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Adolphe Gesché

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SJceidotr d1occsano. doctor y m.ics~ro en teo
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122
EL MAL
VERDAD E IMAGEN
122

Colección dirigida por


Ángel Cordovilla Pérez
ADOLPHE GESCHÉ

EL MAL
Dios para pensar I

TERCERA EDICIÓN

EDICIONES SÍGUEME
SALAMANCA
2010
A MIS ALUMNOS.

Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín

Tradujo Alfonso Ortiz


sobre el original francés Dieu pour penser I. Le mal

© Les Editions du Ccrf, Paris 1993


tf) Ediciones Sígueme S.A.U., 2002
C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca/ Espafia
Tlf.: (+34) 923 218 203 - Fax: (+34) 923 270 563
cdiciones@sigueme.es
www.siguemc.es

ISBN: 978-84-301-1252-4 (Obra completa)


ISBN: 978-84-301-1451-l
Depósito legal: S. 14-2010
Impreso en España/ Unión l:uropea
lmprime: Gráficas Varona S.A.
Polígono El Montalvo, Salamanca 2010
CONTENIDO

Prólogo.................................................................................. 9
introducción ... . ....... ... ...... .... ...... .... ..... ... .. ... ..... ..... ... .. ..... ..... .. 1S

]. TÓPICOS DE LA CUESTIÓN DEL MAL .................................... 19


l. «Contra Deum» ....... .... ...... ...... ... ...... ..................... ....... 20
2. «Pro Deo» .................................................................... 24
3. «In Deo» ...................................................................... 27
4. «Ad Deum» .................................................................. 32
5. «Cum Deo» .................................................................. 37
Conclusión .. ..... ...... ..... ..... ..... ..... ..... ..... ....... ..... .... ...... ..... .. 45

2. Dros EN EL ENIGMA DEL MAL ........... .................................. 51


l. La «sorpresa» de Dios ante el mal ... ...... .... ...... ............. 53
2. La deposición de Dios contra el mal .. ... .... .. .... .... ..... ..... 69
3. La bajada de Dios al mal ............................................ 90

3. EL PECADO ORIGINAL Y LA CULPABILIDAD EN OCCIDENTE ... ] 09

1. La doctrina del pecado original, una doctrina de verdad 111


2. La doctrina del pecado original, una doctrina de ver-
dad salvífica ................................................................. 120

4. LAS TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN Y EL MAL ...................... 129


1. Una tradición inmemorial y oscurecida ....................... 129
2. Nuestra deuda con las teologías de la liberación ......... 137
3. Algunas cuestiones . ..... ... .. ..... ..... ..... ..... .. ... ... .. ... .... ... .. . 146
4. Nuevas condiciones de debate y de combate ............... 154

5. ODISEA DE LA TEODICEA. DIOS EN LA OBJECIÓN DEL MAL ... 175

Índice de nombres ...................... ........ ....... ...... ..... ................. 199


Índice general ......... .................... .......... ...... ... ..... .. . ................ 203
PRÓLOGO

«Dios para pensar». Bajo este título general se agrupa una


serie de libros 1 en los que se afirma que la hipótesis de Dios o
la idea de Dios -tanto en el caso del creyente como de aquel
que no lo es- puede ayudar al hombre a pensar.
Comprendo perfectamente que esta fórmula puede resultar
chocante para el creyente y ofensiva para el que no cree. Cho-
cante para el creyente, ya que Dios no esta ahí para asistir al
hombre en sus disquisiciones intelectuales, sino para enseñar-
le y ofrecerle los caminos de la salvación. Además, hace ya
tiempo que los creyentes se han percatado de que Dios no es-
tá para servir de explicación del fundamento inmediato de las
cosas, y de que el hombre ha recibido una autonomía en con-
sonancia con la idea misma de la creación.
Por otra parte, la fórmula puede resultar ofensiva para el
no creyente, ya que parece suponer que, sin Dios, no cabe la
posibilidad de comprender y de pensar. Todo está al parecer en
contra de esta hipótesis: los creyentes no tienen necesidad de
«aceptarla» magnánimamente, pues se puede pensar sin Dios;
pero los no creyentes pueden considerar molesta esta fórmula
en la medida en que su combate contra el oscurantismo les ha
prevenido siempre contra la aparición de cualquier tipo de pe-
ligro de irracionalidad.

l. Esta serie, que conforma una peculiar «dogmática», está integrada por
los siguientes volúmenes: El mal ( 1995), El hombre ( 1995), Dios ( 1997),
El cosmos ( 1997), El destino (2001 ), Jesucristo (2002), El sentido (2004). El
primero de ellos, que es precisamente el que el lector tiene entre sus ma-
nos, fue galardonado en Francia con el prestigioso premio «Cardenal Mer-
cier 1993» [N. del E.].
JU Prólogo

Por este motivo, mi hipótesis solamente puede sostenerse si


se plantea de manera adecuada y si es capaz de proponer una
idea admisible tanto para unos como para otros. Dicha idea es
la siguiente: que para pensar bien, todo es necesario; que para
pensar bien, es preciso llegar hasta el fondo de los medios de
que se dispone.
En este sentido, la idea de Dios, incluso como puro símbo-
lo o pura abstracción, representa en la historia del pensamien-
to la idea más extrema, aquella más allá de la cual no existe ya
ningún último concepto, falso o verdadero. Por ejemplo, el
problema del mal, que constituirá precisamente el objeto (y,
según espero, la «prueba») del presente volumen.
Está claro que es posible pensar en esta cuestión como fi-
lósofo, como antropólogo, como moralista, etc. Pero cuando
introducimos además a Dios en esta cuestión, ¿no la estamos
planteando en sus términos más extremos, que nos permiten
pensarla hasta el fondo (algo que resulta especialmente perti-
nente, por tratarse de un escándalo tanto para el corazón como
para la razón)? Puesto que incorporar a Dios en esta cuestión
significa precisamente abordarla en «todo» su escándalo. ¿Se
habrá relacionado suficientemente, por ambas partes, la cues-
tión de Dios y la cuestión del mal para que sea necesario con-
firmar nuestra hipótesis?
En una palabra, y sea cual fuere el alcance de este ejemplo,
la idea que avanzamos es que la mejor manera de llegar hasta
el fondo de una cuestión, aunque no se trate de decidir única y
definitivamente a pmiir de ello, es llevarla hasta su límite, no
ya para querer explicarla, sino con el propósito de cuestionar-
la hasta el fin. No nos cabe duda de que esta forma de actuar
(llegar hasta el límite) pertenece no sólo a la epistemología de
cualquier saber, sino que la introducción precisa de esta idea
suprema que es la idea de Dios puede contribuir de forma sin-
gular a probar esta regla epistemológica. La teología, «ciencia
de las demasías» (E. Jünger), es la búsqueda más propia de la
verdad, que consiste en asistir a su nacimiento bajo la égida de
un «exceso».
Prólogo lJ

Después de todo, la palabra Dios pertenece a la cultura hu-


mana y a la inteligencia que el hombre ha podido adquirir de
sí mismo y de todas las cosas. «Quoniam Deus in intellectu».
Porque, en definitiva, siempre que el hombre se ha visto en la
necesidad de comprenderse, no le ha quedado más remedio
que llamar a la puerta de los dioses. ¿No ha sido justamente en
el frontispicio de un templo donde fue esculpido el famoso
gnothi seauton («conócete a ti mismo»)? ¿Puede tan siquiera
pensar alguien que nuestra cultura sufrió mengua o quedó de-
preciada con Platón, con Aristóteles, con Pascal, con Leibniz,
con Hegel, con Heidegger, con Levinas o con Ricoeur, todos
ellos pensadores que han hablado de Dios o han demostrado,
por lo menos, que «Dios da que pensar»? Si para Kant Dios
constituye un postulado racional de la razón práctica y una hi-
pótesis sensata de la razón teórica; si para Schelling la religión
no contribuye solamente a la inteligencia de su objeto («inte-
llectus fidei» ), sino también a la de este mundo («intellectus
mundi» ), entonces no puede considerarse arrogancia por par-
te del teólogo el reclamar que no se excluya la idea de Dios de
la marcha del espíritu.
Con la condición, claro está, de que se haga sin arrogancia,
como muestra de ese servicio común al hombre que también
él puede (y debe) arriesgarse a emprender. La teología, al ocu-
par su sitio entre los discursos humanos, pone de algún modo
a Dios en cuestión o esa cuestión en Dios, introduciendo el ar-
gumentum Dei (como tesis y como hipótesis) en el conjunto
de los argumentos humanos. Está en su derecho. Tal método
podría ser inadmisible si se presentase como dogmático. Pero
no es así: muestra aquí a su Dios como una proposición que se
puede examinar, para ver quizás en ella un signo capaz de ilu-
minar a todo hombre que viene a este mundo. No en vano, la
palabra «Dios» existe y sería extraño que no significase nada.
El teólogo puede hacer suya aquí la frase que puede leerse en
el Fragmento 39 de Heráclito:
El señor que está en Delfos
ni dice ni oculta: señala.
12 Prólogo

Pero el teólogo, por muy afianzado que esté en su convic-


ción, no puede convertir a Dios intelectualmente en lo que
Sartre denunciaba moralmente como el «Dios de la mirada».
En el proceso que sigue aquí, no se habla de un Dios omnis-
ciente, que dé respuesta a todo. Deberemos incluso llegar a
aceptar como Job (lo veremos en el problema del mal, pero
también en el resto de volúmenes que integran la serie Dios
para pensar) los riesgos de una contestación. Sin ello no ha-
bría un ejercicio libre de la inteligencia, ni siquiera de la inte-
ligencia creyente.
Así pues, la teología va a proponer aquí pensar con Dios,
con la sola idea de que un pensamiento sobreabundante («in
mentis excessu»: Sal 67,28 2) puede resultar beneficioso. No es
malo emplear algunas palabras-contraseña para abrir posibili-
dades ilimitadas. Puede incluso suceder que se obtengan en-
tonces victorias conceptuales. Esto es justamente lo que pen-
saba Heidegger, para quien la idea de Dios (aunque le negase
una existencia «óntica»), que pertenece a la idea del ser (exis-
tencia «ontológica»), a la comprensión y a la inteligencia del
ser, le permitía en definitiva pensar bien. Dios, como afirma
Cassirer del mito, es una posibilidad de la existencia humana.
¿Puede existir el hombre sin pensar, y por consiguiente sin
pensar hasta el límite? Después de todo, pensar es una activi-
dad humana y no es posible prescindir de ella. No es posible
dejar de pensar en Dios y en su «exceso». Para Derrida, como
es bien sabido, el sentido y la divinidad «nacieron en el mis-
mo lugar y al mismo tiempo». Y para Levinas, el saber se des-
pierta en el hombre psíquico, que «originalmente es el teólo-
go». Pero no quiero abusar de estas connivencias.
Mi aspiración es mostrar lo que mi experiencia de teólogo
(cristiano), de teólogo preocupado por no hablar sólo de las
,.:::: "' \, -.
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cosas de stí'greniío, sino de abrirse a las cuestiones esenciales


de todos los hombres, ha creído que podía descubrir de lumi-

2. Cita textual de la versión latina de este versículo según aparece en la


Vulgata. El verso completo dice lo siguiente: «Ibi Benjamín adolescentulus
in mentis excessu» [N. del E.].
Prólogo 13

noso para éstos en la práctica de su disciplina. Hablar de Dios,


hacer teología, es una manera de pensar la vida. «Esto es muy
considerable» (Pascal). Respeto la manera de poner la palabra
Dios entre comillas que siguen los no creyentes. La fenome-
nología nos ha enseñado demasiado bien la regla de la «epo-
ché», aunque no utilizaré tipográficamente estas comillas (por
algo me presento como cristiano y me dirijo también a los cre-
yentes). Pero sé que se puede vivir a la sombra de las comillas.
¿Acaso no tiene también Dios presencias discretas? Por con-
siguiente, mi pretensión es que tanto los creyentes como !os
que no creen se sientan invitados a ocuparse de la cuestión de
Dios para pensar.
Para saber si se realiza un deseo tan peculiar, bastará con
leer estas páginas y encontrarlas quizás pertinentes.
INTRODUCCIÓN

No cabe duda de que el mal es el mayor escándalo que exis-


te en el mundo. Transtorna simultáneamente el corazón y la ra-
zón, poniéndolos frente a los últimos interrogantes. Por ello he
decidido comenzar nuestro camino de reflexión con Dios por
esta cuestión, en donde el hombre adopta ante todo la postura
del que suplica e interroga. En donde, al descubrirse en suma-
yor enigma, plantea la cuestión hasta sus últimas consecuen-
cias. «Dios para pensar». ¿Dios o la idea de Dios pueden ayu-·
darnos a pensar en esta realidad desconcertante?
Podría haber empezado esta serie hablando «simplemente»
del hombre, de ese ser que tanto nos interesa. Pero ¿es posible
hacerlo -dado que seguimos empeñados en llegar hasta el fon-
do de las cosas- sin encontrarnos previamente no ya al «hom-
bre», sino a ese hombre que somos cada uno de nosotros, en lo
que parece que nos está destruyendo desde nuestro interior, an-
tes de cualquier posible discurso? Si no hablarnos del hombre
tal corno es en su fragilidad, ¿de quién o de qué vamos a hablar?
Dejando todo lo demás (el hombre, Dios, el mundo) en suspen-
so, hay que comenzar por esta cuestión que no permite (no de-
bería permitir) ningún engaño, ninguna trampa del pensamien-
to. Se trata de una cuestión inaugural. i,¿No significa esto mismo
que por todas partes se hable de «peddo original», de «mal ra-
dical», de «paraíso perdido», de «destierro lejos de una edad de
oro»? Resulta obligado hablar del hombre, del mundo, de Dios,
del universo. Pero no es posible hacerlo dignamente y sin tergi- ,
versar las cosas, si no se atiende primero a esa desgracia funda-
mental del hombre, del mundo ¿y quizás de Dios?
16 lntroducción

Lo haremos con el mismo espíritu que señalábamos en el


prólogo y en el título general («Dios para pensar»). De hecho,
la reflexión que aquí presentamos recoge varios artículos o co-
municaciones publicadas en diferentes lugares. Y sin embargo,
esta colección de textos en forma de libro presenta varias ven-
tajas. Permite al lector emprender su lectura por cualquier ca-
pítulo (o incluso quedarse con uno solo), el que considere que
responde mejor a sus preocupaciones del momento. Y puesto
que cada capítulo intenta presentar una reflexión acabada, no
es necesario -en principio- esperar hasta el final para percibir
la coherencia del conjunto.
· El lector podrá, por tanto, orientarse a su gusto y transitar
: por la obra como mejor le parezca. Además no estamos ya en
los tiempos de aquellos gruesos libros sistemáticos y comple-
tos (?), en los que hay que mantener desde la primera hasta la
última línea una gran concentración y memoria para captar fi-
nalmente lo que el autor pretende enseñamos. Aquí cada uno
escogerá lo que más le interese, en el orden que le plazca, te-
niendo que habérselas en cada ocasión con un «todo». ¿Aca-
so no sería una trampa «seducir» al lector mediante la imposi-
ción de una suma en la que podría verse atrapado?
Esto no quita que hayamos dispuesto los capítulos en una
secuencia en la que se pueda encontrar cierta progresión. Así,
en el primer capítulo veremos cómo se le plantea el problema
del mal al hombre, cuando éste introduce a Dios en la cuestión.
En el segundo capítulo abordaremos qué es lo que ocurre
cuando el mismo Dios penetra en el enigma del mal.
A continuación nos preguntaremos, con el fin de llevar a
cabo una reflexión más propiamente cristiana, cómo la doctri-
na del pecado original ha complicado o no la cuestión del mal,
especialmente introduciendo en Occidente una patología de la
culpabilidad.
En el cuarto capítulo plantearemos de forma crítica, es de-
cir, con lucidez y atención, lo que las teologías de la liberación
han aportado a la reflexión sobre el mal; tomaremos concien-
cia de la gran deuda contraída con ellas, y formularemos, sin
Introducción 17

embargo, algunas sugerencias para que su aportación sea más


pertinente a nuestros ojos.
Finalmente, en el último capítulo, que se presenta como
una odisea de la teodicea, mostraremos que al introducir a Dios
en la objeción del mal (en la objeción que éste constituye con-
tra él), descubrimos una nueva y paradójica oportunidad para
mejorar la teodicea, pero también para defender mejor al hom-
bre (¿«antropodicea»?), en un tiempo en que el sentido extre-
mo de la responsabilidad y de la culpabilidad corre el riesgo de
convertir el mal no ya en una objeción contra Dios, sino en una
«objeción contra el hombre».
Al no abordarse todos los problemas que pueden ser trata-
dos sobre el mal, este libro es incompleto. Sin embargo, cree-
mos que puede resultar de utilidad intentar estudiar las cues-
tiones que, desde la perspectiva adoptada (Dios para pensar el
mal), nos parecen más urgentes y oportunas.
Por otra parte, puesto que cada capítulo tiene su propia en-
tidad, es inevitable que algunos de los temas aparezcan más de
una vez. No obstante, tales <-<:repeticiones»; que por lo demás '
resultan también inevitables en un libro que constituye un to-
do homogéneo, seguramente permitirán que se destaquen las
principales hipótesis y respuestas de nuestro intento. Se trata
en definitiva de un intento que en numerosos aspectos preten-
de ser diferente a otros muchos. Pues al proponer a Dios mis-
mo para pensar, estamos persuadidos de que una idea «exce-
siva» (Dios) puede ayudar a pensar en un exceso (ese exceso
que es el mal). Asimismo, creemos que un «Irracional» (Dios)
probablemente ocupa en ocasiones, y mejor que la simple ra-
zón, un lugar más adecuado para responder a la medida (o a la
desmedida) de lo irracional (el mal).
Consideremos, por último, que quizás entonces haya espa-
cio para pensar en otra idea loca: la de la salvación. Idea que
no es en ningún caso patrimonio exclusivo de los creyentes.
¿Acaso existe algún ser humano que no ansíe que su vida al-
cance la plenitud y que al final no se prescinda de él, en una
desesperanza absoluta ante el mal?
18 /nn·oduc:ción

Agradezco a las revistas y a las obras colectivas la autori-


zación para reproducir aquí las páginas publicadas en ellas. Si-
guiendo el orden de los capítulos, son: Revue Théologique de
Louvain 17 ( 1986) 393-418; Publications des Facultés Univer-
sitaires Saint-Louis de Bruxelles (Péché collect(f et responsa-
bilité, Bruxelles 1986, 69-122); La Foi et le Temps 1O (1980)
568-586; Lumen Vitae 47 (1992) 281-299 y 451-480; Archivio
di Filosofía 56 ( 1988) 453-468. He optado por no incluir aquí
el texto Pourquoi Dieu pertmet-il le mal?: La Foi et le Temps
22 (1992) 293-308.
1
TÓPICOS DE LA CUESTIÓN DEL MAL

La cuestión del mal es de tal categoría que no sólo parece


rebelarse ante las respuestas, sino incluso rehuir el propio cues-
tionamiento. Como si se tratara de una cuestión que se resistie-
ra a sí misma, manifestando así una radical irracionalidad. Las
extraordinarias preguntas que se plantean (¿De dónde viene el
mal? ¿A qué se debe? ¿Cómo es posible?), ¿no acaban siendo
incomprensibles desde el preciso momento en que se confesa-
ron a sí mismas como «insolubles» (R. Barthes)? De hecho, da
la impresión de que se han desfondado.
Seguramente sea normal, y hasta afortunado en cierto sen-
tido, que nuestra sensibilidad haga este descubrimiento. Lo
cual equivale a desconfiar ante cualquier pretensión del mal
que pretende una justificación, aunque sólo sea la de merecer
ser cuestionado.
Pero, a pesar de todo, a costa de caer en un mal aún peor,
¿podemos los hombres dejar de seguir llamando a la puerta?
¿No sería eso renunciar a nuestra human itas? Somos unos se-
res que no podemos renunciar a preguntar. La cesión de este
derecho sería ya conceder la victoria, la más sutil de las victo-
rias, a lo que no tiene ningún mérito para ello.
¿Y entonces? Entonces surge la sospecha de que quizás se
haya escamoteado la cuestión al haber sido planteada adecua-
damente. Queda en pie la posibilidad de intentar la explica-
ción de las cuestiones sin respuesta. Con todo, en nuestro ca-
so cabe plantear una hipótesis y una tesis.
La hipótesis pone de manifiesto que nos hemos entreteni-
do demasiado en cuestiones ignotas y «seculares» (unde ma-
20 E/mal

han?, cur?, quomodo?, etc.). Además, no nos hemos atrevido


a hacer del cuestionamiento un problema específico del cre-
yente, que consiste en confrontarlo directamente con un nom-
bre propio, con el Nombre. Como por otra parte lo hace, a su
manera, el hombre de cada día, que no deja en esta materia de
preguntar a su Dios («Quare obdormis, Domine?», Sal 43, 23;
«Domine, si fuisses hic ... », Jn 11, 21).
La tesis, por su parte, insiste en que deberíamos intentar en
teología esta misma audacia, convencidos de que allí se en-
cuentra una respuesta original. Es verdad que el mal puede y
debe ser estudiado en sí mismo, filosóficamente, cara a cara,
ya que es el mal del hombre. Mas no supone ninguna distrac-
ción, ningún olvido ni evasión, sino todo lo contrario, mirarlo
de cara a Dios, coram Deo. Quizás sea solamente entonces,
por haber llegado hasta allí, cuando se vea mejor qué es el mal
para el hombre. Si aquí el hombre alza en ocasiones su voz pa-
ra insultar a Dios, ¿no deberá ser el propio creyente quien lle-
ve «hasta el altar de Dios» esta cuestión?
Sin duda, pues, merecería la pena llegar en momentos pun-
tuales hasta el borde de la locura para encontrar las palabras
que expresen lo que hay que decir. «Esta disputa entre el hom-
bre y Dios podría parecer inconveniente, debido a la distancia
que los separa. Mas conviene tener en cuenta que la diferen-
cia de las personas no cambia en absoluto la verdad. Cuando
se dice la verdad, sea quien sea el adversario, uno es invenci-
ble» (Tomás de Aquino, Expositio super Job, 13, 3).

1. «CONTRA DEUM» 1

La forma primera, y sin lugar a dudas la más antigua y uni-


versal, de reaccionar ante el problema del mal es la de acusar a
Dios. «Malum, ergo non est Deus». En el contra-argumento del

1. En latín clásico debería escribirse Adversus Deum, pero prefiero aquí


el latín eclesiástico (como cuando se dice: Contra arrianos, Contra gentiles,
etc.), aunque sólo sea por su mayor proximidad a una reflexión que hacemos
fúpicus dr, la cuestión del mal 21

mal se halla la forma más clásica, digamos la más popular, del


ateísmo. Dios, al ser considerado el responsable directo o indi-
recto del mal por no haber podido o querido impedirlo, ni exis-
te ni puede existir. A no ser, claro está, que se le considere per-
verso o inútil, arruinando así su imagen.
Es fácil reaccionar ante este razonamiento. En efecto, es
posible denunciar en él, con pertinencia, cierta falta de lógi-
ca. Deducir del mal la no-existencia de Dios, ¿no es en cier-
to modo presuponer su existencia? Y ¿no sería más conse-
cuente hacer que el desmentido recayera sobre la naturaleza
de Dios, deduciendo de ella que existe más bien un Diosma-
lo?2 Y aunque podernos estar agradecidos al ateísmo por ne-
gar un Dios malo, ya que esto va en sí contra la misma idea
de Dios, se observa sin embargo que Dios no está del todo
ausente del razonamiento, pues en definitiva, volens nolens,
se concedería con agrado la existencia a un Dios bueno, lo
cual está muy cerca de la creencia en Dios. Además, ¿debe un
ateísmo consecuente dar todos estos rodeos? El ateísmo pres-
cinde del mal y del bien; está antes de toda confrontación de
este tipo. En resumen, ¿no está el no-creyente reprochando a
Dios que no exista y no es semánticamente ilógica la propo-
sición «Dios no existe»?
Pero estas críticas -que en ocasiones rozan la broma- ¿son
realmente admisibles? Me parece que no, y por varias razones.
La primera, porque el razonamiento en cuestión no presupone
tanto la existencia de un Dios al que al mismo tiempo niega,
corno más bien la idea de Dios, una idea que se afirma estar
en contradicción con el mal. Y ciertamente, se puede criticar
esto y decir que el razonamiento parte de una idea que se tie-

en nuestra lengua. Lo mismo sucede con la expresión Pro Deo que aparece-
rá a continuación.
2. Es el tema del dios cruel que encontramos en la tragedia antigua. Es-
te tema ha sido renovado recientemente, en una perspectiva filosófica. por
Ph. Nerno, Job et/ 'exces du mal, Paiis 1978 (versión cast.: Job y el exceso
del mal, Mad1id 1995), pero no para tropezar con esta crueldad, sino para in-
vitar a superarla en el descubrimiento de «otra escena», aquella en la que el
rostro de Dios es cruel solamente para provocarnos a ser nosotros mismos,
especialmente en el combate contra el mal.
22 E/mal

ne de Dios, en la que se sitúa un a priori. Es verdad; pero


puesto que también los creyentes parten de una idea de Dios,
no es seguro que estemos aquí en el terreno debido. No nos
dejemos arrastrar demasiado pronto a la disputa. Hay otra ra-
zón, más pertinente, para no seguir con las bromas.
En efecto, la lógica cae mal en un terreno donde la sensibi-
lidad, puesta al descubierto, suplica por todas partes que no se
formalicen demasiado ciertas inconsecuencias. El verdadero
problema está en otra parte: escuchar y saber escuchar un gri-
to, y un grito que goza de unos derechos imprescriptibles. Se
trata del problema, para el hombre, de expresar, aunque sea de
forma chocante y exagerada, ilógica, el escándalo del mal gri-
tando con todas sus fuerzas y que llega a pronunciar el nombre
de Dios con ribetes de blasfemia para señalar su repulsa y su
condena del ma13. Es este un riesgo sano. La blasfemia suele
ser más un grito contra el mal (que me niega a mí mismo) que
contra Dios (al que me gustaría no tener que negar). Incluso
nos atrevemos a decir que, si este vértigo que llega hasta Dios
no hubiera visitado nunca a un hombre, habría buenas razones
para preocuparse por ello. El mal nos visita a todos y algunos
quizás sólo posean este grito para seguir en pie. «¡Cállate, cá-
llate! ¡Deja al menos de blasfemar! Pero ¿qué derecho tengo
yo a condenar tu lenguaje cuando hablas de Dios, si ni siquie-
ra él podría condenarlo, ya que es el único lenguaje que él te ha
puesto en condición de aprender?»4 •
Sería una lástima que no estuviéramos atentos a este acen-
to, que por otra parte nos invita a una cierta honradez. La de re-
conocer que sigue siendo verdad que la fe en Dios sería más
limpia si no existiera el mal. Pero ¡no hay que engal'íarse! Tam-
bién para nosotros existe el debate y el combate. Y un comba-
te tanto más terrible cuanto que creemos -y con razón- man-

3. «Se apaga su sonrisa y su fría ironía resbala y trnpieza en los límites


de la locura. Su mirada traspasa a Juan como si fuera ese Dios al que exige
justicia. 'Dios mismo habría tenido miedo de ella', piensa» (E. Wiechcrt, La
grande permission, Pmis 1973, 179).
4. A. Camus, Thééitre. Adaptations. Requiem pour une nonne, de W. Faulk-
ner, Paris 1957, 302-303. La «Bibliothéque de la Pléiade» omite este pasaje.
Tópicos de lu cuestión del mal 23

tener los dos extremos del problema. Sin embargo, hemos de


luchar sin ceder a las facilidades de una simple inversión lógi-
ca. Porque todavía hay más.
Este ateísmo (lógico o no) manifiesta en definitiva una idea
elevada de Dios. «Honro más a vuestro Dios diciendo que no
existe que diciendo que ha querido o permitido el mal», pare-
ce decirnos. El no creyente manifiesta aquí que el Dios en el
que podría creer no es un dios cualquiera. Es casi como si de-
fendiera a Dios contra su obra, juzgándola indigna de él. Lo
que manifiesta esta actitud es que la existencia de Dios no se
niega por motivos impíos, sino más bien en virtud de un deseo
decepcionado. No en vano, a veces se ha hablado del ateísmo
como de una decepción, que recae precisamente sobre (la idea
que uno se hace de) Dios 5 .
En este sentido, la ausencia misma de una lógica riguro-
sa atestigua en favor de la objeción. No es tanto un grito con-
tra Dios como un grito contra el mal, decíamos anteriormente.
Más aún, no es tanto un grito contra la existencia o la bondad
de Dios, como un grito contra un mundo que parece hacer im-
posible sostener que existe un Dios, al que de lo contrario qui-
zás no se rechazaría. En este sentido podríamos preguntarnos
si el acusador de Dios no tiene a veces un concepto más ele-
vado de Dios que el defensor que proclama su existencia (sin
tenerla muy en cuenta). «Los que creen en un Dios ¿piensan
en él tan apasionadamente como pensamos nosotros, los que
no creemos, en su ausencia?» (J. Rostand). Es muy posible.
Lo que aquí se manifiesta, en todo caso, es que el verdadero
alcance de la objeción, y por tanto su sentido para nosotros,
alude a la naturaleza de Dios más que a su existencia. Pero en-
tonces el problema adquiere una dimensión muy distinta. La
cuestión, ya que se plantea de este modo, se reconvierte en
una cuestión abierta: cuando el hombre reacciona porque san-
gra y porque está animado por un elevado deseo, la cuestión
debe ser acogida y quizás planteada de nuevo. Al no estar to-

5. Cf A. Vergote, Religion.foi, incroyance, Bruxelles 1983, 189-256.


24 El mal

davía cerrada, retorna a ser cuestión, y lo que revela su fragi-


lidad se convierte entonces en el lugar de un replanteamiento
más atinado. Lo veremos un poco más adelante, ya que ahora
tenemos que abordar otra cuestión cerrada.

2. «PRO DEO»

Otra forma de reaccionar ante el problema del mal, tan clá-


sica y tradicional como la primera, pero incapaz de satisfacer
el deseo que acabamos de expresar, consiste en tomar la de-
fensa de Dios en el proceso del mal. Nos estamos refiriendo al
discurso de los creyentes, provocado tanto por el contra Deum
ateo como por nuestros propios interrogantes; es decir, el dis-
curso apologético propio de la teodicea, en donde «se defien-
de la causa de Dios» (Leibniz).
El pro Deo pretende hacer a Dios inocente de toda respon-
sabilidad culpable en el mal. La argumentación alegada es de
dos tipos. Negativa, en cuanto que muestra cómo y por qué no
se puede considerar a Dios responsable directo o indirecto del
mal, ni en su origen, ni en su mantenimiento; para ello intro-
duce el principio de la «permisión» del mal con el fin de sal-
vaguardar la libertad humana. Positiva, bien de tipo ético (tesis
de la prueba y el castigo); bien de tipo cosmológico (tesis del
mejor de los mundos posibles, de la armonía del conjunto -aun
con los inevitables detalles de desorden-, de la imposibilidad
de que coexistan dos perfectos -Dios y el mundo-); bien de ti-
po metafísico, donde el mal no tiene ser, el mal no es (el ser y
el bien coinciden, convertuntur); el mal consiste «simplemen-
te» en una ausencia: ausencia de bien.
No se trata aquí ni es asunto nuestro emprender un debate
sobre el fondo de estos argumentos. Nuestra tarea ha de cen-
trarse más bien en preguntar si, por su naturaleza y sus proce-
dimientos, el pro Deo no contribuye quizás a encerrar la cues-
tión en un callejón sin salida, en vez de abrirla a la esperanza
que poco antes parecía prometer.
Tópicos de la cuestión del mal 25

La primera dificultad sugiere que la teodicea deja la im-


presión en sus oyentes de querer disculpar a Dios demasiado
aprisa. Entiéndasenos bien. No se trata de negar el derecho a
demostrar que Dios no puede estar en el origen del mal, sino
de indicar que no conviene hacerlo precipitadamente, dando
la impresión de que nos urge sacarle de un apuro. Una verda-
dera concepción de Dios -de un Dios de salvación, preocupa-
do por tanto de la cuestión del mal- invita a no excluirlo a
cualquier precio y a toda prisa de la cuestión. Un Dios que,
desde la creación6, se presenta ante nosotros como «responsa-
ble» (esta palabra tiene aquí un sentido elogioso), exige que
no se le trate expeditivamente, dando la impresión, por culpa
nuestra, de que tan sólo pretende salir de este atolladero sano
y salvo, incluso antes de que surjan los problemas. «Pregun-
tadme y os responderé», dice sustancialmente la Escritura. La
apologética pierde quizás el sentido de Dios mismo, al querer
honrarle en demasía. El Dios de Job, de Jacob y de Jesús no
mostró nunca preferencia por los discursos tranquilizantes y
apresurados.
La segunda dificultad radica en el hecho de que la apo-
logética, a pesar de sus innegables cualidades, se mantiene
siempre a la defensiva, convirtiéndose en el fondo en una víc-
tima del «adversario». «Excusa no pedida, acusación mani-
fiesta», dice cruelmente el proverbio. Al querer salirse de la
causa, la excusa (ex causa) acaba metiéndose en ella. Toda de-
fensa guarda cierto parentesco con la acusación, pues acepta
en el fondo su lógica, la lógica de un proceso 7. Y, ciertamen-
te, el creyente no debe asustarse por ello; pero, como veremos,
tiene que interrogar a su Dios de otra manera y con un tipo de
audacia muy distinto, sin dejarse enredar en las trampas y ma-

6. El monoteísmo es en el fondo un teísmo valiente. Porque sería más


fácil, siguiendo a Marción y a Manes, distinguir dos dioses y no tener que
vérselas así con uno solo. Volveré sobre ello al final del capitulo.
7. Cf. V Jankélévitch, Le Pardon, París 1967, 100-106 (versión cast.: El
perdón, Barcelona 1999). ¡La teodicea, filosofía del balance (tema de la ar-
monía del conjunto que supone la existencia de residuos), reconoce en Dios
circunstancias atenuantes!
26 El mal

nejos de los picapleitos 8• La disputa no es aquí buena conse-


jera. Entre defender la causa de Dios y ponerlo en discusión
no media más que un límite frágil e insuficiente.
Se preguntará además -y es ésta la tercera observación- si
el pro Deo responde atinadamente a la cuestión. Si, como he-
mos visto, la objeción se refiere, en su intimidad, a la natura-
leza de Dios más que a su existencia, ¿no caerá la apologética
en la trampa al no abordar deliberadamente este aspecto de la
cuestión? Es verdad que se interesa por él, ya que intenta de-
fender la justicia y la bondad de Dios. Pero ¿lo hace de manera
adecuada, es decir, tomando las medidas reales de lo que es
Dios? También ella, como el contra Deum, parte de una con-
cepción a priori de lo que es Dios. Pero Dios no va precedido
por nuestras definiciones. Se ahorra aquí lamentablemente la
travesía por aquello que el propio de Dios ha querido presen-
tarnos de sí mismo. Pero ¿no es ésta precisamente la única
oportunidad verdadera, la única respuesta posible que en este
caso hay que intentar? ¿Ver, por así decirlo, desde el lado de
Dios mismo lo que él es, su manera de responder y de «reac-
cionar» ante la objeción del mal? «Le toca a Dios defenderse»,
tendríamos la tentación de decir. ¿No será mejor dejar que Dios
sea Dios y escucharle a él? La defensa de Dios sigue siendo, sin
duda alguna, una empresa válida y legítima, pero estará en in-
ferioridad de condiciones mientras no se modifique eventual-
mente la idea que nos hacemos de Dios. En este punto, tanto
los creyentes como los no creyentes se hallan inmersos con fre-
cuencia bajo los efectos de la misma ilusión.
Queda por último nuestra objeción más grave contra el pro
Deo: la de que no contesta al grito del hombre que antes escu-
chábamos. Dios le reconoce al hombre el derecho, antes de na-

8. Cf. las irónicas páginas de Miguel de Unamuno, Del sentimiento trá-


gico de la vida, en Obras completas VII, Madrid 1996, sobre los teólogos
convertidos en abogados. Pienso también en aquella obra de teatro donde el
acusado prefiere la requisitoria del fiscal a las triquiñuelas de su abogado.
Nótese asimismo la curiosa anfibología de la palabra «causa» en materiaju-
ridica, utilizada tanto para la acusación («encausar a uno») como para la de-
fensa («defender la causa»). Cf., sobre ello, el capítulo 5.
Tópicos de la cuestión del mal 27

da, de g1itarle a la cara -la manera importa poco, por ahora-.


Mas en este carácter tantas veces intempestivo de la teodicea
percibimos, sin embargo, que después no reconoce ese dere-
cho. La teodicea no debería impedir a Dios oír el clamor de su
pueblo (Ex 6, 5). Nos lo prohíbe toda la historia del verdadero
Dios con su pueblo. El mal es algo demasiado monstruoso co-
mo para que se le pueda mirar con otros ojos que no sean los
del escándalo, o al menos los de la sorpresa y la extrañeza. El
error del pro Deo consiste en suprimir de antemano tal extra-
ñeza y tal escándalo. Y a este precio, la defensa de Dios resul-
ta totalmente inoperante. El discurso sobre Dios y el mal no
puede acallar el grito que el hombre dirige a Dios, manifestan-
do así por otro lado una confianza quizás mayor que la del que
intenta ahogar demasiado pronto ese lamento. El creyente con
demasiadas p1isas acabaría yendo incluso en contra de su fe.
¿No se apoya toda la lógica cristiana en esa relación de Dios
con el mal? Al querer exculparlo radicalmente, ¿no se termina-
ría por expulsarlo del problema, siendo que es capital que esté
en él? El primer tópico excluía a Dios por defecto (no hay
Dios); éste lo excluye por exceso (está por encima de la cues-
tión). ¡Llega casi a afirmar que la cuestión no le importa!

3. «IN DEO»

Los dos tópicos anteriores dejan por tanto el problema del


mal al margen de Dios. Lo cual es una lástima, pues como
planteábamos en la hipótesis inicial, esta terrible cuestión ga-
naría mucho si la relacionáramos en último término con Él. Pe-
ro entonces, una de dos: o bien la hipótesis no era pertinente,
cosa que está por probar; o bien, y es lo que mantenemos, la re-
lación que se establece entre Dios y el mal no se encuentra bien
planteada y debe ser propuesta de una manera diferente. Tal es
la tesis. En el fondo, en los dos primeros tópicos, la manera
misma de plantear la cuestión de Dios lo deja fuera a Él. Se
pregunta ciertamente a Dios, incluso a veces con violencia, pe-
28 E/mal

ro a distancia, sin implicarlo realmente en la cuestión. ¿Por qué'?


Quizás -y esto resulta paradójico- porque, en el fondo, existe
una mayor preocupación por Dios que por el mal y por el hom­
bre. Es decir, se acusa o se defiende a Dios. Pero entretanto no
se pregunta ya sobre el mal, que era precisamente la cuestión
que estaba sobre el tapete. El resultado de tal focalización so­
bre Dios es que llegamos así a olvidar el mal (también Heideg­
ger habla del olvido del ser); la cuestión del mal queda aquí
aparcada. Eterna paradoja (pero solamente en apariencia): el
hombre no ha ganado nada al dejar de lado a Dios. En realidad,
no se ha llegado (no ha habido la audacia de llegar) al fondo de
un problema que tiene sus repercusiones incluso en Dios. Ori­
llando a Dios, se ha eludido un problema humano.
Ahondemos en el análisis de esta paradoja. Por lo que aca­
bamos de ver, ha habido una preocupación por Dios (su de­
fensa o su negación) y no por el hombre ( cuyo problema es
el mal). Pero planteemos la cuestión: ¿a qué Dios nos esta­
mos refiriendo? En el fondo, al Dios de los filósofos, no al de
los creyentes. Más exactamente: al Dios en-sí o para-sí, no al
Dios-para-nosotros, al Dios para el hombre. Pero el proceso
mismo de esta preocupación descarta evidentemente y de an­
temano a Dios del mal. En efecto, al partir de una concepción
aséptica de Dios no puede pensarse, ni en un sentido ni en
otro, en comprometerlo con el mal. ¿Pero de qué Dios se tra­
ta? Si no es posible pensarlo todo, incluido el mal, en relación
con Dios (sea cual fuere esta relación), ¿no significa esto que
entonces no se piensa realmente en Dios? No se puede pensar
en Dios de veras y hasta el fondo más que pensando en Él sin
creer que haya que tomar tantas precauciones respecto a Él. Y
este es precisamente el caso del Dios de la fe («De ventre ma­
tris meae clamavi ad te», Sal 21, 11 ). Creer en ese Dios signi­
fica creer que puede sumergirse en esta tremenda cuestión,
sin necesidad de preocuparse por preservarle de ella, como le
sucede al Dios de los filósofos, los cuales se hallan tan preo­
cupados por su honor o su indignidad. Es de nosotros mismos
de lo que se trata.
Tópicos de la cuestión del mal 29

Porque, para el cristiano -atrevámonos a decirlo-, Dios tie-


ne que «servin>9 («Deus meus es tu»), cosa que estaba exclui-
da en los dos tópicos precedentes. El cristiano sabe y cree que
(su) Dios puede y debe no verse excluido de la cuestión, que no
merece en absoluto «ni ese exceso de honor ni esa indignidad»,
sino que por el contrario puede y debe no quedar al margen de-
masiado fácilmente. Esto significa que, para nosotros, no sola-
mente no se da una blasfemia o una no-blasfemia al respecto,
sino que la cuestión es otra bien distinta. La cuestión es, más
bien, que (nuestro) Dios tiene que ver con ella. Y que es esto
precisamente lo que hemos de hacer: intentar que la cuestión
pase por Dios, plantearla en Dios, in Deo.
En efecto, aquí se encuentra el gesto específicamente teo-
lógico, desconocido para el filósofo. Podría ya decirse, de una
manera muy general, que eso constituye lo propio de la teolo-
gía: sea cual fuere la cuestión, tomarla y ponerla en Dios, ha-
cer que atraviese la palabra Dios como una «resistencia» 1º y
observar lo que ocurre entonces. «Sacra doctrina, de creaturis
secundum quod referuntur ad Deum» (Summa theologica I,
q.1, 3, ad 1) 11 • Pero este gesto teológico vale mucho más en
nuestro caso, pues en definitiva ha sido Dios mismo el que
nos ha precedido en nuestra audacia. Los temas del Cordero
de Dios y de la bajada a los infiernos, por tomar sólo algunos,

9. Reconozco que la expresión es abrupta y en pa11e inadecuada. Re-


curro a ella porque creo que la fe en un Dios de salvación no autoriza a in-
sistir demasiado, como lo hace Bonhoeffer, en el tema del Dios gratuito, aun-
que comprendo su sentido y su pertinencia.
1O. Acudo aquí simplemente a una imagen -sólo una imagen- sacada de
la electricidad. En un circuito podemos encontrar un condensador, una resis-
tencia. En cada caso, la corriente reacciona de una manera. La resistencia, por
poner este ejemplo, ha pennitido tal fenómeno, que no hubiera sido posible en
el circuito nonnal. Es lo que he que1ido expresar aquí, salva reverentia.
11. Utilizo evidentemente este texto en un sentido amplio y acomodado.
Santo Tomás habla aquí de las criaturas y no puede decirse que el mal sea una
de ellas. Más aún, la referencia a Dios de la que habla es la que se hace de Dios
como origen y fin. Pues bien, el mal no tiene, evidentemente, su origen ni su fin
en Dios. En este sentido, el recurso a este pasaje de la Suma teológica no va-
le si se trata de Dios en-sí, como establece la filosofia. Pero la cuestión de la
relación de Dios con el mal puede plantearse de otro modo cuando se piensa
en el Dios-para-nosotros de la fe. Es lo que creo que puedo hacer aquí.
30 E/mal

nos recuerdan -si fuera necesario- que Dios no trató de reti-


rar el hombro («non pepercit... », cf. Rom 8, 32) en esta oca-
sión. Por consiguiente, tampoco nosotros podemos renunciar,
si le somos fieles, a sumergirnos en las tinieblas del mal con
su luz, pues tampoco Él quiso escaparse de ellas. Sí, es verdad
que Dios-en-sí se escapa de la cuestión del mal (o se pierde en
ella), al no ser Él realmente su causa. Pero ese Dios-en-sí, al
hacerse Dios-para-nosotros, ha hecho del mal causa suya: ha
tomado sobre sí («Agnus Dei qui tollit») esta cuestión, y des-
de entonces nos está permitido plantearla o, mejor dicho, ver-
la planteada en Él. Sólo ese gesto llega al fondo de las cosas.
Y aquí coinciden la audacia y la inteligencia. «La última de
las imprudencias es la prudencia, cuando nos prepara suave-
mente a prescindir de Dios» 12 .
Ciertamente, el Dios cristiano no exige que lo neguemos
(«confitemini Domino»), mas tampoco que lo dejemos al mar-
gen. Por ser un Dios de salvación, asume el riesgo de la humi-
llación (que será su verdadera gloria: «Propter quod et exalta-
vit illum») y no puede quedarse en su en-sí («non rapinam
arbitratus est»). ¿Podríamos hacer menos que Él y, por tanto,
no atrevernos teológicamente a poner en Dios la cuestión del
mal? 1º De pronto, la blasfemia cambia de dirección: no está ya
en dirigirse violentamente contra Dios, sino en no creer que
Dios puede soportar (tollere) la cuestión y que puede hacer
aquí algo por nosotros. Así pues, es la teología, a diferencia de
la filosofía, la que está más cerca del hombre. Porque se en-
cuentra, a imagen de su Dios, menos preocupada por el Dios-
en-sí que por el Dios-por-nosotros. La teología, en definitiva,
se halla aquí -siempre la misma paradoja- más cerca de la an-
tropología que la filosofía. Es ella la que, en este caso, al no in-
tentar en principio velar por Dios, sale mejor al encuentro de
las preocupaciones del hombre. Hay que volver, pues, a recla-

12. G. Bernanos, Diario de un cura rural, Barcelona 1962, 81.


13. Desde luego, sin meterlo en la cadena. Por lo demás, si no se diera
esta ruptura de trascendencia, Dios no nos ayudaría en nada y quedaríamos
encerrados en la clausura de la inmanencia.
Tópicos de la cuestión del mal 31

mar la presencia de ese Dios al que habíamos despedido pre-


maturamente. «Llamado o no llamado, Dios estará presente»,
decía el oráculo de Delfos.
Convocar a Dios en esta cuestión no constituye realmen-
te una llamada más o menos facultativa. Poner o plantear la
cuestión en Dios (introducirlo, por así decir, formando parte
de la ecuación) en la prueba, no la prueba-demostración, sino
la prueba-dificultad, es exactamente plantear, a propósito del
mal, la cuestión como hay que plantearla, esperando que deci-
da la respuesta. A una cuestión tan última sólo puede respon-
der (o no) una instancia igualmente (o más todavía) última. El
resto es sólo humo. Es bien sabido que Kant y Ricoeur reco-
nocen su deuda con la teología cuando señalan que ésta va
aquí más lejos que la filosofia. La cuestión es teológica. Que
la cuestión pase por Dios no es simplemente algo que esté per-
mitido o que sea interesante, sino algo que resulta necesario,
que pertenece a la naturaleza y la exigencia misma de la cues-
tión. Si hay una cuestión teológica, es ésta. Y mucho más teo-
lógica que filosófica.
El reto de la teología consiste en llegar al fondo de la cues-
tión del mal; una cuestión, por otra parte, humana que termina
convirtiéndose en una cuestión de Dios. «El verdadero dolor
que sale del hombre, me parece pertenecer en primer lugar a
Dios» 14 • La teología hace de él un problema interior a su propia
lógica, y quizás a su propia credibilidad. Porque así se obliga a
pensar in Deo hasta el final. En cierto modo llega a liberar al
mal de su soledad antropológica y de su fracaso filosófico 15 pa-
ra convertirlo en una cuestión de Dios: «Encontrar en Dios la
discusión interior del hombre», dice admirablemente Eric Weil
de la tradición revelada 16 .

14. G. Bernanos, Diario de un cura rural, 74.


15. Quede claro que no niego la legitimidad ni el valor de las reflexio-
nes filosófica y antropológica sobre el mal; Jo que afirmo es que ninguna lo-
gra llegar hasta el fondo, debido a que no tienen en cuenta esta «resistencia»
última que es Dios.
16. E. Weil, logique de la philosophie, Paris 1950, 197.
32 El mal

4. «AD DEUM»

Así pues, el hombre sabe ahora que puede incluir a Dios en


su pregunta. Pero ¿cómo incluirlo? La respuesta nos la dan
ciertamente tres testigos privilegiados, que han planteado es-
ta cuestión en Dios. Jacob, Job y Jesús se dirigieron a Dios, le
hablaron. Bien para preguntarle ( «¿Por qué, Señor?»), bien
para orarle («Padre, si es posible ... »), bien para expresar su
repugnancia («Daré rienda suelta a mis quejas», Job 10, 1) o
su aceptación («Pero no se haga mi voluntad ... »): el creyente
habla con Dios. En este sentido, el ad Deum es en el fondo el
contra Deum cristiano 17 , es decir, una actitud que no se detie-
ne en el mal, sino que hace de él una pregunta (como lo hace
el no creyente). Pero en vez de conservar esa pregunta para sí,
en su ánimo, el creyente la dirige a Dios. Esta actitud vincula
la fe («Expecta Dominum») con el coraje («Viriliter age», Sal
26, 14), lo cual es aquí el mejor camino de la verdad: sin mal-
decir, pero sin callarse. Hablar diciendo algo.
Aquí radica la fuerza ( virtus) y la peculiaridad teológica de
esta actitud. El hombre no sólo no deja aquí al margen a Dios,
sino que le habla (ad), se dirige a Dios pasando de la tercera
persona, «él» (del contra y del pro), al «tú»; de la discusión del
monólogo interior (discuto sobre Dios) a la discusión del diá-
logo (hablo del mal a Dios) 18 • El error más profundo del con-
tra Deum no era el de preguntarse; al contrario, esto es lo que
constituye la grandeza del hombre vivo. Su error consistía en

17. El creyente rechaza en el fondo dos soluciones fáciles: la del aban-


dono de Dios y la de su (demasiado rápida) justificación. Mantiene la exis-
tencia de Dios, a diferencia del contra Deum, pero sin renunciar a enfrentar-
se con Él, a diferencia del pro Deo. En el fondo, el ad Deum recoge del
contra Deum lo que había allí de legítimo: se atreve a plantear la cuestión.
También incluye lo que había de válido en el pro Deo, en la medida en que
el ad Deum (como toda oración y toda interrogación) se muestra evidente-
mente dispuesto a exculpar a Dios. Esta actitud del creyente mantiene a la
vez la existencia (posible) de Dios y la objeción (posible) contra Él (o con-
tra la representación común que se tiene de Él).
18. La obra ya citada de E. Wcil contiene páginas interesantes sobre «es-
ta discusión entre el hombre y Dios, por una parte; y del hombre consigo
mismo a propósito de Dios, por otra» (Logique de la philosophie, 197-198).
Tópicos de la cuestión del mal 33

hablar de Dios en tercera persona. Este comportamiento es jus-


tamente el del hombre pagano (o el del filósofo). El dios pa-
gano, como sabemos, no tolera la contradicción; además, es de
rigor el silencio absoluto en su presencia. Tal es el sentido del
famoso «favete linguis» 19 . El dios pagano da miedo y el hom-
bre no puede enfrentarse con él sin perecer20 . O si lo hace, co-
mo Prometeo, será precisamente en tercera persona (y esto es
maldecir). Tanto el cristiano como Job se dirigen a Dios en se-
gunda persona (hablan con él diciéndole algo), aunque sea con
vehemencia; mas tal vehemencia es la de la fe («Credidi, prop-
ter quod locutus sum», Sal 115, 10). El mayor error a propósi-
to de Dios en este caso consiste sin duda en encerrarse en el
silencio. Sea cual sea el tono que se adopte -el del reproche
(«Ha sido la mujer que tú me has dado», Gn 3, 12), el de un
proceso («Quiero hablar al Poderoso, frente a Dios quiero de-
fenderme», Job 13, 3) o el de la pregunta («Quare me dereli-
quisti?» )-, el creyente rompe el silencio en que estaba encerra-
do. Así mantiene a la vez su dignidad de hombre ofendido por
el mal, el respeto a un Dios en el que sigue creyendo y el dere-
cho a preguntarle, pues la pregunta continúa en pie. Pero se tra-
ta ahora de una cuestión bien planteada. Y en vez de hundirse,
mudo, en el silencio y el fracaso, se pone a hablar. Y hablar es
creer en una presencia. Y creer en una presencia es creer en la
posibilidad de una respuesta. «No es tan malo enfrentarse con
Dios, pues eso obliga al hombre a emplear a fondo la esperan-
za, toda la esperanza de la que es capaz» 21 . Lo que se descubre
entonces es la alteridad. El contra Deum se hundía hasta el fon-
do en la ausencia y la soledad de un proceso por contumacia.
El ad Deum, salvaguardando una presencia, mantiene para el
hombre una alteridad. «No es bueno que el hombre esté solo».

19. Cf. el capítulo 3, «Aprender de Dios lo que Él es», perteneciente a


su libro Dios. Dios para pensar III, Salamanca 2007.
20. Cf. la Odisea y el comentario de sus pasajes sobre la piedad del si-
lencio y la impiedad de la palabra ante los dioses (T. Todorov, Poétique de la
prose. Nouvel/es recherches sur le récit, Paris 1978, 21-32 [versión cast.: Poé-
tica de la prosa, México 1978]).
21. G. Bemanos, Diario de un cura rural, 205.
34 El mal

¿Por qué no aplicar esta palabra al hombre sometido al mal, in-


troduciendo aquí la idea de que es menester romper esta per-
versa soledad de la cuestión del mal, apelando a Dios? ¡Por su-
puesto!; y es aquí con toda seguridad donde la teología se une
a lo que se denomina oración y da su sentido más profundo a
la antropología.
El hombre es fundamentalmente el ser que necesita de la
alteridad para comprenderse y medirse. Esta necesidad es tan
profunda que a veces la alteridad debe presentarse incluso ba-
jo la forma de un adversario. Tal es sin duda el sentido pro-
fundo del combate misterioso de (el ángel de) Yahvé con Ja-
cob. Como si Dios tuviera que tomar la forma de un enemigo
y el hombre la de un combatiente22 , para que la alteridad de
Dios sea realmente provechosa para el hombre. En esta terri-
ble cuestión del mal, ¿no será quizás Dios, de algún modo,
aquel contra quien el hombre tiene que ejercitar sus puños, el
Ecce hamo que acepta que lluevan los golpes sobre él?
Pero vayamos más lejos. La figura del Ecce hamo ¿no llega
a sugerir que el hombre tiene derecho, en este caso, a golpear
al Dios inocente? No ya culpable, sino inocente, pues misterio-
samente se encuentra allí para eso: «Iustus pro iniustis» (l Pe 3,
18). Dios se presentaría a nosotros, en definitiva, como aquel
que toma precisamente sobre sí, Cordero de Dios, el ser objeto
de maldición (Gal 3, 13; 2 Cor 5, 21). Dios es lo bastante fuer-
te (el único fuerte, tres veces ischyros) para soportar de noso-
tros ese gesto «necesario», ese primer gesto de rabia y de re-
beldía que tenemos que hacer contra el mal. Dichoso el niño, se
ha dicho, que puede «encontrar a un hombre con quien medir
sus fuerzas, y mucho mejor si este hombre es su padre» 23 •

22. Y, obscrvémoslo, en una representación en la que es incluso Dios el


que toma la iniciativa de provocar al adversario: «Jacob se quedó solo. Un
hombre luchó con él. .. » (Gn 32, 25).
23. F. Weyergans, Hijos de mi paciencia, Barcelona 1966; F. Tristan, les
tribulations héroiques de Balthasar Kober, Paris 1980, 91: «Te mantienes er-
guido en el abandono ... Pero por muy abandonado que estés, tu voz ha lle-
gado hasta mí a través de tantas muertes, de tantos vacíos, como si una ven-
tolera la hubiera traído a mis oídos. Y te lo aseguro ... porque te mantienes
erguido ... habrá un padre que te acogerá al final de tus años, unos hijos que
Tópicos de la cuestión del mal 35

¿Nos atreveremos a pensar que puede ocunir así con el Pa-


dre? ¿No es ese -ofrecido por Dios mismo («Sed pro nobis
omnibus tradidit illum», Rom 8, 32)- el primer gesto (¡un ges-
to filial!) de una posible y tolerable inquietud contra el mal?
¿No es ese el primer gesto salvador, anterior a todos los discur-
sos e incluso anterior a la acción? ¿Y no quiso el mismo Señor
pasar por alú antes de que se hablase (¡hubiera sido demasiado
sencillo y prematuro!) de resurrección? («¿No era preciso que
el Mesías sufriera todo esto ... ?», Le 24, 26). ¿Vamos a ser me-
nos «lógicos» que Dios? ¡Imposible, si queremos seguir ha-
blando de teología!
Esta lógica (esta teo-lógica) del creyente podría tener ade-
más un alcance incalculable en el debate con los ateos. En efec-
to, cabe preguntarse si gran parte de la increencia no se deberá
al hecho de que los creyentes no asumen (suficientemente), co-
mo creyentes y creyendo en ella, la contestación de Dios. Si tu-
vieran más en cuenta, y sobre todo asumiesen, como hacen los
salmos (a diferencia de como lo hace el pro Deo), el grito di-
rigido a Dios, no se lo dejarían sólo a los increyentes. Estos, en
cierto modo, tienen todas las de ganar. Al ver con qué «indul-
gencia», como ellos dicen, defendemos a Dios -aunque «todas
las apologías son mentiras de niño» 24- , encuentran demasiadas
razones para decir que sólo ellos aceptan la cuestión. Y lo ha-
cen con las consecuencias que todos sabemos: la de la negación
de Dios; pero también, la de que esta negación no resuelve por
su parte nada, «porque la eliminación de Dios tampoco explica
el sufrimiento ni mitiga el dolorn 25 .
Pues bien, con toda lógica, con toda teo-lógica, ¿no les co-
rresponde a los defensores de Dios hacerse cargo de una cues-

te agasajarán en el banquete, y las estrellas, la luna, el sol resplandecerán de


nuevo en el cielo y brillarán llenos de esplendor». Cf. también, pero más
enérgico, P. Haertling, Dette d 'amour, Paris 1984.
24. H. Bianciotti, Sans la miséricorde du Christ, Paris 1985, 278 (versión
cast.: Sin la misericordia de Cristo, Barcelona 1987). Cito aquí esta especie
de proverbio, pero sin querer decir que el autor sea un no creyente. Por lo de-
más, el contexto de este pasaje no tiene que ver con nuestra cuestión.
25. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, Salamanca 1983, 63.
36 El llllli

tión que en el fondo se les ha confiado, asegurando así que no


conducirá a la negación de Dios? Jacob no dejó a Dios hasta
concluir una lucha con Él que duró toda la noche. Si los cre-
yentes combatieran con Dios, corno Jacob, corno Job, como Je-
sús (Deus contra Deum, dirá con osadía Lutero) 26 ; si no deja-
sen sólo en manos de los no creyentes al Dios del escandaloso
problema del mal; si asumieran con valentía la cuestión del
mal ante Dios, quizás empezaría a contemplarse este intermi-
nable problema desde otra perspectiva27 .
Ciertamente, el grito del creyente permanecerá siempre
corno el de la oración, lejos de todo escándalo fácil y dema-
gógico, en la presencia de aquel que ve en lo secreto del cora-
zón (cf. Mt 6, 6). También en esto consiste el preferir el «tú»
al «él» de la plaza pública. Mas el creyente tendrá que seguir
elevando su grito, so pena de que sea él a quien Dios le dirija

26. En su Segundo comentario a los salmos, WA V, 167.15s. Me gustaría


añadir esto. Si el creyente, de manera analógica, puede pensar en un debate en
Dios, en un Deus contra Deum en el que Dios, en nombre de su misericordia,
lucha contra su justicia, será mucho más legítimo hablar al menos, si no del
homo contra Deum, del homo ad Deum. Si Dios mismo se representa como
alzándose contra sí mismo y asumiendo la rebelión, el grito de Job resulta
pc1fectamente justificado. Por otra parte, Job, lo mismo que J\brahán en el ca-
mino de Sodoma, había hecho observar a Dios que no debía correr el riesgo
de contradecir a su propia obra, permitiendo una prueba insostenible. En to-
do esto, una vez más, no hay que dejarse desconcertar demasiado por los an-
tropomorfismos.
27. ¿Se dirá que el creyente no plantea la cuestión con la misma serie-
dad con que lo hace el no creyente? No lo creo. Aquel que tiene el sentido de
su vida suspendido de su fe en Dios, ¿no se encontrará intensa y existencial-
mente implicado en ella? Me complace recordar aquí el texto de F. Mauriac
(Bloc Notes, 14-20 de mayo de 1964) con ocasión de la publicación de un li-
bro de J. Blanzat: «Siempre he creído oír en las últimas obras de Mozart, so-
bre todo en su Concierto para clarinete, una especie de reproche a Dios, tier-
no y desesperado. ¿Por qué? Sí, ¡,por qué este destino? Con mayor aspereza,
con la cólera de un niüo perdido en el bosque, de noche, pero al que su pa-
dre hubiera perdido adrede, Blanzat plantea a Dios la misma cuestión. Esa es
por otra parte la pregunta que, a lo largo de todo el Antiguo Testamento, ele-
vaba a Yahvé el viejo Israel. No es el absurdo del mundo sin Dios lo que irri-
ta a Blanzat, sino el absurdo del mundo con Dios». Nos toca a nosotros mos-
trar (cf. concretamente el cum Deo) que la presencia de Dios destruirá, por
el contrarío, este carácter absurdo del mal. Y el precio de nuestro testimonio
de creyentes está aquí a la medida de nuestra prueba. Quizás sea necesario
haber pasado por un «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»,
para tener derecho a una respuesta y ser «capax Dei».
Tópicos de la cuestión del mal 37

un «¿por qué me has abandonado?». Al asumir como creyen-


te el escándalo del mal, ayudará a su Dios con su acusación,
permitiéndole ser vencedor en vez de vencido. Luchando con-
tra Él en lugar de dejar que otros le combatan, al igual que hi-
cieron Jacob, Job y Jesús, permitirá al propio Dios mostrarse
tal como es: como aquel que, cargando con el mal, lo comba-
te y es su mayor adversario.
Me encontraste, hijo mío,
responde al fin el Padre.
Yo ansiaba tu cólera
para que el mundo existiera 28 .

5. «CUM DEO»

Al adoptar la lógica de la fe (in Deo), la teología descubre


el ad Deum como la posibilidad, el derecho y el poder del cre-
yente de interpelar a su Dios. Pero ¿qué es lo que sucede en-
tonces? Es verdad que la audacia de este comportamiento que-
da legitimada. Sin embargo, ¿a dónde conduce? En definitiva,
a las puertas de una inversión formidable de la cuestión, que
anuncia y prepara su resolución. En efecto, lo que se descubre
es que la cuestión corresponde a Dios. Hasta ahora era cuestión
del hombre; no era ciertamente una cuestión independiente, ya
que en ella se buscaba y se invocaba a Dios. Pero ahora se des-
cubre que es Dios mismo el que plantea dicha cuestión, que se
trata de una pregunta suya (y que responde a ella).
Mientras que la teodicea mantenía a Dios a distancia y ha-
blaba de la permisión del mal, la Escritura nos muestra a Dios
escandalizado por el mal y nos habla de combatirlo. Nos halla-
mos ante un escenario totalmente distinto. La relación de Dios
con el mal pasa a ser la posición de un sujeto, no ya en cier-
to modo pasivo, sino activo. Dios se sitúa propiamente como el
Adversario del mal; esta es casi su definición (Deus: contra
malum). La apologética podía hacernos creer que Dios se vería

28. G. Norge, Les Coq-a-l'dne, Paris 1985, 59.


38 E/mal

poco afectado en sí mismo por la cuestión del mal. La Escritu-


ra presenta por el contrario una realidad muy diferente: mues-
tra a Dios siendo el primero en planteársela. Como si se sor-
prendiera de ella29 , ya que se encuentra entonces con algo que
no pertenece de modo alguno a su plan y es preciso combatir
como una adversidad con la que no hay arreglo posible.
Se dirá seguramente y con razón que esta visión de las cosas
es un tanto antropomórfica. Pero si se la comprende debida-
mente y se la sitúa en un conjunto, mantiene todo su valor. Ma-
nifiesta que el mal es hasta tal punto malo que no puede encon-
trar la sombra de una justificación en una racionalidad última.
Leyendo los relatos del Génesis resulta claro que Dios no tiene
nada que ver con el mal. Tanto en el huerto del Edén como en
el de Getsemaní, ante la confusión de Babel como ante el di-
luvio o la suerte de Sodoma y Gomorra, se diría que Dios cae
«desmayado» (Francisco de Sales): ¿Es verdad ese rumor que
ha subido hasta el cielo? (cf. Gn 18, 20-21). Hasta llegar a pre-
guntarse si no sería mejor arrepentirse, lamentar lo que había
hecho ( cf. Gn 6, 6-7). «Los cielos se asombran, sus puertas se
estremecen de horror (Jr 2, 12) y los ángeles de paz (cf. Is 33,
7) quedan perplejos comprobando la portentosa miseria» 30 .
Una vez más se comprueba aquí la ventaja de la visión reli-
giosa y bíblica sobre la perspectiva secular y filosófica. Sea lo
que fuere de la pertinencia de las cuestiones filosóficas y de las
dificultades que pueden presentar las «simplicidades» de la Es-
critura, éstas nos permiten -y así es como hay que comprender-
las- una lectura hennenéutica y no etiológica de la relación de

29. Quede claro que no damos a estas expresiones más que un alcance
hennenéutico, e incluso heurístico. No hay aquí ninguna intención metafisi-
ca y, en este plano, la teoría de la permisión del mal, por muy torpe que sea,
mantiene sus derechos; volveremos luego sobre ello. Deseo decir simple-
mente que el discurso bíblico subraya mejor que el discurso filosófico la
irracionalidad absoluta del mal, ya que habla de él como de una sorpresa en
el plan de Dios.
30. Francisco de Sales, 'fratado del amor ele Dios IV /1, Madrid 1954,
168. El texto que sigue es aún más vehemente: «Accidente inesperado ... Cier-
tamente que el cielo se estremece; y si Dios estuviese sujeto a pasiones, senti-
na vacilar su corazón ante tamaña desgracia, como cuando expiró en la cruz
por redimimos» (ibid., llI/3, 136).
Tópicos de la cuestión del mal 39

Dios con el mal: no ya cómo es posible (Kant), sino cómo tie-


ne que comprenderse (Ricoeur) y cómo puede lograrse la salva-
ción (revelación). La respuesta de la Escritura es formal: el mal,
que ha sorprendido a toda la creación, no debe dejar lugar al
más mínimo compromiso y debe ser combatido de inmediato.
Entonces Dios se presenta enseguida. O mejor quizás (se trata
siempre de una tremenda inversión), el hombre descubre que el
combate que ha emprendido, por ser el mismo combate que
el de Dios, lo lleva a cabo con Dios, cum Deo. Y si seguimos la
lógica de este razonamiento, comprobamos que la imagen que
nos podemos forjar de Dios se encuentra totalmente trasforma-
da: nuestro clamor coincide con el de Dios («cum clamare va-
lido», Heb 5, 7). Mientras gritábamos nuestro escándalo, no
se deslizaba ninguna blasfemia entre él y nosotros. Después de
haber escuchado el impresionante proceso de Job (y también
ciertamente su acto de esperanza), Dios afirma que ha hablado
bien de Él, a diferencia de sus amigos, expertos en teodicea y
demasiado apresurados por encontrar un sentido a las cosas.
Después de haber reconocido y admitido (¿admirado?) la resis-
tencia de Jacob, Dios lo llamará con un nombre que santifica-
rá su combate (Is-ra-el, «porque tú has luchado con Dios», Gn
32, 29) 31 • Tras el grito terrible de la cruz y la bajada de su En-
viado a los infiernos, Dios se presenta en la resurrección como
el terrible adversario y vencedor. Por tanto, no sólo el grito del
hombre no es ilegítimo, no sólo coincide con el mismo clamor
de Dios, sino que le permite a Dios manifestarse absolutamen-
te tal como es: el que, en presencia de este enigma intolerable
e incomprensible, no deja -relativa indiferencia- que sigan las
cosas como estaban, sino que se siente Él mismo confrontado
con ellas 32 . Se descubre entonces que el hombre acusaba en el
fondo porque Dios mismo acusaba. La cuestión del hombre es
por tanto una cuestión que hay que calificar de divina.

3 1. Conviene caer en la cuenta de la interesante ambigüedad gramatical.


Com-batir con alguien ¿es luchar con él o contra él?
32. Cuesta este discurso y vacila uno al hablar así. Pero si se quiere acep-
tar que se trata aquí de hennenéutica y no de etiología, de teología y no de fi-
losofia, costará menos expresarse de esta manera. Sobre esto, cf. el capítulo 2.
40 El mal

No en vano, lo que en definitiva se nos revela es que tam-


bién en este caso se aplica la magnífica lógica divina del prior,
proclamada por san Juan. Quizás nos hayamos acostumbrado
demasiado a ver únicamente este tema de la prioridad y la an-
ticipación de Dios en los terrenos más «suaves» (benevolencia,
bondad, mise1icordia, etc.), lo cual nos hace correr el peligro
de impedirnos percibir que se trata de la naturaleza misma de
Dios, que este tema tiene un alcance ontológico. Es el ser mis-
mo de Dios el que aquí se describe: en todas las cosas, desde la
creación hasta la parusía; tanto en la oposición al mal como en
la difusión del bien, Dios es siempre el que lleva la iniciativa.
Mejor dicho -por si se teme que esta formulación minusvalo-
re al ser humano-: en todas las cosas es Dios el piimero que se
siente afectado.
Así pues, en esta cuestión del mal tenemos que ver a Dios
como aquel que se enfrenta a ella siendo el primer interesado
o, por decirlo de otro modo, el primer afectado. Más aún, se
apropia de ella y la hace suya no para dar una respuesta cual-
quiera de explicación o de permisión, una respuesta apresura-
da (aunque no deje de tener parte de verdad)33, sino para dar-
le la única respuesta verdadera, por estar compuesta de acción
y porque no supone ninguna justificación para el mal. El mal
resulta irracional e inadmisible; por consiguiente, conlleva y
exige que, desde el principio (prior), sea Dios mismo el pri-
mero en alzarse contra él. Por este motivo, ya desde el Géne-
sis podemos escuchar: Soy yo el que va a poner la enemistad
(«Inimicitias ponam», Gn 3, 15). Ya desde entonces se anun-

33. En efecto, a pesar de lo dicho, no habría que negar toda validez a


la teoría de la pennisión del mal. Sigue siendo un intento imprescriptible, in-
cluso bordeando el ridículo, salvaguardar el ser de Dios. Y ello a pesar de
que un Dios «ontológicamente» sorprendido correría el riesgo de no ser un
Dios providente. Más aún, siempre con sus deficiencias, pero también con su
pertinencia, esta teoría intenta salvaguardar la realidad teológica de nuestra
libertad: Dios ha confiado la creación a la libertad del hombre; desde enton-
ces, el rechazo es posible y por tanto previsible, «permitido», pensable. En
este sentido, el mal no constituye un fracaso en el plan de Dios, como si Dios
no estuviera absolutamente «preparado» para ello, como si se hubiera visto
ante un imprevisto absoluto.
Túpicus de la cuestión del mal 41

cia el misterio futuro y desconcertante. Dios está presente des-


de ese preciso momento.
Esta es la posición de Dios ante el mal, una posición radi-
cal y que deja pequeñas a todas las demás. Dios es, en cierto
modo, la respuesta personal al mal (la respuesta hipostática,
podríamos decir con terminología teológica), la respuesta in
persona. De manera que la cuestión ha adquirido finalmente
toda su dimensión: cuestión del hombre sin duda alguna, pe-
ro cuestión del hombre hasta en Dios. Cuestión que es común
a los dos (otro más de los sentidos del cum Deo). En este sen-
tido es como hay que entender lo que hemos dicho al aludir a
una inversión de la cuestión. Pero sin que sea preciso dismi-
nuir por ello el carácter incisivo que esta cuestión tiene para el
hombre. Todo lo contrario. El contra malum es exactamente
un cum Deo contra malum. El problema del mal, por tanto,
¿nos pondrá frente a la negación de Dios? ¿No será más bien
la fe en Dios la que nos enfrentará con una presencia, y no ya
con una ausencia? El mal no es, pues, una objeción contra
Dios; al contrario, es más bien Dios el que se convierte en una
objeción contra el mal.
Cuando este tópico llega a su término, ¿no presentimos
ya que se anuncia finalmente la apertura de una cuestión de la
que decíamos al principio que se hundía en sí misma, rebel-
de a toda respuesta? Quizás sea debido a que ahora se encuen-
tra bien planteada como una cuestión de Dios mismo, vién-
dose entonces a quién está confiada. Ante todo y sobre todo
porque la respuesta que se da es la única satisfactoria en este
caso. Lejos de los discursos de justificación (permisión, cas-
tigo, armonía del conjunto), que no hacen más que añadir una
nueva miseria, es decir, «con toda simplicidad» y sin reservas,
que el mal es aquello contra lo que no hay más respuesta que la
oposición. Y que este combate es el de Dios. Que no es sola-
mente el mío. Dominus nobiscum. El cum Deo significa exac-
tamente esto, sin mistificaciones de ningún género: que es mi
combate el que Dios ha emprendido y es el combate de Dios el
que yo he de emprender. Confundidos en una misma adversi-
42 El mal

dad y en una misma lucha contra un enemigo (¿contra el Ene-


migo?) común 34 . ¿Qué más se puede decir que el combate de
Dios se ha convertido en el mío o que mi combate se ha con-
vertido en el de Dios? Inseparablemente ambas cosas 35 •
Por tanto, era razonable, como vemos, plantear el problema
del mal como un problema que requiere una última apelación
como exigencia inherente a la cuestión de que se trata. Incluso
la oración, que debe inspirar a la teología, es iluminadora en
este caso. Orar es pedir a Dios que tome en cuenta la situación
que se evoca y que Él la acompañe (cum). La oración es una
confianza («audemus dicere» ), la petición de que la desgracia
sea llevada juntamente (cum). Si se descubriera a un Dios no
escandalizado, entonces no cabría otra solución más que con-
denarlo o no aceptar en serio esa ilusoria defensa. Y sin em-
bargo, vemos que el problema es totalmente distinto y que es
un Dios completamente distinto el que aquí se descubre.
Digamos incluso simplemente que se descubre a Dios. Co-
mo se dice de alguien a quien se «descubre»: se le conoce sin
duda, pero «se le descubre en esto y en lo otro». Lo dijo admi-
rablemente Job: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han
visto mis ojos» (Job 42, 5). Ese Dios «de oídas» es el Dios de
los teístas, perdido en la distancia de su «permisión». Ese Dios
les parece a algunos que está del lado de los verdugos y de los
asesinos 36 . Pero el Dios de Abrahán y de Jesús, el que se con-
mueve ante el mal (Pascal), «miseiicordia motus» (Evangelio)

34. Es lo que con su vocabulario expresa intensamente Ph. Nemo, Job et


l'exces du mal, 208: «El alma de Dios ... se distingue del alma satánica co-
mo el alma que es pariente de la nuestra y que espera nuestro compromiso
contra Satanás para celebrar con nosotros la memoria de la eterna afinidad
de los adversarios de Satanás».
35. Cf. ibid., 195-196: «Lo que Dios esperaría de nuestra alma sería por
tanto que ella se comprometiera en acto contra el mal, en un compromiso
siempre operante de la Otra esfera. Y corno esta revelación del mal por paiie
de Dios entraría en el plan de la Intención divina, comprometerse contra el mal
sería, para el alma, comprometerse con Dios y coincidir finalmente con él».
36. Léanse estas páginas tan duras en E. Wiesel, Les portes de laforet,
París 1985, sobre todo 206s (versión cast.: Las puertas del bosque, Madrid
1971 ). Este novelista y pensador judío, marcado por los horrores de la última
guerra, ha recogido en nuestra época, mas en su paroxismo, las quejas de Job.
Tópicos de la cuestión del mal 43

y no «inmóvil» (Aristóteles), que se pone de parte de las vícti-


mas, haciéndose él mismo «víctima» y poniendo su poder en
este servicio y para este servicio, ¡es un Dios distinto! Aquí se
pronuncia (o mejor dicho se hace realidad) un Pro Deo, pero en
labios de Dios mismo 37 . Y no de un Dios que tolera (permi-
sión), sino que se compromete (qui tollit) -¡qué inversión de
palabras, una vez más!-. Dios es su propia teodicea. ¡Y qué pro
Deo! El contra Deum del hombre se ve aquí superado, ya que
es Dios mismo el que asume la rebelión. El unde malum? deja
sitio a la única cuestión verdadera: unde salus? En la salvación,
el mal es finalmente respondido. El mal ofende ante todo a
Dios y Dios se sitúa como su adversario. ¿Pero no habrá que
añadir incluso que Dios es el único adversario a la (des)me-
dida de semejante maldad? Sólo un Irracional (la «locura de
Dios») puede enfrentarse con un irracional. ¿No nos sentiiía-
mos tentados a decir no «malum, ergo non est Deus», sino más
bien «malum, ergo Deus» ?38

37. En d fondo, lo mismo que el ad Deum del creyente integraba en par-


te el contra Deum del no creyente, también el cum Deo recoge en Dios el pro
Deo formulado por el hombre. Cf. A. Gesché, Pourquoi Dieu permet-il le
mal?, 293-308.
38. Está claro que no hay que tomar esto al pie de la letra. Primero, por-
que Dios existiria «también» si no existiera el mal, evidentemente. Además,
porque hay que desconfiar de todas las expresiones que ligan demasiado la
suerte del mal con la de Dios (por ejemplo: «el sentido del pecado conduce a
Dios»; «se buscan pecadores»; hasta el.felix culpa puede ser utilizado abusi-
vamente). Lo que he querido subrayar es que el mal constituye una especie de
clamor que apela a la existencia de un Dios. ¿Puede decirse que el mal es una
prueba de Dios? No, ciertamente, como si se dijera que sin el mal Dios no
existiría; pero si se piensa en prueba-probación en lugar de prueba-demostra-
ción (una idea que resulta demasiado abrupta), habría que tenerlo en cuenta.
En este sentido yo suscribiiía en parte la respuesta de Ph. Ncmo, pero no a la
primera: «Uno de los argumentos más poderosos del ateísmo es el siguiente:
Si Dios existiese, no permitiría todo este mal. Nosotros, por el contrario, si-
guiendo a Job decimos: Sin todo ese mal, Dios no existiría. Es el mal el que
nos pone en camino de algo como 'Dios', abriéndonos a Otra escena. El mal
'prueba' a Dios» (Job et/ 'exces du mal, 205). Por otra parle, podemos decir
que el problema del mal no plantea tanto el problema de la existencia de Dios
como el de su bondad; no tanto la cuestión del unde malwn? como la del un-
de salus? En este sentido, la exigencia o el anuncio de una salvación es una
prueba en favor de lo que es Dios (y así, de su existencia). Se observará, ade-
más, que no he escrito: malum ergo Deus (lo cual parecería una demostra-
ción), sino malum - ergo Deus (que quiere indicar una señal).
44 E/mal

Ciertamente, lo reconozco, no ha quedado resuelto por ello


el problema de la aparición del mal. ¿Podrá resolverse alguna
vez? ¿No seguirá siendo un enigma absoluto el unde malum'?
En todo caso, no puedo responder. También es verdad que la
cuestión de la relación de Dios con esta aparición del mal no
ha recibido aquí ninguna luz especial. En este sentido -y con
tal de que sea expuesta debidamente en relación con nuestra
libertad- la teoría de la permisión del mal no es falsa y tiene
su razón de ser. Pero resulta demasiado abrupta y en ocasiones
hasta demasiado definitiva. En este sentido es como el tema
de la sorpresa sirve de corrección a una trayectoria. Aunque
resulta igualmente inadecuado. En el fondo, convendría pres-
cindir de los dos. Finalmente, no creo que la cuestión de lapo-
sición de Dios ante la aparición del mal haya quedado margi-
nada. Al contrario, pienso que es posible retomarla con nuevos
bríos, pero después de haber aceptado este «rodeo», más pa-
tético y menos distante -más teológico-, por el escándalo del
mal. Se necesita pensar en el tema de la oposición de Dios al
mal antes que en el de la permisión, y no al revés. Señalo es-
tas perspectivas por respeto a la cuestión planteada; y sin em-
bargo, nuestro problema no ha sido este. Nuestra intención era
mostrar la legitimidad de un grito ante Dios, grito que no pue-
de resignarse demasiado pronto y que, por llo, permite al dis-
curso teológico descubrir mejor el rostro de su Dios y situar-
se ante el misterio del mal en una coyuntura muy distinta. Casi
la de una comunidad de destino. «Muchas cosas se estropean
por querer ir demasiado aprisa. Para no dar tiempo al error a
que eleve su voz, se busca para la verdad un fundamento tan
frágil como para el mismo error». Es preciso responder a to-
do acontecimiento, a todo suceso, incluso a todo sufrimiento,
«con un grito puro, justo y asombrado» 39 .

39. Son dos citas de J. Riviere; la primera sacada de su obra A la trace


de Dieu, Paris 1925, 27, con prólogo de P. Claudel; la segunda, sin referen-
cia, sacada del artículo Riviere, en el Thesaurus de la Encyclopaedia univer-
sa/is, 1663 B.
Tópicos de la cuestión del mal 45

CONCLUSIÓN

Este recorrido por los tópicos, desde el contra Deum hasta


el cum Deo, ha arrojado luz sobre la cuestión del mal, que es el
tema que nos ocupa. A la vez, nos ha iluminado sobre Dios. No
se trata de cosas distintas. Por eso, como conclusión hemos de
subrayar dos consecuencias imp01iantes que, además de ilumi-
nar el problema que tratarnos, superan su alcance.
1. La primera se refiere a la antropología. Examinando el
camino seguido, ¿no hemos de constatar que el discurso sobre
el hombre se ha impuesto sobre el de la teología?, ¿que el hom-
bre, lejos de perder su humanidad, la conquista en Dios? Si el
hombre, en la desdicha del mal, no puede apelar a un Dios,
¿qué efecto provoca? Quizás aquello mismo que hoy constata-
mos cada vez más: que el hombre, sin Dios, tiene que acusar-
se a sí mismo y cargar él solo con todo el peso del mal. «Pues
bien, se plantea la cuestión de saber si nuestra doble naturale-
za es capaz de soportar una realidad estática y si, cuando se le
prohíbe superarla y superarse a sí misma, no sucumbirá bajo la
locura; o expresándose en el lenguaje de los psiquiatras, bajo
un exceso de problemas» 40 . Cada vez más podemos constatar
de este modo en nuestros días que el mal, que era antes una ob-
jeción contra Dios, se convierte en lo que yo denominaría una
«objeción contra el hombre». Lo advertimos en la superculpa-
bilidad y en la superresponsabilidad de nuestra época. «Desde
que el hombre abrió los ojos, Dios cerró los suyos. De ahí a ha-
blar de la muerte de Dios y de la omnipotencia del hombre ape-
nas hay un paso. Pues bien, más pronto o más tarde el hombre
percibe, a escala del individuo o de la especie, que no puede ser
demoníaco sin quedar aniquilado, que no puede tocar el fuego
sin que el fuego lo devore» 41 .
Corno la muerte de Dios ha dejado al hombre solo, no le
queda más remedio que volverse contra sí. Pero ¿es sostenible
esta situación? ¿Qué es el hombre «sin la misericordia de Ciis-

40. C. Milosz, Visions de la baie de San Francisco, Paris 1986, 190.


41. P. Bettencourt, Le Baldes ardents, Paiis 1983, 53.
46 El mal

to» (H. Bianciotti)? 42 ¡Ay del hombre sin Dios!, decía Pascal en
una ocasión semejante. La muerte de Dios se hace sentir hoy
en ese peso que el hombre ya no puede arrostrar, en un proceso
del que es a la vez víctima, acusado y acusador. Por el contra-
rio, y según la perspectiva teológica que hemos adoptado, Dios
está metido en la causa43 . Con todos los riesgos que esta auda-
cia supone y asume -nadie podrá decir que se propone aquí una
apologética del miedo y la debilidad-; riesgos que sin embargo
son, como hemos visto y comprendido, los mismos de la fe. Y
que nos han permitido descubrir que Dios es, en definitiva, el
primer afectado en el problema del mal. ¿No es al propio Dios
a quien el mal ataca, como si quisiera matarlo y destruirlo? El
viejo tema del «Dios ofendido» confirmaría esta intuición.
En el fondo, el hombre de hoy, según confiesa Feuerbach,
ha querido aprovecharse de las cualidades que había atribuido
a Dios. Pero ha llegado hasta el final imprevisto de esta lógi-
ca, de esta «re-tribución», y resulta que también se ha visto
obligado a cargar con las acusaciones que antes lanzaba con-
tra Dios. ¿Es esto razonable? No lo creemos. Pero, sobre todo,
no creemos que esto esté en conformidad con la fe. La fe nos
enseña que estamos autorizados a implicar a Dios en la cues-
tión. Y al descubrir en ella a Dios, «tendremos la conciencia
tranquila ante Dios, porque si ella nos condena, Dios es más
grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas» (1 Jn
3, 19-20). Esta seguridad no es la que podría buscarse en el re-
fugio del consuelo: ahí está el vigor de las palabras de Jacob,
de Job y de Jesús para convencernos de ello. Esta seguridad
es, por el contrario, el fruto de una audacia, la de la fe, que no
teme las palabras a veces violentas del ad Deum.
En realidad, la solución más fácil habría sido la del mani-
queísmo, una especie de praeter Deum,, que margina a Dios de

42. Pienso en el personaje patético y lamentable de la pequeña Rosctte, la


nueva desgarrada Mouchcttc, pero en la que estaría ausente todo sol de Dios:
«Roselle, ese animalillo sin Dios, extraviado desde su nacimiento y como em-
peñado en perderse» (II. I3ianciotti, Sans la miséricorde du Christ, 257).
43. Cf. illfra, capítulo 5.
Tópicos de la cuestión del mal 47

la cuestión. Solución racional y elegante que «salva» a Dios,


pero no al hombre. La fe cristiana, al luchar contra el mani-
queísmo y al afirmar la unidad del Dios-Creador y del Dios-
Salvador, asume el riesgo de comprometer a Dios44 . Pues, no
en vano, su problema es el de la salvación del hombre. Y, al
igual que su Dios, la fe es consciente de que tal problema no
tiene precio, ni siquiera el precio de Dios ( «non pepercit, sed
tradidit», una vez más). Al negarse a disociar a Dios del mal
dejando que este reine como soberano implacable en su reino,
el cristianismo, introduciendo a Dios en la cuestión, no colo-
ca al mal fuera de su alcance. Y de esta forma salva al hombre:
éste no se encuentra solo y ante una fuerza que tiene todos sus
derechos contra él. La afirmación de Dios se presenta, en esta
tremenda cuestión, como la salvación del hombre. Y ello equi-
vale hoy a decir que quizás sea menester que Dios viva para
que el hombre no muera.
En estos «derechos del hombre» ampliados al poder del
Ser, y hasta de un Ser supremo, el análisis descubre la manía
del nihilista: «El Creador ha muerto, yo lo sustituyo ... Yo es-
toy solo; por tanto, yo soy el creador». Algunos, trágicamen-
te, se quedan aquí. Pero el fin último -si es que el proceso se
detiene alguna vez- sería aquel en el que, tras una especie de

44. Hablé antes del «coraje» de la pposición cristiana a la «facilidad»


maniq1c_19...(cf. M.-A. Ladero Quesada, c:atholicité et latinité, en G. Duby
-Ted.], Civilisation latine, s.l. 1986, 197, donde se habla excelentemente de la
«simplicidad inicua, pero atractiva» de la solución maniquea). Por otro lado,
quiero citar aquí un texto de Pascal, redactado con ocasión de la muerte de
su padre: «Todas las criaturas no son la causa primera de los accidentes que
llamamos males, sino que la providencia de Dios, al ser la única y verdade-
ra causa, el árbitro y la soberana, es indudable que hay que recurrir directa-
mente a la fuente y remontarse hasta el origen, para encontrar un auténtico
alivio» (Carta V a M. y Mme. Périer, del 17 octubre de 1651, en Obras, Ma-
drid 1981, 308-309). No se pueden suscribir del todo estas frases, debido a
que corren el riesgo de introducir la confusión a propósito de la causalidad
divina. Aunque es posible entenderlas bien, señalando que Pascal no piensa
más que en el mal del castigo (en el que se incluye la muerte), o bien ape-
lando al mismo santo Tomás, que no vacilaba en decir que, puesto que no
existe nada sin Dios, en ese sentido se puede decir «malum ergo Deus», mas
entendiendo que Dios no es causa del mal. He citado aquí este texto por su
final confiado y porque muestra la audacia (y el hermoso gesto de valentía)
del pensamiento cristiano en su antimaniqueísmo.
48 El mal

desengaño, vuelve el espíritu del juego: «Yo soy otro distinto,


esto se me escapa; hay aquí algo indecible; tengo derecho a ju-
gar a ello para ver así las cosas más de cerca» 45 .
2. La segunda consecuencia de nuestro recorrido se refiere
directamente a la teología en cuanto a discurso sobre Dios. He-
mos visto que Dios se presenta como parte activa en la cues-
tión del mal. Sin embargo, se podría muy razonablemente mos-
trar aquí que esto no ha sido nunca ignorado, ya que constituye
el fondo mismo de la afirmación cristológica y soteriológica.
Es verdad. Pero lo que queremos subrayar es que la doctrina
del Dios salvador, tratada (casi) exclusivamente en cristología,
puede dar la impresión de que hace referencia allí, en cierto
modo, a un comportamiento «segundo» de Dios, casi por ca-
rambola. Esta observación se impone más aún si se piensa que,
en el discurso teológico «primero», en el de Deo, sólo se habla
del mal para resolver su problema por la teoría de la «permi-
sión» del mal, teoría que hace un tanto aleatoria y problemáti-
ca, si quisiéramos ahondar un poco en el asunto, la interven-
ción de Dios. En una palabra, como si en teo-logía la cuestión
de la relación de Dios con el mal no perteneciera de hecho a la
«metafísica de Dios» y no debiera aparecer más que como un
gesto histórico y «contingente» de Dios.
Lo que nosotros creemos es que la doctrina de Dios-Salva-
dor debe cobrar mayor protagonismo y «cuanto antes» formar
parte integrante de la doctrina de Dios en-sí. No hay que co-
menzar por tratar solamente la relación de Dios con el mal en
cristología (teológicamente resulta un poco tarde), aunque sea
en este gesto donde se ha manifestado el comportamiento his-
tórico de Dios frente al mal. Hay que hacerlo desde el princi-
pio, situando este movimiento de Dios como suyo y forman-
do parte desde siempre y ontológicamente a su definición, ya
que es «en su naturaleza» como Dios se presenta en oposición
al mal. Lo sabe muy bien la dogmática, que ha insistido siem-

45. J. Kristeva, Au commencement était l 'amour. Psychanalyse et foi,


París 1985, 81 y 67-68 (versión cast.: En el comienzo era el amor: psicoaná-
lisis y.fe, Barcelona 1996).
Tópicos de la cues1ió11 del mal 49

pre en el anuncio salvífico desde el mismo episodio del Edén.


Pero en lo que aquí pienso es en el de Deo de la teología natu-
ral. En ella, esta posición de principio sobre Dios como el ad-
versario del mal queda totalmente oscurecida por una teodicea
que conduce más bien a alejar de Dios la cuestión del mal y a
retrasar su relación con él a la cristología. En resumen, lo que
habría que hacer aquí, como en otros muchos terrenos de la teo-
logía46, es aceptar que se tomara en serio especulativamente ( es-
to es, en teología en el sentido estricto de la palabra), lo que se
dice en la revelación histórica. Quizás se deba en parte a una
doctrina demasiado pagana del Dios impasible 47 el hecho de
que el de Deo no haya podido desarrollar suficientemente la re-
lación de Dios con el mal. No convendría seguir separando la
metafísica de la historia48 •
La estructura de prioridad (prior) interviene desde el prin-
cipio en teología. Para el hombre esto es evidente; lo mismo pa-
ra Dios, si se ha comprendido bien lo que hemos dicho; tam-
bién lo es, por último, para la resolución del problema del mal
(sería de la mayor importancia pensar en la relación de Dios
con el mal desde el principio y, por tanto, en el nivel del dis-
curso especulativo y metafísico). Se trataría de hacer que la re-
dención llegara hasta el de Deo 49 . Con el mal, enseguida se to-
pa con Dios. Y con Dios, enseguida se topa con el mal. Hay que
restituir la cuestión soteriológica a la teología como su movi-

46. Cf. A. Gcsché, Le Dieu de la Bible et la théologie ~péculative, en J.


Coppens (ed.), La notion biblique de Dieu. Le Dieu de la Bible et le Dieu des
philosophes, Gembloux-Louvain 1976, 401-430 (cf. A. Gesché, Ephem. Theol.
Lov. 51 [1975] 5-34).
47. Los Padres griegos se mostraron muy sensibles a esta filosofia liga-
da a su mundo cultural. Orígenes, en un texto soberbio, es una excepción (ci-
tado en A. Gesché, Luther et le droit de Dieu, en Luther aujourd'hui, Lou-
vain-la-Neuve 1983, 184).
48. Como dice muy bien J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, 62: «El
conocimiento de la cruz de Cristo convierte lo metafisico en histórico y lo
históríco en metafisico»; y en la p. 46: «La pasión histórica de Cristo revela
la pasión eterna de Dios»; cf. también p. 35-37.
49. Es lo que hace F. Rosenzweig, La estrella de la redención, Salaman-
ca 1997. La categoría de redención, como las de creación y revelación, posee
un valor de categoría fundamental, filosófica y antropológica; esto sostiene
lo que digo aquí sobre la relación de la idea de salvación con la filosofía.
50 E/mal

miento interno. Dios es salvador. No es solamente su historia la


que se ve afectada por el mal, sino también su naturaleza y su
definición. La resolución teológica del mal pertenece a la afir-
mación misma de Dios, previamente a cualquier gesto suyo
contra él. ¿No es a este precio, sólo a este precio, como puede
iluminarse radical y fundamentalmente el problema del mal?
Por parte del teólogo, ¿sería demasiado atrevido sugerir
que la cuestión de la relación de Dios con el mal no sólo se re-
montase de la cristología a la teología, sino también a la filo-
sofía? Me bastará con citar a la poco sospechosa escuela de
Frankfurt en la persona de Adorno: «Filosofía, tal y como úni-
camente se puede hacer a la vista de la desesperación, sería el
intento de contemplar todas las cosas como se mostrarán des-
de la perspectiva de la redención. El conocimiento no tiene
otra luz que la que desciende sobre el mundo a partir de la re-
dención: todo lo demás se agota en la construcción imitadora
y sigue siendo técnica» 5º.
¿No convendría, entonces, que elevásemos un poco más
la voz?

50. Th. W. Adorno, Minima moralia. Reflexionen aus dem beschadigten


Leben, Frankfurt a.M. 1970, 333 (versión cast.: Mínima Moralia. Reflexión
sobre una vida dañada, Madrid 2004) citado en W. Kasper, Jesús, el Cristo,
Salamanca 11 2002, 104. Sobre esta deficiencia de toda «técnica», cf. también
Ph. Nemo, Job et l 'exces du mal, 63-112.
2
DIOS EN EL ENIGMA DEL MAL

El mal es lo más terrible que existe en el mundo. No es po-


sible quitarle esta posición incalificable que le asigna tanto la
indignación del corazón como la rebeldía de la mente. Esta-
blecer sobre él un discurso (lagos), incluso teológico, puede
correr el riesgo de darle un aspecto de racionalidad o un co-
mienzo de justificación. El mal es lo irracional por excelen-
cia; es injustificable en todos los sentidos de la palabra. Mo-
ralmente, ni que decir tiene, es un acto malo e injustificado.
Pero también intelectualmente, pues ¿quién se atrevería a ha-
cer la apología del mal?
Terrible desde siempre, el mal lo es más todavía hoy, des-
de que nos hemos hechos sensibles, como nunca, a la desgra-
cia inmerecida, a aquella que cae sobre el inocente o sobre la
colectividad. El mal individual que recae sobre el culpable po-
dría todavía tener apariencia de justificación, debido a cierta
proporción que podría establecerse entre el mal realizado y el
mal sufrido. Pero aun así, ¿cabe alguna relación? Por otra par-
te, nuestra modernidad no cree, como antes, que podamos
apelar a la explicación de la fatalidad (trágicos griegos) o a los
recursos de la resignación (heroísmo estoico). Nos sentimos
responsables del mal del que no somos culpables y hacemos
campaña para combatirlo y acabar con él.
El mal resulta aún más terrible porque conduce a una per-
plejidad que no es posible eludir. En efecto, ¿acaso no es ver-
dad que en este justo combate contra el mal somos tan sensibles
a nuestra propia responsabilidad que llegamos a convertirnos
52 E/mal

en verdugos de nosotros mismos, atorn1entados por una insi-


diosa y punzante culpabilización? Un mal, por tanto, que rebo-
ta, en donde la lucha contra él parece engendrar pérfidamente
lo mismo que intenta expulsar. Y al final nos vemos a menu-
do incapaces de proseguir la lucha por culpa de nuestro propio
derrumbamiento, o porque nos hemos hundido en una nueva
«conciencia desventurada». Se trata de una situación tenible,
que paradójicamente acabaría excluyendo del terreno de la sal-
vación a aquel que desea salvar a los otros.
Así pues, no deja de incrementarse en distintos sentidos el
carácter terrible del mal. Con todo, resulta evidente que esto no
puede llevamos al desaliento ni a sumergirnos en un mar de cul-
pabilidad morbosa. Porque ceder así a una de estas tentaciones
sería añadir nueva fuerza a la perversidad del mal. Nuestra re-
flexión intenta precisamente comprender lo mejor posible el
mal y medir debidamente nuestra responsabilidad en él. Habla-
remos entonces del mal y abordaremos deliberadamente su ca-
rácter tenible. Cada uno lo hace y lo tiene que hacer a su mane-
ra. Nosotros lo haremos como teólogos. ¿Qué significa esto?
Nuestra tarea consiste en proponer aquí la palabra «Dios».
Realmente, ¿no es esto la teología, es decir, plantear una cues-
tión en Dios (in Deo) o poner a Dios en una cuestión y ver qué
pasa? Proponer la palabra Dios, con intrepidez, ¿resulta acaso
una ingenuidad? Sin embargo, esto es precisamente la fe: intre-
pidez e ingenuidad. Acudir nada menos que a la palabra Dios,
convencidos de que no está de sobra en esta cuestión. Enfren-
tarse a una superdeterminación antropológica con una superde-
terminación teológica. ¿Quizás con peligro para Dios? ¡Pero si
él mismo se presentó como el Cordero de Dios que se enfrenta
con lo intolerable! ¡Si él mismo bajó a los infiernos! ¡Si él mis-
mo tembló ante el mal que le acechaba! ¡Si se conmovió y tur-
bó ante el mal que azotaba a los demás! Quizás entonces no sea
tan temerario abordar el mal teo-lógicamente.
Nuestra exposición gira en torno a tres ejes. El primero es,
en cierto sentido, descriptivo, genético, narrativo: ¿cómo se pre-
senta el mal tanto al hombre como a Dios? (Dios ante el mal).
Dios en el enigma del mal 53

El segundo es más sistemático, estructural: ¿cómo se va entre-


tejiendo la trama del mal? (Dios como actor en un drama). El
tercero corresponde a la teología práctica, salvífica, en busca de
mediaciones: ¿cómo combatir el mal? (Dios en el mal).

1. LA «SORPRESA» DE DIOS ANTE EL MAL. PERSPECTIVAS DE


TEOLOGÍA NARRATIVA

Al releer los relatos de los orígenes (volveremos sobre


ellos), constatamos que el mal surge esencialmente como algo
imprevisto, como una sorpresa. Quizás sea esto exactamente
lo que dicen sin decirlo los grandes relatos sobre el principio.
Para entenderlos bien, hay que silenciar aquí, por unos instan-
tes, nuestros reflejos de teólogos y de filósofos sobre la per-
misión del mal 1• Para el Génesis, si nos atenemos a una lectu-
ra hermenéutica del texto, el mal es lo que no estaba previsto.
En el relato de la creación no sólo no se crea el mal, sino que
ni siquiera se le menciona; no pertenece al plan, a la idea de la
creación2 . Esto significa que el mal está desprovisto de senti-
do; resulta para la teología de la creación un irracional abso-
luto. Esta es sin duda una actitud teológica frente al mal: de-
clarar que es algo irracional, puesto que no tiene nada que ver
con el designio que se pretendía. En el plan de la creación el
mal no tiene lugar; no se trata para nada de él.

1. Quede claro que nos quedamos aquí en una lectura hennenéutica del
texto, sin querer recurrir (demasiado pronto) a las soluciones filosóficas y
teológicas (que no por ello negamos). Pero el sentido de un texto debe com-
prenderse ante todo en su propio círculo de sentido antes de superarlo (?)
eventualmente «en los límites de la razón pura». Por lo demás, las conside-
raciones teológicas y filosóficas sobre la presciencia y la permisión del mal
están lejos todavía de ser plenamente satisfactorias. Añadamos que, si se ha-
bla justamente de pecado original (aunque precedido por el bien), no es buen
método trasladarse aquí rápidamente al terreno de su propio origen. La gno-
sis, por su afán impulsivo de comprenderlo todo, especialmente en lo que
concierne al mal, constituye para nosotros la mejor advertencia.
2. Se diría que el bonum, va/de bonum, que pone ritmo al relato quiere
insistir en el hecho de que, en principio, todo tenía que ir bien, lo cual acen-
túa el efecto de sorpresa en la aparición del mal (una sola constatación de
non honum en la creación antes del pecado, cf. Gn 2, 18).
54 El mal

Pero el mal existe. Después de la creación -y es la segunda


actitud teológica-, el relato bíblico constata la aparición y el
hecho del mal. Este mal viene de algún sitio; el Génesis no pue-
de por ello, eludir dicha constatación. Pero este mal que sobre-
viene se designa como proveniente de un personaje desconoci-
do, del Demonio-serpiente, único responsable-culpable desde
este punto de vista. La responsabilidad de este mal que no per-
tenece al designio de la creación se sitúa en ese lado, y consi-
guientemente, en este primer momento y en primera instancia,
no debe buscarse del lado de Dios ni del lado del hombre. Este
desplazamiento es capital. Necesita una amplia exposición.
La aparición del mal no debe buscarse del lado de Dios.
«¿Qué pasa aquí entonces? Esto es lo que uno podría pregun-
tarse familiarmente al releer estos textos que nos llevan a pen-
sar en la irrupción de una desgracia inesperada. Pensemos en el
relato del diluvio, en el que Dios «se arrepiente» de lo que ha
hecho. En el relato de Sodoma y Gomorra, le pregunta a Abra-
hán si es verdad aquel horrible rumor de infamias que ha subi-
do hasta Él. En el Edén, Dios no es el Zeus de Prometeo, aquel
águila que lo espía todo desde las alturas: «Adán, ¿dónde es-
tás?», «Eva, ¿qué has hecho?». En el episodio de la torre de Ba-
bel, Dios baja para conocerla y se extraña de que sea esa «la
primera obra de los hombres». Todo pasa como si Dios, escan-
dalizado, quisiera borrarlo todo cuanto antes. Asimismo, en el
Nuevo Testamento, Jesús se sorprende ante el mal y, puesto que
se trata para él precisamente de algo indefendible, se indigna
contra todo intento de explicación, como en el episodio del cie-
go de nacimiento. Es como si Dios mismo cayese «desmaya-
do», sugiere maravillosamente san Francisco de Sales3.

3. No nos resistirnos al placer de releer esto mismo en el Tratado del


amor de Dios de san Francisco de Sales: «Mi querido Teótimo, los cielos se
asombran, sus puertas se estremecen de horror y los pacíficos ángeles que-
dan perplejos comprobando la portentosa miseria del corazón humano, que
abandona bien tan amable para apegarse a cosas tan despreciables» (1 V/ 1).
«Accidente inesperado ... Ciertamente que el cielo se estremece y, si Dios es-
tuviese sujeto a pasiones, sentiría vacilar su corazón ante tamaña desgracia,
como cuando expiró en la cruz por redimirnos» (III/3), cf. Tratado del amor
de Dios, Madrid 1954, 168 y 136).
Dios en el enigma del mal 55

En estos relatos de los orígenes, la primera aparición del


mal tampoco se atribuyó hombre. El mal -representado siem-
pre por la figura enigmática de la serpiente que surge de im-
proviso, sin que nadie sepa de dónde viene, en un plan en el
que no estaba prevista- toma al hombre por sorpresa, como un
enemigo. «Pues bien, la serpiente ... », la palabra hebrea que se
traduce en castellano por esta conjunción expresa el carácter
repentino de algo imprevisto4, destacando que todo el mundo
queda sorprendido. Es verdad que el hombre consiente -volve-
remos luego sobre ello-, pero el mal le precede. Y le precede
enigmáticamente (sorpresa) e irracionalmente (viniendo de no
se sabe dónde, fuera de todo plan). El hombre queda sorpren-
dido. Tampoco aquí el mal forma parte de ninguna lógica, de
ninguna expectativa, de ningún deseo del hombre (tema de la
astucia y de la tentación). Es el Adversario.
¿Qué es, pues, lo que de entrada se nos enseña? Que el
problema del mal, en este nivel primero y radical, no es el de
una culpabilidad (salvo la de la serpiente), ni tampoco (por
ahora) el de una responsabilidad, sino el de un accidente. El
mal, por así decirlo, no pertenece a Dios ni al hombre, sino al
Demonio-serpiente-enigma. El mal no se plantea ni se perci-
be en términos de responsabilidad, sino de accidente y de des-
gracia. Pensamos aquí en las palabras de Sartre: «El hombre
es un ser al que le ha ocurrido algo» 5 .
Comprender así de entrada el mal como un accidente, como
una desgracia que le ocurre a Dios y al hombre, nos enseña
muchas cosas. Y considerarlo, en esta primera instancia, lejos
de una perspectiva inmediata de pura y simple culpabilidad,
nos libera ya de algunas crispaciones.

4. Todo en este texto indica la brusquedad, la imprevisión y la astucia,


que acentúan casi visualmente el efecto de sorpresa, simbolizado de manera
tan admirable por la extraña sensación que provoca este animal entre los se-
res humanos.
5. J.-P. Sartre, Cahiers pour une morale, Paris 1983, 51. F. George no
duda en opinar que Sartre alude aquí al mito de la caída y al relato del peca-
do original (Universalia 1984, Paris 1984, 462).
56 E/mal

l. la desgracia del mal

A primera vista el mal se representa como una desgracia.


Ver el mal como un desastre, antes de verlo como culpabilidad,
nos permite dejar de lado una verdadera responsabilidad inicial
en el mismo. La cuestión, según esta perspectiva, es primera-
mente la de «¿cómo salir de él?», antes de la otra cuestión más
especulativa y gratuita de «¿cómo se ha entrado en él?», o la de
origen gnóstico, «unde malum? ¿De dónde viene el mal?» 6•
Porque si la visión fuese de entrada una visión de culpabilidad,
el mal podría no parecer ya como algo totalmente irracional,
que hubiera que combatir, ya que de alguna manera estaríamos
enredados en él. Ante un mal del que se dice, en este instante
fundamental, que sobreviene sin connivencia alguna de nuestra
parte con él, como un enemigo absoluto, la primera reacción es
ciertamente la de intentar dominarlo. Paradójicamente -con-
viene que nos demos cuenta de ello-, la desculpabilización (en
primer grado) libera a los actores para el combate. Esto signi-
fica que la negación de proto-culpabilidad (es decir, denunciar
el mal, pero sin inculpar a nadie) es la mejor manera de abrir
a la responsabilidad activa. Así pues, y en contra de lo que se
piensa, no es la culpabilización inmediata la que, en todo ca-
so, conduce mejor a la verdadera responsabilidad. Al contrario,
juzgarse culpable demasiado pronto puede romper o debilitar el
sobresalto radical de lucha en contra de lo que debe aparecer
ante todo como una agresión que viene de fuera. Aquí se anun-
cia ya previamente la salvación, puesto que de antemano el ac-
tor del drama, al no ser juzgado ya de entrada como culpable,
sino más bien como víctima, se ve liberado de una complicidad
inmanente hasta el punto que podría creerse destinado a no sa-
lir ya nunca de ella. Si Dios y el hombre son inocentes según el
relato bíblico del Génesis, el verdadero primer problema de la

6. Es sabido que fueron los gnósticos quienes plantearon la cuestión del


pothen ta kaka (P. Ricoeur, Le con.flit des interprétations, París 1969, 266).
Por otra parte, es este «unde malum?» el que marca el ritmo del libro VII de
las Confesiones de san Agustín en su lucha interior contra los maniqueos.
Aparece también esta cuestión en el De consolatione philosophiae de Boecio.
Dios en el enigma del mal 57

responsabilidad puede plantearse de este modo: ¿cómo obrar


ante el mal? ¿Qué hay que hacer? ¿Cómo salir de él? De tal for-
ma que el lugar de una responsabilidad de perdición queda ocu-
pado por una responsabilidad de salvación.
Esta inversión resulta paradójica, pero merece la pena sub-
rayarla. La declaración de inocencia que hace aquí la Escritu-
ra no es una declaración cualquiera, que pudiera interpretarse
como una desresponsabilización desastrosa. Al contrario. En
cierto sentido, uno es responsable precisamente por no ser cul-
pable. Una responsabilidad dictada únicamente por la culpa-
bilidad podría ser una responsabilidad estrecha y destructora
de uno mismo. Tal vez uno sólo pueda salir a luchar contra el
mal encontrándose extrañado y sorprendido. Escandalizado.
Quizás se trata aquí precisamente del futuro de la responsabi-
lidad auténtica y posible.

2. La malicia de lo demoníaco

Hay que sacar una segunda lección del tema del mal como
sorpresa. La de llamar al mal por su verdadero nombre, a saber,
irracional, puesto que la primera actitud teológica consiste aquí
en verse sorprendido. No es éste, desde luego, el reflejo clásico
de la teología. La teología tiene la costumbre de comprender y
explicar las cosas: por ejemplo, en este caso, apelando inmedia-
tamente a la noción de culpabilidad. No obstante, comprender
y explicar implica en muchas ocasiones rechazar la prueba de la
sorpresa. La reacción teológica consiste aquí en no comprender;
el mal no puede entrar en ningún discurso de justificación: ni
moral (es evidente) ni racional (aunque esto no resulta tan evi-
dente, por desgracia, si pensamos en ciertas teodiceas). Dire-
mos incluso que esta sinrazón es, en este caso, el único respe-
to a la razón: «El pecado original, escribe Pascal, es locura ante
los hombres, pero se le presenta como tal. No debéis, por tan-
to, reprocharme la falta de razón en esta doctrina, puesto que la
presento como algo sin razón. Pero esta locura es más sabia que
58 E/mal

toda la sabiduría de los hombres, sapientius est hominibus. Por-


que sin esto, ¿qué se dirá que es el hombre?>>7.
Parece ser que la tradición judeo-cristiana ha producido la
única representación del mal que ha llegado hasta el fondo en
esta denuncia de la irracionalidad absoluta del mal 8. Todo pen-
samiento, toda sabiduría, toda filosofía -pensemos en Leib-
niz9, en Teilhard de Chardin 1º- tiende de alguna manera a dar
cuenta del mal, presentado muchas veces como el daño inevi-
table, pero indispensable para el equilibrio del conjunto, según
la ley de los contrastes o el principio de necesidad concomi-
tante. Prefiero una vez más a san Francisco de Sales, cuando
afirma: «No es necesario pensar que se puede dar razón de la
falta que se comete pecando, pues la falta no sería pecado si
no se cometiese sin razón» 11 •

7. B. Pascal, Pensamientos, Madrid 1981, 695.


8. Sólo Kant es una ilustre excepción, y ello en pleno siglo XVIII y a pe-
sar de Leibniz: «En cuanto al origen racional (en oposición al histórico y se-
gún la representación) de esta inclinación al mal, este sigue siendo para noso-
tros impenetrable [ ... ]; no existe para nosotros ninguna razón comprensible
para saber de dónde puede habemos venido primero el mal. Es este carácter in-
comprensible [... ] el que la Escritura expresa en su relato histórico» (La Reli-
gion dans les limites de la simple raison, Paris 1968, 65-66 [versión cast.: La
religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid 2009]). Kant no vacila
en usar aquí el término de contingencia. (A este propósito, cf. ibid., 48). Este
filósofo de la Ilustración es aquí tan poco «racional» que se lo reprochará el
mismo Goethe. Sobre todo esto en Kant, cf. también P. Watté, Structures phi-
losophiques du péché origine!, Gembloux 1974, 129-130.132.155.158.l 74.
178.187. Este estudio prueba que Kant señaló la irracionalidad del mal mejor
que Tomás de Aquino, más «racionalista» (al menos en este caso).
9. Pienso aquí evidentemente en su famoso Ensayos de teodicea (1710).
Se conocen las bromas (un tanto exageradas) de Voltairc en Cándido.
1O. Entre otros mil textos y sin querer hacer una critica negativa, reco-
jamos este pasaje significativo: «Por efecto de hábitos indesarraigables, el
problema del mal sigue, automáticamente, siendo declarado insoluble. Y la
verdad es que uno se pregunta por qué. ¿Cómo es posible que sean tantos los
espíritus que siguen obstinándose en no ver que, intelectualmente hablando,
el famoso problema ya no existe? ¿Cuál es la contrapartida inevitable de to-
do resultado obtenido mediante un proceso de este género, sino el pago de
una cierta proporción de fracasos?» (Las direcciones del porvenir, Madrid
1974, 17 I ). Es cierto que, por su fonnación, Teilhard ve sobre todo las cosas
desde un punto de vista cosmológico y que sabe tener sobre el pecado y el
sufrimiento humano acentos diferentes. Cuando se convierte en metafísico,
sin embargo, sigue generalizando el problema y su solución.
11. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios II, 11, 99.
Dios en el enigma del mal 59

No se trata de hacer una teodicea del mal desde esta pers-


pectiva. «La falta -escribe Vladimir Jankélévitch- es esencial-
mente mala; la irracionalidad de este escándalo se resiste a la
exégesis y a la antropodicea» 12 . Aquí al mal se le llama mal,
sin la más mínima concesión, y por tanto directamente por su
nombre. Efectivamente, ahora hay un culpable. Tiene un nom-
bre: el Demonio. El mal, que en términos filosóficos se desig-
naba como una irracionalidad, aparece en términos teológi-
cos como demoníaco. Tal es su cualificación teológica. De esta
manera el mal recibe el nombre más insultante, un nombre des-
piadado, que lo arroja en la irracionalidad (mysterium) más ab-
soluta (iniquitatis), sin esperanza alguna de justificación. Co-
mo se observa, la cuestión de la culpabilidad -que antes podía
haber parecido un tanto borrosa- no ha quedado en el olvido.
Pero se plantea en su verdadero lugar: lo demoníaco. Se reco-
noce francamente la culpabilidad, pero se la expulsa (se trata
de la primera desposesión) de un lugar que me pertenece (yo
no soy malo) a un lugar que es de otro, el lugar del Maligno.
No se trata ni de Dios ni del hombre. El mal no es de este mun-
do; ha entrado en él; ha venido de fuera. Ya lo había indicado
Kant en una nota curiosa 13 .
Poco importa aquí -aunque no carezca totalmente de inte-
rés, como luego veremos- el posible debate sobre la hipóstasis
del Demonio 14 . Podríamos pensar en el término de parahipós-
tasis15. En cualquier caso, la realidad que designa significa con

12. V Jankélévitch, Le pardon, Paris 1967, 187; también 84 y 207 (ver-


sión cast.: El perdón, Barcelona 1999). Tras haber sido favorable al optimismo
de las teodiceas (Consideraciones sobre el optimismo), Kant volverá sobre el
terna y las reprobará (Elfi·acaso de todos los ensayos de teodicea); cf. P. Wat-
té, Structuresphilosophiques du péché origine/, 158.
13. En la religión dentro de los límites de la mera razón, Kant observa
que la representación cristiana, al asociar el mal con un tercer lugar, el infier-
no, y no ya con la tierra (ni lógicamente con el cielo), logró subrayar perfecta-
mente el carácter heterogéneo del mal. Yo añadiría que fueron precisamente la
gnosis y el maniqueísmo los que, con su dualismo y su vinculación entre el
mal y la tierra, hicieron al mundo malo por naturaleza y no por accidente.
14. Volveré sobre ello en las p. 75-82 («Re-dogmatización del mal»).
15. Esta expresión es de Dionisia Areopagita, De divinis nominibus, ci-
tado por P. Watté, Structures philosophiques du péché origine!, 92.
60 El mal

toda exactitud el estatuto del mal. El mal, calificado de demo-


níaco, está marcado inmediatamente como lo injustificable ab-
soluto, radical, despiadado, como un exceso 16 • El mal no tiene
remisión o apología posible; se le designa como lo no-admisi-
ble. Esta cualificación inaugural no es simplemente de orden
ético; se refiere a su destino. Por su carácter demoníaco, el mal
se revela como perteneciente no ya a una simple casualidad, si-
no a lo que podríamos llamar un ardo desordinis, un orden del
desorden. El mal tiene la característica metafísica (y no sim-
plemente moral o estética) de parecerse a un destino imperso-
nal: des-orienta al hombre respecto a su finalidad. Lo desfi-
naliza, ya que intenta (la «tentación») orientarlo por sorpresa
hacia un orden que no es el de su destino divino. (Quede en-
tendido, aquí como en las páginas siguientes, que siempre que
utilice la palabra «Demonio», lo hago con comillas epistemo-
lógicas: se trata de designar el lugar de un enigma).

3. La prioridad de la víctima

El aspecto de sorpresa que afecta a la aparición del mal -y


que implica que el carácter de culpabilidad no interviene en
primer plano- puede tener además una tercera consecuencia.
Todos admiten que el Occidente cristiano se ha mostrado his-
tóricamente muy preocupado por la culpabilidad: nuestro sis-
tema judicial, así como nuestra moral sistemática (sin olvidar
las caracterizaciones de nuestras novelas policíacas) 17 , se han
regido por una búsqueda prioritaria del culpable (que puede
ser el otro o uno mismo). Pero cabe preguntarse, entre otras
cosas, si no nos hallaremos ante una cierta manera de raciona-
lizar, de comprender el mal, vinculándolo (demasiado aprisa)
a una explicación. Esta es, por ejemplo, la actitud de los ami-

16. Expresión recogida de Ph. Nemo, Job et l'exces du mal, Paris 1978
(versión cast.: Job y el exceso del mal, Madrid 1995).
17. Cf. las sugestivas páginas de T. Todorov sobre la tipología de la no-
vela policíaca en Poétique de la prose, Paris 1971 y 1978 (versión cast.: Poé-
tica de la prosa, México 1978).
Dios en el enigma del mal 61

gos de Job. Por el contrario, el evangelio se interesa mucho me-


nos por el culpable que por la víctima, es decir, por aquella per-
sona que se encuentra en la situación más absolutamente irra-
cional, que se encuentra precisamente bajo la presión del mal.
Pensemos en la parábola del buen samaritano. En el camino
de Jerusalén a Jericó no se alude para nada a la persecución de
los culpables (a no ser que, por ventura, se dedicaran a ello el
sacerdote y el levita). La figura que resalta Jesús es la del que
se preocupa únicamente por la víctima, por el inocente que su-
fre un mal inmerecido. Esta es la prioridad evangélica.
Ciertamente, no se trata de minimizar la culpabilidad ni de
pensar que pueda evitarse en una sociedad la justa denuncia,
la persecución y el castigo del culpable. Y, desde luego, no es
posible contentarse con curar las llagas; esto puede resultar in-
suficiente y habrá que pensar en unas reformas sociales más
profundas. Pero ocurre que no hacemos ni lo uno ni lo otro,
ocupados como estamos en acusar a los culpables, en contra de
lo que dice el Señor: «¡A mí la venganza!» (Dt 32, 35). No es
que Dios sea un ser justiciero; pero lo cierto es que Él prefie-
re que nosotros no asumamos ese papel.
Por tanto, podemos preguntamos en qué medida la búsque-
da casi exclusiva de responsabilidades, acompañada en mu-
chas ocasiones de un olvido de la situación del mal objetivo en
que se encuentran las víctimas, no desviará a veces la atención
del verdadero lugar en que se encuentra el mal irracional y trá-
gico, que es donde debe aportarse prioritariamente la salva-
ción. La lógica desconcertante del evangelio culmina cuando
vemos que allí no existe ninguna obsesión por el culpable. Je-
sús pide al Padre en la cruz que perdone a los culpables, por-
que no saben lo que hacen. En su encuentro con los fariseos y
con la mujer sorprendida en adulterio, parece indicar que la
verdadera cuestión no es quizás la culpabilidad. Y en la discu-
sión sobre el ciego de nacimiento, se rechaza expresamente es-
ta cuestión como impertinente. En efecto, ¿no habrá en la per-
secución del culpable y en el olvido de la víctima una especie
de secreta connivencia con unas estructuras que queremos jus-
62 El mal

tificar'? En este caso, con una autojustificación de buena con-


ciencia. ¿ Y no es esto, a veces, quizás de manera inconscien-
te, querer situarse del lado de los verdugos, aunque sea denun-
ciándolos a ellos? Y sobre todo, condenar ¿no es olvidarse de
que lo que imp01ia ante todo es combatir el mal, en el mismo
sitio en que ese mal ha causado los desastres de su victoria?
Y si hay que juzgar, y hasta condenar, hagámoslo ciertamente,
porque hay que hacerlo, pero siempre pensando en salvar a las
víctimas, no por otras razones.

4. La fragilidad del hombre

El tema de la sorpresa del mal nos ilumina sobre un último


aspecto, el pecado del hombre, que evidentemente no se trata
de ocultar. Según el Génesis, la entrada del hombre en el do-
minio mal fue sólo un acto de consentimiento 18 • Se trata del
tema de la tentación, que indica que la culpabilidad (humana)
-que ciertamente existe- entra en juego relativamente tarde, en
un segundo momento, posterior al momento primero y radical.
Indica que la culpabilidad humana, por muy real que sea, no
se encuentra en una posición radical y fundamental y que, por
tanto, a ese nivel, es relativamente débil 19 • Se trata, una vez
más, de no plantear todo el problema en términos de culpabili-
dad, para no culpabilizarnos de un modo insoportable.

a) El hombre tentado

Hay, pues, dice el texto, un simple consentimiento; o sea,


hay ciertamente una culpabilidad, pero no una proto-culpabi-
lidad (que es propia de la serpiente). Hay una déutero-culpa-

18. ¿Habría que poner entre comillas el «sólo» de esta frase? Sí, si es
para indicar que no se quiere disminuir aquí la importancia del pecado. Pero
no, si se quiere mantener que el mal cometido por el hombre no tiene la ra-
dicalidad fundamental del mal absoluto.
19. Hay que hacer aquí sobre la palabra «débil» la misma observación
que se hizo en la nota anterior sobre el «sólo».
Dios en el enigma del mal 63

bilidad que consiste en el hecho de que el ser humano fue an-


te todo sorprendido y cayó como víctima (de la tentación), en
el hecho de que el ser humano ha aceptado que el «orden» de-
moníaco sustituyera al orden divino. Esto es ciertamente gra-
ve (sobre todo en sus resultados), pero indica que el pecado no
es una perversidad verdaderamente inmanente al hombre. De
lo contrario -como señaló con toda claridad Kant-, habría que
llamar diabólico al hombre, y esto no es posible2º. El mal no
viene del hombre; en este sentido, es obra solamente del de-
monio (el único fundamentalmente malo). El mal, en el hom-
bre, es sólo una21 adhesión a otra cosa, a algo que viene de fue-
ra y no de su propio fondo.
Desde mi punto de vista, nunca se insistirá demasiado en
todo esto. El pecado, es decir, el mal que el hombre comete, es
ciertamente inmenso. Precisamente porque, a través del con-
sentimiento, constituye esta trágica aversio-conversio que le
desvía de su finalidad. Pero justamente por eso mismo, inclu-
so en el peor de los casos, no es más que un consentimiento,
no una creación. Yo no he creado el mal. Esa fue la excusa,
ciertamente ingenua (aunque Dios les dio en parte la razón),
de Adán y de Eva: no he sido yo, sino la serpiente. Quizás úni-
camente por esto Eva puede ser considerada la primera teólo-
ga (nunca se lo hemos agradecido demasiado). Eva le recuer-
da a Dios que el hombre no inició el mal. Sí, yo consentí, pero
a algo que venía de fuera, no de mí misma, de manera que yo
no soy fundamentalmente mala. Eso es exactamente el peca-
do: no el mal, sino el consentimiento en el mal. Y ésta es la
única (y suficientemente trágica) culpabilidad del hombre. El
pecado no es «más que» pecado, por así decirlo. Primero, por
la razón que acabamos de exponer y que se sitúa de alguna
manera en su base. Y en segundo lugar, porque, de una mane-
ra consecuente, el pecado puede ser perdonado, mientras que
el mal no se puede absolver.

20. Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, 56.


21. La misma observación que en las notas 18 y 19.
64 El mal

b) El hombrefrágil

Conviene por otra parte insistir en este tema de la tentación,


que incluye además el tema de la fragilidad. Una vez más, es
aquí donde se centra el problema del mal. A nivel del hombre,
se manifiesta de antemano en unos términos que no son los de
una depravación radical, sino los de una debilidad que merece
algunos atenuantes de juicio y de corazón. Fragilidad, eviden-
temente, y además de tipo accidental porque todo aconteció
por sorpresa. Fragilidad también, porque ya hemos visto cómo
el hombre es vulnerable a lo que le viene de fuera. Y fragilidad
finalmente, porque está claro que hubo seducción y todo el
mundo sabe perfectamente que la habilidad de la seducción es-
tá en el arte de presentar el mal bajo las apariencias del bien. El
Demonio engaña con la verdad, dirá Descartes22 .
Este tema de la fragilidad, tan evidente en el relato del Gé-
nesis, volverá a encontrarse a lo largo de toda la tradición y tie-
ne mucho que decir en la verdadera apreciación cristiana. Es lo
que indica, por ejemplo, el manso Francisco de Sales: «(Dios)
no quiso tratar de manera tan rigurosa a la naturaleza humana,
como lo había hecho con la angélica ... tuvo en cuenta la em-
boscada que Satanás había preparado al primer hombre y la
magnitud de la tentación que dio al traste con su estado» 23 . El
riguroso san Agustín, comentando la caída original, explica ca-
si enternecido que Eva pecó por debilidad y Adán por afecto 24 .
Tomás de Aquino, nada sospechoso -y que habla de peccatum
a propósito del pecado original, un término menos fuerte que
culpa-, explica rotundamente que el hombre no puede estar
siempre alerta y que todos nos «adormecemos» alguna vez 25 •
El inflexible Pascal, aunque en otro contexto, igualmente gra-

22. Referido por Alain, Les dieux, Pmis 1985, 146.


23. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios II, 4, 83.
24. Se encuentra esta observación llena de indulgencia en De civitale
Dei XIV, 11, 2. En De libero arbitrio lll, 5, 15, san Agustín, francamente ins-
pirado, no duda en decir que el vino es un bien, pero que el borracho, por
muy pecador que sea, es tan bueno y mejor que el vino, por ser un hombre.
25. Cf., por ejemplo, Summa theologica 1-11, q.77, l.
Dios en el enigma del mal 65

ve, que es el de los <9udíos deicidas», no vacila -debemos si-


tuarnos en su época- en hablar de un pueblo superficial más
que verdaderamente pérfido 26 . No se trata, desde luego, de mi-
nimizar las cosas. Pero precisamente, y esa es la perspectiva
exacta, lo malo del mal se ve más en sus consecuencias y en su
objetividad desastrosa que en la subjetividad inicial, que está
afectada, hay que decirlo sin rodeos y también con valentía,
por una indiscutible fragilidad, casi infantil, ante el espejismo
del mal disfrazado de bien27 .

c) El hombre liberado

¿Hay que decir, como podría parecer a primera vista, que


explicar así el pecado por la tentación es demasiado simplis-
ta? No lo creo. Yo diría ante todo que esta presentación -por
otro lado realista y leal- recuerda igualmente que existe sin
duda el mal primero y radical, pero en otro sitio, en su lugar
propio, terrible e implacable: lo demoníaco. Al señalar que el
pecado y la culpabilidad no son lo primero en el drama del
mal, ello recuerda a su manera que el mal radical está delante
de mí y no en mí mismo. La relativa suavidad de esta explica-
ción, lo mismo que el tema de la sorpresa, evita que nos hun-
damos en una culpabilización excesiva. Y nos mantiene, tam-
bién en esta ocasión, en la situación de advertencia necesaria
para comprender que el mal puede y debe ser combatido, ya
que viene a nosotros como un ad-versario, del que ya se nos
ha avisado que puede ser seductor.
Hay que decir además que la teoría de la tentación no res-
ta importancia, como podría parecer, a la seriedad del pecado
en el nivel de la subjetividad. En efecto, el tema de la seduc-
ción dice muy claramente que el mal lesiona la buena volun-
tad del hombre. Por la tentación nos hacemos víctimas que se

26. Según V. Jankélévitch, Le pardon, 98-99.


27. Se puede citar esta ocurrencia de P. Valéry, Mé/ange, Paris 1941, 77,
a propósito del Diablo: «Hay que decir, en alabanza suya, que nunca pide na-
da imposible».
66 El mal

ven afectadas en el ejercicio de su libertad. En cualquier ins-


tante, desde entonces, corremos el riesgo de salirnos de órbi-
ta, de perder la orientación de nuestros fines. Una vez más se
insiste así en el mal de la víctima más que en el mal del cul-
pable, pero ¿se quejará alguien por ello? La atención que se
ponga en las consecuencias desastrosas del mal y del pecado
no tiene por qué minimizar su gravedad tenebrosa, sino todo
lo contrario («Vete y no peques más»).
Si nos vemos llevados a considerar que la explicación del
mal por consentimiento a una tentación es una explicación de-
masiado suave, ¿no será porque nos hemos acostumbrado a
mirar demasiado exclusivamente el orden de las intenciones
como si fuera siempre más grave que el de los hechos? Esta
parece también una de las características de nuestro Occiden-
te, más preocupado del proceso judicial (de la intención) que
de la ayuda a las víctimas (en los hechos). Pues bien, precisa-
mente lo que constatamos y denunciamos hoy día en el mal,
en ese mal-desgracia que pertenece al orden de los hechos, es
algo que tiene que ver sin duda con la tragedia del mal. Hay ya
estragos, perjuicios, antes de haber pronunciado el juicio. La
culpabilidad no es lo único grave y su confesión y sus castigos
no son lo único importante.

d) El hombre víctima

¿Quiere decir esto que, por este camino, corremos el riesgo


de minimizar la responsabilidad de todos los que entre noso-
tros oprimen y hacen pasar hambre a los demás? Ni mucho
menos: nunca negaremos la legitimidad del combate contra esa
situación. Pero hay que asumir ese riesgo si se admite que es
más urgente la ayuda a las víctimas que la denuncia de los cul-
pables. Y asumamos también otro riesgo: para el cristianismo,
en el tema de la tentación, el mismo culpable es una víctima.
No es que haya que confundirlo con la víctima, ni que haya que
negar preferentemente la ayuda a la misma, ni que se deba de-
jar de condenar legítimamente al culpable. Pero en la visión
Dios en el enigma del mal 67

cristiana el hombre culpable no es un culpable absoluto, por-


que él está respondiendo a algo. O sea, que el culpable -y aquí
estaría lo específicamente cristiano- debe ser tratado de una
forma que no sea sólo la acusatoria (aunque haya que acusar-
lo). «Simón, tengo algo que decirte». El tema de la seducción
nos indica que todo culpable es víctima de unas solicitaciones,
de una herencia, del peso de unos condicionamientos sociales
y psíquicos que hemos de tener en cuenta y de los que debe-
mos intentar liberarlo. También a él. Aunque debamos apartar-
lo primero de la ocasión de sus crímenes, de la ocasión del mal.
Quizás haya aquí para los cristianos un mensaje especial. En
vez de sumarse siempre pura y simplemente a los clamores que
protestan contra los violentos, ¿no aportarían las Iglesias una
nueva perspectiva si apuntasen hacia el verdadero responsable
del mal -bien sea que le llamemos Demonio, o bien sea que
veamos en él todas esas solicitaciones al mal de las que puede
ser capaz una sociedad-, si acogiesen al culpable como a una
víctima? Como se ve, el tema de la tentación, que nos hace ver
de otro modo al Culpable, no evita por ello el debate del mal y
el combate contra su fuente 28 .
Hablamos del riesgo voluntariamente asumido de tratar a
los peores culpables como víctimas de la tentación. Pero el ries-
go -que hay que asumir- ¿es realmente tal? La explicación
por medio de la tentación tiende a mostrar cuán insidiosa y te-
rrible, invisible y a veces impalpable y omnipresente, es la in-
clinación al mal. ¿Quién no cede a la tentación del dinero, del

28. ¿La salvación se dirige al culpable o a la víctima? A los dos, eviden-


temente. Pero se diría que cada época tiene sus preferencias. Hasta hace po-
co se pensaba más bien en el pecador, en el culpable que necesita ser salvado.
Y se recordaban las palabras de Jesús que se decía enviado a los pecadores.
Hoy se piensa más bien en la salvación de la víctima, recordando que Jesús di-
jo que la buena nueva va dirigida a los pobres y a los desgraciados. La prime-
ra actitud era más bien moral (pecados, confesión, conversión, etc.); la segun-
da es más bien ética (comportamiento, compromiso, responsabilidad). Las
dos actitudes pecan, no sólo de ser fácilmente exclusivas, sino también de ca-
recer de una visión más «metafisica», más relacionada con el destino del
hombre. La víctima como el culpable, el culpable como la víctima, necesitan
la salvación. En este plano no hay ninguna diferencia, sino sólo prioridades
prácticas y de acción.
Mi E/mal

poder, del saber, etc.? En este terreno no hay monopolios. Sin


embargo, que la opresión y el hambre se deban a personas que
ceden a la tentación no quita gravedad a estos hechos ni impi-
de que surja la justa rebelión contra ellos. Para la Escritura,
tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el hambre
y la muerte son atentados contra el destino del hombre.

e) El hombre desviado

Hablar de seducción y de tentación es quizás revelar el


misterio más profundo del mal, el que toca a su aspecto ocul-
to (larvatus prodeo) y tenebroso, el que mejor manifiesta la
alienación inconsciente que nos amenaza a todos, culpables y
víctimas. En efecto, ¿qué es la tentación diabólica'? Volvamos
al paradigma inagotable del Génesis. ¿Qué hace en el fondo la
serpiente? Introduce en Eva un deseo que no es el suyo 29 . Ésa
es precisamente la malicia de la tentación: en vez de pennitir
a alguien que se construya y se estructure a partir de sus pro-
pios deseos (cosa que no es fácil), el seductor aliena al otro
despojándolo de su propio fondo para introducir en él un deseo
extraño. «Ne tradas me, Domine, a desiderio meo peccatori»
(Sal 139, 9), oración que yo traduciría de este modo: «No me
entregues, Señor, lejos de mi deseo, al deseo del pecador». La
tentación es exactamente el acto por el que se impide a alguien
hacerse él mismo. El seductor es, literalmente, el que seduce
(se-ducere), el que conduce fuera, el que me aparta de mí mis-
mo (a desiderio meo). Mientras que Dios-Padre y el padre de la
tierra son los que nos permiten, justamente por no ser seducto-
res (función de la ley, de la prohibición), ser dueños de nuestros
deseos, el seductor, llamado con razón «padre de la mentira»
(Jn 8, 44), nos hace imposible acceder a ellos.

29. A su manera indica esto muy bien el .Jeu d'Adam (siglo Xll). Cf en
este sentido R. Dragonctti, L'image et / 'irreprésentable dans l 'écriture de
saint Augustin, en Q11 'est-ce que Dieu ~ Philosophielthéologie. Hommage a
/'abhé Daniel Coppieters de Gibson (1929-1983), Bruxelles 1985, 393-413
(sobre todo 397-398).
Dios en el enigmu del mal 69

Por último, el tema de la tentación, aunque exime de una


culpabilización precipitada y dura, restituye el mal a su lugar
verdadero. Ilustra el tema del mal como extravío, desliz, tropie-
zo. Un trágico extravío en nuestro destino. El hombre simple-
mente consiente, aunque por desgracia ello abre la puerta al
ma!-1°. Una vez desviado, en el extravío de su destino, el hom-
bre queda preso del mal y éste le descubre su auténtico rostro.
El tema de la tentación no suaviza la culpabilidad del hombre
más que para revelar la abominación del mal y sus riesgos.
Por lo demás, esta intuición del Génesis queda confirmada
por el Nuevo Testamento. ¿No es curioso que en un texto tan
breve como el Padrenuestro, la petición sobre el mal haga re-
ferencia a la tentación? Porque el problema está ahí. Y tal pe-
tición se ve reforzada por la que le sigue, con la que rogamos
al Padre que nos libre del mal (o más exactamente del Malig-
no). Pedir que nos libre quiere decir que el mal es al principio
exterior al hombre, que lo ataca y lo esclaviza31 . «Desculpabi-
lizar» al hombre para decirle que él no es malo (maligno) no
pretende ni debe conseguir disculparle sin más ni más, sino po-
nerlo ante el verdadero rostro y el verdadero peligro del mal. Al
mostrar que el mal sobreviene como por sorpresa y al señalar
de dónde viene, la teología desenmascara toda su malicia.

2. LA DEPOSICIÓN DE Oros CONTRA EL MAL. PERSPECTIVAS DE


TEOLOGÍA DOGMÁTICA

La exposición narrativa, apoyada en la Escritura, nos ha


enseñado a dirigir sobre el mal y sobre el pecado una mirada
algo distinta de la que solíamos tener hasta ahora. Conviene

30. ¿Es esto realmente minimizar el pecado? ¿Es olvidar que «por un
hombre entró el pecado en el mundo» (Rom 5, 12)? Ni mucho menos. Esto es
señalar precisamente que el mal entró en el mundo por el pecado. Por tanto,
que el mal es ante1ior y que el pecado -en este sentido, secundario- no hace
«más que» introducirlo. Por otra parte, el tema de la tentación no intenta di-
simular la parte de complicidad activa que el pecador puede tener con el mal.
31. El tema de la cautividad está presente sobre todo en la dogmática
calvinista del pecado original.
70 E/mal

aquí retomar y desarrollar sus puntos esenciales de manera


más sistemática y darles así un alcance especulativo más hon-
do. Tocaremos tres puntos, relacionados con la ética, con la
dogmática y con las estructuras del ser y del obrar.

1. Des-moralización de la cuestión del mal

Evidentemente, conviene aclarar el título de este apartado.


Lo que queremos decir con él es que el problema del mal no
debe examinarse ante todo y exclusivamente como un proble-
ma moral (subjetividad, culpabilidad, conciencia, intenciones,
etc.), sino como un problema de destino, como algo objetivo.
Por tanto, lejos de «desmoralizar» en el mal sentido de la pala-
bra (atenuar el sentido de pecado, apagar el deseo de lucha, de-
bilitar el juicio moral, etc.), esta perspectiva, por el contrario,
moraliza en el buen sentido, ya que nos libera y nos moviliza
para el combate más decidido que pueda darse contra el mal3 2•
En su texto griego y latino, el Padrenuestro, al hablar de deu-
das (debita) y no de pecados (peccata) refuerza, como veíamos
antes en el caso de la tentación, esta intuición de que puede re-
sultar ventajoso no moralizar demasiado aprisa ni demasiado
absolutamente el mal3 3 •
En efecto, en el moralismo hay algunos aspectos nocivos,
que por otro lado son con frecuencia inconscientes. Es verdad
que la moralización del problema del mal ha tenido efectos

32. Recojo esta idea de Alain, que habla del hombre precedido siempre
por un mal y sin que esto le conduzca por ello a dejar la lucha: «Una especie
de iniciación solemne en el error. .. En nada se altera entonces la verdad de
los sentimientos. Al contrario, la idea de que las causas exteriores no tienen
nunca poder más que por la malicia de alguien es ciertamente capaz de ro-
bustecer el coraje con la indignación» (les dieux, 27).
33. Me gusta la expresión de Levinas recogida por Ch. Lefevre, Amour,
signe de contradiction: La Foi et le Temps 15 ( 1985) 223, n. 18, como con-
clusión de una discusión conmigo a propósito de Lcvinas sobre la culpabili-
dad y la responsabilidad: «Digamos en conclusión que yo soy deudor para
con todos, que literalmente 'me debo' (Rom 1, 14) a todos». Quizás este tex-
to de san Pablo permitiría por otra pa1ie comprender la frase de Dostoievski
que criticaré más adelante, cf. infi·a, 95, nota 73.
Dios en el enigma del mal 71

positivos, y que puede y debe seguir teniéndolos. El principal


de ellos, sin duda, ha sido el de desfatalizar y desustanciar el
mal. Cuando se ve el mal como pecado, como un acto atribui-
do a una responsabilidad y reconducido a una libertad, no apa-
rece ya como una fatalidad, tal como lo veían los griegos, ni
tampoco como una naturaleza o una sustancia, tal como lo con-
cebían los gnósticos y los maniqueos. Al hablar del mal en tér-
minos de culpabilidad, la tradición occidental ha roto el fatalis-
mo de la historia del hombre y ha autorizado la lucha contra el
mal. La reflexión agustiniana es una reflexión sobre la forma
de dominar el mal; si el hombre es culpable, es porque no es
una víctima impotente. El mal está confiado a su responsabili-
dad y a su libertad. Puede decirse que el nacimiento de la liber-
tad ha sido posible en parte 34 gracias a esta reflexión sobre la
falta. El reproche de culpabilidad («has obrado mal») no tiene
efectivamente sentido si no presupone la responsabilidad ( «po-
días y puedes obrar de otra manera» )3 5 . Resulta indiscutible que
la consideración moral del mal ha contribuido notablemente a
hacer que el hombre de Occidente entre en tma concepción pro-
piamente histórica de su devenir36 •

34. Digo bien «en parte», ya que resulta evidente que la aparición y la
aventura de la libertad se deben también a razones y valores distintos. Reco-
nozcamos igualmente que los griegos, que no vivían en el clima agustiniano
de la falta y la responsabilidad, supieron conquistar la idea de libertad, sobre
todo en política.
35. La secuencia culpabilidad-responsabilidad-libertad ha sido comen-
tada muy bien por Ph. Nemo en Job et l 'exces du mal (versión cast.: Job y el
exceso del mal, Madrid 1995). Sin embargo, no debe llevarse demasiado le-
jos, puesto que se correría el riesgo de considerar la culpabilidad como un
mal necesario. Además, puede haber otro camino para la libertad y la respon-
sabilidad. La toma de conciencia de un mal-desgracia del que no soy, ni mu-
cho menos, culpable, pero cuyo drama percibo y en el que intervengo para
ayudar a los otros, me despierta también a la responsabilidad y a la libertad.
Es incluso el camino que ilustran estas páginas, que tienen como paradigma
al buen samaritano.
36. Es un tema delicado, que habría que evitar exagerar a toda costa, pe-
ro que tiene su pertinencia, sobre todo si se piensa que la conciencia del peca-
do, o sea, de un mal del que uno puede deshacerse, ha contribuido a romper
el fatalismo de la historia, como ha señalado muy bien Roger Garaudy. Sobre
la memoria judía del pecado como motor de la historia, cf. Y. Hayim Yernsha-
lim, Zakhor. Histoirejuive et mémoire juive, Paris 1985 (versión cast.: La his-
toria judía y la memoria judía, Barcelona 2002).
72 E/mal

Pero la moralización del problema del mal no ha sido sola-


mente provechosa. Creo que también cabe señalar en ella tres
aspectos negativos.

a) Moralismo de culpabilidad

El primer aspecto negativo es que esa moralización del pro-


blema del mal nos ha hecho creer que la culpabilidad ocupa to-
do el terreno del mal. No es así, como hemos visto, y nuestra
modernidad se ha hecho justamente sensible a ello: existe tam-
bién el mal de la desgracia. Al enseñar que el mal tiene un al-
cance metafísico y relacionado con el destino del hombre, la
teología ha contribuido no poco a esta nueva comprensión del
carácter fundamentalmente dramático del mal.
El mal no está solamente en la intención. La desborda, ya
que independientemente de ella hay siempre unos resulta-
dos, que son igualmente incalificables y detestables. Puede in-
cluso suceder que, sin ninguna intención culpable, acontezca
un mal3 7, que exige ser combatido como mal. Responsabilidad,
como vemos, no coincide exactamente con culpabilidad38 . En
este sentido, la parábola del buen samaritano -una parábola
inagotable- nos enseña ahora que el verdadero responsable --o
sea, el que actúa con eficacia y de manera adulta y responsable
contra el mal- no es el culpable (que huye), ni el acusador (que
denuncia el crimen), sino el que se acerca al herido. En ese dra-
ma múltiple que es toda trama maliciosa, hay un actor distinto
del culpable, de la víctima o del policía: el que ofrece su ayu-
da. Ésa es la manera de ser responsable que nos propone el
evangelio y que rompe claramente con la mera consideración
de la culpabilidad. En definitiva, y un tanto paradójicamente,
cuanto menos culpable es uno, tanto mejor armado está para

37. Se da sobre este punto una diferencia entre la apreciación civil del
mal (que sólo se persigue de hecho cuando la intención va seguida por un
efecto) y la apreciación religiosa (que condena la mala intención, aunque
no se lleve a efecto).
38. Cf. también A. Finkiclkraut, La sagesse de l 'amour, Patis 1984, 124s
(versión cast.: La sabiduría del amor, Barcelona 1993).
Dios en el enigma del mal 73

ser responsable. Hay aquí una inversión de los datos, que por
otra parte es constante en la intuición cristiana (inversión de
valores y de comportamientos en el Magníficat, en el sermón
de la montaña, en el mensaje de las bienaventuranzas, en la lo-
cura de la kénosis y en la sustitución del Siervo doliente).

b) Moralismo de culpabilización

El segundo peligro de una moralización exclusiva reside en


que puede arrastrar a una culpabilización excesiva, verdadera
intoxicación de la conciencia y que puede acabar llevando a un
fatalismo aún peor, que envenenaría toda nuestra existencia.
Esto -que no tiene nada que ver con una sana culpabilidad39-
terminaría absorbiendo nuestra energía vital y haciéndonos to-
talmente incapaces de realizar un solo acto de libertad creado-
ra. Ya hemos visto que la cultura de Occidente, infiel a lapa-
rábola evangélica, se inclina más a buscar al culpable que a
ocuparse de la víctima40 . Con la culpabilización vamos más le-
jos todavía en esta crispación. Buscamos siempre al culpable
en nosotros mismos y no dejamos de acusamos. Nos cae enci-
ma entonces con todo su peso la red de la cautividad. Conoce-
mos bien los desastres de la culpabilidad enfermiza, así que no
es necesario insistir en ellos41 . Segmo que somos culpables, pe-
ro ¡no exageremos! «¡Ponéis demasiado precio a vuestra con-
denación!», decía el príncipe de Ligne a Federico II42 .

39. Cf. injra, capíh1lo 3.


40. Los términos de culpabilidad (adikos, adikia, aitios, etc.) no son fre-
cuentes en el Nuevo Testamento y se hallan generalmente en un contexto de
absolución y perdón (por ejemplo, Jesús en la cruz) y hasta de indiferencia
(episodio del ciego de nacimiento). El problema en el Nuevo Testamento es
más bien el de la ayuda al necesitado que el de la búsqueda de responsabili-
dad. Incluso cuando hay culpabilidad (episodio de la mujer adúltera), el per-
dón prevalece sobre la sanción y la condena. Sin embargo, a propósito de los
que escandalizan y hacen caer en la tentación, Jesús pronuncia las palabras
más duras (se merecen una piedra al cuello), como ocurrió con el Tentador
en el Génesis.
41. «Más vale confesarse culpable. Con una palabra sencilla y tranquili-
zante» (G. Norge, Les coq-a-1 'áne, Paris 1985, 57).
42. Hallé esta curiosa anécdota en los cuadernos de mi abuelo Adolphe
Gcsché (1867-1950), procurador general en la Corte de Casación (Bruselas).
74 El mal

Añadamos todavía lo siguiente. Se suele acusar a los cris-


tianos de estar obsesionados por la moral sexual. No es que no
haya que ocuparse de esa parcela tan importante de la vida hu-
mana que es la afectividad. Lo reprochable es que se haya tra-
tado (¡por un lado y por otro!) de una manera tan obsesiva. Lo
malo sería hoy que la lucha, de suyo digna de aplauso, contra
la injusticia derivase también en una obsesión de culpabilidad
exagerada. Y que algún día se acusara a los cristianos de prin-
cipios del siglo XXI de haber superado la hipertrofia de la mo-
ral sexual para caer en otra fijación, estructuralmente idéntica,
la de un justicialismo exclusivo y culpabilizador43, que en defi-
nitiva no serviría para la causa que se quiere justamente defen-
der. Es verdad que la justicia, como la afectividad, es un pro-
blema capital. Al señalar estos riesgos, no se trata de eludir el
combate contra el mal que es la injusticia, sino de rechazar la
culpabilidad como el (único) medio para esta lucha. Ya es bas-
tante grave el mal del que soy efectivamente culpable como pa-
ra que se le añada oh·o más. Ya hay bastantes razones objetivas
para luchar contra el mal para que sea necesario recurrir siem-
pre a una operación de culpabilización44 . En todo caso, no me

43. ¿Habrá sido la guerra y los campos de extem1inio los que nos han
dejado tan enfermos de culpabilidad? Asustan a veces ciertas expresiones de
Levinas (cuando trata, por ejemplo, de la subjetividad del sub~iectum, que es-
tá «bajo el peso del universo, como responsable de todo», en De otro modo
que ser o más allá de la esencia, Salamanca 1999, 184; cuando habla de «he-
morragia del para el otro», «degeneración del para el otro», ibid., 238 para
la última expresión; cuando dice que el infinito sólo es glorioso por la sub-
jetividad, por la sustitución del otro, «por la expiación que soportó el peso
del no-yo en favor del otro», ibid., 236). Confirmo mi hipótesis al leer del
mismo pensador Noms propres, Montpellier 1976, 9: «Las guerras mundiales
-y locales-, el nacional-socialismo, el stalinismo -y hasta la desestaliniza-
ción-, los campos de concentración, las cámaras de gas, los arsenales nuclea-
res, el terrorismo y el paro: todo esto es demasiado para una generación, aun-
que haya sido sólo testigo de ello». Me pregunto por este malestar en Du défi
d'aujourd'hui alafoi de demain: La Foi et le Temps 14 ( 1984) 483-509. Tam-
bién me preguntaría, con L. Irigaray, Parler 11 'estjamais neutre, Paris 1985, si
el carácter repetitivo, poco renovado y por tanto poco creador, de ciertos enun-
ciados de protesta no se debe a veces a una patología individual y social. Por
otra parte -como se verá en estas páginas y en otras- sigo siendo un ferviente
lector de Levinas, a quien debo mucho.
44. Se acusa fácilmente a la religiónjudeo-cristiana de haber introduci-
do la culpabilidad en el corazón del hombre. Pero ¿es la religión judco-cris-
Dios en el enigma del mal 75

gusta la eficacia de una lucha por la que haya que pagar este
precio. No me gusta luchar contra el mal valiéndome de otro
mal; me parece que eso sería algo más que una contradicción:
sería una afrenta. ¿Es necesario siempre tener motivos para lu-
char contra el mal, sentirse culpable para combatirlo? En tal ca-
so, sería una curiosa connivencia, una inquietante perversión.

c) Moralismo de justificación

La moralización encierra un tercer peligro. El de una justi-


ficación sutil e inconsciente del mal. Me explico. Ya hemos vis-
to suficientemente que, además del mal-culpa, existe el mal-
desgracia. Es algo que la tradición cristiana no ha desconocido
por completo. Sin embargo, lo ha tratado de tal manera que, re-
curriendo en el fondo a unos conceptos sacados de la temática
moral del mal de culpabilidad, en gran parte ha fallado a la ho-
ra de plantear una visión verdadera y específica del mismo. Ha-
blaré aquí de la doctrina teológica del mal como castigo.
Es sabido que, desde san Agustín y santo Tomás, la teología
distingue entre el malum culpae, el mal que es pecado (culpa),
y el malum poenae, el mal de pena, el mal enviado como casti-
go (poena) o como prueba con un sentido pedagógico práctico
o penitencial (paenitentia). No se trata de discutir la necesidad
del castigo ni siquiera la posibilidad teórica de considerar algu-
nos males como penas. Lo discutible es el riesgo de reducir así
todo el mal-desgracia a las dimensiones de un castigo45 • Eso se-

tiana una lucha contra la culpabilidad solapada que mina al hombre? El epi-
sodio del Génesis, en donde la acusación se desplaza en gran parte del hom-
bre a la serpiente, sería el paradigma de lo que podría ser muy bien una de las
funciones históricas de la fe. Se sabe que para Marx la religión no es sola-
mente expresión de la miseria, sino protesta contra la miseria. Siento la ten-
tación de pronunciar un juicio semejante a propósito de la historia cultural de
la culpabilidad. Por otra parte, se sabe que, para Ernst Bloch, no es el miedo
lo que explica la religiónjudeo-c1istiana, sino la esperanza (sobre esta tesis de
su libro El ateísmo en el cristianismo, Madrid 1983, cf. el artículo de F. Chir-
paz, Ernst Bloch y la rehelión de Job: Concilium 189 [1983] 359-370).
45. Ni siquiera el mal culpable recibe una explicación sólo desde la cul-
pabilidad. También entran en juego todos los condicionamientos sociales, fí-
sicos, etc. Las ciencias humanas coinciden aquí con una intuición cristiana.
76 E/mal

ría una injusticia para con tantas víctimas, y en un discurso


semejante la rebeldía de Job adquitiría toda su actualidad. No
puede ser verdad que todo mal que se sufre sea debido a un cas-
tigo. Ante la atrocidad de ciertos males, resulta difícil de acep-
tar la visión de un Dios que castigaría de esa forma 46 . Una teo-
logía de perro guardián, una doctrina demasiado abrupta del
castigo, no hace justicia ni honra a Dios. Además, ¿no se nos
reconduce así a una justificación del mal? Pues bien, en contra
de eso debemos afirmar que «el sufrimiento sigue siendo ex-
traño a la razón» 47 . Finalmente, la teoría del castigo corre el pe-
ligro de debilitar la lucha contra el mal y el sufrimiento. Lo he-
mos visto, hace poco, cuando algunos cristianos se negaban a
aceptar las técnicas del parto sin dolor: ¿acaso nos podemos su-
blevar contra una voluntad divina (sobre todo cuando es dolo-
rosa)? En otros tiempos se vio también a algunos pueblos re-
nunciar a toda resistencia contra el invasor4 8 . Y más cerca, en la
Francia católica, tras la derrota de 1870, algunos la interpreta-
ron como un acto de la justicia divina y desarrollaron una for-
ma de devoción expiatoria y sacrificial bastante turbia49 .
Está claro que la «desmoralización» del problema del mal
no elimina la culpabilidad. Lo que hace es invitar a situarla
donde se debe, no colocándola tan sólo en el rango de la tra-
gedia y de la estrategia del mal. En primer lugar, para señalar
bien que la culpabilidad no siempre es lo primero (lo cual re-
sultaría paralizante), sino que sigue a una perversión más ra-

46. Voltaire se preguntaba si el Demonio habría sido capaz de llevar tan


lejos los refinamientos del infierno sin la ayuda de la fértil imaginación de los
sacerdotes. Cf., también, A. Finkielkraut, La sagesse de l 'amour, 124s.
47. Cf. ihid., 126.
48. Esta sería una de las explicaciones de la escasa oposición que pre-
sentaron ciertos pueblos indios americanos a la llegada de los conquistado-
tes españoles.
49. Hablo de esto en el artículo citado al final de la nota 43. Más cerca-
no a nosotros, cf. A. Tihon, Dieu dans les mandemen/s de caréme des arche-
véques de Malines (1803-1826), en Qu'est-ce que Dieu?, 651-684; entre
ellos, éste del vicario capitular Forgeur: «Mucho gemíamos ya bajo los gol-
pes con que la justicia divina nos azota para expiación de nuestros pecados;
¿la forzaremos ahora, por así decirlo, con nuevos crímenes a redoblar sus
golpes?» (p. 663; cf. también 671 y 681 ).
Dios en el enigma del mal 77

dical y contra la cual nos hallaremos mejor armados para lu-


char si no estamos obsesionados con nuestro propio yo. En se-
gundo lugar, para dejar mejor delimitado el terreno del com-
bate: la ayuda a la víctima y la nueva responsabilidad, la del
samaritano. Y finalmente, para permitirnos poner más aten-
ción en la desviación de nuestro destino que representa el mal.
En el fondo, lo importante es tener una visión más teológica
-más «dogmática»- del mal.

2. Re-dogmatización del misterio del mal

Parece legítimo y hasta necesario imponer una reintegra-


ción -o una mejor integración- del misterio del mal en la teo-
logía dogmática. Por lo demás, esta restitución tiene también
vínculos con la tradición. Fue en un pasado relativamente cer-
cano, a partir de los siglos XVI y XVII, bajo el imperio de las
necesidades de la casuística, cuando la moral empezó a desa-
rrollarse un poco al margen de la dogmática 50 . La distinción
es válida, pero la gran escolástica no entendía la moral de for-
ma tan independiente. Y si la práctica del dogma pertenece
sin duda en parte a la moral, podría decirse que la teoría de la
ética se encuentra en parte incorporada a la dogmática. De he-
cho, en nuestro caso, el tema del pecado y el drama del mal
son tales que, como hemos visto, no pueden tratarse sólo co-
mo problemas de conciencia. Realmente, al hablar del peca-
do como de una ofensa a Dios, la misma tradición demostra-
ba que había comprendido que lo que estaba en discusión era,
ni más ni menos, que la condición del hombre y su destino teo-
logal. Lo que pasa es que esta forma de hablar de la relación
entre Dios y el mal tenía algo de tiránico, incluso de excesi-
vamente sentimental. Y sobre todo corría el riesgo de centrar
nuestra relación con Dios en la culpabilidad, pudiendo llegar
a alterar la relación fundamental de Dios con el mal y a difu-

50. Cf. A. Gesché, Teología dogmática, en Iniciación a la práctica de


la teología 1, Madrid 1984, 280-281.
78 El 1110/

minar el verdadero rostro del Señor. La ofensa de Dios no es-


tá tanto en que se atente contra sus derechos como en que se
atente contra nuestro destino.

a) La cuestión de Dios

De este modo nos vemos llevados a comprender que es per-


fectamente adecuado vincular a Dios con esta cuestión. Al
principio, nos preguntábamos qué es lo que podía aportar la in-
troducción de la palabra Dios en este camino. Dimos entonces
la debida respuesta. Al rechazar toda teodicea fácil, se intensi-
fica la idea de que el mal no puede ser defendido. Porque si tie-
ne que haber algún tipo de racionalidad en la armonía general
de un orden providencial que nos desborda, el mal pasa a ser
un escándalo ante el que no tienen sentido los discursos de jus-
tificación. Entonces tendría razón Derrida: «¿No es el silencio
la vocación de un lenguaje llamado a salir fuera de sí?» 51 . No
hay duda; con aquellos discursos con los que intentamos justi-
ficar el mal ponemos a Dios en entredicho, y quizás de una for-
ma definitiva. Era preferible correr el riesgo contrario, que es
el lenguaje de la verdad. Dios no pide aplausos imbéciles (los
que acogen al maestro antes de haberse sentado al piano). Dios
ha de recobrar su verdadera medida. La de un protagonista en
el drama del mal. Las apologías corren el peligro de dejarlo al
margen, y hasta de aprovecharse de Él para justificar que las
cosas sigan siendo como son. En la revelación judeo-cristiana
Dios se manifiesta como el Adversario radical del mal. Su re-
lación con él es esencialmente agónica, una relación de en-
frentamiento y de combate. La exculpación de Dios (lo mismo
que, en su nivel, la relativa desculpabilización del hombre) no
tiene el efecto de descargar a Dios de su responsabilidad. Es to-
do lo contrario lo que sucede, si no es una osadía decirlo (au-
demus dicere). Es ese Dios sin complicidad y sin explicación
(«¿Qué es lo que ha pasado?») ante el mal, el que ahora se pre-

51. Citado por P. Watté, Structures philosophiques du péché origine!, 70.


Dios en el enigma del mal 79

senta como adversario terrible del mal y salvador del hombre.


No ya motivado por un ultraje contra Él, sino movido por la in-
juria que ha cometido el Adversario contra nosotros (miseri-
cordia motus). La exégesis patrística y la iconografía medieval
no dudaban en ver en el Hijo de Dios al samaritano de la pará-
bola. Acertaron en su visión. Él, que en sí mismo no tiene ab-
solutamente ninguna responsabilidad en el mal, asume de he-
cho plenamente dicha responsabilidad. De este modo se nos
dice que las cosas pueden y deben salvarse, quién las salvará y
en favor de quién se dará la salvación. Con esta visión de las
cosas percibimos a un Dios que se parece más a lo que Él mis-
mo merece ser: aquel a quien tenemos el derecho de esperar y
aquel a quien buscamos en nuestro destino.

b) El misterio del Demonio

La re-dogmatización del problema del mal permite además


-sin caer en fantasmagorías- replantear un antiguo debate que
gira en torno a la figura del Demonio. Esta figura -a su escala,
que no es ciertamente la única que hay que considerar- ¿no es
indispensable para pensar el mal? Como el mal es irracional, to-
da consideración del mismo está y seguirá estando marcada por
esta irracionalidad. Pues bien, de todas las perspectivas irracio-
nales, ¿no es ésta en el fondo la menos irracional, precisamen-
te porque lo es? Esta figura demoníaca supone efectivamente
que no es posible ni pensable -iba a decir «honesto»- cargar al
hombre con toda la culpabilidad o con tamaño peso de culpabi-
lidad radical. Es del tentador del que dice Jesús que habría que
ponerle una piedra al cuello, mientras que detiene el gesto de
los que iban a apedrear a la mujer adúltera. Tiene razón R. Gi-
rard cuando pide que nuestro Occidente no pierda demasiado li-
geramente esas figuras terribles cuya misma irracionalidad nos
permite conservar en la memoria lo que nos amenaza 52 •

52. Ésta es también, a propósito de los ogros y de las brujas, la idea de


B. Bettelheim en su P,1:Ychanalyse des con/es de fées, Paris 1976 (versión
cast.: Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Barcelona 1977).
/JO E/mal

La realidad que designa esta figura permite, en este tremen-


do debate, concebir a Dios y al hombre en sus justos contor-
nos, los de una responsabilidad que no es absoluta. La figura
demoníaca constituye ese límite, esa frontera exógena que per-
mite designar lo infranqueable: lo-que-no-es-Dios y lo-que-
no-es-el-hombre. Esta señal plantada en el cruce de los cami-
nos nos libra de nuestras perplejidades de una manera distinta
a aquella señal propuesta a Edipo en la encrucijada de Tebas.
Aquí se nos dice claramente a quién hemos de atribuir, fuera de
nosotros y de Dios (del dios), la malicia fundamental: el Extra-
muros. Una desculpabilización real no supone una desdrama-
tización del mal. Al contrario, el mal queda así mucho más dra-
matizado. Pero esta acentuación hace que no nos hundamos
más, sino que ella nos libera para la acción. Al hablar del De-
monio, estamos diciendo: «Es el demonio, no soy yo el que me
expreso en este vértigo, no es mi ser el que se está expresando
(¡gracias, Eva!); me han engañado, me han burlado y, en la
burla, he cedido, he obedecido a algo que me ha venido de fue-
ra y que os pido que no reconozcáis como mío» 53 .
Kant no cesa de decir que hay en el hombre -ya antes del
pecado- una disposición al bien (ens et bonum convertuntur,
decía la escolástica) más radical que la inclinación al mal; por
ello el mismo Kant opina que el hombre puede volver al bien
y que no comete el mal por un impulso interior, sino por un
impulso que le viene de fuera 54 . ¿Quién negará que este mis-
terio de un mal que proviene de fuera no pertenece a la visión
más laica del mal? 55 Hay en el hombre una sorpresa, que sólo

53. El autor juega aquí con las palabras dé-mon (demonio) y mon (mi)
(N. del T.).
54. Cf. passim en todo el primer capítulo («El mal radical») de La reli-
gión dentro de los límites de la razón pura.
· 55. Me gustaría citar aquí a E.-M. Cioran, De l'inconivénient d'étre né,
París 1973, 236 (versión cast.: Del inconveniente de haber nacido, Madrid
1998): «Se debería establecer el grado de verdad de una religión por el caso
que hace del Demonio: cuanto más eminente es el lugar que le concede, más
demuestra que se preocupa de la realidad, que rechaza las supercherías y la
mentira, que toma las cosas en se1io, que se empeña más en constatar que en
divagar y consolar». Cf. también p. 208-209. Creo que en la expresión fami-
liar «¡Me llevan los demonios!» hay algo más que un simple recuerdo de los
Dios en el enigma del mal /! 1

se explica, más o menos bien, por esta figura. Kant, sobre el


que no recae ciertamente la sospecha de ser infiel a la razón y
hasta al racionalismo (hace mal Goethe cuando cree que pue-
de cogerle aquí en falta) no pudo evitar recurrir a esa figura 56 .
¿Por qué no vamos a hacerlo nosotros?
Ciertamente, el recurso a lo demoníaco no puede servir en
absoluto para dispensamos de la lucha contra el mal concreto y
sus manifestaciones reales. Aquí es donde nos gustaría apelar
al famoso etsí y decir que deberíamos evidentemente seguir
actuando «etsi Diabolus non daretur». Ni tampoco nos prohíbe
que sigamos procediendo a otros análisis del mal. Al contrario,
esto debe servir solamente para darle toda su importancia. Y si
alguno prefiere desembarazarse (de la hipótesis) del Demonio,
que lo haga más bien atando a su cuello una rueda de molino,
como sugería Jesús. Si es eso lo que se quiere, desaparecerá así
mucho mejor que con simples negaciones racionales.
Al asumir el riesgo (?) de hablar en definitiva de un irra-
cional hipostático (¿o parahipostático?), de un mal en perso-
na, ¿no muestra la dogmática cristiana dónde está la verdade-
ra malicia del mal? «Seréis como dioses» ( «Eritis sicut dii»),
insinúa la serpiente. En este futuro y en este sícut y en este
plural radica toda la gramática del mal. Para la fe cristiana, el
hombre es imagen y semejanza de Dios: «Dii estis», afirma
el salmo con el verbo «ser» en presente. Y sin ninguna conjun-
ción comparativa: «Nominamur et sumus» ( cf. l Jn 3, 1). Y la
palabra cristiana llegará incluso a expresarse en singular: «Pa-
ra que el hombre se haga Dios». Ciertamente, la perfecta par-
ticipación en la vida divina es aún objeto de promesa, pero ya
se nos ha dado algo de la misma. El eritis es propiamente de-
moníaco en cuanto que sugiere que no lo somos de alguna ma-

tiempos pasados: la intuición de algo que nos es extraño, ante lo cual hemos
cedido y que expresa la negativa justa a consideramos como diabólicos.
56. Es verdad que Kant ve aquí una representación (cf. La religión den-
tro de los límites de la mera razón, 66), pero esta representación le parece ade-
cuada porque mantiene la irracionalidad del mal («porque ¿de dónde le viene
el mal al espíritu?») y su malicia absoluta y gratuita («un espíritu seductor, es
decir, un ser cuya falta no se puede atenuar»).
82 E/mal

nera, que incluso en este punto Dios nos habría engañado («¿Es
verdad que ... ?») y que en todo caso la manera mejor de alcan-
zar este destino no es la que propone Dios («No es así; lo que
pasa es que ... »), sino la que sugiere el Maligno. Tal es la per-
versidad diabólica. No tanto engañarnos sobre el bien por ad-
quirir (es bueno adquirir el conocimiento del bien y del mal),
sino hacernos creer que el pecado es el único medio de acce-
der al bien. Así es precisamente como el pecado nos hace da-
ño (en todos los sentidos): nos aparta de nuestros fines. Una
vez más, no se trata de un asunto simplemente moral y subje-
tivo, sino metafísico y objetivo. Una vez más, tenemos que de-
cir que el mal es un exceso (es la figura del Demonio), mientras
que en el hombre sólo es un defecto (defectus): ¡ya es bastan-
te! Una vez más, hay que proclamar que lo que aquí está en
juego es el destino del hombre. ¿Verdad que no había por qué
temer una dogmatización de la cuestión del mal?

c) El contra-destino del mal

Se trata ciertamente de destino. En primer lugar, en la Bi-


blia la lucha del mal, y contra el mal, no es un asunto primor-
dialmente ético, sino de destino. Se refiere al ser. La verdadera
perversidad del mal reside en una desviación. El mal es una
perdición; y esto no lo tiene suficientemente en cuenta, por lo
menos hasta el fondo, la perspectiva moral, demasiado estre-
cha. El hombre pierde, en el mal, el camino de su vocación: es-
tá perdido, en el sentido fuerte que la dogmática le da a esta
palabra. Tal es el último reducto del mal-desgracia: ser un for-
midable error de destino y de recorrido. Puesto que, digámos-
lo, puede haber en cierto sentido algo peor que ser culpable:
engañarse o verse engañado por otro. La palabra «error» no es
una palabra tan débil como parece, incluso si se la compara con
la palabra «pecado». Lo revela sobre todo el «resultado» final:
encontrarse en un destino equivocado. Eso es lo que dramatiza
el mal. Y es como lo comprendía la doctrina clásica del pecado
original, que insistía a su manera en las consecuencias del mal,
Dios en el enigma del mal 83

pensando especialmente en las consecuencias fisicas del mis-


mo (sufrimiento, mortalidad, etc.) y quizás no tanto en otras
consecuencias más humanas (el hambre, las injusticias econó-
micas, etc.) del mal-desgracia sobre las que recae más bien la
atención hoy. Hablar del mal en términos de destino no es, por
consiguiente, una distracción metafísica o una evasión teológi-
ca. Es afirmar, en los términos más abruptos, que todo lo que
hoy denunciamos como mal tiene un alcance efectivamente in-
finito. Y que, por tanto, es obligado luchar por la justicia.
La dogmática del mal no pretende entonces olvidarse de na-
da. Señala hasta dónde llega el problema: la perdición. Y a la
vez indica dónde está la salida. Y así redramatiza más aún, pe-
ro en un sentido activo, el tremendo misterio. Porque, en defi-
nitiva, decir que el mal es de tal categoría que necesita una re-
dención ¿no es decir con esa palabra cuál es el peso con que
está cargado y estigmatizado el mal («quae talem ac tantum me-
ruit habere Redemptorem» )? ¿Qué es entonces el mal que so-
licita semejante «desplazamiento» de Dios? ¿No es la teología
la que pronuncia aquí el juicio más radical sobre el mal, recu-
rriendo a unas palabras tan cargadas de sentido? El hecho de
que sea precisa una redención, porque el hombre está destinado
a la divinización (theosis), implica que la caída es mucho más
que un simple asunto moral, para el que bastaría con la virtud y
el esfuerzo para solucionarlo. El mal-desgracia del mal está en
que aparta al hombre de su vocación de ser, aniquilándolo en sí
mismo. Al hablar de un fom1idable y tremendo error de destino,
que exigió la «bajada» (synkatábasis) de Dios a la tierra y a los
infiernos, la dogmática cristiana ha des-cubierto el poder tene-
broso del mal, que no es puramente subjetivo, sino objetivo.
Quizás pueda ayudamos aquí un término tomado del psico-
análisis: el de Fehlleistung. Traducido al castellano por «acto
fallido», significaría aquí -tal como sugieren los dos términos
«extrañamente opuestos» (Bettelheim) de Fehl y Leistung- el
drama de una carencia, de un fallo, de un defecto (Fehl) que se
logra, que se realiza, que se lleva a cabo (Leistung) o, al revés,
el de una realización que es fracaso. Porque ése es precisamen-
84 El mal

te el drama último del mal: proponernos una realización o un


deseo que no carece de valor (esa fue justamente la malicia del
Tentador), pero cuya realización y cumplimiento, al estar des-
viados en la manera de conseguirlo, se resuelven y se saldan
con un desastre. Fehl-Leistung: acto fallido, o sea, simultánea-
mente, «realización verdadera y error enorme», como indica
Bruno Bettelheim 57; resultado fallido, como sugieren muy bien
las dos palabras «extrañamente opuestas» 58 ; éxito equivocado,
diría yo. Efectivamente, ¿no está lo tremendo y lo increíble del
mal -y especialmente en su cualificación de mal-desgracia- en
tomar esa forma realmente endiablada(!) de cumplimiento que
es un fracaso o de fracaso que «se cumple»?
Como vemos, la des-moralización y la redogmatización del
mal no nos han alejado de la realidad del mal, sino todo lo con-
trario. Nos enseñan incluso que el hambre en el mundo y las
atrocidades de la opresión tienen mucho que ver con la salva-
ción del hombre o con su perdición, y que el cristiano no pue-
de tratarlas como un simple asunto de corazón, de moral o de
justicia. El cuerpo siempre ha estado mezclado con el destino
del alma y ciertamente entra también en la salvación (ad me-
delam mentís et corporis). Son tan poco separables una cosa de
la otra que el Señor, al pedir que vistamos a los desnudos y que
liberemos a los prisioneros oprimidos, ha hecho de ello una
cuestión del Reino. Ni más ni menos. La moral -ahora se pue-
de emplear esta palabra, si es de esto de lo que se trata- queda
desplazada, pero para encontrar su verdadero lugar. Un nuevo
y último desplazamiento. Ya habíamos visto el desplazamien-
to del culpable a la víctima, el del responsable humano al cul-
pable demoníaco, el del mal del pecado al mal de la desgracia,
el de la intención al hecho, el del Dios «sorprendido» al Dios
que desciende. Todos estos desplazamientos, unidos a éste que
acabamos de describir de la moral a la dogmática, nos invitan
a una clasificación más adecuada del mal.

57. B. Bcttelheirn, Freud et l 'éime humaine, Paris 1984, 171 (versión


cast.: Freud y el alma humana, Barcelona 1982).
58. !bid.
Dios en d enigma del mal 85

3. Clas[fic:ación de la estructura del mal

Las clasificaciones no son indispensables. Y sobre todo no


deben ser perentorias. Sin embargo, pueden resultar útiles pa-
ra fijar la memoria de ciertas adquisiciones. Porque las inver-
siones significativas a las que hemos asistido no nos permiten
ya contentarnos con las antiguas distinciones, como la distin-
ción teológica (mal de culpa y mal de pena) o la filosófica (mal
metafisico, mal moral y mal fisico ). Me gustaría proponer aquí
tres topologías del mal que, aun teniendo en cuenta los datos
tradicionales, consideran los nuevos desplazamientos.

a) Topología conceptual y ética:


mal de culpa - mal de pena - mal de desgracia

La distinción clásica entre mal de culpa (malum culpae) y


mal de pena (malum poenae) había conseguido ya distinguir
entre un mal activo (culpable) y un mal sufrido (pasivo). Sin
embargo, como hemos visto, había caído en el error de inter-
pretar el mal pasivo en una relación demasiado estrecha con la
culpabilidad (teoría del castigo). Hay que contar entonces con
una tercera distinción: la del mal de desgracia (malum calami-
tatis [?]), ese «mal de falta de proporción entre las faltas y los
castigos», como sugería ya Kant59 , y que indica un mal a la vez
sufrido y no culpable. Esta corrección en la clasificación usual
no se opone en modo alguno a una visión teológica tradicional.
Ya hemos evocado la figura de Job, cuya protesta contra un mal
ampliamente inmerecido recibe el beneplácito de Dios, mien-
tras que los discursos de justificación que apelaban al castigo
merecen su reproche. Pensemos también en el tema del pecado
original: se trata -entre otros sentidos, pero con toda claridad-
de un mal del que la tradición no ha dejado de decir que noso-
tros no éramos culpables con una responsabilidad personal (en
este plano, sólo Adán cometió el pecado original), aunque por

59. En El.fracaso de todas las teodiceas (según P. Watté, Structures phi-


losophiques du péché originei, 159).
El mal

ello -y aquí está justamente el drama- nosotros lo soportamos


efectivamente y sin que se pueda hablar de castigo. La tradición
germánica habla también aquí de un mal hereditario (Erbsiin-
de, erfeonde, inherited taint). Gabriel Marcel hablaba de «mun-
do roto». Por tanto, sería totalmente legítimo hacer que el mal-
desgracia entrara en una topología teológica.

b) Topología ontológica y gradual:


mal de mal - mal de pecado - mal de pasión

Intentamos aquí, más profundamente, calificar la naturale-


za del mal, distinguiendo sus grados.
En un primer grado tenemos el mal radical. Es el mal en
cuanto mal, el mal absoluto, demoníaco, anterior a toda culpa-
bilidad humana, el mal rigurosamente irracional, aquel en que
se sitúa de verdad la culpabilidad sin excusas. La figura de este
mal es el Demonio, que hace el mal gratuitamente, por gusto,
«profesionalmente», cuya malicia o malignidad (lo que hace
que el mal sea mal) está precisamente en esa perversidad gra-
tuita y exclusivamente mal-hechora, sin ninguna ratio boni. Só-
lo de ese mal es del que habría que seguir diciendo lo que se di-
ce de la culpabilidad absoluta. Vade retro, Satana.
En el segundo grado está el mal de consentimiento (volun-
tario) y el de caída (involuntario). Se trata aquí del mal -que
puede ser culpable, pero también no serlo o serlo débilmente-
que ocurre en un segundo nivel. Lo ilustra el terna de la tenta-
ción (consentimiento) y el de la seducción (caída). Ese mal pue-
de ser grave, al menos en sus resultados; puede incluso deberse
a una responsabilidad; pero lo cierto es que ese mal que cono-
ce o comete el hombre -pues él es aquí su figura- no es sino un
mal segundo respecto al mal radical. Vade, et iam noli peccare.
En el tercer grado está lo que podríamos llamar el mal-pa-
sión, que tiene su figura en el prójimo de la parábola o en el
Dios de la salvación. Mientras que el primer grado muestra un
mal-acción (figura del Demonio) y el segundo un mal a medio
carnino entre el obrar y el sufrir (figura del hombre), aquí tene-
Dios en el enigma del mal 1/7

mos el mal que es llevado (qui tollis) por otro para liberar al que
sufre (figura del samaritano y del Cordero de Dios). Por otro la-
do, habría que dar aquí a la palabra «pasión» todos los sentidos:
el mal que uno padece, el que asume (qui tollit) otro que es to-
talmente ajeno al mismo; el mal que este último sufre (compa-
sión); el mal que se acepta por (pasión de) amor; finalmente la
pasión que se hace Pasión, es decir, el mal cuya (aparente) pa-
sividad ( «Padeció bajo el poder de Poncio Pi lato») oculta de he-
cho la acción más grande, ya que se transfigura en victoria. En
este tercer grado, queda «pervertida» la virulencia del mal: el
mal es derrotado, mas no por un acto mágico y exterior, sino
con la bajada a su propio infierno (thanato thanaton patesas):
la Pasión sigue siendo una pasión60 . Vade, et tu.fac similiter 61 •

c) Topología estructural y secuencial:


actante 1: el actor; actante 2: el destinatario; actante 3: el
Tercero-ayudante

El estructuralismo, como es bien sabido, procede al análi-


sis de un fenómeno no por nociones abstractas, sino apelando
a unos actantes concretos que dibujan su trama activa. Pudie-

60. Insistamos en esto. Podemos imaginar dos clases de salvación. Una


salvación puramente interior, que procede de la misma situación de mal. Pero
eso sería creer que en el mal hay una oportunidad inmanente de reconcilia-
ción, lo cual es contradictorio, como hemos visto, por su irracionalidad radi-
cal que no tiene justificación. Y se puede imaginar una salvación que viene
pura y simplemente de fuera. Tiene la ventaja de tener en cuenta la necesidad
de un tercero, de una exterioridad. Pero si este tuviera que intervenir sin con-
siderar la situación interior del que sufre, estaríamos ante un acto mágico, y
por tanto con una falsa salvación. Al hablar de una Pasión, aludimos aquí a un
Tercero, pero hablando al mismo tiempo de pasión subrayamos que tal salva-
ción se realiza en el corazón mismo de la realidad del mal. Todo el genio cris-
tiano de la idea de salvación reside quizás en esto, llevándonos más allá de una
salvación puramente inmanente y de una salvación puramente extrínseca. Es
quizás en esta perspectiva como puede pasarse de una irracionalidad del mal
(mysterium iniquitatis) a un misterio de salvación.
61. Termino aquí adrede cada uno de estos tres párrafos con un triple
«¡ve!» bíblico. Al mal que es sólo mal, Jesús le dice un vade, un «¡vete!» ca-
tegórico y sin remilgos. Al mal de pecado del hombre, le opone un vade que
lo pone en pie, que lo levanta. Al prójimo que se hace responsable de la víc-
tima y a todos los que imiten al samaritano, Jesús les dice: «¡Ve y haz tú lo
mismo!». Es interesante esta estructura de acción.
88 E/mal

ra ser que una clasificación de este tipo estuviera en línea con


la parábola-palabra cristiana mejor aún que las anteriores. ¿No
nos pone el relato del buen samaritano en presencia de tres per-
sonajes-actantes: los culpables, la víctima y el prójimo? Desde
esta perspectiva, la cuestión se vuelve «práctica»: ¿cómo por-
tarse ante el mal?
Hablamos en primer lugar de un actante 1, que es aquel o
aquello por el que ocurre el mal. ¿Quién lo realiza? ¿Un peca-
dor? ¿Lo irracional? ¿Un seductor? ¿Un culpable? ¿Un Demo-
nio? Puede ser cualquiera de ellos, según los casos. De todas
formas, podemos calificar al actante 1 de culpable (absoluto o
relativo), pero a condición de que la cuestión de la culpabilidad
no ocupe todo el campo de acción que ahora se abre.
Hablamos luego de un actante 2. ¿Quién es? ¿La víctima
inocente de una desgracia?¿ Una víctima más o menos volun-
taria de un seductor? ¿Aquel sobre quien recae un castigo jus-
to? Una vez más, puede ser cualquiera de ellos, según los ca-
sos. De todas formas, diremos también que en él se concentra
la desgracia del mal y en él se libra el combate y se decide la
resolución (o no) del mal.
En cuanto al actante 3, ¿quién es? ¿Un espectador? ¿Un
acusador? ¿Un abogado? ¿Un salvador? ¿Un prójimo? ¿Un me-
diador? ¿Un encargado de hacer justicia? ¿Dios? Una vez más,
puede ser cualquiera de ellos, según los casos. Pero se ve ya, de
todas formas, aquello que el evangelio espera de aquel a quien
en adelante llamaremos el Tercero, el Otro: que se convierta en
un adversario (y no en primer lugar en un acusador o en un de-
nunciante) del mal, en un salvador de la víctima y en un res-
ponsable del drama. Y así es como la palabra «responsabilidad»
se ve libre de su ambigüedad. En la consideración cristiana del
mal, el responsable es el que asume su carga. Finalmente que-
dan separadas la responsabilidad y la culpabilidad. Mejor di-
cho, es aquí donde se verifica finalmente una profunda intui-
ción cristiana, que ya vislumbrábamos antes, pero que ahora se
perfila con mayor precisión. O sea, que para ser realmente res-
ponsable no es indispensable ser culpable, sino todo lo contra-
Dios en el enigma del mal 8Y

rio. Lo veremos más adelante a propósito de Cristo, responsa-


ble (y salvador) no culpable. Lo observamos anteriormente a
propósito del hombre pecador, del que decíamos que tenía que
evitar dejarse arrastrar por un invasor sentimiento de culpa si
quería seguir siendo suficientemente libre para luchar contra el
mal. Y lo acabamos de ver en el Tercero-prójimo: ni culpable,
ni víctima, ni acusador; en resumen, sin parte alguna en la cul-
pabilidad, el samaritano es concretamente el que puede ser in-
vitado a asumir la responsabilidad de la superación del mal.
Esta topología estructural permite por tanto una intriga -por
hablar como Levinas- que pone en escena a tres actantes o ac-
tores de un combate, más bien que tres conceptos de un análi-
sis. De esa manera queda radicalmente transfonnado el acceso
al misterio del mal, puesto que en el seno mismo del pensa-
miento se pasa de una contemplación a una acción práctica.
Ciertamente, esta topología no reniega del análisis 62 • Al contra-
rio, el análisis está presente en este desplazamiento de la res-
ponsabilidad de denuncia a la responsabilidad de ayuda, por
una parte, y de la responsabilidad de culpabilidad a la respon-
sabilidad de acción (hacerse prójimo), por otra. Esta tipología
pone de relieve la acción práctica contra el mal y, junto con la
desmoralización y la re-dogmatización de la cuestión, pennite
considerar el mal tal como lo ha visto Cristo, en línea de com-
promiso activo que se expresa en tres actitudes que siguen.
( 1) Con Cristo, y con el samaritano, atendiendo ante todo
con sus hechos y sus gestos a la víctima (actante 2), sean cua-
les fueren las razones de su situación (incluso la de ser posible-
mente culpable). (2) Con Cristo y como Él, denunciando luego
la culpabilidad fundamental en donde ésta se encuentra, en eso

62. Conviene distinguir, para unirlos mejor, el tiempo del pensamiento


y el de la acción. Hay casos, y no pocos, en que la acción no puede aguardar
los frutos del análisis para decidir lo que se debe hacer. Pero el pensamiento
no tiene nunca derecho a cortar por lo sano y a ignorar los matices, a los que,
en definitiva, tendrá que volver la acción. Si hay que ser simples en la acción
(«sencillos como la paloma»), también hay que saber matizar bien las cosas
en la reflexión («prudentes como la serpiente»). Hay aquí todo un programa
de relaciones entre la teología y la práctica cristiana.
90 El mal

que el lenguaje bíblico llama seducción, en todo eso que hace


que nuestra sociedad sea objetiva y estructuralmente tal como
es, con sus ladrones, sus asesinos y sus opresores (actante 1 del
mal), más bien que situándolo demasiado rápidamente en las
conciencias individuales. (3) Finalmente, con Cristo siempre y
como Él, intentando sobre todo, como Terceros no culpables ni
víctimas, hacernos responsables (actante 3) para participar en
lo que sin duda es la única y auténtica solución del mal: la sal-
vación. Es de lo que nos toca hablar a continuación.

3. LA BAJADA DE DIOS AL MAL. PERSPECTIVAS DE TEOLOGÍA


SALVÍFICA

Recurrir a la palabra «salvación» no es quizás obedecer sim-


plemente y por comodidad a un reflejo cristiano. Esta palabra,
que no ocupa ningún lugar en la filosofia -resulta «pueblerina»,
no pertenece a la nobleza de los conceptos 63 - ¿no es aquí la úni-
ca que puede pronunciarse? El mal es lo irracional absoluto, lo
irracional hiperbólico, el supremo sinsentido. Si se puede hacer
algo frente a él -a no ser que sea la desesperación-, ¿no tendrá
que ser algo igualmente irracional? Si el mal es una locura, ¿no
será otra locura lo que pueda oponérsele? Lo comprendió muy
bien Kant, que era filósofo, y filósofo de raza64 . ¿Tendremos

63. A. Finkielkraut, La Sagesse del 'amour, 12, habla, a propósito del


amor, de «concepto pasado de moda», pero lo hace para rehabilitarlo inme-
diatamente y decir que tenemos necesidad de él.
64. l. Kant, en La religión dentro de los limites de la mera razón, quiere
que nos hagamos «capaces de recibir una ayuda venida de más arriba y pa-
ra nosotros insondable» (p. 68); habla de una «revolución en la mentalidad
del hombre (es decir, de un paso de ésta a la máxima de santidad), en donde
el hombre no puede hacerse un hombre nuevo más que por una especie de re-
generación, por una especie de creación nueva (Jn 3, 5; cf. Gn 1, 2) y un
cambio de corazón» (p. 70-71 ); «tan sólo cuando no esconde el talento, es
cuando se le da en propiedad (Le 19, 12-16); tan sólo cuando ha empleado
su disposición original al bien para hacerse mejor, es cuando puede esperar
que se complete lo que él por sí no puede gracias a una colaboración de arri-
ba» (p. 76). Estas «confesiones» son tanto más llamativas cuanto que, de ma-
nera general, Kant opina que el hombre puede hacer todo lo que está obliga-
do a hacer (cf. p. 71 y 74, por ejemplo).
Dios en el enigma del mal 91

que decir menos nosotros? ¿Y menos que un filósofo aún me-


nos sospechoso como, Th. W Adorno, de la escuela sociológi-
ca de Frankfurt, que escribe estas palabras curiosas: «Filosofía,
tal y como únicamente se puede hacer a la vista de la desespe-
ración, sería el intento de contemplar todas las cosas como se
mostrarán desde la perspectiva de la redención» ?65

1. Necesidad de una salvación

La cordura de los conceptos y de la moral ¿está a la altura


-y a la desmesura- de esa enormidad que es el mal? Todos los
sénecas paganos y los pelagios cristianos se quedan cortos an-
te este exceso. Ante la figura enigmática de la serpiente ¿no
habrá que levantar la anti-figura misteriosa de una salvación
(«Ecce Virgo concipiet et pariet Filium», Is 7, 14; cf. Gn 3,
15)? Hay más de una razón para pensar de este modo.

a) llamada a la alteridad

1. El mal se halla en una situación de puro vacío herme-


néutico, donde no hay ningún lugar imnanente, ningún hueco
interior, ningún resquicio que permita buscar allí el recurso a
una redención. No ha quedado ningún Noé en el corazón de
este desastre. Por consiguiente, ¿no habrá que esperar, como
única oportunidad de salvación, una exterioridad, una alteri-
dad, algo que venga de fuera? De nuevo es el filósofo Theodor
Adorno quien piensa que el conjunto de la realidad no es capaz
de producir las fuerzas necesarias para pasar a una sociedad de
justicia66 . En efecto, no existe lugar aquí para una reconcilia-
ción inmanente y dialéctica, al estilo hegeliano. Tal cosa su-
pondría creer en la existencia de una racionalidad del mal, que
no es posible aceptar.

65. Ct: el texto completo supra, 50.


66. Según el artículo Adorno, en Encyclopaedia Universa/is XVIII. The-
saurus, Paris 1975, 19c.
92 E/mal

2. Si el mal es un exceso, ¿no habrá entonces que invocar


otro exceso, llamado Dios, cuyo nombre o título -como bien
explicó san Pablo- es sobreabundancia, locura, gratuidad, prio-
ridad, profusión, salida de sí mismo, gracia, desmesura, per-
dón? <<La razón --escribe también Kant-, consciente de su im-
potencia para satisfacer sus necesidades morales, se extiende
hasta unas ideas trascendentes, capaces de colmar esta laguna,
aunque sin apropiárselas como si se tratara de incrementar sus
dominios» 67 •
3. Si el mal es desorden absoluto -está sin integrar, es to-
talmente desarticulado, es des-finalización radical-, ¿podrá ese
desorden superarse de otro modo que no sea la intervención de
un Tercero, de una trascendencia? «¿Quién soy yo?», exclama
Moisés (Ex 3, 11 ), para ir a salvar al pueblo de Israel. Yo no soy
el «Yo-soy», es decir, no soy Dios. Aquí se necesita una ayuda
y un recurso. Una alteridad, «otro distinto» de la realidad ne-
gativa existente, como dice asimismo Adorno 68 . Y como dice
M. Horkheirner, también de la escuela de Frankfurt y poco sos-
pechoso, en este contexto es donde hay que volver a hablar del
«anhelo por lo totalmente distinto» 69 •

b) Justiflcación sin justi/icación(es)

1. Si hay que trazar una configuración del mal hablando


de actantes, ¿no habrá que pensar precisamente en unas per-
sonas, más bien que en unas nociones cuya abstracción -o en
unos actos cuyo moralismo- no pueden menos de fracasar?
¿No será este carácter personal uno de los significados de la
idea de salvación?
2. Si el mal no debe buscarse simplemente en el nivel de
las intenciones y de las culpabilidades, sino que se encuentra
también, y a veces sobre todo, en los hechos y en las situacio-

67. I. Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, 76, n. 1.


Cf., también, Ch. Duquoc, El demonismo y lo inesperado de Dios: Conci-
lium 189 (1983) 441-451.
68. Según la Enqclopaedia Universa/is.
69. Según W. Kasper, Jesús, el Cristo, Salamanca 11 2002, 69.
Dios en el enigma del mal 93

nes de mal, ¿no se necesitará un acto para superarlo? ¿Y no es


ése uno de los sentidos de la palabra salvación?
3. Si el mal no puede justificarse, sólo se puede pensar en
combatirlo. Pero entonces estamos en otro campo semántico. Y
viene a nuestro encuentro la palabra Justificación (con mayús-
cula), un acto realizado por el Otro, por el Señor, que lo cam-
bia todo por completo. Si el mal no fuese más que una cuestión
moral, bastarían contra él el estoicismo y las proezas de la vir-
tud. Pero si se trata, como hemos visto, de un desastre en el des-
tino, se necesita una salvación. El mal no es simplemente una
cuestión de sentido (de sinsentido), sino que afecta a la vida, a
la existencia. El mal es un existencial o, mejor dicho, un contra-
existencial. No se trata aquí de filosofía (sentido), sino de sal-
vación (existencia). Y si se tratara de una simple toma de con-
ciencia, Cristo se habría equivocado al decir que sus verdugos
no sabían lo que hacían. Deberia haber dicho (como nosotros
preferiríamos en secreto, ya que nuestros adversarios sí que sa-
ben lo que hacen ... ): «Tienes que perdonarles, porque saben
muy bien lo que hacen». No, el mal es de otra naturaleza; no
tiene nada que ver con un saber. Exige una salvación.

c) Ah-solución de un Tercero

«Salvación»: ésa parece ser la palabra que hay que pronun-


ciar. El mal que empezamos llamando sorpresa, luego irracio-
nal, y luego demoníaco, lo llamamos ahora insolvente. El mal
es insolvente. Por eso, sólo un ab-soluto puede ah-solver. Un
absoluto, y no un cálculo; una locura, y no una prudencia; una
pasión de amor, y no una técnica de simple justicia70 • ¿A quién
invocar, sino a un absoluto, desligado de toda connivencia con
el mal? Y entonces vuelve a aparecer la palabra -el Nombre-

70. Sobre el rechazo de las simples técnicas (en sentido amplio) contra
el mal, léase la obra ya citada de Ph. Nemo, Job el l'exces du mal. Sobre to-
do, Dios no puede ser manipulado por el hombre como técnica utilitaria con-
tra el mal. Sobre este punto tan importante, cf. Ch. Duquoc, El demonismo,
441 s; G. More!, Nietzsche, Paris 1971; Questions d'homme II, Paris 1977; E.
Bloch, El ateísmo en el cristianismo, Madrid 1983.
94 E/mal

que sugeríamos al principio. ¿No es el nombre de Dios el úni-


co suficientemente grande en esta coyuntura, en la que falla y
parece irrisoria cualquier otra perspectiva?
Y entonces se abre una perspectiva muy distinta. No es ya
el mal el que constituye una objeción contra Dios. Es Dios el
que constituye una objeción contra el mal, la única que puede
concebirse. ¿Se atreverá alguien a decir: Malum, ergo Deus? 71
¿El mal, prueba amarga de Dios?72 ¿Podría estar permitido de-
cir, aunque fuera un tanto familiarmente, que, si Dios no exis-
tiera, habria que inventarlo para esto? ¿No es ante esta irracio-
nalidad, si es que se quiere poner algún remedio contra ella,
donde cabe la posibilidad de imaginar a un Dios? Mejor aún,
¿de invocarlo, de llamarlo, de desearlo, de descubrirlo?
¿No es ésta para los cristianos la mejor ocasión para recor-
dar que Dios quiso conocer y conoció el mal en su Hijo? Sólo
ese Ab-soluto es bastante inocente, es decir, des-ligado de to-
da complicidad, para poder acabar con el mal. Quizás sea éste
uno de los sentidos profundos,junto con otros desde luego, del
dogma de Cristo sin pecado. Esta excepción antropológica de
la cristología no es solamente una verdad hipostática y ontoló-
gica. Precisamente por no tener que ver nada con el mal, pue-
de también Cristo, Agnus Dei, so-portar y quitar ese peso del
mundo. ¿No es precisamente porque no pecó, por lo que pudo
-según las expresiones tan fuertes del apóstol- «hacerse mal-
dición por nosotros» (Gal 3, 13), «hacerse pecado por noso-
tros» (2 Cor 5, 21 ), bajar a los infiernos (cf. 1 Pe 3, 19)?

71. Cf. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, Salamanca 2 1986, 63.


72. Alusión a G. Greene, El tercer hombre, Barcelona 1986: «El Enemi-
go seguía allí. Era la sombra de Dios, la prueba amarga de Dios». Evidente-
mente, no hay que abusar de este tema. Por otro lado, desconfiemos de cier-
tas expresiones precipitadas que parecen vincular demasiado estrechamente la
suerte de Dios a la del pecado, como: «Hay que tener el sentido del pecado pa-
ra tener el sentido de Dios», o: «Se buscan pecadores». Es sabido, además,
que para toda una corriente de teología cristiana oriental, la salvación de Dios
se puede concebir sin referencia al pecado. Por otra parte, el amor de Dios no
puede verse sólo en una relación de perdón: eso sería insuficiente. En cuanto
a mi «malum, ergo Deus», sólo vale para derribar la fórmula corriente de la
objeción del mal. Porque es evidente que Dios existiría aunque no existiera el
mal y que entonces su confesión sería, como en el cielo, más luminosa.
Dios en el enigma del mal 95

El hombre no es capaz de llevar ese peso. Dostoievski se


equivocó al escribir: «Todos somos culpables de todo, ante to-
dos y para con todos (y yo más que los demás)» 73 . No, nosotros
no somos culpables hasta ese punto ni somos capaces de llevar
hasta ese punto semejante peso de responsabilidad. Sólo pue-
de hacerlo el Cordero. No podemos, sin reaccionar, dejar que
Agustín exclame: «¿He sido alguna vez inocente?», ya que no
podemos soportar bajar a un infierno semejante de culpabili-
dad aplastante y, en todos los sentidos de la palabra, intolera-
ble. Aquí sólo es posible invocar a Dios. Dios bajó al mal.
¿Pero de verdad podemos seguir diciendo entonces que el
mal es terrible? Desde que Dios pasó por él -¡nada menos que
Dios!-, ¿el mal no será ya una realidad cristiana? Y si hay que
seguir diciendo que el mal es terrible, ¿habrá que tratarlo como
tal? Ciertamente no. Porque Cristo, como salvación, lo ha des-
pojado, en todos los sentidos de la palabra. Porque le ha quita-
do todo poder, en el cielo, en la tierra y en los infiernos. Porque
el mal ha perdido todo su prestigio, incluso el de la palabra «te-
rrible»: «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muer-
te, tu aguijón?» (1 Cor 15, 55).
Después de todo esto, la palabra «responsabilidad» adquie-
re sentido y se vuelve soportable. La responsabilidad, el hecho
de poder y de tener que llevar el mal, sólo es posible desde que
Dios lo llevó, desde que el Cordero pasó por él. El hombre -y
éste es el mensaje cristiano- no puede pensar en ser respon-
sable más que después de haber comprendido que, en este te-
rreno como en todos los demás, su Señor actuó primero y par-
ticipó antes que él74 • Si no, la empresa resulta imposible, como

73. En Los hermanos Karamazov, pero como lo cita E. Levinas, Ethique


et infini, Paris 1982, 105 (versión cast.: Ética e infinito, Madrid 1991) (cita-
do también en p. 108, con la palabra «responsables» en vez de «culpables»,
pero en la lengua rusa ambos conceptos se dicen con la misma palabra). Es
característico el añadido que Levinas hace al texto ya terrible de Dostoievski,
pero la edición de la Pléiade (p. 130) no dice: «y yo más que los demás».
74. Por eso prefiero decir: «Dios en [dans] el mal», en vez de: «El mal en
[en] Dios». Esta última expresión encierra riesgo de gnosis. Cf. en este senti-
do algunas curiosas y discutibles proposiciones teológicas sobre la pasibilidad
en Dios, criticadas por J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, 44s.
96 El mal

comprendieron bien los apóstoles, cuando se les explicó que la


salvación sólo era posible para Dios (cf. Mt 19, 26). La priori-
dad absoluta y universal de Dios (Prior dilexit) llega hasta es-
tos abismos: Yo os he precedido (cf. Mt 26, 32; 28, 7); no ten-
gáis miedo (cf. Me 6, 50); yo ya he vencido (cf. Jn 16, 33; Ap
17, 14). Toda la lógica cristiana de la salvación, toda la tea-ló-
gica cristiana del mal alcanza aquí su verdad más plena. Con
esa intrepidez de la que hablábamos al principio, cuando suge-
ríamos la oportunidad de sumergimos en lo insondable, pro-
vistos ingenuamente sólo con la palabra Dios. De lo contrario,
como a Eurídice, ningún Orfeo, con su lira elegante pero ridí-
cula, podrá sacamos de allí. Pero Dios bajó, con el leño de una
cruz, y desde entonces ... «Señora, si nuestro Dios fuera el de
los paganos y los filósofos (para mí es lo mismo) se refugiaría
en lo más alto de los cielos, nuestra miseria lo elevaría allí. Pe-
ro no ignora usted que el nuestro ha venido aquí, a la tierra.
Puede usted amenazarle, escupirle en el rostro, maltratarle y fi-
nalmente clavarlo en una cruz. ¡Qué importa! Los hombres ya
hemos hecho todo eso, hija mía» 75 .
¿Quiere decir esto que ya no nos queda nada por hacer, que
no tenemos que recurrir a ninguna mediación, que debemos es-
perarlo todo de la salvación de Dios? Desde luego que no. Ha-
blaremos pronto sobre ello. Es evidente que hemos de hacer al-
go en este combate responsable contra el mal. Y, en particular,
las exigencias de la justicia y los reclamos de la caridad nos
comprometerán en esta lucha en donde es imposible ocultar, en
este contexto, la dimensión ética. Pero la importancia del gesto
teológico que acabamos de evocar, poniendo en evidencia la
necesidad de una salvación antes que cualquier otra cosa, habrá
hecho que el recurso a las mediaciones concretas pueda supe-
rar todo riesgo y todo tufillo pelagiano. Siempre que, al hablar
de la lucha contra el mal, empecemos haciendo discursos de
moral, individual o social (aquí es la misma cosa), nos queda-
remos donde estábamos, sin llegar a la desmesura del mal. Lo

75. G. Bcrnanos, Diario de un cura rural, 146.


Dios en el enigma del mal 97

que dice la teología dogmática es que primero hay que hablar


de salvación allí donde todos los esfuerzos humanos, como la
lira de Orfeo, resultan por lo pronto insignificantes.
Si la teología hablara inmediatamente de justicia o decora-
je -y hasta de caridad-, nos haría caer en el error de creer que
la ética puede bastar contra el mal. Pero cuando, en un discur-
so primero, ella ha pronunciado esta palabra de salvación co-
mo la única respuesta posible al carácter radical del mal, en-
tonces puede (y debe) anunciarse el orden de las mediaciones.
Efectivamente, entonces se puede (y se debe) hablar del mal, y
la moral puede (y debe) intervenir, puesto que ya no corremos
el riesgo de abordar el mal utilizando solamente nuestras po-
bres recetas morales. Entonces Moisés puede ir a sus hermanos
(cf. Ex 4, 18). No se trata, como es evidente, de suprimir las
mediaciones morales, sino de situarlas en su lugar debido, de
salvarlas en su raíz. Es la salvación la que se manifiesta en vir-
tudes prácticas y no las virtudes las que, como tales, producen
la salvación.

2. Las mediaciones de la salvación

Así pues, está claro que la salvación (de Dios) necesita las
mediaciones (humanas). Toda la cuestión está entonces en sa-
ber cuáles han de ser estas mediaciones. Hay ciertamente mu-
chas, pero, para hacer posible la reflexión, podríamos detener-
nos en dos actitudes que se le ocurren a uno espontáneamente
y que de hecho han ocupado especialmente el campo de la his-
toria cristiana: la justicia y la caridad. Es evidente que la me-
diación privilegiada para el samaritano de hoy es la de la jus-
ticia. Sin ignorar sus valores evidentes, y sin negar tampoco
los límites de la caridad, cabe preguntarse sin embargo si no
habrá que abrir de nuevo el debate y si no habrá lugar para
plantear algunas cuestiones a propósito de la justicia e inten-
tar reevaluar la caridad. Dejando bien sentado, desde luego,
que las dos son indispensables.
98 J,;/ mal

a) Discusión sobre la justicia

Procurando no ser ... injustos, destaquemos algunos puntos


problemáticos.
1. La justicia ¿tiene un aspecto suficiente de irracionali-
dad? «La justicia es razonable», observa Jankélévitch 76 . De
cualquier forma como se la quiera definir, se hablará siempre
de equilibrio, de mesura, de equidad, de contabilidad. ¿Se da
en ella ese exceso, esa locura que considerábamos necesarios
contra la desmesura radical y absoluta que es el mal? Como
todas las virtudes morales, la justicia está en el medio (in me-
dio virtus). Este comportamiento, por muy necesario e indis-
pensable que sea, ¿será por sí solo suficientemente adecuado
para resolver lo que está en juego? 77

Más allá de las reglas está la Regla que es el amor mismo ... «ár-
bitro» en última instancia. Ama y haz lo que quieras: este célebre axio-
ma no propone algo arbitrario, no suprime la esfera de las leyes y de
la objetividad, sino que recuerda que la verdad en sí misma no es ni
«objetiva» ni legal, y que por esta razón es la única que puede evaluar
la fuerza de la objetividad y de las leyes. De este modo, tampoco se su-
prime la idea de falta ética, sino que se pide una evaluación que tiene
su fuente lejos del ámbito de los puros deberes y prohibiciones78 •

2. ¿Es la justicia una virtud absolutamente intacta desde un


punto de vista cristiano? Me explico. Es evidente que el cris-
tiano tiene que practicar toda virtud «simplemente» humana.
Pero ha de estar atento a la crítica evangélica de la misma. Pues
bien, es manifiesto que la justicia no se escapa a esta crítica.
Recordemos que Cristo dijo que, si nuestra justicia no fuera di-
ferente de la que define la simple moral razonable, incluso la
más escrupulosa, todavía estaríamos lejos del Reino. Recorde-
mos que los <rjustos», los que tienen la justicia por adquirida
y por cumplida porque efectivamente han obedecido todas las

76. V. Jankélévitch, Le pardon, 93.


77. Sobre la insuficiencia de toda «técnica», incluso ética y «teológica»,
contra el mal, cf. la nota 70.
78. G. More], Questions d'homme II, Paris 1977, 337-338.
Dios en el enigma del mal 99

prescripciones, fueron blanco de las amonestaciones más duras


del Señor. San Pablo, que asociaba los peligros de esa justicia
a los de la ley, demostró de forma radical que ella era impoten-
te para salvar. Afortunadamente hemos logrado montamos ya
en el tren de la defensa de los derechos del hombre, ¡y bien sa-
be Dios que todavía nos queda mucho por hacer en este terre-
no! Pero no hemos de creer, puesto que se nos ha revelado la
necesidad de una salvación mucho más honda, que con sólo
una justicia legal, hemos cumplido ya toda justicia. Se nos exi-
ge aquí un exceso (ti perisson, Mt 5, 47).
3. Podríamos incluso preguntarnos si esta virtud, al menos
tal como la entendemos, es tan divina como se dice. Es verdad
que Dios es justo y la Justicia misma: no hay que dudar de ello,
sino confesarlo en alta voz. Pero ¿qué Justicia es ésta? Sin du-
da, la suya, la que supera los cielos y la tierra. Se ha podido ha-
blar de la injusticia de Dios (Péguy) para significar que él no la
comprende según nuestras medidas, siempre restrictivas y fá-
cilmente penales. Sobre todo, es preciso que, en la lucha por la
justicia, no movilicemos a Dios como regulador del orden, co-
mo «brazo secularn79 -yo hablaría de «brazo teológico»- de
nuestros cálculos y reglamentos. Repitámoslo: hay en Dios una
sobreabundancia que no tenemos derecho a restringir. No re-
bajemos a Dios (como cuando se habla de rebajas en los pre-
cios) a los cálculos y previsiones de nuestra moral y nuestros
códigos. Hay una «ético-teología» que se queda al mismo nivel
que la onto-teología. Se trata siempre de proteger a Dios, de
acomodarlo a nuestros criterios. Como se ha dicho -con mucha
osadía- no conviene que la justicia que nosotros imponemos a
Dios le prohíba perdonar80 y absolver al pecador (dimitte nobis)

79. Creo que esta expresión es de E. Bloch.


80. Creo que esta expresión es de V. Jankélévitch. Es verdad que no hay
que hacer del perdón una obra facil e insulsa. Y sobre todo, no hay que hablar
del perdón como si permitiera a Dios ser bueno perdonando. Pero esto no im-
pide que haya discursos en donde el afán justiciero va demasiado lejos (cf. un
ejemplo en el artículo de A. Tihon, Dieu dans les mandements, 6 71: «Dios no
es más que bondad en sí mismo; somos nosotros los que lo hacemos justo», ci-
ta del cardenal Deehamps).
//)() E/mal

por su obligación de ser justiciero. Hay suficientes parábolas


que nos invitan a evitar este riesgo. De todas las virtudes, la
justicia es la que a veces parece menos divina 81 .•.
4. ¿,No sucede a veces que la justicia puede implicar, en el
fondo, ciertos comportamientos arcaicos? Un análisis mostra-
ría quizás los fermentos de agresividad que pueden ocultarse
tras las reivindicaciones incluso cuando se hacen en favor de
un tercero. La justicia se convierte fácilmente en acusadora,
en denunciante; fácilmente se deja animar por la venganza y
el resentimiento. «La revolución debe mantenerse en la per-
fección de la felicidad», recordaba Saint-Just (¡qué apellido
tan predestinado aquí!), cuando !ajusticia puede ir a la deriva.
En un tipo de justicia anida una violencia virtual, mal domi-
nada quizás, que la dirige a veces, sin que ella misma lo sepa,
más de lo que a primera vista parece. Esto explica que !ajus-
ticia sea frecuentemente justiciera y hasta asesina. Se ha ha-
blado de las enfermedades de la virtud 82 , y ciertamente tene-
mos derecho a preguntar si la justicia no es la que se encuentra
más expuesta a padecerlas. «Summum ius, summa inimia», di-
ce el proverbio, confirmado por muchos análisis recientes 83 .
5. ¿Quién no estará de acuerdo en que la justicia y su rei-
no son un fin del hombre («Buscad el reino de Dios y su jus-
ticia»)? Es una verdad palpable. Pero quizás haya que recor-
dar, aquí como en otros lugares, la diferencia, el desnivel, la

81. Algunas líneas espléndidas de Ch. Duquoc, El denwniomo y lo ines-


perado de Dios, 444-448: «El autor del libro de Job ... ve por cxpe1iencia la
vanidad de las teorías explicativas ... La palabra dada aquí al pueblo no le
aparta de Dios, sino que le lleva a imaginar que el Dios de Israel no se halla
únicamente en la proclamación moral de los profetas ... La acción de Dios no
es tan transparente ... Job reacciona ante este aspecto irracional: no es en el or-
den de la moral donde hay que imaginar su grandeza ... fragilidad de la alian-
za, cuando se intenta transformarla en lógica ética ... Aspecto incomprensible
de la acción divina, la incapacidad de reducirla a una regla ... El marginal Je-
sús, como el marginal Job, tienen razón porque no se dejaron encerrar en la ló-
gica de la ética». Yo me preguntaría además si no serán las terribles teorías
postanselmianas de la justicia las que han hecho tantas veces de Dios un Dios
justiciero, subordinando su misericordia a una (¿cuál?) justicia.
82. A. Bcrgé, Les maladies de la vertu, Pmis 1960.
83. AA.VV., La vengeance dans la pensée occidenrale, Paris 1985. Cf.
también J. Lacroix, Les sentiments et la vie mora/e, París 1959, 43-60.
Dios en el enigma del mal JO!

no-coincidencia que existe siempre entre el orden de los fines


y el de los medios. No está dicho que, siempre y en todos los
casos, la justicia sea un medio tan ideal e inocente como lo es
en cuanto fin. En todo caso, podría preguntarse si la justicia
(fin) puede buscarse adecuadamente sólo por la justicia (me-
dio). Sabido es que la libertad no se conquista únicamente por
la libertad; a veces tan sólo hay acceso a la misma a través de
prohibiciones, de reglas y de leyes. No hay acceso sin ascesis.
Se habla de «los caminos de la libertad». No hay juego (liber-
tad) sin reglas. En una palabra, un fin no se obtiene nunca por
sí mismo, como si fuera un medio: al círculo vicioso teórico
(¡pase!) se afíadiria el error práctico, que es más grave todavía.
Una mediación debe ser siempre diferente del fin que se bus-
ca. Pero ¿hay algo más injusto que una justicia que se absolu-
tiza? Summum ius ... una vez más.
6. ¿No corre la justicia el peligro de moralizar un comba-
te que, como hemos visto, tenía que ir precisamente más allá
de tales límites? La justicia cree quizás demasiado fácilmente
que el bien es simplemente lo que se opone al mal y que la
justicia del Reino es lo contrario a la injusticia. La justicia, há-
gase lo que se haga y dígase lo que se diga, tiende a ser siem-
pre redistributiva, vindicativa, correctiva y justiciera, viendo
fácilmente el bien como simple corrección del mal. Pero el
bien es infinitamente más que eso, lo mismo que la libertad es
infinitamente más que la simple liberación de lo que encade-
na: es aventura positiva y creadora. La búsqueda sin más de la
justicia corre el serio peligro de restringir el campo de la sal-
vación. ¿No sería un error profundo empefíarse en reducir la
salvación a la justicia y a sus prescripciones?

Repitámoslo: no se trata de que dejemos al margen la jus-


ticia, sino de reconocer sus límites en el debate y en el comba-
te que nos ocupan. La justicia es una virtud moral. La salva-
ción no puede conquistarse sólo con ella. La justicia es lógica
y carece de la dimensión teo-lógica, que es la única que puede
llegar a la medida de lo que aquí está en cuestión. La justicia
102 El mal

tiene sin duda un eminente lugar político, social y económico,


«dietético» 84 podríamos decir, en el sentido de que es indis-
pensable para mis relaciones con los demás. Por otra parte, y
por lo ya dicho la justicia es también una virtud indispensable
para que se dé una caridad efectiva, que quiere ser y debe se-
guir siendo de buena fe. Pero no tiene esa pasión, esa «orgía»,
esa «erótica»85 , esa patética, que son las únicas capaces de res-
ponder a las proporciones de una salvación. Así pues, ¿no ten-
dremos que ver también las cosas del otro lado, del lado de una
«revolución» de todos los cálculos, de toda cuenta y equili-
brio? ¿No habrá que hablar entonces de la caridad?

b) Elogio de la caridad

Tampoco la caridad, como se adivina, está libre de crítica.


En un pasado reciente, Emmanuel Levinas, obsesionado por la
justicia y sus exigencias in-finitas, llegaba a descartar la palabra
«amor» del vocabulario ético 86 , prefiriendo hablar de «respon-
sabilidad por los demás», en unos ténninos no exentos, por otro
lado, del riesgo de superculpabilización87 . El rostro del otro me
hundía en la vergüenza y me dejaba casi sin derechos. Mas he
aquí que el mismo Levinas nos confia que él creía que su obli-
gación era rehabilitar el amor e «inseminar» la caridad en lajus-
ticia88. Al insistir en la trascendencia del Unicum, en la unicidad

84. Como la palabra «erótico» un poco más adelante, tomo este vocabu-
lario de M. Foucault, Histoire de la sexualité II, Paris 1984 (versión cast.:
Historia de la sexualidad, Madrid 1979), para designar respectivamente una
relación de uso y una relación de amor.
85. Cf. nota 84.
86. O por lo menos, desconfiaba de ella y prefería no utilizarla. Cf., por
ejemplo, Ethique et infini, Paris 1982, 51 (versión cast.: Ética e injinito, Ma-
drid 1991).
87. Cf. supra, 73-75 y nota 43. Ciertamente, Lcvinas llega a precisar:
«responsabilidad sin culpabilidad», pero su manera de hablar de esta respon-
sabilidad la hace tan pesada como si fuera una culpabilidad.
88. Según una entrevista en la radio. Cf., por otro lado, la obra ya cita-
da t'tica e in_{,.nito; también F. P. Ciglia, Du néant e) l 'autre. Réjlexions sur le
theme de la mort dans la pensée de Lévinas, en Emmanuel Lévinas, Lagras-
se 1984, 146-163 («Les cahiers de la nuit survcillée»); cf. J. Rolland, Sub-
jectivité el an-archie, en ibid., 176-193.
Dios en el enigma del mal 103

del sujeto, ve allí un lugar demasiado grande sólo para la jus-


ticia y le gustaría abogar por el amor, que es más, que es su
fuente y que -evidentemente, sin suprimir la justicia- la haría
explotar. «Donde todos los posibles son imposibles, donde no
se puede ya poder, el sujeto sigue siendo sujeto por el Eros». Si
así piensa un filósofo tan poco sospechoso en este punto, po-
demos sentimos reafirmados, si fuera necesario. Y podríamos
aducir aquí más de una razón en favor de la caridad.
1. Ya hemos dicho que a lo irracional que es el mal sólo
puede responder otro irracional: la salvación, añadiendo que
el amor constituye su mediación por excelencia, puesto que es
pasión, exceso, ausencia de cálculo. Concretamente, el amor
es irracionalidad de creación, mientras que el mal es irracio-
nalidad de destrucción, de aniquilación. Ante esta orientación
hacia la nada que es el mal, anti-destino del hombre, no basta
simplemente con arreglar las cosas y recurrir a los (indispen-
sables) recursos de la virtud justa. Ante esta formidable anar-
quía del mal, ante ese desorden absoluto, se necesita algo que
sea lo suficientemente fuerte para ser (re)creador. La recrea-
ción por la caridad (esa pasión, ese pathos en todos los senti-
dos de la palabra) se corresponde con la primera creación, que
fue un gesto de amor por parte de Dios. Y lo mismo que en el
origen no hubo cálculo, sino sobreabundancia, tampoco aquí
basta la medida: se necesita el exceso en un combate que se
parece mucho al de Eros contra Thánatos 89 • «Sólo la pasión
puede sobre la pasión ... La falta es un drama, y un aconteci-
miento dramático pide una solución drástica» 90 •
2. ¿No es la caridad el camino escogido por Dios en el
combate contra el mal? Jesús se acerca al que sufre «movido de
compasión» (Mt 20, 34). Un texto extraño de Orígenes nos di-
ce que «el mismo Padre sufre una pasión, la pasión de amorn 91 •

89. Cf. B. Bettelheim, Freud et !'ame humaine, Paris 1984, 205.


90. V. Jankélévitch, Le purdon, 113. Cf. también Alain, Les dieux, 304,
que observa, a propósito de la parábola de los obreros de la última hora, que
se necesita para esta actitud más coraje que en la justicia rigurosa.
91. Orígenes, Hom. in Ezech., 6, 6, citado por H. de Lubac, Histoire et
esprit. L'intelligence de l'Ecriture d'apres Origene, Paris 1950, 241.
104 El mal

No hay nada que esté tan lejos del dios pagano inmóvil e im-
pasible92. Nada que esté quizás tan lejos de un Dios que sea
solamente justiciero. Pues bien, ¿no mostramos hoy día la ten-
dencia, como en ciertas predicaciones de antaño 93 , a atenazar
la bondad de Dios en la justicia? Como grita Rilke, ¡no lo en-
cerremos dentro de nosotros mismos, intimándole a que haga
justicia, regular y metódico como un reloj !94 ¡No hagamos de
Dios un simple justiciero! ¡Eso sería demasiado poco! El mal
no grita solamente pidiendo venganza (que es mirar hacia el
hombre como culpable), sino que grita sobre todo compasión
(que es la mirada hacia la víctima). Puede uno sufrir a causa
de la justicia, pero solamente puede apasionarse de veras por
el amor. En todo caso, el alma dividida (?) de un justiciero
puede quedar fácilmente atrapada en la pasión por la justicia.
Quizás el amor resulte más necesario que la justicia para que
nuestro combate sea victoria de la vida, y no mero triunfo de
una ley estrecha. Son dos cosas distintas. En nuestra justicia
hay a veces un gusto por el rigor95 . Pero «cuando de las manos
del hombre de negocios / la balanza pasa/ a este ángel del cie-
lo»96, entonces ...
3. Una vez más, deberíamos abandonar un camino que fue-
ra simplemente un camino moral. Pues bien, la caridad es sin
duda una virtud, pero una virtud teologal, y no ya solamente
-como la justicia- una virtud moral. También aquí, pero esta
vez para nosotros, es el camino mismo de Dios el que se nos
propone (cf. Rorn 12, 17-21 ): una lógica de exceso y de gratui-

92. Cf. el capítulo 3, «Aprender de Dios lo que Él es», perteneciente a


su libro Dios. Dios para pensar lll, Salamanca 2007.
93. Cf. supra, 99, nota 80.
94. «Lo habían encerrado en el fondo de ellos mismos y querían que
existiera e hiciera justicia» (Dieu au moyen áge, en Oeuvres II, Paris 1972,
182). Cf, también el poema de Dadelsen, en J.-P. Jossua, Dieu dans l 'oeuvre
poétique de J-P Dadelsen, en Qu 'est-ce que Dieu?, 58.
95. Es lo que le reprocha hoy Lcvinas a la justicia. Por eso habría que
restaurar, con Jankélévitch, los derechos del perdón y hablar de ese acumen
veniae, otra palabra para designar un exceso. Léase también Abn-l..; Ala
Ma'arri, L'épritre du pardon (1033), París 1985.
96. Rainer M. Rilkc, Trois poemes du cycle des miroitements, en Oeu-
vres II, 457.
Dios en el enigma del mal 105

dad. En el sermón de la montaña se nos pide que no busque-


mos la simple recompensa y el mérito, o sea, el coronamiento
de la simple justicia: ¿Qué salario (tina misthon) tendréis?, di-
ce Mateo (Mt 5, 46). Mejor aún san Lucas: ¿Qué gracia (tina
charin) habrá? (Le 6, 32.33.34). Una vez más asistimos a esa
inversión de valores, que es el eje del evangelio. Recordemos
el desplazamiento que antes observábamos del culpable a la
víctima: la justicia, en el fondo, se mide respecto al culpable,
mientras que la caridad toma sus medidas a partir de la vícti-
ma. ¿No es este desplazamiento el que permite que nos abra-
mos hacia la desmesura? «Si vuestra justicia no es mayor ... »
(Mt 5, 20); «Si no tengo caridad ... » (1 Cor 13, 1).
4. Hay que pensar también en la distinción tan importante
que establece la antropología moderna entre necesidad y de-
seo. La justicia estaría del lado de la respuesta a las necesida-
des, que evidentemente hay que satisfacer. Por eso hablé antes
de una política, de una ética y de una dietética de la justicia.
Pero en la justicia no se da la patética, la erótica, y añadamos
ahora, la teológica que hay en el amor, y que es la única que
puede (des)medirse con las llamadas del deseo. La necesidad
es repetitiva; el deseo es creativo. Y la justicia, en sus exigen-
cias, es mucho más un programa de reparación que un impul-
so de creación. Pues bien, el campo de la salvación es mucho
mayor que el definido solamente por la justicia97 . Tiene que
inscribirse en una aventura positiva e inventiva. «El mal -es-
cribe G. More!-, se muestra ... tan monstruoso que su origen
reviste efectivamente un aspecto enigmático, inexplicable por
el simple juego de los individuos y de las estructuras ... Lo
único que puede mover (al hombre) es el esfuerzo por desa-
rraigar el mal. Ese esfuerzo se da en dos niveles. Se trata de
abrir los sistemas antropocéntricos y de producir sistemas más

97. G. Morel, Nietzsche, 342: «Es el amor del Otro el que revela las fal-
tas, no ya de manera teórica, en un juicio inútil, sino tocando el corazón ...
Marx puso formalmente de relieve ... contra los partidarios de la rebelión y
de la venganza, que su objetivo no era ni mucho menos hacer pasar a los in-
dividuos por el tribunal de la Historia, como si los revolucionarios tuvieran
el poder de escudriñar los riñones y el corazón».
106 E/mal

verdaderos, a partir de los cuales los individuos puedan cono-


cer un poco mas de verdad y de amorn 98 .
A este propósito, para responder a las sospechas que sus-
cita la caridad, sería de desear una verdadera fenomenología
de la caridad, que le restituyera sus derechos y sus profundos
secretos antropológicos 99 • La caridad es sin duda mejor de lo
que se dice.
Sin embargo, pasando a las críticas, hay que encausar con-
tinuamente a la caridad, y no sólo porque haya sido maltrata-
da en la historia cristiana. Todos conocemos sus peligros. El
menor de ellos no es precisamente que nos sirvamos de la ca-
ridad para prolongar con unas acciones caritativas puntuales
ciertas situaciones sociales en las que sólo una reforma o un
cambio de estructuras podrían realmente cambiar las cosas.
Admitimos esta crítica. Pero afirmamos que, si es justo este
reproche, es precisamente porque, alejándonos de su verdade-
ra naturaleza, hemos moralizado la caridad (lo mismo que he-
mos moralizado la santidad). Aquí está sin duda el gran error
histórico del cristianismo. Con una moral de las obras y con
una casuística de lo necesario y de lo superfluo hemos puesto
un dique a la caridad, en vez de reconocer todos los derechos
y los deberes de una «locura» que podría suprimir de veras las
montañas del mal y de la injusticia. Pero, con el pretexto de
estos errores históricos 100 -que por otro lado deberíamos juz-
gar en su verdadera perspectiva-, no podemos concluir abrup-
tamente que la caridad está fuera de lugar en la lucha contra el
mal. Una mala concepción de la misma no tiene que llevarnos
a proscribirla.
Lo que hemos de hacer, si queremos ser cristianos, es reco-
brar el sentido y la eficacia de nuestras palabras. En este caso
se trata de reinventar la caridad. «Quizás tengamos que volver

98. !bid., 342, 343.


99. Podría hacerse mucho a partir del soberbio libro de J. Kristeva, His-
toires d'amour, Paris 1983.
1OO. No conviene erigirse demasiado pronto en jueces de una época. Di-
gamos más bien que el error histórico consiste en hacer que dure lo que aho-
ra se juzga que es un error.
Dios en el enigma del mal 107

a los conceptos pasados de moda» 1º1• Reinventar esa caridad


que es el acto de Dios en la salvación y que Él nos ha confia-
do, ya que sabemos que el amor de Dios se ha derramado en
nuestros corazones (cf. Jn 13, 34). La caridad no es solamente
asunto de Dios, tocándonos a nosotros sólo la justicia. El amor
de Dios se ha hecho tarea nuestra, una tarea que nos pennite ir
mucho más allá de la pura justicia.
Rehabilitar y reinventar el amor (puesto que habíamos de-
jado que se fuera deteriorando) es un verdadero proyecto cris-
tiano y hasta un proyecto de Iglesia. Es verdad que debemos
luchar por un mundo más justo; se trata de algo elemental. Pe-
ro ¿por qué no también por un mundo más caritativo? 1º2 De-
volver a esta palabra toda su carga divina de pasión. No está di-
cho que un mundo más caritativo (de una caridad que hay que
reinventar) sea menos justo que un mundo justo. Desde luego,
esta caridad deberá emplear toda la diligencia y la vigilancia
concreta para no ser una mera ilusión. Necesitará mostrarse
atenta y preocupada por las mediaciones necesarias.
Lógicamente, la respuesta equilibrada consistiría en decir
que para esta tarea se requieren las dos cosas: justicia y cari-
dad. Es verdad. Y creo que habría que aprender a practicar la
caridad con justicia y la justicia con caridad. Marta y María.
Pero en este debate he querido insistir finalmente en una cier-
ta asimetría, debido al drama y al problema descubierto: opo-
ner a la irracionalidad y a la sorpresa del pecado, como único
desafío «desmesurado», otra irracionalidad y otra sorpresa. Si
nos preocupamos de redescubrirla, la caridad tendrá porvenir.
«Et nos credidimus caritati» (1 Jn 4, 16): ¿No es ésta nuestra
divisa de cristianos y nuestra misión? ¿Creemos de verdad en

IO1. A. Finkielkraut, La sagesse del l 'amour, 12.42. Este libro, con un


título sacado de Levinas, quiere rehabilitar el amor expresamente contra la
idea de que es preciso, en el combate contra el mal, «despedirse de la idea
piadosa, pero ilusoria, del amor al prójimo. Lo verdadero es lo contrario: el
pensamiento, si quiere comprender el enigma de la barbarie, tiene que vol-
ver a plantear el sentido de esa relación con el prójimo, que se designa con
el nombre gastado de amor» (p. 148).
102. Cf. también G. More], Nietzsche, 157, donde este autor habla de
«liberalidad».
/08 El mal

el amor? ¿En esa locura de Dios derramada en nuestros cora-


zones? ¡Por ella se nos reconocerá' (cf. Jn 13, 25).
Volvamos al capítulo 25 de san Mateo. Seguro que losa-
bemos de memoria. Lo hemos leído, escuchado, meditado, lo
hemos intentado practicar, en estos tiempos que nos toca vivir:
dar de comer a los que pasan hambre, dar casa a los que no
tienen dónde vivir. Pero ¿hemos observado suficientemente
que en el momento del juicio no son sólo los «malos» los que
ignoran lo que han hecho o han dejado de hacer? Tampoco los
«buenos», los que han dado de beber o han visitado a los pre-
sos, saben lo que han hecho: «¿Pero cuándo, Señor, hemos he-
cho todo eso?». Lo ignoran, la cosa se les ha ido de la memo-
ria. Quizás porque no lo han hecho en nombre de la justicia,
sino por un amor simple y loco. El amor olvida lo que hace. La
justicia siempre tiene un poco de «buena conciencia» y, al ser
consciente, no puede ser inocente del todo. La caridad cumpli-
ría toda justicia, pero sin saberlo: ¡qué felicidad! ¡Tanto para el
prójimo como para la víctima! Ser no sólo inocente del mal
(¡evidentemente!), sino inocente del bien. Haber hecho lo que
había que hacer, pero sin saberlo. ¡Qué sorpresa! La Escritura,
que había comenzado con una sorpresa, termina con otra. De
sorpresa en sorpresa.
«¡No hay que dormir durante este tiempo!» 1º3 .

103. B. Pascal, Pensamientos, 918.


3
EL PECADO ORIGINAL
Y LA CULPABILIDAD EN OCCIDENTE

¿No resulta terrible para el teólogo cristiano hablar de la


culpabilidad? Desde san Pablo, y sobre todo desde san Agus-
tín, ¿no es responsable el cristiano de ese «envenenamiento de
la falta» que pesa sobre los hombres, añadiendo a sus sufri-
mientos físicos y afectivos, los del alma y la «conciencia des-
graciada» (Hegel)? Con su doctrina del pecado (que culmina
en el dogma del pecado original) y con su historia de la salva-
ción ( que se expresa en las cristologías de redención) -que su-
ponen, como implícito, que el hombre tiene que «ser salvado
de una falta»-, ¿no ha instalado la teología a Occidente en un
mundo de tormentos, que podría haberse muy bien ahorrado
la economía liberadora? Una «moral sin pecado» (Hesnard),
una «libertad sin culpabilidad», una «responsabilidad sin juez»,
¿no son las consignas que habrían debido y deberían conducir
a los hombres a la construcción de ellos mismos, a su autono-
mía y a su desarrollo? Por otra parte, es a esto a lo que nos in-
vitan ciertas ciencias del hombre, como la psicología y el psi-
coanálisis, que ayudan al hombre a liberarse de sus fantasmas
alienantes y a veces mortíferos. Por consiguiente, si hay un cul-
pable, tenemos que preguntamos si no será el cristiano y con-
cretamente el teólogo cristiano.
¿No será entonces poco oportuno que el teólogo siga ha-
blando sobre el tema? Sí, si el sentido de la falta carece de fun-
damento. Sí, si el pecado es una «invención de los curas» para
conducir a Dios. Pero no -es la respuesta que quiero desarro-
Jj() El 111lll

llar aquí-, si es verdad que, a pesar de los excesos y desvaríos


que es preciso denunciar, hay en todo esto una parte innegable
de verdad -de verdad liberadora 1- en la denuncia del mal y en
el reconocimiento de la culpabilidad que emprendió el cristia-
nismo. Y tampoco, si es verdad, contra todo «culpabilism0>>2,
que el anuncio cristiano de una salvación no se funde en una
invención gratuita de la idea de pecado (que le vendría como
anillo al dedo), sino que se fundamenta por el contrario en el
combate más radical que pueda existir contra el mal, precisa-
mente con vistas a una liberación del hombre, y en particular
de todas las falsas culpabilidades que le encadenan; esas falsas
culpabilidades que nacen generalmente -será esta una sub-te-
sis de mi exposición- del no-reconocimiento del mal3.
Por eso mi exposición se basará en dos puntos. Y asumiré el
riesgo, para ser más pertinente, de anclar esos dos puntos en la
doctrina cristiana más abrupta, la más discutida: la del pecado
original. No para hacer una exposición en regla de la misma
(no es éste el lugar para ello), sino para deducir la interpreta-
ción que ella da y el sentido que puede ofrecer, a pesar de sus
exageraciones, a una doble situación del hombre culpable ( que
es de lo que aquí se trata). Esos dos puntos consistirán, por un
lado, en mostrar cómo la doctrina del pecado original es una
doctrina de verdad y, por otro lado, una doctrina de salvación.
Tanto si se cree en esta doctrina simbólicamente, como si se
adhiere uno a ella en un gesto de fe.

1. En el momento de confiar esto a la imprenta, llega a mi conocimien-


to, aunque no he podido leerlo todavía, un número de «Communautés et li-
turgies» 4 ( 1980) 257-334, titulado La bonne nuuvel!e du péché (editado por
el monasterio Saint-André de Clerlande, en Ottignies).
2. Esta noción -volveré sobre ella en la última pa11c de este capítulo-
debe distinguirse totalmente de la de culpabilidad. El culpabilismo es una
falsa culpabilidad, un sentimiento de culpabilidad llevado a la deriva.
3. Una de las «soluciones» al problema de la culpabilidad podría ser,
evidentemente, no reconocer que hay en ella ningún mal. Esta solución por
supresión se debe a cierta ceguera pueril. Al contratio, «reconocerse pecador
es matar en uno mismo la imagen del niño idealizado, al que se sueña puro
y todopoderoso, y aceptar la génesis de una fe y de una inocencia que nunca
pueden considerarse acabadas» (A. Yergote, Dette et désil'. Deux axes chré-
tiens et la dérive patho/ogique, Paiis 1978).
El pecado original y la culpabilidad en Occidente 111

1. LA DOCTRINA DEL PECADO ORIGINAL ES UNA DOCTRINA DE


VERDAD

Distribuiré este primer punto en tres etapas: el mal es una


realidad innegable; ese mal no está ciertamente en la naturale-
za de las cosas (situación de creación, intención de Dios, pro-
ducción absoluta del hombre); sin embargo, implica en el hom-
bre una parte de responsabilidad, pero que éste puede dominar.

l. Verdad de la realidad del mal

Contra todos los falsos planteamientos rousseaunianos y to-


dos los falaces optimismos que, a mi juicio -tal es mi punto de
partida- constituyen un verdadero engaño, no se puede negar
aquí la realidad del mal. Es verdad que, a pesar de las posturas
de un cristianismo histórico demasiado moralizador y excesiva-
mente obsesionado por el mal y por el pecado, no se trata de ver
el mal por todas partes, siempre y en todas las cosas. Pero el
mal existe. Y negarlo sería engañarnos y engañar a los demás.
No nombrarlo, no desenmascararlo, seria cerrar los ojos y pre-
pararse para las peores catástrofes que engendra siempre la «po-
lítica del avestruz». En la visión judeo-cristiana, a este respec-
to, hay simplemente una lección de verdad que es ya, al mismo
tiempo, una salvación («La verdad os hará libres»).
Esta lección de verdad consiste rigurosamente en esto: «El
mundo está roto», es decir, no es como podría ser, corno de-
bería ser, como nos gustaría que fuese. Existe (es giht) el mal
y no está simplemente en la superficie, como un simple resi-
duo de una evolución que ha de engendrar inevitablemente es-
coria, sino que es un mal que está ahí y que atraviesa la reali-
dad. Es un mal que, si no lo mirarnos desde el principio cara a
cara, causará muchos más dafios que si tenemos el coraje y la
lucidez de darle nombre.
En este sentido -y para escoger adrede el aspecto más di-
fícil de la cuestión- la figura de la serpiente ocupa un lugar
eminentemente ejemplar. Antes de plantear cualquier cuestión
/12 E/mal

sobre la responsabilidad de Dios o del hombre, vemos allí, ba-


jo esa figura extraña pero reveladora, el reconocimiento de un
enigma, pero de un enigma realista. Le corresponde mostrar,
aunque sólo sea simbólicamente, la realidad tal como es, cara
a cara, con toda su dureza, contra cualquier tipo de ceguera4,
esa ceguera de la que la tradición griega nos muestra varios
ejemplos. El hecho de que la presencia de ese mal, señalado
en esa anterioridad de la serpiente, siga sin explicarse y pa-
rezca inexplicable, no le quita nada, sino todo lo contrario, a
todo este problema. La Biblia judeo-cristiana no pretende ex-
plicar ni mucho menos justificar ese mal. Lo sitúa precisa-
mente en su realidad enigmática, porque está allí, sin que se-
pamos de dónde viene, pero palpable de algún modo. Algo ha
tenido que pasar.
Sin embargo -se replicará-, la Biblia no dice nada más que
una obviedad de sentido común, que ninguno de los filósofos
se ha atrevido nunca a negar. Pensemos en Platón, en Kant, en
Ricoeur. Cuando habla del «mal radical» 5, Kant denuncia pre-
cisamente, a su manera, esa presencia incalificable e injustifi-
cable, pero no menos real, que sólo se puede disfrazar y ocul-
tar mediante una mentira metafisica. El hombre está hecho
para el bien y para la felicidad, pero sufre en sí mismo, con los
demás y en el mundo, la experiencia desconcertante de un mal
que él no quiere y del que no puede librarse. «No acabo de
comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino lo
que aborrezco ... El pecado actúa en mí ... El querer el bien es-
tá a mi alcance, pero el hacerlo no. Pues no hago el bien que
quiero, sino el mal que aborrezco» (Rom 7, 15.17-19).
Así pues, la afirmación cristiana parece corresponderse -y
esto es ya muy importante- con una experiencia unánime de
un mal incomprensible, aunque real. Pero ¿aporta algo en es-

4. Ya lo indiqué ante1iormentc, pero hay que volver sobre ello. Cae uno
irremediablemente en la ilusión más destructiva cuando se empeña en ne-
gar la realidad. En este caso, cerrar los ojos ante el mal que está ahí, es caer
en un mal peor todavía, el que engendra su ignorancia, dejándonos entonces
al descubierto cuando surge.
5. I. Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid 2009.
El pecado original y la culpabilidad en Occidente l l3

te debate sobre el sentido del mal? Sí; y aquí es donde está su


aportación específica e inalienable, que vale la pena escuchar.
En efecto, la tradición judeo-cristiana ofrece la denuncia
más radical que se ha oído en contra del mal, mirado desde su
raíz. Porque muchas filosofías -al menos es esa su tendencia-
y todos los planteamientos estéticos -y aquí el riesgo es evi-
dente- han cedido a la tentación de minusvalorar el mal y has-
ta de negarlo. Pensemos en la tradición platónica que entien-
de el mal como simple ausencia del bien o en la teoría de
Leibniz sobre el mejor de los mundos posibles.
Pues bien, contra todos estos deslices que han intentado bo-
ITar el mal, la Biblia llama radicalmente «mal» al mal6, hasta el
punto de llamarlo «pecado». Es ésta la repulsa más radical del
mal y de toda justificación del mismo, gracias a la afirmación
más tajante de su realidad, de su sinsentido absoluto. En esta
tradición no hay la menor sombra de justificación del mal, bien
sea de orden moral, bien de orden estético o racional. El mal es
precisamente lo injustificable. Por una parte, en el plano moral:
no se justifica un acto malo; por otra, en el plano racional: no
tiene ninguna razón de ser. El mal es y está bien marcado. En
efecto, la serpiente está marcada, despojada de prestigio, más
allá de toda solución estética, digna de Mallarmé: «Por haber
hecho eso, serás maldita>> (Gn 3, 14). Por tanto, el mal queda
radicalmente condenado, en su más dura in-justificación. Así,
esta dura amonestación impide toda escapatoria.
¿No sucederá, sin embargo, que por su rigor mismo -aun-
que se trate del rigor de una verdad-, esta condena bíblica sea
una fuente de desesperación infinita que, volviéndose contra
sí misma, vaya en contra de la libertad que brinda la verdad?
No; es lo que mostraremos en la segunda etapa, que por otro
lado no debe olvidar nada de la primera.

6. En una observación genial de La religión en los límites de la merara-


zón, Kant nota que la tradición judeo-cristiana divide el mundo en tres par-
tes: el cielo, la tierra y los infiernos, y sitúa el mal en este lugar. Así, el mal
no sólo no está en Dios (el cielo), sino tampoco, de suyo, en el hombre (la
tierra). Por tanto, la creación no es el lugar del mal, como en las tradiciones
gnósticas (siempre dualistas).
114 El mal

2. El mal no está en la naturaleza de las cosas

La tradiciónjudeo-cristiana le da un nombre: el mal, en su


realidad de «cosa», de «algo que está ahí», expresado en la fi-
gura de la serpiente. ¿Pero estará entonces el mal en la natu-
raleza de las cosas? No, como vamos a ver. Y, una vez más, la
Escritura toca esta cuestión de forma original. En efecto, en
los viejos relatos cosmogónicos y en los esquemas míticos so-
bre los orígenes, así como en algunos de sus desarrollos filo-
sóficos, psicológicos, sociológicos o teológicos, se dan dos ti-
pos (o dos tendencias) de explicación de la inserción del mal
en el mundo. La Biblia se sitúa en los antípodas de cada uno
de estos dos tipos.
1. El primer tipo, presente sobre todo en las cosmogonías
del Próximo y del Medio Oriente, dice que el dios o los dioses
son responsables del mal. Bien porque el dios o los dioses crea-
dores ( que llevan el mal en sí mismos) crearon una naturaleza
mala en sí misma (se trata en el fondo de una forma de gnosti-
cismo absoluto), bien porque alguno de los otros dioses, adver-
sarios del creador bueno, mezcló el mal en el interior de la crea-
ción (se trata en el fondo de una forma de semi-gnosticismo).
Como se ve enseguida, en esta representación, la naturale-
za, la creación, es ontológicamente mala. El mal está en la na-
turaleza, en la creación. Así pues, el hombre es malo y, por tan-
to, yace en la peor de las desesperaciones. El mundo no es un
mundo roto, sino malo. El mal no es un accidente, sino un prin-
cipio esencial; hubo una especie de «creación del mal».
En contraste absoluto con esta representación, la Biblia
afirma sin recato que la creación es buena. «Y Dios vio que
era bueno». Dios no quiso el mal e, incluso después de la apa-
rición del mal ( en efecto, el hombre no fue maldecido, sino
sólo castigado), sigue considerando a la creación como intrín-
secamente buena, y el hombre debe seguir considerándola co-
mo tal. El mal no pertenece a la naturaleza de las cosas; es un
accidente. No se debe a la voluntad de un Dios perverso; es
una desgracia. Esto significa entonces que, dado que no per-
El pecado original _v la culpabilidad en Occidente 115

tenece a la naturaleza, el mal puede ser combatido. El mal no


pertenece al destino; hay que derribarlo.
Lo repito. No negamos el mal. pero tampoco lo considera-
mos como inherente a la realidad e invencible. Sobreviene, co-
mo la serpiente (imagen de irrupción), en un plano que no lo
prevé como parte integrante de la realidad. La Biblia condena
así todo fatalismo, toda resignación ante el mal, toda aceptas
ción, tanto de orden moral (estoicismo), como de orden esté-
tico, heroico o trágico. La serpiente representa el mal, porque
destruye y envenena. Ella no encuentra en Dios ningún cómpli-
ce, sino que es por el contrario su Enemigo, su Adversario. Si
el mal se derivase de algún modo de una complicidad del Dios
creador, sería «natural» y entonces no habría nada que hacer.
Pero no, la creación es y sigue siendo buena; por consiguien-
te, el bien tendrá o debe tener, en todo caso, la última palabra.
Si el mundo está simplemente averiado, es porque debería ser
de otra manera y por lo tanto es posible arreglarlo.

2. El otro tipo de explicación de la inserción del mal, pre-


sente más bien en los esquemas míticos de herencia griega, di-
ce que el hombre -no ya el dios o los dioses esta vez- es el res-
ponsable del mal. Solamente por causa de él, exclusivamente
por causa de él, existe el mal. Se trata, en resumen, del mito de
Sísifo o de Prometeo. El hombre comete una falta irremedia-
ble contra Dios, a quien le arrebata su propiedad. Queda enton-
ces aplastado por el peso de una culpabilidad, de un mal que él
ha introducido en el mundo con un acto de desmesura, y que
tiene por consecuencia que no haya, de nuevo, nada que hacer
contra ese mal. Aquí sólo hay lugar para la desesperación -o
quizás la resignación- ante la fatalidad. Aquí sólo es posible un
proceso infinito de autoculpabilización.
Lo repetimos. No es ésta la representaciónjudeo-cristiana.
Si Dios no es la causa del mal, el hombre tampoco lo es. Él no
tiene que soportar todo su peso. De nuevo, la introducción de
este tercer personaje enigmático (no el dios ni el hombre), la
serpiente, indica la presencia de un mal del que nosotros, los
II6 E/mal

hombres, no tenemos que soportar toda la responsabilidad: el


ser humano no es el culpable de todo. La figura de la serpien-
te culpable significa que nos precede un mal, un mal innega-
ble, pero que el hombre no ha querido por entero. Es un mal
que está ya ahí, un iam malum erat, podría decirse parodiando
a san Agustín. Esto es capital para desculpabilizar consciente-
mente al hombre, para liberarlo de un peso del que estaría car-
gado de tal modo que no podría escapar de él más que molido
y aplastado, si fuera enteramente culpable7 .
Así pues, existe un mal que nos precede y nos rodea, y que
el hombre, a veces, recoge y pone en marcha de nuevo. Este
es el sentido de la tentación en el tema del pecado original. Sig-
nifica que nunca somos iniciadores absolutos del mal, lo cual
sería realmente espantoso8 • En la doctrina del pecado original
nos encontramos con una característica sumamente liberadora.
Así, la idea de herencia y de transmisión -que se presta a tan-
tas discusiones- tiene el mérito de significar esta fragilidad de
nuestra humanidad concreta desde que nacemos en este mundo
averiado, antes de haber cometido una falta de la que pudiéra-
mos ser culpables. Como escribe Ricoeur, no nacemos con una
libertad «sin carga anteriorn 9, no nacemos libres de toda tara,
de todo un pasado, de toda una historia.
De este modo el tema de la serpiente y la tentación, a me-
dio camino entre una inculpación total de Dios y una inculpa-
ción masiva del hombre, permite que no caigamos en una cul-
pabilización obsesiva. Pero señalemos de paso que esto tiene

7. Es verdad que en nuestro tiempo se reconoce de nuevo el mal y se le


afirma. Esto es muy importante. Porque, aunque gracias a la psico-sociolo-
gía hay que reconocer que nosotros no somos siempre culpables, impo11a, sin
embargo, señalar que esto no significa que no exista el mal. Y creo que el
mundo en el que vivimos es suficientemente elocuente como para «tranqui-
lizarnos» -valga esta paradoja- en este punto.
8. «También yo he contraído una falta y soy (en parte) una víctima», po-
demos decir a todo el que exija de nosotros una perfección absoluta y quiera
que no tengamos ningún defecto.
9. P Ricoeur, Le conflit des interprétations. Essais d'herméneutique, Pa-
ris 1969, 275 (en el capítulo IV, dedicado al significado del pecado original).
Debe leerse todo este capítulo, interesante por muchas razones (versión cast.:
El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hermenéutica, Madrid 1978).
El pecado original y la culpabilidad e11 Occidente II7

también sus repercusiones en el plano educativo. Hay aquí una


advertencia: el niño nace en un mundo donde existe el mal.
En cuanto al tema del castigo del hombre y la mujer 10, tam-
bién tiene su fuerza de liberación. En efecto, el castigo es el.fi-
nal de la auto-acusación y, en todo caso, de la auto-punición
devastadora: de esa auto-punición que haría que, una vez co-
metida la falta, no cesásemos nunca de acusamos y castigamos.
El castigo pone entonces un término. Se trata de otra figura que
hay que evocar aquí: la del arcángel que está a la puerta del pa-
raíso y que expresa paradigmáticamente ese juicio que pone fin
a un proceso de autodestrucción. Figura tanto más impresionan-
te cuanto que significa en concreto que el castigo es impuesto
por otro (por Otro, por el Otro: Dios). Porque, si tuviera que cas-
tigarme yo, tal vez no terminaría nunca y caería en la deriva pa-
tológica de un autocastigo sin límites. La espada del arcángel
-distinta de la espada de Damocles, siempre colgando- corta y
cierra el círculo infernal de la justicia inmanente. En el fondo,
este reproche de Dios dirigido a los primeros padres resulta ca-
si blando, velado, comparado con el que se dirige a la serpiente.
Dios sigue estando con el hombre y combate junto a él.
En esta línea, al relacionar el origen del mal con el relato de
un accidente, y al hablar de él en términos históricos y no me-
tafisicos, el judeo-cristianismo asumió sin duda el riesgo de ha-
blar del mal de una manera anecdótica y contingente, que pue-
de dar pie a una sonrisa filosófica. La filosofia clásica prefiere
los términos de naturaleza y sustancia; es lo que ocurrió, por
ejemplo, con el maniqueísmo (el mal es una naturaleza), que
empalmó así con las cosmogonías gnósticas. Al hablar del mal
en términos de contingencia, el judco-cristianismo excluyó de-
finitivamente el mal de la naturaleza de las cosas, para hacer de
él una realidad cultural y, por tanto, capaz de ser dominada por
la libertad del hombre.

1O. Ya señalé anteriormente que, a diferencia de la serpiente, no se mal-


dice al hombre ni a la mujer, sino que se les castiga. Mientras que la ser-
piente es abandonada, Dios se queda con el hombre y se constituye, con él,
en adversmio del mal (cf. Gn 3, 14-15).
JJ8 El mal

3. En el mal, el hombre es, con todo, parcialmente responsable

Aunque el hombre sea víctima -y lo dicho, dicho queda-, la


h·adición ju deo-cristiana no deja de hablar de la responsabilidad
del hombre. En este punto, una vez más, ella dice sólo una ver-
dad, que dicen también otros muchos. Pero la dice a su modo.
En primer lugar, ¿negará alguien que el hombre pueda tener
una parte de responsabilidad en el mal? Creo que es inútil in-
sistir en este punto ante el espectáculo que el mundo nos brin-
da. Y aunque las conquistas de la psicología han permitido eli-
minar un peso inútil y excesivo de responsabilidad, sabemos
hoy muy bien la parte de culpa que nos corresponde. Algunas
catástrofes de la naturaleza pueden deberse a nuestra falta de
responsabilidad por no haber sabido prevenirlas.
Pero -y es ésta la segunda observación que hay que hacer-
hay una insistencia propia del judeo-cristianismo, que no ca-
rece de valor. Veamos dos aspectos de la misma.
1. La doctrina del pecado original como responsabilidad
está evocando una responsabilidad de solidaridad. No estamos
solos; tenemos las manos unidas. No hay ningún pecado que
me aplaste a mí solo, en una responsabilidad solitaria y deses-
perada. Incluso Adán (y Eva) no estuvo solo, en la medida en
que toda la tradición reconoce que todos nosotros podríamos
haber cometido esa falta. Además, podemos pensar que la idea
de la Escritura es ésta: ella no quiere aplastar al primer hombre,
sino indicar que todos los hombres son iguales. La idea de he-
rencia señala que ningún hombre debe considerarse una ex-
cepción por el hecho de venir, por ejemplo, de otro hombre pri-
mordial, lo cual le eximiria de la suerte común y le aseguraría
la impunidad. Por tanto, no estamos solos; somos solidarios.
Lo que hacemos afecta a los otros, pertenece a los otros; y lo
que otros hacen nos afecta y nos pertenece a nosotros, tanto en
el mal como en el bien. Por consiguiente, el hombre no está de-
samparado en la soledad terrible de un mal que haya cometido,
ni en la responsabilidad sola y terrible de una culpabilidad, cu-
yos hilos estuvieran todos ellos en sus manos.
El pecado original y la culpabilidad en Occidente 119

2. La doctrina del pecado original propone una responsabi-


lidad de libertad. En efecto, hablar de responsabilidad es atre-
vernos a superar el riesgo de la fatalidad, de la que antes ha-
blábamos. Decir que el mal no pertenece ontológica.mente a la
naturaleza de las cosas es decir que el mal ha sido, en parte, in-
troducido por la responsabilidad del hombre. Aquí se sitúa el
tema de la desobediencia y la transgresión. Ciertamente, el ser
humano no ha introducido el mal (que es propio de la serpien-
te), pero ha introducido la falta, el consentimiento al mal que
ha venido de fuera. Aquí reside la responsabilidad.
El Occidente cristiano, desde san Agustín, ha desarrollado
enormemente este aspecto de las cosas 11 • ¿Pero cuál es el sen-
tido particular de lo que aquí descubre el cristianismo? Al po-
ner en parte el mal en manos del hombre, el cristianismo no
solamente desfatalizó por eso mismo el mal, sino que asegu-
ró también en cierto modo al hombre el dominio sobre el mal.
En efecto, si el mal no viene solamente de fuera, sino también
de mí mismo, es que yo tengo cierto dominio sobre él, de ma-
nera que podría no cometerlo, podría no haberlo cometido
nunca. Efectivamente, el «tú eres culpable» («Caín, ¿qué has
hecho con tu hermano?»), el «tú has pecado», significa: «ha-
brías podido no pecar». La acusación es al mismo tiempo la
afirmación: «Eres capaz de no hacerlo».
Philippe Nemo ha explicado muy bien la secuencia culpa-
bilidad-responsabilidad-libertad 12. En efecto, el juicio de cul-
pabilidad me indica que soy responsable; y si soy responsable,
puedo aprender los caminos de la libertad. Es verdad que no
habría que acentuar demasiado esta secuencia como si fuera
necesario ser culpable para sentirse responsable, y por tanto
para aprender la libertad. Estrictamente hablando, se puede
conquistar el sentido de la libertad y de la responsabilidad sin

11. Conviene observar que una tendencia del evangelio tiende más bien
a interesarse por la víctima que por el culpable (parábola del buen samarita-
no). Cf. R. Girard, El misterio de nuestro mundo, Salamanca 1982.
12. Ph. Nemo, Job et 1'exces du mal, París 1978 (versión cast.: Job y el
exceso del mal, Madrid 1995).
120 t'f mal

cometer el mal. Pero -se trata de nuevo de una cuestión de rea-


lismo-, de hecho, cometemos el mal. A partir de esta consta-
tación, lejos de hundir al hombre en una culpabilidad impla-
cable e infinita (tonnento eterno de Sísifo), el tema del pecado
original introduce la noción de responsabilidad y de culpabi-
lidad /hlita, que puede de hecho acabar. Aquel que ha obrado
efectivamente mal habría podido obrar de otra manera y podrá
hacerlo siempre. Prometeo es condenado para siempre, mien-
tras que Adán y Eva son solamente castigados, es decir, lla-
mados a la corrección y a la recuperación posible.
En el judeo-cristianismo el hombre culpable es declarado
responsable, es decir, que tiene que responder de sus actos, ya
que esta culpabilidad consiste en tener que estar «delante de
Dios» ( ésta es incluso la definición del pecado). Este pecado
-se trata de una caractedstica esencial de la doctrina del peca-
do original- no rompe la relación con Dios, mientras que con
Sísifo o con Prometeo la relación dios-hombre queda irreme-
diablemente rota. En el relato del Edén, apenas se ha cometi-
do el pecado, Dios aparece, y aparece discretamente. No ya co-
mo el águila de Zeus que cae sobre el hombre. Dios aparece en
un recodo del camino, casi como alguien que no ha visto nada,
ya que va a interrogar a Adán. Está allí no para acabar con él,
sino para atraerlo y para devolver a la pareja la estima mutua,
la confianza, la posibilidad de recuperar lo perdido. Es lo mis-
mo que encontramos en el evangelio: «Vete y no peques más>>.
El hombre no queda ya abandonado. Podemos afirmar que va
a poder cargar con su pecado, ante Dios y con Dios, como el
«Cordero que lleva el pecado del mundo». Este tema cristiano
está presente ya en el Génesis.

2. LA DOCTRINA DEL PECADO ORIGINAL ES UNA DOCTRINA DE


VERDAD SALVÍFICA

En cierto sentido, todo lo que todavía nos queda por mos-


trar se ha visto ya, en negativo, en la primera parte. En efecto,
si el mal es por un lado algo no natural, no ontológico, no crea-
El pecado original y la culpabilidad en Occidente 121

do por Dios. no introducido absolutamente por el hombre, es


que puede no ser, lo cual implica la idea de salvación; si se da
esa insistencia en un tercero enigmático contra el que se puede
y se debe resistir (la serpiente, el Demonio), si se da esa res-
ponsabilidad parcial del hombre en la aparición del pecado y si
Dios sigue estando con el hombre después de la falta, es por-
que podemos dominar el pecado y hasta dominarlo con Dios.
Esto significa que el tema de la salvación se encuentra ya im-
plícito en todo lo precedente. Sin embargo, es indispensable
ampliar aún más esta perspectiva, mostrando más positivamen-
te la «carga de salvación» que hay en la doctrina del pecado
original 13 • Lo haré con unos cuantos toques sucesivos.

1. Pecado y presencia del Dios de salvación

El pecado sólo aleja de nosotros al «dios de los filósofos»,


a ese dios orgulloso de sí mismo hasta la manía y la obsesión
y que, herido por la falta, como el dios de Prometeo, rompe de-
finitivamente con el hombre. El Dios de los cristianos no es ese
dios pagano que nos sumerge aún más en el fracaso, al estilo
de esos padres que, en vez de sentir pena por el mal que el ni-
ño se ha hecho a sí mismo en la falta, sólo se fijari en la ofen-
sa que esos niños les han hecho. Dios no deja hundido a Adán
(tampoco el padre humilla al hijo pródigo). Por lo demás, todo
ese capítulo del Génesis está inserto dentro de un contexto his-
tórico de salvación, propio de la tradición yahvista.
Porque ¿qué es en el fondo la idea de salvación? Esencial-
mente esto: que las cosas siempre pueden ser como eran antes,
que nunca hay nada definitivamente perdido. Todo puede re-
cuperarse siempre; nada es inexorable (mentalidad griega); en
resumen, que todo puede ser safrado. Éste es el tema de la so-
breabundancia de la gracia. No es que el tema de la falta se
haya desarrollado para exaltar el de la salvación, porque de-

13. Y especialmente, como he indicado, respecto a la cuestión tan deli-


cada de la culpabilidad.
122 El mal

más, toda una tradición cristiana, especialmente la oriental, ha-


bla de la salvación en términos positivos, la theosis (diviniza-
ción), sin introducir necesariamente por ello, a no ser acciden-
talmente, la noción de pecado. El mal no sirve para construir la
idea de salvación. Pero dado que el mal existe, la salvación ad-
quiere evidentemente este colorido, en el que la presencia de
Dios se convierte en presencia de liberación. Ya en este primer
sentido la doctrina del pecado original tiene un carácter salví-
fico, pues habla de la salvación en términos liberadores, de es-
peranza. No hay nada irremisible para Dios.

2. Pecado y precedencia del bien

Pero hay más. La doctrina del pecado original es una doc-


trina básicamente de salvación porque anuncia que el bien se
da en exceso. Philippe Nemo hablaba del exceso del mal. Del
mismo modo, a mí me gustaría hablar del «exceso del bien».
Éste es además el tema paulino, ya evocado, de la sobreabun-
dancia de la gracia. La gracia no es solamente suficiente; es in-
cluso más que suficiente, desbordante (pero evidentemente no
de manera mecánica y mágica). En este contexto debemos des-
tacar ante todo la tensión escatológica de la fe. En este sentido,
es interesante que en la tradición judeocristiana no haya nin-
guna huella de un «mal escatológico», de un «pecado escatoló-
gico», sino tan sólo de un pecado original. Si el mal fuera una
magnitud escatológica, estaríamos destinados a él. Ya no habría
nada que hacer. Situar el pecado en un origen, en un pasado, es
al mismo tiempo decir que queda sitio para una reversibilidad.
El mal no tendrá ya, en principio, la última palabra.

3. Pecado y rechazo del culpabilismo

Pero hay más todavía. El pecado original pertenece por otra


parte al orden de lo presente. Por lo tanto queda sitio, como he-
mos visto, para la responsabilidad y la culpabilidad. ¿Quiere
El pecado original v la culpabilidad en Occidente 123

esto decir que nos encontramos, una vez más, ante algo impla-
cable, ante una culpabilidad sin remedio? De ninguna manera
y por eso hay que insistir en la apreciación justa del poder li-
berador de la doctrina del pecado original.
La culpabilidad o sea, el reconocimiento sano de una fal-
ta, es propia de una responsabilidad y de una libertad adultas:
«Has obrado mal; podrías haber obrado bien y eres capaz de
ello». Pero hay una culpabilidad morbosa, que cierra el camino
a este enderezamiento; y es en este último refugio del mal del
que uno no puede y sobre todo no quiere salir, donde la doctri-
na del pecado original tiene que dar un golpe decisivo ponien-
do de relieve su mensaje salvífica.
En efecto, existe en nuestras «conciencias desventuradas»
una forma solapada de culpabilidad general y vaga, confusa y
difusa, que constituye quizás el peor de los males y el mayor
insulto a la salvación de Dios: la Hamo el «culpabilismo».
El culpabilismo consiste en esa culpabilidad morbosa, en
estado permanente, con independencia de toda falta concreta.
Es quizás sutilmente una solución paradójica de facilidad, ya
que resulta más fácil tenerse por un gran culpable en general14,
ya que ese culpabilismo no exige que busquemos una recupe-
ración, una realización de nosotros mismos, haciendo que fi-
nalmente podamos excusarnos de no actuar y dispensamos de
todo esfuerzo por recuperamos. El culpabilismo puede ser una
manera de estar o de creer que se está en el problema, pero no
de fonna activa y efectiva. Uno se declara definitivamente cul-
pable, pero sin hacer nada ni querer hacer nada por solucio-
narlo. Una culpabilización demasiado pronta, una actitud que
se echa la culpa de todo error y de toda falta puede ser un pro-
ceso que impida la verdadera responsabilidad, la que no re-
nuncia de antemano a todo cambio, sino que se pone a actuar.
Puede uno confesarse culpable para evitar de antemano todo
esfuerzo de liberación. La culpabilidad malsana, el culpabilis-

14. Algo parecido a cuando, en otros terrenos, nos resulta más fácil que-
rer hacerlo todo por nosotros mismos, en lugar de pedir la colaboración de
otras personas.
124 E/mal

rno, es esa culpabilidad cerrada en sí misma, cultivada por sí


misma en una morosidad autodestructiva.
Yo la presentaría como una culpabilidad anterior a todo ac-
to, flotante y desprendida de toda falta concreta, que hace que
uno se juzgue siempre y a priori culpable, tomando entonces la
solución más dura, la más crucificante, la más destructora: la de
no hacer nada. Ésta es la peor de todas. Es verdad que, obrando
así, se actúa quizás muy «moralmente» a primera vista, pero es-
ta acción moral está marcada por el miedo. Se actúa entonces
sin libertad. Se trata de una «culpabilidad en el aire», que recae
sobre sí misma. Es verdad que la re.sponsabilidad puede ser an-
terior al acto, pero nunca lo es la culpabilidad. Por otra parte en
un régimen cristiano, la culpabilidad nunca podrá perdurar des-
pués del acto, si es que tiene algún sentido la palabra perdón.
Esta confusión, este desplazamiento imaginario de la cul-
pabilidad hacia una culpabilidad que no tiene que ver nada
con una falta real, es la que produce ese mal particular del cul-
pabilismo. Es un mal que hace por otra parte que resulte im-
posible toda opción, ya que por el riesgo de obrar mal no ha-
cemos nunca nada. Puede haber, desde luego, mucha finura en
todo esto. Los que sufren este tipo de culpabilismo viven muy
apegados a la moral, pero, como están minados por dentro,
acaban siendo incapaces de decidir. Encontramos un ejemplo
litermio de esto en La cartuja de Parma de Stendhal: «Él (Fa-
bricio) tenía una de esas almas raras que sienten un remordi-
miento eterno por no haber hecho una acción generosa quepo-
drían haber hecho» 15 • Actitud muy noble, evidentemente, pero
que no conduce a ningún sitio.
No debemos acusarnos de este modo para hundirnos a no-
sotros mismos. «Es dificil despreciarse sin ofender a Dios que
está en nosotros» 16 . Y también: «Mañana vuestra falta os ins-
pirará más dolor que vergüenza, y entonces podréis pedir per-
dón a Dios sin peligro de ofenderle más aún» 17 • Por tanto, no

15. Stendhal, La cartuja de Parma 1, Madrid 1991, 11.


16. G. Bcmanos, Diálogos de carmelitas, Madrid 1992. 65.
17. !bid., 73.
El pecado ori¡{i1,a/ y la culpabilidad en Occidente 125

se trata, en esta justa responsabilidad que asumimos por nues-


tras faltas, de caer en ese culpabilismo que deshonra a Dios. Y
finalmente: «Estoy reconciliado conmigo mismo. Odiarse uno
es más fácil de lo que se cree. La gracia está en olvidarse. Pe-
ro si todo el orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gra-
cias sería la de amarse humildemente a sí mismo como a cual-
quiera de los miembros dolientes de Jesucristo» 18 •
Reconozcamos, pues, que somos culpables, pero -me atre-
vo a decir- ¡reconozcámoslo modestamente! Hemos de acusar-
nos tan sólo con el fin de liberarnos, de salvarnos, cosa que
no hace el culpabilismo. Tal es el sentido de la confesión, de la
práctica penitencial de la Iglesia (¿un sacramento que redescu-
brir?). Si uno se acusa o si acusa a otro para humillarse a sí mis-
mo o para humillar al otro, ¡mala señal! La acusación tiene sen-
tido sólo si es redentora. Ésta es la ley del cielo y de Jesucristo.
En este sentido considera Pablo que es saludable la revelación
de ser pecador. La acusación para salvar es la única buena; la
que se destina a matar, es mala, porque tenemos el deber y el
derecho de vivir. Uno de los sentidos de la confesión es éste:
cuando ya no se puede reparar, sigue siendo preciso verse libe-
rado y salvado. Se trata del deber y del derecho de ser feliz.
Yo no soy culpable, yo no soy un ser culpable; solamente
soy culpable de, culpable de tal acción. Y esto tiene que arre-
glarse, sin duda. Pero uno no es culpable «sin más». El hom-
bre es transitoriamente culpable, y lo es de un acto concreto,
pero no ontológicamente, repitámoslo. Y el hombre no es on-
tológicamente culpable, después de recibido el perdón; como
si, tras cometer un acto malo, yo fuera un sujeto culpable y no
alguien que ha cometido una falta. Por muchos actos que se
acumulen, nunca llegaré a ser un ser culpable. Basta (¡sí!) con
que me libere. Es verdad que seguimos llevando los estigmas
del mal, pero ha intervenido el perdón que interrumpe, que cie-
rra y deja zanjadas las cosas. Y ha de quedar abolida entonces
la presunción de la falsa culpabilidad.

18. G. Bernanos, Diario de un cura rural, 253-254.


/26 El mal

Además, este culpabilismo, subrayémoslo, impide la ver-


dadera culpabilidad. Corre el riesgo de apagar la sensibilidad
por la culpabilidad concreta y efectiva de tal acto. No hay que
confundir la culpabilidad con la mala conciencia 19 . El catoli-
cismo tiene razón al pedir la confesión de los actos concretos,
y no la de «ser pecador» de manera general. No hay que decir:
«Yo soy pecador», sino: «He pecado».

4. Pecado, conciencia y perdón

Finalmente hay que subrayar otro aspecto, aquel en el que


la falta queda absuelta. La doctrina del pecado original es una
verdad salvífica porque anuncia el perdón y la remisión. Ha
sido Ricoeur el que ha insistido en este lugar penitencial de
los relatos bíblicos sobre la falta: el lugar de la confesión 20 •
Ése es el lugar adonde ha de ser llevado y en donde debe ser
soportado el pecado (el Cordero de Dios que quita el pecado
del mundo). El pecado no es aquello que mi conciencia cree
que es pecado, sino lo que Dios juzga pecado. Y también es-
to es infinitamente liberador. Porque nuestra conciencia es in-
finitamente más dura e implacable que Dios (que ese Dios al
que creemos duro e implacable). No identifiquemos a Dios
con nuestra «conciencia desgraciada»; Dios es más grande
que ella. Y ciertamente, sucede que lo que mi conciencia des-
cubre como falta, lo es también según Dios; pero hay que ve-
lar, por el honor de Dios y por nuestra propia paz, para no con-
fundir abusivamente las dos cosas.
¿Cabe mejor ilustración de este tema que la cita de estos
versículos de Juan que dan la pauta a nuestra exposición?: «Si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros
mismos, y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nues-

19. «El individuo que se tiene de algún modo por responsable de una
falta de amor aparta de antemano los fantasmas del castigo y de la mala con-
ciencia» (G. More!, Jésus dans la théorie chrétienne, Paris 1977, 136).
20. P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad 11. La simbólica del mal, Madrid
1969, 245-264.
El pecado original y la culpabilidad en Occidente 12 7

tros pecados, Dios, que es justo y fiel, perdonará nuestros pe-


cados ... Hijos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis.
Pero, si alguno ha pecado, tenemos ante el Padre un abogado,
Jesucristo, el Justo ... En esto sabremos que somos de la verdad
y tendremos la conciencia tranquila ante Dios, porque si ella
nos condena, Dios es más grande que nuestra conciencia y co-
noce todas las cosas» (1 Jn 1, 8-9; 2, 1; 3, 19-20).
Finalmente, «no hay más pecado que el perdonado» (J. La-
croix). Ésta es la realidad cristiana. «Todo lo que hayas desata-
do en la tierra será desatado en el cielo». Este texto se dirige no
sólo a los sucesores de Pedro, sino también, en su lugar debi-
do, a cada uno de nosotros. Desgraciadamente, más a menudo
atamos que desatamos, tanto respecto a los demás como quizás
sobre todo respecto a nosotros mismos. Entonces, si el pecado
es un «delante de Dios» (Ricoeur), sepamos que ese «delante
de Dios» lo sigue siendo hasta el fin. Vivamos entonces nues-
tra situación -me atrevo a decirlo- delante de aquel que sigue
estando con nosotros. No hay ninguna ruptura con Dios (en to-
do caso, este término es ambiguo).
No añadamos al pecado cometido el de no creer en la sal-
vación, el de negarnos a creer que «Dios es mayor que nues-
tra conciencia».
4
LAS TEOLOGÍAS
DE LA LIBERACIÓN Y EL MAL

Sobre este problema «insoluble» del mal, la teología de la


liberación tiene mucho que enseñarnos debido a la perspectiva
original en que se ha situado y que va más allá del empeño que
ella misma ha asumido. Creo que, desde la aparición de esta
teología, no es posible comprender ya este misterio del mal co-
mo antes. Por eso me gustaría aquí, en un primer momento, re-
cordar lo que nos enseña sobre un aspecto del mal una vieja tra-
dición cristiana, un tanto oscurecida. Pasaré luego a señalar una
doble deuda que tenemos contraída en este sentido con los teó-
logos de la liberación. Y finalmente señalaré, con sencillez, al-
gunos olvidos de esta teología (que no son precisamente los
que se repiten sin cesar) y propondré unas cuantas sugerencias.
Todo ello, no ya simple ni directamente para contribuir a la
construcción de la teología de la liberación, sino porque veo
precisamente en ella una posibilidad que va incluso más allá de
la misma, y que es la que me interesa personalmente: captar ca-
da vez mejor este mysterium iniquitatis con el que el hombre se
enfrenta día tras día «desde la creación del mundo».

1. UNA TRADICIÓN INMEMORIAL Y OSCURECIDA

En nuestra teología cristiana, existen en el fondo dos tradi-


ciones sobre el mal. Una, la que podríamos denominar «pauli-
na» ( o «agustiniana»), y otra, la que llamaremos «lucana» (el
evangelio de Lucas ).
130 El mal

La primera encuentra su paradigma en el relato y la teolo-


gía del pecado original, donde se interpreta el mal como falta
(cf. Rom 5). La segunda tiene su inspiración en el libro de Job,
donde se plantea la pregunta sobre el mal no debido a una fal-
ta, sino sobre el mal del inocente.
Son numerosas las diferencias entre estas dos tradiciones.
Mientras que la primera habla esencialmente de un mal res-
ponsable (decisión ante el árbol del bien y del mal), la segun-
da habla más bien de un mal inmerecido (el del herido abando-
nado en el camino de Jerusalén a Jericó por unos bandoleros).
La primera tradición habla sobre todo del culpable; la segunda
se preocupa más por la víctima. La tradición agustiniana se
muestra más atenta al mal moral, mientras que la tradición lu-
cana se ocupa preferentemente del físico (pensemos en los re-
latos de curación y sobre todo en el Cristo misericordioso del
evangelio de Lucas). En un lado, se advierte en el fondo una
sensibilidad por un mal realizado por el sujeto, por un mal sub-
jetivo; en el otro, por un mal externo, por un mal que podemos
llamar objetivo.
En el fondo, la primera tradición es sensible a un mal de
intención, situado en la conciencia, casi iba a decir a un mal
«razonable», «explicable», ya que se percibe y se pone una es-
pecie de vínculo de causa-efecto entre alguien que va a hacer
el mal y lo que le sucede efectivamente como consecuencia
«desagradable»; en resumen, el mal de falta. Mientras que la
segunda considera el mal que «Je cae a uno encima», sin ex-
plicación y sin falta alguna, lo que podemos llamar el mal-
desgracia. Es la línea que separa el mal querido, cometido, ac-
tivo, del mal sufrido, soportado, pasivo.
Esta línea ha marcado a todo el Occidente. Hay como dos
universos del mal, como dos tipos de reacción religiosa ante el
mal. Por una parte, el de la penitencia, la confesión, la expia-
ción (tipo «agustiniano»). Por otra, el de todo lo que la Iglesia
ha hecho en materia de instituciones hospitalarias, caritativas y
educativas para remediar el mal (tipo «lucano» de las curacio-
nes). Todavía más: por un lado, tenemos el ascetismo indivi-
Las teologías de la liberació11 y el mal 131

dual; por otro, la redención de cautivos (una primera forma de


práctica de teología de la liberación). En la primera corriente,
nos encontramos más bien con una forma de combate y de
conquista interior, a nivel del corazón y de la conciencia (Oc-
cidente es verdaderamente la civilización de la persona, del su-
jeto responsable); en la otra corriente, se observa más bien el
despliegue exterior y la acción (y Dios sabe si el Occidente no
destacará también esto). Si por un lado la preocupación es «ce-
lestial» (la suerte del pecador), por otro la preocupación es «te-
rrena» ( «no tienen pan»).
En el plano de los hechos, las dos corrientes que acabamos
de describir se equilibran relativamente bien (prácticas de pe-
nitencia e instituciones de misericordia). Al contrario, si nos
atenernos a la teología del mal (y de su salvación), hay que de-
cir que en nuestra sensibilidad ha prevalecido masivamente la
tradición agustiniana. Mientras que la teología del pecado y de
la culpabilidad ha tornado la importancia que todos saben, la
del mal-desgracia ha estado muy poco presente. Como se ha
observado, mientras que el libro del Génesis y la Carta a los
romanos han suscitado una notable reflexión, el libro de Job y
de su desgracia está, en comparación, casi ausente de la lite-
ratura propiamente teológica 1•
Señalemos que esta diferencia de trato o de sensibilidad no
se ha dado en todas las civilizaciones. La Grecia antigua, por
ejemplo, se mostró muy atenta al mal cruel, al mal de fatalidad
(la tragedia griega; las figuras de Prometeo, Sísifo, etc.). Inclu-
so entre nosotros, en el siglo XVlI, con Pascal y Racine (el mal
trágico), parece ser que hubo mayor sensibilidad por este as-
pecto del mal, el del mal-desgracia2 . Lo cierto es que la tradi-
ción occidental se centró sobre todo en el mal-culpable.
Por otro lado, aquí estriba a la vez la grandeza y el riesgo de
la tradición occidental. Su grandeza: un descubrimiento y un

1. Esta observación es de Ph. Nemo, Job et l 'excés du mal, Paris 1978


(versión cast.: Job y el exceso del mal, Madrid 1995.
2. Cf L. Goldmann, Le Dieu caché. Etude sur la vision tragique dans
les «Pensée.1·» de Pascal et dans le théátre de Racine, Paiis 1959.
132 El mal

sentido agudo de la persona y del individuo responsables, es de-


cir, de la liberiad. Philippe Nerno, como hemos visto, ha desta-
cado esta secuencia. Si yo soy culpable («deberías haber obra-
do de otro modo», se me dice), es que soy responsable (porque
«habría podido obrar de otro modo»); y si soy responsable, es
que soy libre ( «soy capaz de elegir y de obrar de otro modo»).
Cuando este reproche es adecuado, aparece siempre como una
llamada a la responsabilidad, que despierta la libertad. Cierta-
mente no se trata de llevar demasiado lejos la lógica de esta se-
Cllencia, como si la libertad no pudiera brotar más que bajo
estos auspicios totalmente negativos. La libertad puede surgir
y construirse también en el propio descubrimiento de nuestras
fuerzas vitales. Pero, concretamente, los caminos de la libertad
han pasado ordinariamente por ese dédalo de la conciencia de
la culpabilidad y del sentido de la responsabilidad.
Pero esta grandeza de la tradición occidental de la libertad
y de la responsabilidad tiene también sus riesgos. La insisten-
cia en la culpabilidad nos ha hecho encerrarnos en un «mundo
de la falta»; en ese mundo, una «pastoral del terror», a pesar de
que ha sido al mismo tiempo paradójicamente misericordiosa,
ha causado los estragos que todos sabemos 3 • Por lo que atañe
a nuestro tema, esta insistencia ha tornado la forma caracterís-
tica y casi obsesiva de la búsqueda de la culpabilidad y del cul-
pable (yo o los otros). Como alguien ha dicho agudamente,
quizás haya sido éste el motivo de que la novela policíaca ha-
ya nacido en occidente, en donde lo que cuenta no es la vícti-
ma, sino el culpable4 • (Podríamos preguntarnos incluso si la
ciencia, en cuanto búsqueda de las causas, esa conquista carac-
terística de nuestro Occidente, no tendrá algo que ver con es-
ta búsqueda del «culpable». En muchas de nuestras lenguas, la
palabra «causa» tiene un sentido judicial. ¿Y no ha nacido tarn-

3. Cf. J. Delurncau, Le peché et la pew: La culpuhilisation en occident,


Paris 1983.
4. Cf. T. Todorov, Poétique de la prose. Choix, seguido de Nouvelles re-
cherches sur le récit. Paris 1980 (cf. el capítulo 1: «Typologie du rornan po-
licicrn) (versión casl.: Poética de la prosa, México 1978).
Las teologías ele la /iheración y el mal 133

bién el conocimiento, en nuestro relato bíblico, bajo el árbol


de la transgresión?). La búsqueda de la razón de las cosas, del
porqué, del origen del mal, más bien que el interés por sus trá-
gicas consecuencias de hecho: ¿no es precisamente el famoso
problema agustiniano del «unde rnalurn?», del origen del mal,
que recorre todas las Confesiones?
Nuestro occidente cristiano se ha convertido así, indiscuti-
blemente, al menos en gran parte, en el continente inquieto por
la falta o pecado. Jean Delumeau ha analizado magistralmente
este aspecto de nuestra civilización. Pero ¿cómo ha podido ocu-
rrir esto? ¿A qué se debe esta «preferencia» por el mal-culpa-
ble más que por el mal-desgracia?

1. Son posibles sin duda muchas explicaciones. En el pla-


no teológico, voy a proponer una. San Agustín, debido a su iti-
nerario personal y a sus preocupaciones pastorales, luchó, corno
es sabido, contra el maniqueísmo. Pero el maniqueísmo es ante
todo una sensibilidad por el mal objetivo, por el rnal-que-está-
ahí. Para esta doctrina tan sombría, el mal es como una sustan-
cia, corno una cosa en sí. Ésta es una representación terrible, ya
que impone imnediatamente el reinado de la fatalidad y elimi-
na el de la libertad. Agustín preferirá un hombre responsable, y
hasta culpable, antes que un hombre imnovilizado ante un des-
tino fatal. Creo que en esto consiste toda la grandeza de Agus-
tín: el hombre aventaja al mal. Contra todas las resignaciones
estoicas, es enorme e irreversible el paso que él logró dar.
Pero ha sido duro, muy duro, el precio que ha habido que
pagar por ello. (Es ésta mi hipótesis). Ha habido que pagar el
precio de una ocultación de ese otro mal, que también existe
sin duda alguna, de ese mal del que yo no soy culpable, del mal
bajo su aspecto de mal-desgracia. Ocultación y casi olvido, al
menos en el plano del discurso teológico, ya que, como hemos
visto, la práctica cristiana siempre se acordó de ofrecer ayuda
al necesitado. Pero lo que aquí nos importa es la aventura de la
reflexión sobre el mal. Y ésta se centra manifiestamente en el
mal-culpable, individual y personal.
134 El mal

2. Sin embargo -y esto tiene su importancia para nuestro


análisis sucesivo-, hay que observar también que, en cierto
modo, de una fonna muy peculiar, la teología occidental ha te-
nido conciencia del mal-desgracia y no se ha negado a discu-
rrir sobre él. Pero ¿de qué discurso se trata? Del de la teoría del
mal de castigo. Efectivamente, esta teoría se interesa por algo
que no es el simple mal moral y culpable, preguntándose por
las razones de un mal que viene «de fuera», bajo la forma de
un mal-desgracia. Pero al interpretar así en términos de casti-
go toda una serie de males colectivos y objetivos (enfermeda-
des, guerras, hambre, terremotos, etc.), la teología occidental
ha dado de este mal una interpretación restrictiva y cargada de
consecuencias desventuradas. Una vez más, la sensibilidad por
el mal-desgracia se habría visto, en gran parte, distraída en
provecho de una atención centrada en el mal de falta (que pre-
supone la idea de castigo). Ya hablamos de ello anteriormente,
pero hay que volver más despacio sobre el tema.
Para comprender la importancia de esta teoría, sin remon-
tarnos al Antiguo Testamento, hay que seguir aquí de nuevo un
procedimiento propiamente agustiniano. En su inmenso esfuer-
zo por iluminar el mal, san Agustín introdujo una distinción fa-
mosa, que seguirá luego toda la Escolástica. Por una parte está
el mal de falta (malum culpae), el mal del que soy responsable,
culpable. Por otra, está el mal de pena (malum poenae), el mal
que «me cae encima». En cierto modo, ésta era una manera de
recobrar la antigua distinción entre la tradición paulina y la tra-
dición lucana. Pero era establecerla e interpretarla sin respetar
de veras su diferencia e interpretando el enigma de la segunda
como una explicación de la primera. En efecto, equivalía a de-
cir que todo lo que no era un mal que se pudiera efectivamente
calificar de culpable se explicaba, sin embargo, de manera di-
ferida, por una culpabilidad anterior (castigada en el presente).
Convirtiéndose así en un mal de pena (un malum poenae), to-
do o casi todo lo que hemos llamado el mal-desgracia no se
percibía ya como tal, sino como un castigo, y era por tanto «ra-
zonable», como un castigo precisamente divino.
Las teologías de la liberación y el mal 135

Pero así, evidentemente, se ocultaba el mal inocente. Ya no


era «inmerecido». Al contrario: era la sanción de una falta, vi-
sible o invisible y de esa forma quedó sin destacar el mal in-
comprensible e inocente, que es la desgracia. En el fondo, ya
no había mal que no fuera culpable. Y la teoría se fue «afi-
nando», hasta llegar a decir que tal hombre o tal comunidad,
bajo el peso de un mal del que nadie es directamente culpable
a título individual, no eran, sin embargo, tratados injustamen-
te, ya que nadie es jamás inocente, sino que siempre es casti-
gado justamente (esta era la argumentación en que se basaban
los amigos de Job).
No es que esta teología del castigo no tenga ningún valor.
Como ocurre en el pensamiento agustiniano, ella quiere situar
siempre el mal fuera de las redes de la fatalidad: en esta doc-
trina, el mal (porque el castigo es un mal y es éste incluso el
único caso en que santo Tomás se atreverá a decir, a través de
una analogía extrema, que Dios es causa mali) sigue siendo
aquí el resultado de una intención y no de una fuerza anónima,
una cuasi-sustancia. Por tanto, en esta situación no estamos
ante un mal imparable, ya que siempre se puede, si uno quie-
re y lo merece, evitar el castigo.
Pero esto no impide que esta interpretación agustiniana
tenga el duro inconveniente de ser reductiva, pues ella reduce
una vez más toda la problemática del mal al tema de la culpa-
bilidad. ¿Pero es esto una explicación de todo lo que sucede?
¿Puede reducirse todo mal-desgracia a esta explicación? Más
aún, si las cosas se comprenden de este modo, resulta difícil,
e incluso a veces imposible, legitimar la lucha contra el mal y
atreverse a ella, puesto que si hay un castigo (divino), hay que
respetarlo. Recordemos, por poner un ejemplo «sencillo», las
dificultades que tuvieron las conciencias cristianas (¡a pesar
de que les ayudara un papa!) para aceptar -no hace tanto tiem-
po de ello- el parto sin dolor. ¿Tenemos derecho a luchar con-
tra lo que se considera que es la voluntad divina?
Como vemos, ligado a esta teología del castigo y de la pe-
na, el mal-desgracia seguirá oscurecido en la historia del pen-
136 El mal

samiento c1istiano. Pues bien -y aquí está la paradoja-, es pre-


cisamente este mal el que nuestra modernidad más ha desta-
cado. ¿Nos habremos vuelto más insensibles a la falta y al
pecado? No lo sé, pero esto es lo que ha pasado en nuestra con-
ciencia que está más sensibilizada por el mal-desgracia: ese
es precisamente el mal que nos rebela. En definitiva, el mal del
que soy inmediatamente culpable resulta, como decía, algo ca-
si ... «razonable»: lo he querido, y sus consecuencias no son ri-
gurosamente irritantes (yo me las he buscado). Pero el mal que
cae sobre el inocente (el hambre de los niños, la injusta suerte
de pueblos enteros) o sobre todos, sin distinguir entre culpables
y no culpables (la «injusticia» de una sequía, de una guerra), es
lo que constituye realmente un escándalo. El intento de respon-
der a este mal con la teoria del castigo (sin hablar de la idea tan
extraña que puede dar de Dios) parece agravar el escándalo.
Ese mal irracional, ese mal-desgracia, al que, como si no fuera
bastante, se le quiere asignar una justificación racional, es en el
fondo, hoy, para nosotros, el mal por excelencia, el mal.
A esta disposición de ánimo hay que añadir una más: nues-
tra modernidad es sensible, mucho más que antes, a lo social,
a las estructuras, es decir, a todas esas situaciones objetivas,
en donde el mal no se anda con detalles ni matices. Por decir-
lo todo con una palabra que evoca algo terrible: nuestra socie-
dad ha conocido Auschwitz. Y por tanto, ha descubierto, de
manera totalmente ostensible y como algo irreparable e injus-
tificable, ese mal inocente (o de los inocentes), del que hasta
ahora no se habían descubierto sus proporciones.

3. Hay otro hecho relacionado con la sensibilidad: nuestra


civilización se preocupa más por la justicia que por la caridad.
Es algo que bien puede discutirse5, pero no cabe duda de que
la sensibilidad social ha cambiado. Y este punto marca la dife-
rencia entre nuestro cristianismo y el que vivía, de forma real-
mente admirable, san Vicente de Paúl en el siglo XVII. Esto
nos lleva de todas fonnas a centrar más nuestra atención sobre

5. Hablé de ello en el capítulo 2.


Las teologías de la liberación y el mal 137

el mal-desgracia, en su universalidad de mal objetivo y estruc-


tural, que hacia el mal individual, que con frecuencia bien pue-
de quedar superado por un sencillo acto puntual de caridad.

4. Finalmente, en este desplazamiento de nuestra sensibi-


lidad influye también la (civilización de la) información, cu-
yos inmensos medios de comunicación nos ponen en contacto
continuamente con la expansión inadmisible y perfectamente
palpable de la desgracia en todo el mundo. Nuestro comporta-
miento, marcado por la presencia de estos hechos colectivos, se
hace más ético (solidario) que moral (individual).

En resumen, ese mal, ese mal de situación y de estructura,


es el que hoy se destaca y el que más indigna a todos. Y eso
está bien. Lo malo -y quizás sea éste el meollo del problema-
es que, dada nuestra tradición agustiniana prevalente, estamos
muy mal preparados teológicamente -casi como si lo viéra-
mos ahora por primera vez- para entender este mal inmereci-
do, al que estamos cultural y socialmente más sensibilizados
que nunca (aun cuando, a nivel de la acción, nuestra sensibi-
lidad práctica haya multiplicado las obras de lucha contra el
mal y el sufrimiento). Nuestra sensibilidad intelectual no está
preparada o está mal preparada para ello; y ésta es sin duda la
dificultad teológica: cuando tocamos el tema del mal-desgra-
cia, lo seguimos manejando muchas veces con conceptos sa-
cados de la primera problemática, centrada en la culpabilidad
y el castigo, que falsean mucho las cosas.

2. NUESTRA DEUDA CON LAS TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN

1. Así pues, a nuestro Occidente le falta, o le faltaba, una


teología del mal-desgracia, del mal inmerecido. Para mí, inte-
lectualmente hablando, lo que constituye quizás el significa-
do fundamental de las teologías de la liberación y lo que les
dará un lugar que jamás se les podrá quitar, es que han tenido
en cuenta teológicamente (y prácticamente, desde luego) el
138 El mal

mal-desgracia. Es preciso reconocerlo: ese mal forma parte


del mal que Dios condena y rechaza, y por tanto se ve afecta-
do por la salvación, lo mismo que el mal de pecado y de cul-
pabilidad personal. La redención, para emplear otra palabra de
nuestro vocabulario teológico, no hace distinciones. Se refie-
re tanto al segundo como al primero de esos males.
a) Pensemos -ya dijimos que es ésta la gran lección de san
Lucas- en las curaciones de Jesús. No sólo son numerosos (de-
masiado, a juicio de algunos) sus relatos, lo cual revela que el
comportamiento de Jesús impresionó fuertemente la memoria
de sus contemporáneos y que se trató de un gesto realmente sig-
nificativo por su parte (sea cual fuere la interpretación que se dé
a la noción de milagro), sino que además las interpretaciones
del mismo Jesús van acompañadas con frecuencia y explícita-
mente de una indiferencia por la cuestión de la culpabilidad y
del castigo (o incluso de su rechazo). «¿Quién ha pecado, él o
sus padres?», le preguntan sus discípulos a propósito del ciego
de nacimiento (Jn 9, 2). No me interesa, les responde en sustan-
cia Jesús, la cuestión no es esa; «ni él ni sus padres han peca-
do». Jesús sólo se preocupa de la curación del ciego.
b) Pensemos, en otro registro, en Pablo y en Juan. A su
manera, cuando hablan de «las potestades y principados de es-
te mundo», de los «arcontes y príncipes de las tinieblas», ha-
blan precisamente de este mal terrible, que no se contabiliza
sólo por los fallos individuales y discernibles. Hablan de un
mal que va mucho más allá de una simple interioridad de la
conciencia. Puede haber cambiado el vocabulario -ya no se
expresa así nuestra sensibilidad ni generalmente la teología de
la liberación-, pero esos términos de Pablo y de Juan están
evocando la realidad de un mal que nos supera y que seria de-
masiado fácil imputar tan sólo a la culpabilidad.
c) Pensemos también en la doctrina del pecado original,
tan gastada y tan maltratada a veces, a pesar de las riquezas
que presenta cuando se profundiza en ella. Es verdad que esta
doctrina, como hemos visto, ha sido más bien utilizada en el
Las teologías de la liberación y el mal 139

sentido de la concepción del mal como culpabilidad. Y sabe-


mos igualmente el daño que ha hecho a muchas conciencias
cristianas, hasta el punto de que puede parece extraño hablar
aquí de ella en este nuevo contexto que se quiere abrir.
Pero es que la dogmática del pecado original presenta otra
cara, quizás más importante que aquella a la que se había que-
rido reducir y limitar. Esa dogmática implica, con mayor pro-
piedad y exactitud, la toma de conciencia de un mal-que-está
ahí, cuyas consecuencias se palpan, a pesar de que no somos
culpables de ello en virtud de un acto que hubiésemos cometi-
do personalmente nosotros. La teología del pecado original lo
dice expresamente; en esto radica precisamente su intención:
sufrimos por una situación que no hemos querido. En la doc-
trina del pecado original, sean cuales fueren sus aciertos y sus
fallos, hay un presentimiento, y hasta una afirmación, de la
complejidad teológica del problema del mal, que no se deja re-
ducir tan sólo a la perspectiva moral o moralizante6.
d) Pensemos en el mismo Jesús. Él es la figura por exce-
lencia de aquel que conoce el mal no culpable. Toda la dialéc-
tica paulina en la que se sostiene que «Cristo no pecó», a pesar
de haber vivido plenamente nuestra condición de pecadores,
consiste en decir que la cuestión del mal no es tan sólo wm
cuestión de culpabilidad. Porque aunque efectivamente Jesús
no pecó jamás, sí que vivió la realidad del pecado en todas sus
formas y sus consecuencias. Las expresiones del apóstol Pablo
son tan fuertes que siempre resultan impresionantes: «Cristo
nos ha liberado de la maldición de la ley haciéndose por no-
sotros maldición» (Gal 3, 13); «A quien no cometió pecado,
(Dios) lo hizo pecado, para que, por medio de Él, nosotros nos
hiciéramos justicia» (2 Cor 5, 21). ¿Qué significa esto, sino
que es posible experimentar todo el mal, sentirse inmerso en el
mal, aun cuando uno se encuentre lejos de toda culpabilidad y
de todo castigo?

6. Es interesante observar en este sentido que, tradicionalmente, el pe-


cado original se estudia en teología dogmática y no en teología moral.
140 E/mal

En Jesús, los cristianos renuevan la memoria de una pasión,


de un sufrimiento inocente: Memoria passionis. Es precisa-
mente la memoria de un mal sufrido, de un mal soportado, lo
que celebramos como cristianos. Lo ha demostrado bien René
Girard. Mientras que casi todas las civilizaciones comienzan
por un asesinato (Roma, por ejemplo, con Rómulo y Remo) y
está claro que existe una razón para cometer tal asesinato fun-
dador, dado que se considera al condenado un criminal (Remo
traspasó un círculo prohibido), aquí, con Jesús, el relato cris-
tiano confiesa que se trata del asesinato de un inocente 7.

Lo que está claro en todo esto es que el mal objetivo forma


parte del misterio del mal tanto como el pecado personal y la
culpabilidad. El mal puede tener una configuración distinta de
la que se le ha dado, en un contexto donde sólo se pone de re-
lieve el vínculo establecido entre responsabilidad y culpabili-
dad. Existe como una situación de mal. Por tanto, hay que de-
cirlo con energía: no sólo existe el mal de pecado personal, el
mal «según san Pablo». Existe también el mal «según san Lu-
cas». En este sentido, yo no vacilaría en decir que hay que
«des-moralizar» un poco la teología del mal. El mal no proce-
de solamente de lo que se llama la moral, la simple moral en
todo caso 8, aunque evidentemente proceda también de allí. En
otras palabras, no es suficiente con captar el mal sólo en su lu-
gar ético; hay que verlo en un lugar más amplio, en el que to-
ca al destino del hombre, a su condición existencial.
Por eso, ocuparse del mal, a título de salvación, como obje-
to de la reflexión teológica, únicamente en términos de culpa y
no de poena, por recoger la distinción de Agustín, es estrechar
el campo de visión del mal y, por tanto, estrechar el campo de
combate contra él. Es la cuestión misma de la salvación la que
debe discutirse (volveremos sobre ello). El mal es mayor que su

7. R. Girard, La violencia y lo sagrado, Barcelona 1983, aquí se plantea


este tema de forma universal; en El misterio de nuestro mundo, Salamanca
1982, lo aplica a la tradición judeocristiana. Antes de Jesús, la figura de Abe]
(el Justo) y la protesta de los profetas se habían acercado a esta intuición.
8. Hablé de ello en el capítulo 2. Cf. la nota 6 del presente capítulo.
Las teologías de la liberación y el mal /4/

dimensión de conciencia. No está solamente en el pecado. O


mejor dicho, el pecado, o sea, el mal delante de Dios (ya que
ésta es la definición fonnal del pecado), es una noción mucho
más amplia que la vinculada a un juicio sobre la conciencia
culpable. Hay motivos para hablar del mal en sentido teológi-
co, incluso cuando no son evidentes la responsabilidad y la cul-
pabilidad. Éstas no son las únicas nociones que definen y ex-
plican una situación de mal. Las figuras de Job y de Jesús son
ejemplares en este caso. Existe un mal en exceso -por recoger
la afortunada expresión de Ph. Nemo-, en exceso respecto al
solo pecado, que desafia la sola culpabilidad.
Ésta es por tanto y sin duda alguna, bajo diversas formas,
la primera deuda que hemos contraído con las teologías de la
liberación. Nos han enseñado o recordado que había que to-
mar en cuenta el mal-desgracia. Nuestra tradición casi lo ha-
bía olvidado en el nivel de conciencia reflexiva.

2. Pero al mismo tiempo estas teologías nos han recordado


o reenseñado otra idea, fundamentalmente cristiana, y que de-
be impulsarnos igualmente a ir más allá de la falta. Esta idea
-y es aquí donde vamos a tocar más expresamente la salva-
ción- es que el mal,y por tanto en este caso el mal-desgracia,
puede ser combatido. Que la salvación tiene que referirse tam-
bién a ese mal. Me explico.
Una de las características del cristianismo es la de haber
«desfatalizado» la historia. A juicio incluso del marxismo, es
éste el mejor logro del cristianismo y lo que constituye suma-
yor aportación a la historia de los hombres. El mundo antiguo
vivía bajo el régimen de la fatalidad, hasta el punto de que el
mismo Zeus estaba sometido a ella. Ese mismo reino de la fa-
talidad se traduce en el plano filosófico por el concepto de ne-
cesidad, tan presente en la metafisica griega. En el plano mo-
ral, se traduce por la famosa resignación estoica. En el plano
estético, por la grandiosidad del héroe trágico (pensemos en la
sublime figura de Antígona). Estos comportamientos tienen su
belleza y su grandeza, pero implican una desesperación. Por-
142 El mal

que, en cualquier caso, tanto Antígona como Prometeo, tanto


Demócrito como Zenón, no tienen en definitiva nada que ha-
cer y acaban fracasando (Edipo se arrancará los ojos; Sísifo no
cesará nunca de seguir pegado a su roca). Por otra parte, los
dioses son implacables, ineficaces o ciegos.
Por el contrario, ¿qué significa la idea judeo-cristiana de
salvación? Que todo puede ser recuperado; que no hay nada
irremediable y fatal; que todo puede ser salvado; que no hay
nada definitivo; que todo puede volver a comenzar de nuevo.
<<Vete, y (simplemente) no peques más».
El genio histórico del cristianismo consiste en haber pro-
nunciado y anunciado («buena nueva», «nuevo anuncio») que
el mal, incluso el mayor, puede ser combatido. Y cuando digo
que «puede ser combatido», juego a propósito con los dos sen-
tidos de esta palabra. Así, «el mal puede ser combatido» sig-
nifica, primero, que esto está pennitido, que tenemos rigurosa-
mente el derecho de combatirlo, que esto no es orgullo contra
el destino ni ofensa contra un decreto divino. No era éste el ca-
so de Prometeo: cuando quiso salvar a los hombres llevándo-
les el fuego, sólo pudo hacerlo robándoselo a los dioses, arre-
batándoselo de manera indebida; y el castigo de Zeus, celoso y
ofendido, cayó inmediatamente y para siempre sobre él. En el
mundo griego la lucha contra el mal está prohibida. Pero no es
esto lo que ocurre en un régimen cristiano. Al contrario, la lu-
cha está permitida; es incluso un deber.
Por otra parte, cuando digo que el mal puede ser combati-
do, aludo al otro sentido de la palabra, a saber, que esto es po-
sible. No estamos sin medios ante el mal. Todo lo contrario de
lo que sucedía con lajovenAntígona. Ella tenía razón para lu-
char por la libertad, conforme a la visión de los hombres que
quieren construir la verdadera ciudad humana. Pero su com-
bate acaba inevitablemente en derrota y el drama se multipli-
ca. No sólo no está permitida la lucha, sino que es imposible.
En la tradición cristiana, el combate no sólo se considera per-
mitido, sino posible. El mal es «combatible», puede ser derro-
tado. Por tanto, se le puede combatir.
Las reologias de la liberación v el mal 143

¿Por qué? Precisamente porque el mal es ... el mal. Porque


el mal es injustificable. Si, de alguna manera, el mal tuviera
una justificación (cosmológica, política, filosófica, divina ...
¡qué sé yo!), no podría ser combatido, puesto que formaría par-
te de la misma realidad de las cosas (el orden de la naturaleza,
la voluntad divina, etc.). Pero aquí el mal es reconocido y de-
nunciado sin rodeos como mal, o sea, como algo que es preci-
so destruir. A diferencia de muchas filosofías y doctrinas sa-
pienciales que se las han ingeniado para querer dar cuenta del
mal, el cristianismo sostiene que el mal no forma parte en ab-
soluto ni del proyecto creador, ni del ser de las cosas, ni de una
especie de fatalidad con la que hubiera que pactar. Esta postu-
ra es propia de una afirmación religiosa, pero singularmente de
la afirmación cristiana, que ve en el mal la contradicción abso-
luta. El mal es el mal, resulta indefendible. Indefendible no só-
lo moralmente (está claro, pero con esto no basta), sino metafí-
sicamente, teológicamente, intelectualmente: ningún discurso,
ningún logos puede (una vez más, en el doble sentido de lapa-
labra) dar razón de él. El mal es entonces algo que puede y que
debe ser combatido.
Pero aquí se insinúa una dificultad. En efecto, resulta evi-
dente que, de los dos tipos de mal descritos más arriba, el se-
gundo, el mal objetivo, el mal de desgracia, parece que es el
más opuesto a este discurso antifatalista y de libertad. Los te-
rremotos, el hambre endémica, las injusticias inscritas en la cul-
tura ... ¿qué podemos hacer contra todo eso? ¿Es posible real-
mente acabar con esos males? El primer tipo de mal, el de la
línea agustiniana, el mal del que yo soy culpable, se presta me-
jor a ser combatido y vencido. Procede inmediatamente, o ca-
si inmediatamente, de mi culpabilidad, de mi responsabilidad
y de mi libe11ad, lo que me permite actuar sobre él en mi foro
interior. Siempre puedo convertirme, luchar contra mi mala vo-
luntad. Ese combate contra el pecado se ofrece, por así decir-
lo, con toda evidencia: tengo dominio sobre él porque es per-
sonal. Este combate no aparece, al menos en gran parte, como
expresión de fatalidad, sino de libertad.
144 El lllaf

Pero ocurre todo lo contrario con el mal de desgracia. No


cabe duda de que debe ser derrotado, pero ¿se le puede derro-
tar? Por lo menos, no es evidente. Resulta comprensible que,
frente a esta segunda concepción del mal, se hayan desarrolla-
do fácilmente palabras de fatalidad, de resignación o de casti-
go. Palabras que predominaron durante mucho tiempo, aunque
nunca fueron exclusivas, sino que fueron corregidas muchas
veces por una práctica y una pastoral de la caridad. Pero tam-
bién hemos visto que los discursos teológicos casi nunca refle-
xionaron sobre ese mal. Más aún, cuando por ventura reflexio-
naron sobre él ( así lo hizo la teología [?] del castigo divino), se
redujo de nuevo este mal a una cuestión de mera culpabilidad
y se le situó en un sitio en donde a nadie se le ocurriría querer
combatirlo (¿es posible rebelarse contra un castigo?).
También aquí han sido la práctica y la teoría de las teolo-
gías de la liberación las que han (re)introducido realmente es-
te tipo de mal en la reflexión cristiana. Ignorando deliberada-
mente las expresiones de resignación, ellas han declarado que
ese mal también puede y debe ser combatido y derribado. Y
que tiene que ver, tanto como el otro, con la praxis y la teoría
de la salvación.
Y estas teologías lo han hecho de una manera muy parti-
cular: diciendo, en el fondo, que esta práctica y esta teoría de
lucha contra el mal-desgracia necesitaban, en parte, otros ins-
trumentos de análisis y concretamente de una investigación
histórica de sus causas y de sus efectos. Esto significaba que
este combate -esta liberación- no era simplemente algo inte-
rior, aunque ciertamente lo fuera ( conversión del corazón, pe-
nitencia, etc.), sino que se refería también a una práctica ex-
terior concreta, o sea, histórica. Dicho con lenguaje teológico
y cristiano: encarnada. Esto nunca había sido ignorado por
completo, repitámoslo: las obras caritativas son un ejemplo
inolvidable de ello (y tan sólo una grave injusticia con la his-
toria cristiana ha podido ignorarlas). Pero ahora se quiere lle-
gar más lejos, más allá de un simple remedio, hasta descubrir
los efectos y resultados de una situación y de sus excesos; se
Las teologías de la liberación y el mal 145

quiere llegar a captar esa situación y a curarla remontándose


a su origen y a sus razones.
Desde esta perspectiva, si el combate no es solamente in-
terior (aunque siempre lo es), sino histórico, la descripción y
el análisis de ese mal -y ahora nos referimos al plano teórico-
tienen que ver también con una lectura histórica y «material».
Lo cual significa que no puede uno contentarse con una lectu-
ra «subjetiva» del mal, demasiado fácilmente o demasiado ex-
clusivamente moral, espiritual y personalista. Se trata de bus-
car cuáles son las condiciones concretas e históricas, sociales y
económicas, culturales y coyunturales de la pobreza, del ham-
bre, de las injusticias y hasta de las catástrofes naturales (¿por
qué no se elevan diques contra las mareas en tal parte del mun-
do, siendo así que se elevan en otras?). Esto significa que el
análisis no se refiere simplemente a una conciencia individual,
por muy fina y exigente que sea, ni a una reflexión espiritual,
sino a una lectura que se llama entonces «materialista», porque
se aplica a descubrir los entresijos económicos, sociales, polí-
ticos, ideológicos, etc., del mal. De este modo se va más allá (o
más acá, según se quiera) del mal interior; se intenta superar su
ámbito demasiado estrecho (aunque se puede correr sin duda el
riesgo de una reducción en el otro sentido).
¿Significa eso que este nuevo procedimiento fue siempre
ignorado antes de estas teologías? No. Pensemos en Kant, que
habla de un mal radical, significando con ello un mal cuya me-
dida supera el campo de la interioridad y de las intenciones in-
dividuales. Pensemos en la tradición cristiana que habla, como
hemos visto, de un pecado original. Kant sitúa ese mal más allá
o más acá de las conciencias, en un plano metafísico (el mal
radical); el cristianismo lo sitúa en un plano teológico (el pe-
cado original). Las teologías de la liberación, sin excluir cier-
tamente estas dos perspectivas, sitúan también este mal radical
en el plano estructural y cultural de la historia humana de cada
día. Esto no significa, a priori, que haya que excluir los otros
lugares y que estos no estén en el origen de los segundos; sig-
nifica más bien que el punto de apoyo de Arquímedes, tanto
146 El mal

teórico como práctico, que hay que privilegiar, se sitúa ahí. Se


palpa enseguida la diferencia. En el plano metafisico, el mal
sólo da pie al discurso racional. En el plano teológico, corre el
riesgo -lo demuestra en todo caso la historia- de no dar pie
más que al discurso moral. Vemos, pues, sus debilidades (co-
mo, por otro lado, habrá que admitirlas también en este nuevo
discurso, como indicaremos a continuación).
En esa línea resulta importante, en el plano teológico, valo-
rar bien este descubrimiento, o este redescubrimiento, de una
parte de nuestra herencia por obra de estas teologías. En la cua-
lificación y en la aproximación teórica y práctica del mal, este
examen deliberado del mal-desgracia como de un mal que hay
que tratar con los medios teóricos y prácticos adecuados, cons-
tituye un paso decisivo en la teología del pecado y de la reden-
ción. Éste es el segundo y positivo motivo de gratitud que he-
mos de tener con las teologías de la liberación.

3. ALGUNAS CUESTIONES

¿Significa esto que ya está todo dicho? Desde luego que


no. Porque podría suceder que estas teologías se queden cor-
tas a la hora de aprovechar todas las riquezas de su descubri-
miento. Bien sea debido a las urgencias con que actúan, o bien
-tal es el punto que nos gustaría plantear- en virtud de un pa-
sado del que ellas mismas no se han desembarazado aún por
completo, estamos convencidos de que no han llegado al tér-
mino de su propia lógica, de manera que tienen que intentar
aprovecharse de ciertas correcciones para superar esas debili-
dades que se encuentran por todas partes. Si, después de todo
lo dicho, nos interesamos ahora por este aspecto de las cosas,
no es porque tengamos lecciones que dar (aunque nos agrada-
ría contribuir así a una mejor fundamentación teológica de es-
tas teorías y de estas prácticas), sino porque, a través de ello,
creemos que podría ganar mucho nuestra cuestión inicial, la
de la consideración teológica del mal «según san Lucas». Por-
Las teologias de la liberaciú11 y el mal 147

que es aquí donde hoy se nos espera, en un mundo en donde el


escándalo, y por tanto la interpelación a los cristianos, surge
sobre todo del mal inocente.
Ocurre con frecuencia, tanto en la historia del pensamiento
como en la evolución de las mentalidades, que en el momento
de un descubrimiento o de un re-descubrimiento, sigue pesan-
do mucho (es inevitable) la presencia de las antiguas estructu-
ras en la cuestión nueva, perjudicando así a la nueva lógica que
se va abriendo paso. Ya hemos visto que el occidente teológico
cristiano está dominado por el principio agustiniano de la res-
ponsabilidad y de la culpabilidad. Pues bien, me parece que los
nuevos planteamientos siguen estando teológi~amente bastan-
te marcados, inconscientemente, por una parte de los antiguos
esquemas mentales. Habría aquí, en el fondo, una especie de
quiasmo o una mezcolanza de ideas. Ésta es la mezcla entre dos
concepciones del mal, en donde el análisis que se hace del mal-
desgracia se sigue realizando en parte con los instrumentos
conceptuales o teológicos que funcionan (bien o mal, con razón
o sin ella, poco importa) a propósito del mal interior y subjeti-
vo, pero que no se ajustan bien al mal-desgracia.
Me fijaré en dos huellas de esa mezcla. La primera me pa-
rece que es esa parte demasiado grande todavía que se reserva
al sentimiento, a menudo excesivo y punzante, de culpabilidad.
El proceso que se entabla contra el mal de desgracia y el com-
bate contra él van acompañados de una fuerte carga emotiva,
como si se tratara de expiar una falta. Eso que yo designo, de-
bido a sus derivaciones psíquicas peligrosas, con el nombre de
culpabilismo9 se encuentra quizás menos en los teólogos que
actúan sobre el terreno que entre nosotros, en nuestro Occiden-
te. Este culpabilismo es difícil de captar y no nos gustaría ser
injustos al denunciarlo, pero no es posible eludir una preocupa-
ción por la verdad, y hasta por la salvación del hombre.
Nuestro Occidente ha estado marcado en este siglo por va-
rios dramas, por ejemplo: el genocidio judío, las duras guerras

9. Cf. capítulo 3.
148 El mal

de descolonización y el descubrimiento implacable y ostensible


de la desigualdad en nuestro planeta. De aquí se ha seguido un
enorme sentirniento de culpabilidad, singularmente respecto al
tercer mundo (en el que coincidía nuestra mala conciencia de
colonizadores y la situación de miseria y de dependencia social
y económica de esos países). No se trata de minimizar nuestra
responsabilidad (aunque podamos preguntarnos ya aquí -siem-
pre la huella de nuestros viejos demonios- si no traducimos de-
masiado exclusivamente esta responsabilidad en términos de
subjetividad, más bien que de «simple» objetividad). Pero, fi-
nalmente, no se trata de minimizar esta responsabilidad, ni so-
bre todo de abandonar nuestras obligaciones. No obstante, la
cuestión que yo planteo es la de saber cómo vamos a vivir y a
pensar esa responsabilidad y esas obligaciones. Y aquí es don-
de hay derecho a suscitar algunas preguntas inquietantes.
¿Cómo vivimos nosotros, cristianos al fin y al cabo, esta
situación? En vez de vivirla sobriamente (nüchtern, como di-
rían los alemanes), es decir, sin cargar excesiva y exclusiva-
mente nuestra conciencia, ¿no la vivimos en un clima psíqui-
co enfermizo y mortífero de culpa sin fin? No todo es exacto,
ni mucho menos, en eso que se ha descrito como «los sollozos
del hombre blanco» 10 . Lo cual no impide -hay que decirlo y
reconocerlo- que el análisis resulte un tanto pertinente. No
dejamos nunca de acusarnos y de llevar a cabo lo que se pare-
ce mucho a un combate de expiación, y hasta de «reparación»,
que recuerda un tanto paradójicamente a ciertas «espirituali-
dades» y devociones del siglo XIX 11 • ¿No significa esto vol-
ver a, o mejor dicho, mantenerse en esa atención «preferen-
cial» puesta en la culpabilidad («¿Quién ha pecado?») más
bien que en la situación («No tienen pan»)?
Es verdad que nos preocupamos de la situación y hay innu-
merables pruebas de ello. Pero estoy hablando del clima en el
que esto se cumple y predica. Y no estoy seguro de que a largo

1O. Alusión a P. Bruckner, le sanglot de / 'homme blanc, Paris 1983.


11. Desarrollo algo este punto en Du défi d'aujourd'hui a la.foi de de-
main: La Foi et le Temps 14 ( 1984) 483-509 (sobre todo p. 496 ).
Las teologías de la liberación y el mal 14Y

plazo sea bueno el procedimiento. Si tantos jóvenes hoy tien-


den a dejar, según dicen, ciertas actividades de solidaridad, ¿no
será porque reprueban una culpabilización excesiva? ¿Será pre-
ciso que la responsabilidad justa tenga que alimentarse siempre
de un sentimiento de culpabilidad? No es ésta ciertamente la
intención de quienes nos recuerdan nuestros deberes. Pero creo
que la manera de obrar (pensemos en ciertos carteles, en cier-
tas campañas, en ciertos discursos pastorales) está muchas ve-
ces dirigida subrepticiamente por un sentimiento de culpabili-
dad. Pues bien, esta actitud no debe ocupar demasiado espacio
desde ningún punto de vista (psíquico o teológico). Y cierta-
mente, casi todos los discursos más teológicos distinguen ex-
presamente entre culpabilidad y responsabilidad, no menos que
entre responsabilidad antecedente (y que puede ser ajena a mi
intervención) y responsabilidad posterior (que será mía, porque
estoy llamado a actuar). Pero, dado que las fronteras psíquicas
entre estos diversos comportamientos o motivaciones son tan
delicadas y difíciles de precisar, tanto en el que pronuncia el
discurso como sobre todo en el que lo oye, esto no impide que
en definitiva el procedimiento se vea demasiadas veces hipote-
cado por una pesada carga afectiva. Tengo el convencimiento
de que el hábito de los antiguos esquemas mentales culpabilis-
tas sigue pesando sobre los nuevos comportamientos.
Pues bien, esta pervivencia del culpabilismo del pasado es-
taría en contradicción, teórica y práctica, con lo que se está pre-
cisamente a punto de descubrir. Esa vieja herencia de la super-
culpabilización no añade nada a la solución del asunto. Podría
suceder todo lo contrario. Incluso, a muy corto plazo, ella po-
dría envenenar y acabar agotando probablemente las fuerzas vi-
tales que se necesitan fundamentalmente en un combate seme-
jante. Y entonces, ¿qué se habría ganado con ello? En el plano
teológico eso significaría en todo caso reintroducir una noción
en parte obsoleta. Porque no se trata de que no pueda haber en
alguna parte e incluso en nosotros mismos una responsabili-
dad o unas responsabilidades en esas situaciones de mal obje-
tivo. Pero el error que cometemos casi espontáneamente, inclu-
150 El mal

so cuando proclamamos responsabilidades o culpabilidades ex-


ternas, consiste en cargar, una vez más excesivamente, el peso
de esta culpabilidad sobre nosotros mismos. ¿No es esta pervi-
vencia del culpabilismo, con toda claridad, el recuerdo de una
teología centrada en el carácter exclusivamente individual de la
falta? Si no tenemos cuidado, nuestra nueva forma de situamos
ante el pecado se verá desvalorizada por ello, y quizás incluso
resulte incapaz de ayudamos. El anuncio del evangelio debe se-
guir siendo siempre una «buena nueva», incluso para mí 12 • No
tengo el derecho ni el deber de ser desgraciado.
Decíamos que había una segunda huella de esa permanen-
cia de la antigua visión del mal. Esta vez no es el culpabilismo,
sino la doctrina del castigo; podríamos llamarla nuestra tenden-
cia justiciera. Nuestros combates son combates por la justicia.
Esto es perfectamente legítimo y tiene su debido fundamento.
Se trata de una de las adquisiciones -esperamos que definitiva-
de nuestra nueva sensibilidad cristiana. Pero -y ésta es la cues-
tión que quiero plantear- ¿no se diría que la búsqueda de las
culpabilidades, a menudo un tanto vindicativa, corre a veces el
peligro de prevalecer sobre el socorro que hay que prestar a la
víctima? La cosa no es tan evidente; es incluso dificil de obser-
var y de juzgar, pero merece que la examinemos.
Lo que digo puede parecer paradójico, ya que la preocupa-
ción que sienten esas teologías es la del mal inocente, por con-
siguiente la del mal que hace daño a la víctima. Pero al mismo
tiempo, se da un deslizamiento. ¿Qué es lo que ocurre efecti-
vamente? Que los cristianos han descubierto las trampas y las
lagunas del antiguo «caritativismo», ese comportamiento pu-
ramente puntual de ayuda a la víctima, pero que no cambia en
nada o en casi nada la situación de mal. Más aún, y sea lo que
fuere de sus intenciones, ese caritativismo podría incluso tener
el efecto nocivo de mantener las situaciones injustas en la con-

12. En mi artículo Rétrouver Dieu: La Foi et le Temps 6 (1976) 137-185,


escribí algo de lo que me arrepiento: que Dios sólo podía ser una buena noti-
cia para los demás si antes había sido una mala noticia para mí. Quería decir:
para mi confort, etc. Pero aun con esta aclaración, la frase es lamentable.
las teologías de la liberación y el mal 151

dición en que están. Se imponía, por tanto, la necesidad de


prestar mayor atención a la raíz de las cosas. De ahí el interés
que se dirige a las estructuras.
Pero ¿cuál es el deslizamiento que se lleva a cabo? Que la
atención a las estructuras tiende a desplazarse un poco más de
la cuenta desde la situación objetiva a una denuncia de los que
serían culpables de ella. Es algo que se comprende fácilmente.
La situación de mal-desgracia no nació «sin más»; casi siempre
hay un culpable (aunque esto sea con frecuencia algo más difí-
cil de fijar). Pero esta atención que se pone en los culpables, así
como cierto gusto por la denuncia, ¿coinciden siempre real-
mente con la preocupación cristiana? ¿Coinciden con la preo-
cupación fundamental que debería presidir aquí: la de atender
ante todo a las situaciones, más que al proceso de los culpa-
bles? Es posible y necesario plantear estas cuestiones, que nos
conciernen a todos.
¿No estamos aquí ante una especie de afán vindicativo que
tanto trabajo nos cuesta superar? «No es el sufrimiento infli-
gido lo que suprimirá el sufrimiento sufrido» 13 . En la parábo-
la del buen samaritano, precisamente en el evangelio según
san Lucas, Jesús nos propone un relato donde está ausente la
búsqueda de los culpables. Ni siquiera se los menciona. Toda la
atención se dirige a la víctima. Sabemos ciertamente que a ve-
ces se abusa de este texto haciendo de él un absoluto y aprove-
chándose de él para caer en el riesgo de una caridad puntual. No
podemos negar que hay también en ese caso habría una mirada
cristiana, un matiz evangélico. Las palabras: «Amad a vuestros
enemigos ... haced el bien a quien os persigue» son palabras di-
fíciles de comprender y sobre todo duras de aceptar. Pero exis-
ten. Así como la palabra de Jesús en la cruz: «Perdónalos, por-
que no saben lo que hacen».
Es verdad que se puede y se debe establecer una diferen-
cia entre la ofensa personal y la ofensa hecha a otro. Vladimir

13. T. Todorov, Face a 1'extréme, Paris 1994 (se trata de una especie de
meditación sobre los campos de concentración y de exterminio).
152 El mal

Jankélévitch ha establecido justamente una distinción entre el


perdón que puedo conceder al que me ha hecho daño y el que
no debo conceder, en lugar de la víctima, al que hace daño a
otros 14 . De todas formas, ¿no se advierte en el evangelio una
ausencia de obsesión por los culpables? En el caso del mal
inocente, ¿no es la víctima la primera afectada? Hasta el pun-
to de que, como acabamos de ver en la persona del buen sa-
maritano, se ignora la cuestión del culpable. Es la ignorancia
de la víctima y de la situación objetiva lo que se denuncia en
el comportamiento del sacerdote y del levita.
Seamos claros. Es evidente que hay que luchar por la jus-
ticia y que para ello hay que denunciar las situaciones de in-
justicia y también a los que se considera como culpables o res-
ponsables de ellas. Esto es tan claro que casi no vale la pena
decirlo. Pero hay que añadir que la justicia es quizás la virtud,
no sólo más difícil de definir (¿consiste en la igualdad, o en la
equidad, o en un equilibrio empírico?), sino la más difícil de
practicar con ... justicia. Quizás sea la virtud más corruptible,
la que más se estropea y nos estropea. Hablé antes de las «en-
fermedades de la virtud» y esta observación es aquí muy opor-
tuna. El espíritu de justicia conoce fácilmente desviaciones
patológicas. En la búsqueda de la justicia uno se convierte fá-
cilmente en justiciero y hasta en perseguidor.
El resentimiento, el deseo, inconsciente desde luego, de
imponerse al poderoso como para recobrar un poder que en el
fondo se ambiciona y al que se cree tener derecho, ¿no corre-
rá el peligro de dictar una conducta vindicativa que dañaría a
la causa tan justamente defendida? En resumen, se diría que lo
mismo que la caridad puede deformarse y caer en el caritati-
vismo, también la justicia puede desviarse a su manera y caer
en un justicierismo vengativo.
Ciertamente, la lucha objetiva tiene que pasar por unas de-
nuncias, al menos por todas las que son necesarias para reme-
diar las cosas y en la medida en que esas denuncias pueden

14. V. Jankélévitch, Le pardon, Paris 1967 ( versión cast.: El perdón, Bar-


celona 1999).
las teologías de la liberación y el mal 153

remediar la situación objetiva que hay que resolver. Sin la de-


nuncia de ciertas culpabilidades, el combate fácilmente resul-
taría inútil. No obstante, cabe preguntarse si el cristiano, como
cualquier otro hombre, no debería contentarse con juzgar en
términos de responsabilidad, no de culpabilidad. El «culpa-
ble» ¿es él solo culpable? Además, las situaciones de culpabi-
lidad -y también en este punto las teologías de la liberación
nos invitan a una inversión de nuestras perspectivas- ¿se deben
sólo a unas voluntades personales que son siempre consciente-
mente perversas?
Nadie puede desear -es una desviación a la que hemos de
estar atentos- que estas denuncias acaben metiéndonos de nue-
vo en los peligros de la teología del castigo y de la hipertrofia
de la culpabilidad. Se dirá que sólo se trata de un riesgo. Pero
es un riesgo real y sería una pena (¿culpable?) no prestarle la
debida atención. En primer lugar porque, en el plano personal,
esa propensión justiciera puede transformarse fácilmente y de
forma solapada en una nueva autoculpabilización y en una per-
secución de sí mismo, tan terriblemente mortífera. El combate
contra el mal-desgracia debe ser también sobrio. No debería-
mos ser tan justos con los demás que fuéramos injustos con no-
sotros mismos. «Yo soy culpable de todo, ante todos y para con
todos», dice un héroe de Dostoievski. ¿Es esto tan evidente?
¡Ni mucho menos! Y además, ¿se puede realmente salvar a los
demás, si uno no se cree a sí mismo salvado, si se considera un
perpetuo culpable (un condenado?) 15 . Y el combate que se in-
tenta librar a favor de las víctimas ¿no se debilitaría si se gas-
tasen demasiadas fuerzas en la denuncia de las culpabilidades?
Esa triste necesidad de denunciarlas podría corromper el mis-
mo espíritu de aquello que se pretende.
Pero dejemos esto. Si he insistido en esta posible desvia-
ción, es porque creo que lo que solamente es un riesgo y una

15. En un diálogo entre Satanás y el moribundo, el canciller Jean Ger-


son dice estas palabras admirables: «Te digo que te condenarás. -Tú no eres el
juez, sino sólo el calumniador. Tú eres el condenado y no el que condena» (ci-
tado sin referencia por M.-.1. Pinet, la vie ardente de Gerson, Paris 1929, 142).
154 E/mal

tendencia procede precisamente de un viejo fondo teológico


que nadie de nosotros ha logrado exorcizar por completo, el de
la doctrina del castigo. Como ya hemos visto, esa doctrina re-
sultaba ya difícilmente justificable en la teología antigua. Aquí
no tiene justificación alguna. Su recuerdo casi indeleble ¿no
será el que acarrea aquí ese deseo de justicierismo? La teolo-
gía del mal de desgracia no tiene nada que ganar con ello.
En una palabra, la hipótesis asentada parece justificarse
ahora: tanto en el caso del culpabilismo como en el del justi-
cierismo, se conservan en la reflexión sobre el mal de desgra-
cia algunos instrumentos conceptuales que habían servido
para comprender (o para no comprender muy bien) el mal de
culpabilidad individual. Hay entonces una especie de conta-
minación de una teología a otra, una mezcolanza de lógicas.
Tenemos derecho a desear que desaparezca la memoria de
ciertos culpabilismos y así la teología del mal de desgracia po-
dría construirse con la autonomía que se merece y que cierta-
mente necesita. Y entonces es cuando ella podría ganar muy
bien su soberbio desafío.

4. NUEVAS CONDICIONES DE DEBATE Y DE COMBATE

Yo vería con agrado que las teologías de la liberación, así


como nuestra reflexión y nuestro combate contra el mal, pro-
gresasen gracias a algunas condiciones.

1. Una condición psíquica

Para preservarnos del exceso de culpabilización, habría


que procurar sin duda rodear y acompañar la reflexión y la
práctica del combate contra el mal-desgracia con lo que yo
llamaría una condición «psíquica» (como se habla de una die-
tética, de una ética 16, etc.). El hombre necesita ciertamente pa-

16. Cf. M. Foucault, 1-listoire de la sexualité, 3 vols., Paris 1976-1984


(versión cast.: Historia de la sexualidad, Madrid 1979).
Las teologías de la /iheraciún y el mal 155

sión; la afectividad juega y debe jugar un papel importante en


cualquier empresa, sobre todo si es una empresa elevada y jus-
tificada. Pero nunca hay que ceder -sobre todo en los terrenos
más propicios para la emoción y el sentimiento de rebeldía- a
una especie de vehemencia que corre el peligro de arrastrar
consigo los diques que necesita la fragilidad misma de nues-
tra sensibilidad. Debemos empeñarnos en la lucha, pero no
con toda nuestra afectividad. «El alma no debe secarse en la
pena» (Hesíodo).
En este sentido es como hablo de una condición «psíquica».
En efecto, se trata de salvaguardar en este asunto una salud psí-
quica, que por otra parte no tiene que ver solamente (aunque
esto sea capital) con nuestra propia maduración, sino también
con la cualidad misma del combate en cuestión. Todo hombre
tiene derecho a la felicidad, incluso el que ha emprendido es-
ta lucha por la justicia. No puede destruirse a sí mismo sobre-
cargando indebidamente su conciencia. El hombre -aquí resi-
de su grandeza- es un ser responsable. Pero la responsabilidad
se vuelve inquietante en la medida en que se expresa en térmi-
nos que pueden hacerse fácilmente obsesivos y mortíferos. Eso
supondría añadir un mal nuevo, precisamente cuando intenta-
mos luchar contra el mal. Una verdadera salud nos obliga, en
nombre del mismo amor que también hemos de tenernos a no-
sotros mismos, a no permitir que nuestra conciencia nos opri-
ma con acusaciones de denuncia y autodenuncia 17 .
Asumimos nuestras responsabilidades, pero sabiendo que
no somos los únicos responsables; que muchas veces no somos
culpables de nada; que los mismos culpables quizás tampoco
sean siempre culpables; que, en todo caso, los combates de es-
te tipo sólo son subjetivamente posibles cuando son sostenidos
en solidaridad con los demás. También aquí la soledad es un pe-
ligro, porque el mal del que aquí se trata, el mal-desgracia, tie-
ne un carácter transpersonal, colectivo y objetivo, en el que só-
lo la corresponsabilidad con otros muchos puede evitar las

17. Cf. A. Gesché, Une preuve de Dieu par le bonheur: Lumen Vitae 43
(1988) 9-27.
156 E/mal

desviaciones de un esc1úpulo sin límites. Y ciertamente, lama-


yor parte de estos combates (pensemos en las comunidades de
base o en las campañas de solidaridad) se llevan a cabo mate-
rialmente en una no-soledad. Pero esto no impide que a veces
muchas de las conciencias individuales que entonces se movi-
lizan no se sientan excesivamente oprinúdas, concretamente por
las llamadas a la responsabilidad que pueden tocar indiscreta-
mente (medios psicológicos de presión, generalmente incons-
cientes) los resortes de la sensibilidad y esto es un peligro.
Una vez más puede venir en nuestra ayuda el pecado origi-
nal. No sólo nos hace comprender que puede darse la respon-
sabilidad sin la culpabilidad personal, sino también que, en es-
te terreno, sólo puede tener éxito un combate solidario, ya que
se trata precisamente de un mal en el que todos tienen parte y
que exige por eso mismo una cierta sobriedad en el recurso a
la subjetividad. El combate en este caso, a diferencia del mal
de pecado individual, es un combate metapersonal. Una de las
grandes lecciones de la doctrina del pecado original es que nos
habla de una responsabilidad colectiva. Esto significa que no
debemos omitir la responsabilidad del combate, pero que de-
bemos saber que, precisamente ante esa cosa tan terrible y des-
tructiva que es el mal (en el que incluso el combate puede ser
destructor), sólo el hecho de poner en común nuestras acciones
puede estar a la altura de lo que se busca y puede prevenirnos
contra toda superculpabilidad personal. Aunque algunos se ex-
trañen de ello, por la manera en que esta doctrina ha tenido que
abordar la cuestión terrible del mal hay cierto fondo de salud
psíquica y hasta de sentido común.
Por lo demás, la focalización en el mal no es nunca buena,
ni por otro lado sana y verdadera. Hay que atreverse a hablar,
con discreción desde luego en este caso, del bien y de lo bello
que, a pesar de todo, siguen reinando en el mundo y formando
parte integrante de él. Quizás sea una de las páginas más bellas
de Kant aquella que escribió en El mal radical sobre la «prece-
dencia del bien sobre el mal». Una precedencia no sólo meta-
física o moral, sino psíquica, por así decirlo, en la medida en
Las teologías de la liberación y el mal 157

que sólo un convencimiento efectivo y permanente de que el


bien acaba imponiéndose sobre el mal hace posible salir al
combate y resistir en él. Ninguna situación, por dramática que
sea, puede hacemos olvidar -diremos los teólogos- la realidad
de la salvación y más ampliamente el esplendor de la creación,
la belleza que allí podemos contemplar y la bondad que irradia
de tantos rostros humanos 18 • Sólo una sensibilidad totalmente
desconcertada puede hacernos creer que esta contemplación
constituye una traición a la verdad y un olvido. «El que no se
acuerda del Bien, no espera» (Goethe).
Hemos vuelto afortunadamente a los caminos de una sal-
vación que concierne al drama del mal inocente. Pero no los
echemos a perder, para nosotros mismos y para los demás, por
falta de una precaución psíquica. También yo soy un ser al que
hay que salvar, y no tengo derecho a excluirme de una salva-
ción que se dirige a todos. La salvación de los otros no pasa
por mi autocondenación. Tenemos la obligación de ser profe-
tas, ¡pero no necesariamente mártires! Puede ser que alguna
vez se impongan las circunstancias y que nos veamos llama-
dos al martirio, pero no hemos de correr hacia él. Es una feli-
cidad que el evangelio nos enseñe que Cristo no subió «así co-
mo así» a la cruz, con agrado, para arreglar no sé qué cuentas
personales consigo mismo (como uno que ya no se soportase
a sí mismo, que se viera demasiado cargado y quisiera librar-
se a sí y a los demás de una presencia insoportable). En tal ca-
so -me atrevo a decirlo- la figura de Cristo me parecería cri-
ticable y quizás poco creíble. En esta línea, considero sano
recordar que, en cinco o seis ocasiones, al enterarse de que
iban a echarle mano, Jesús huyó ante la llegada de los perse-
guidores. Siempre he sentido una secreta admiración por san
Pablo, cuando apeló a su ciudadanía romana para escapar de
un tribunal expeditivo.

18. Remito a mis páginas Un secret de salut caché dans le cosmos?, en


la obra colectiva Création et salut, I3ruxelles 1989, 13-43 (versión cast.: Un
secreto de salvación oculto en el cosmos, en Dios para pensar IV. El cos-
mos, Salamanca 1997, 285-317).
/58 E/mal

2. Una condición estética

En la teología de la liberación se hace hincapié en que de-


bemos actuar, por así decirlo, «con la cabeza y con las manos».
La cabeza es intelectual, teológica, racional. Las manos son la
práctica, las obras, el compromiso. Pero tanto las manos como
la cabeza -es una ley de antropología- necesitan la unción del
perfume, de esos actos gratuitos y sobreabundantes que Jesús
también buscó, llamando bienaventurados a quienes los reali-
zaban, en línea con su evangelio (cf. Mt 26, 7.12; Jn 12, 3.7).
Las mujeres que iban al sepulcro llevaban consigo cosas total-
mente inútiles, pero ese gesto de gratuidad y de inutilidad les
permitió ser las primeras en recibir el anuncio de la resurrec-
ción, de la victoria sobre el mal. Un maravilloso cuadro medie-
val del museo de Colmar, en Francia, muestra a las tres muje-
res dirigiéndose al sepulcro. La primera en caminar, vestida de
rojo, es la caridad (no la fe, sino el amor que no se detiene an-
te nada). Después, una vez abierto el camino, y sólo entonces,
más tímidamente se acerca la esperanza, vestida de verde, pa-
ra vislumbrar el misterio. Finalmente, sólo detrás de las otras,
llega la fe, con su majestuoso ropaje de oro. Antes se necesitó
la locura de un amor gratuito. Jesús nos hace saber que sus ser-
vidores no serán tratados de manera distinta a su maestro (cf.
Mt I O, 24). ¿ Valdrá esto sólo para las persecuciones? ¿No te-
nemos derecho y necesidad de momentos de gratuidad y de ge-
nerosidad como los tuvo Él?
En el fondo, las teologías de la liberación son con bastante
facilidad exclusivamente éticas. Por eso defiendo aquí la nece-
sidad de una estética. Una estética, no para adormecer la ac-
ción, sino para hacer ver mejor las cosas: tocando unas cuerdas
distintas de las de la racionalidad, la moral y la acción. Cuando
Van Gogh pintó los zapatos de un pobre aldeano, ¿no hizo con
su estética algo maravilloso por la causa de los más desventu-
rados? Gustavo Gutiérrez ha dicho con energía que la teología
de la liberación necesita una espiritualidad. Yo diría incluso que
necesita una estética (lo que superaría a la mayor parte de las
Las teologías de la liberación y el mal 159

otras teologías) y una lírica. La Pasionaria ocupó el lugar que


todos conocemos en la historia de España, así como el pianista
Miguel Ángel Estrella en Argentina, quien contaba lo siguien-
te: «Yo luché contra los intelectuales latino-americanos que de-
cían: '¿Para qué tocar a Beethoven, cuando los pobres pasan
hambre?', y les respondí: 'Pero cuando escuchan a Beethoven,
su vida cambia'» 19 • Todos hemos tenido nuestros poetas. Jürgen
Moltmann ha notado oportunamente cómo muchas veces, en la
historia, las liberaciones políticas y cívicas comenzaron «en los
cafés de Praga» o en «los parques de Budapest» 20 • Platón decía
en Las leyes que es durante las fiestas cuando los dioses «po-
nen a los hombres como nuevos».
La verdad es que ya existen creaciones artísticas propias pa-
ra los combates que han emprendido estas teologías y que las
comunidades de base tienen fama de ser alegres y fraternales.
Hay una vena muy importante e insustituible en todos esos can-
tos y celebraciones que ponen ritmo a la vida de los excluidos
de la tierra y a sus defensores. Pero esa vena debería desarro-
llarse más todavía en la conciencia teológica. En Proudhon, que
no tiene nada de sospechoso, encontramos páginas curiosas so-
bre la Eneida, mostrando concretamente cómo el pensamiento
de un pueblo que se construye o se reconstruye necesita cantos
y un tipo de arteque recoja y suscite sus sueños y sus luchas. Lo
mismo pensaba Chateaubriand. E incluso Sartre terminó acep-
tándolo y hablando de la Fraternidad como de un concepto su-
perior, que serviría para movilizar los ánimos y para trascender
la historia, lejos de toda lírica vacía, a fin de que pudiéramos
asumir nuestros fines concretos y prácticos 21 .
Cuando Hélder Camara apeló hace poco a Maurice Béjart
-poco importa que esta llamada no tuviera mucho éxito- se
trataba precisamente de una llamada a esta dimensión estéti-

19. Entrevista aparecida en Le A1onde diploma tique, junio 1989.


20. J. Moltrnann, Sobre la libertad, la alegría y el juego, Salamanca 1972.
21. Cf. J.-P. Sartre-B. Levy, L'espoir maintenant. Les entretiens de 1980,
Paris 1991, 25.52s. No hay que abusar ciertamente de este libro tan discuti-
do. Sin embargo, estos pasajes y algunos otros me hacen pensar que Sartre
es aquí sin duda Sartre y que realmente se dio en él una evolución interior.
160 El mal

ca. Hablar de una estética en nuestra reflexión no tiene nada


de inútil o de obsoleto. La poesía tiene la función de restituir
la realidad que está en las cosas, decía recientemente Eisa Mo-
rante22. No tiene nada que ver con la evasión. «A la claridad
ardiente y destructiva de la desgracia ... , al sufrimiento que es
imposible alejar, el canto opone el poder de lo lejano ... En-
canta arrebatando a las alturas y consuela precisamente por-
que no intenta consolar, porque no facilita el luto y porque se
niega a argumentar con la congoja, sino que nos arranca de la
presencia insuperable de nuestros males mediante otra presen-
cia lejana» 23 .
Por tanto, sería de desear que se intensificase la condición
estética en todas sus formas y sobre todo que se la considerase
como parte constitutiva del acto teológico24 • «Después del libro
de Job y de las Bacantes de Eurípides, para que el hombre so-
portase su ser, era preciso que surgieran los medios de diálogo
con Dios que están explicados en nuestra poética, nuestra mú-
sica y nuestro arte» 25 . No hay estética del mal: ¡eso sería una
blasfemia!; pero hay una estética de la salvación del mal. San
Juan supo asociar la cruz a la gloria, sin dolo1ismos y sin men-
guar en lo más mínimo el horror del mal.

3. Una condición litúrgica

Es evidente que la liturgia no está ausente de la teoría y de


las prácticas de la liberación. Pero cabría esperar que se desa-
rrollase y tomase un acento particular.
La liturgia es memoria de una pasión, memoria passionis,
como acabamos de recordar. Celebra el recuerdo de un hombre

22. Entrevista publicada con ocasión de la traducción de su libro le


Monde sauivé par les gamins, Paris 1991.
23. J.-L. Chrétien, Lo inolvidable y lo inesperado, Salamanca 2002, 1OO.
24. Veo una ilustración posible de esta idea en E. Dussel, Arte cristiano
del oprimido en América latina. Hipótesis para caracterizar una estética de
la liberación: Concilium 152 ( 1980) 215-23 1.
25. G. Steiner, Presencias reales, Barcelona 1991, 272.
Las leologias de la liberación y el mal 161

que padeció un sufrimiento inmerecido. Sin duda este aspec-


to de la eucaristía es el que más se resalta en nuestros días, le-
jos de los desarrollos demasiado triunfalistas y espectaculares
de la teología barroca, después de la crisis de la Reforma y de
las reacciones del Concilio de Trento. Actualmente debemos
recobrar un tipo de sobriedad que esté más en consonancia con
nuestra sensibilidad.
Pero la liturgia eucarística tiene también un carácter festi-
vo, ya que es una prophetia salutis, el anuncio de una victoria,
la de la resurrección. Y es no solamente anuncio de una reali-
dad venidera, sino de una realidad ya conseguida. El anuncio
de los ángeles en el sepulcro vacío es el anuncio de una victo-
ria sobre el mal. A juzgar por los indicios que se conocen, el
sepulcro vacío fue la primera «iglesia», el lugar donde se reu-
nían los primitivos cristianos para celebrar la cena26 . No fue por
tanto en el cenáculo, sino en aquel lugar donde resonó por pri-
mera vez el anuncio del fin del fracaso.
Esto significa que la liturgia, si es memoria, es también an-
ticipación27. Ciertamente, el anuncio y la celebración de la re-
surrección nunca quiso decir que en adelante iban a desapare-
cer todo dolor y toda lágrima, y que el combate contra el mal
iba a perder su sentido y obligación. La obra de la salvación es
histórica, no ya simplemente porque esos acontecimientos (la
muerte y la resurrección) han sucedido una vez, sino también
porque ellos prosiguen en la historia, precisamente porque el
hombre es un ser histórico. Sin caer en la ingenuidad de creer
que todo se ha solucionado, existe -y esto es la fe- la convic-
ción y la certeza de que algo ya ha sucedido, una situación que,
a pesar de todas las apariencias, ya no es como antes.
En este sentido es como la liturgia es una auténtica fiesta.
Y una fiesta de anticipación. Por consiguiente, es memoria de
una victoria (y no solamente de una pasión) que ya se ha rea-

26. Tal es la hipótesis, sólidamente asentada, de la obra de L. Schenke,


Le tombeau vide et l 'annonce de la résurrection, Paris 1970.
27. Cf. A. Gesché, Ministere et mémorial de la vérité: Revue Théologi-
que de Louvain 23 (1992) 3-22.
162 El mal

!izado, y es esperanza (activa) de su cumplimiento. Memoria


passionis, pero también memoria Dei, según la expresión que
utiliza san Agustín en un contexto donde él no quiere que nos
encerremos en el recuerdo (De Trinitate XIV, 15, 21). Se da
ciertamente, por causa del mal, una memoria passionis; pero
hay al mismo tiempo, por causa de la salvación, una memoria
Dei, porque se ha dado ya la victoria. La memoria del sufri-
miento se ha «insertado» en la memoria de Dios. Por tanto, to-
da memoria es promesa de porvenir, y memoria de una reali-
dad presente (memoria Dei: no hay olvido). Este aspecto de la
celebración es cada vez más vivo en el seno de las comunida-
des eclesiales de base. Es importante mostrar aunque sólo sea
a nivel antropológico que nos encontramos en el centro de un
«combate» que podría convertirse en desesperación si no estu-
viera apoyado en una certeza. «Nunca he considerado la espe-
ranza -escribe Jean-Paul Sartre- como una ilusión lírica ... Es-
tá en la naturaleza misma de la acción ... Habiendo nacido de
una espera en el futuro, yo saltaba de gozo, de un gozo lumi-
noso ... Me siento no como una mota de polvo que ha apareci-
do en el mundo, sino como un ser esperado» 28 .
En todos los terrenos de la vida es imprescindible la antici-
pación de las cosas como ya realizadas. Esta anticipación resul-
ta tan indispensable, si no más, que la utopía, que también es
esperanza, pero sin certeza y sin una realización ya lograda. La
utopía es un total «todavía no». La anticipación que celebran los
cristianos va más lejos, pues no solamente es el anuncio de una
utopía asegurada, sino que además proclama un «ya» realizado.
Pues bien, por su propia naturaleza, la liturgia es celebración
anticipadora, fundada en una «presencia real» sub speciebus.
Celebra, bajo unas formas a la vez simbólicas y reales, un «ya»
realizado que se nos ha dado, si no para ver, sí para creer y no
simplemente para esperar. El mal, se nos dice entonces, ya ha

28. Las dos primeras citas se encuentran en J.-P. Sartre - B. Levy, L'e.1poir
mainlenant, 22 y 25, pero se observará --prueba de una continuidad en Sartre:
cf nota 21- que la tercera está en Les mots y la cuarta en Simone de Beauvoir,
La cérémonie des adieux, citadas en la obra de Sartre-Levy en las p. 89 y 97.
Las teologías de la liberación y el mal 163

sido vencido. «La apuesta por la trascendencia sostiene que ...


toda experiencia de la fonna llena de sentido implica el presu-
puesto de una presencia ... Semejante 'verificación transcen-
dental' marca cada aspecto esencial de la existencia humana» 29 .
Esto no tiene nada que ver con caer en la trampa de un op-
timismo estilo Leibniz (todo sucede para bien, y el mal inclu-
so contribuye a ello). El lenguaje sobrio y discreto de la anti-
cipación, además de encontrar su fundamento objetivo en la
palabra resurrección, toca una dimensión, yo diría un existen-
cial, del ser humano. El hombre es un ser de anticipación, un
zoon proleptikon y no solamente un ser adosado al presente
(zoon logikon, politikon, etc.)3°. Podría decirse incluso que se
trata en este caso de una cuestión de salud. En contra de Gui-
llermo el Taciturno yo diría que no basta saber esperar para
emprender algo, sino que es necesario saber que la empresa
(aunque no acabada) ya se ha logrado. Éste es en todo caso el
gran aliento que se respira en la eucaristía.
La anticipación constituye el sentido y la fuerza esencial de
la celebración litúrgica. Entonces, para que nuestros combates
puedan continuar, para que puedan ser incluso simplemente so-
portables, es preciso, sea cual fuere el horror omnipresente del
mal, saber que existe un espacio de salvación ya realizada. De
salvación realizada, y no simplemente esperada. Esto es lo que
hace, a su manera, el cristianismo popular (devociones, proce-
siones, medallas, etc.), afortunadamente revalorado en las úl-
timas teologías de la liberación. Aunque nosotros consideramos
ingenuas esas expresiones (¿lo son en realidad?) o como dema-
siado superficiales, incluso con algunos riesgos de resignación
y de componendas con la desgracia, estas prácticas son una for-
ma de anticipación de la fe en la salvación ya realizada, con to-
da su fuerza y su virtud infinita.
El proceso de anticipación es constitutivo de nuestro ser y
no existe en él nada que tenga que molestarnos. Recordemos
que, para Kant no sería posible ni imaginable ningún comba-

29. G. Stciner, Presencias reales, 259s.


30. Cf. mi artículo ya citado Ministere el mémorial de la vérité.
/64 El mal

te por la libertad, si el hombre no creyera profundamente en la


existencia de un «reino de Dios» (aun comprendido en un sen-
tido totalmente laico) en donde existe y está ya realizada la li-
bertad. Lo mismo debe ocurrir con la anticipación de la justi-
cia. Merece la pena recordar estas líneas de un comentario de
Emst Bloch (un pensador poco sospechoso): «A partir de la
necesidad que fomenta lo útil y da valor a la categoría de lo po-
sible, la anticipación imaginativa no es un sueño compensador,
sino el tiempo mismo como proceso creadorn 31 •
La anticipación, aun meramente imaginativa (pero ¡qué de-
cir cuando reposa en la realidad que anuncia la fe!), tampoco es
en absoluto un factor de desmovilización, un opio. Por el con-
trario, es liberadora y creadora. Cierto que el mal no ha desa-
parecido del mundo, pero ¿es de esto de lo que hemos sido li-
berados? Lo que la Escritura enseña es que la salvación nos ha
rescatado de la tiranía del pecado. El hombre vivía bajo el mie-
do y la fatalidad del mal, y esta esclavitud acababa volviéndo-
lo fatalista e impotente. Lo que nos enseña (y trae) la venida de
Jesús es que este mundo de esclavitud ya ha sido vencido y que
las «potencias diabólicas», aunque siguen existiendo, han per-
dido su último poder, y que podemos vivir sin espíritu de es-
clavos. De esto es de lo que ya hemos sido salvados. El mal no
ha muerto (es evidente), pero su tiranía (que sería un mal peor,
el mal absoluto) ya ha cesado. Este grito de alegría, que inspi-
ra tanto coraje, es el que pronuncia la celebración litúrgica en
los intersticios y en el corazón de nuestros combates.

4. Una condición escatológica

Todo compromiso corre el riesgo de venirse abajo y desa-


parecer por falta de una apertura explícita a un más allá de la
historia que, aunque sea utópico, constituye su referencia sine
die. Nuestras teologías -ya hemos visto y comprendido por
qué- han estado muy marcadas por la preocupación de inserí-

3 1. En Universa ha 1978, 565.


Las teologías de la liberación y el mal 165

bir el proyecto cristiano en la historia. Esto por razones de ver-


dad cristiana y de pastoral, con la preocupación evidente de
hacer que la Iglesia no falte a la cita con la historia y de no
convertir el evangelio en una religión desencarnada, ocupada
solamente del más allá. Pero también porque el pensamiento
reciente, tanto marxista como existencialista, ha insistido en la
inscripción histórica de todo proyecto humano.
Sin embargo, habrá que darse cuenta, incluso antes de cual-
quier reacción cristiana, que un pensamiento filosófico más re-
ciente empieza a interrogarse con perplejidad por la suficiencia
del horizonte histórico para cumplir los anhelos y desarrollar
las virtualidades del hombre. Ha sido quizás la filósofa de lo
político, Hannah Arendt, la que ha escrito sobre esto las pági-
nas más decisivas 32 . No basta la historia para saciar lo «trans-
histórico» que, como dice Sartre, es indispensable para el hom-
bre e incluso lo constituye. «El fin es trans-histórico ... En este
sentido, no pertenece a la historia. Aparece en la historia, pero
no le pertenece», a pesar de que le es indispensable33 •
En este sentido, hay que preguntarse si esa indispensable
utopía, cuando se aplica sólo a una edad de oro prevista al fi-
nal de la historia, es mejor que las antropologías de una edad
de oro situada en el pasado, y si no correrá el riesgo de destrnir
igualmente en el fondo la dinámica del compromiso, al carecer
de un verdadero plus. En este sentido Cioran -un testigo poco
sospechoso- habla de la utopía simplemente histórica como de
una eternidad negativa y pide una escatología distinta: «Una
eternidad verdadera, positiva, que se extiende más allá del
tiempo, y no la eternidad negativa, falsa, que se sitúa más acá,
lejos de la salvación, fuera de la competencia de un redentor, y
que nos libera de todo privándonos de todo ... Un universo des-
tituido ... Habiendo caído sin recursos en la eternidad negativa,

32. H. Arendt, La crisis de la cultura, Barcelona l 989 (sobre todo el


prólogo y los dos primeros capítulos).
33. En J.-P. Sartre - Il. Levy, L'espoir maintenant, 51-52. Cf. la observa-
ción epistemológica sobre la lectura de este libro que expreso en supra, 159,
nota 21, y 162, nota 28.
166 E/mal

nos esforzamos en iniciar aquí abajo la búsqueda de otro tiem-


po ... , en rehacer el Edén con los medios de la caída» 34 .
En estas líneas se advierte cierta vehemencia propia del po-
lemista, y no debería verse en ellas, si es que la hay, una requi-
sitoria contra el esfuerzo cristiano por tomar en serio la lógica
de la encamación. Pero aquí se expresan con claridad las des-
confianzas de los no cristianos, menos recatados a veces que
nosotros, que nos recuerdan a su modo que «si nuestra espe-
ranza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más mi-
serables (¿los más ilusos?) de los hombres» (cf. 1 Cor 15, 19).
Una verdadera escatología trans-historizada y trascendente en-
sancha nuestros horizontes. «Hasta el respirar sería un suplicio
sin el recuerdo o el presentimiento del paraíso, objeto supremo
-y sin embargo inconsciente- de nuestros deseos, esencia no
formulada de nuestra memoria y nuestra espera»35 .
Aquí nos encontramos fundamentalmente ante el hecho de
que la ética, sostenida ciertamente por una utopía, pero por
una utopía que se limita a la historia, no podrá ser nunca sufi-
ciente para colmar y definir al hombre, porque a fin de cuen-
tas sólo conseguirá cegar su empeño de liberación. «Cada uno
de los hombres -escribe Sartre, volviendo sobre lo que él cree
que es una laguna en L'étre et le néant-, más allá de los fines
teóricos o prácticos que tiene a cada instante y que conciernen
por ejemplo a las cuestiones políticas o educativas, etc., más
allá de todo esto, cada hombre tiene un fin, un fin que yo lla-
maría ... trascendente o absoluto» 36 . Pensamos en Yeats: «Nin-
gún hombre sabría crear como crearon Shakespeare, Homero,
Sófocles, si no creyera con toda su carne y con todas las fibras
de su ser que el alma del hombre es inmortal».
Sé que una escatología «celestial», trans-historizada, pue-
de representar una evasión fuera de la historia. Pero no estoy
seguro de ello. Y me pregunto incluso si, en nuestro mundo de

34. E.-M. Cioran, Histoire et utopie, Paris 1987, 130-131 (versión cast.:
Historia y utopía, Barcelona 1988).
35. Ibid., 133.
36. J.-P. Sartre - B. Levy, L'espoir maintenant, 24.
Las teologías de la liberación y el mal 167

hoy, el ocultamiento de una salvación sobrenatural, de una sal-


vación escatológica en el sentido fuerte de la palabra, no aca-
rreará algún perjuicio a la salvación histórica que se quiere es-
tablecer. Mejor dicho, pudiera suceder que una tarea decisiva
de nuestro tiempo -y que nos aguarda a todos, puesto que to-
dos hemos faltado en este terreno 37- fuera mostrar, no sólo que
lo «sobrenatural» existe ciertamente, sino que es ... histórico,
porque la historia humana encierra, sin duda, una dimensión
«sobrenatural» y trans-historizada. Porque esa dimensión so-
brenatural pertenece tanto como la dimensión económica o la
cultural a la historicidad del ser humano, del que intentamos
preocuparnos. Pero entonces, una dimensión escatológica de
la eternidad y del más allá, si pertenece al destino del hombre,
no constituiría ese riesgo de olvido y de evasión que tanto se
teme. Los no creyentes de hoy lo saben, a veces mejor que no-
sotros. Desde el punto de vista de Adorno, pensador marxista
de la escuela sociológica de Frankfurt, ya no podemos creer
«que el conjunto de la realidad [concreta e histórica] produce
las fuerzas necesarias [y suficientes] para el paso a una socie-
dad de justicia y de igualdad» 38 .
Por consiguiente, en nuestra lucha contra el mal no queda
lugar para descalificar el tema de la salvación en el sentido
fuerte y original de la palabra. La salvación propiamente es-
catológica, aquella que se sitúa en el reino de Dios, «donde
seremos finalmente liberados del pecado y de la muerte», la
salvación como redención, pertenecería con pleno derecho a
la lógica de una liberación. El mismo Adorno lo explica con
las siguientes palabras: «Filosofía, tal y como únicamente se
puede hacer a la vista de la desesperación, sería el intento de
contemplar todas las cosas como se mostrarán desde la pers-
pectiva de la redención. El conocimiento no tiene otra luz que
la que desciende sobre el mundo a partir de la redención: to-

37. Remito a mi artículo L'espérance d'éternité: La Foi et le Temps 17


(1987) 387-398.
38. Cf. el artículo Adorno. en Encyclopaedia Universa/is XVIIl. The-
saurus, Paris 1975, 19c.
J6f! El mal

do lo demás se agota en las limitaciones de lo que existe y si-


gue siendo técnica» 39 .
No se trata, desde luego, de buscar un consuelo demasiado
fácil en la lectura de estos textos. Sin embargo, ¿por qué mo-
tivo vamos a ignorarlos? ¿Por qué motivo vamos a ser menos
«espirituales», menos cristianos que estos ateos? En opinión de
esta misma escuela de Frankfurt, la esperanza resulta posible
a pesar del mal, pero ello solamente en virtud de algo que es
irreductible a la historia, que es cualitativamente nuevo, que no
proviene ni puede deducirse de los recursos de esta historia. En
este sentido, Max Horkheimer, filósofo de la misma escuela,
se expresa en términos positivos acerca de la nostalgia indis-
pensable de lo «totalmente Otro»; y Adorno termina así su pá-
rrafo mencionado más arriba: «Se necesita Otro distinto de la
realidad existente».
Es verdad que estos pensadores no llegan a creer, como no-
sotros, en un Ser trascendente. En lo que evocan, no ven más
que una apertura trascendental. Pero esto significa afirmar que
no bastan las solas fuerzas «materiales» y que el hombre se de-
fine por una trascendencia y una alteridad, lejos de toda inma-
nencia. Necesita unos fines que superen a los medios de que
dispone. Se ha podido también -y esto nos recordará nuestras
reflexiones anteriores sobre la estética- resumir así el pensa-
miento de Adorno:
Se necesita algo «distinto» de la realidad negativa existente (rea-
lidad actual, que no es más que el Weltgeist, esa necesidad tan inma-
nente y perpetuamente negativa como horrible). Es en este punto
donde la teoría crítica de Adorno coincide con su teoría estética: el
arte es efectivamente la única oposición, el único antagonismo posi-
tivo y no violento contra la cosificación social; la obra de arte es la
única garantía de una transformación social en cuanto que es lo Otro
y no lo negativo 40 .

39. !bid. W. Adorno, Mínima Moralia. Reflexionen aus dem beschadig-


ten Leben, Frankfurt a.M. 1970, 333(versión cast.: Mínima Moralia. Re.fle-
xión sobre una vida dañada, Madrid 2004) (citado por W. Kasper, Jesús. el
Cristo, Salamanca 11 2002, 69).
40. Cf. Encyclopaedia Universa/is XVIII, 19c.
Las teologías de la liberación y el mal 169

Estas reflexiones deberían ayudamos a tomar más serena-


mente en cuenta nuestro patrimonio escatológico. No se trata,
desde luego (tal como fue nuestro antiguo error) de convertir el
más allá en una excusa, haciendo de Dios el ser que nos dis-
pensa de nuestra tarea histórica. Lo que nos enseña una sana (y
verdadera) escatología es que el hombre pierde el aliento sisó-
lo piensa en la realización histórica de su destino; que el recha-
zo de las finalidades que nos superan conduce a lo que Todorov
condena como «autotelismo» de la antropología actual; que la
inmanencia no es la última palabra del hombre (Levinas ).
«La salvación es, contra todo razonamiento cerrado, el
sentido decisivo de la historia» (Komad Weiss). Todos hemos
tenido la tendencia, en estos últimos tiempos, a ver en la esca-
tología sólo la cifra de una urgencia de nuestras tareas terre-
nas. Pero hay en ella mucho más, algo que da «alas al deseo»
a nuestro combate en la tierra y lo hace totalmente justo: el
hombre es el ser de un destino doble, pero totalmente unido:
el destino terreno y el destino celestial (in duabus naturis in-
confuse, immutabiliter, indivise, inseparabiliter). Prescindir de
la dimensión última del hombre podría ser entonces (¡qué in-
versión de la realidad!) una evasión y un olvido.
Por tanto, si el espíritu, respecto al hombre, es un atributo divi-
no, una existencia conforme al espíritu habrá de ser, respecto a la vi-
da humana, verdaderamente divina. No hay que escuchar por tanto a
las gentes que nos aconsejan, so pretexto de que somos hombres, que
pensemos tan sólo en las cosas humanas, ni, so pretexto de que so-
mos mortales, que renunciemos a las cosas inmortales (Aristóteles,
Ética a Nicómaco, VII).

5. Una condición tea-lógica

Que se nos interprete como es debido: no se trata de decir


que las teologías de la liberación no son teologías. Se trata
simplemente -pero la cuestión es fundamental- de preguntar-
se si el discurso implícito sobre Dios (teo-logía) que proponen
estas teologías no depende demasiado de una concepción in-
170 El mal

suficientemente crítica de Dios. Al hablar de Dios como de un


Dios de justicia, ¿no se expresan en un lenguaje «ingenuo»,
propio de una teología que no ha sufrido o conocido la crítica?
En esto se diferencia de la teología clásica, que, a propósito de
la noción de omnipotencia de Dios, por ejemplo, ha tenido que
enfrentarse con la contestación y ha debido tenerla en cuenta
para precisar y matizar sus ideas.
Las teologías de la liberación hablan de la omni-justicia de
Dios como de un presupuesto. Muy bien, pero ¿no es eso olvi-
dar toda una cara de la tradición, aquella que entre los paganos
se expresaba con el tema del «dios cruel» 41 y de la que se en-
cuentran también algunas huellas en nuestra cultura actual? 42
Ernst Bloch ha insistido oportunamente en la permanencia de
esta tradición43 .
El mismo Antiguo Testamento (y a veces también el Nuevo)
no se libra de estas concepciones. ¿No es Dios «el que planta y
arranca», «el que levanta y destruye», «el que hace caer su llu-
via sobre los buenos y sobre los malos»? El libro de Job cons-
tituye el testimonio más impresionante de este proceso latente
contra Dios44 • Incluso el libro del Éxodo, en el que se apoya en
gran parte la teología de la liberación, no es el libro de una ale-
gría permanente, sino que conserva el recuerdo de las numero-
sas rebeliones que precedieron a esa liberación. Y los exegetas
nos recuerdan que en los diversos círculos de Israel se conside-
raban con frecuencia las palabras de los profetas como «ser-
mones de curas», inconscientes de la dureza de la vida45 .
No se trata de dudar de la justicia de Dios (aunque sea ne-
cesario explicar esta noción tan difícil), sino de darse cuenta
de que no se puede hablar de ella en estado puro, ni siquiera

41. Cf. T. Todorov, Poélique de la prose, París 1980 (especialmente el


capítulo «Le récit primitif: l'Odyssée» ).
42. Cf. L. Goldmann, Le Dieu caché, París 1959.
43. E. Bloch, El aleísmo en el cristianismo, Madrid 1983.
44. Cf. Job y el silencio de Dios: Conciliurn 189 ( 1983), especialmente
el trabajo de F. Chirpaz, Bloch y la rebelión de Joh, 359-370, y Ch. Duquoc,
El demonismo y lo ine.1perado de Dios, 441-451.
45. Cf. D. J. Silver, Moi:~e, París 1984.
Las teologías de la liberación y el mal 171

en el ambiente cristiano. A la teología de la liberación le falta


sin duda el hecho de haber tenido que someterse, en este pun-
to, a las obligaciones impuestas por la apologética o por la teo-
dicea (prescindiendo de si, por otra parte, hay que lamentar la
manera con que estas proceden; pero eso es otra cuestión). La
teología de la liberación no se ha enfrentado con este proble-
ma, no sólo porque no se sentía provocada por una crítica teó-
rica, sino porque su colaboración práctica con los esfuerzos
laicos en los combates efectivos contra la injusticia sólo podía
suscitar la unanimidad.
No obstante, a corto o largo plazo, habrá que retomar esta
cuestión. Por lo demás, la unanimidad de la creencia en Dios
en los países en donde actúa la teología de la liberación pue-
de muy bien ir dejando sitio, más pronto o más tarde, a una
conciencia menos unánime, parecida a la que existe desde ha-
ce tiempo en Europa. La situación actual plantea las cuestio-
nes hasta este punto: ninguna teología puede ignorar que Dios
es «objetable»46 . Y no podemos contentarnos con recurrir a la
palabra «Dios» simplemente como un elemento movilizador
para la acción. Como en otras muchas cuestiones, será menes-
ter pasar por el «río de fuego» (Feuerbach) de la contestación
atea. Se trata de una cuestión propiamente teológica47 .

6. Una condición patética

El hombre no es solamente «cabeza y manos», como hemos


visto; no es solamente el zoon politikon, el animal político o
social, ni tampoco el zoon logikon, el animal que habla y razo-
na de Aristóteles. Es también lo que yo llamaría un zoon pathe-
tikon, o sea, un ser de carne y de sangre, de sensibilidad y de
afectividad. La acción no constituye su único lugar de encuen-
tro consigo mismo, con el mundo y con los demás. El hombre

46. Cf. infra, capítulo 5.


47. Sobre esta cuestión me expliqué más extensamente en un coloquio en
el Instituto de filosofía de Lovaina, cuyas actas han sido publicadas.
172 El mal

es también un ser que sufre, que tiene «pasiones» (pathe), un


ser sensible (aisthetikos,pathetikos).
Nuestra teología, exceptuando quizás la tradición monás-
tica y especialmente la de san Bemardo48 , es básicamente in-
telectual y racional. Podría aprender no poco en la escuela de
la teología de la liberación y encontrar en ella un acento más
«patético», pero al mismo tiempo -a diferencia de las teolo-
gías místicas-, una perspectiva más colectiva y menos intimis-
ta. ¿Cómo no conduciría a ello este descubrimiento punzante
del mal inocente?
El hombre no puede movilizarse sin sentirse llevado en to-
do su ser por un sentimiento que lo desborde. Jean-Jacques
Rousseau decía que se necesitaba un «pueblo de Dios» para
hacer que la democracia entrara en las naciones. Rousseau sa-
bía muy bien que no serían solamente los intelectuales, los fi-
lósofos y los juristas los que harían triunfar la democracia, si-
no que se necesitaba que esta esperanza fuera llevada por un
pueblo de Dios (aunque el término esté aquí secularizado, lo
mismo que el de «reino de Dios» en Kant). Es preciso que nos
veamos todos transformados solidariamente por una emoción
y por una pasión para sentirnos dispuestos a tan grandes de-
signios. Pienso que se necesita «un pueblo trascendido» para
poder hacer grandes cosas.
Cuando se ha comprendido esto, se comprende que sería un
grave perjuicio para los combates a favor del hombre -siempre
que estos combates sean justos- dejamos llevar por los demo-
nios de una racionalidad que hiciera perder todo impulso emo-
tivo o por los ángeles de un rigor puramente ético que apelara
demasiado a la voluntad. Por eso debemos ser sensibles a la di-
mensión simbólica que hay en el hombre.
El símbolo de una paloma puede mover más a la acción que
un discurso; una bandera puede resultar más eficaz que una
arenga. ¿Por qué? Se trata de una realidad antropológica muy

48. Cf. L. van 1-Iecke, Le désir dans l 'expérience religieuse. L'homme réu-
nifié, Paris 1990; Ch. Dumont, L 'action conternplative, le temps dans l 'éternité
d'apres saint Bernard: La Foi et le Temps 21 (]991) 307-324.
Las teologías de la liberación y el mal 173

profunda: el símbolo anticipa. Mientras que la realidad espe-


rada no siempre está ahí, y mientras que la razón y las manos
se cansan, lo «patético» que hay en nosotros, evidentemente
más sensible a lo simbólico, descubre ya apasionadamente lo
que hay delante. El grumete divisó América antes que Cristó-
bal Colón. Lo que para éste era tan sólo una visión del espíri-
tu, para aquél era una cosa que ya veía con sus propios ojos. La
fuerza de la patética simbólica consiste en percibir de una sola
ojeada la totalidad de un proceso, mientras que la racionalidad
descompone demasiado los elementos. Como muestra perfec-
tamente Xavier Thévenot, si la comunicación no funciona bien
desde el punto de vista simbólico, es porque se encuentra per-
vertida en sí misma. Puede haber en ella una desviación, si no
incluye más que acción y pensamiento, y muy poco de sensi-
bilidad e imaginación49 •
En este sentido, y aunque la cosa sea muy delicada, con-
vendría que volviésemos sobre el terna tan complicado de la
justicia y de la caridad. Se pone en juego aquí la condición
evangélica (lo mismo que hemos hablado de una psíquica, de
una estética, etc.) de nuestros compromisos. ¿Debemos prac-
ticar solamente la caridad? Pero entonces ¿qué ocurre con la
justicia indispensable? ¿O quizás debemos practicar la justicia
únicamente y con urgencia, a fin de dejar para más tarde -¿pa-
ra cuándo?- la caridad?
Planteado en estos términos, el problema queda simplifica-
do. ¿Estará la respuesta en la cornplementariedad de ambos as-
pectos? Sabemos también hasta qué punto este tipo de respues-
ta es muchas veces ilusorio y dilatorio, insuficiente. No entro
por ahora en este dificil debate 50 • Tan sólo quiero llamar la aten-
ción sobre el hecho de que la caridad -y la compasión, que tan-
to elogian hoy muchos pensadores no cristianos- se relaciona
precisamente con esta condición patética de la que acabo de ha-
blar. Y el genio propiamente cristiano ¿no consistirá entonces

49. X. Thévenot, Liturgie et mora/e: Etudes 356 (1982) 829-844.


50. Cf. supra, capítulo 2.
174 E/mal

en hacer !ajusticia con amm: con caridad'? «¡Señor, en quien


no creo! Por el arco iris de tu botánica, por el solfeo de tus pá-
jaros, por la tibia densidad de los bosques en septiembre (me
gustaría) ser el testigo de otro siglo en el que la justicia se ha-
ga como el amor, para saber sobre todo que este mundo cada
vez más sorprendente, nunca se convertirá en un desierto hecho
por manos de hombre» 51 •
¿No será precisamente la respuesta cristiana?

51. H. Bazin, Abécédaire, Pmis 1984, 281-282.


5
ODISEA DE LA TEODICEA.
DIOS EN LA OBJECIÓN DEL MAL

La teodicea, si nos atenemos a esta palabra y a la intención


de su creador, Leibniz, es la defensa de la causa de Dios, acu-
sado o cuestionado por la objeción del mal. Pero en el fondo, y
aunque no se diga, la teodicea constituye también una justifica-
ción del hombre, una antropodicea. Es lógico. En una época de
fe y cristiandad, al hombre, deseoso de su salvación o de cono-
cer el sentido de la vida y el mundo, le bastaba y le sobraba con
que Dios, su creador y salvador, quedase justificado de toda
acusación o de toda simple sospecha, para que el ser humano se
encontrase seguro de su identidad y de su salvación.
Y esto tiene su influencia en varios planos. En el plano de la
razón, como observaba muy bien Kant, viendo en la causa Dei
la defensa de la causa rationis. Este aspecto de las cosas resul-
ta en todo caso visible entre los filósofos. En efecto, ¿qué su-
cede con la razón si no puede pensar ya en Dios en cuanto Dios
y si resulta en verdad fundada la acusación que se le hace? El
discurso racional sobre Dios se viene abajo y se derrumba con
su fundamento. Por este motivo, y siguiendo a Leibniz y a Spi-
noza, los grandes filósofos de la razón se empeñan en salva-
guardar los derechos y la capacidad de la razón para decir a
Dios. Esto va tan lejos que los constructores del teísmo están
convencidos de que son ellos los únicos que pueden hablar bien
de Dios, frente a los torpes discursos de las religiones histó-
ricas. Aquí nos encontramos, evidentemente, con lo que supu-
so el movimiento ilustrado plasmado en la Enciclopedia, pero
I 76 El mal

asimismo con Kant y con Hegel. Para la primera modernidad,


inaugurada por Descartes, es lógico que Dios existe y que es
importante en el edificio de la racionalidad.
Ni siquiera la subjetividad humana, establecida en toda su
importancia por Descartes, arroja para él la más mínima som-
bra sobre Dios. Sabido es cómo Leibniz salva a Dios con su
tesis de la creación del mejor de los mundos posibles y con la
necesidad de comprender la armonía del conjunto de la reali-
dad, admitiendo el carácter inevitable de los residuos de deta-
lle, Kant, que reconoce cie1iamente que la teodicea se siente en
un primer momento incómoda por la existencia de lo que él lla-
ma un «contra-finalismo» 1, se empeña en probar a Dios por la
razón práctica y Hegel no cesará nunca de recordar la exigen-
cia de probar la existencia de Dios contra la pereza del fideís-
mo. Por tanto, la racionalidad queda a salvo, incluso mejor, a
sus ojos que en los tiempos previos de oscuridad.
En cuanto a1 cristiano sin más, para quien lo importante en
este debate no es la defensa de la razón, sino la seguridad de su
salvación eterna, está claro que se siente salvado y tranquilo en
su fe, si los teólogos, que recogen para él las justificaciones de
los filósofos le muestran a un Dios limpio de toda sospecha. La
verdad de su ser cristiano y el sentido de su existencia y de su
destino siguen estando en buenas manos y el problema del mal
no altera su fe, de manera que Dios queda a salvo. Es curioso
observar cómo, con mayor o menor incidencia, esta cuestión
de la solución del mal y de la justificación de Dios se perpetúa
continuamente, todavía hoy, en el «creyente medio», que en-
cuentra en el discurso de la teodicea la respuesta a sus dudas.
Los discursos de la filosofía y de las teologías han funciona-
do oportunamente: Dios existe tal como debe ser (bueno, jus-
to, etc.); por tanto, yo estoy virtualmente salvado.
Pero llegó el tiempo de la segunda modernidad, la de la
sospecha, que descubrió, con Marx, Freud y Nietzsche, reto-
mados por Sartre, que Dios ha muerto, que no existe. Mejor

l. E. Kant, Sohre el fracaso de todo ensayo filos~fico en la teodicea


(1791), Madrid 1998.
Odisea de la teodicea 177

aún, si es posible hablar así, esta proclamación de la muerte de


Dios es, con más o menos matices, el anuncio de una buena
noticia para el hombre, llamado desde entonces por Feuerbach
a desembarazarse de esta alienación y por Sartre a recons-
truirse en su esencia y su autonomía, sin Dios. Incluso por es-
te camino el hombre se llegará a liberar y a justificar de veras.
Por tanto, lejos de verse en peligro, la antropodicea parece en-
contrarse entonces en la cumbre de su gloria. Sólo este huma-
nismo consecuente, que hace del hombre su propio sol y que
le promete devolver los atributos que le había arrebatado la
proyección ilusoria de Dios, asegurará la salvación del hom-
bre. Éste es el programa de esta nueva modernidad: para que
el hombre viva, tiene que morir Dios.
Lo que pasa es que este programa no funciona tan bien co-
mo desearíamos. En primer lugar, el hombre que justamente
desea seguir creyendo en Dios, no llega a encontrarse a gusto
en esa tesis: si Dios ha muerto, se ha acabado aparentemente su
salvación. Más aún, ese hombre no encuentra ya en la teodicea,
por otra parte bastante silenciosa, ninguna respuesta adecuada
a su nueva inquietud. Peor aún, ese hombre oye a los mismos
teólogos proclamar la muerte de Dios y hacer de ella incluso el
objeto de la teología. Y los matices que la mayor parte de los
teólogos hacen a esta afirmación paradójica -efectivamente, se
trata tan sólo de la muerte del dios del teísmo- no logran pasar
de los muros de los especialistas. El creyente, si sigue creyen-
do, se siente turbado, sin llegar en todo caso a encontrar en ese
discurso ningún rastro de la buena noticia y de la antropodicea
que se le anunciaba. Quienes hacen algún esfuerzo por encon-
trarlo se quedan sin respuesta, comparten demasiado ap1isa una
secularización que no es tan simple como les decían y algunos
de ellos abandonan «de puntillas» el mundo de la fe, pero sin
encontrar seguridad. ¿Dónde está entonces la salvación, si to-
davía algunos intentan creer en esta palabra?
Quizás resulte más paradójico el hecho de que el programa
de fa muerte de Dios no ha obtenido tan buenos resultados co-
mo se esperaba en los mismos ambientes de la increencia. Ese
178 FJ mal

reino del hombre que tenía que surgir tras la muerte de Dios no
todos lo reconocen de la misma manera. Foucault advierte que
los que contaban con la muerte de Dios para que naciera final-
mente el hombre han caído en un lamentable error. La muerte
de Dios no constituye la salvación del hombre. Porque el hom-
bre, como sujeto, ya no existe. Aunque con diversos matices,
que a menudo se nos escapan, los nuevos maestros de la sos-
pecha (Foucault, Levi-Strauss, Marcuse, Lacan en cierta medi-
da) anuncian una antropología de la muerte del hombre. O al
menos eso hacen sus epígonos, mucho más ideólogos. Y esto a
veces con los mismos acentos que encontrábamos en la procla-
mación de la muerte de Dios. Esta situación no es general ni
homogénea, pero existe y pone en riesgo la creencia del hom-
bre en sí mismo. El humanismo quizás ha fracasado de un mo-
do parcial, pero está muy cuestionado porque no ha logrado
cumplir la esperanza misma que albergaba de ver morir a Dios
para que viviera el hombre. La segunda modernidad parece co-
rrer el peligro de hundirse en la muerte del hombre. l:Jna vez
más, la antropodicea fracasa o se encuentra de algún modo en
contradicción consigo misma. La teodicea no ha logrado salvar
al hombre. Hamo absconditus.
¿Dónde nos encontramos entonces, al menos como cre-
yentes? Nos sentimos bastante perdidos. La teodicea clásica no
funciona o funciona muy inadecuadamente en la nueva coyun-
tura. Por otro lado, ¿no es esta nueva situación la que vislum-
braba esa misma teodicea cuando intentaba, tácitamente, salvar
a Dios para salvar al hombre? En todo caso, se ha planteado
una cuestión muy grave. Y sin intentar ni mucho menos acu-
sar a los demás y negarles su derecho a pensar como piensan (a
veces con matices que no queremos escuchar), esta cuestión
es también la nuestra (igualmente con matices) y tenemos que
mirarla cara a cara, comprenderla, si queremos darle una res-
puesta correcta y honesta. Teniendo pleno derecho a creer en
Dios (a no ser que realmente no exista), el creyente debe pre-
guntarse sobre Él desde su propia fe. Y mucho mejor si su nue-
va respuesta induce a los otros a reflexionar; pero lo que a él le
Odisea de la teodicea 179

corresponde -y sin que esta vez se le pueda acusar de proseli-


tismo indiscreto- es construir una defensa lógica de su fe. Y
puesto que se necesita una teodicea y la antigua teodicea, que
pudo tener su eficacia en otro tiempo, ya no funciona, habrá
que abrir nuevos caminos. Y, para comenzar, habrá que exami-
nar debidamente dónde está para nosotros la cuestión.
Examinemos lo que está en juego. Donde desaparece Dios,
está claro que la teodicea pierde su poder de salvación. La ob-
jeción del mal, que antes era la objeción clásica contra Dios, se
convierte en «objeción contra el hombre». Me explico. Un vez
que Dios se ha marchado, el hombre se queda solo para llevar
el peso del mal. Por tanto, de alguna manera la objeción se
vuelve contra él. Se encuentra solo a la hora de cargar con él.
Pero se trata de una carga pesada. Por eso no es extraño -aun-
que no sea ésta la {mica razón de ello- que el hombre de hoy se
sienta superculpabilizado y en todo caso superresponsabiliza-
do2. Perfectamente, se dirá; tanto mejor, si el hombre recobra
su responsabilidad y su solidaridad. Sí, pero la carga es pesa-
da. En el fondo, la era de la sospecha ha realizado a las mil ma-
ravillas el programa de Feuerbach, que consistía en que el
hombre volviera a apropiarse de lo que se le había alienado in-
debidamente, confiándoselo a Dios. Perfectamente, quizás, pa-
ra los atributos suntuosos de Dios (justicia, bondad, omnipo-
tencia, etc.). Pero lo que ni Feuerbach ni ningún otro había
previsto es que este proceso suponía implícitamente, pero en
buena lógica, que todos los aspectos menos sunh1osos, como
concretamente la problemática del mal o todas las exigencias
de liberación, recaerían ahora sobre él. Una vez que el hombre
ha sustituido a Dios, ha de cargar en su alforja una pesada he-
rencia (¡sobre todo si el Demonio, en el que podíamos descar-
gar antes casi todos nuestros males, ha muerto hace ya mucho
tiempo y, desde luego, antes que Dios!)'.

2. Hablé sobre este punto en Du défi d'aujourd'hui a lafr>i de demain:


La Foi et le Temps 14 ( 1984) 483-509.
3. Sobre el lugar que ocupa en csle terreno la figura del Demonio se ha-
bló en el capítulo 2.
/80 El mal

Por tanto, ya no queda nadie, fuera del hombre, para llenar


la escena del universo, de la que Dios mismo acaba de ser eli-
minado. Así pues, al hacerse Dios, el hombre se convierte en
blanco de todas las objeciones, en aquel que carga con el peso
del mundo. De aquí en adelante, el hombre es quien soporta el
pecado del mundo; en adelante, el hombre es el acusado. Tan-
to los creyentes como los no creyentes se quedan sin aquel con-
tra el que podían levantar el puño o al que elevar sus plegarias.
Job está absolutamente solo, ya que su Dios no es «simple-
mente» un Dios que no responde, sino un Dios que le ha trans-
ferido toda su responsabilidad. Dios, por orden del hombre, le
ha abandonado. Todo está en manos del hombre. ¿Y no corre-
rá el riesgo de morir aplastado por semejante carga? Cierta-
mente, no hay que hacer de esto una prueba de la existencia de
Dios, o al menos una prueba demasiado rápida. Pero se reco-
nocerá, con toda buena fe, que la muerte de Dios no salva al
hombre, sino todo lo contrario. Desde Auschwitz hasta el Sa-
hel, el hombre es infinitamente culpable y responsable.
¿Es esto realmente justo? ¿Es al menos soportable? El
hombre se ha convertido en la «conciencia desgraciada» de la
que habla Hegel. El hombre no es sólo un infierno para los de-
más; lo es para sí mismo. 'Desde ese instante cabe preguntar-
se por su supervivencia! El etsi Deus non daretur, que por otra
parte habían forjado lo's mismos cristianos, contribuye nota-
blemente a este malestar del hombre. Es verdad que esta con-
signa tiene su belleza y hasta su grandeza, por lo menos en el
orden moral y práctico. Pero encierra el peligro de transfor-
marse subrepticiamente en una afirmación especulativa, en
contra de lo que a mi juicio es el deseo del creyente. Pero el
riesgo está ahí y encuentra en todo caso sus frutos en una fe
cada vez más moralizada. Quiero decir que el cristiano, a pe-
sar de que cree ciertamente en Dios, prácticamente sólo desa-
rrolla la cara ética de su fe, una cara que existe sin duda algu-
na, pero a la que no puede reducirse el hecho cristiano. La
teología insiste a veces en esto, pero bien sea por exceso de
preocupación, bien por deseo de fraternidad, el creyente ape-
Odisea de la teodicea 181

nas le hace caso, aplastado por una ausencia, no ciertamente


de solidaridad con los hombres, sino de relación y de comu-
nión con Dios. Y entonces Dios corre el riesgo de ser alguien
a quien se apela solamente para fundar el compromiso moral
y un tipo de celebración cada vez menor, y un encuentro per-
sonal y explícito con los demás.
A esta primera serie de observaciones y de cuestiones hay
que añadir otra más, no banal, a la clitica, por otro lado respe-
tuosa, del coraje de esos cristianos y al reconocimiento que se
les debe por el descubrimiento que han hecho de esa solidari-
dad con los hombtes 4 • Los teólogos especulativos no han res-
pondido a sus inquietudes. Y han dejado a la teodicea donde
estaba. Pues bien, importa comprender que ésta se ha hecho
inoperante y que resulta incluso escandalosa, incapaz de res-
ponder a las filosofías o a las teologías de la muerte de Dios,
así como a los excesos de moralización. La teodicea clásica
-pero no hagamos tampoco de ella un todo unitario- perte-
nece a otra época y no consigue ahora salvar al hombre, como
tampoco consiguió salvar a Dios. ¿Por qué? Porque estaba he-
cha precisamente para otros tiempos, los de la primera moder-
nidad. Hay según eso dos motivos que la incapacitan para cum-
plir con su obligación.
En primer lugar, la época clásica sólo tenía necesidad de ar-
gumentos de pura razón: tal era el sentido mismo de sus exi~
gencias. Pero semejantes argumentos no pueden ser suficien-
tes en un tiempo en que se ha descubierto el desorden del mal
con una amplitud muy distinta de aquella visión tan esquemá-
tica y abstracta del mal en los siglos XVII y XVIII. Ahora se
vive el mal como una objeción existencial y social, de manera
que el hombre no puede ya contentarse con respuestas forma-
les. La teología clásica ofrecía, y sólo en el mejor de los casos,
la justificación de un Dios-esquema, el mismo que habían es-
bozado los filósofos de la razón y que recogían luego los cris-
tianos en una teología cada vez más racional y racionalista5 .

4. Lo señalé claramente en el capítulo 4.


5. Cf. J.-J. Natanson, Qui est notre Dieu?: Esprit 35 (1967) 474-487.
182 E/mal

Sin embargo, ese Dios, al que unas cuantas operaciones de


lógica bastaban para defenderlo, no existe. La teodicea clásica
ignora al Dios de Job y de Jesucristo. Ignora que la acusación
recae sobre un Dios que no es un simple esquema mental. Ig-
nora el clamor que sube hasta el cielo (cf. Jr 31, 15). Ignora que
el hombre está igualmente a punto de morir y que por tanto ella
ha fallado en su doble función de teodicea y de antropodicea.
Ignora de qué se trata y que el Dios-esquema que sigue defen-
diendo ha muerto. Ignora que tan sólo enfrentándose con esta
acusación contra Dios podrá comenzar a ser una verdadera teo-
dicea y recobrar sus oportunidades de antaño.
Y esto sobre todo porque esa teodicea no se da cuenta de
que estamos (quizás) en el umbral de una nueva y tercera mo-
dernidad, la que sigue a la muerte de Dios y a la muerte del
hombre. En la era que se anuncia y en la que quizás ya hemos
entrado, se vuelve a pedir tímidamente la llegada de Dios (aquí
estaría la base de ese retorno de lo sagrado, como se dice, pe-
ro que yo prefiero llamar un recurso -correr de nuevo- a lo sa-
grado o, mejor aún, un recurso a lo Santo). En una palabra, el
mundo se pone de nuevo a escuchar la fe. No se trata ya de ale-
grarse demasiado aprisa e inconscientemente de ese cambio
probable y afortunado: si se toma conciencia de la pennanen-
cia y hasta del agravamiento del mal, y de que esta objeción re-
cae sobre Dios, se corre el peligro de verse metido muy pron-
to en un vacío teológico y de no poder responder jamás a los
que nos piden la razón de nuestra esperanza. En resumen, todo
se pone aquí de acuerdo para decir que hay que volver a la teo-
dicea con una fuerza renovada.
¿Qué ha de hacer entonces esa nueva teodicea? Ante todo
hacer honor a su nombre, que era justificar a Dios (aunque si-
gue siendo válido su proyect¿ no confesado, la antropodicea;
pensamos incluso que así cumplirá mejor su objetivo). Si hace
honor a su nombre, la teodicea descubrirá un nuevo Dios. No
ya el del teísmo, que por lo demás es totalmente inoperante.
Tan inoperante que el propio ateísmo que brota de ese teísmo
resulta también incapaz de responder a la cuestión primera del
Odisea de la teodicea 183

mal, como ha mostrado muy bien Beimaert6 . Esta teodicea en-


contrará ( de nuevo), no tengamos miedo de decirlo, que Dios
está verdaderamente afectado por la objeción del mal. Desde
Abel, desde Job, desde Raquel que llora a sus hijos y a la que
nunca se le dio una respuesta, desde Jesús y su grito en la cruz,
esas voces siguen dejándose oír (ya hemos aludido a Auschwitz
y al Sahel, y la lista es muy larga). Y esas voces se hacen oír
desde el seno mismo de la fe. No se «objeta» a Dios solamen-
te desde fuera, extra muros, sino también desde dentro. Y no
queda más remedio que tomar absolutamente en serio tal obje-
ción. La teología clásica finalmente falló sobre todo porque ig-
noró la reivindicación de la fe y porque de este modo, al hacer
de esta cuestión una simple cuestión de la razón, acabó olvi-
dándose de que se trataba de Dios y del creyente. Hasta el pun-
to de que tenemos derecho a preguntarnos si, al reducir el al-
cance del debate y al solventar de una manera tan rápida y tan
racional la objeción, la teodicea no acaba reduciendo e incluso
suprimiendo el objeto mismo de la fe que es Dios.
Por eso cabría preguntar si la objeción no está en Dios o si
Dios no es en la objeción. Aunque no lo creamos, no tenemos
ningún derecho a eludir esta cuestión. Aunque sólo sea porque
se ha planteado. Porque está inscrita entre nosotros. La teodi-
cea debe tomar nota de que la acusación se ha lanzado contra
Dios. Y yo me preguntaría incluso, para comenzar, si paradó-
jicamente el camino de la respuesta, la «sede real», no se en-
contrará de alguna manera en este lugar. ¡El lugar de la fe se-
ría el mismo que el de su objeción! No habría que lamentar ya
entonces la objeción, intentando responder a ella con nervio-
sismo. Porque, paradójicamente, la misma objeción sería la
que al mismo tiempo ocultaría, pero también protegería y re-
velaría el objeto. Sabido es el margen tan estrecho que existe
entre lo que disimula y lo que revela. La objeción descubriría
su naturaleza, que es quizás mostrar dónde se encuentra el
verdadero Dios. ¿Será acaso en Atenas o en Jerusalén, las ciu-

6. Cf. L. Beirnae1i, Auxjinntieres de /'acte analytique: La Bible, saint


lgnace, Freucl et Lacan, Paris 1987.
/84 El mal

dades brillantes, o más bien en las aldeas de Belén, de Naza-


ret y de Emaús, en esos rincones apartados del mundo donde
se dará a conocer el verdadero Dios? ¿En el sepulcro vacío y
su objeción, en la cruz y su grito de objeción? En definitiva
-digo bien: en definitiva-, la mejor manera de conocer un
«objeto», ¿no es acaso des-cubrirlo en el hondón de su obje-
ción? ¿Llevando esa objeción hasta el fondo, como lo hicieron
Job y Jesús, sin que el peso de la objeción pueda ser levanta-
do por el hombre, sino sólo por Dios? El hombre oculta la ob-
jeción (larvatus prodeo), pero he aquí que ésta nos pide aho-
ra que tengamos los ojos bien abiertos. Dios no responde a
nuestras definiciones. Dios está en la contradicción de lo que
esperamos. No lo ocultemos con nuestras argucias de legule-
yos, como decía Unamuno7, ni tengamos siquiera miedo a la
«blasfemia» de Job: Dios se encuentra quizás más presente
allí que en las conciencias de los bien-pensantes. ¿No es éste
precisamente el resultado de la encamación y uno de los sen-
tidos del Deus sub contraria specie de Lutero? ¿Dios presen-
te en lo que le contradice, en esa cruz de desatino y de burla,
tan lejos de la bema cortés y refinada de Atenas?
¿Dios en lo que parece oponerse a Dios, Deus contra deum,
el «objeto» en su objeción? Pero ¿no estamos recobrando así
una intuición de una importancia epistemológica incalculable?
Todo «objeto», en cuanto objeto de reflexión, ¿no tiene de al-
gún modo su lugar en la objeción? ¿No ocurre lo mismo en
toda búsqueda, por ejemplo en la ciencia, en donde sólo es po-
sible avanzar por este camino? ¿O en nuestras relaciones hu-
manas, en donde tantas veces el otro se revela en esa alteridad
que lo convierte en una especie de obstáculo para mi quietud,
como ha mostrado Levinas? Así pues, yo afirmaría que la teo-
dicea tiene que pasar por ese camino terrible, por ese «río de
fuego», por esa prueba por la que pasan el oro y la plata (cf.
1 Pe 1, 7), en donde su Dios es objeción, para empezar a reco-
brar sus oportunidades y sus obligaciones.

7. Cf. Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, en Obras


completas VII, Madrid 1966, 107-302.
Odisea de la teodicea 185

En este sentido lo entendieron los grandes testigos de Dios.


Y fue entonces cuando Dios comenzó a responder. Jacob, tras
haber combatido toda la noche, se vio bendecido por haber lu-
chado con Dios (Isra-El); Job «sólo conocía a Dios de oídas,
pero lo vio entonces con sus ojos» (cf. Job 42, 5), mientras que
sus amigos, especialistas en teodicea clásica, quedaron confun-
didos por el Dios de su víctima; Raquel se consoló finalmente
en el camino de la cruz y se convirtió en Verónica, recogiendo
el verdadero rostro de Dios en su velo de caridad y de ternura
(¡y qué rostro!); Jesús, cuando se rasgó el otro velo, el del tem-
plo, se encontró «inexplicablemente» resucitado por aquel Dios
a quien no se atrevía ya a llamar Padre ( «Eloí, Eloí ... »); Él, que
por otra parte había sido entregado a la muerte por los defenso-
res de la ortodoxia, porque objetaba contra su Dios.
Y entonces, ¿no se tratará también para nosotros, en esta es-
pera de la gloriosa venida y de la respuesta de nuestro Señor y
Dios, de emprender la peregrinación de una nueva odisea de
la teodicea? Al suprimir la objeción, la de nuestros clamores, la
teodicea clásica llegó a borrar los rasgos mismos de Dios. Pe-
ro he aquí que ahora el objeto mismo de nuestra fe («no el dios
de los paganos y de los filósofos») se encuentra en el lugar mis-
mo de su objeción ( «sino el Dios de Abrahán, de Isaac y de Ja-
cob, el Dios de Jesucristo»). En esta «epistemología» y en esta
hermenéutica tendríamos no ya «pruebas (o anti-pruebas)», si-
no «probaciones», pruebas no apologéticas, pruebas por con-
tradicción. ¿No es éste el camino en que se acoge la objeción y
la incertidumbre, como el de Emaús, el camino realmente con-
vincente y que acaba conduciéndonos a la posada de la aldea,
en donde se da el reconocimiento? Una teodicea de la objeción
sustituye entonces a una teodicea de la seducción, pero que no
incide para nada en nuestros verdaderos sentimientos. Esa teo-
dicea nos devuelve nuestro derecho a gritar cuando lo necesi-
tamos. Un grito nos lleva más lejos que una reverencia falsa-
mente halagadora. Nunca se celebrarán bastante los resultados
y las riquezas de la adversidad (Fas est ab hoste doceri), porque
nos conduce a la diferencia, a la alteridad, lejos de los dioses
U/6 El mal

falsos de nuestros espejismos (los escorzos del barroco), espe-


jismos que sólo nos devuelven la cara de nosotros mismos.
Además, ¿no es éste uno de los sentidos del tema del Dios
oculto? ¿Del Dios oculto en su objeción? Descubriríamos en-
tonces que la teodicea debe tomar nota de esta acusación, pero
para encontrar en ella algo así como la palanca de Arquímedes,
la inscripción misma del Dios que ella tiene la misión de de-
fender y recuperar. Esto no es ninguna blasfemia: «¿Un hombre
se convieite en burla de sus amigos cuando le grita a Dios para
obtener una respuesta?» (cf. Job, passim ), al contrario. Es a ese
hombre al que el Señor dirá: «Has hablado bien de mí» (cf. Job
42, 7.8). Lo ha encontrado en el lugar en que está y en donde
podemos reencontrarlo. Mejor aún, en aquel lugar de donde tie-
ne que levantarse, como del sepulcro y de la cruz, lugares de lo-
cura y de escándalo (skandalon, piedra de tropiezo y de caída),
pero de los que han desaparecido nuestras puerilidades. ¡Biena-
venturada kénosis, que quizás no fuera rechazada por Voltaire,
que se burlaba del Dios cándido de Leibniz! Creo que una teo-
dicea que halla a Dios en el recoveco de su contradicción y de
su escándalo es la única capaz de cumplir con su deber. Y aun
cuando no lograra convencer a todo el mundo (¿acaso lo logró
la otra?), tendría el mérito de oír a los hombres en el lugar mis-
mo de sus objeciones y, por tanto, en la verdad y en su auténti-
co sentimiento, deteniéndose primero en nuestro sábado santo,
más silencioso y muerto, en cierto sentido, que el viernes san-
to cuando no se había bajado «a la morada de los muertos».
Porque en el fondo tiene sentido proceder de esta manera,
incluso en el plano especulativo. Hay una lógica cristiana de la
objeción. La fe en la creación significa, entre otras cosas, que
Dios creó al hombre libre. Para Dios, esto significaba crear la
posibilidad misma de ser «objetado», ya que creaba a un ser
que podía ser su objeción viva. Y fue esto lo que pasó y lo que
continúa pasando. El hombre puede decir que «no» e impedir
de esta manera la realización de los deseos de Dios. Una liber-
tad, aunque sea soberana, puede chocar con otra libertad. Nos
atreveríamos a decir que Dios, al crear al hombre, creó las con-
Odisea de la teodicea 187

diciones mismas de posibili~ad de la contradicción y del recha-


zo. La lógica de la creación implica que Dios pueda residir en
su propia objeción, es decir, en ese hombre que ha creado a su
imagen. Dios se ha atrevido a emprender la paradoja de susci-
tar un ser finito con la capacidad de oponerse a su Dios. Ahí ra-
dica el fundamento teológico de la posibilidad de la objeción
contra Dios.
Y de hecho, desde el Génesis, Dios no deja de verse acusa-
do. «Es la mujer que tú me has dado», replica Adán. Ya la ser-
piente objetaba cuando decía a Eva: «No es verdad lo que ha
dicho». Caín dirá en sustancia: «¿No eres tú, Creador, el guar-
dián de mi hermano? ¿Por qué voy a serlo yo?». Marta dirá a
Jesús: «Si hubieras estado aquí, no habría muerto nuestro her-
mano». Los textos son tan numerosos y elocuentes -y esto en
un libro del que no cabe sospechar- que hay que renunciar evi-
dentemente a citarlos todos. Es sabido que la oración misma
puede encerrar una objeción. Como se ha demostrado8, el Ky-
rie eleison puede dar a entender que Dios podría no tener pie-
dad. Por consiguiente, creo que con toda buena fe se pueden
subrayar nuestros derechos a la objeción. Después de todo, ¡en
la cámara de los lores la oposición sigue siendo «la oposición
de su majestad»! ¡Y en un concilio, el que cree que tiene que
decir que no, sigue siendo portador del Espíritu Santo! Sería
equivocarse radicalmente sobre nuestro Dios imaginarse que es
incapaz de tolerar la contradicción. La objeción puede incluso
disimular en su seno una enorme fe, ya que supone que aquel
mismo a quien se acusa de estar callado existe y puede respon-
der. :t,Jo son raros los casos en los que el ateísmo, por su misma
exigencia, oculta más fe que la despreocupación del creyente.
Sin predicar el ateísmo, se puede aceptar la siguiente observa-
ción de Moses: «Sobre el fondo del ateísmo es donde surge la
idea de un Dios radicalmente distinto» 9 •

8. Cf. E. Benvenistc, La blmphémie et l 'euphémie, en L'analyse du lan-


gage théologique, Paris 1969, 71-74 (versión cast.: La bla~femia y la eufe-
mia, en Problemas de lingüística general 11, México 2002).
9. S. Moses, Systeme et révélation, Paris 1982, 53.
188 E/mal

Ciertamente, no es éste el único camino hacia Dios. El ca-


mino de Dios puede ser mucho más tranquílo en no pocos in-
dividuos. ¡Cuántos hombres no han seguido directamente el
camino del amor y de la felicidad! 10 Pero afirmo que la obje-
ción no es blasfemia, que esos lugares de kénosis y de «ausen-
cia» de Dios acaban revelándose, a diferencia de ciertos luga-
res de gloria, como lugares de la epifanía de Dios. Tendríamos
aquí una especie de epistemología viva, la de la probación do-
lorosa, que vale por muchas pruebas-demostraciones. Es lo me-
nos que podemos decir. La teodicea clásica fracasó por haber
rechazado de antemano nuestra verdad y nuestro verdadero sen-
timiento, a saber, que Dios sufre a veces objeción. Tenemos que
recuperar aquí uno de nuestros derechos, que no tienen nada de
sacrilegio. A veces conviene detenemos más en la objeción, pa-
ra escuchar mejor la respuesta.
¿Nos atreveremos entonces a decir que Dios no sólo se ve
«objetado», sino que es eminentemente «objetable»? Primero,
p()rque Dios no es evidente; por eso mismo tuvo que construir
santo Tomás sus prnebas. Dios(~s objetable además, porque
responde muy poco a los fantasmas de lo que esperamos de un
Dios. Y finalmente, porque la objeción del mal es una verda-
dera objeción, al menos si consultamos nuestro corazón. ¿No
es ésta nuestra objeción de cada día, tanto de los creyentes co-
mo de los no creyentes? Por eso mismo fracasó la teodicea clá-
sica y racional. Una fe lleva en sí misma los elementos inma-
nentes de su objeción. No hay que responder a ella situándose
en otra parte, como desde fuera; hay que aprovechar las opor-
tunidades de respuesta en la dificultad misma de la fe, a veces
en su escándalo. El hijo mayor de la parábola no había puesto
nunca objeciones a su padre; tendrá que pasar por la proba-
ción de la vuelta de su hermano menor para atreverse a lanzar
su propio grito y a recibir la respuesta amorosa, tranquilizan~
te, de su padre. No olvidemos que el pensamiento arcaico, in-
cluso en la Escritura, ha conservado las huellas de un «Dios

1O. A. Gcsché, Prouver Dieu par le bonheur: Lumen Vitae 43 (1988) 9-27.
Odisea de la teodicea 189

cruel». Esta expresión es sin duda exagerada, pero no es en sí


misma un camino de perdición, como ha mostrado muy bien
Philippe Nemo 11 • Hoy, que la figura de Dios parece a veces un
tanto irracional (Auschwitz y todo lo demás), no son ya los
senderos tranquilos de la sola racionalidad los que tendrán ma-
yor peso. A Dios no se le salva de la contestación, como hemos
dicho, con una simple prueba lógica. Seamos más intrépidos,
con esa «fe intrépida» que proclamaba Paul Claudel 12 , que no
siente miedo de enfrentarse con la probación hasta en su Dios.
El silencio y la aparente ausencia de Dios (quare obdornús,
Domine?) era la probación del creyente del Antiguo Testamen-
to (y no ya la de su existencia o no-existencia), y es en esa pro-
bación donde nos encontramos hoy nosotros.
Por tanto, necesitamos otra teodicea, la que logre integrar
la objeción en su prueba y en su respuesta. ¿Es imposible es-
ta -empresa? Ni mucho menos. Coincidirá incluso con la expe-
riencia de los que encontraron a Dios en medio de una zarza,
como Moisés, o en una corona de espinas, como sucedió a los
que siguieron a Jesús hasta el final de una agonía (de un com-
bate, como indica la etimología de esta palabra). Es posible
esta empresa, porque precisamente la verdad se descubre or-
dinariamente en un proceso (y un procedimiento) en el que ca-
da parte ocupa el sitio que le corresponde: el fiscal y la acu-
sación, ciertamente, pero también la víctima y el abogado 13 .
La nueva teodicea no eludirá la objeción, sino que hará de ella
su objeto, tomado finalmente en serio. Penetrará en su oscu-
ridad (in loco tenebroso et vastae solitudinis). Es en la noche
donde el hombre descubre la luz (et nox illuminatio mea). La
Ilustración se equivocó al creer que todo era luz y que sólo allí
podía encontrarse la verdad. Nuestra modernidad ha recupe-
rado el sentido de la ausencia y de los lugares oscuros. Pense-
mos en el psicoanálisis, en sus trasfondos, en sus lapsus, en

11. Cf. sobre esta materia Ph. Nemo, Job et l'exces du mal, Paris 1978
(versión cast.: Job y el exceso del mal, Madrid 1995).
12. P. Claudel, Un poete regarde la croix, París 1935, 266.
13. Nótese que ni Job ni Jesús tuvieron un abogado o un testigo a su favor.
190 Lima/

sus actos fallidos, pero que pueden implicar también un éxito


(Fehlleistung). Pensemos en las ciencias físicas y matemáti-
cas, que saben que el descubrimiento se produce muchas veces
con motivo de una excepción que contradice las antiguas evi-
dencias. Esas ciencias conocen también las «relaciones de in-
ce1iidumbre» (Heisenberg), las «estructuras disipativas» (Pri-
gogine ), que son las únicas que conducen a un orden siempre
por reinventar, si no se quiere morir en la entropía. La nue-
va hermenéutica conoce el lugar eminente de lo no-dicho. La
poesía no se queda atrás: «Extranjero, cuya vela tantas veces
ha acariciado nuestras costas y cuyas garruchas han dejado oír
su grito tantas noches cerca de nosotros, ¿nos dirás cuál es tu
mal?» 14 . No es solamente la «gente bien», sino la «gente mal»,
«los que llevan el mal», el peso de la objeción, los cirineos
obligados a cargar con una crnz demasiado pesada para el mis-
mo Hijo de Dios, los que podrán decir algún día: «Dios estaba
allí, ¡y yo no lo sabía!» (Gn 18, 26); «Señor, ¿cuándo te visita-
rnos?» ( cf. Mt 25, 44).
Los pensadores vuelven a descubrir el poder de revelación
de las paradojas (Borges) y saben que generalmente lo que se
oculta es al mismo tiempo lo que se revela. ¿Quién ignora hoy
el valor de la altetidad, de la diferencia, del desnivel? La teolo-
gía vuelve a encontrarse con un Dios cuya locura es casi su úni-
ca justificación y cuya racionalidad resulta en todo caso muy
diferente de aquella en la que poníamos nuestro orgullo. Vuel-
ve a encontrarle en un lugar de contradicción, en una encruci-
jada de caminos, en una cruz, en un camino de Damasco: allí
donde un caballo tropieza y derriba a su jinete, es donde se
anuncia la racionalidad de un Dios que no quiso probar su rea-
lidad a través de la seducción de la retórica. San Pablo lo supo
a sus expensas, desde entonces ya no le fue posible hablar más
que en la debilidad y en las limitaciones de unas palabras heri-
das (cf. 2 Cor 12, passim). En el fondo, necesitamos recobrar
una racionalidad mucho más ancha que la de los grandes filó-

14. Saint-John Pcrsc, citado por G. More\, Questions d'homme: l'autre,


Paris 1977, 331.
Odisea de la teodicea 191

sofos de la razón: la racionalidad del Lagos divino, al que se pi-


de que presente su «estatuto teórico» hasta en filosof'ía 15 •
Por consiguiente, nada indica que la teodicea no pueda
«atreverse a volver a plantear el problema de Dios» (M. Oli-
vetti) y recuperar sus objetivos abriéndose a nuevos campos
teóricos. Por eso mismo propongo una teodicea que busque su
objeto en la objeción contra ese objeto. Daría la razón tanto al
no creyente como al creyente, que aquí se muestran tan seme-
jantes en. cierto sentido y en determinados momentos. Esta teo-
dicea no tendría miedo de emprender su camino a partir de la
acusación, si fuera preciso; por eso decía que daba la razón a
los argumentos de unos y de otros. Su dinámica, su dialéctica
de movimiento abre todo un espacio en el que puede elevarse
la verdad sin pronunciarse en contumacia, sino actuando como
«acusado que se hace presente». Nos lo permite, como hemos
visto, la fe más estricta. Lógicamente, la apuesta de Pascal tie-
ne cierta validez, al menos si se la comprende como Alain: «La
famosa apuesta ... encierra la duda como prueba» 16 . La apues-
ta de Pascal fue un primer ensayo, no logrado del todo, de in-
cluir la objeción dentro de la prueba. Yo diría que la teología
debe captar la objeción en sus redes, integrarla en su respues-
ta. La objeción es como el nudo gordiano que no se puede evi-
tar. Se necesita cierta violencia para aceptar que el Reino es
accesible. La nueva teodicea no podría fallar en esto.
¿Qué encontraremos entonces en ella? Muchas cosas, pe-
ro eminentemente saludables. Quizás ante todo ésta (pero ¡a
qué precio!): que, al presentar a Dios la objeción del mal, si no
en un Contra Deum, en todo caso en un Ad Deum, le lance-
mos, aunque sea con cierta dureza, lo que llevamos en el co-
razón 17, sabiendo que la cuestión del mal le preocupa seria-
mente. Así descubriremos que en Dios se da una especie de

15. Cf. J.-L. Marion, Sur la théologie blanche de Descartes, Paris 1981;
A. Gesché, Théologie de la vérité: Revue Théologique de Louvain 18 ( 1987)
187-211; Id., Notre /erre, demeure du Logos: Irénikon 72 ( 1989) 451-485.
16. Alain, Propos sur la réligion, Paris 1938, 223.
17. Hablo sobre ello en el capítulo l.
192 El mal

sorpresa y de escándalo frente a lo que está en contradicción


con su plan 18 • Que los discursos demasiado ligeros a su favor
no le honran demasiado, ya que no respetan su propia dificul-
tad en este campo. No está dicho que el tema de la pennisión
del mal (que tiene desde luego su valor) le agrade tanto como
nosotros solemos suponer. Admitimos, con la Escritura, que
también Él lleva, por así decir, un aguijón en su carne (quizás
fue por eso por lo que se encarnó y se hizo «maldición en una
cruz»: Gal 3, 13). Se verá entonces que Dios, probado en sí
mismo, está precisamente a nuestro lado en este asunto, y que
podría incluso definirse como el Adversario del mal. En efec-
to, en el mal encuentra Dios a su propio enemigo (pues el mal
es enemigo de Dios antes que nuestro). «Sorprendido» por el
mal, escandalizado por esa objeción que se hace a su creación,
que Él consideraba buena y hasta muy buena, no ha dejado de
combatir desde entonces. El mal no puede vencer a Dios, que
lucha constantemente contra él; pero la lucha es larga, pues
Dios debe y quiere contar con nuestra libertad, que Él no pue-
de borrar como si fuera un fakir cualquiera o un mago aficio-
nado a los fantoches y marionetas.
Estamos ante una inversión desconcertante: del mal como
objeción contra Dios se pasa a Dios como objeción contra el
mal. El mal no tiene en Él ninguna connivencia, sino todo lo
contrario. Dios sabe algo que nuestra teodicea racional ignora-
ba:_ que el problema del mal no se resuelve con un discurso, si-
no con un combate. Y la muerte del Señor en la cruz, en don-
de «venció a la muerte con su muerte», no se parece nada a la
muerte solemne y edificante de Sócrates. Es que no se trata de
hablar, sino de luchar y combatir. Ésta es la verdadera respues-
ta de la teología al problema del mal, un problema que no so-
porta ninguna justificación, sino un combate y una victoria. En
esta inversión de las cosas deseaiíamos aquí que, lo mismo que
en el conjunto de la teología tiene su lugar la teología negativa,
también aquí lo tuviera una teodicea negativa, que tomara en

18. cr. supra, capítulo 2.


Odisea de la teodicea /93

cuenta la negación y llegara así a su objetivo: Dios se justifica


por el hecho mismo de que de un extremo al otro y sin conce-
sión alguna es el que objeta y combate contra el mal. Esta es la
negación de la negación. Es aquí donde Dios queda justificado
y donde la teodicea puede recuperar sus derechos. No se puede
negar que esta teodicea sabe jugar con las astucias de la razón.
Habiendo partido del malum contra Deum, ahora nos descubre
al Deus contra malum. Esta teodicea que integra la objeción es
la única que ha podido rasgar el velo del templo. Dios se con-
vierte así en su propia teodicea. Dios prueba a Dios.
Y Dios prueba también al hombre. En efecto, retoma aquí
el lejano objetivo de la teodicea, el de ser también una antro-
podicea. ¡Dios probando al hombre! ¡Cómo ha cambiado la
prueba! 19 Mirabilius reformasti. La razón no puede nada con-
tra el mal. Pero nuestro combate a solas con el mal tampoco
puede nada, en contra de lo que creía la moral pelagiana. En
nuestra tercera modernidad, muy éticamente movilizada con-
tra el mal, corremos a veces el riesgo de tomar ese camino del
pelagianismo. Escuchemos lo que nos piden los otros. Debe-
mos contestarles con nuestras palabras. El mundo (re)escucha
la fe 2º, ya que acaba preguntándose si no estará ahí la salva-
ción, al menos en parte. El hombre de hoy, con golpes todavía
sordos pero indiscutibles21 , se ha puesto a llamar a la puerta de
los dioses, como hiciera en otro tiempo en Delfos, para poder
comprenderse. Nos toca a nosotros no estar sordos a esta pe-
tición, que forma parte de una nueva modernidad que no quie-
re ya la muerte del hombre.
Que viva Dios para que viva el hombre: ése sería el sentido
de la teología cristiana, que jamás ha podido separar-al menos
en teoría- la causa de Dios de la causa del hombre. En este
sentido, no se trata ya de intentar aportar únicamente pruebas

19. A. Gesché, Dieu preuve de l'hnmme; Nouvelle Revue Théologique __ .


112 (1990) 3-29.
20. Intenté mostrarlo en Le monde écoute lafoi, en Nature et mission de
/'Université catholique, Louvain-la-Neuve 1987, 51-66.
21. Hablé sobre ello en Perturbation du religieux, en Le religieux en oc-
cident: pensée des déplacements, Bruxelles 1988, 141-146.
194 El mal

de Dios, sino también pruebas del hombre, una vez que el mal
se ha convertido, tras la muerte del Demonio y la muerte de
Dios, en objeción contra el hombre. Hay que encontrar pruebas
a favor del hombre cercano a Dios, junto a un Dios que no es
la justificación del mal (es éste en parte el riesgo del tema de
la permisión del mal por obra de Dios), sino la Justificación
(con la mayúscula de las controversias de la Reforma y de la
Contrarreforma) del hombre. ¡Dios prueba del hombre! O ad-
mirabile commercium! Yo no soy una obra del azar o un pro-
ducto sin sello de fábrica, como dice Monod. No; yo soy «le-
gible ante Dios» 22 . ¿No es ésta la respuesta que comienza a
vislumbrarse «como una lámpara que alumbra en la oscuridad,
hasta que despunte el día y el lucero matutino se alce en nues-
tros corazones» (2 Pe 1, 19)? Este retorno de lo sagrado, que
yo me niego a llamar así (a no ser que se admita contra toda
evidencia una sacralidad difusa y anónima, aliada de todas las
violencias y de todas las violaciones), este retorno de lo sagra-
do, que es en realidad un «recurso» y un recurso al Santo, al
único que merece ese nombre de sagrado, es lo que vislumbra,
todavía frágilmente, el hombre de la presente modernidad. Nos
lo están suplicando y no podemos hacer oídos sordos. «Seme-
jante empresa sólo puede tener éxito con la condición de que
las tres grandes fuerzas del arte, de la filosofia y de la teología
la sostengan y le abran un camino a través de lo inexplorado ...
Ahí se encuentra la verdadera sustancia de la historia: en el en-
cuentro del hombre consigo mismo, es decir, con su poder di-
vino ... El hombre está sometido a una prueba teológica, tenga
o no conciencia de ello» 23.
Esta nueva teodicea, que lleva la objeción hasta el corazón
de Dios, nos hace encontrar al Cordero que lleva personalmen-
te el peso del mal y nos libra de él. La teodicea clásica fracasó
tanto en su defensa de Dios como en su defensa del hombre, ya
que no tuvo esta audacia y disimuló el problema (larvatus pro-

22. P. Claudel, Psaumes, Paris 1987, 218 ( Salmo 118).


23. E. Jünger, Traité du rebelle ou le recours auxforéts, Paris 1986, 45.
85.87 (versión cast.: Tratado del rebelde, Buenos Aires 1963 ).
Odisea ele la teoclicl'a 195

deo). Por consiguiente, los problemas seguían estando sin re-


solver. «El progreso acabó por brotar de la decadencia de unas
doctrinas que eran incluso verdaderas, a través del triunfo apa-
rente y transitorio de otras doctrinas que eran incluso pobres;
con las piedras que se han ido amontonando en contra de esas
doctrinas es como se construye la casa de la verdad» 24 . Tan só-
lo una teodicea fiel al clamor del hombre y que llevé ese cla-
mor hasta el altar de Dios resultará pertinente y (¡cutiosa para-
doja!) rendirá finalmente honores a Dios, descubriendo que Él
es el gran objetante, el adversario y el salvador. Dios es sólo
salvación. A través de la muerte, que es la objeción suprema,
Cristo ha vencido a la muerte, a la objeción. «¿No era preciso
que Cristo padeciera esto para entrar en su gloria?». La teodi-
cea sólo tiene sentido cuando sigue, en su lenguaje y su gramá-
tica, ese mismo camino. Lo mismo que ocurre en matemáticas,
donde la línea recta en el infinito se integra en la geometria del
círculo. Éste será de algún modo el perfil de la nueva teodicea.
Porque siempre tendremos necesidad de la teodicea. Si no, ese
hombre que vernos llamando a las puertas de la fe podría correr
el peligro de verse víctima de la vieja objeción del mal, si ésta
no se resuelve en su lugar divino.
No tenernos derecho a decir de un modo apresurado que no
hay problemas y que todo va bien corno si este fuera el mejor
de los mundos posibles. El redescubrimiento de un Dios cier-
tamente más frágil y vulnerable es lo único que puede liberar- '
nos. Porque ese Dios que no elude la responsabilidad se mues-
tra mucho más poderoso. Pensaremos lo mismo que afirma el
Corán cuando dice que «no existe ningún refugio contra Dios
fuera de él mismo» (9, 118). Porque Dios soporta la crítica. Si
no, ¿creeríamos de verdad en Él? Si la teología estudia a Dios
en su revelación, la teodicea lo busca en su objeción (Deus abs-
conditus), que es un lugar casi tan sagrado, ya que en él se en-
cuentra el hombre que sufre (res sacra homo, incluso y sobre
todo entonces). Este descubrimiento de un Dios frágil, como

24. M. Blondel, /,a lettre sur le dugme, Paris 1896, 29.


/9(¡ !:.'/mal

desnudo ante la objeción, resulta más glorioso para Él que los


discursos que lo ocultan en una falsa grandeza. Hay que acabar
cuanto antes con un Dios falso, que se sitúa al nivel de nuestros
sueños infantiles, un Dios a imagen de nuestros fantasmas de
omnipotencia nunca perturbada. Los «defectos» de Dios que
encontramos a través de una objeción que no tiene miedo de sí
misma, a menudo no son más que los defectos (en el sentido de
defectus) de unos atributos que no son dignos de Dios, sino só-
lo de nuestro infantilismo, incapaz de concebir a Dios tal como
es, a saber, no en lo que nosotros le atribuimos («atributos»), si-
no en lo que Él es, en sus «propiedades» precisamente.
Tan sólo así recobrará la teodicea su carácter científico y
podrá responder a las cuestiones planteadas. Creo que la teodi-
cea tiene ante sí un gran porvenir. El hombre siempre necesita-
rá salvación, justificación. La teodicea recobrará esta función
eminente de antropodicea. Así llegaremos hasta el final del ca-
mino. Entonces volveremos a encontrar al hombre, ya que ha-
bremos llevado con nosotros sus protestas. Los creyentes tienen
que evitar el error de no mirar la dificultad cara a cara. De lo
contrario, si sólo los no creyentes sienten esa dificultad, ellos
acabarán creyendo que nosotros no tenernos oídos ni palabras.
Serán ellos los únicos que recuerden la realidad de la objeción
y nosotros no tendremos derecho alguno a decir que están equi-
vocados. Así pues, esta nueva teodicea volverá a encontrar al
hombre. Y de este modo volverá a encontrar al verdadero Dios,
al «Dios verdadero nacido del Dios verdadero».
Tan sólo después de pasar por el crisol de la probación lle-
gará la gloria de la prueba.
ÍNDICES
ÍNDICE DE NOMBRES

Abn-l'Ala Ma'arri: 104 Chirpaz, F.: 75, 170


Adorno, T.-W.: 50, 91s, 167s Chrétien, J.-L.: 160
Agustín de Hipona: 56, 64, 75, Ciglia, F. P.: 102
95,116,119, 133s, 140,162 Cioran, E.-M.: 80, 165
Alain (Émile Chartier): 64, 70, Claudel, P.: 189, 194
103, 191 Coppcns, J.: 49
Arendt, H.: 165
Aristóteles: 11, 43, 169, 171 Dadclscn, J.-P.: 104
Arquímedes: 145 Dechamps, V: 99
Delumeau, J.: 133
Barthes, R.: 19 Derrida, J.: 12, 78
Bazin, H.: 174 Descartes, R.: 64, 176
Beauvoir, S. de: 162 Dionisio Areopagita: 59
Beethoven, L. van: 159 Dostoievski, F: 70, 95, 153
Beirnaert, L.: 183 Dragonetti, R.: 68
Benveniste, E.: 187 Duby, G.: 47
Bergé, A.: 100 Dumont, C.: 172
Bernanos, G.: 30s, 33, 96, 124s Duquoc, Ch.: 92, 93, 100, 170
Bernardo de Claraval: 172 Dussel, E.: 160
Bettelheim, B.: 79, 83s, 103
Estrella, M. A.: 159
Bettencourt, P.: 45
Eurípidcs: 160
Bianciotti, H.: 35, 46
Blanzat, J.: 36 Federico II: 73
Bloch, E.: 75, 93, 99, 164, 170 Feuerbach, L.: 46, 171, 177, 179
Boecio: 56 Finkielkraut, A.: 72, 76, 90, 107
Bonhoeffer, D.: 29 Forgcur: 76
Borges, J. L.: 190 Foucault, M.: 102, 154, 178
Bruckner, P.: 148 Francisco de Sales: 38, 54, 58,
64
Camara, H.: 159 Freud, S.: 176
Carnus, A.: 22
Cassirer, E.: 12 Garaudy, R.: 71
Chateaubriand, E. R.: 159 Georgc, F.: 55
200 Í11dice de 110111/Jres

Gcrson, J.: 153 Levinas, E.: 11, 12, 70, 74, 89,
Gesché, A. (abuelo): 73 95,102,104, 107, 169, 184
Gesché,A.:43,49, 73, 77,155, Lcvy, B.: 159, 162, 165
161, 188, 191, 193 Ligne, príncipe de: 73
Girard, R.: 140 Lubae, H. de: 103
Goethe, J. W von: 58, 81, 157 Lutero, M.: 184
Goldmann, L.: 170
Grecnc, G.: 94 Manes: 25
Guillermo el Taciturno: 163 Marce], G.: 86
Gutiérrez, G.: 158 Marción: 25
Mareuse, H.: 178
Haertling, P.: 35 Marion, .1.-L.: 191
Hayim Yerushalim, Y.: 71 Marx, K.: 75, 105, 176
Hecke, L. van: 172 Mauriac, F.: 36
Hegel, G. W F.: 11, 91, 109, Milosz, C.: 45
176, 180 Moltmann, J.: 35, 49, 94, 95,
Heidegger, M.: 11, 12, 28 159
Heisenberg, W: 190 Monod, J.: 194
Heráclito: 11 Morantc, E.: 160
Hesíodo: 155 More!, G.: 93, 98, 105, 107,
Hesnard: 109 126, 190
Homero: 166 Mases, S.: 187
Horkheimer, M.: 92, 168
Natan son, J.-J.: 181
Irigaray, L.: 74 Nemo, Ph.: 21, 42s, 50, 60, 71,
93,119,122,132,141, 189
Jankéléviteh, V: 25, 59, 65, Nietzsche, F.: 176
98s, 103s, 152 Norge, G.: 37
Jossua, J. P.: 104
Jünger, E.: 10, 194 Olivetti, M.: 191
Orígenes: 49
Kant, I.: 11, 31, 39, 58s, 63,
80s, 85, 90, 92, 112s, 145, Pascal, B.: 11, 13, 42, 46, 47,
156, 163, 172, 175s 57, 64, 108, 131, 191
Kasper, W.: 50, 92, 168 Péguy, Ch.: 99
Kristeva, J.: 106 Pinet, M.-J.: 153
Platón: 11,112,159
Lacan, J.: 178 Prigoginc, l.: 190
Lacroix, J.: 100, 127 Proudhon, P.-J.: 159
Ladero Quesada, M. A.: 47
Lefevre, Ch.: 70 Racinc, J.-B.: 131
Leibniz, G. W.: 11, 24, 58, 113, Rieoeur, P.: 11, 39, 56, 112, 116,
163,175,176,186 126, 127
Levi-Strauss, C.: 178 Rilke, R. M.: 104
Índice de nomhres 201

Riviere, J.: 44 Todorov, T.: 33, 60, 132, 151,


Rolland, R.: 102 169, 170
Rosenzwcig, F.: 49 Tomás de Aquino: 20, 29, 47,
Ro stand, J.: 23 58, 64, 75, 135, 188
Rousseau, J.-J.: 172 Tristan, F.: 34
Saint-John Perse, H.: 190 Unamuno, M. de: 26, 184
Saint-Just, L. A. L. de: 100
Sartre, J.-P.: 12, 55, 159, 162, Valéry, P.: 65
165-166, 176, 177 Van Gogh, V: 158
Schelling, F. W J. von: 11 Vergote, A.: 23, 11 O
Schenke, L.: 161 Vicente de Paúl: 136
Shakcspeare, W.: 166 Voltaire (Aouret, F. M.): 58, 76,
Silver, D.-J.: 170 186
Sócrates: 192
Sófocles: 166 Watté, P.: 58-59, 78, 85
Spinoza, B.: 175 Weil, E.: 31, 32
Stcincr, G.: 154, 156 Wciss, K.: 169
Stendhal (Beyle, H.): 124 Weyergans, F.: 34
Wiechert, E.: 22
Tcilhard de Chardin, P.: 58 Wiesel, E.: 42
Thévenot, X.: 173
Tihon, A.: 99 Yeats, W. B.: 166
ÍNDICE GENERAL

Prólogo ................................................................................ 9
Introducción ... .. . .. .. . .. .... .. .. .. .. ... .. . .. . .. .. .. .. .. ... .. .. .. .. .. .. .. .. . . ... .. .. 15

l. TÓPICOS DE LA CUESTIÓN DEL MAL ...... ........... ... .. .. . .......... 19


1. «Contra Deum» .. .. .. .. .............................. ... .. .. ... .. .. .. .. .. 20
2. «Pro Deo» .................................................................. 24
3. «In Deo» ..................................................................... 27
4. «Ad Deum» ................................................................ 32
5. «Cum Deo» ................................................................ 37
Conclusión ................ ......... .... ... ................ ... .. ......... ........ 45

2. DIOS EN EL ENIGJv!A DEL Jv!AL ........................................... 5]


1. La «sorpresa» de Dios ante el mal. Perspectivas de teo-
logía narrativa .. ............ ...... ................ ..... .................... 53
l. La desgracia del mal ..... ......... .. .. ...... .. ............. ... .... 56
2. La malicia de lo demoníaco ... .. ......................... ..... 57
3. La prioridad de la víctima ..................................... 60
4. La fragilidad del hombre ....... .................. ... .. ......... 62
a) El hombre tentado ............................................. 62
b) El hombre frágil .......... ......... .................. .... .. ..... 64
c) El hombre liberado ............................................ 65
d) El hombre víctima ... .. .. ... ... ... .. .. ..... .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. 66
e) El hombre desviado .......................................... 68
2. La deposición de Dios contra el mal. Perspectivas de
teología dogmática .............................. ........ ............... 69
1. Des-moralización de la cuestión del mal ............... 70
a) Moralismo de culpabilidad ............................... 72
204 Índice general

b) Moralismo de culpabilización . ..... .. .. .. .. .. ... .. .. .. .. 73


c) Moralismo de justificación ............................... 75
2. Re-dogmatización del misterio del mal ................. 77
a) La cuestión de Dios ........................................... 78
b) El misterio del Demonio . .. .. .. . .... .. .. .. .. .. . .... .. .. .. .. 79
c) El contra-destino del mal .. ... ... .... ... .. ... .. ......... ... 82
3. Clasificación de la estructura del mal ................... 85
a) Topología conceptual y ética ............................. 83
b) Topología ontológica y gradual ........................ 86
c) Topología estructural y secuencial . .. .. .. .. ... .. .. .. .. 87
3. La bajada de Dios al mal. Perspectivas de teología
salvífica ..................................................................... 90
l. Necesidad de una salvación ................................... 91
a) Llamada a la alteridad ............. .. .. ..... .. .. .. ........... 91
b) Justificación sin justificación(es) ..................... 92
c) Ab-solución de un Tercero ................................ 93
2. Las mediaciones de la salvación .. .......................... 97
a) Discusión sobre la justicia ................................ 98
b) Elogio de la caridad . .. ... ............. .. ... ... .. ... ... .. ... .. 102

3. EL PECADO ORIGINAL Y LA CULPABILJDAD EN ÜCCJDENTE .. J09


1. La doctrina del pecado original es una doctrina de
verdad ......................................................................... 111
l. Verdad de la realidad del mal ............ ............ .. ... ... 1 11
2. El mal no está en la naturaleza de las cosas .......... 114
3. En el mal, el hombre es, con todo, parcialmente res-
ponsable ................................................................. 118
2. La doctrina del pecado miginal es una doctrina de ver-
dad salvífica ... ... . .. .. . ... ......... ... .. .. ........ .. ... ..... ........ ... ... 120
l. Pecado y presencia del Dios de salvación ............. 121
2. Pecado y precedencia del bien ............................... 122
3. Pecado y rechazo del culpabilismo .. .. .... ... .. .. .. ... .... 122
4. Pecado, conciencia y perdón .. .. ... .. ........ .... ... .. ... ... . 126

4. LAS TEOLOGÍAS DE LA LIBERACIÓN Y EL MAL .................... 129


l. Una tradición inmemorial y oscurecida ..................... 129
2. Nuestra deuda con las teologías de la liberación ....... 137
jndice general 205

3. Algunas cuestiones ................... .... .. .. .. ..... .. .. ... .. .......... 146


4. Nuevas condiciones de debate y de combate ............. 154
1. U na condición psíquica ... . .. . ... .. .. ... ... .. .. . .. .. .. ... .. .. ... 154
2. Una condición estética ........................................... 158
3. Una condición litúrgica ......................................... 160
4. Una condición escatológica .......... ..... . ...... ........... .. 164
5. Una condición teo-lógica ....................................... 169
6. Una condición patética .......................................... 171

5. ODISEA DE LA TEODICEA. Dros EN LA 0B.füCIÓN DEL MAL .. 175

Índice de nombres .. .. .. .... ............. ............. ... ................ ... ..... 199
DIOS PARA PENSAR

Bajo el título general Dios PARA PENSAR, Adolphe Gesché presen-


ta una sugerente dogmática integrada por estos siete volúmenes:

l. EL MAL: 1. Tópicos sobre la cuestión del mal; 2. Dios en el


enigma del mal; 3. El pecado original y la culpabilidad en
Occidente; 4. Las teologías de la liberación y el mal; 5. Odi-
sea de la teodicea. Dios en la objeción del mal.
JI. EL HOMBRE: l. El hombre y su enigma; 2. La teología como
discurso sobre el hombre; 3. El hombre creado creador;
4. Dios, prueba del hombre; 5. El hombre, un ser para la fe-
licidad.
III. Dros: 1. Tópicos sobre Dios; 2. El derecho de Dios; 3. Apren-
der de Dios lo que él es; 4. Por qué creo en Dios; 5. Sobre la
idolatría siempre posible.
lV EL COSMOS: l. Cosmología y antropología; 2. Reencantar el
cosmos. ¿Dios relojero?; 3. Nuestra tierra, morada del Lagos;
4. Un mundo reencantado. ¿Dios juega a los dados?; 5. Un se-
creto de salvación oculto en el cosmos.
V EL DESTINO: 1. Tópicos sobre la cuestión de la salvación;
2. La vida, la muerte y el más allá; 3. La esperanza de la eter-
nidad; 4. La salvación en la sociedad; 5. El cristianismo y la
salvación.
Vl. JESUCRISTO: l. El lugar de Jesucristo en la fe cristiana; 2. El
Jesús de la historia y el Cristo de la fe; 3. La resurrección de
Jesús; 4. Jesús, Hijo de Dios; 5. Un Dios capaz del hombre.
VII. EL SENTIDO: l. La libertad corno invención y creación; 2. La
identidad corno confrontación con Dios; 3. Un destino que
se da; 4. La esperanza como sabiduría; 5. El imaginario co-
mo fiesta del sentido.
Adolphe Gesché ha elaborado en los ültlmos
años una extensa y sugerente dogmática titulada
Dios poro p~nsar.
Si hubiera sido un autor clilsico, habría comen·
:zado su reflexión teológica abordando una de es•
tas tres cuestiones: la naturaleza, el hombre o
Dios. Sln embargo, por ser un Intelectual contem·
poraneo, no ha podido sustraerse a ta pregunta
escandalosa que el mal provoca en el hombre de
hoy, i'luténticd plcdrn de toque y cnlgm¡1 que debe
ser Humlnado coh<!rentemrnte para poder hablar
del resto de tas cuestiones esenciales.
Cinco capitulas present11n otrns tMtas pers
pccttvas de este lema perenne: 1. T6pkos sobre
la cuestión del mal; 2. Dios en el enigma del mal;
). El pecado ori¡lnal y la cutpabUldad en Occidcn·
te; 4. las teologías que ofrecen hbcractón al hom
bre y el mal; S. El reto que el mal supone para la
reflexión sobre Dios (teodicea).
Adolph~ G<-'sche nadó en Bruselas en el lll'lo 1928,
Sacerdote diocesano, doctor y maestro en teolo•
gia, perteneció a la Comisión Teológica Interna•
clonal. 0c:>cmpei\6 su maatsterlo en d1sllntos
centros de estudio, de manera dt?stacada en la
Facultad de teología de ta Universidad católica de
lova1nn en Lovalm1 •111,Nuieva. Murió el año 2003.

o 7 •

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