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A pesar de ser santo patrón de los banqueros y los contadores, el apóstol Mateo condenaba el
dinero: “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro. No se puede
servir a Dios y a Mammón al mismo tiempo” (Mateo 6, 24). Hoy, Benedicto XVI proclama el
alineamiento de la Iglesia católica a la economía de mercado.
El uso de la “política del oxímoron” por parte de los gobiernos de los países occidentales se ha
vuelto sistemático (1). El oxímoron, figura retórica que consiste en yuxtaponer dos nociones
contrarias, permite a los poetas hacer sentir lo indecible y expresar lo inexpresable; en boca de
los tecnócratas, sirve más que nada para hacer pasar gato por liebre. La burocracia vaticana no
escapa a la regla; incluso puede decirse que es ella quien la inauguró. En efecto, la Iglesia tiene
una larga práctica en antinomias, desde los herejes quemados vivos por amor hasta las cruzadas
y demás “guerras santas”. Benedicto XVI, con la encíclica Caritas in veritate (“El amor en la
verdad”) firmada el 29 de junio de 2009, nos ofrece un nuevo ejemplo a propósito de la
economía (2).
Para algunos religiosos (Alex Zanotelli, Achille Rossi, Luigi Ciotti, Raimon Panikkar, sin
olvidar a los defensores la sulfúrea Teología de la Liberación), tanto como para Iván Illich o
Jacques Ellul, la sociedad de crecimiento resulta condenable por su perversidad intrínseca, y no
debido a eventuales desviaciones. Sin embargo, la doctrina del Vaticano no toma ese camino. Ni
el capitalismo, ni la ganancia, ni la globalización, ni la explotación de la naturaleza, ni las
exportaciones de capitales, ni las finanzas, ni por supuesto el crecimiento o el desarrollo son
condenados en sí mismos; sus “desbordes” son los únicos culpables.
Lo que impresiona es la predominancia de la doxa económica por sobre la doxa evangélica. La
economía, invento moderno por excelencia, es planteada como una esencia que no puede
cuestionarse. “La esfera económica no es éticamente neutra, ni por naturaleza inhumana o
antisocial” (p. 57). De allí se desprende que puede ser buena, al igual que todo lo que implica.
Así, la mercantilización del trabajo no es denunciada ni condenada. Se nos recuerda que Pablo
VI enseñaba que “todo trabajador es un creador” (p. 65). ¿Eso se cumple para la cajera del
supermercado? La afirmación suena (¿por casualidad?) como el humor involuntario y siniestro
de Stalin, que decía: “Con el socialismo, hasta el trabajo se hace más liviano”.
La encíclica da cuenta de un asombroso desarrollismo. La palabra “desarrollo” aparece 258
veces en 127 pequeñas páginas; un promedio de dos veces por página. Es cierto que se trata de
un desarrollismo humanista: desarrollo “de cada persona”, “personal”, “humano” y “humano
integral”, “verdaderamente humano”, “auténtico”, “de todo hombre y de todos los hombres” e
incluso “un auténtico desarrollo humano integral” (p. 110). Se lo asimila al bienestar social, a
“la solución adecuada para los graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad”
(p. 7).
Este entusiasmo no ha escapado a los partidarios del Papa, que extraen de él un argumento a su
favor. “El ‘desarrollo humano integral’ es el concepto fundamental de toda encíclica, utilizado al
menos 22 veces para ampliar el concepto tradicional de ‘dignidad humana’”, señala la
académica británica Margaret Archer, miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales
(3).
La vanagloriada deslocalización
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1 Bertrand Méheust, La Politique de l’oxymore, La Découverte, París, 2009.
2 Todas las citas de la encíclica se refieren a la edición italiana: Benedicto XVI, Caritas in Veritate, Librería Editora
Vaticana, Roma, 2009. La traducción es nuestra.
3 Margaret Archer, “L’enciclica di Benedetto provoca la teoria sociale”, Vita e Pensiero, N° 5, Milán, septiembre-
octubre de 2009.
4 “Caritas in veritate e nuovo ordine economico”, Un Mondo possibile, Treviso, N° 22, septiembre de 2009, pág. 6.
5 Michel Albert, Jean Boissonnat y Michel Camdessus, Nuestra fe en este siglo, Desafío, Santiago, 2004.