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Crítica de la encíclica Caritas in Veritate

LA ODA PAPAL A LA “BUENA” ECONOMÍA


por Serge Latouche
Profesor emérito de Economía en la Universidad de Orsay (París), objetor de crecimiento.
Autor, entre otros, del libro Le Temps de la décroissance (con Didier Harpagès), Thierry Magnier, París, 2010.

Traducción: Mariana Saúl

A pesar de ser santo patrón de los banqueros y los contadores, el apóstol Mateo condenaba el
dinero: “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro. No se puede
servir a Dios y a Mammón al mismo tiempo” (Mateo 6, 24). Hoy, Benedicto XVI proclama el
alineamiento de la Iglesia católica a la economía de mercado.

El uso de la “política del oxímoron” por parte de los gobiernos de los países occidentales se ha
vuelto sistemático (1). El oxímoron, figura retórica que consiste en yuxtaponer dos nociones
contrarias, permite a los poetas hacer sentir lo indecible y expresar lo inexpresable; en boca de
los tecnócratas, sirve más que nada para hacer pasar gato por liebre. La burocracia vaticana no
escapa a la regla; incluso puede decirse que es ella quien la inauguró. En efecto, la Iglesia tiene
una larga práctica en antinomias, desde los herejes quemados vivos por amor hasta las cruzadas
y demás “guerras santas”. Benedicto XVI, con la encíclica Caritas in veritate (“El amor en la
verdad”) firmada el 29 de junio de 2009, nos ofrece un nuevo ejemplo a propósito de la
economía (2).
Para algunos religiosos (Alex Zanotelli, Achille Rossi, Luigi Ciotti, Raimon Panikkar, sin
olvidar a los defensores la sulfúrea Teología de la Liberación), tanto como para Iván Illich o
Jacques Ellul, la sociedad de crecimiento resulta condenable por su perversidad intrínseca, y no
debido a eventuales desviaciones. Sin embargo, la doctrina del Vaticano no toma ese camino. Ni
el capitalismo, ni la ganancia, ni la globalización, ni la explotación de la naturaleza, ni las
exportaciones de capitales, ni las finanzas, ni por supuesto el crecimiento o el desarrollo son
condenados en sí mismos; sus “desbordes” son los únicos culpables.
Lo que impresiona es la predominancia de la doxa económica por sobre la doxa evangélica. La
economía, invento moderno por excelencia, es planteada como una esencia que no puede
cuestionarse. “La esfera económica no es éticamente neutra, ni por naturaleza inhumana o
antisocial” (p. 57). De allí se desprende que puede ser buena, al igual que todo lo que implica.
Así, la mercantilización del trabajo no es denunciada ni condenada. Se nos recuerda que Pablo
VI enseñaba que “todo trabajador es un creador” (p. 65). ¿Eso se cumple para la cajera del
supermercado? La afirmación suena (¿por casualidad?) como el humor involuntario y siniestro
de Stalin, que decía: “Con el socialismo, hasta el trabajo se hace más liviano”.
La encíclica da cuenta de un asombroso desarrollismo. La palabra “desarrollo” aparece 258
veces en 127 pequeñas páginas; un promedio de dos veces por página. Es cierto que se trata de
un desarrollismo humanista: desarrollo “de cada persona”, “personal”, “humano” y “humano
integral”, “verdaderamente humano”, “auténtico”, “de todo hombre y de todos los hombres” e
incluso “un auténtico desarrollo humano integral” (p. 110). Se lo asimila al bienestar social, a
“la solución adecuada para los graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad”
(p. 7).
Este entusiasmo no ha escapado a los partidarios del Papa, que extraen de él un argumento a su
favor. “El ‘desarrollo humano integral’ es el concepto fundamental de toda encíclica, utilizado al
menos 22 veces para ampliar el concepto tradicional de ‘dignidad humana’”, señala la
académica británica Margaret Archer, miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales
(3).

La vanagloriada deslocalización

Se observa incluso la fetichización/sacralización de esa noción: “Si el hombre […] no tuviera


una naturaleza destinada a trascender, […] podría hablarse de aumento o evolución, y no de
desarrollo”. El desarrollo de los pueblos es considerado una “vocación”. “El Evangelio –se nos
dice– constituye un elemento fundamental del desarrollo”, porque revela al hombre en sí
mismo. Por supuesto, con la precaución de Pablo VI, de quien se recuerda su encíclica
Populorum progressio de 1967: “Los pueblos del hambre hoy interpelan dramáticamente a los
pueblos de la opulencia” (p. 24), un guiño del Papa a la famosa fórmula de su predecesor: “El
desarrollo es el nuevo nombre de la paz”.
Contrariamente a la desafortunada expresión de Pablo VI, sin embargo, el desarrollo no es el
nuevo nombre de la paz, sino el de la guerra: guerra por el petróleo o por los recursos naturales
en vías de desaparición. Desde el principio, el crecimiento y el desarrollo fueron
emprendimientos agresivos: guerra contra la naturaleza, guerra contra la economía de
subsistencia y contra lo que Iván Illich llama “lo vernáculo”. Mucho antes de que el presidente
Eisenhower denunciara el complejo militar-industrial, la industria de la guerra se había
convertido en industria del desarrollo forzado, y viceversa: los tractores reemplazaban a los
tanques, los pesticidas a los gases de combate y los fertilizantes químicos a los explosivos. En el
sentido inverso, el camino del decrecimiento volvía a ubicar la paz y la justicia en el centro de la
sociedad. Pero ello implica una des-creencia: abolir la fe en la economía, renunciar al ritual del
consumo y al culto del dinero. No para caer otra vez en la ilusión de una sociedad cuyo mal ha
sido definitivamente erradicado, sino para construir una sociedad en tensión, que enfrente sus
imperfecciones y sus contradicciones procurándose al mismo tiempo un horizonte de bien
común en lugar de alentar el desencadenamiento de la avidez.
Pero no sólo el Papa no eligió este camino, sino que además una pequeña frase parece apuntar
directamente a los “objetores de crecimiento”: “La idea de un mundo sin desarrollo expresa una
falta de fe en el hombre y en Dios” (p. 20). Se dan por ciertos todos los tópicos del
desarrollismo: “El desarrollo ha sido y sigue siendo un factor positivo que sacó de la miseria a
miles de millones de personas y que, finalmente, dio a numerosos países la posibilidad de
convertirse en actores eficaces de la política internacional” (p. 30). Una afirmación superficial
que posiblemente tomó de su “experto”, el economista Stefano Zamagni. Este último declaró en
una entrevista a la revista Un Mondo possibile: “Aún teniendo en cuenta el crecimiento de la
población, puede decirse que el porcentaje de pobres absolutos pasó del 62% en 1978 al 29% en
1998” (4). No queda claro de dónde sacó esas cifras. Si bien es cierto que, efectivamente, los
informes del Banco Mundial hablan de una baja en el porcentaje estadístico de la pobreza
absoluta (lo cual, de todas maneras, no quiere decir gran cosa) debido al efecto mecánico del
crecimiento chino, se trata de una diferencia muy modesta, y no de ese descenso tan
espectacular, ideal para alimentar las fantasías de los desarrollistas impenitentes. Zamagni
debería recordar el “teorema” de Trilussa: cuando se pasa de una producción de dos pollos para
dos habitantes, donde cada uno de los cuales produce uno, a cuatro producidos por uno solo, el
promedio pasa de uno a dos, pero la mitad de la población se ve empobrecida.
Con caridad cristiana, habría sido más interesante recordar que en septiembre de 2008 el
director general de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación
(FAO), Jacques Diouf, anunció que el número de personas hambrientas crónicas había pasado
de 848 millones para el período 2003-2005 a 923 millones a fines de 2007. O incluso evocar las
paradojas despertadas por la New Economics Foundation: desde hace algunos años, esta
organización no gubernamental (ONG) británica establece un “índice de la felicidad” (“Happy
Planet Index”) que invierte tanto el orden clásico del Producto Nacional Bruto per cápita como
el del Índice de Desarrollo Humano (IDH).
Para Benedicto XVI la globalización aparece como algo bueno, así como el librecambio. Se
acerca a posiciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), del Banco Mundial y del
Fondo Monetario Internacional (FMI), cuyo ex director, Michel Camdessus, fue asesor de Juan
Pablo II. En un libro intitulado Nuestra fe en este siglo, firmado en coautoría con Michel Albert
y Jean Boissonnat, Camdessus ve en la globalización “el advenimiento de un mundo unificado y
más fraternal”. Nuestros expertos cristianos incluso afirman: “La globalización es una forma
laica de cristianización del mundo” (5).
Para ellos, la globalización sería “el motor principal para salir del subdesarrollo” (p. 50). Por
eso “no hay razón para negar que cierto capital puede hacer el bien, si se lo invierte en el
exterior antes que en la economía nacional” (p. 64). ¡La vanagloriada deslocalización!
“Tampoco hay motivo para negar que las deslocalizaciones, cuando incluyen inversiones y
formación, pueden ayudar a las poblaciones del país receptor” (p. 64).
Conforme a la doctrina de la OMC, se condena el proteccionismo de los ricos, que hasta sería el
culpable de impedir que los países pobres exporten sus productos y accedan a las bondades del
desarrollo; en pocas palabras, sería la causa de su pobreza. “La ayuda principal que necesitan
los países en vías de desarrollo es que se permita y se favorezca la progresiva inserción de sus
productos en los mercados internacionales, para posibilitar su plena participación en la vida
económica internacional” (p. 98).
Ni una palabra sobre la injusticia o la inmoralidad del librecambio impuesto a los países pobres;
alcanza con ayudarlos a adaptarse: “Por supuesto, es necesario ayudar a estos países a mejorar
sus productos y a adaptarlos a la demanda” (p. 98). Incluso el turismo “puede constituir un
notable factor de desarrollo económico y de crecimiento cultural” (p. 102). ¿Hay que interpretar
que –siempre que no sea sexual– el turismo organizado es la prolongación de las
peregrinaciones de San Pablo y los apóstoles?

“Ética” en todos los niveles

Gracias a la confusión generada por la ideología dominante entre “mercados” y “mercado”, es


decir entre el intercambio tradicional y la lógica de la omni-mercantilización, la economía del
mismo nombre tampoco es condenada: “La sociedad no debe protegerse del mercado como si el
desarrollo de este último implicara ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente
humanas”.
En cuanto a la destrucción del medio ambiente, el problema es en efecto mencionado, pero se lo
evacúa con rapidez. Se apela in fine a una “gobernanza responsable respecto de la naturaleza
para conservarla, aprovecharla y cultivarla también de formas nuevas y con tecnologías
avanzadas, de tal suerte que pueda albergar dignamente y alimentar a la población que la habita”
(p. 84). A la gracia de Dios y de la técnica: es un poco fácil.
Los desastres de la economía capitalista no justifican condena alguna para sus agentes.
Responsables, sin duda; pero no culpables si es que el beneficio fue extraído “por un buen
motivo”. Como con la tortura inquisitorial, la solución de la cuadratura del círculo entre la
lógica económica y la ética cristiana radica sin duda en el “¡Que se haga sin odio!” de los
manuales de los grandes inquisidores; sin odio e incluso con amor. La economización del
mundo puede llevarse a cabo, pues, bajo el signo de la caridad: es la gran reconciliación entre
Dios y Mammón.
La fábula de los intereses bien entendidos que favorece la maniobra aparece, por supuesto,
minuciosamente detallada. “Hay una convergencia entre la ciencia económica y los valores
morales. Los costos humanos también son siempre costos económicos” (p. 48). ¡Salvados! Se
puede servir a dos amos. Y después todo debe bañarse en el agua bendita de los buenos
sentimientos; el buonismo que Italia, influenciada por el poder temporal de la papidad, convirtió
en especialidad propia. “La economía, en la práctica, necesita de la ética para funcionar
correctamente” (p. 75). ¡Qué felicidad! Se lanza entonces un vigoroso llamado a la
“responsabilidad social” de la empresa.
Y como ello puede no alcanzar, se introduce como refuerzo la cálida lógica del don y el perdón
en las heladas aguas del cálculo económico (p. 5): “El principio de la gratuidad y la lógica del
don como expresión de la fraternidad pueden y deben hallar lugar en el propio interior de la
actividad económica normal” (p. 58). El sector sin fines de lucro, el tercer sector, la economía
civil, se mencionan y se exaltan. “Es esta misma pluralidad de las formas institucionales de
empresa la que engendrará un mercado a la vez civil y competitivo” (p. 78): siempre el mito de
la buena acción/buen negocio. Como si la competencia promovida por Bruselas no hubiera ya
logrado, al contrario, desmantelar lo que quedaba de la economía social y mutualista, así como
una gran parte del sector público.
Al final, la condena de las injusticias y la inmoralidad de la economía mundial actual es más
escasa que la del G20 de Londres o la del presidente francés, Nicolas Sarkozy, que denunció los
“excesos” de las finanzas y del neoliberalismo y apeló a una moralización del capitalismo… O
incluso la del presidente estadounidense Barack Obama, que fustigó la obscenidad de los bonos
y las superganancias de los bancos. Habrá que creer que tenía razón el gran inquisidor de
Dostoievski, en Los hermanos Karamazov, cuando le decía a Cristo: “Vete y no vuelvas…”

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1 Bertrand Méheust, La Politique de l’oxymore, La Découverte, París, 2009.
2 Todas las citas de la encíclica se refieren a la edición italiana: Benedicto XVI, Caritas in Veritate, Librería Editora
Vaticana, Roma, 2009. La traducción es nuestra.
3 Margaret Archer, “L’enciclica di Benedetto provoca la teoria sociale”, Vita e Pensiero, N° 5, Milán, septiembre-
octubre de 2009.
4 “Caritas in veritate e nuovo ordine economico”, Un Mondo possibile, Treviso, N° 22, septiembre de 2009, pág. 6.
5 Michel Albert, Jean Boissonnat y Michel Camdessus, Nuestra fe en este siglo, Desafío, Santiago, 2004.

Informe Dipló – Le monde diplomatique 24-08-10

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