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Castigo
Libro I
Argumento
Segunda Parte.
Capítulo 15
Septiembre de 2000
Todos aquellos rostros,
anteriormente tan bellos, lo miraban en
ese momento con ojos muertos y
estériles. Ojos de verde mar y gris
violeta, con sus largas y espesas
pestañas cargadas de rimel, que
contemplaban la nada, desprovistos de
vida, vacíos. Ojos cuya última visión
había sido de un insuperable horror.
Bocas silenciadas para siempre en
gritos eternos.
Dominick Falconetti, el agente
especial del Departamento de Policía de
Florida, estaba sentado, solo, en la gris
y antigua sala de conferencias. Con la
cabeza entre las manos, masajeándose
las sienes lentamente para aliviar la
presión que aumentaba inexorablemente,
contemplaba el montaje de fotografías
que adornaba el Muro. Informes de la
policía, verdes carpetas de archivos de
investigación, recortes de prensa y hojas
con entrevistas cubrían toda la
superficie de la mesa de conferencias
rectangular de cerezo. Un cigarrillo
ardía cerca, en alguna parte, tras una lata
de café de Starbucks y una bolsa vacía
de Burger King. Lejos, en un rincón de
la abarrotada sala, un monitor de
televisión proyectaba ruidosa nieve una
vez terminada la macabra cinta de vídeo
que acababan de pasar. Sobre su cabeza,
la brillante luz de los fluorescentes
arrojaba su resplandor sobre las cinco
nuevas y espeluznantes fotografías que
habían sido limpiamente esparcidas ante
él, sobre la mesa. Otra chica más para el
Muro.
Se había pedido a las familias de las
once jóvenes desaparecidas que
proporcionaran alguna foto reciente de
sus hijas para su identificación. Un
montón de instantáneas sacadas de las
ceremonias de graduación y de orlas de
instituto, fotos de anuarios e imágenes
de fotógrafos profesionales sonreían en
ese momento a Dominick desde sus
respectivas ubicaciones en el tablero de
corcho que la unidad especial había
bautizado sombríamente como «el
Muro». Lo cierto era que la unidad
había recibido cinco, seis y en algún
caso hasta diez fotos de cada joven. Tras
diecisiete años en homicidios, Dominick
sabía que era imposible esperar que una
madre escogiera una única foto para
resumir una vida entera de recuerdos de
su hija, o que un pariente se conformara
con una sola para reflejar la imagen que
quería conservar de una hermana. Así
pues, habían escogido la imagen más
detallada de cada chica para ponerla en
el Muro, y las otras habían sido
discretamente archivadas. A
continuación, habían clavado las
instantáneas en hilera en el corcho, por
orden cronológico, empezando por la
fecha de la primera desaparición y no
por la del día del hallazgo del cadáver.
Justo debajo, en marcado contraste
con las sonrientes imágenes, los cuerpos
rotos y desnudos de nueve de las
desaparecidas habían sido fotografiados
una última vez. Chinchetas de colores
fosforescentes sujetaban el collage de
las cinco imágenes de cada una de las
escenas del crimen y de las
correspondientes autopsias en un tablón
de corcho que ocupaba casi toda la
longitud de la pared de la sala de tres
por siete metros: un escalofriante y
repulsivo álbum de «el antes y el
después» resumido en instantáneas.
Encajadas entre las imágenes de la vida
y la muerte, había unas cartulinas de
doce por diecisiete centímetros
pulcramente impresas con el nombre, la
edad, una breve descripción física de
cada víctima, además de la fecha y el
lugar de su desaparición; la última línea
indicaba la fecha y el lugar donde había
sido descubierto el cadáver, e incluía
una breve nota del forense con la
estimación de la fecha y la hora de la
muerte. Las causas del fallecimiento no
hacía falta explicarlas: resultaban más
que evidentes a la vista de las
fotografías.
Dominick tomó un sorbo del café,
que se le había quedado frío, y
contempló, como había hecho tantas
veces, los perturbadores rostros de las
jóvenes, sus aterrorizados ojos en otro
tiempo confiados.
«¿Qué habrían visto en los últimos
instantes de sus breves vidas, antes de
que todo se tornara misericordiosamente
negro?»
¡Eran todas tan jóvenes! La mayoría
de las chicas apenas pasaban de los
veinte años. Tres de ellas ni siquiera
habían tenido la suerte de cumplirlos. La
mayor de las once solo tenía veinticinco
años, y la menor, dieciocho.
Fotografiadas en vida, sus vibrantes
sonrisas resultaban incitantes, y sus
juguetones mohines denotaban timidez.
A una, el dorado cabello le caía en
bucles sobre los hombros; otra lo tenía
de color rubio platino y lo llevaba corto
y escalado; el de color miel de una
tercera era liso y recto. Todas habían
sido rubias y, en vida, muy hermosas;
tanto que seis de ellas tenían pinchadas
en el Muro sus fotos hechas por
retratistas profesionales.
En los últimos dieciocho meses,
once mujeres se habían desvanecido en
la noche tropical de Miami,
desapareciendo bajo las palmeras de
Ocean Drive y Washington Avenue de
las abarrotadas discotecas y bares de
moda adonde los ricos y famosos
acudían a retozar. Semanas, a veces
meses después de su desaparición, los
cuerpos mutilados y desnudos de nueve
mujeres habían sido descubiertos en
remotos lugares del condado de Miami-
Dade. Las ubicaciones de las escenas
del crimen estaban alejadas unas de
otras y habían sido escogidas
aleatoriamente: una vieja refinería de
azúcar en las marismas de los
Everglades; un fumadero de crack en
ruinas en medio de Liberty City; un
supermercado abandonado en Kendall.
Sin embargo, el asesino no había
intentado ocultar los cadáveres ni
disimular sus crímenes; al contrario, se
había preocupado de que al final los
descubrieran. Además, saltaba a la vista
que cada una de aquellas crueles
muertes, cuya brutalidad había
impresionado incluso a los
investigadores más curtidos, había sido
tan meticulosamente preparada como la
desaparición de las jóvenes.
Todos los cuerpos ultrajados
llevaban la escalofriante marca de un
asesino compulsivo, la de quien caza sus
presas aparentemente al azar y por
razones que solo su mente perversa
conoce. Un asesino compulsivo tan
cínico que escogía a sus víctimas ante
cientos de testigos, lo bastante salvaje
para haberse ganado el macabro apodo
de Cupido.
Todas las jóvenes habían sido
abiertas en canal, primero verticalmente,
desde el cuello hasta el estómago; luego,
horizontal-mente, por debajo de los
pechos. Les habían partido y abierto el
esternón con algún objeto y habían
dejado las costillas rotas y astilladas;
luego, les habían extirpado el corazón.
No había rastro de la víscera. El asesino
había dejado los mutilados torsos
abiertos y al aire, negros y
sanguinolentos boquetes allí donde
había estado el corazón. Todas las
chicas habían sido halladas desnudas,
colocadas en una postrera postura
sexual, y todas habían sido agredidas
sexualmente antes de morir, tanto anal
como vaginalmente, con un objeto o
varios. Algunas incluso después de
muertas.
En esos momentos había doce
oficiales y detectives de distintas
agencias de policía (el Departamento de
Policía de Miami Beach, el de la ciudad
de Miami, el del condado de Miami-
Dade y el de Miami Norte) asignados a
tiempo completo a la unidad encargada
del caso Cupido. A petición del
gobernador Bush, el Departamento de
Policía de Florida (el DPF), la agencia
de investigación criminal del estado,
había cedido a la causa el uso de una
sala de conferencias de su Centro
Regional de Operaciones para que
sirviera de cuartel general. También
había aportado los servicios de un
analista criminal, una fotocopiadora, un
fax y una secretaria a tiempo parcial.
Había sido en esa sala donde se había
colgado el tablón de corcho. Al
principio, se había tratado de un tablón
de dimensiones normales, quizá de
metro por metro y medio. Luego,
después de diez meses, seis chicas
desaparecidas, tres cadáveres y ninguna
pista, el DPF había sumado los
servicios del agente especial Dominick
Falconetti. Lo primero que Dominick
había hecho era encargar un tablón más
grande.
Las dos baratas estanterías y el
archivador habían sido arrinconados
para hacer sitio a la fotocopiadora, a
tres ordenadores y a las muchas cajas de
cartón que se apilaban hasta el techo.
Las placas conmemorativas del
departamento, los trofeos y los premios
que habían decorado la estancia habían
sido retirados de las paredes para dejar
sitio al Muro y en ese momento se
amontonaban encima de las cajas de
cartón. Dentro de estas había montañas
de carpetas verdes con informes de
investigación, atestados de la policía,
documentos confidenciales y entrevistas,
cientos de papeles que recogían todos
los detalles de los últimos meses, días y
minutos de la vida de aquellas jóvenes.
Otra pila más de cajas contenía los
datos económicos de las víctimas, sus
diarios, cartas, álbumes de fotos y
correos electrónicos; sus posesiones
más íntimas, sus circunstancias, detalles
y pensamientos más recónditos
convertidos en material de archivo del
estado de Florida.
Dominick encontró la caja de
chinchetas de colores encima del
archivador del rincón, al lado de una
olvidada taza de café con la marca 7-
Eleven. De una en una, fue clavando las
fotos en el tablero con chinchetas de
color fucsia bajo la tarjeta con la
anotación: Marilyn Siban, 19.
Sin las tarjetas de identificación
resultaba imposible emparejar las
imágenes de la escena del crimen con el
retrato de la víctima. Los rostros en otro
tiempo perfectos aparecían hinchados y
amoratados. Sus cuerpos, blancos y
sedosos, se habían convertido en
cenicientos y pastosos y, en los peores
casos, en masas supurantes y
ennegrecidas. Las que habían sido
deslumbrantes sonrisas habían acabado
en lenguas renegridas y agusanadas. Los
rubios mechones eran apelmazados
pegotes de sangre seca. En el clima
cálido y húmedo de Florida, la
descomposición empezaba pronto. En
muchos casos, la identificación de los
cadáveres solo resultaba posible gracias
a los registros dentales.
Los ojos de Dominick recorrieron el
Muro buscando algo inapercibible.
Nicolette Torrence, veintitrés; Andrea
Gallagher, veinticinco; Hannah Cordova,
veintidós; Krystal Pierce, dieciocho;
Cyndi Sorenson, veinticuatro; Janet
Gleeder, veinte; Trisha McAllister,
dieciocho; Lydia Bronton, veintiuno;
Marilyn Siban, diecinueve… Otros dos
retratos le sonreían desde un extremo
del Muro, con sus tarjetas de
identificación incompletas: Morgan
Weber, de veintiuno, había sido vista
por última vez en el bar Clevelander de
Miami Beach el 20 de mayo de 2000; y
Anna Prado, de veinticuatro, había sido
vista en la discoteca Level de South
Beach el 1 de septiembre de 2000. Otras
dos jóvenes desaparecidas. Otras dos
presumiblemente muertas.
Dominick apuró el cigarrillo y lo
apagó. Había dejado de fumar hacía
unos años; pero, desde que Cyndi
Sorenson y Lydia Bronton habían sido
halladas el mes anterior con una
diferencia de apenas unas semanas,
había empezado a birlar uno aquí y otro
allá. Se asomó a la única y pequeña
ventana de la estancia. La verja que
rodeaba el almacén vecino donde se
archivaban las pruebas proyectaba
extrañas sombras zigzagueantes sobre el
aparcamiento del DPF. La gente se había
marchado a casa hacía rato, y fuera
estaba totalmente oscuro. En la mesa de
conferencias había una carpeta
archivadora en forma de acordeón que
derramaba su contenido sobre los
informes y las notas de la policía.
Estaba recién estrenada. En la tapa
había escrito: marilyn siban fdn:
4/16/81. desaparecida: 28/07/2000. fdd:
16/09/2000.
Contempló la escena
desarrollándose ante sus ojos en la
abarrotada sala del tribunal. Había
resultado mejor incluso de lo que había
imaginado. Ver a los diferentes
personajes interactuando unos con otros,
las emociones a flor de piel, la tensión
que podía cortarse con un cuchillo. El
público, sin aliento, royéndose las uñas,
mordisqueando las inevitables palomitas
y sacando fotos como unos turistas
cualesquiera mientras lo contemplaban
todo, con él, rodeándolo. Se había
fundido con ellos. Era uno de ellos.
Aquel juego que él había empezado se
desarrollaba de la mejor de las maneras
en sus tramas y subtramas. La emoción
de no saber cómo iba a terminar era más
fuerte que él.
Pero necesitaba más. Llevaba meses
reprimiéndose y no podía seguir
esperando. Lo que sentía en su interior
se parecía a lo que experimentaba un
hombre perdido en el desierto: una sed
insaciable. Una sed de vida. Un ansia de
muerte.
No podía arriesgarse a estropear el
drama que tenía lugar ante sus ojos
poniendo en cuestión la culpabilidad del
acusado. Tenía que romper con lo que la
policía llamaba su modus operandi, su
forma de actuar. Llamaría la atención si
se le ocurría escoger a otra rubia
virginal, y poco importaría dónde y
cómo la escogiera. Esta vez, a
diferencia de las otras, nunca
encontrarían el cuerpo, ya que lo que le
haría sería simplemente inenarrable. Y
lo que antes le haría a su mente no cabía
ni imaginarlo. Si alguien supiera los
horrores que se reservaba, pensaría que
William Bantling no era más que un
tímido conejito.
Sí. Escogería a alguna belleza
morena. Una con el cabello azabache, la
piel como la nieve y los labios rojos
como una rosa. Su pequeña
Blancanieves particular. Solo deseaba
ganarse su corazón.
Entonces, el asesino conocido como
Cupido se levantó con los demás en el
abarrotado tribunal y salió con ellos al
pasillo, bajó por las escaleras y salió al
caliente aire de Miami para ir en busca
de su amor verdadero.
Tercera Parte.
Capítulo 65
Noviembre de 2001
Las puertas de la sala 6-8 del
juzgado se abrieron al abarrotado
pasillo, donde los fatigados y confusos
familiares tanto de víctimas como de
acusados esperaban que sus casos fueran
atendidos. El juez Katz, de un humor
especialmente irritable por tener que
trabajar en víspera de vacaciones,
dirigía el ritmo de las comparecencias
de la mañana, dispensando justicia y
concediendo y denegando fianzas a una
velocidad de vértigo.
C.J. salió de la sala, dejando que las
puertas se cerraran ante una nueva
diatriba del juez. «¡Nada de fianza! Ni
ahora ni nunca -gritaba Katz-. Si lo ama
tanto, vaya a visitarlo a la cárcel.
¡Entretanto, hágase mirar la vista, no sea
que vuelva a golpearse contra un bate de
béisbol!» Esas fueron las últimas
palabras que C.J. oyó antes de que las
puertas se cerraran del todo. Otro día en
el paraíso.
Paul Meyers, el jefe de
departamento de la Unidad Jurídica de
la Oficina del Fiscal del Estado, la
estaba esperando en el pasillo, apoyado
contra la pared, con unos documentos en
la mano. Su expresión era seria y
reservada.
– Hola, Cejota -dijo apartándose de
la pared y abriéndose camino hacia ella
entre el gentío-. Sabía que tenías una
vista preliminar esta mañana y tenía que
hablar contigo antes de que esto se sepa
y los teléfonos empiecen a sonar.
C. J. notó que se le hacía un nudo en
el estómago. Adiós a la escapada de un
fin de semana de puente. Una visita en
los tribunales del jefe en persona de la
Unidad Jurídica no era normalmente una
buena noticia.
– Claro, Paul. ¿Qué ocurre?
– Se trata de la apelación de
Bantling. Acaba de saberse esta mañana.
Nos ha llegado por fax directamente de
la Oficina del Fiscal General, que a su
vez lo ha recibido del secretario de la
sala tercera. Quería ser el primero en
decírtelo. Estoy seguro de que la prensa
no tardará en llamar.
«Oh, Dios mío. Aquí llega. Ya
puedes empezar a pensar en una nueva
dirección donde vivir, porque lo han
dejado libre.»
La pesadilla que hacía casi un año
que había conseguido dejar atrás estaba
a punto de volver a empezar. El nudo en
el estómago se le apretó un poco más y
la boca se le secó. Asintió lentamente.
– ¿Y? -fue todo lo que pudo decir.
– ¿Y? ¡Pues que hemos ganado, y en
todos los aspectos! -respondió Meyers a
la par que sonreía-. El tribunal ha
declarado unánimemente la culpabilidad
de Bantling. He traído el veredicto. -
Hurgó entre unos papeles que llevaba y
le mostró unas hojas-. Tengo que hacerte
fotocopias, pero básicamente lo que
dicen es que no había conflicto por el
hecho de que representaras al ministerio
fiscal. Dicen que el argumento de que
hubiera sido él quien…, bueno, tu
agresor, fue «oportunista, difamatorio y
carente de toda prueba que lo
respaldara». Afirman que, de haber
tenido en cuenta su alegación, y cito:
«Se abrirían las puertas a que otros
acusados pudieran difamar a los fiscales
y jueces encargados de sus casos, con la
esperanza de interferir en el curso de la
justicia. Que simplemente permitir que
una simple alegación fundamente un
argumento recusatorio, formulada
convenientemente en este caso tras haber
expirado los plazos del régimen de
prescripciones, permitiría a cualquier
acusado escoger no solo entre los
miembros del foro, sino entre los de la
fiscalía sin que le sea requerida una
sustanciación de sus alegaciones». -
Meyers señaló la parte del texto
subrayada-.Tampoco comparten la teoría
de una conspiración ni la de una falta de
profesionalidad de la defensa. Aseguran
que Lourdes Rubio lo hizo más que bien
y que la decisión de declarar o no
declarar quedó debidamente registrada
en las actas del juicio como
exclusivamente de él.
»Y por último, y lo más importante,
tampoco ponen en cuestión las pruebas
presentadas en el último momento.
También te lo he subrayado. Dicen que
el juez Chaskel oyó las alegaciones del
recurso de Bantling solicitando un nuevo
juicio y que tampoco les parecen lo
bastante fundamentadas. Tampoco
consideran que, en sí misma, la agresión
de la que fuiste objeto por parte de
Bantling fuera admisible como nueva
prueba; y también destacan que el
jurado, en su juicio del pasado verano,
tampoco admitió dicho argumento y que
lo condenó por los diez asesinatos.
Punto. Fin de la historia. Ya puedes
volver a respirar tranquila, Cejota.
– ¿Y qué viene a continuación? -El
corazón le latía a toda prisa.
– Está el Tribunal Supremo de
Florida, pero yo no me preocuparía,
porque el tribunal de apelaciones ha
sido muy rotundo. A partir de ahí,
Bantling tiene todo un camino por
recorrer hasta llegar al Supremo.
C.J. asintió pensativamente mientras
iba asimilando lo que Meyers decía y lo
que sus palabras implicaban. Le
sorprendía no sentirse culpable, la falta
de cualquier remordimiento; sentir solo
tranquilidad.
– Tal como funciona la justicia en
Florida -añadió Meyers-, pueden pasar
ocho o diez años antes de que lo
ejecuten. Quizá más. Es posible que
alguno de nosotros no esté aquí para
verlo.
– Yo sí estaré -afirmó ella
tajantemente.
– Pues te deseo la mejor suerte. Yo
estaré en mi yate, en los Cayos,
disfrutando de mi jugoso retiro. Solo me
quedan seis años. Solo yo y los peces.
Ni siquiera voy a invitar a mi mujer.
Bueno, tengo que marcharme, Cejota. Te
dejaré una copia de esto en tu despacho
más tarde. ¿Te marchas de día de Acción
de Gracias?
– La verdad es que sí. Mi vuelo sale
esta tarde. Me voy a visitar a mis padres
a California. -Esa era una relación que
confiaba en reparar, que deseaba
recuperar.
– Bueno, estas noticias harán que
disfrutes aún más de tus vacaciones. Que
tengas buen viaje.
Meyers se alejó por el abarrotado
pasillo, hacia los ascensores, con
alegres pensamientos de pavo relleno y
de un feliz retiro bailándole en la
cabeza.
«Sí, Paul. Sí que estaré allí. Cuando
sea que llegue el momento. Allí estaré
para ver cómo ocurre. Para asegurarme
de que se hace justicia.»
Lo observó meterse en el ascensor y
lo saludó con la mano mientras las
puertas se cerraban. Luego miró la hora
en el reloj. Era casi mediodía, y le
quedaban asuntos por despachar antes
de volver a casa y hacer las maletas.
Cogió el ascensor hasta la planta baja y
pasó ante el Pickle Barrel. Debido a la
fiesta no estaba tan lleno como de
costumbre, ya que la mayoría de
abogados defensores, fiscales y jueces
habían empezado su fin de semana tras
la sesión matinal.
C. J. abrió las puertas de cristal y
bajó por los peldaños de cemento. La
salida trasera de los juzgados daba a la
calle Trece y a la cárcel del condado.
Por razones de seguridad, estaba
cerrada al tráfico, salvo para los
vehículos de la policía. Reconoció el
coche de inmediato.
Dominick estaba sentado al volante
de su Grand Prix, justo delante de la
escalinata, esperándola. Cuando ella se
acercó, bajó la ventanilla del pasajero.
– Oye, bombón, ¿quieres que te
lleve?
– Mi madre siempre me decía que no
hablara con desconocidos ni me subiera
a sus coches -contestó ella sonriendo-.
¿Qué haces aquí? Pensaba que me ibas a
pasar a buscar por casa.
– Sí, pero he preferido venir a
rescatarte temprano de este lugar. Quizá
podríamos empezar con unos de esos
Bloody Mary enlatados de las líneas
aéreas.
Ella abrió la portezuela y subió al
lado de Dominick. Él le rodeó la nuca
suavemente con la mano y la atrajo hacia
sí. Sus labios se unieron.
– ¡Caramba! -dijo ella cuando el
beso hubo finalizado-. ¡Menuda
bienvenida! Me alegro de que hayas
venido. En este momento me apetecería
cualquier cosa fría y tropical. Una copa
de «estamos de vacaciones». ¿Has
hecho ya el equipaje?
– Sí. Está todo ahí atrás. ¿Y tú?
– Claro que no. Pero es posible que
puedas ayudarme. No tardaremos.
– Pues pongámonos en marcha.
Vamos a dejar estos horribles
expedientes y luego te llevo a casa. A
partir de ese momento, muñeca, solos tú
y yo.
– Y mis padres. No olvides que te
los voy a presentar.
– Estoy impaciente -contestó
diciendo la verdad.
Ella sonrió, volvió a besarlo
suavemente y se apeó del coche para
desprenderse de aquellos desagradables
expedientes y empezar de una vez sus
vacaciones. Su vuelo a San Francisco
salía a las cinco y media de la tarde, y
no quería perderlo.
Fin