un acto realizado en
presencia de alguna cantidad de incertidumbre. La medición, finalmente,
de la cantidad de incertidumbre asociada al acto médico es una de las últi-
mas razones de ser de la investigación clínica.
· Inespecíficos
· Indirectos
· Llave
· Directos
· Altamente específicos
· Patognomónicos
114 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
EL PROCEDIMIENTO CLÍNICO
1ª parte: no orientada
Sistemático
b) Examen físico:
Orientado por la anamnesis
Otros criterios:
Valores del paciente, medicina defensiva, costes, etc.
e) Integración de resultados
g) Pronóstico
h) Tratamiento y evolución
i) Diagnóstico final
j) Seguimiento o alta
PENSAMIENTO MÁGICO
PENSAMIENTO MÍSTICO
PENSAMIENTO EMPÍRICO
119
120 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
PENSAMIENTO ESPECULATIVO
PENSAMIENTO INDUCTIVO
PENSAMIENTO DEDUCTIVO
miento del idioma inglés. El gran peligro del investigador clínico será caer
en el reduccionismo al que induce la aplicación radical del propio método
científico. Aunque la ciencia se ocupa de universales, para conseguirlo debe
reducir su campo de acción y contentarse con operar sobre espacios muy
reducidos del conocimiento. Esta aparente modestia del método científico,
aplicado sin más, lleva a un empobrecimiento que impide comprender el
mundo observado desde el nuevo paradigma de la complejidad.
Hacer conciliar la necesidad reduccionista del método científico con la
naturaleza holística de la clínica, exige compartir los proyectos con quie-
nes pueden complementar las carencias unipersonales. Esta situación no
es muy distinta de la especialización, de la que tanta experiencia tienen los
médicos. Pero especializarse no significa abandonar todo aquello que no
compete a la propia especialidad. Un buen especialista debe conocer los
fundamentos de la semiología médica general y si se inicia en un proyec-
to de investigación clínica, los fundamentos del método científico.
El gran peligro del especialismo es el abandono a la tecnología. Los
pacientes llaman a este abandono deshumanización. El gran peligro del
investigador clínico es el olvido de quien es el sujeto de la investigación
clínica. Es por esto por lo que especialistas (en realidad todos los médicos
son especialistas en algo) o investigadores clínicos (todos los clínicos son
potenciales investigadores) deben saber contestar a la pregunta más
importante para el paciente: ¿quién es mi médico?, y a la que debería ser
la más importante para los médicos: ¿cuáles son los problemas y las
expectativas de estos pacientes? Para Toulmin (1991) (y para muchos
otros) el médico del paciente es aquel que conoce la historia del paciente.
Es este el momento crucial tanto del acto médico como de muchos pro-
yectos de investigación clínica. Es más, será difícil considerar verdadera-
mente como clínica una investigación que de alguna manera no incorpore
datos patobiográficos del paciente. La obtención de la información es
posible que no sea un acto científico propiamente dicho, es dudoso que
sea un arte y es seguro que no se puede justificar tecnológicamente, pero
hoy sabemos que se trata de un acto «historiográfico», una situación que
lleva a Toulmin a afirmar que todo conocimiento clínico es al menos ini-
cialmente un conocimiento histórico.
Ninguna investigación clínica debería olvidar quién es el médico del
paciente. Este reconocimiento induce a una jerarquización que obliga (o
debería obligar) a todos los demás especialistas que colaboran en el pro-
ceso de investigación del problema (o de los problemas clínicos). Una
NECESIDAD DE LA MULTIDISCIPLINARIDAD 131
carácter científico de una disciplina no exige que todos los miembros que
la desempeñan ejerzan de científicos.
Hoy sabemos que tener una formación científica no es solo un instru-
mento para hacer ciencia, sino también un referente cultural como lo fue
(y lo es todavía) el saber latín o griego. La lógica científica, es más que
un método, una cultura. Por eso el aprendizaje del método no lo es todo,
como bien sabemos quienes llevamos muchos años involucrados con la
enseñanza y el desarrollo de la investigación en los hospitales. También
Ortega decía (lo repetimos en otra parte de este libro) que hay cosas que
no se pueden enseñar, solo aprender. Probablemente hacer ciencia sea una
de ellas. La cultura científica no sirve solo para hacer ciencia, sirve tam-
bién para ejercer dialécticamente. Ni un oficio, para el que la teoría es
innecesaria ni un trabajo técnico, para el que la teoría es sólo un referen-
te lejano, tienen en sí mismas la posibilidad dialéctica de poner en cues-
tión todo su conocimiento. Este carácter dialéctico se lo proporciona a las
profesiones la dimensión científica, se ejerza o no como científico, y es
una condición indispensable para generar problemas, no para buscar solu-
ciones. Convertidos en técnicos, los médicos serían máquinas binarias de
tratar, pero incapaces de innovar, de detectar nuevos problemas o de ver-
los allí dónde se produzcan. Sabemos, desde luego, desde Popper, que en
el comienzo de toda investigación científica está la capacidad de detectar
y formular un problema científicamente. La negación de la formación
científica a los médicos aseguraría la esterilización del progreso de la
medicina misma. Lo vio también Jorge Wagensberg (2002) con su pre-
cioso librito Si la naturaleza es la respuesta..., en el que reclama la urgen-
cia de una buena pregunta, conteniendo el libro mil preguntas, sus mil per-
sonales y científicas preguntas. Por otro lado, es dudoso que desde fuera
de la práctica clínica se puedan formular preguntas que puedan devolver
soluciones a la propia práctica clínica. Esta visión del conocimiento, pro-
ducido por unos y aplicado por otros, corresponde a una visión de la cien-
cia orteguiana y elitista, sublime, en fin, pero no a la propia naturaleza de
la manera de entender la ciencia hoy, más como una cultura que permea a
todas las disciplinas y que les proporciona la capacidad, no tanto de resol-
ver las cuestiones, que también, sino sobre todo de formular las preguntas
de manera adecuada, de manera práctica, es decir, a la manera científica,
como verdaderos problemas científicos y no como pseudoproblemas
(Popper dixit) que solo pueden ser resueltos especulativamente, cuando no de
manera visionaria o con los instrumentos de la revelación o de la teología.
140 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
Sobre el diagnóstico:
La introducción de marcadores genéticos de enfermedad está modifi-
cando de manera importante la actitud del médico (y de los pacientes)
ante el diagnóstico en cuatro niveles: 1) la posibilidad de diagnosticar con
«absoluta» certeza a un paciente que presenta determinados signos y sín-
tomas; 2) el diagnóstico precoz en familiares del portador de una enfer-
medad; 3) los screening genéticos de población sana; y 4) el diagnóstico
prenatal.
Diagnosticar con certeza y diagnosticar pronto son dos de las mayores
ambiciones de la medicina de siempre. El hallazgo de una prueba patog-
nomónica ha sido el mayor empeño de la mayoría de los clínicos. La gene-
ralización de la cultura de la patognomonia de la mano de la biología
molecular y su influencia sobre el razonamiento clínico serán comentadas
al final de estas líneas.
El diagnóstico precoz postnatal plantea serios problemas. Cuando se
trata de enfermedades que no tienen tratamiento posible, aparentemente lo
único que se ha conseguido con el diagnóstico precoz es adelantar el
periodo de vivencia de la enfermedad y, por tanto, el sufrimiento del
paciente o de sus familiares. Sin embargo, siempre es posible justificarlo
157
158 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
Sobre el tratamiento:
Producción de fármacos a partir de técnicas de IG: La introducción de
genes en microorganismos de manera que cambiándoles la información
genética sean capaces de producir sustancias ajenas al propio microorga-
nismo ha abierto unas posibilidades casi ilimitadas en la producción de
fármacos y otros agentes usados con finalidades terapéuticas. Esto ha traído
consigo la apertura de nuevas indicaciones (el caso de la GH es un buen
ejemplo) y el encarecimiento del mercado, contrariamente a los esperan-
zados anuncios sobre el abaratamiento de los costes de producción de los
pioneros abogados de la biotecnología. La mayor disponibilidad y el enca-
recimiento plantea serios problemas a la investigación clínica, que cami-
na ahora influenciada por una demanda social casi ilimitada (a veces pre-
sionada por las propias multinacionales de la biotecnología; el caso de la
GH, una vez más, es paradigmático) y por la racionalización del uso de
unos recursos limitados y el acceso de la población a ellos en condiciones
de equidad. Por otro lado, la posibilidad de intervenir sobre las enferme-
dades de carácter genético modificando mediante manipulación biotecno-
lógica la secuencia alterada que produce la enfermedad ha abierto expec-
tativas de curación a enfermedades hasta ahora incurables.
Terapia génica: Los proyectos de terapia génica se basan en la extrac-
ción de células no germinales del paciente, su manipulación in vitro y su
posterior reintroducción, tras la manipulación, en el mismo individuo. En
diciembre de 1991 el NIH realizó el primer congreso internacional dedi-
cado exclusivamente a terapia génica. Desde entonces los proyectos de
terapia génica no han hecho más que aumentar. Niños con inmunodefi-
ciencia, pacientes con melanomas u otras formas de cáncer, hipercoleste-
rolemias homocigotas o fibrosis quísticas son algunas de las enfermeda-
des en las que se ha ensayado con más o menos éxito la terapia génica.
160 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
I(s) = Log n
I = CANTIDAD DE INFORMACIÓN (Bit)
(s) = FUENTE DE INFORMACIÓN
Comprobación: [23= 8]
187
51
Un final entrópico
Otto Llewi para recordarnos «...la tendencia general de nuestro tiempo a ado-
rar a métodos y artilugios... esto ha ido tan lejos que a veces tiene uno la
impresión de que en contraste con tiempos pasados, cuando uno buscaba
métodos para resolver un problema, ahora con frecuencia los investigadores
buscan problemas con los que puedan explotar alguna técnica especial...».
Oyendo a José Manuel Sánchez Ron no nos costaría demasiado esfuerzo
encontrar a nuestro alrededor ejemplos a los que pudiéramos aplicar su lúci-
da premonición. En otro lugar (C-Soriguer, 1992) hemos citado al profesor
Castilla del Pino, quien en el curso de una conferencia ante un numeroso
público de gestores sanitarios, en las antesalas de la Expo del 92 sevillana,
advirtió de que los pacientes del siglo XXI no pueden aspirar a que les quie-
ran sino solo a que les curen y que tanto los médicos como los pacientes
compiten y competirán por las tecnologías. Este libro, modestamente, inten-
ta si acaso retrasar tan ácida como lúcida profecía.
c) El tercer riesgo y más evidente es la ruptura continua de las barreras
éticas. Los ejemplos hoy ya se multiplican por doquier y no es difícil augu-
rar que se van a extremar en los próximos años. Frente a este reto, la socie-
dad en general y la sociedad médica en particular tendrán que acelerar un
rearme moral que les permita seguir, primero, el ritmo que los avance bio-
tecnológicos les imponen, y después (y esto no sé si es deseable o si es posi-
ble), que sean ellas las que marquen el ritmo del desarrollo biotecnológico.
con el mundo antiguo es que hoy este poder genesíaco (el poder de dar nom-
bre) exige justificación y criterios. Los criterios exigen conocimientos cien-
tíficos y técnicos; por ejemplo, recientemente la ADA (Asociación
Americana de Diabetes) ha cambiado, bajo determinadas circunstancias los
criterios para que una persona sea considerada diabética, con lo que (auto-
máticamente) el número de diabéticos en el mundo ha cambiado espectacu-
larmente. La justificación exige un proceso más complejo, pues además de
razonar los criterios obliga al reconocimiento de la complejidad, que es sobre
todo la individualización de esa decisión en el contexto concreto de aquel ser
humano enfermo y de aquella sociedad en la que el médico toma la decisión.
Pero donde el poder de los médicos reside realmente es en su capacidad para
decidir el grado de competencia de un paciente para poder ejercer su dere-
cho a la autonomía, pues en una relación asimétrica como es la relación
médico-enfermo, la autonomía puede ser conquistada, pero cuando es así se
rompe la condición de confianza consustancial al contrato médico-paciente.
Por eso la autonomía exige una concesión del poder del médico hacia el
paciente, que para que sea responsable debe ser hecha con conciencia de la
capacidad (de las capacidades) del paciente para administrar ese poder (en
realidad aquella información). En circunstancias normales es el médico el
que toma la decisión del grado de competencia para asimilar esta informa-
ción y es en este privilegio (decisión del grado de competencia) en donde
reside el nuevo poder del médico y de la medicina.
bandos se echaran a la cara el que unos vulneraban estos y los otros aquellos
de los derechos proclamados». Pero hoy, como nos recuerdan Adela Cortina
y tantos otros, no basta ya con proclamar los derechos del hombre. Hay que
respetarlos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue sobre
todo la de los derechos de un solo hombre, un hombre cualquiera, único e
irrepetible. Unos derechos humanos que hoy se globalizan y extraterritoria-
lizan para convertirse en los derechos humanos de todos y cada uno de los
hombres, es decir, de toda la humanidad. La obsolescencia del modelo hipo-
crático no supone su olvido sino el reconocimiento de su insuficiencia para
dar respuesta a los principios de justicia y autonomía de los pacientes (que
suelen ser reconocidos como parte de los derechos humanos de segunda
generación) y desde luego a los llamados de tercera generación o derechos
ecológicos o de especie, de los que la extraterritorialidad de los derechos,
arriba comentada, es solo su comienzo.
8. El siglo XXI tiene que ser (debe ser) el siglo en el que los derechos
humanos de segunda generación sean una realidad universal. De entre
ellos el derecho a la salud (en realidad a los programas de salud) es uno
de los derechos humanos más consensuados. Desarrollar este derecho
implicará escoger entre los modelos políticos basados en el mercado del
bienestar o aquellos otros basados en los estados del bienestar, cualquie-
LA MEDICINA DEL SIGLO XXI: DIEZ PROPUESTAS PARA EL TERCER MILENIO 207
ra que sea el modo de gobernarse de los pueblos, pero tendrá que pasar
ineludiblemente por una profundización de la gestión democrática de los
Estados. Es difícil imaginar la consecución de estos objetivos si no se con-
siguen estrategias políticas que sean capaces de gestionar los recursos a la
medida de las necesidades y aspiraciones de los hombres y no de los mer-
cados o de grupos de interés que en nombre de modelos teóricos o de
grandes palabras olvidan el significado real del dolor y del sufrimiento.
En un momento en el que la idea de Estado de bienestar está en crisis,
pocas propuestas y pocos gobiernos parecen apostar por un sistema que
permita a la gente arriesgarse porque cuenta con un colchón de seguridad
(«asegurar –ensure– que la gente esté asegurada –insure– contra los ries-
gos previsibles”). Volvemos de nuevo a la idea de riesgo, que ha sido de
gran importancia para comprender los cambios políticos y sanitarios del
siglo que ha terminado. Afortunadamente la idea de que el Estado debe
garantizar completamente cualquier riesgo ha sido superada y existe con-
ciencia crítica de los excesos de un modelo paternalista que acaba con la
iniciativa de las personas al no permitir espacios de riesgo, que son
imprescindibles para que puedan desarrollarse las iniciativas personales y
políticas. En el siglo XXI los modelos de gestión política tendrán que osci-
lar entre aquellos que reparten la riqueza y aquellos otros que reparten los
riesgos o, como dice con pesimismo Ulrick Beck en, Sociedad del riesgo,
escoger entre la solidaridad de la miseria y la solidaridad del miedo que pro-
duce el riesgo (y aún más la soledad). Pero sobre todo el siglo XXI tiene que
ser el de la democratización global, y, con la democratización, la generaliza-
ción de los derechos humanos. No deja de ser esperanzador que entre nin-
guna de las naciones formalmente democráticas haya habido nunca una gue-
rra; y aunque esta observación haya sido hecha también por Fukuyama en su
El fin de la Historia, no será sino el principio de un orden distinto en el que
la mundialización sustituya a la internacionalización de la política.
Mundialización no supondrá la desaparición de los Estados (el caso de la
actual Rusia es un buen ejemplo de adónde conduce una sociedad con un
Estado descompuesto) sino una reasignación de su significado. Una política
en la que los Estados deben seguir teniendo un papel fundamental en la ges-
tión de los recursos a la medida de los ciudadanos (una especie de gestión
autónoma) que garantice entre otras cosas la diversidad, pero que al mismo
tiempo contribuya a que nada de ningún humano sea ajeno a los otros.
Hemos dicho que el tercer milenio debe ser el del fin de las guerras
entre los hombres pero no será, desde luego, el tiempo en el que los hom-
208 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
este precioso ensayo Calvino propone que las características que defini-
rán la literatura de los próximos tiempos serán la levedad, la rapidez, la
exactitud, la visibilidad y la multiplicidad. Pocos dudan que son los poe-
tas y los novelistas los únicos verdaderos profetas. Los demás debemos
resignarnos a adecuar sus metáforas (no hay profecía sin metáfora) a
nuestras propias realidades. Estamos llegando al final de nuestro discurrir
y con Italo Calvino aprendemos que discurrir es como correr y también
una manera de expresar el esfuerzo (el trabajo) de la inteligencia. Calvino
apuesta por la levedad frente a lo plúmbeo: «...si el discurrir acerca de un
problema difícil fuese como el llevar pesos, en que muchos caballos car-
garán más sacos de grano que un caballo solo, consentiría en que muchos
discursos valen más que uno solo, pero discurrir es como correr y no
como cargar pesos, por eso un solo caballo árabe correrá más que cien fri-
sones...» (Galileo). Para Calvino este milenio debía ser el de la levedad.
No es sorprendente que su héroe sea Perseo, que vuela con sus sandalias
aladas, que no mira al rostro de la Gorgona sino a su imagen reflejada en
el escudo de bronce y que de la sangre de la medusa nazca un caballo
alado: Pegaso. Levedad, discurrir, rechazo de la visión directa, metáforas
de la ciencia y del conocimiento indirecto del mundo (el único posible) a
través de ese espejo al revés que son nuestros propios ojos, que nos
devuelven hacia nuestro interior la mirada hacia afuera. Discurrir con
levedad significa ser capaz de encontrar un espacio donde poder ver la luz
y disfrutar de ella en ese bosque espeso de la desmesurada información.
Es por eso por lo que el complemento de la levedad es la exactitud y la
precisión, pues como decía René Thom (Teoría de las Catástrofes), «lo
contrario de la verdad no es el error sino la imprecisión». En la medicina
significa optar entre la totalidad o la complejidad, que es la manera como
hemos definido la especialización, entre la plúmbea totalidad de quienes
se siguen considerando depositarios de la «llama sagrada de la patología»
o el discurrir ágil y lúcido de quienes, desde la modestia, no tienen miedo
a navegar en la complejidad. Ya hemos comentado que la función de la clí-
nica es poner nombre a las cosas (los procesos morbosos). Todo acto clí-
nico es un acto de creación que para que tenga sentido debe ser funda-
mentado en sólidos criterios. Italo Calvino nos reclama la visibilidad y la
multiplicidad como atributos del próximo milenio. La justificación de
estos criterios exige no sólo la precisión sino también conciencia de la
medida de lo humano. Ortega nos dice que «el hombre no tiene naturale-
za, lo que tiene es historia», una historia que es el resultado de la impre-
210 EL MÉDICO Y EL CIENTÍFICO
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