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“No es fácil dejar de ser una prostituta relacional”

febrero 29, 2016/4 Comentarios/en Artículos Publicados /por Ximena Sanz de Santa María

“No es fácil dejar de ser una prostituta relacional”[1]

“La que yo defino como <<prostituta relacional>> es una persona que al apoyar
continuamente a los demás cree que obtiene con mucha más facilidad su aprobación, es decir,
piensa en salir después para llegar antes. El problema, en este caso, es que el guión siempre
dice que sí se estructura, y una vez estructurado y manifestado a los demás, es fácil quedar
cogido por el temor a poderse mostrar de manera distinta; al punto que la persona queda
prisionera del rol que se ha construido; por lo tanto, en realidad, sale después pero no llega”
(Balbi & Nardone, 2008).

La tendencia a decir que sí a todo se presenta principalmente en la adolescencia, porque es la


etapa de la vida en que se empiezan a decidir los gustos, intereses y preferencias sobre cosas
tan sencillas como qué comer, hasta cosas más complejas como cuál es su grupo de amigos y
cuáles son las preferencias sexuales. Por lo mismo, es una etapa en que la presión de los pares,
padres, profesores, y en general del medio que los rodea, es muy fuerte. De ahí la necesidad
de querer complacer a todo el mundo, de no querer quedar mal con nadie por miedo a ser
rechazado, a no pertenecer a un grupo, a no encajar dentro del modelo que la sociedad define.
La paradoja es que justamente el miedo a ser rechazado y a pelear con los demás termina
llevando a que ese escenario –el rechazo de los demás-, se vuelva real, porque quedar bien
con todo el mundo es imposible. Y llega un momento en el que por darle gusto a las personas
alrededor, nos olvidamos de nosotros mismos y es ese el problema más grave.

“Es increíble que a mis 28 años esté como hace 10 años: hago todo por los demás, siempre
quiero caer bien, quedar bien; soy la que siempre tiene buena cara, la que pone el carro, la
casa para la fiesta, todo siempre lo hago yo. Y todo lo hago por los demás, porque al final no
quiero pelear con nadie. Pero estoy mamada, ¡quiero mandar todo para la m*…!”.

Después de haber cerrado un primer proceso terapéutico, Antonia[2] me volvió a buscar a raíz
de unos episodios de ataques de pánico que se presentaron cuando empezó a acercarse la
fecha de su regreso a Colombia. Llevaba dos años estudiando y trabajando fuera del país
tiempo durante el cual había empezado a notar muchos cambios positivos en ella: “Empecé a
cuidar mi alimentación, pero no por lo típico que uno hace con las amigas de estar flaca sino
porque me di cuenta de lo bien que me siento cuando como sano. Me pasó lo mismo con el
ejercicio: aquí la gente sale a trotar porque lo disfrutan, y si obvio, por estar bien físicamente.
Pero es otra actitud. Ahora salgo cuatro veces por semana a hacer deporte cuando estando en
mi casa no salía ni una! Pero lo que me tiene más angustiada es el tema del trago porque me di
cuenta que es lo que más daño me ha hecho. Yo siempre tomaba por quedar bien con la
gente, porque en Bogotá el que no toma es un idiota, una persona aburrida. Ahora que vivo
fuera de Bogotá he descubierto que puedo salir sin tomar y que soy aun más chévere que
cuando tomo. Igual me quedo hasta las 7am con todo el mundo habiéndome tomado máximo
una cerveza o un vino. Y quiero seguir así. Pero cuando hablo con mis amigos todos empiezan
a hablarme de las fiestas que nos vamos a meter, del trago que vamos a tomar, de los planes
que vamos a hacer. Y yo sé cuáles son esos planes y ya no quiero, de verdad que ya no me
nace. Pero no sé cómo decir que no”.

Este miedo se puso en evidencia después de haber superado los ataques de pánico. En ese
momento Antonia empezó a ser consciente de cual era su problema real: no recordaba la
última vez que había sido ella misma. En su afán por evitar el conflicto, por no caer mal, por
siempre tener amigos, por ser “la bacana del parche”, como ella misma lo definía, con el
tiempo se había olvidado completamente de quién era ella. Pero al salir de su entorno y vivir
en otro país empezó a reencontrar las cosas que le gustaba hacer y más que eso, las que no.
Como llegó allá siendo simplemente una colombiana más, pudo construir su identidad como
ella realmente la quería. Y se dio cuenta, no sólo que las personas que iba conociendo la
aceptaban, la querían y hasta la admiraban por su manera de ser, sino que además empezó a
vivir una vida mucho más tranquila. Una vida en la que no tenía que pensar dos veces antes de
hablar o de actuar porque ya no tenía que estarle dando gusto a todos sus amigos, como lo
hacía siempre que estaba en Bogotá. Ahora podía ser ella, con ‘lo bueno y lo malo’ porque
nadie estaba esperando que fuera diferente.

Fue cuando le mencioné que era una prostituta relacional. Y contrario a sorprenderse o a
sentirse mal se limitó a decir que era la mejor definición. Darse cuenta que desde la
adolescencia había construido el patrón de ser una prostituta relacional le generaba angustia
porque no sabía cómo comportarse de otra manera dentro de su círculo de amigos. Y regresar
a Colombia justamente la estaba enfrentando con el miedo de no ser capaz de mantenerse
siendo ella misma porque aunque se sentía feliz y tranquila, no dejaba de sentir angustia de
pensar que sus amigos no aceptaran su “nueva versión”.

Por todo lo anterior, el primer trabajo después de superar los ataques de pánico fue empezar a
enfrentar ese miedo. Diariamente debía pensar en el peor escenario al que se tendría que
enfrentar si llegaba a su cuidad de origen y en vez de ser la ‘Antonia de siempre’, se
comportaba como la ‘Antonia real’ (como ella misma se puso). Al inicio los miedos eran
bastantes, pero a fuerza de enfrentarlos fue viendo que a lo que tenía que temer no era al
rechazo de los demás, sino al riesgo de volver a perderse a sí misma. así superó esa primera
fase de los miedos. El siguiente paso fue empezar a usar la estrategia del ‘pequeño no’
(Nardone & Balbi, 2008). Consistía en que cada vez que hablara con alguno de sus amigos
colombianos, debía poner un límite, un pequeño no. Y aunque inicialmente sentía algo de
angustia, a medida que lo fue practicado lo fue volviendo un hábito. Y los hábitos son cosas
que creamos nosotros y después, nos crean a nosotros (Ben-Sahar, 2016). De manera que
romper el hábito de ser siempre la disponible ha sido un trabajo, aunque exigente, aun más
gratificante.

Ahora está enfrentando una prueba más fuerte: viajar con las amigas que van a visitarla antes
de su regreso. Por momentos, como es natural, siente angustia de pensarlo. Para eso, está
usando su estrategia de la ‘peor fantasía’, (Nardone, 1993) de tal manera que los miedos
imaginarios los está depurando. Y en términos prácticos, ha empezado a ponerles límites a
ellas utilizando la estrategia del ‘pequeño no’ a distancia. “Me han dicho que me he vuelto
como aburrida, que ya no me sienten tan animada como siempre cuando proponían planes.
Obvio, los planes son siempre irnos de fiesta y emborracharnos y sinceramente, me muero de
la mamera. Hasta me han dicho que me he vuelto una ñoña, y la verdad es que no me ha
afectado tanto como pensé. Decidí que lo voy a enfrentar cuando ya estén aquí y estoy mucho
más tranquila. Es que no es fácil dejar de ser una prostituta relacional”.

Poner límites es difícil porque en general en Colombia decir que no se asocia con antipatía. Se
tiende a pensar que quien dice que no, no es tan buena amiga, no está tan pendiente, no es
tan dedicada, etc. Y el miedo adolescente de no caer bien y de no tener problemas con otros
es un miedo que compartimos todos independientemente de la edad o el momento de vida en
el que estemos. El problema de no saber poner límites y de no poder decir que no, es que la
persona que no lo hace tarde o temprano sufre enormemente porque acaba dándose cuenta
que no sólo se perdió a sí misma, sino que tener contento a todo el mundo a su alrededor no
es sostenible. Por fortuna, nunca es tarde para tener una adolescencia feliz (Nardone, 2013) y
un “pequeño no” diario no sólo es necesario, es sano porque los límites los necesitamos todos.

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