La Eucaristía es el sacrificio cristiano. Es la “oblación pura”
profetizada por Malaquías, ofrecida en todos los lugares de la tierra, en sustitución de los antiguos sacrificios, que por sí solos no podían alcanzar ningún efecto sobrenatural y que, por ende, estaban conde- nados a frustrarse, excepto en la medida en que eran tipos que prefiguraban el único sacrificio verdadero. En la Eucaristía, Jesucristo, por medio del Sacerdote, hace presente la oblación y la inmolación por las cuales Dios se ofreció a Sí mismo en la cruz. En el misterio de esta acción litúrgica, la Iglesia se une a sí misma con el divino Sumo Sacerdote y, con Él, ofrece a Dios sus miembros. Recibiendo la Eucaristía en la comunión, el fiel completa su acto de homenaje a Dios, que es, al mismo tiempo, el eterno acto de homenaje de Cristo. Renueva y ahonda su relación sobrenatural con Dios, recibiendo de Él un aumento de la vida divina de caridad que Dios derrama sobre todos aquellos que han venido a ser, en Cristo, sus hijos adoptivos. Aunque el sacrificio de la misa no sea exactamente el tema de este libro, es imposible no hablar de la misa cuando hablamos de la Eucaristía como Sacramento. El Sacramento y el sacrificio de la Eucaristía son inseparables. La presencia real de Cristo en la Hostia es la consecuencia necesaria e inmediata de la transustanciación. Pero el fin de la transustanciación es, ante todo, el hacer a Cristo presente en el altar en un estado de sacrificio o inmolación, mediante la consagración de las especies de pan y vino. Al mismo tiempo, el sacrificio no está completo antes de que los elementos consagrados se reciban en comunión, al menos por el sacerdote celebrante. Finalmente, la Hostia consagrada se guarda en reserva en el tabernáculo, a fin de que los enfermos y cuantos no puedan recibirla durante la misa puedan recibir el Cuerpo del Señor en cualquier momento y, de esta forma, tener su participación en el sacrificio de Cristo. Así, pues, lo que adoramos en nuestras visitas al Santísimo Sacramento es Jesucristo mismo, permanentemente presente en la Hostia consagrada en el Santo Sacrificio y que, eventualmente, puede ser recibido en comunión. San Pablo dice bien claro que el Nuevo Testamento considera la muerte de Cristo en la Cruz, ratificada por su Resurrección subsi- guiente, como un sacrificio. En verdad, es el único sacrificio perfectamente grato a Dios. ¿Qué queremos decir con un sacrificio “grato a Dios”? ¿Es que Dios necesita nuestros sacrificios? Responde San Ireneo: “Se llama un sacrificio grato a Dios, no porque Dios necesite nuestros sacrificios, sino porque el que ofrece el sacrificio queda glorificado en lo que ofrece si su don es aceptado”1. Y San Ireneo continúa explicando que el don que es realmente grato a Dios es el amor que nos tenemos unos a otros, amor significado por la Eucaristía y efecto principal de este gran Sacramentó. Cuando nos amamos unos a otros, Dios recibe verdaderamente de nosotros la Sagrada Eucaristía como un don agradable de sus amigos y como la gloria que le es debida. Dice otra vez San Ireneo: “Dios no necesita nuestras cosas, pero, por otra parte, nosotros necesitamos ofrecer sacrificios a Dios... y Dios, que de nada necesita, recibe nuestras buenas obras para recompensarnos con el tesoro de sus propios dones... Así, aunque Él no necesite nuestros sacrificios, desea que nosotros le ofrezcamos sacrificios, para que nuestras vidas no sean infructuosas.” Estas dos citas nos recuerdan el deseo de los Santos Padres de afirmar la trascendencia infinita de Dios y de preservarla frente a todo intento de confusión entre Él y los dioses de los paganos que pedían sacrificios porque los necesitaban. Los Santos Padres acentuaron también el hecho de que Dios es glorificado por el sacrificio de Jesús, no sólo porque tal sacrificio es infinitamente perfecto y puro en sí mismo, sino porque es un medio por el cual Dios muestra su amor por nosotros y, de esta forma, manifiesta su
1 San Ireneo, Adversus Haereses, IV, .
18 bondad sobre nuestra vida. Jesús mismo dejó esto bien claro en su oración de Sumo Sacerdote, cuando dijo: “Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique... Yo he sido glorificado en ellos (los que tú me diste)... Yo por ellos me sacrifico, para que ellos sean santificados por la verdad... Y yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno... Quiero que donde yo esté, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria” (Io., XVII, 1, 10, 19, 22, 24). En esta enseñanza de Jesús podemos encontrar los cuatro fines del sacrificio de la misa inextricablemente entrelazados entre sí. La primera y más importante función del Santo Sacrificio es la de dar gloría infinita a Dios, y la segunda está estrechamente relacionada con ésta: darle una correspondencia perfecta de oración y acción de gracias por toda su bondad para con los hombres. Luego, debe ofrecerle una digna propiciación por nuestros pecados, y obtener para nosotros, no sólo el perdón de nuestras ofensas y del castigo que merecen, sino también todas las gracias, todas las ayudas temporales y espirituales que necesitamos, a fin de que su voluntad se cumpla en la tierra y nos unamos con Él en el cielo. Ahora bien, es verdad que Dios es glorificado por todos los efectos y frutos del Santo Sacrificio, pero hemos de recalcar el hecho de que, antes que todo lo demás, el infinito valor objetivo de la Divina Víctima ofrecida a Dios le da una gloria y una adoración infinita, no importa las disposiciones de los que ofrecen el sacrificio y aparte de los frutos que puedan obtener de él. Por consiguiente, la razón primaria de que este sacrificio sea aceptable a Dios reside en la persona de la Víctima, el Verbo Encarnado. Todos los demás frutos y efectos del Santo Sacrificio se derivan de esta gran verdad, que la inmolación de Jesús mismo, el Hijo de Dios, es infinitamente grata a Dios y le da toda la gloria que le es debida. Después de describir con algún detalle los imperfectos sacrificios de la Antigua Ley, San Pablo continúa contrastándolos con el sacrificio de Cristo, en el cual la tipología de aquéllos queda finalmente revelada y explicada. Cristo es el verdadero Sumo Sacerdote, el sacerdote de ese “nuevo testamento” que ha dejado anticuada a la vieja alianza y la ha remplazado (Hebr., VIII, 13). En su único sacrificio verdadero, Cristo ha ofrecido al Padre que está en los cielos, no la sangre de las ovejas o de los machos cabríos, sino su propio Cuerpo y Sangre. Al hacerlo así, entra, no en un “tabernáculo hecho por manos de hombres”, como hacía el sumo pontífice judío cuando entraba en el santo de los santos a ofrecer la sangre de la víctima a Dios, sino en el increado Santuario de los cielos (Hebr., IX, 11). El efecto del sacrificio de Cristo es el lavar nuestras almas del pecado y el traernos otra vez a la amistad de Dios: “¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo!” (Hebr., IX, 14). “Una sola vez en la plenitud de los tiempos se manifestó para destruir el pecado por el sacrificio de Sí mismo” (ídem, 16.) Este sacrificio, consumado una vez por todas en el Calvario, está representado y renovado en el Sacrificio de la Eucaristía. En verdad, durante la Ultima Cena Jesús ofreció este Santo Sacrificio que había de consumarse al día siguiente con el derramamiento de su preciosísima Sangre, y desde aquella primera misa en el Cenáculo, no ha cesado de hacer presente su sacrificio en todas partes, día tras día, por intermedio de sus sacerdotes. De aquí que la misa sea un verdadero sacrificio en el más estricto sentido del término, constituyendo un solo sacrificio con el del Calvario. No es un sacrificio únicamente en el sentido de un acto de alabanza, de acción de gracias, un sacrificium laudis, sino la oblación e inmolación por el pecado de una víctima que es Cristo mismo. Por consiguiente, este sacrificio es algo más que una oración para impetrar el perdón. Es una propiciación infinita por todas las ofensas que hayan sido cometidas contra Dios. Y cada vez que la misa sea ofrecida, los frutos de nuestra Redención se derraman de nuevo sobre nuestras almas. Uniéndonos con el sagrado rito de la misa, y, sobre todo, recibiendo la Sagrada Comunión, entramos en el sacrificio de Cristo. Morimos místicamente con la Víctima divina y resucitamos de nuevo con Él a una nueva vida en Dios. Estamos libres de nuestros pecados, somos, una vez más, gratos a Dios y recibimos gracia para seguirle más generosamente en la vida de caridad y de unión fraternal que es la vida de su Cuerpo Místico. Sólo a la luz de esta doctrina de la vida eucarística como plena participación en el sacrificio de Cristo podemos entender la teología moral y mística de San Pablo. “Porque vuestra Pascua, Cristo, ya ha sido inmolado”, dice. “Así, pues, festejémosla, no con la vieja levadura, con la levadura de la molicie y la maldad, sino con los ázimos de la pureza y la verdad” (I Cor., V, 7-8). “Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis con Él en gloría” (Col., III, 1-4). Por lo que se refiere a este último pensamiento, recordemos que San Juan establece una relación explícita entre la comunión eucarística y la resurrección del último día. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día (Io., VI, 54). La misa es, pues, la Pascua de la Nueva Ley. En la sangre de la Víctima divina no sólo somos librados del ángel vengador que mató a los primogénitos de Egipto, no sólo salvados del poder del Faraón, sino que, con Cristo, pasamos “de este mundo al Padre” (Io., XIII, 1). El sacrificio de la misa, es, por consiguiente, la renovación del sacrificio del Calvario. El mismo Sumo Sacerdote, Jesucristo, ofrece la misma Víctima. Él mismo. La única diferencia está en la manera como se ofrece el sacrificio. En el Calvario, Jesús entregó su vida sufriendo, derramando su sangre por los pecados de los hombres. Resucitado de entre los muertos, ya no morirá más. En los altares de su sacrificio, Él mismo habla cuando el sacerdote que consagra pronuncia las palabras que efectúan el milagro de la transustanciación. Son las mismas palabras que Jesús pronunció por primera vez sobre el pan y el vino de la Ultima Cena. “Este es mi Cuerpo” (Lc., XXII, 19). “Esta es mi sangre del Nuevo Testamento” (Mc., XIV, 24). En la misa, Jesús cumple su promesa de que Él be- berá del fruto nuevo de la vid “con vosotros en el reino de mi Padre” (Mt., XXVI, 29). Cuando nos acercamos al altar a recibir la Hostia de las manos del sacerdote, estamos místicamente presentes en aquella Ultima Cena en la cual Jesús, con sus propias manos, partió el pan que había sido transformado en su sagrado cuerpo y lo distribuyó entre sus Apóstoles. En virtud de nuestra participación en este banquete sacrificial, entramos con plena realidad, si bien todavía sacramental y místicamente, en el sacrificio de la Cruz. Participando de los frutos de este Santísimo Sacrificio por medio de la comunión, nos identificamos con la Víctima divina, y por este solo hecho pasamos con Él, desde el mundo del pecado, hasta el perdón del Padre y la luz de su divino favor. He aquí cómo uno de los Padres de la Iglesia, San Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV, describe el sacrificio de la misa: “Entonces, habiéndonos santificado por medio de himnos espirituales (el trisagion), invocamos al Dios misericordioso para que envíe su Espíritu Santo sobre los dones depositados ante Él (las especies sin consagrar de pan y vino), para que transforme el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en la Sangre de Cristo, ya que todo lo que el Espíritu Santo ha tocado queda santificado y cambiado. En- tonces, luego que el sacrificio espiritual se ha realizado, imploramos a Dios la paz de la Iglesia, la tranquilidad del mundo..., en una palabra, por todos cuantos necesitan ayuda suplicamos y ofrecemos este sacrificio... Recordamos también a todos los que duermen... en la creencia de que será un gran beneficio para sus almas... Cuando le ofrecemos nuestras súplicas por los que duermen... levantamos en ofrenda a Cristo, sacrificado por nuestros pecados, aplacando a nuestro Dios misericordioso tanto por ellos como por nosotros mismos”2.
2 San Cirilo de Jerusalén, Catechesis Mystagogica, 5.