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¿QUIÉN FUE MONSEÑOR STRAUBINGER?

Esta pregunta va de la mano con otra: ¿CUÁL ES LA MEJOR BIBLIA EN ESPAÑOL?

Sabemos que la Biblia fue escrita originalmente en los idiomas hebreo, arameo y griego, y luego
traducida a los distintos idiomas, existiendo, en la actualidad, muchísimas versiones en español. Cabe,
entonces, preguntarse: ¿Cuál será la mejor versión de la Biblia en castellano?

Lo mismo se preguntaba el profesor William Barclay: “¿Cuál versión nos convendría más?”, Y se
respondía: “No existe la traducción perfecta capaz de trasladar cabalmente las palabras de un lenguaje a
otro. Cada traducción tiene algo que ofrecer”.

Sin embargo, es necesario conocer cuáles son las buenas traducciones de la Biblia al español y cuáles las
menos felices. ¿No habría que dejar ésta preocupación a los estudiosos y conformarnos nosotros con
cualquier Biblia Católica? No se puede. Santa Teresita del Niño Jesús, que vivía de la espiritualidad bíblica,
sufría mucho a causa de la poca claridad de algunas traducciones: “Me contrista ver la diferencia de las
versiones. Si yo hubiera sido sacerdote, habría aprendido el hebreo y el griego a fin de poder leer la
Palabra de Dios tal como Él se dignó hablarla en lengua humana”.

He aquí una de las características de la Biblia de Monseñor Straubinger: traduce la Biblia al castellano
desde los mismos idiomas originales, gracias a su facilidad envidiable para las lenguas y a su profundo
conocimiento de la mentalidad oriental.

Por supuesto, ésto sólo no basta para afirmar que su Biblia sea ‘la mejor traducción’: no es nuestra
pretensión, ni nos corresponde a nosotros juzgarlo.

No olvidemos, por otro lado, ninguna ‘traducción’ alcanzará jamás la perfección de la versión original.
Sin embargo, debe la Iglesia “siempre” trabajar por acercar a los fieles traducciones y comentarios cada vez
más refinados. Por eso nos alegramos de ofrecer la Palabra de Dios a través de la obra monumental de
Monseñor Straubinger: su traducción de la Biblia, las notas riquísimas que la pueblan, y otras de sus muchas
publicaciones.

Volvamos entonces a la pregunta: ¿Quién fue Straubinger?

1883: nace Juan Straubinger en Alemania.


1907: es ordenado sacerdote. El mismo año, su Obispo lo envía a Roma, para que se perfeccione en
Ciencias Bíblicas. Luego estudia en Tierra Santa. Terminada la guerra, vuelve a Alemania. El joven
científico de 35 años, piensa dedicarse a la cátedra universitaria y la investigación. Los planes de Dios son
otros. Su Obispo lo nombra director diocesano de Cáritas.
Pero Straubinger no se olvida de la Escritura, y funda el Movimiento Bíblico Popular Católico.
1937: la policía nazi acude a buscar y apresar a Straubinger. Este huye –a tiempo- a Suiza. Una vez allí,
obtiene del Obispo del lugar, la autorización para permanecer sólo un año en la diócesis porque hay
"demasiado clero". Proyecta dirigirse al Brasil, y comienza a estudiar portugués.
1938: Monseñor Enrique Mühn, primer obispo de Jujuy, era hijo de alemanes. Viaja a la tierra de sus
padres, pasando por Suiza, y alojándose en la casa religiosa donde vivía Straubinger, al que invita a venir
a su Diócesis. Straubinger tiene 55 años y no sabe castellano, pero acepta la invitación y el desafío,
comenzando a estudiar la lengua que será el instrumento en su nuevo campo apostólico. Monseñor Mühn
lo nombra párroco de San Pedro de Jujuy.
1939: En Jujuy Straubinger da a luz el Movimiento Bíblico Argentino. Desde allí, llega a todos los
centros católicos de Argentina una modesta publicación con el título "Revista Bíblica". ¿Quién es
Straubinger?, se preguntan todos. Se le tiene cierto recelo. Esto de ‘Apostolado Bíblico’ huele a
protestantismo. Pero la Revista continúa saliendo. En pocos años, tenía suscriptores y corresponsales en
todos los países de América.
1940: le ofrecen la cátedra de Sagrada Escritura en el Seminario de La Plata, Buenos Aires. Allí da sus
clases a los seminaristas: Sagrada Escritura, Patrología, Griego bíblico y Hebreo; además, atiende la
capellanía del Hospital Italiano, y trabaja sobre la versión castellana que de la Biblia hiciera Felix Torres
Amat (1825), preparando una edición de la misma. Y le añade notas explicativas extensas y riquísimas.
1944: Straubinger tiene 61 años. Ha llegado el momento en que va a comenzar la obra para la que Dios
lo ha ido preparando: la traducción directa de toda la Biblia y su comentario. Casi ‘sin querer’ comenzó
esta edición. Después de haber publicado los cinco tomos de la Biblia Vulgata, Straubinger pensaba
descansar de sus tareas de publicista.
Una gran editorial argentina, deseando mostrar su adhesión al IV Congreso Eucarístico Nacional, quiso
ofrecer al público una traducción directa de los Evangelios según el texto original griego. Straubinger
rechazó la demanda por creerla superior a sus fuerzas, pero hubo al fin de acceder ante la insistencia de
los editores. Septiembre de ese año vio la luz la 1° traducción argentina de los Evangelios.
1945: El éxito logrado por la bendición de Dios, impulsaba al autor y a los editores a proseguir la obra
emprendida. Se puso en venta una edición de los ‘Hechos de los Apóstoles’.
1947: Le siguieron, en dos tomos, las Cartas de San Pablo.
1948: Se publica la traducción íntegra del ‘Nuevo Testamento’. Quedaba concluída así, la primera parte
de la obra emprendida.
1949: Fueron primicias del Antiguo Testamento, los ‘Salmos’.
1951: se completa el Antiguo Testamento, la “primer traducción Católica Americana según los textos
primitivos” (griego y hebreo). Se llamó ‘Biblia platense’.
Ese mismo año, Straubinger se despide de los lectores de Revista Bíblica, y regresa a su Patria. Al dejar
la Argentina, había publicado 23 volúmenes en distintas editoriales. Escribe todo a mano, con una
caligrafía clara y pareja, que deja adivinar, al igual que su trato personal, un espíritu sereno y equilibrado,
un corazón habitado por la paz bíblica.
1956: No volvería a la Argentina. Resentida su salud, decidió quedarse en su amada Alemania. El 23 de
marzo, víspera del Domingo de Ramos, concluía sus días sobre la tierra, este infatigable sembrador de la
Palabra.

¿Cómo mejor sintetizar la vida de éste “Jerónimo de toda la América del Sur” (como la llamó la
Facultad de Teología de la Universidad de Münster), sino transcribiendo las palabras con que se despedía
de la Revista Bíblica, antes de partir hacia Alemania?

"Doy gracias a Dios que en estos años me ha confortado con el consuelo de las Sagradas Escrituras
(Rom 15, 4) y me ha dispensado no sólo el favor de dirigir esta Revista sino también el privilegio de
traducir la Biblia entera y difundir los santos Evangelios y otros textos bíblicos en más de un millón de
ejemplares".

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MONSEÑOR JUAN STRAUBINGER

Y la Biblia de Hispanoamérica

Por P. Néstor Sato

(Tomado de Gladius 62, Año 2005, pags. 81-92)

El 27 de noviembre de 1999, el matrimonio del Río y quien escribe esta breve semblanza, fuimos
recibidos, en su domicilio de la ciudad de La Plata, por Monseñor Juan Carlos Ruta, principal discípulo de
Mons. Straubinger en nuestra patria, el cual abrió con generosidad, para nosotros, el arcón de sus
recuerdos referentes al sabio y santo biblísta, cuya figura queremos ayudar a conocer. De esa extensa
entrevista, del folleto que hace años escribió Mons. Ruta sobre su maestro, de los datos que nos consiguió
de Alemania Mons. Jorge L. Lona, Obispo de San Luis, y de los cuatro artículos sobre Mons. Straubinger
que nos hizo llegar la embajada de la República Argentina en la República Federal de Alemania, hemos
sacado los rasgos de este gran hombre de ciencia y de la Iglesia. Lo esencial sin embargo lo debemos a
Mons. Ruta, cuyo testimonio tiene el valor irremplazable de la inmediatez y de la calidez de un aprecio que
se ha mantenido intacto a pesar del paso de los años.

Hay personas cuya existencia es un don muy especial que Dios hace a su Iglesia, pero que
primeramente comienzan siendo un don muy particular para una parte puntual de ella. Tal es el caso de la
presencia en la Argentina de Monseñor Juan Straubinger y su invalorable obra bíblica, que pronto
trascendió nuestras fronteras y cubrió como marea bienhechora a todos los países de Hipanoamérica.

La relevancia de su obra fue reconocida por la Facultad de Teología de la Universidad de Münster,


Alemania, la cual al otorgarle por ella el título de Doctor Honoris Causa, daba la razón de esa distinción al
llamado El San Jerónimo de Sudamérica.

En nuestra época, tan estéril de grandes cosas, pero fecunda en hueco ruido y pirotecnia, ¿ha quedado
alguna huella de la notable obra de este gran hombre para fertilizar nuestra desolada memoria?

¡Ciertamente que la hay y aun revivificada!

La ciudad de La Plata, que ha enriquecido religiosa y culturalmente a nuestra patria dando un gran
paso hacia la terminación de su hermosa catedral, ha protagonizado ahora otro evento que no va en zaga al
anterior: la reedición de esa bella catedral de sagradas palabras y sabios comentarios que es la Biblia en la
versión, internacionalmente apreciada, que en su momento realizó Mons. Juan Straubinger de los originales
hebreo y griego, editada en 1° edición por Descleé de Brouwer, Buenos Aires, en cuatro tomos y agotada
luego; reeditada por el Club de Lectores, Buenos Aires, en dos tomos y agotada también; reeditada en
Norteamérica, en edición de lujo y ahora reeditada en España, en un solo tomo por el Apostolado Mariano
y aprobada por la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, con un Prólogo y Estudio
del conocido biblísta Benjamín Martín Sánchez quien dice en dicho Prólogo:

Straubinger tradujo esta Biblia toda entera de los textos originales hebreos y griego.

Los que conozcan bien estas lenguas, reconocerán que está perfectamente traducida con su
propio estilo, y confirman (esto) los testimonios de muchos biblístas a quienes he oído decir que es
una de las mejores versiones.

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El error en esta edición española, muy prolijamente impresa y hermosamente ilustrada, es la reducción
de las Notas de Straubinger, con lo cual ha decepcionado a quienes esperaban el instrumento completo e
inigualado, a nivel mundial, entre las Biblias manuales.

Pero he aquí que un grupo de católicos argentinos, ha tenido la inteligencia y la intrepidez de editar
esta Biblia con la totalidad de sus valiosas Notas, en un solo tomo, papel biblia y sólida encuadernación,
impresa en los talleres gráficos de la Universidad Católica de La Plata con la moderna maquinaria
alemana.

Este acontecimiento editorial es una gota de dulzura en los amargos momentos que nos toca vivir, pues
revela las secretas energías, las reservas de vitalidad que todavía hay en nuestro pueblo, al que tenebrosas
fuerzas quieren reducir a nulidad.

Pero, ¿quién fue Straubinger, este sabio hombre de ciencia y piadoso y fecundo hombre de Iglesia? ¿y
de qué medios se valió la Providencia para escamotearlo a su patria y a su lengua natal, para ampliar su
destino, haciéndolo misionero de la Palabra Divina en los múltiples países de habla castellana?

***

Nació Straubinger el 26 de diciembre de 1883, en Esenhausen (Baden Würtemberg), en una chacra de


la zona rural de la Alta Suabia, sur de Alemania. Su padre, Francisco Javier, su madre Crescencia
Baumann.

A la influencia de ésta su patria chica deberá él, en parte, ese carácter tranquilo y voluntarioso, jamás
airado, ese espíritu sereno y equilibrado, esa consistencia espiritual y psíquica que a Mons. Ruta, su más
allegado discípulo, le hacía recordar la paz bíblica.

Allí crece, en esa región con mayoría casi absoluta de católicos aunque bajo el gobierno de un rey
protestante y con algún contacto también con separados de la Iglesia, zona abundante en conventos y
catedrales y también en institutos de caridad para asistir a variados dolores humanos.

Despertada su vocación sacerdotal, realiza los estudios correspondientes en la facultad de teología de


la Universidad de Tubinga y lo hace en forma descollante, ya que es el primero en un curso de treinta y
nueve alumnos.

De Straubinger estudiante, pudo decir el Rector del Convictorio de Retweil, que era idealista más de lo
conveniente y que aspiraba a alturas adonde otros no podían seguirle, lo que fue para él, más de una vez,
fuente de amargas decepciones. Pero que no era Straubinger un orgulloso neciamente envanecido de su
talento, sino un hambriento siempre dispuesto a aprender más.

Recibe la ordenación sacerdotal el 17 de julio de 1907. Durante dos años realiza tareas pastorales en
Ellwangen, Rechberghausen y Stuttgart.

A partir de 1909 enseña hebreo en Tubinga y en la misma ciudad es asistente de estudios en el


Wilhelmstift, en donde residían los seminaristas que iban a las clases en la facultad de teología. Ahí actúa
como ‘repetidor’, es decir, como ayudante de cátedra en Nuevo Testamento y Moral.

En 1912 se doctora en la Universidad de Tubinga en "Lenguas orientales" con una tesis sobre las
variantes dialectales del arameo y se doctora también en "Historia comparada de las religiones" con una
tesis sobre "La leyenda siria del descubrimiento de la Cruz". Por eso podrá decir Mons. Ruta con toda
verdad: "Treinta y ocho años más tarde (de su doctorado), sus Notas al Antiguo Testamento nos
sorprenderán por el conocimiento que revela de las distintas religiones orientales."

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Ese mismo año, su obispo lo envía a perfeccionarse en ciencias bíblicas al Instituto Bíblico de Roma y
allí es capellán de la iglesia de los alemanes S. María dell'Anima. En esa ciudad prosigue también su
estudio del idioma árabe que llega a dominar.

El Instituto Bíblico le otorga una subvención que le permite viajar a Palestina en 1914. El Instituto de la
Görres-Gesellschaft de Jerusalén también le concede una beca.

En ese año sueña e intenta algunas aventuras de arqueólogo bíblico descubridor de manuscritos, pero
aconteceres extracientíficos y sobre todo la Primera Guerra Mundial le cierran ese camino. Durante esa
guerra su obispo lo manda a Turquía como capellán de la marina alemana. Allí aprende el idioma turco,
que como el árabe, habla corrientemente. En Turquía organiza comedores para necesitados, hogares para
soldados y hospitales.

Terminada la guerra vuelve a Alemania y, joven científico de treinta y cinco años, piensa dedicarse a la
enseñanza universitaria y a la investigación, pero su obispo lo nombra secretario de Caritas en Stuttgart y
le encomienda la tarea de organizar Caritas en toda su diócesis de Roten- burgo. En ello va a trabajar
veinte años, hasta 1937, como su Director.

Alguien podría pensar que esta destinación era cortar neciamente las alas a un águila que prometía
tanto vuelo en el firmamento de la Divina Palabra... pero no era así. Su obispo, Mons. Paul Wilhelm von
Keppler, piadoso exégeta y sabio profesor de Tubinga y Friburgo, lo había alentado y guiado en su
vocación bíblica y ciertamente no sería su intención malograr tal vocación, pero Alemania salía de una
guerra con grandes heridas y las obras asistenciales de la Iglesia podían ser una necesaria expresión de la
caridad cristiana.

Por otra parte, Mons. Von Keppler sabía que Straubinger era un intelectual de raza y que jamás iba a
traicionar su estirpe convirtiéndose por obra y gracia de un reduccionismo demencial, en un mero asistente
social; y también, sin duda, el sabio obispo preveía que ese contacto directo con el hombre común y
doliente y con las necesidades espirituales y materiales de un país derrotado iban a enriquecer la vida del
exégeta, evitando que se convirtiera en un ratón de biblioteca que estudia, piensa y escribe para otros
ratones de biblioteca. Y, efectivamente, es con la experiencia de Caritas que se produce el gran giro en la
vida de Straubinger.

Se dio cuenta que hasta entonces había vivido y estudiado en un mundo de especialistas y para
especialistas y aunque ya había practicado la caridad en lo material, durante la guerra y ahora lo estaba
haciendo en la paz, se dio cuenta de que no había utilizado su poderoso talento para practicar algo aún más
importante, la caridad intelectual... el hacer llegar el pan del espíritu a los "pobres", a los "pequeños". Y
así es que en adelante y partiendo siempre de las más sólidas bases científicas, porque él afirmaba que: "la
interpretación práctica sólo tiene valor cuando se funda sobre una ciencia exegética precisa", su trabajo y
estudio bíblico se van a orientar a iluminar y alimentar la vida cristiana de la gente común, con llaneza
pero sin perder altura ni profundidad. Aquí nace esa nueva orientación de sus esfuerzos que van él
fructificar en su obra maestra: su versión de la Biblia al castellano, comentada para la vida, ese poner al
alcance de los "pequeños" el tesoro escondido de la sabiduría sobrenatural, para ayudarlos a vivir sabia
mente según Dios.

Pero en tanto, ¿qué hace en Caritas?

Straubinger no defrauda a su obispo y se revela como un excelente organizador de obras asistenciales y


eficaz hombre de acción. Entre la muchas obras fundadas o impulsadas por él, citemos sólo la creación en
1931, en Wangen, pequeña ciudad a 30 km. de la frontera con Suiza, de un Sanatorio de 400 camas para
tratar niños tuberculosos, dotado del más moderno instrumental médico y con fama en el exterior por la
calidad de sus trabajos científicos, y citemos también la creación de una empresa de seguros para que fuera
fuente de recursos para Cáritas, empresa que en 1952 seguía funcionando en su edificio de tres pisos, lo
mismo que el Sanatorio antes mencionado.
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¿Y la Biblia?

No la olvida, pero su preocupación ahora es difundirla. En septiembre de 1933 funda en Stuttgart el


"Movimiento bíblico popular católico" que todavía en 1963 estaba en pleno florecimiento con el nombre
“Obra bíblica católica”. Funda también la editorial Keppler, para editar y difundir la Biblia del mismo
nombre. Escribe además, en colaboración, una Iniciación bíblica, y en colaboración también, una
Concordancia con 64.000 citas bíblicas.

A esta vida de multiformes facetas donde se entrecruzan tan disímiles elementos: el estudio y la acción,
el misterio de Dios y el dolor humano, lo material y lo espiritual, también debemos agregar que Straubinger
no estuvo totalmente ausente de la vida política de su patria, ya que en una oportunidad en que las
circunstancias así lo requerían, él sin desdoro de su condición de religioso brindó su más enérgico apoyo al
Partido Centro, que lideraba en ese momento la participación de los católicos en la vida pública de su país.

Nos acercamos ahora a un momento clave de la vida de Straubinger. Corre ese año 1937 en que se
desencadenan los acontecimientos que darán lugar a su exilio de Alemania y su venida a la Argentina.
Todo lo que él había vivido y aprendido hasta entonces, había sido una larga preparación para una
importantísima misión que lo aguardaba, pero no como él soñaba, en su amada patria, sino en tierras muy
lejanas de lengua desconocida... pero eso él lo ignoraba. Tenía cincuenta y cinco años de edad y sólo le
restaban trece años para poder cumplir la misión que le esperaba... pero tampoco eso lo sabía. Más de
pronto, la Providencia por medio de causas segundas, como habitualmente acostumbra, se abatió sobre él
como un ave de presa y lo arrebató hacia su magno destino.

El Nacionalsocialismo, ya en el poder, había desatado una campaña de calumnias contra la Iglesia


Católica en Alemania. Un domingo de 1937 se leyó simultáneamente en todas las iglesias de todas las
diócesis del país, una extensa carta refutando esas calumnias.

La policía secreta, buscando al autor de la carta, sospechó de Straubinger, que ya se había enfrentado
con las autoridades por defender la identidad y la libertad de las obras asistenciales de la Iglesia, pues los
nazis, a partir de 1933, habían pretendido apropiarse de la red caritativa que él había creado. Por ciertos
indicios obtenidos de allegados a Straubinger mediante apremios ilegales, la sospecha se convierte, para
ellos, en certeza y con esto queda sellada su suerte y se inicia su cacería.

Es domingo cuando la policía va a apresarlo, pero él había ido a visitar el Sanatorio de Wangen y allí,
por teléfono, logran avisarle que es perseguido. Straubinger siempre llevaba consigo, en esos tiempos de
terrible inseguridad personal, su pasaporte y entonces, con fría audacia, y con sólo un portafolio y un
paraguas, toma el tren y pasa a Suiza. Al día siguiente se cierran para él las fronteras de Alemania. Muchos
años más tarde, confidenciaría a su hijo intelectual argentino que no fue él quien escribió la famosa carta,
pero sí quien organizó su distribución nacional y con tal eficacia, que burló a todo el sistema de detección y
control de uno de los más perfectos sistemas policiales totalitarios. Los cristianos del tiempo del Anticristo
harán bien en invocar entonces la intercesión y las sugerencias de Straubinger.

En Suiza, una comunidad de religiosas alemanas le da refugio y el obispo del lugar le autoriza a
permanecer sólo un año en la diócesis porque hay demasiado clero. Él comienza a estudia portugués ya que
en Brasil hay muchas colonias alemanas, pero no es en el escenario muy limitado de ese idioma donde Dios
lo quiere. Por eso, Él hace que un día, en dicha Casa Religiosa, Straubinger se encuentre con Mons.
Enrique Mühn, hijo de alemanes y primer obispo de Jujuy, quien lo invita a venir a su diócesis. ¡Ahora sí
Dios habla con claridad, y Straubinger acepta la invitación y el desafío! No conoce el idioma castellano,
pero lo aprenderá en el viaje a la Argentina y llegará a hablarlo con perfección, sin errores gramaticales y
sin acento extranjero, aunque lo hablará con lentitud. A esta testificación, Mons. Ruta añadirá que al
predicar Straubinger en castellano, su expresión tenía un cierto dejo de timidez, pero cuando lo hacía en su
idioma natal, su voz tenía otro vigor, observación que me fue confirmada por Mons. Mancuso, que también
fue alumno suyo.
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Ya en la Argentina, Mons. Mühn le confía la parroquia de San Pedro, la segunda ciudad en importancia
de la Provincia, y allí fue durante 2 años un párroco celosos de sus deberes y donde mucho tiempo después,
todavía recordaban su preocupación por los necesitados; pero él tampoco olvidaba su preocupación por la
Biblia, y allí en ese rincón perdido de nuestra Patria, funda la Revista Bíblica, que inaugura ese movimiento
bíblico que pronto se extenderá a toda Hispanoamérica ya que en todos los países que la integran tendrá la
revista suscriptores y corresponsales. Mons. Mühn, con gran sentido de Iglesia, no se resigna a que un
talento superior como el de Straubinger carezca de un campo de acción más amplio y provechoso para una
porción mayor de la Iglesia y por eso interesa en él al arzobispo de la Plata, Mons. Chimento, en cuyo
Seminario había vacado la cátedra de Sagrada Escritura (otra vez la mano de la Providencia) que es
ofrecida entonces a Straubinger. Helo pues ahí, investido de la misión de abrir a futuros sacerdotes el
ámbito de las lenguas bíblicas y las profundidades de la Sagrada Escritura.

Y una tarde de Pascua del año 1940, sin equipaje, tal como había salido de su patria, con desnudez
apostólica, llega al Seminario de la Plata. Sólo tiene su fe, su amor a Dios, su pasión por la divina Palabra,
el archivo de su mente lleno de fruto de tantos años de estudio, y lo arcano de su corazón colmado de
experiencias religiosas que lo capacitan para comentar la Biblia, como pronto lo hará, no como mero
profesor de Sagrada Escritura, sino como sólo un hombre religioso puede comentar ese Supremo Libro
Religioso.

Aquí comienza la etapa más fructuosa de su fecunda vida, la etapa para la cual lo habían preparado
todas las anteriores etapas.

¡Cómo ama Dios a la Argentina! Preparó para Ella durante toda una vida a un notable sabio europeo,
y cuando esta preparación estuvo completada, lo atrajo a Ella para que en Ella volcara todo lo adquirido,
haciéndola luego vehículo, para que a través de Ella, esa sabiduría bíblica-viviente se transfundiera todos
los países de habla castellana.

Y ahí está el sabio preparado por Dios, a la puerta de ese Seminario que será su lugar de vida y de
trabajo durante los próximo once años, porque tal es el resto de tiempo que le queda para cumplir su misión
en Sudamérica: la de abrir las puertas de la Biblia y enseñar a asomarse a la profundidad de sus misterios,
a los futuros dispensadores de los Misterios divinos; la de corregir y anotar la versión de la Vulgata hecha
por Petisco-Torres-Amat; la de realizar en el Nuevo Mundo la primera traducción completa al castellano
de los textos originales de la Sagrada Escritura, y la de anotarlos para la vida con una profusión que en su
nivel no tiene semejante en ningún otro continente; la de encontrarse repetidas veces con ese gran estudioso
del Apocalípsis que fue el P. Leonardo Castellani para intercambiar ideas sobre los puntos difíciles de éste
Sagrado Libro, en una valiosa armonía de enfoques tanto en la interpretación del sagrado texto como en la
interpretación de los actuales acontecimientos mundiales y su posible vinculación con los anuncios del
vidente de Patmos; la misión de dirigir y expandir la acción internacional de su Revista Bíblica; la
publicación, en distintas editoriales, de veintitrés volúmenes de su especialidad; y cuando termine la
Segunda Guerra Mundial, ese inmenso conflicto que laceraba su corazón, la misión de promover junto a
otras personas de raíz germana, la obra internacional de ayuda a Alemania… y dispone sólo de once años
para realizar toda su obra, y él no lo sabe… pero va a trabajar como si lo supiera.

Trabaja todos los días del año, y en esos fundamentales once años sólo una vez se toma vacaciones,
yendo a Coronel Suárez, al hospital de la ciudad, cuyo capellán era un sacerdote alemán amigo suyo. Sus
jornadas de trabajo en el Seminario, aparte de cumplir sus deberes como capellán del Hospital italiano y de
atender sus clases de profesor, suman diez horas diarias y a veces más, de tares tenaz, incansable, metódica
y disciplinada, en su escritorio, yunque donde ese fino orfebre (era filólogo profesional y a su muerte Mons.
Ruta llegó a contar más de 20.000 fichas eruditas de su maestro) va cincelando y acuñando en castellano,
buscando la más exquisita precisión, la verdad de la Palabra Divina. Su aprovechamiento del tiempo en el
cumplimiento de su misión hacer recordar aquel voto intrépido de S. Alfonso de Ligorio, de no dejar pasar
ociosamente ni una partícula de tiempo. Straubinger vivió esa misma postura y decía que “hay que
aprovechar hasta los cinco minutos”. Él no tiraba ningún pucho de tiempo y aprovechaba, en la
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construcción del Reino, el menor manojo de minutos para poner un ladrillo más. Y es dentro de ese enfoque
que él atendía a la gente, con amabilidad, pero con brevedad, y cuando una entrevista se prolongaba más
de lo razonable, solía cortarla diciendo: “Usted debe estar apurado y yo también”.

A ésta ascesis y aplicación heroicas se debe en parte la magnitud de lo que produjo, la otra parte se
debe al talento con que Dios le dotó en tan alto grado, y otra parte secretísima se debe al patrocinio de San
Juan Evangelista, cuyo nombre él llevaba y cuya fiesta celebraba todos los años piadosamente.

La ración de tiempo que Dios había concedido a Straubinger se estaba agotando. Él la había gastado
con inteligencia y enérgica fidelidad. Sus sienes ya estaban blanqueadas y su salud no escapa a la injuria
de los años. Había dado el mundo hispanoamericano los frutos plenos de su madurez laboriosamente
alcanzada y ahora el buen servidor del Señor de la Palabra puede cantar el Nunc Dimittes y encaminarse
sereno hacia el ocaso.

Transfiere a otras manos las Revista Bíblica y con la salud resentida retorna en noviembre de 1951 a
Alemania, en compañía de su fiel discípulo Mons. Ruta. Allí es operado y allí se queda, por consejo médico,
aunque su intención era volver a Argentina.

Se reincorpora a Cáritas en Stuttgart, da clases de Biblia a jóvenes, sigue con interés la suerte de sus
publicaciones en Sudamérica y envía artículos a su sucesor en la Revista Bíblica. Cuando cumple los
setenta años es nombrado Prelado de la Casa Pontificia.

En 1955 vuelve a ser designado presidente del Apostolado Bíblico católico de Alemania que había sido
fundado por él en 1933.

Su domicilio en Stuttgart, Alexanderstrasse n° 3, siempre estaba abierto a la inteligencia, a la amistad y


a la necesidad, pero Nuestro Señor ya había terminado de prepararle su domicilio eterno y lo pasó a buscar
el 23 de Marzo de 1956 en el Hospital de María de Stuttgart, adonde lo había citado con la excusa de su
precaria salud.

Tenía Straubinger setenta y dos años y tres meses de edad, cuando partió de allí en tan buena compañía
hacia aquella maravillosa región donde no hay ya palabra que traducir, ni tiempo que racionar, ni abismos
de misterios que sondear, porque la palabra se hace allí visión y mudo estupor, el tiempo se hace eternidad
y el misterio, desnuda donación abismal para colmar nuestra mente y nuestro corazón, esos dos abismos
hambrientos de ver, entender, poseer y amar a ese Dios Padre, Hijo y Espíritu de amor que allí se da, sin
velos y sin intermedios, a esas creaturas suyas selectas que representan su imagen y llevan su semejanza, y
que son su debilidad secreta.

Allí está Straubinger, y a él le pedimos nosotros, los tan torpes escolares del Espíritu Santo que
bregamos todavía por la luz completa, en la umbrosa región de la parábola, del signo, la imagen y la
analogía, que nos ayude desde la clara región de las plenas evidencias a seguir, según su ejemplo,
deletreando incansable las Sagradas Letras, para merecer pasar, como él un día, de la consolación de las
Escrituras (Rm. 15, 4) en el destierro, al éxtasis de la visión en aquella patria eterna del cristalino cielo.

***

Y ahora, una última reflexión: ¿sobre qué ejes principales giró el pensamiento y la acción de
Straubinger?

Podemos hallarlos en su mayor parte en sus Notas a la Biblia y en su obra Espiritualidad Bíblica,
Platín, Buenos Aires 1949, donde se recopilan estudios y artículos publicados en diversos periódicos y en la
Revista Bíblica. Ya en el Prólogo de esa obra él señala algunos de esos ejes fundamentales y los indica con
toda claridad en una carta a su sucesor de la Revista Bíblica. De allí los tomamos y los comentamos.

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El Padre Celestial, justo, misericordioso, benigno, paternal. De esta valorización de la paternidad
divina le viene a Straubinger la valorización de la infancia espiritual, como la postura sabia y adecuada de
la creatura ante la ternura paternal del Creador. De ahí su aprecio por Santa Teresa del Niño Jesús, el
apóstol de esa postura, cuyo valor doctrinal él tempranamente descubrió y utilizó en su Notas a la Biblia y
está presente en otros lugares de sus escritos como algo muy importante y que caló profundamente en su
alma.

Jesús, Maestro y Modelo, Camino hacia el Padre y centro de la Biblia.

Biblia, su amor apasionado por ella, por toda ella. Él mostraba la maravillosa unión de los dos
Testamentos y desaprobaba enérgicamente el desinterés de algunos por el Antiguo Testamento y afirmaba
que rechazar uno era rechazar el otro y citaba en su apoyo el inolvidable axioma de San Agustín: In Vetere
Novum latet, in Novo Vetus patet, que perifrásticamente podríamos traducir así: "El Nuevo Testamento, en
el Antiguo, en semilla está velado; y el Antiguo, en el Nuevo, en flor y fruto está manifestado."

Caridad fraterna que cristalizó en dos vertientes: caridad material, haciendo siempre lo que estaba a su
alcance para aliviar las necesidades de su prójimo en ese nivel, tanto en Alemania como en la Argentina; y
caridad intelectual, queriendo compartir aun con los más "pequeños" toda su riqueza de saber bíblico.
Movido por esa caridad y sin negar la necesidad de la crítica textual, ni el valor de las Notas filológicas,
geográficas y arqueológicas, que no faltan en su Biblia, afirmaba "que en las publicaciones bíblicas que se
dirigen al pueblo, nunca debe faltar el método patrístico, que ante todo busca en la S. Escritura las
verdades doctrinales y las enseñanzas prácticas para llevar una vida de más en más cristiana".

Segunda Venida de Cristo: exiliado de su amada patria, sojuzgada por un régimen anticristiano y
tiránico, escapado desnudo de todo, de ser encarcelado, torturado y quizás asesinado por un poder
omnímodo, habiendo logrado huir sólo por una disposición de la Divina Providencia, Straubinger deja a
sus espaldas todas sus raíces y afectos, sus emprendimientos truncados o en riesgo de desaparición, una
Europa que se encamina al abismo de una guerra sin parangón en la historia humana, pero vaya donde
vaya él sabe que debe seguir viviendo en un mundo del cual Pío XII en su primera encíclica dijo: "¿No se le
puede quizás, aplicar la palabra reveladora del Apocalipsis: «Dices: Rico soy y opulento y de nada necesito
y no sabes que eres mísero y miserable y pobre y ciego y desnudo» (Ap. 3, 17)?"

Y más adelante, hacia el final de la encíclica, ya desatada la temida 2° Guerra Mundial, Pío XII dice:
"Los pueblos arrastrados en el trágico vórtice de la guerra, quizás están aún al comienzo de sus dolores
(Mt. 24, 8)". Palabras que Straubinger comenta en su obra ya mencionada diciendo: "El Sumo Pontífice
expresa su creencia de que estamos al comienzo de los dolores anunciados por Jesús en el discurso
escatológico (Mt. 24, 9)". El mismo Papa que años después, termina su Mensaje de Pascua de 1957 con
estas gravísimas palabras: "¡Cuántos corazones os esperan, oh, Señor! ¡Cuántas almas se consumen en el
anhelo del día en que sólo Vos viviréis y reinaréis en los corazones! Ven Jesús, Señor nuestro, hay muchas
señales de que la hora de vuestro regreso no está lejana".

Straubinger ya no estaba en la tierra para leer estas últimas palabras del Santo Padre, pero su
pensamiento y su corazón hacía ya mucho tiempo se habían identificado con este enfoque de Pío XII, y
teniendo como él el alma agobiado por un durísimo presente y apesadumbrada por un muy tormentoso
porvenir, alzó la mirada al Libro del Apocalípsis, escrito para consuelo de los cristianos en las continuas
persecuciones que los amenazaban y para despertar en ellos la “bienaventurada esperanza” (Tito 2, 13), y
comentó profundamente éste consolador Libro y lo divulgó encarecidamente para compartir el consuelo de
Dios con sus hermanos en tan extremoso tiempo. Él enseñó la virtud de “esperar al Señor en su Segunda
Venida” (virtud y verdad tan olvidadas) y aún la posibilidad de apresurar esa venida (2 Pedro 3, 12) para
arreglar este desquiciado mundo y erradicar para siempre este tenebroso manto de tinieblas que nos va
cubriendo. Ya que Dios nos amó tanto que nos envió a Straubinger como en poderoso viático, le pedimos
que conceda a este santo sabio el seguir ayudándonos fuertemente con su intercesión, en este luctuoso
tiempo que poco a poco se va asemejando al que él vivió en Europa y lo llevó al exilio, con el agravante de

9
que en este mundo globalizado, la única Ciudad de refugio no es ya ninguna Sudamérica, sino sólo las
Manos de Dios, ese Dios en cuya paternidad y omnipotente ternura Straubinger enseñó a confiar.

N.B. No sería un despropósito desear que Mons. Ruta interesara a su Obispo en dar los primeros
pasos hacia el reconocimiento de la santidad de vida de Mons. Straubinger por parte de la Iglesia, y
que se le diera, jurídicamente, el testimonio que pocos como él tienen autoridad para dar.

***

“En los últimos meses, quien lo visitara, podía verlo con uno de los tomos de la Sagrada Escritura,
en la excelente edición comentada por Monseñor Straubinger o con el Breviario Romano que
meditaba con asiduidad como un monje” (Juan Carlos Moreno, Hugo Wast, Eudeba, Buenos Aires
1969, p. 288)

10
ESPIRITUALIDAD BÍBLICA

Mons. Dr. Juan Straubinger

Mons. Dr. Juan Straubinger es ampliamente conocido entre los exégetas y los amantes de las Divinas
Letras, en general, por la difusión de sus obras bíblicas populares, libros, folletos, artículos.

Espiritualidad Bíblica –como dice el autor en el Prólogo- es una colección “en volumen” de “una serie de
trabajos y estudios, en parte nuevos, en parte extraídos del acervo doctrinal que durante muchos años hemos
venido publicando en las páginas de la Revista Bíblica y en otros periódicos, ora bajo seudónimos, ora con
nuestra propia firma”.

Los temas de ésta obra son muy diversos, pero todos bíblicos y todos espirituales. De ahí el título de
“Espiritualidad Bíblica”, dado por el autor.

Se divide en cuatro partes: Espíritu y Vida. Hacia el Padre. El Misterio del Hijo. Escatología. Y luego,
para terminar, un pequeño apéndice.

Cada una de estas cuatro partes se subdivide en pequeños capítulos de tres y a veces más puntos de
meditación.

En verdad, nos encontramos ante un libro espiritual, de meditación, nada vulgar, que hace gustar las
dulzuras y melosidades bíblicas y denota, al mismo tiempo, la profunda espiritualidad bíblica de su autor, lo
mismo que su anhelo de desentrañarnos el contenido de la Palabra de Dios y presentárnosla popular,
sencilla, sabrosa.

En más de una página de éste libro, escrito en la madurez de edad de su autor, nos ha recordado
pensamientos y modos de expresión de los últimos libros publicados por el poeta uruguayo, Juan Zorilla de
San Martín. Y quizás sea mucha la semejanza que existe entre ambas almas espirituales, acostumbradas a la
meditación de la Palabra Divina, y a la oración constante.

Por otra parte, es de elogiar la excelente presentación del libro en cuanto a papel y tipografía

Ojalá esta obra del ilustre popularizador de la Biblia sea meditada y leída, sobre todo, en tiempos de
ejercicios espirituales, por las almas deseosas de penetrar en los sublimes misterios bíblicos.

P. Elías Clemente Dell’Oca, C. Ss. R.


(De una ‘Recensión’ publicada en Revista Bíblica, al ser publicado éste libro por primera vez, en 1949)

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INDICE

AL LECTOR

1. ESPÍRITU Y VIDA
1) En qué consiste la Espiritualidad Bíblica
2) Recibir
3) Infancia Espiritual
4) Examinad los espíritus
5) El espíritu es el que vivifíca
6) La Biblia, Maestra de la vida
7) Biblia y Psicoanálisis
8) De Grecia a Cristo
9) El caso de Pedro
10) La sabiduría considerada como serenidad
11) Bienaventurado el rico
12) Aspirad al amor
13) Compasión

2. HACIA EL PADRE
1) El Padre Celestial en el Evangelio
2) Dios justo y misericordioso
3) Misericordioso y benigno es el Señor
4) Hacia el Padre por el Hijo
5) Da gloria a Dios

3. EL MISTERIO DEL HIJO


1) Jesús, centro de la Biblia
2) Primogenitura
3) Hermana y Esposa
4) La gratitud de Jesús
5) Crecer en el conocimiento de Cristo
6) Lo que Jesús da y promete
7) Orar con Cristo

4. ESCATOLOGÍA
1) Los cinco misterios de San Pablo
2) ¿Qué dice la Sagrada Escritura del Anticristo?
3) El olvido del Apocalipsis
4) La Bienaventurada Esperanza
5) El problema Judío a la luz de la Sagrada Escritura
6) Anticreación

APENDICE

1) Evangelio y Catequesis
2) Un documento bíblico trascendental
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AL LECTOR

Hemos recogido la sugestión de varios amigos de la Sagrada Escritura que deseaban ver conservados en
volumen una serie de trabajos y estudios, en parte nuevos, en parte extraídos del acervo doctrinal que
durante muchos años hemos venido publicando en las páginas de la Revista Bíblica y en otros periódicos,
ora bajo seudónimos ora con nuestra propia firma. La razón que nos ha parecido más convincente es que las
revistas no suelen quedar como elementos de consulta, en tanto que los estudios de orden bíblico, siendo por
su asunto de interés permanente, no deben desaparecer como sucede con los artículos de simple actualidad o
pasatiempo y conviene sacarlos del estrecho marco de los suscriptores periódicos para entregarlos al público
en general.

Hemos incorporado a este libro también algunas “Respuestas” de la Revista Bíblica, ampliándolas y
enfocando mediante ellas los problemas espirituales que aquí se tratan. La sección "Respuestas" ha sido una
de las más activas de la Revista, y muchos nos han expresado el interés con que leían, y a veces recortaban,
para aprovecharlos, esos breves repertorios donde repartíamos los raudales de luz y de consuelo que la
divina Escritura prodiga siempre, tanto al alma afligida por las pruebas, cuanto a la que se debate en la duda
y a la que, aún sólo a título de curiosidad, busca saciarse con los tesoros de la sabiduría ocultos en las
páginas, tan ignoradas, de la Revelación.

No obstante la amplia diversidad de los temas, es indudable, como nos observaba uno de los benévolos
lectores, que todos guardan, como la Biblia misma, la unidad que les viene de su común principio que es el
divino Espíritu, y de su único fin que es la gloria del Padre por Jesucristo; y también la armonía que les
viene de haber nacido todos en un solo ideal nunca abandonado hasta ahora por el favor de Dios: difundir el
amor y el goce de las Sagradas Escrituras, multiplicando los frutos que ellas producen a través de su
progresivo y nunca exhausto entendimiento, que es como decir de su siempre creciente admiración.

El Autor (1949)

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ESPÍRITU Y VIDA

¿EN QUE CONSISTE LA ESPIRITUALIDAD BIBLICA?

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El corazón del hombre -el mío también- es una tecla desafinada. ¡Ay del que está confiado creyendo que a
su tiempo sonará la nota justa, verdadera, necesaria! Le esperan las caídas más terribles, tanto más dolorosas
cuanto más sorpresivas.

Sólo en estado de contrición permanente puede vivir el hombre que heredó la condición de Adán. "Si no
os arrepentís pereceréis todos", dijo Jesús (Luc. XIII, 3). La vida espiritual es siempre, necesariamente, un
renacer en que el hombre viejo muere para revestirse del otro, del creado según Dios en Cristo, en la justicia
y santidad de la verdad (Ef. IV, 24), es decir, para adquirir conciencia de la Redención, o sea para aplicarse,
mediante la gracia, esa justicia y esa santidad que procede solamente de Cristo, de su verdad y de sus
méritos, sin los cuales nada nuestro puede existir (Juan I, 16), y que no se nos aplican de un modo
automático, maquinal, como a una cosa muerta, sino cuando adquirimos conciencia de ello, renovándonos
en el espíritu de nuestra mente (Ef. IV, 23). Este es el verdadero sentido de la observación de S. Agustín:
"Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti".

El salvarse es, pues, siempre vida nueva, "novedad de vida" (Rom. VI, 4) que se produce sobre la muerte
del yo anterior. El que no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios" (Juan III, 3). Sólo puede salvarse el
mortal después de despojarse del hombre viejo y convertirse a nueva vida. ¿No es esto lo que dice Jesús
cuando enseña a renunciarse a sí mismo para poder ser discípulo de El?

Ahora bien, todo el problema teórico y práctico está en esto: nadie renuncia a una cosa mientras cree
que ella vale algo; y en cambio está muy contento de librarse de ella en cuanto se convence de que no
vale la pena. Todo es, pues, cuestión de convicción. Nadie quiere convertirse si se cree santo.

II

Con frecuencia se oye repetir que el hombre está creado a la imagen y semejanza de Dios… Pero, ¿acaso
nuestra madre Eva y nuestro padre Adán fueron fieles y nos transmitieron aquella noble herencia y no
fuimos al contrario propiedad del príncipe de las tinieblas (Col. I,13) como botín de la batalla que él ganó en
el paraíso? Se dirá, con toda razón, que Cristo lo venció en la Cruz (Col. II, 15; I Juan III, 8) y nos compró
por un precio (I Cor. VI, 20) y que hemos sido bautizados en su sangre.

Ojalá lo creyéramos de veras. ¡Ahí está el punto! También dice S. Pablo que los bautizados en Cristo lo
hemos sido en su muerte y en El hemos muerto al pecado (Rom. VI, 2 ss.) y San Juan dice que el que
permanece en Dios no peca (I Juan III, 6). Inmensas, estupendas verdades para el que vive esa Redención de
Cristo, es decir, para el que no busca su propia justicia sino la que nos viene de El (Rom. III, 26-27; IX, 30;
X, 3-4; Filip. III, 9).

14
Pero ¿acaso el Bautismo es un mecanismo que transforma nuestra carne? ¿Acaso no seguirá flaca y débil
hasta la muerte? El hombre nuevo la vence maravillosamente, como enseña San Pablo en los dos últimos
capítulos de la Epístola a los Gálatas: la vence por el espíritu, es decir, viviendo estas verdades
sobrenaturales de la fe. Pero esta fe no se nos incrusta de un modo material y pasivo. El que creyere y
fuere bautizado se salvará, dice Jesús, y el que no creyere se condenará (Marc. XVI, 16), esto es, se
condenará aunque hubiese sido bautizado.

Con esto volvemos al pensamiento inicial: esta vida de fe sólo la vive el hombre nuevo. Y el hombre
nuevo no existe mientras no muere el viejo. Y el hombre viejo no quiere morir y no muere mientras no le
deseamos la muerte, convencidos de que es nuestro peor enemigo.

Por ello y para gozar de inmediato la gratuita Redención de Cristo, viviendo la vida nueva del espíritu
según la “ley del espíritu de vida" (Rom. VIII, 2), no basta -pero es indispensable-, admitir la caída del
hombre, el cual, lejos de conservar esa imagen y semejanza de Dios con que fué creado Adán, tiene que
reconquistarla en estado de contrición, aplicándose permanentemente los méritos de Cristo y "salvándose"
de un mundo en que Satanás reina, como lo dice no solamente San Pablo en II Cor. IV, 4, sino el mismo
Cristo, en Juan XIV, 30.

El día en que nos persuadimos de esta verdad, tan trágica como elemental, adquirimos el verdadero
concepto de nosotros mismos, y del mundo, y de todo lo humano, y entonces sí proclamamos con inmenso
gozo esas verdades espirituales infinitamente dichosas, que antes nos parecían raras o duras, como éstas:
“Muertos estáis y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, que es nuestra vida,
aparezca, entonces vosotros también apareceréis con El en la gloria" (Col. III, 3-4).

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15
RECIBIR

El alma cristiana ha sido definida como “la que está ansiosa de recibir y de darse". Es decir, ante todo
alma receptiva, femenina por excelencia, como la que el varón desea encontrar por esposa. Tal es también la
que busca -con más razón que nadie- el divino Amante, para saciar su ansia de dar. Por eso el tipo de esta
perfección está en María: en la de Betania, que estaba sentada, pasiva, escuchando, es decir recibiendo; y
está sobre todo en María la Inmaculada, igualmente receptiva y pasiva, que dice Fiat: hágase en mí; que
alaba a Dios porque se fijó en Ella, que se siente dichosa porque Otro hizo en Ella grandes cosas; y que, en
su Cántico, proclama esa misma dicha para todos los que están vacíos, porque se llenarán de bienes
("esurientes implevit bonis"), en tanto que los llenos quedarán vacíos.

María Virgen es la receptiva por excelencia, la que recogía todas las palabras divinas repasándolas en su
corazón (Luc. II, 19 y 51). Y su Hijo la proclama dichosa por eso, más aún que por haberlo llevado en su
seno y amamantado: porque escuchó la Palabra de Dios y la guardó en su Corazón (Luc. XI, 28). Este
arquetipo de alma cristiana, que vemos encarnado en María Santísima y en María de Betania, no es
otro que el tipo de la Esposa, la Sulamita del Cantar. "Yo soy toda de mi amado y él está vuelto hacia
mí". (Cant. VII, 10). Es decir, él da y yo recibo; él habla y ya escucho; él me da y yo me le doy.

Recibir y darse. Este tipo receptivo es el que Dios busca siempre en la Sagrada Escritura: primero en
Israel, a quien Yahvé (el Padre) llama tantas veces su esposa; luego, en la Iglesia, a quien el Hijo amó y
conquistó para esposa (Juan III, 29; Ef. V, 25 y 27; Apoc. XIX, 6-9; XXII, 17); y también, exactamente lo
mismo, en cada alma; no sólo en los arquetipos que hemos visto en las dos Marías, sino en cada uno de los
cristianos: porque a todos y a cada uno dice San Pablo: "Os he desposado a un solo Varón para presentaros
como una casta virgen a Cristo" (II Cor. XI, 2).

II

Pero hay más. En la doctrina paulina del Cuerpo Místico, solamente suele pensarse en Jesús como Cabeza
de la Iglesia toda, y no se recuerda un pasaje fundamental donde San Pablo revela y enseña que Cristo es
igualmente cabeza de cada uno de nosotros, y lo dice como cosa que no debe ignorarse: "Quiero que sepáis
que Cristo es la cabeza de todo varón, como el varón es cabeza de la mujer" (I Cor. XI, 3). Y en otra parte
expresa el mismo concepto: “Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo" (I Cor. V, 22 s.);
como diciendo: Todo te lo da el Esposo, como a una reina, y sólo piensa que tú seas toda suya, es decir, que
no le des tus bienes (que nada valen), sino tu corazón, que tampoco valdría nada en sí mismo, pero que para
El vale mucho, tan sólo porque El te ama.

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En esta última frase de San Pablo, después de decir: "Vosotros sois de Cristo", agrega algo asombroso:
"Cristo es de Dios"; con lo cual se nos da la suma prueba de cuanto venirnos diciendo sobre esa exigencia de
Dios que no pide sino que nos vaciemos para que El nos llene. Tal es el sentido de la condición que Jesús
puso a sus discípulos: negarse a sí mismos, o sea no venirle con suficiencias propias. Y esto lo practicó El
mismo con el Padre, pues nos dice San Pablo que no obstante su condición de ser igual a Dios, se despojó a
Sí mismo tomando la forma de siervo (Fil. II, 6 s.).

Y de aquí que Jesús nos resulta, frente al Padre, el modelo sumo de esta espiritualidad de niño o infancia
espiritual, cuya actitud es exactamente la de recibir y de darse. El que no tiene nada, recibe; y no da, sino
que se da a sí mismo, a falta de otra cosa que dar. De aquí viene el encanto con que recibimos a un niñito
que nos tiende los brazos para que lo tomemos en los nuestros. ¡Feliz el alma que delante del Padre puede
estar siempre en esta actitud, a ejemplo de Cristo! Para eso, para enseñarnos este secreto, El, a quien el
Padre dio el tener la vida en Sí mismo (Juan V, 26), desapareció hasta anonadarse delante del Padre:

"Nada puede hacer el Hijo sino lo que ve hacer al Padre" (Juan 5, 19).

“El Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace" (íbid. 20).

"Yo por Mí mismo no puedo hacer nada” (ibid. 50).

"El que cree en Mí no cree en Mí sino en Aquel que me envió" (Juan XII, 44).

"Porque yo bajé del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me mandó" (Juan VI,
38).

"El Padre, que está en Mí, El hace las obras” (Juan, XIV, 10).

"Yo no busco mi gloria. Hay quien la busca (el Padre)" (Juan VIII, 50).

Recordemos, en fin, que se pasaba las noches adorando a su Padre (Luc. VI, 12). Y que al final de todos
los tiempos, cuando el Padre le haya sometido todas las cosas, el mismo Hijo se sujetará al Padre para que El
sea todo en todo (I Cor. XV, 28). Eso es, pues, Dios: el Padre, el Creador, el Señor, porque su Nombre es
Yahvé, es decir "El que es" (Ex. III, 14).

17
III

Y nosotros, los que "somos nada" (Gál. VI, 3), tenemos esa otra vocación propia de nuestra insuficiencia:
la de ser niño. ¡Dichosa insuficiencia, que nos hace recibir del Padre los mimos de un hijito!

¿Pensará alguien que puede haber en esto falta de virilidad? Todo lo contrario. Juan, el contemplativo, fué
el único que estuvo al pie de la cruz, "con María, su Madre''. Fué llamado "hijo del trueno”, y tuvo que ser
contenido porque quería mandar fuego del cielo sobre los enemigos de Cristo. ¿O pensará alguien que puede
haber en esto falta de actividad o de fruto? Nada más lejos de la realidad. María, la contemplativa, fué la
única que ungió al Señor estando aún en vida, y la que estuvo también con Juan al pie de la Cruz, y la
primera que fué al santo Sepulcro, y la que evangelizó la Resurrección a los Apóstoles, fugitivos e
incrédulos.

Es que las obras vienen del amor, y éste de la fe, o confianza. Y sin ese amor "en vano dará uno a los
pobres todos sus bienes o arrojará su cuerpo a las llamas” (I Cor. XIII, 3).

Porque Dios quiere ser servido como a El le agrada y no como a nosotros nos parece. Y lo que a El le
agrada es dar, por lo cual nos quiere siempre dispuestos a recibir de El como pobres, y no a alardear como
ricos. ¿No es ésta la primera de las Bienaventuranzas? Y si Jesús declara que es más dichoso dar que recibir
(Hech. XX, 35), ¿no ha de ser el Padre el primero que quiere gozar de esa perfección? De ahí que nada le
ofenda tanto como el dudar de su amor por nosotros. De ahí que Jesús declare la fe como medida de sus
dones: "Según vuestra fe, así os sea hecho" (Mat. IX, 29). De ahí que en esta actitud de recibir y darse,
como una esposa, está el más alto grado de la espiritualidad cristiana: lo que se llama, en mística,
"matrimonio espiritual".

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INFANCIA ESPIRITUAL

En San Mateo XVIII, 1-4 y en San Marcos X, 14-15, etc., Jesús declara que los mayores de su Reino
serán los niños y que no entrarán en ese Reino los que no lo reciban como un niño. Como un niño. He aquí
uno de los alardes más exquisitos de la bondad de Dios hacia nosotros, y a la vez uno de los más grandes
misterios del amor, y uno de los puntos menos comprendidos del Evangelio; porque claro está que si uno no
siente que Dios tiene corazón de Padre, no podrá entender que el ideal no esté en ser para El un héroe, de
esfuerzos de gigante, sino como un niñito que apenas empieza a hablar.

¿Qué virtudes tienen esos niños? Ninguna, en el sentido que suelen entender los hombres. Son llorones,
miedosos, débiles, inhábiles para todo trabajo, impacientes, faltos de generosidad, y de reflexión y de
prudencia; desordenados, sucios, ignorantes, y apasionados por los dulces y los juguetes.

¿Qué méritos puede hallarse en semejante personaje? Precisamente el no tener ninguno, ni pretender
tenerlo robándole la gloria a Dios como hacían los fariseos (cfr. San Lucas XVI, 15; XVIII, 9 ss.). Una sola
cualidad tiene el niño, y es el no pensar que las tiene. Eso es lo que arrebata el corazón de Dios, exactamente
como atrae el de sus padres; es lo que Jesús alaba en Natanael (San Juan I, 47): la simplicidad, el no tener
doblez. Simple quiere decir "sin plegar” es decir sin repliegues ocultos, sin disimulo, o sea sin afectar
virtudes, ni ocultar las faltas para quedar bien, sino al contrario, mostrándose a su madre con sus pañales
como están, sabiendo que sólo ella puede lavarlo, y entregándose totalmente a que su padre lo lleve de la
mano, porque cree en el amor de su padre; y por eso, no dudando de cuanto él le dice, no pretende tener para
sí la ciencia del bien y del mal".

II

En el momento en que la malicia entra en el corazón del niño, pierde automáticamente la docilidad,
porque la serpiente sembró en él, como en Eva, la duda contra su padre. Así empezamos todos a desconfiar
de la bondad, del amor y de la sabiduría de nuestro Padre celestial, y entonces su Reino ya no puede ser
nuestro.

Entonces empezamos a ambicionar sabiduría y virtudes propias, como los fariseos. Cuando el niño
comienza a valerse por sí mismo, deja de necesitar a sus padres y naturalmente se aleja de ellos, es decir,
pierde ese contacto permanente que con ellos tenía mientras necesitaba que lo lavasen, lo vistiesen, le diesen
de comer y lo llevasen de la mano. Ese contacto que era, al mismo tiempo que el sumo bien para el niño, la
suma alegría para sus padres.

19
Con respecto a Dios, esa autonomía o suficiencia no nos llega a ninguna edad, porque sin Cristo no
podemos nada, ni saber, ni pensar, ni obrar, ni menos gloriamos de nuestros méritos o virtudes. De ahí que
Santa Teresita quería no crecer nunca, quería seguir siendo siempre niña delante de Dios.

El niño se deja formar, como María, que primero dice: Hágase en mí según tu palabra (Luc. I, 38) y
después de haberse entregado, "bienaventurada por haber creído (Luc. I, 45), proclama que todos la
felicitarán "porque el Poderoso, el Santo, el Misericordioso hizo en ella grandezas" (Luc. I, 48 y ss.). No
hizo Ella grandezas, sino que se las hicieron.

El día en que el hombre deja de ser niño y se siente capaz de hacer por sí mismo algo sobrenaturalmente
bueno, se coloca automáticamente fuera del Reino de Dios, según lo vemos en las palabras de Jesús. Porque
El nos dijo que nadie es bueno, sino Dios solo (Luc. XVIII, 19). Y Dios no quiere rivales que le disputen su
santidad. Quiere hijos pequeños, hermanos del Hijo grande Jesucristo (Rom. VIII, 29) que en todo vivan de
lo que les dé su Corazón paterno, como lo practicó Jesús, que no daba un paso sin repetir que todo lo recibía
del Padre.

El que quiere rivalizar con Dios en virtudes, es porque quiere rivalizar con El en méritos y en gloria, como
nos lo enseñó Jesús en la parábola del fariseo y el publicano. Y en esta materia, la “negación de sí mismo"
tiene que ser total y absoluta. Por eso la humildad cristiana consiste en ser así, como los niños... y en no ser
como esclavos.

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EXAMINAD LOS ESPIRITUS

Si bien reflexionamos, veremos que todos tenemos esa natural tendencia a creer que estamos en la verdad,
simplemente porque nos la enseñó así nuestra madre inolvidable o nuestro querido padre o nuestro sabio
párroco, etc. Pero Dios nos enseña, por boca de San Pedro, que hemos de estar dispuestos para dar en todo
momento razón de la esperanza que hay en nosotros (I Pedro III, 15), es decir de la fe que profesamos; pues
la esperanza se funda en la fe, en las cosas que no se ven (Rom. VIII, 24). Es, pues, como si dijera:
Examinad el espíritu que tenéis, si es bueno o malo, si merece fe o desconfianza.

Con lo cual vemos que no es recta delante de Dios esa posición antes recordada que tiene un móvil
puramente sentimental o humano, y que no significa certeza en el orden sobrenatural. Pues nuestra madre,
por ejemplo, puede haber sido muy querida pero muy ignorante, y por lo demás, los hijos de una
mahometana o de una japonesa shintoísta, etc., piensan sin duda con igual honradez que sus padres y sus
maestros no pudieron engañarlos. Y como la fe no es tampoco una argumentación filosófica, sino el
asentimiento prestado a la Palabra de Dios revelante, ¿qué haremos para examinar los espíritus, sino buscar
todo el tiempo la confirmación de lo que creemos o esperamos o su rectificación en caso necesario para
sanear verdaderamente nuestra fe de cualquier deformación proveniente de creencia popular o supersticiosa?

II

Más de una persona que quiere ser piadosa, se dedica a una piedad sentimental, y está convencida de
que no será oída por Dios, sino recitando tal fórmula determinada, y esto delante de tal imagen determinada
y no de otra, y en tal día y no en otro, y cree esto con tanta firmeza como si lo hubiese leído en el Evangelio,
mientras ignora casi por completo las Palabras de vida que allí nos dejó nuestro divino Salvador.

A tal persona no le falta lo que se llama devoción es tal vez la más piadosa de la parroquia, pero sí, la
recta espiritualidad. No sabe distinguir entre lo esencial y lo secundario, y así se trastorna en ella el orden de
los valores, de modo que los de poco valor le parecen más importantes que los de primera categoría. Es
porque esa alma se deja llevar, sin darse cuenta, de un espíritu pseudo-religioso, que es precisamente
la mejor arma del diablo para corromper las almas piadosas.

Peor es el caso de los que tienen una religiosidad enfermiza, como aquella que San Pablo estigmatiza en II
Tim. IV, 5-4, diciendo que habrá hombres, que "no soportarán más la sana doctrina, antes bien con prurito
de oír se amontonarán maestros con arreglo a sus concupiscencias. Apartarán de la verdad el oído y se
volverán a las fábulas". El Papa Benedicto XV cita este pasaje en la Encíclica “Humani Generis", donde
exhorta a los predicadores a no ambicionar el aplauso de los oyentes, y agrega: "A éstos les llama San Pablo
21
halagadores de oídos. De ahí esos gestos nada reposados y descensos de la voz unas veces, y otras esos
trágicos esfuerzos; de ahí esa terminología propia únicamente de los periódicos; de ahí esa multitud de
sentencias sacadas de los escritos de los impíos, y no de la Sagrada Escritura, ni de los Santos Padres".
Agradecemos al Sumo Pontífice la franqueza con que azota aquí las faltas que algunos hacen en la
predicación, con lo cual da a entender que las aberraciones espirituales de los fieles tienen su paralelo en las
desviaciones de los predicadores.

La religiosidad de esta clase de cristianos es un problema. "Tendrán, como dice San Pablo, ciertamente
apariencia de piedad, mas niegan su fuerza" (II Tim. III, 5), o sea, su espíritu. A la gran masa le gusta tal
deformación de la religión, porque exige poco: solamente algunas "apariencias" piadosas, las más baratas
posibles: en lo demás, libertad para vivir la vida, pues esos hombres son "amadores de los placeres más que
de Dios" (II Tim. III, 4). ¡Con qué claridad San Pablo ha visto nuestro tiempo! Y le dio también el nombre
que le corresponde: tiempo de apostasía, apostasía práctica, por supuesto, ya que las "apariencias" de piedad
impiden la apostasía formal. La apostasía disfrazada es para el Apóstol de los Gentiles "el misterio de la
iniquidad", del cual habla en II Tes. II, 7 ss., para abrirnos los ojos sobre los espíritus que nos engañan bajo
forma de piedad y aparatosa religiosidad, incluso apariciones.

III

¿Cómo podemos reconocer los falsos espíritus? ¿Cómo descubrir "los poderes de engaño" (II Tes. II, 11),
que "con toda seducción de iniquidad" (íbid. v. 10) y vestidos de "ángel de luz" (II Cor. XI, 14) corrompen
la grey de Cristo, no exteriormente, sino interiormente, como lo describe el Apóstol en el segundo capítulo
de la II Carta a los Tesalonicenses, y Jesucristo en la parábola de la cizaña (Mat. XIII, 24 ss.)?

El mismo Dios nos brinda en la Sagrada Escritura las armas defensivas contra los espíritus que falsifican
la piedad, diciéndonos que hay que examinarlo todo para ver si es de Dios o de los espíritus malos.
“Examinadla todo y quedaos con lo bueno" (I Tes. V, 21). “No queráis creer a todo espíritu, sino examinad
si los espíritus son de Dios” (I Juan IV, 1).

Lejos de tener esa llamada fe del carbonero, que acepta ciegamente cuanto escucha (cómodo pretexto para
no estudiar las cosas de Dios), debemos imitar a los primeros cristianos, que escuchaban a San Pablo en
Berea, y siendo "de mejor índole que los de Tesalónica, recibieron la palabra con gran ansia y ardor,
examinando atentamente todo el día las Escrituras, para ver si era cierto lo que se les decía" (Hech. XVII,
11).

A los judíos que no le reconocían como Mesías, dice Jesús: "Escudriñad las Escrituras. . . ellas son las
que dan testimonio de Mí" (Juan V, 39). Lo mismo diría El hoy a los que no conocen su fisonomía auténtica
de Dios-Hombre o le destronan de su única posición de Mediador entre Dios y los hombres (I Tim. II, 5).

22
Escudriñad las Escrituras, leed los Evangelios, las Cartas de San Pablo, estudiad rasgo por rasgo la
personalidad de Cristo, rumiad cada una de sus palabras, que son luz y vida, imbuíos de su espíritu, y os
inmunizaréis contra todo intento de desfigurarlo o sustituirlo por apariencias. El atento lector del Evangelio
está prevenido contra los falsos apóstoles y las apariencias de piedad y sabe que Cristo es el centro de toda la
religión cristiana, y cuanto más una devoción se acerca al centro tanto más es cristiana. Enfocando todas las
cosas con la luz del Evangelio descubre él lo que es verdad y lo que es apariencia. Demos gracias a Dios que
nos ha dado la antorcha de su palabra para orientarnos.

San Juan nos da un método muy sencillo para conocer y discernir los espíritus. Dice el Apóstol predilecto:
"Todo espíritu que confiesa que Cristo ha venido en carne, es de Dios, y todo espíritu que no confiesa a
Jesús, no es de Dios, sino que es el espíritu del Anticristo" (1 Juan IV, 2-3). Es decir, todo lo que redunda en
honor de Jesucristo y contribuye a la glorificación de su obra redentora, viene del buen espíritu: y todo lo
que disminuye la eficacia de la obra de Cristo o lo desplaza de su lugar céntrico, procede del espíritu
maligno, aunque se presente disfrazado como ángel de luz y obre señales y prodigios, (Mat. XXIV, 24; II
Tes. II, 9). Pues todo falso profeta tiene dos cuernos como el Cordero (Apoc. XIII, 11), es decir, la
apariencia exterior de Cristo, y sólo pueden descubrirlo los que son capaces de apreciar espiritualmente lo
que es o no es palabra de Cristo.

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23
El ESPIRITU ES EL QUE VIVIFICA

(Juan, VI, 64)

Guardémonos de seguir un camino legalista, por el cual podríamos incurrir en las tremendas
condenaciones del Señor contra los que imponen cargas pesadas sobre los demás (Mat. XXIII, 4) y cierran
con llave ante los hombres el Reino de los cielos (íbid. 13). Son conductores ciegos, que cuelan un mosquito
y se tragan un camello (íbid. 24); pagan el diezmo del comino y descuidan lo más importante de la Ley, la
justicia, la misericordia y la fe (íbid. 23). No es con la carne como se vence a la carne, sino con el espíritu,
según lo dice claramente el Apóstol: "Caminad según el espíritu, y no realizaréis los deseos de la carne (Gál.
V, 16). Y así será hasta el último día, de modo que en vano pretendería la carne ser eficaz contra la carne.

Esto vuelve a confirmarse en II Cor. X, 3-4: "Pues aunque estamos en carne no militamos según la carne,
ya que las armas de nuestra milicia no son carnales; mas son poderosas en Dios para demoler fortalezas”.
Y es porque, como dice el Señor, lo que da vida es el espíritu, "la carne para nada aprovecha; las palabras
que Yo os he dicho son espíritu y vida" (Juan VI, 64).

La carne es necesariamente opuesta al espíritu y no hay transacción entre éste y aquélla, pues, como dice
Jesús a Nicodemo: "Lo nacido de la carne es carne, lo nacido del espíritu es espíritu" (Juan III ,6). La carne
es siempre flaca. Bien lo sabemos por la experiencia en carne propia, y más aún por lo que dijo Cristo en la
hora trágica de Getsemaní: "El espíritu dispuesto está, mas la carne es, débil" (Mat. XXVI, 41).

II

Lo que vale ante Dios es el espíritu, "la carne para nada aprovecha" (Juan VI, 63; Vulg. VI, 64). Hay,
pues, que vencer la carne, dicen de consuno los ascetas y no faltan “sistemas” y “métodos” para realizarlo.
Sin embargo, donde falta el espíritu no hay victoria sobre la carne; la mejor técnica falla sin las armas del
espíritu, y en vez de convertirse en hombre espiritual, ese que confía en la técnica corre el peligro de
ensoberbecerse y creerse mejor que los demás, como el fariseo del Templo, que a pesar de sus muchos
ayunos y diezmos perdió la humildad y juzgó de otros.

San Pablo, quien más que nadie conocía la lucha entre el espíritu y la carne y confiesa que en su carne no
había cosa buena (Rom. VII, 18), nos indica también dónde y cómo podemos alcanzar la victoria: “gracias a
Dios por Jesucristo nuestro Señor” (Rom. VII, 25), injertados en el cual formarnos un nuevo ser espiritual y
nos despojamos del hombre viejo (Rom. caps. VI-VIII).

24
Para llegar a tan feliz estado el Apóstol de los gentiles nos exhorta a recurrir a la Palabra de Dios, la cual
para él es “la espada del espíritu” (Ef. VI, 17). El mismo Jesús nos señala esa palabra como formadora del
espíritu que vence a la carne, pues “el que escucha mi palabra y cree en Aquel que me envió, tiene vida
eterna” (Juan V, 24), o sea, está bajo la ley del espíritu y deja de ser esclavo de los apetitos carnales;
“porque la Palabra de Dios es viva y eficaz y más tajante que cualquiera espada de dos filos, y penetra
hasta dividir alma de espíritu, coyuntura de tuétanos y discierne entre los afectos del corazón y los
pensamientos” (Hebr. IV, 12).

De ahí que lo que debe enseñarse para transformar esencialmente los espíritus es la palabra divina, la cual
nos capacita para conocer a Dios y tener vida eterna, pues en esto consiste la vida eterna, en conocer a Dios
y a su Hijo y Enviado Jesucristo (Juan XVII, 3).

Esta palabra de Jesús irradia nueva luz sobre nuestro tema. La vida eterna consiste en conocer a Dios, y el
conocimiento viene "del oír" (Rom. X, 17), o sea de la palabra. Así por medio de la Palabra de Dios subimos
por los peldaños de la espiritualidad.

Cada nueva noción sobre Dios que descubrimos en la Sagrada Escritura, nos perfecciona en la
espiritualidad, acrecienta nuestro conocimiento de Dios y aumenta nuestra devoción al Padre. Esta devoción
al Padre "fué la de Jesús" (Mons. Guerry), y debe volverse nuestra si queremos ser sus discípulos. No
seamos temerosos de hablar con El y mostrarle nuestra desnudez. ¿Con quién podríamos tener mayor
intimidad? Jesús, nuestro Mediador (Juan XIV, 6: Hech. IV, 12; I Tim. II, 5) nos confirma mil veces este
carácter paternal de Dios que nos anima a tener confianza incondicional en Su Palabra.

III

Puesto que el recto espíritu viene del conocimiento y éste de la palabra, se sigue que la tarea primordial
del predicador y catequista es difundir la divina palabra. No hemos de limitarnos a presentar a Cristo como
a un personaje importante que hubiese venido a traer a la humanidad progresos en el orden temporal, con
respecto al paganismo antiguo, en la condición de las mujeres y los niños, etc. Cristo es ante todo el Enviado
de su Padre, a quien El mismo adora, y de quien no puede ser separado porque habla de El continuamente.

Tampoco podemos renunciar a la espiritualidad del Antiguo Testamento: pues Cristo es el Mesías
prometido por los antiguos profetas de Israel, y por lo tanto, si de veras querernos comprenderlo, hemos de
conocer las profecías y figuras de Cristo en el Antiguo Testamento, ya que el cristianismo no ha sido
preparado por lo que se llama cultura clásica grecorromana, que no es sino paganismo humanista. Cristo ha
venido a mostrar y a dar la vida eterna, y no a arraigarnos en este mundo pasajero con un ideal de felicidad
temporal. El es quien enseña que ésta no existirá nunca en el mundo, pues la cizaña estará siempre mezclada
con el trigo hasta que El venga, y los últimos tiempos serán los peores. Hemos, pues, de guardarnos de

25
tomar a Jesús como un simple pensador o sociólogo que hubiese querido, como los demás, mejorar la
condición de este mundo.

Claro está que el mundo no aguanta la espiritualidad auténtica que viene de la Palabra de Dios. En nuestra
traducción del Nuevo Testamento según el texto original, vertimos el pasaje de Juan XXI, 25 de la siguiente
manera: "Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se quisiera ponerlas por escrito, una por una, creo que
el mundo no bastaría para contener los libros que se podían escribir".

En vez de "contener" nos parece ahora mejor decir "soportar". Pues el vocablo griego es usado también en
el sentido de comprender (Mat. XIX, 11), entender (íbid. 12), admitir o recibir (II Cor. VII, 2) y caber o dar
cabida. En el texto citado el sujeto no es la palabra que no cabe sino el mundo que no le daría cabida, es
decir, en sentido espiritual, no comprendería, o no aceptaría esas muchas otras cosas de Jesús, las cuales,
según añaden algunas variantes coincidentes con Juan XX, 30, fueron hechas "ante los discípulos de El".

Esta interpretación, que concuerda con lo dicho por el mismo Señor en Juan XVI, 12, es tanto más
plausible cuanto más difícil resultaría atribuir al lenguaje tan extremadamente sobrio del Evangelio una
hipérbole tan desmesurada, como sería decir que en el mundo entero no cabría materialmente el relato de lo
que una persona hizo en sólo tres años. Además, en tal caso el texto diría "en todo el mundo". Pero no dice
“todo", por lo cual se ve que alude probablemente al mundo en sentido espiritual, al mundo cuyo príncipe es
Satanás, al mundo que es precisamente un tema especial del Evangelio de S. Juan (cf. VII, 7; XV, 18 ss,
etc.).

Si el mundo aguantara la Palabra de Dios y el crecimiento espiritual que de ella viene, se vería obligado a
dejar de ser mundo, lo que es contra su naturaleza. Es como decir que el diablo deje de ser diablo.

Por eso San Pablo no se cansa de estimular a los fieles a crecer en el conocimiento. Pues en ese
conocimiento consiste toda espiritualidad, y de él se forma el varón perfecto (Ef. IV, 13), "para que ya no
seamos niños fluctuantes y llevados a la deriva por todo el viento de doctrina, al antojo de la humana malicia
y de la astucia que conduce engañosamente al error” (Ef. IV, 14). Cf. Rom. XI, 33; XV, 14; I Cor. I, 5; XV.
34; II Cor. II, 14; IV, 6; X, 5; Ef. I, 8; Filip. I, 9; III, 8; Col. I, 9; II, 3; III, 10; II Tim. III, 7; Tit. I, 1; Hebr.
X, 26; II Pedro I, 2ss; II, 20; III, 18, etc.

Los Apóstoles sabían por qué motivo atribuían tanta importancia a la "espada del espíritu, que es la
Palabra de Dios” (Ef. VI, 17). La esgrimían sin cesar, y confiados en ella consiguieron la victoria sobre un
mundo falto de Espíritu; pues “toda la Escritura es divinamente inspirada y eficaz para enseñar, para
convencer, para corregir y para instruir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y bien
provisto para toda obra buena” (II Tim. III, 16-17).

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27
LA BIBLIA, MAESTRA DE LA VIDA

En la parábola de los dos hermanos (Mat. XXI, 28 ss) vemos que el primero promete y no cumple; y el
otro, que se niega, se arrepiente luego y cumple. Jesús muestra aquí que lo que vale no es el acto primero, la
reacción del momento; pues ésta puede ser un impulso irreflexivo de nuestro temperamento. Lo que vale es
lo que hace uno después, cuando está solo, frente a su conciencia. Y ¡oh misterio! el que dijo que no
obedecería, obedeció, y el que dijo que sí, desobedeció, como Pedro cuando prometió dar la vida por Jesús,
y a las pocas horas negó conocerlo.

Todos tenemos en nuestro interior dos hombres distintos y contradictorios: carne y espíritu. Lo importante
no es el extravío del momento, del que luego nos compungimos en nuestro aposento (Sal. IV, 5). Lo grave
es tomar en aquellos momentos de extravío, resoluciones definitivas que coarten nuestra libertad
ulterior, forzándonos a permanecer en el error. Lo grave es "el estado de pecado", que nos aleja de Dios
de un modo permanente. De ahí que en estos momentos de meditación serena y lúcida, no turbada por
"la fascinación de la bagatela” (Sab. IV, 12) es cuando hemos de resolver lo que afecta a nuestra
conducta futura, y, si es necesario, "quemar las naves", como hizo Hernán Cortés, para que no fuesen
ellas una ocasión de volver atrás.

En esto se conoce la recta intención del corazón, y sobre ello estriba el ejercicio de meditación que San
Ignacio de Loyola llama de los "tres binarios". Es lo que en la Biblia se llama "preparar el corazón para
poder obedecer al Señor" (véase I Rey, VII, 3; Esdr. VII, 10).

Por eso la primera palabra que Jesús decía siempre a todos, sin distinguir entre buenos y malos, era para
prepararles el corazón, diciendo: "La paz sea con vosotros"; "no se turbe vuestro corazón". Porque sabía que
ésta es la condición previa para todo lo demás, ya que la gran arma del Maligno es llevarnos o a la
soberbia, o a la desesperación, a fin de apartarnos para siempre de nuestro Padre.

El primero que cayó en la trampa de la desesperación fué Caín, quien "se apartó del Señor", aunque El le
dijo que nadie le haría daño. Nosotros debemos saber mucho más que Caín: que nuestro Padre divino "es
bueno con los desagradecidos y malos" (Luc. VI, 53). Medítese la parábola del Hijo Pródigo (Luc. cap. XV)
y se verá con asombro cómo el Padre perdona generosamente al pecador, le da un traje nuevo y le ofrece un
banquete. Y aún hace que el más perdonado sea el que más le ame (Luc. VII, 47). Recordemos ante todo que
es la muerte redentora de Cristo y los méritos de Él, y no los nuestros, lo que borra nuestras culpas. "La
Sangre de Jesús nos limpia de todo pecado" (I Juan I, 7; Efes. I, 7, etc.). Sólo necesitamos apartar nuestro
pensamiento de la desesperación, sabiendo que es Dios quien nos da este suavísimo consejo: "No agites
tu espíritu en tiempo de la oscuridad" (Ecli. II, 2).

28
II

La otra trampa del diablo es la soberbia, que quita al hombre la humildad ante Dios y la confianza
en su ayuda. Un famoso poeta inglés dice que el hombre digno de ese nombre, es el que tiene una
sonrisa en los labios cuando todo anda muy mal. Pero esa doctrina estoica no repara en que tal sonrisa
puede ser también de orgullo, en cuyo caso sería como un desafío que dijese a Dios: "No has de
doblegarme". ¿Dónde quedaría entonces toda la doctrina bíblica sobre las pruebas que Dios manda para
humillarnos saludablemente, sea corrigiéndonos, como a Israel, o santificándonos, como a Job?

En el Rostro de Cristo nunca se nos muestra esa sonrisa, sino las lágrimas por la ciudad culpable (Luc.
XIX, 41), y aun por el amigo muerto (Juan XI, 35 y 38), o bien el silencio humilde ante los jueces. Es que El
no nos quiere héroes imperturbables, que luego fallan (cf. Juan XIII, 37 s), sino pequeños como niños (Mat.
XVIII, 1 ss). El mismo nos da ejemplo de esa infancia espiritual delante de su Padre. Por eso, lejos de ver a
Job alardear de fuerte, lo vemos lamentarse como un débil, y Dios no se lo reprocha. De ahí que David
anuncie mil años antes, las quejas de Cristo en su Pasión, y le haga decir – ¡a Él!-: “El oprobio ha
quebrantado mi corazón y desfallezco" (Sal. LXVIII, 21).

Creemos, pues, que en el dolor nadie puede reír sinceramente si no se lo da Dios en forma extraordinaria,
como a ciertos mártires. Aquella otra sonrisa que no es de El, quita al hombre el fruto de la prueba y le da la
triste compensación del amor propio satisfecho.

"En la quietud y en la confianza estriba vuestra fuerza” (Is. XXX, 15), no en la actitud del hombre que se
retira a la caverna del misántropo o al tonel de Diógenes, ni en la del estoico, que con Séneca repite "¡Sé
hombre!", apelando con ello a la fanática voluntad de vencer. No hay duda que tal actitud ha producido
muchos frutos, pero también muchos fracasos irreparables. Sólida, sólida sin excepción, es solamente la
confianza en Dios, porque, como dice el Salmista: "Los que confían en el Señor, son como el monte Sión,
que no será conmovido" (Sal. CXXIV, 1). No olvidemos que el suicidio tiene por padre al estoicismo, y por
madre la desesperación.

III

¿Dónde hallamos tan saludables orientaciones para nuestra actitud frente a la vida? En el libro de Dios,
que se llama Biblia o Sagrada Escritura. También los mahometanos creen tener un libro divino, el Corán,
que ellos toman como base de todas las ciencias, no solamente de la religión, de modo que en los países
mahometanos el Corán es el centro de los estudios universitarios. Se narra que el Califa Amr, después de la
conquista de Alejandría, quemó la célebre biblioteca que allí había, diciendo: "Si los libros de esta biblioteca
concuerdan con el Corán, no son necesarios, y si no concuerdan son malos. En todo caso conviene

29
quemarlos”. Si los cristianos tuvieran este mismo criterio, por lo menos en cuanto a los libros malos, se
reducirían algunas bibliotecas a un mínimum de su existencia, y habría menos gastos y menos peligros para
las almas. Pero, los cristianos somos muy tolerantes, tal vez demasiado tolerantes.

Aun para nosotros la Sagrada Escritura debería ser el libro de la vida, porque el que habla en él es el
mismo Dios. Dios pudo habernos hablado por medio de la pintura o de la música. Si así fuese, nuestro
interés debería estar en todo lo que se refiere a esas artes y las leyes que las gobiernan, debido a que de ellas
se habría valido Dios para expresar sus pensamientos. Puesto que Dios ha visto como medio apropiado las
palabras, debemos interesarnos por esas palabras depositadas en la Sagrada Escritura y estudiarlas aún en
sus matices para descubrir en ellas todo cuanto rinda plenamente y destaque al máximum la fuerza de cada
expresión. Esto significa adaptarse el hombre a Dios y no querer adaptarlo a El a nosotros, cosa en que
incurrimos quizás más a menudo de lo que suponemos. De ahí que S. S. Pío XII, el "Papa Bíblico", en la
Encíclica "Divino Afflante Spiritu" insista tanto sobre el estudio de la Biblia. Hay para esto, según Pío XII,
dos motivos fundamentales. El primero es que el creciente dominio de los idiomas y ciencias auxiliares ha
permitido conocer mejor el texto, y en consecuencia el sentido de las Sagradas Escrituras. El segundo es que
Dios va dando sus luces en la medida en que El quiere ("prout vult") por lo cual, dice el Papa, lo que no
entendemos nosotros, pueden verlo nuestros sucesores. Y aún sabemos que hay cosas que sólo "se
entenderán en los últimos tiempos", como dice el profeta Jeremías (XXX, 24).

Pensemos lo que significa la nueva versión de los Salmos hecha felizmente por nuestro Pontífice, según
los textos originales, con lo cual tantos textos de la Vulgata comienzan a entenderse rectamente. E
imaginémonos lo que será cuando este progreso, que empieza por el Salterio del Breviario, penetre también
en el Misal, donde hay tantos textos de los Salmos: y cuando la nueva versión se extienda a toda la Sagrada
Escritura, y especialmente al Nuevo Testamento. Serán inmensas las luces que esos divinos textos han de
traer para un más perfecto conocimiento de Dios, de sus misterios y de su Espíritu, en todos los órdenes de
la vida cristiana.

IV

En primer lugar han de dedicarse al estudio de la Biblia los que tienen la obligación de predicar la Palabra
de Dios. Para mostrar la obligación de los ministros de Dios de estudiar la Sagrada Escritura, además de los
innumerables textos bíblicos, patrísticos y pontificios (cf. nuestro libro “La Iglesia y la Biblia”, Guadalupe,
Buenos Aires), podemos invocar el Catecismo de los Párrocos, según el cual se requiere de cada uno de ellos
que sepa no sólo aquello que pertenece al uso y administración de los sacramentos, sino también que esté tan
instruido en la ciencia de las Escrituras Sagradas que pueda enseñar al pueblo” (II, 7, 32).

Al pie de este pasaje se hallan las tres notas siguientes: la primera es de San Pedro Damián contra los que,
insistiendo temerariamente en el culto de los sacrificios, ignoran el modo cómo debe venerarse debidamente
a Dios"; la segunda, de San Jerónimo, dice: “Si ignora la Ley, él mismo demuestra que no es sacerdote del
Señor. Pues es propio del sacerdote saber la Ley, y cuando es preguntado, responder sobre la Ley"; la

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tercera, de Tomás de Kempis, afirma que el que no conoce las Escrituras es “muchas veces causa de error
para sí y para los otros. Pues el clérigo sin libros sagrados es como soldado sin armas, caballo sin freno,
nave sin remos, escritor sin pluma, ave sin alas, subida sin escalera, artesano sin instrumentos, rector sin
reglas, herrero sin martillo, sastre sin hilo, saetero sin saetas, peregrino sin báculo, ciego sin guía, mesa sin
manjares, pozo sin agua, río sin peces, huerto sin flores, bolsa sin dinero, viña sin racimos”.

También el laico, especialmente el culto, si sigue las normas del Magisterio de la Iglesia, leyendo
ediciones provistas de notas explicativas, encontrará en la Biblia lo que se llama “la alegría intelectual del
estudio”. Esto es precisamente lo que en la Biblia se satisface hasta un grado de plenitud inimaginable en
ciencia alguna. Porque en toda otra materia se necesita siempre completar la investigación de tal autor con el
testimonio de tal otro y con las opiniones de un tercero o las constancias de aquella otra fuente, etc. En la
Biblia, fuera de les textos discutidos en su versión o interpretación, que son, prácticamente hablando, unos
pocos, uno puede nadar en el océano de la armonía intelectual y del goce de la verdad plena, que jamás se
halla entre los hombres. Y cuando quiere efectuar una comprobación, ni siquiera necesita salir del mismo
Libro, pues basta con pasar al Antiguo Testamento y ver, por ejemplo, dicha por Isaías, o por David, o por
Moisés, tal o cual cosa que Jesús, o San Pablo, citaron o interpretaron al cabo de ocho o diez o quince siglos.
¡Oh! ¿Quién podría describir la alegría intelectual de la Biblia para el que de veras busca en ella la verdad?
Puestos en contacto dos o más textos de la Escritura, se iluminan recíprocamente produciéndose entre ellos
una divina armonía, simbolizada quizá -"per ea quae facta sunt”- por la combinación de las notas musicales
o la de los colores, que nos hace descubrir un esplendor nuevo, por el cual ella penetra más hondamente en
el espíritu (véase Ecli. XXIII, 32 ss).

Este incomparable placer de la Biblia, está expresado por el mismo David, que llama muchas veces a las
palabras de Dios "más dulces que la miel” y añade que en ellas mismas encuentra su galardón (Sal. XVIII,
12), es decir, no solamente el premio futuro, sino también el que resulta del trato con ellas y de su
observancia. Esto tiene que ser así, pues de lo contrario Dios no sería una cosa maravillosa, estupenda, "el
Dios de nuestra alegría" (Sal. XLII, 4). Sería un legislador como los demás.

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BIBLIA Y PSICOANALISIS

El grande, el sumo psicoanálisis está en la Biblia, pues ella y sólo ella nos enseña a desnudar enteramente
el corazón, y sólo con sus luces de espíritu aprendemos a ser del todo sinceros con nosotros mismos.

Frente a la sabiduría de la Biblia no hay complejos, porque en ella habla Dios que conoce “lo íntimo del
corazón" (Salmo XLV, 22). Ella descubre nuestros complejos y los resuelve de un modo definitivo. Ella
escudriña el corazón para indicar a cada cual su camino (Jer. XVII, 10). Ella sabe nuestros íntimos
pensamientos (Jer. XX, 12); pone a prueba los corazones (I Par. XXIX, 17; Jer. XII, 3); los pesa (Prov. XXI,
2) y luego los inclina a la solución que les conviene (ibid.1): los ilumina como luz que resplandece entre
tinieblas (II Cor. IV, 6); los alimenta (Salmo XXVI, 14) y termina su obra renovándola por completo (Salmo
L, 12) y dándoles firmeza definitiva (I Tes. III, 13).

Una sola cosa exige este gran maestro, lo mismo que exige todo psicoanalista: sinceridad. Esto le basta. Y
hay más aún: así como, según el refrán, el que se excusa se acusa, así también -lo que es mejor—, frente a la
Biblia el que se acusa se excusa.

Si alguna vez no encontramos soluciones y consuelo en la Escritura, es porque buscamos estar satisfechos
de nosotros mismos y "quedar bien" con nuestro amor propio. En este caso nunca quedamos satisfechos,
pues siempre vemos asomar nuestras miserias y errores. En cuanto confesamos eso, en cuanto nos
resignamos a saber que no somos buenos, nos vuelve a la alegría, como se ve en el Salmo XXXI, 4 ss.

La Biblia nos dice entonces: ¿Qué importa si no fuiste bueno hasta hoy? ¿No ves que yo tengo la parábola
de los obreros de la última hora (Mat. XX, 8) que lo pasan aún mejor que los primeros? ¿No recuerdas el
caso de Magdalena (Luc. VII, 43-47), donde yo muestro que el que más ama es aquel a quien más hubo que
perdonarle? Si hay quien limpia tus ropas y las deja como la nieve (Salmo L, 9) ¿qué importa que su
suciedad fuese mucha o poca?

II

Para arreglar nuestra posición no podemos, pues, hacerlo "quedando bien", sino quedando mal, es
decir, previa aclaración de que somos culpables sin disculpa y que nos arrepentimos, como lo enseña
el salmo L. Entonces Dios lo arregla todo a base de perdón gratuito y generoso. El queda bien, y
nosotros quedamos mal. Pero ¡qué dicha si ese quedar mal ante El es lo que nos hará ser desde

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entonces amigos verdaderos! Así se entiende el que Jesús viniese para pecadores y no para justos (Luc.
V, 51).

Entonces nos transformamos y empezamos a ser justas delante de Dios, siendo en realidad Él el autor de
nuestra justicia (Rom. III, 20-28; X, 3; Filip. III, 9), de modo que no corremos riesgo de soberbia como el
fariseo del templo (Luc. XVIII, 10 ss) porque ya no podremos buscar nunca más la satisfacción de nosotros
mismos, sabiendo que sólo podremos tener justicia gracias a El.

Esto es lo que se llama renovarnos en el espíritu de nuestra mente" (Ef. IV, 23) y matar al hombre viejo
(Rom. VI, 6; Ef. IV, 22; Col. III, 9); es decir, nacer de nuevo por el espíritu (Juan III, 3 ss), confirmarnos en
el hombre interior para tener la plenitud de Dios (Ef. III, 19), o sea vivir plenamente de la vida divina
prestada por Cristo, como vive el sarmiento de la vid (Juan XV, 1-5), pudiendo entonces decir que no vivo
yo sino que El vive en mi (Gál. II, 20), porque yo he renunciado a mí mismo (Mat. XVI, 24) para no perder
mi alma pretendiendo salvarla (ibid. 25), sino vivir de Él como El vive del Padre (Juan VI, 57).

Toda esta vida sobrenatural verdadera y sencilla, fundada simplemente en la fe a la Palabra de Dios, sería
para nosotros un misterio impenetrable si volviendo a lo antiguo, al puro esfuerzo propio de los paganos,
quisiéramos capitalizar virtudes morales para quedar bien delante de Dios, pues "ningún viviente puede
aparecer justo en su presencia" (Salmo CXLII, 2) sino a trueque de aceptar que no es capaz de serlo, "a fin
de que nadie se gloríe" (I Cor. III, 21), y para que sea para El toda la gloria de nuestra justificación, sin lo
cual el misterio de la Redención no tendría sentido. En el fondo no hay aquí sino el problema de la humildad
verdadera, que es la excavación necesaria para que pueda asentarse el cimiento, que es la fe.

Ya que en vano pretenderíamos no estar en deuda, resignémonos, pues, a ese constante papel de
perdonados, sin pretender nunca "quedar bien" con El, como se hace con el mundo, pues tal era el
papel del fariseo que Jesús reprobó (Luc. XVIII, 9 ss; cfr. Luc. X, 29). “Somos, Señor, reos que confiesan.
Sabemos que si no perdonases, condenarías con razón (cf. Salmo L, 6). Perdónanos, pues, sin mérito, te lo
rogamos, ya que de la nada nos sacaste para que te rogásemos” (San Agustín).

III

Vemos así que el que se gloría no está en la verdad. El hombre bíblico tiene este principio absoluto, una
norma simplísima e inapreciable para formarse criterio, ya se trate de individuos o de instituciones: todo lo
que se elogia a sí mismo muestra por ese solo hecho que se engaña (Gál. VI, 3) o que nos engaña (Luc.
XVIII, 19: Juan II, 24). Todo lo humano está siempre muy por debajo de lo que debiera ser, por lo cual la
actitud lógica delante de Dios es siempre la contrición (Luc. XIII, 1 ss: XVIII, 9-14), tanto individual cuanto
colectiva (Lam. III, 42), la cual no obsta, por cierto, a la más filial confianza, por lo mismo que no se funda
en derecho propio, sino en la dignación del divino Padre (Salmo XCIII, 18), para quien debe ser toda la
gloria (Salmo CXIII b, 1; CXLVIII, 13).
33
Gloria en Cristo tendremos cuanta queramos, recibiéndola de su plenitud (Juan I, 16). Pero ¡cuidado con
la gloria de virtudes propias! Pues en cuanto pretendemos que vamos a ser buenos y se lo prometemos
como Pedro, le negamos como él, al poco rato (Juan XIII, 38).

Resignarse a saberse malo, para poder ser bueno: paradoja inmensa, básica, que es la llave de todo el
Evangelio, y sin la cual no entenderemos nada. Lo que nos impide vivir así delante del Omnipotente como el
niño delante de su madre, es la falsa espiritualidad sin Evangelio, es el móvil egoísta que no raras veces
se disfraza de piedad (II Tim. III, 5), queriendo evitar el infierno y ganar el cielo a toda costa, como si la
salvación fuese exclusivamente obra nuestra y no la obra del amor del Padre y del Hijo, y como si el premio
de las buenas obras no se diese por el amor con que están hechas (I Cor. XIII, 1 ss). Cuando no busquemos
nuestro negocio sino que estudiemos a Cristo para conocerlo, admirarlo, y amarlo, entonces El nos
hará llenarnos de obras, de esas que no se quemarán cuando El venga (I Cor. III, 14).

El que de veras quiere ser bueno según la enseñanza de Jesús, ha de renunciar al mérito y a la
satisfacción de serlo, y reconocerse siervo inútil (Luc. XVII, 10), porque nadie es bueno, sino sólo Dios
(Mat. XIX, 17). Por eso Santa Teresa de Lisieux quería dilapidar cada día toda ganancia espiritual
para estar siempre vacía, como un mendigo delante de Aquel que se complace en llevarnos gratis
(Salmo LXXX, 11) y que como enseña María, hace grandeza en lo que somos nada (Luc. I, 48 s.). Pero
¿cómo podremos creer esto si no nos familiarizamos con el Evangelio?

Son cosas demasiado contrarias al criterio humano y comercial del mundo para que podamos descubrirlas
en nosotros mismos. El que sólo piensa en los numerosos preceptos de la Ley de Moisés (Ex. XX, 1-7) no
puede entender el mensaje nuevo de Jesús, pues toda la doctrina de S. Pablo enseña terminantemente que en
Cristo ya no estamos bajo esa Ley (Rom. VI, 14) y que es insensato querer volver a tal Ley como lo fueron
todos los que pretendieron salvarse por ella, pues ella no es capaz de salvar a nadie (Gál. III, 11). Y no sólo
caeríamos entonces en las faltas que pretendemos evitar, sino que al pretender cultivar virtudes por
propia cuenta, cultivaríamos el fariseísmo, mucho más odioso a Cristo que todos los pecados.

La educación farisaica es la doctrina de la suficiencia humana, que olvida la necesidad de la gracia;


no sólo es funesta para el soberbio que se cree bueno, sino también para el tímido y aún para todo
humilde que se sabe malo, pues éste sentirá que para arrepentirse tiene que mover una montaña, y no
comprenderá que si al enemigo que huye se le da puente de plata, al enemigo que vuelve se le da
puente de oro. Si un padre ve que su hijo ausente empieza a pensar en volver, ¿querrá acaso presentarle la
empresa como difícil o, al contrario, temblará de miedo de que se desanime y no regrese al hogar? ¿No es
esto último lo que enseña Dios al mostrarse como el Padre que se anticipa al encuentro del hijo pródigo?
(Luc. XV, 20).

IV

34
La Bondad de Dios, siendo perfecta, no puede ser condescendencia, sino perdón. La bondad de los
hombres sí está a menudo en condescender, renunciando a la voluntad propia por ceder a la ajena
(Mat. V, 41). Pero si Dios renunciara a su voluntad, —que quiere siempre nuestro verdadero bien con
una sabiduría tan infinita, como es su amor- por condescender con los caídos hijos de Adán, sería
como reconocer que El había estado equivocado. ¡Y luego lloraríamos con lágrimas de sangre nuestro
horrible triunfo sobre El!

Por dicha nuestra la voluntad amorosa del Padre se realiza en nosotros tan implacablemente como cuando
un padre arranca a su hijo un arma con que iba a lastimarse, y su condescendencia consiste en perdonamos
tantos errores y culpas y sobre todo en darnos su Espíritu (Salmo L, 13) que nos hace comprender, amar y
agradecer, humillados, la suavísima firmeza de esa voluntad divinamente generosa, contra la cual se alza
siempre al principio la mezquina insensatez de nuestra carne. ¿Qué mayor luz y fuerza psicoanalítica para
traer al campo de la conciencia lo que nos desconcertaba, ocultándose en lo subconsciente?

La Biblia al descubrirnos así los repliegues y las fallas tanto en nuestro hombre corporal o físico (Gál. V,
16-23) cuanto en nuestro hombre psíquico, según lo llama literalmente San Pablo en I Cor. II, 24, nos hace
alcanzar al hombre espiritual o “pneumático” (I Cor. II, 10), que sirve a Dios sin la ley (Gál. V, 18) porque
su móvil es el amor (ibid. 22). ¿Puede darse un ideal y un fruto más elevado y positivo de psicoanálisis?

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35
DE GRECIA A CRISTO

“Nadie es malo, mientras no se demuestre".

Derecho Romano (Orden natural).

“Nadie es bueno, sino sólo Dios”.

Jesús (Orden sobrenatural).

“Gnothi sautón” (conócete a ti mismo); Aforismo griego y pagano, de muchos admirado. No es esto lo
que enseña la Escritura de la divina Revelación. Poco me importa, dice S. Pablo, ser juzgado por vosotros o
por cualquier juicio humano. Ni yo mismo me juzgo. . . El Señor es quien me juzga (I Cor. IV, 3-4). “De tu
rostro (oh Señor) salga mi sentencia”, dice David (Salmo XVI, 2), anhelando poder entregar por entero la
suerte de su causa a Aquel que es la fidelidad, la luz y la sabiduría, la omnipotencia y sobre todo la bondad y
la misericordia que perdona.

Para nosotros hay más aún que para David: la Redención, que justifica por los méritos de Cristo.
Aún hallándome yo deudor insolvente, el divino Padre me perdona y para eso sé que mi seguridad es
absoluta; pues Jesús “es la víctima de propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino
también por los de todo el mundo" (I Juan II, 2).

"Conózcate yo, Señor, y conózcame yo a mí mismo”, dice San Agustín; pero este conocimiento propio,
presentado así en parangón con el conocimiento de Dios, no tiene nada de esa "ciencia del bien y del mal",
cuya ambición fué lo que corrompió a Adán. Esta oración, pues, del gran Doctor de la gracia, equivale a
decir: sepa yo, Señor, vivir este gran dogma de que Tú lo eres todo y yo soy la nada.

Es que Jesús no dice, como el oráculo griego: "conócete a ti mismo", sino: "niégate a ti mismo". La
explicación es muy clara. El pagano ignoraba el dogma de la caída original. Entonces decía lógicamente:
analízate a ver qué hay en ti de bueno y qué hay de malo. Jesús nos enseña simplemente a descalificarnos a
priori, por lo cual ese juicio previo del autoanálisis resulta harto inútil, dada la amplitud inmensa que tuvo y
que conserva nuestra caída original. Ella nos corrompió y depravó nuestros instintos de tal manera, que San
Pablo nos pudo decir con el Salmista: "Todo hombre es mentiroso" (Rom. III, 4; Salmo CXV, 2). Por lo cual
el Profeta Jeremías nos previene: "Perverso es el corazón de todos, e impenetrable: ¿Quién podrá
conocerlo?" (Jer. XVII, 9). Ese mismo profeta dice también: “Maldito el hombre que confía en el hombre"
(Ibid. 5), y de Jesús sabemos que no se fiaba de los hombres, "porque los conocía a todos" (Juan II, 24).

36
II

La Iglesia católica ha sacado de esta doctrina revelada un conjunto acabadísimo de definiciones


dogmáticas sobre la necesidad de la divina gracia, entre las cuales descuella el canon 22 del segundo
Concilio Arausicano, confirmado por Bonifacio II, que hablando de la justificación por Cristo dice
terminantemente: "El hombre no tiene de propio más que la mentira y el pecado" (Denz. 195). Es la misma
doctrina que vemos expresada en la Secuencia de la Misa de Pentecostés, en la cual decirnos al Espíritu
Santo:

Sine tuo numine

nihil est in homine

nihil est innoxium.

Sin tu ayuda,

nada hay en el hombre,

nada que sea bueno

O sea, todo lo bueno y santo de que nos gloriamos, es vano, sino es lo que El nos dé. No otra cosa enseñó
Jesús cuando dijo que "el espíritu está pronto, pero la carne es flaca" (Mat. XXVI, 41), por lo cual, para no
caer, debernos velar y orar constantemente a fin de recibir ese buen espíritu que no es nuestro sino que nos
viene de aquel Padre celestial que “dará el buen espíritu a quienes se lo pidan" (Luc. XI, 13).

A la luz de esta doctrina revelada y definida, se comprende ahora bien la suavidad de esa palabra de Jesús,
que al principio parecía tan dura: "Niégate a ti mismo". Bien vemos que ella significa decirnos, para nuestro
bien: líbrate de ese enemigo, pues ahora sabes que es malo, corrompido, perverso. Si tú renuncias a ese mal
amigo y consejero que llevas adentro, yo lo sustituiré con mi Espíritu, sin el cual nada puedes hacer (Juan
XIII, 5).

¿Y cómo será de total ese apartamiento que necesitamos hacer del auto-enemigo, puesto que Jesús nos
enseña que es indispensable nacer de nuevo, para poder entrar en el Reino de Dios? (Juan III, 3). Renacer
del Espíritu, echar fuera aquel yo que nos aconsejaba y nos prometía quizá tantas grandezas. Echarlo fuera,
destituido de su cargo de consejero, por mentiroso, malo e ignorante.

III
37
He aquí lo que tanto cuesta a nuestro amor propio: reconocer que nuestro fulano de tal es "mentiroso"
(Rom. III, 4), y de suyo digno de la ira de Dios. Oh, el diablo se opondrá terriblemente a dejamos entender
esto, porque él –“padre de la mentira" (Juan 8, 44)-, sabe muy bien que aquí está toda la sabiduría y toda
nuestra felicidad: en saber vivir de prestado; del valor que se nos da, a falta del propio.

Porque si bien miramos, todo el fruto de la Pasión de Cristo consiste en habernos conseguido esa
maravilla de que el Espíritu de Dios, que es todo luz, y amor, y gozo, entre en nosotros, confortándonos,
consolándonos, inspirándonos en todo momento. Pero va sin decirlo que para entrar ese nuevo rector es
necesario que el anterior le ceda el puesto. Eso quiere decir simplemente el negarse a si mismo.

De ahí que, quien no lo hace, está impidiendo su salvación, rechaza la gracia, está diciéndole de hecho a
Dios: yo no te necesito como rector, porque me basto y me sobro. Ese tal ya está juzgado: la palabra que él
no quiso escuchar, esa es la que lo juzgará en el último día. (Juan XII, 48).

Dígnese nuestro Padre divino hacernos comprender estas luces a un tiempo simples y profundísimas,
sencillas y sublimes, para inspirarnos esa fácil humildad que nos lleva sin esfuerzo al desprecio de nuestra
opinión, una vez que hemos descubierto su falacia, pues que es Jesús quien lo enseña, y a El hay que creerle,
creerle todo cuanto dice. "En esto consiste LA OBRA de Dios: en que creáis en Aquel que El envió” (Juan
VI, 29). "A El habéis de escuchar" (Mat. XVII, 5).

El que abra su alma a esta inmensa luz, sentirá la necesidad de una humillación total, absoluta, delante del
divino Padre, que nos dio a Jesús y con El la sabiduría y la gracia. Y se entregará apasionadamente al
conocimiento del Evangelio para descubrir en esas palabras de Jesús, lo que El nos promete de ellas, esto es:
el espíritu y la vida (Juan VI, 64), la verdad y la libertad (Juan VIII, 31-32); la plenitud del gozo (Juan
XVII, 13).

Entonces verá cuán pobre y cuán falaz era aquella sabiduría sin Dios, que tanto se respeta todavía, entre
los hombres más prestigiosos, en nuestra civilización que, aunque se llame cristiana, se inspira en gran parte
en "el mundo", enemigo de Cristo.

Decir a un cristiano: "conócete a ti mismo -bien se ve que hablo en el terreno religioso y sobrenatural,
único que aquí interesa—, es incurrir en la misma inconsecuencia que Kant (esta vez descendemos al terreno
filosófico) al emprender la crítica de la razón pura con el propio instrumento de esa razón que, según él, era
incapaz.

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Los griegos no podían comprender esa incapacidad del hombre para juzgarse a sí mismo: Era esta una luz
reservada a los discípulos del verdadero Dios.

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39
EL CASO DE PEDRO

Para un hombre, el ser basura de Dios, el ser su esclavo, el ser su estropajo, es ya sobrado honor y sobrada
felicidad. Pero si a Dios se le ocurre otra cosa, si la generosidad de su Corazón sobrepasa a cuanto podemos
imaginar de El, y si Jesús quiere sorprendernos llamándonos amigos (Juan XV, 15), y si el Padre quiere
hacemos sus hijos (I Juan III, 1) y hermanos de su Hijo (Rom. VIII, 29), ¡cuidado con que una falsa
humildad nos haga rechazar el Don de Dios e insistir en nuestra opinión de que hemos de seguir siendo
esclavos! (Rom. VIII, 15).

El tener en principio esta opinión es ciertamente bueno, porque ella es exacta desde nuestro punto de
vista. ¿Qué otra cosa, sino basura y nada, podremos sentirnos nosotros, frente a nuestro Creador, infinito en
la sabiduría, en el poder y en la santidad? Es este un punto de partida indispensable para que el hombre se
niegue a sí mismo, es decir, deje de confiar en la virtud propia como si ésta fuese suficiente para salvarnos.
Es este el punto de partida, pero no es todo, según lo veremos más adelante.

San Pedro —o mejor Pedro, antes de ser el santo-, reaccionó muchas veces según esa opinión primaria y
puramente humana de la humildad. De ahí que Cristo lo tomase como campo de experimentación, para
darnos, a costa de su apóstol, rectificaciones fundamentales. Decimos a costa de él, por las muchas veces
que tuvo que avergonzarse de sus errores aunque de ellos había de sacar su gran provecho.

II

Cuando Pedro descubre que Jesús ha hecho el portento de la primera pesca milagrosa, una reacción
honrada de su sinceridad le hace exclamar: “Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador” (Luc. V, 8).
Porque estaban, dice el Evangelista, llenos de estupor. Pero Jesús lo tranquilizó como a los demás, con
aquella palabra tan suya: “No temáis"; y aún le agregó que desde ese momento se elevaría de pescador de
barca a pescador de hombres. Y entonces Pedro ya no insistió en aquel temor inicial, que lógicamente lo
habría llevado al mayor de los males, esto es, a apartarse de Jesucristo, como sucedió a los gerasenos,
cuando le rogaron a El... que se retirase de entre ellos (!) “porque estaban poseídos de un gran temor” (Luc.
VIII, 37).

Otra vez, y otras muchas, se repite en Pedro esa reacción nacida de un sentimiento que podía parecer
plausible desde un punto de vista puramente humano, y siempre recibe de Jesús la lección correspondiente:
cuando quiere oponerse a que el Maestro sufra su Pasión, merece que El le llama nada menos que Satanás y
que entonces sea El quien le diga “Apártate de Mí, que me eres un tropiezo porque no sientes las cosas de
Dios sino las de los hombres” (Mat. XVI, 21-23); y eso que Pedro acababa de confesar expresamente que
40
Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mat. XVI, 16). Es que en aquel maravilloso reproche Jesús quiere
enseñarnos, con un vigor insuperable, que no le interesa nuestra compasión hacia su Persona, sino
nuestra adhesión a su causa, es decir, a los designios de su Padre, cuya empresa, misericordiosa de
redención se habría malogrado si triunfaba la compasión de Pedro. Por donde vemos cómo Satanás
disfraza siempre de piedad sus intentos malditos. El que no medita el Evangelio nunca entenderá estas
cosas, ni podrá comprender por qué el espíritu de los fariseos, honorables y ritualistas, es más odioso y
repulsivo para Cristo que los más grandes pecados, como el de la adúltera.

Lo mismo sucede cuando Pedro pretende defender al Señor cortando la oreja a Malco (Juan XVIII, 10-
11). Y más que nunca se ve confundido ese pobre amor humano del Apóstol cuando pretende que ha de dar
su vida por Cristo... ¡y recibe la profecía de sus tres negaciones!

Pero hay una escena especialmente aleccionadora para el tema que estamos estudiando, y es la del
Lavatorio de los pies de los Apóstoles, hecho por el Señor antes de entregarse a la muerte. La reacción de
Pedro es siempre la misma: “¿Tú lavarme a mí los pies? ¡No será jamás!”. Y aquí es cuando Jesús le da la
lección definitiva: “Si Yo no te lavo, no tendrás nada de común conmigo". Pedro se entrega entonces,
aceptando que el Señor lo lavase, aun todo entero (Juan XIII, 8 ss.).

Sin embargo, él no había de comprender esta lección hasta después de recibir el Espíritu Santo (en
Pentecostés), y la prueba es que después de esto vinieron el abandono de Getsemaní (Mat. XXVI, 56), y las
negaciones y la ausencia del Calvario. Por eso el Señor le dijo: "Lo que Yo hago, (al descender hasta lavarte
los pies), no lo entiendes ahora. Pero lo sabrás después" (Juan XIII, 7). Pedro llegó a saberlo solamente
cuando la efusión del divino Espíritu, derramando en él la caridad sobrenatural (Rom. III, 5), le hizo
comprender que esa caridad de Dios para con nosotros llega infinitamente más lejos de cuanto somos
capaces de interés con ese nuestro corazón carnal que tan falazmente le había hecho alardear de generoso.
Sólo entonces se operó en Pedro esa "conversión" que Jesús le había anunciado como condición previa para
conferirle el Magisterio, cuando le dijo: "Tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos (Luc. XXII, 32).

III

Esto nos muestra cuán difícil es al hombre aceptar ese "escándalo" del excesivo amor con que Dios nos
amó. Creer en un Dios justo es cosa razonable. Pero creer en un Padre capaz de empeñarse en darnos su
Hijo, tan sólo porque nos amó; creer en un Hijo capaz de entregarse con gozo a la muerte más espantosa y
vil, tan sólo porque nos amaba: creer en un Espíritu Santo capaz de regalarnos la santidad, tan sólo porque
nos ama, eso es la cosa más difícil para el hombre. Y, como vemos, no es que sea difícil a la humanidad,
sino a la falsa humildad, es decir a la soberbia, a la suficiencia del hombre, que no quiere ser niño aunque así
lo manda Cristo como condición indispensable para entrar en su Reino (Mat. XVIII, 3-4).

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Por eso anunció El mismo que su Cruz sería un gran escándalo y que todos serían escandalizados por El.
Y sin embargo, no tenemos más remedio que aceptar ese exceso de felicidad nuestra, y creer en este exceso
de misericordia de Dios, so pena de vernos apartados de El para siempre.

Digamos, en abono del buen Pedro, que él tuvo, en medio de tantas fallas de orden sobrenatural, un deseo
grande de estar con Cristo glorioso, como lo demostró en el Tabor; y un instinto de que sin Cristo todo
estaba perdido, como lo demostró ante otro escándalo análogo al de la Cruz: cuando otros querían abandonar
al Maestro a causa del excesivo amor con que El quiso hacerse comida en la Eucaristía. Pedro fué entonces
el que le dijo, como un niño: "¿A quién iríamos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna" (Juan VI, 69).

No hay nada tan edificante como las fallas de los santos, porque esto nos muestra que nosotros podemos
igualarlos y aún superarlos con ser, no más fuertes, sino al contrario, más niños que ellos. Agradezcamos al
gran San Pedro las lecciones eternas que Dios nos dio por medio de él, y honrémosle admirando y
aprovechando en sus dos cartas y en sus discursos del Libro de los Hechos la sublimidad del lenguaje con
que, inspirado por el Espíritu Santo, nos habla -ya sin sorpresa-, del amor de Aquel que según su gran
misericordia "nos regeneró en la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos" (I
Pedro I, 3), y nos anuncia "un júbilo inenarrable y colmado de gloria para el día de la venida manifiesta de
Jesucristo" (I Pedro I, 7-8).

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42
LA SABIDURIA CONSIDERADA COMO SERENIDAD

La sabiduría que imploró Salomón se sintetiza en el "saber que ella trabaja con nosotros a fin de que
sepamos lo que a Dios agrada" (Sab. IX, 10). Al iniciar nuestro empeño por buscarla, nos consuela el saber
de antemano que la conseguiremos, porque "el que la necesita no tiene más que pedirla a Aquel que da
copiosamente, sin zaherir a nadie” (Sant. I, 5). Porque “todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra;
y al que llama se le abrirá” (Luc. XI, 10).

Más aún, la sabiduría “se anticipa a aquellos que la codician, poniéndoseles ella misma delante”. Por
tanto, quien la buscare “no tendrá que fatigarse, pues la hallará sentada en su misma puerta” (Sab. VI, 14-
15). Y esto es porque el Divino Padre, que es bueno, "dará el buen espíritu a quien se lo pida", así como
nosotros, “que somos malos, sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, y no les damos una piedra cuando
nos piden un pan” (Luc. XI, 11-13).

Por donde se ve que el desear la sabiduría es ya la seguridad de alcanzarla, y esto lo expone la Biblia en
forma de sorites, en un pasaje maravilloso que es quizá la única argumentación silogística en el Antiguo
Testamento (más marcadamente que en Rom. V, 2-5 y I Ped. I, 5-7) y que denuncia la procedencia
alejandrina del autor del Libro de la Sabiduría.

Dice éste, en efecto: "El principio de la sabiduría es el muy sincero deseo de instrucción; la premura de
instrucción, es amor; el amor es ya guardar sus leyes; la atención prestada a esas leyes, es signo de
incorrupción; la incorrupción (inmortalidad) da un lugar junto a Dios. Luego, el deseo de la sabiduría
conduce al Reino eterno” (Sab. VI, 17-20).

II

Vemos, pues, que el desear la sabiduría es ya el comienzo de la misma. Y hay más: "No pudiendo
obtenérsela sino como un don, es ya señal de sabiduría el saber de quién viene tal gracia" (Sab. VIII, 21). Y
aquí hemos de señalar una característica que hemos expuesto en la Introducción al Libro de los Proverbios,
donde decíamos: "Casi todos los pueblos antiguos han tenido su sabiduría, distinta de la ciencia, y síntesis de
la experiencia que enseña a vivir con provecho para ser feliz. Aún hoy se escriben tratados sobre el secreto
de triunfar en la vida, del éxito en los negocios, etc. Son sabidurías psicológicas, humanistas, y como tales,
harto falibles. La sabiduría de Israel es toda divina, es decir revelada, por Dios, lo cual implica no sólo la
infalibilidad, sino mucho más. Porque no es ya sólo dar fórmulas verdaderas en sí mismas, que pueden hacer
del hombre el autor de su propia felicidad, a la manera estoica; sino que es como decir: Si tú me crees y te

43
atienes a mis palabras, Yo tu Dios, que soy también tu amantísimo Padre, me obligo a hacerte feliz,
comprometiendo en ello toda mi omnipotencia".

Esto decíamos para señalar el carácter y el valor eminentemente religioso de los Proverbios, aún cuando
ellos no tratan de la vida futura sino de la presente, ni hablan de premios o sanciones eternos sino
temporales. Cuánto más no ha de aplicarse tal visión cuando se estudia la sapiencia según el Libro de la
Sabiduría, donde se la presenta, no ya como virtud de orden práctico que desciende al detalle de los
problemas temporales, ni tampoco —según hace el Eclesiastés—, como un concepto general y
antihumanista de la vida en sí misma, sino como una sabiduría toda espiritual y sobrenatural, verdadero
secreto revelado por Dios.

Esa sabiduría es tal que “juntamente con ella nos vienen todos los bienes, y recibimos por su medio
innumerables riquezas” (Sab. VII, 11). Y por ella nos vienen también "las grandes virtudes, por ser ella la
que enseña la templanza, la prudencia, la justicia y la fortaleza, que son las cosas más útiles a los hombres
en esta vida (Sab. VIII, 7).

Resulta, pues, evidente que conocer el modo de llegar a la sabiduría, es tener la receta infalible para
librarnos de toda imperfección que pueda hacernos olvidar lo que agrada al Padre y alejarnos de la perfecta
unión con El, la cual se mantiene conservando la paz. Esa es la paz que Jesús deseaba y comunicaba, al
saludar a todos invariablemente con la fórmula hebrea: "La paz sea con vosotros", o "La paz sea en esta
casa"; o al empezar el mayor de sus discursos (Juan 14, 1 s.) diciendo a los suyos: "No se turbe vuestro
corazón".

Esa paz prometió Cristo como un don genuinamente suyo y procedente de El, pues que El se presentó
como la Sabiduría encarnada: "La paz os dejo, mi paz os doy... Que vuestro corazón no se turbe ni tema"
(Juan XIV, 27).

Así se manifiesta que Jesús consideraba la paz como de una importancia espiritual absolutamente
básica, condición previa para todo lo demás. El, que no vino a destruir el Antiguo Testamento sino a
confirmarlo y perfeccionarlo, acentuaba así la norma que los Proverbios nos dejaron como suma enseñanza:
"sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón, porque de él manan las fuentes de la vida" (Prov. IV, 23).

III

Para mejor apreciar el valor de la sabiduría, conviene presentarla en claroscuro o contraste con la
ordinaria condición de los mortales, que el hijo de Sirac en el divino libro del "Eclesiástico" nos señala con
estas palabras: “Una molestia grande es innata a todos los hombres y un pesado yugo abruma a los hijos de

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Adán, desde el día en que salen del vientre materno, hasta el día de su entierro en el seno común de la
madre” (Ecli. XL, 1).

El miedo es la característica de ese estado de naturaleza caída en que nos encontramos normalmente. No
se trata del miedo excepcional, característico de la mala conciencia que, como dice Moisés, huye sin que
nadie persiga (Lev. XXVI, 17), y, como dice David, tiembla de terror donde no hay motivo (Salmo LII, 6).
Se trata del miedo en su acepción más lata, y de él poseemos una definición admirable que nos da el Sabio
del Antiguo Testamento.

El Libro de la Sabiduría, según la Vulgata, nos, dice que “no es otra cosa el miedo sino el pensar que está
uno destituido de todo auxilio” (Sab. XVII, 17). El texto griego (v. 12) define el miedo como "el abandono
de los recursos que nos daría la reflexión”, cosa que, según sabemos, puede llegar hasta el terror pánico que
casi enloquece.

En contraste con tal situación de ánimo, el Salmista nos muestra, como propia del sabio, esta
característica: "No temblará las malas noticias". Y agrega que su corazón es inconmovible y no temerá ante
sus enemigos, antes bien los despreciará hasta que los vea abatidos (Salmo CXI, 7-8).

¿Es esto el valor estoico? No, pues no se funda en la propia suficiencia, siempre harto falible, sino en la
seguridad de una indefectible protección. El miedo es, pues, contra la fe, esa fe de la cual sabemos que es la
vida del justo, como expresa el Apóstol de los gentiles en la Epístola a los Romanos (I, 17).

IV

Otro aspecto de la sabiduría considerada como serenidad, estriba en su carácter universalista (podría
decirse totalista), que no se altera, de alegría ni de tristeza, por acontecimientos cuyo interés sólo es parcial.
Su aspiración no tiene límites, busca lo supremo porque vive en lo absoluto.

Así, pues, cuando las propias obras parecen prosperar, ella no se entrega a la complacencia, según suele
hacerlo el hombre natural, en tanto sufre la humanidad entera. Ni tampoco se aflige demasiado al ver que
desborda lo que San Pablo llamó "el misterio de iniquidad” (II Tes. II, 7), por lo mismo que lo tiene ya
previsto según las profecías.

A este respecto, el Salmo XXXVI de David ofrece una gran luz, que se aclara aún más si consultamos el
original hebreo. En efecto se nos exhorta a no envidiar a los que obran la iniquidad, aunque nos parezca que
los vemos triunfar, porque pronto se marchitarán y secarán como el heno. El texto hebreo precisa más el
concepto, diciendo: “No te acalores a causa de los malos”. Y lo mismo más adelante (v. 8), en lugar de: “No
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quieras ser émulo en hacer el mal”, el hebreo dice: “No te irrites, pues sería para mal”. De ahí que S. Isidro
de Sevilla recomiende la lectura y meditación de este Salmo como medicina contra las murmuraciones y
contra las inquietudes del alma.

Vemos, pues, que aún la santa indignación que nos lleva a alarmamos ante la maldad triunfante, es
atemperada por la sabiduría.

Muchos otros Salmos, p. ej. el XLVIII , y especialmente el LXXII explican igualmente el problema del
mal que se impone y de la prosperidad que suele gozar el malvado, para enseñarnos a no turbamos y a no
temer. Por lo que hace a esta actitud valiente del sabio frente al mal, y aún a la persecución propia, pueden
verse muchas otras sentencias —cuya exposición aquí nos llevaría muy lejos,— en los Salmos III, 7; XXII,
4; XXVI, 1; LV, 5; CXVII, 6; Mat. X, 28; Rom. VIII, 31, etc.

Pero hay todavía otra enseñanza muy profunda de la Sabiduría, para utilidad de todo hombre deseoso de
cumplir esa misión que a todos nos alcanza, de difundir la verdad y el bien entre sus semejantes. Hallamos
esa lección en la fórmula lapidaria de San Lucas: "Semen est verbum Dei": la Palabra de Dios es semilla.

Quiere decir que el sembrador ha de contentarse con dejar caer la semilla. ¿Quién pensaría en golpear la
tierra para apresurar la germinación? La vida en germen, la planta, no está en la tierra, sino en el grano, y de
ahí el valor inmenso de la palabra, valor que depende de su calidad. Pero la tierra no puede ser forzada, y si
ella no es propicia, en vano pretenderíamos cosechar.

Se revela aquí otro aspecto interesante y eminentemente práctico de la sabiduría considerada como
serenidad, porque aquí ella nos dice que, aún en la materia más importante, como es el celo por la verdad, no
hemos de querer hacer violencia. Cuando los fariseos se escandalizan de su desnuda sinceridad, Jesús, lejos
de discutir con ellos, dice a los suyos: “Dejadlos: son ciegos que guían a ciegos" (Mat. XV, 14). Y cuando
El envía sus discípulos a evangelizar “como corderos entre lobos", y, les anuncia la persecución como un
sello de autenticidad, no les manda imponerse, ni discutir, sino al contrario: "Si no os reciben y no escuchan
vuestras palabras, salíos de aquella casa y de aquella ciudad, sacudiendo el polvo de vuestros pies” (Mateo
X, 14).

VI

Agreguemos, para terminar, un capítulo más íntimo. El que se refiere a la felicidad interna, cuya
perennidad nos garantiza la Sabiduría.
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Empieza por la paz inconmovible de la conciencia, y nos dice: “Si ves que has sido fiel, don de Dios es
esa fidelidad que te llena de gozo. No te gloríes”. "Después que hubiereis hecho todas las cosas que se os
han mandado (por Dios), habéis de decir: “siervos inútiles somos" (Luc. XVII, 10).

Si ves que has sido infiel, y estás de ello pesaroso, también es don de Dios esa contrición que te pone
tan cerca de El como cuando eras fiel, porque el corazón contrito es el sacrificio grato a Dios (Salmo
L). Lo es por razón de amor paternal, pues El sabe esa gran paradoja de que ama menos aquél a quien menos
se le perdona" (Luc. VII, 47).

Sapientia sapida scientia, dice S. Bernardo, esto es: la sabiduría es ciencia sabrosa, que entraña a un
tiempo el saber y el sabor. Es decir que probarla es adoptarla pero también que nadie la querrá mientras no
la guste; porque ni puede amarse lo que no se conoce, ni tampoco se puede dejar de amar aquello que se
conoce como soberanamente amable.

Hay, pues, que buscarla, porque, “si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídasela a Dios, que a
todos da copiosamente sin zaherir a nadie" (Sant. I, 5). Más aún, la sabiduría, "se anticipa a aquellos que la
codician, poniéndoseles ella misma delante”. Por lo tanto, quien la buscare, "no tendrá que fatigarse, pues la
hallará sentada en su misma puerta" (Sab. VI, 14-15). Y esto es porque el Divino Padre, que es bueno, dará
el buen espíritu a quien se lo pida (Luc. XI, 15).

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BIENAVENTURADO EL RICO...

(Ecli. XXXI, 8)

"Bienaventurado el rico que es hallado sin culpa, y que no anda tras el oro, ni pone su esperanza en el
dinero ni en los tesoros" (Ecli. XXXI, 8). Es éste el único caso en que la Sagrada Escritura elogia al rico. Y
lo explica en seguida: “porque fué probado por medio del oro y hallado perfecto por lo que reportará gloria
eterna; podía pecar y no pecó, hacer mal y no lo hizo" (Ecli. XXXI, 10). Un caso raro, pero no imposible.
Una excepción entre los ricos; pues casi todos sucumben a los halagos del oro.

La Epístola del Común de Confesores que cita este texto dice: Bienaventurado el hombre, en lugar de:
bienaventurado el rico. Sin embargo, solamente en su forma original se comprende el verdadero sentido del
"podía pecar y no pecó", y las alabanzas del Eclesiástico.

De la misma manera es elogiado en la Escritura el patrón, el patrón justo y misericordioso de las parábolas
del Evangelio, y una vez un patrón humilde, que se ciñe y sirve a sus siervos (Luc. XII, 37). Ese patrón es
figura de Cristo, que de esta manera nos revela uno de los abismales secretos de su humildad redentora. Se
refiere que en una casa de insanos se quería saber quién fuese el más demente de todos, y le dieron la palma
a uno que declaró estar esperando al rey para que le limpiase los zapatos. Pero mucho más lejos llega, según
vemos, la humildad divina en la parábola que acabamos de citar. Y cuidado con querer rechazarla, porque
ello sería falsa humildad, como la de Pedro en el lavatorio de los pies (Juan XIII, 8 ss). Jesús tiene derecho a
que le creamos esta verdad inaudita que anuncia en la parábola, porque ya nos dijo que El es nuestro
sirviente (Luc. XXII, 27), y que no vino para ser servido, sino para servir (Mat. XX, 28).

En el contexto de estos pasajes, Jesús revela ampliamente la superioridad del que sirve sobre el que es
servido. ¡Qué luz para el problema social moderno! ¡Jesús obrero, pero no ya sólo como trabajador del
músculo, ni como miembro de un gremio, sino como servidor de todos! Y por eso nos dice que entre
nosotros el primero servirá a los demás (Mat. XX, 26 s; Luc. XXII, 26). En esto estriba sin duda el gran
misterio escondido en la Escritura que dice: "el mayor servirá al menor" (Gén. XXV, 23; Rom. IX, 12).

II

Por otra parte, la Sagrada Escritura nos recuerda muchos ejemplos de apego pecaminoso a los bienes
materiales y nos hace ver sus horrorosas consecuencias. El primer ejemplo es el de la mujer de Lot, la cual
Jesucristo alude con las palabras: "Acordaos de la mujer de Lot" (Luc. XVII, 32). Si ella, como dice la
Biblia (Gén. XIX, 26), se convirtió en estatua (el hebreo dice columna) de sal, no fué por causa de
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curiosidad, sino por su apego a la ciudad maldita. En vez de mirar contenta hacia el nuevo destino que la
bondad de Dios le deparaba y agradecer gozosa el privilegio de huir de Sodoma castigada por sus
iniquidades, volvió a ella los ojos con añoranza, mostrando la verdad de la palabra de Jesús: "Donde está tu
tesoro, allí está tu corazón" (Mat. VI, 21). La mujer deseaba a Sodoma, y Dios le dio lo que deseaba,
convirtiéndola en un pedazo de la misma ciudad que se había vuelto un mar de sal, el Mar Muerto.

Con el mismo criterio dice Jesús de los que buscan el aplauso del mundo: "Ya tuvieron su paga" (Mat. VI,
2, 5 y 16). Y al rico Epulón: "Ya tuviste tus bienes" (Luc. XVI, 25). Es decir, tuvieron lo que deseaban y no
desearon otra cosa; luego no tienen otra cosa que esperar, pues Dios da a los que desean, a los hambrientos,
según dice la Virgen, en tanto que a los hartos deja vacíos (Luc. I, 53; cfr. S. LXXX, 11).

De igual modo prefiere El a los humildes. Por eso nos advierte que le esperemos ceñidos (Luc. XII, 35 ss),
es decir, listos para emprender el viaje, sin lamentar esta Sodoma del mundo (que dejaremos en ruinas
cuando El venga), ni pensar en recoger lo que hayamos dejado en casa (Luc. XVII, 31), pues eso
demostraría que queremos mezclar los míseros afectos terrenales con el bien infinito con que El nos colmará
de felicidad para siempre. Ambas cosas no pueden mezclarse en nuestro corazón.

Por eso añade Jesús que el que entonces quiera conservar esta vida la perderá (Luc. XVII, 33), y nos
previene que nos defendamos "a nosotros mismos" contra lo que puede cargar nuestros corazones con los
cuidados de esta vida (Luc. XXI, 34), ya que ese día nos sorprenderá “como una red” (Luc. XXI, 35: I Tes.
V, 2-11), hallándonos, como a las vírgenes necias, sin el aceite siempre renovado de la esperanza cristiana
(Mat. XXV, 1 ss).

Bien hacemos, pues, en amar la pobreza y dejar las riquezas, el lujo, las necesidades ficticias, y todo lo
que sea inútil o innecesario. Todas esas cosas se transforman poco a poco en ídolos (cf. Ef. V, 5), es decir,
en rivales de Dios, por cuanto tienden a atraer hacia ellos nuestro corazón.

III

La pobreza es la virtud predilecta de Jesús y la primera de las bienaventuranzas del Sermón de la


Montaña: “Bienaventurados los pobres en espíritu”. (Mat. V, 5), es decir, aquellos que se desprenden
interiormente de los bienes materiales y los usan como si fuesen solamente administradores de Dios, el que
es dueño de todo. Es lo que dice el Eclesiástico: pueden pecar y no pecan, hacer mal por medio del dinero, y
no lo hacen; son probados por el oro.

La pobreza es el distintivo de Jesús y de sus discípulos. Solamente de uno de ellos sabemos que no
despreciaba el dinero, y éste fue el traidor. Vivían de la providencia, como los pajarillos y con todo no
perdían la alegría del corazón. Pablo, el pobre, que trabajaba de día como tejedor y predicaba de noche, ganó
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para el Evangelio un mundo entero; Pablo, rico y soberbio doctor de la ley, no hubiera convertido siquiera a
su mucamo. Francisco, el rico hijo del importador Bernardone, fué una carga para su propio padre;
Francisco, el “poverello”, alejó de la Iglesia los más graves peligros.

Por eso el cielo pertenece a los pobres en espíritu, a los cuales Jesús promete el Reino. De ahí que Él
mismo predicara a los pobres (Mat. XI, 5; Luc. VII, 22) el año favorable o de la reconciliación, que señala
en Luc. IV, 18 s, citando a Is. LXI, 1. A continuación (Is. LXI, 2) el profeta vaticinó el día de la venganza,
en que los pobres verán el triunfo. No es otro el cuadro que la Virgen describe en el Magnificat (Luc. I, 51
ss). Según Santiago “Dios ha escogido a los que son pobres para el mundo (a fin de hacerlos) ricos en la fe y
herederos del reino que tiene prometido a los que le aman” (Sant. II, 5).

No es otra la enseñanza de los Padres. Todos ellos alaban la pobreza y la practican, y la toman como
característica del cristianismo auténtico, en tanto que para los paganos la pobreza era una cosa odiosa.

“Ser pobre, dice Minucio Félix, no es una infamia, sino una gloria. El que nada codicia, no es pobre:
es rico en Dios”. San Juan Crisóstomo predica a los ricos: "¡Qué locura, colocar vuestras riquezas en
donde no habéis de vivir, y no colocarlas en donde habéis de ir para siempre! Colocad vuestros tesoros
en vuestra patria, que es el Cielo”. “El que no tiene nada en la tierra, dice San Cipriano, es rico en el cielo;
es un ser celestial, angélico y divino. De lo alto del cielo, los bienaventurados ángeles miran con desdén este
pequeño punto que se llama tierra, sus bienes y sus riquezas, y les causa risa; porque es propio de un alma
grande y generosa no admirar más que a Dios”.

Entonces, ¿cuál es la suerte de los ricos? ¿Son ellos los marcados para el fuego eterno? No, por cierto. Se
salvará el rico que pudiendo pecar no peca y pudiendo hacer mal no lo hace (Ecli. XXXI, 10) o sea, el rico
que es pobre en espíritu (Mat. V, 3) y no apega su corazón a los bienes de este mundo. A la inversa, no todos
los que hacen alarde de su pobreza, son pobres en espíritu. Hay una pobreza ficticia que es tal vez peor que
el amor a las riquezas. Vivir cómodamente y llamarse pobre es una contradicción en sí mismo.

Para ser pobre en espíritu ayuda mucho la reflexión de que no somos dueños de nuestros bienes, sino
administradores de lo ajeno, que felizmente podemos aprovechar para ganar ventajas por medio de la
limosna, conforme a lo que dice Jesús en Luc. XVI, 9: “Granjeaos amigos (en el cielo) por medio de la
inicua riqueza, para que, cuando ella falte, os reciban en las moradas eternas”.

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ASPIRAD AL AMOR

(I Cor. XIV, 1)

Una parábola oriental refiere que un padre de familia que tenía dos hijos gravemente enfermos, trajo de
lejos un bálsamo que devolvió a los dos la salud perdida. Uno de ellos no cesaba de elogiar la eficacia del
remedio, en tanto que el otro pensaba en la bondad de su padre que lo había traído. El padre conoció que esa
diferencia entre ambos espíritus era Cuestión de amor (en el segundo) y desamor (en el primero). Entonces
les descubrió que el bálsamo no era nada en sí mismo, sino agua pura, en la cual él había dejado caer una
lágrima de su amor paterno dolorido por el mal de los hijos. La eficacia, que parecía propia del bálsamo, no
era sino la fuerza de ese amor.

Precioso ejemplo, lleno de sentido sobrenatural, que nos enseña a no admirar ni amar creatura alguna, sino
a glorificar en ellas la bondad del Padre, "en alabanza de la gloria de su gracia, por la cual nos hizo
agradables a sus ojos en su amado Hijo" (Ef. I, 6). Dios nos da algo más que objetos perecederos. El ama
con todo su Ser, que es el amor mismo. De ahí que "mandó” su propia Palabra (Verbo) para sanarnos (Sal.
CIV, 20). De ahí que nos da, para santificarnos y movernos, su propio Espíritu (Rom. V, 5; VIII, 12). Véase
Amós VIII, 11 s.; Sal. CIII, 29 s.

Para comprender esto, hay que conocer el corazón de aquel Padre admirable “de quien toma su nombre
toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef. III, 15). Santo Tomás piensa que El se llamaría Padre aun
cuando no tuviera Hijo, pues la paternidad es tan propia de Él como el amor. Por eso Jesús reserva para Él el
título de Padre, y nos pide que no llamemos padre a ninguno sobre la tierra, “porque uno solo es vuestro
Padre” (Mat. XXIII, 9).

La única oración que Cristo enseñó a sus discípulos empieza con el dulce nombre de Padre y es desde la
primera hasta la última petición el más sublime canto de alabanza al “Padre nuestro” en los cielos que nos
ama y conoce nuestras necesidades.

San Pablo continúa este canto en las “salutaciones” y “doxologías”, que resuenan como eco de coros
angélicos. Oigamos cómo comienza su segunda Epístola a los Corintios: “Bendito sea el Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en
todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos consolar a los que están en cualquier tribulación,
con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios” (II Cor. I, 3-4).

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Y no solamente el consuelo en las tribulaciones viene de este Padre amabilísimo, sino también esa
misericordia que le conmueve a compadecerse de nuestras culpas y caídas, pues El sabe de qué estamos
formados; recuerda que somos polvo (Sal. CII, 14). El que cree de veras en la paternidad misericordiosa de
Dios, vivirá en una amistad íntima y amorosa con Él, la cual no puede ser interrumpida por nuestras
miserias. Al contrario, cuanto más débil es nuestra naturaleza, tanto mayor es su ternura y bondad. Por eso
Cristo no vino a buscar justos sino pecadores (Luc. V, 52).

Ya en el Antiguo Testamento encontramos retratado el corazón paternal de Dios en las palabras del
Salmista. “Como un Padre que se apiada de sus hijos, así, el Señor se compadece de los que le temen" (Sal.
CII, 13). Pero tan sólo en el Nuevo Testamento este retrato de Dios asume toda su plenitud en la revelación
de Jesucristo, quien nos da la total explicación del misterio de la paternidad divina, que no procede de la
simple creación, como en todos los demás seres, sino de la regeneración que el Espíritu realiza en nosotros
por la gracia en virtud de los méritos de Jesucristo (Juan I, 12; Gál. IV, 4-7; Ef. I, 5; Col. II, 12; Juan III, 9).

II

Al amor paternal de Dios ha de corresponder el amor filial nuestro. Tener amor filial a Dios es empezar a
creer en esas excelencias de su corazón amoroso, para no seguir mirándolo como a un implacable señor a
quien se obedece sólo por miedo. Debemos considerarle como el sumo bien deseable, lo cual nos hace correr
hacia El “como el ciervo a la fuente” (Sal. XLI, 2), como el hijo pródigo de la parábola a la casa paterna
(Luc. XV, 11 ss).

Jesús enseñó esto con claridad definitiva cuando dijo aquellas palabras (que suelen mirarse, confesémoslo,
como cosa de perogrullo, según se hace con tantas otras de su adorable sabiduría): "Donde está tu tesoro,
está tu corazón" (Mat. VI, 21), o sea, que en vano pretenderás seguir a algo o a alguien si antes no lo amas y
lo deseas por estar convencido de que en ello está tu felicidad.

El Señor vuelve a confirmarlo cuando dice a San Judas Tadeo que quien lo ama guardará sus palabras, y
quien no lo ama no las guardará (Juan XIV, 25 s). Y ya sabemos que guardarlas, o conservarlas, es el
camino para cumplirlas, según lo enseña el Espíritu Santo por boca de David, diciendo: "Guardé tus palabras
en mi corazón para no pecar contra Tí" (Sal. CXVIII, 11).

Sin amor a Dios se congela la vida sobrenatural y se marchita el amor filial, como una flor sin agua. El
hombre sin amor es una máquina sin aceite, un reloj sin resorte, un cadáver viviente. El que no ama a Dios,
ni siquiera lo conoce, puesto que Dios es amor (I Juan IV, 8), y negándole el amor muestra que tiene un
falso concepto de Dios, pues no lo reconoce como Padre; lo considera como tirano, a quien se debe servir
porque no hay más remedio; y así se le apagan los afectos de hijo, sin los cuales no hay vida cristiana.

52
El que no ama, no es capaz de cumplir la Ley de Dios, en tanto que "del amor a Dios brota de por sí la
obediencia a su divina voluntad (Mat. VII, 21; XII, 50; Marc. III, 35; Luc. VIII, 21), la confianza en su
providencia (Mat. VI, 25-34; X, 29-53; Luc. XII, 4-12 y 22-34; XVIII, 1-8), la oración devota (Mat. VI, 7-8;
VII, 7-12; Marc. XI, 24; Luc. XI, 1-15; Juan XVI, 23-24) y el respeto a la casa de Dios (Mat. XXI, 12-17;
Juan II, 16)" (Lesétre).

III

¿Cómo se manifiesta el amor a Dios? Para ello Jesús nos ha dado algunas señales, que son a la vez
pruebas de su pedagogía divina. Al anunciar a sus discípulos el mandamiento del amor fraternal les dice:
“En esta reconocerán todos que sois discípulos míos, si tenéis amor unos para otros" (Juan XIII, 53). Y para
que nadie se atreva a ver en el amor al prójimo un simple precepto, le da carácter excepcional, llamándolo
"nuevo" (Juan XIII, 34), diríamos inaudito, y combinándolo, en el "gran mandamiento", con el amor a Dios:
"Amarás al Señor Dios tuyo de todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el mayor y
primer mandamiento. El segundo le es igual: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos
mandamientos pende toda la Ley y los Profetas". (Mat. XXII, 57-40).

Este doble Mandamiento, de la caridad, en el cual están resumidos todos los demás, debería estar grabado
en todas las paredes y escrito al comienzo y final de todos los libros. La fusión de los dos grandes amores en
uno es tan audaz, tan divino, que ninguno de los sabios paganos pudo imaginarla y mucho menos enseñarla.
Pero lo más divino es la vinculación de los dos amores a un amor tercero, que es el más natural, el amor
propio. Amarás a tu prójimo como a tí mismo, y amando al prójimo como a ti mismo mostrarás tu amor a
Dios. En esta unión vital de los tres glandes amores, tomando el amor de sí mismo como medida del amor al
prójimo, y éste como prueba del amor al Padre, Jesús nos trazó no solamente una nueva doctrina, sino un
nuevo mundo.

Lástima que el gran Mandamiento de la caridad haya encontrado tan pocos cumplidores. Y es cada vez
más difícil plantarlo en los corazones. Explicarlo al mundo moderno, desgarrado por egoísmos particulares y
colectivos, es como predicar ante los mentecatos de un manicomio. La humanidad de hoy parece continuar
por su conducta el dicho de aquel escritor que narra haber visto cómo se enterraba la caridad y nadie
lloraba.

Felizmente resulta que no es imposible reprimir nuestra natural maldad y egoísmo, pero esto no es obra de
nuestro esfuerzo, sino, como todo lo bueno, fruto de la gracia que Dios nos dispensa gratuitamente. Apenas
dejamos nacer en nuestro corazón la más pequeña flor de un buen deseo, entonces es el mismo Dios quien se
pone a obrar, enviando a nuestra alma su Espíritu Santo y haciendo en nosotros grandes cosas, como dice la
Virgen en el Magnificat. Y es El, entonces, quien nos da “el querer y el hacer” (Filip. II, 13); es Él quien
nos prepara las obras para que las hagamos (Ef. II, 10); es Él quien nos consuela para que podamos consolar
a los demás (II Cor. I, 4); es también El quien nos da con abundancia para que puedan abundar nuestras

53
buenas obras (II Cor. IX, 10), y quien, además, completa nuestras obras (Sab. X, 10) para que sean perfectas
a sus ojos.

Lo malo consiste no solamente en esto que nosotros nos creamos incapaces de cumplir la Ley de caridad,
sino que el mal más grande es la propia suficiencia, que se atribuye a sí mismo lo que es obra de Dios. El
más austero ascetismo no alcanza a suplir la caridad, la cual es "el vínculo de la perfección" (Col. III, 14).

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54
COMPASION

Cuando vemos en el teatro un drama triste, lloramos con el personaje que aparece sufriendo, y sin
embargo sabemos muy bien que todo no es más que ficción. Esto nos muestra que esa compasión no es una
espiritualidad, sino que reside en el sentido externo de la imaginación. La contraprueba sobre el valor de
tales sentimientos está en que al poco rato ya no nos acordamos de esas lágrimas.

San Pedro es un ejemplo elocuente a costa de cuyos fracasos podemos aprender mucho, como se ha
mostrado en el artículo titulado "El caso de Pedro". La compasión sentimental del apóstol es la que lo lleva a
querer oponerse a la Pasión redentora de Cristo. Y este sentimiento, que los hombres hallarían nobilísimo, es
lo que despierta en Jesús la más ruda de sus repulsas: "Apártate de mí, Satanás. Me sirves de tropiezo,
porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres" (Mat. XVI, 25). Y esa misma compasión, que
tan hermosa parece, es la que lleva al mismo Pedro a jurar que morirá por su Maestro, y... a negado pocas
horas después, delante de una sirvienta inofensiva, es, decir, cuando ni siquiera corría peligro su vida con
decir la verdad.

Aquella tremenda sentencia de Cristo, tan humillante para nosotros, según la cual lo que es sublime para
los hombres, es despreciable para Dios (Luc. XVI, 15), se ve cumplida en la repugnancia que nos cuesta
admitir esta tesis cristiana sobre la falacia de nuestra compasión. Porque nos gustaría soberanamente decir
que compadecemos mucho a Cristo en sus dolores, y de ello resultaría una agradable conclusión sobre la
nobleza de que es capaz el corazón humano. Pero Dios nos enseña que no tenemos motivo para gloriarnos
de tal nobleza, porque “no somos suficientes por nosotros mismos para concebir algún pensamiento, como
de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia viene de Dios” (II Cor. III, 5).

II

La prueba de los ejemplos evangélicos es definitiva. Junto a la Cruz de Jesús brillaban por su ausencia los
Apóstoles, discípulos y amigos que tanto lo habían seguido. Y María “stabat”, es decir, estaba de pie allí y
no desfallecía, ni se dice que antes ni después haya vertido una sola lágrima. ¿Qué había de verterla, si ella,
en su corazón, era el altar donde se consumaba la inmolación de su Hijo como acto supremo de la caridad de
un Dios Padre y de un Dios Hijo hecho hombre? Y así como el Padre no tuvo esa clase de compasión, y “no
perdonó a su Unigénito; sino que lo entregó a nosotros” (Rom. VIII, 32), así también María lo habría matado
con su mano, como una sacerdotisa sacrificadora del Cordero divino, si tal hubiera sido la voluntad del
Padre. Porque eso es la que la hizo Madre del Verbo Encarnado: “Quien hace la voluntad de mi Padre, he
aquí mi madre y mis hermanos…” (Mat. XII, 50).

55
Si Jesús hubiese querido lágrimas, bien se las habría dado su Madre. No es tal, pues, lo que El quiere, y
así lo dijo a las mujeres que lo lloraban: “No lloréis por mí, sino por vosotros y vuestros hijos'', es decir,
por el misterio de iniquidad que gobierna al mundo y hace que no aproveche mi Redención. Por donde
se ve que derramar una sola lágrima ante Cristo crucificado, y conceder luego un sólo afecto de nuestra vida
al mundo, “que está todo entero en manos del Maligno” (I Juan, V, 19), es una aberración grotesca. Y como
es verdad que todos hemos incurrido en ella, he aquí una razón suficiente para huir de lágrimas inútiles,
y ocupar ese tiempo en conocer lo que de veras quiere Cristo. Lo que Él ansía hasta el punto de poner
por ello su vida es: que escuchemos las palabras de amor que El nos dice en el Evangelio, porque esas
palabras “son espíritu y son vida” (Juan VI, 64), o sea, son capaces de sacarnos de nuestra propia maldad
hasta hacernos “renacer del Espíritu” (cfr. Juan III, 5). Y si no recurrimos a ese remedio, sabiendo que es
verdaderamente eficaz para hacernos capaces de complacer al Padre, en lo cual está el ansia toda de Cristo,
es porque no tenemos la firme voluntad de amarlo sobre todas las cosas. Y entonces las lágrimas,
francamente, no están lejos del beso de Judas.

Con esto vemos que la queja profética del Salmo: “Busqué quien me consolara y no lo hallé” (Sal.
LXVIII, 21), no significa pedir lágrimas de compasión; que Jesús no necesita, pues El es siempre el Hijo
amado que hace sin cesar lo que agrada al Padre (Juan VIII, 29), y lo hizo más que nunca en su inmolación
(Juan VI, 38-40), al punto de que el Padre lo ama de un modo especial porque El se inmola por nosotros
(Juan X, 17).

Si el corazón del hombre fuera bueno de suyo, el camino de la compasión sería excelente, y no existiría el
peligro del sentimentalismo; ni podría haber presunción y escondida soberbia farisaica, en cierta falsa
espiritualidad, o mejor dicho cierta falsa mística, que sólo puede despertarse periódicamente, y que no
es sino un desahogo propio, aunque tiene harta boga durante unos días. Cristo resucitó y ya no muere,
dice San Pablo; ya no sufre, ni puede sufrir. Su Pasión, si le estamos realmente agradecidos, ha de ser el gran
motivo de nuestro gozo, como dice la oración “Obsecro te” después de la Misa. Porque así le mostraremos
que apreciamos el regalo infinito de su Cruz, que es el cheque con el que El pagó por nosotros.

III

Miremos, como lección, la sobriedad insuperable de los Evangelistas en sus relatos de la Pasión. Ni un
adjetivo, ni una palabra de compasión les inspiró el Espíritu Santo. Y no creeremos que esos autores amaban
a Jesús menos que nosotros, porque entonces sí que sería evidente nuestra presunción.

Cuéntase a este respecto de San Felipe Neri, que sabía bien lo que era amor, la anécdota picante y sabia de
una señora muy lacrimosa que le había dicho: "Padre, yo quisiera sufrir tanto como Jesús. Yo quisiera sufrir
más que Jesús, para consolarlo en su Pasión”. El gran Santo la despidió diciéndole que era mejor un poco
menos. Y mientras ella salía, llamó él a unos pilluelos y les dijo que la emprendieran con esa señora
tirándole del rodete, etc. Pocos minutos más, y San Felipe tuvo que acudir porque la “mártir” estaba
estrangulando a los chiquillos. Es de suponer que el Santo le recordase entonces aquellos anhelos de

56
heroísmo. Más no creamos que ella estuvo de acuerdo, pues encontraba “muy justo” el castigo de sus
agresores.

Jesús lloró la muerte de su amigo Lázaro. No se trata, pues, de suprimir las lágrimas en nuestra vida de
relación. Estamos hablando de espiritualidad sobrenatural. Jesús lloró la iniquidad de Jerusalén. Ahí tenemos
el gran motivo para llorar. “¡Bienaventurados los que lloran!". Recordemos una vez más lo de Jesús a las
mujeres. Lloremos por nosotros y sobre nuestros hijos. Lloremos nuestra iniquidad propia, rezando el
Salmo Miserere, y no sólo en Cuaresma, sino todos los días. Y tengamos compasión, no del feliz Jesús,
que cumplía una epopeya gloriosa, sino do los infelices por quienes Él la sostuvo hasta inmolarse:
compasión de los pecadores, rogando por ellos. Compasión de los que sufren, dándoles un consuelo
que Jesús recibe como dado a El mismo. Compasión, sobre todo, de los que ignoran la luz, pues de
ésos se compadeció especialmente el mismo Jesús cuando dijo que andaban “abatidos y esquilmados
como ovejas sin pastor” (Mat. IX, 56).

Jesús es un gran Rey, “todo deseable”, como dice el Cantar. Para poder desearlo, con nuestro corazón
mezquino, necesitamos admirarlo y codiciar sus promesas. Porque ya lo hemos dicho: la compasión no
dura, y la lástima no está muy lejos del menosprecio. “Hombre pobre hiede a muerto”, dice el refrán.
El que pretendiera tener corazón de gigante, no sólo se equivocaría lamentablemente, como enseña
San Pablo, sino que se estaría inventando un camino propio de santificación, muy lejano de agradar a
Cristo. Porque lo que Él quiere, aunque parezca muy raro a la soberbia estoica, es que tengamos
corazón de niño.

El que lo tiene será el primero en el Reino, dice Jesús. Y también dice que no hay otro camino y que el
que no lo tiene no entrará de ningún modo (Lc. XVIII, 17).

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57
HACIA EL PADRE

EL PADRE CELESTIAL EN EL EVANGELIO

Si preguntamos quién es el Padre Celestial, cualquiera nos dirá que es Dios, porque Dios es nuestro Padre.

Si volvemos a preguntar quién es ese Dios, no faltarán quienes nos digan que es Jesucristo, pero algunos
dirán sin duda que es la Santísima Trinidad.

¿La Santísima Trinidad sería entonces nuestro Padre? ¿Ese Padre a quien Jesús nos enseñó a adorar "en
espíritu y en verdad"? ¿Ese Padre a quien nos enseñó a dirigir el Padrenuestro? Ese Padre a quien El llamó
"mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios", ¿sería la Santísima Trinidad? ¿Entonces Jesús sería el
Hijo de la Santísima Trinidad?

Entonces, ¿la Misa y las oraciones de la Iglesia se equivocan cuando se dirigen al Padre, primera Persona
de la Trinidad? Pues casi todas terminan pidiéndole "por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive
y reina en la unidad del Espíritu Santo".

¿Podría haber una ignorancia más grande que la de decir que Jesús es Hijo de la Trinidad? Tal fué
exactamente la herejía del P. Harduin y su discípulo el P. Berruyer, que refutó tan claramente San Alfonso
de Ligorio.

El mal viene de ignorar el Evangelio, pues cualquiera que lo ha leído, aunque sea una sola vez, no puede
dejar de admirar la insistencia de Jesús en hablar de su Padre, del Padre que lo envió, es decir de esa
Primera Persona, cuya gloria es para Cristo una obsesión constante. De ahí que defina los tiempos
mesiánicos como aquéllos en que se va a "adorar al Padre en espíritu y en verdad, porque tales son los
adoradores que el Padre quiere" (Juan IV, 23 s.).

"Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre (Juan IV, 34); "vuestro Padre Celestial es misericordioso"
(Luc. VI, 56); "el Padre hace salir el sol sobre buenos y malos" (Mat. V, 45); "tanto amó Dios (Padre) al
mundo, que le dió su Hijo" (Juan III, 16); "mi Padre es quien os da el verdadero Pan del Cielo" (Juan VI,
32); "si vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre
58
Celestial dará cosas buenas a quienes se las pidan?" (Mat. VII, 11); "todo lo que pidiereis al Padre en mi
nombre, Yo lo haré" (Juan XIV, 15). "Yo me voy al Padre (Juan XVI, 11); como mi Padre me amó a Mí, así
Yo os he amado a vosotros" (Juan XV, 9); "Yo vivo por el Padre, y (así) el que me come vive por Mí" (Juan
VI, 58); “el mismo Padre os ama" (Juan VI, 27); "Yo te alabo, Padre y Señor del Cielo y de la tierra, porque
ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños"... (Luc. X, 21).

II

El que hubiera reflexionado una sola vez sobre estas y otras mil palabras de Jesús, ¿podría decir que ese
Padre, ese Dios a quien Jesús llama su Padre, es la Trinidad y no la Primera Persona? A esta divina Persona,
cuyo gloria es la preocupación de Jesús, se dirige El en su Oración Sacerdotal para darle cuenta de que ha
cumplido su voluntad manifestando a los hombres su Nombre de Padre. Y concluye insistiendo en que nos
hará conocer más y más a ese Padre, que nos ama a nosotros como a Él lo amó.

A Él se dirige Jesús en la Cruz al decirle: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" A Él la última
palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". A Él se refiere la sentencia que oiremos de Jesús
como Juez de las naciones: "Venid, benditos de mi Padre”. A Él reverencia el mismo Verbo Encarnado
cuando dice “mi Padre es mayor que Yo" (Juan XIV, 28), lo cual se explica perfectamente, pues si la
Segunda Persona tiene la plenitud de la Divinidad, lo mismo que la Primera, siempre será cierto que la
recibe de Ésta, es decir del Padre (así como el Espíritu Santo la recibe del Padre y del Hijo), en tanto que el
Padre que la comunica, no la recibe de nadie. De ahí que Jesús, aunque "Dios le puso todas las cosas en su
mano" y "no (le) comunicó su Espíritu con escasa medida" (Juan V, 54-55) y "le dió el tener la vida en Sí
mismo" (Juan V, 26), mantiene siempre esa devoción por la Persona del Padre (como lo hace todo buen
hijo aunque sea adulto y tan rico y poderoso como su padre); y esa devoción, y amor, y celo por la
gloria de su Padre, es lo que llena su vida entera, desde que a los 12 años se queda en el Templo, aún a
trueque de dejar a su Madre en la angustia, para “estar en las cosas de su Padre" (Luc. II, 49).

Desde entonces y sin perjuicio de dejar perfectamente definida la propia divinidad del Hijo ("mi Padre y
Yo somos uno”, Juan X, 50) y el misterio de la circuminsesión (“mi Padre es en Mi y Yo soy en mi Padre",
Juan XIV, 10), Jesús va ahondando ese concepto del Padre, y lo llama siempre Dios por antonomasia, como
veremos también que se hace en todo el Nuevo Testamento.

En cuanto al Antiguo Testamento, en el cual el misterio de las Tres divinas Personas está latente, Jesús lo
dice de una manera terminante: “es mi Padre el que me glorifica: Aquel que decís vosotros que es vuestro
Dios” (Juan VIII, 54). Lo mismo hace S. Pedro al hablar del “Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob y Dios
de nuestros padres”, para referirse a la Persona del Padre, que “glorificó a su Hijo Jesús” (Heb. III, 13). Por
donde se ve claramente que en el Antiguo Testamento Dios es también el Padre, Yahvé, el que se reveló a
Moisés en la zarza, Aquel de quien dice David las palabras que el mismo Jesús citó a los judíos como prueba
definitiva de su propia divinidad: "Dijo Yahvé a mi Señor, siéntate a mi diestra” (Mat. XXII, 44; Salmo,
CIX, 1).

59
En esta misma frase se ve cómo el Padre, que da al Hijo la vida, es también quien le da toda gloria, así
como fué El quien lo envió al mundo para que hiciera la voluntad paterna: “He aquí que vengo .. . debo
hacer tu voluntad” (Salmo XXXIX, 8-9).

III

Por su parte, San Pablo acentúa este mismo concepto. Empieza por decirnos que, así como nosotros
somos de Cristo, Cristo es de Dios su Padre (I Cor. III, 23). Más adelante dice: “Sin embargo, para nosotros
no hay más que un solo Dios, que es el Padre, del cual tienen el ser todas las cosas y que nos ha hecho para
El; y un solo Señor, Jesucristo, por medio de quien han sido hechas todas las cosas, y por El somos
nosotros” (I Cor. VIII, 6). Después en la misma epístola nos dice que el fin último de todas las cosas será
“cuando el Hijo entregue el Reino a su Dios y Padre, habiendo destruido todo imperio y toda potestad y toda
dominación” (I Cor. XV, 24).

Entretanto “debe reinar hasta ponerle (el Padre) todos los enemigos bajo sus pies” (I Cor. XV, 25)
“porque todas las cosas las sujetó bajo sus pies” (I Cor. XV, 26).

Mas cuando dice: “todas las cosas están sujetas a Él, sin duda queda exceptuado Aquel que se las sujetó
todas. Y cuando ya todas las cosas estuvieren sujetas a Él, entonces el Hijo mismo quedará sujeto al (Padre)
que se las sujetó todas, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas” (I Cor. XV, 27-28).

Esto es tan terminante, que nos asombraría quizá si no fuera el Espíritu Santo quien lo dice. A tal punto,
que la herejía de los arrianos, viendo que el Verbo se muestra tan sometido al Padre, se atrevió a sostener
que la Persona de Cristo era simple creatura como nosotros, sin comprender que, si Cristo tiene naturaleza
humana, no tiene dos personas, sino una única Persona que es la divina del Verbo, la cual, como dice el
Credo, no ha sido hecha a la manera de las creaturas, sino engendrada, y es por lo tanto consustancial a Dios
Padre de quien procede, siendo esta procesión (generación) desde la eternidad, por lo cual el Hijo o Verbo
no es menos eterno que el Padre: “Tú eres mi hijo, Yo te he engendrado hoy" (Salmo II, 7).

Nada más expresivo que esta asociación del pretérito: "Yo te he engendrado”, y del presente "hoy". El
pretérito significa que la generación de que se trata está ya consumada; el presente denota que es
permanente, acto eterno, que no tiene pasado ni presente, ni hoy ni mañana (cf. Sal. CIX, 5).

Bien vemos entonces por qué Jesús dice "mi Padre es mayor que Yo" (Juan XIV, 28), sin perjuicio de
decir también que Él es Uno con el Padre (Juan X, 30). Y vemos también que no conviene decir que en

60
aquella frase habló Jesús como persona humana, puesto que, como hemos visto, no hay en Jesús dos
Personas, sino una sola, y Esta es divina.

IV

Jesús vino, pues, a revelarnos el Nombre de Padre que tiene la Primera Persona, cuyo conocimiento es,
por consiguiente, fundamental en la doctrina cristiana. Y de tal manera nos quiere llevar a ese conocimiento
y amor de la Primera Persona, que dice claramente: "Si me conocierais a Mí, conoceríais también a mi
Padre” (Juan XIV, 7). Esto lo dice porque El, Jesús, "resplandor de la gloria del Padre y figura de su
sustancia" (Hebr. I, 3) es el espejo purísimo en cuya faz vemos reflejarse las mismas perfecciones del Padre;
y también porque el divino Hijo habló tanto de su Padre, tanto lo alabó, tanto se humilló (Fil. II, 8) para
darle al Padre toda la gloria; tanto insistió en que Él era Enviado que nada hacía sin el Padre… que
realmente es imposible conocer, por poco que fuera, a semejante fiel Enviado, sin conocer a aquella Primera
Persona que lo envió y a quien Él tanto se empeñó por dar a conocer a los hombres.

No conocer al Padre de Jesús, es, pues, el mayor desaire que podría hacerse a Jesús, la mayor prueba de
no haber prestado atención a sus palabras, sobre todo al Evangelio de San Juan, que es el menos conocido.

EI mismo Jesús explica que “la vida eterna consiste en conocer al Padre y a Jesucristo como enviado por
el Padre” (Juan XVII, 5), es decir, en saber que ese Padre Dios fué capaz de amarnos hasta darnos su Hijo
como Víctima, además de dárnoslo como Mediador, Maestro, Amigo, Hermano, Alimento...

Ahora bien, si la vida eterna estriba en ese conocimiento del Padre, parece que la falta de ese
conocimiento debe ser muy grave. Veamos lo que enseña sobre ello Jesús. Al anunciar a sus verdaderos
discípulos la persecución, no sólo por parte de los incrédulos sino también por parte de los que pretenden
agradar a Dios, les dice: "Tiempo llegará en que cualquiera que os quite la vida, creerá ofrecer con ello un
homenaje a Dios". E inmediatamente nos da la explicación de esta aberración tan monstruosa: "Y esto harán
porque no conocen al Padre, ni a Mí”. Y añade todavía, como para prevenir a los que vivieren en esos
malos tiempos: "Os lo he dicho para que, cuando llegue ese tiempo, os acordéis de que Yo os lo he dicho"
(Juan XVI, 1-5).

Apresurémonos, pues, a sacar la saludable consecuencia de estas lecciones de Jesús: la necesidad urgente
de conocer al Padre, y esto, mediante el Único que puede revelárnoslo porque es el Único que lo conoce: "A
Dios nadie lo ha visto nunca. Su Hijo Unigénito que está en el Seno del Padre, Ese es quien le dió a conocer.
Así dijo el Evangelista Juan (Juan I, 18), y Cristo mismo confirma: "Nadie conoce... al Padre sino el Hijo, y
aquel a quien el Hijo quisiere revelarlo” (Luc. X, 22). "Nadie viene al Padre sino por Mí" (Juan XIV, 6).
61
Esta doctrina básica de toda espiritualidad auténticamente cristiana, está sintetizada por San Juan, el
discípulo amado, quien en su gran Epístola nos dice que nos ha dado a conocer (en su Evangelio) la Vida
que estaba en el Padre y vino a nosotros”, para que vuestra unión (ut societas vestra) sea con el Padre y con
su Hijo Jesucristo (I Juan I, 2 y 5).

¿Y el Espíritu Santo? dirá alguno. El Espíritu Santo es precisamente quien nos está llevando al
conocimiento y amor del Padre y del Hijo, pues Él es el Amor que une a Ambos en la misma Esencia. Pero
no es la Esencia distinta de las tres Personas lo que se adora, sino las Personas. Así lo define una
importantísima decisión del IV Concilio de Letrán para prevenirnos de que la Divinidad no existe sino en las
Personas y en cada una de Ellas, y que por lo tanto hemos de adorar y glorificar al Padre, al Hijo, y al
Espíritu Santo (la Iglesia oriental dice: "al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo").

Pretender adorar a un Dios que no fuese el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo, sería, declara el
Concilio, introducir una como "cuaternidad", atribuyendo personalidad a la esencia divina (Denzinger 432).
¿No es acaso éste el vago concepto deísta que muchos tienen cuando dicen Dios, o "el Señor", o Nuestro
Señor, o Dios nuestro Señor, sin saber si hablan de Cristo o del Padre; o cuando oran sin pensar a qué
Persona se están dirigiendo?

Concluyamos recordando la gravedad que atribuía a esto San Cirilo de Jerusalén al decir que el Anticristo
es la apostasía, y que ésta consiste en abandonar la verdadera fe confundiendo el Padre con el Hijo (Cyrillus
Hieros. Catech. 15).

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62
DIOS JUSTO Y MISERICORDIOSO

No nos conviene, ciertamente, que Dios sea justo, en el sentido humano de la palabra. El litigante desea
un justo juez cuando su causa es buena. Pero cuando la causa es mala, cuando no tiene razón, ¿acaso le
conviene un juez justo?

Ahora bien, ¿qué tal es la causa nuestra delante de Dios? Él mismo nos lo enseña por si acaso nuestra
ceguera no lo viese: “Ningún viviente puede aparecer justo en tu presencia”, dice el Profeta David (Sal.
CXLII, 2); y en otra parte: “Si examinaras, Señor, nuestras iniquidades, ¿quién podría subsistir? (Sal.
CXXIX, 5). “Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos, y no hay verdad en
nosotros” (I Juan I, 8).

¿Qué haríamos, pues, con un juez justo?

Jesús, que es y será nuestro Juez porque el Padre así lo quiso, ha definido su justicia en estos términos: “El
Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que había perecido” (Luc. XIX, 10). “Que no envió Dios su
Hijo al mundo para juzgar al mundo sino para que por su medio el mundo se salve” (Juan III, 17).

¿En qué consiste, pues, la justicia de Dios? ¿Acaso será que el Padre sea más severo que su Hijo en
materia de justicia? Parece que debiéramos dudarlo cuando vemos que San Pablo lo llama "Padre de las
misericordias y Dios de toda consolación" (II Cor. I, 3) y que desde el Antiguo Testamento nos dice el
mismo Padre: "¿Acaso quiero Yo la muerte del impío, y no antes bien que se convierta de su mal proceder y
viva?” (Ez. XVIII, 22).

Pero donde se ve hasta qué punto llega la justicia de Dios, es en las palabras de su Hijo que nos hace
aquella inaudita revelación: "Tanto amó Dios al mundo que no reparó en dar a su Hijo Unigénito..." (Juan
III, 16). ¿Es esto justicia, condenar al inocente para salvar al culpable?

II

Se dirá: Bueno, eso lo hizo Dios una vez. Pero ahora será sin duda más severo. Veamos lo que dice San
Pablo: "Lo que hace brillar más la caridad de Dios hacia nosotros es que cuando éramos aún pecadores,
Jesucristo, al tiempo señalado, murió por nosotros; con mayor razón, pues, ahora que estamos justificados

63
por su Sangre, nos salvaremos por Él de la ira" (Rom. V, 8). "El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le
entregó por todos nosotros, ¿cómo después de habernos dado a Él, dejará de darnos cualquier otra cosa?"
(Rom. VIII, 32).

Quiere decir, pues, que ahora el Padre es aún “menos justo" que antes. Entonces ya nos llamaba a su
mercado diciendo: “Venid y comprad sin dinero” (Is. LV, 1). ¿Qué “justicia” puede haber donde se vende
sin dinero? Ahora Él mismo se ha obligado más aún a no negarnos nada, pues que nos ha provisto de una
moneda de valor infinito: la Sangre del Hijo amado en quien tiene todas sus complacencias. Con esa moneda
no hay cosa que se nos pueda negar, y Jesús lo ha dicho terminantemente: “Todo lo que pidiereis al Padre en
mi Nombre os lo dará" (Juan XVI, 24).

¿De dónde puede sacarse entonces la prueba de que Dios es justo? Así lo supone sin duda la metafísica,
pero la Revelación nos dice que los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, sino que distan
tanto de ellos como el cielo de la tierra (Is. LV, 9). "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a
vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del Cielo dará el buen espíritu a los que se lo pidan?” (Luc. XI,
15). ¿Acaso no es El “bueno con los desagradecidos y malos"? (Luc. VI, 35).

Dios no juzga a nadie (Juan V, 22) en esta vida, ni odia a sus creaturas, porque es Padre y ama con un
amor de infinita misericordia. No podemos poner en duda su justicia o santidad, pero ésta ya está
satisfecha de un modo superabundante con los méritos de Jesucristo. Por lo tanto, Dios no necesita
tratarnos según nuestro humano concepto de justicia, antes bien, puede dar rienda suelta a su misericordia
incontenible que rebosa de su corazón de Padre. Lo vemos obrar así en todas las relaciones con nosotros.
Cuando uno peca, dice San Ambrosio, Dios lo mira como una flaqueza propia de lo que somos; mas cuando
se arrepiente, Dios se lo cuenta además como una buena obra.

III

Pero entonces, si Dios es así. ¿Para quién es el Infierno? Simplemente para el que quiere ir a él. Para el
que no quiere aceptar que Dios le dé ese buen espíritu que ofrece a todos gratis y que no es sino el Espíritu
Santo (Rom. V, 5), el Espíritu de Jesús (Gál. IV, 6). ¿Y quién puede haber tan insensato que se resista a
admitir el don gratuito de la misericordia que viene del amor? Precisamente el que no cree en verdad de ese
amor. ¿Cómo puede aceptarlo si cree en él?

Ese es el que piensa que Dios es exclusivamente justo y que no puede pedírsele nada más que justicia, y
que sería incorrecto acogerse a su misericordia. (Véase la condenación de esta doctrina en Denzinger 1256.)
Es, en una palabra, el soberbio, que no quiere dejarse amar, porque le parece que no lo necesita. Y a ese
soberbio, Dios lo castiga entonces, no ya por sus pecados, pues que está siempre dispuesto a perdonar, sino
por su dureza que no ha querido creer en el amor y aceptar el perdón. Tal es el caso de Paulo, el personase
de Tirso de Molina en su célebre drama “El condenado por desconfiado”.
64
Entonces sí que aparece el Dios justo, terrible y lleno de ira. ¿Por qué? Por venganza espantosa del amor
despreciado. Desde Moisés sabemos que Dios es un fuego devorador y celoso (Deut. IV, 24). El Cantar de
los Cantares nos da luego todo su retrato: “El amor es fuerte como la muerte, y los celos son duros como el
infierno” (Can. VIII, 6).

El amor del Padre y del Hijo no se detuvo ni ante la perspectiva del Calvario, porque es fuerte como la
muerte. Y esto fué para comprarnos el Espíritu Santo, ese “buen espíritu” que hemos visto que Dios da
gratis, ese espíritu de hijo, que el Padre nos regala para que nos santifique con sus dones, por los méritos de
Cristo.

Pero ¡ay del que rechaza ese Espíritu de amor, porque entonces los celos son duros como el infierno! ¡Ay
del que rechaza el espíritu de príncipe (Sal. L, 14) que el Rey divino ofrece en un alarde de amor y
generosidad infinita! No será entonces la Justicia de Dios la que juzgará sus obras. Será el amor ofendido
quien juzgará su desamor. ¿Acaso no es el primero de los diez mandamientos el que nos manda devolver a
Dios amor por amor? Por eso se pedirá mucha cuenta al que mucho se le dió. Pero no por pura justicia, pues
el Apóstol Santiago nos enseña que Dios no está sometido a más ley que a su beneplácito (Sant. IV, 12).
Será por “celos”, según dice el mismo Apóstol: “¿Pensáis acaso que sin motivo dice la Escritura: El Espíritu
de Dios que habita en vosotros os ama y codicia con celos?” (Sant. IV, 5). Esto lo hallamos muchas veces en
Jeremías y en Ezequiel.

IV

No es, pues, Dios un juez que condena, sino un Padre que está siempre deseando perdonar. El soberbio
que rechaza el perdón, es quien se abre él mismo las puertas del Infierno. Si hasta Judas Iscariote habría
quedado en un instante, con sólo quererlo, perdonado gratuitamente, y esto por los méritos del mismo Cristo
a quien entregó, ¿cómo puede hablarse de justicia? ¡Infeliz!, dice San Martín de Tours hablando a Satanás:
Si tú fueras capaz de pedir misericordia, también la tendrías.

Por lo demás, ¿es posible que Dios no use Él mismo la conducta que nos mandó tener a nosotros? Si nos
mandó no resistir al mal, y entregar también la túnica al que nos toma el manto, y perdonar siempre hasta
cuatrocientas noventa veces por día, y amar al enemigo y devolverle el bien por el mal, ¿cómo es posible
que Dios nos mire con aquella justicia que solemos atribuir a los hombres?

Cuando Jesús nos dió esa regla de caridad total y misericordia sin límites, ¿a quién puso por modelo de
ella, sino a su Padre Celestial? Sed perfectos —misericordiosos— como vuestro Padre Celestial es perfecto
—misericordioso— que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos y pecadores (Luc. VI,
36; Mat. V, 44 s.).

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Si el Padre da este ejemplo; si el Hijo, que es su imagen perfecta, muere implorando perdón por sus
verdugos y dejándoles su Madre por herencia, ¿cómo puede un cristiano calumniar a Dios creyéndolo justo
a la mezquina manera humana? ¿Fué en vano, entonces, que Cristo enseñó las parábolas del Hijo Pródigo y
de la Oveja Perdida? ¿A quién se refieren esas parábolas? ¿No es acaso a la misericordia sin límites con que
siempre nos mira el amor de Dios?

Las revelaciones estupendas que nos brinda así cada página de la Sagrada Escritura destruyen, como se
ve, ese falso concepto de un Dios justo a lo humano que el hombre se ha formado según su lógica jurídica,
como si no existiera el misterio de la Redención.

Después de esto, ¿habrá aún quien se preocupe de defender la justicia de Dios en el sentido de que Él
nunca da menos de lo que debe? ¡Inútil defensa!

Santo Tomás explica que Dios no obra nunca contra la justicia, pero si praeter justitiam, más allá de la
justicia, en cuanto da mucho más de lo merecido. Y el mismo dice que Dios es misericordioso porque es
justo. En efecto, la Iglesia ha condenado contra Bayo la proposición de que Dios no premia sino según
nuestros méritos (Denz. 1014). Cfr. Marc. IV, 24.

¿Cómo explicar entonces ese empeño nuestro en tenerle miedo en vez de confianza? ¿Cómo no repetimos
todos con David: “De vultu tuo judicium meum prodeat: quiero que sea tu rostro el que me juzgue"?

La explicación es clara, aunque asombrosa: Nuestra soberbia prefiere contar consigo misma y no con la
limosna de Dios. Nuestra falta de fe, nuestra fe deformada, empequeñece a Dios y lo juzga con criterio
humano, atribuyéndole sentimientos como los nuestros, en vez de "sentir bien del Señor", según enseña
desde su primer verso el Libro de la Sabiduría.

La verdad es que no queremos confiar a Dios un negocio tan importante como el de la salvación. ¡No sea
que Él nos juegue una mala partida! No nos bastan las pruebas que Dios ha dado de su amor lleno de
misericordia. Y es para esos tales, que quieren salvarse por propia suficiencia y no por los méritos de Cristo,
para quienes dijo Él su terrible palabra: “El que quiere salvar su alma, la perderá”. Para esos duros y tardos
de corazón, que tratan de mentiroso a Dios, porque no creen en la declaración de amor que Él nos formula y
sella con la Sangre de su Hijo, para esos sí será el infierno, no por ser Dios justo, — pues estaba deseando
perdonarles todas sus culpas— sino por los celos de su amor desdeñado.

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Por eso dijo muy bien el Dante que el Infierno es obra del divino Amor (Inferno V, 6).

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MISERICORDIOSO Y BENIGNO ES El SEÑOR

(Sal. 102, 8).

Alguien que, por una rápida infección en la cara se halló a un paso de la muerte sin perder el
conocimiento, ha narrado las angustias de ese momento para el que quiere prepararse al juicio de Dios.
Sentía necesidad de dormir, pero luchaba por no abandonarse al sueño, porque tenía la sensación de que éste
era ya la muerte y que en cuanto se durmiese despertaría en el fuego del purgatorio si no ya en el infierno.
Aunque había hecho confesión general y recibido los sacramentos le faltaba todo consuelo, y la certeza de la
futura pena se le imponía como una necesidad de justicia, pues tenía, claro está, conciencia de haber pecado
muchas veces, pero no la tenía de haberse justificado suficientemente ante Dios.

Una religiosa enfermera, a quien le confió esa tremenda angustia espiritual, no hizo sino confirmarle esos
temores, como si debiera estar aún muy satisfecho si ese fuego no fuese el del infierno.

Salvado casi milagrosamente de aquel trance —agrega—, consulté con un sacerdote, que me aconsejó leer
y estudiar el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, y allí encontré lo que asegura la paz del alma, pues al
comprender que "nadie es bueno sino uno, Dios" (Luc. XVIII, 19), comprendí que sólo por la misericordia
podemos salvarnos y que en eso precisamente consiste nuestro consuelo, en que podemos salvarnos por los
méritos de Jesucristo, pues para eso se entregó El en manos de los pecadores.

Maravillosa e insuperable verdad, que nos llena más que ninguna otra de admiración, gratitud y amor
hacia Jesús y hacia el Padre que nos lo dió. Ella quedará grabada para siempre en el alma que haya meditado
este misterio de la misericordia divina.

II

Es notable la consecuencia que de esta verdad saca el salmista, que conoce tan admirablemente los
pliegues del corazón del Padre eterno. Siendo Dios infinitamente misericordioso y nosotros tan necesitados
de su continua ayuda, ¿cómo podría ser posible que El nos juzgue fríamente como un juez cualquiera? De
allí que le pida: "Hazme sentir al punto tu misericordia" (Sal. CXLII, 8); "escúchame pronto" (ibid. v. 7);
"Dios mío, no tardes" (Sal. XXXIX, 18). Y ante todo: “No entres en juicio con tu siervo, porque ningún
viviente es justo delante de Ti" (Sal. CXLII, 2).

68
He aquí, mil años antes de Cristo, la enseñanza fundamental del cristianismo, de que nadie puede salvarse
por sus propios recursos, o sea, que todos hemos de aceptar la limosna que sin merecerla, nos ofrece Cristo
de los méritos suyos, únicos que pueden limpiarnos y abrirnos la casa del Padre. "Si Tu, Señor, recordaras
las iniquidades, ¿quién, oh Señor, quedaría en pie?" (Sal. CXXIX, 3). Pero Tú borras las iniquidades según
la grandeza de tus bondades, en la medida de tu misericordia (Sal. L, 3). ¿No es excesiva tanta audacia en
boca de David? De ninguna manera. En el mercado de Dios se compra "sin dinero" y sin ninguna otra
permuta (Is. LV, 1); pues el Padre no vende sus compasiones, sino que perdona por pura bondad al
arrepentido.

Por eso el salmista no se empeña en encubrir sus pecados, como si fuese un hombre justo y bueno.
Expone, al contrario, la humana miseria, que Dios conoce desde los días de Adán, pues esto es lo que le
mueve a la misericordia. El elogio más repetido en toda la Biblia es el de la misericordia divina: "porque su
misericordia es eterna" (cf. Sal. CXXXV y notas), por donde vemos que ninguna otra alabanza es más grata
a Dios que ésta que se refiere a su corazón de Padre.

El himno a la bondad del Padre misericordioso que entonó David, inspirado por el Espíritu Santo, se
convirtió en maravillosa realidad "cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los
hombres” (Tito III, 4), es decir, cuando Dios movido por su infinita misericordia nos hizo el regalo de su
Hijo.

III

Todo esto es cuestión de creer, y más aún, cuestión de confianza. El proceso milagroso que Dios obra en
la salvación de cada uno de nosotros a costa de la sangre preciosísima de su Hijo, sólo exige de nuestra parte
esa disposición inicial que después se deja llevar por los caminos de la divina gracia.

Y aun resulta que ese buen espíritu nos lo da Él mismo y lo promete a todo el que se lo pida. "Si vosotros,
aunque malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre dará desde el cielo el Espíritu
Santo (Vulgata: espíritu bueno) a quienes se lo pidan” (Luc. XI, 13; cf. Sant. I, 5). Por lo cual sólo carece de
ese buen espíritu el que no quiere aceptar ese don de Dios, o el que le opone el único obstáculo que lo
impide: la desconfianza, la duda sobre esa suavidad del Padre, que viene de su bondad y del amor infinito
con que nos ama. Faltar a esa confianza es fallar en la fe, pues entonces, ya no creemos en el misterio de la
Redención, según el cual Dios, el Padre, por puro amor, nos dió su Hijo único (Juan III, 16).

Dudar de la Misericordia de Dios es el pecado de Caín y de Judas. "Mi pecado es demasiado grande
para que consiga perdón”, gritó el primero hacia las peñas del desierto (Gén. IV, 13), y siguió errando como
vagabundo por el orbe desconocido, temiendo que alguien le diera muerte. El segundo devolvió las treinta
monedas a los Sumos Sacerdotes y se ahorcó (Mat. XXVII, 3-4), porque su pecado le parecía imperdonable.

69
Los dos desgraciados no sabían o no querían saber que dudar de la misericordia es impedirla, pues el Padre
celestial la concede en la medida en que confiamos en ella.

Cristo confirma la extrema bondad del Padre misericordioso en la parábola del hijo pródigo. Estando el
hijo todavía lejos, lo vió el padre, y se le enternecieron las entrañas de tal manera, que corriendo a su
encuentro, le cayó sobre el cuello y lo cubrió de besos (Luc. XV, 20). Jesús revela en esta parábola, más real
que cualquier historia, los más íntimos sentimientos de su divino Padre, que lejos de entregarnos al verdugo,
sólo piensa en salvarnos.

Perder la fe y la confianza en la misericordia de Dios es propio de los que no quieren salvarse. Su postrer
estado será peor que el primero (II Pedro II, 20), porque rechazan la mano del que los ayuda y salva.

No menos peligroso es el estado de quienes miran la misericordia del Padre como una pequeñez. "El alma
fiel sabe bien que el Señor perdona; mas lejos de hallar en esa misericordia divina un motivo para dejarse
llevar más libremente al pecado, comprende que si el Señor la da a conocer es para estimular o despertar la
piedad sincera” (Desnoyers). ¡Ay de aquel que desprecia la bondad de Dios o abusa de ella! ¡Dichosos todos
los que confían en ella con corazón sincero y recto! Porque "misericordioso y benigno es el Señor, tardo en
airarse y lleno de clemencia” (Sal. CII, 8).

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70
HACIA EL PADRE POR EL HIJO

Uno, el soberano Señor, que tiene derecho a toda nuestra adoración, esa adoración que nunca le damos
dignamente, por lo cual no podríamos llegar directamente a Él.

Otro, el aliado nuestro, el confidente a quien confiamos las barrabasadas que hacemos contra el primero.

Al uno lo vernos como Señor y Juez inapelable.

El otro es el abogado, el Salvador, ante el cual recurrimos por miedo al Juez... y a nosotros mismos.

Uno, el que siempre tiene razón contra nosotros.

Otro, el que puede y quiere interponer su influencia para hacernos salir del paso y justificarnos ante el
primero.

El uno es el Padre, el gran Rey. El otro es su Hijo Jesús, Príncipe influyente para protegernos y
recomendarnos al Rey, y que, siendo hombre como nosotros, conoce nuestras debilidades y nos parece estar
más dispuesto a disimularlas. Nuestra actitud es como si dijésemos a Jesús lo mismo que los Israelitas a
Moisés: “Háblanos tú, y no nos hable Dios, no sea que muramos".

Hemos, pues, de empezar la vida espiritual por entender y vivir el misterio de la Redención y aprovechar
en su infinita utilidad la mediación de Jesucristo.

II

Después viene otra “etapa”: ¡Hacia el Padre! Porque ocurre que Jesús, el aliado íntimo a quien le
habremos perdido la vergüenza, nos habla al fin “abiertamente del Padre” (Juan XVI, 25), y nos revela al
oído el gran secreto, por el cual nos enteramos de que el Soberano Señor y Rey nos ama tan paternalmente
(Juan XVI, 27); que todas esas blanduras de Jesús, esas tolerancias y perdones suyos, que vencieron nuestras
timideces y nos hicieron tornarlo por "cuña" ante el Rey... no eran sino características de ese mismo Rey,
71
cuyo Nombre es no sólo Dios y padre de Jesús, sino también Padre nuestro (Juan XX, 17), “Padre de las
misericordias y Dios de toda consolación” (II Cor. I, 3).

Descubrimos entonces que Jesús no es sino el espejo que nos refleja el amor y la misericordia del Padre,
que son sus perfecciones supremas; es el espejo-Hombre, hecho para traducirnos a lo humano y hacer
inteligibles las maravillas del misterio de Dios (Heb. I, 5), que son maravillas de amor y de misericordia (Ef.
II, 4 s.). Entonces comprendernos que el Padre está en Jesús (o mejor dicho: es en Jesús) y Jesús en el Padre
(Juan XIV, 10 s.), y que, siendo dos Personas, son un solo y mismo Dios en la Unidad amorosa del Espíritu
Santo, que es la Persona del Amor que los une (Juan XVII, 21).

Entonces caemos en la cuenta de que toda la vida humana de Jesús no fué sino un acto prodigioso y
sublime de amor hacia su Padre; y que lo único que Jesús quiere es llevarnos a ese amor (Juan XIV, 31).
Entonces apreciamos, en cuanto nos es posible, con las luces del Espíritu Santo, o sea con el mismo Espíritu
de Jesús (Gál. IV, 6), la suprema revelación que El nos hace: que el Padre nos ama la mismo que Jesús (Juan
XIX, 25), y que ese amor del Padre por nosotros es tal, y tan sin medida, que fué El mismo quien nos mandó
a ese Hijo-Hombre para que nos sirviera de aliado, de mediador, de escala para llegar al Padre (Juan V, 16).
Y si consideramos que este Padre nos reveló que en ese Hijo tiene puesto todo su Corazón (Mat. XVII, 5),
entenderemos algo mejor que la inmensidad, la generosidad de este Don, es decir, de esta prueba de amor
del Padre, en la cual se contiene todo el misterio infinito de la infinita caridad di-vina: “Mirad qué amor nos
ha tenido el Padre, que quiso fuésemos sus hijos... Y nos ha dado al Hijo para que fuese nuestra vida” (I
Juan III, 1; IV, 9), es decir, el mediador, el perdonador, el pagador... ¡porque esa vida que El nos da
llevándonos al Padre le costó a Él la vida! (Rom. V, 10).

¿Y cómo fué Jesús capaz de dar la vida por nosotros? Simplemente por imitar al Padre que fué capaz de
darnos ese Hijo que era toda su vida. Jesús hizo exactamente lo que su Padre le dijo (Juan IV, 34; VI, 38;
VIII, 29; IX, 4; XII, 49; XVII, 4), o sea lo que el Padre habría hecho en su lugar: de tal palo, tal astilla,
diríamos en lenguaje humano, con el agregado de que la divina Persona del Verbo no era sólo una astilla,
pues recibe del Padre toda la plenitud de la Divinidad (Juan III, 34; V, 18 y 26; VI, 58).

Entonces, pues, sin que dejáramos de contar siempre con la mediación de Jesús, empezamos a vivir la
vida de unión con el Padre, por Jesús, en Jesús y con Jesús. La vida de ofrenda, en que constantemente
presentamos al Padre los méritos y los encantos de ese Hijo que El nos dió, pues sabemos ya para
siempre que no hay, ni puede haber obsequio que le dé tanta gloria como éste: una Gloria infinita.

III

Apenas necesitamos agregar que, amando así al Padre, nuestra vida se hará semejante a la de Jesús, pues
que todas las virtudes de El procedían de su amor al Padre. Por El amó a los hombres y especialmente a los
pecadores: porque sabía que el Padre los amaba (Juan X, 17).
72
Por eso nos dice San Pablo que Cristo es el autor y consumador de nuestra fe (Hebr. XII, 2), porque Él es
quien nos lleva al Padre (Juan XIV, 6). De ahí que si miramos solamente a Cristo como Dios y como único
fin, suprimiendo al Padre, olvidamos el Misterio de la Trinidad, como si hubiera una sola Persona divina y
como si Cristo hubiera venido en su propio Nombre, cuando El no se cansó de repetir lo contrario (Juan V,
30, 36, 43; VII, 29; VIII, 28). Y olvidamos también el misterio de la Redención atribuyendo a Cristo el
papel del Padre y suprimiendo su Humanidad santísima, su Mediación y los méritos de su Oblación
ante el Padre en favor nuestro.

Incurriríamos así en el mismo error de los quietistas, que predicaban la pura contemplación del Padre con
prescindencia del Verbo encarnado, que es quien nos ganó el Espíritu Santificador, y sin el cual no podemos
llegar al Padre

La perfecta Gloria de Dios en sus Tres divinas Personas consiste especialmente en atribuir a cada una de
Ellas el papel que tienen y que nos ha sido revelado, en forma de plegaria, por S. Pablo: “La gracia del Señor
Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo” sean con todos vosotros. Amén" (l Cor.
XIII, 13).

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73
“DA GLORIA A DIOS”

(Juan IX, 24)

He aquí un ejemplo de claro pecado contra el Espíritu Santo, un detalle asombroso de la apostasía de los
directores espirituales de todo un pueblo. El Evangelio nos lo presenta con la elocuencia divina de su
sobriedad única sin parangón en escrito alguno de los hombres.

Lo leemos en el capítulo IX de S. Juan, que está dedicado todo entero a la curación del ciego de
nacimiento. Tiene más juego de pasiones, más psicología intima, que mil dramas, pero es psicología
espiritual, que hay que desentrañar con amor. El que no tiene su corazón puesto en los sucesos de una
narración, la escucha fríamente aunque ella se refiera a una acción de guerra con millares de muertos. En
esto, el Evangelio está hecho para poner a prueba la profundidad del amor, que se mide por la profundidad
de la atención prestada al relato: porque no hay en él una sola gota de sentimentalismo que ayude a nuestra
emoción con elementos de elocuencia no espiritual. Por ejemplo, cuando llegan los Evangelistas a la escena
de la Crucifixión de Jesús, no solamente no la describen, ni ponderan aquellos detalles inenarrables, que
María presenció uno por uno; ni siquiera la presentan, sino que saltan por encima, dejando la referencia
marginal indispensable para la afirmación del hecho. Dos de ellas dicen simplemente: Y llegaron al Calvario
donde lo crucificaron (Luc. XXIII, 55; Juan XIX, 18). Los otros dicen menos aún: Y habiéndolo crucificado,
dividieron sus vestidos (Mat. XXVII, 35; Marc. XV, 24). ¡Y cuidado con pensar que hubo indiferencia en el
narrador! Porque no sólo eran apóstoles o discípulos que dieron todos la vida por Cristo, sino que es el
mismo Espíritu Santo quien por ellos habla.

Pues bien, en la curación de este ciego los fariseos han puesto en juego primero, “honradamente”, todo
cuanto era posible para persuadirse de que no hay tal milagro. Cuidadosa indagación ante el público,
interrogatorio especial a los padres del ciego, y por fin a éste mismo, el cual afirma el hecho con una
insistencia tan terminante, que desconcierta la insistencia con que ellos, los fariseos, deseaban poder negarlo.
Queda así establecida la clase de rectitud de los fariseos: Ellos no deseaban pecar, ni querían mentir
gratuitamente: tenían un solo inocente deseo: que Jesús no fuera el Mesías. Si se les hubiera concedido esto,
no se habrían empeñado en hacer daño a Jesús ni al pobre ciego. Pero admitir la posibilidad de que aquel
advenedizo carpintero viniese a despojarlos de su situación y a burlarse de su teología formulista: ¡eso,
jamás! esto era para ellos su propia gloria, es decir, su interés supremo, el único dogma que no podía admitir
ni sombra de prueba en contrario.

II

74
Vemos aquí el estrago que produce en un alma la pasión que domina. Ellos empezaron por admitirla, y
luego concluyeron por justificarla. Entonces esa pasión del odio contra Cristo se convirtió para ellos en una
virtud, compatible con sus demás creencias y vida de piedad. Porque no hemos de olvidar que los fariseos
eran considerados como “justos” y “santos”. No sólo ayunaban y pagaban el diezmo, como el Fariseo del
Templo (Luc. XVIII, 12), sino que conservaban con mucho celo sus “prácticas religiosas”, como hoy se
suele decir, y una gran dignidad exterior. Recuérdese, por ejemplo, cuando rechazaron la devolución de las
monedas que habían dado a Judas: sinceramente no habrían querido, por ningún interés mezquino, manchar
el Templo con aquel precio de Sangre. Que esa Sangre hubiese sido comprada por ellos mismos, eso era otra
cuestión: era cuestión de aquella pasión dominadora, ante la cual todo se acalla.

Igual dignidad mostraron en no querer mancharse entrando al Pretorio del pagano Pilato, a fin de poder
comer la Pascua limpiamente. No importaba que estuvieran conspirando contra el Hijo de Dios, pues ese
rechazo de Jesús era de necesidad imprescindible, vital.

La suma prueba de esta piedad hipócrita aparece en el momento culminante del proceso de Jesús, cuando
Caifás, Sumo Sacerdote, para poder decir que el enemigo ha blasfemado, lo conjura solemnemente por el
Dios vivo, a que diga si es el Cristo, el Hijo de Dios (Mat. XXVI, 33).

¿No tiene esto acaso todos los caracteres de una gran nobleza? Es el ejercicio solemne del Pontificado, y
una invocación del Sagrado Nombre de Dios, y es también una abierta, generosa oportunidad para que el
Reo, con una simple palabra, pueda salvarse de todo cargo. Bastaba con que Jesús hubiese dicho esta
pequeña frase: "No soy el Mesías Rey, ni soy el Hijo de Dios"... Inmediatamente aquellos dignatarios, que
en manera alguna se complacían en hacer el mal, lo habrían llenado de atenciones y favores, y aún tal vez le
habrían ofrecido, como compensación de la mesianidad perdida, algún cargo entre ellos, con tal de que
moderase su lengua y quedase sometido a la debida obediencia.

Como vemos, en todo habría sido fácil entenderse con estos hombres. Había tan sólo un punto, una verdad
que ellos no estaban dispuestos a admitir. Desgraciadamente para ellos, esa verdad era LA VERDAD, a
pesar de que iba contra todas las honorables tradiciones en que ellos creían sinceramente y con las cuales
habían ido sustituyendo hasta hacerlos írritos, los preceptos de Dios. Véase lo que Jesús les dice sobre esto
en Mat. XV, 3.9; Marc. VII, 6-13; y sobre su hipocresía en Mat. XXIII, 1 ss.; Luc. XI, 37 ss. y XII, 1.
Compárese también con las apariencias de piedad que, según está anunciado, tendrán los falsos profetas
posteriores (II Tim. III, 5; II Cor. XI, 13; Apoc. XIII, 11, etc.).

III

En el episodio del ciego, los fariseos llegan, pues, como íbamos viendo, a hallarse imposibilitados para
negar "de buena fe", como tanto lo habrían deseado, la detestable realidad del nuevo milagro, que
significaba un nuevo prestigio ganado ante las turbas, ya harto favorables a Él, por aquel revolucionario
75
escandaloso, e impío violador del Sábado. Había, pues, llegado, como a Caifás en la ocasión que antes
recordamos, el momento de recurrir a la solemnidad del argumento religioso, en uso de la Sagrada
investidura. Con o sin milagro, lo mismo daba: era necesario que Jesús quedase desacreditado, y para esto
interponen ellos el peso de su omnímoda autoridad; y al mismo ciego, objeto del milagro, le dicen
piadosamente: "Da Gloria a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es pecador" (Juan IX, 24).

Es la suma audacia en el argumento. Cuando no se puede dar razones, se dice: Lo digo yo y basta. Lo
mismo dijeron a Pilato cuando les preguntó qué acusación llevaban contra Jesucristo: "Si no fuera un
malhechor no te lo habríamos traído" (Juan XVIII, 30), como diciendo: ¿Se atrevería alguien a dudar de la
altísima santidad e infalible acierto de todos nuestros actos? ¿Cómo pretendes exigirnos pruebas a nosotros
los doctores, pontífices y escribas, que somos la flor y nata del pueblo santo?

"Da gloria a Dios: nosotros sabemos que ese hombre (Jesús) es un pecador". He aquí el sumo pecado
contra el Espíritu Santo, más terrible aún quizá que aquel otro que señaló Jesús: pues allí se imputaba a
virtud diabólica los milagros del divino Taumaturgo (Marc. III, 29 s.): y aquí, no solamente se dice que El es
un pecador; no sólo se compromete la sagrada autoridad sacerdotal para afirmarlo —"nosotros sabemos que
es un pecador"—, se quiere imponer, se quiere contagiar a otra alma, a un alma que rebosaba de gratitud
hacia el Señor Misericordioso que lo había favorecido; sino que todo eso, toda esa horrenda mentira y
blasfemia y corrupción y sacrilegio, todo eso era para dar gloria a Dios.

IV

La Gloria del Padre consistiendo en el insulto al Hijo, en el rechazo de Su Enviado, he aquí algo que
agota todas las posibilidades del ingenio de Satanás.

Sólo de paso observaremos que cuando el ciego curado rechaza valientemente esta imposición,
confundiéndolos al fin con aquella ironía exquisita que puede saborearse en el Sagrado Texto, ya no les
queda más arma que el insulto, y entonces la soberbia se manifiesta en una de sus explosiones más
características: a los argumentos del ciego, contundentes como martillazos, responden ellos con acento de
noble altivez y santo horror por el pecado: "Naciste todo entero en el pecado, y nos das lecciones". A lo cual
se añadió la violencia: “Y le echaron fuera" (Juan IX, 34).

Nótese, entre paréntesis, la nueva y doble mentira; porque el nacer en pecado no era propio del ciego sino
de todos, como bien lo había dicho David en el Miserere; y en cuanto a la ceguera de aquel hombre, Jesús
acababa de decir que no era por pecado suyo ni de sus padres, sino para gloria de Dios.

76
Vemos así la gloria de Dios opuesta a la gloria de Dios. Según Jesús, esa gloria estaba en que Él hiciese el
milagro para demostrar que su Padre era misericordioso. Según aquellos hombres de la Sinagoga y del
Templo, la gloria de Dios estaba en declarar que Jesús era pecador.

La tremenda lección que esto encierra no es cosa relegada a aquel pasado. Recordemos que el Anticristo
se instalará, según San Pablo, en el Templo de Dios (II Tes. II, 4). Y que, según la profecía de Jesús (Juan
XVI, 2) llegará un día en que, al quitársenos la vida, por ser sus verdaderos discípulos, se estará en la
persuasión de hacer con ello obsequio a Dios, o sea de darle gloria, como los fariseos del capítulo IX de San
Juan.

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77
EL MISTERIO DEL HIJO

JESUS, CENTRO DE LA BIBLIA

"Todo lo atraeré a Mí" (Juan XII, 52). Cuando Jesús dice esta Palabra no parece significar que después de
su muerte todos se convertirán a Él. Bien tristemente vemos que no fué así, ni lo es hoy, ni lo será cuando Él
venga (Mat. XIII, 30 y 41; XXIV, 24; Luc. XVIII, 8).

Al decir, pues, Jesús: “Cuando Yo haya sido levantado en alto, todo (no todos) lo atraeré a Mí”, quiere
significar que, consumado el misterio oculto desde todos los siglos" (Ef. III, 9), con su Pasión, Muerte y
Resurrección, Él será “el centro hacia el cual convergen todos los misterios de ambos Testamentos”.

Desde entonces, toda posible fe es necesariamente fe en Jesús (I Juan V, 10), y por eso los judíos, al no
creer en El, que, según Hech. III, 26, había resucitado ante todo para ellos, quedaron desde entonces con un
velo que les impide entender aún el Antiguo Testamento (II Cor. III, 14 s.) y que sólo se levantará cuando se
conviertan a Él (ibid. v. 16; Mat. XXIII, 39).

¿Cómo podría en efecto entenderse el Antiguo Testamento sin Jesús, siendo el Mesías el fin hacia el cual
se encamina toda la Ley (Torah), todos los Profetas (Nebiyim) y todos los Hagiógrafos (Ketubim)?

Oigamos cómo les habla Jesús: "Si creyeseis a Moisés me creeríais también a Mí, pues de Mí escribió él.
Pero si no creéis a sus escritos ¿cómo creeréis a mis palabras?" (Juan V, 45 s.). "Abraham vuestro padre se
alborozó por ver mi día; y lo vió y se llenó de gozo”. (Juan VIII, 56). Y San Juan por su parte añade: "Isaías
dijo esto cuando vió Su gloria, y de Él habló” (Juan XII, 41).

Jesús confirma todo esto de muchas maneras y especialmente cuando a los discípulos de Emaús,
“comenzando por Moisés y por todos los profetas, les hizo hermenéutica de lo que en todas las Escrituras
había acerca de El" (Luc. XXIV, 27). Y también cuando dijo a los Once, aún después de su Resurrección:
“Es necesario que todo lo que está escrito acerca de Mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos

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se cumpla" (Luc. XXIV, 44). Y fijé entonces cuando "les abrió la inteligencia para que comprendieran las
Escrituras (ibid. v. 45).

Esto, que les dijo antes de su Ascensión, lo había prevenido desde los primeros días, casi al comenzar el
Sermón de la Montaña: “No vayáis a pensar que he venido a abolir la Ley y los Profetas. Yo no he venido
para abolir sino para dar cumplimiento. En verdad os digo, hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota, ni
un ápice de la Ley pasará sin que todo se haya cumplido” (Mat. V, 17 s.). Es decir que El no aboliría nada,
sino que en Él se cumpliría todo, como antes vimos en Luc. XXIV, 44: los misterios dolorosos, que ya
pasaron, y los gloriosos que aún esperamos para su Parusía. Todo, esto es: “nova et vetera” (Mat. XIII, 52),
o sea, todo lo que los Profetas narraron sobre Él y que San Pedro llama “Sus padecimientos y posteriores
glorias” (I Ped. I, 11).

El comprender bien estas cosas puede servirnos aún para un posible apostolado entre los judíos, cuya
oportunidad quizá se acerca, pues éste es, lo sabemos por experiencia, el argumento que más satisface a los
que de entre ello conservan espíritu bíblico y religioso, a saber: de cómo la esperanza cristiana se
confunde con la de Israel, pues Aquel que ellos esperan en primer Advenimiento es el mismo que
nosotros esperamos en su Retorno.

II

Pero hay más. Las palabras citadas, con que Jesús ha confirmado todo el Antiguo Testamento como
endosándolo con su firma, tienen la virtud de convertirlo todo en Evangelio a los ojos del cristiano, el cual
descubre así una importancia antes insospechada en esos viejos y misteriosos libros que sólo parecerían
interesar a la remota historia de un pueblo que fué.

Y de este modo se resuelven para nosotros, con una eficacia definitiva, todos los problemas que plantea la
crítica racionalista y que serían graves si los tomásemos en el terreno puramente racional. Porque ¿quién
podría garantizarnos que los escribas de la Sinagoga conservaron fielmente las Escrituras durante quince
siglos? Y aún así, ¿cómo explicamos que Moisés supiese y narrase con tanto detalle, no ya sólo las cosas de
Abraham y los patriarcas, ocurridas cinco siglos antes, sino aún las de Adán y la Creación, sucedidas
millares de años atrás?

Los problemas que nunca podrían tener solución plenamente satisfactoria para el ánimo, mientras
tuviésemos que atenernos a testimonios de hombres, Jesús nos los resuelve con infinita suavidad para
nuestro espíritu, como diciéndonos con su autoridad divina —única, absolutamente definitiva- todo eso es
verdad; más aún, es una verdad que tiene que ver conmigo, por lo cual Yo mismo doy testimonio de ello. Y
os lo doy para vuestra entera satisfacción, pues claro está que el testimonio mío es mucho más fácil de creer
que el de Moisés.

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En efecto, Jesús ha dejado constancia de que Él no pretendió ser creído gratuitamente, sino que vino y
habló como nadie (Juan XV, 22; VII, 46), e hizo obras que nadie hizo (Juan XV, 24; X, 57 s.), y desafió a
que alguien lo descubriese en falta (Juan VIII, 46), y habló con autoridad propia, y no aprendida como los
demás (Mat. VII, 28 s.).

Se explica así que para creerle a Él baste la rectitud, pues Él no sólo se presentó como el Mesías y el Hijo
de Dios, -con una audacia divina que nadie más ha tenido en la historia— sino también como la Luz venida
al mundo con tal certeza que nadie pudiese rechazarla sino por ciego amor a las propias obras malas (Juan
III, 19, s.). Y, consecuente con esto, nos ofreció, más allá de todo testimonio extrínseco, un testimonio
interior nuestro que es un desafío a cualquier racionalismo y que encierra toda la apologética del Evangelio,
al formular la asombrosa promesa de que todo el que virtualmente esté dispuesto a someterse con sinceridad
a Dios, reconocerá por las solas palabras de Jesús, que ellas vienen del Dios verdadero: "Si alguno quiere
cumplir la voluntad de Dios, conocerá si esta doctrina viene de Dios, o si Yo hablo por mi propia cuenta"
(Juan VII, 17).

III

Esta experiencia, —que vemos realizada en el mismo Evangelio por los samaritanos de Sicar, que no
necesitaron más testimonio que las palabras de Jesús (Juan IV, 42),- podemos realizarla todos si vivimos en
contacto con las divinas palabras del Evangelio. Y a través de él veremos que crece nuestra admiración y
nuestra fe, no sólo en lo que solíamos mirar como contenido del mensaje neotestamentario, sino también,
con igual intensidad, en todos los Libros del Antiguo Testamento, puesto que Jesús, centro de todos ellos, se
hizo garante de su autenticidad e inspiración, enseñándonos a mirarlos como, si El mismo los hubiera
escrito.

Sólo en este limitado sentido nos propusimos tratar el tema que anuncia nuestro título: "Jesús, centro de la
Biblia". Pues el señalar en detalle las figuras y profecías que anuncian al Mesías en todo el Antiguo
Testamento, es asunto para llenar gruesos volúmenes, que por cierto existen, por lo menos en algunas
lenguas.

Concluimos, pues, repitiendo que Jesús es la solución de todos los problemas. Porque si alguien dice que
es difícil creer en el Génesis, que lo encuentra ingenuo o duda de la información de Moisés, no podrá,
después de lo que hemos visto, decir que es difícil creerle a Cristo. Y es el Señor Jesús quien nos certifica la
verdad de todo el Antiguo Testamento, no sólo citándolo a cada paso, sino también diciéndonos
expresamente: "Escudriñad las Escrituras" (Juan V, 39) "Ellas dan testimonio de Mí" (ibid.). "La Escritura
no puede ser anulada" (Juan X, 35). Con lo cual el divino Profeta hizo también suyo lo que decían los
Proverbios: “Toda Palabra de Dios está como acrisolada al fuego; es un escudo para los que en El confían.
No añadas una tilde a sus palabras; de lo contrario serás redargüido y convencido de falsario” (Prov. XXX,
50).
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PRIMOGENITURA

Vale la pena meditar, a la luz de la Revelación bíblica, sobre el misterio de la condición del Primogénito.
Es algo muy grande y muy profundo, muy dulce y muy terrible...

El misterio, que tiene su plenitud en Cristo, “primogénito entre muchos hermanos” (Rom. VIII, 29), se
anuncia desde el principio de la Biblia. Es un misterio de santidad y amor. Es Dios que pone sus ojos en el
primogénito porque es el fruto más deseado de los amores (de esos que El se aplica a sí mismo en el Cantar):
“Mío es todo primogénito" (Núm. III, 13). Él es Dueño de todos, pero se digna tener una preferencia: quiere
para Él solo a todo primogénito. ¡Qué dulce honor! “Al primogénito de tus hijos me lo darás" (Ex. XXII;
29).

¡Qué honroso!... y ¡qué apremiante! El misterio está ahí. Nobleza obliga. Abraham, bien sabemos cómo
corrió a ofrecer al primogénito... ¡y cómo le respondió la bondad de Dios!

Esaú, terrible nombre. Como Satanás es el padre de los mentirosos, así éste es el padre y caudillo de los
que renuncian, de los que venden primogenitura por lentejas. "Me estoy muriendo (de cansado), ¿de qué me
servirá ser primogénito?... Comió y bebió, y marchóse, dándosele muy poco de haber vendido sus derechos
de primogénito" (Gén. XXV, 32 ss.).

Jacob, en cambio, el ambicioso, desde el seno materno se peleaba con el otro, y nació agarrándole el
talón. Si hay una primogenitura, si hay un privilegio, si hay un tesoro que poseer, ¿por qué no para mí?... Y
Dios aprobó y alabó esta ambición, -como Jesús hizo alabar al tramposo que se hizo amigo con los tesoros
de iniquidad-, y aprobó luego el ardid de Jacob y su madre, que arrebataron la bendición destinada para Esaú
(Gén. XXVII). Destinada para el primogénito, el privilegiado, el preferido gratuitamente, el afortunado...
que despreció el don y dijo: ¡a mí qué me importa!

"Los celos son duros como el infierno" (Cant. VIII, 6), los celos del amor despreciado. Y Dios dijo: "Amé
a Jacob y aborrecí a Esaú” (Rom. IX, 13; Mal. 1, 2), "para que nadie sea fornicario (que inspira celos al
amante) o profano (que desprecia los tesoros ofrecidos) como Esaú, que por comida vendió su primogenitura
(Hebr. XII, 16).

"Que muera todo primogénito" (Ex. XI, 5), dijo Dios en el Egipto del Faraón, como castigo supremo,
porque sabía que nada duele tanto, "como suele llorarse un primogénito” (Zac. XII, 10). ¡Terrible papel de
los amados! Pero de los amados que no son para Dios: "Al primogénito de tus hijos lo redimirás (Ex. XXIV,
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20), es decir, tendrás que rescatarlo si no se lo das al Señor, puesto que El ya ha dicho que los quiere y que
son suyos.

II

Jesús, primogénito, según ley judía, de la Sagrada Familia, había de cumplir hasta este punto de la Ley, a
fin de que en El "se cumpliese toda justicia", como en el Bautismo. Fué rescatado por "dos palominos", lo
más barato, ¡pues Él nunca valió más de 30 dineros! ¿Para qué rescatarlo? ¿Acaso El iba a ser como los que
no se consagraban al Señor? ¿No dijo, al entrar en la vida terrenal: Ecce venio, ut facerem voluntatem tuam?
(Sal. XXXIX, 8-9). Precisamente por eso lo hizo, para extremar la paradoja de la Redención: El, que
"restituía lo que no había robado" (Sal. LXVIII, 5); el único sin pecado, que "se hizo pecado"; el único
bendito, que se hizo maldición para que pudiera decirse de Él: "maldito el que pende del madero" (Gál. V,
13; Deut. XXI, 23); Ese, el Primogénito por excelencia (Rom. VIII, 29), de quien estaba escrito que sería
llamado Nazareno (Mat. II, 23), es decir, consagrado todo a Dios (Juec. XVI, 17), ¡fué rescatado! ¿Cómo
habría, entonces, de quedar sin rescate otro primogénito, otro elegido, que huyese del amor del Padre que lo
persigue como "el Lebrel del Cielo"?

Gozarse amando, o temblar huyendo: es la elección del primogénito que camina entre dos abismos. Israel,
el pueblo elegido del Antiguo Testamento, tuvo la suerte de ser llamado primogénito por el mismo Dios (Ex.
IV, 22). La historia de su gran caída, que aún perdura, es otro ejemplo terrible como el de Esaú. “El mayor
servirá al menor", se dijo de éste (Rom. IX, 12; Gén. XXV, 23), y así también el pueblo hebreo de hoy es
perseguido y oprimido, despreciado y odiado por parte de esos gentiles que antes eran "un pueblo necio”
(Deut. XXXII, 21; Rom. X, 19), un pueblo que no era su pueblo (Os. II, 24; Rom. IX, 25; I Pedr. II, 10), y a
quienes El eligió, sin embargo para dar celos a aquel primogénito que despreció su amor como Esaú. Y los
gentiles tienen así, y para siempre, con aquellos pocos judíos que aceptaron a Cristo (Rom. IX, 24), una
parte mejor, el Cuerpo Místico, en tanto que de aquel Israel primogénito, ya el mundo no recuerda ni cree
que fué el pueblo más ilustre de la tierra, y hasta él mismo parece olvidar hoy, en el descreimiento, la
misericordia que al final le espera.

Recordemos que el primogénito Esaú “no consiguió que mudase la resolución (de su padre) por más que
lo implorase con lágrimas" (Hebr. XII, 17; Gén. XXVII, 38). Porque su pecado fué contra el amor; y ya
vimos que los celos del amor despreciado son duros como el infierno (Cant. VIII, 6).

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83
HERMANA Y ESPOSA

Para entender por qué el esposo del Cantar de los Cantares usa estos dos términos (cf. Cant. IV, 9 s.; V,
1), es necesario considerar que Cristo ha empezado por elevarnos hasta El, haciéndonos sus hermanos, es
decir verdaderos hijos de Dios como Él lo es (véase Ef. I, 5).

Ahora, pues, al considerar Cristo su amor hacia nosotros bajo este otro aspecto más apasionado de Esposo
a esposa, tiene el divino Príncipe un gesto de infinita delicadeza, como todos los suyos, y nos recuerda que
ya antes éramos sus hermanos, como para que nuestro impuro origen y nuestra sangre plebeya no nos
avergüencen ni puedan apartarnos de las bodas con El, puesto que el Rey que todo lo puede nos ha llevado
al mismo rango de nobleza que tiene el Príncipe heredero. El sentido es, pues, análogo al de Cant. IV, 7,
donde el esposo llama a la esposa toda hermosa y sin mancha.

Si es esto verdad, no significa que la esposa no haya tenido nunca mancha, puesto que “fuí dado a luz en
iniquidad, y en pecado me concibió mi madre (Sal. L, 7), sino que El le ha comunicado su propia limpieza,
que es lo que ella reconoce alborozada cuando dice: "La fuente del jardín (de este jardín que soy yo) es un
pozo de aguas vivas, y los arroyos (que me riegan y embellecen y fertilizan) fluyen del Líbano", es decir, de
Ti (Cant. IV, 15). Quizás en esto reside también la explicación del ansia que la esposa siente de que el
Esposo fuese hermano suyo e hijo de su misma madre (Cant. VIII, 1).

De todos modos, jamás podría pensarse que hubiese aquí en la esposa un deseo de que la madre Eva
nunca hubiese caído, y fuese tan pura como la Madre Inmaculada; porque tal deseo, lejos de serle grato al
Esposo, implicaría ignorar que Dios supo sacar de aquel mal un bien mayor ("mirabilius reformasti") y que,
precisamente gracias a esa "felix culpa", es que la esposa podrá llamarse ahora hermana del Esposo, y serlo
de verdad (I Juan V, 1), en tanto que Eva, antes de la caída, no había sido elevada a esa filiación divina por
la cual el Espíritu Santo nos hace, como hijos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, mediante la fe en
Jesucristo (Juan I, 12 s.).

Eva, pues, siempre estuvo muy por debajo de nuestra condición actual -nos referimos a los que tienen fe
viva-, pues nunca disfrutó de esa adopción divina que sólo se nos da por la "gratia Christi", por lo cual
nuestra vieja madre sólo podía, more franciscano, decirse hermana de las creaturas, más no del Hijo
unigénito de Dios.

II

84
¿No es cosa admirable que la envidiosa serpiente del paraíso contemple hoy, como castigo suyo, que se ha
cumplido en verdad, por obra del Redentor divino, esa divinización del hombre, que fué precisamente lo
que ella propuso a Eva, creyendo que mentía, para llevarla a la soberbia emulación del Creador?

He aquí que -¡oh abismo!,-- la bondad sin límites del divino Padre, halló el modo de hacer que aquel
deseo insensato llegase a ser la realidad. Y no ya sólo como castigo a la mentira de la serpiente, ni sólo
como respuesta a aquella ambición de divinidad, que, ¡ojalá fuese más frecuente ahora que es posible, y
lícita, y santa! ¡No! Satanás quedó ciertamente confundido, y la ambición de Eva también es cierto que se
realizará en los que formamos la Iglesia; pero la gloria de esa iniciativa no será de ellos, sino de aquel
Padre inmenso, porque El ya lo tenía así pensado desde toda la Eternidad. "Pues desde antes de la
fundación del mundo nos ha escogido en Cristo, para que delante de Él seamos santos e irreprensibles, y en
su amor nos predestinó como hijos suyos por Jesucristo en Él mismo (Cristo), conforme a la benevolencia
de su voluntad, para celebrar la gloria de su gracia, con la cual nos favoreció en el Amado" (Ef. I, 4-6).

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85
LA GRATITUD DE JESUS

Para entrar a fondo en el misterio de Jesús conviene mirarlo tal como El se presentó al principio:
simplemente como un hombre -el Hijo del hombre—, enviado para buscar la gloria del que lo envió, dando a
los hombres noticia de que Dios tiene corazón de Padre, es decir de amor y misericordia. Ya nos revelará El,
al final, el complemento de ese mismo misterio, haciéndonos saber, por los Apóstoles del N. T., que El
mismo con su Redención nos convirtió, de simples creaturas que éramos, en hijos verdaderos de ese Padre,
exactamente lo mismo que El. Y esto bastará para que nuestra gratitud le entregue a ese Bienhechor
cada latido de nuestro corazón. Pero al principio, antes que la gratitud hemos de buscar la admiración
y simpatía, pues el hombre es más capaz de ser ingrato cuando no admira ni ama.

Jesús rebosaba de agradecimiento hacia su Padre, que eternamente le da el Ser de Hijo divino. Quería
que nosotros también supiésemos las maravillas de ese Padre, para hacerlo amar por nosotros como El lo
ama. Desde luego nos hace saber su característica en tal empresa: “Yo no busco mi gloria” (Juan VIII, 50).
Es decir, sólo me interesa que vosotros conozcáis, para admirarlo y amarlo, a Ese que me envió. Por eso no
le importa a Jesús cuando lo insultan o desprecian a Él. Lo único que quiere es que presten atención a sus
palabras para que puedan comprender esas revelaciones que viene a hacer sobre su Padre, para que podamos
creerlas, pues son demasiado admirables y asombrosas para creer que son ciertas si no las escuchamos como
niños que todo lo creen a su padre, sin ponerlo en duda ni pretender juzgarlo.

De ahí que, para mostrar de antemano su veracidad y su derecho a ser creído así, por su sola palabra, Jesús
hace toda clase de milagros, muestra el cumplimiento de las profecías en El y en su precursor que lo
anuncia, e invoca el testimonio visible del Padre en el Bautismo, en el Tabor y en su propia Resurrección
que de antemano anuncia, y el testimonio invisible pero interior del Espíritu Santo, el “lumen cordium”, que
nos hará comprender que su doctrina es de Dios si la escuchamos dispuestos a aceptarla sin doblez (Juan
VII, 17). Si le creemos, nos hará beber de la fuente de aguas vivas (Juan IV, 10), y nos inundará con los ríos
de esa agua que brota del corazón de aquel Hombre maravilloso (Juan VII, 58 s.), que habló como nadie
habló jamás según confesaron sus propios perseguidores (Juan VII, 46).

Por eso, habiendo dado así previamente esas pruebas de que Dios estaba con Él, Jesús no se preocupaba
ya de buscar “testimonios de hombres” para apoyar sus palabras (Juan V, 34), como hacían los escribas y
fariseos, sino que hablaba como quien tiene autoridad (Mat. VII, 29). Es decir que enseñaba como Maestro
por excelencia, esto es, como uno que sabe más que el discípulo y tiene derecho a ser creído por su sola
palabra. Poco a poco va mostrando que El es el Maestro único, la Sabiduría encarnada, hasta que dice
claramente que después de El no hay que llamar maestro a nadie más, sino que todos somos hermanos y que
sus discípulos han de enseñar a todas las naciones, pero no verdades propias, que son tan mezquinas, sino las
mismas cosas que El enseñó (Mat. XXVIII, 20).

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Pero esas cosas que El enseñó no eran de El sino de su Padre (Juan XII, 49 s.). Jesús quiere anunciar a su
Padre como el Bautista lo anunció a Él, es decir, en forma que el heraldo disminuya para que crezca el
anunciado (Juan III, 30). Yo no quiero mi gloria… no busco gloria de hombres... Yo glorifico a mi Padre y
vosotros me insultáis (Juan VIII, 49).

II

Con este motivo nos enseña Jesús una verdad inapreciable en el orden psicológico y moral, que nos
servirá siempre de piedra de toque para descubrir, en nosotros y en los demás, el apostolado verdadero y el
falso. Esa verdad profundísima y sencilla a un tiempo, como todas las de Jesús a quien los niños entienden
más que los sabios (Luc. X, 21), esa verdad es la que El aplica ante todo a Sí mismo, diciendo que el hombre
veraz y sin injusticia se conoce en que no busca gloria para él, sino para su mandante (Juan VII, 18). Tal
fué el sello con que se presentó también como el pastor bueno, señalando como ladrones y salteadores a los
pastores de antes, es decir, a los falsos profetas, cuya característica a través de toda la Biblia es la de robarse
para sí esa gloria a que sólo el Padre tiene derecho, y profanar su tremenda misión cosechando simpatía
personal o ventajas y diciendo, como de parte de Dios, cosas que El no ha dicho (Deut. XVIII, 20).

En todo esto vamos viendo a Jesús como hombre: en su actitud de apóstol, de enviado, de predicador
humildísimo. Era el “Servidor de Yahvé" (Is. XLII, 1 ss.; Mat. XII, 18), que había tomado forma de siervo
(Filip. II, 7) y que estaba entre los hombres “como el sirviente" (Luc. XXII, 27). Y así también enseñó a los
suyos a que el primero fuese como el más bajo servidor de los demás (Luc. XXII, 24 ss.), hasta el extremo
de lavarles los pies como El lo había hecho (Juan XIII, 13 ss.).

¿Por qué toda esta humildad? Porque era la condición indispensable para que su predicación tuviese el
sello de la sinceridad, sin que su propia gloria o provecho o triunfo del amor propio pudiese mezclarse con la
pura glorificación del Padre, que El buscaba con tal ardor que le llama “mi alimento" (Juan IV, 31-34).

Notemos que la gloria, exteriormente, consiste en el elogio, el honor, la admiración. Eso es lo que Jesús
busca todo entero para el Padre; eso quiere que busquemos todos siguiéndolo a Él. La gloria es el extremo
opuesto de la humildad. Y ambas cosas son correlativas. Para poder glorificar al Padre, Jesús recogía para Sí
mismo humillaciones y desprecio, y así hemos de hacer nosotros inevitablemente; pues, como tanto lo
previno El a sus discípulos, es imposible que el mundo nos acepte y comprenda (Juan XV ,18 s.), porque el
mundo busca su propia gloria y no podrá soportar que se le diga que no tiene derecho a ser glorificado, y que
tal derecho es exclusivo de Aquel a quien Jesús predicó.

En cuanto nosotros seamos fieles en buscar gloria sólo para el Padre, recibiremos para nosotros
descrédito, burla y persecución como la que sufrió Jesús. El que en vez de esto tuviera triunfos debería
temblar, porque Jesús dijo rotundamente: "¡Ay de vosotros cuando os aplaudan!” (Luc. VI, 26). ¡Dichosos
cuando os persigan y desprecien por Mí! ¡Saltad de gozo! (Luc. VI, 22). Vemos así, al pasar, que el seguir a
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Cristo no es algo que nos recomiende, como tal vez suele creerse, al respeto, confianza, elogio y simpatía,
como un testimonio de buena conciencia. Es todo lo contrario, porque “no es el servidor más que su Señor"
(Juan XV, 20), por lo cual está escrito de los discípulos lo mismo que de Él: "Fué contado entre los
criminales" (Is. LIII, 12; Marc. XV, 28).

III

Pero volvamos a la idea que queríamos recalcar como noción de inmenso valor para nuestra vida
espiritual: Jesús es ante todo, y así se muestra en el Evangelio, poseído de un agradecimiento sin límites
hacia la Persona de su Padre, primera Persona de la Santísima Trinidad. De una gratitud tan infinita como
explicable, porque a esa Persona le deben el Ser desde toda la eternidad tanto el Hijo como el Espíritu Santo,
en tanto que ese Padre, de quien todo procede, no debe nada a nadie: El es el dador que a todos da, y más
que a nadie al Verbo eterno y a Jesús Hombre, a quien dice igualmente: “Tú eres mi Hijo" (Sal. II, 7).

Ahora bien, ese Dador, que todo lo da y nada recibe, ¿no merecerá recibir siquiera nuestro
reconocimiento, nuestra proclamación de sus dones, nuestra admirada alabanza de su generosidad, nuestra
amorosa gratitud por su amor y por la misericordia que viene de ese amor? Pues eso es lo que se llama la
gloria del Padre, eso es glorificarlo a Él, eso es no solamente el deber y el destino de todas las creaturas, sino
también el sumo anhelo de Cristo, que no es creatura pero es engendrado como Hijo único, es decir, que Él
tiene al Eterno Padre una gratitud infinitamente mayor aún que la nuestra.

Esta gratitud, y amor, y deseo de alabanza para el Padre, constituye el fondo mismo del Espíritu de Cristo,
que es el Espíritu Santo, o sea la unión de Ambos en la Trinidad. No sólo buscó Jesús esa gloria del Padre
durante los años que como Hombre vivió en la tierra, sino que desde toda la eternidad el Verbo del Padre no
tuvo ni tiene otro anhelo que amar, agradecer o glorificar a ese Padre inmenso. "Cristo es de Dios", nos dice
San Pablo, es decir, del Padre. Ahora, sentado a su diestra como Sacerdote, le ruega sin cesar por nosotros,
como lo hacía en las noches de su vida mortal (Hebr. VII, 24 s.). Y "cuando haya entregado su reino a su
Dios y Padre" (I Cor. XV, 24), ese Verbo Divino, como si hubiese olvidado que El también es Dios, cifrará
su felicidad eterna e infinita en estar "sujeto", como dice S. Pablo, a ese Padre que antes le habrá sujetado a
El todas las cosas, "para que el Padre sea todo en todo” (I Cor. XV, 28).

IV

Pero si el Padre le había dado a El ser Dios y a nosotros el ser hombres; si El era Hijo y nosotros sólo
creaturas, esa diferencia desapareció gracias al mismo Cristo y al Padre que nos lo envió, porque ahora el
Espíritu Santo, a quien también debemos gracias infinitas como Enviado del Padre y del Hijo, nos ofrece el
ser tan hijos del Padre como lo es Jesús, es decir, no adoptivos sino verdaderos" (I Juan III, 1; Ef. I, 5). De
Cristo recibimos "la misma gloria que el Padre le dió a El" (Juan XVII, 22-24), de modo que El ya no es
Hijo único, sino "primogénito entre muchos hermanos" (Rom. VIII, 29), y nosotros somos "semejantes a Él”
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(I Juan III, 2), no sólo en el espíritu, sino también en nuestros cuerpos que, si con El los humillamos (Filip.
III, 10 s.), El hará iguales a su cuerpo glorioso (Filip. III, 20-21).

Hemos dicho que el Espíritu Santo nos ofrece esta maravilla de la filiación divina (cf. II Pedro I, 4).
Habríamos podido decir "nos da", en vez de "nos ofrece". Pero la distinción es conveniente. Porque esto no
se produce sólo de una manera externa como quien trata a un ser inanimado o dormido o muerto. Para
recibirlo todo, se nos impone como condición el creer que es verdad.

He aquí, pues, la suprema enseñanza y el supremo ejemplo de Jesús: la gratitud sin límites de un hijo a su
Padre, a quien debe todo; gratitud que se empeña eternamente en darle honor y alabanza y gloria, y no
puede soportar que nadie se la dispute. Y por eso quiere que todos seamos párvulos, como esos niños muy
pequeños que aún no han aprendido lo que es desear la gloria propia.

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CRECER EN EL CONOCIMIENTO DE CRISTO

Es en Cristo en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento. Así nos
enseña San Pablo en Col. II, 3. ¡Están escondidos! Pues, como dice el mismo Apóstol en otro lugar, la
sabiduría de Dios se predica “en el misterio" (I Cor. II, 7). ¡Y pensar que hay hombres que miran a Cristo
como un tema cualquiera de investigación! Como si El necesitase someterse de nuevo al interrogatorio de
Caifás y Pilato, o fuese un enfermo y nosotros sus médicos. Poco ha, vimos un libro cuyo autor toma a
Cristo por un loco, el que sólo gracias a la falta de manicomios en Galilea pudo predicar la "loca idea de un
reino de Dios" ¡Y se permite que se impriman tan groseras blasfemias! ¿No se levantarán algún día las
mismas máquinas y tipos de la imprenta para matar a tales blasfemos?

Es que no conocen que en Cristo están escondidos todos los tesoros de la sabiduría, y que el hombre es
incapaz de reemplazarlos con las lucubraciones de su falaz inteligencia.

Uno puede llegar a ser un erudito en todo lo que es relativo a la Biblia, en todo lo que es extrínseco, pero
eso no sacia la sed de aguas vivas. Alguien decía que era como si tuviéramos, cerrado herméticamente, un
frasco de exquisitos caramelos y nos preocupásemos, todo el tiempo, del frasco, y de su historia, y de los
intentos de los que no supieron abrirlo... pero no llegáramos nunca a comer los caramelos.

Algo semejante ocurre en el estudio demasiado teórico de los idiomas, que son cosa viva. Como hace
observar un notable vulgarizador del griego y del latín, las lenguas, aún las llamadas muertas, se aprenden
más por la práctica que por la teoría. Y añade que la práctica siempre es posible desde el primer día, con
citas de versos y textos que fácil y agradablemente aprendemos de memoria y que en dos o tres líneas
resumen mayor contenido gramatical aplicado que cuanto pudiera estudiarse en varios fríos capítulos
preceptivos. Y así proclama el fracaso de esos sistemas, en que el alumno, sin saber aún la menor palabra del
griego, debe aprender, como introducción a la gramática, todo un tratado filológico sobre la formación de las
palabras, etc.

No olvidemos que en la Sagrada Escritura, cuya inteligencia está prometida a los pequeños más que a los
sabios y prudentes (Luc. X, 21), los caramelos interesan mucho más que el frasco. Nada mejor sobre esto
que la explicación de San Agustín respecto de la sexta Bienaventuranza: "Los limpios de corazón son los
que ven a Dios, conocen su voluntad, oyen su voz, interpretan su palabra. Tengamos por cierto que para
leer la santa Biblia, sondear sus abismos y aclarar la oscuridad de sus misterios poco valen las letras y
ciencias profanas, y mucho la caridad y el amor de Dios y del prójimo".

II
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Ahora bien, el misterio fundamental de la Biblia es el misterio de Cristo; por lo cual la vida espiritual
depende necesariamente de su compenetración, como lo exige San Pablo en I Tim. V, 16 ("Misterio de la
piedad"). En otras palabras, depende del crecimiento “en Cristo", sin el cual nada podemos (Juan XV, 1-5);
crecimiento que consiste principalmente en tomar conciencia de la posición en que Dios nos ha colocado por
amor a su Hijo. Es evidente que, si un hombre que se creía siervo, se entera de que es hijo del Amo,
cambiará su posición con la nueva conciencia de su estado, y su conducta ya no será la de un siervo, sino la
de un hijo.

Así, pues, dice San Pedro que hemos de desear ardientemente, "como niños recién nacidos", la leche
espiritual del conocimiento que es lo que hace crecer nuestra salud (I Pedro II, 2-3). Y la postrera palabra,
con que se despide al final de su última carta, es para insistir en ello: "Creced en la gracia y en el
conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo" (II Pedro III, 18).

También San Pablo habla de este crecimiento y nos enseña que, siguiendo la verdad en el amor,
crezcamos en todo en Aquel que es la Cabeza, Cristo, (Ef. IV, 15). El sumo bien que el Apóstol nos desea,
es que "el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, nos dé el espíritu de sabiduría y de
revelación por su conocimiento, iluminando los ojos de nuestro espíritu para que conozcamos cuál es la
esperanza a que nos llama" (Ef. I, 17-18). El mismo Apóstol, al disponerse a hablarnos del "Misterio
escondido desde antes de todos los siglos" (Col. I, 26), ruega que para ello seamos "llenados del
conocimiento de su voluntad con toda la sabiduría y la inteligencia espiritual, para caminar así de una
manera digna del Señor, para agradarle en todas las cosas, fructificando en toda obra buena y creciendo en el
conocimiento de Dios" (Col. I, 9-10).

El corazón apostólico de San Pablo expresa los mismos anhelos en otras muchas ocasiones, por ejemplo
cuando confiesa: "No ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones, para que el Dios de
nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación en el
conocimiento de Cristo" (Ef. I, 16-17).

Estos textos sirvan de estímulo para aquellos que beben en los pobres arroyuelos de la sabiduría humana y
no en los raudales de la Sagrada Escritura, que, rebosando de sabiduría divina, nos invita a buscar en ella los
tesoros del conocimiento que están escondidos en Cristo (Col. II, 3). Esta sabiduría supera inmensamente a
todos los conceptos de nuestra inteligencia, pues lleva en sí el germen de la vida eterna: "La vida eterna
consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, Enviado tuyo" (Juan XVII, 3). ¿Quién no
quiere alcanzar la vida eterna? Pues bien, aprenda a conocer a Cristo y crecer en su conocimiento.

III

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Desde el Antiguo Testamento sabemos que no es difícil llegar al conocimiento de los misterios de Dios
que los Libros sapienciales resumen bajo el nombre de sabiduría. Desear la sabiduría es ya tenerla, porque
“se deja ver fácilmente de los que la aman y hallar de los que la buscan" (Sab. VI, 13). Esta maravillosa
revelación divina se confirma a través de toda la Biblia. El que desea la sabiduría ya la tiene, pues si la
desea es porque el Espíritu Santo ha obrado en él para quitarle el miedo a la sabiduría, ese
sentimiento monstruoso de desconfianza que nos hace temer la santidad y aún huir de ella, como si el
conocimiento de un misterio divino no fuese nuestra felicidad, sino nuestra desdicha. Vémoslo, pues,
claramente: Si yo no creo que esto es un bien ¿cómo voy a desearlo? Por consiguiente, si lo deseo, ya he
descubierto que ello es un bien deseable, y ya me he librado de aquel miedo que es la obra maestra del
diablo y del cual nadie puede librarme sino el Espíritu Santo, que es el Espíritu de mi Salvador Jesús; y
entonces ya soy sabio y crezco "hacia adentro de Aquel que es la cabeza, Cristo" (Ef. IV, 15).

Tengamos, pues, cuidado de no disfrazar, como si fuera obediencia a la jerarquía, nuestra indiferencia por
conocer a Cristo, nuestra falta de interés por los misterios y promesas del Evangelio y de San Pablo.
¿Pretenderemos acaso que el Sumo Pontífice nos mande un telegrama cada vez para definirnos el sentido de
tal o cual versículo dudoso, o que el Obispo o el Párroco esté junto a nosotros todo el día para decirnos qué
pasaje podemos leer en cada instante? ¿Tenemos ese mismo escrúpulo para leer el diario o las novelas? ¿No
conocemos acaso los reiterados llamados de los Sumos Pontífices a leer diariamente la Biblia? ¿No hay
ediciones de la Biblia con comentarios que guían al lector? ¿Es que acaso se trata de dogmas que hayamos
de inventar, y no se trata más bien de creer en la intimidad y el amor de nuestro Redentor, a quien siempre
podemos acercarnos? Así como no hay peor sordo que el que no quiere oír, así también no hay peor miedo
que el miedo a la luz, el cual, como dice Jesús es propio de los que obran el mal (Juan III, 20).

Dice un proverbio: "Allí donde hay una voluntad hay un camino". Esto, que tomado en el sentido
puramente estoico no valdría nada, es aquí verdad sólo en virtud de esa asombrosa benevolencia de Dios que
está deseando prodigar los tesoros de su sabiduría y solamente espera que nos dignemos aceptarlos, como si
el beneficio fuese para El y no para nosotros. No de otro modo suplica la madre al niño que tome su
alimento, y se siente feliz cuando ve que lo acepta, como si fuera ella quien recibe el beneficio.

Sin embargo, aunque Dios ofrece sus tesoros todos muy liberalmente (Sant. I, 5), quiere que se los
pidamos. Así también el don más grande, el conocimiento de Cristo, es solamente para los que lo buscan y
anhelan, los humildes y pequeños, no para los soberbios que por su conducta demuestran que nada les
importa de Cristo, ni de su palabra y obra.

Quien se libra de esta suficiencia y se interesa por crecer en el conocimiento de Cristo, no tardará en
experimentar la suavísima verdad de que Dios revela a los pequeños lo que oculta a los sabios (Luc. X, 21).
Quien, en cambio, desprecia la palabra divina no crece espiritualmente y pertenece siempre a la categoría de
los que son "niños fluctuantes y llevados a la deriva por todo viento de doctrina, al antojo de la humana
malicia y de la astucia que conduce engañosamente al error" (Ef. IV, 14). Nunca alcanzan "el estado de
varón perfecto, la estatura propia del Cristo total" (Ef. IV, 15); mueren tan necios como nacieron, porque
prefirieron la luz de la linterna a los rayos del sol.

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93
LO QUE JESUS DA Y PROMETE

Lo que Jesús da y promete no son tales o cuales cosas, sino sus propias cosas, todo lo que El es y lo que El
tiene, lo que El mismo recibió por la amable voluntad de su Padre. Y nótese que el Padre se lo da todo
absolutamente y desde toda la eternidad, junto con el Ser divino: "todas las cosas me han sido dadas por mi
Padre" (Luc. X, 22). De ahí que San Pablo diga que todas las cosas son nuestras, y nosotros de Cristo, y
Cristo de Dios (I Cor. III, 22-25), es decir, del Padre que se las sometió todas (I Cor. XV, 28) y que también
lo hace vivir de su propia vida (Juan VI, 57); que le da el tener vida en Sí mismo (Juan V, 26), y su Espíritu
sin medida; que lo ama y pone todo en su mano (Juan V, 54-55) y le muestra todo lo que hace (Juan V, 20);
que le da toda potestad en el cielo y en la tierra (Mat. XXVIII, 18), el poder de resucitar (Juan V, 21), y el
poder de juzgar (Juan V, 27), y le ofrece en herencia las naciones (Sal. II, 8), y sobre ellas una dominación
eterna y un reino que no tendrá fin (Dan. VII, 14), y el trono de David su padre (Luc. I, 32).

Pues bien, apenas Jesús ha recibido todo eso de su Padre, nos lo da todo, si así le creemos. Le dice al
Padre que la gloria recibida de El nos la ha dado a nosotros (Juan XVII, 22) y que quiere para nosotros
eternamente la misma gloria que El recibió antes de todos los siglos (Juan XVII, 24); nos promete la realeza
como su Padre se la dió a El (Luc. XXII, 29) y sentarnos a su mesa en su reino (Luc. XXII, 30), después de
transformar nuestro vil cuerpo, haciéndolo como el Suyo glorioso (Filip. III, 20-21). A los Apóstoles les
promete doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mat. XIX, 28); a los demás el compartir su trono
y dominar a las naciones (Apoc. III, 21; Apoc. II, 26) y ciudades (Luc. XIX, 15-19), y aún que juzgarán a los
ángeles, según lo revela San Pablo (I Cor. VI, 3).

II

Entretanto, y mientras El se va a prepararnos la morada en casa de su Padre para volver y tomarnos (Juan
XIV, 2-5), nos deja la paz, pero no cualquiera, sino la suya propia: "os dejo la paz, os doy la paz mía" (Juan
XIV, 27). Antes nos ha dado todas las Palabras que oyó del Padre (Juan XVII, 8), para que dejemos de ser
siervos y seamos sus amigos (Juan XV, 15), y le dice al Padre que nos ha dado esas palabras para que
nosotros tengamos el gozo cumplido que El tiene (Juan XVII, 13). Ese gozo que es fruto del Espíritu (Gál.
V, 22), de la Palabra (I Juan I, 4) que es Espíritu y es Vida (Juan VI, 63; Vulgata VI, 64).

Ese gozo cumplido es lo que Jesús nos enseña a pedir con la seguridad de obtenerlo. Bien se comprende
esa seguridad, pues vimos que el gozo es fruto del Espíritu, y ese Espíritu no se niega a nadie que lo pide al
Padre, así como nosotros no negamos el pan a nuestro hijo que nos lo pide, ni le damos en cambio una
piedra (Luc. XI, 13). De ahí que en el pasaje "pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido" (Juan
XVI, 24) algunos prefieren la versión: "pedid y recibiréis que vuestro gozo sea cumplido" esto es: "pedid
que vuestro gozo sea cumplido y lo recibiréis". Con lo cual queda dicho que el gozo pleno, o sea la
94
felicidad, está en nuestras manos si lo pedimos y no desconfiamos. Y no puede sorprender esto aunque sea
cosa tan admirable, pues la misma Escritura nos dice, según la Vulgata, que el gozo, así como prolonga la
vida del hombre, es también un tesoro inagotable de santidad (Ecli. XXX, 23), por lo cual San Pablo nos
dice y repite: "Gozaos constantemente en el Señor" (Filip. IV, 4).

III

Mas no hemos terminado de ver las cosas suyas que nos da Jesús: antes de padecer nos da como
“verdadera comida y bebida" (Juan VI, 55; Vulgata VI, 56) su Cuerpo que será partido para nosotros (Luc.
XXII, 19) y su Sangre que será derramada para nosotros como Nueva Alianza (Luc. XXII, 20), a fin de que
vivamos de su propia vida y recordemos sin cesar su Sacrificio redentor (I Cor. XI, 26).

Antes de morir le entrega a San Juan su propia Madre (Juan XIX, 27), y después de su Resurrección,
habiéndonos ganado ya el bien supremo de la filiación divina que se da a los que creen en El (Juan I, 22),
nos da eso, es decir, lo más grande de todo, que es su propio Padre divino, de quien El todo lo recibe
eternamente y a quien El todo lo debe. Y entonces ya nos llama hermanos, porque tenemos el mismo Padre
(y aún la misma Madre) que El: "Ve -le encarga a Magdalena- y di a mis hermanos que subo a mi Padre y
vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios" (Juan XX, 17). Y no nos da ese Padre de cualquier manera, sino para
que nos ame con el mismo amor que a Él (Juan XVII, 26), de modo que seamos "consumados en la unidad"
con el Padre y con el Hijo (Juan XVII, 23).

A la luz de tan asombrosos dones como los que aquí vemos ¿tendría disculpa quien siguiera pensando que
el Evangelio es solamente una colección de mandamientos?

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95
ORAR CON CRISTO

Al considerar las características de la piedad cristiana hemos de recordar en primer término que no oramos
solos, ni como individuos aislados, ni sólo como representantes de una comunidad o de un pueblo, sino
como miembros de un Cuerpo Místico, cuya cabeza es Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. "Per Christum
Dominum nostrum" -por Jesucristo, nuestro Señor- elevamos nuestras oraciones a Dios, y en esto se
distingue fundamentalmente la oración cristiana de las preces formuladas por los adeptos de otras religiones.

No es nuestro "yo" el que da valor a la oración, sino la unión del "yo" humano con el divino
Mediador, que se hizo sustituto nuestro ante el Padre. Por eso dice El mismo, según San Juan XV, 5:
"Sin Mí nada podéis hacer"; y San Pablo agrega que el que nos anima y capacita para pronunciar el nombre
del divino Sustituto es el Espíritu Santo, quien es a la vez el glorificador de Jesús (cf. Juan XVI, 14): "Nadie
puede decir que Jesús es el Señor sino por el Espíritu Santo" (I Cor. XII, 5). Es pues, por Jesucristo y su
Santo Espíritu, que dirigimos nuestras oraciones al Padre, como el mismo Apóstol lo expresa en la Carta a
los Romanos: "No sabemos qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo; el mismo
Espíritu hace nuestras peticiones con gemidos que son inexplicables" (Rom. VIII, 26).

Es ésta una gran luz para los flacos en la fe y en la confianza, que no creen en la eficacia de la oración o
se creen incapaces de orar sin distracción. ¡Cristo y el Espíritu Santo nos ayudan! Y sus acentos dan
gracia a nuestro balbuceo ante el Padre. Todo al revés del mezquino concepto que tal vez nos hemos
formado de la parte divina en nuestros actos de piedad, como si Dios, después de la creación del
mundo, se hubiese entregado a la pasividad, para que la actividad humana se manifieste sin trabas.
En realidad es la oración tanto más perfecta cuanto más parte tiene en ella Dios y menos el hombre.

Orar con Cristo es, por consiguiente, como dijimos en la nota al versículo citado ("Las Cartas de
San Pablo", edic. Plantín, pág. 38), "una actividad más bien receptiva, pero incompatible con la
distracción, pues, está hecha precisamente de atención a lo que Dios obra en nosotros con su actividad
divina fecundante. Esa atención no acusa modificaciones sensibles, sino que es nuestro acto de fe vuelto
hacia las realidades inefables de misericordia, de amor, de perdón, de redención y de gracia que el Esposo
obra en nosotros apenas se lo permitimos, pues sabemos que El siempre está dispuesto, ya sea que lo
busquemos -en cuyo caso no rechaza a nadie (Juan VI, 57),--, o que simplemente le dejemos entrar, porque
El siempre está llamando a la puerta (Apoc. III, 20); y aun cuando no le abramos, atisba El por las celosías
(Cant. II, 9), y aun nos persigue como un "lebrel del cielo". Cuanto más sabemos esto más aumenta nuestra
confianza y más se despierta nuestra atención a la realidad espiritual de la oración".

II

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Orar con Cristo no sólo significa estar unido con El místicamente, sino también seguir, por decirlo así, su
método. Si Jesús es nuestro Maestro, ¿nos habrá acaso dejado sin instrucciones sobre el elemento más vital
de la piedad? ¿Cómo practicaba El la oración? ¿Tenemos ejemplos de su oración? Sí, los tenemos. Y lo más
interesante es que la primera oración de Jesús no está en el Evangelio, sino en el Salterio, lo cual nos
muestra una vez más la unión de los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, que se completan mutuamente
y se arrojan luz el uno sobre el otro.

Esa primera oración de Cristo se halla en el Salmo LIX, vers. 7 y 8, y para que no dudemos de su
autenticidad, el Espíritu Santo la hizo citar por San Pablo en la Carta a los Hebreos, donde leemos: "Por lo
cual dice Jesús al entrar en el mundo: Sacrificio y oblación Tú (oh Dios), no los quisiste, pero un cuerpo
me has preparado. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que
vengo; así está escrito de Mi en el rollo del Libro, para que haga, oh Dios, Tu Voluntad" (Hebr. X, 5-7).

El Apóstol ve en esta oración la de Cristo con motivo de su entrada en el mundo, o sea en aquel momento
en que se materializó su existencia humana en el seno purísimo de la Virgen, y en que su alma, bajo los
irresistibles impulsos del Espíritu Santo, ofreció al Padre ese santísimo cuerpo que había recibido para el
cumplimiento de su misión redentora.

III

¿No es notable y digno de la mayor atención que la primera oración de Jesús sea una palabra del Salterio?
Si el Hijo de Dios, el "hombre" más inspirado que jamás viviera en la tierra, al elevar su corazón al Padre, ha
recurrido a la Escritura como fuente de las palabras más dignas del Altísimo, ¿cuán mal parados quedamos
entonces nosotros al pretender crear fórmulas mejores y más acertadas? Del ejemplo que nos ha sido dado
por Cristo, hemos de sacar la enseñanza de que hemos de obrar como Él, y no confiar en nuestra
propia inspiración, sino dejarnos conducir por las Sagradas Escrituras, por la Palabra de Dios y las
fuentes sobrenaturales, como lo hace la Iglesia al formular las oraciones del Misal y Ritual. Imitemos
a Cristo y a la Iglesia, bebamos en el manantial inagotable de la Biblia, donde encontramos siempre la
mejor inspiración y la expresión más sublime y más adecuada para lo que deseamos decir, pues ese
mismo Espíritu que inspiró el Libro Sagrado, inspira también al que ora rectamente, como vemos en Rom.
VIII, 26.

No fué solamente la primera oración la que el Hijo del hombre sacó del Salterio; también sus últimas
palabras proceden de ese mismo libro divino. Cuando su cuerpo se desangraba bajo horribles tormentos
físicos y su alma cargada con los pecados de la humanidad (II Cor. V, 21) apuraba la última gota del cáliz de
la amargura, no encontraba palabras más apropiadas para expresar su dolor que las del salmista: "Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Sal. XXI, 2; cf. Mat. XXVII, 46; Marc. XV, 34). Y en su último
aliento escuchamos igualmente palabras de la Sagrada Escritura, pues de los Salmos fueron las que

97
pronunciara al expirar, diciendo con esa amorosa y confiada entrega que hemos de aprender de Él: "Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu" (Sal. L, 6; cf. Luc. XXIII, 46).

IV

Como Jesucristo, así también su santísima Madre usaba como "devocionario" la Escritura, especialmente
los Salmos. El Magnificat de la Virgen (Luc. I, 46 ss.) es un tejido de textos bíblicos, lo mismo que el
Cántico de Zacarías (Luc. I, 68 ss.). Esto prueba hasta qué punto aquellos santos se habían compenetrado de
la Palabra de Dios, y cómo sabían aprovecharla para sus oraciones e himnos eucarísticos. También San
Esteban concluye su glorioso martirio con una palabra de la Escritura (Hech. VII, 59).

¿Es extraño que los apóstoles, que tantas veces presenciaron la oración de Jesús, le pidieran que les
enseñase a orar? (Luc. XI, 1). Y El les enseñó el Padrenuestro, la oración que en su sola estructura contiene
ya toda la substancia de ambos Testamentos.

Por todo esto vemos la inmensa importancia que en la oración de Jesús y de sus discípulos tiene la Biblia,
sin la cual no entenderíamos sus oraciones, como tampoco las de la Iglesia, las cuales rebosan de
reminiscencias, ideas y citas literales del Libro sagrado, que no revelan su verdadero sentido sino a los que
conocen los textos aludidos, al igual que las vidrieras góticas con sus figuras y escenas sólo son
comprendidas por los que conocen los originales bíblicos que ellas representan.

Usando la Sagrada Escritura como texto de su oración Jesús nos ha mostrado también de una manera
práctica las íntimas relaciones entre la Antigua y la Nueva Alianza, que hoy todavía son tan estrechas, que
un libro del Antiguo Testamento, el Salterio, es la oración oficial de la Iglesia y de todos los sacerdotes del
orbe católico.

Orar con Jesús es, pues, no solamente orar en unión con Él y con la Iglesia, su cuerpo, sino también en
cuanto es posible, con las mismas palabras que El consagró en los días de su vida terrena cuando de sus
labios brotaron las oraciones del Libro eterno.

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98
ESCATOLOGÍA

LOS CINCO MISTERIOS DE SAN PABLO

El P. Sales hace notar que el Apóstol usa la palabra "misterio" a menudo acompañada de la expresión "no
quiero que ignoréis", cuando quiere dar una enseñanza de gran importancia. Se destacan así, en la enseñanza
e San Pablo, cinco misterios principales, que podemos llamar: 1) Mysterium sapientiae: 2) Mysterium
iniquitatis; 3) Mysterium Ecclesiae; 4) Mysterium resurrectionis et vitae; 5) Mysterium salvationis Israel.

El primero es el que se llama de la Sabiduría de Dios, que se predica "en misterio" (I Cor. II, 7),
presentando las cosas espirituales para los hombres espirituales (ibid. 13), de modo que no pueda percibirlas
el hombre simplemente razonable o "psíquico" (ibid. 14) en tanto que, a los espirituales, el Espíritu Santo les
hace penetrar "aún las profundidades de Dios" (ibid. 10). Por eso no entienden la Sabiduría los sabios según
la razón, sino los pequeños. Es el mismo misterio que revela Jesús al decir gozoso a su Padre que lo alaba
porque ocultó a aquéllos estas cosas que reveló a los pequeños (Luc. 10, 21).

II

El misterio de iniquidad (II Tes. II, 7), que culminará en el Anticristo y su triunfo sobre todos los que no
aceptan aquel misterio de la sabiduría, y "ya está operando" desde el principio, en forma de cizaña mezclada
con el trigo, a causa del dominio adquirido por Satanás sobre Adán, y mantenido sobre todos sus
descendientes que no aprovechan plenamente la redención de Cristo. Es, no sólo el gran misterio de la
existencia del pecado y del mal en el mundo, no obstante la omnipotente bondad de Dios, sino
principalmente, y en particular, el misterio de la apostasía (II Tes. II, 3) con el triunfo del Anticristo sobre
los santos (Apoc. XIII, 7), con la mengua de la fe en la tierra (Luc. XVIII, 8) y, en una palabra, con la
aparente victoria del Diablo y aparente derrota del Redentor por la apostasía que nos rodea hasta que Él
venga a juzgar el mundo y triunfar gloriosamente en los misterios más adelante señalados para el fin.

III

El misterio de la Iglesia, que el Apóstol llama también misterio del Evangelio, y "misterio grande" (Ef. V,
32) en cuanto contiene la unión íntima de Cristo con su cuerpo místico y las Bodas del Cordero con su
Esposa la Iglesia, anunciadas en el Apocalipsis (Apoc. 19, 6 ss.). Es el misterio por el cual Dios resuelve
99
formarse de entre los gentiles un pueblo para su nombre (Hech. XV, 14) derribando, por la Sangre de Cristo,
el muro que los separaba de Israel (Ef. II, 14), en su propósito de reunir en uno a todos los hijos de Dios
(Juan XI, 52) a fin de que, finalmente hubiese, incluso las doce tribus de Israel, un solo rebaño bajo un solo
Pastor (Juan X, 16).

Se llama misterio, porque en vano se habría pretendido descubrirlo en el Antiguo Testamento, ya que sólo
a Pablo, "el último de todos los santos", le fué dado "revelar a todos cuál sea la dispensación del misterio
escondido en Dios desde todos los siglos" (Ef. III, 9) y desde todas las generaciones (Col. I, 26) y aún para
los ángeles (Ef. III, 10) desde los tiempos eternos (Rom. XVI, 25). Esto, no obstante haber existido "antes de
la creación el mundo", en la mente del Padre Celestial que, según el deseo de su benevolencia hacia
nosotros, nos había predestinado a ser hijos por obra de Jesucristo (Ef. I, 4-5), e iguales a Él (Rom. VIII, 29)
en nuestro cuerpo glorificado (Filip. III, 20-21).

IV

El misterio de la resurrección y de la vida, según el cual no sólo resucitaremos y seremos transformados,


sino que habrá hombres que serán transformados vivos (I Cor. XV, 51 ss. texto griego), y que los que
vivamos en la segunda venida del Señor "seremos arrebatados al encuentro de Cristo en los aires" (I
Tes. IV, 16 ss.) junto con los hermanos resucitados. Llama a esto “misterio", porque es la derrota
definitiva de la muerte, que entró en el mundo por aquel misterio de iniquidad, y a la cual se le quitará:

1) su victoria ya obtenida, pues los muertos resucitarán;

2) su aguijón, o espada, pues ésta ya no podrá matar a los que serán transformados (I Cor. XV, 54 ss.). Es
lo que Jesús dice Marta: El que cree en Mí, si hubiere muerto vivirá, y todo viviente y creyente en mí, no
morirá nunca (Juan XI, 25).

Sobre este gran misterio véase el artículo del P. Latte, S. J., publicado en el núm. 41 de la Revista Bíblica,
bajo el título: “La versión Vulgata de I Corintios XV, 51”.

El misterio de la salvación de Israel (Rom. XI, 25 ss.), que es misterio:

a) porque será obra gratuita de la misericordia, sin mérito alguno de los hombres, y esa misericordia para
con los unos hallará motivo en la incredulidad de los otros (Rom. XI, 21 s.), así como la incredulidad de
Israel fué motivo para que los gentiles fuesen admitidos (Rom. XI, 30);

b) es misterio porque con esto terminarán los actuales "tiempos de las naciones" (Luc XXI, 24); c) porque
se cumplirán las maravillosas promesas de los Profetas acerca de la santidad del reino mesiánico y la
sublime glorificación de Jesús (Sal. II, IV, XLIV, LXXI, CIX, etc).
100
Quien medita en estos Misterios, está cerca de Cristo, porque Él es quien los reveló a su discípulo
Pablo.

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101
¿QUE DICE LA SAGRADA ESCRITURA DEL ANTICRISTO?

El vocablo Anticristo pertenece exclusivamente a San


Juan, quien lo usa tan sólo en sus Epístolas (I Juan II, 18,
19, 22; IV, 3, y II Juan 7), tomándolo a veces en plural y
haciéndolo proceder "de entre nosotros'', en lo cual
coincide con lo que San Pablo llama apostasía (II Tes. II,
5) y "misterio de iniquidad" (ibid. II, 7). También lo
llama San Pablo "hombre de pecado" (ibid. II, 5) y
"aquel inicuo" (ibid. II, 8). De ahí que se discuta si será
una persona singular o un fenómeno colectivo. Aun en
este menos probable caso parecería une siempre habrá
alguien que obre como cabeza de ese movimiento.

Algunos identifican al Anticristo con la Bestia del


Apocalipsis, o sea, "la bestia del mar, que tenía siete
cabezas, y diez cuernos y sobre los cuernos diez
diademas, y sobre las cabezas nombres de blasfemia"
(Apoc. XIII, 1 ss.). Pero será más bien "la bestia de la
tierra" o el "falso profeta" (Apoc. XIII, 11-18). La unión de elementos tan contrarios en las dos bestias
significa que las tendencias más opuestas se reunirán para destruir el Reino de Dios. Compárese este
capítulo 13 del Apocalipsis con la Profecía de Daniel sobre las cuatro bestias (Daniel cap. VII). En Daniel
salen todas las bestias del mar, y entre todas tienen también siete cabezas, igual a la bestia del Apocalipsis.
Además le sale a la cuarta bestia daniélica un pequeño cuerno que se hace grande. En este pequeño cuerno
ven los Padres una figura del Anticristo o a ése mismo.

II

Para estudiar el fenómeno del Anticristo no debe prescindirse tampoco del Misterio de la gran Babilonia,
o sea, la ramera sentada sobre el Dragón (Satanás), cuya caída describe el Apocalipsis en los capítulos XVII,
XVIII y principio del XIX.

Estos tremendos anuncios escatológicos para los tiempos que precederán a la Parusía o Retorno de Cristo,
coinciden con lo que El mismo nos dijo muchas veces, al revelarnos que a su vuelta no hallará fe en la
tierra (Luc. XVIII, 8); que su regreso sorpresivo será como en los días de Noé y los días de Lot en que
nadie temía ni creía en la catástrofe (Mat. XXIV, 37; Luc. XVII, 26-30); que en esos últimos tiempos se
enfriará la caridad de la mayoría (Mat. XXIV, 12, texto griego) y será tal la iniquidad que aún los
102
escogidos, si posible fuera, se perderían (XXIV, 24), si bien los tiempos serán abreviados por amor de
los elegidos (XXIV, 22).

Estos tiempos calamitosos del fin son también anunciados por San Pedro (II Pedr. III, 3 s.), por San Judas
(18), y por los Profetas Isaías, Ezequiel y Daniel, aunque en la visión escatológica de Isaías aparece Edom
como representante de los enemigos de Dios. Bien clara y muy citada es la profecía de Daniel sobre el
Anticristo: "Y hablará palabras contra el Excelso, y atropellará los santos del Altísimo y pensará poder
mudar los tiempos y las leyes; y (los hombres) serán puestos en su mano hasta un tiempo, y dos tiempos, y
mitad de un tiempo” (Dan. VII, 25).

III

La dominación del Anticristo sobre el mundo, será, pues, de un tiempo, y dos tiempos, y mitad de un
tiempo, o sea, en total de tres tiempos y medio. Numerosos intérpretes antiguos, entre ellos San Jerónimo,
San Efrén, Teodoreto, y muchos modernos sostienen que "tiempo" corresponde aquí al espacio de un año.
Con esto parece coincidir el Apocalipsis de San Juan que dice: Diósele asimismo una boca que hablase
cosas altaneras y blasfemias, y se le dió facultad de obrar, por espacio de cuarenta y dos meses (XIII, 5),
tiempo durante el cual predicarán los dos testigos: "Entretanto Yo daré (orden) a los dos testigos míos y
harán oficio de profetas, cubiertos de cilicio, por espacio de 1260 días” (XI, 5). En aquel tiempo la mujer
misteriosa será llevada y guardada en el desierto: "A la mujer, empero, se le dieron dos alas de águila
grande, para volar al desierto a su sitio, en donde es alimentada por un tiempo y dos tiempos, y la mitad de
un tiempo lejos de la Serpiente" (XII, 14).

Tres tiempos y medios -42 meses-, 1260 días, significan aparentemente el mismo lapso de tiempo. Sin
embargo, aunque esta opinión es muy plausible hay que observar que en esta materia nada sabemos de
seguro (Fillion).

Sobre la obra destructora que realizará el Anticristo, léanse los pasajes citados, en primer lugar el capítulo
XIII del Apocalipsis. Se le dará: "potestad sobre toda tribu, y pueblo, y lengua, y nación"; y lo adorarán
“todos los habitantes de la tierra, aquellos cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida del
Cordero” (Apoc. XIII, 7 y 8). Será un dictador como el mundo no lo ha visto nunca, un señor absoluto que
reúne en sus manos todos los poderes del mundo, aprovecha todos los progresos e invenciones de la técnica,
y avasalla irresistiblemente las masas con el resplandor de sus éxitos.

IV

103
¿Y cuál será su fin? Dice S. Pablo que Jesús matará al Anticristo "con el aliento de su boca" y "con el
resplandor de su venida” (II Tes. II, 8), o como dice el texto griego: con la "epifanía de su parusía". Cf.
Apoc. XIX, 15, y también Is. XI, 4: "Con el aliento de sus labios dará muerte al Impío".

En la gran Biblia con comentario de Dom Calmet y de Vence, se dice a este respecto: "En efecto, ya
hemos observado que, según toda la Tradición, el Apóstol habla de la última venida de Jesucristo, cuando,
después de haber anunciado la venida del Anticristo, agrega que el Señor Jesús destruirá a ese impío por el
aliento de su boca y lo perderá por el resplandor de su presencia, o mejor de su advenimiento; porque el
griego "parusía" significa una y otra cosa, y la Vulgata prefiere la última: ille iniquus quem Dominus Jesus
interficiet spiritu oris sui et destruet illustratione adventus sui" (Disertación sobre el Anticristo, Tomo 16, p.
85).

Y en la Disertación sobre la sexta edad de la Iglesia, la misma erudita obra expresa: "Por consiguiente el
tercero y último “ay" (del Apocalipsis) es del advenimiento del soberano Juez, como los santos Doctores lo
reconocen. Por tanto, la persecución que precede inmediatamente, y en la cual los dos testigos, son matados
por la bestia que sube del abismo, es la del Anticristo, como toda la Tradición lo ha reconocido. Hay, pues,
bien realmente una trabazón íntima entre estos cuatro grandes acontecimientos: la misión de los dos testigos,
la venida de Elías que será uno de ellos, la persecución del Anticristo por quien los dos testigos deben ser
condenados a muerte, y la última venida de Jesucristo que debe exterminar al Anticristo por el resplandor de
su gloria: Eliam Thesbiten, fidem Judaeorum, Antichristum persecuturum, Christum venturum" (Tomo 16,
11 722).

Más adelante (p. 781) repite este concepto y lo atribuye a San Agustín, diciendo: "Es, pues, verdad que
habrá una unión íntima entre estos cuatro grandes acontecimientos, la misión de Elías, la conversión de los
judíos, la persecución del Anticristo y la última venida de Jesucristo, como San Agustín lo había aprendido
de aquellos que aparecieron antes que él, y como nosotros mismos lo hemos aprendido de todos los que han
venido después de él (San Agustín, de Civitate Dei 20, cap. último)".

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104
EL OLVIDO DEL APOCALIPSIS

“Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro” dice el Ángel a San Juan
Evangelista después de haberle revelado los arcanos del Apocalipsis (Apoc. XXII, 7). De modo que es una
bienaventuranza guardar esas palabras. Obsérvese que guardar no quiere decir cumplir, pues no se trata aquí
de mandamientos; guardar - o “custodiar" como dice el latín—, quiere decir conservar las palabras en el
corazón, como hacía María Santísima con las del Evangelio (Luc. II, 19 y 51). No es otro el sentido de la
expresión de San Pablo cuando nos dice: "La Palabra de Dios habite en vosotros abundantemente" (Col. V,
16). Por lo demás, el secreto de toda Palabra de Dios consiste precisamente en eso: en que el guardarla
o conservarla es lo que hace cumplirla, como lo dice claramente el salmista: "Escondí tus palabras en
mi corazón para no pecar contra Ti" (Sal. CXVIII, 11).

Esta bienaventuranza que dan las palabras misteriosas de la Profecía del Apocalipsis, se extiende a todos,
como se ve desde el principio (Apoc. I, 3): “Bienaventurado el que lee y oye las palabras de esta profecía y
conserva lo que en ella está escrito; porque el tiempo está cerca".

Tal afirmación de que "el tiempo está cerca", está repetida varias veces en la profecía, y es dada como la
razón de ser de la misma: "No selles (es decir, no ocultes) las palabras de la profecía de este libro, porque el
tiempo está cerca" (XXII, 10). Compárese esto con lo que Dios dice a Daniel en sentido contrario, hablando
de estos mismos tiempos de la vuelta de Cristo: "Pero tú, oh Daniel, ten guardadas cestas palabras, y sella el
libro hasta el tiempo determinado: muchos le recorrerán, sacarán de él mucha doctrina” (Dan. XII, 4).

Este cotejo de ambos textos impone la conclusión de que si entonces, en tiempo de Daniel, algunas
profecías habían de estar selladas, hoy es necesario, al revés, que las conozcamos. Si esto fuera así, si el
esplendor de las maravillas de bondad y grandeza que Dios ha revelado al hombre, fuese conocido por todos
los cristianos; si ellos se enterasen de que San Pablo nos revela misterios escondidos de Dios que ignoraban
los mismos ángeles (Efes. III, 9 y 10), ¡cómo aumentaría su interés y su amor por la religión! Entretanto,
hoy se lamentan obispos europeos (Monseñor Landrieux, de Dijón, Monseñor Girbeau, de Nimes etc.) de la
insuficiencia de la enseñanza catequística, por haberse convertido en “una suma de mandamientos y en un
catálogo de pecados, vacío del contacto con la persona de Cristo”, que es el Maestro y como tal se muestra
en la Escritura.

El Ángel del Apocalipsis compara con los profetas a los que guardan las palabras de esa profecía (Apoc.
XXII, 9), y tan insuperable importancia atribuye Dios al conocimiento de esa Revelación, que, además de las
bienaventuranzas ya citadas, cierra ese Libro, que es el coronamiento de toda la Revelación divina, con estas
terribles amenazas: "Ahora bien, yo advierto a todos los que oyen las palabras de la profecía de este libro:
Que si alguno añadiere a ellas cualquier cosa, Dios descargará sobre él las plagas escritas en este libro. Y
105
si alguno quitare cualquiera cosa de las palabras del libro de esta profecía, Dios le quitará a él su parte del
árbol de la vida, y de la ciudad santa, que están descritos en este libro" (Apoc. XXII, 18 y 19, texto griego).

II

Ante estas palabras de Dios, confirmamos claramente lo que ya sabíamos por el Evangelio, esto es: que en
el cristianismo no hay nada que sea misterio reservado a algunos pocos. "Lo que os digo al oído predicadlo
sobre los techos", dijo Cristo en las instrucciones que dió a los doce apóstoles (Mat. X, 27), y al pontífice
que lo interroga sobre su doctrina, le dice: "Yo he hablado al mundo abiertamente... y nada he hablado en
secreto… interroga tú a los que me han oído" (Juan XVIII, 20 s.). Por eso al nacer la Iglesia en el instante de
la muerte del Redentor, el velo que ocultaba los misterios del Templo quedó roto de alto a bajo (Mc. XV,
58).

Tiempo es, pues, de que caiga de los ojos de nuestros hermanos ese velo que los aparta de conocerlo
a EL, que es la Luz; y que desaparezca ese equívoco que aleja a las almas de la fuente de Agua Viva,
como si fuese veneno.

Aun hoy, a pesar de tantas y tan insistentes palabras de los Sumos Pontífices que recomiendan la lectura
diaria de la Biblia hay quien se atreve a decir con audacia que estas cosas son peligrosas, como si la Palabra
de Dios, que es “siete veces depurada” (Sal. XI, 7) pudiera contener veneno corruptor cuando el Espíritu
Santo ha dicho que ella “transforma las almas... y presta sabiduría a los niños” (Sal. XVIII, 8), y Cristo
enseña que éstos la entienden mejor que los sabios (Mt. XI, 25). ¡Ay de los que apartan a las almas de la
Palabra de Dios! A ellos, a los falsos profetas, aplica San Juan Crisóstomo aquella maldición terrible de
Cristo contra los sacerdotes de Israel, que ocultaban la Sagrada Escritura, que es la llave del cielo. “¡Ay de
vosotros, hombres de la Ley, que os habéis guardado la llave de la ciencia! Vosotros mismos no
entrasteis, y a los que iban a entrar se lo habéis impedido” (Luc. XI, 52).

III

Si para muchos la Biblia en general ha dejado de ser el libro de espiritualidad, ¿cuánto más el
Apocalipsis? Ya en el siglo séptimo el IV Concilio de Toledo se vió obligado a excomulgar a los sacerdotes
que no lo explicasen todos los años en las misas desde Pascua a Pentecostés (Enchiridion. Biblicum Nr. 24).
¿Qué dirían los Padres del Concilio si vieran cómo el Apocalipsis ha llegado a ser hoy el libro menos
leído y más olvidado de la Biblia?

“Bienaventurado el que lee y oye las palabras de esta profecía" (Apoc. I, 3). Leamos, pues, sin miedo la
tremenda y dulcísima profecía del Apocalipsis. Tremenda para los traidores de Cristo; dulcísima para
“los que aman su advenimiento” (II Tim. IV, 8) y aspiran a los misterios de la felicidad prometida para las
106
Bodas del Cordero. Sobre ellos dice San Jerónimo: “El Apocalipsis de San Juan contiene tantos misterios
como palabras; y digo poco con esto, pues, ningún elogio puede alcanzar el valor de este libro”.

Notemos que el no leerlo y el no creer en él es precisamente el síntoma de que esas profecías están por
cumplirse, como lo dijo Cristo: “Lo que acaeció en tiempos de Noé, igualmente acaecerá en el tiempo del
Hijo del hombre: comían y bebían, casábanse y celebraban bodas, hasta el día en que Noé entró en el Arca; y
sobrevino entonces el diluvio que acabó con todos. Como también sucedió en los días de Lot: comían y
bebían; compraban y vendían; hacían plantíos y edificaban casas; mas el día que Lot salió de Sodoma llovió
del cielo fuego y azufre, que los abrasó a todos”. (Luc. XVII, 26-29).

Leamos el Apocalipsis. Y lo que no entendamos volvámoslo a leer una y mil veces, y estudiémoslo, y
busquemos sacerdotes piadosos y libros buenos que nos lo expliquen, no según las ideas de los hombres,
sino según las luces de la misma Sagrada Escritura. Esta ocupación de descifrar los misterios de Dios es la
única digna del sabio, dice el Eclesiástico (XXXIX, 1 ss.). No por la curiosidad malsana de los que
pretenden hacer adivinanzas sobre los acontecimientos políticos de tal o cual país, sino por el ansia de
conocer y admirar más y más los sublimes designios de Dios sobre el hombre, y poder sacar de ellos
un fruto creciente de caridad.

Leamos especialmente el Apocalipsis en el tiempo de Adviento, en el cual la Santa Iglesia quiere


prepararnos, como se ve en toda la liturgia, a ese segundo advenimiento de Cristo triunfante. Desde la
primera antífona de Maitines clama la Madre Iglesia, como con trompeta de triunfo: “Al Rey y Señor que
va a venir, venid, adorémosle”.

IV

La primera Encíclica de S .S. Pío XII, nos confirma en los conceptos que dejamos expuestos. Empieza el
Papa recordando el 40° aniversario de la consagración del género humano al Corazón de Cristo por S. S.
León XIII, y declara que quiere "hacer del culto al Rey de los Reyes y Señor de los señores (Apoc. XIX, 6),
como la plegaria del introito de este Nuestro Pontificado". Hace luego una manifestación, verdaderamente
trascendental con las palabras siguientes: "¿No se le puede quizás aplicar (a nuestra época) la palabra
reveladora del Apocalipsis: Dices rico soy y opulento y de nada necesito; y no sabes que eres mísero y
miserable y pobre y ciego y desnudo"? (Apoc. III, 17).

Además de estas referencias al Apocalipsis, el Sumo Pontífice expresa su creencia de que estamos “al
comienzo de los dolores anunciados por Jesús en el discurso escatológico (Mt. XXIV, 8). Tan vehemente
llamado del Papa ha de despertar las conciencias cristianas "para comprender que la Parusía, o segunda
venida de Cristo, es verdaderamente el alfa y omega, el comienzo y el fin, la primera y la última palabra de
la predicación de Jesús, que es su llave, su desenvolvimiento, su explicación, su razón de ser, su sanción;

107
que es, en fin, el acontecimiento supremo al cual se refiere todo lo demás y sin el cual todo lo se derrumba y
desaparece” (Cardenal Billot, La Parousie, 9).

El Cardenal Primado de nuestra patria nos ha dado el ejemplo de ese interés por Parusía de Cristo y por el
libro escatológico que la explica, al adopta como lema en su Escudo la palabra que cierra y resume todo el
Apocalipsis: “¡Ven, Señor Jesús!".

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108
LA BIENAVENTURADA ESPERANZA

(Tito II, 13)

En el mundo moderno hay muchos seudo profetas, ocultistas, astrólogos y espiritistas, que hacen de la
profecía un arte como Simón Mago y engañan a la gente crédula e incauta. En sus ‘profecías’ se ocupan con
preferencia de la suerte del mundo, su próximo porvenir y su fin, y no les falta auditorio; con lo cual se
cumple lo que Jesucristo y los Apóstoles señalaron como característica de la falsa profecía, mientras los
verdaderos profetas siempre serán una voz en el desierto, es decir, desoídos, despreciados y perseguidos, y
ninguno de ellos se hará multimillonario como aquel astrólogo de París, del cual dijeron los diarios que supo
explotar con la misma habilidad la superstición y los bolsillos de sus clientes.

El mejor medio para librarse de estos seudoprofetas consiste en leer la Sagrada Escritura, especialmente el
Nuevo Testamento y las profecías del Antiguo, donde hay muchísimos vaticinios auténticos, escritos bajo la
inspiración divina y destinados a mantener la fe hasta los últimos tiempos; vaticinios tan olvidados, que los
mismos judíos que actualmente vuelven al país de sus padres, no saben que con ello dan cumplimiento a las
profecías del Antiguo Testamento.

Por eso dice el Eclesiástico: “El sabio se dedica al estudio de los Profetas” (Ecli XXXIX, 1), lo cual
equivale a decir que los que no se dedican al estudio de las profecías divinas, no son sabios, sino necios que
caen en las redes de los falsos profetas, astrólogos y demás explotadores de la credulidad humana.

II

Entre las profecías del Nuevo Testamento la que más nos interesa es la que San Pablo llama “la
bienaventurada esperanza” (Tito II, 13). Todos sabemos que hay una felicidad eterna que anhelamos en
nuestras oraciones. Pero aquí se trata de una cosa en que muy pocos piensan y que en general no es objeto de
nuestras plegarias.

¿Qué es, pues, la “bienaventurada esperanza” con lo que San Pablo consuela a su discípulo Tito? El padre
Bover, S.J., lo explica bien, diciendo que éste término equivale a la “manifestación de la Gloria de
Jesucristo en su segundo advenimiento”.

109
Esta dichosa esperanza es el compendio de ambos Testamentos, la suprema culminación del Plan de Dios, el
público y definitivo triunfo de Su Hijo, nuestro divino Caudillo. Tal es el deseo, el suspiro de la Iglesia,
con que termina toda la Biblia y que puede cumplirse cuando menos pensamos (Apoc. XXII, 20).

La Segunda Venida de Cristo tiene en el Nuevo Testamento el nombre de “Parusía”, palabra griega que
originariamente significa “presencia”. El término se usaba en la época helenística para anunciar la visita del
Emperador a una ciudad. De ahí que los hagiógrafos lo emplearan para denominar la venida del gran Rey
Jesucristo.

No hay duda de que los primeros cristianos esperaban ese gran acontecimiento para un tiempo muy
temprano; tan temprano que en Tesalónica algunos ya no se dedicaban a trabajar y otros estaban muy
preocupados por la suerte de los muertos, que tal vez no pudiesen ver la vuelta de Cristo. San Pablo se ve
obligado a consolarlos, diciendo que “los vivientes que quedamos hasta la Parusía del Señor, no nos
adelantaremos a los que murieron…, porque los muertos en Cristo resucitarán primero” (1 Tes. IV, 15-16).

También San Pedro consuela a los que se cansaban de esperar y decían: “¿Dónde está la promesa de su
Parusía?” (2 Ped. III, 4). Les explica que “para el Señor un día es como mil años y mil años son como un
día” (2 Ped. III, 8) y que por lo tanto la palabra “pronto” que Jesús usó en el anuncio de Su Segundo
Advenimiento (Jn. XVI, 16), ha de tomarse en sentido lato. En lo cual se ve cómo también San Pedro insiste
sobre la “bienaventurada esperanza” de la Parusías, lo mismo que San Pablo. A éste le da el Príncipe de
los Apóstoles el título de “nuestro amado hermano Pablo” y confirma que escribió sobre nuestro tema en
todas sus cartas.

De veras, la espera es larga. Han pasado ya en verdad dos mil años y la profecía no se ha cumplido aún.
Entretanto hemos tomado gusto en las cosas del mundo, de tal manera que para muchos la “dichosa
esperanza” ha perdido su primitivo fervor. Hasta las antiguas “anáforas” (oración que se reza en el Canon
de la Misa inmediatamente después de la Consagración) mencionaban la Parusía; costumbre que se ha
mantenido en las Iglesias Orientales.

También en los escritos de los Padres Apostólicos brilla la fe en la Segunda Venida de Cristo como
fundamento de la piedad, y los Padres posteriores son igualmente testigos de esa fe y esperanza, la cual,
como dice Le Maistre, fue la inagotable fuente de energía de los primeros cristianos en medio de las
persecuciones. Los devocionario modernos, en cambio, explotan muy poco tan fecunda idea.

“Si presentáramos el misterio de la Iglesia en esta trabazón, llenándolo con el espíritu de espera del fin,
desterraríamos el peligro en el que, a menudo, va a parar nuestro pensamiento sobre la Iglesia, y acerca del
cual San Pedro advertía a los fieles en su segunda Epístola, al hablar de aquellos que tienen “por retardo” (2
Ped. III, 9) la indecible paciencia de Dios, y cuando habla de los que comienzan a burlarse de la espera
cristiana, “porque todo vuelve a ser como era desde el principio de la Creación” (2 Ped. III, 4). Jamás ha
110
sido la Iglesia un cómodo instalarse sobre la tierra. Jamás, tampoco, una de las tantas formas de religión, la
cual nos ayuda a explicar el fin de la vida terrena y cotidiana, corresponde a nuestras “necesidades” y nos
provee de los consuelos de la Santa Religión al fin de nuestra existencia...”

“Debemos hacer más viva la renuncia a Satanás y a sus pompas, que tan importante sitio tenían en la
predicación cristiana” (Rahner, Teología Kerigmática).

III

¿Cuándo aparecerá Cristo de nuevo? No sabemos el día ni la hora (Mt. XXIV, 36 y 42; XXV, 13; Mc. XIII,
32). Nadie puede calcular el día de Su Retorno; al contrario, todos los cálculos fallarán, porque El mismo
dice: “A la hora que no pensáis vendrá el Hijo del Hombre” (Mt. XXIV, 44). En muchos otros pasajes de la
Sagrada Escritura se nos enseña que Cristo vendrá tan sorprendentemente como un ladrón (1 Tes. V, 2; 2
Ped. III, 10; Apoc. III, 3; XVI, 15, etc.). San Pablo inculca aún más este punto, diciendo: “Cuando todos
digan que hay paz y seguridad” (1 Tes. V, 3); y en el mismo capítulo nos advierte gravemente: “No
despreciéis las profecías” (1 Tes. V, 20).

Se ha tentado de referir la muerte de cada uno lo que el Nuevo Testamento dice de la Parusía, especialmente
lo que predice Jesús en San Lucas: “En aquella noche (de Su Venida) dos hombres estarán reclinados a un
misma mesa; el uno será tomado, el otro dejado. Dos mujeres estarán moliendo juntas; la una será tomada,
la otra dejada. Estarán dos en el campo; el uno será tomado, el otro dejado” (XVII, 34ss.). Tal
identificación de la muerte con la Venida de Cristo no es propia ni del Evangelio ni de las Cartas de los
Apóstoles. No quitemos a los Misterios su contenido, y no confundamos a Cristo con un verdugo o
sepulturero.

Los que no creen en la posibilidad de una pronta Venida de Cristo, se excusan diciendo que no se han
cumplido todavía todas las profecías que han de cumplirse antes de Su Advenimiento: la predicación del
Evangelio en todo el mundo, la Apostasía de las masas, la aparición del Anticristo, la conversión de los
Judíos, las guerras y terremotos, etc. Es interesante que las primeras generaciones cristianas, que conocían
muy bien esas profecías, las consideraban como cumplidas ya en aquel tiempo y esperaban ansiosamente la
Parusía del Señor. ¿No dice el mismo San Pablo que ya en su época el Evangelio fue predicado a toda la
creación debajo del Cielo? (Col. I, 23). El Apóstol San Juan nos revela que los Anticristos siempre están
entre nosotros (1 Jn. II, 18), y la Apostasía de las masas es tan conocida que no necesitamos describirla.

No tan visible es la conversión de Israel, pero también para ella la Providencia ha preparado los
caminos, y es muy posible que se realice de un modo inopinado. ¿Quién sabe si no hay profecías que
tan sólo se cumplirán en el día de la Parusía? Y si ese día no es un día de 24 horas, sino uno de aquellos
de que habla San Pedro (2 Ped. III, 8), caben en él todas las profecías que no se han cumplido anteriormente.
Esto quiere decir que todas las opiniones privadas sobre el orden de las postrimerías son muy arriesgadas.
111
IV

Nuestra actitud frente a la Parusía debe ser la que recomienda el mismo Señor en Mt. XXIV, 44; XXV, 13;
Mc. XIII, 33-36: “Velad”, para que aquel gran Día no os sorprenda como un ladrón. Y más aún, debemos
amar la Venida de Cristo, como nos exhorta San Pablo en la segunda Carta a Timoteo (IV, 8).

¿Nos parece acaso extraño amar y anhelar la llegada de nuestro Rey y Señor? He aquí la piedra de
toque de nuestro amor a Cristo. No desear Su Venida es propio de aquellos que le tienen miedo,
porque no aprecian lo que significa Su Parusía para nuestra alma y nuestro cuerpo. Pues en aquel día
no sólo aparecerá la Gloria de Cristo, sino también la nuestra. Unidos a Él (Jn XIV, 3; Apo. XIX, 6ss.),
asemejados a Él (Rom. VIII, 29; Filip. III, 20; 1 Jn. III, 2) entraremos con Él en la Jerusalén Celestial
donde Él mismo será la lumbrera (Apoc. XXI y XXII). Y para que no olvidemos tan consoladora
Profecía, nos la recuerda Cristo en Mateo: “Mirad que os lo he predicho” (XXIV, 25).

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112
EL PROBLEMA JUDÍO A LA LUZ DE LA SAGRADA ESCRITURA

En general la Historia mide al Pueblo Judío con la misma medida que a las otras pequeñas naciones y razas;
y como para dejar constancia de su insignificancia, le dedica en sus copiosos volúmenes apenas unas pocas
páginas. Nada más comprensible que esto, pues comparado con las demás pueblos de la Antigüedad, el de
Israel se mostró tan inactivo y falto de poderío, que muchos escritores no tuvieron conocimiento de su
existencia, o por lo menos no lo mencionan en sus libros. Los modernos sí lo conocen, pero debido a su
modo de juzgar a todos los pueblos con el mismo criterio, les escapa la posición singular de aquel pueblo,
cuya fuerza vital está por encima de todo criterio humano y cuyo destino es como "el reloj de Dios a través
de la historia".

Es muy fácil considerar el problema judío exclusivamente desde el punto de vista económico, nacional o
político, y señalar los peligros que la actividad comercial y financiera de los Judíos implica para los pueblos
cristianos; mas fácil aun es instigar los sentimientos nacionales contra un pueblo que goza de las ventajas del
internacionalismo y vive entre todas las naciones sin asimilarse a ninguna; pero con tal método no se
resuelve la Cuestión Judía, ni siquiera se da comienzo a su solución.

La solución está en otro plano. Los judíos del Antiguo Testamento fueron el "Pueblo elegido", la "porción
escogida", "La Nación santa" (Ex 19, 5-6), "el hijo primogénito" (Ex 4, 22), portadores y transmisores
de la Revelación (Rom. 3, 2), no a causa de sus meritos, sino en virtud del libre beneplácito de Dios que
elige a quien quiere (Rom. 9, 11 y 18); pero una vez escogidos, no están ya sometidos a las leyes
ordinarias de la historia, sino que andan por los caminos extraordinarios de la divina Providencia,
que los ha mantenido hasta hoy en evidente contraste con lo que pasa con otros pueblos.

II

Todos sabemos que el Pueblo Elegido se convirtió en El Reprobado, primero a consecuencia de sus
continuas apostasías, y después por su formulismo religioso que le ofusco los ojos de tal manera que no
reconoció al Mesías, a quien esperaba.

El hecho de la apostasía es tan manifiesta, que todos los Profetas, desde el primero hasta el último, la
denuncian y el mismo Jesucristo la llora (Mat. 13, 37-39). También San Pablo, citando a Isaías (6, 9-10),
atestigua la incredulidad judía en los Hechos de los Apóstoles (28, 28): "Os sea notorio que esta salud de
Dios ha sido transmitida a los gentiles, los cuales prestaran oídos". En vista de tan tremendos juicios, es
una provocación si el judío Max Kahn nos dice: "La judeidad es el Pueblo que en los albores de la evolución
ética de los hombres descubrió los valores imperecederos de la vida. Y que fue desangrándose por ellos
durante más de dos mil años" (Rev. de la Universidad Nacional de Colombia, Abril 1948, página 9). Los
judíos no "descubrieron" esos valores sino que Dios se los enseñó, y no fueron desangrándose por su
fidelidad; al contrario, porque no cumplieron la Ley vinieron sobre ellos todas las calamidades hasta el
destierro y la destrucción (cfr. Lv. cap. 26; Dt. cap. 28 y la profecía de Cristo sobre la ruina de Jerusalén en
Mat. cap. 24, etc.). Kahn olvida que los judíos tenían que ser la luz, es decir, misioneros de los paganos,
deber sagrado que cumplieron muy insatisfactoriamente. Tampoco corresponde a la verdad la observación
del mismo autor sobre los judíos como joyeros religiosos de humanidad. "A los judíos, afirma Kahn, les
gusta ser orfebres y joyeros, porque les gusta ser eso mismo en la vida religioso-espiritual". ¡Ojala hubieran
sido joyeros religiosos en la antigua Grecia y Roma! En los Apóstoles no encontramos nada de esa afición a
la orfebrería, y sin embargo influyeron inmensamente más en la vida religioso-espiritual del mundo, en tanto
que, como dice San Pablo, por· causa de los judíos fue blasfemado el nombre de Dios entre los gentiles
(Rom. 2; 24; cfr. Ez. 36, 20).
113
III

La apostasía de Israel tuvo por consecuencia la transmisión de la salvación a los gentiles, proclamada
definitivamente por San Pablo (Hech. 28, 28) y muchos siglos antes anunciada por los profetas. Citamos por
testigos solamente a los más grandes, Moisés e Isaías. En Deuteronomio (32, 21-22) leemos: "Yo (Dios)
esconderé mi Rostro y ahora veré el fin cierto de ellos (es decir, de los judíos), pues son hijos desleales, una
generación perversa. Me provocaron con no-dioses, me irritaron con vanos simulacros. Por eso Yo
también los provocaré con un no-pueblo y los irritaré con gente insensata". Bover-Cantera añade aquí la
siguiente nota: "Por medio de estos barbaros, que no merecen el nombre de pueblo, Dios dará a Israel pena
adecuada a su culpa de adorar a quien no merecía el nombre de Dios". La interpretación autentica nos la da
San Pablo en Rom. 10, 19-11, 12. El "no-pueblo", la "gente insensata", somas nosotros, los cristianos, hijos
de pueblos gentiles, que para Israel no eran más que una masa insensata.

En Isaías dice el Todopoderoso: "Déjeme buscar por los que antes no me preguntaban; déjeme hallar por
aquellos que no me buscaban. Dije: Heme aquí, heme aquí, a una nación que no invocaba mi nombre.
Mantuve mis manos siempre extendidas hacia un pueblo rebelde, hacia aquellos que no caminaban por el
buen camino" (Is. 65, 1-2). San Pablo explica este pasaje en el sentido de que la salud ha sido transmitida a
los gentiles que antes no conocían a Dios (Rom. 10, 20-21), de modo que "por la caída de los judíos vino
la salud a los gentiles" (Rom. 11, 11).

Pero no nos engriamos por ser sustitutos del pueblo escogido, pues también a nosotros nos eligió El
"conforme a la benevolencia de su voluntad, para celebrar la gloria de su gracia" (Ef. 1; 5-6), no en
atención a nuestros meritos. "Si algunas de las ramas (del pueblo judío), dice San Pablo, fueron
desgajadas, y tu (¡oh gentil!), siendo acebuche, has sido injertado en ellas y hecho participe con ellas de la
raíz y de la grosura del olivo, no te engrías contra las ramas; que si tú te engríes, (sábete que) no eres tú
quien sostienes la raíz; sino la raíz a tí" (Rom. 11, 17-18). Si no seguimos esta regla de humildad; nos
acarreamos el mismo castigo que los judíos.

IV

Lo extraordinario en el pueblo hebreo no es su reprobación sino la solemne promesa de la futura anulación


de la misma. Es esta una de las más estupendas verdades, que San Pablo nos revela con toda su autoridad
apostólica en la segunda carta a los Corintios (3, 16), donde habla de la vuelta de los judíos al Señor, y
especialmente en el cap. 11 de la Carta a los Romanos, donde dice que los judíos serán injertados de nuevo
en el propio olivo (Rom. 11, 24) y agrega: "No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, para que no
seáis sabios a vuestros ojos, el endurecimiento ha venido sobre una parte de Israel hasta que la plenitud de
los gentiles haya entrada en la Iglesia y de esta manera todo Israel será salvo” (Rom. 11, 25 ss.).

El Apóstol de los Gentiles anuncia en éste capítulo un “misterio”, la conversión de Israel, y para aumentar
nuestro asombro, nos hace vislumbrar que tal acontecimiento será de gran provecho para el mundo, pues “si
el repudio de ellos es reconciliación del mundo, ¿qué será su readmisión sino la vida de entre muertos?”
(Rom. 11, 15); y “si la caída de ellos ha venido a ser la riqueza del mundo, y su disminución la riqueza de
los gentiles, cuánto más su plenitud” (Rom. 11, 12).

Palpamos aquí el misterio de la infinita Misericordia que un día perdonará a Su Pueblo, “porque los dones y
la vocación de Dios son irrevocables” (Rom. 11, 29) y los judíos, respecto a su elección, siguen siendo
“muy amados a causa de los padres”, los Patriarcas.

De desobedientes e incrédulos, serán fieles y obedientes a la fe. Entonces será quitado de sus ojos el velo
que produjo su ceguera (2 Cor. 3, 13ss.), y el endurecimiento de su corazón, será ablandado por los
golpes de la divina Misericordia. Sobre éste punto no hay divergencias entre los exégetas, tampoco sobre
la fecha en que la Cristiandad tendrá el gozo de presenciar tan fausto acontecimiento. Se cumplirá cuando

114
“la plenitud de los gentiles haya entrado” (Rom. 11, 15), es decir, terminado el tiempo destinado a la
conversión de los gentiles (cfr. Luc. 21, 24)

Mucho más difícil es la explicación de los vaticinios referentes a Israel como Pueblo. El primero de los
Profetas que en nombre de Dios se pronunció sobre el futuro destino de Israel, fue Moisés. En los capítulos
26 del Levítico y el 28 del Deuteronomio promete el gran Profeta al Pueblo fiel las más maravillosas
bendiciones: “Yahve te abrirá su rico tesoro, el Cielo, concediendo a su tiempo la lluvia necesaria a tu
tierra y bendiciendo toda obra de tus manos; de suerte que prestarás a muchas naciones, y tú mismo no
tomarás prestado. Yahve te constituirá cabeza y no cola, y estarás siempre encima y nunca debajo, si
obedeces al mandato de Yahve, tu Dios, que hoy te intimo para que cuides de practicar; y no te apartarás ni
a la derecha ni a la izquierda de ninguno de los mandatos que hoy te ordeno” (Deut. 28, 12-14; cfr. Deut.
30, 3).

No faltan quienes buscan en éstas palabras una predicción del domino mundial de la raza hebrea, y la ven
cumplida en la posición actual de los judíos como banqueros del mundo, lo que les da enorme influencia y –
prácticamente- la superioridad sobre otras naciones, pues con el dinero se puede estar “siempre encima y
nunca abajo”. Y hasta se ganan las guerras. Sin embargo no hay fundamento exegético para tal
interpretación. Su realización depende, según Moisés, del fiel cumplimiento de la Ley antigua, de la
cual, todos sabemos, los judíos de hoy cumplen solamente una parte. Si es que la cumplen; pues les
falta el centro del culto mosaico, el Templo y los Sacrificios.

Moisés no olvida la otra eventualidad, a saber, la apostasía de Israel, y le predice como castigo la dispersión
entre otros pueblos: “Yahve te desparramará por todas las naciones, de un extremo a otro de la tierra, y allí
servirás a dioses extraños que no conoces tú, ni tus padres, a leño y a piedra. En aquellas naciones no
lograrás descanso ni tendrá punto de reposo la planta de tu pie. Yahve te dará allí un corazón trémulo,
desfallecimiento añorante de ojos y congoja de espíritu. Tu vida te parecerá a lo lejos como pendiente de un
hilo, y de noche y de día temerás, sin estar seguro de tu vida. Por la mañana dirás: ¡Quién me diera fuerza
en la tarde! Y a la tarde exclamarás: ¡Quién me diera fuerzas en la mañana!” (Deut. 28, 64ss.).

El Profeta Isaías se refiere más de una vez al porvenir de Israel, por ejemplo en Isaías (10, 21ss), donde dice:
“Un resto volverá, un resto de Jacob, el Dios fuerte, pues aunque fuera tu pueblo Israel como la arena del
mar, (sólo) un resto volverá”. La interpretación de ésta profecía está asegurada por San Pablo, que la cita en
Rom. 9, 27, en conexión con la conversión de Israel. En Is. 59, 20-21 habla el profeta de un futuro Redentor
y sigue: "He aquí mi alianza con ellos, dice Yahve: Mi espíritu que esta sobre ti, y las palabras que Yo he
puesto en tu boca, no se apartaran de ella...". Felizmente poseemos la interpretación autentica de este lugar
en Rom. ll, 26; donde el Apóstol de los gentiles lo relaciona con la futura salvación de Israel. Encontramos
aquí la idea de un nuevo pacto, distinto de los pactos anteriores hechos con Abraham y Moisés. Será un
pacto espiritual, idéntico con la Nueva Alianza, a la cual los judíos convertidos se asociaran y con ello
recobraran sus prerrogativas antiguas (Rom. 11, 29).

También por boca de Jeremías (cap. 31) y Ezequiel (cap. 37) promete Dios hacer una nueva alianza con su
pueblo. Dice el profeta Jeremías: "He aquí que vienen días, afirma Yahve, en que pactare con la casa de
Israel y la casa de Judá una alianza nueva... Este será el pacto que Yo concertaré con la casa de Israel
después de aquellos días, dice Yahve: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón y seré su
Dios y ellos serán mi Pueblo. Y no necesitarán instruirse los unos a los otros, ni el hermano a su hermano,
diciendo: ‘conoced a Yahve’; pues todos ellos me conocerán, desde el más pequeño hasta el mayor, dice
Yahve; porque perdonaré su culpa y no recordaré más sus pecados" (Jer. 31, 31-34).

Nótese ante todo que este vaticinio se dirige a ambos reinos judíos, el de Israel y el de Judá, no obstante la
ruina total de aquel y la situación desesperada de este, y que su fin es consolar a todas las tribus de Israel, no
solamente a las dos que formaban el reino de Judá. Los que entienden por Israel a la Iglesia, han de
reconocer que no se ha cumplido aún, o solo muy imperfectamente, pues se necesitan todavía instrucción,
115
catequesis, predicación y estamos muy lejos de aquel estado feliz en que no habrá más necesidad de
enseñanza religiosa. Tomarlo en sentido hiperbólico es igualmente peligroso, pues es Dios quien habla en
el pasaje citado, y El no exagera como lo hacen los hombres. Además, aplicar exclusivamente a la Iglesia
todos los vaticinios que hablan de un glorioso porvenir de Israel significaría acusar a la Iglesia de las
iniquidades a que ellos aluden, como por ejemplo en el vaticinio citado, que no solamente habla de la nueva
alianza con Israel, sino también de su "culpa" y sus "pecados" (Jer. 31, 34).

Más peligroso aun es el método de reservar, para los judíos todas las profecías desagradables, y para
nosotros todas las agradables, aunque el profeta las dirige expresamente a las tribus de Jacob, a Israel,
Jerusalén, Sion, etc. En el ultimo numero de "Estudios Bíblicos", enero-marzo de 1949, pag. 99, el P. José
Ramos García C.M.F., critica este sistema con las siguientes palabras: "Si en lugar de conceder a cada uno
lo que es suyo como piden de consuno la justicia y la Hermenéutica, se emplea el arcaduz de la espiritual
alegoría para escanciar de buenas a primeras el contenido de los magníficos vaticinios en la Iglesia de la
primera etapa, mientras Israel no está con ella, es obvio que al Israel converso no le han de quedar más que
las esculladuras de las divinas promesas, no obstante mirar a él primera y principalmente. Y de pasar la cosa
así como esa interpretación pretende, habría razón para aplicar a las grandiosas promesas, tan repetidas,
ponderadas y precisas, hechas por Dios a ese pueblo, el dicho del poeta Venusino: "Parturient montes,
nascetur ridiculus mus", lo que haría de la mayor parte de ellas algo así como una broma pesada."

VI

Como se ve, las profecías del Antigua testamento respecto del porvenir de Israel son muy complicadas.
Parecen referirse no solamente a su conversión, sino también a su restauración como nación. Claro está que,
como dice San Pablo, las promesas de Dios en favor de su pueblo son irrevocables (Rom. 11, 29), es decir,
se cumplirán indefectiblemente. Pero, ¿tenían ellas realmente carácter incondicional o solo condicional?, Si
eran incondicionales, no faltará su cumplimiento; si en cambio eran condicionales, su cumplimiento debe
estar vinculado a la conversión de Israel. Realizándose esta, han de realizarse también las promesas. Ahora
bien, San Pablo nos dice que la futura conversión de los judíos es cosa segura; no hay, pues, ningún
obstáculo que se oponga al cumplimiento de las demás promesas y vaticinios acerca de Israel.

Mas luz arrojan sobre nuestro problema las profecías que citamos a: continuación. Leemos en Jeremías (30,
3): ''He aquí que vienen días, dice Yahve, en que haré volver a los desterrados de mi pueblo de Israel y
Judá, y lo hare tornar a la tierra que di a sus padres, y la poseerán". El lector piensa tal vez en la vuelta de
los judíos del cautiverio, mas el hecho es que del cautiverio volvieron solamente las dos tribus de Judá y
Benjamín, mientras que el profeta se refiere también a las diez tribus de Israel, que nunca volvieron. Debe,
pues, tratarse de un acontecimiento futuro relacionado con la salvación de los judíos. Así lo explican entre
los modernos el P. Paramo S.J., y el P. Reboli S. J. en sus ediciones de la Biblia de Torres Amat. Cf. Jer. 23,
3 y 8s. 11, 11ss.

Ezequiel completa la profecía de Jeremías, anunciando a su pueblo no solo la vuelta, sino también la
posesión perpetua de Palestina. Dice Dios por boca del profeta: "He aquí que yo tomaré a los hijos de Israel
de entre las naciones adonde emigraron, y los congregaré de todo alrededor, y los introduciré en su
territorio. Los salvaré de todos los lugares donde pecaron, y los purificaré, y serán mi pueblo, y Yo seré su
Dios. Y habitarán sobre la tierra que Yo di a mi siervo Jacob, donde moraron sus padres; y habitaran sobre
ella ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos por siempre" (Ez. 37, 21-25).

Lo mismo promete Dios por Amós: "Los plantaré en su tierra; y ya no serán arrancados de su territorio,
dice Yahve, tu Dios" (Am. 9, 15); y por Miqueas: "En aquel tiempo, dice Yahve, reuniré a la (nación) que
cojea y congregare a la extraviada, a la que Yo había dañado. Y convertiré los restos de la que cojea y
formaré de la alejada un pueblo fuerte, y reinará Yahve sobre ellos en el monte Sion desde ahora y para
siempre" (Mi 4, 6-7), Zacarías añade a este cuadro Consolador algunos rasgos nuevos: “Vendrán a
Jerusalén muchos pueblos y naciones poderosas para buscar al Señor de los Ejércitos y orar en su
presencia y sucederá que diez hombres de cada lengua y de cada nación tomaran a un judío, asiéndole de la

116
franja de su vestido y diciéndole: ‘Iremos contigo, porque hemos conocido que con vosotros esta Dios’"
(Zac. 8, 22-23).

¿Cómo explicar tan estupendas profecías? ¿Hay que decir simplemente que todo se cumplió en los primeros
cristianos que en parte eran judíos y maestros de los gentiles? Santiago no lo explica así, sino que ve en ellas
un acontecimiento futuro, cuando cita a Amós en el Concilio de los Apóstoles: “Después de esto volveré y
reedificaré el Tabernáculo de David que está caído; reedificare sus ruinas y lo levantaré de nuevo, para que
busque al Señor el resto de los hombres y todas las naciones, sobre las cuales ha sido invocado mi nombre,
dice el Señor que hace estas cosas” (Hech. 15, 16-17). El exegeta francés Boudou observa sobre este pasaje:
"Según la profecía de Amos, Dios realzará el Tabernáculo de David; reconstruirá el reino davídico en su
integridad y le devolverá su antiguo esplendor. Entonces Judá e Israel conquistarán y poseerán el resto de
Edom, tipo de los enemigos de Dios, y todo el resto de las Naciones extranjeras, sobre quienes el nombre de
Dios ha sido pronunciado''.

Plena seguridad exegética nos proporciona el discurso escatológico del Evangelio de San Lucas, donde
Jesucristo revela que los judíos "serán deportados a todas las naciones y Jerusalén será pisoteada hasta que
el tiempo de los gentiles sea cumplido" (Luc. 21, 24). Este último término es a la vez el tiempo de la
conversión de Israel, según nos dice San Pablo en Rom. 11, 25, de modo que la conversión de los judíos
está conectada con el fin de su dispersión, o sea, con su restauración como pueblo.

Con esto quedan definitivamente descartadas las soluciones de aquellos que creen que los vaticinios
referentes al porvenir de Israel se han cumplido ya, sea en la mezquina restauración después del cautiverio
de Babilonia, sea en forma alegórica en la Iglesia (numeral V).

VII

¿Sera restaurada también Jerusalén y el Templo? Es esta una pregunta ociosa. Los profetas predicen tanto la
restauración de Israel como la de Jerusalén. Oigamos solamente al profeta Isaías: ''La luna se pondrá roja y
se oscurecerá el sol cuando Yahve, Dios de los ejércitos reinare en el monte Sion y en Jerusalén y fuere
glorificado en presencia de sus ancianos" (Is. 24, 23). "Sera Jerusalén mi alegría, y su pueblo mi gozo, y en
adelante no se oirán mas en ella llantos ni clamores, y los días de mi pueblo serán como los días del árbol,
y mis elegidos disfrutarán del trabajo de sus manos largo tiempo” (Is. 65, 19-22). "Congratulaos con
Jerusalén y regocijaos con ella todos los que la amáis; rebosad con ella de gozo cuantos por ella estáis
llorando, a fin de que chupéis la leche de sus consolaciones y quedéis saciados, y saquéis delicias de la
plenitud de su gloria" (Is. 66, 10-11). Cambiando el estilo nos dicen lo mismo los demás profetas. Ezequiel
nos trazó el plano de un nuevo Templo que no se ha realizado hasta ahora. (Ez. 40-46). En caso de
realizarse se convertirá en un centro principal de la Cristiandad, previa la conversión del pueblo
judío a Cristo.

Recién después de la restauración de Israel en el país de sus padres y su incorporación al Cuerpo místico de
Cristo tendrán su pleno cumplimiento las magnificas profecías sobre la gloria de Jerusalén. Léase al
respecto el misterioso Salmo 86, donde se dicen de ella casas tan gloriosas que necesariamente ha de
considerarse como "la metrópoli espiritual de todos los pueblos" (Prado, Nuevo Salterio, p. 502). (cfr. Is. 2,
2-4; 54, 1-3; 60, 3-9; Ez. 37, 28; Am. 9, 11-14; Miq. 4, 1-3; S. 47, 2-5; 67, 29; 86, 4ss.; 101, 5ss.; Tob. 13,
11). En todos estos y muchos otros pasajes contemplamos a Sión bañada en la luz lejana de las esperanzas
Mesiánicas e inundada de gentes de todas las naciones y razas, rebosantes de Jubilo y trayendo regales. "La
misma gloria divina, dice Calés, está interesada en la restauración de Israel. Naciones y reyes temerán y
honrarán a Yahve cuando comprueben que El ha reedificado a Sion y ha desplegado su
magnificencia; que ha escuchado las plegarias de aquellos a quienes los enemigos hablan despojado y
que parecían perdidos sin esperanza".

Los que toman en sentido escatológico la última de las setenta semanas de Daniel (cap. 9), tienen en la
Jerusalén cristiana y su templo también un escenario para las fechorías del Anticristo y la victoria final de
Cristo (II Tes. 2, 4 y 8; Is. 11, 4).
117
VIII

Se oye frecuentemente la pregunta: ¿Qué dicen los profetas a cerca de la vuelta de los judíos a Palestina?
Nada impide ver en este hecho el cumplimiento de los vaticinios citados, aunque su plena cumplimiento esta
en conexión con la conversión de Israel. Cfr. las notas que pusimos en la nueva versión del Salterio (Edit.
Desclée), especialmente las notas a los Salmos 105, 47; 106, 3; 124, 3; 125, 1 y 2; 147, 1.

Es verdad que según el derecho internacional ningún pueblo puede reclamar la posesión del país donde sus
antepasados habitaron hace dos o tres mil años. ¿Qué sería del mapa de Europa si quisiéramos restablecer el
arden demográfico de los tiempos de Jesucristo? ¿Y qué dirían, por ejemplo, los norteamericanos si los
pieles rojas les reclamasen los territorios que hoy ocupan los blancos y negros? Los judíos son el único
pueblo que no está sometido a la regla general, porque Palestina les corresponde por ley divina, mejor
dicho, por misericordia divina, lo cual testifica el mismo Dios (Dt. 9, 4-6).
118
Es interesante que el Sionismo, que no se inspira en ideas religiosas, sino nacionalistas y racistas, parece ser
el instrumento mediante el cual Dios empieza a dar cuerpo a los planes que tiene reservados para Israel. Y
no menos interesante es el hecho de que los pueblos cristianos, por medio de las dos Guerras Mundiales, han
contribuido a llevar a cabo los proyectos del Sionismo. En reconocimiento de los servicios que los judíos
prestaron a Inglaterra en la Primera Guerra Mundial, Lord Balfour dirigió a Rothschild el siguiente mensaje:
"El gobierno de S. Majestad ve con agrado el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el
pueblo judío y empleará sus mejores esfuerzos para el logro de este objeto…". Y después de la Segunda
Guerra Mundial les pagó Norteamérica su deuda, ayudándolos con su enorme influencia en la ocupación de
la mayor parte de Palestina, incluso el Négueb (Edom) de modo que el nuevo Reino de los judíos se extiende
de mar a mar, del Mar Mediterráneo hasta el golfo de Akaba, como en los tiempos de Salomón. Triunfaron
sobre siete reinos árabes y su próximo objetivo es ocupar también el resto del país, incluso su capital,
Jerusalén. Antes de la Primera Guerra Mundial había en Palestina 35.000 judíos; hoy su número es veinte
veces mayor y en breve pasara de un millón.

En todo esto vemos el dedo de Dios. Pero no es todavía el fin. Los judíos que bajo la bandera del Sionismo
inmigraron al país de Abrahán, Isaac y Jacob, no piensan en adherirse a la Iglesia. Su conversión a Cristo es
un misterio y es muy posible que no se realice así como soñamos nosotros. Será una de las grandes obras
que solo Dios puede hacer, y si lo hace con la pedagogía que hasta ahora ha aplicado, los judíos, y
especialmente su nuevo reino palestinense, han de pasar por una catástrofe decisiva que les abrirá los ojos.

Entonces se verificará lo que dice San Pablo: "Si la caída de ellos ha sido la riqueza del mundo, y su
disminución la riqueza de los gentiles, ¿cuánto más su plenitud?" (Rom. 11, 12). El Apóstol quiere decir
que los judíos, una vez participes del Reino de Jesucristo, serán la riqueza espiritual del mundo, quizás sus
nuevos misioneros, en aquellos tiempos de apostasía que San Pablo predice en II Tes. 2, 5, y el mismo
Cristo en Mat. 18, 8. No nos atrevemos a ahondar en este tema, que contemplado en toda su profundidad, es
tan difícil como la explicación del Apocalípsis. Con todo queremos hacer notar, con Bover-Cantera (Sagrada
Biblia pag. 996), que es "tradición fundada", que "la restauración de Israel tendrá por coronamiento la
conversión de los pueblos gentiles a la Verdadera religión".

Temas muy poco tratados son también: la santidad prometida a Israel, la restauración del trono de David,
la reunión de Israel y Judá.

A estos hechos se refiere tal vez la misteriosa pregunta de los Apóstoles el día de la Ascensión: "Señor, ¿es
este el tiempo en que restableces el Reino para Israel?" (Hech. 1, 6). Para muchos esta pregunta es tan
incomprensible, que la toman como prueba de la poca inteligencia de los Apóstoles y de su falta de espíritu.
Sin embargo, dice la Escritura que Jesús fue visto por ellos después de la Resurrección por espacio de
cuarenta días y habló con ellos del Reino de Dios (Hech. 1, 3). ¿Eran los Apóstoles realmente faltos de
espíritu? ¿No lo son más bien sus críticos, que quieren negar a los judíos la futura gloria después de su
sumisión a Cristo? Cfr. Jer. 31, 33-34; Zac. 8, 22-23; 12, 10; 14, 8-11; Hech. 3, 21; Apoc. 10, 7.

El presente trabajo no pretende resolver el problema judío; su único fin es mostrar que, según las Escrituras,
los judíos son un pueblo extraordinario, al que Dios mantiene para cumplir su Promesas. Si hoy reclaman el
país de sus Antepasados y lo ocupan poco a poco, obedecen, sin darse cuenta, a la voz de Dios, que los
congrega de nuevo en aquel pequeño territorio, para obrar en ellos el misterio predicho por San Pablo y los
Profetas del Antiguo Testamento. Nada sabemos sobre el modo de su realización, pero estamos seguros de
que será la obra más estupenda entre la Primera y la Segunda Venida de Cristo, y probablemente el acto
preliminar de ésta última.

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119
ANTICREACIÓN

La bomba atómica parece ser un fenómeno del Apocalípsis opuesto al primer capítulo del Génesis.

No solamente es, como las otras y más que ellas, arma de destrucción, y en tal sentido resulta un instrumento
del mal y del rencor contrario a la caridad entre los hombres, sino que constituye también, en sí misma, un
producto de la disgregación y desintegración, o sea de Anticreación.

Dios, al crear ex nihilo (de la nada), con la Omnipotencia de Su Palabra, encerró la fuerza en la materia,
según lo descubrieron los físicos. Ahora esa energía cambia el signo, y, en vez de congregar, disgrega. Y al
disgregar, produce la más increíble fuerza de destrucción. Cristo, el Verbo, “por quien fueron hechas todas
las cosas” (Rom. I, 3) podría aplicarle Su Palabra: “El que no recoge conmigo, dispersa” (Lc. XI, 23).

En la naturaleza, aunque caída mal de su grado junto con el hombre (Rom. VIII, 20ss.), y en la tierra, aún
maldita a causa del pecado, subsiste en la esencia misma de las cosas ese principio de atracción que es la
cohesión de los átomos, sin la cual nada podría existir. Las cosas, parece, que se aman en cierta manera,
decía San Agustín. Y he aquí que ahora hemos llegado a destruir ese principio, que llamaríamos vital de la
materia. Antes se descubrió la destrucción de la vida, y no ya sólo en los actos de guerra, imitación
perfeccionada de Caín y fruto de rivalidad como los de éste, sino la supresión de la vida humana en su
mismo germen, gracias al anticoncepcionalismo neomaltusiano, que hoy ya parece una virtud social a fuerza
de difundido y confesado sin rubor, y que permite deshacerse de los hijos que Dios manda, sin necesidad de
arrojarlos al fuego de Moloc (cfr. Lev. XX, 1ss.). Pero recordemos, en honor de aquellos idólatras, que esto
lo hacían con la idea de purificarlos, no de suprimirlos (cfr. Deut. XVIII, 10).

II

Volviendo a la bomba atómica, observamos que más bien podría llamarse antiatómica, porque la voz griega
a-tomos quiere decir precisamente lo que no se puede dividir, y he aquí que ahora no sólo se lo divide, sino
que se lo desintegra, para que, a su vez, sea la mayor fuerza de destrucción y devastación. Se la ha definido
solemnemente como “la dominación del poder básico del universo, la fuerza de la cual el sol extrae su
poder”.

Según esto, el descubrimiento no sería menor que la realización del mito de Prometeo, quien intentó robar el
fuego del Cielo. Pero subsiste la diferencia fundamental en el terreno del espíritu, y es que la bomba,
manejada por el hombre, trae la muerte, en tanto que el sol, manejado por el Creador, trae la vida. La Biblia
120
lo llama “ese admirable instrumento, obra del Excelso…, una fragua que se mantiene encendida para las
labores que piden fuego muy ardiente” (Ecclo. XLIII, 2s.). Y dice también que “no hay quien se esconda de
su calor” (Sal. XVIII, 7).

No dudamos que, en cuanto al progreso industrial, el asombroso invento podrá brindar en el tamaño de un
dedal, energía suficiente para que una locomotora de varias veces la vuelta al mundo. Pero no podemos
menos de recordar las palabras de León Bloy, que ante otra gran conquista de la ciencia, el avión (que es
quien hoy arroja las bombas), trató de ‘imbécil’ a un escritor que veía en ello el triunfo de la fraternidad que
suprimiría las fronteras entre las naciones, y previó claramente, aunque no en todo su horror, que los
hombres harían todo lo contrario y convertirían el avión en el más mortífero auxiliar de la guerra. Los
acontecimientos han justificado el pesimismo de Bloy, como lo muestran las ciudades destruidas en el
corazón de la cultura europea.

III

Aunque hoy pudiéramos prescindir del momento histórico candente de pasiones, en que aparece el nuevo
invento, sirva tal antecedente para no soñar que el poder de la bomba, por ser tan grande, hará imposible las
guerras. El Apocalípsis que es muy poco “humanista” porque es totalmente “divinista”, nos muestra varias
veces que los hombres sufrirán las plagas más atroces, pero no cambiarán, porque “el resto de los hombres,
los que no fueron muerto con esas plagas, ni aún así se arrepintieron de las obras de sus manos…, ni de sus
homicidios, ni de sus hechicerías, ni de su fornicación, ni de sus latrocinios” (Apoc. IX, 20); “y se mordían
de dolor las lenguas y blasfemaron del Dios del Cielo a causa de sus dolores y de sus heridas, mas no se
arrepintieron de sus obras” (Apoc. XVI, 10-11)

La filosofía materialista no podrá menos de batir palmas ante este tiempo de la materia vivificada en energía.
Pero es energía de muerte. También Satanás es un gran poder, y su agente, el Anticristo, hará toda clase de
milagros y falsos prodigios para engañar “a los que se pierden por cuanto no recibieron el amor de la
verdad para ser salvos” (2 Tesal. II, 9s.).

Aparentemente podría significar un progreso de la material inerte, esta monstruosa transformación en


energía, que es más que un supervolátil pero no es, en manera alguna, una espiritualización de la materia, un
triunfo del espíritu sobre la carne según lo que enseña la Escritura. Es un fenómeno que, no sólo se mantiene
en el puro orden físico, sino que, aun como tal, tiene ese sello terrible de anticreación, como si fuera, a
manera de la rebelión de los Ángeles, un supremo esfuerzo nihilista del Anti-Dios para que el mundo dejase
de ser como Dios lo hizo.

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121
APENDICE

EVANGELIO Y CATEQUESIS

Reimplantada la enseñanza religiosa en nuestro país, los catequistas prestarán singular actualidad al
nutrido estudio bíblico doctrinal que nos complacemos en ofrecer a continuación:

El conocimiento del Evangelio es indispensable en toda verdadera catequesis católica, simplemente


porque no puede haber crecimiento en las virtudes sin crecimiento en la gracia y en la fe; y la fe consiste en
conocer a Dios tal como El se ha revelado en los dos Testamentos, especialmente en el Evangelio de
Jesucristo.

Muchos católicos, y tal vez no pocos catequistas, descuidan el uso del Evangelio, porque desestiman la
importancia del Libro de la Revelación divina como base de la catequesis y de toda vida cristiana. ¿Acaso
podría ser dura la sublime doctrina del Crucificado que por el precio de su Sangre nos hizo capaces de la
santidad?

Este miedo se explica por la propaganda protestante de los Libros Santos, a cuyo contacto se suele atribuir
las herejías, siendo precisamente que ellas sólo pueden mantenerse por la ignorancia de las Escrituras. El día
en que todos los católicos, obedeciendo a las reiteradas enseñanzas de los Sumos Pontífices, usen el
Evangelio, "fuerza divina para la salvación de todos los creyentes" (Rom. I, 16), y empuñen la espada de la
Palabra de Dios, eficaz y más penetrante que toda espada de dos filos (Hebr. IV, 12), la Verdad traída por
Jesucristo al mundo triunfará sobre todos los errores.

Sería insensato dejar un remedio y más aún si es de vida eterna - porque alguno lo haya adulterado
culpablemente, ya que el mal nunca puede atribuirse al remedio, sino que el mal está en la perversa
adulteración.

II

Para mayor claridad de lo dicho añadimos aquí algunas palabras de los Sumos Pontífices, las cuales nos
ayudan a entender qué valor trascendental tienen las Sagradas Escrituras en la formación del cristiano:
122
"Que el ejemplo de Cristo Nuestro Señor y de los Apóstoles haga entender a todos, principalmente a los
soldados nuevos de la milicia sagrada, cuánto han de estimar las Divinas Letras, con qué afición, con qué
culto se han de acercar a este, llamémosle así, arsenal de armas. En efecto, los que deben defender la verdad
católica, sea entre los doctos, o entre los ignorantes, no encontrarán en ninguna parte enseñanzas tan amplias
y tan copiosas acerca de Dios, sumo y perfectísimo bien, y acerca de sus obras que manifiestan su gloria y su
amor. Y en cuanto al Salvador del género humano, nada existe sobre El tan fecundo y tan expresivo como
los textos que uno encuentra en toda la Biblia, y S. Jerónimo tuvo razón en afirmar "que ignorar las
Escrituras, es ignorar a Cristo" (Enc. "Providentissimus Deus" de León XIII).

"Jamás cesaremos de exhortar a todos los cristianos a que hagan su lectura cotidiana de la Biblia,
principalmente en los Santísimos Evangelios de Nuestro Señor, así como en los Hechos de los Apóstoles y
las Epístolas, esforzándose en hacerlos savia de su espíritu y sangre de sus venas". (Enc. "Spiritus
Paraclitus" de Benedicto XV).

"Fuera del santo Evangelio no hay otro libro que pueda hablar al alma con tanta luz de verdad, con tanta
fuerza de ejemplos y con tanta cordialidad" (Pío XI).

"El Evangelio es principio, fuerza y fin de todo Apostolado". (Pío XII —siendo aun Cardenal, al Card.
Gomá).

La consecuencia es clara y fácil: buscar apasionadamente la Palabra de Dios; buscarla apasionadamente


en el Evangelio (y el Concilio de Trento llamó Evangelio a toda la Sagrada Biblia). Escuchando la Palabra
de Dios, encontramos la fe (Rom. X, 17), esa fe viva que nos lleva a obrar por la caridad (Gál. V, 6); pero
esa caridad no es una beneficencia sentimental, sino una vida de amor sobrenatural a Dios y al prójimo, vida
que nace de la fe, o sea, del conocimiento sobrenatural de Dios, como lo reveló Jesús en su Oración
Sacerdotal: "En esto consiste la vida eterna: en conocerte a Ti sólo Dios verdadero y a tu Enviado
Jesucristo" (Juan XVII, 3).

Esa obsesión de la caridad nos llevará ante todo a conocer a Cristo en la Eucaristía para unirnos a Él, para
nutrirnos con Él, para vivir de Él, y entonces sí que el divino Sacramento, haciéndonos vivir de Jesús como
El vive del Padre (Juan VI, 58), nos hará cumplir plenamente el "Mandamiento Nuevo": amarnos entre
nosotros del modo como El nos amó (Juan XIII, 34; XV, 12); amarnos entre nosotros porque El nos amó (I
Juan IV, 11). "Yo en ellos y Tú en Mí" dijo Jesús al Padre, "para que sean consumados en la unidad…'';
esto es para que sean todos los cristianos un solo corazón y una sola alma, como Cristo y el Padre son uno
solo. De aquí saca el Señor el fruto supremo del apostolado, la conversión del mundo, que solamente podrá
obrarse por el espectáculo de nuestra caridad, que es la apologética por excelencia. Así "sean consumados en
la unidad, a fin de que el mundo crea que Tú me has enviado y que los has amado como me amaste a Mí"
(Juan XVII, 23).

123
III

El que no haya adquirido estas luces, buscándolas en el Libro de Dios, no puede aspirar a la dignidad de
catequista, que lo hace partícipe del sacerdocio de la Iglesia docente. ¿Cómo va a ser un buen mayordomo
de Jesucristo el que no lee sus instrucciones para poder obedecerle? ¿Cómo va a poner a Jesucristo en las
almas el que no lo conoce?

Descuidando el Evangelio, incurriríamos inevitablemente en deformaciones de la doctrina, asimilando la


divina doctrina de Jesús a la simple lógica humana, por falta de luces sobrenaturales, es decir, convirtiendo,
como dice San Jerónimo, el Evangelio de Dios en el evangelio del hombre.

Así se cumpliría tremendamente en nosotros la sentencia del Salmo: "Disminuidas han sido las verdades
por los hijos de los hombres" (Sal. XI, 2). Y entonces la catequesis perdería su eficacia sobrenatural, y aún
llegaría a grabar en el alma de los niños la imagen de un falso Dios: de una especie de funcionario que
premia y castiga como cualquier otro (en vez de ser el que "no perdonó a su propio Hijo" por perdonamos a
nosotros); que nos deja abandonados a nuestro propio esfuerzo en la lucha por cumplir una ley superior a las
fuerzas de la naturaleza caída (en vez de habernos dado el Espíritu Consolador que nos santifica mediante la
fe por los méritos de la Sangre de Cristo); que nos deja abandonados, a las vicisitudes de la vida (en vez de
obligarse El a dárnoslo todo por añadidura con tal de que busquemos su reino), que en fin, siempre parece
tener un látigo levantado sobre nosotros como esclavos (en vez de habernos dado el espíritu de adopción de
los hijos por el cual le llamamos Abba, esto es Padre (Gál. IV, 6).

Sin el Evangelio, el Catecismo es, pues, instrumento insuficiente en la instrucción religiosa. Sobre este
tema tan delicado publicó una pastoral Mons. Landrieux, Obispo de Dijón, quien, entre otras cosas, dice:

"Nuestros catecismos son casi mudos acerca de la Historia Sagrada y del Evangelio que otrora los niños
aprendían en el Colegio; de ahí viene una gran laguna. Tres o cuatro páginas lacónicas sobres la Vida de
Nuestro Señor; dos o tres fechas vagas, imprecisas; algunos episodios apenas indicados, una corta y seca
enumeración de milagros, una palabra sobre la Pasión, dos líneas sobre la Resurrección, y se acabó. Si, pues,
se pone en manos de los niños desde el primer día el catecismo, y si durante tres, cuatro o cinco años se
retorna el mismo texto en el curso primario, en el mediano y en el superior, se quedan los niños sin conocer
ni el Evangelio ni a Nuestro Señor. En las Parroquias urbanas, en los pensionados y los patronatos, se trata
de suplir esto por las instrucciones de perseverancia. Pero en la mayoría de las poblaciones de campaña, por
falta de tiempo, y porque el libro apenas lo menciona, el Evangelio pasa desapercibido, y esto es para toda la
vida. ¿Puede concebirse un católico práctico que no haya leído nunca el Evangelio? Pues tal es el caso de la
enorme mayoría. Se podría ser perfectamente instruído en religión con sólo conocer el Evangelio, porque en
él está toda la substancia del catecismo; pero la recíproca no es verdadera, porque en el catecismo no está
todo el Evangelio".

124
IV

Concluyamos exponiendo un caso ocurrido -entre mil—, como enseñanza de experiencia: Un joven de 28
años, israelita, quiere convertirse, y a juicio del catequista está preparado para el bautismo y la comunión. El
candidato a padrino, lo interroga:

- ¿Quién es Jesús?

- Es… Dios.

- Sí, pero ¿de quién era Hijo?

- De “Santa María Virgen".

- ¿Y de quién más?

- De nadie más.

- ¿Cómo es eso? Jesús tenía Padre. Este no era ningún hombre, pero era su Padre.

El catecúmeno se queda absorto, y entonces el presunto padrino le dice:

- A ver, dime el Credo.

- Creo en Dios Padre... y en Jesucristo su único Hijo.

- ¿Ves? ¿Hijo único de quién?

Y el pobre muchacho repite:

- ¡De santa María Virgen!

Entonces se le habla de la Santísima Trinidad para enseñarle a distinguir las tres Divinas Personas, eso
que en el Evangelio se aprende sin darse cuenta:

- ¿Qué hizo Cristo por nosotros?

- Tomó el pan y el vino y dijo: este es mi cuerpo y esta es mi sangre.

- Muy bien, pero ¿qué se hizo Cristo por nosotros? Era Hijo de Dios y sin dejar de serio se hizo hombre,
¿no es cierto?

- Sí, señor.

- Y el Espíritu Santo, ¿se hizo hombre?

- Sí señor...

125
Aquí el candidato a padrino renunció naturalmente a ese honor y a esa responsabilidad mientras el
catecúmeno no conociese a Dios. Le dió un Evangelio y le habló largamente de lo que en él aparece: Jesús
como don del Eterno Padre; Jesús encarnado y Hermano nuestro; Jesús Maestro y legislador; Jesús
Redentor; Jesús que nos revela los secretos del Padre; Jesús, que con el Padre nos envía su Espíritu Santo, el
que nos aplica los méritos de la Redención y nos da la gracia y los dones para salvarnos gratis...

El muchacho se entregó con fervor a descubrir en el Evangelio esas noticias sublimes que habían dilatado
su corazón, y no tardó en ser bautizado; pero entonces ya tenía fe y amor. Porque no se limitaba a saber de
memoria cuántos son los sacramentos y cuáles son los pecados y los diez mandamientos: había adquirido
mediante la Revelación divina, ese conocimiento de Dios y de su Hijo Jesucristo en el cual consiste la
salvación (Juan XVII, 3).

Es que a Dios nadie lo vió nunca, dice San Juan. Y agrega: su Hijo Unigénito que está en el seno del
Padre, Ese nos lo dió a conocer (Juan I, 18).

Nada podrá, pues, darnos el conocimiento de Dios sino son las palabras del Hijo que vino expresamente
para eso (Mat. XI, 27; Juan VI ,46; VIII, 19; XVII, 26, etc.) y que nos trajo como Enviado las palabras
mismas de su Padre (Juan XII, 49; XV, 15).

Por eso El mismo se sacrificó "para que fuésemos santificados por la Verdad" (Juan XVII, 19). Y para
que tuviésemos en nosotros todo el gozo cumplido que Él tuvo, dijo a su Padre estas palabras, que por
siempre bastarían para acudir apasionadamente al Evangelio como instrumento de santidad: "Santifícalos
en la Verdad: la Verdad es Tu Palabra" (Juan XVII, 17).

Tomado así, el ministerio altísimo del catequista, que cautiva los corazones de los niños, es una verdadera
bienaventuranza, según lo promete la misma Sabiduría, diciendo: "Dichoso aquel que explica la justicia a
oídos que escuchan" (Ecli. 25, 12).

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126
UN DOCUMENTO BIBLICO TRASCENTAL

La Encíclica "Divino Afflante Spiritu"

del 30 de septiembre de 1943.

La Radio Vaticana, al anunciar la aparición de esta Carta Encíclica de Pío XII sobre la Biblia, anticipaba
que habría de producir una honda impresión en los ambientes culturales del mundo entero.

La Biblia, en efecto, sigue siendo, aún para las inteligencias ajenas al movimiento religioso, el acervo más
rico y el monumento más alto de la sabiduría universal, según lo proclamaba no ha mucho un ilustre
delegado argentino en una de las últimas conferencias internacionales.

La reciente Encíclica que, más que las anteriores, hará época en los anales escriturísticos de la cristiandad,
destaca de un modo decisivo el valor de la Sagrada Escritura como libro de espiritualidad por excelencia;
valor que hemos de apreciar más que nadie los que, teniendo el privilegio de haber sido llamados al estudio
y enseñanza del divino Libro, podemos descubrir y admirar cada día nuevos tesoros de su sabiduría,
insondable como un mar sin orillas.

Lo que desea el Sumo Pontífice es “que la Palabra de Dios, dirigida a los hombres por medio de las
Sagradas Escrituras, sea cada día más total y perfectamente conocida y con más vehemencia amada"; y "que
los fieles, especialmente los sacerdotes, tienen la grave obligación de usar copiosa y santamente de ese
tesoro reunido a lo largo de tantos siglos por los más altos ingenios".

Más aún, Pío XII exhorta con todo ardor apostólico, como sus predecesores Pío XI y Benedicto XV, a la
lectura diaria de la Sagrada Escritura en las familias cristianas: "favorezcan pues, dice el Papa a los
Obispos, y presten ayuda a aquellas piadosas asociaciones que se proponen difundir entre los fieles las
ediciones de la Biblia y en especial de los Evangelios, y procurar con todo empeño que su lectura diaria se
haga en las familias cristianas recta y santamente"; lo que sin duda, y cien veces más, ha de servir de
directiva a las familias de religiosos y religiosas, a los conventos, colegios, seminarios, todos los cuales, sin
excepción alguna, harán de la Escritura su lectura diaria.

II

127
Ante tan alentadora voz, los amantes de la Sagrada Escritura se sentirán movidos a continuar la obra del
renacimiento bíblico que los Sumos Pontífices han iniciado en las Encíclicas "Providentissimus Deus",
"Spiritus Paracitus" y "Divino Afflante Spiritu", las cuales fueron ensanchando progresivamente los
horizontes hasta romper, de una manera categórica, con la reserva otrora impuesta por motivos
circunstanciales y extraordinarios a raíz de la Reforma.

Desde entonces los Sumos Pontífices no se cansan de fomentar de todas maneras el estudio de la Palabra
de Dios, erigiendo un Instituto Bíblico en las dos Capitales de la Cristiandad: Roma y Jerusalén;
instituyendo la Pontificia Comisión Bíblica, compuesta de los más célebres escrituristas del orbe católico;
inculcando sin cesar al clero el grave deber de predicar todos los domingos el Evangelio; aprobando
asociaciones para la difusión del Evangelio y de la Biblia en general; concediendo indulgencias a los que
lean el Evangelio, insistiendo sobre su lección diaria en los hogares cristianos; promoviendo Congresos del
Evangelio y Semanas Bíblicas; alentando la publicación de Revistas Bíblicas, etc., etc.

Y después de todo eso, ¿puede haber todavía católicos que crean que la Biblia es un libro protestante que
no le es permitido leer a un hijo de la Iglesia católica? ¡Qué daño tan inmenso para la espiritualidad resultó
de ese infundado temor!

Además de esta preciosa norma espiritual que acabamos de ponderar, la nueva Encíclica brinda al mundo
aclaraciones sobre importantes temas discutidos en el ambiente exegético. Así, por ejemplo, estimula de un
modo singular a emprender nuevas traducciones conforme a los originales hebreo y griego, según el caso.

Señala también el Papa cómo los teólogos escolásticos no poseyeron suficientemente el griego ni el
hebreo para aprovechar el texto original, y afirma que éste tiene sin embargo "mayor autoridad y peso que
cualquier traducción antigua o moderna por buena que sea"; por lo cual merece llamarse ligero y
descuidado" el que hoy se cierra el acceso a los textos originales. Confirma el Papa que la declaración de la
Vulgata como “autentica” en modo alguno disminuye la autoridad y fuerza de esos textos originales; pues
esa elección de la Vulgata fué hecha "entre las versiones latinas que en aquella época circulaban", no con
respecto a los originales. Aclara, en fin, que esa 'autenticidad de la Vulgata “más bien merece el nombre de
jurídica que el de crítica".

"Por eso —así dice la Encíclica— esta autoridad de la Vulgata en cosas de doctrina no impide —más aún,
casi exige en el día de hoy—, que esta misma doctrina se compruebe y confirme por los mismos textos
originales y que se invoque continuamente el auxilio de los mismos textos, con los cuales se aclare y
patentice cada día más la recta significación de las Sagradas Letras".

Concluye este capítulo expresando el anhelo de que se realicen, al alcance de todos, "versiones a las
lenguas vivas" y "directamente de los textos originales, como sabemos que se han hecho ya laudablemente
en muchas regiones, con la aprobación de la autoridad eclesiástica".
128
III

Aquellos que tienen el grave cargo de intérpretes y la vocación de estudiosos de la Biblia agradecerán
asimismo las directivas que el Papa establece sobre la investigación del sentido literal, el primero de todos,
y únicamente en base al cual se puede, según Santo Tomás, extraer argumentos dogmáticos: "Omnes sensus
(Scripturae) fundantur super unum, scilicet litteralem, ex quo solo potest trahi argumentum". La Pontificia
Comisión Bíblica, en una carta fechada el 30 de agosto de 1941 y dirigida a todos los Obispos de Italia,
recalca ese mismo principio contra un autor anónimo que intentaba desacreditarlo (véase Rey. Bibl. n° 20, p.
293-296).

Claro está que no se prohíbe investigar, como alimento de la piedad, otros sentidos que pueda ofrecer la
Palabra de Dios, pero siempre y ante todo hay que averiguar cuál fué el sentido que quiso expresar el
hagiógrafo. La nueva Encíclica dice al respecto: "Así, pues, deduzcan (los exégetas) con toda diligencia la
significación literal de las palabras con su conocimiento de las lenguas, acudiendo al contexto y comparando
con otros pasajes semejantes: subsidios todos de que suele echarse también mano en la interpretación de los
escritores profanos, con el fin de que se aclare hasta la evidencia el pensamiento del autor. Pero los exégetas
de las Letras Sagradas, recordando que en este caso se trata de la palabra inspirada por Dios, cuya custodia e
interpretación fué encomendada por ese mismo Dios a la Iglesia, han de tener en cuenta con no menor
diligencia las explanaciones y declaraciones del Magisterio de la Iglesia e igualmente las explicaciones
dadas por los Santos Padres y también la "analogía de la fe", como advirtió sabiamente León XIII en la
Encíclica "Providentissimus Deus".

Del inmenso trabajo que aguarda a los expositores católicos, nos da una idea el mismo Pío XII hablando
de lo que queda por hacer y añadiendo que puede "tener la exégesis, como los tienen otras disciplinas, sus
secretos propios, insuperables por nuestras mentes e incapaces de abrirse por esfuerzo alguno".

Y con qué cariño tan paternal anima el Papa a los exégetas, "estos valientes obreros en la Viña del Señor",
a que continúen su difícil tarea, porque "sólo muy pocas cosas hay cuyo sentido haya sido declarado por la
autoridad de la Iglesia, y no son muchas más aquéllas en las que sea unánime la sentencia de los Santos
Padres. ¡Quedan, pues, muchas otras y gravísimas, en cuya discusión y explicación se puede y debe ejercer
libremente la agudeza e ingenio de los intérpretes católicos!" ¡Y cómo los defiende y pide para ellos no
solamente "imparcialidad y justicia", sino también "suma caridad" de parte de quienes creen que todo lo que
es nuevo es por ello mismo sospechoso! "Van, pues, fuera de la realidad algunos, que no penetrando bien las
condiciones de la ciencia bíblica, dicen sin más que al exégeta católico de nuestros días no le queda nada
que añadir a lo que ya produjo la antigüedad cristiana; cuando por el contrario estos nuestros tiempos han
planteado tantos problemas, que exigen nueva investigación y, nuevo examen, y estimulan no poco el
estudio activo del intérprete moderno".

IV
129
No nos extrañe que el Sumo Pontífice toque también el problema del estudio de la Sagrada Escritura en
los Seminarios, en los cuales muchas veces la Introducción ocupa más clases que la exégesis y la lectura del
sagrado texto. Los sacerdotes no pueden cumplir con el deber de repartir al pueblo cristiano el pan de la
Palabra de Dios "si ellos mismos mientras moraron en los Seminarios no se empaparon de activo y perenne
amor hacia las Sagradas Escrituras".

"Conviértanse así las Letras divinas para los futuros sacerdotes de la Iglesia en fuente pura y perenne de la
vida espiritual de cada uno y en alimento y fortaleza del oficio sagrado de la predicación que van a recibir.
Si llegaran a conseguir esto los profesores de esta importantísima asignatura en los Seminarios, persuádanse
con alegría de que han contribuido notablemente a la salvación de las almas, al progreso de la causa católica,
al honor y la gloria de Dios y que han llevado a cabo una obra en estrechísima relación con su oficio
apostólico".

Otro punto no menos fundamental que enseña Pío XII, confirmando elocuentes palabras de Benedicto XV
en su Encíclica "Humani Generis", se refiere al uso de la Biblia como fuente de la predicación. Aquella
"Palabra de Dios, dice el Papa, viva y eficaz y más penetrante que espada de dos filos, y que llega hasta la
división del alma y del espíritu, y de las coyunturas, no necesita de afeites o de acomodación humana, para
mover y sacudir los ánimos; porque las mismas Sagradas Páginas, redactadas bajo la inspiración divina,
tienen por sí mismas abundante sentido genuino; enriquecidas por divina virtud, tienen fuerza propia;
adornadas con soberana hermosura, brillan por sí mismas y resplandecen, con tal que sean por el intérprete
tan íntegra y cuidadosamente explicadas, que se saquen a luz todos los tesoros de sabiduría y prudencia en
ellas ocultos".

Gracias a la Encíclica que estudiamos se despeja también definitivamente el horizonte en la cuestión de


intercalar notas dentro del Sagrado Texto. Resulta así igualmente confirmada por la Autoridad Eclesiástica
la depuración que en nuestra edición de la Sagrada Escritura hemos hecho del texto de Torres Amat, y
principalmente la eliminación de los agregados en bastardilla, que a veces han pasado, sin bastardilla, a los
Misales para los fieles y a otros libros litúrgicos, dando así ocasión a falsas interpretaciones. El Papa señala
respecto a los Códices la necesidad de “restablecer lo más perfectamente que se pueda el texto sagrado...
librándolo en lo posible de glosas, lagunas, inversiones de palabras, etc."; regla que sin duda alguna hemos
de aplicar también a las ediciones modernas.

No puede ser, pues, si no muy grande nuestra esperanza en los frutos que producirá la grandiosa Encíclica
de Pío XII; esperanza que será compartida, lo sabemos, por cuantos cultivan en el Cuerpo Místico de Cristo
esa fraternidad especialmente íntima y espiritual que nace del común amor a la Palabra, según enseña el
Salmista cuando invita a reunirse con él a cuantos conocen los testimonios de Dios (Salmo CXVIII, 79).

130
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131
EL MISTERIO DEL MAL, DEL DOLOR Y DE LA MUERTE
Comentarios y Ensayos de Mons. Dr. Juan Straubinger
sobre el Libro de Job

PROEMIO

UN LIBRO MISTERIOSO

El libro de Job es uno de los más misteriosos de la Biblia. San Jerónimo lo compara a una anguila que
se nos escurre de la mano cuando ya creíamos tenerla asida. No es posible entender estos misterios sino con
inteligencia sobrenatural.

Para ello el mismo Dios nos da tres claves:

a) Según el Prólogo, Job era justo (Job 1, 1 y 8) y sus pruebas no fueron un castigo, siendo Satanás, y
no Dios, el gran promotor de sus dolores.

b) En la teofanía final, el mismo Dios reprende a Job, no por su vida pasada —que ya sabemos era
justa— sino porque en su diálogo con los amigos, que forma la trama del Libro, "envolvió (oscureció) las
sentencias (de la verdad) con palabras sin inteligencia" (Job 38, 2).

c) En el Epílogo (Job 42, 1 ss.), al restituirle con creces todas sus prosperidades, Dios nos hace saber
expresamente que Job no pecó en sus disputas con los tres amigos, y que ellos sí pecaron.

Sin estos datos, nuestra mente, harto inclinada a juzgar a Dios según la capacidad humana, pensaría
muchas veces que Job era un blasfemo y que Elifaz, Baldad y Sofar, sus tres amigos farisaicos, eran
modelos de cordura y de piedad.

EL LIBRO DE JOB
Y EL MISTERIO DEL MAS ALLÁ

Este difícil conflicto entre el paciente y sus amigos parece ha de ser planteado por Dios en pleno
Antiguo Testamento, para sugerir a la meditación los misterios del más allá, que sólo habrían de revelarse en
la "plenitud de los tiempos" (Gal. 4, 4), cuando Dios determinase hacer conocer aquellas cosas "que desde
todos los siglos habían estado en el secreto" (Ef. 3, 9 s.; Col. 1, 26); y que las Antiguas Escrituras sólo
presentaban envueltas en el arcano de los libros proféticos y sapienciales.

No hay duda de que Dios, según el Salmista, habrá de juzgar a los pueblos y a los impíos (Salmo 1, 5;
9, 8-9; 49, 3-4; 81, 8; 95,13; 109, 6; 142, 2), dando a cada uno según sus obras (S. 61, 13), y que su bondad,
que es eterna, librará a los justos del Sheol (S. 15, 9-10; 16, 15; 48, 15-16, etc.). Pero, como observa
Vigouroux, el Sheol, que suele traducirse por inferno, era simplemente un lugar obscuro y significaba lo
mismo que el sepulcro, a donde iban todos los muertos, sin distinguirse en un principio entre buenos y
malos, cosa que luego fue aclarándose progresivamente.

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Lo que las Escrituras anunciaban muchas veces, y cuya necesidad todos admitían, dada la caída del
hombre, era un Mesías, libertador de todos. "Es por esto —dice Vacant— que la cuestión de los destinos del
individuo se confundía con la de la salvación del género humano y de la venida del Mesías. La muerte del
cuerpo era la consecuencia del pecado, y por eso es que la resurrección de los cuerpos era mirada como la
consecuencia de la liberación del alma" (Dict. de la Bible, I, 465).

De aquí la gran importancia del libro de Job dentro del cuadro del Antiguo Testamento.
No solamente en cuanto enuncia en forma indudable el dogma de la resurrección que nos ha de librar
del sepulcro (Job, 13, 15-16; 14, 13; 19, 23-27), sino también en cuanto plantea en forma aguda, la
necesidad de una vida futura, en la cual la justicia y la misericordia del Eterno Dios se realicen plenamente,
ya que así no sucede en esta vida.

Esto nos lleva a meditar una consecuencia preciosa para nuestra vida espiritual y para avivar en
nosotros la virtud de la Esperanza. Porque según vemos, aquellos judíos que aun no conocían el dogma de la
inmortalidad del alma, se resignaban confiadamente a la muerte, aunque ésta significase para ellos una
paralización de todo su ser, ya que sabían que un día todo su ser había de gozar de la resurrección que el
Mesías debía traerles.

Nosotros, más afortunados, conocemos plenamente el dogma de la inmortalidad del alma, y sabemos,
porque así lo definió el Concilio de Florencia, que ella, mediante el juicio particular, podrá, gracias a la
bondad divina, gozar de la visión beatífica mientras el cuerpo permanece en la sepultura en espera de la
resurrección en el último día. Pero esta consoladora verdad no debe en manera alguna hacernos olvidar ese
gran dogma de la resurrección, ni mirar nuestra salvación como un problema individual que llega a su
término el día de la muerte de cada uno, con total independencia del Cuerpo Místico de Cristo, que celebrará
cuando El venga a las Bodas del Cordero (Apoc. 19, 6-9).

Por eso, "cuando comiencen a suceder estas cosas, abrid los ojos y alzad la cabeza, porque vuestra
redención se acerca" (Lúe. 21, 28).

Por su parte, S. Pablo nos revela que todas las creaturas suspiran con nosotros, aguardando con grande
ansia ese día de la resurrección, que él llama de "la manifestación de los hijos de Dios", y de "la redención
de nuestro cuerpo" (Rom. 8,19 ss.). Y en otro pasaje, de donde está tomado el texto del frontispicio del
Cementerio del Norte de Buenos Aires, que pone en boca de los difuntos las palabras: "Expectamus
Dominum": "Esperamos al Señor", vuelve a consolarnos el Apóstol, diciendo: "Pero nuestra morada está en
el cielo, de donde asimismo estamos aguardando al Salvador Jesucristo Señor nuestro, el cual transformará
nuestro cuerpo, y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también
sujetar a su imperio todas las cosas" (Fil. 3, 20-21).

A LA LUZ DEL NUEVO TESTAMENTO

Con estas claves divinas nos será posible penetrar el misterio de Job, pero no ciertamente de un modo
racional, sino con las luces que nos trajo el Verbo Encarnado, que viniendo a este mundo, iluminó a todo
hombre (Juan 1,9); luces que solamente son prodigadas a los humildes o pobres de espíritu, por el Paráclito
o Consolador que descendió en Pentecostés; es decir, vemos una vez más cómo, según la fórmula de S.
Agustín, gracias al Nuevo Testamento se revelan los misterios del Antiguo.

No hay problema humano que no reciba luces del Evangelio. San Juan Crisóstomo, gran apóstol de la
Sagrada Escritura, nos la muestra superior a todo ameno huerto de flores y frutos: "Delicioso es el verde
prado, ameno el jardín; pero más lo es la lectura de la Sagrada Escritura, En aquéllos, flores que se
marchitan; en ésta, pensamientos frescos y vivos. Allí, el soplo del céfiro; aquí, el hálito del Espíritu Santo.
En los primeros cantan las cigarras; en los segundos, los profetas. La lozanía del huerto y la del prado
dependen de la estación; la Escritura, así en verano como en otoño, siempre está verde y cargada de fruto."

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Estos frutos son muy especiales para los que sufren, pues Jesús vino precisamente a traer la "Buena
Nueva" (Evangelio) a los pobres, a los tristes, a los oprimidos, a los cautivos y a los ciegos. Así definió Él
mismo su misión (Luc. 4, 18 ss.; 7, 22) en palabras del Profeta que así lo anunciaba ocho siglos antes (Is. 61,
1 s.). A esto llamó Él mismo "anunciar el Reino de Dios" (Luc. 4, 43).

No puede, pues, sorprender que el Nuevo Testamento nos dé, sobre el misterio de Job y del dolor,
luces que antes se ignoraban, así como nos hace también entender en los Salmos y en los Profetas cosas
cuyo alcance ellos mismos ignoraban, puesto que Dios no les dictaba para ellos mismos, sino para otros.

San Pablo, hablando solamente de su propia misión en el Nuevo Testamento, nos dice que a él mismo
le ha sido dado el anunciar las incomprensibles riquezas de Cristo y explicar a todos la economía del
misterio que había estado escondido desde el principio en Dios que todo lo creó, a fin de que los principados
y las potestades en los cielos conozcan hoy, a la vista de la Iglesia, la sabiduría multiforme de Dios según el
designio eterno que Él ha realizado en Jesucristo Señor nuestro (cfr. Ef. 3, 8 ss.).

LA PERSONALIDAD DE JOB

Job no es ni siquiera un hombre de la Antigua Alianza, pues pertenece a la época de los Patriarcas,
anterior a Moisés y por tanto a la Ley. Tampoco forma parte del pueblo escogido de Israel, y sin embargo,
practica el más perfecto monoteísmo y aun ejerce en su familia funciones sacerdotales (1, 5). Se muestra
ejemplarmente caritativo con el prójimo (29, 12-17), y llega hasta proclamar —cosa admirable e
inexplicable sin una revelación del plan divino— su firme esperanza en el Redentor que traerá la
resurrección de los cuerpos (19, 25-27).

El Apóstol Santiago (5, 11), nos lo presenta como ejemplo de la paciencia que llega a feliz término. Y
con todo, San Pablo no lo incluye en su gran lista de los antiguos héroes de la fe (Heb. 11).

La importancia del libro de Job se concentra principalmente en el problema del dolor y del mal en
general.

Y puesto que no hay vida humana sin dolor, sino que al contrario todos nos vemos sitiados por
ejércitos de males, por eso la figura del paciente Job ha llegado a ser como un símbolo del género humano;
pero infinitamente más alto que él está en la Nueva Alianza, el "Ecce Homo", el "Varón de Dolores" (Is. 53,
3), sumo Arquetipo del hombre con todos sus dolores y tormentos; único que resumió en su Humanidad
santísima todas las miserias humanas, todas las penas y angustias, hasta el dolor y la vergüenza de la cruz
(Filip. 2,8).

JOB, FIGURA DE CRISTO

No cabe la menor duda de que Job es figura del Redentor, al cual se asemeja no solamente como justo
y a la vez paciente, sino más todavía por la esperanza que pone en Aquel que le resucitará: "porque yo sé
que vive mi Redentor, y que yo he de resucitar de la tierra en el último día, y de nuevo he de ser revestido de
esta piel mía, y en mi carne veré a mi Dios; a quien he de ver yo mismo en persona y no por medio de otro, y
a quien contemplarán los ojos míos" (19, 25-27).

La afirmación de los Santos Padres y Teólogos de que es figura de Jesucristo, arroja la primera luz
sobre el porqué del caso de Job. De ahí que a este libro como al Salterio, se aplica la siguiente observación
de un piadoso prelado: "En vano se pretendería agotar su profundidad; ellos son una verdadera extensión del
Evangelio, porque en ellos David y Job, representando al Salvador, se nos muestran sufriendo, con un
corazón semejante al de Jesús, en muchas vicisitudes que no pudieron ocurrirle a Él, como son por ejemplo
la ingratitud de los hijos, los dolores y angustias de la enfermedad, etc.; lo cual completa nuestra enseñanza
para que podamos unirnos a Cristo en todas las circunstancias de nuestra vida cotidiana."

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El sentido típico (typo = figura) de la figura de Job resalta singularmente de la reprobación que él
recibe de los que debieron ser sus amigos, y que presentándose como tales, no hicieron sino aumentar su
dolor. "Todos los que me miran hacen mofa de mí. Hablan con sus labios y menean la cabeza" (Salmo 21,
8). Tal dice David profetizando a Cristo. Esto nos enseña a sufrir una de las pruebas más dolorosas para el
hombre: la incomprensión e ingratitud de los hombres, parientes y amigos.

Claro está que si el saber este sentido típico aumenta muchísimo el valor educativo de la figura de Job,
ello es en cuanto nos lleva a levantar de él los ojos y fijarlos en la contemplación de Cristo. No ha de
pretenderse, pues, que la asimilación de ambas figuras haya de ser completa. Siempre quedará, sobre todo, la
diferencia esencialísima de que sólo Jesús tuvo y pudo tener méritos propios. Y sólo ellos pudieron tener
valor de Redención.

JUICIO GENERAL
SOBRE LA CONDUCTA DE JOB

De todas maneras podemos, con los datos disponibles, sintetizar el juicio sobre la conducta de nuestro
héroe. Dice S. Agustín que si se le preguntase acerca de la posibilidad de que un hombre pasase sin pecado
por esta vida, él contestaría afirmativamente, mediante la gracia de Dios que no sólo nos muestra lo que
hemos de hacer, sino también nos hace capaces de quererlo y de realizarlo (Filip. 2, 13). Pero, agrega, que
exista realmente un tal hombre sin pecado, no lo creo (Ench. Patr. 1720).

Esta opinión de S. Agustín es perfectamente bíblica, pues ya Salomón enseña que "no hay hombre que
no peque" (III Rey. 8, 46; II Par. 6, 36). Cfr. Prov. 20, 9; Ecl. 7, 21; Salmo 142, 2. Y S. Juan nos previene:
"Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no hay verdad en nosotros" (I
Juan 1, 8).

Frente a esta doctrina podemos decir terminantemente que Job era y había sido un justo, en primer
lugar porque el mismo Dios así lo afirma desde el principio del Libro (1, 8) y también porque Job, lejos de
atribuirse a sí mismo esa justicia, es el primero en decirle a Dios: "¿Quién podrá volver puro al que de
impura simiente fue concebido? ¿Quién sino Tú solo?" (14, 4). Véase a este respecto otra bellísima actitud
del Patriarca en 9, 15.

Esto, empero, que Job expresa ante la majestad de Aquel que solo es santo, no lo dice ante sus amigos
calumniadores, empeñados en hacerle confesar infidelidades que él no había cometido. Porque en su
conciencia el Espíritu Santo le da testimonio de su rectitud, como enseña S. Pablo (Rom. 9, 1; 2, 15; II. Cor.
1,12).

Quedamos, pues, en que nuestro Patriarca era, ante Dios, justo y lo era ya mediante esa fe que justifica
en Cristo y que S. Agustín no vacila en atribuir a Job, diciendo: "Mente conspiciens Christi justitiam"; esto
es: "Viendo en espíritu la justificación que nos viene de Cristo" (cfr. Rom. 3, 26).

LA FALLA DE JOB

¿CUÁL ES LA FALTA DE JOB?

Tratemos ahora de penetrar más hondamente en el misterio. ¿Qué es lo que le faltó a Job? Vemos que
Dios empieza haciendo de él una aprobación verdaderamente extraordinaria, extensiva a toda su vida
anterior a las pruebas y a la disputa que forman todo el drama: "No hay otro como él en la tierra, varón
sencillo y recto, y temeroso de Dios, y ajeno de todo mal obrar" (1, 8).

Vemos también que al final y aun refiriéndose a la actitud de Job en la discusión misma, Dios vuelve a
justificarlo, al propio tiempo que censura a los amigos: "Estoy altamente indignado contra ti y contra tus dos
amigos, dice el Señor a Elifaz, porque no habéis hablado con rectitud en mi presencia, como mi siervo Job...
y el Señor se aplacó en gracia de Job (42, 7-9).
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Sin embargo, hay una falla de Job. Dios le hace, con paternal benignidad, un reproche irónico, para
mostrarle que en algo no ha acertado. El discurso del Señor (cap. 38-42) no se ocupa sino de establecer que
sólo el Creador gobierna el mundo y se reserva sus secretos.

Pero, ¿qué tiene que ver esto con los sufrimientos de Job? ¿Acaso él ha pretendido penetrar esos
secretos de la naturaleza?

No los naturales, pero sí los designios de Dios con respecto a él. Y de aquí viene el reproche con que
Dios le acusa, de haber oscurecido el plan divino con discursos sin inteligencia (38, 2).

Cierto que no ha pecado, pues lo hizo por contestar los pérfidos ataques de sus amigos. Pero el Señor
le da a entender que mejor habría hecho en no inquietarse por eso. No porque le haya ofendido a Él, sino
porque ha sufrido inútilmente, como quien pretende dar coces contra el aguijón" (Hech. 9, 5) o penetrar lo
impenetrable.

LA SABIDURÍA QUE FALTÓ A JOB

La sabiduría se anticipa a aquellos que la codician, poniéndoseles ella misma delante. Quien la buscare
"no tendrá que fatigarse, pues la hallará sentada en su misma puerta" (Sab. 6, 14-15). Y esto es porque el
Divino Padre, que es bueno, "dará el buen espíritu a quien se lo pida" (Luc. 11, 13).

Esa sabiduría es tal que, "juntamente con ella nos vienen todos los bienes, y recibimos por su medio
innumerables riquezas" (Sab. 7, 11). Por ella nos vienen también "los grandes virtudes, por ser ella la que
enseña la templanza, la prudencia, la justicia y la fortaleza, que son las cosas más útiles a los hombres en
esta vida" (Sab. 8, 7).

Resulta, pues, evidente que conocer el modo de llegar a la sabiduría, es tener la receta infalible para
librarnos de toda imperfección que pueda hacernos olvidar lo que agrada a Dios.

No le faltó a Job doctrina dogmática, pero sí le faltó algo de esta sabiduría espiritual.
El piadoso paciente habría podido ahorrarse tantas consideraciones con respetar el misterio de ese Dios
impenetrable para nosotros —"cuya sabiduría se predica en el misterio, porque es sabiduría escondida" (I
Cor. 2, 7)— y atenerse simplemente a la fe en aquel Dios fiel, cuya amistad había frecuentado tantos años, y
el cual no podía permitir nada que fuese para su mal.

Entonces habría visto, como San Juan de la Cruz, que es mucho más lo que ignoramos de Dios que lo
que sabemos; por lo cual, al pensar en Él, debemos, para poder explotar acertadamente lo poco que sabemos,
no perder nunca de vista el inmenso margen de lo que ignoramos.

Entonces, el Espíritu “que penetra hasta las profundidades de Dios" (I Cor. 2, 10), habría hecho
comprender a Job lo que el Ángel Rafael dijo a Tobías: "Por lo mismo que eras acepto a Dios, fue necesario
que la tentación te probase" (Tob. 12, 13). Y así habría entendido Job, con el consiguiente consuelo
espiritual, que Dios, lejos de reprobarlo por pecados que él no había cometido (y que negó con santa
rectitud, pues lo contrario habría sido mentira), le estaba dando una prueba de predilección, para santificarlo
aún más, con el aumento de esa esperanza que viene de la prueba o experiencia, gracias a la paciencia, según
el proceso que admirablemente nos muestra San Pablo (Rom. 5, 1-5).

LA LEY DE ADÁN

Job, por bueno que fuese, no podía escapar a la ley de Adán; pues de otro modo tendríamos que decir
que era un personaje imaginario y no real. Es decir, que sólo por una asistencia enteramente extraordinaria
de Dios pudo haberse librado en absoluto de toda falta, cosa que no hicieron ni los más grandes amigos de
Dios, Abrahán, Moisés y David.
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Pero, aun en ese estado de inocencia personal, debió pesar en Job la naturaleza caída; por lo cual, era
necesario que la tentación lo probase; lo probase en su fe, como el oro se prueba en el crisol (I Pedro 1, 7),
para "perfeccionarlo, fortificarlo y consolidarlo, después de sufrir un poco" (I Pedro 5, 10); lo probase como
hace la Sabiduría con sus elegidos "entre temores y sustos... hasta explorar todos sus pensamientos", y fiarse
ya del corazón de él" (Ecli. 4, 19).

En una palabra, lo que Dios señala amablemente a Job, es su falta del sentido del misterio. Y para eso,
comienza mostrándole que, aun en las cosas de la naturaleza, sobre las cuales Job había reconocido
plenamente la divina soberanía (véase los caps. 26 y 28), hay escondidos innumerables secretos.

El argumento recuerda el de Jesús a Nicodemo: si no creéis —o si no entendéis— las cosas terrenas,


¿cómo entenderéis las celestiales? (Juan 3, 12).

Notemos que esa falta del sentido del misterio que está reservado a Dios, puede llevarnos a obrar como
lo hicieron Eva y Adán, movidos por el engaño de Satanás, queriendo descubrir por violencia lo que Dios
quiso dejar oculto, e incurriendo en la sanción que grandiosamente expresan los Proverbios: "El que se mete
a escudriñar la majestad (de Dios), será aplastado por su gloria" (Prov. 25, 27).

En verdad, nuestra conducta suele parecerse en insensatez a la de nuestros primeros padres, más de lo
que creemos. Pues teniendo a nuestra disposición los secretos sin límites que Dios se digna revelarnos en la
Sagrada Escritura (Ecli. 24, 39; Juan 15, 15), prescindimos muchas veces de ellos, como Adán de los demás
frutos del Paraíso, para ir a pretender precisamente aquel único que nos está prohibido; prohibido por una
providencia paternal y amante, que sabe que eso no nos conviene.

JOB, PROTOTIPO DEL HOMBRE

Hay en el misterio de Job algo más que esa curiosidad que nos lleva a querer penetrar los designios de
Dios a nuestro respecto, y a fijarle plazos y dictarle condiciones sobre lo que debe hacer con nosotros, que
somos mucho menos que hormigas en manos del Creador.

Hay algo peor que esa preocupación insensata de corregir a Dios, y es: esa ansia de justificarnos, de
defendernos, de quedar bien cuando somos atacados o está en tela de juicio nuestra conducta. "Jesús autem
tacebat": "Jesús, empero, callaba y nada respondió" (Marc. 14, 61).

El santo Job, que expone admirablemente bien la doctrina de que sólo Dios puede hacer justo al
hombre nacido en pecado, no se libra de incurrir alguna vez en ese empeño de que se forme un tribunal entre
Dios y él, para que salga a luz su inocencia. He aquí, pues, lo que Dios le reprocha suavemente, pero sin
imputárselo a pecado, antes bien reprendiendo a los tres amigos (42, 7), cuya tremenda pesadez pudo sin
duda exasperar el ánimo de quien no tuviera la paciencia de Job.

Así en el Salmo 105 (vers. 32), el mismo Espíritu Santo deja constancia de que la falta de Moisés en
las Aguas de la Contradicción fue por culpa de los que le irritaron.

Por eso observamos en una de nuestras notas al presente libro (21, 1), cuan sabio es el consejo de S.
Pablo que nos previene contra toda discusión, y cómo en el caso de Job la permitió Dios en beneficio
nuestro, a fin de que recogiésemos su ejemplo para escarmiento, y pudiésemos, además, aprovechar para
nuestra enseñanza los raudales de riquísima doctrina que fluyen de estas divinas páginas. Job —lo hemos
dicho antes— no es un personaje de ficción. Aunque su historia está aquí escrita, en la más alta forma
poética, se trata de un hombre verdadero.

No puede extrañarnos, pues, que aun siendo santo, haya tenido alguna debilidad, como todo hijo de
Adán, fuera del Verbo Encarnado y su inmaculada Madre.

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¿FUE JOB UN ESTOICO?

He aquí un aspecto fundamental de la figura que estudiamos. La fama popular, que tiene como
proverbial la paciencia de Job, y suele citarla sin conocer bien al personaje, tiende quizás a creer que Job
"llevaba penas en silencio".

El que haya leído el libro de Job, sabrá bien que la verdad es todo lo contrario y que Job da rienda
suelta a su dolor llenando el aire con sus quejas: esas quejas de las cuales nosotros habíamos de sacar tan
saludables enseñanzas.

Dedúcese, pues, de aquí una advertencia importantísima: ¡No nos escandalicemos! Tan lejos está la
Iglesia de escandalizarse de las quejas de Job, que las ha tomado como único texto para todas las sublimes
lecciones del Oficio de Difuntos (véase los textos de esas lecciones señalados al final de nuestra
Introducción al Libro de Job). Vale la pena detenerse un instante en esta consideración, porque es una de las
más consoladoras para los que sufren.

La explosión de llanto que se nos escapa frente al dolor, desde que nacemos, muestra que en este
desahogo hay como una necesidad biológica. El pueblo israelita, elegido y amado singularmente por Dios,
se caracterizaba, como todos los pueblos orientales, por esas ruidosas manifestaciones, ya fueran de tristeza
o de alegría (véase por ej. Esdr. 3, 12, y muchos otros textos). Y el Señor no tomaba a mal esa debilidad,
antes por el contrario, la miraba con benevolencia, como cosa de un pueblo niño.

Admiremos aquí la suavidad del Divino Padre, que no nos presenta un ideal estoico de sufrimiento,
como el de los faquires, yogas y derviches, sino más bien, nos previene contra la soberbia que se esconde en
muchos alardes de heroísmo y desprecio por el cuerpo, como puede apreciarse leyendo la Epístola de San
Pablo a los Colosenses (Col. 2, 16-23).

Porque Dios no se deleita en vernos sufrir, sino que "como un padre se compadece de sus hijos" así
tiene el Señor misericordia de nosotros; "pues Él conoce bien nuestra fragilidad, y tiene muy presente que
somos polvo" (Salmo 102, 13 s.).

EL MISTERIO DEL MAL Y DEL DOLOR

UN CUADRO IMPRESIONANTE

Un hombre, de quien el mismo Dios dice que es un justo, sufre de golpe toda suerte de calamidades, en
sus bienes y su familia; sufre el abandono y la ingratitud de sus amigos y parientes, la injusta pérdida de su
buena fama y, en fin, de su propia salud.

Ese hombre se queja de muchos modos, porque no es un estoico, y en ningún momento cifra su orgullo
en saber sufrir.

Se queja como un niño: con llantos, gemidos y hasta reproches que parecieran de tremenda osadía.

Y Dios, que habla personalmente al final del libro, no le inculpa esas quejas y protestas y gritos del
corazón. Al contrario, declara expresamente que no ha faltado.

Una sola cosa le censura, y es que ha oscurecido el plan divino "con palabras sin inteligencia" (38, 2).
Esto es, sin inteligencia de ese divino plan, sin comprender el único móvil que puede inspirar a un padre: el
amor.

HACIA LA SOLUCIÓN DEL ENIGMA

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El problema con que aquí tropezamos no es solamente el del dolor como tal, ni tampoco el de la
existencia del mal, sino especialmente su visible triunfo sobre el justo. Esta es, confesémoslo, la
preocupación que más nos abisma, y a la cual menos sabemos hallarle solución. Como que la filosofía es
incapaz de explicarlo satisfactoriamente, de ahí que la explicación sólo pueda estar en el terreno de la fe.

Ahora bien, Dios sabe que ésa es nuestra preocupación dominante, y por eso no nos ha dejado
huérfanos ante el problema. Así como nos ha revelado los secretos de la divina sabiduría, así también nos
descubre este otro del mal y del dolor.

Cada vez que nos sentimos aplastados por la duda o la tristeza, y nuestra cavilación nos dice que nadie
se ha planteado nunca problemas tan trágicos como los que contempla nuestra mente o los que sufre nuestro
corazón..., basta abrir la Escritura de la revelación y de las confidencias divinas, para ver cómo nada hay ni
puede haber, en el espíritu del hombre, que no esté resuelto en el Libro eterno: resuelto, eso sí, no a la
manera teórica de un pensador humano, sino conforme a la realidad sobrenatural. Porque "las cosas que se
ven, son transitorias; mas las que no se ven son eternas" (II Cor. 4, 18).

Los amigos de Job son exponentes clásicos de la lógica humana, incapaces de ver el verdadero fondo
sobrenatural del drama que se desarrolla ante sus ojos. Según ellos, todo el que sufre es un pecador y no hay
otro remedio para él que declararse culpable.

Tan lejos están del auténtico concepto de los males, que se tienen a sí mismos por justos y al paciente
inocente por un criminal e hipócrita.

Veremos en adelante, cómo se desenreda el problema a la luz de la doctrina revelada por Dios. Aquí
sólo invitamos a leer y meditar, con respecto al mal, el Salmo 36 de David, el Salmo 48 de los Hijos de
Coré, el Salmo 72 de Asaf, y el Salmo 93 del mismo David, en los cuales, sin perjuicio de muchos otros, se
explica uno de los aspectos del mal: la falacia y vanidad del triunfo en que solemos ver a los impíos.

LA CIZAÑA EN EL TRIGO

Otro aspecto del mal nos es presentado, y con carácter más trascendente, en el Nuevo Testamento,
empezando por el mismo Señor Jesús, que no obstante su divinidad y omnipotencia, no obstante su esfuerzo
sin límites y el precio infinito que pagó por el mundo, anunció clara y trágicamente que la cizaña estaría
mezclada con el trigo hasta que Él volviese para la siega (Mat. 13,24-30).

No obstante la santidad que Él comunicaba a su Cuerpo Místico, anunció también que sus discípulos, o
sea los verdaderos justos, serían perseguidos siempre como Él lo fue; y no obstante el carácter glorioso con
que prometió su segunda venida, dijo asimismo que a su llegada no hallaría fe en la tierra (Lúe. 18, 8); que
los hombres no creerían en ese anuncio, como sucedió en los días de Noé y en los días de Lot (Mat. 24, 37-
39); y que, habiéndose enfriado la caridad de la mayoría (Mat. 24, 12 griego), será tan grande la iniquidad,
que aun los elegidos, si posible fuera, se perderían (Mateo 24, 22).

Tratándose de palabras del Señor, apenas necesitamos agregar que este destino catastrófico, hacia el
cual corre el mundo, arrastrado por el mal, es también afirmado por San Juan, cuando trata del Anticristo y
de Babilonia (Apoc. caps. 11-19), y por el Apóstol de los Gentiles, cuando llama a este pavoroso problema:
"Misterio de iniquidad" (II Tes. 2, 7).

EL ORIGEN DE LOS MALES

Puesto que hemos presentado y vinculado los dos misterios del mal y del dolor, no pasaremos al
segundo sin antes señalar el origen de ambos, porque es uno solo, en el cual se comprende también lo que
miramos como el supremo mal: la muerte.

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Con no poca sorpresa leerán quizás algunos, en el divino Libro de la Sabiduría, la afirmación de que
"no es Dios quien hizo la muerte" (Sab. 1,13); afirmación reiterada en Sab. 1, 16 y 2, 24. Este último lugar
dice con toda claridad: "por lo envidia del diablo entró la muerte en el mundo".

Reproducimos aquí la explicación que en nuestra edición de la Biblia hemos presentado en la nota
puesta al pie del referido texto: "En Gen. 3, 3, Dios prohibió solamente el fruto que acarreaba la muerte. El
diablo, por envidia, engañó a la mujer; por medio de ella movió a Adán a que desobedeciese a Dios, y con
esto vino la muerte (Rom. 5, 12).

Así se explica, además, ese tremendo misterio del poder que Satanás, no obstante ser impotente contra
Dios (Juan 12, 31; 14, 30; Luc. 10, 18; Apoc. 12, 7-12), tiene sobre este mundo, al punto de que Cristo le
llama "Príncipe" de él. Hubo una elección: el hombre, puesto entre el Reino del Padre, que le había dado
todo, y el de Satanás, que no le daba nada, prefirió libremente creer a la víbora.

Entró así bajo la potestad del diablo, que tiene sobre él un derecho de conquista (Juan 8, 44; Hech. 13,
10; II Pedr. 2, 19). Desde entonces, somos "hijos de ira" (Ef. 2, 3) y Satanás nos reclama como a cosa propia
(Luc. 22, 31; Job 1, 6 ss.). Sólo el Divino Padre, mediante la fe en Cristo, puede "librarnos de la potestad de
las tinieblas y llevarnos al Reino de su Hijo amadísimo, en el cual tenemos redención por su sangre" (Col. 1,
12-14).

Culpa y muerte, pecado y dolor, están, pues en una relación de causa a efecto, según enseña Santiago:
"La concupiscencia... da a luz el pecado; mas «el pecado, una vez que sea consumado, -engendra la muerte"
(Sant. 1, 15).

Lo mismo quiere sin duda decir la concisa expresión de S. Agustín: "Todo lo que se llama mal, es
pecado o castigo del pecado".

Sería una insensatez negarlo y no aprovecharlo para un examen de conciencia.

El puente entre ambos no ha sido destruido aun ni lo será mientras dure nuestra naturaleza caída, ya
que —no lo olvidemos— su deterioro no fue quitado por el Bautismo que borró la culpa original.

Job era hijo de Adán, y por consiguiente, podía y debía decir, como el Rey Profeta: "He aquí que salí a
luz en la iniquidad, y mi madre me concibió en pecado" (Salm. 50, 7).

EL MISTERIO DE SATANÁS

No sin razón aparece el diablo en el primer capítulo de Job, ya que él es el "spiritus rector" en la
tragedia del santo Patriarca, como lo fue en los albores de la humanidad en la tragedia del Paraíso.

Tanto nuestros dolores, como nuestras maldades, como nuestra muerte corporal, se reducen a un
común denominador, que es el misterio de Satanás; misterio tanto más grande y asombroso, cuanto que
sabemos que este « Ángel caído no es un principio eterno del mal, como los persas conciben a Ahrimán,
frente a Ormuzd, principio del bien y en continua lucha con éste hasta el fin. E insistimos en que si esta
simple creatura, enemiga del hombre, es llamada "león rugiente" (I Pedr. 5, 8) y "príncipe de este mundo"
(Juan 12, 31; 14, 30; 16, 11); si se atreve a amenazar a Dios con que hará claudicar a Job, a fuerza de
tentarlo con sufrimientos (Job 1, 6); y si el mismo Jesús llega hasta decir a S. Pedro: "Simón, mira que
Satanás os ha reclamado para zarandearos como el trigo" (Lúe. 22, 31) es porque el hombre, dotado de plena
libertad prefirió someterse al imperio de las tinieblas, dando más crédito a la Serpiente que al mismo Dios
que le había dicho: "Del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas; porque en cualquier día
que comieres de él, infaliblemente morirás" (Gen. 2, 17).

No caigamos, sin embargo, en la tentación de despreciar a nuestro padre Adán, a quien la Iglesia ha
puesto en el Santoral. No vayamos a creerlo peor que nosotros; porque Jesucristo vino muchos siglos
140
después a traer al mundo la luz irresistible... y Él mismo nos dijo que los hombres cerraron los ojos a esa luz
y prefirieron las tinieblas por amor a sus obras de iniquidad (Juan 3, 19).

LOS MALES Y LA DIVINA SABIDURÍA

No queremos concluir este capítulo sin renovar y afianzar nuestra fe en Aquel que, "todo lo ha hecho
sabiamente" (Salmo 103, 24). Los males no contradicen a la Sabiduría de Dios, sino que la confirman,
cuando, al final, triunfa siempre su misericordiosa Providencia. Dios conoce las cosas desde arriba, y
nosotros sólo las vemos de acá abajo. Por eso nos enseña Jesús que no juzguemos por las apariencias (Juan
7, 24).

A veces el hombre se siente irremisiblemente perdido: "Me empujaron y vacilé, próximo a caer", dice
el salmista. Y agrega: "Pero el Señor me sostuvo" (Salmo 117, 13). Es que "el Señor está cerca de los que
tienen el corazón atribulado" (S. 33, 18). "No permitirá que resbalen tus pies, ni se dormirá Él, que te
protege" (S. 120, 3).

A veces dice el alma: "Desfallecen mis ojos de tanto esperar tu promesa. ¿Cuándo será que me
consolarás?" (S. 118,"82). Entonces, «sólo la Palabra de Dios puede sostenernos. "A no haber sido tu ley el
objeto de mi meditación, hubiera sin duda perecido en mi angustia" (S. 118, 92). Porque en esa palabra
vemos que, si el Señor "pone a prueba el «corazón y lo visita durante la noche" (Salmo 16, 3), también es
cierto que "nuestro clamor penetra en sus oídos" (S. 17, 7) y que Él "alarga su mano y nos levanta" (ibid, 17)
y nos saca a la anchura porque nos ama" (ibid, 20) y no permite el exceso de opresión de los justos, "para
que éstos no se echen al partido de la iniquidad" (S. 124, 3).

Entretanto, atravesamos la prueba llevando en la mano nuestra esperanza, "como una antorcha en lugar
oscuro" (II Pedr. 1,19).

Pasada la tormenta, el alma ha subido a un estado más alto, y dice entonces: "Antes de verme
humillado pequé, por eso conservo hora tu palabra" (S. 118, 67). "Bien me está que me hayas humillado,
para que aprenda tus preceptos" (ibid. 71). "Conozco, Señor, que son justos tus juicios; conforme a tu verdad
me has humillado" (ibid., 75).

Y entonces amanece el sol de las divinas consolaciones: "Prorrumpirán mis labios en himnos de
alabanza cuando Tú me hayas enseñado tus oráculos" (ibid., 171). "Trocaste mi llanto en regocijo... ¡Oh
Señor Dios mío, te alabaré eternamente!" (S. 29, 13 s.).

Para esta obra de salvación y renovación de nuestra alma, no hay nada que esté fuera del alcance de la
sabiduría de Dios Omnipotente y Omnisciente, puesta al servicio de su misericordia. Hasta los demonios le
sirven para ello, y el mismo Satanás, el príncipe de este mundo, es instrumento en sus manos como se ve con
toda evidencia en el drama de Job.

Pongámonos, pues, de rodillas y confesemos con San Pablo: "¡Oh, profundidad de los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, cuán inescrutables sus caminos.'"
(Rom. 11, 33).

"A Dios, que es el solo sabio, a Él la honra y la gloria por Jesucristo en los siglos de los siglos" (Rom.
16, 27).

LAS PENAS MEDICINALES

EL CASTIGO COMO MEDICINA

Que Dios manda pruebas medicinales con el fin de castigarnos o corregirnos, es cosa hermosamente
explicada por San Pablo en el capítulo XII de la Epístola a los Hebreos, donde nos dice, lleno de caritativa
141
suavidad: "Porque el Señor al que ama le castiga y a cualquiera que recibe por hijo suyo, le azota. Aguantad,
pues, firmes la corrección. Dios se porta con vosotros como con hijos. Porque, ¿cuál es el hijo a quien su
padre no corrige? Pero si estáis fuera de la corrección de que todos han sido participantes, bien se ve que
sois bastardos y no hijos. Por otra parte, si tuvimos a nuestros padres carnales que nos corrigieran, y a
quienes respetábamos, ¿no es mucho más justo que obedezcamos al Padre de los espíritus, para alcanzar la
vida? Y a la verdad, aquéllos por pocos días nos castigaban a su arbitrio; pero Éste nos amaestra en lo que
sirve para hacernos santos. Es indudable que toda corrección, por de pronto, parece que no trae gozo, sino
pena; mas después producirá en los que son labrados por ella, fruto apacibilísimo de justicia. Por tanto,
volved a levantar vuestras manos caídas, y fortificad vuestras rodillas debilitadas, marchad por el recto
camino, a fin de que nadie por andar claudicando se descamine, sino antes bien sea sanado" (Hebreos 12, 6-
13).

Ya los Profetas y sabios del Antiguo Testamento, enseñaban que Dios aborrece al pecado pero no al
pecador y que su amor paternal, está siempre encaminado a corregirlo.

"¿Acaso quiero Yo la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no antes bien que se convierta de su mal
proceder y viva?" (Ez. 18, 23).

La misma idea expresa el Libro de la Sabiduría: "A los que andan perdidos, Tú los castigas, poco a
poco; y los amonestas y les hablas de las faltas que cometen, para que, dejada la malicia, crean en ti" (Sab.
12, 2).

He aquí todo un sistema de pedagogía divina: Castiga, amonesta, habla con ternura y suavidad para
que el pecador no se pierda.

Al castigarnos obra Dios como un médico.

Dice San Juan Crisóstomo: "El médico merece alabanza, no sólo cuando receta al enfermo la
permanencia en deliciosos jardines, tibios baños, frescas aguas y exquisitos manjares, sino también cuando
le hace pasar hambre y sed, lo recluye en su aposento, lo tiene sujeto en la cama y aun le priva de la luz del
sol, mandando cerrar puertas y ventanas, y cuando corta, raja o cauteriza y le obliga a tomar pócimas
amargas. Haga lo que quiera, nunca deja de ser el médico, que cura. ¿No es, pues, injusto murmurar contra
el Señor cuando nos trata en idéntica forma?”

HAY UN CASTIGO PEOR: NO SER CASTIGADO

También el Apocalipsis nos habla de estas correcciones y nos enseña su carácter de privilegio al
decirnos que Dios reprende y castiga a los que ama (Apoc. 3, 19). Y a fe que no es difícil reconocer las
ventajas de ese amor que nos sana, cuando vemos cómo el mismo Dios, en los casos de rebeldía, suele
retirarse y decir, como en el Salmo 80, ante la dura cerviz de su pueblo: "Pero mi pueblo no ha escuchado la
voz mía; no me obedeció Israel; así los abandoné a los deseos de su corazón, que sigan sus devaneos"
(Salmo 80, 12-13).

Esto que Dios hizo con el pueblo escogido, lo hizo también con los gentiles (Hech. 14, 15). Por donde
vemos que no hay peor castigo que el dejarnos seguir esa triste libertad para el mal, que los hombres tanto
solemos defender. Abandonarnos a los perversos deseos de nuestro corazón, ¿hay castigo peor que éste?
¿Acaso no enseña Dios a los padres de familia, que la vara del castigo es lo que librará a sus hijos de la
muerte? (Proverbios 23, 14).

Por esa libertad de entregarse a sus vicios y concupiscencias, como los paganos, cosechó el pueblo de
Dios frutos amarguísimos (Cfr. Rom. 1, 28).

Ante tal misterio, exclama el Doctor de Hipona: "¡No haber castigo! ¿Qué mayor castigo? Si vives mal
y Dios te lo tolera, señal es de su grande enojo."
142
EJEMPLO DE PENAS MEDICINALES

Recordemos la muerte del hijo de David y Betsabée (II Rey. 12, 13 s.); ejemplo, en que vemos cómo
Dios aplicó el pasaje de Éxodo 20, 5; esto es: no haciendo sufrir al hijo la culpa del padre, sino llevándose al
niño para castigo del padre culpable. Y para que conozcamos hasta dónde llega la bondad de Dios en esta
clase de correcciones, San Pedro nos reveló que la misma muerte corporal de los hombres del diluvio, les
fue aplicada como sanción de sus pecados, a fin de salvarlos eternamente mediante la predicación del
Evangelio que el mismo Cristo hizo "a los muertos" (véase I Pedr. 3, 19 s. y 4, 6).

No es otro el sentido de las palabras que San Pablo aplica al incestuoso de Corinto, cuando dice: "Sea
ése que hizo tal pecado, entregado a Satanás para castigo de su cuerpo, a trueque de que su alma sea salva en
el día de Nuestro Señor" (I Cor. 5, 5).

Los expositores, en su mayoría, no vacilan en tomar este misterioso pasaje en el sentido de que el
incestuoso no sólo fue excomulgado de la comunidad cristiana sino que Satanás recibió permiso de
atormentarlo, con enfermedades y vejaciones en el cuerpo.

Véase también la historia d Ananías y Safira en Hechos, cap. 5, y la de Elimas en Hechos cap. 13.

MEDICINA PREVENTIVA

Si curar es bueno y caritativo, más lo es aún el prevenir la enfermedad. Y el beneficio es entonces


mayor para nosotros, porque nos evita la caída.

He aquí un punto en que no solemos pensar.

Olvidamos que Dios ve nuestros pasos futuros y que, así como nos ama anticipadamente "tales cuales
llegaremos a ser por don suyo, y no cuales somos por nuestros méritos" (Denz. 185), así también nos
previene amorosamente cuando ve que tal o cual cosa, que nos parece un bien, va a ser ocasión de nuestra
ruina. "Un camino hay que al hombre le parece recto, pero su paradero es la muerte" (Prov. 16, 25).

Hay de esto un ejemplo bellísimo en la Sagrada Escritura, una de esas muestras del amor de Dios a su
pueblo, que nos arrebatan el corazón de gratitud por su delicadeza. Es el capítulo 8 del Deuteronomio,
cuando se prepara Dios a introducir a Israel en la tierra prometida; su corazón de Padre parece temblar —¡y
con cuánto motivo!— ante los males que habría de acarrear a los mismos israelitas la ingratitud del pueblo
por el abuso de tantos dones, y muy principalmente por la soberbia de creerse merecedor de ellos y por la
suficiencia de creerse autor de los mismos. "Está alerta, le dice Moisés en nombre del Señor, y guárdate de
no olvidarte jamás del Señor Dios tuyo" (v. 11).

No sea, sigue diciéndole, que después de saciado, se engría tu corazón y eches en olvido a Aquel que
te sacó de Egipto y de la esclavitud. Y luego de recordarle los grandes y milagrosos favores que le había
hecho entre las pruebas del desierto, le dice: "Y después de haberte afligido y probado, al fin se compadeció
de ti" (v. 16).

¿Y por qué no antes? ¿Acaso por crueldad?

Él mismo da la respuesta: "Para que no dijeras en tu corazón: Mi fuerza y la robustez de mi brazo me


granjearon todas estas cosas: sino para que te acuerdes del Señor Dios tuyo por haberte Él mismo dado
fuerzas, a fin de cumplir así Él su pacto que juró con tus padres" (v. 17 s.).

Vemos así un nuevo aspecto de la cuestión, y esto nos prepara mejor para entender las pruebas del
justo Job, haciéndonos comprender esa humildad genérica, en que hemos de vivir como miembros de una
raza culpable y decadente, en la cual nadie puede de suyo aparecer justo ante Dios (S. 129, 3; 142, 2, etc.).
143
En efecto, ¿quién hay capaz de enfrentar seguro y humilde la prueba de la prosperidad? "¿Quién es
éste? y le alabaremos, porque hizo maravillas", dice el Eclesiástico (31, 8 ss.). Y si recordamos el paso del
camello por el ojo de la aguja, que Jesús mismo indicó a los ricos (Mat. 19, 24), frente a la bienaventuranza
de los pobres, de los que lloran y de los perseguidos, entonces recogeremos sabiamente el consejo de San
Pablo: "El que piensa estar en pie, mire no caiga" (I Cor. 10, 12), y recibiremos amorosamente la prueba de
las manos paternales de ese Dios a quien nuestros dolores le duelen más que a nosotros, según Él mismo
repite muchas veces (II Rey. 24, 16; Luc. 15, 20; Mat. 14, 14; Marc. 6, 34, etc.).

El que no estuviera dispuesto a concebir a Dios de esta manera, no diga que cree en la Encarnación
Redentora, según la cual el Padre nos amó hasta dar su Hijo (Juan 3, 16). En cambio, el que crea en este
dogma divino que encierra todas las dulzuras abrácese del Crucifijo que nos fue dado para remedio como la
Serpiente de Bronce (Juan 3, 14; Núm. 21, 9), y experimentará su eficacia.

Así lo recuerda el piadoso proverbio: "Donde entra la Cruz se van las cruces". Se van porque Dios las
quita, o porque nosotros descubrimos sus ventajas y aprendemos a amarlas, según expresa la fórmula de San
Agustín: Ubi amatur, non laboratur; aut si laboratur, labor amatur.

LA EFICACIA DEL DOLOR

El bien por excelencia que el dolor nos trae, reside indudablemente en la saludable humillación que
nos vuelve a la realidad. "En la aflicción, oh Señor, te buscaron; y la tribulación en que gimen es para ellos
instrucción tuya" (Is. 26, 16).

Porque ordinariamente vivimos —al menos el mundo vive así, y ¿quién no es más o menos del
mundo?— vivimos en el mareo de una semiinconsciencia, que nos hace olvidar nuestra nada y nos lleva a la
infatuación.

Vivimos, como dice el Sabio, en la "fascinación de la bagatela" (Sab. 4, 12), que oculta el verdadero
bien.

Entonces, tomando por realidades esas fugaces apariencias de aquí abajo, nos sentimos rebosantes de
vida y de poder, sin darnos cuenta de que somos generales de cartón. Sin recordar que una teja caída sobre la
cabeza, y aun la simple picadura de un mosquito infeccioso, pueden en un instante reducirnos a la
impotencia.

Para eso sirve de medicina precisamente el dolor: para recordarnos la verdad y volvernos a la realidad
suavemente, o fuertemente, según los casos.

Por lo general la prueba es progresiva, según enseña el libro de la Sabiduría, de modo que se librará de
pruebas mayores quien sea pequeño y responda al primer llamado (Sab. 12, 1 ss.).

De esto nos da un hermoso ejemplo el Salmo 38. El hombre, encogido por el dolor, se hace pequeño,
diciendo al Señor: "A los recios golpes de tu mano desfallecí cuando me corregías." Y entonces confiesa
humildemente: "Por el pecado castigas Tú al hombre"; y volviendo a la realidad termina: "Y haces que su
vida se consuma como la araña. En vano se agita el hombre" (S. 38, 12).

E inmediatamente vemos el fruto de oración y humildad que este remedio produce: "Oye, Señor, mi
oración y mi súplica; atiende a mis lágrimas; no guardes silencio; pues soy delante de Ti un advenedizo y
peregrino, como todos mis padres. Afloja un poco conmigo, y déjame respirar, antes que yo parta y deje de
existir" (v. 13-14).

¿No es cosa admirable el observar la técnica que el afligido sigue aquí con Dios, justamente a la
inversa de lo que se hace con el mundo? Porque aquí, para recomendarse el hombre, en vez de alegar títulos,
144
habla en tono humilde de sí y de su abolengo: pobre advenedizo... ¿Cómo no tenernos compasión, al ver que
así confesamos nuestra impotencia y necesidad? Es ésta una de esas grandes e innumerables lecciones de
psicología espiritual que descubrimos cuando meditamos la Sagrada Escritura.

¿Cuántos hay—digamos al pasar— cuántos hay entre los cristianos de hoy, que gocen habitualmente
este sabor que derrochan las Escrituras para nuestro consuelo y enseñanza?

LO QUE DIOS ODIA

En cambio hay una revelación sorprendente que Dios nos hace en la Sagrada Escritura.

Él, que ama a los pobres más que a nadie, nos hace saber que lo primero que Él odia es el pobre
soberbio (Ecli. 25, 3 s.). Y esto se entiende por lo que venimos estudiando: en el rico se explica fácilmente el
extravío, y de ahí que le sea difícil la salvación (Mat. 19, 24). Pero cuando un pobre, malgrado sus pruebas,
continúa soberbio, muestra con ello una rebeldía verdaderamente obstinada.

Quiere decir, pues, que ni aún el dolor es remedio eficaz cuando la soberbia se entroniza en el corazón.
Esa misma prueba que arranca gemidos de contrición al rey David, lleva a Saúl a arrojarse sobre su espada,
por no querer hacerse pequeño ante Dios.

Es Dios mismo quien explica cómo la soberbia es la causa del dolor, de modo que no podemos dudar.
"¡Ay de vosotros los que os tenéis por sabios en vuestros ojos, y por prudentes en vuestro interior!" (Is. 5,
21.).

"Tú te has tenido por seguro en tu malicia, y dijiste: No hay quien me vea. Ese tu saber y ciencia te
sedujeron, cuando dijiste en tu corazón: Yo soy, y juera de mí no hay otro.

Caerá sobre ti la desgracia, y no sabrás de dónde nace; y se desplomará sobre tí una calamidad, que no
podrás alejar con víctimas de expiación" (ibid. 47, 10 s.).

¡Y con qué paterna solicitud Dios lo expresa! Como diciendo: Yo no quisiera que sufrieses, pero nada
puedo hacer, porque tú en tu soberbia te sientes suficiente y no quieres aceptar mi remedio. Yo soy el
Médico que todos necesitan, porque "sin Mí nada podéis hacer" (Juan 15, 5).
"Y vosotros no queréis venir a Mí para tener vida" (Juan 5, 40).

¿Acaso esta desgarradora queja del Corazón de Jesús no nos muestra idénticos sentimientos en el
Corazón del Padre?

De ahí que no hayamos de confiar demasiado en el dolor por sí mismo, sino pedir ante todo al divino
Padre, sin cuya fuerza nada podemos, la rectitud del corazón: "Crea en mí, Señor, un corazón limpio, y
renueva en mis entrañas el espíritu de rectitud" (Salmo 50, 12).

RECUERDOS APOCALÍPTICOS

Pero es también el mismo Dios que nos dice: "¿Quién hay entre vosotros que escuche y atiende y
piense en lo que ha de venir?" (Is. 42, 23).

La historia más próxima a nosotros nos confirma tristemente que los dolores de la horrible guerra
mundial (1914-18) no prepararon un mundo mejor, como muchos creían, ni trajeron la simplicidad de una
nueva Edad Media. Porque los hombres, faltos de doctrina sobrenatural, conservaron su fe puesta en el
mundo, y las privaciones no hicieron sino aumentar el apetito del placer que desbordaría luego... hasta que
una nueva guerra mundial volviera a traer el luto sobre la humanidad.
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¿No es que estamos en un tiempo muy parecido a los acontecimientos que anuncia el Vidente de
Patmos? Cuando suena la sexta trompeta y son soltados los cuatro Ángeles de exterminio, perece, dice el
Profeta de Dios, la tercera parte de la humanidad, pero "los demás hombres, que no fueron muertos en estas
plagas, no se arrepintieron de las obras de sus manos" (Apoc. 9, 20).

Y así siempre: Cuando la cuarta copa es derramada en el sol y le es dado que queme a los hombres por
el fuego, repite San Juan: "Y los hombres... blasfemaron el Nombre de Dios... en vez de arrepentirse"(Apoc.
16,9 griego).

Y cuando el quinto Ángel derramó su copa sobre el trono de la bestia, los hombres se mordían la
lengua de dolor, pero no dejaron de blasfemar, y no se arrepintieron de sus obras (ibid. 10 s.).

Ante estas terminantes palabras de Dios, único que conoce lo porvenir, quizás se preguntará el lector,
en qué puede fundarse el anuncio repetido por tantos escritores, como un leitmotiv, de que tras de la noche
amanecerá de nuevo un día radiante para la humanidad.

¿Cómo podremos, después de esto, sorprendernos del dolor de los hospitales y campos de batalla? Y
sin embargo, ese espectáculo es lo que a tantos hace vacilar en la fe, y aun juzgarlo a Dios, repitiendo la
frase de Schopenhauer: "Si Dios existe, yo no quisiera ser ese Dios, porque la miseria del mundo me
desgarraría el corazón."

Es que los hombres, por el olvido e ignorancia de las divinas Escrituras, han perdido el sentido de la
realidad sobrenatural. ¡Cuántos salen del templo, donde quizás acaban de leer en la liturgia alguna de las
tantas profecías con que Dios nos previene constantemente (v. gr. los Evangelios del primero y del último
domingo del año eclesiástico), y pasada esa pesadilla, vuelven a hablar de los progresos de la cultura, como
podría hacerlo el más pagano de los humanistas del Renacimiento!

¿De qué puede enorgullecerse la humanidad, si no es de haber convertido en un infierno anticipado,


esta tierra en que Dios prometió que nada nos había de faltar con tal que buscáramos primero su reino y su
justicia? (Mat. 6, 33).

Recapitulemos, pues, los párrafos que preceden, resumiéndolos en la frase que pusimos a su frente: Lo
que Dios odia es el orgullo, porque la gloria no pertenece más que a Él (véase S. 148, 13; Is. 42, 8; 48, 11; I
Tim. 1, 17, etc.). Y porque los hombres se olvidaron y siguen olvidándose de esta verdad fundamental, hay y
habrá penas en este mundo.

LAS PRUEBAS DEL JUSTO

EL SENTIDO DE LAS PRUEBAS

Entramos con esto al caso concreto del misterio de Job: ¿Para qué sufrimientos si no son castigos?
¿Para qué remedios si no existe enfermedad?

He aquí el problema que tortura nuestra inteligencia y que nadie podría afrontar con la sola razón, sino
con aquella luz sobrenatural de la fe que nos enseña, según San Pablo, a "someter todo entendimiento a
cautividad en obediencia de Cristo" (II Cor. 10, 5).

Entonces la pregunta ¿por qué sufre el justo? se aclara plenamente y el Espíritu Santo nos da la
respuesta: "Porque la sabiduría... le prueba desde el principio en medio de las tentaciones... Entonces le
afirmará, le allanará el camino, le llenará de alegría, le descubrirá sus arcanos y le enriquecerá con un tesoro
de ciencia y de conocimiento de la justicia (Ecli. 4, 18 ss.).

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Si Job hubiese sabido esto, sus penas habrían tenido inmenso lenitivo, porque no sólo se habría librado
de esa cavilación que agrava el dolor con la angustia de querer vanamente hallarle una explicación; sino
también que habría visto en todo momento en su prueba ese carácter de privilegio que implica el ser elegido
por la Sabiduría, esa superioridad que señala Bossuet en su estudio sobre "La eminente dignidad de los
pobres en la Iglesia", y que no es en definitiva sino la gran paradoja del Sermón de la Montaña, donde
aprendemos que todas esas cosas que el mundo llama desgracias, son "bienaventuranzas".

Esta doctrina de la prueba del justo es exactamente la que nos enseñó Jesús al decirnos que su Padre, el
Viñador, corta por inservible el sarmiento que no da fruto, y al que produce lo poda para que dé más frutos"
(Juan 15, 1 s.).

¿No es acaso explicable esta ley del progreso? ¿Acaso el Rey podría elegir para esposa a una pastora,
sin pulirla según los modales de su rango? ¿O podría elegir un privado, sin alejarlo de las disipaciones
mundanas para que pudiese estudiar los altos negocios del Estado?

Tal fue el caso de Job, y así hemos de mirarlo, a menos de prescindir del dogma del pecado original y
hacer de aquél un personaje de tal manera imposible, que carezca de la realidad necesaria para ser
aleccionador.

Es decir, pues, que Job era justo, pero ni él ni nadie entre los mortales pudo poseer tal perfección que
no fuese susceptible de aumentarse a los ojos del Divino Rey.

Agreguemos aquí, ya que se trata de recoger lecciones, que el misterio revelado por Jesús en el citado
texto, llega más lejos aún, cuando Él añade: "Vosotros ya estáis limpios, o causa de la palabra que os he
predicado" (Juan 15, 3). Lo cual nos muestra que el contacto permanente con las palabras del Evangelio,
puede hasta librarnos de las pruebas.

¿Acaso no es eso lo que entendió David, al decir (Salmo 1) que un tal hombre, que medita la palabra
de Dios día y noche, será como un árbol junto al río, para el cual no habrá sequía como para los demás, y
dará con certeza su fruto en tiempo oportuno... esto es, sin necesidad de ser podado?

LA ELECCIÓN

No puede decirse que el caso de Job sea regla general. Es precisamente su carácter singular lo que nos
lo presenta como un misterio que necesitamos desentrañar.

La regla general, sobre la cual nos hablan muchas veces el Antiguo y el Nuevo Testamento, es la que
está contenida en el Salmo 127: El hombre fiel a Dios será próspero también en esta, vida y gozará del fruto
de sus trabajos junto a la esposa, comparada a la parra fecunda, rodeada en su mesa de sus hijos como
renuevos de olivo.

La dichosa paz de la vida patriarcal —"tanta cuanta cabe en este destierro"—; la historia de Tobías,
etc., son ejemplos de esas bendiciones con que Dios premia a sus amigos en la tierra.

Advirtamos que ello explica, en parte, aunque no la justifica, esa, insistencia fanática con que los
amigos de Job invocan tal regla, para deducir que si éste no goza de las prosperidades prometidas a los
justos, no puede ser sino un pecador.

De ahí que en la dialéctica de los amigos abunden esos argumentos que son exactos si se los considera
parcialmente, al punto de que San Pablo cita como verdad enseñada por la Escritura, las palabras de uno de
aquéllos, Elifaz de Teman: "Porque la sabiduría de este mundo, dice el Apóstol, es necedad delante de
Dios", y agrega, citando el libro de Job: "Porque está escrito: Yo prenderé a los sabios en su propia astucia"
(I Cor. 3, 19; Job 5, 13).

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El error de los amigos está en querer atar la libertad de Dios, y suprimir todo misterio en su
conducción de las almas, siendo así que nuestra vida espiritual está llena de misterios; de ahí la palabra
"mística", como lo sabe cualquiera que ha vivido la experiencia religiosa.

No advertían ellos que Dios podía confirmar la regla poniendo excepciones que contuviesen más altas
enseñanzas. Porque la sabiduría de Dios, dice San Pablo, se trata en el misterio (I Cor. 2, 7).

En realidad tenemos un precedente en el caso de Tobías, llamado "semejante al santo Job" (Tob. 2,12
ss.), que en medio de su prosperidad sufre una gran prueba, que mantiene su preciosa fidelidad, y no
obstante los insensatos consejos de su mujer, no sólo no se rebela, sino que "no se contrista contra el Señor"
(Tob. 2,13) y que finalmente es colmado de bendiciones en su familia y descendencia.

Tobías, ejemplo de la más completa felicidad del hogar cristiano, lo es también de la prueba del justo,
y el Ángel Rafael insinúa ya, en una breve sentencia, todo el misterio de la elección divina que había de
desenvolverse a fondo en el libro de Job: "porque eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te
probase" (Tob. 13, 13).

LAS PRUEBAS DE JOB EN EL PLAN DIVINO

Este carácter de las pruebas de Job, como tentación de su fe, resulta claramente del pacto inicial, en
que Dios acepta el desafío de Satanás. Ya verás, le dice éste varias veces, cómo Job te desprecia en tu cara
(1, 11; 2, 5).

Dios que todo lo sabe, permite entonces la tentación, no sólo porque prevé que Job saldrá triunfante y
beneficiado, sino que también el mismo divino Padre se dispone a darle primero la fuerza para triunfar y
luego el premio del triunfo. Con lo cual vemos verificarse lo que dice San Agustín: "Dios corona (premia)
en nosotros sus propios dones."

Si Job resulta un arquetipo en esto de las pruebas que no son castigos, no podemos decir, ni mucho
menos, que fuese único en la materia: "Y si delante de los hombres han padecido tormentos, nos dice la
Sabiduría, hablando de los justos, su esperanza está llena de inmortalidad; su tribulación ha sido ligera y su
galardón será grande; porque Dios hizo prueba de ellos y hallólos dignos de sí" (Sab. 3, 4-5).

Hemos de insistir en el postulado firmísimo de que Dios permitió la prueba de Job como un acto de su
misericordiosa providencia, sabiendo que Job saldría triunfante, y que entonces se cumpliría con él la
promesa eterna: "No son de comparar los sufrimientos de lo vida presente con aquella gloria venidera que se
ha de manifestar en nosotros" (Rom. 8, 18), y también la promesa temporal: "Muchas son las tribulaciones
de los justos, pero de todas los librará el Señor" (S. 33, 20).

¿Acaso la prueba del justo Job duró toda su vida? No, por cierto. Apenas fue una etapa de ella. El
mismo Jesús, varón de dolores, que padeció infinitamente más de cuanto somos capaces de pensar, no
estuvo sin embargo toda su vida clavado en la Cruz. Sus persecuciones, luchas, ingratitudes, duraron tres
años. El sumo tormento de la Pasión duró una noche y una mañana. El de la Cruz terminó en tres horas.

Gran lección es ésta para recordar lo pasajero de las penas, como también lo fugaz de los goces de aquí
abajo, a fin de no alegrarnos desmesuradamente por éstos, ni entristecernos por aquéllos.

El recuerdo de los innumerables beneficios recibidos de Dios (S. 102, 2) y de las incontables veces que
lo había consolado en su tribulación (S. 70, 20) acompañaba a David en sus insomnios (S. 62, 7) a fin de no
caer en el desaliento. "¿Es posible, empezaba diciendo, que Dios me abandone para siempre...? ¿O pondrá
fin a sus misericordias?" (S. 76, 8-9). Pero luego agregaba: "Hago memoria de las maravillas que has hecho
desde el principio, y medito todas tus obras, y considero todos tus designios" (ibid., 12-13). Y entonces,
consolado, concluía: "Oh Dios, santo es tu camino. ¿Qué Dios hay que sea grande como el Dios nuestro? Tú
eres el Dios autor de los prodigios" (ibid., 14-15).
148
LAS PRUEBAS DE LOS JUSTOS
EN EL PLAN DIVINO

Pero es necesario que ahondemos todavía para comprender mejor el plan divino en la prueba del justo,
y más aún como cristianos, o sea como hombres a quienes se ha concedido el ser hijos de Dios, mediante la
fe en la Redención de Cristo (Juan 1, 12), como invitados al gran Banquete del Cuerpo Místico, pero que
para ello necesitan revestirse del traje nupcial (Mat. 22, 12).

Si los justos del Antiguo Testamento ya se salvaron por la fe en la Promesa del Redentor, y no por la
Ley, la cual nadie cumplía plenamente (Juan 7, 19; Gal. 3, 11; 6, 13; Rom. 7, 11), ¿cuánto más necesaria no
será, esa fe viva en los méritos de Cristo, después de la Encarnación y de la Pasión?

Y sin embargo, nuestra fe es pobrísima, como ya lo reprochaba Jesús a los Apóstoles. Tan pobre es,
que no hay nada bastante pequeño con que compararla, ya que si fuera solamente como el mínimo grano de
mostaza, podríamos mandar a los árboles que se trasplantasen sobre el agua del mar, y nos obedecerían al
instante, según la asombrosa promesa del mismo adorable Salvador (Luc. 17, 6).

Entendamos, pues, que lo que Dios necesita probar en nosotros, no es la resistencia física, como en los
animales, ni "nuestras" virtudes, pues es dogma de fe que ninguna virtud tenemos propia. Es la fe (II Pedr. 1,
7), el crédito que damos a los misterios revelados; es la confianza que tenemos en la eficacia salvadora de la
Redención; es, como dice San Bernardo, el aplicarnos verdaderamente a cada uno de nosotros, el valor de la
Sangre de Cristo. Es esta una verdad muy sobrenatural, que difícilmente admitimos la bastante en la realidad
de nuestra vida espiritual.

De ahí la necesidad de la prueba. Porque el cristiano cuya fe no es viva, el que no se siente justificado
por los méritos de Cristo que se le aplican mediante esa fe (Ef. 2, 8), fatalmente incurrirá en uno de los dos
extremos: o la tremenda desesperación, viéndose incapaz de justificarse por sí mismo y no teniendo quien lo
salve, o la detestable presunción del que se cree suficiente para salvarse por su solo esfuerzo.

De ahí, pues, la necesidad que todos tenemos de ser probados en la fe: para que la comprobación de
nuestra impotencia nos enseñe a recurrir al Padre Celestial, y a poner en Él toda nuestra confianza, por los
méritos de su Hijo Jesucristo. Véase Mat. 6, 33.

En cuanto al género de esas pruebas, notemos que no se anuncia al cristiano especiales enfermedades o
miserias. Lejos de ello. Jesús promete que el Padre nos dará por añadidura cuanto necesitamos, si buscamos
con preferencia su Reino, esto es, si lo amamos sobre todas las cosas.

La prueba máxima que está anunciada a los creyentes es la persecución, por la confesión del
Evangelio. Por eso, mártir quiere decir testigo. Es lo que más cuesta a muchos, pues preferirían sufrir
dolores físicos a sufrir en su amor propio el desprecio y la burla.

Para el que se hace pequeño y confía en Dios, esa prueba se reduce a casi nada, pues, como dice Santo
Tomás, el segundo fruto de la Palabra divina, después de darnos la fe, es darnos también el desprecio del
mundo, por donde resulta que nuestro corazón, ya no se aflige, y más bien se goza, ante la insensata burla de
los hombres.

Entonces comprendemos que el yugo de Jesús es suave (Mat. 11, 30), tan suave, que nos alivia en vez
de pesar (ibid., 29).

EL PRIVILEGIO DE LA PRUEBA

149
Hemos visto, en el capítulo titulado "Elección", que Dios tiene sus privilegiados, escogidos
especialmente, como los Apóstoles, a quienes Jesús dijo: "No me elegisteis vosotros a Mí, sino que Yo os
elegí a vosotros para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca" (Juan 15, 16).

Va sin decirlo, que esta elección de privilegio comporta la necesidad de corresponder a ella, de
aceptarla con la alegría, la confianza y la gratitud que convienen a quien se siente objeto de una altísima
distinción y sabe que ella le trae ventajas incomparablemente superiores a los esfuerzos que pueda
demandarle.

La prueba de la tribulación es uno de esos altos dones de Dios, porque trae consigo privilegios muy
grandes para el que la acepta en unión con Cristo, según sus propias palabras: "Vosotros sois los que
constantemente habéis perseverado conmigo en mis tribulaciones: por eso Yo os preparo el Reino como mi
Padre me lo preparó a Mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino, y os sentéis sobre tronos, para
juzgar a las doce tribus de Israel" (Lúe. 22, 28-30).

¿Quién no aceptará, si tiene un ápice de fe, esa gloriosa vocación de su Padre, que lo escoge como a
hijo predilecto, a semejanza de Cristo, y para ello lo prueba, simplemente con el propósito de poner rectitud
y verdad en su corazón que todos tenemos maleado mientras Dios no lo purifica? "Crea en mí, oh Dios, un
corazón puro; y renueva en mis entrañas el espíritu de rectitud" (S. 50, 12).

Este lenguaje del rey David, es el propio de todo hombre que no reniega del Cristianismo. Porque,
como no es posible vivir ajeno a Cristo, sino que hemos de estar con Él o contra Él (Luc. 11, 23), no
podemos rehuir la luz que viene del Salvador, sin incurrir en la terrible condenación de aquel juicio que el
mismo Jesús reveló a Nicodemo con estas palabras: "Este juicio consiste en que la luz vino al mundo, y los
hombres amaron más las tinieblas que la luz, por cuanto sus obras eran malas. Pues quien obra mal, aborrece
la luz, y no se arrima a ella, para que no sean reprendidas sus obras. Al contrario, quien obra según la
verdad, se arrima a la luz, a fin de que sus obras se vean, como que han sido hechas según Dios" (Juan 3, 19-
21).

Por lo mismo que no podemos pecar contra la luz y rechazar la iluminación que nos viene de Cristo, no
podemos tampoco renunciar a ese privilegio de la elección, para la cual Él mismo suele prepararnos
probando nuestra fe por medio de la persecución, y a veces también de las tribulaciones, que nos ayudan a
despegar totalmente el corazón de los bienes aparentes, para arraigarlo en los bienes reales e inmarcesibles
(II Cor. 4, 18).

¿Y por qué no podemos declinar el privilegio, y permanecer simplemente en esa penumbra espiritual
en que la mayoría de los hombres vegetan, como si no hubieran sido redimidos por la Sangre de un Dios?
Jesucristo nos da la respuesta: "Porque se pedirá cuenta de mucho aquel a quien mucho se le entregó; y a
quien se han confiado muchas cosas, más cuenta le pedirán (Luc. 12, 48).

¡Ay de los que rechazan la invitación al banquete del Reino! "Pues os protesto que ninguno de los que
antes fueron convidados, ha de probar mi cena" (Luc. 14, 24).

LA FIDELIDAD DEL PADRE CELESTIAL

También se cumplieron en Job las divinas promesas cuando Dios lo colmó, al final, de mayores bienes
(42, 10-16). Debe, pues, recordarse, para inmenso consuelo de los que sufren, esto que hemos llamado
postulado firmísimo, que se funda en la fe y se palpa en la experiencia: Dios es un recompensador generoso
y nunca se deja superar en largueza y magnanimidad.

A los que le piden les da siempre más de lo que merecen, y si Él impone una carga es también rico en
dar las fuerzas para llevarla. "Fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de
la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros" (I Cor. 10, 13).

150
Nótese una vez más en este pasaje que la lealtad del divino Padre no se limita a evitarnos tentaciones
irresistibles, sino que es Él quien nos da la fuerza para salir de ellas, como lo enseña David cuando dice: "Él
es el Dios que me ha revestido de fortaleza y ha hecho que mi conducta fuese inmaculada" (S. 17, 33). "Me
has salvado con tu protección, me has amparado con tu diestra; tu disciplina me ha corregido en todo
tiempo. Esa misma disciplina tuya será mi enseñanza” (S. 17, 36). "Todo lo puedo en Él que me conforta"
(Fil. 4, 13). "Por lo demás, hermanos míos, confortaos en el Señor y en su virtud poderosa" (Ef. 6, 10).

Ten pues, confianza, oh alma afligida, y Dios estará contigo en la hora de la prueba, como lo dice el
Salmista "Estoy con él en la tribulación" (S. 90, 15).

ALGO QUE SÓLO DIOS SABE HACER

En cuanto al mayor provecho que nos proporcionan las pruebas o tentaciones, conviene señalar una
característica que sólo corresponde al gran Señor del cielo y de la tierra, al Dios generoso y amante y
omnipotente y libérrimo: la capacidad maravillosa de sacar bien del mal.

Si consideramos todo el divino plan de la creación, veremos que la ingratitud del hombre, creado en
situación envidiable, no fue sino motivo para mayor derroche de la paterna magnanimidad; y el que sólo
podía llamarse hijo de Dios a título de creatura, lo sería en adelante a justo título, como hermano verdadero
de Cristo: "Mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y
lo seamos" (I Juan 3, 1).

La Iglesia sintetiza este paso hacia adelante que la Redención significa con respecto a la creación, al
decir en la Misa que si maravillosamente creó Dios la dignidad de nuestra humana substancia, más
maravillosamente la reformó ("mirabilius reformasti").

Muchísimos textos de la Sagrada Escritura nos muestran este mismo misterio.

¿Quién no conoce la historia de José vendido por sus hermanos (Gen. 37), calumniado por la mujer de
Putifar y echado en prisión, pero milagrosamente salvado de la cárcel para ser primer ministro del rey de
Egipto y para salvar al pueblo de Israel? "Por vuestro bien, dice José a sus hermanos, dispuso Dios que
viniese yo antes que vosotros a Egipto... No he sido enviado acá por designio vuestro, sino por voluntad de
Dios; el cual ha hecho que yo sea como padre de Faraón, y dueño de su casa toda, y príncipe en toda la tierra
de Egipto" (Gen. 45, 5 ss.).

Si seguimos las etapas del inmenso drama que viene perpetuándose, entre la grandeza de Dios y la
miseria nuestra, vemos también que cuando falla del todo la fidelidad del pueblo escogido; cuando resulta
ineficaz el cautiverio de Asiria y de Babilonia, enviado como humillación al pueblo rebelde; cuando los
suplicios de Israel que refieren los libros de los Macabeos, lejos de convertirlo, lo preparan al rechazo de
Jesucristo y se consuma el deicidio en la muerte del Cordero, entonces vuelve a ingeniarse Dios para sacar
del mal nuevos bienes, extendiendo su mano a los gentiles (Rom. 11, 30) y fundando la Iglesia, para que, por
los méritos de Cristo, reuniese en un cuerpo a los hijos de Dios que estamos dispersos (Juan 11, 52).

El libro de Job es también, en su fondo, una justificación de esa admirable providencia del
Todopoderoso que sabe sacar bien del mal. El Espíritu Santo nos muestra allí cómo las pruebas tan
despiadadamente infligidas a Job por Satanás y agravadas por sus amigos, son causa de su mayor
prosperidad temporal y eterna, por lo cual hoy "lo tenemos por bienaventurado" y por ejemplo de paciencia,
"visto el fin que el Señor le dio: porque el Señor es misericordioso y compasivo" (Sant. 5, 11).

EL FALSO CONSUELO DEL MUNDO

Si algún hermano nuestro en Cristo, abatido por la tribulación, pasa sus ojos por estas líneas escritas
para su consuelo y provecho, dígnese considerar que el mayor lenitivo que podemos darle no consiste en
llevar su pensamiento al propio dolor, sino en acercarlo a estas sublimidades de la doctrina.
151
El mundo es quien pretende consolar con sentimentalismos, y bien sabemos cuán precario es ese
apoyo, ofrecido audazmente por quien no sabe cómo apoyarse a sí mismo.

"Aparta mis ojos para que no vean la vanidad", dice David a Dios (S. 118, 37), y esto nos enseña que
hay que huir de esa cavilación que Ernesto Hello llama elocuentemente "la passion du malheur",
característica en el pesimismo de los poetas románticos, según la cual la imaginación engañosa nos lleva a
buscar consuelo embriagándose en el propio dolor y revolviendo el puñal en la herida.

Algo de eso permitió Dios que hiciera también Job, para que nosotros aprendiéramos la necedad de tal
procedimiento. Por eso advertimos desde el principio que no sería una explicación puramente filosófica lo
que había de brindarnos esta meditación sobre el divino Libro. Si tal pretendiéramos, incurriríamos en la
misma falla que Dios reprochó a Job.

Otro aspecto, inverso esta vez, pero no menos falso, del consuelo del mundo, es el querer marearnos
con su bullicio, tal como vemos hoy por ejemplo en las visitas de pésame, tantas veces carentes de caridad, y
en esos intentos infantiles de arrancar la risa al que está apenado, sin comprender que "cantar canciones a un
corazón afligido es como echar vinagre sobre el nitro" (Prov. 25, 20).

Huyamos, pues, del mundo en nuestras penas. No para encerrarnos en la amarga cavilación "como los
que no tienen esperanza" (I Tes. 4, 12); ni menos para buscar en la soberbia estoica esa pecaminosa
satisfacción de creernos fuertes; sino para librarnos de la desolación entrando en el santuario del espíritu "a
fin de que mediante la paciencia y él consuelo de las Escrituras mantengamos la esperanza" (Rom. 15, 4).

Entrados en ese santuario con la guía de las revelaciones divinas depositadas en las Escrituras,
hallamos allí verdades que encierran abismos de consuelo, de provecho espiritual y de esperanza. Porque
hemos de saber que esta virtud, muy poco explotada, viene de la prueba, como enseña San Pablo: "La
tribulación produce la paciencia; la paciencia la prueba (o experiencia); y la prueba la esperanza" (Rom. 5,
3).

CONSOLARSE PARA PODER CONSOLAR

Otra verdad de gran dulzura que enseña el mismo Apóstol, es que "el Padre de los misericordias y Dios
de toda consolación nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que podamos también nosotros
consolar a los que se hallan en trabajos, con la misma consolación con que somos nosotros consolados por
Dios; porque a medida que se aumentan en nosotros las aflicciones de Cristo, se aumentan también nuestras
consolaciones por Cristo" (II Cor. 1, 3-5).

Es decir que, así como no podemos convertir a otros sin habernos primero convertido, según lo enseña
Jesús a Pedro (Luc. 22, 32), así tampoco podremos sanar el dolor de otros, si no lo hemos experimentado
primero.

El que no ha sufrido ¿qué sabe? dice la Imitación de Cristo. Esta verdad la veía ya el pagano Virgilio,
cuando ponía en boca de la infortunada reina Dido aquel hermoso verso: “Haud ignara mali, miseris
succurrere disco.” "Conocedora del mal, he aprendido a consolar a los que sufren" (Eneida I, 630).

Consolar es algo más que una técnica. Enséñanlo únicamente la experiencia de los sufrimientos y
sobre todo la caridad que se compenetra con el dolor ajeno. Los "consoladores" de Job no poseían ni la una
ni la otra. El mismo Job los llama gravosos, llenos de palabras hueras y cuya compasión mueve los labios
pero no el corazón (véase 16, 1 ss.).

Si tu dolor es hondo como un abismo y si tu amor al paciente es el que nos enseña el Evangelio, no
necesitas buscar palabras.

152
"Jesús y María consoláronse al pie de la cruz en silencio, con los ojos. A veces llorar con el que llora
es el mejor consuelo, como Jesús lloró con María de Betania" (Mons. Keppler, Escuela del Dolor, núm.
277).

CONSUÉLATE CONSOLANDO

Hay una medicina eficacísima para el dolor.

Si te sientes incapaz de consuelo y si te parece que ya no hay remedio para ti, ponte en contacto con
otros que sufren, llévales consolación y ayuda, y al punto experimentarás un alivio en la tensión interior que
te agobia.

Sobre este tema siempre actual, sobre todo en tiempos de guerra como los que presenciamos hoy en el
más pavoroso espectáculo de furia y sangre cual nunca ha visto el mundo, dice el mismo autor que
acabamos de citar:

"Consuélate consolando. En lugar de estar con la vista enclavada en tu propia tribulación, vuelve los
ojos a la ajena. En lugar de encontrar insoportable tu carga, toma también sobre tus hombros la de otro. En
lugar de lamentarte, compadece a los que aun están peor. En lugar de mendigar consuelo, dalo tú. Y verás
que, muchas veces, no sabrás explicarte lo que te ocurre: al quitar al prójimo una carga, has quedado libre de
la tuya. Quisiste cuidar a un enfermo, y has curado la herida de tu corazón.

Quisiste consolar a afligidos, y has consolado tu propia alma. Quisiste atenuar un dolor ajeno, y has
moderado la agudeza del tuyo. Quisiste dar, y has recibido. En ti se ha cumplido la hermosa profecía de
Isaías: Parte tu pan con el hambriento, y acoge en tu casa a los necesitados y a los que no tienen hogar, y
viste al que veas desnudo, y no desprecies tu propia carne (al prójimo).

Si esto haces, amanecerá tu luz como la aurora, y tu sanidad presto llegará; y delante de ti irá tu
justicia, y la gloria del Señor te acogerá. Invocarás entonces al Señor y Él te oirá; clamarás y Él te dirá: Aquí
estoy (Is. 59, 7 ss.)". (Mons. Keppler)

Consuélate consolando. Nada abrevia ni endulza tanto el dolor como practicar la misericordia para con
los que tienen afligidos y oprimidos sus corazones.

CONSUELO DE LA SAGRADA ESCRITURA

Con el Libro de los Libros, cuyas sagradas páginas citamos tantas veces en este tratado, ningún otro
puede compararse en fuerza consoladora.

De su contenido eterno dice el Sumo Sacerdote Jonatás: "Tenemos para nuestro consuelo los santos
libros que están en nuestras manos" (I Mac. 12, 9); y de la misma manera habla San Pablo del "consuelo de
las Escrituras", en la Carta a los Romanos (15, 4).

Siguiendo estas huellas, los Padres de la Iglesia no se cansan de recomendar la Biblia como libro de
consuelo. Escribe, por ejemplo, San Juan Crisóstomo: "Sea cual fuere la desgracia que pese sobre el ser
humano, en la Escritura encontrará el antídoto adecuado que ahuyente todo pesar".

Al leer los Salmos, San Agustín se sintió tan transformado, que no fue capaz de comprender la
depresión que le aplastaba antes de su lectura, y no pudo menos de compadecer a los que nada sabían de tan
preciosa medicina.

La fuerza consoladora de las Sagradas Escrituras consiste esencialmente en el conocimiento del


Corazón de Dios y del misterio de Jesús, del cual pende nuestra eterna salud: porque "la vida eterna consiste
en conocerte a Ti, solo Dios verdadero (el Padre), y a Jesucristo, a quien Tú enviaste" (Juan 17, 3).
153
De ahí que el Sumo Pontífice reinante nos dijese desde el principio: "El gran misterio del Cristianismo,
es el misterio del Corazón de Dios".

El comentario más autorizado a esta verdad lo hace el mismo Papa Pío XII en la nueva Encíclica
bíblica "Divino Afflante Spiritu", cuando dice: "Pues a Jesús, autor de la salud, le conocerán los hombres
tanto más plenamente, le amarán tanto más intensamente, le imitarán tanto más fielmente, cuanto mayor sea
el empeño con que se muevan al conocimiento y meditación de las Sagradas Escrituras y, sobre todo, del
Nuevo Testamento. Porque, como dice el Estridonense (San Jerónimo): "La ignorancia de las Escrituras es
ignorancia de Cristo", y "si hay algo que en esta vida contenga al varón sabio y entre las incitaciones y
torbellinos del mundo le persuada a permanecer con ánimo sereno, creo que es en primerísimo lugar la
meditación y la ciencia de las Escrituras" (S. Jerónimo, In Ephesios, prologus). Porque quienes están
fatigados y oprimidos por adversos y tristes sucesos, de aquí sacarán los verdaderos consuelos y la virtud
divina para padecer y sufrir; aquí —es decir, en los Santos Evangelios— tienen todos a Cristo, sumo y
perfecto ejemplar de justicia, caridad y misericordia, y están abiertas para el género humano, herido y
tembloroso, las fuentes de aquella divina gracia que, cuando se la desprecia y olvida, ni los pueblos ni sus
gobernantes pueden iniciar ni consolidar la tranquilidad social y la concordia; finalmente, aquí aprenderán
todos a Cristo, "que es cabeza de todo principado y potestad" (Col. 2, 10) y "que se hizo para nosotros
sabiduría de Dios, justicia, santificación y redención" (I Cor. 1, 30).

LA ESPERANZA
FUNDAMENTO DE LA PACIENCIA

Nunca podremos insistir bastante sobre la distinción entre el estoicismo pagano y la paciencia
cristiana, siendo aquél un falso heroísmo que suele llevar al suicidio, mientras que ésta, la paciencia,
produce como fruto la esperanza, esa esperanza que "jamás será confundida" (Rom. 5, 5).

Valdría la pena recoger en un libro de oro todos los pasajes en que el Espíritu Santo nos enseña el
valor de la paciencia, comenzando por el libro de Job, el cual es el himno más grandioso a ese don de Dios,
hasta el Apocalipsis, que concluye, como San Pablo su Ia Carta a los Corintios, con el "Maranatha" o "Ven,
Señor" (Apoc. 22, 20); la expresión más viva de la esperanza de los primeros cristianos, que se preparaban
para el retorno glorioso de Cristo no sólo cada día, sino cada hora, como dice San Clemente Romano (II ad.
Cor. 12) y alegraban su paciencia con esta "bienaventurada esperanza" (Tit. 2, 13).

No otro es el motivo que el Apóstol Santiago da como fundamento de la paciencia a los pobres y
afligidos: "Tened, pues, oh hermanos, paciencia, hasta la venida del Señor. Mirad como el labrador con la
esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias, temprana y tardía.
Esperad, pues, también vosotros con paciencia y esforzad vuestros corazones, porque la venida del Señor
está cerca" (Sant, 5, 7 s.).

San Pablo, usa palabras casi idénticas: "No queráis, pues, perder vuestra confianza, la cual recibirá un
gran galardón. Porque os es necesaria la paciencia para que haciendo la voluntad de Dios obtengáis la
promesa. Pues dentro de un brevísimo tiempo vendrá el que ha de venir, y no tardará. Entretanto, el justo
mío vive por la fe" (Hebr. 10, 35-38).

Y otra vez: "El Señor está cerca. No os inquietéis por nada, sino haced presentes vuestras necesidades
a Dios por medio de la oración y de las plegarias, acompañadas de acciones de gracia. Y la paz divina, que
sobrepuja todo sentido, sea la guardia de vuestros corazones y de vuestras inteligencias en Cristo Jesús"
(Filip. 4, 5-7).

¿Y LA MUERTE?

Importa mucho notar que en ninguna parte de las Sagradas Escrituras, se nos da como consuelo del
dolor la idea de la muerte. ¡Triste consuelo, en verdad! Bien sabía el Apóstol que "nadie aborreció nunca su
154
propia carne" (Ef. 5, 29). Y que lo que deseamos, cuando gemimos agobiados, no es "vernos despojados (de
esta tienda del cuerpo) sino ser revestidos por encima" (de ella), de manera que la vida absorba lo que hay de
mortalidad en nosotros" (II Cor. 5, 4).

Pues bien, tal idea que pareciera un sueño, tal esperanza de librarnos de la muerte, es exactamente lo
que San Pablo nos promete, como un admirable misterio que no quiere que ignoremos, para ese suspirado
día de la Parusía de Jesús, que puede ser cuando menos pensamos, pues, que el Señor anuncia que vendrá
como un ladrón, cuando menos lo pensamos (Luc. 12, 40; I Tes. 5, 2; II Pedr. 3, 10; Apoc. 3, 3; 16, 15).

Veamos lo que nos dice en I Cor. 15, 51-55 (texto del original griego): "He aquí un misterio que os
revelo: no todos nos dormiremos (moriremos), pero todos seremos transformados, en un instante, en un
guiño de ojo, al son de la última trompeta; porque la trompeta sonará y los muertos resucitarán
incorruptibles, y nosotros (los vivos) seremos transformados. Porque es menester que este cuerpo corruptible
se revista de incorruptibilidad, y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad. Cuando este cuerpo
corruptible se haya revestido de incorruptibilidad, y este cuerpo mortal se haya revestido de inmortalidad,
entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¡Oh muerte!,
¿dónde está tu victoria? (la que obtuviste sobre los muertos, pues ahora resucitan). ¡Oh muerte!, ¿dónde está
tu aguijón?" Esto es, el aguijón con el cual matabas a los vivos, pues he aquí que estos vivos no morirán,
sino que serán revestidos de eternidad lo mismo que los muertos resucitados (I Tes. 4,16).

Según San Jerónimo, en este capítulo no se trata sino de la resurrección de los fieles justificados.
Muchos de ellos se hallarán entre los vivos en el momento de la venida de Cristo, pero no por eso entrarán
en la gloria con su cuerpo natural. Han de transformarse, sin pasar por la muerte, según lo explican San
Agustín y Santo Tomás. El complemento de esta revelación está en I Tes. 4, 14-17, como todos los
expositores han notado: "Los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con
ellos (los resucitados) sobre nubes al encuentro de Cristo en el aire, y allí estaremos con el Señor
eternamente" (I Tes. 4, 16).

¿Puede haber perspectiva más consoladora? Pero, ¿qué mucho que se nos descubra así estas
revelaciones en el Nuevo Testamento, si ya las vemos anunciadas por el mismo Job?

En efecto, después de insinuar como escondidamente (14, 13) el misterio de la resurrección de la


carne, nuestro Patriarca lo presenta más adelante con una amplitud que asombraba ya a San Jerónimo (véase
cap. 19, vers. 23 ss. y las notas respectivas).

¡BIENAVENTURADO
EL QUE SUFRE LA PRUEBA!

He aquí todavía un pequeño ramillete de palabras divinas sobre el privilegio que significa la paciencia,
y sobre la excelencia de esta vocación a que todos somos llamados. Lo ofrecemos a las almas pequeñas que
en medio de las tormentas de esta vida buscan a Dios con sincero corazón.

Eclesiástico 2, 3-5: "Aguarda con paciencia lo que esperas de Dios. Estréchate con Dios y ten
paciencia, a fin de que en adelante sea más próspera tu vida. Acepta todo cuanto te enviare, y en medio de
los dolores sufre con constancia, y lleva con paciencia tu abatimiento; pues al modo que en el fuego se
prueba el oro y la plata, así los hombres aceptos se prueban en la fragua de la tribulación."

Tobías 2, 12: "El Señor permitió que (a Tobías) le sobreviniese esta prueba, con el fin de dar a los
venideros un ejemplo de paciencia, semejante al del santo Job."

Judit 8, 21-24: "Ahora, pues, oh hermanos míos, ya que vosotros sois los ancianos del pueblo de
Dios... alentad sus corazones, representándoles cómo nuestros padres fueron tentados, para que se viese si de
veras honraban a su Dios. Deben acordarse de cómo fue tentado nuestro padre Abrahán, y cómo después de
probado con muchas tribulaciones, llegó a ser el amigo de Dios. Así, Isaac, así Jacob, así Moisés, y todos los
155
que agradaron a Dios, pasaron por muchas tribulaciones, manteniéndose siempre fieles. Al contrario,
aquellos que no sufrieron las tentaciones con el temor del Señor, sino que manifestaron su impaciencia y
prorrumpieron en injuriosas murmuraciones contra el Señor, fueron exterminados. "

San Pablo: "Antes bien, nos portamos en todas las cosas como ministros de Dios, con mucha
paciencia en medio de tribulaciones, de necesidades, de angustias, de azotes, de cárceles, de sediciones..." (II
Cor. 6, 4-5).

"Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad" (Gal. 5, 22-23).

"Si padecemos con Cristo, reinaremos también con Él" (II Tim. 2, 12).

"Tú, varón de Dios... sigue la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia, la mansedumbre" (I
Tim. 6, 11).

"Porque os es necesaria la paciencia, para que haciendo la voluntad de Dios, obtengáis la promesa"
(Hebr. 10, 36).

Véase también Rom. 5, 3-5, citado más arriba.

San Juan: "Ya que has guardado la doctrina de mi paciencia, Yo también te libraré del tiempo de la
prueba" (Apoc. 3, 10).

Santiago: "La prueba de vuestra fe produce la paciencia. Mas la paciencia perfecciona la obra para
que seáis perfectos y cabales, sin faltar en cosa alguna" (Sant. 1,3-4).

"Bienaventurado aquel hombre que sufre tentación, porque después que fuere probado, recibirá la
corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman" (Sant. 1, 12).

San Pedro: "Si obrando bien sufrís con paciencia, en eso está el mérito para con Dios" (I Pedr. 2, 20).

Jesucristo: "Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas" (Luc. 21, 19).

"Dad frutos en paciencia" (Luc. 8, 15).

"Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que
padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mat. 5, 9-10).

¡HÁGASE TU VOLUNTAD!

El libro de Job nos ayuda a decir a nuestro Padre Celestial lo que Jesús nos enseñó como lo más
perfecto: ¡Hágase tu voluntad! (Mat. 6, 10).

Nos libra así de los escrúpulos y de la tentación de confundir la voluntad de Dios con el puro dolor
voluntario del propio cuerpo, según enseña San Pablo: "Estas cosas no tienen más que una apariencia de
sabiduría, naciendo de una falsa piedad y de una humildad afectada que no cuida del cuerpo privándolo del
sustento necesario." (Col. 2, 23. Véase a este respecto Summa Theologica 2-2, q. 88, 2 ad 3; q. 147, 1 ad 2;
q. 188, 6 ad 3).

No es eso lo que aprendemos de Jesús; es más bien una sana y veraz desconfianza de nosotros mismos
y una filial sumisión a los designios de Dios, lo que el Divino Maestro nos pone por delante, tanto en la
humilde oración de Getsemaní, pidiendo que el Padre aparte de Él el cáliz, cuanto en la caída de Pedro que
156
reniega de Él tres veces, ante la servidumbre, después de haber jurado que daría por Él la vida, y que sin
duda no habría incurrido en tal miseria si hubiera desconfiado de sí mismo.

Así, cuando Santa Gertrudis, en una visión tiene por delante para elegir la salud o la enfermedad, no
busca ni la una ni la otra, sino que se arroja en el Corazón de Cristo para que sea Él quien resuelva.

¡Hágase tu voluntad! Recemos así, pero no como quien agacha la cabeza ante una fatalidad ineludible
y cruel, sino como el niño que dice al Padre: Elige tú lo que me conviene, pues lo sabes mejor que yo, y sé
que quieres mi bien.

María dice Fiat y también Magníficat.

Tal es la espiritualidad auténticamente evangélica, que en estos últimos tiempos ha proclamado Santa
Teresa de Lisieux, como fácil camino de infancia espiritual, como ascensor que nos lleva al cielo en los
brazos de Cristo, y que los soberanos pontífices han señalado y recomendado como verdadero secreto de la
santidad, fundándose en la terminante sentencia de Jesús: "Si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños,
no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mat. 18, 3).

El gran mérito de Sta. Teresita, observa acertadamente el Cardenal Bourne, es el haber sabido suprimir
"las matemáticas de la santidad", esos mil escrúpulos que obstaculizan el camino de la infancia espiritual y
filial sumisión a los designios del Padre.

¡Hágase tu voluntad! Hagamos nosotros esta humilde oración de Jesús y digamos con Él: "No se haga
mi voluntad sino la tuya" (Luc. 22, 42); "No lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieres" Marc. 14, 36).

La sagrada voluntad del Padre sea nuestra obsesión como lo era de Jesús: su comida (Juan 4, 34); su
propósito (Juan 5, 30); su obra toda (Juan 17, 4). Y todo eso redundó en favor nuestro, porque como observa
S. León: "¿Quién podría soportar los odios del mundo, los torbellinos de las tentaciones, los terrores de las
persecuciones, si Cristo, padeciendo en todos y por todos, no hubiera dicho al Padre: Hágase tu voluntad?".

NEGARSE A SI MISMO

"Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo y cargue con su cruz y sígame" (Mat. 16,
24). ¿No suenan estas palabras de Jesús como un Evangelio de dolor?

Bien es cierto que muchos las toman en sentido pesimista, viendo en el Cristianismo la religión de la
desgracia, pero no menos cierto es que el negarse a sí mismo, en boca de Cristo, lejos de ser una crueldad es
una amorosa advertencia para que nos libremos de nuestro peor enemigo que somos nosotros mismos.

"La carne es flaca", dice Jesús (Mat. 28, 41); sólo "el espíritu está pronto". Ahora bien, el espíritu no es
cosa propia nuestra, sino que nos es dado, como enseña San Pablo (Rom. 5, 5; I Tes. 4, 8). Es el Espíritu
Santo, qué viene a nosotros y nos anima, como el viento es capaz de hacer volar una hoja seca.

De ahí la fórmula de San Ireneo: "El nombre es cuerpo y alma. El cristiano es cuerpo, alma y espíritu"
(véase I Tes. 5, 23).

Este espíritu, que siempre "está pronto", es lo único que puede vencer a esa carne débil y mala, cuyos
deseos son contrarios al espíritu.

Mientras obra en nosotros el espíritu, San Pablo nos asegura que no realizaremos esos malos deseos de
la carne (Gal. 5, 16 s.).

Éstos son los que nos llevan, no sólo al pecado, sino también a la tristeza y al desaliento en las pruebas.

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Negarse a sí mismo es entonces, en primer lugar, desconfiar de nosotros y buscar consuelo y fuerza en
los pensamientos revelados por Dios. Es la receta que da el mismo Jesús a los discípulos en el pasaje antes
citado, durante las angustias de Getsemaní: "Velad y orad para no entrar en la tentación" (Mat. 26, 41).

BIENAVENTURADOS
LOS POBRES DE ESPÍRITU

Vemos, pues, que no se trata solamente de renunciar a los propios vicios; sino también a las virtudes
propias. Porque el Espíritu de Dios es el único que las puede dar, y las da precisamente al que confiesa que
es pobre e incapaz de tenerlas.

Recordemos una vez más aquí las negaciones de Pedro, que seguramente no habrían sucedido si él
hubiese sido menos valiente en prometer. Es la suprema lección que nos da María Santísima: "A los
hambrientos llenó de bienes y a los ricos dejó vacíos" (Luc. 1, 53).

Los peores ricos son los ricos de espíritu, que se sienten capaces de ser valientes por sí mismos. Son,
dice San Agustín, lo opuesto a los "pobres de espíritu", a quienes Jesús llama bienaventurados (Mat. 5,3).

Jesús, espejo de la misericordia del Padre, sólo nos pide que nos hagamos pobres en nosotros mismos,
o mejor que reconozcamos que lo somos, para poder llenarnos con las riquezas de esa misericordia, que Él
nos conquistó.

De ahí su afán por vernos humildes. El soberbio se siente rico en sí mismo, es decir, cree que no
necesita de nadie, y entonces impide al Divino Padre y al Divino Hijo el ejercicio de esa misericordia.

De ahí, pues, que para ser ricos debamos hacernos pobres. Podemos poseer cuanto queramos de
virtudes prestadas por Dios. Propias no podemos poseer ninguna. En eso consiste el error de ciertas almas,
que quieren con mucho esfuerzo levantar el edificio de su propia santidad, sin comprender que no lo podrán
jamás y que si lo consiguieran sería para su mayor daño, pues se sentirían dignas de mérito propio, robando
a Dios la gloria que es lo único que Él no cede a nadie (S. 148, 13; Is. 42, 8; 48, 11; I Tim. 1, 17; Est. 3, 2;
13, 14; Luc. 6, 22 y 26; Juan 5, 44; 12, 43).

Así el conocimiento de la propia pobreza y de las riquezas infinitas del Corazón de Dios nos lleva a
vivir en estado permanente de contrición perfecta que es el único estado lógico de aquel que se encuentra
ante la Majestad divina y sabe que no puede justificarse por sí mismo.

María comprendió esto mejor que nadie, y por eso, siendo la más pobre, fue la más rica en dones de
Dios.

AMAD VUESTRA PEQUEÑEZ

Con esta frase profundísima nos presenta la Santa de Lisieux otro aspecto del negarse a sí mismo, muy
opuesto por cierto al culto de la propia excelencia que predicaban los paganos pretendiendo hacer de su vida
una obra de arte.

Varios santos cada vez que se sorprendían a sí mismos en debilidad o ingratitud para con Dios, le
repetían, acomodándolas al caso, aquellas palabras del Salmista: "Nuestra tierra da su fruto" (S. 84, 13),
como diciéndole: "¿Qué otra cosa puedes esperar de mí, que soy mala tierra, sino malas yerbas? ¿Acaso el
cardo se sorprenderá de que su perfume no sea como el de la rosa?"

Es, pues, una forma muy importante de la paciencia el ser paciente consigo mismo, porque el diablo
aprovecha constantemente nuestra tendencia contraria, para llevarnos al escrúpulo, y por éste al desaliento, a
la desconfianza y a la desesperación, que es un pecado contra la fe.

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Porque "al que viene a Mí no lo echaré juera", dice Jesús (Juan 6, 37).

El que recuerda estas palabras insuperables de divino consuelo, se hace invencible "en Cristo Jesús".
Se habituará, como David, a vivir en esa contrición, tan humilde en el confesar, como segura en el confiar
(cfr. Salmo 50). Y al experimentar la dulzura inmensa de ser perdonado, crecerá cada día en el amor, según
aquella divina sentencia de Jesús: "Ama menos aquel a quien menos se le perdona" (Lc. 7, 47).

MÁS SOBRE LOS ESCRÚPULOS

Nada suele agravar tanto la amargura de las pruebas, como el sentimiento de que no las llevamos bien
y de que Dios no está contento con nosotros. Esta inquietud es un nuevo regalo que el diablo, nuestro eterno
enemigo, trata de añadir a lo que ya sufrimos.

Persigue, como dice el Salmista, a aquel que ya está herido, y agrega dolor al dolor de nuestras llagas
(S. 68, 27).

Con esto se propone llevarnos a la desesperación que sería su máximo triunfo, o sea el naufragio total
de nuestra fe.

Este sentimiento que tiende a inquietarnos para impedirnos que aprovechemos en paz los tesoros de
enseñanza que podemos ganar en las pruebas, es siempre una tentación y procede de esa humildad falsa por
la cual el alma se sorprende de no ser bastante heroica, en vez de tener bien sabida nuestra propia miseria e
insuficiencia.

Bien hemos visto en las muchas lamentaciones del Patriarca Job un ejemplo para librarnos de ese
escrúpulo.

Un alma amiga de Dios, que tenía experiencia en esas lides, cuando Satanás la tentaba por este lado,
del descontento consigo mismo y con la idea de un Dios sin misericordia, sabía bien cómo confundir a ese
"padre de la mentira" (Juan 8, 44), recordándole cuán opuestas tentaciones le había presentado otras veces.
"¿Cómo es eso, le decía, que ahora resulto yo tan mala, y ayer no más tú me soplabas la idea de que era tan
buena que debía complacerme en mi propia excelencia?"

Sepamos también en esto distinguir lo que es tentación —o sea ocasión de mérito— de lo que es
consentimiento, según lo mostramos en la nota a Job 31, 7.

Las tentaciones, dice San Francisco de Sales, son como las abejas. Pican a los que se asustan y
alborotan con ellas. Cuando no se les hace caso, se retiran.

EL APOSTOLADO DE LA OBEDIENCIA

Una de las formas que reviste esa tendencia al pesimismo, es la de enrostrarnos nuestra inutilidad
cuando estamos enfermos o impedidos de obrar.

Dios no se contradice. No puede querernos ocupados en obras exteriores, cuando permite que estemos
postrados por falta de salud, de libertad o de otros medios.

Esta pasividad santa es el apostolado de la obediencia. Es más exacto llamarlo así y no apostolado del
dolor. Porque esto podría dar la impresión, falsísima, de que Dios se gozara en vernos sufrir. Y además,
correríamos riesgo de creernos redentores, y sentirnos muy importantes.

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El dolor no es virtud en sí mismo; y aun en la Pasión de Cristo, lo que la hace infinitamente acepta
para la gloria del Padre, es la amorosa obediencia con que la sufrió. Ver Luc. 22, 42; Fil. 2, 8 s.

María estaba sentada a los pies de Jesús, mientras Marta se movía mucho. Y Jesús —¡qué paradoja!—
declaró que la quietud de María era la óptima parte (Luc. 10, 42). Es que ella estaba obedeciendo al deseo de
Jesús.

Es evidente que si Él hablaba, era para que se le escuchase, y ningún trabajo del mundo podría
justificar el desaire de volver la espalda y dejar que hablase en vano Aquel que entonces hablaba en Betania
y hoy también, presente en el Sagrario, sigue hablándonos y en las páginas del Evangelio. ¿Estamos seguros
de que lo atendemos bastante en esa conversación? ¿Acaso creemos saber ya todo lo que Él dice?

Si Dios nos tiene impedidos, ¿no es evidente el error de ese escrúpulo que pretende llevarnos a la
actividad externa? Si ésta no es en tal caso la voluntad de Dios, quiere decir que con ella no lo buscábamos
rectamente a Él, sino a nuestra voluntad. Y esto es precisamente lo que hay que negar en el apostolado de la
obediencia.

"Omnia tempus habent" (Eclesiastés 3, 1), es decir, cada cosa tiene su tiempo, fijado por la
omnisciente Providencia. Cuando los parientes de Jesús le instan, con criterio mundano, a que se manifieste
públicamente en Jerusalén durante la fiesta de los Tabernáculos, Él les responde: "Mi tiempo no ha llegado
aún". Y agrega, no sin cierta ironía: "El vuestro siempre está a punto" (Juan 7, 6).

Jesús revela a Santa Gertrudis que nuestro sincero deseo de hacer una buena obra, así fueran mil, vale
para Él, como si ya las hubiésemos cumplido.

Esta revelación inefablemente consoladora nos recuerda una vez más que lo que Dios nos pide es el
corazón (Prov. 23, 26); que eso es lo que Él mira y no como los hombres, las cosas exteriores (I Rey. 16, 7);
pues eso es lo que le interesa, como a Padre amante.

De ahí que Él mismo nos recuerde que no necesita de nuestros bienes (S. 15, 2), y que nos diga: "Si Yo
tuviese hambre no acudiría a ti, porque mía es la tierra y cuanto ella contiene. ¿Acaso he de comer Yo la
carne de los toros o de beber la sangre de los machos cabríos...? Entended esto bien, los que os olvidáis de
Dios... El sacrificio de alabanza, ése es el que me honra, y ése es el camino por el cual manifestaré al
hombre la salvación de Dios" (S. 49).

SACRIFICIOS DE JUSTICIA

"Ofreced sacrificios de justicia, y confiad en el Señor", nos dice el Espíritu Santo por boca del profeta
David (S. 4, 6). Sacrificios quiere decir ofrenda. Justicia, según la Sagrada Escritura, es el cumplimiento de
la Ley de Dios. Sacrificios de justicia son, pues, los actos de obediencia a la divina Voluntad.

Como observa Monseñor Gay, estos actos que Dios nos pide, son superiores a los de iniciativa propia,
porque en estos últimos, depende de nuestra voluntad el fijar cuándo comienzan y cuándo terminan; en tanto
que aquéllos son actos perfectamente santos, pues que se fundan en la voluntad sapientísima de Dios, que es
infinitamente santa.

De ahí que el aceptar, con obediencia filial, las pruebas que nos manda el divino Padre, es para Él más
grato que el provocarlas.

Nótese a este respecto cuan frecuente es oír quejas y protestas, p. ej. contra el calor que hace, o contra
el frío, o contra "esa maldita lluvia". ¿Cómo puede ser maldita, si es obra hecha exclusivamente por Dios,
sin la menor intervención de la mano del hombre, que pudiera hacerla imperfecta? ¿Pero es que acaso Dios
no lo sabe? El sacrificio de justicia, en todos estos casos, consiste en obedecer a esa voluntad que Dios nos
manifiesta.
160
Y lo mismo sucede en toda clase de pruebas, en las enfermedades, y principalmente en esas injusticias
y agravios que recibimos del prójimo, sobre los cuales Jesús nos enseña que la voluntad del Padre es, no
sólo que no nos venguemos, sino que perdonemos y devolvamos bien por mal, y que amemos a ésos que así
nos tratan. Esta es la esencia del Sermón de la Montaña (ver Mat. 5, 38-48), y del Sermón del Llano (Luc. 6,
27-38).

Llegamos así al punto más central de la doctrina de este Libro: el punto de intersección entre el dolor y
la caridad, que es lo que valoriza el dolor, y sin la cual nuestros actos no valen nada (I Cor. 13).

Llegados aquí, descubrimos cómo esos "sacrificios de justicia" son ante todo sacrificios de caridad. Y
esto se explica fácilmente, pues que antes vimos que la justicia, según Dios, está en obedecer a su Ley; y
ahora vemos que esa Ley es esencialmente de caridad.

San Pablo expone con claridad maravillosa este concepto, con relación a la caridad fraterna,
diciéndonos que el que ama a su prójimo, no obra ningún mal, por lo cual el amor es el cumplimiento pleno
de la Ley (Rom. 13, 8).

Y en otra parte lo reitera diciendo: "Porque toda la Ley se cumple en una palabra: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo" (Gal. 5, 14; Lev. 19, 18; Mat. 22, 39).

Gracias a la meditación de estos puntos medulares de la doctrina, se nos aclara de un modo definitivo
el horizonte de nuestra vida espiritual, y comprendemos que hemos de tener la obsesión de la caridad con el
prójimo, no sólo porque ésta es el alma de las demás virtudes, y porque Dios la acepta como la más alta de
todas, sino también porque se trata de una obligación rigurosamente jurídica, y no de un simple consejo
cuyo cumplimiento significase para nosotros un mérito extraordinario.

Sacrificio de justicia no significa, en lenguaje cristiano, realizar la justicia pagana del Derecho
Romano, que consiste en dar a cada uno lo suyo. Acabamos de ver que, según la Revelación de Dios, hacer
justicia significa obedecer a su Ley, y que esta Ley nos propone no como consejo, sino como riguroso
precepto, y como mandamiento principal el amor a Dios y el amor al prójimo (véase Mat. 22, 34-40), con el
agregado de que el mismo Maestro se nos ofrece como divino Modelo de la caridad: "Amaos como Yo os he
amado" (Juan 13, 34), es decir con una misericordia sin límites.

Y San Juan vuelve a tomar, no ya sólo como Modelo, sino también como razón y fundamento de
nuestra caridad fraterna, ese amor de Cristo hacia nosotros, que no es sino un eco del amor con que el Padre
nos entregó su único Hijo: "Carísimos, amémonos los unos a los otros; porque la caridad procede de Dios, Y
todo aquel que ama, es hijo de Dios, y conoce a Dios. Quien no tiene amor, no conoce a Dios, puesto que
Dios es caridad. En esto se demostró la caridad de Dios hacia nosotros, en que Dios envió a su Hijo
unigénito al mundo, para que por Él tengamos la vida. Y en esto consiste la caridad: que no es porque
nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero a nosotros, y envió a su Hijo a ser víctima de
propiciación por nuestros pecados. Queridos, si así nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos
a otros" (I Juan 4, 7-11).

Si comprendemos así que el sacrificio de justicia contiene la obligación del amor, tocamos el
verdadero fondo del misterio cristiano.

El primero de los mandamientos nos ordena el amor, y no un amor cualquiera, "sino sobre todas las
cosas", esto es: "con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente" (Deut. 6, 5; Mat. 22, 37)...
"porque Dios es celoso" (Deut. 6, 15), es decir nos ama con celos (Sant. 4, 5), y llama "adúlteros" a los que
quieren compartir su amor con la amistad del mundo (Sant. 4, 4; I Juan 2, 15; Lúe. 16, 13).

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¿Por qué decimos que este es el fondo del misterio cristiano? Porque ese misterio es de Redención, o
sea, consiste en el acto de un gran Rico que pagó por nosotros lo que nosotros, pobres, no podíamos pagar, y
sin lo cual estábamos irremediablemente condenados al infierno.

Ahora bien, ese Rico, que lo dio todo gratis; que, siendo inocente, se dijo culpable para que nosotros,
siendo culpables, pudiésemos aparecer inocentes; que, para cumplir esa hazaña, aceptó la más dolorosa
muerte... ese Rico puso una condición para los que quisiesen aprovechar de aquel Pago que Él hacía
libremente: y esa condición consiste en que nosotros miremos a los demás, como Él nos miró a nosotros, es
decir, con esa misericordia que perdona, renunciando a exigir justicia, a fin de que Dios no nos aplique la
misma ley de justicia a lo humano, según la cual nadie se salvaría de la condenación: "Porque si vosotros
perdonáis a los hombres las ofensas, también vuestro Padre Celestial os perdonará vuestros pecados. Pero si
vosotros no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados" (Mat. 6, 14 s.).

Vemos así que el sacrificio de justicia por excelencia está en practicar la misericordia que Dios nos
manda. Tal doctrina frecuentemente expuesto en las Sagradas Escrituras (I Rey. 15, 22; Prov. 21, 3, etc.) se
halla expresada en la Profecía de Oseas con estas palabras: "Porque la misericordia es lo que Yo quiero, y no
el sacrificio; y el conocimiento de Dios, más que los holocaustos" (Os. 6, 6).

Y Jesús la confirma, citándola expresamente en Mat 9, 13.

O BEATA SOLITUDO !

Viene a nuestra mente, de un modo especial en esta hora, el recuerdo de los que sufren cautiverio o
prisión, víctimas quizá de la injusticia humana y por eso, más parecidos a Cristo. A ellos, y a todos los
cautivos que la enfermedad o el dolor retiene lejos del mundo, dedicamos especialmente este libro.

Ellos serán sin duda los que mejor lo aprovechen, gracias a que son más ricos que nadie para disponer
de ese oro del tiempo, que es la tela de que está hecha la vida.

Los que están libres, o creen estarlo en el mundo, son los menos dueños de su libertad, porque no se
vive hacia afuera, con movimientos corporales, sino hacia adentro, y en la medida en que la atención puede
vacar al espíritu.

El caso de San Ignacio, que debió a la cárcel el abrir los ojos a la luz, es tan frecuente como el de
Cervantes, que le debió El Quijote.

Del Evangelio se deduce otra consideración, que es inmensa para la felicidad de los que así sufren
cautivos, o enfermos, o hambrientos o desnudos.

¿Quién no se alegraría en su pena, al saber que el Rey había manifestado vehementes deseos de
ayudarlo? Pues bien, si yo quiero avivar mi fe y apreciar los sentimientos que Cristo me manifiesta, veré que
Él me ama con una predilección tal, que llega hasta agradecer, y sentir como hecho a Él mismo, todo cuanto
se haga en favor mío: "¿Y cuándo, Señor, te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de
beber? ¿Cuándo, pues, te vimos peregrino y te hospedamos, o desnudo y te cubrimos? Y respondiendo el
Rey le dirá: En verdad os digo: cada vez que lo hicisteis a alguno de estos hermanos míos más pequeños, me
lo hacíais a Mí" (Mat. 25).

¿Y acaso podemos pensar que ahora se dejará estar ocioso el Rey? ¿Acaso quien tanto desea nuestro
socorro, hasta mirarlo como propio, no se encargará de mandárnoslo, eligiendo a ese prójimo que debe
traerlo, o trayéndolo Él mismo en cualquier forma?

Nuestro socorro no viene de un cualquiera, sino de Aquel que hizo el cielo y la tierra: "Adjutorium
nostrum in nomine Dómine, qui fecit cælum et terram" (S. 123, 8).

162
DESCONFIAR DEL CORAZÓN

Desconfiar, pues, de ese yo enemigo que llevamos dentro, empezando por desconfiar del corazón, que
ya hemos visto nace maleado y no es sino "la carne que desea contra el espíritu" (Gal. 5, 17).

Balmes, en "El Criterio", muestra en forma amena y brillante, aun del simple punto de vista humano y
psicológico, las fallas de ese corazón traidor, que un día parece colmado de sublime generosidad, y otro día
(o al cuarto de hora) nos llevaría simplemente al odio y al crimen, y así también nos lleva a unas alegrías
locas, para sumergirnos luego en la más negra melancolía.

¿Puede haber peor consejero que éste en las pruebas del dolor? ¿Cómo, pues, no quitar a semejante
tirano el dominio de nuestra vida?

En cuanto a desconfiar de nuestra inteligencia y sabiduría, basta recordar las palabras del Salmista (S.
93, 11) que San Pablo cita e interpreta en I Cor. 3, 20: "El Señor penetra las ideas de los sabios y conoce la
vanidad de ellas".

Es notable que David se refiriera de un modo general a todos los hombres, y el Apóstol refiere la cita a
los sabios, mostrando así que ella se aplica aun a los más eminentes. Léase a este respecto los cuatro
capítulos iniciales de esa primera Epístola a los Corintios y se verá lo que él pensaba sobre este aspecto de
nuestra suficiencia.

Las citas de otros textos serían muy copiosas, por lo cual simplemente señalamos algunas a los lectores
que se interesen por ahondar en esta materia fundamental: Luc. 10, 21; S. 115, 2 citado en Rom. 3, 4; Sab. 9,
14; Is. 40, 23; Rom. 1, 22; 3, 27; Gal. 1,12; Col. 2, 8; I Tes. 5, 21; I Tim. 4,1 ss.; II Tim. 3, 1-5; I Juan 4, 1,
etc.

¿ES DIFÍCIL NEGARSE?

Pretender que el hombre pueda negarse a sí mismo mientras no desconfíe de sí mismo, es pedir un
absurdo: ¿Cómo voy a renunciar yo a lo que creo bueno?

De ahí que la humildad ha de ser reflexiva, es decir, apoyada en una convicción dogmática. La
Escritura nos brinda innumerables textos para enseñarnos esta verdad fundamental. Y por su parte, el
Magisterio infalible la tiene definida de modo categórico al señalar, contra la herejía de Pelagio, que es la de
Rousseau y de los semipelagianos, el alcance de nuestra caída original.

Porque: "de tal manera declinó y se deterioró el libre albedrío, que nadie desde entonces puede
rectamente amar a Dios, o creerle, y obrar por amor a Dios lo que es bueno sino aquel que haya sido
socorrido previamente por la gracia de la divina misericordia" (Denz. 199).

Estas admirables enseñanzas, que el mundo nos hace fácilmente olvidar, nos dan la fórmula básica
para renunciar a nosotros mismos: desconfiar.

Entonces la renuncia resulta fácil, pues vemos claramente que no hay en ello tal sacrificio, como a
primera vista parece, sino que vamos a pura ganancia.

"Maldito el hombre que confía en hombre, y se apoya en un brazo de carne", nos dice Dios por boca de
Jeremías (Jer. 17, 5). Y Jesús nos lo confirma mostrándonos que Él no se fiaba de los hombres, "porque
sabía Él mismo lo que hay dentro del hombre" (Juan 2, 24 s.). De ahí que Él nos enseñase la sencillez de la
paloma para con Dios, y la prudencia de la serpiente para con los hombres: Guardaos de ellos (Mat. 10, 17);
guardaos de los falsos profetas; lobos con piel de oveja son (Mat. 7, 15), etc.

163
Ahora bien, ¿cómo cumplir esta regla específica de desconfiar, de no poner nuestra fe en el hombre, si
no empezamos por aplicárnosla a nosotros mismos?

De aquí la gran luz sobrenatural que nos hará mucho más fácil librarnos de nuestro hombre viejo, ya
que nos persuadimos de que no perdemos gran cosa con dejarlo, antes por el contrario, vamos a pura
ventaja.

Puestos así en este terreno de la desconfianza sistemática, la abnegación de sí mismo, que tanto choca
al orgullo humano, se vuelve fácil y aún muchas veces agradable. De otra manera, no podría Jesús haber
dicho que su yugo es suave, si fuera pesado eso de negarse a sí mismo, que Él puso, según vimos, como una
condición indispensable para ser su discípulo (Mat. 16, 24).

Poco nos cuesta dejar un amigo cuando le hemos perdido la estimación. Porque, como enseña Jesús,
nuestro corazón está donde está nuestro tesoro, o sea, nos lleva hacia aquello que creemos deseable. El día
en que descubrimos que no es deseable, lo dejamos sin esfuerzo, para correr tras el nuevo amor que
preferimos.

¿No es éste, acaso, el sentido de las Parábolas de la Perla Preciosa y del Tesoro Escondido? (Mat. 13).
El que los encuentra, no se adhiere a ellos como una obligación, sino con ansia vehementísima.

¿Y QUÉ ES EL DOLOR?

El filósofo griego definía el placer como "la cesación del dolor". Hay buena partida verdad en esto, y
de ahí el gran consuelo que nos viene cuando pasan las pruebas: consuelo que tantas veces usamos para
volver al mal, como lo expresa la hermosa oración de San Agustín: "Si hieres, clamamos que nos perdones.
Si perdonas, otra vez te provocamos a que hieras."

Como el placer suele ser la cesación del dolor, así también nuestros dolores suelen no ser sino el cese
de placeres que antes gozábamos, y de los cuales quizás hacíamos poco caso, por aquello de que el bien no
se conoce hasta que se lo pierde.

¿Qué no daríamos por recuperar un ojo, un brazo, una pierna perdidos, nosotros que ahora los
disfrutamos como cosa normal y sin soñar que con esa salud poseemos una riqueza superior a todo otro bien
temporal?

Todas éstas son simples verdades naturales.

Si nos elevamos al orden sobrenatural que es la única realidad para el cristiano, veremos que (fuera del
dolor físico, en el cual ni siquiera Job fue tentado sobre sus fuerzas) el mal moral no existe sino en el
pecado. El sabio aforismo popular: "No hay mal que por bien no venga", no es sino la expresión de lo que
para el cristiano constituye una verdad de fe: que Dios, siendo bueno, todopoderoso y amante de los
hombres, no puede admitir nada que no sea para nuestro bien, aunque nuestra ignorancia sea incapaz de
verlo.

Aquel que, siendo nosotros sus enemigos, fue capaz de darnos su Hijo único, ¿cómo podría, dice San
Pablo, dejar de darnos con Él todos los bienes? (véase Rom. 5, 8 s.; 8, 32).

Si no creemos en esto, negamos la fe y a nadie podemos culpar más que a nosotros mismos, del
desconsuelo en que vivimos.

¿PUEDE DIOS SER UN IMPOSTOR?

¿Qué diríamos si alguien formulara tal acusación contra Dios Padre, y contra su Hijo Jesucristo, y aun
afirmara que no hay en el mundo impostores más grandes que ellos?
164
Meditemos esto: Cuando alguien no está muy dispuesto a cumplir, se mide en el prometer, a menos
que sea hombre falso y se proponga engañar. Frente a esta verdad, consideremos el grado sin límites a que
llegan las promesas de Jesús, en nombre de su Padre. Él, que tilda a Pedro de ser muy prometedor (porque se
atreve a prometerle que no le negaría y vemos que lo negó) no vacila en prometer por su parte, hasta
hacernos dejar, por ejemplo, la más elemental preocupación de lo porvenir, queriendo que no pensemos en
el mañana, porque de ello cuida el divino Padre que alimenta a los pájaros muy inferiores al hombre.

Pensemos ¿qué nombre merecería un amigo que nos apartase de toda medida de previsión,
prometiéndonos su ayuda, y luego nos la negase? ¡Qué especie de falsía y maldad tan refinada!

Pues tales son, y muchas más, las promesas que Jesús nos hizo hace veinte siglos en su Evangelio.
¡Qué fama tendría si hubiese fallado en ellas...! Y vemos, cosa singular, que quienes se han atenido a esas
promesas, jugándose el todo por el todo —es decir, los que más desengañados debían sentirse por haber sido
crédulos— son precisamente los que proclaman la indefectible, la superabundante fidelidad de su
cumplimiento: "Oh Dios mío, habéis sobrepujado cuanto yo esperaba", exclama Teresa de Lisieux.

Y David, desde el Antiguo Testamento, pone una y mil veces en boca de Israel palabras como éstas:
"En medio de la tribulación invoqué al Señor; y otorgóme el Señor libertad y anchura...

Voces de júbilo y de salvación se oyen en las moradas de los justos. La diestra del Señor hizo proezas;
la diestra del Señor me ha exaltado, triunfó la diestra del Señor.

No moriré, sino que viviré; y publicaré las obras del Señor. Castigado me ha el Señor severamente;
mas no me ha entregado a la muerte... Te canto himnos de gratitud, por haberme oído, y sido mi salvador
(Salmo 117, 5. 15-18. 21).

¿TENEMOS ALGÚN DERECHO NATURAL?

Después de tantas meditaciones como llevamos hechas sobre los distintos aspectos del misterio del
dolor, vayamos finalmente al fondo del problema, para aplicarnos plenamente las enseñanzas que el libro de
Job nos da a través de toda la Escritura.

Hemos-visto ya la necesidad que tenemos de ser probados, seamos justos o pecadores; hemos visto que
no estamos entre aquéllos sino entre éstos; hemos reconocido que todo en nuestra naturaleza está
fuertemente inclinado al mal, desde que Satanás adquirió dominio sobre ella. Y hemos visto, por otra parte,
la bondad paternal de Dios, las ventajas de las pruebas que Él permite para nosotros, el sostén y los
consuelos que fielmente nos promete, y la sublimidad de nuestra bienaventurada esperanza.

Veamos ahora, después de tantas luces: Si alguien, que fuese elegido como Job para grandes pruebas,
no quisiera reflexionar ni aceptar ninguna de las dulces e infinitas verdades que hemos contemplado, ¿le
asistiría acaso algún derecho a la rebeldía, desde cualquier punto de vista en que quisiera colocarse?

Pensemos, por ejemplo, en esos lamentables oradores que en el sepelio de un amigo se quejan contra la
injusticia de Dios o del destino, después de haber hecho profesión de ateísmo.

Si no existe tal Dios, ¿hay nada más absurdo que desatarse contra lo que no existe, sólo por hacer un
desahogo irracional de nuestra ira?

Y si existe ese Dios infinito, que por definición tiene que ser tan superior a nosotros, ¿no es grotesco
querer pedirle cuenta de lo que Él hace?

Tal es el argumento que Dios formula a Job, cuando irónicamente se presenta Él mismo como un
colegial, e interroga a Job, como si éste fuera su maestro, y le dice: "Yo te preguntaré y tú respóndeme:
165
¿dónde estabas tú cuando Yo echaba los cimientos de la tierra? Dímelo, ya que tanto sabes..." (Job 38, 3 s.).
Véase también Job 23, 15 y 27, 2, con las notas respectivas.

Quiere decir, pues, en primer lugar, y según el orden natural, que hemos aparecido en el mundo por
obra de una voluntad y de una fuerza totalmente ajenas a nosotros mismos, sin que se nos pidiese para ello
ni nuestra colaboración, ni siquiera nuestro propio consentimiento.

¿Puede haber algo más contundente para situarnos en nuestra modestísima posición de creaturas?
"Polvo eres y al polvo volverás" (Gen. 3, 19), nos repite la Iglesia. Y San Bernardo nos ayuda con este
vigoroso tríptico: "¿Qué fui? Semen putridum. ¿Qué soy? Saccus stercorum. ¿Qué seré? Cibus vermium."

Ante estas saludables verdades naturales, y si hemos de prescindir de la fe y del amor, cualquiera
puede comprender la razón terminante de San Pablo cuando nos dice: "Oh hombre, ¿quién eres tú para
reconvenir a Dios? ¿Acaso un vaso de barro dice al que lo labró: Por qué me has hecho así? (Rom. 9, 20;
Jer. 18, 6).

¿TENEMOS ALGÚN
DERECHO SOBRENATURAL?

Si pasando ahora al orden del espíritu, nos preguntamos: ¿qué derecho puede tener el hombre a la
rebeldía contra su Creador?, nos encontramos con que ya fue rebelde, desde el principio.

Entonces Dios, no pudiendo pedirle una reparación, porque el hombre es del todo insolvente y
miserable, le anunció desde el Protoevangelio (Gen. 3, 15), lo que luego sería la Encarnación redentora, esto
es, lisa y llanamente, que Él resolvía en un prodigio de misericordia, consumar —por decirlo así— una
injusticia gigantesca, condenar a un inocente en lugar de los culpables y, como dice San Agustín, por salvar
al siervo, entregó al Hijo, que para ello se le ofrecía desde la eternidad, diciéndole: "Tú no querías sacrificios
ni oblaciones... Tampoco pedías holocausto ni víctima por el pecado. Yo dije entonces: He aquí yo vengo..."
(S. 39, 7 s.)

El Hijo inocente asumió un día la naturaleza humana y cumplió con plenitud sin límites esa oblación
reparadora, que le costó la vida y toda su Sangre. Como dice el Apóstol: "Se anonadó a sí mismo tomando la
forma de siervo; se hizo semejante a los hombres y se redujo a la condición de hombre. Se humilló a sí
mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz" (Filip. 2, 7-8).

Conquistó así los méritos infinitos con los cuales pagó por nosotros "lo que no había robado" (S. 68,
5).

Sólo por este Sacrificio inmenso, pudo la humanidad culpable librarse de correr la misma suerte que
Satanás y los Ángeles rebeldes.

EL PRIVILEGIO DE LOS QUE SUFREN

Y ahora, frente a esta situación, frente al Crucifijo, que es como una fotografía tomada para perpetuar
en nuestro recuerdo la realidad eterna de esa Sangre, que sigue goteando y lavándonos constantemente, tú
me dirás, querido lector, si podemos tener algún derecho para rebelarnos, en vez de buscar con ansia el
modo de agradecer al Padre que nos dio su Hijo y al Hijo que nos dio su vida.

Agradecerle, no con favores que no necesitan, sino con lo único que Jesús nos pide de parte de su
Padre, según lo sintetiza San Juan: "Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y nos amemos unos a
otros, como Él nos mandó" (I Juan 3, 23).

He aquí el privilegio de los que sufren: poder realizar mejor que nadie este doble programa divino:

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a) La alabanza al Padre de los cielos, que consiste ante todo en una fe viva en la bondad con que nos
dio al Hijo, y una confianza sin límites en los méritos de este Salvador que extendió a todos el amor con que
el Padre le ama a Él, "a fin de que el amor con que me amaste, en ellos esté y Yo en ellos" (Juan 17, 26).

Esta fe viva es té que nos lleva al amor (Gal. 5, 6), es decir, ante todo a cumplir el supremo
mandamiento de amor a Dios sobre todas las cosas, en correspondencia a ese inmenso amor que Él nos tiene
y que Él mismo pone en nuestros corazones para hacernos capaces de amarlo, según enseña San Pablo en
Rom. 5, 5. De esta manera la fe nos hace unirnos con Cristo que es el gran Maestro y Modelo de amor al
Padre, y esta unión a Jesús es tan íntima, que nos hace verdaderos miembros vivos de su Cuerpo Místico.

La unión con Cristo nuestro hermano que con la gran familia de los creyentes, unida en el mismo
Espíritu, forma un solo Cuerpo, el Cuerpo Místico, del cual Él es la cabeza y nosotros los miembros. ¿Es
acaso atrevido decir que en esta unión mística hay participantes privilegiados?

Éstos son precisamente aquellos que sufren con Él. Porque "si padecemos, reinaremos también con Él
(II Tim. 2, 12). "Dios ha puesto tal orden en todo el cuerpo, que se honra más lo que de suyo menos honor
tiene" (II Cor. 12, 24).

b) De tal actitud para con Dios procederá nuestra capacidad para la imitación del amor divino en
nuestra actitud con el prójimo; actitud ante todo interior de perdón para los que nos hacen sufrir, de
tolerancia, de benevolencia, aun para con nuestros enemigos.

Esa disposición interior es la que nos dará el ánimo para las demás obras buenas; "que Dios ha
preparado para que nos ejercitemos en ellas" (Ef 2, 10), siendo también Él quien nos da para ellas "no sólo el
querer sino también el ejecutar" (Fil. 2, 13).

EL SANTO ABANDONO

El santo abandono o la santa indiferencia no es otra cosa que "el ejercicio perfecto de las tres virtudes
teologales: fe, esperanza y caridad, juntas en una" (Garrigou-Lagrange), es el dejarse guiar por la divina
Providencia, abandonando los propios juicios y deseos. Se puede discutir si Job al principio se elevó a esta
cumbre de la doctrina cristiana, donde está el secreto de la alegría espiritual que Jesús nos expuso en el
Sermón de la Montaña.

Vemos, sin embargo, que las últimas palabras que Job pronuncia ante la Majestad de Dios, encierran la
entrega completa en manos de la Providencia, en un acto supremo de contrición y de confianza (Job 42, 1-
6).

Hay que hacer abandono de sí mismo con ese espíritu de fe que cree con S. Pablo "que todas las cosas
contribuyen al bien de los que aman a Dios" (Rom. 8, 28). El Apóstol de los Gentiles no se cansa de pintar
como modelo al Patriarca Abrahán, el cual, "habiendo esperado contra la esperanza, creyó que vendría a ser
padre de muchas generaciones" (Rom. 4, 18), a pesar de no tener hijo, porque "consideraba dentro de sí
mismo que Dios podría resucitarlo después de muerto" (Heb. 11, 19), para cumplir la promesa de que de él
saldría numerosa descendencia.

El abandono es, pues, fe y confianza; es confianza filial en el amor del Padre, del cual "viene toda
dádiva preciosa y todo don perfecto" (Sant. 1, 17); es fe solidísima que cree posible hasta las cosas
increíbles; es la esperanza que espera lo imposible sin quejarse nunca, aunque nos parezca que no se cumple
lo que esperábamos.

"Nuestro Señor ama con extremada ternura, dice San Francisco de Sales, a aquellos que cifran su dicha
en abandonarse totalmente a su cuidado paternal, dejándose gobernar por la divina Providencia, sin pararse a
considerar si los efectos de esta Providencia les serán útiles y provechosos o perjudiciales; guíales la certeza

167
que tienen de que nada les ha de enviar este divino y amabilísimo Corazón, ni cosa alguna permitir que les
suceda, que no sea para utilidad y provecho de sus almas, con sólo que pongan en Él toda su confianza."

El Salmo 22, cuya lectura y constante repetición recomendamos como un remedio a todos los que
sufren, es una expresión perfecta de este espíritu de abandono: El Señor es mi pastor; nada me faltará. El me
coloca en lugar de pastos; me conduce a las aguas reconfortantes; hace revivir mi alma, me guía por los
senderos de la justicia, para gloria de su nombre. Así, aunque caminase yo en tinieblas de muerte, ningún
mal temeré, porque Tú estás conmigo; tu vara y tu báculo son mi consuelo.

EL YUGO DEL MIEDO

La ordinaria condición de los mortales nos pinta el hijo de Sirac en el divino Libro del "Eclesiástico"
con estas palabras: "Una molestia grande es innata a todos los hombres y un pesado yugo abruma a los hijos
de Adán, desde el día en que salen del vientre materno, hasta el día de su entierro en el seno de la común
madre" (Ecli. 40, 1).

El miedo es la característica de ese estado de naturaleza caída en que nos encontramos normalmente.
No se trata del miedo excepcional, característico de la mala conciencia que, como dice Moisés, huye sin que
nadie persiga (Lev. 26, 17), y, como dice David, tiembla de terror donde no hay motivo (Salmo 52, 6). Se
trata del miedo en su acepción más lata, y de él poseemos una definición admirable que nos da el Sabio del
Antiguo Testamento.

El libro de la Sabiduría, según la Vulgata, nos dice que "no es otra cosa el miedo sino el pensar que
uno está destituido de todo auxilio" (Sab. 17, 17). El texto griego (v. 12) define el miedo como "el abandono
de los recursos que nos daría la reflexión", cosa que, según sabemos, puede llegar hasta el terror pánico que
casi enloquece.

En contraste con tal situación de ánimo, el Salmista nos muestra, como propia del justo, esta
característica: "No temerá las malas noticias".

Y agrega que su corazón es inconmovible y no temblará ante sus enemigos, antes bien los despreciará
hasta que los vea abatidos (Salmo 111).

A este respecto, el Salmo 36 de David ofrece una gran luz, que se aclara aún más si consultamos el
original hebreo. En efecto, se nos exhorta a no envidiar a los que obran la iniquidad (Noli æmulari in
malignantibus), aunque nos parezca que los vemos triunfar, porque pronto se marchitarán y secarán como el
heno. Y el hebreo precisa más el concepto, diciendo: "No te acalores a causa de los malos".

Y lo mismo más adelante (v. 8), en lugar de: "no quieras ser émulo en hacer el mal", el hebreo dice:
"No te irrites, pues sería para mal". De ahí que S. Isidoro de Sevilla recomiende la lectura y meditación de
este Salmo como medicina contra las murmuraciones y contra las inquietudes del alma.

Muchos otros Salmos, p. ej. el 48, y especialmente el 72, explican igualmente el problema del mal que
se impone y de la prosperidad que suele gozar el malvado, para enseñarnos a no turbarnos y a no temer. Por
lo que hace a esta actitud valiente del sabio frente al mal, y aún a la persecución propia, puede verse muchas
otras sentencias —cuya exposición aquí nos llevaría muy lejos— en los Salmos 3, 7; 22, 4; 26, 1; 55, 5; 117,
6; Mat. 10, 28; Rom. 8, 31, etc.

EL CAUTIVO DEL PECADO

Miremos también el caso del pecador, que nos presenta el Salmo 31. Primero, la dramática descripción
del infierno de los remordimientos, para el que no quiere confesarse culpable: "Mientras callé, se
consumieron mis huesos; mi gemir era continuo. Porque día y noche me hiciste sentir tu pesada mano.
Revolcábame en mi miseria, mientras tenía clavada la espina" (S. 31, 3-4).
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Luego se ve que la cirugía del dolor ha cortado la pústula y hecho salir el pus que nos ahogaba: "Te
manifesté mi delito y no oculté mi injusticia. Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor la injusticia mía"
(v. 5).

Es la vuelta del hijo pródigo, que se decide a ir al padre y decirle que ha pecado, y confesarle su
indignidad, no esperando ya nada de la propia justicia, sino todo de la misericordia paterna.

Ésta no se hace esperar ni un instante, y el pecador concluye lleno de gozo: "Y Tú perdonaste la
malicia de mi pecado... Tú eres mi asilo... ¡Tú, oh alegría mía!" (v. 5 ss.).

Y en adelante: "Yo te daré inteligencia" (v. 8), dice Dios, consolando al penitente.

Esto también es fundamental. Así como nada podemos en el orden de la conducta si no es por el
auxilio gratuito de Dios que se nos anticipa y nos acompaña hasta el fin, así nada podemos en el orden de la
inteligencia, sin su previa iluminación. De otra suerte el hombre se haría semejante "al caballo y al mulo,
que no tienen entendimiento" (v. 9), porque, como observa S. Agustín, "cuando el hombre descuida en sí
mismo esto que lo hace superior a los animales, destruye, deturpa y borra la imagen de Dios".

Agreguemos aquí una sugerencia que se refiere a la felicidad interior del pecador arrepentido.

Consiste en la paz inconmovible de la conciencia, este don precioso que el Padre Celestial regala a los
que en Él confían. Si ves que has sido fiel, sábete que es don de Dios esa fidelidad que te llena de gozo. Por
lo cual no te gloríes. "Después que hubiereis hecho todas las cosas que se os han mandado (por Dios), habéis
de decir: siervos inútiles somos" (Lc. 17, 10).

Si ves que has sido infiel, y estás de ello pesaroso, también es don de Dios esa contrición que te pone
tan cerca de Él como cuando eras fiel, y aun más, porque el corazón contrito es el sacrificio grato a Dios
(Salmo 50).

De ahí el extraordinario amor del Padre al hijo pródigo que se arrepiente (Luc. 15,11 ss.).

La felicidad interior nace, como hemos visto, de la paz, tantas veces prometida a los hombres de buena
voluntad (Lc. 2, 14); de aquella paz que Jesús deseaba y comunicaba al saludar a todos invariablemente con
la fórmula: "La paz sea con vosotros"; o al empezar el mayor de sus discursos (Juan caps. 14-16), diciendo:
"No se turbe vuestro corazón" (Juan 14, 1). Esa paz es el supremo anhelo de Cristo, al despedirse de sus
discípulos: "La paz os dejo, la paz mía os doy; no os la doy Yo como la da el mundo. No se turbe vuestro
corazón ni se acobarde" (Juan 14, 27).

¿IMPOTENTES?

¿Impotentes? Ciertamente si Dios lo quiere así. ¿Hay abnegación más grande que ésta? Mucho más
cuesta la inacción que las obras porque en éstas desahogamos los deseos del corazón.

El sumo ejemplo es el de Jesús —Verbo por quien fueron hechas todas las cosas (Juan 1, 13)—
reducido a la inmovilidad de pies y manos en la Cruz. Pasión es pasividad.

Y en seguida viene el ejemplo de María, la Virgen Sapientísima, que vivió en el silencio. Prefiere
sufrir la sospecha y la infamia antes de descubrir el misterio de la Encarnación realizado en Ella (Mat. 1,
19). ¿Qué no habría podido escribir Ella? ¿Qué verdades y luces de oración no habría podido gritar a la
humanidad?

169
Lo hizo una sola vez en el Magníficat, y fue precisamente para enseñar esa pequeñez que fue su virtud
más propia, repitiendo en cada verso como si no tuviera otra cosa que decir, esa misma gran paradoja de que
Dios da grandeza a los que no la tienen y la quita a los que creen tenerla.

Fuera de esto, María se abstuvo de defender a su Hijo. No se sintió abogada del Verbo Eterno, ni creyó
que podía hacer favores a Dios, como dice Job a sus amigos; sólo sabemos que hizo favores al prójimo,
cuando Dios se los puso por delante: en la Visitación y en Cana.

Refiere la vidente Catalina Emmerich que María presenció aquellos azotes de Jesús (los cuales, según
dice la vidente, eran tan innumerables, que el Padre tuvo entonces que conservarle milagrosamente la vida).
Uno de los sayones que destrozaban las carnes divinas de Cristo, apercibió allí cerca a la Madre del "Reo" y,
al mismo tiempo que la señalaba a la atención de sus colegas como un objeto pintoresco que aumentaba el
interés de la escena, juzgó prudente darle una lección moral y le dijo: "Si hubieras educado mejor a tu hijo,
no lo verías ahora en este trance..."

Y María no dijo nada. ¿Creemos acaso que no sintió el ansia de explicarlo todo, de protestar, de aclarar
el monstruoso error? "Silui a bonis" dice el Salmista (S. 38, 3): Callé aun lo bueno que habría podido decir.
Esto sí que es fe y obediencia y reconocimiento de que Dios es poderoso para disponerlo y solucionarlo todo
—como entonces lo hizo para sacrificar al Redentor— aunque no podamos intervenir nosotros.

También calló María al pie de la Cruz, donde parecía evidente que el Ángel la había engañado al
prometerle que ese Hijo, allí moribundo, iba a sentarse sobre el trono de David su padre y a reinar
eternamente sobre la casa de Jacob (Lc. 1, 32-33). Y que también la había engañado Simeón, al decirle que
Él sería luz para las naciones y gloria para ese pueblo (Lc. 2, 31-32) que así rechazaba su realeza y no dejaba
de ella sino el cartel irónico: "Este es el Rey de los Judíos" (Marc. 15, 26).

Pero María calló y no hizo nada. Como Abrahán, el padre de la fe (Rom. 4,11).

¿FRACASADOS?

He aquí una palabra que suena muy amarga.

¡Error profundo! Es porque miramos con ojos mundanos.

Jesús nos enseña a no juzgar según lo que aparece, sino con "un justo juicio" (Juan 7, 24) que no puede
ser sino el que se aprende en el Evangelio, donde Él mismo, Maestro y Modelo, se nos presenta como signo
de contradicción (Luc. 2, 34).

Más, aún, como ejemplo de fracaso. De sumo fracaso, como que, después de empezar en un establo, y
no obstante sus hazañas de sabiduría, de milagrosa omnipotencia, de amor y de bondad, terminó rechazado y
condenado a muerte como criminal.

Y por eso mismo dice San Pablo, "Dios (el Padre) le ensalzó y le dio un Nombre que está sobre todo
nombre" (Filip. 2, 9).

Hay más todavía: también en adelante será Jesús un "fracasado"; pues Él advierte muchas veces a sus
discípulos que padecerán persecuciones, y anuncia que aun al final, cuando Él vuelva, en lugar de verlos
triunfantes, siquiera entonces, será todo lo contrario, no habrá fe en la tierra (Luc. 18, 8); se habrá impuesto
la apostasía y el Anticristo (Mat. 24; II Tes. 2, 3) y Él tendrá que venir, dice el Salmo 109, en el día de su ira
a destrozar a los reyes, a llenarlo todo de ruinas, a estrellar las cabezas de muchos por el suelo. Y el Salmo
2: a regirlos con vara de hierro y desmenuzarlos como vaso de alfarero. Y el Salmo 149: a poner en manos
de los santos espadas de dos filos para ejecutar la venganza en las naciones y castigar a los pueblos; para
aprisionar con grillos a sus magnates; para ejecutar en ellos el juicio decretado, etcétera. (Véase Apoc. 1, 16;
19, 15; 20, 4; 2, 27; 6, 10.).
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Entonces sí terminará el "fracaso" de Cristo y de su Cuerpo Místico. El citado Salmo 109 concluye, lo
mismo que hallamos en San Pablo: por el camino bebió agua del torrente. Por eso levanta erguida su cabeza.

¿Y nosotros? ¿Fracasados? No, vive Dios, sino sometidos y con gozo a la ley que Cristo siguió y
enseñó, según la cual si la semilla caída en tierra no se pudre y muere, queda sola y sin fruto (Juan 12, 24).

Los aplausos no son deseables, ni aceptables, puesto que Jesús los destina para los falsos profetas (Luc.
6, 26).

El triunfo es siempre al final, como lo expresa el proverbio, pero mucho mejor la Sagrada Escritura:
"Llorando iban cuando echaban la semilla. Pero ahora vienen exultantes de gozo, trayendo las gavillas"
(Salmo 125, 6).

He ahí la prueba del cristiano: esperar la cosecha. La naturaleza, dice Jesús, nos da el ejemplo con la
semilla que al principio parecía perdida entre la tierra y luego brota sola, sin necesidad de nosotros (Marc. 4,
26-29). Y también declara Jesús la verdad del proverbio hebreo que dice: "Uno es el que siembra y otro el
que recoge" (Juan 4, 37).

Si no vemos el fruto, tanto mejor; pues eso sí que se llama vivir de fe y negarse a sí mismo, o sea tener
el sello más auténtico de los que son de Cristo. ¿Acaso otros no lo hacen por un simple ideal humano,
industrial o científico?

¡Esperar! La vid parece un palo seco en invierno, y nos da ganas de quitarla por fea e inútil. Pero el
que sabe la vida escondida que hay en ella, espera, y un día la halla verde, y otro día cargada de racimos.

La corona está prometida al que cree hasta la muerte, es decir, aunque le cueste la vida (Apoc. 2, 10).
San Pablo promete la corona "a los que aman su Venida" (II Tim. 4, 8), esto es, a los creyentes que lo
esperan con gozo porque saben que todos los bienes nos vendrán con Él.

¡Fracasados! Así nos dirá el mundo y aun quizás algunos de nuestros amigos, como los de Job.

Fracasados no; vive Cristo, "vive mi Redentor", decía Job (19, 25). Triunfantes, pero solamente con
Aquel que es nuestra vida. No queremos triunfar solos mientras Él es rechazado, mientras nuestros
hermanos son enviados "como ovejas al matadero", sino cuando triunfe con Él la Santa Iglesia.

¡Dichosos los convidados a la cena de las Bodas del Cordero! (Apoc. 19, 9).

EL HOMBRE FELIZ...

Sabida, aunque harto olvidada, es la enseñanza de aquella célebre parábola según la cual, después de
mucho buscar, se descubrió un solo hombre feliz en el mundo; y al querer llevar su camisa para curar la
misteriosa enfermedad de un gran rey, como lo habían recetado los astrólogos, se halló que aquel hombre,
pacífico habitante del desierto... no tenía camisa, ni la necesitaba para ser feliz, en tanto que el monarca
languidecía de dolor en medio de su opulencia.

"No depende la vida del hombre de la abundancia de sus recursos", nos dice Jesucristo para
precavernos de la avaricia (Lucas 12, 15). Y poco después añade que nadie es capaz siquiera de añadir un
codo a su propia estatura (ibid., vers. 25).

Todo el que tiene alguna experiencia ha comprobado mil veces esta verdad. Ya los paganos la habían
visto, y decía uno de ellos, recomendando la sobriedad: "Si quieres ser rico, no aumentes tus bienes;
disminuye tus necesidades." Horacio encomia la beatitud del que vive alejado del mundo "procul negotiis".

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Virgilio, como luego lo haría Fray Luis de León, celebra la vida simple y retirada de aquel que "cultiva
los dioses agrestes".

Y otro verso ingenioso y profundo, dice: "¡Oh cuan felices serían los agricultores si supieran lo felices
que son!" "O fortunatos nimium, sua si bona norint, agrícolas!" (Virgilio, Georg. II, 458).

A este respecto, nada más elocuente que el Salmo 54, donde David, hastiado del mundo que reina en la
ciudad llena de iniquidad y de discordia, suspira por esa soledad donde Dios nos habla al corazón (Os. 2,
14), y exclama: "¡Quién me diera alas como a la paloma, para echar a volar y hallar reposo!" (Salmo 54, 7).

Queda, pues, como cosa bien averiguada, ese carácter subjetivo de la felicidad, no sólo porque ella
depende del corazón, y no de lo que se posee, sino también en cuanto es verdad que "todo es según el color
del cristal con que se mira", y mientras los unos se quejan por no disfrutar los placeres con que los seduce la
ciudad, los otros —los-más sabios— ansían librarse de ella. Y vemos también cuan precario es el goce de
los que parecen gozar, al punto de que ellos mismos suelen ignorar que gozan, y aun a veces se lamentan de
su hartura como aquellos que fundaron, según Oscar Wilde, el "Club of the tired hedonists" (Club de
hedonistas cansados).

No terminaremos este capítulo sin subir más alto, al terreno de la plena verdad sobrenatural, que es el
objeto de nuestro libro. En un escritor católico piadoso y valiente, que dijo muchas verdades, hallamos una
amarga expresión, fruto, sin duda, de un momento de pesimismo en que creyó ver como verdad de doctrina
lo que no era sino impresión subjetiva de su ánimo abatido. "Cuando uno goza, dice él, siempre hay otro que
paga."

No puede aceptarse como principio de la economía cristiana del universo, semejante "malthusianismo"
espiritual que parece revelar una mezquina idea de Dios, como si Él necesitara quitar a unos lo que da a
otros; o, lo que es peor, como si los méritos de la Sangre de Cristo no alcanzasen para todos, siendo así que
basta una sola gota de esa Sangre divina, como dice Santo Tomás, para redimir de todas sus iniquidades al
mundo entero.

No se trata, pues, de que paguen justos por pecadores, sino que "el alma que pecare, ésa morirá" (Ez.
18, 4 y 20). Lo cual no impide en manera alguna esa maravillosa solidaridad y comunicación de bienes
espirituales que existe entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, según el dogma bellísimo llamado
de la Comunión de los Santos.

En el Evangelio es, donde —como siempre— hallamos la solución de este punto, releyendo la
Parábola del rico epulón y el mendigo Lázaro (Luc. 16,19-31). Para entenderla bien, conviene recurrir al
texto original griego, que en la edición del P. A. Merk S. J., reza así (v. 25): "Hijo, acuérdate de que has
recibido tus bienes durante tu vida, y Lázaro de igual manera los males. Ahora él es consolado aquí, y tú
sufres." Entonces recordamos la expresión igual que Jesús repite por tres veces en el Sermón de la Montaña
(Mateo 6, 2, 5 y 16) para enseñar que los que son honrados de los hombres por sus limosnas, sus oraciones o
sus ayunos, ya tienen con ello su recompensa. Es decir: esa recompensa que ellos buscaron, esos bienes en
que pusieron el corazón, ya les fueron dados; no tienen, pues, nada que esperar de la otra vida.

¡Felices, pues, los Lázaros, que aquí reciben el lote de sus males, como el santo Job! Han recorrido el
mal camino, y ya no les quedará sino el reposo sin término en el seno de aquel Padre que es mayor que
Abrahán.

ALEGRÍA Y JÚBILO

"El cristianismo ha sido el primero en ofrecer al mundo el ejemplo de un dolor alegre y jubiloso. En
los conmovedores himnos de júbilo, inspirados por el dolor, no hay una nota falsa ni disonante, ni un ruido
que indique excitación morbosa, ni irritación de nervios, ni fanfarronería; son notas claras y limpias, como
de campanas, dadas por almas humildes, sanas y nobles" (Mons. Keppler).
172
Hemos de cuidarnos, sin embargo, de no deformar la doctrina afirmando que el cristiano tenga que
buscar una vida de dolor. La suprema lección en esta materia está en que el mismo Jesús nunca pidió al
Padre que le diera o aumentara dolores, sino al contrario que lo librara de ellos, salvo siempre la voluntad
paterna.

A este respecto remitimos al lector a nuestro comentario sobre los Salmos 21 y 68, que son los más
directamente vinculados con la Pasión de Cristo, y principalmente el versículo 21 de este último Salmo,
donde Jesús ora a su Padre y le reclama auxilio de una manera tan apremiante que llega hasta decirle (según
el texto hebreo): "Estoy titubeando."

No menos significativo es el hecho de que Jesús jamás anunciara a sus discípulos enfermedades o
indigencias, pero sí, la persecución y el rechazo de parte del mundo. Una es la gran prueba del cristiano; una
es la cruz que él tendrá que llevar en seguimiento del divino Modelo: la persecución, esa misma persecución
en cuya virtud el Hijo de Dios fue reprobado por las autoridades religiosa y civil de su pueblo y contado
entre los malhechores (Marc. 15, 28), como lo tenía vaticinado el Profeta ocho siglos antes (Is. 53, 12).

Pero las persecuciones que padecemos son otras tantas notas en el himno de alegría que han de entonar
los discípulos de Cristo en medio de la tribulación, recordando la voz del Maestro que les promete:
"Dichosos seréis cuando os maldijeren y persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros, mintiendo por
razón de Mí: gozaos y exultad, porque mucha es vuestra recompensa en los cielos. Porque así persiguieron a
los Profetas que fueron antes que vosotros (Mat. 5, 11 s.).

Comprendemos entonces que es el eco de esta divina voz el que resuena en San Pablo, cuando nos
cuenta sus propias persecuciones (II Cor. 11, 19 ss.); cuando nos muestra que el destino de los verdaderos
apóstoles es ser tratados "como la basura del mundo" (I Cor. 4, 13), y cuando, a pesar de todo, nos dice:
"estoy inundado de consuelo, reboso de gozo en toda mi tribulación" (II Cor. 7, 4).

Tan lejos está nuestra doctrina de ser "una derrota al pie del Crucifijo", como impíamente la llamó un
escritor francés (Romain Rolland), que el mismo Dios nos da, como un escudo, estas palabras del Espíritu
Santo: "La alegría del corazón, ésta es la vida del hombre y un tesoro inexhausto de santidad" (Ecli. 30, 23).

La prueba terminante de lo que decimos, está en la solemne declaración con que Jesús nos asegura que
el Padre nos dará "por añadidura" todos los bienes a los que busquemos su Reino (Mat. 6, 33), que es
"justicia, paz y gozo del Espíritu Santo" (Rom. 14, 17).

"¡OH, PROFUNDIDAD...!"
(Rom. 11, 33.)

El que se sorprendiese del misterio del dolor y de la necesidad de una prueba para nuestra naturaleza
caída, misterio que es uno solo, como antes hemos visto, con el misterio del pecado y de la muerte, puede
consolarse viendo otro misterio semejante, pero infinitamente mayor, que no se nos aplica a nosotros sino al
Hijo Unigénito de Dios, el cual no sólo fue el Santo, sino la fuente de toda santidad: "¿Por ventura no era
conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas, y entrase así en su gloria?" (Lúe. 24, 26).

Es este el misterio de los misterios, en el cual y por el cual todos los problemas de la humanidad se
esclarecen primero, y luego se solucionan, según veremos en seguida.

JESÚS LO EXPLICA TODO

Dios, el Padre, quiso que su Hijo, Verbo Eterno, fuese también hombre como nosotros, participando de
nuestra naturaleza humana a fin de que nosotros participemos de su naturaleza divina. Así lo enseña San
Pedro (II Pedro 1, 4), y lo recuerda cada día la Iglesia al poner en el cáliz la gota de agua que representa al

173
linaje humano, para que se confunda con la Sangre de Cristo, pidiendo que por la virtud de ese misterio
"seamos partícipes de la Divinidad de Aquel que se dignó participar de nuestra humanidad".

Bien parece que habría bastado tal humanización del Hijo de Dios para llenarnos de reconocimiento, y
que el Padre podría soberanamente haber glorificado a la Humanidad Santísima de su amado Hijo con
aquella gloria que en Él tuvo como Verbo antes que el mundo fuese (Juan 17, 5), sin necesidad de exigirle
otra condición.

Sin embargo, ya lo hemos visto: Era conveniente que Cristo padeciese antes de entrar en su gloria.
Tenemos ya aquí un primer pensamiento de grandeza abismante. Si el Hijo, que era dueño de todo lo del
Padre, pagó tan cara su glorificación como Hombre, ¿podría nadie admirarse de que nosotros, culpables y
sin derecho alguno, hayamos de pasar por la tribulación, infinitamente menor que la suya, ya que hemos de
ser sus co-herederos en aquella misma divina herencia?

Si, partiendo de este primer pensamiento, seguimos contemplando a Cristo, nos encontramos con que
Él fue el Cordero de Dios que cargó con todos los pecados del mundo; que después de nacer entre animales,
porque no le dieron lugar entre los hombres, fue declarado blanco de la contradicción; que no tuvo una
piedra donde reposar su cabeza; que Él mismo dijo: "Yo estoy entre vosotros como un sirviente" (Lc. 22,
27); que aunque "todo lo hizo bien" y "pasó haciendo el bien", rechazaron su Verdad y reprobaron su
Persona, cumpliéndose en Él lo que había dicho David: "Me odiaron sin motivo"; que, en fin, para poder
"restituir lo que no había robado" (Salmo 68,5), fue "contado entre los malhechores" (Is. 53, 12), hasta sufrir
una Pasión sin medida y sin consuelo, y morir renegado por sus amigos y abandonado por todos.

He aquí por qué dijimos que el Misterio de Jesús lo explica todo. El brevísimo cuadro que precede es
el espejo en que hemos de mirar cada vez que nos atormente la duda. En él se explica todo lo que de suyo es
inexplicable.

JESÚS TODO LO REMEDIA

Jesús, con lo que Él sufrió siendo quien era, nos hace comprender por qué sufrimos, frente al misterio
del pecado, del dolor y de la muerte, que reinan en este mundo por obra de Satanás, a quien Él llamó
príncipe de este mundo.

Ahora bien, Jesús no vino para contagiarnos sus dolores, sino precisamente para vencer a esos
enemigos nuestros. Él es el vencedor del pecado, de Satanás y de la muerte (Apoc. 3, 21). Él es también
quien vence al mundo, perseguidor de los que quieren ser sus discípulos (Juan 16, 33).

Pero, hay más. Si conociéramos un gran señor de proverbial generosidad y riqueza, diríamos:
¡dichosos los pobres que se le acercan!

Jesús conoce esa generosidad de su Padre y por eso nos dice: Dichosos los pobres, los que lloran, los
que tienen hambre, los que padecen persecución. Eso significan las Bienaventuranzas que Él nos revela en el
Sermón de la Montaña (Mat. 5).

Y como este Hijo de aquel gran Señor sabe que el Padre le ha puesto todas las cosas en su mano, y
vemos que le dice: "todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío" (Juan 17, 10), he aquí por qué nos dice:
"venid a Mí, todos los que estáis trabajados y cargados, que Yo os aliviaré" (Mat. 11, 28).

Y nos enseña su secreto, como otra de sus incontables paradojas. Ese alivio nos vendrá precisamente
de tomar su yugo, porque, contra todas las apariencias, ese yugo no pesa ni carga, sino que con él "hallaréis
él reposo de vuestras almas, porque suave es mi yugo y ligero el peso mío"(Mat. 11,29).

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¿Cómo explicarse esto? Simplemente porque cuando nos asociamos a su Cruz, es Él quien carga con
nuestra parte de cruz, como ya lo hizo una vez. Tal es el sentido de esas palabras que Él repite tantas veces
en el Evangelio, cada vez que hace un milagro en favor de los que sufren: "Tu fe te ha salvado".

El secreto está, pues, en entender y creer que si Él nos asocia a su Cruz, no es para hacernos cargar la
suya sino para tomar la nuestra Él, que ya cargó una vez, como Cordero, con todos los pecados del mundo y
que ahora es el triunfador poderoso y ansioso de auxiliar.

Él es la vid, nosotros los sarmientos (Juan 15, 1 ss.). Puesto que los sarmientos no dan nada a la vid,
sino que lo reciben todo de ella: la savia, la vida, y por lo tanto también el fruto que ellos producen, es
evidente que no somos nosotros quienes llevamos la Cruz de Cristo, sino Él, la nuestra (véase Filip. 3, 9 s.).

El secreto está, decimos, en creerlo, aunque tanto amor nos parezca imposible. Si no hay fe viva todo
es inútil; pues Él nos da como regla constante: "que os sea hecho según vuestra fe" (Mat. 9, 29).

Y para que no caigamos en la funesta ilusión de pensar que ya tenemos esa fe viva, Él repite
constantemente a los suyos este reproche (el único que les hizo en su vida no obstante el abandono y las
ingratitudes de ellos): "Hombres de poca fe"; "generación incrédula"; "oh necios y tardos de corazón en
creer".

Y les dice que su fe no es siquiera como el pequeñísimo grano de mostaza (Luc. 17, 6), en tanto que
alaba la fe de los extranjeros, de la Cananea (Marc. 7, 28), del Centurión (Mateo 8, 10).

Tal es, pues, la condición para gozar de todas las maravillosas promesas de Cristo: creerle a Él, dar
crédito a sus palabras, honrarlo no dudando de su veracidad.

Lo menos que se requiere para que un médico pueda curarnos es tenerle fe. No olvidemos que dudar de
quien tanto promete, es como llamarlo impostor.

Dudar de la Palabra del Hijo es tratar de mentirosos, dice San Juan, a Él, y al Padre que lo envió y dio
testimonio de Él (I Juan 6,10). Por eso, "el que no le cree al Hijo, no verá la vida, y la ira del Padre
permanecerá sobre él" (Juan 3, 36).

Para tal problema, el más arduo de todos, también tiene Jesús la solución, puesto que esa fe que se nos
pide como condición para colmarnos de bienes, es un don del mismo Dios (Filip. 1, 29), de ese "Padre de las
luces", de quien "procede todo don perfecto" (Sant. 1, 17), pues que nada tiene el hombre que no le sea dado
del cielo (Juan 3, 27).

Esta fe, tan deseable como instrumento de todas las bendiciones, nos será dada gratis, si la queremos,
como se da gratis la sabiduría (Sant. 1, 5). Para ello, se nos enseña en el Evangelio la fórmula del alma
deseosa, que sabiamente desconfía de sí misma: "Señor, auméntanos la fe" (Luc. 17, 5): "Creo, Señor, ayuda
Tú mi incredulidad" (Marc. 9, 23).

CRISTO SUFRE EN NOSOTROS

"Los justos están en manos de Dios, dice la Sabiduría, y no llegará a ellos el tormento de la muerte"
(Sab. 3, 1). Es decir, que esa serenidad del justo, lo acompaña desde esta vida, como observa Fillión. El
amigo de Dios "no teme las malas noticias" (S. 111, 7), ni "a los que matan el cuerpo" (Mat. 10, 28).

Santa Felicitas, dando a luz en vísperas de su martirio, se quejaba de esos dolores, y un criado le decía:
"¿Qué será cuando te veas despedazar por las fieras?". Ella contestó: "Ahora soy yo quien padece, entonces
habrá otro que sufra en mí, Jesucristo..."

175
De ahí la muerte gozosa de tantos mártires, como el caso de San Lorenzo que hallaba fuerza para decir
a sus verdugos, en tono festivo, que ya estaba bien tostado por un lado y podían seguir asándolo por el otro.
¿Hay acaso, algún héroe capaz de hablar así por sí solo, sin perder el sentido en semejante suplicio?

La explicación de estos fenómenos, se halla plenamente en la palabra de San Pablo: "Se os ha hecho la
gracia (por los méritos de Cristo), no sólo de creer en Él, sino también de padecer por Él" (Filip. 1, 29).

Con lo cual, vemos no sólo el beneficio de aliviar nuestros dolores, sino también otro, mayor aún: la
seguridad de que unidos a Cristo, en Él, con Él y por Él, nuestras pruebas, inútiles por sí mismas, adquieren
un valor de eternidad.

SÓLO RECIBEN LOS NECESITADOS

¡Qué pobres somos los hombres! "Nemo habet de suo nisi mendacium et peccatum", dice el segundo
Concilio de Orange: "Nadie tiene de suyo propio más que la mentira y el pecado" (Denzinger 195).

"Es doctrina asentada entre los doctores y maestros de la fe, y verdad puesta fuera de toda duda por la
Iglesia, que no teniendo el hombre nada que no haya recibido, nada tiene tampoco que pueda dar ocasión a
su vanagloria y a su envanecimiento, si no es ya que se vanaglorie y se envanezca de ser el autor del mal, del
pecado y del desorden" (Donoso Cortés).

Aquel gran señor de que hablábamos, que ansía dar a raudales, no anda buscando, naturalmente, a los
orgullosos y ricos, sino a los que se sienten pobres y enfermos y desean auxilio.

Jesús recalcó esto intensamente, diciendo que no venía para los justos sino para los pecadores; que no
venía para los sanos sino para los enfermos que necesitan de médico; que venía para que los ciegos viesen, y
los que creían ver quedasen ciegos (Juan 9, 39).

David expone ya, de parte de Yahvé este mismo concepto, que nos revela, en el corazón de Dios, ese
abismo de generosidad, que a nuestro material egoísmo le cuesta concebir (S. 80, 11). Abre tu boca para que
Yo la llene, dice Dios a su pueblo, como diciendo: no me pidas poco. Por eso, en el Miserere, David, pide a
Dios que le haga misericordia, no en cualquier forma, sino según la grandeza de su divino Corazón, lo cual
es como pedir a un potentado que nos obsequie con una gran fortuna, digna de lo que él puede dar.

El Ángel Gabriel, de parte de Dios, elogia por dos veces al Profeta Daniel llamándole "varón dé
deseos". Los que desean, pues, los ambiciosos, los que agradan a Dios brindándole ocasión de favorecerlos,
y no lo ofenden mirando sus dones con indiferencia, ésos son los privilegiados en recibir, y María se expresa
de un modo lapidario al final del Magníficat: "A los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos los dejó sin
nada" (Luc. 1, 53).

LA VENTAJA DEL DOLOR

Y la ventaja del dolor consiste precisamente en eso, en que él nos hace sentirnos miserables, y
entonces recurrimos más fácilmente a la gracia, que cuando estábamos en prosperidad. "Porque todo el que
pide, recibe —dice Jesús— y el que busca encuentra, y al que llama se le abrirá" (Mat. 7, 8).

¡Bendito el dolor que nos lleva a pedir y obtener! ¡Funesta prosperidad la que nos llevase a no pedir
nada y no obtener nada!

Cuando Israel se vio amenazado de una muerte irremediable, todo el pueblo clamó al Señor, orando
unánimemente, dice el libro de Ester (13,18). Con lo cual nos enseña que el alma dolorida se inclina más a la
oración.

176
No otra cosa nos dice la receta del Apóstol: ¿Hay alguno de vosotros que esté triste? Haga oración.
¿Está contento? Cante Salmos" (Sant. 5, 13).

El mismo Jesús nos da ejemplo de esto, cuando dice de Él San Lucas (22, 43): "Y entrado en agonía,
oraba más intensamente."

Notemos aquí, de paso, que se trata, como decíamos, de un ejemplo que el Señor quiso darnos para los
casos de tribulación, y tal fue lo que Él mostró con su actitud en ese momento.

No incurriremos, pues, en la irreverencia de decir, como a veces se hace, que Jesús oraba en aquel
momento con mayor fervor que otras veces, como si todo en Él no fuera siempre de la más infinita e
insuperable perfección.

¿Y en qué ha de consistir esta oración del triste y necesitado, sino en pedir ayuda? Así lo enseña, entre
muchos otros, el Salmo 54, vers. 23, al decirnos: "Arroja sobre el Señor tus ansiedades, y Él te sustentará".

CONCLUSIÓN

EL JUSTO VIVE DE LA FE (Heb. 2, 4)

Esta insondable sentencia que nos repite y explaya San Pablo (Rom. 1, 17), es como una síntesis de
todas las Sagradas Escrituras y, por lo tanto, también del libro de Job, ya que uno solo es el Espíritu que la
inspira y que habló por todos los profetas.

Vive en esta sentencia una verdad que nunca se agota, ya sea en cuanto nos enseña que nadie puede ser
justo sin tener fe; ya en cuanto la fe es la vida del hombre justo, el cual desfallece si le falta esa fuerza con
que sobrellevar las pruebas de la vida, muchas de las cuales, y ante todo la persecución, le vienen
precisamente por ser justo, por no querer transar con el mundo, y sobre todo por adherirse de pleno corazón
al gran escándalo de la cruz (I Corintios 1, 23).

El consuelo que se halla en Job, es, pues, todo espiritual. Es como la paz que nos da Jesús. "La paz mía
os doy", dice Él (Juan 14, 27), y bien sabemos que nada es más verdadero. Pero agrega que esa paz que nos
da, es la paz suya, y no la que ofrece el mundo.

Porque, aunque nos duele confesarlo, la paz que da el mundo es falsa, y cuando no queremos admitirlo
por meditación, tendremos que aprenderlo por dolorosa experiencia.

Como todo lo que es sabiduría, esta gran verdad práctica exige hacerse pequeño para poder
comprenderla (Prov. 9, 4), pues choca fuertemente con lo que nos parece buen criterio.

Ese buen sentido del mundo es condenado por San Pablo como "sabiduría de la carne", a la cual llama
muerte (Rom. 8, 6), y también cuando él nos dice que solamente el hombre espiritual puede conocer las
cosas que son del Espíritu de Dios (I Cor. 2, 14).

Como ejemplo de esos falsos consuelos que ofrece el mundo, están ahí los amigos de Job. ¿No han
sido acaso puestos en el diálogo como un contraste? para movernos a buscar el consuelo y la paz sólo en
Aquel que dijo: "Al que viene a Mí no le echaré fuera" (Juan 6, 37).

Si recurrimos a la sabiduría espiritual, que ve todas las cosas a la luz de la fe, nos libramos
automáticamente del dolor. Porque, así como mientras estamos ocupados en escuchar a Dios, no podemos
pecar, tampoco podemos entonces sentir la obsesión del sufrimiento presente, que es lo que más lo agrava.

177
El que suavemente aproveche de estas consideraciones, partiendo siempre del más precioso de los
dogmas, que es el de que Dios nos ama, podrá sacar del libro de Job y sus numerosas notas un caudal sin
límites de consuelo.

Entonces, no sólo nos sentiremos consolados, sino también embriagados de gratitud hacia ese Padre
que para perdonarnos sacrificó su Hijo, y hacia ese Hijo, "que transformará nuestro vil cuerpo para hacerlo
conforme al cuerpo de su gloría," (Filip. 3, 21).

"En el momento en que nos creemos perdidos y absolutamente abandonados de Dios, es precisamente
cuando Él nos busca con una bondad infinita y está cuidando de nosotros. Aun en su ira detiene la espada de
su justicia y sigue derramando sobre nosotros los tesoros de su inagotable misericordia" (Catecismo
Romano).

Concluyamos esta íntima excursión que en seguimiento de Job hemos hecho por los caminos del
espíritu, entonando junto con San Pablo el himno agradecido y triunfante que brota de la fe en el alma que se
sabe amada de Dios con la ternura de un padre hacia sus hijos (S. 102, 13), y que se sabe amada por Jesús
con ese apego que el dueño siente por las ovejas que le pertenecen en propiedad (Juan 10).

"¿Qué diremos ahora a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros está? El que ni a su Hijo
perdonó, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo después de habérnoslo dado a Él, dejará de darnos
cualquier otra cosa? ¿Y quién puede acusar a los escogidos de Dios? Dios es el que los justifica. ¿Quién
osará condenarlos? Cristo Jesús, que murió, más aún, que resucitó, y está sentado a la diestra de Dios, en
donde asimismo intercede por nosotros. ¿Quién, pues, podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación
o la angustia? ¿El hambre o la desnudez? ¿El riesgo o la persecución o el cuchillo? Según está escrito: por ti
somos entregados cada día en manos de la muerte; somos tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero
de todas estas cosas, triunfamos por virtud de Aquél que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la
muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo más
alto, ni lo más profundo, ni otra creatura podrá jamás separarnos del amor de Dios, que se funda en Cristo
Jesús, Señor Nuestro" (Rom. 8, 31-39).

178
Los Fariseos
Mons. Dr. Juan Straubinger

(Revista Bíblica n° 1, pags. 15 ss.)

Para entender perfectamente el Evangelio, es preciso que en primer término conozcamos el ambiente
histórico que rodea a la persona del Salvador, ante todo, las tendencias religiosas y políticas que agitaban
aquella época. Había entonces entre los judíos, además de algunas sectas de menor importancia, dos
partidos, en los que se concretaban, como en dos polos, tanto las energías nacionales del pueblo judío como
su mentalidad religiosa: los fariseos y los saduceos.

Prescindamos de los saduceos que más tarde nos han de ocupar, así como vamos a pasar en silencio la
clase de los escribas, mencionados a menudo juntamente con los fariseos, no constituyendo un partido
político, sino un grupo profesional, los escribas eran los que sabían escribir y leer y explicaban la Ley de
Moisés, como lo expresa su nombre y más aún su título de “rabí”. Lo que no excluye que la mayoría de ellos
políticamente se declaraban a favor de los fariseos.

Ya el nombre de “fariseos” que significa los segregados, marca el rumbo del partido. Segregándose de la
masa que vivía en ignorancia religiosa y política, los fariseos aspiraban a la realización de la Ley de Moisés
y de las “tradiciones de los mayores”, las cuales desgraciadamente a veces no eran más que una deformación
de la Ley.

Por primera vez ocurre el nombre de los fariseos a mediados del segundo siglo en la época del Macabeo
Jonatán (160-143). Es el famoso historiador judío Flavius Josefus el que los reduce a ese tiempo (Ant. XIII
5, 9), siendo probablemente los predecesores de ellos los llamados “asideos” (piadosos), que eran hombres
de los más valientes de Israel y celosos todos de la Ley (I Mac. II, 42), pero que fueron perseguidos por
Alcimo (I Mac. VII, 16).

Ya bajo el gobierno de Juan Hircano (135-104) los fariseos lograron subir al poder, pero sin alcanzar a
mantenerse; al contrario, el tirano Hircano, después de someter a los idumeos y derrocar el templo de los
samaritanos en el monte Garicim, renegó enteramente de las costumbres de sus padres, adoptando una
conducta contraria a la Ley; lo que provocó la resistencia encarnizada de los mismos fariseos que antes
fueron sus más valientes compañeros de armas.

El segundo sucesor de Juan Hircano, Alejandro Janeo intentó vencer definitivamente la resistencia de los
rebeldes, desencadenando una persecución terrible contra los fariseos, los cuales no sólo sucumbieron sino
acabaron por ser objeto de las torturas más exquisitas ya que ochocientos de ellos fueron crucificados en el
momento en que el rey celebraba la fiesta triunfal. Pero las víctimas se vengaron, no dando tregua al
triunfador, ni de día ni de noche, de modo que el rey atormentado de remordimientos antes de su muerte
aconsejó a su mujer Alejandra reconciliarse con sus adversarios para no perder el trono. La viuda Alejandra
(76-67) accediendo al deseo del moribundo, llamó a los fariseos al gobierno, entregando a la vez, la dignidad
de sumo sacerdote a su propio hijo Hircano II. Este Hircano es el primer sumo sacerdote que dependía del
partido de los fariseos.

Deben, pues, los fariseos la subida al poder a su incontestable heroísmo; a su valentía en las batallas; a
su tenacidad y fanatismo. No es menester acentuar que la aureola de héroes les valió un prestigio
extraordinario a los ojos del pueblo judío. Por tanto no es extraño si algunos a los fariseos les llaman los
nacionalistas, tradicionalistas, conservadores, patrióticos, celosos, mientras que los saduceos más o menos
corresponden a los liberales y masones de nuestra época. El ideal de los fariseos era reconstruir y conservar
179
la nación sobre el fundamento de las tradiciones y costumbres de los padres. De aquí su lucha contra los
extranjeros, los Romanos, que desde el año 63 dominaban en Palestina. De aquí también su trágica
enemistad a Jesús, el verdadero Salvador de su gente. No cabe duda que Jesús habría podido ganar a los
fariseos, si se hubiese adherido a las aspiraciones nacionales de ellos. Pero ¿cómo entonces se habría
realizado el reino de Jesucristo? En lugar del Mesías del género humano, habría resultado sólo un Mesías
político de la nación judía. Precisamente por sus falsas ideas políticas, nacionalistas y racistas chocaron los
fariseos con el Mesías, pues esperaban con todas las fibras del corazón, y aún siguen esperando hoy día la
reunión de los dispersos restos del pueblo judío.

Además de cultivar un extremo nacionalismo, los fariseos se enredaban en un tradicionalismo religioso


no menos extremo, que tarde o temprano tenía que provocar un conflicto con el Señor. Las tradiciones
fomentadas por los fariseos, por varios conceptos no estaban de acuerdo con la Ley de Moisés ni con los
demás profetas; al contrario, muchas de ellas pugnaban con la religión legítima de Israel. ¡Cuántas veces
Jesucristo intentaba persuadir a sus enemigos cegados de que las tradiciones a las cuales se aferraban,
estaban en pugna con la religión que no consiste en mil preceptos sutiles sino en “espíritu y vida” (Juan VI,
63). Aquí se manifiesta la vinculación funesta con los escribas que no se cansaban de inventar nuevos
preceptos, nuevas fórmulas, nuevas cargas para los hombros de la pobre gente, sin que ellos mismos las
tocasen con la punta del dedo (Luc. XI, 46).

Nótese bien: No era la escasez o falta de fe en lo que consistía el pecado de los fariseos, sino antes la
ampliación y exageración de la fe mediante las tradiciones. Contrariamente a los saduceos creían en la
inmortalidad del alma, en la vida eterna, en la existencia de los ángeles, en la libertad de la voluntad
humana; lo que los caracteriza como la crema del pueblo judío. ¡Qué tragedia de la suerte! ¡Considerándose
a sí mismos como los hijos legítimos de la fe de Abrahán, desfiguraban la fe a expensas del espíritu hasta tal
punto que no comprendieron más la doctrina de la vida interior que Jesús predicaba.

Es el Evangelista Marcos el que en el séptimo capítulo de su Evangelio destaca de manera clarísima el


uso supersticioso que hacen las fariseos de las tradiciones, y al revés el descuido de la observancia de los
mandamientos de Dios que cometían sin pestañar: “Porque los fariseos, como todos los judíos, nunca
comerán sin lavarse a menudo las manos, siguiendo la tradición de los mayores. Y si habían estado en la
plaza, no se ponían a comer sin lavarse primero; y observan otras muchas ceremonias que habían recibido
por tradición, como las purificaciones de los vasos, de las jarras, de los utensilios de metal y de los lechos”
(Marc. VII, 3-4).

¡Cómo, por ejemplo, los fariseos degeneraban el sábado! Cuando, un día sábado, los discípulos,
teniendo hambre, empezaron a coger espigas y comer los granos; o cuando el Señor curó en el día de sábado
a un hombre que tenía seca la mano, consideraban tal hecho como obra servil y pecado mortal. En verdad,
quien cree que el hombre se hizo para el sábado, y no el sábado para el hombre; quien en día de sábado, saca
fuera una oveja de la fosa, y no un hombre, ignorando que un hombre vale más que una oveja; quien no se
deja enseñar ni siquiera por “argumenta ad hominem”, tal hombre no se puede convertir.

¿Es de extrañar, pues, que los fariseos pagasen diezmos hasta de la hierbabuena, y del eneldo, y del
comino (Mat. XXIII, 23), y que llevasen las Palabras de la Ley de Moisés en filacterias o trocitos de
pergamino, en las cuales estaban escritas sentencias de la Ley mosaica (Mat. XXIII, 5)?

Los pergaminos cuidadosamente plegados y colocados en cajitas de cuero se ataban a la frente y al brazo
izquierdo, en cumplimiento de las malinterpretadas palabras: “Y será como una señal de tu mano, y como un
recuerdo ante tus ojos, a fin de que la Ley del Señor esté siempre en tu boca” (Éx. XIII, 9), así como las
franjas que llevaban los fariseos en las cuatro extremidades del manto, traen su origen de Num. XV, 38-39:
“Habla con los hijos de Israel, y les dirás que se hagan unas franjas en los remates de sus mantos, poniendo
en ellos listones de jacinto, para que viéndolas se acuerden de todos los mandamientos del Señor, y no vayan
en pos de sus pensamientos, ni pongan sus ojos en objetos que corrompan su corazón”.

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De tal formalismo no tendríamos que hablar, si no hubiese sido acompañado de una vanidad más que
arrogante. Los fariseos son los “ciertos hombres que presumían de justos y despreciaban a los demás” (Luc.
XVIII, 9); son “los hipócritas, que de propósito se ponen a orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de
las calles, para ser vistos de los hombres” (Mat. VI, 5), y “que desfiguran sus rostros, para mostrar a los
hombres que ayunan” (Mat. VI, 16) y “todas sus obras las hacen con el fin de ser vistos de los hombres”
(Mat. XXIII, 5).

Todavía hoy vibra en nuestros oídos el ay lastimero con que Jesús anatematizó al farisaísmo: “¡Ay de
vosotros escribas y fariseos hipócritas! que devoráis las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas
oraciones: por eso recibiréis sentencia más rigurosa. ¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas! porque
andáis girando por mar y tierra, a trueque de convertir un gentil, y después de convertido, le hacéis digno del
infierno dos veces más que vosotros. ¡Ay de vosotros guías ciegos! que decís: El jurar uno por el templo no
es nada, más quien jura por el oro del templo, está obligado” (Mat. XXIII, 14-16).

¡Basta con esto! De veras; nunca había entre hombres más antagonismo que el que separaba a Jesús de
los fariseos; jamás las divergencias de opiniones eran tan inconciliables como entonces en Palestina. El
choque fué inevitable; pero la Divina Pro-videncia dejó el primer triunfo a los fariseos, para reservar el
triunfo final a la causa de Jesucristo. Y no se olvide jamás: el que abrió camino mas ancho a la verdad
cristiana, fué fariseo: San Pablo.

Los fariseos han muerto. Con la caída de Jerusalén, en el año 70, decayó por siempre el sueño dorado de
los fariseos de Palestina. Miles y miles de los que asesinaron a Jesucristo, murieron clavados en las cruces,
con que el vencedor romano había rodeado la ciudad santa; el resto se vendió en el mercado de esclavos en
Hebrón. Pero no murió el fariseísmo. Vive todavía el formalismo de los fariseos en el Talmud y otros libros
judíos; vive su materialismo religioso, su odio a Jesucristo y su fanatismo. El “Sionismo” que está llevando
a los judíos a Palestina, no es más que el último resabio del farisaísmo.
¿Y el fariseísmo entre los cristianos? No hablemos de este triste capítulo. Sin duda: donde domina un
formalismo o materialismo religioso, allá florece el fariseísmo. Y así como los fariseos se consideraban
como la flor del judaísmo, los fariseos de hoy se tienen por buenos cristianos.

181
ESTER Y EL MISTERIO DEL PUEBLO JUDÍO
Mons. Dr. Juan Straubinger

Introducción
I – La reprobación del Pueblo Judío
II – El lugar de los Judíos es ocupado por los Gentiles
III – La Restauración del Pueblo Judío
IV – Sucesión de los acontecimientos novísimos
V – Conclusión
Palabras de consuelo a los judíos perseguidos

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INTRODUCCIÓN

El libro de Ester, cuya traducción y explicación hemos dado en las páginas precedentes, nos permite, con
mayor facilidad que extensos tratados, abarcar en un golpe de vista la historia del Antiguo Testamento, en su
doble aspecto: la bondad y misericordia sin límites de Dios para con su pueblo, y la indignación tremenda
para éste cuando despreciaba su santa Ley.

Cada vez que el pueblo elegido abandonaba al Señor, desviándose de los caminos rectos y confiando en
sus propias fuerzas, era castigado por Él y entregado a sus enemigos. Tan pronto, empero, como se
arrepentía y volvía a poner su confianza en el Señor su Dios, recibía los más asombrosos auxilios, viendo
siempre humillados a sus enemigos, aun cuando eran más fuertes que él. Toda la historia del Antiguo
Testamento ofrece la prueba irrefutable de esta conducta paternal de Dios, que perdona y sólo corrige para
sanar y salvar.

Así también lo que se narra en ese libro, respecto a Ester y Mardoqueo que salvaron a su pueblo de la
perdición, no es más que un eslabón de la larga cadena de prodigios obrados por Dios en favor de su pueblo
escogido, cadena que comenzó por su salvación milagrosa de la esclavitud de Egipto; que tuvo su
continuación durante siglos hasta la no menos portentosa liberación de las manos de los babilonios y sirios,
y que perdura aún en el otro milagro constante de la conservación de esta nación dispersa entre otras, sin
patria ni altar.

Si Ester pudo salvar a su pueblo, que estaba destinado a sucumbir, fué porque Dios lo salvó; y salvólo
Dios porque ella y todo su pueblo se humillaron y confiaron única y exclusivamente en la ayuda del
Todopoderoso. He aquí la clave para, la comprensión de la historia del Antiguo Testamento y del pueblo
judío en general: Dios lo bendice siempre que se hace pequeño delante de Él, como un hijo confiado; y lo
rechaza cuando se olvida del pacto que hizo Él con sus padres en el Monte Sinaí.

182
Si partimos de esta idea básica, comprenderemos no sólo el pasado de ese pueblo, sino también y de la
única manera posible, su porvenir. Éste es el punto que ha de ocuparnos aquí precisamente1.

Por principio nos abstenemos de escribir sobre el problema judío desde los puntos de vista político,
económico y racial. Esto ha sido hecho sobradamente por otros, y por cierto no siempre con resultado
satisfactorio, precisamente porque muchos, sobre todo autores no católicos, no han tenido en cuenta lo
esencial, que es propio de este pueblo: su misión, es decir, las promesas que Dios le ha hecho por conducto
de los Profetas del Antiguo Testamento y por medio de los Apóstoles de la Nueva Alianza. Toda la
literatura contra los judíos y sobre ellos ha sido escrita de balde, en cuanto no arranca del fundamento
bíblico de tan intrincado problema.

La presente exposición limitase, por eso, intencionalmente a la pregunta: ¿Qué dice la Sagrada Escritura
sobre el porvenir del pueblo israelita?

No hablamos, por consiguiente, del antisemitismo2 — materia tan en boga en esta época de
nacionalismos—, ni de las riquezas, pocas o muchas, de los judíos, ni de los medios por los cuales las hayan
adquirido. Tampoco tratamos de las persecuciones a que este pueblo, más que otros, ha estado expuesto y
bajo las cuales vuelve a sufrir también actualmente, al punto de cumplirse hoy literalmente la profecía del
Salmo 43, 12: “Nos entregaste como ovejas para el matadero". Sólo hablamos aquí del aspecto teológico de
ese gran “misterio" —así lo llama San Pablo en Rom. 11, 25- del porvenir, mejor dicho, de la cuestión
escatológica de Israel.

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1 Téngase presente que éste libro fue publicado en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, cinco
años antes de la fundación del Estado de Israel (nota del Editor)
2 No se puede, sin el odio de un antisemita racista, aplicar I Tes. 2. 15 a los judíos en general, y en

particular a los de hoy. S. Pablo habla en el citado lugar de los judíos que se mostraban hostiles a
los cristianos en Salónica, como en otras ciudades donde él predicó el Evangelio. Se creían, además,
superiores a los demás pueblos, y, por eso eran odiados de todos los hombres. El Apóstol no
condena al pueblo Judío en general ni para siempre, ya que él mismo y las “columnas” de la Iglesia
son de origen judío. Quien medita en Rom. 11 y especialmente en los vers. 12 y 15, notará cuán
lejos está S. Pablo del antisemitismo y cuán falso es tomar sus palabras como fundamento exegético
para el antijudaísmo de hoy. Sobre la defensa que del pueblo judío como tal hacen los
Evangelistas, trataremos en la nota final del próximo capítulo.
183
I. LA REPROBACIÓN DEL PUEBLO JUDÍO

Empecemos por Moisés, el mayor de los Profetas, cuya personalidad y escritos pertenecen a los siglos
XV o XVI antes de la era cristiana. De él provienen los primeros cinco libros de la Sagrada Escritura, que
fueron traducidos al griego ya en el siglo tercero antes de Cristo, y de los cuales, por lo tanto, no se puede
sospechar que hayan sido escritos después de la destrucción de Jerusalén y del estado judío (a. 70 después de
Cristo). En el quinto de sus libros, el Deuteronomio, vaticina el gran profeta las tremendas desgracias que
iban a sobrevenir a su pueblo:

“Serás hecho esclavo de un enemigo que conducirá el Señor contra ti, con hambre y sed, y desnudez, y
todo género de miserias; y pondrá un yugo de hierro sobre tu cerviz, hasta que te aniquile. Desde un país
remoto, del cabo del mundo hará venir el Señor contra ti, con la rapidez impetuosa con que vuela el águila,
una nación cuya lengua no podrás entender; gente sumamente procaz, que no tendrá respeto al anciano, ni
compasión del niño; y que devore las crías de tus ganados y los frutos de tus cosechas, de suerte que
perezcas; y no te deje trigo, ni vino, ni aceite, ni manada de vacas, ni rebaños de ovejas, hasta que te
destruya, y aniquile enteramente todas tus ciudades, y queden arruinados en toda tu tierra esos altos y
fuertes muros en que ponías tu confianza. Quedarás sitiado dentro de tus ciudades en todo el país que te
dará el Señor Dios tuyo; y llegarás a comer el fruto de tu seno, la carne de tus hijos y de tus hijas que te
hubiere dado el Señor Dios, por la estrechura y desolación a que te reducirá tu enemigo. El hombre más
delicado y más regalón de tu pueblo, será mezquino con su hermano, y con su esposa misma que duerme en
su seno, para no darles la carne de sus hijos, que comerá por no hallar otra durante el sitio, y en la
necesidad extrema con que te aniquilarán tus enemigos dentro de tus ciudades” (Deut. 28, 48-55).

“El Señor te desparramará por todos los pueblos desde un cabo del mundo al otro; y allí servirás a
dioses ajenos que ni tú ni tus padres conocisteis, a leños y a piedra. Aun allí entre aquellas gentes no
lograrás descanso, ni podrás asentar el pie; porque el Señor te dará allí un corazón espantadizo y ojos
desfallecidos, y un alma consumida de tristeza. Y estará tu vida como pendiente delante de ti; temerás de
día y de noche, y no confiarás por tu vida. Por la mañana dirás: ¿Quién me diera llegar a la tarde? Y por la
tarde: ¿Quién me diera llegar a la mañana? Tan aterrado y despavorido estará vuestro corazón y tan
horribles las cosas que sucederán a vuestros ojos. El Señor te volverá a llevar en navíos a Egipto, después
que dijo que no volverías más a ver aquel camino. Allí seréis vendidos a vuestros enemigos por esclavos, y
por esclavas, y aun no habrá quien quiera compraros” (Deut. 28, 64-68). Ver también la profecía de Moisés
en Levítico cap. 26, que es del mismo tenor.

En estas palabras de Moisés, que constituyen sólo una parte de sus profecías, enciérranse del modo más
claro las siguientes predicciones:

1) El pueblo judío perderá su independencia política (vers. 48-50);

2) Será expulsado del país de sus padres (versículos 64 y 68);

3) Dios lo dispersará por todo el orbe: "por todos los pueblos desde un cabo del mundo al otro" (vers.
64);

4) No encontrará tranquilidad alguna entre esas naciones extrañas, sino que andará por el mundo con
terrores, tristeza y melancolía (versículos 65-67);

5) Será objeto de hostilidad y persecución de parte de los demás pueblos (vers. 67).

Se ha intentado disminuir el sentido de la profecía conminatoria de Moisés, relacionándolo sólo con la


primera destrucción de Jerusalén por los babilonios (587 antes de Cristo) y el cautiverio babilónico. Sin
embargo, en aquella ocasión el exterminio del pueblo y su expulsión de Palestina no fueron ni mucho menos
tan completos como en la segunda y definitiva destrucción por los romanos (70 después de Cristo). Es,

184
además, un hecho histórico que el vaticinio pronunciado en el versículo 68: "el Señor te volverá a llevar en
navíos a Egipto”, no se cumplió sino en la segunda destrucción de Jerusalén (Josephus, Bell. Jud. VI, 9.2).

Síguese de esto que la profecía de Moisés se refiere al tiempo posterior a la segunda destrucción, es decir,
al pueblo judío de hoy. Así la entienden Scío, el famoso traductor de la Biblia al castellano (en su nota a los
vers. 64, 65), Cornelio a Lápide y otros exegetas.

Para mejor inteligencia notemos que la única época en que los judíos no fueron perseguidos fue la era del
liberalismo que comenzó en la Revolución Francesa, mientras que antes, y hoy de nuevo, a pesar de la mano
protectora de los Sumos Pontífices3, las expulsiones y matanzas están a la orden del día, de tal manera que
los perseguidos se vieron obligados a refugiarse en los últimos rincones del mundo, hasta entre los pueblos
salvajes. No es, pues, de extrañar que recientemente, entre los judíos de Méjico se hayan descubierto
descendientes de prófugos judíos españoles.

La profecía de Moisés es retomada y especificada por los Profetas posteriores, especialmente por Daniel,
quien vaticinó en el siglo VI antes de Jesucristo, después de la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor
(587 a. de Cristo). Leamos los versículos 23-27 del capítulo nono de su importantísima profecía:

“Desde que saldrá la orden para que sea reedificada Jerusalén, hasta el Cristo príncipe, pasarán siete
semanas y sesenta y dos semanas; y será nuevamente edificada la plaza, y los muros en tiempos de angustia.
Y después de las sesenta y dos semanas será muerto el Cristo; no será más suyo el pueblo, el cual le negará.
Y un pueblo con su caudillo destruirá la ciudad y el santuario; y su fin será la devastación, y acabada la
guerra quedará establecida la desolación. Y Él (Cristo) afirmará su alianza en una semana con muchos: y a
la mitad de esta semana cesarán las hostias y los sacrificios; y estará en el templo la abominación de la
desolación; y durará la desolación hasta la consumación y el fin”.

Este vaticinio de las semanas (de años) reviste carácter netamente mesiánico. Cumplido el plazo y muerto
Cristo, el pueblo judío ya no será “suyo” (de Cristo), sino que otro pueblo con un caudillo (los romanos bajo
Tito) vendrá y destruirá la ciudad santa y el Templo. Se establecerá una nueva "alianza" (el Nuevo
Testamento) “con muchos" (los gentiles admitidos al cristianismo) y “cesarán las hostias y sacrificios" (de la
Antigua Alianza).

En la última frase se amplía la mirada del Vidente mostrándole Dios el triste porvenir de su pueblo:
Estará en el templo la abominación de la desolación que durará hasta la consumación y el fin.

El mismo Señor evocó en Mat. 24, 15 este vaticinio de Daniel: Cuando viereis que está establecida en el
lugar santo la abominación de la desolación que predijo el Profeta Daniel, etc4.

Lo hizo queriendo preparar a sus discípulos para los dos trascendentales acontecimientos de que habla en
dicho capítulo 24, a saber: la ruina de Jerusalén y los tiempos novísimos: De allí que añada: "Ya veis que yo
os lo he predicho" (ver-sículo 25). No cabe, pues, duda alguna de que esta última parte de la profecía se

3 “La Iglesia Católica ha acostumbrado siempre rezar por el pueblo judío, depositario de las
promesas divinas… La Silla Apostólica ha protegido a ese pueblo contra injustas vejaciones...
Asimismo condena ese odio que hoy suele llamarse antisemitismo" (Pío XI). Nótese también la
magnanimidad de Pío XII que dio trabajo en el Vaticano a varios destacados judíos perseguidos
(Almaggia, Giorgio del Vecchio, Stuccoli, etc.); la intervención del Cardenal Faulhaber de Munich
por los judíos de su país, y nuevamente la Carta pastoral de los Obispos holandeses con fecha 17 de
febrero de 1943, que en forma solemne protestan contra “la persecución y ejecución de
conciudadanos judíos”.
4
Sobre la exégesis de este lugar, véase Billot, La Parousie, II ed., páginas 100 y siguientes.
185
relaciona con el destino del pueblo judío, cuyo centro vital, el Templo, quedará destruido "hasta la
consumación y el fin".

Lo mismo predice Jesucristo en Luc. 21, 24: Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que los
tiempos de las naciones (los gentiles) acaben de cumplirse; palabra del Señor que San Pablo interpreta en la
Epístola a los Romanos (11, 25).

Prescindimos de muchas semejantes profecías encerradas en las Sagradas Escrituras, porque aquí no se
trata de dar una exégesis de todos los textos, sino solamente destacar la idea dominante: la sentencia
tremenda de la reprobación del pueblo judío por Dios, su dispersión entre otras naciones y los sufrimientos
que ha de experimentar como consecuencia de la reprobación5.

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5 Es interesante y a la vez consolador ver cómo en el Nuevo Testamento se excusa al pueblo, la


gente humilde de los judíos, que sólo era un instrumento en manos de los escribas y príncipes de los
sacerdotes. Vayan algunos ejemplos:
Luc. 19, 47: “Y Él enseñaba cada día en el templo. Los príncipes de los sacerdotes y los escribas
buscaban cómo acabar con El, lo mismo que los jefes del pueblo pero no hallaban cómo hacer,
porque el pueblo todo entero estaba pendiente de sus labios”.
Vemos aquí el rechazo de Jesús por la Jerarquía y el poder civil. En cambio el pueblo todo
entero estaba con Él así como le seguía tres días sin comer cuando la multiplicación de los panes; así
como lo recibía triunfalmente en Jerusalén, etc.
Sigue S. Lucas 20, 6: "Si decimos (que la predicación de Juan es) de los hombres, el pueblo entero
nos lapidará, porque está persuadido de que Juan era un profeta”. Segunda prueba de fidelidad de
todo el pueblo. Esta vez, para con el Precursor, que vino "para preparar al Señor un pueblo
perfecto".
En Luc. 20, 19: “Entonces los príncipes de los sacerdotes y los escribas (después de lo tremenda
parábola de la viña, que había excitado su furor) querían prenderlo en ese mismo momento…
pero tuvieron miedo del pueblo".
S. Pedro en los Hechos (4, 10 s.) citando el mismo Salmo que Jesús en Luc. 20, 17 (la piedra
reprobada, etc.) les dice a los miembros del Sanedrín, es decir, a los príncipes de la Sinagoga: "a
quien vosotros crucificasteis". En cambio, a los del pueblo israelita (Hech 3, 12 ss.) les recuerda que
negaron a Cristo ante Pilatos, etc, y lo explica diciendo que lo hicieron por ignorancia, o mejor
dicho: que por ignorancia obraron como sus jefes. La verdad de lo que dice Pedro es decir, la
seducción del pueblo por los príncipes y sacerdotes, se ve clara en el juicio ante Pilatos, pues éste
recurre al pueblo sabiendo que los sacerdotes le entregaban a Jesús "per invidiam” (Mat. 27, 18). Y
se ve también que el "crucifige Eum” y la preferencia de Barrabás fué influencia de los sacerdotes
contra la verdadera voluntad del pueblo.
186
II. EL LUGAR DE LOS JUDÍOS ES OCUPADO POR LOS GENTILES

La incredulidad del pueblo escogido trajo en consecuencia, según nos enseña San Pablo, la admisión de
otros pueblos elegidos por Dios; vaticinio éste común entre los Profetas y probado con toda exactitud por la
historia. Vayan como ejemplos: Deut, 32, 20 y 21; Is. 65, 1 y 2; Rom. 11, 7 ss; Ef. 2, 12 ss.

“Yo (Dios) esconderé de ellos (los judíos) mi rostro, y consideraré sus postrimerías, porque es raza
perversa, e hijos infieles. Me provocaron con aquel que no era Dios, y me irritaron con sus ídolos. Yo
también los provocaré con aquel que no es pueblo, y con gente necia los irritaré” (Deut. 32, 20 y 21).

La interpretación nos la da San Pablo en Rom. 10, 19 y 20; donde muestra que los que antes no fueron
pueblo, los bárbaros y salvajes, serán llamados por Dios a la salud mesiánica. La "gente necia" cuya
vocación al Reino irrita a los judíos, somos nosotros los cristianos que provenimos de los antiguos gentiles6.

El Apóstol de los gentiles cita en el mismo lugar a Isaías, para probar que la conversión de los paganos y
bárbaros es la respuesta de Dios a la incredulidad de los judíos.

Dice Dios en Isaías (65, 1 s.): “Buscáronme los que antes no preguntaban por Mí; halláronme los que no
me buscaron. Dije: vedme, vedme, a una nación que no invocaba mi nombre. Extendí mis manos todo el día
a un pueblo incrédulo, que anda en camino no bueno en pos de sus pensamientos”.

Siguiendo a San Pablo los Santos Padres, como San Jerónimo, San Ambrosio, San Crisóstomo, etcétera,
unánimemente sostienen que Isaías aquí habla de la reprobación de los judíos y el llamado de otros pueblos
a ocupar su lugar.

San Pablo no se cansa de destacar el significado místico de tan grande misterio. Cuídense los cristianos
de Roma, — y con ellos nosotros todos- de engreírse por la vocación a la fe: no sea que se acarreen la
misma suerte que los judíos. Leemos en la Epístola a los Romanos (11, 11-22):

“Mas, pregunto: ¿(Los judíos) están caídos para no salvarse jamás? No, por cierto. Sino que su caída ha
venido a ser una ocasión de salud para los gentiles, a fin de que el ejemplo de los gentiles los excite a la
emulación. Que si su delito ha venido a ser la riqueza del mundo, y el menoscabo de ellos el tesoro de los
gentiles, ¿cuánto más lo será su plenitud? Con vosotros hablo, ¡oh gentiles!, ya que soy el Apóstol de los
gentiles. He de honrar mi ministerio para ver si de algún modo puedo provocar a emulación a los de mi
linaje (los judíos), y logro la salvación de algunos de ellos. Porque si el haber sido ellos desechados, ha
sido la reconciliación del mundo, ¿qué será su restablecimiento sino resurrección de muerte a vida? Porque
si las primicias son santas lo es también la masa; y si es santa la raíz, también las ramas. Que si algunas de
las ramas han sido cortadas, y si tú (¡oh pueblo gentil!), que no eres más que un olivo silvestre, has sido
injertado en lugar de ellas y hecho participante de la savia que sube de la raíz del olivo, no tienes de qué
gloriarte contra las ramas. Y si te glorías, sábete que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz a ti. Pero las
ramas, dirás tú, han sido cortadas para ser yo ingerido. Bien está; por su incredulidad fueron cortadas. Tú
empero, estás ahora firme por medio de la fe: mas no te engrías; antes bien, vive con temor. Porque si Dios
no perdonó a las ramas naturales, debes temer que ni a ti tampoco te perdonará. Considera, pues, la
bondad y la severidad de Dios; la severidad para con aquellos que cayeron, y la bondad de Dios para
contigo si perseverares en el estado en que su bondad te ha puesto; de lo contrario tú también serás
cortado”.

No es difícil explicar las palabras de San Pablo, con tal que uno tenga presente la idea fundamental de
que Dios desechó al pueblo ingrato e incrédulo de Israel y admitió en su lugar a las naciones gentiles.
Efectivamente, la caída (v. 11), el delito (v. 12), el menoscabo (v. 12) de los judíos ha venido a ser la
riqueza del mundo (v. 12), en cuanto dio lugar a la conversión de los gentiles. Fracasada la misión entre sus

6
Ver también Os. 1, 10, citado y explicado por San Pablo en Rom. 9, 25 y ss., junto a Is. 10, 22.
187
connacionales, los Apóstoles se dirigieron a la gran masa de los pueblos no judíos, que no tardaron en llenar
el vacío. Véase sobre el mismo tema el razonamiento del Apóstol en la Epístola a los Efesios (2, 12 y ss, y
Mat. 10, 6; Luc. 24, 47; Hech. 3, 26; 13, 46).

Pero guárdense los gentiles de gloriarse de que ellos, el olivo silvestre (v. 17), hayan sido injertados a
Cristo: la rama natural (v. 21) son los judíos, y aunque esa rama ha sido cortada por su incredulidad,
poderoso es Dios para injertarla de nuevo (v. 23) con más razón que a la otra (v. 24), la cual, a su vez, será
cortada si no es fiel (v. 22).

De ellos (los judíos) procedieron las primicias (v. 16) santificadas del cristianismo: los Apóstoles y
primeros cristianos; por lo cual también el resto, la masa (v. 16) queda santificada y consagrada a Dios. La
consagración definitiva se verificará en el restablecimiento (v. 15), la plenitud (y. 12.), esto es, la conversión
de Israel.

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188
III. LA RESTAURACIÓN DEL PUEBLO JUDÍO

No nos referimos a la restauración política del pueblo israelita, que algunos han creído muy cerca por la
existencia del sionismo, que trata de llevar los dispersos a Palestina, y porque ha comenzado una
colonización judía en Tierra Santa, incluso el establecimiento de institutos culturales y científicos, fundados
por pudientes judíos de Europa y Norteamérica en el país de sus padres.

De la restauración de Israel hablan casi todos los Profetas del Antiguo Testamento, los cuales, siempre
que amenazan al pueblo infiel con el castigo de Dios, lo consuelan, para su conversión, con las promesas
mesiánicas y la esperanza de una restauración cercana o remota.

A fin de no perdernos en investigaciones harto difíciles sobre el carácter de la restauración anunciada por
los Profetas, recurrimos al mejor intérprete: San Pablo. El gran Apóstol no puede concluir el capítulo sobre
la reprobación de su pueblo, sin añadir una de las más consoladoras promesas que jamás fué dada por
Profeta alguno. Revela en el capítulo 11, vers. 25-32 de la Epístola a los Romanos, el siguiente misterio:

“Por tanto, no quiero, hermanos, que ignoráis este misterio, a fin de que no tengáis sentimientos
presuntuosos de vosotros mismos: una parte de Israel ha caído en la obcecación, hasta tanto que la plenitud
de las naciones haya entrado. Entonces salvarse ha todo Israel, según está escrito: Saldrá de Sión el
Libertador, que desterrará de Jacob la impiedad. Y tendrá efecto la alianza que he hecho con ellos, en
habiendo Yo borrado sus pecados. En orden al Evangelio son enemigos por ocasión de vosotros; mas con
respecto a la elección, son muy amados a causa de sus padres, pues los dones y vocación de Dios son
inmutables. Pues así como en otro tiempo vosotros no creíais en Dios, y al presente habéis alcanzado
misericordia por ocasión de la incredulidad de ellos, así también los judíos están al presente sumergidos en
la incredulidad para dar lugar a la misericordia que vosotros habéis alcanzado, a fin de que consigan
también ellos misericordia. Porque Dios permitió que todos los hombres quedasen envueltos en la
incredulidad para ejercitar su misericordia con todos”.

Antes de entrar en la interpretación de este texto maravilloso, hay que destacar que el Apóstol habla como
persona inspirada que disfruta de la asistencia del Espíritu Santo. Él mismo lo dice expresamente en este
caso, al comienzo de su tratado sobre la materia que estudiamos: "Digo la verdad en Cristo, no miento,
dándome fe mi conciencia por el Espíritu Santo" (Rom. 9, 1).

El Doctor de los gentiles anuncia ni más ni menos que el "restablecimiento" de Israel (v. 15). Reprobada
por su incredulidad, no tropezó para que cayese definitivamente, sino para que pudiésemos entrar los
gentiles (Rom. 11, 11 y 31); ni fué privada de las promesas de Dios, pues los dones y vocación de Dios son
inmutables (v. 29) y los judíos, respecto a su elección, siguen siendo muy amados por causa de sus padres
(v. 28)7.

Por cierto que los judíos están al presente sumergidos en la incredulidad (v. 31), pero el brazo del
Omnipotente los alcanzará, para que consigan también ellos misericordia (v. 31), cuando la plenitud de las
naciones haya entrado8, es decir después de la vocación de los pueblos paganos al Evangelio.

7 ¿Cómo no recordar aquí el nombre cariñoso Yeschurún (el muy recto: Vulgata y Setenta: el
Amado) con que Dios acaricia a su pueblo en Deut. 32, 15 y que se repite en Deut. 33, 5 y 26 y en
Is. 44, 2?
8 Esto no quiere decir que todos los pueblos aceptarán el Evangelio antes de la conversión de los

judíos sino tan sólo que será predicado, cómo dice el Señor en Mt, 24, 14. Véase sobre esto el cap.
IV. enc. 1 de este estudio.
189
Es tan grande el misterio de la salvación de Israel, que el Apóstol se pone de rodillas y termina su
profecía en un himno majestuoso a la eterna Sabiduría y Misericordia (Rom. 11, 33-36):

¡Oh profundidad de los tesoros de la Sabiduría y de la Ciencia de Dios, cuán incomprensibles son sus
juicios, cuán impenetrables sus caminos! Porque ¿quién ha conocido los designios del Señor? O ¿quién fue
su consejero? O ¿quién es el que le dio a Él primero alguna cosa, para que pretenda ser por ello
recompensado? Porque de Él, y por Él y en Él son todas las cosas: a Él sea la gloria por siempre jamás.
Amén.”

Pongámonos de rodillas también nosotros para adorar el corazón amoroso del Padre que se acordará
algún día del pueblo, el cual, corno lo dijo Pío XI, fué el escogido, el encargado de la misión más santa que
jamás desempeñó pueblo alguno: de transmitir la revelación divina a través de las tinieblas de los siglos pre-
cristianos y de guardar pura la fe en un solo Dios en medio de un mundo idolátrico.

La idea de la incorporación de Israel a la verdadera grey, ocupa a San Pablo también en II Cor. 3, 13,
donde compara la ceguera de ese pueblo con el velo que llevaba Moisés al hablar con los hombres después
de haber hablado con Dios. Pero es, además, tema predilecto de San Pedro y Santiago. El Príncipe de los
Apóstoles exhorta a los judíos a la contrición: entonces el Padre les enviará al mismo Jesucristo (Hech. 3,
20) y cumplirá todas las promesas que antiguamente hizo por boca de los Profetas, y serán restauradas todas
las cosas.

“Arrepentíos, pues, dice San Pedro, y convertíos, a fin de que se borren vuestros pecados, para cuando
vengan, por disposición del Señor, los tiempos de consolación, y envíe al mismo Jesucristo que os ha sido
anunciado, al cual es menester que reciba el cielo hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas de
que antiguamente habló por boca de sus santos Profetas” (Hech. 3, 19-21). El sentido literal y escatológico
de estos versículos está fuera de toda duda, como observaba ya San Crisóstomo. Por la restauración San
Pedro no puede entender otras cosas que los profetas a que se refiere.

Santiago se hace intérprete del mismo pensamiento en el Concilio de Jerusalén (Hech. 15, 16). ¡Qué luz
tan clara arrojan estas palabras de de los Apóstoles sobre la palabra del Maestro: "Jerusalén será hollada por
los gentiles hasta que los tiempos de las naciones acaben de cumplirse”! (Luc. 21, 24).

Son muy numerosas las profecías del Antiguo Testamento que pintan, para los últimos tiempos, un
mundo nuevo, en el cual un gran papel corresponde al pueblo de Israel. No ignoramos cuán difícil es
interpretar profecías, y mucho más cuando éstas no se han cumplido aún. Hay expositores que no vacilan en
entenderlas todas alegóricamente del Nuevo Israel, la Iglesia.

Conviene hacer aquí una observación general sobre los sentidos y la interpretación de las profecías, esas
luces admirables que a manera de rayos luminosos esclarecen las tinieblas del futuro. Es muy divulgada la
tendencia de aplicar a la iglesia todas aquellas que se refieren a un porvenir mejor, a un reino de paz y
felicidad, al restablecimiento de la casa de David, de Sión, de Jerusalén, de Jacob, de Israel, de Judá, de
José, de Efraím, y análogas referencias al pueblo de los judíos y su tierra. En apoyo de tal interpretación
suelen tomarse los vaticinios en un sentido exclusivamente alegórico o metafórico.

Sin negar lo justificado de la interpretación alegórica en este campo, debemos, sin embargo, tener
presente la regla de oro de Santo Tomás: "Omnes sensus (Scripturae) fundantur super unum, scilicet,
litteralem, ex quo solo potest trahi argumentum", y las normas de las Encíclicas "Providentissimus Deus, de
León XIII, y "Spiritus Paraclitus" de Benedicto XV (Ench., Bibl. n. 92. n. 97, n. 498). La "Pontificia
Comisión Bíblica" en una carta fechada el 30 de agosto de 1941 y dirigida a todos los Prelados de Italia,
recalca esos mismos principios contra un autor anónimo que intentaba desacreditarlos.

Claro está que ni los Sumos Pontífices ni la Comisión Bíblica prohíben buscar un sentido alegórico, pero
siempre y ante todo es de investigar cuál fué el sentido que quiso expresar el autor sagrado. A este respecto
hay que decir que los Profetas mencionan a veces tan claramente la restauración de las diez tribus de Israel
190
(José, Efraím), y su unión con las dos de Judá, que no podemos menos de pensar en la nación judía como tal,
y no en el actual pueblo cristiano, que en general procede de los gentiles, y cuya vocación al reino de Cristo
está también vaticinada en el Antiguo Testamento en forma inconfundible con la conversión de Israel. El
hecho es que esa unión de las diez tribus con las dos, no se realizó desde los tiempos en que hablaron los
Profetas, hasta hoy. Persiste, por consiguiente, la esperanza de que algún día se verificará, quizás como uno
de los últimos acontecimientos. Por lo menos debemos darle cabida y no excluirla de antemano.

Para consolar a sus contemporáneos afligidos y humillados por los enemigos, los Profetas pintan de
preferencia, con los más vivos colores, la futura prosperidad de su país y nación, y mirando a un porvenir
más remoto, anuncian una renovación total del pueblo de Israel. No solamente San Pablo, de quien
trataremos más adelante, sino ya el "Eclesiástico” del Antiguo Testamento refiere estas consoladoras
profecías al pueblo judío, cuando dice que Isaías "vio con su gran espíritu los últimos tiempos, y consoló a
los que lloraban en Sión, Anunció lo que debe suceder hasta el fin de los tiempos" (Ecl. 48, 27), y cuando
alaba a los Profetas Menores (en la traducción de Crampon) "porque consolaron a Jacob y lo salvaron por
una esperanza cierta (Ecli. 40, 12) ¿Qué consuelo podía ser para los judíos el prometerles cosas para una
Iglesia de los gentiles? Isaías lo confirma en 66, 10.

Precisamente en aquellos cuadros maravillosos que Dios ha pintado por boca le los Profetas para
confortar a su pueblo, abundan referencias a las iniquidades de Israel, a la "confusión de su mocedad" (Is.
54, 4), a su "pecado" (Jer. 31, 14), a los lugares donde "pecaron" (Ez. 37, 23), etc. Nadie se atreverá a
aplicarlas a la Iglesia, la inmaculada Esposa de Cristo, y quitar a los judíos la última esperanza que según
San Pablo les queda, como manifestación de las inconmensurables riquezas de la misericordia de Dios, y en
cumplimiento de sus promesas (Rom. 11). La "repudiada” algún día volverá a su divino Esposo, y ocupará
un lugar central en el triunfo final de la Iglesia.

¿No somos a veces poco amorosos con los judíos, como los cristianos en tiempos de San Pablo, el cual
los previene por eso contra sentimientos presuntuosos? (Rom. 11, 25). Dejemos a Israel el puesto que le
corresponde en las profecías, y no reservemos toda la gloria para nosotros.

Una observación final facilitará tal vez la comprensión del problema. Es propio de la profecía el que
abarque a veces dos perspectivas, y dos modos de cumplirse, una figurada y otra real. Así. p. ej., el vaticinio
de Jesucristo en Mat. 24 tiene dos aspectos, siendo el primero (la destrucción de Jerusalén) la figura del
segundo (el fin del mundo).Muchas profecías resultan puros enigmas, si el expositor no se atiene a este
principio exegético que le permite ver en el cumplimiento de una profecía la figura de un acontecimiento
futuro.

Sin embargo, la interpretación de uno que otro texto no deja de ser oscura, aunque explotemos todos los
recursos de la hermenéutica. Quedan envueltas en el misterio precisamente aquellas cosas que más busca la
curiosidad humana.

Felizmente poseemos en la carta de San Pablo a los Romanos (11, 26 y 27), la interpretación inequívoca
de uno de estos pasajes obscuros que se encuentra en Isaías 59, 19-21 y que reza como sigue:

“Con esto temerán el nombre del Señor los que están al Occidente, y los del Oriente su gloria: cuando
venga como un río impetuoso, impelido del Espíritu del Señor, y llegue el Redentor que ha de redimir a Sión
y a aquellos hijos de Jacob, que se convierten del pecado, dice el Señor. Y éste es mi pacto con ellos, dice el
Señor: el Espíritu mío que está en ti y las palabras mías que puse Yo en tu boca, no se apartarán de tus
labios, dice el Señor, ni de la boca de tus hijos, ni de la boca de tus nietos desde ahora para siempre”.

191
Para San Pablo las palabras recién citadas forman el fundamento exegético de su argumentación y han de
referirse a la salvación final del pueblo judío9.

Compárese con esto cómo San Pablo en Rom. 9, 27 explica en el mismo sentido otro pasaje del gran
Profeta (Is. 10, 20-23):

“Entonces será, cuando los que quedaren de Israel, y los de la casa de Jacob que habrán escapado, no
volverán a fiarse en el que los hiere, sino que sinceramente se apoyarán en el Señor, el Santo de Israel. Los
residuos de Jacob, los residuos digo, se convertirán al Dios Fuerte. Porque aun cuando tu pueblo, oh Israel,
fuese como la arena del mar, los restos de él se convertirán; los restos que se salvaren de la destrucción,
rebosarán en justicia. Porque destrucción y disminución hará el Señor Dios de los ejércitos en toda la
tierra”.

Jeremías, el segundo de los Profetas mayores, dedica a la renovación de Israel varios capítulos. El 31
culmina en los vers 31-36, citados expresamente por San Pablo en la Epístola a los Hebreos (8, 8 ss y 10,
16):

“He aquí que viene el tiempo, dice el Señor, que Yo haré una nueva alianza con la casa de Israel, y con
la casa de Judá; alianza no como aquella que contraje con sus padres el día que los tomé por la mano para
sacarlos de la tierra de Egipto: alianza que ellos invalidaron; y ejercí sobre ellos mi dominio, dice el Señor.
Mas ésta será la alianza que Yo haré, dice el Señor, con la casa de Israel, después que llegue aquel tiempo:
imprimiré mi Ley en sus entrañas, y la grabaré en sus corazones; y Yo seré su Dios y ellos serán el pueblo
mío. Y no tendrá ya el hombre que hacer de maestro de su prójimo ni de su hermano, diciendo: Conoce al
Señor. Pues todos me conocerán, desde el más pequeño hasta el más grande, dice el Señor; porque Yo
perdonaré su iniquidad y no me acordaré más de su pecado. Esto dice el Señor, que envía el sol para dar
luz al día, y ordena el curso de la luna y de los otros astros para esclarecer la noche; el que alborota el mar
y braman las olas; el que se llama Señor de los ejércitos. Cuando estas leyes, dice el Señor, establecidas por
mi providencia, vinieren a faltar, entonces podrá faltar también el linaje de Israel, y dejar de ser nación
perdurable a mi presencia (Jeremías 31, 31-36)”.

Nótese ante todo que el vaticinio se dirige a todo el pueblo judío, a ambas casas, la de Israel y la de Judá,
no obstante la ruina total de aquélla y la situación desesperada de ésta, y que su fin es consolar a sus
connacionales con la esperanza de la renovación de todas las tribus de Israel. Por lo cual no satisface la
interpretación puramente alegórica, que entiende por "la casa de Israel" y la "casa ele Judá" y el "linaje de
Israel" solamente la Iglesia. En algún sentido debe referirse también a quienes el profeta dirige la profecía,
las doce tribus de Israel, como se ve claramente en Hebr. 10, 16-18.

Entresacamos otro texto de Jeremías: "Porque he aquí que llegará tiempo, dice el Señor, en que Yo haré
volver los cautivos de mi pueblo de Israel y de Judá y harélos regresar, dice el Señor, a la tierra que di a
sus padres y la poseerán" (Jer. 30, 3).

El ilustrado escriturista P. Réboli, S. J. en su reciente edición de la Biblia, pone aquí (con el P. Páramo, S.
J.) la siguiente nota:

9 Los intérpretes que, como por ej. Simón-Prado, ven en Rom. 11, 27 citado también a Is. 21, 9 han
de aplicar igualmente este pasaje a la conversión de Israel, "la viña del vino rico", (v. 2) "Cuando
vieren (los judíos) que destruido su templo y los otros que hayan consagrado a los ídolos se erigen
por todas partes altares y templos al verdadero Dios; entonces comenzarán ellos a abrir los ojos, y
se convertirán a Jesucristo." (Nota de Scío a Is. 27, 9).

192
"El Profeta parece que habla principalmente de la libertad completa en que será puesto el pueblo de
Israel, cuando todo entero reconocerá al Mesías, y entrará en su Iglesia por la fe; porque tan sólo una
pequeña parte de la nación fue la que se convirtió en el tiempo del Mesías. Tal vez por esto se añade en el v.
24, que las cosas que aquí se dicen serán entendidas al fin de los tiempos. Es de notarse, con San Jerónimo,
que profetizaban las mismas cosas Jeremías en Jerusalén y Ezequiel en Babilonia. (Véase Ezech, 37 24.)".

Como se ve, la nota del P. Réboli señala, en una feliz síntesis, las siguientes verdades:

a) Las Profecías con las promesas hechas a Israel no se cumplieron en la primera venida de N. S.
Jesucristo: "porque tan sólo una pequeña parte de la nación fué la que se convirtió en tiempo del Mesías".

b) Esas Profecías no se refieren, por lo tanto, a los cristianos, sino que deben aplicarse literalmente, como
dice el comentado versículo de Jeremías, al pueblo israelita y a la futura reunión de las doce tribus (Israel y
Judá), reunión nunca efectuada hasta el presente10.

c) Esa reunión, que tendrá lugar "en la tierra de sus padres", como dice el texto de Jeremías, comportará
"la libertad completa en que será puesto el pueblo de Israel", y será la conversión total de dicho pueblo
"cuando todo entero reconocerá al Mesías y entrará en la Iglesia por la fe", según las profecías de San Pablo
que hemos comentado en el presente estudio.

d) Estos admirables misterios se cumplirán "al fin de los tiempos", como lo hace notar el P. Réboli de
acuerdo con el v. 24 de este mismo capítulo 30 de Jeremías.

e) En confirmación de todas estas verdades, "debemos notar, como lo hacía San Jerónimo", que ellas eran
enseñadas igualmente "por Jeremías en Jerusalén", según acabamos de verlo y "por Ezequiel en Babilonia",
como se ve en Ezech, 37, 24; pasaje que transcribimos más adelante.

Otra nota en que el docto jesuita completa el panorama profético a que nos hemos referido en este
estudio, es la que pone al vers. 13 del mismo cap. 39 de Jeremías, en el cual Dios reprocha al pueblo de
Israel su rebeldía, diciéndole: "No hay remedios que te aprovechen". "Esto es, observa el P. Réboli, la
ceguedad y dureza del pueblo judaico en no querer reconocer al Mesías, es de suyo incurable: se necesita un
milagro de la gracia, el cual obrará Dios a su tiempo. Ver Rom. cap. 11." Efectivamente será así, como lo
hemos visto al estudiar ese capítulo de S. Pablo que cita el P. Réboli: la conversión de Israel es una cosa que
Dios obrará, no por los méritos de este pueblo, sino movido exclusivamente por su misericordia. De ahí que
S. Pablo lo anuncie como un gran misterio, y llegue a decir, en dicho capítulo, que, con miras a esa futura
conversión, "algunos pocos han sido reservados por Dios según la elección de su gracia." Y agrega: "Y si
por gracia, claro está que no por obras: de otra suerte la gracia no fuera gracia" (Rom. 11, 5-6). Ver también
Deut. 4, 30 s.

De la misma manera consuela el profeta Ezequiel a su pueblo. Se reunirán los israelitas en un solo rebaño
y habitarán perpetuamente la tierra santa de sus padres. He aquí la profecía a la cual se refiere la nota del P.
Réboli:

“No se contaminarán más (los judíos) con sus ídolos, ni con sus abominaciones, ni con todas sus
maldades. Yo los sacaré salvos de todos los lugares donde ellos pecaron, y los purificaré, y serán ellos el
pueblo mío, y Yo seré su Dios. Y el siervo mío David será el rey suyo, y uno solo será el pastor de todos
ellos: y observarán mis leyes y guardarán mis preceptos y los pondrán por obra. Y morarán sobre la tierra
que Yo di a mi siervo Jacob, en la cual moraron vuestros padres; y en la misma morarán ellos y sus hijos, y
los hijos de sus hijos eternamente; y David11, mi siervo, será perpetuamente su príncipe. Y haré con ellos

1010 Al convertirse toda la nación judía a la fe, entonces se verificará la reunión de todas las tribus en
el reino de Jesucristo.- (Nota de Páramo, S. J. a Jer. 30, 9).
11
El Mesías, que es descendiente de David. Ver Jer. 23, 5 s.; 30, 9; 33, 15 s.; Os. 3, 5, etc.
193
una alianza de paz, que será para ellos una alianza sempiterna; y les daré firme estabilidad, y los
multiplicaré, y colocaré en medio de ellos mi santuario para siempre. Y tendré junto a ellos mi tabernáculo,
y Yo seré su Dios, y ellos serán el pueblo mío. Y conocerán las naciones, que Yo soy el Señor, el
santificador de Israel, cuando estará perpetuamente mi santuario en medio de ellos” (Ez. 37, 23-28)”.

Pasamos por alto otros anuncios de los Profetas mayores, para incluir algunos de los menores:

“Porque los hijos de Israel mucho tiempo estarán sin rey, y sin príncipe, y sin sacrificio, y sin altar, y sin
efod (prenda del S. Sacerdote), y sin terafines (oráculos). Y después de esto volverán los hijos de Israel y
buscarán al Señor su Dios, y a David su rey (al Mesías hijo de David), y se acercarán con temor al Señor y
a sus bienes en el fin de los tiempos” (Oseas 3, 4, 5).

Hay unanimidad entre los exegetas sobre el sentido de esta profecía. Todos la refieren al pueblo de Israel,
que algún día mirará y admirará al Redentor, pero esto, según muchos, será, como se expresa Scío, "en la
postrimería de los días, al fin del mundo"12.

“Y sacaré de la esclavitud al pueblo mío de Israel, y edificarán las ciudades abandonadas y las
habitarán, y plantarán viñas y beberán el vino de ellas, y formarán huertas y comerán su fruta. Y Yo los
estableceré en su país, y nunca jamás volveré a arrancarlos de la tierra que Yo les di, dice el Señor Dios
tuyo” (Amós 9, 14-15).

Este último versículo muestra que no se trata de la vuelta del cautiverio babilónico, que fué transitoria,
sino de una definitiva y perpetua; profecía que hasta hoy no se cumplió ni literal ni alegóricamente.

“En aquel tiempo Yo reuniré conmigo, dice el Señor, aquella (nación) que cojeaba (Israel), y volveré a
recoger aquella que Yo había desechado y abatido; y salvaré los restos de la que cojeaba, y formaré un
pueblo robusto en aquella que había sido afligida; y sobre ellos reinará el Señor en el monte Sión desde
ahora para siempre jamás” (Miqueas 4, 6 s.).

“Esto dice el Señor de los ejércitos: Yo he vuelto a Sión y moraré en medio de Jerusalén; y Jerusalén
será llamada ciudad de la verdad, y el monte del Señor de los ejércitos, monte santo” (Zac. 8, 3).

“Y vendrán a Jerusalén muchos pueblos y naciones poderosas a buscar al Señor de los ejércitos y a orar
en su presencia. Así dice el Señor de los ejércitos. Esto será cuando diez hombres de cada lengua y de cada
nación tomarán a un judío, asiéndole de la franja del vestido y le dirán: iremos contigo porque hemos
conocido que con vosotros está Dios” (Zac. 8, 22-23).

“Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén espíritu de gracia y de oración,
y pondrán su vista en Mí, a quien traspasaron (es decir en Cristo: Cf. Juan 19, 37), y lo plañirán con
llanto, como sobre un unigénito. Y harán duelo sobre Él, como se suele hacer en la muerte de un
primogénito” (Zac. 12, 10).

“Y en aquel día brotarán aguas vivas en Jerusalén, la mitad de ellas hacia el mar oriental, y la otra
mitad hacia el mar occidental. Serán en verano y en invierno. Y el Señor será el Rey de toda la tierra. En
aquel tiempo el Señor será el único; ni habrá más nombre que el suyo. Y la tierra (de Judá) volverá a ser
habitada hasta el desierto, desde el collado de Remmón, hasta el mediodía de Jerusalén; y será ensalzada, y
será habitada en su sitio, desde la puerta de Benjamín hasta el lugar de la puerta primera, y hasta la puerta
de los ángulos; y desde la torre de Hananeel, hasta los lagares del rey. Y será habitada, ni será más
entregada al anatema; sino que reposará Jerusalén tranquilamente” (Zac.14, 8-11).

12Esto no impide aplicarla también al regreso del cautiverio babilónico, el cual es imagen de la
vuelta definitiva de Israel a Cristo (Calmet, Lepicier).
194
Estas profecías, que no son más que un pequeño florilegio de un jardín riquísimo, bastarían para hacernos
vislumbrar el valor trascendental que los Profetas, por inspiración divina, atribuían al "restablecimiento'
(Rom. 11, 11) de su pueblo: idea fundamental del Antiguo Testamento e interpretada irrefutablemente por el
Apóstol de los gentiles en Rom., cap. 11.

No falta en el cuadro el Profeta que ha de venir para encaminar la obra de la salvación. Es, según el
Eclesiástico (48, 10), Elías, “el que está constituído en los decretos de los tiempos para aplacar la ira del
Señor; para reconciliar el corazón del padre con el hijo, y restablecer las tribus de Jacob”.

La primera parte de tan consoladora promesa se encuentra también en Malaquías (4, 6), con el agregado:
“a fin de que Yo (Dios), en viniendo, no hiera la tierra con anatema.”

El mismo Señor confirma que Elías ha de venir al final y "restituirá todas las cosas" (Mat. 17, 11) aunque
ya el Bautista puede considerarse como un nuevo Elías (Mat. 11, 14)13.

Como acabamos de ver en el Eclesiástico (48, 10), la venida de Elías tendrá también por fin "restablecer
las tribus de Jacob", es decir, la realización de las profecías sobre el "restablecimiento" (Rom. 11, 15) de
Israel.

Según los SS. Padres, Elías no solamente convertirá a los judíos, sino que también hará florecer en la
Iglesia su antigua piedad y nativo esplendor (Páramo)14.

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13 Estos textos acerca de Elías confirman la idea que las profecías precitadas no se limitan a un
sentido tan sólo condicional y a tiempos pasados.
14 El Apocalipsis (11, 3) menciona a dos Profetas-Testigos de los últimos tiempos. El uno sería Elías, el

otro Henoc, según la opinión más común entre los Padres y Doctores que han comentado el pasaje.
La exégesis moderna se aleja en parte de esta interpretación y considera que esos testigos son los
predicadores del Evangelio (Allo, Buzy, etc.).
195
IV. SUCESIÓN DE LOS ACONTECIMIENTOS NOVISIMOS

Con los medios que están a nuestro alcance humano, no es del todo imposible establecer la sucesión de
las postrimerías. Seguimos en la exposición de tan delicada materia, no el propio juicio, sino, en los párrafos
descollantes, al más autorizado de los teólogos que trataron el tema: el Cardenal Luis Billot, el que dedica a
esta cuestión gran parte de su libro "La Parousie".

Según Billot, el estado del mundo actual se acerca cada vez más al que nos describen Jesús y los
Apóstoles para los últimos tiempos15.

1) El Evangelio del Reino ha sido predicado en todos los países del mundo, hasta entre los negros y
esquimales. Así se ha cumplido lo que dice el Señor en Mat. 24, 14: “Entre tanto se predicará este
Evangelio del Reino en todo el mundo, en testimonio para todas las naciones; y entonces vendrá el fin”16.
Nótese que la profecía del Señor no dice que todos los hombres aceptarán el Evangelio sino tan sólo que les
será predicado. Porque bien sabe Él que habrá poca fe en el tiempo de su Retorno. Dice Él mismo: "Pero
cuando viniere el Hijo del hombre, ¿os parece que hallará fe sobre la tierra?” (Luc. 18, 8).

2) La apostasía de las masas en casi todos los pueblos cristianos —esta llaga, la más grande que jamás
sufrió la Iglesia; este desastre espiritual, más atroz que todas las herejías juntas, — es la segunda señal del
acercamiento de los últimos tiempos: "Aparecerá un gran número de falsos profetas que pervertirán a
muchas gentes. Porque abundará la maldad, se enfriará la caridad de muchos" 17 (Mat. 24, 11 y 12). Véase
también II Tes. 2, 3.

Son tan conocidas estas señales de la apostasía que no necesitamos describirlas. Baste decir que no hay
que pensar para ello sólo en remotos países, sino también en aquellos en que vivimos.

3) El mundo está, pues, a punto de iniciar la gran rebelión del Anticristo contra Dios de la que hablan
San Pablo y San Juan. El Doctor de los gentiles escribe sobre esto a los Tesalonicenses: “Entonces (cuando
venga la apostasía) se dejará ver aquel perverso (el Anticristo), a quien el Señor Jesús matará con el
aliento de su boca, y destruirá con el resplandor de su Venida. Aquél vendrá con el poder de Satanás, con
toda suerte de milagros, de señales y prodigios falsos y con todas las ilusiones que conducen a la iniquidad
a aquellos que se perderán por no haber recibido y amado la verdad a fin de salvarse. Por eso les enviará
Dios el artificio del error para que crean a la mentira; para que sean condenados todos los que no creyeron
a la verdad, sino que se complacieron en la maldad” (II Tes. 2, 8-11). Ver Dan. 7, 25 s.; Apoc. 13, 5.

Billot observa acertadamente que esta fase de los acontecimientos apocalípticos no pudo verificarse hasta
hoy, porque faltaban las condiciones técnicas. Un "dueño del mundo”, como va a ser el Anticristo, necesita
absoluta centralización y monopolización de todas las fuerzas técnicas en una sola mano. ¿Quién niega que
la guerra mundial nos ha mostrado y sigue mostrándonos cuán cerca está el mundo de este fin fatal de las
invenciones humanas?

4) Entonces, y sólo entonces, vendrá la renovación y conversión de Israel de que hemos tratado en el
capítulo III. Billot cree que también para esta vuelta de Israel, la Providencia está preparando los caminos, y

15
Claro está que las exposiciones que siguen han de entenderse dentro del marco que pone a los
últimos acontecimientos el mismo Señor: "En orden al día y a la hora nadie lo sabe, ni aun los
Ángeles, sino sólo el Padre" (Mat. 24, 36) y S. Pablo: "Como el ladrón de noche, así vendrá el día
del Señor" (I Tes. 5, 2). "Velad, pues, ya que no sabéis ni el día ni la hora" (Mat. 25, 13).
16 Joüon traduce: "Y esta Buena Noticia del Reino será proclamada en el mundo entero; y
promulgada a todos los pueblos", etc.
17
Joüon traduce: de la mayoría.
196
menciona como uno de los indicios, el movimiento sionista entre los judíos, cuyo fin es organizar la
repatriación del pueblo hebreo en el país de sus padres.

La conversión de Israel será la coronación de la Nueva Alianza (ver Hebr. 8, 8 ss. y 10, 16, donde S.
Pablo interpreta a Jeremías 31, 31 ss) La reprobación de Israel fué ocasión de nuestra admisión al Reino;
pero una vez obtenido el perdón, ese pueblo entrará de nuevo en la posesión cíe las promesas y formará
parte del Reino de Cristo, corno se ve en la Carta a los Romanos (c. 11). Este será el momento en que
veremos el cumplimiento de todos aquellos vaticinios de los Profetas sobre la salvación de Israel, que ahora
tan difícilmente comprendernos; y Cristo será reconocido verdadero Rey por su pueblo, lo que no hicieron
en su primera venida.

5) Si seguimos al Vidente de Patmos (Apoc. 20, 7-10) habrá al fin un combate apocalíptico entre las
fuerzas de Gog y Magog contra los "santos" y la "ciudad amada". Gog y Magog son nombres que se
encuentran ya en las profecías de Ezequiel (caps. 38 y 39). Su significado es oscuro, pero lo cierto es que el
Profeta los toma como representantes de todos los enemigos de Dios, lo mismo que San Juan, por lo cual no
han de confundirse con el Anticristo como persona.

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197
V. CONCLUSIÓN

El docto Cardenal Billot, muerto hace algunos años, no presenció la persecución actual de los judíos, la
cual, por encima del resentimiento racial y de la lucha económica que tal vez haya contribuido en un
principio, ha tomado proporciones y formas nunca vistas. Dios visita a su pueblo, quiere curarlo en su eterna
misericordia.

“Pero, ¿quién hay entre vosotros que escuche y atienda, y piense en lo que ha de venir? ¿Quién ha
abandonado a Jacob e Israel para que sea presa de los que le han saqueado? ¿No es el mismo Señor contra
quien hemos pecado no queriendo seguir sus caminos, ni obedecer su ley? Por eso ha descargado Él sobre
éste (pueblo) su terrible indignación y le hace una guerra atroz, y le ha pegado fuego por todos sus
costados, y no cayó (Israel) en la cuenta; le ha entregado a las llamas, y no ha entrado en conocimiento (de
sus culpas)” (Isaías 42, 23-25). Ver Deut. 32, 6 y 29 s.

No te hagas sordo, oh Israel, en el día en que el Señor tu Dios te busque mediante la tribulación, porque
Él es también quien te consuela, como dijo por boca del Profeta:

“Consuélate, oh pueblo mío, consuélate: dice vuestro Dios: Habladle al corazón a Jerusalén, alentadla,
pues se acabó su aflicción; está perdonada su maldad; ha recibido de la mano del Señor el doble por todos
sus pecados" (Is. 40, 1-2)18.

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18
A título informativo y para dar testimonio a la verdad, añadamos una palabra sobre la leyenda
negra inventada contra los judíos. Se les acusaba, y se les acusa aún, de cometer "asesinatos rituales"
en niños cristianos, crimen que ya el Papa Gregorio IX (siglo XIII) después de maduro examen,
declaró ser una "mera invención”. Este mismo Papa, como también otros Pontífices Romanos,
dispuso que los judíos no debían ser molestados en sus conciencias ni en la observación de sus
fiestas. Hoy día circula también la leyenda de los "Protocolos de los Sabios de Sión” cuya falsedad
igualmente con toda certeza está probada.
198
PALABRAS DE CONSUELO A LOS JUDÍOS PERSEGUIDOS

Aunque no se cumplió aquella esperanza del sefardí Antonio de Montesinos, que en el siglo XVI afirmó
haber descubierto en América del Sur las diez tribus de Israel, desaparecidas desde el cautiverio de Samaria
en Asiria19, nos queda siempre la esperanza bíblica de los divinos Profetas. También los hebreos tienen que
"custodiar su depósito sagrado y evitar las profanas novedades" de que habla San Pablo a Timoteo20.

El tiempo ha hecho estragos, y los gentiles modernos no han sido menos enemigos de la tradición bíblica
israelita que los antiguos con sus dioses de palo y piedra. La misma cultura talmúdica y rabínica de los
Raschí, de los Maimónides, de los ben Gabirol, de los Yehuda ha-Leví, de los ben Ezra, formada en las
tranquilas horas medievales, ha sido ridiculizada por escritores de nota como los Abrahamowitsch y Gordon
en el siglo pasado. Por otra parte, la llamada reforma del judaísmo, en la que tanto influyó Moisés
Mendelsohn, aquel hebreo con el espíritu de la Alemania de Federico el Grande, ha tendido a destruirlo
todo, y hasta tal punto se ha entronizado el elemento negativo, que apenas se ha conservado nada de lo
tradicional.

Así, entre los mismos judíos, se ha llegado muy poco a poco a negar la creencia en el advenimiento de un
Mesías personal, sustituyéndolo por la idea de la misión mesiánica del pueblo de Israel que habría de
realizarse en la era "mesiánica” de la humanidad. Se ha querido abandonar las leyes del Pentateuco;
suprimir, junto con el Mesías, toda referencia a la restauración del Templo, y hasta la idea de resurrección,
como los saduceos del tiempo de Jesucristo.

Pero la verdadera reparación de Israel sólo puede traerla Cristo. Recordemos que el sacrificio expiatorio
cotidiano tenía por fuerza que ser de un cordero. Y Cristo, desde antes de que inaugurase la predicación del
Reino evangélico, fué presentado por el Bautista como el Cordero de Dios que cargó con los pecados del
mundo, realizando así aquella figura de la Antigua Alianza. ¿Acaso la misma tradición judaica no reconoce
aún otra figura del Mesías: el rito del macho cabrío emisario, que ofrecía el Sumo Sacerdote por los pecados
del pueblo?

Nada es más triste que el pesimismo con que un gran poeta hebreo del siglo XIX, Menahen Mendel
Dolitzky, el primero que reanuda la tradición de los Siónidas, después de notar la pérdida de la fe religiosa,
nota la falta de entusiasmo aun por la idea sionista. ¿Es que fué en vano, que en la destrucción de Jerusalén
quedase en pie el muro de las lamentaciones, que Israel ha regado durante tantos siglos, con las lágrimas del
dolor y de la esperanza?

No, no es en vano, porque a la época mendelsohniana ha sucedido la época sionista.

¡Cuántos progresos ha realizado esta idea, que al principio se enunciaba tímidamente, como cosa
descabellada! Basta haber visto el milagro de Tel Aviv, esa "Colina de Primavera" tan erigida en terrenos
hasta ayer arenosos y estériles; basta ver la notable organización de los estudios en la Universidad de
Jerusalén; basta ver los plantíos de grape-fruits en las orillas del Lago de Jesús. Y aunque así no fuera, el
profeta Sofonías, nos muestra claramente que el grande y definitivo llamamiento de Israel se producirá
cuando el pueblo esté pobre y humilde y vuelva su esperanza al Señor: "En aquel día no serás abochornada
a causa de todas tus obras, con las cuales te rebelaste contra Mí, porque entonces quitaré de en medio de ti
los tuyos que se regocijan orgullosamente: y no volverás a ensoberbecerte en mi santo monte. Antes Yo
dejaré en medio de ti un pueblo afligido y pobre y ellos confiarán en el nombre del Señor. El residuo de
Israel no hará iniquidad ni hablará mentiras, ni será hallada en su boca una lengua engañosa; por lo cual,
como ovejas, apacentarán y sestearán, y no habrá quien los espante. Canta ¡oh hija de Sión! prorrumpe en
aclamaciones ¡oh Israel! alégrate y regocíjate de todo corazón ¡oh hija de Jerusalén! El Señor ha apartado

19 Es lo mismo que luego habían de sostener, con respecto a Inglaterra, los numerosos partidarios de
la British-lsrael.
20
I Tim. VI, 20.
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tus juicios, ha echado fuera a tu enemigo. El rey de Israel, el Señor, está en medio de ti, no tienes que temer
jamás mal alguno. En aquel día será dicho a Jerusalén: No temas ¡oh Sión!, no se aflojen tus manos. El
Señor, tu Dios, está en medio de ti; Él, que es poderoso, te salvará; regocíjase sobre ti con alegría,
descansará en su amor, y saltará de gozo sobre ti, cantando. A los que lloran privados de las fiestas
solemnes, Yo los re-cogeré; lejos de ti estaban, mientras sobre ti se cargaba el vituperio. He aquí que en ese
tiempo Yo me las habré con cuantos te afligen; y salvaré a la que cojea y recogeré a la que ha sido
expulsada: y haré que sean para la alabanza y renombre, en toda tierra en donde han padecido ignominia.
En ese tiempo os haré entrar, y en ese tiempo os recogeré, porque haré que seáis para renombre y alabanza
entre todos los pueblos de la tierra, cuando Yo haga tornar vuestro cautiverio, ante vuestra misma vista,
dice el Señor”21.

Nadie ignora las dificultades políticas de afuera, ni las tendencias divergentes de los judíos que no
quieren pensar en apresurar "el día del Señor", de que hablan tantas veces los Profetas, porque dicen que el
Mesías lo hará todo a su tiempo. Tienen razón, en cuanto Dios no necesita de los hombres, e Isaías nos dice
que Él hará estas cosas súbitamente cuando llegare su tiempo (LX, 20). Pero nada podrá impedir que ese
supremo ideal de Israel, que es el mismo que San Pablo llama la bienaventurada esperanza (Tito II, 13) de
los cristianos, siga moviendo a las almas de elección hacia un terreno que, prescindiendo de planes de orden
temporal es el más propicio para la fusión definitiva, en los brazos del Mesías triunfante, de los que son
hijos de Abraham según la carne y los que somos hijos de Abraham según la fe en la promesa22.

Y esto no es un sueño del sentimentalismo, sino una de las más grandes verdades que Dios se ha dignado
revelarnos en la Biblia. Porque cuando haya llegado el fin de los tiempos durante los cuales deben cesar el
sacrificio y la oblación según lo anunció el profeta Daniel (IX, 27); cuando "el reino, la dominación y la
grandeza del reino que está debajo de todo el cielo, sea dado al pueblo de los santos del Altísimo", como
dice el mismo Profeta (VII, 27), entonces se cumplirán las estupendas promesas de Zacarías: "Esto dice el
Señor Omnipotente: He aquí que voy a libertar a mi pueblo del país de Oriente y de Occidente. Yo los
conduciré y ellos habitarán en medio de Jerusalén; ellos serán mi pueblo y Yo seré su Dios con verdad y
justicia... Que vuestras manos se fortalezcan, oh vosotros, los que escucháis en estos días estas palabras de
la boca de los Profetas que os hablaron en el día en que fué fundada la casa del Señor de los ejércitos, para
que el templo sea reedificado”23.

Entonces se cumplirán, de un modo u otro, las visiones de los Profetas sobre la nueva Jerusalén, la
reedificación de sus muros, el nuevo Templo, porque en aquel día se verificará la fusión en Cristo de los
pueblos del Nuevo y del Antiguo Testamento.

Dejo de lado todas las profecías que, desde la cuna de Efrata o Bethlehem, anunciada por Miqueas (5,2),
hasta la lanzada con que el soldado romano abrió el costado de Jesús ya muerto —para que no le quedase ni
una gota de sangre que derramar por nosotros (Zacarías 12, 10) — muestran esa sangre del Cordero como un
hilo rojo que nos descubre, a través de toda la Biblia, empezando por el simbólico sacrificio de Abraham, la
primera venida de Cristo doliente. Ésa es la primera mitad del misterio cristiano, que dejamos al estudio de
los judíos que quieran penetrar a fondo en el Evangelio. La otra mitad, o sea la segunda venida del Mesías

21 Sofonías, 1-20 (Texto hebreo). Ver también los Salmos 79, 80 y 83 (numeración hebrea) que la
Iglesia aplica, junto con la oración de Mardoqueo (Ester 13. 8 ss.) en la Misa "contra Paganos".
22 Ver Romanos IV, 16 ss.

23
Zacarías VIII, 7-9 (Texto hebreo). Con respecto a la nueva distribución de la Palestina, anunciada
por el Profeta Ezequiel (47, 13-20) y muy distinta de la que existió, añadimos las palabras del
famoso exegeta católico Fillion que dice que en ello, se indican “las fronteras de la comarca que el
pueblo de Dios, regenerado y transformado, poseerá corno preciosa herencia". Hace notar en
seguida que según este nuevo reparto “todas las porciones serán iguales” a diferencia de la antigua
distribución, y agrega: "Al dar así la tierra santa a su pueblo como una posesión definitiva, el Señor
cumplirá sus antiguas y solemnes promesas". Cfr. Gen. 13, 14 ss; 15, 18 ss; 26, 3; 28,13 ss., etc.
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triunfante, es nuestra esperanza, y no tenemos duda alguna de que cuando ambos pueblos, judío y gentil,
estudien las profecías maravillosas de los Videntes del Antiguo Testamento y de San Pablo, se realizará el
anhelo que Cristo expresó a su Padre cuando le dijo: "Ut omnes unum sint... que todos sean una misma cosa"
(Juan 17, 21), y éste será el fruto por excelencia de su Pasión, como lo expresa San Pablo cuando dice a los
de Éfeso y en ellos a todos los gentiles: “Acordaos, digo, que en aquel tiempo estabais sin Cristo, estando
extrañados de la ciudadanía de Israel y siendo extranjeros con respecto a los pactos de la promesa; no
teniendo esperanza y sin Dios en el mundo. Ahora empero, en Cristo Jesús, vosotros que en un tiempo
estabais lejos de Dios, habéis sido acercados a Él en virtud de la sangre de Cristo. Porque Él es nuestra
paz, el cual de dos pueblos ha hecho uno solo, derribando la pared intermedia que los separaba” (Ef. 2, 12-
14).

Entonces, esto es, cuando estudiemos juntos unidos en caridad, esas profecías que nos revelan lo mucho
que nos une, sin pensar en lo que nos separa... ¡oh!, el corazón se dilata al pensarlo, entonces el ímpetu del
río alegrará la ciudad de Dios; entonces los cristianos sabremos que Abraham es el padre de todos nosotros,
como lo prueba San Pablo en el cap. IV de la Carta a los Romanos, y entenderemos el sentido de la oración
oficial de la Iglesia, que cada semana repite todo el Salterio de David, y se alegra con las estupendas
promesas de Dios acerca de una nueva Jerusalén, y le dice de mil maneras, a esa que Cristo llama “la ciudad
del gran Rey” (Mat. 5, 35) : "Propter domum Domini Dei nostri quaesivi bona tibi: a causa de la casa del
Señor Nuestro Dios anhelé para ti la felicidad (Salmo 121, 9), e invita a todos los creyentes a orar
diciéndoles: Rogad por la paz de Jerusalén" (Ibid. 6).

Terminamos señalando a nuestros hermanos en Cristo, la necesidad, más que nunca urgente en este
período de la historia, de que lean y estudien detenidamente los capítulos IX a XI de la Epístola de San
Pablo a los Romanos.

En esos capítulos y principalmente en el último, verán los hebreos cuán alto es el concepto que de su
pueblo y sus destinos hemos de tener los cristianos, y verán muchos de éstos, con saludable humillación,
cuán errados estaban al juzgar el problema de este pueblo sólo desde los puntos de vista racial y económico,
San Pablo les enseñará que este pueblo es amadísimo de Dios a causa de sus padres; que sigue siendo el
elegido, porque los dones de Dios son irreversibles (Rom. 11, 29): sabrán que San Pablo llega a desear ser
anatema y separado de Cristo por el bien de los judíos, sus hermanos, de quienes dice que son los hijos
adoptivos de Dios y que tienen la gloria, la Alianza, la Ley, el culto, las promesas, los Patriarcas, y de los
cuales procedió Cristo según la carne (Rom. 9. 3-5).

Extendamos nuestra invitación a los Israelitas, nuestros hermanos en Abraham, para que ahonden en los
libros de sus Profetas y se preparen para el cumplimiento de las promesas que Dios les ha dado por boca de
ellos para siempre, pues la vocación de Dios respecto a su pueblo es inmutable (Rom. 11, 29), y roguemos
como lo hicieron León XIII y Pío XI en la consagración del género humano al Sagrado Corazón, que ese
pueblo vuelva al Señor y le sirva como sus padres, los Patriarcas, los que son también nuestros padres en la
fe, porque todos somos hijos de Abraham (Rom. 4, 11-18) admitidos misericordiosamente por la gracia de
Cristo a participar, aunque éramos paganos y "sin promesa", de las magnas promesas hechas a Israel (Ef. 2,
11 ss.); a fin de que de ambos pueblos se haga uno solo, rompiéndose el muro que los dividía (v. 14). Por
Cristo unos y otros tenemos entrada al Padre en virtud de un mismo Espíritu (v. 18), y estamos edificados
sobre el fundamento de los Apóstoles y de los Profetas judíos (v. 20), siendo Él la piedra angular. Y
sabemos, para inmenso consuelo de todos, que esta unión de ambos pueblos, no realizada todavía de hecho,
a pesar de la Redención de Cristo, será un día plena y feliz realidad sobre la tierra, porque así lo anunció Él
mismo cuando dijo: "Y habrá un solo rebaño y un solo Pastor" (Juan, 10, 16)24.

24 Mientras están en prensa estas cuartillas los diarios de Buenos Aires ("El Pueblo”, “La Nación")
publican dos hechos muy significativos para el acercamiento entre los judíos y la jerarquía católica.
El primero consiste en las oraciones que hicieron los rabinos de Nueva York por la salud del
Cardenal Hinsley de Londres; el segundo es la "Semana de Confraternidad" entre cristianos y judíos,
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Entretanto, no hallamos mejor conclusión que las siguientes palabras del Sumo Pontífice Pío XI a los
dirigentes de la Radio Católica Belga, con las cuales parece que el Papa quiso acentuar, en 1938, la
tendencia hacia tan grandioso ideal, tendencia que desde entonces va difundiéndose y creciendo cada día,
sobre todo entre los católicos ilustrados:

"Sacrificium Patriarchae nostri Abrahae (el sacrificio de nuestro Patriarca Abraham: palabras del Canon
de la Misa): Observad que Abraham es nombrado nuestro Patriarca, nuestro antepasado. El antisemitismo no
es compatible con el pensamiento y la realidad sublime que ese texto expresa. Es un movimiento en el cual
no podemos, nosotros los cristianos, tener ninguna participación... Por Cristo y en Cristo somos de la
descendencia espiritual de Abraham... El antisemitismo es inadmisible. Somos espiritualmente semitas."
Pío XII
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que se ha realizado en Norteamérica y entre cuyos propulsores figuran el Cardenal William


O’Connell de Boston y el Arzobispo Mons. Tomás E. Molloy de Brooklyn.
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