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Texto: Lc 17,5-10
Auméntanos la fe
¿Puede crecer la fe? Algunos se imaginan que no. O crees en Dios o no. No hay término medio. Y,
sin embargo, los apóstoles piden al Señor que les aumente la fe. La experiencia nos muestra que
vivimos procesos de fe. En ocasiones sentimos que confiamos sin reservas en la providencia divina,
y en otras flaquean nuestras fuerzas. ¿Debemos pedir perdón por ello?
Nadie debe vanagloriarse de la fe. Siempre debe dar gracias por ella, y suplicar que crezca.
Descubrirla débil, insuficiente, y entregarse aún con más abandono en las manos de Dios. Esto no
es falsa modestia. Reconocer nuestra fragilidad es, en realidad, la mejor manera de abrirnos a la
fuerza divina para que sea ella la que actúe en nosotros. La presunción religiosa es una de las
trampas más peligrosas para el creyente, porque distorsiona la característica fundamental de la fe
como gracia. Si se la acaricia como mérito personal, desdibuja su identidad y se diluye en la soberbia.
La humildad es el castillo que protege la autenticidad de la fe. Y ello no significa falta de diligencia o
descuido de las propias tareas. Pero sí evita que esperemos felicitaciones por nuestra fidelidad al
Señor, que reclamemos reconocimiento o esperemos gratificaciones por ser discípulos de Cristo.
Los protagonismos en el ámbito eclesial destruyen con espejismos. La alegría del cristiano no radica
en el aplauso que pueda generar, sino en la dicha insuperable de caminar detrás del maestro.
Le pedimos, por ello, al Señor, que impregne del sabor de la fe nuestras acciones, y que nos dé más.
Los milagros ocurren no cuando los decidimos, sino cuando nos abrimos a la semilla discreta que
late en la adhesión a Dios. Y ella es siempre sorpresa discreta y jubilosa.