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MORTIMER ADLER

CÓMO LEER
UN LIBRO
El Arte de Lograr una
Educación Democrática

EDITORIAL
CLARIDAD

BUENOS AIRES
INDICE *

PRIMERA PARTE

LA ACTIVIDAD DE LA LECTURA

Proemio...............................................................................................................0
I. El lector común..................................................................................................15
II. La lectura de “lecturas”.....................................................................................25
III. Leer es aprender................................................................................................39
IV. Maestros vivos y muertos..................................................................................51
V. El fracaso de las escuelas....................................................................................65
VI. Sobre la autoayuda............................................................................................95

SEGUNDA PARTE
LAS REGLAS

VII. De muchas reglas a un hábito..........................................................................111


VIII. Captando a través del título.............................................................................127
IX. Examinando el esqueleto.................................................................................142
X. Llegando a una transacción.............................................................................161
XI. Qué es la proposición y por qué......................................................................180
XII. El ceremonial de la contradicción.....................................................................201
XIII. Las cosas que el lector puede decir..................................................................213
XIV. Y todavía más reglas.......................................................................................224

TERCERA PARTE
EL RESTO DE LA VIDA DEL LECTOR
XV. La otra mitad....................................................................................................247
XVI. Los grandes libros............................................................................................269
XVII. Mentes libres y hombres libres..........................................................................294

APÉNDICE

Una lista de los grandes libros...........................................................................................309

*
Corresponde al libro fuente; no debe confundirse con la tabla de contenido de esta digitación.
TABLA DE CONTENIDO
PROEMIO.................................................................................................................................................................... 4
LA ACTIVIDAD DE LA LECTURA..........................................................................................................................7
AL LECTOR COMUN............................................................................................................................................ 8
LA LECTURA DE “LECTURAS”........................................................................................................................19
LEER ES APRENDER.......................................................................................................................................... 34
MAESTROS, MUERTOS O VIVOS.....................................................................................................................46
EL FRACASO DE LAS ESCUELAS....................................................................................................................61
SOBRE LA AUTOAYUDA................................................................................................................................... 92
LAS REGLAS.......................................................................................................................................................... 106
DE MUCHAS REGLAS A UN HÁBITO............................................................................................................107
CAPTANDO A TRAVÉS DEL TÍTULO.............................................................................................................124
EXAMINANDO EL ESQUELETO.....................................................................................................................140
LLEGANDO A UNA TRANSACCIÓN..............................................................................................................160
QUE ES LA PROPOSICIÓN Y POR QUÉ.........................................................................................................180
EL CEREMONIAL DE LA CONTRADICCIÓN................................................................................................202
LAS COSAS QUE EL LECTOR PUEDE DECIR..............................................................................................215
Y TODAVÍA MAS REGLAS...............................................................................................................................227
EL RESTO DE LA VIDA DEL LECTOR................................................................................................................248
LA OTRA MITAD............................................................................................................................................... 249
LOS GRANDES LIBROS...................................................................................................................................272
MENTES LIBRES Y HOMBRES LIBRES.........................................................................................................298
UNA LISTA DE LOS GRANDES. LIBROS.......................................................................................................313
PROEMIO

He tratado de escribir un libro liviano acerca de la lectura pesada.

Aquellos que no encuentran placer en saber y comprender, no deben tomarse la molestia de


leerlo, ni tampoco los que creen que todos sus ratos de ocio deben consagrarse a distracciones
fáciles, tales como el cinematógrafo, la radio, y las novelas frívolas.

Me dirijo a los que comparten mi criterio.

La lectura —según la explico (y la defiendo) en este libro— es un instrumento básico para


vivir bien. No necesito defender la conveniencia de vivir humana y razonablemente, pese a que
pareciese que tuviésemos que defender nuestro derecho a hacerlo.

La lectura, repito, es un instrumento básico. Aquellos que pueden hacer uso de ella para
aprender en los libros, mientras se distraen con ellos, tienen libre acceso a los arcanos, de la,
erudición. Pueden equipar sus intelectos de modo tal que la perspectiva de horas pasadas en la
soledad les resulte menos desoladora. Y en las que transcurren en compañía de otras personas, no
deben temer el sonido falso de una conversación vacía.

La mayoría de nosotros encuentra que la conversación es algo insípido. Parece que


tuviésemos poco que decirnos, luego de agotar los escasos tópicos familiares, repitiendo las
mismas gastadas observaciones. La prensa y la radio proporcionan los temas; pero como éstos
son casi siempre los mismos, nuestros comentarios resultan igualmente triviales. Es ésta la razón
que nos impulsa a la chismografía y a la maledicencia, o nos hace abandonar la conversación por
el bridge o el cinematógrafo. Y si no nos es posible mantener un diálogo interesante, ¡cómo
seremos de aburridos cuando quedamos librados a nuestra propia compañía!

Una justificación, que no es la única, de la educación liberal (y éste es un libro sobre


educación liberal) es la de que nos enriquece, nos hace hombres, y nos capacita para llevar la vida
distintamente humana de la razón. La educación vocacional, a lo sumo, puede sólo ayudarnos a
ganar los medios de proveer nuestras comodidades. Abrigo la esperanza de que todos sepan que
la
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educación se comienza, pero no se completa en las escuelas y colegios. Aunque nuestros
colegios realizaran una tarea superior a la que realizan, seguiría siendo necesario que todos
nosotros prosiguiésemos nuestra educación una vez egresados. Tal como están las cosas, la
mayoría de nosotros debe afrontar el problema de obtener la educación que las escuelas y colegios
no han conseguido inculcarnos. La educación nos sigue abriendo sus puertas, lo mismo si
contamos con una instrucción elemental o pese a ella, pero con la única condición de que sepamos
leer.

Teniendo bien presente esto, he escrito un libro acerca de la lectura. Los que escriben sobre
el sexo, o sobre el modo de ganar dinero, dan a menudo la impresión de que su tema lo es todo en
la vida. Yo no deseo causar una impresión similar con respecto a la lectura, pero quiero persuadir
a ustedes de que ésta es una parte esencial de la vida de la razón.

En la primera parte de este libro, me he ocupado del papel de la lectura en relación con la
erudición y el pensamiento, en la escuela y fuera de ella. En la segunda parte, he tratado de
delinear los pasos que deben darse para aprender a leer. Como verán no existe solamente el
problema de cómo leer, sino también el de que leer. El titulo indica que mi principal objeto es la
lectura de libros pero el arte de leer que yo describo es aplicable a cualquier índole de
comunicación. En la vida de sinrazón que hace ahora presa en nosotros, pueden ustedes utilizar
tales conocimientos para ver a través de la propaganda de los órganos oficiales antagónicos y a la
vuelta de las proclamas neutrales, y aun leer entrelineas en los excesivamente breves partes de la
guerra..

Existe una tercera parte, que es la más importante. En una democracia, debemos asumir las
responsabilidades de los hombres libres. La educación liberal es aquí un medio indispensable a
este fin. Ella no sólo nos hace hombres al cultivar nuestro intelecto, sino que libera nuestra mente
al disciplinarla. Sin mente en libertad, no podemos actuar como hombres libres. Trataré de
demostrar a ustedes cómo el arte de leer bien está íntimamente relacionado con el arte de pensar
bien —claramente, críticamente, libremente. En consecuencia la tercera parte de este libro está
dedicada al resto de la vida del lector.

Este es, en síntesis, un libro sobre la lectura en lo que ésta se relacione con la vida, la libertad
y la búsqueda de la felicidad. Dije que era este un "libro liviano", y quise con esto significar que
era mucho más fácil que los libros grandes y buenos que deben ustedes aprender a leer. Tengo la
esperanza de que lo encuentren ustedes así, y más aún, que cuando aprendan a leer, la lectura
difícil que un día dejaron de lado cese de resultarles pesada. Gozarán aprendiendo, y todos los
libros les irán pareciendo livianos a medida que descubran la luz que ellos encierren.

MORTIMER J. ADLER.

Chicago.
PRIMERA PARTE

LA ACTIVIDAD DE LA LECTURA
CAPÍTULO PRIMERO
AL LECTOR COMUN

—1—

Este es un libro para lectores que no pueden leer. Esto podrá parecer descortés, a pesar de
que no tenga la intención de serlo; puede sonar como una contradicción, pero no lo es. Las
apariencias de descortesía y contradicción derivan solamente de la diversidad de sentidos con que
la palabra “lectura” puede ser usada.

El lector que ha llegado hasta aquí puede leer, con seguridad, en algún sentido de la palabra,
y, por consiguiente, adivinar qué es lo que quiero decir. Esto es, que este libro está dedicado a
aquellos que pueden leer en un sentido de la palabra pero no en otros. Hay muchas clases de
lectura y diversos grados de habilidad para leer, y por lo tanto no es contradictorio decir que este
libro sea para los lectores que desean leer mejor, o de algún modo diferente a aquel en el cual
pueden hacerlo ahora.

Entonces, ¿a quiénes no está dedicado este libro? Puedo responder a esta pregunta
nombrando simplemente los dos casos extremos. Existen aquellos que están incapacitados de leer
en forma absoluta: las criaturas, los imbéciles, y otros inocentes; y “puede haber” los que son
maestros en el arte de leer, los que pueden leer lecturas de toda índole, y hacerlo tan bien como sea
humanamente posible. Tales personas constituyen el ideal de la mayoría de los autores. Pero un
libro como éste, que se ocupa del propio arte de leer, y que tiene por objeto ayudar a sus lectores a
leer mejor, no puede importunar, solicitándole su atención, al que ya es experto.

Entre estos dos extremos situamos al lector común, y en esta categoría estamos comprendidos
la mayor parte de los que hemos aprendido nuestro A.B.C. Fuimos iniciados en los primeros pasos
que conducen a la lectura y la escritura, pero la mayoría de nosotros admitimos también que no
somos expertos lectores. Lo sabemos de muchos modos, pero se pone más de relieve cuando
encontramos que algunas cosas nos resultan demasiado difíciles de leer, o cuando tenemos que
hacer un gran esfuerzo para leerlas, o cuando alguna otra persona ha leído lo mismo que nosotros
y nos ha demostrado cuánto hemos omitido o interpretado erróneamente.
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Si usted no ha atravesado por circunstancias similares, si nunca ha sentido el esfuerzo de leer, ni se
ha encontrado decepcionado al ver que todos sus esfuerzos no estaban a la altura de la tarea en que
se hallaba empeñado, no sé cómo podré interesarlo en el problema. Muchos de nosotros, no
obstante, henos experimentado dificultades en la lectura, sin que sepamos por qué tenemos
inconvenientes, ni cómo solucionarlos.

Creo que la causa de esto estriba en que la mayoría de nosotros no conceptuamos a la lectura
una actividad complicada, que implica muchas etapas diferentes en cada una de las cuales
podemos adquirir más y más destreza por medio de la práctica, como sucede en el caso de
cualquier otro arte. Tal vez ni pensemos que existe un “arte” de leer. Nos inclinamos a considerar
a la lectura, casi como si fuera algo tan simple y natural como mirar o caminar, y no existe un arte
en mirar ni en caminar.

El verano pasado, mientras me hallaba escribiendo este libro, recibí la visita de un joven. Se
había enterado de lo que yo estaba haciendo y venia a solicitarme un favor. ¿Querría decirle cómo
mejorar sus lecturas? Evidentemente creía que yo le respondería con unas pocas frases; más aún,
parecía pensar que una vez que hubiese aprendido la sencilla receta, el éxito le aguardaría al dar
vuelta a la esquina.

Traté de explicarle que este asunto no era tan simple; he dedicado muchas páginas de este
libro, le dije, a las diversas reglas de la lectura y a la explicación de cómo deben ser seguidas. Le
dije que este libro era similar a uno sobre cómo jugar al tenis. Según se dice en los libros, el arte
del tenis consiste en reglas sobre la preparación de cada una de las diversas jugadas; una discusión
sobre cómo y cuándo hacer uso de ellas; y una descripción de cómo organizar estas partes dentro
de la estrategia general de un juego exitoso. Acerca del arte de leer debe escribirse del mismo
modo. Hay reglas para cada uno de los diferentes pasos que deben darse a fin de completar la
lectura de un libro entero
Me pareció un tanto indeciso. A pesar de que sospechaba no saber cómo leer, también
parecía experimentar la sensación de que no habría mucho que aprender. El joven era músico, y
yo le pregunté si la mayoría de las personas que podían percibir los sonidos sabían escuchar una
sinfonía. Su respuesta fue, naturalmente, negativa. Le confesé que yo me hallaba en este caso, y
le pregunté si él podía enseñarme a oír la música como un músico esperaba que se la oyese. Por
supuesto, podía hacerlo; pero no en
unas pocas palabras. Escuchar una sinfonía era un asunto complicado. No sólo era necesario
mantenerse despierto, sino que había muchas cosas diferentes que oír, muchas partes que distinguir
y narrar. No podía decirme, concisamente, todo lo que yo tendría que saber; además, yo debería
pasar muchas horas escuchando música para llegar a ser un oyente experto.

Pues bien, le dije que con la lectura sucedía lo mismo. Si yo podía aprender a escuchar
música, él podía aprender a leer un libro, pero sólo en condiciones similares. El aprender a leer
bien equivalía a cualquier otro arte o habilidad; había reglas que se debían aprender y seguir. Los
buenos hábitos tenían que ser adquiridos, y para lograr este objeto no era necesario vencer
dificultades insuperables; solamente se requerían voluntad de aprender y paciencia durante el
proceso.

No sé si mi respuesta lo satisfizo por completo. Si no fue así, existía un obstáculo para su


aprendizaje de lector. Aún no llegaba a apreciar todo lo que implicaba la lectura, y como todavía
la consideraba algo que casi todo el mundo podía hacer, algo aprendido en la escuela primaria,
seguía dudando de que aprender a leer fuera ni más ni menos que aprender a oír música, a jugar el
tenis, o a convertirse en un experto en cualquier otra compleja utilización de la mente y de los
sentidos humanos.

Doy por descontado que usted desea aprender. Mi ayuda no puede llegar más lejos que lo
que usted lo permita, pues nadie puede aprender de un arte más que lo que desee, o juzgue
necesario. Se oye decir a menudo que la gente trataría de leer si sólo supiese cómo hacerlo, y a
decir verdad, podría aprender si se empeñase en conseguirlo. Y se empeñaría sí desease aprender.

–2–
Descubrí que no podía leer recién cuando salí del colegio superior, llegando a esta conclusión
luego de haber tratado de enseñar a leer. La mayoría de los padres han hecho, probablemente un
descubrimiento similar cuando quisieron enseñarles a sus hijos. Paradójicamente, como
consecuencia, los padres, por lo general, aprenden más que sus hijos acerca de la lectura. La razón
es simple. Tienen que dedicarse más activamente al asunto, como todo el que enseña algo.

Volvamos a mi relato. Ateniéndome a mi foja de servicios, fui uno de los estudiantes


satisfactorios de mi época, en Columbia. Pasábamos de un curso al siguiente con notas honorables.
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El juego era fácil conociendo las artimañas necesarias, y si cualquiera nos hubiese dicho
que no sabíamos gran cosa, o que no podíamos leer muy bien, nos habría ofendido profundamente.
Estábamos seguros de poder asistir a conferencias y leer los textos de nuestras asignaturas, de
modo tal que nos capacitasen para poder rendir exámenes con toda corrección. Esta era la prueba
de nuestra habilidad.

Algunos de nosotros seguimos un curso que aumentó nuestra propia satisfacción de un modo
enorme. Este había sido recién iniciado por John: Erskine, y comprendía dos años. Su titulo era
“Honores Generales’’ y su inscripción estaba abierta a un grupo selecto de estudiantes del
penúltimo y del último año. Sus estudios consistían solamente en la lectura de los grandes libros,
desde los clásicos griegos, pasando por las obras maestras latinas y medioevales, hasta llegar a los
mejores libros de ayer: William James, Einstein, y Freud. Los libros abarcaban todos los campos:
los había de historia y de filosofía, o científicos, poesía dramática y novelas. Leíamos uno por
semana, aproximadamente sesenta en los dos años, y los discutíamos, con nuestros maestros, en
una reunión semanal exenta de ceremonias.

Aquel curso me produjo dos efectos. Por un lado me llevó a creer que por vez primera había
dado con la parte más valiosa de la educación; una mina de oro. Aquí había temas humanos,
tratados de un modo realista, comparados con los libros de texto y las conferencias que solamente
exigían a la memoria. Pero lo malo del caso es que yo no sólo creía haber descubierto la mina,
sino que también estaba convencido de ser su dueño. Aquí estaban los grandes libros, yo sabía
leerlos, el mundo estaba en mis manos.
Si luego de graduado me hubiese dedicado a los negocios, a la medicina o la jurisprudencia, muy
posiblemente abrigaría aún la presunción de que sabía leer y de que mi erudición sobrepasaba los
límites de lo común. Afortunadamente, algo me despertó de este ensueño. Para cada ilusión que
los años escolares puedan sustentar, hay algún duro golpe que la destruya. Unos pocos años de
ejercicio de su profesión hacen volver a la realidad al abogado y al médico. Los negocios, o las
tareas periodísticas, desilusionan al muchacho que se creyó comerciante o reportero cuando egresó
de la escuela de comercio o de periodismo. Pues bien; yo me creí educado liberalmente, pensé que
sabía leer, y que había leído en abundancia. La cura para esto fue la ense-
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ñanza, y el castigo que más exactamente correspondía a mi crimen fue el tener que enseñar, al año
de haberme graduado, en el mismo curso de “Honores” que me había hecho envanecer tanto.

Cuando estudiante, habla leído todos los libros que ahora iba a utilizar para enseñar, pero,
como era muy joven y consciente de mis responsabilidades, resolví leerlos nuevamente; esto es,
solo para remozar cada semana mis conocimientos, lo necesario para la clase próxima. Con el
asombro consiguiente, semana tras semana, descubrí que los libros me resultaban enteramente
nuevos. Me parecía leer por primera vez esos libros que yo pensaba conocer tan a fondo.

Con el transcurso del tiempo, fui notando que no solamente no sabía mucho acerca de
cualquiera de estos libros, sino que tampoco era capaz de leerlos muy bien. Para compensar mi
ignorancia e incompetencia, hice lo que hubiese hecho en mi lugar cualquier joven profesor que
tuviese alumnos a su cargo. Utilicé recursos complementarios, enciclopedias, comentarios, toda
clase de libros sobre libros acerca de estos libros. Pensé que así aparentaría saber más que los
estudiantes, quienes no se hallarían en condiciones de discernir si mis preguntas o temas provenían
de mi lectura más perfecta del libro que ellos también estaban examinando.

Afortunadamente para mí, fui descubierto; de otro modo, quizá habría seguido satisfecho con
arreglármelas, como maestro, del mismo modo que lo había hecho como estudiante. Si había
logrado engañar a otros, pronto hubiese llegado a hacerlo conmigo mismo. Mi primer golpe de
suerte consistió en tener como colega en esta enseñanza a Mark Van Doren, el poeta. Este dirigía
las discusiones sobre poesía, como se suponía que yo debía hacerlo cuando se tratara de historia,
ciencias y filosofía. El era varios años mayor que yo, probablemente más honrado, y, cosa
indudable, mejor lector. Viéndome obligado a comparar mi actuación con la suya, no me fue
posible engañarme. Yo no había descubierto el contenido de los libros leyéndolos, sino leyendo
“acerca” de ellos.

Mis preguntas a propósito de un libro eran de aquellas que cualquiera podía hacer o contestar
sin haber leído el libro –cualquiera que hubiese recurrido a aquellos que no pueden o no quieren
leer. Contrastando con las mías, sus preguntas parecían surgir de las mismas páginas del libro;
hasta daban la impresión de que él tenia cierta intimidad con el autor. Cada libro era un
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dilatado mundo, de infinitas e inexploradas riquezas, y ay del estudiante que respondiese a las
preguntas como si, en lugar de haber viajado a través de él, hubiese estado escuchando una
descripción de sus bellezas. El contraste era demasiado violento, y excesivo para mí. No me
estaba permitido olvidar que “yo no sabia como leer’’.

Mi segunda buena fortuna consistió en que integraba aquella primera clase un exigente grupo
de estudiantes. No demoraron mucho en caer en la cuenta; sabían hacer uso de la enciclopedia, o
de un comentario, o de la introducción del editor que generalmente adorna la publicación de un
clásico, en igual forma que yo. Uno de ellos, que desde entonces ha conquistado fama de crítico,
era particularmente turbulento. Encontraba un placer, que me parecía interminable, en discutir las
diversas teorías acerca del libro, que podían ser obtenidas en fuentes secundarias, siempre con el
fin de demostrarnos, a mí y al resto de la clase, que el libro en si aún quedaba por discutir. No
quiero significar con esto que él o los otros estudiantes pudieran leer, en realidad, el libro mejor
que yo, o que lo hubiesen hecho. Evidentemente ninguno de nosotros, exceptuando a Mr. Van
Doren, estaba realizando el trabajo de leer.

Luego del primer año de enseñanza, me restaban muy pocas ilusiones acerca de mi capacidad
de leer y escribir. Desde entonces, he enseñado a estudiantes a leer libros, seis años en Columbia,
con Mark Van Doren, y durante los últimos diez años en la universidad de Chicago, con el
presidente Robert M. Hutchins. Con el transcurso de los años, creo que gradualmente he
aprendido a leer un poquito mejor. Yo no temo engañarme a mi mismo, creyendo haberme
convertido en un experto. ¿Por qué? Porque leyendo los mismos libros año tras año, descubrí
nuevamente lo que el primer año en que comencé a enseñar: que el libro que estoy releyendo es
casi nuevo para mí. Durante un tiempo, cada vez que lo releía pensaba, con bastante lógica, que
por fin lo había leído realmente bien, que ya lo conocía a fondo, sólo hasta que la lectura siguiente
ponía de relieve mis insuficiencias y errores de concepto. Luego de haberle sucedido esto varias
veces, aún al más
obtuso no le costará el darse cuenta de que la lectura perfecta es tan inalcanzable como el
arco iris. Aunque la práctica conduce a la perfección, en este arte de la lectura, como en otro
cualquiera, la larga carrera necesaria para probar el adagio sobrepasa el trecho a recorrer.
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Me encuentro atormentado por dos impulsos. Sin lugar a dudas, quiero animarlos a ustedes a
emprender esta tarea de aprender a leer, pero no quiero engañarles diciendo que es algo muy fácil
o que puede hacerse en poco tiempo. Estoy seguro de que ustedes no desean ser engañados.
Como en el caso de cualquier otra habilidad, el aprender a leer presenta dificultades que deberán
ser vencidas con ayuda del esfuerzo y del tiempo, y cualquiera que intente algo creo que está
preparado para hacerlo, y sabe que la proeza rara vez sobrepasa al esfuerzo. Después de todo,
lleva tiempo y trabajo el crecer desde la cuna, el hacer fortuna, formar una familia, o adquirir la
sabiduría de que algunos ancianos hacen gala. ¿Por qué razón no nos debe llevar tiempo y trabajo
el aprender a leer, y el leer lo que merezca la molestia de ser leído?

Naturalmente, esto no nos resultaría algo tan largo si lo comenzáramos en la escuela. Por
desgracia, sucede casi lo contrario: Uno se ve detenido. Luego me ocuparé más extensamente del
fracaso de las escuelas; aquí sólo deseo registrar este hecho acerca de nuestras escuelas, algo que
nos concierne a todos, porque en gran parte son ellas, las que han hecho de nosotros lo que hoy
somos —gente que no puede leer lo suficientemente bien para disfrutar de lo que lee con fines de
lucro, o para lucrar leyendo por placer.

Pero la educación no termina en la escuela, ni tampoco la responsabilidad por el destino


educacional definitivo de cada uno de nosotros reside por entero en el sistema escolar. Cada Uno
puede y debe decidir, por si mismo, si está satisfecho de la educación que recibió, o que está
todavía recibiendo si aún se halla en la escuela. Sí no está satisfecho, queda a su cargo remediarlo.
Con las escuelas como están, una mayor educación elemental no puede remediar nada; una
solución —tal vez la única asequible a la mayoría de las personas— consiste en aprender a leer
mejor, y luego, leyendo mejor, aprender más de lo que la lectura pone a su alcance.

Esta solución y cómo utilizarla es lo que este libro trata de exponer. Está dedicado a los
adultos que gradualmente se han ido dando cuenta de lo poco que han obtenido en toda su
educación elemental, así como también a aquellos que, faltándoles tales oportunidades, se han
devanado los sesos por saber cómo subsanar los inconvenientes de una privación que no deben la-
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mentar demasiado. A los estudiantes de escuelas y colegios, que a veces traten de encontrar un
medio de colaborar en su educación. Y aún a los maestros, que tal vez suelan darse cuenta de que
no están ayudando en la medida de sus fuerzas a sus alumnos, y que quizá no sepan cómo hacerlo.

Cuando pienso en todo este gran público en potencia como en el lector común, no desdeño
todas las diferencias de educación y habilidad, de instrucción o experiencia, y, por supuesto,
tampoco los diversos grados de interés o especies de motivación que puedan concurrir a esta tarea
común. Pero es algo de importancia primordial que todos nosotros compartamos un
reconocimiento de la tarea y de su valor.

Podemos tener ocupaciones que no nos obligan a leer como un medio de vida, pero puede
cabernos la seguridad de que esa vida seria favorecida, en sus ratos de ocio, por algún aprendizaje
—de la especie de los que podemos llevar a cabo nosotros mismos por medio de la lectura.
Podemos estar ocupados profesionalmente con asuntos que demanden una clase de lecturas
técnicas en el decurso de nuestro trabajo: el médico debe estar al día en materia de literatura
médica; el abogado jamás cesa de leer casos; el hombre de negocios tiene que leer informes
financieros, pólizas de seguros, contratos, etcétera. Carece de importancia el que la lectura sea
hecha con el fin de estudiar o de lucrar, ésta puede hacerse mal o bien.

Podemos ser estudiantes de colegios superiores —tal vez candidatos para un grado más alto
— y sin embargo darnos cuenta de que lo que hacemos es atiborrarnos, no educarnos. Hay
muchos estudiantes de colegios que saben de seguro, cuando obtienen su diploma de bachiller, que
han pasado cuatro años siguiendo cursos y que lo han terminado al aprobar sus exámenes. La
maestría lograda en aquel proceso no concierne al tema, sino a la personalidad del maestro. Si el
estudiante recuerda lo suficiente de lo que le fue enseñado en conferencias y libros de texto, y si
está bien al corriente de los prejuicios favoritos del maestro, puede pasar de curso con toda
facilidad. Pero también está pasando por alto una oportunidad de educarse.

Podemos ser profesores en alguna escuela, colegio, o universidad. Tengo la esperanza de que
la mayoría de nosotros, los maestros, sepamos que no somos lectores expertos, y de que no
solamente nuestros estudiantes no pueden leer bien, sino que nosotros no podemos hacerlo mucho
mejor. Todos los profesionales
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llevan consigo una cierta dosis de patrañas, indispensables para impresionar a los profanos o a los
clientes que soliciten sus servicios. La patraña que utilizamos los maestros es la pantalla de
erudición y pericia. Esta no es por entero una patraña, porque comúnmente sabemos un poquito
más y podemos hacer las cosas algo mejor que nuestros mejores alumnos. Pero no debemos
dejarnos engañar por dicha patraña; si no sabemos que nuestros estudiantes no pueden leer bien,
somos algo peor que farsantes: no sabemos lo que tenemos entre manos. Y si no sabemos que no
podemos leer mucho mejor que ellos, hemos permitido que nuestra impostura profesional nos
engañe a nosotros mismos.

Así como los mejores médicos son aquellos que pueden conservar de algún modo la
confianza del paciente, no ocultando sus limitaciones sino confesándolas, los mejores maestros
son los que tienen menos pretensiones. Si los estudiantes se encuentran absorbidos por un
problema muy difícil, el maestro capaz de demostrarles que él también apenas anda a gatas, les
ayuda mucho más que el pedagogo que parece volar describiendo magníficos círculos muy por
encima de sus cabezas. Tal vez, si nosotros los maestros fuéramos más honrados en lo
concerniente a nuestras incapacidades para la lectura y menos reacios para revelar cuán duro nos
resulta el leer y cuan a menudo andamos a tientas, llegaríamos a interesar a los estudiantes en el
juego de aprender, y no en el de pasar.

–4–
Tengo la creencia de que he dicho lo suficiente para indicar, a los lectores
que no pueden leer, que yo tampoco lo hago mucho mejor que ellos. Mi ventaja principal consiste
en la claridad con que sé “que no puedo”, y tal vez “por qué no puedo”. Es éste el mejor fruto de
los años de experiencia empleados en tratar de enseñar a otros. Naturalmente, si yo soy aunque
sea un poquito mejor que otra persona, me encuentro en condiciones de ayudarla en algo. A pesar
de que ninguno de nosotros puede leer lo suficientemente bien como para quedar satisfecho,
podemos estar capacitados para leer mejor que otras personas; y aunque pocos de nosotros leen
bien, en realidad, todos podemos llevar a cabo una buena tarea de lecturas relacionadas con algún
tema en particular, cuando el premio a obtener compensa el esfuerzo extraordinario.

El estudiante que por lo común es superficial, por una razón particular lee algunas cosas bien. Los
hombres de letras que son
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tan superficiales como lo somos todos en la mayoría de sus lecturas a menudo llevan a cabo una
tarea cuidadosa, cuando el texto se halla encuadrado dentro de su propio y limitado campo de
acción, especialmente si su reputación depende de sus palabras. En casos que conciernen a su
profesión, un abogado probablemente leerá de un modo analítico; un médico puede leer en forma
similar los informes clínicos que describen síntomas con los cuales se halla familiarizado. Pero
ambos hombres ilustrados, tal vez no realicen un esfuerzo similar en otros campos, o en otras
oportunidades. Aun los negocios asumen cierto aire de profesiones eruditas cuando sus fanáticos
se ven obligados a examinar informes financieros o contratos, a pesar de que he oído decir que
muchos hombres de negocios no pueden leer estos documentos de un modo inteligente ni cuando
sus fortunas están en juego.

Si consideramos a hombres y mujeres en general, desligándolo de sus profesiones o medios


de vida, sólo existe una situación, según mi concepto, en la cual puedan ellos surgir casi por sus
propios medios, realizando un esfuerzo para leer mejor que lo que lo hacen por regla general.
Cuando se hallan enamorados y leen una carta de amor lo hacen poniendo en ello sus cinco
sentidos; leen cada palabra de tres modos; leen entre líneas y en los márgenes: leen el conjunto de
vocablos de las partes, y cada parte en los vocablos del conjunto; se les despierta la sensibilidad
para el contenido, y la ambigüedad para la insinuación y la deducción; perciben el color de las
palabras, el aroma de las frases, y el peso de las oraciones. Puede ser que hasta tomen en cuenta la
puntuación. Entonces, aunque no lo hayan hecho antes o después, leen.
Estos ejemplos, especialmente el último, bastan para sugerir una primera aproximación de lo
que yo quiero significar con el término ‘‘lectura’’. Sin embargo, no es esto suficiente. Todo lo que
se refiere a este asunto puede ser más exactamente comprendido, al ser distinguidos de un modo
más definido los diversos ‘‘grados’’ y las diferentes ‘‘clases” de lectura. Para leer este libro
inteligentemente –lo que es el objeto de este libro, para así ayudar a sus lectores a hacerlo con
todos los demás que lean— deben captarse tales distinciones. Esto corresponde al próximo
capítulo. Este ha llenado su cometido si ha logrado hacer comprender que este libro no trata de la
lectura en su sentido más amplio, sino solo de aquellas clase de lectura que sus lectores no hacen
suficientemente bien , o que no hacen de modo alguno, salvo cuando están enamorados.
CAPITULO II
LA LECTURA DE “LECTURAS”

—1—

Una de las reglas primordiales para leer algo, consiste en individualizar las palabras más
importantes que utiliza el autor; sin embargo, no debemos contentarnos con distinguirlas. Es
necesario saber cómo son usadas. El encontrar una palabra importante sólo señala el comienzo de
una búsqueda, más difícil aún es distinguir los significados —uno o mas, comunes o especiales—,
que pueda tener la palabra, a medida que vaya apareciendo aquí y allí, en el texto.

Ustedes ya saben que ‘‘lectura’’ es una de las palabras mas importantes del libro. Pero, como
ya lo he sugerido, es una palabra de muchos significados. Si dan ustedes por descontado que
saben lo que yo significo al usar esta palabra, es casi seguro que nos veremos en dificultades antes
de que avancemos mucho.

Este asunto de usar el idioma para hablar sobre el idioma –especialmente si está uno
luchando contra su abuso— es algo arriesgado. Recientemente, Mr. Stuart Chase escribió un libro
que debió haber titulado así: “Palabras acerca de palabras”, con lo cual se habría evitado los
incisivos comentarios de los críticos, que con tanta presteza señalaron que Mr. Chase en persona
estaba sometido a la tiranía de las palabras. Mr. Chase admitió el peligro cuando dijo, ‘‘con
frecuencia seré cogido en mis propias redes por hacer uso de un idioma incorrecto para abogar por
otro mejor”

¿Podré salvarme yo de caer en estas trampas? Estoy escribiendo sobre la lectura, y. por
consiguiente, parecería que sólo debiera atenerme a las reglas sobre escritura y no a las de la
lectura. Mi evasión puede ser más aparente que real, si se considera que un escritor debería tener
siempre presentes las reglas que rigen a la lectura. Ustedes, sin embargo, están leyendo acerca de
la lectura; y no tienen escapatoria. Si las reglas sobre la lectura que yo voy a sugerir son
sensatas, deben ustedes seguirlas al leer este libro.
Pero, ustedes dirán, ¿cómo podemos seguir las reglas antes de aprenderlas y comprenderlas?
Para lograr este resultado tendremos que leer alguna parte de este libro sin saber en qué consisten
26
las reglas. El único medio que conozco de ayudar a ustedes a solucionar este dilema estriba en
convertirlos en lectores conscientes a medida que prosigamos. Comencemos de inmediato
aplicando la regla sobre la “búsqueda e interpretación de las palabras importantes.
–2–

Al iniciar una investigación acerca de los diversos significados de una palabra, por lo general
resulta prudente hacerlo con un diccionario y el propio conocimiento del idioma común. Si han
buscado ustedes la palabra ‘‘leer’’, en el vasto diccionario de Oxford, habrán encontrado, en
primer lugar, que las mismas letras constituyen un sustantivo en desuso que se refiere al cuarto
estómago de un rumiante, y el verbo comúnmente usado que clasifica a una actividad mental que
implica palabras o símbolos de una misma índole. De inmediato se habrán dado cuenta de que no
debemos molestarnos por el sustantivo en desuso, excepto, tal vez, para registrar que la lectura
tiene alguna relación con la rumiadura. Habrán descubierto a continuación que el verbo tiene
veintiún significados, más o menos afines, y más o menos comunes.

Un significado poco común de ‘leer’, es pensar, o suponer. Esto se convierte en el ya más


usual de conjeturar o predecir, como cuando hablamos de leer en las estrellas, las palmas de las
manos, o el propio futuro. Esto lleva finalmente al significado de la palabra en que ésta se refiere
a la lectura cuidadosa de libros u otros documentos escritos. Hay muchos otros significados, tales
como expresión verbal (cuando una actriz lee su parte ante el director); como descubrir lo que no
es perceptible, diferenciándolo de lo que lo es (cuando decimos que podemos leer el carácter de
una persona en su cara); como instrucción, académica o personal (cuando alguien nos lee una
conferencia).

Las leves variantes en uso parecen ser interminables; un cantante lee la música; un hombre de
ciencia lee en la naturaleza; un ingeniero lee sus instrumentos, un impresor lee las pruebas;
nosotros leemos entre líneas; leemos algo en una situación, o algo fuera de la partida.

Podemos simplificar las cosas destacando lo que es común a muchos de estos sentidos; esto
es, qué actividad mental está involucrada; cuáles símbolos son interpretados de un modo u
27
otro. Esto nos impone una primera limitación en el uso de la palabra. No tenemos nada que ver
con una parte de la región intestinal, ni con la pronunciación, o con el hablar algo en alta voz. Una
segunda limitación es necesaria, porque no tendremos en cuenta, excepto para algunos puntos de
comparación, la interpretación, vidente o no, de los signos naturales como astros, manos o rostros.
Nos limitaremos a una clase de signo legible, a la clase que el hombre inventó con el fin de
comunicarse, es decir las palabras del lenguaje humano. Esto elimina la lectura de otros signos
artificiales, tales como las manecillas de los diales de los aparatos de física, termómetros,
manómetros, velocímetros, etc.

En adelante, pues, debe leerse la palabra “lectura’’ tal como aparece en este texto, para
referirse al proceso de interpretación o comprensión que se presenta a los sentidos en la forma de
palabras u otras señales razonables. No es ésta una legislación arbitraria acerca de lo que la
palabra “lectura” realmente significa; es simplemente un modo de definir nuestro problema, que
reside en leer en el sentido de recibir comunicación.

Por desgracia, esto no es algo fácil de hacer, como ustedes comprenderán al instante sí
alguien les preguntara: “¿Y que me dicen de escuchar? ¿No es eso también recibir comunicación?’’
Por consiguiente, trataré de la relación que existe entre leer y escuchar, puesto que las reglas de la
buena lectura son, en su mayor parte, las reglas del bien escuchar, aunque tal vez sean más
difíciles de aplicar en el último caso. Baste por el momento, con que distingamos entre leer y
escuchar, limitando la comunicación que es recibida, a lo escrito o impreso más bien que a lo
hablado.
Trataré de utilizar la palabra ‘lectura’ en el sentido limitado y especial que he advertido; pero
sé que no siempre tendré éxito. Será imposible evitar el uso de la palabra en alguno de sus otros
sentidos. Algunas veces tendré la atención de avisar explícitamente que estoy cambiando el
significado. Otras, tal vez dé por descontado que el contexto sirva de advertencia; y muy de vez
en cuando (espero) puede ser que cambie el significado sin darme yo mismo cuenta de que lo
hago.

Animo, gentiles lectores, pues éste es apenas el comienzo. Lo anterior fue algo proemial al
encuentro del más “estricto” sentido en el cual la palabra lectura” será usada. Debemos ahora
afrontar el problema que indicó el primer capítulo, o sea distinguir entre el sentido en el cual se
puede leer este libro, por ejemplo, como lo están haciendo, y el sentido en que se puede aprender
28
gracias a él, a leerlo mejor o de un modo distinto o mejor del que ahora se lee.

Nótese que dije ‘mejor’’ o ‘distinto’’, La primera palabra señala una diferencia en grados de
habilidad, la otra una distinción de clases. Creo que vamos a encontrarnos con que el mejor lector
puede también leer de un modo diferente. El menos capacitado puede, probablemente, leer de un
solo modo, el más sencillo. Examinemos primero la escala de capacidad para leer, para determinar
qué es lo que deseamos significar con las palabras mejor y menos “capacitado”.

—3—
Hay un hecho evidente que demuestra la existencia de una amplia escala de grados de
capacidad para leer. Es que la lectura comienza en los grados primarios y recorre todos los niveles
del sistema educacional. La de “lectura” es la primera de las tres Erres 1
Es la primera porque
debemos aprender a leer para aprender leyendo.
Puesto que lo que debemos aprender, a medida que ascendemos en nuestra educación, es
cada vez más difícil o complejo, tenemos que aumentar nuestra habilidad para leer de modo
proporcional.
La capacidad para leer y escribir es, en todas partes, la primera señal de educación, pero tiene
muchos grados, desde un diploma de escuela pública de enseñanza elemental, o menos aun, hasta
un grado de bachiller o un Ph. B. Pero, en su reciente comentario sobre la democracia americana,
titulado “De la libertad humana”, Jacques Barzun nos advierte que no nos dejemos alucinar con la
baladronada de que tenemos la población más culta del mundo entero. La capacidad para leer y
escribir en este sentido, no es educación; no es ni siquiera “saber leer’’ en el sentido de captar,
rápida y correctamente, el mensaje impreso en una página. Y no digamos nada de estar en
condiciones de juzgarlo críticamente.

Se supone que las “graduaciones” en lectura acompañan a las “graduaciones” de un nivel


educacional a otro. A juzgar por lo que sabemos acerca de la educación actual en América, esta
suposición carece de base. En Francia es todavía cierto que el candi

1
En ingles, las palabras leer, escribir y calcular comienzan con r fonética (read, write, reckon)-(N. Del T.)
29
dato para el diploma de médico debe hacer gala de una capacidad para leer en un grado suficiente
como para ser admitido en aquel círculo superior de gente culta. Lo que los franceses llaman
‘‘explication de texte”, es un arte que debe ser practicado en todos los niveles educacionales y en
el cual deben darse pruebas de adelanto antes de ser digno de un ascenso. Pero en este país existe
con frecuencia muy poca diferencia discernible entre la “explicación” que daría un estudiante de
escuela secundaria y la de un alumno del último año de un colegio superior, o aún la de un
candidato al doctorado. Cuando la tarea consiste en leer un libro, el estudiante secundario y el
alumno de primer año del bachillerato están a menudo en mejores condiciones, aunque más no sea
que por estar menos concienzudamente corrompidos por los malos hábitos.

El hecho de que algo no anda bien en la educación americana, en lo que respecta a la lectura,
sólo significa que no discernimos claramente las graduaciones, pero no que éstas no existan.
Nuestra tarea consiste en poner fin a la oscuridad que las envuelve. Para distinguir más
exactamente los grados de lecturas, debemos definir los criterios de mejor y peor.

¿Qué son los criterios? Creo haber dado ya, en el capítulo anterior, una idea aproximada de
lo que son. Así, cuando decimos que un hombre es mejor lector que otro, significamos que puede
leer un material más difícil. Cualquiera estaría de acuerdo en que, si Jones está en condiciones de
leer sólo diarios y revistas, y Brown puede leer los mejores libros corrientes que no sean de
ficción, tales como La Evolución de la Física de Einstein e Infeld, o Las Matemáticas para los
Millones de Hogben, Brown tiene más habilidad que Jones. Entre los lectores del nivel de Jones,
pueden establecerse más diferencias aún: entre aquellos que no pueden leer nada mejor que
periódicos ilustrados populares y sensacionalistas, y los que conocen a fondo a The New York
Times. Entre el grupo Jones y el grupo Brown, aún quedan otros, medidos por sus lecturas de
periódicos o novelas populares mejores y peores, o por los libros que no son de ficción, pero si de
un estilo más popular que los de Einstein o Hogben, tales como El Drama de Europa de Gunther,
o La Odisea de un Médico Americano de Heiser. Y mejor que Brown es el hombre que puede leer
a Euclides y Descartes tan bien como a Hogben, o a Galileo y Newton tan bien como al ensayo de
Einstein e Infeld sobre ellos.
30
El primer criterio es evidente. En muchos terrenos medimos la pericia de un hombre por la
dificultad de la tarea que puede realizar. La exactitud de tales mediciones depende, por supuesto,
de la libre precisión con que graduemos la dificultad de las tareas. Nos hallaríamos dentro de un
círculo vicioso si dijésemos, por ejemplo, que el libro más difícil es el que sólo el mejor lector
puede conocer a fondo. Esto es verdad, pero no es saludable. Con el objeto de comprender qué es
lo que hace a algunos libros mas difíciles de leer que a otros, tendríamos que saber qué exigen a la
pericia del lector. Si supiésemos esto, sabríamos qué es lo que distingue a los mejores lectores de
los peores. En otras palabras, la dificultad en el asunto de la lectura es una señal conveniente y
objetiva de los grados de capacidad para la lectura, pero no nos dice cuál es la diferencia en el
lector, en lo que respecta a su pericia.

El primer criterio tiene, no obstante, alguna utilidad, si se considera que es cierto que, cuanto
más difícil es un libro, con menos lectores contará en cualquier oportunidad que se presente. Hay
en esto algo de verdad, porque se da generalmente el caso de que, a medida que uno asciende por
la escala de excelencia en alguna habilidad, disminuye el número de los que la practican: cuanto
más arriba, menos adeptos. Contando las cabezas, por consiguiente, nos podemos formar una idea
libre de prejuicios sobre sí una cosa es más difícil de leer que otra. Podemos idear una escala
imperfecta y medir a los hombres por ella. Este es, en un sentido, el medio en que son ideadas
todas las escalas que se utilizan en las pruebas de lectura hechas por los psicólogos docentes.

El segundo criterio nos lleva más lejos aún, pero es más difícil de enunciar. Ya he indicado la
diferencia entre lectura activa y pasiva. Estrictamente hablando, toda lectura es activa; la que
llamamos pasiva es simplemente menos activa. La lectura es mejor o peor según sea ésta más o
menos activa; y un lector es mejor que otro en la proporción en que es capaz de desarrollar un
grado mayor de capacidad en la lectura. Con el fin de explicar este punto, debo estar primero bien
seguro de que se ha entendido la razón de que diga que, estrictamente hablando, no hay una lectura
absolutamente pasiva.

No cabe duda de que la escritura y la lectura son empresas activas, en las que el escritor o el
orador están claramente haciendo algo. Muchos parecen creer, no obstante, que los de leer y
escuchar son actos por completo pasivos. No se requiere ningún es-
31
fuerzo. Consideran que leer y escuchar es “recibir” comunicación de alguien que la está “dando”
activamente. Hasta aquí no están errados, pero luego cometen la equivocación de suponer que
recibir comunicación es algo semejante a recibir un golpe, o un legado, o un fallo del jurado.

Permítaseme utilizar al béisbol para ilustrar mi ejemplo. Parar la pelota exige la misma
actividad que arrojarla o golpearla. El arrojador o voleador es aquí el “dador” en el sentido de que
su actividad inicia el movimiento de la pelota. El que la para o intercepta es el ‘‘recibidor’’ en el
sentido de que su actividad termina con él. Ambos son igualmente activos, a pesar de que las
actividades son por completo diferentes. La pelota es el objeto pasivo: es arrojada y parada, un
objeto inerte puesto en movimiento o detenido, mientras que los hombres vivientes son activos, y
se mueven para arrojar, golpear, o parar. La analogía con la escritura y la lectura es casi perfecta.
Lo que es escrito y leído, como la pelota, es el objeto pasivo, común en algún modo a las dos
actividades que comienzan y terminan el proceso.

Podemos avanzar aún un paso más con esta analogía. Un buen parador es el que detiene la
pelota que ha sido golpeada o arrojada. El arte de parar la pelota consiste en la destreza de saber
cómo hacerlo lo mejor posible en todas las situaciones. Del mismo modo, el arte de leer reside en
la destreza de captar todos los medios de comunicación lo mejor posible. Pero el lector, como
‘‘parador” es más parecido al que intercepta la pelota que al que la para. El parador hace una señal
pidiendo un tiro especial. El sabe qué es lo que espera. En un sentido, el tirador y el parador son
dos hombres con un solo pensamiento antes de que la pelota sea arrojada. No sucede así, sin
embargo, en el caso del bateador y del que intercepta la pelota. Este último puede desear que el
bateador obedezca señales que él le haga, pero que las reglas del juego no permiten. Igualmente,
los lectores pueden desear a veces que los escritores se sometan a sus deseos en materia de
lecturas, de un modo absoluto, pero los hechos son generalmente diferentes. El lector tiene que
conformarse con lo que le den.

La analogía falla en dos puntos, ambos instructivos. En primer lugar, el bateador y el que
intercepta la pelota, hallándose en dos lados opuestos, no tienen como punto de mira el mismo
lugar. Cada uno se considera afortunado sólo si consigue frustrar los esfuerzos del otro.
Contrastando con ellos, el tirador y el parador solamente logran éxitos si colaboran uno con el
otro. Aquí
32
la relación entre escritor y lector se asemeja más a la de estos últimos que a la de los bateadores.
El escritor, sin lugar a duda, no se empeña en tratar de “no ser parado” a pesar de que el lector
pueda muy a menudo creerlo así. Una comunicación exitosa tiene lugar en cualquier caso, cuando
lo que el escritor desea que sea recibido, se abre camino en los dominios del lector. La pericia del
escritor y del lector convergen en un mismo punto.

En segundo lugar, la pelota es simplemente una unidad. Se la para por completo” o no se la


para. Un escrito sin embargo, es un objeto complejo. Puede ser recibido más o menos
completamente, desde una parte de lo que trata, hasta el total del concepto. La suma de lo que el
lector obtiene depende, por lo general, de la cantidad de actividad que despliega en el proceso, así
como de la destreza con que ejecuta los diferentes actos mentales que en él están implicados.

Ahora podemos definir el segundo criterio para juzgar la capacidad para leer. Leyendo una
misma cosa, un hombre puede hacerlo mejor que otro, primero, si la lee más activamente y
segundo, realizando cada uno de los actos que la lectura implica más exitosamente. Estas dos
cosas están relacionadas entre si. La lectura es una actividad compleja, tal como lo es la escritura.
Esta consiste en una gran cantidad de actos separados, cada uno de los cuales debe ser llevado a
cabo en una buena lectura. En consecuencia, el hombre que pueda realizar más cantidad de estos
diversos actos está más capacitado para leer.

—4—

Aún no he dicho realmente cuáles son las buenas y las malas lecturas. Me he ocupado de las
diferencias sólo de modo general y con vaguedad; aquí no es posible hacer nada más. Hasta que
ustedes no sepan cuáles son las reglas que un buen lector debe seguir, no se hallarán en
condiciones de comprender lo que éstas implican.

No conozco ningún atajo que pudiera tomar para mostrarles ‘‘ahora”, clara y detalladamente,
lo que espero que tengan presente antes de terminar. Tal vez no lo vean ni aún entonces. Con leer
un libro sobre cómo jugar al tenis tal vez no les baste a ustedes para percibir ‘desde los costados de
la cancha”, los diversos matices de destreza en el transcurso del juego. Si permanecen en los
costados, nunca sabrán cómo se siente uno jugando
33
mejor o peor. Del mismo modo, hay que poner en práctica las reglas de la lectura antes de que se
esté en condiciones de comprenderlas, y de que se sea capaz de juzgar sus propios merecimientos
o los ajenos.

Pero puedo hacer algo más para ayudarlos a experimentar la sensación de lo que es la lectura.
Puedo seleccionarles los diversos tipos de lectura.

Descubrí este modo de hablar acerca de la lectura, presionado por la horrible necesidad que a
veces impone un estrado de conferencias. Me hallaba disertando sobre educación ante tres mil
maestros de escuela. Había llegado al punto en que me lamentaba de que los estudiantes de
colegios superiores no supiesen leer, y de que nada se hiciese para subsanar la deficiencia. Podía
ver reflejado en sus caras que no sabían de qué estaba hablando. ¿No les enseñaban ellos a los
niños a leer? A decir verdad, esto se llevaba a cabo en los grados más inferiores. ¿Por qué razón
pedía yo que se dedicasen cuatro años principalmente para aprender a leer, y a la lectura de los
grandes libros?

Espoleado por la provocación de la incredulidad general, y por su creciente impaciencia ante


mis desatinos, proseguí. Dije que la mayoría de la gente no podía leer, que muchos profesores
universitarios que yo conocía, tampoco podían hacerlo, y que probablemente mis espectadores se
hallarían en las mismas condiciones. Mi exageración sólo agravó las cosas. Ellos sabían que
podían leer, lo hacían a diario. ¿Qué motivos tenía este idiota para desvariar así desde su
plataforma? Fue entonces cuando resolví cómo lo explicaría. Al hacerlo distinguí dos “clases’’ de
lecturas.

La explicación fue de esta manera. He aquí un libro, dije, y aquí está la mente de ustedes. El
libro consiste en idioma escrito por alguien con el objeto de comunicarles algo a ustedes. El éxito
que obtengan al leerlo se determina por el alcance con que hayan captado lo que el escritor ha
tratado de comunicarles.
Ahora bien a medida que vayan recorriendo las páginas, entenderán perfectamente lo que el
autor dice, o no ocurrirá así. Si lo hacen, tal vez hayan obtenido informaciones pero no aumentado
el entendimiento. Si, luego de una inspección que no les haya exigido esfuerzos, un libro les
resulta totalmente inteligible, la del autor y las de ustedes son almas forjadas en un mismo molde.
Los símbolos en la página expresan meramente la común comprensión que tenían aún antes de
encontrarse.
34
Tomemos la segunda alternativa. No entendían ustedes el libro “perfectamente de
inmediato”. Supongamos más aún —lo que por desgracia no siempre es verdad— que lo
comprendían lo suficiente como para darse cuenta de que no lo comprendían todo. Sabían que en
el libro hay más que lo que han entendido, y, por consiguiente, que el libro contiene algo que
puede aumentar el entendimiento de ustedes.

¿Qué hacen entonces? Pueden hacer varias cosas. Tomar el libro y llevárselo a alguien que,
en el concepto, pueda leer mejor que ustedes, y hacer que les expliquen las partes que los
preocupaban. O pedirle que les recomiende un libro de texto, o un comentario que les aclararía
todo, diciéndoles qué era lo que el autor quería decir. O pueden decidir, como lo hacen muchos
estudiantes, que lo que no está al alcance de los intelectos de ustedes no es digno de que se
molesten por ello, que comprenden lo suficiente, y que el resto carece de importancia. Si hacen
una de estas cosas, no llevarán a cabo la tarea de lectura que el libro requiere.

Esto puede hacerse sólo de un modo. Sin ayuda externa, tomen el libro, llévenlo al cuarto de
estudio, y trabajen en él. Sólo con el poder de la mente, actúen con los símbolos que se hallan ante
ustedes de un modo tal que los eleve gradualmente desde un estado de menor entendimiento a uno
de mayor comprensión. Tal elevación, llevada a cabo por la mente al trabajar en un libro, es la
lectura, la clase de lectura que merece un libro que desafía el entendimiento.

Así definí a grandes trazos lo que yo entendía por lectura; el proceso por medio del cual un
intelecto, con nada en qué basarse exceptuando los símbolos legibles materiales, y sin ayuda
exterior, se eleva a sí mismo gracias al poder de su propio funcionamiento. La mente pasa del
menor al mayor entendimiento. Las causas que motivan este resultado residen en los varios actos
que forman el arte de leer. “¿Cuántos de estos actos conocen?” les pregunté a los tres mil maestros.
“¿Qué sería lo que harían sin ayuda ajena si la vida de ustedes dependiera de la comprensión de
algo legible que a primera vista les resultase un tanto oscuro?’’

Ahora sus rostros decían otra cosa muy distinta. Confesaban con toda franqueza que no
sabían qué hacer. Más, aún, expresaban que se hallaban dispuestos a admitir que existía tal arte y
que algunas personas debías poseerlo.

Evidentemente, toda la lectura no es de la clase que he descrito. Leemos muchas cosas que en
modo alguno nos “elevan”;
35
aunque pueda ser que nos instruyan, diviertan o irriten. Parecería haber diversos tipos de lectura:
instructiva, recreativa, o para aguzar el entendimiento. Esto suena al principio como si sólo
existiese una diferencia en el fin con que leemos. En parte es así, aunque no totalmente. En parte
también, depende del objeto distinto que será leído y del modo de leerlo. No les será a ustedes
posible obtener mucha información de la lectura de la página cómica, o elevarse mucho
intelectualmente leyendo un almanaque. Puesto que las cosas a leer tienen diferentes valores,
debemos hacer uso de ellas según el caso en que nos hallemos. Debemos satisfacer cada uno de
ellos. Más aún, tenemos que saber cómo llenar el objeto que nos proponemos, capacitándonos
para leer de un modo apropiado cada clase de tema.

Omitiendo, por el momento, la lectura con fines recreativos, deseo examinar aquí los dos tipos
principales: la lectura en busca de información y la que se hace para ampliar el entendimiento.
Creo que ustedes verán la relación entre estos dos tipos de lectura y los grados de capacidad para
realizarla. El lector menos hábil es, por lo general, capaz de llevar a cabo sólo la primera clase de
lectura: la informativa. El mejor lector puede, por supuesto hacer eso, y más aún. Puede aumentar
su entendimiento así como su acopio de datos. El querer pasar del menor al mayor entendimiento,
por medio del propio esfuerzo intelectual aplicado a la lectura, es algo semejante a tratar de
levantarse del suelo tirando de los cordones de los zapatos. Produce la misma impresión; y exige
un esfuerzo mayor aún. Evidentemente, seria éste un modo más activo de leer, que impondría, no
sólo una actividad más variada, sino más pericia en la realización de los diversos actos requeridos.
Evidentemente, también, lo que por lo general es considerado como más difícil de leer, y por
consiguiente sólo al alcance del mejor lector, es lo que resulta más digno de merecer y exigir este
tipo de lectura.

Las cosas que pueden ustedes comprender sin esfuerzo, tales como las revistas y periódicos,
requieren un mínimo de lectura. Necesitan ustedes muy poco arte: pueden leer de un modo
relativamente pasivo. Para cada persona que puede leer siquiera un poco, hay algún material de
esta clase, aunque tal vez sea éste diferente para diferentes individuos. Lo que a un hombre le
demanda un pequeño esfuerzo o ninguno, puede implicar uno inmenso para otro. La distancia a
que pueda llegar cualquier persona utilizando todos sus esfuerzos dependen de la pericia que po-
36
sea o que sea capaz de adquirir, y esto se relaciona de un modo u otro con su inteligencia natural.

La cuestión, sin embargo, no estriba en distinguir entre buenos y malos lectores según los
favores o deficiencias de la naturaleza; reside en que para cada individuo existen dos clases de
material legible: por un lado, algo que pueda leer sin esfuerzo para ser informado, porque no le
comunica nada que no pueda inmediatamente comprender; por el otro, algo que se halla por
encima de él, en el sentido de que lo desafía a que haga el esfuerzo de tratar de entenderlo. Puede
esto, por supuesto, estar demasiado por encima de él definitivamente fuera de su alcance. Pero no
puede llegar a saberlo hasta que trate de alcanzarlo, y no le será posible hacer la prueba si no se
perfecciona en el arte de leer, en la pericia necesaria para realizar el esfuerzo.

—5—
La mayoría de nosotros no conoce los límites de nuestra comprensión. Nunca hemos
probado nuestros poderes exigiéndoles su completo desarrollo. Según mí honesto concepto, “casi
todos los grandes libros en todos los terrenos se hallan al alcance de todos los hombres de
inteligencia normal”, con la condición, naturalmente, de que adquieran la destreza necesaria para
leerlos y para realizar el esfuerzo. Por supuesto, aquellos que fueron más favorecidos en su
nacimiento llegarán a la meta más prontamente, pero no siempre es la velocidad la que gana las
carreras.

Existen algunas cuestiones secundarias que deben ustedes tener en cuenta. Es posible que se
equivoquen en su juicio sobre algo que están ustedes leyendo. Pueden creer que lo entienden, y
satisfacerse con lo que se obtiene de una lectura sin esfuerzos, cuando en realidad pueden haber
pasado mucho por alto. La primera máxima de indudable experiencia es muy antigua: el comienzo
de la sabiduría reside en una justa valuación de la propia ignorancia. Del mismo modo el
comienzo de la lectura como un esfuerzo consciente para entender es una exacta percepción de la
línea existente entre lo que es inteligible y lo que no lo es.

He visto a muchos estudiantes leer un libro difícil tal como sí estuvieran leyendo la página
deportiva. Algunas veces, he preguntado al comenzar una clase si deseaban hacerme cualquier
pregunta sobre el texto, si había algo que no comprendían... Su silencio respondía negativamente.
Al cabo de dos horas, durante
37
las cuales no pudieron contestar ni las preguntas más simples que los encauzaban a una
interpretación del libro, tuvieron que admitir, llenos de turbación, su deficiencia. Estaban turbados
porque eran totalmente honestos en su creencia de que habían leído el texto; lo habían hecho,
indudablemente, pero no como debía ser.

Sí se hubiesen turbado ‘‘mientras’’ leían, en lugar de hacerlo luego de concluida la clase, si se


hubiesen animado a tomar nota de las cosas que no comprendían, en lugar de dejarlas
inmediatamente de lado, casi avergonzados y confusos, podían haber descubierto que el libro que
tenían entre manos era distinto de los que leían habitualmente.

Permítanme que compendie la diferencia entre estos dos tipos de lectura. Tendremos que
examinar a ambos, porque los limites entre lo legible por un lado, y lo que debe leerse, por otro,
son a menudo vagos. Cualquiera que sea el alcance de la distinción entre las dos clases de lectura,
podemos hacer uso de la palabra ‘lectura’ en dos sentidos: ése en el cual hablamos de nosotros
mismos como leyendo diarios o revistas, o cualquier otra cosa que, según nuestra capacidad y
talento, nos resulte completamente inteligible de primera intención. Tales cosas pueden aumentar
el acopio de información que recordamos, pero no pueden mejorar nuestro entendimiento, puesto
que nuestro entendimiento se hallaba a la altura de ellas antes de que comenzáramos a leerlas. De
otro modo, hubiésemos experimentado el sobresalto que producen la confusión y la perplejidad
que se derivan de penetrar en un nivel superior al nuestro, en el caso de que fuésemos activos y
honestos.
El segundo sentido es aquel en el cual yo diría que un hombre tiene que leer algo que al
principio no entiende por completo. En este caso el objeto a leer es, inicialmente, mejor que el
lector. El escritor está comunicando algo que puede aumentar el entendimiento del lector. Tal
comunicación entre desiguales debe ser posible, o si no un hombre nunca podría aprender de otro,
ya sea por medio de la palabra o de la escritura. Aquí, por ‘‘aprender’’, quiero significar
comprender más, no recordar más información que tenga el mismo grado de comprensibilidad de
otra información que ustedes ya posean.

Evidentemente no hay dificultades para obtener nuevas informaciones en el transcurso de


una lectura si, como digo, los hechos nuevos pertenecen a la misma clase de los que ustedes ya
conocen, hasta donde llegue la comprensibilidad de éstos. Así, un hombre que conoce algunos de
los hechos de la historia americana
38
y que los comprende bajo un cierto aspecto, puede fácilmente informarse leyendo, en el primero
de los sentidos, de más cantidad de hechos similares y entenderlos bajo el mismo aspecto. Pero
supongamos que está leyendo una historia que no trata solamente de proporcionarle algunos
hechos más sino que le ofrece otros nuevos, y, tal vez arroja una luz más potente sobre todos los
hechos que él ya conoce. Supongamos que existe aquí un entendimiento mayor que el que él
posee antes de comenzar a leer. Si puede llegar a adquirir aquel mayor entendimiento, está
leyendo en un segundo sentido. Se ha elevado literalmente por su propio esfuerzo; aunque de
modo indirecto, por supuesto, esto fue hecho posible por el escritor que tenía algo que enseñarle.

¿Bajo qué condiciones tiene lugar esta índole de lectura? Dichas condiciones son dos. En
primer lugar, hay una desigualdad inicial en lo que a entendimiento se refiere. El escritor debe ser
superior al lector, y su libro debe llevar consigo, de un modo legible, las ideas que él posee y que
les faltan a sus lectores en potencia. En segundo lugar, el lector debe hallarse en condiciones de
sobreponerse a esta desigualdad en algún grado, tal vez en muy pocas oportunidades de un modo
tal, pero siempre acercándose a un plano de igualdad con el escritor. Cuando llegue a aproximarse
a aquella igualdad la comunicación se habrá consumado por completo.
En síntesis, sólo podemos aprender de nuestros superiores. Debemos saber quienes son y
cómo podemos aprender de ellos. El hombre que domina, esta clase de saber posee el arte de la
lectura, en el sentido que me concierne muy especialmente. Todos, probablemente, tienen alguna
capacidad para leer en este sentido. Pero todos nosotros, sin excepción, podemos aprender a leer
mejor y ganar más gradualmente por nuestros esfuerzos, aplicándolos a asuntos más
remunerativos.
CAPITULO III
LEER ES APRENDER

–1–
Una regla para la lectura, como ya lo han visto, consiste en escoger interpretar las palabras
importantes en un libro. Hay otra que se relaciona con ésta muy íntimamente, y que reside en el
descubrimiento de las sentencias importantes y la comprensión de lo que ellas significan.

Las palabras “leer es aprender” forman una sentencia. Esta es evidentemente importante
para este estudio. A decir verdad, yo diría que hasta ahora es la más importante. Su importancia
puede medirse por la solidez de las palabras que la componen. No son solamente importantes
dichas palabras, sino ambiguas, como lo hemos visto en el caso de la “lectura’’.

Ahora bien, si la palabra ‘leer’’ tiene muchos significados, y lo mismo sucede con
‘‘aprender’’, y si la palabrita ‘‘es’’ se lleva el premio a la ambigüedad, ustedes no se hallan en
condiciones de ratificar o desmentir la frase. Esta significa una cantidad de cosas, algunas de las
cuales pueden ser ciertas y algunas falsas. Cuando ustedes hayan encontrado el significado de
cada una de las tres palabras, ‘tal como yo las he utilizado’’, habrán descubierto el propósito que
yo estoy tratando de dar a entender. Entonces y solamente entonces, podrán ustedes decidir si
están de acuerdo conmigo.

Ya que ustedes saben que no vamos a considerar a la lectura como medio de esparcimiento,
pueden acusarme de inexactitud por no haber dicho: ‘Leer ciertas lecturas es aprender’. Mi
defensa es la que ustedes, como lectores, pueden llegar a anticipar. El ‘‘contexto’’ hizo innecesario
el que dijera ‘ciertas lecturas’. Se sobreentendía que íbamos a ignorar a la lectura con fines de
esparcimiento.

Para interpretar la sentencia, primero debemos preguntar: “¿Qué es aprender?”


Evidentemente, no podemos discutir aquí a la erudición de un modo adecuado. El único recurso
consiste en hacer un breve esbozo a grandes rasgos de lo que todos saben: que aprender es adquirir
erudición. ¡No huyan! No voy a definir la palabra “erudición’’. Si tratara de hacerlo
zozobraríamos en
40
el mar de palabras que súbitamente se sentirían importantes y demandarían explicaciones. Para
nuestros fines, lo que ustedes entienden en la actualidad por ‘‘erudición’’ es suficiente. Ustedes
tienen erudición; saben que saben, y qué es lo que saben. Saben la diferencia que existe entre
saber y no saber algo.

Si a ustedes se les exigiera que diesen un informe filosófico sobre la naturaleza de la


erudición, se encontrarían en aprietos; pero así se han hallado muchos filósofos. Dejémoslos con
sus problemas, y prosigamos con el uso de la palabra ‘‘erudición’’ sobre la base de que nos
comprendemos mutuamente. Pero, pueden ustedes objetar; aun si damos por sentado que hemos
captado suficientemente lo que queremos significar con la palabra ‘‘erudición’’, existen otras
dificultades cuando se dice que aprender es adquirir erudición. Se aprende a jugar al tenis o a
cocinar. Jugar al tenis y cocinar no son erudición. Son modos de hacer algo que requiere destreza.

La objeción tiene fundamento. A pesar de que la erudición está implicada en toda pericia, ser
diestro en alguna cosa es tener algo más que erudición. La persona que tiene una habilidad no solo
sabe algo sino que puede hacer algo que quien no tiene dicha habilidad no puede hacer en
absoluto o por lo menos, tan bien como ella. Existe una distinción muy conocida, de la que todos
nosotros hacemos uso cuando hablamos de saber como (hacer algo) en oposición a saber “qué”
(algo sucede). Se puede aprender ‘‘cómo’’, así como ‘‘qué’. Ustedes ya han admitido esta
distinción al reconocer que hay que aprender a leer para poder aprender leyendo.

Una restricción inicial es así impuesta a la palabra ‘‘aprender’’ en el sentido en que la


estamos usando. Leer es aprender sólo en sentido de obtener saber y no destreza. Ustedes no
pueden aprender a leer sólo leyendo este libro. Todo lo que pueden aprender es la naturaleza de la
lectura y las reglas del arte. Esto puede ayudarles a aprender a leer, pero no es suficiente. Además,
deben ustedes seguir las reglas y practicar el arte. Solamente de este modo puede ser adquirida la
destreza, que es algo que se halla por encima de la erudición que un simple libro puede comunicar.

–2–
Hasta aquí vamos muy bien. Pero ahora debemos regresar a la distinción entre leer para
información y leer para ampliar el entendimiento. En el capítulo anterior, yo indiqué cuánto más
41
activa debe ser la última de estas lecturas, y cómo se siente uno al hacerla. Ahora debemos
considerar la diferencia existente entre lo que se obtiene de estas dos clases de lectura. Tanto
información como entendimiento son saber en algún sentido. Obtener más formación es aprender,
y de este modo es llegar a comprender lo que no se entendió antes. ¿En qué reside la diferencia?

Ser informado es sólo saber que algo sucede. Ser ilustrado es saber, por añadidura, todos los
detalles acerca del caso: por qué ha sucedido, qué relación tiene con otros hechos, en qué respecto
es similar a éstos, y en cuál es diferente, etcétera.

La mayoría de nosotros conoce esta distinción en función de la diferencia entre ser capaz de
recordar algo y ser capaz de explicarlo. Si ustedes recuerdan lo que dice un autor, han aprendido
algo al leerlo. Si lo que él dice es verdad, ustedes también han aprendido algo sobre el mundo.
Pero aunque sea una realidad lo leído acerca del libro o del mundo, ustedes no habrán ganado nada
más que información si sólo han ejercitado su memoria. Ustedes no han sido ilustrados. Esto
tiene lugar sólo cuando, además de saber lo que dice un autor, ustedes saber qué es lo que quiere
decir y por qué lo dice.

Un ejemplo podrá sernos aquí de gran utilidad. Lo que voy a relatar sucedió en una clase
durante la cual leíamos el tratado dé Santo Tomás de Aquino sobre las pasiones, pero algo similar
ha ocurrido en innumerables clases con muy diferente índole de materias. Pregunté a un
estudiante qué opinaba Santo Tomás acerca del orden de las pasiones. Muy correctamente me
repuso que el amor, según Santo Tomás, es la primera de todas las pasiones y que las otras
emociones (que nombró son exactitud), le seguían en un orden indudable. Luego le pregunté qué
era lo que quería decir con eso. Me miró sobrecogido de asombro. ¿No había respondido
correctamente a mi pregunta? Le dije que sí lo había hecho, pero repetí mí pedido de
explicaciones. El me había dicho lo que Santo Tomás “dijo”; ahora yo quería saber qué era lo que
“quiso decir”. EI estudiante hizo un esfuerzo, pero todo lo que consiguió fue repetir, en un orden
ligeramente alterado, las mismas palabras que había usado para contestar a mi pregunta original.
Pronto se hizo evidente que no sabía qué era lo que estaba diciendo, pese a que hubiese obtenido
altas clasificaciones en cualquier examen que no exigiese más que la respuesta a mi pregunta
original o a cualquiera otra similar.

Traté de ayudarle. Le pregunté si el amor era la primera


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pasión en el sentido de ser una causa de otras emociones. Le pregunté cómo era que el odio y el
enojo, la esperanza y el temor, dependían del amor. Le pregunté si sabía la relación existente entre
el gozo y la pena, y el amor. ¿Y qué es el amor? ¿Es amor el hambre por la comida y la sed por la
bebida, o es sólo aquel maravilloso sentimiento que se supone que mueve al mundo? ¿Es amor el
deseo de obtener dinero, fama, sabiduría o felicidad? Hasta donde pudo contestar estas preguntas
repitiendo con mayor o menor exactitud las palabras de Santo Tomás, así lo hizo. Cuando cometió
errores de memoria, otros miembros del curso fueron exhortados a corregirle. Pero ni él ni ellos
pudieron realizar ningún progreso en las explicaciones sobre el asunto discutido.

Probé aún un nuevo plan de acción. Les pregunté, presentándoles mis excusas, sobre sus
propias aventuras sentimentales. Tenían edad suficiente para haber sentido algunas pasiones.
¿Odiaron alguna vez a alguien, y tuvo este odio alguna relación con el amor hacia aquella persona
o hacia otra cualquiera. ¿Experimentaron alguna vez una serie de emociones, alguna de las cuales
de un modo u otro les llevaba a otra? Sus respuestas fueron muy vagas, no porque se hallaran
confusos o porque nunca se hubiesen visto sentimentalmente conturbados, sino porque estaban por
completo desacostumbrados a pensar en sus aventuras en ese sentido. Evidentemente, no habían
establecido ninguna relación entre las palabras que leyeron en un libro sobre las pasiones y sus
propias aventuras. A éstas las ubicaban en mundos apartes.

Se estaba poniendo de manifiesto que no comprendían en lo más mínimo lo que habían leído.
Sólo eran palabras aprendidas de memoria, que los capacitaban para repetirlas de un modo u otro
cuando yo los acorralaba con una pregunta. Esto era lo que hacían en otros cursos, y yo les estaba
pidiendo demasiado.

Seguí insistiendo. Tal vez, si no podían comprender a de Aquino iluminados por su propia
experiencia, podían ser capaces de utilizar la experiencia substitutiva que obtenían por medio de la
lectura de novelas. Habían leído obras de ficción. Aquí y allí, algunos de ellos hasta habían llegado
a leer una gran novela. ¿Aparecían las pasiones en esos cuentos? ¿Eran estas pasiones diferentes?
¿Cómo eran descriptas? Los resultados fueron en este caso tan poco satisfactorios como los
anteriores. Me contestaron relatando el cuento por medio de un sumario superficial del argu-
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mento. Entendían a las novelas que habían leído casi tan poco como a Santo Tomás.

Por último, les pregunté si habían seguido alguna vez otros cursos en los cuales hubiesen
sido discutidas pasiones o sentimientos. La mayoría de ellos había cursado estudios elementales
de psicología, y hasta uno o dos conocían a Freud por referencias, y tal vez habían leído algo de su
obra. Cuando descubrí que no habían establecido relación alguna entre la fisiología del
sentimiento, en la cual aprobaron muy posiblemente sus exámenes con buenas clasificaciones, y
las pasiones como Santo Tomás las trataba; cuando descubrí que no podían ni darse cuenta de que
Santo Tomás estaba determinando el mismo punto básico que Freud, me di cuenta de cuál era el
problema que debía afrontar.

Estos estudiantes eran alumnos de los últimos y penúltimos años de colegios superiores.
Podían leer en un sentido pero no en otro. Durante todos sus años de escuela primaría sólo habían
leído para obtener información, la índole de información que hay que obtener de algo
determinado, con el fin de contestar una pregunta que les hicieran en clase y aprobar los
exámenes. Nunca relacionaron un libro con otro, un curso con otro, o algo que fue dicho en libros
o conferencias con lo que les aconteciera en sus propias vidas.

Al ignorar que había algo más que hacer con un libro que aprender sus enunciados más
obvios de memoria, ellos eran completamente inocentes de su triste fracaso cuando llegaron a
clase. Según sus puntos de vista, ellos habían preparado a conciencia la lección para ese día, y
nunca se les pasó por las mentes la idea de que pudiesen verse obligados a demostrar que habían
comprendido lo que leyeron. Aún cuando una cantidad de dichas sesiones comenzaron hacerles
comprender esta nueva exigencia, se encontraron impotentes. En el mejor de los casos llegaron a
darse cuenta un poco más de que no entendían lo que estaban leyendo, pero no podían hacer casi
nada para remediarlo. Aquí, próxima la finalización de su instrucción elemental, eran totalmente
inexpertos en el arte de leer para comprender.
—3—

Cuando leemos para informarnos, obtenemos hechos. Cuando leemos para entender, no
solamente aprendemos hechos sino también su significado. Cada categoría de lectura tiene sus
virtudes, pero debe utilizarse en el lugar adecuado. Sí un escritor no
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entiende más que nosotros, o si en un pasaje especial él no hace ningún esfuerzo para explicar,
sólo podemos ser informados por él, pero no ilustrados. Pero si un autor posee el discernimiento
que a nosotros nos falta, y si, por añadidura, ha tratado de hacérnoslo llegar en lo que ha escrito,
estamos desdeñando el regalo que nos hace si no lo leemos de un modo diferente al que ponemos
en práctica para leer periódicos y revistas.

Los libros que reconocemos como grandes o buenos son, por lo general, aquellos que
merecen la mejor clase de lectura. Es cierto, naturalmente, que cualquier cosa puede ser leída para
información tanto como para entendimiento. Uno debía ser capaz de recordar lo que el autor dijo
tanto como de comprender lo que quiso decir. En un sentido, ser informado es un requisito previo
para ser ilustrado. El punto, no obstante, reside en no detenerse al ser informado. Es una
prodigalidad tan grande el leer un gran libro con el único fin de informarse como el hacer uso de
una lapicera fuente para excavar en busca de lombrices.

Montaigne habla de “una ignorancia de novicio que precede a la erudición, y una ignorancia
doctoral que viene luego de la primera”. La primera es la ignorancia de aquellos que, sin saber su
A.B.C., no pueden leer en absoluto; la otra es la ignorancia de los que han leído muchos libros de
un modo erróneo. Estos son, según los llama Pope con justicia, los ratones de biblioteca
neciamente enseñados. Siempre ha habido literatos ignorantes que han leído demasiado
extensivamente y mal. Los griegos tenían un nombre para tal mezcla de erudición y tontería, que
podría aplicarse a los lectores estudiosos pero deficientes de todas las edades. Son todos
sophomores (estudiantes de segundo año). Leer bien demasiado a menudo significa la cantidad y
muy rara vez la calidad, de la lectura. No fue el misántropo y pesimista Schopenhauer el único
que prorrumpió en invectivas contra el exceso de lecturas, porque encontró que, en su mayoría, los
hombres leían pasivamente y se hartaban de dosis tóxicas excesivas de información no asimilada.
Bacon y Hobbes coincidieron con él. Hobbes dijo: “Sí yo leyese tantos libros como la mayoría de
los hombres —quería decir ‘‘si leyese mal’’— seria tan lerdo y estúpido como ellos”, Bacon
discierne entre “libros para ser gustados, otros para ser tragados, y unos pocos para ser masticados
y digeridos’’. El punto, que permanece inamovible reside en la distinción entre diferentes índoles
de lectura apropiadas a las diferentes clases de literatura.
45
–4–
Hemos realizado algunos progresos en la interpretación de la frase “leer es aprender’’.
Sabemos que algunas clases de lectura, pero no todas, permiten aprender. Sabemos que alguna,
pero no toda erudición, puede ser adquirida por medio de la lectura: la adquisición de erudición
pero no de pericia. Si inferimos, sin embargo, que clase de lectura que da como resultado una
información o un entendimiento aumentados es “idéntica” a la clase de erudición que da por
resultado un mayor saber, cometeríamos un grave error. Diríamos que nadie puede adquirir
sabiduría si no es por medio de la lectura, lo que es evidentemente falso.

Con el fin de evitar este error, debemos considerar ahora una distinción más aún en tipos de
erudición. Esta distinción tiene un valor significativo en todo el asunto de la lectura, y su relación
con la educación en general. Si el punto que ahora voy a tratar les resulta a ustedes poco familiar,
y tal vez algo difícil, les sugiero que tomen a las páginas próximas como un desafió a su destreza
para la lectura. Esta es una buena oportunidad para comenzar a leer ‘activadamente’’ —marcando
las palabras importantes, tomando nota de las distinciones, viendo cómo se desarrolla el
significado de la frase con que comenzamos.

En la historia de la educación, los hombres siempre han distinguido entre instrucción y


descubrimiento como fuentes de sabiduría. La instrucción tiene lugar cuando un hombre enseña a
otro por medio de la palabra o de la escritura. Podemos, no obstante, obtener sabiduría sin ser
enseñados. Si no fuera éste el caso, y a cada maestro tuviesen que enseñarle lo que luego enseña
él a otros, no había principio en la adquisición de la sabiduría. En consecuencia, debe haber
descubrimiento, o sea el proceso de aprender algo por medio de indagaciones, investigaciones o
reflexión, sin ser enseñado.
El descubrimiento es a la instrucción lo que el aprendizaje sin maestro es al aprendizaje
mediante la ayuda de uno de ellos. En ambos casos, la actividad de aprender recae en el que
aprende. Seria un craso error el suponer que el descubrimiento es activo y la instrucción pasiva.
No hay aprendizaje pasivo, como no hay lectura completamente pasiva.

La diferencia entre las dos actividades del aprendizaje reside en los materiales en los cuales
el que aprende obra. Cuando el que aprende está siendo enseñado o instruido, actúa en algo que
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se le comunica. Realiza actos, discurre, por escrito o en forma oral. Aprende leyendo o
escuchando. Nótese aquí la relación íntima entre leer y escuchar. Si ignoramos las diferencias
secundarias entre estos dos modos de recibir comunicación, podemos decir que leer y escuchar son
el mismo arte —el arte de ser enseñado. Cuando, sin embargo, el que aprende adelanta sin ayuda
de ningún maestro, las operaciones inherentes al aprendizaje son llevadas a cabo más bien basadas
en la naturaleza que en el raciocinio. Las reglas de tal aprendizaje constituyen el arte del
descubrimiento. Si usamos la palabra “leer’’ con vaguedad, podemos decir que el descubrimiento
es el arte de leer la naturaleza, como la instrucción (el ser enseñado) es el arte de leer libros o, para
incluir el escuchar, de aprender por raciocinio.

¿Qué diremos acerca del pensar? Si por “pensar’’ queremos dar a entender el uso de nuestras
mentes para obtener conocimientos, y sí la instrucción y el descubrimiento agotan los medios de
obtener sabiduría, entonces evidentemente todo nuestro pensar debe tener lugar durante una u otra
de estas actividades. Debemos pensar durante el curso de una lectura y cuando escuchamos, tal
como debemos pensar cuando investigamos. Naturalmente, las índoles del pensamiento son
diferentes como lo son los dos modos de aprender.

La razón por la cual mucha gente considera al pensar como mucho más íntimamente
relacionado con las investigaciones y los descubrimientos que con el acto de ser enseñado, es que
éstas suponen que leer y escuchar son asuntos pasivos. Muy posiblemente sea cierto que se piensa
menos cuando uno lee para informarse que cuando uno se empeña en descubrir algo. Esta es la
forma menos activa de leer. Pero no es verdad cuando se trata de la lectura más activa —el
esfuerzo para comprender. Nadie que haya realizado esta clase de lectura dirá que pueda llevarse a
cabo irreflexivamente.
Pensar es sólo una parte de la actividad de aprender. Hay que usar también los propios
sentidos y la imaginación. Hay que observar, recordar y construir con la imaginación lo que no
puede ser observado. Existe, por otra parte, una tendencia a dar importancia al papel de estas
actividades en el proceso de investigaciones o descubrimientos, y a olvidar o restar valor a su lugar
en el proceso de la instrucción por medio de lecturas hechas o escuchadas. Un minuto de reflexión
demostrará que tanto los poderes sensitivos como los racionales deben ser empleados en leer y es-
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cuchar. El arte de leer, sintetizado, abarca todas las mismas habilidades que están involucradas en
el arte de descubrir; agudeza de observación, memoria fácilmente disponible, alcance de
imaginación, y por supuesto, una razón adiestrada en el análisis y la reflexión. Aunque en general
las habilidades son las mismas, pueden ser empleadas de modo diferente en los dos tipos
principales de lectura.

–5–

Desearía hacer resaltar nuevamente los dos errores que se cometen con tanta frecuencia.
Uno es cometido por aquellos que escriben o hablan sobre arte de pensar, como si hubiese tal cosa
en y por sí mismo. Puesto que nunca pensamos independientemente de la tarea de ser enseñados,
o del proceso de las investigaciones, no existe un arte de pensar independiente del arte de leer y de
escuchar por un lado, y del arte del descubrimiento por el otro. Hasta cualquier punto que sea
cierto el que leer es aprender, es también verdad que leer es pensar. Un informe completo del arte
de pensar puede sólo ser dado en el contexto de un análisis completo de la lectura y la
investigación.

El otro error lo cometen los que escriben sobre el arte de pensar como si éste fuese idéntico
al de descubrir. El principal ejemplo de este error, que ha ejercido una poderosa influencia sobre
la educación americana, es el libro de John Dewey, titulado Cómo Pensamos. Este libro ha sido la
Biblia de miles de maestros que fueron adiestrados en nuestras escuelas educacionales. El
profesor Dewey limita su discusión sobre el pensamiento al caso en que éste se utiliza para
aprender por medio de descubrimientos. Pero éste es sólo uno de los dos modos principales en
que pensamos. Es igualmente importante saber cómo pensamos cuando leemos un libro o
escuchamos una conferencia. Tal vez, es esto más importante todavía para los maestros que se
ocupan de la instrucción, puesto que el arte de enseñar debe estar relacionado con el arte de ser
enseñado, como el de escribir lo está con el de leer. Dudo de que cualquier persona que no sepa
leer bien sea capaz de escribir bien. Y del mismo modo dudo de que alguien que no posea el arte
de ser enseñado pueda ser un maestro experto.

La causa de estos errores es probablemente algo compleja. En parte, esto puede ser debido a
la suposición falsa de que enseñar e investigar son actividades, mientras que leer y ser enseñado
son artes meramente pasivos. En parte también, estos errores se
48
deben a la exageración del método científico, que le da importancia a las investigaciones o
búsquedas como si éstas fuesen la única ocasión de pensar. Hubo muy probablemente una época
en la que se cometía el error contrario: cuando los hombres hacían excesivo hincapié en la lectura
de libros y prestaban muy poca atención a la lectura de la naturaleza. Esto, sin embargo, no nos
disculpa, pues ambos extremos son por igual perniciosos. Una educación equilibrada debe dar a
los dos tipos de lectura una justa importancia, así como también a las artes que éstos implican.

Cualquiera que sean sus causas, el efecto de estos errores en la educación americana resulta
evidente. Puede atribuírselos a la negligencia casi total en que se ha tenido a la lectura inteligente
a lo largo del sistema escolar. Se ha dedicado mucho más tiempo a la preparación de alumnos para
que puedan descubrir cosas por si mismos que a enseñarles a aprender de otros. No tiene un
mérito especial, me parece, el desperdiciar tiempo descubriendo por si mismo lo que ya ha sido
descubierto. Uno debería ahorrar sus habilidades investigadoras para lo que aún no ha sido
descubierto, y ejercitar las de ser enseñado, para aprender lo que otros ya saben y por consiguiente
se hallan en condiciones de enseñar.

De este modo, se desperdicia una enorme cantidad de tiempo en cursos de laboratorios. La


excusa habitual por el exceso de ritual de laboratorio es que éste adiestra al estudiante en el arte de
pensar. A decir verdad, es así, pero solamente le enseña uno de los tipos de pensamiento. Un
hombre aproximadamente educado, hasta un investigador y hombre de ciencia, debería también
ser capaz de pensar mientras lee. Cada generación de hombres no debiera tener que aprender todo
por si misma, como si nada se hubiese aprendido antes. En realidad, no pueden hacerlo.
Si el arte de leer no se cultiva, como no se hace en el curso de la educación americana actual,
el uso de los libros disminuirá constantemente. Podemos continuar obteniendo ciertos
conocimientos hablando con la naturaleza, pues ésta siempre nos responderá, pero es inútil que
nuestros antepasados nos hablen si no sabemos escucharlos.

Pueden ustedes alegar que la diferencia existente entre leer libros y leer en la naturaleza es
muy pequeña. Pero recuerden que las cosas de la naturaleza no son símbolos que comunican algo
de otra mente humana, mientras que las palabras que leemos y escuchamos lo son. Y recuerden
también que cuando nos esforzamos en aprender directamente de la naturaleza, nuestro pro-
49
pósito fundamental consiste en comprender el mundo en que vivimos. “No estamos de acuerdo ni
en desacuerdo con la naturaleza”, como nos sucede a menudo con los libros que leemos.

Nuestro propósito fundamental es el mismo que cuando tratamos de aprender de los libros.
Pero, en este segundo caso, primero debemos estar seguros de que comprendemos lo que el libro
nos dice: sólo entonces podremos decidir si estamos, o no, de acuerdo con su autor. El proceso de
comprensión “directa” de la naturaleza es diferente de aquel que da por resultado el llegar a
comprenderla por medio de la interpretación de un libro. Las facultades críticas deben ser
utilizadas solamente en el último de los casos.

–6–

He estado hablando como si el leer y el escuchar pudiesen ser tratados del mismo modo que
el aprender de maestros. Hasta cierto punto esto es cierto. Ambos son modos de ser instruidos, y
para ambos se debe estar adiestrado en el arte de ser enseñado. Escuchar una serie de conferencias
equivale en muchos aspectos a leer un libro. Muchas de las reglas que voy a formular para la
lectura de libros pueden aplicarse a una serie de disertaciones. Con todo, hay una buena razón
para limitar nuestra discusión al arte de leer, o cuando menos para darle una ubicación
preponderante a la lectura dejando en un segundo plano a los demás puntos. La razón consiste en
que escuchar es aprender de un maestro viviente, mientras que leer es aprender de uno muerto, o
por lo menos de uno que no se halla presente ante nosotros salvo a través de su escritura.

Si ustedes le preguntan algo a un maestro viviente, éste puede contestarles verdaderamente.


Si ustedes se hallan confusos por lo que dijo, pueden ahorrarse la molestia de pensar sólo con
preguntarle qué quiso decir. Si en cambio, le hacen ustedes una pregunta a un libro, deben
responderla ustedes mismos. En este respecto un libro se asemeja a la naturaleza. Cuando se le
habla, sólo responde hasta donde uno realiza la tarea de pensar y analizar por si mismo.

Naturalmente, no quiero decir que si el maestro responde a su pregunta a ustedes no les queda
nada que hacer. Esto sólo sucede si la pregunta no es más que sobre algún hecho consumado.
Pero sí ustedes se esfuerzan por obtener una explicación, tienen
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que entenderla o nada les ha sido explicado. No obstante, el maestro viviente a la disposición de
ustedes, les resulta una ayuda en el sentido de la comprensión de sus palabras, ayuda con que no
pueden contar cuando las palabras del maestro están en un libro y son lo único con que ustedes
cuentan para aclarar las dudas.
Pero los libros también pueden ser leídos bajo la dirección de los maestros y con su ayuda. Así es
que debemos ocuparnos de la relación entre libros y maestros —entre ser enseñado por libros, con
y sin el auxilio de maestros. Esta es materia pata el próximo capítulo. Evidentemente, es algo que
les concierne a aquellos de entre nosotros que aún están en la escuela. Pero también concierne a
los que no lo están, porque pueda ser que debamos depender solamente de los libros para continuar
nuestra educación, y deberíamos saber cómo lograr que los libros nos enseñen bien. Tal vez
estemos en mejores circunstancias debido a la carencia de maestros vivientes, o tal vez en peores.
CAPÍTULO IV
MAESTROS, MUERTOS O VIVOS

—1–

Podemos ser instruidos escuchando una disertación tanto como leyendo un libro. Es esto lo
que nos trae a considerar ahora a libros y maestros con el fin de completar nuestro entendimiento
de la lectura como instrucción.

Enseñar, como ya lo hemos visto, es el proceso por el cual un hombre aprende de otro por medio
de la comunicación. De este modo se distingue entre “instrucción” y “descubrimiento”; este
último es el proceso por el cual un hombre aprende algo por si mismo, por medio del pensamiento
y de la observación del mundo, y no por recibir comunicación de otros hombres. Es cierto,
naturalmente, que estas dos clases de aprendizaje están íntima y embrolladamente fusionadas en la
educación actual de cualquier hombre. Cada uno puede ayudar al otro. Pero queda en pie el punto
de que siempre podemos decir, si nos tomamos la molestia de hacerlo, si aprendimos algo de lo
que sabemos de alguna otra persona, o si lo descubrimos por nuestros propios medios.

Podemos hasta llegar a ser capaces de discernir si lo hemos aprendido de un libro o de un


maestro. Pero, según el significado de la palabra ‘enseñar’, el libro que nos enseña algo puede ser
llamado “maestro”. Debemos, por consiguiente, establecer una diferencia entre maestros escritos
y maestros orales, maestros de los cuales aprendemos por medio de la lectura y maestros de los
cuales aprendemos escuchándolos.

Para simplificar las cosas, llamaré al maestro que habla un “maestro viviente”. Es éste un ser
humano con el que mantenemos algunas relaciones personales; y llamaré a los libros “maestros
muertos’’. Téngase presente que no deseo insinuar que el autor del libro haya muerto; en realidad
puede ser dicho autor el mismo maestro vivo que no sólo pronuncia conferencias ante nosotros,
sino que nos hace leer un libro de texto por él escrito.
Ya sea si el autor está vivo o muerto, el libro es un objeto sin vida. No puede conversar con
nosotros, ni responder a nuestras preguntas; no crece ni se altera su mente, ni cambia de modo
52
de pensar. Es una comunicación, pero no podemos platicar con él, en el sentido en el cual, muy de
vez en cuando, nos es posible comunicarles algo a nuestros maestros vivientes. Las raras
oportunidades en las cuales nos ha sido posible conversar provechosamente con el autor de un
libro que hemos leído pueden contribuir a que comprendamos lo que perdemos cuando el autor no
existe más, o se halla fuera de nuestro alcance.

–2–

¿Cuál es el rol del maestro viviente en nuestra educación? Un maestro viviente puede
ayudarnos a adquirir ciertas habilidades, puede enseñarnos a jugar en el ‘kindergarten’, a formar y
a reconocer las letras en los grados primarios o a deletrear y a pronunciar, a hacer sumas y
divisiones, a cocinar, coser y realizar trabajos de carpintería. Un maestro viviente nos puede
auxiliar a perfeccionarnos en cualquier arte, aún en el arte de aprender y en tales como el arte de la
investigación experimental o el de leer.

Algo más que comunicación se implica en el acto de dar tal ayuda. El maestro viviente no
sólo nos dice qué debemos hacer, sino que es particularmente útil al ‘‘demostrarnos’’ cómo
debemos hacerlo, y, de un modo aún más directo, al ayudarnos en las diversas fases de la tarea. En
este último respecto, no puede cabernos la menor duda de que un maestro viviente puede ser más
útil que uno muerto. El manual de más éxito no puede tomarles a ustedes de la mano o decirles en
el momento oportuno: “No lo hagan así. Háganlo de este otro modo”.

Ahora bien, hay algo que está totalmente en claro. Con respecto a todo el saber que podemos
adquirir por medio del descubrimiento, un maestro viviente puede desempeñar solamente una
función. Evidentemente no puede enseñarnos aquel conocimiento, puesto que entonces no lo
obtendríamos por medio del descubrimiento. Sólo puede enseñarnos el arte de descubrir, esto es,
decirnos cómo debemos investigar, observar y pensar en el proceso de averiguación de las cosas.
Puede, además, ayudarnos a adiestrarnos en los movimientos. En general es esto de la
incumbencia de libros como el de Dewey Cómo Pensamos, y de aquellos que han tratado de
ayudar a practicar a los estudiantes siguiendo sus reglas.

Puesto que estamos principalmente interesados en la lectura —y en la otra clase de


aprendizaje, por medio de la instrucción—
53
podemos limitar nuestra discusión al papel que desempeña el maestro cuando nos comunica
sabiduría o nos ayuda a aprender por medio de comunicación. Y, por el momento, limitémonos a
considerar al maestro viviente como una fuente de conocimientos, y no como a un preceptor que
nos ayuda a aprender a hacer algo.

Considerado como una fuente de conocimientos, el maestro viviente es un competidor o un


colaborador de los maestros muertos, esto es, de los libros. Con “competición” quiero significar el
modo en que muchos maestros vivientes dicen a sus estudiantes por medio de disertaciones lo que
éstos podrían aprender leyendo los libros que el conferencista ha compendiado. Mucho antes de
que existieran las revistas, los maestros vivientes se ganaban la vida siendo “compendios para los
lectores”. Con ‘‘cooperación” quiero decir cómo el maestro viviente divide, de un modo u otro, la
función de enseñar entre él y los libros disponibles: algunas cosas las dice a los estudiantes por lo
general reduciendo a su más simple expresión lo que él mismo ha leído, y algo espera que el
estudiante aprenda por medio de la lectura.

Si éstas fuesen las únicas funciones que desempeñase un maestro viviente con respecto a la
comunicación de conocimientos, se podría deducir que todo lo que puede aprenderse en la escuela
puede ser aprendido también fuera de la escuela y sin maestros vivientes. Posiblemente les cueste
un poquito más el leer ustedes mismos que el leer libros que hayan sido compendiados para
ustedes. Tal vez tendrían ustedes que leer más libros, si los libros fueran sus únicos maestros.
Pero hasta donde sea cierto que el maestro viviente no tiene más conocimientos que comunicar
que los que él ha adquirido por medio de la lectura, ustedes pueden aprenderlos directamente de
los libros. Pueden aprender tan bien como él, si leen igualmente bien.

Me parece, además que si lo que buscan ustedes es entendimiento más bien que información,
la lectura los llevará más lejos aún. La mayoría de nosotros somos culpables del vicio de leer
pasivamente, por supuesto; pero es más probable que la mayoría de la gente sea pasiva al escuchar
una conferencia. Una conferencia ha sido bien descripta como el proceso por e! cual las notas
tomadas por el maestro pasan a ser las notas del alumno sin atravesar por las mentes de ninguno de
los dos.

El tomar notas no es, por lo general, una asimilación activa de lo que hay que entender, sino
un registro casi automático de lo que fue dicho. El hábito de hacerlo se transforma en un susti-
54
tuto más penetrante del aprendizaje y del pensamiento, a medida que uno pasa más años en
institutos educacionales. El caso es peor aún en las escuelas profesionales, tales como las de
derecho y medicina, y en la escuela de graduados. Alguien dijo que se puede establecer la
diferencia entre estudiantes graduados y no graduados, de este modo: Si ustedes entran en un aula
y dicen: “Buenos días”, y los estudiantes contestan, no son graduados. Si toman nota del saludo,
son graduados.

Hay otras dos funciones que ejecuta el maestro viviente, por medio de las cuales se relaciona
con libros. Una es la de ‘‘repetición”. Todos hemos seguido cursos en la escuela en los que el
maestro decía en clase las mismas cosas que nos había indicado que leyésemos en un texto escrito
por él o por uno de sus colegas. Me confieso culpable de haber enseñado así yo también.
Recuerdo el primer curso que dicté; era de psicología elemental. Se designó un libro de texto. El
examen que debía rendirse, según resolución del departamento, para todas las divisiones de este
curso, no exigiría más que el estudiante aprendiese lo que decía el texto. Mi única función como
maestro viviente consistía en ayudar al texto a realizar su tarea. En parte yo hacia preguntas de la
índole de las que podrían presentarse en el examen. En parte, disertaba, repitiendo el libro
capitulo por capitulo, en palabras que no diferían en mucho de las usadas por el autor.

Tal vez haya tratado a veces de aclarar algún punto, pero si el estudiante había realizado la
tarea de leer para entender, podía comprender por si solo. Si no podía leer de este modo,
posiblemente no podía tampoco escuchar mis explicaciones de un modo comprensivo.

La mayoría de los estudiantes seguían este curso por vanidad, y no por verdadero interés.
Puesto que el examen no medía el entendimiento sino la información, es muy probable que ellos
considerasen mis explicaciones como un desperdicio de su tiempo —puro exhibicionismo de parte
mía. Por qué continuaban asistiendo a clase, no lo sé. Si hubiesen dedicado tanto tiempo a la
lectura del texto como a las de las páginas deportivas, y puesto tanta diligencia en los detalles
informativos, podrían haber pasado el examen sin ser aburridos por mi.
55
–3–

La función que queda por tratar es difícil de nombrar. Tal vez pueda llamarla “comunicación
original”. Estoy pensando en el instructor viviente que sabe algo que no puede ser encontrado en
libro alguno. Este algo debe haber sido descubierto por él mismo, y no estar aún al alcance de los
lectores. Esto sucede raras veces. Acontece hoy con más frecuencia en el terreno de la erudición
o de las investigaciones científicas. De cuando en cuando la escuela de graduados se ve
favorecida por un ciclo de conferencias que constituyen una comunicación original. Si ustedes no
son lo suficientemente afortunados y no pueden oír las conferencias, se consuelan, por lo general,
diciendo que éstas aparecerán muy poco tiempo más tarde en forma de libro.
La impresión de libros se ha convertido hoy en día en un asunto tan rutinario y común que no
es probable que en adelante suceda lo que antes; que a las comunicaciones originales había que
oírlas o darlas por perdidas. Antes de Caxton, sin embargo, el maestro viviente desempeñaba estas
funciones, probablemente con mayor frecuencia. Este era el motivo que impulsaba a los
estudiantes a atravesar toda la Europa medieval para escuchar a un famoso conferencista. Si nos
remontamos lo suficiente en la historia de la erudición europea, llegaremos a las primeras épocas,
antes de que fuese fundada la erudición, y de que existiese una tradición de saber que una
generación recibía de su predecesor y transmitía a la próxima. En aquel entonces, por supuesto, el
maestro era en primer lugar un hombre erudito y en segundo lugar un transmisor. Quiero decir
que primero debía obtener conocimientos “descubriéndolos él mismo”, antes de que pudiese
enseñárselos a nadie.

La situación actual está en el otro extremo. El maestro viviente es hoy en día en primer lugar
un hombre de conocimientos, más que descubridor. Es alguien que ha aprendido la mayor parte de
lo que sabe de otros maestros, vivos o muertos. Consideremos al maestro término medio de hoy
como a alguien que no posee ninguna comunicación original para transmitir. En lo que respecta a
los maestros muertos, por consiguiente, éste debe ser un repetidor o un abreviador. En cualquiera
de los dos casos, sus alumnos podrían aprender todo lo que él sabe con sólo leer los libros que él
ha leído.
56
Con respecto a la comunicación de conocimientos, el único justificativo del maestro viviente
es, pues, algo prosaico. El ser humano, por su debilidad innata, elige siempre el camino más fácil.
El cúmulo de conferencias, asignaturas y exámenes puede ser un modo más seguro y eficiente de
proveer, a la generación naciente, de una cantidad determinada de información, y aún de un poco
de entendimiento. Aun habiéndoles enseñado a leer bien, puede ser que no lleguemos a confiar en
que perseverarán en la dura tarea de leer con el objeto de aprender.

El autodidacta es tan poco común como el hombre que se ha levantado por sus propios
esfuerzos. La mayoría de los hombres no llegan a ser auténticamente eruditos o a amasar grandes
fortunas sin ayuda ajena. La existencia de tales hombres, sin embargo, prueba que esto puede
lograrse. El escaso número de los que lo han hecho señala la fibra y la disciplina, la paciencia y la
perseverancia que se requieren. Tanto en lo que respecta a la erudición como a la salud, debemos
lo poco que poseemos en nuestra mayoría a estímulos externos.

Sin embargo, estos hechos y sus consecuencias prácticas en la erudición elemental, no alteran
el punto principal. Lo que es cierto en lo referente al maestro común lo es igualmente con relación
a todos los textos, manuales y silabarios. Estos, también, no son más que repeticiones,
recopilaciones y condensaciones de lo que puede ser hallado en otros libros, a menudo en otros
libros de la misma índole.

No obstante, hay una excepción que confirma la regla. Llamemos maestros primarios a estos
maestros vivientes que desempeñan las funciones de la comunicación original. Se encuentran
unos pocos de éstos en cada generación, pues la mayoría son maestros secundarios en el sentido ya
descrito. Del mismo modo que hay maestros primarios y secundarios que viven en la actualidad,
podemos establecer la misma diferencia entre los maestros muertos. Hay libros primarios y
secundarios.

Los libros primarios son aquellos que contienen comunicaciones originales. Por supuesto que
no es indispensable que sean enteramente originales. Por el contrario, la originalidad total es tan
imposible como engañosa. Es imposible excepto en los hipotéticos comienzos de nuestra tradición
cultural. Es engañosa porque nadie debería tratar de descubrir por si mismo lo que otros pueden
enseñarle. La mejor clase de originalidad es, evidentemente, aquella que agrega algo al fondo de
conocimientos que la tra
57
dición del saber ha puesto a nuestro alcance. La ignorancia o el descuido de la tradición pueden,
probablemente, dar como resultado una originalidad falsa o superficial.

Los grandes libros, en todos los campos del saber, son en algún buen sentido de la palabra,
comunicaciones “originales”. Estos son los libros llamados por lo general “clásicos’’ pero esa
palabra tiene para mucha gente una connotación errónea y prohibitiva; errónea en el sentido de que
se refiera a la antigüedad, y prohibitiva en el sentido de que parecería ser ilegible. Los grandes
libros son escritos hoy, y fueron escritos ayer, y también hace muchos años. Y yo voy a tratar de
demostrar que, lejos de ser ilegibles, los grandes libros son los más legibles y los más dignos de
ser leídos.

–4–
Lo que he dicho hasta aquí puede ser que no les ayude a ustedes a escoger los grandes libros
entre los que se hallan en las estanterías de las bibliotecas. En realidad, diferiré el exponer los
criterios que prometen un gran libro –criterios que también les ayudarán a ustedes a discernir entre
los libros buenos y los malos– hasta mucho más adelante (en el capítulo diez y seis, para ser más
exacto). Puede parecer lógico decir a una persona qué debe leer antes de decirle cómo debe
hacerlo, pero yo creo que revela una pedagogía más sabia el explicar primero los requisitos de la
lectura. Salvo que uno sea capaz de leer cuidadosa y críticamente, los criterios para juzgar libros,
por muy rectos que sean en sí mismos, es muy probable que con la práctica se conviertan en reglas
basadas en la experiencia o en la práctica pero no en la teoría. Solo después de que ustedes hayan
leído algunos grandes libros competentemente llegarán a tener una comprensión íntima de los
patrones por los cuales los otros libros puedan ser juzgados grandes o buenos. Si están ustedes
impacientes por conocer los títulos de los libros que los más competentes lectores han consagrado
como grandes pueden ahora mismo consultar el apéndice en el que hay una lista de ellos; pero les
aconsejaría que aguardasen hasta después de leer la discusión de sus características y contenido en
el capitulo diez y seis.
Hay, sin embargo, algo que puedo decir aquí sobre los grandes libros. Ello puede explicar
por qué son estos generalmente legibles, aún si no explica por qué debieran, por lo general, leerse.
Son como popularizaciones debido a que la mayoría de ellos fue
58
ron escritos para hombres corrientes y no para pedantes y eruditos. Son como libros de texto
porque están destinados a los principiantes y, no a los especialistas o a los estudiantes adelantados.
Ustedes pueden ver por qué esto debe ser así. Hasta el grado en que son originales, tienen que
dirigirse a un público que comienza apenas a leer. No hay necesidad de ningún requisito previo
para leer un gran libro, excepto otro gran libro en la tradición del aprendizaje, por el cual el que
luego es maestro puede haber sido enseñado.

A diferencia de los libros de texto y de las popularizaciones, los grandes libros dan por
sentado un público de lectores competentes a fondo en la lectura. Esta es una de sus mayores
distinciones, y probablemente el motivo por el cual son tan poco leídos hoy en día. No son
solamente comunicaciones originales, en vez de compendios o repeticiones, pero a diferencia de
estas últimas no se andan por las ramas. Ellos dicen: “Aquí hay conocimientos dignos de ser
adquiridos. ¡Venid y tomadlos!”

La reproducción de los libros de texto y de las series de conferencias en nuestro sistema


educacional de hoy es el signo más seguro de nuestra declinación en el arte de leer y escribir. Más
cierto que la pulla que dice que los que pueden enseñar, enseñan a los maestros, es la idea de que
los maestros que pueden ayudar a sus alumnos a leer los grandes libros escriben textos para ellos,
o por lo menos hacen uso de los que sus colegas han escrito. Un libro de texto o manual, casi
puede ser definido como una invención pedagógica para poner “algo” dentro de las cabezas de
aquellos que no pueden leer lo suficientemente bien como para aprender más activamente. Una
disertación común en una clase es un ardid similar. Cuando los maestros ya no saben cómo
desempeñar la función de leer libros “con” sus alumnos se ven obligados a disertarles ‘‘a’’ ellos en
lugar de leer con ellos.

Los textos y las popularizaciones de toda índole están escritos para las personas que no saben
cómo leer, o que sólo pueden leer para informarse. A semejanza de los maestros muertos, éstos
son corno los maestros secundarios vivientes que los escribieron. Vivo o muerto, el maestro
secundario trata de impartir conocimientos sin exigir demasiado al que aprende, o demandarle una
actividad excesivamente diestra. El de estos libros es un arte de enseñar que requiere en el
estudiante el mínimo de arte de ser enseñado. Más bien atestan la mente que la ilustran. La
medida de su éxito depende de la capacidad absorbente de la esponja.
59
Nuestro fin último es el entendimiento, más bien que la información, pese a que esta última
es un escalón necesario para llegar a él. Por consiguiente, debemos ir hacia los maestros
primarios, puesto que ellos tienen entendimientos para dar. ¿Puede caber alguna duda de que los
maestros primarios son mejores fuentes de erudición que los secundarios? ¿Hay alguien que no
crea que el esfuerzo que éstos nos exigen nos lleva al cultivo de nuestras mentes? Podemos evitar
el realizar esfuerzos cuando aprendernos, pero no podemos evitar los resultados de un aprendizaje
sin esfuerzos, las extravagancias de toda índole que reunimos al permitir a los maestros
secundarios que nos enseñen.

Si en el mismo colegio dos hombres disertaran, uno, que hubiera descubierto alguna verdad,
el otro, un hombre que estuviera repitiendo de segunda mano las informaciones recogidas sobre la
obra del primero, ¿a cual de los dos preferirían escuchar ustedes? Si, aun suponiendo que el
repetidor prometiese simplificar las cosas hablando de un modo que estuviese al alcance de las
mentalidades de ustedes, ¿no sospecharían que al material de segunda mano le falte algo en
calidad o en cantidad? Si ustedes pagan el más alto precio en esfuerzo, se verán recompensados
por las mejores mercancías.

Pero es el caso que, por supuesto, la mayoría de los maestros primarios están muertos –los
hombres murieron, y los libros que nos han dejado son maestros muertos– mientras que la mayor
parte de los maestros vivientes son secundarios. Pero Supongamos que nos fuese posible resucitar
a los maestros primarios de todas las épocas. Supongamos que hubiese un colegio en el cual el
cuerpo de profesores estuviese así constituido. Herodoto y Tucídides enseñarían la historia de
Grecia, y Gibbon disertaría sobre la decadencia de Roma. Platón y Santo Tomás dictarían juntos
un curso de metafísica; Francis Bacon y .Joht Stuart Mill discutirían la lógica de la ciencia;
Aristóteles, Spinoza y Emmanuel Kant compartirían el estrado para tratar los problemas morales;
Maquiavelo, Thomas Hobbes, y John Locke hablarían sobre política.
Ustedes podrían seguir una serie de cursos de matemáticas dictadas por Euclides, Descartes,
Riemann, y Cantor, con Bertrand Russell y A. N. Whitehcad al final, como complemento. Podrían
escuchar a San Agustín y a William James hablando sobre la naturaleza del hombre y la mente
humana, tal vez con Jacques Maritain comentando las conferencias. Harvey discutiría
60
la circulación de la sangre y Galeno, Claude Bernard y Haldane enseñarían fisiología en
general.

Las disertaciones sobre física contarían con los talentos de Galileo y Newton, Faraday y
Maxwell, Planck y Einstein. Boyle, Dalton, Lavoisier, y Pasteur enseñarían química. Darwin y
Mendel dictarían las conferencias principales sobre la evolución y la ciencia del desarrollo natural
de los seres organizados, con charlas complementarias a cargo de Bateson y T. H. Morgan.

Aristóteles, Sir Philipe Sydney, Wordsworth y Shelleyey, discutirían la índole de la poesía y


los principios de la crítica literaria, con T. S. Eliot por añadidura. En economía política las
conferencias serían dictadas por Adam Smith, Ricardo, Karl Marx y Marshall. Boas discutiría la
raza humana y sus subespecies, Thorstein Veblen y John Dewey, los problemas económicos y
políticos de la democracia americana, y Lenin disertaría sobre el comunismo.

Etienne Gílson analizaría la historia de la filosofía y Poíncaré y Duhem, la historia de la


ciencia. Hasta podría haber clases sobre arte por Leonardo da Vinci, y una conferencia sobre
Leonardo a cargo de Freud. Hobbes y Locke podrían ocuparse del uso y abuso de las palabras,
con momentáneas alusiones a Ogden y Richards Korzybski y Stuart Chase. Es posible imaginarse
un cuerpo de profesores infinitamente más extenso, pero con éste nos bastará.

¿Existiría alguien que desease concurrir a otra universidad pudiendo entrar en ésta? No es
necesario que haya límite para el número de estudiantes. El precio de la admisión ––el único
requisito para el ingreso– es la capacidad para leer y el empeño que pongan en hacerlo. Esta
escuela existe para todo aquel que desea y pueda aprender de maestros de primera categoría,
aunque éstos ya hayan muerto en el sentido de no sacarnos de nuestro letargo por medio de su
presencia viviente. No están muertos en ningún otro sentido. Si la América contemporánea los
desecha por haber muerto, entonces, como dijo un conocido escritor, nosotros estamos
reproduciendo la locura de los antiguos atenienses que supusieron que Sócrates murió cuando
bebió la cicuta.

El maestro secundario es simplemente un alumno aventajado, y se debería considerar a sí


mismo como aprendiendo de los maestros junto con los estudiantes más jóvenes que se hallan a su
cargo. No debería actuar cono sí él fuese el maestro primario, utilizando un gran libro como si
éste fuese apenas otro libro de
61
texto, de la misma clase de los que uno de sus colegas pudiese escribir. No debería disfrazarse de
uno que sabe y pueda enseñar en virtud de sus descubrimientos originales, si es sólo uno que ha
aprendido porque le han enseñado. Las fuentes originarias de sus propios conocimientos deberían
ser las fuentes primarias de erudición para sus estudiantes, y un maestro de tal índole únicamente
se desempeña honestamente si no se ensalza a si mismo interponiéndose entre los grandes libros y
sus jóvenes lectores. El no debería “interponerse’’ como un mal conductor, sino que tendría que
inmiscuirse como un mediador; como alguien que ayuda a los menos competentes a ponerse en
contacto de un modo más efectivo con las mejores mentes.
–5–

Todo esto no es novedad, o por lo menos, no debiera serlo.


Durante muchos siglos, la educación fue considerada como la elevación de la mente llevada a
cabo por sus superiores. Si somos honrados, la mayoría de nosotros, los maestros vivientes,
tendría que estar dispuesta a admitir que, aparte de las ventajas que concede la edad, no es muy
superior a nuestros alumnos en lo que respecta a categoría o prendas intelectuales. Si la elevación
está por ser un hecho, la enseñanza va a tener que estar a cargo de mentalidades superiores a las
nuestras. Este es el motivo por el cual, durante muchos siglos, se creyó que la educación era
producida por el contacto con las grandes mentalidades del pasado y del presente.

La única solución del problema es la siguiente: nosotros los maestros, debemos saber cómo
leer para lograr entendimiento. Nuestros estudiantes también deben saberlo. Todos, en la escuela
o fuera de ella, deben saberlo, si queremos que la fórmula tenga éxito.
Pero, dirán ustedes, esto no es tan sencillo como lo parece. Estos grandes libros son
demasiado difíciles para la mayoría de nosotros, en la escuela o fuera de ella. Esta es la causa por
la cual nos vemos obligados a obtener nuestra educación de maestros secundarios, de conferencias
en las aulas, de libros de texto, de popularizaciones, que repiten y compendian para nuestro
beneficio lo que de otro modo seria para siempre tan inalcanzable como un libro sellado. Aunque
nuestra meta sea el entendimiento y no
62
la información, debemos satisfacernos con una dieta mucho más frugal. Somos víctimas de
limitaciones incurables. Los maestros se hallan demasiado por encima nuestro. Evidentemente, es
mejor recoger unas pocas migajas caídas de la mesa que morirse de inanición adorando
inútilmente el festín del que no podemos participar.

Yo niego esto. Por una parte, la dieta más frugal es muy probable que no sea en absoluto
nutritiva, si es comida digerida artificialmente, ya que puede ser adquirida de modo pasivo y
retenida en forma pasajera más bien que asimilada activamente. Por la otra, como el profesor
Morris Cohen dijo una vez, en una clase suya, las perlas que se arrojan a los muy puercos son,
probablemente, sólo una imitación.

No niego que sea posible que los grandes libros exijan esfuerzos más arduos y empeñosos
que los compendios. Sólo digo que estos últimos no pueden reemplazar a los primeros porque no
puede extraerse la misma sustancia de ellos. Pueden ser muy buenos si todo lo que ustedes desean
es una especie de información, pero no si tratan de ilustrarse. El camino para llegar no es una
senda de rosas; este sendero de verdadero aprendizaje está sembrado de rocas, no de flores. Todo
el que insista en tomar el camino más fácil acaba en un estado de felicidad ilusoria; se convierte en
un obtuso pedante, neciamente educado, en un estudiante de segundo año para toda su vida.

También digo que los grandes libros pueden ser leídos por todos. La ayuda que el lector
necesita de parte de los maestros secundarios no consiste en los sustitutos fáciles de aprender.
Consiste en ayuda para aprender a leer, y si fuese posible más aun, una real ayuda en el curso de la
lectura de los grandes libros.
Permítanseme que insista algo más en la teoría de que los grandes libros son los más legibles.
En un sentido, naturalmente, son difíciles de leer; demandan la mayor habilidad pata la lectura. Su
arte de enseñar exige un arte de ser enseñado proporcional y correspondiente. Pero al mismo
tiempo, los grandes libros son los más competentes para instruirnos sobre las materias de que
tratan.

Esto puede parecer paradójico, debido a que involucra dos diferentes clases de maestría.
Tenemos por un lado, la maestría del autor y su dominio del tema en cuestión, y por el otro,
nuestra necesidad de dominar el libro por él escrito. Estos libros tienen ganada la fama de grandes
a causa de su maestría, y nosotros
63
nos valuamos como lectores según el grado de capacidad que alcancemos al dominar estos libros.

Si nuestra meta en lo referente a la lectura es el obtener conocimientos e ideas, los grandes


libros son los más legibles, tanto para los más como para los menos competentes, porque son los
más instructivos. Evidentemente, con “más” legibles no quiero significar que lo sean “con el
mínimo esfuerzo”, aún para el lector experto. Quiero decir que estos libros recompensan todos los
grados de esfuerzo y de habilidad hasta el máximo. Tal vez sea más dura labor la de excavar para
desenterrar oro que para sacar papas, pero cada unidad de esfuerzo exitoso es premiada más
ampliamente.

La relación entre los grandes libros y las materias de que tratan, las que los hacen lo que son,
no puede ser cambiada. Este es un hecho objetivo e inalterable. Pero la relación entre la
competencia original del lector principiante y los libros que son más dignos de ser leídos, puede
ser alterada. Al lector puede aumentársele la competencia, por medio de la guía y de la práctica.
En proporción con lo que esto suceda, no sólo será más capaz de leer los grandes libros, sino que
como consecuencia de ello, se acercará más y más a la comprensión del tema tratado, al igual que
lo entendieron los maestros. Tal maestría es el ideal de la educación. El deber de los maestros
secundarios consiste en facilitar el aproximamiento a este ideal.

–6 –
Cuando escribo este libro yo soy un maestro secundario. Mi objeto es ayudar y servir de
intermediario. No voy a leerles ningún libro para que ustedes se eviten la molestia de hacerlo
personalmente. Este libro sólo tiene que desempeñar dos funciones; interesarlos a ustedes en las
ventajas de leer y ayudarles a cultivar el arte.

Si ya no asisten ustedes a la escuela, tal vez se vean obligados a utilizar los servicios de un
maestro del arte que esté muerto, tal como este libro. Y ningún manual instructivo puede llegar a
ser tan útil, en cualquier sentido, como un buen guía viviente. Puede serles un poquito más difícil
de desarrollar la capacidad cuando hay que practicar siguiendo las reglas que se encuentran en un
libro, sin que se les detenga, se les corrija y se les demuestre cómo debe hacerse. Pero,
indudablemente, puede hacerse. Dema-
64
siadas personas lo han hecho para que pueda quedar la posibilidad de una duda. Nunca es
demasiado tarde para empezar, pero todos tenemos motivos para incomodarnos con un sistema
escolar que no llenó su objeto de darnos una base sólida en nuestros primeros años.

El fracaso de las escuelas y su responsabilidad, pertenecen al próximo capítulo. Daré fin a


éste atrayendo la atención de ustedes sobre dos cosas. La primera es que ustedes ya han aprendido
algo sobre las reglas de lectura. En los capítulos anteriores vieron la importancia de seleccionar
frases y palabras importantes y la de interpretarlas. En el transcurso de este capítulo ustedes han
seguido una discusión sobre la legibilidad de los grandes libros y el papel que desempeñan en la
educación. Otro paso en la lectura es el de descubrir y compenetrarse con los alegatos del autor.
Más adelante me ocuparé de la regla para hacerlo más ampliamente

El segundo punto es que ya hemos definido bastante bien el propósito de este libro. El
hacerlo nos ha llevado muchas páginas, pero creo que a ustedes les será posible ver por qué
hubiese resultado este propósito ininteligible si yo lo hubiera presentado en el primer párrafo.
Podría haber dicho: “este libro tiene por objeto ayudar a ustedes a desarrollar el arte de leer para
conseguir entendimiento, no información; por consiguiente, desea animarlos y ayudarles a leer los
grandes libros”. Pero no creo que hubiesen comprendido lo que yo quería decirles.
Ahora si lo hacen, pese a que aún puede ser que con algunas salvedades acerca de las
ventajas o significados de la empresa. Pensarán ustedes que hay muchos otros libros, además de
los grandes, que sean dignos de leerse. Naturalmente, estoy de acuerdo. Pero a su vez deben
admitir que cuanto mejor es el libro más digno es de ser leído. Más aún, si ustedes aprenden a leer
los grandes libros, no encontrarán dificultades para leer otros, o para cualquier otra cosa
relacionada con ese asunto. Podrán hacer uso de su habilidad para ocuparse de cosas de menor
cuantía.

Séame permitido recordarles que el deportista no caza patos cojos.


CAPÍTULO V

EL FRACASO DE LAS ESCUELAS

—1—

En capítulos anteriores he dicho algunas cosas sobre el sistema escolar que si no fuesen
ciertas, serían difamatorias. Pero si son verdad constituyen una grave acusación contra los
educacionistas que han violado la confianza pública. Aunque este capítulo pueda parecerles una
prolongada digresión del fin de este libro, que es enseñarles a ustedes a leer, es necesario poner en
claro la situación en la cual la mayoría de nosotros o nuestros hijos nos encontramos “educados”
pero no instruidos. Si las escuelas cumpliesen con su cometido, este libro sería superfluo.

Hasta aquí me he ocupado extensamente de mi experiencia como maestro en escuelas,


colegios y universidades. Pero no les pido a ustedes que crean solamente a mi palabra no
corroborada en lo referente a los deplorables fracasos de la educación americana. Hay muchos
otros testigos que pueden ser llamados a declarar. Mejor aún que testigos comunes, que pueden
hablar también de sus propias experiencias, hay algo semejante a una prueba científica en el
asunto. Podemos escuchar el informe de los expertos sobre el resultado de las pruebas y de las
mediciones.

Hasta donde puedo recordar, siempre ha habido quejas acerca de que en las escuelas no se
enseñaba a la juventud a escribir y hablar bien. Yo he concentrado las quejas principalmente en
los productos de las escuelas secundarias y colegios. Nunca se esperó que un diploma de escuela
elemental certificara una gran competencia en estos asuntos. Pero luego de pasar cuatro u ocho
años más en la escuela, parecería razonable espetar que tuviesen una habilidad disciplinada para
llevar a cabo estos actos básicos. Los cursos de inglés eran, y en su mayoría lo son aún, un
ingrediente primordial en el plan de estudios de las escuelas secundarias. Hasta hace poco, el de
inglés de primer año era un curso que se exigía en todo colegio. Se suponía que estos cursos
tenían por objeto fomentar la destreza para escribir la lengua materna. Y aunque haciendo menos
hincapié que en lo referente a la escritura, se sobreentendía que la habilidad para hablar con
claridad, sino con elocuencia, era uno de los fines que se perseguían.
66
Las quejas provenían de todas partes; hombres de negocios, que ciertamente no pedían
demasiado, protestaban por la incompetencia de los jovencitos que encontraban en su camino
luego de abandonar la escuela. Las editoriales al unísono se hacían eco de sus protestas y
agregaban las suyas, expresando desgracia del editor, que tenía que corregir con lápiz azul el
material que sus colegas graduados le hacían llegar a su escritorio.

Los maestros de inglés de primer año se veían en el caso de hacer de nuevo en el colegio lo
que ya debiera haber sido completado en la escuela secundaria. Los maestros de otros cursos en
otros colegios se han quejado del inglés chapucero e incoherente hasta el extremo con que
entregan los estudiantes los exámenes escritos.

Y todo aquel que haya enseñado en una escuela para graduados o en una escuela de derecho
sabe que un B. A. 1
de nuestros mejores colegios significa muy poco en lo que respecta a la
destreza de un estudiante para escribir o hablar. Más de un candidato para el Ph. D. 2ha tenido que
ser preparado por un preceptor antes de escribir su disertación, no bajo el punto de vista de la
erudición o del mérito científico sino en lo que se relacionaba con el mínimo de requisitos que
exige un inglés sencillo, claro y correcto. A mis colegas en la escuela de derecho, con frecuencia
les es imposible discernir si un estudiante conoce o no el derecho, debido a su falta de capacidad
para expresarse coherentemente sobre un punto en disputa.

He dicho solamente escribir y hablar, no leer. Hasta hace muy poco tiempo, nadie concedía
mayor importancia a la (aún mayor y predominante) incompetencia para leer, exceptuando tal vez,
a los profesores de derecho quienes, desde que se implantó el método de casos para el estudio del
derecho, se han dado cuenta de que la mitad del tiempo de estudios en una escuela de derecho,
debe ser dedicado a enseñar al estudiante a leer casos. Estos pensaron, sin embargo, que esta
responsabilidad recaía particularmente en ellos; que en la lectura de casos había algo muy especial.
No se daban cuenta de que si los graduados en colegios tuviesen una destreza razonable para leer,

1
Bachiller en Artes.– (N. Del T)
2
Doctor en Filosofía.–(N. De T.)
la técnica más especializada de la lectura de casos hubiese podido ser adquirida en mucho menos
de la mitad del tiempo que requiere ahora.

Una razón para justificar el descuido comparativo de la


67
lectura, y el énfasis de la escritura y el hablar, es un punto que ya he mencionado. Escribir y
hablar son, para la mayoría, “actividades” mucho más claramente definidas que la lectura. Puesto
que asociamos la destreza con la actividad, es una consecuencia natural de este error el atribuir
defectos en escribir y en hablar a falta de técnica, y suponer que el fracaso en la lectura tiene que
deberse a un defecto moral, a la falta de laboriosidad más bien que de destreza. Este error está
siendo corregido gradualmente. Más y más atención está siendo prestada al problema de la
lectura. No quiero decir que los educacionistas hayan descubierto todavía la solución que
requiere, pero se han dado cuenta por fin de que las escuelas están fracasando tanto, si no más, en
el asunto de la lectura, como en el de la conversación y la escritura.

Debiera resultar evidente, de inmediato, que estas destrezas están relacionadas entre sí.
Todas ellas son artes de hacer uso del idioma en el proceso de comunicación, ya sea iniciándola o
recibiéndola. Por consiguiente, no deberíamos sorprendernos si encontramos una correlación
positiva entre los defectos de estas diversas destrezas. Sin esas ventajas de la investigación
científica por medio de medidas educacionales, me ofrecería a predecir que alguien que no puede
escribir bien tampoco puede leer bien. En realidad, llegará más lejos aún. Apostaría a que su falta
de capacidad para leer es responsable en parte de sus defectos en lo que a la escritura se refiere.

Por muy difícil que resulte leer, es más fácil que escribir y hablar bien. Para comunicarse
bien con los demás, deben saberse cómo se reciben las comunicaciones y ser capaz, por añadidura,
de dominar el expediente que producirá los efectos deseados. Pese a que las artes de enseñar y de
ser enseñado son correlativas, el maestro, ya sea éste escritor u orador, debe prever el proceso de
ser enseñado con el objeto de dirigirlo. Debe, para sintetizar, ser capaz de leer lo que escribe, o de
escuchar lo que dice, como si fuera enseñado por medio de esos actos. Cuando los mismos
maestros no poseen el arte de ser enseñado, mal pueden llegar a ser buenos maestros.
–2–
No tengo que pedir a ustedes que acepten mi predicción tan falta de apoyo, ni que tomen mi
apuesta a ciegas. Los expertos pueden ser llamados como testigos bajo el punto de vista de la
evidencia científica. El producto de nuestra escuela ha sido me-

68
dido por el autorizado aparato de las pruebas de hazañas. Dichas pruebas alcanzan a éxitos
académicos de toda índole –áreas clásicas de información así como a las habilidades básicas, las
tres Erres; y sirven para demostrar no solamente que el graduado de una escuela secundaria carece
de destreza, sino que también está impresionantemente mal informado. Debemos limitar nuestra
atención a los defectos de habilidad, y en forma especial en lo que a la lectura se refiere, aunque
los descubrimientos en lo que respecta a escritura y oratoria son pruebas confirmadas de que el
graduado en escuelas secundarias se halla perplejo cuando se trata de cualquier aspecto de
comunicación.

Esto dista mucho de ser algo risible. Por muy deplorable que pueda resultar que a aquellos
que hayan pasado por las aulas durante doce años les falte información tan rudimentaria, mucho
más lo será el hecho de que se vean privados del uso de los únicos medios que puedan remediar la
situación. Sí pudiesen leer –por no decir nada de escribir y hablar– serían capaces de instruirse a
si mismos desde el principio basta el fin de su vida adulta.

Destaquemos que el defecto que descubren las pruebas reside en el tipo más sencillo de
lectura: la lectura para información. En su mayor parte, las pruebas ni siquiera llegan a medir la
capacidad de leer para obtener entendimiento. Si lo hiciesen, los resultados provocarían un
tumulto.

El año pasado, el profesor James Mursell, del Colegio de Profesores de Columbia, escribió un
articulo en The Atlantic Monthly, titulado “La derrota de las escuelas”. Basaba su alegato en
‘‘millares de investigaciones que abarcaban el consistente testimonio de treinta años de
investigaciones inmensamente variadas acerca de la educación’’. Una enorme cantidad de pruebas
proviene de un reciente estudio sobre las escuelas de Pensilvania realizado por la Fundación
Carnegíe. Citaré sus propias palabras:
¿Qué diremos del inglés? A este respecto, también, hay un récord de fracasos y derrotas.
¿Los alumnos de las escuelas aprenden eficazmente a leer su lengua materna? Si y no. Hasta el
quinto y sexto grado, la lectura es, en general, eficazmente enseñada y bien aprendida. Hasta
aquel punto encontramos una mejora firme y general, pero pasándolo, las curvas toman una
posición horizontal y se detienen en un punto muerto. La causa de esto no es que una persona
llegue a su limite natural de eficiencia cuando curse el sexto grado, puesto que ha sido probado
una y otra vez que bajo una guía especial los niños mucho mayores, y
69
también los adultos, pueden realizar enormes progresos. Ni esto quiere decir que la mayoría de los
alumnos de sexto grado lean lo suficientemente bien para todos los fines prácticos. Muchos
alumnos apenas logran desenvolverse en la escuela secundaria debido a una completa ineptitud
para captar el significado de la página impresa. Pueden mejorar; necesitan mejorar pero no lo
hacen.

El graduado término medio de las escuelas secundarias ha leído muchísimo, y si sigue sus
estudios en el colegio leerá todavía mucho más; pero muy probablemente será un lector
incompetente y de poco mérito. (Nótese que esto resulta cierto con el estudiante común y no con la
persona que se ve sometida a un tratamiento reparador especial). Dicho estudiante puede seguir el
desarrollo de una obra sencilla de ficción, y gozar con su lectura. Pero confrontémoslo con un
análisis retórico cuidadosamente escrito, con una controversia esmerada y económicamente
planteada, o con un trozo literario que demande una atención crítica, y se encontrará sin saber qué
hacer. Ha sido demostrado, por ejemplo, que el estudiante término medio de escuelas secundarias
es asombrosamente inepto cuando debe iniciar el pensamiento central de un pasaje, o los niveles
de énfasis y subordinación en una controversia o en un análisis retórico. En realidad, y en el
fondo, sigue siendo un lector de sexto grado hasta promediados sus estudios en el colegio.

Creo necesario agregar que ni aun luego de egresar del colegio está en mejores condiciones.
Opino que es verdad que nadie puede cursar sus estudios en el colegio si no es capaz de leer, para
obtener conocimientos con una eficiencia razonable; más aún, tal vez no pueda ingresar al colegio
sí es deficiente en este arte. Pero si tenemos presentes las diferencias entre los diversos tipos de
lectura, y recordamos que los experimentos miden primordialmente la capacidad para llevar a cabo
la lectura de la clase más sencilla, no nos va a resultar muy consolador el hecho de que los
alumnos de colegios lean mejor que los egresados del sexto grado. Las pruebas provenientes de
las escuelas de graduados y de profesionales tienden a demostrar que, en lo que respecta a la
lectura para lograr entendimiento, sus estudiantes son todavía alumnos de sexto grado.

EI profesor Mursell escribe todavía más tristemente acerca de la clase de lecturas con que las
escuelas han logrado atraer el interés de los estudiantes:

Los alumnos en las escuelas, y también en las escuelas secundarias y los graduados en
colegios, leen, pero muy poco. Las revistas de categoría media y las novelas más o menos
similares, son
70
las más leídas. La selección de lecturas se realiza de oídas, por recomendaciones casuales, y
avisos exhibicionistas. Evidentemente la educación no está produciendo un público capaz de
discernir o de arriesgarse en lo que a la lectura se refiere. Según infiere un investigador, no se nota
ningún síntoma de que “las escuelas estén fomentando un interés permanente por la lectura como
una actividad para distraer los ratos de ocio”.
Es un tanto optimista la idea de que los estudiantes y los graduados lleguen a leer los grandes
libros, cuando según todas las apariencias ni siquiera leen los buenos libros que no son de ficción
y que se publican todos los años.

Paso casi por alto el resto del informe de Mursell sobre los hechos relacionados con la
escritura: que el estudiante término medio no puede expresarse “con claridad, exactitud y
corrección en su lengua materna’’; que ‘‘muchos alumnos de escuelas secundarias no son capaces
de discernir entre lo que es una sentencia y lo que no lo es”: que el estudiante término medio posee
un vocabulario empobrecido. ‘‘El vocabulario inglés escrito parece no aumentar en absoluto en
los años transcurridos entre el último curso de la escuela secundaria y el último del colegio.
Después de doce años de escuela muchos estudiantes todavía usan el idioma inglés en muchas
expresiones infantiles y rudimentarias; y cuatro años más aportan mejoras casi imperceptibles”.
Estos hechos están relacionados con la lectura. El estudiante que no puede “expresar los
exquisitos y precisos matices del significado” tampoco podrá, fuera de toda duda, descubrirlos en
la expresión de cualquiera que trate de comunicar algo que se halle por encima del nivel de
sutileza que esté al alcance de un alumno de sexto grado.
He aquí más pruebas. Recientemente la Junta de Regentes del Estado de Nueva York pidió
que se realizase una investigación acerca de la actuación de sus escuelas. Esta fue llevada a cabo
por una comisión bajo la supervisión del profesor Luther Gulick de Columbia. Uno de los tomos
del informe trata de las escuelas secundarias, y una sección de éste se ha dedicado al “manejo de
los instrumentos para aprender”. Citaré nuevamente dicho párrafo:

Gran cantidad de graduados, aun de escuelas secundarias, experimentan serias deficiencias en


lo que a los instrumentos básicos de la enseñanza se refiere. Las pruebas a que fueron sometidos
los alumnos salientes por orden de la comisión investigadora-
71
incluían un examen de capacidad para leer y entender el inglés corriente.. Los pasajes entregados a
los alumnos eran párrafos tomados de artículos científicos sencillos, narraciones históricas,
discusiones sobre problemas económicos, y otros similares. 0La prueba fue ideada
originariamente para alumnos del octavo grado.

Descubrieron que el alumno del término medio último año de escuelas secundarias podría
pasar una prueba ideada para medir una proeza digna del octavo grado. Esta, ciertamente, no es
una victoria extraordinaria de las escuelas secundarias. Pero también descubrieron que “una
cantidad perturbadoramente grande de niños y niñas del estado de Nueva York egresan de las
escuelas secundarias, –y aún ingresan a escuelas más adelantadas–, sin haber logrado obtener un
mínimo deseable. ” Debemos estar de acuerdo con ellos cuando dicen que “en habilidades que
todos deben poseer –tales como leer y escribir– “todos debían estar dotados de un mínimo de
competencia”. Es evidente que el profesor Mursell no hace uso de un lenguaje demasiado fuerte
cuando habla de ‘‘el fracaso de las escuelas”.

La investigación de los regentes estudió la clase de aprendizaje que los estudiantes de las
escuelas secundarias realizan sin ayuda externa, fuera de las escuelas y cursos. Esto, como
pensaron acertadamente, podía ser determinado por medio de sus lecturas hechas
independientemente de la escuela. Y nos dicen, sobre sus resultados, “que luego de egresar de la
escuela, la mayoría de los jóvenes de ambos sexos leen solamente para recrearse, en especial
revistas mediocres o inferiores y de ficción y diarios”. El alcance de sus lecturas, en la escuela y
fuera de ella, es desastrosamente corto y de la más sencilla e inferior categoría. Las lecturas que
no son de ficción están descontadas. Ni siquiera han leído las mejores novelas publicadas durante
sus años escolares. No conocen los nombres más que de los libros do más éxito; peor aún, “una
vez que han egresado de la escuela, se inclinan a no tomar un libro. Menos del cuarenta por ciento
de los jóvenes y las jóvenes entrevistados, habían leído un libro o parte de algún libro en las dos
semanas que precedieron a la entrevista. Sólo uno en diez había leído libros que no fueran de
ficción”. En su mayor parte, leían revistas, si es que leían algo. Y aún en este caso el nivel de sus
lecturas es bajo: “menos de dos personas jóvenes en cien leen revistas del tipo de Harper’s,
Scr’bner’s o The Atlantic Montty”

¿Cuál es la causa de esta espantosa falta de capacidad para leer y escribir? El informe de la
investigación de los regentes pone
72
el dedo en la llaga cuando dice que “los hábitos de lectura de estos jóvenes están, sin duda,
influenciados por el hecho de que muchos de ellos nunca habían aprendido a leer de manera
inteligente”. Algunos de ellos “aparentemente se creían totalmente educados, y consideraban que,
por consiguiente, era innecesario leer”. Pero en su mayor parte, no saben leer, y por lo tanto no
gozan leyendo. “La posesión de una habilidad es una condición indispensable para su uso y para
poder gozar ejercitándola”. A juzgar por lo que sabemos de su falta de capacidad en general para
leer –con inteligencia y aun en algunos casos, para informarse –no puede sorprendernos el
descubrir el limitado alcance de la lectura entre los graduados en escuelas secundarias. y la calidad
inferior de lo que leen.

La gravedad de las consecuencias es evidente. “La calidad inferior de las lecturas hechas
por grandes cantidades de estos niños y niñas”, saca como conclusión esta parte del informe de los
regentes, “no hace concebir grandes esperanzas de que sus lecturas independientes vayan a
ampliar mucho su zona educativa”. Ni, por lo que sabemos de la situación en los colegios, es
mucho mayor la esperanza de mejora para el graduado en un colegio. Es sólo un poco más
probable que éste lea más seriamente después de graduarse porque se halla sólo un poco más
adiestrado en la lectura luego de pasar cuatro años más en institutos educacionales.
Repito, porque quiero que ustedes lo recuerden, que por muy penosos que puedan parecer
estos descubrimientos no son ni la mitad de malos de lo que podrían ser si los exámenes fuesen
más severos. Estos miden una comprensión relativamente simple de relativamente simples
pasajes. Las preguntas, que los estudiantes sometidos a examen deben responder luego de haber
leído un breve párrafo, demandan muy poco más que el exacto conocimiento de o que dijo el
escritor: y no exigen mucho en el sentido de la interpretación y casi ningún juicio critico.

Digo que las pruebas no son suficientemente severas, pero el modelo que yo propondría no
es, por cierto, demasiado riguroso. ¿Es demasiado pedir que un estudiante sea capaz de leer un
libro entero, no meramente un párrafo, y que informe no sólo sobre lo que en éste decía, sino que
demuestre un aumento de comprensión del asunto que se halla en discusión? ¿Es demasiado
esperar de las escuelas que enseñen a sus estudiantes, no solamente a interpretar sino a criticar,
esto es, a discernir entre lo
73
que es sensato y el error y la falsedad, a aplazar su juicio si no están convencidos o a juzgar con
razón si están o no de acuerdo? Me resulta difícil creer que tales exigencias pudiesen ser
consideradas exorbitantes en una escuela secundaria o en un colegio; sin embargo, si tales
requisitos fuesen incorporados a los exámenes, y una actuación satisfactoria fuese condición
indispensable para poder graduarse, ni el uno por ciento de los estudiantes que en la actualidad
obtienen sus diplomas todos los años, vestirían la toga.

–3–
Pueden ustedes pensar que las pruebas que hasta ahora he presentado son de carácter local,
pues se limitan a Nueva York y Pensilvania, o que acentúan demasiado las deficiencias del alumno
término medio o menos brillante de las escuelas secundarias. Esto no es así. Las pruebas reflejan
lo que acontece en el país en general. Las escuelas de Nueva York y Pensilvania están por encima
del término medio; y las pruebas incluyen a los mejores alumnos del último año de las escuelas
secundarias, y no solamente a los menos eficientes.

Permítanme que apoye esta última afirmación con una cita más. En junio de 1939, la
universidad de Chicago celebró una conferencia sobre la lectura, que duró cuatro días, únicamente
para maestros que asistieron a la sesión del verano. En una de estas reuniones, el profesor
Drederich, del departamento de educación, informó sobre el resultado de una prueba a que fueron
sometidos en Chicago los más destacados alumnos del último año de escuelas secundarias que
llegaron allí para optar a becas provenientes de todos los puntos del país. Entre otras materias,
estos candidatos fueron examinados en lectura. Los resultados, según el profesor Drederich les
relató a los mil maestros allí reunidos, demostraron que la mayoría de estos ‘‘muy capaces
estudiantes, simplemente no podían comprender lo que habían leído.

Más aún, prosiguió, “nuestros alumnos no obtienen mucha ayuda directa para comprender lo
que leen o escuchan, o para saber qué es lo que quieren significar con lo que dicen o escriben”.
Esta situación no se limita a las escuelas secundarías. Se extiende igualmente a los colegios en este
país, y hasta en Inglaterra, según lo indican las investigaciones recién realizadas por
74
Mr. J. A. Richards acerca de la capacidad lingüística de los estudiantes aún no graduados de la
universidad de Cambridge.

¿Y por qué no reciben ayuda los estudiantes? No puede deberse a que los educacionistas
profesionales ignoren el estado de cosas. Aquella conferencia de Chicago duró cuatro días; en ella
se presentaron muchos ensayos a la mañana, a la tarde, y a la noche, en todas las sesiones, y todos
acerca del problema de la lectura. La causa de todo esto debe ser que los educadores no saben,
sencillamente, cómo solucionarlo; y tal vez, por añadidura, porque no se dan cuenta de cuánto
tiempo y esfuerzos deben gastarse en enseñar a los estudiantes a leer, escribir y hablar bien.
Demasiadas otras cosas, de mucha menor importancia han llegado a alborotar el plan de estudios.

Hace algunos años me pasó algo (que puede ilustrarnos relacionado con este asunto. Mr.
Hutchins y yo habíamos emprendido la tarea de leer los grandes libros con un grupo de alumnos
de los primeros y últimos años de las escuelas secundarias, en la escuela experimental que está
bajo la dirección de la universidad. Esto fue considerado como un novedoso experimento o, peor
aún, una idea desatinada. Muchos de estos libros no eran leídos por los alumnos de colegios; se
los reservaba para deleite de los graduados. ¡Y nosotros íbamos a leerlos con niños y niñas de
escuelas secundarias!
Al finalizar el primer año, me dirigí al director de la escuela secundaria para informarle de
nuestros progresos. Dije que estos jóvenes estudiantes se hallaban evidentemente interesados en la
lectura de los libros. Las preguntas que hacían así lo indicaban. La agudeza y vitalidad de su
discusión sobre los temas tratados en clase demostraban que tenían inteligencia suficiente como
para llevar a cabo la tarea. Bajo muchos conceptos, eran superiores a otros estudiantes de más
edad que habían visto su mente atrofiada por años de escuchar disertaciones, de tomar notas, y
pasar exámenes. Tenían la inteligencia mucho más aguzada que los estudiantes o graduados de
colegios. Pero, le dije, era perfectamente obvio que no sabían leer un libro. Mr. Hutchins y yo (en
las pocas horas semanales que pasábamos con ellos), no podíamos discutir los libros y todavía
enseñarles a leerlos. Era un crimen que sus talentos natos no fueran adiestrados para llevar a cabo
una función que era, fuera de toda duda, de la mayor importancia educacional.

¿Qué hacían las escuelas secundarias para tratar de enseñar


75
a leer a los estudiantes? pregunté yo. Se descubrió que el director había estado meditando sobre
este asunto: abrigaba la sospecha de que los estudiantes no podían leer muy bien, pero el programa
no dedicaba ningún tiempo para enseñarles a hacerlo. Enumeró todas las cosas más importantes
en que estaban ocupados. Me contuve a punto de decirle que si los estudiantes sabían leer, podían
prescindir de la mayoría de estos cursos y aprender lo mismo leyendo libros. De todos “modos”,
prosiguió, aunque dispusiésemos del tiempo necesario, no podríamos hacer mucho en lo referente
a la lectura hasta que la escuela de educación hubiese concluido sus investigaciones sobre dicho
tema”.

Yo estaba perplejo. Dentro de lo que ya sabía acerca del arte de leer, no podía imaginarme
qué índole de investigación experimental estaba siendo llevada a cabo que pudiese ayudar a los
estudiantes a aprender a leer o a sus maestros a enseñarles a hacerlo. Conocía bastante a fondo la
literatura experimental sobre dicho tema. Se han realizado millares de investigaciones y
presentado innumerables informes para establecer la “psicología” de la lectura. Estos se ocupan
de los movimientos, del ojo en relación con las diversas clases de tipo, disposiciones de la página,
iluminación, etcétera. Tratan otros aspectos de la óptica mecánica y agudeza o incapacidad
sensorial. Consisten en toda clase de pruebas y medidas que tienden a una uniformación de
resultados en los diferentes niveles educativos. Y se han llevado a cabo estudios clínicos y de
laboratorio que se especializan en los aspectos emotivos de la lectura. Los psiquiatras han
descubierto que a algunos niños les dan berrinches emotivos por causa de la lectura, como a otros
les sucede con las matemáticas. Algunas veces las dificultades emotivas parecen ser causa de
incapacidad para leer; a veces es esta incapacidad la que las motiva.

Toda esta tarea tiene, cuando más, dos aplicaciones prácticas. Las pruebas y mediciones
facilitan la administración de las escuelas, la clasificación y la graduación de los estudiantes y
determina la eficiencia de uno u otro procedimiento. El trabajo sobre las emociones y los sentidos,
especialmente el de la vista, en sus movimientos y como un órgano de visión, nos ha llevado al
programa terapéutico que forma parte de la “lectura reparadora o terapéutica”. Pero ninguno de
estos trabajos comienza a tratar siquiera ligeramente el problema de cómo enseñar a la juventud el
arte del bien leer, ya sea para ilustrarla como para informarla. No quiero decir que la tarea sea
inútil o carente de im
76-
portancía, o que la lectura terapéutica no pueda salvar a gran cantidad de niños de las
incapacidades más graves. Solamente digo que ésta se halla tan relacionada con la formación de
buenos lectores como lo está el desarrollo de una correcta coordinación muscular con el desarrollo
de un novelista que debe hacer uso de su mano y de su vista en la caligrafía o mecanografía.

Un ejemplo puede ilustrar este punto. Supongamos que usted desee aprender a jugar al tenis.
Se dirige a un entrenador de ese deporte para que le dé lecciones. Este lo contempla de pies a
cabeza, lo observa en la cancha durante un rato, y luego, puesto que es un individuo
excepcionalmente discernidor, le dice que no le será posible enseñarle. Usted tiene una callosidad
en el dedo gordo del pie y papiloma en la articulación de un pie. Su postura es en general, mala, y
los músculos de sus hombros están ligados, según lo demuestran sus movimientos. Usted necesita
anteojos. Y por último, parece que a usted le entra un desasosiego cuando la pelota viene en su
dirección y un berrinche cada vez que usted le yerra.
Hágase ver por el pedicuro y por un osteópata. Acuda a un masajista para le rebaje los
músculos, hágase atender la vista, y normalice sus emociones de algún modo, con ayuda de
psicoanalistas o sin ella. Haga todo esto, dice el entrenador, y luego vuelva a buscarme y yo
trataré de enseñarle a jugar al tenis.
El entrenador que dijo esto no sólo fue discreto sito también sensato y su juicio era acertado.
No tendría objeto que tratara de enseñarle a usted el arte del tenis, mientras sufriese todos esos
inconvenientes. Los psicólogos de la enseñanza han contribuido de este modo. Han diagnosticado
las incapacidades que le impiden o dificultan a determinada persona el aprender a leer. Han
ideado toda índole de terapéutica que contribuye, mejor que lo que podría hacerlo el entrenador a
la lectura terapéutica. Pero cuando toda esta tarea se haya llevado a cabo, cuando se haya logrado
el máximo que la terapéutica pueda rendir, todavía quedará sin solución el problema de aprender a
leer o a jugar al tenis.

Los médicos que le arreglen sus píes, receten sus anteojos, corrijan su postura, y lo alivien de
sus tensiones emotivas, no pueden convertirlo en un jugador de tenis, aunque lo transformen en
una persona que puede aprender a jugarlo de una que no lo podía ni intentar. De igual modo, los
psicólogos que diagnostican su incapacidad para leer y prescriben un tratamiento, no sa-
77
ben hacer de usted un buen lector. Sólo lo capacitan para ser enseñado por alguien que domine el
arte. Este arte no les concierne a ellos, así como el arte del tenis no les concierne a los pedicuros u
oculistas.

La mayor parte de esta investigación educativa es meramente algo preliminar al asunto


principal, que es aprender a leer. Descubre los obstáculos y los elimina. Ayuda a curar la
“inhabilidad” pero no elimina la “incapacidad”. Cuando más, hace que aquellos que son
anormales en un sentido o en otro, se asemejen más a la persona normal cuyos dones naturales la
hacen libremente susceptible de ser enseñada.

Pero el individuo normal tiene que ser enseñado. Ha sido dotado del poder de aprender a
leer, pero no ha nacido con ese arte. Este debe ser cultivado. La cura de la anormalidad puede
vencer las desigualdades de nacimiento o los accidentes de las primeras etapas del desarrollo.
Aunque esta cura consiguiese que todos los hombres fueran aproximadamente iguales en su
capacidad inicial para aprender, no podría llegar más lejos. En aquel punto debería comenzar el
desarrollo de la habilidad. La instrucción verdadera en el arte de leer, empieza, en resumen, donde
concluye el radio de acción de los psicólogos de la enseñanza.
“Debería” empezar. Por desgracia no sucede así, como lo prueban los hechos. Y, como ya lo
he sugerido, hay dos razones para que así no suceda. Primera, el plan de estudios y el programa
educativo en general, desde la escuela pública de enseñanza elemental hasta el colegio superior,
está demasiado lleno de otras cosas que ocupan todo el tiempo disponible, para permitir que se les
preste la atención suficiente a las habilidades básicas. Segunda, la mayoría de los educacionistas
no parecen saber cómo se enseña el arte de leer. Las tres “Erres”, sólo existen en el plan de
estudios de hoy en día en su forma más rudimentaria. Se considera que pertenecen a los grados
primarios, en lugar de abarcar todo el trayecto que lleva al diploma de bachiller. Como resultado
de esto, el bachiller no es mucho más competente en lo que a la lectura y escritura se refiere, que
un alumno de sexto grado.
–4–
Desearía discutir estas dos razones algo más detenidamente. En lo que respecta a la primera,
el problema no consiste en saber si las tres “Erres” pertenecen a la educación, sino hasta qué punto
le pertenecen y hasta dónde deben ser desarrolladas. Todos, hasta
78
el educacionista más progresista admiten que a los niños se les deben dar las habilidades básicas,
que deben ser, enseñados a leer y escribir. Pero no hay unanimidad acerca de cuánta habilidad es
el mínimo absoluto que debe poseer un hombre educado y cuánto tiempo educativo insumiría el
darle ese mínimo al estudiante término medio.

El año pasado fui invitado a participar en una transmisión radiotelefónica nacional en la hora
del mitin de la Ciudad. El tema era la educación en una democracia. Los otros dos participantes
eran el profesor Culick de Columbia y Mr. John Studebaker, comisionado nacional de educación.
Si ustedes escucharon la transmisión o leyeron el folleto que contenía los discursos, habrán
observado que allí parecía haber unanimidad entre todos nosotros acerca de la idea de que las tres
“Erres” eran una enseñanza indispensable a la ciudadanía democrática.

Sin embargo, el acuerdo era sólo aparente y superficial. Por una parte, yo quería significar
por las tres “Erres” las artes de leer, escribir y calcular como éstas debían ser poseídas por un
bachiller en estas artes; mientras que mis colegas querían significar únicamente la índole más
rudimentaria de enseñanza de escuela elemental. Por la otra parte, ellos mencionaron cosas tales
como lectura y escritura sólo en el carácter de uno de los muchos fines que la educación debía
llenar especialmente en una democracia. No negué que la lectura y la escritura son solamente una
parte y no el todo, pero no estuve de acuerdo con ellos acerca del orden de importancia de los
diversos fines. Si fuese posible enumerar todos los puntos indispensables que un programa
educacional sensato debería considerar, yo diría que los mecanismos de comunicación que abogan
por la capacidad para leer y escribir, son nuestra obligación primordial, con más razón en una
democracia que en ninguna otra clase de sociedad, porque ésta depende de un electorado culto e
instruido.

Este es en pocas palabras, el problema. Lo primero debe venir primero. Solamente luego de
habernos asegurado do que hemos cumplido de modo adecuado lo primordial, hallaremos tiempo
o energía para asuntos de menor cuantía. De este modo, sin embargo, no se hacen las cosas hoy en
día en escuelas y colegios. Se les presta la misma atención a los asuntos de importancia inferior
que a los primordiales. Con frecuencia se basa todo un programa educativo en algo relativamente
trivial, como sucede en ciertos colegios que son un poco superiores a las escuelas de
79
educación social. Lo que solía ser considerado una actividad extraordinaria en el plan de estudios,
ha pasado al primer puesto, y los elementos docentes básicos han sido relegados a segundo plano y
dejados de lado, archivándolos u olvidando su existencia. En este proceso, comenzado por el
sistema electivo y completado por el exceso de educación progresiva, las disciplinas básicas
intelectuales son arrinconadas o descartadas de un modo total.

En su falso liberalismo, los educacionistas progresistas han confundido a la disciplina con


regimentación (u organización). Y han olvidado que la verdadera libertad es imposible sin una
mente liberada por la disciplina. No me canso jamás de citar a John Dewey cuando trato de ella.
Dijo éste hace ya muchos años: “La disciplina que es idéntica al poder enseñado es también
idéntica a la libertad..... La libertad verdadera, en resumen, es intelectual; reside en el poder
enseñado del pensamiento”. Una mente disciplinada, instruida en el poder del pensamiento, es la
que puede leer y escribir críticamente, así como realizar una tarea eficiente en lo que respecta al
descubrimiento. El arte de pensar, como ya hemos visto, es el arte de aprender por haber sido
enseñado o por medio de investigaciones sin ayuda exterior.
Repetiré que no estoy diciendo que en el saber leer y aprender por medio de libros resida
toda la educación. Deberíamos ser capaces de proseguir la investigación de un modo inteligente.
Más aún, deberíamos estar bien informados acerca de todos los hechos que son una base necesaria
para pensar. No existe motivo alguno para que todo esto no pueda ser realizado durante el tiempo
educacional de que disponemos. Pero si tuviésemos que elegir entre todo, con seguridad les
daríamos un puesto de fundamental importancia a las habilidades básicas y dejaríamos que la
información de cualquier otra índole pasara a segundo término. Los que hacen lo contrario deben
considerar a la educación como un cargamento de hechos que se adquiere en la escuela y se trata
de llevar consigo durante el resto de la vida, pese a que el bulto se hace mas pesado a medida que
demuestra ser menos útil.

El mejor concepto sobre la educación es, a mi parecer, el que acentúa la importancia de la


disciplina. Según este concepto, lo que se obtiene en la escuela no es tanto la erudición como la
técnica de su aprendizaje, el arte de la auto-educación, utilizando todos los recursos que
proporcione el medio ambiente. Las instituciones sólo educan si nos capacitan para continuar
aprendiendo siempre más y más. El arte de leer y la técnica de investigar
80
son los primeros instrumentos de aprendizaje, de ser enseñado y de descubrir cosas nuevas. Por
esto, este arte y esta técnica deben ser los objetivos primordiales de un buen sistema educacional.

Aunque no estoy de acuerdo con Carlyle en que “todo” lo que una universidad o la mejor de
las escuelas secundarias puede hacer por nosotros no es más que lo que comenzó la escuela
primaria: “enseñarnos a leer”, coincido con el profesor Tenney de Cornell en que si la escuela
realmente enseña a leer a los estudiantes, les coloca en las manos “el instrumento primordial de
toda educación superior: después de esto, el estudiante, si así lo desea, puede educarse él mismo”.
Si las escuelas enseñasen a sus “alumnos a leer bien, los harían “estudiantes”, y seguirían siéndolo
al egresar de ellas y para siempre.

Voy a llamar la atención de ustedes, de paso, sobre una falta que muchas personas,
especialmente profesores, cometen al leer. Un escritor dice que él cree que algo es de primordial
importancia, o más importante que otra cosa. El mal lector lo interpreta como si dijese que
ninguna otra cosa tiene importancia excepto lo que él acentúa. He leído muchos juicios críticos
sobre el libro del presidente Hutchins titulado Estudios Superiores en América, los cuales han
interpretado erróneamente, por estupidez o mala intención, su insistencia acerca de lo
indispensable que le es la capacidad para leer y escribir a la educación liberal o general, diciendo
que él aconsejaba la exclusión de toda otra idea. Afirmar, como él lo hace claramente, que nada es
más importante que dicha capacidad, no significa negar que otras cosas ocupen un segundo o
tercer lugar.

Lo que yo he estado diciendo será, posiblemente, mal interpretado de igual modo por los
profesores o por los profesionales de la educación. Es probable que lleguen más lejos aún y me
acusen de descuidar al “hombre entero”, porque no he discutido la disciplina de la emoción en la
educación y la formación de un carácter moral. Sin embargo, todo lo que no es discutido no es
necesariamente negado. Sí ésta fuera la inferencia de las omisiones, el escribir acerca de cualquier
tema implicaría infinitas posibilidades de error. Este libro se ocupa de la lectura, no de todo en
general. Su contenido debería indicar, por consiguiente, que nuestro interés primordial está
concentrado en la educación intelectual, y no en el conjunto de la educación

Si a mí me preguntaran, como lo hicieron personas del público que asistió aquella noche de
la transmisión radial: “¿Qué
81
considera usted más importante para un estudiante: las tres “Erres” o una buena reputación
moral ?”, contestaría ahora como lo hice entonces:

Esta elección entre las virtudes morales y las intelectuales es algo muy difícil de hacer; pero si
yo tuviese que decidir, elegirla siempre las virtudes morales porque las virtudes intelectuales sin
las morales pueden ser viciosamente utilizadas, tal como sucede cuando abusa de ellas cualquier
persona que posee conocimientos y habilidades, pero que no conoce los fines de la vida.

Los conocimientos y la destreza mental no son los artículos más importantes en esta vida.
Mayor importancia tiene el amor a lo justo y recto. La educación en conjunto debe considerar a
algo más que al intelecto humano. Digo que, en lo que respecta al intelecto, no existe nada más
importante que las habilidades por las cuales éste debe ser disciplinado para funcionar bien.
–5–
Me ocuparé ahora de la segunda razón por la cual las escuelas han fracasado en el asunto de
la lectura y la escritura. La primera razón era que en éstas se restaba valor a la importancia y al
alcance de la tarea, y por lo tanto se formaban un concepto erróneo acerca del tiempo y esfuerzo
relativamente más grandes que deben ser dedicados a dicha tarea, con preferencia a cualquier otra.
La segunda es que las artes están casi perdidas. Las artes a que me refiero en este momento son
las liberales que una vez fueron llamadas gramática, lógica y retórica. Estas son las artes en las
cuales un bachiller en artes (B. A.) y un maestro en artes (M. A.) se supone que deberían descollar.
Son las artes de leer y escribir, hablar y escuchar. Todo aquel que sepa algo acerca de las reglas de
gramática, lógica y retórica, comprenderá que éstas gobiernan las operaciones que realizamos con
el idioma en el proceso de la comunicación.

Las diversas reglas para la lectura, a las cuales más o menos explícitamente me he referido,
implican puntos de gramática, o lógica o retórica. La regla que se ocupa de palabras y términos, o
la que trata de frases y preposiciones, tienen un aspecto lógico y gramatical. La regla que
corresponde a la prueba y a la controversia, es evidentemente lógica. La regla que se refiere a la
interpretación del énfasis que el escritor atribuye a una co-
82
sa con preferencia a otra, da lugar a consideraciones retóricas. Más adelante me ocuparé
de estos diferentes aspectos de las reglas de la lectura. Lo que nos interesa aquí es que la
Pérdida de estas artes es responsable en gran parte de nuestra incapacidad para leer y para
enseñar a leer a los estudiantes. Es altamente significativo que cuando Mr. I. A. Richards
escribió un libro sobre la interpretación en la lectura, el cual es en realidad un libro sobre algunos
aspectos de la lectura, le pareció necesario resucitar las artes, y dividir su tratamiento en tres partes
principales: gramática, retórica y lógica.

Cuando digo que las artes se han perdido, no quiero significar que las ciencias de la
gramática y la lógica, por ejemplo, hayan desaparecido. Todavía hay gramáticos y lógicos en las
universidades. Aún se sigue estudiando científicamente la gramática y la lógica, y en algunas
partes y bajo ciertos auspicios, se lo hace con renovado vigor. Probablemente habrán oído ustedes
hablar de la “nueva” disciplina que ha sido anunciada últimamente bajo el nombre de “semántica”.
Naturalmente, no es nueva. Es tan antigua como lo son Platón y Aristóteles. No es nada más que
un nombre nuevo para el estudio científico de los principios de uso lingüístico, que combina las
consideraciones gramaticales y lógicas.
Los gramáticos antiguos y medioevales, y un escritor del siglo dieciocho, tal como John
Locke, podrían enseñar a los “semánticos” contemporáneos muchos principios que éstos no
conocen, principios que no se verían en la necesidad de tratar de descubrir si quisiesen y pudiesen
leer unos cuantos libros. Es interesante que, justamente en el momento en que la gramática casi ha
desaparecido de la escuela pública de enseñanza elemental, y cuando los cursos de lógica son
seguidos por muy pocos estudiantes de colegios superiores, estos estudios sean restablecidos en las
escuelas de graduados con grandes sones de trompetas, como si fueran algo recién descubierto.

El restablecimiento del estudio de la gramática y la 1ógica, proyectado por los semánticos no


altera, sin embargo, mi concepto sobre la pérdida de las artes. Entre estudiar alguna ciencia y
practicar el arte que le corresponda, hay un abismo. No nos gustaría ser servidos por una cocinera
cuyo único mérito consistiese en su habilidad para recitar el libro de recetas culinarias. Según un
antiguo proverbio, algunos lógicos son los hombres nonos lógicos del mundo. Cuando digo que
las artes lingüísticas
83
han llegado a un nuevo punto bajo en la educación y cultura contemporánea, me refiero a la
práctica de la gramática y la lógica, no al conocimiento de estas ciencias. Las pruebas que
corroboran mi afirmación se basan simplemente en que no podemos leer y escribir también como
podían hacerlo hombres de otras épocas, y en que tampoco podemos enseñar a la próxima
generación a hacerlo así.

Es algo bien sabido que aquellos períodos de la cultura europea en los cuales los hombres
estaban menos capacitados que nunca para leer y escribir, fueron períodos en los que se alborotaba
más acerca de la ininteligibilidad de todo lo que había sido escrito anteriormente. Esto es lo que
sucedió en el decadente período helénico y en el siglo décimo quinto, y lo que sucede nuevamente
en la actualidad. Cuando los hombres son incompetentes para leer y escribir, su insuficiencia
parece expresarse a si misma por medio de su hipercrítica de los escritos ajenos. Un psicoanalista
interpretaría esto como una proyección patológica de las propias insuficiencias sobre las de los
demás. Cuanto menos podamos utilizar las palabras de un modo inteligente, más probable será
que culpemos a los demás de ser ininteligibles en sus discursos. Podemos hasta considerar un
fetiche a nuestras pesadillas idiomáticas, y entonces nos convertiremos, sin remedio, en
semánticos.

¡Los pobres semánticos! No saben que es lo que están confesando acerca de si mismos
cuando denuncian a todos los libros que no pueden comprender. Ni parece ser que la semántica
les haya ayudado mucho si, luego de poner en práctica sus rituales, siguen encontrando
ininteligibles a tantos pasajes. No les ha ayudado a convertirse en lectores mejores que lo que eran
antes de suponer que la semántica fuese algo tan mágico como la palabra “sésamo”. Sí tan sólo
hubiesen condescendido a dar por sentado que la culpa no era de los grandes escritores del pasado
y del presente sino de ellos, en su categoría de lectores, tal vez dejarían de lado la semántica o, por
lo menos, harían uso de ella para tratar de aprender a leer. Si pudiesen leer un poquito mejor,
descubrirían que el mundo contiene un número mucho mayor de libros inteligibles que lo que ellos
suponen hoy en día. En las condiciones en que ellos se encuentran ahora casi no hay ninguno a su
alcance.
84
–6–
Es fácil deducir, por sus consecuencias, que las artes liberales no se practican más en general,
en la escuela o fuera de ella: vale decir, que los estudiantes no aprenden a leer y escribir, y que los
maestros no saben ayudarles. Pero la causa da este hecho es implicada y oscura. La explicación
de cómo llegamos al estado en que hoy nos hallamos, educacional y culturalmente, demandaría,
según todas las probabilidades, una detallada historia de los tiempos modernos desde el siglo
décimo cuarto hasta nuestros días. Me consideraré satisfecho si logro ofrecer dos explicaciones
incompletas y superficiales acerca de lo que ha sucedido.

La primera es la de que la ciencia es la conquista más importante de los tiempos modernos.


No solamente la veneramos por todas las comodidades y utilidades, y por todo el dominio de la
naturaleza que proporciona, sino que también hemos caído cautivos de su método, que representa
el elixir de los conocimientos. No voy a argüir (aunque creo que es así) que el método
experimental no sea la llave mágica que abra todos los palacios del saber. Lo único que deseo
afirmar es que, bajo tales auspicios culturales, es sólo natural que la educación recomiende la
índole de pensamiento y aprendizaje que recomienda el hombre de ciencia, aun descuidando o
excluyendo por completo todo otro método.
Hemos llegado a desdeñar la clase de erudición que consiste en ser enseñado por otros,
prefiriendo aquella que nos lleva a descubrir cosas por nosotros mismos. Como resultado de esto,
las artes pertinentes a la primera clase de aprendizaje, tales como el arte de leer, son dejadas de
lado, mientras que florecen las artes de investigaciones independientes.

La segunda explicación está relacionada con la primera. En la edad de la ciencia, que


descubre progresivamente nuevas cosas y aumenta nuestros conocimientos día a día, tenemos una
tendencia a pensar que el pasado no tiene nada que enseñarnos. Los grandes libros que llenan las
estanterías de todas las bibliotecas sólo revisten interés para los anticuarios. Dejemos que aquellos
que deseen escribir la historia de nuestra cultura, se empapen en su lectura; pero a nosotros, a los
que nos atañe el saber acerca de nosotros mismos, de los fines de la vida y de la sociedad, y del
mundo de la naturaleza en que vivimos, nos toca elegir entre
85
ser hombres de ciencia o leer informes de los periódicos sobre el mitin científico más reciente.

No tenemos que molestarnos en leer las grandes obras de los hombres de ciencia ya
desaparecidos. Estos no nos pueden enseñar nada. La misma actitud pronto se extiende al campo
de la filosofía, de la moral, y de los problemas políticos y económicos, a las grandes historias que
fueron escritas antes de que las últimas investigaciones fuesen completadas, y aun al terreno de la
crítica literaria. La paradoja, aquí, es que así llegamos a menospreciar el pasado aun en campos
que no emplean el método experimental, y no podemos ser afectados por el contenido variable de
los descubrimientos experimentales.

Como en cada generación se escriben solamente algunos grandes libros, la mayoría de éstos
debe, necesariamente, pertenecer al pasado. Luego de haber dejado de leer los grandes libros del
pasado, no leemos los del presente, y nos contentamos con informes y relatos sobre ellos, de
segunda y tercera mano. Todo esto constituye un círculo vicioso. Debido a nuestra preocupación
por el momento presente y por el último descubrimiento, no leemos los grandes libros del pasado.
Como no llevamos a cabo esta índole de lectura y no la consideramos importante, no nos tomamos
la molestia de tratar de aprender a leer los libros difíciles. Como resultado de todo esto, no
aprendemos a leer bien de modo alguno. Ni siquiera podemos leer los grandes libros del presente,
aunque nos sea dado admirarlos a la distancia y a través de los siete velos de la popularización. La
falta de ejercicio engendra flojedad. Concluimos no pudiendo leer bien ni siquiera las buenas
popularizaciones.

El círculo vicioso es digno de ser observado más de cerca. Del mismo modo en que usted no
puede mejorar su modo de jugar al tenis jugando únicamente contra adversarios que pueda vencer
con toda facilidad, no llegará a mejorar en su habilidad para leer sí no trabaja en algo que lo
someta a algún esfuerzo y le exija nuevos recursos. Por consiguiente, se deduce que, en la misma
proporción que los grandes libros han caído de los pedestales en que la tradición los había
colocado como fuentes magas de aprendizaje, ha resultado más y más imposible el enseñar a leer a
los estudiantes. No es posible cultivar su habilidad por encima del bajo nivel de su práctica diaria.
No se les puede enseñar a leer bien si, en su mayoría, no tienen la obligación de utilizar dicha
habilidad en su forma más elevada.
86

Eso en cuanto al círculo vicioso cuando gira en una dirección. Ahora bien, volviendo al otro
punto, encontramos que no tiene mayor objeto el tratar de leer los grandes libros con estudiantes
que no tienen ninguna preparación en el arte de leer desde su escuela primaria, y que no están
obteniendo ninguna en el testo de su educación. Esta era la falla que tenía el curso de honores en
Columbia, en mi época, y sospecho que seguirán teniéndola los cursos de lectura similares que se
dicten en la actualidad.
En un curso, que ocupa una pequeña parte del tiempo del estudiante no es posible discutir los
libros con él y todavía enseñarle a leerlos. Esto es cierto de un modo especial si él proviene de un
ambiente escolar primario y secundario en el cual se le prestaba muy poca atención hasta a los
rudimentos del arte de leer, y si los otros cursos a que él concurre en el colegio superior no le
exigen esfuerzos a su capacidad de leer para aumentar su cultura.

Esto nos ha sucedido también aquí, en Chicago. Mr. Hutchins y yo hemos estado leyendo los
grandes libros con estudiantes dotante los últimos diez años. En la mayoría de los casos, hemos
fracasado si nuestro objeto era el de dar a estos estudiantes una educación liberal. Cuando digo un
estudiante liberalmente educado, que sea digno de ostentar el titulo de bachiller de artes liberales,
quiero significar uno que sea capaz de leer lo suficientemente bien como para leer los grandes
libros, y que, en realidad, los haya leído bien. Si esto sirviese de pauta, hemos tenido poco éxito.
La culpa puede ser nuestra, por supuesto, pero me inclino a creer que no podíamos, en un curso de
tantos, vencer la inercia y falta de preparación debidas al resto de la enseñanza concurrente.

La reforma educacional debe iniciarse muy por debajo del nivel del colegio y ocurrir
radicalmente en el nivel mismo del colegio, si el arte de leer está destinado a llegar a su total
desarrollo y si se desea que el alcance de la lectura sea el adecuado en la época en que se otorgue
el diploma de bachiller. Si esto no sucede así, el diploma de bachiller seguirá siendo una parodia
de las artes liberales de las cuales toma su nombre. Seguiremos confiriendo grados, no a artistas
liberales sino a mentalidades caóticamente instruidas y totalmente indisciplinadas.

Sólo existe un colegio, en este país, que yo conozca, que esté tratando de crear artistas
liberales en el verdadero sentido de la palabra. Es el “St, John’s Collegc de Annapolis, Maryland.
Allí admiten que se deben dedicar cuatro años a enseñar a los estudiantes a leer, escribir y calcular,
y a observar en un laboratorio,
87
al mismo tiempo que leen los grandes libros en todos los campos. Allí comprenden que no tiene
objeto el tratar de leer los libros sin desplegar todas las artes necesarias a su lectura, del mismo
modo que es imposible cultivar estas habilidades intelectuales básicas sin, al mismo tiempo,
proporcionarles a los estudiantes el material adecuado para ejercitarlas.

Tienen que vencer muchos obstáculos en “St. John”, pero, entre ellos, no se cuenta la falta de
interés de los estudiantes ni falta de voluntad para llevar a cabo la tarea que no se le exige a ningún
otro estudiante hoy en día. Los estudiantes no experimentan la sensación de que sus sagradas
libertades son pisoteadas porque no tienen libertad para elegir. Allí se prescribe lo que,
educacionalmente, es bueno para ellos. Los estudiantes se interesan y realiza, la tarea. Pero uno
de los mayores obstáculos consiste en que los estudiantes que llegan a “St. John” provenientes de
escuelas secundarias, salen de éstas completamente desprevenidos. Otro obstáculo es la
incapacidad del público americano, tanto de los padres como de los educacionistas, para valorar lo
que ‘‘St. John’’ está tratando de hacer en favor de la educación americana.
Este es el deplorable estado de la educaci6n en América, en la actualidad, pese a las
declaraciones y programas de algunos de sus dirigentes.

El presidente Butter ha escrito elocuentemente, en sus informes anuales y en otras partes,


sobre la importancia primordial de tales disciplinas intelectuales según se manifiestan en la buena
escritura y lectura. Ha comprendido la verdad acerca de la tradición de la enseñanza en su solo
párrafo:

Únicamente el erudito puede comprender que poco de lo que se dice y piensa en el mundo
moderno es nuevo en cualquier sentido. Fue un colosal triunfo de los griegos y los romanos y de
los grandes pensadores de la Edad Media el sondear las profundidades de casi todo los problemas
que la naturaleza humana tiene que ofrecer, y el interpretar el pensamiento humano y las humanas
aspiraciones con asombrosa profundidad y discernimiento. Por desgracia, a estos complejos
hechos que deberían obrar como controles en la vida de los seres civilizados, los conocen muy
pocos, mientras que la mayoría capta, ora una antigua y bien probada falsedad, ora una vieja y
bien demostrada verdad, como si cada una de ellas tuviese todos los atractivos de la novedad.

La mayoría de los estudiantes no tendría que ser tan infortunada, indispensablemente, si las
escuelas y los colegios le ense-
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ñasen a leer y le hiciesen leer los libros que constituyen su herencia cultural. Pero esto no se lleva
a cabo, por cierto que no en gran escala, en Columbia o Harvard, en Princeton, Yak o California.
No se hace en Chicago, donde el presidente Hutchins ha sido más franco aún que el Dr. Butter, e
incuestionablemente explícito en su proyecto para la reforma del plan de estudio, con ci objeto de
que sean llenados los fines de la educación liberal.

¿Por qué? Existen muchas causas, entre las cuales no carecen de importancia algunas tan
familiares como la inercia de los intereses creados; la devoción que siente la mayoría de los
maestros de colegios por la competencia a la educación general o liberal y la indebida
magnificación del método científico y sus novísimos descubrimientos. Pero otra causa es, por
cierto, una apatía general respecto a todo este asunto de la lectura, cuya apatía proviene, a mi
entender, de una falta (igualmente general) de comprensión de lo que ésta implica. Con
frecuencia me he preguntado si la situación podría ser cambiada hasta tanto las propias facultades
hayan aprendido a leer los grandes libros y las hayan leído, no sólo esa minoría que corresponde a
sus propios nichos académicos, sino todos ellos.

–7–

La situación que he descrito existe no sólo en la escuela sino fuera de ella. El público paga la
educación: y debe quedar satisfecho con lo que obtiene. El único modo de explicar la causa de
que el público no se rebele, es diciendo que, o no le importa o realmente no comprende dónde
reside el mal. No puedo creer lo primero. Debe ser lo segundo. Un sistema educacional y la
cultura en la cual éste existe, tienden a perpetuar mutuamente.

Aquí también nos encontramos con un círculo vicioso. Tal vez éste pueda ser roto por medio
de la educación de los adultos, haciéndole comprender a la población adulta qué es lo que no anda
bien en las escuelas que ellos frecuentaron y a las que ahora mandan a sus hijos. Una de las
primeras cosas a hacer es enseñarles a valorar lo que podría ser una educación liberal en función
de destreza en la lectura y la escritura, y las ventajas que reportarían los libros aún no leídos. Yo
preferiría tratar de vencer su apatía antes que dirigirme a algunos de mis colegas en la docencia.

No cabe la menor duda de que el público en general es apático en lo que a la lectura se


refiere. Es algo que por sabido no
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necesita decirse. Los editores también lo saben. Tal vez les resultase a ustedes interesante
escuchar detrás de las puertas de los editores cuando hablan de ustedes, del público en general, que
constituye su comercio. He aquí a uno de éstos dirigiéndose a sus colegas editores en un
semanario profesional:

Comienza diciendo que “los graduados en colegios que no saben leer constituyen la máxima

acusación contra los métodos educacionales norteamericanos, y un perpetuo desafió a los editores

y libreros del país. Una gran cantidad de graduados en colegios saben leer, pero hay demasiados
cuya apatía aguda en que a la lectura se refiere, podría ser descripta como una enfermedad causada

por dicha ocupación”

El sabe en donde reside el mal: “Los estudiantes son enseñados por maestros que también son
víctimas del mismo proceso educacional, y quienes abierta o subconscientemente experimentan
una aversión positiva a la lectura desinteresada... En lugar de dar un paso al frente como lo haría
un candidato ansioso por continuar su educación, alguien que esperase todo un porvenir de
aprendizaje y lectura “después” de obtenido su diploma, nos encontramos con un prematuro
bachiller en artes que apenas llega a ser un adulto, y que rehuye a la educación como sí ésta fuese
una plaga”.

Invita a los editores y libreros a contribuir en la medida de sus posibilidades a atraer de nuevo
a la nación hacia los libros, y concluye así:

Si los cinco millones de graduados en colegios de este país aumentasen el tiempo que dedican
a la lectura de libros, aunque sólo fuese en un diez por ciento, los resultados serian formidables. Si
la gente en general cambiase su combustible intelectual o volviese a cargar sus baterías mentales
con la misma regularidad con que cambia el aceite del motor cada mil millas, o con que renueva
sus naipes gastados, tendría lugar algo semejante a un renacimiento de la lectura en nuestra
República... Tal como están las cosas es evidente que no somos un pueblo lector de libros.
Chapaleamos en revistas y nos intoxicamos con películas cinematográficas.

A veces la gente se maravilla del éxito de libros favoritos tales como La Historia a Grandes
Rasgos, La Historia de la Filosofía, El Arte de Pensar o la Geografía, de Van Loon, libros que se
venden por cientos de miles, y que algunas veces llegan al millón de lectores. Mi comentario a
esto es: “¡No es suficiente!” Miro las estadísticas, y contemplo la apatía intelectual de la mayoría
de los egresados de colegios, y exclamo: “¡Esperemos que
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los graduados comiencen a leer! ¡No vendan los libros y conserven sus diplomas! ¡Vendan los
diplomas si encuentran a, alguien que se los compre, y conserven los libros!’
Resumiendo, demasiados hombres y mujeres usan sus diplomas de colegio como una licencia
oficial que los autoriza a “iniciarse” en una ruta intelectual, como una sanción social que los exime
de pensar sus propios pensamientos y de comprar sus propios libros.

Otro editor dice que “millones de personas que pueden leer y que leen diarios y revistas,
jamás leen libros”. Calcula que seria posible inducirles a leer libros si se consiguiese que éstos se
asemejasen un poco más a los artículos de las revistas, que fuesen más breves, más sencillos, y en
general, ideados para aquel lector al que gusta correr mientras lee. Esta empresa, llamada “La
biblioteca del pueblo” y descripta como ‘un esfuerzo científico destinado a fomentar la lectura de
libros serios’’, a mi entender ha frustrado sus fines declarados. No es posible elevar a nadie
descendiendo a su nivel. Una vez que los que están abajo logren que ustedes lo estén también, los
mantendrán allí: puesto que es más fácil conservarlos a ustedes abajo que elevarse a si mismos.

No es haciendo que los libros se parezcan menos a si mismos, sino tratando de que la gente se
parezca más a los lectores, como debe realizarse esta evolución. El proyecto que patrocina “La
biblioteca del pueblo” demuestra tanto desconocimiento de las causas que motivaron esta
situación, que sus creadores están tratando de resolver, como de parte de las autoridades de
Harvard cuando se quejan de las exuberantes escuelas preparatorias, sin comprender que el modo
de curar el mal es elevar el nivel de la educación en Harvard por encima del de las escuelas
preparatorias, en las que se pone a los estudiantes en mejores condiciones de eficiencia para los
exámenes que lo que puede lograr la facultad.

Los editores no le atribuyen tanta importancia a la lectura de los grandes libros como a los
buenos libros nuevos que desearían publicar si pudiesen encontrar quienes los leyesen. Pero ellos
saben –y si no lo saben, deberían saberlo– que estas dos cosas están relacionadas entre si. La
capacidad de leer para instruirse, y por consiguiente, el deseo de hacerlo, es el sine qua non de
cualquier lectura seria. Puede ser que la orden de sucesión causal obre de ambos modos.
Comenzando con buenos libros corrientes, un lector puede ser guiado hacia los grandes libros, o
viceversa.
91
Estoy seguro de que el lector que hace una de las dos cosas llegará, eventualmente, a realizar la
otra. Apostaría que las probabilidades de que haga ambas es mayor si él ha gozado alguna vez con
la lectura concienzuda de un gran libro, y si ha desplegado suficiente destreza como para disfrutar
de su maestría en la materia toda de que éste trata.

–8–
Esta ha sido una larga lamentación. Ha habido mucho llanto y crujir de dientes por causa del
estado en que se halla la nación. Porque no les gusten las palabras, pueden ustedes perder la
esperanza de lograr “un nuevo convenio”, o tal vez pertenezcan ustedes a la categoría incurable de
los que dicen: “Siempre fue así”. Con esta última teoría no estoy de acuerdo. Ha habido épocas
en la historia de Europa, en las que el nivel de lectura era más elevado que el actual.

En las postrimerías de la Edad Media, por ejemplo, hubo hombres que podían leer mejor que
los mejores lectores de hoy en día. Naturalmente, es verdad que había menos hombres que
supieran leer, que éstos tenían menos libros a su alcance, y que dependían de la lectura para
aprender, mucho más que lo que dependemos nosotros. El punto que queda en pie, sin embargo,
es que ellos dominaban los libros que valoraban, como nosotros no llegamos hoy a dominar nada.
Tal vez no respetemos a ningún libro como ellos a la Biblia, el Korán o el Talmud; un texto de
Aristóteles, un diálogo de Platón o la Instituta de Justiniano. Sean como fuesen las cosas, ellos
perfeccionaron el arte de la lectura elevándolo a un punto más alto que el que nunca ocupara antes
o después.

Debemos vencer todos nuestros extraños prejuicios acerca de la Edad Medía y acudir a los
hombres que escribieron exégesis de las Escrituras, glosas sobre Justiniano, o comentarios sobre
Aristóteles, reconociéndolos como los modelos más perfectos en lo que a la lectura se refiere.
Estas glosas y comentarios no fueron compendios o sumarios. Fueron lecturas analíticas e
interpretativas de un texto ilustre. En realidad, yo podría muy bien confesar que he aprendido
mucho de lo que sé acerca de la lectura, de un comentario medieval que estuve examinando. Las
reglas que voy a aconsejar son simplemente una formulación del método que he observado viendo
a un maestro medieval leer un libro con sus estudiantes.
92
Comparada con la brillantez de los siglos XII y XIII, la época actual se asemeja mucho más a
la edad del oscurantismo de los siglos VI y VII. Entonces las bibliotecas habían sido quemadas o
clausuradas. Había pocos libros disponibles, y menos lectores que libros. Hoy, por supuesto,
tenemos más libros y bibliotecas que los que nunca hubo en la historia del mundo. En un sentido,
también, hay más hombres que pueden leer. Pero el que vale es el sentido en el que esto es cierto.
En lo que respecta a la lectura para ampliar el entendimiento, las bibliotecas podrían muy bien
estar clausuradas y las imprentas paradas.

Pero, dirán ustedes, vivimos en una era democrática. Es más importante que muchos
hombres sean capaces de leer un poco que conseguir que unos pocos hombres puedan leer bien.
Hay algo de verdad en esto, pero no es todo cierto. La participación verdadera en los procesos
democráticos de la autonomía requiere una capacidad para leer y escribir mucho mayor que la que
hasta ahora se haya desplegado. En lugar de comparar a la época actual con las postrimerías de la
Edad Media, comparémosla con el siglo XVIII, pues fue éste un periodo de ilustración que se nos
presenta como un ejemplo apropiado. En aquel entonces ya había comenzado la democratización
de la sociedad. Los que encabezaban el movimiento, en este país y en el extranjero, eran hombres
educados liberalmente, más que lo que es en la actualidad ningún graduado en colegios. Los
hombres que escribieron y ratificaron la Constitución sabían cómo leer y escribir.

Porque nos hayamos empeñado en la tarea de difundir más ampliamente la educación pública
que lo que lo estaba en el siglo XVIII, no debemos considerar necesario que ésta sea menos liberal
a medida que se hace más universal. En todos los niveles y para todos los elementos que
constituyen la población debe ser reimplantada la misma índole de educación que, por medio de la
disciplina para obtener la libertad, permitió a la democracia echar raíces en este país, si se quiere
proteger su florecimiento, que hoy se ve amenazado por los vientos de violencia que soplan en el
extranjero.

No tienen ustedes más que leer los escritos de John Adams y Thomas Jefferson, de Hamilton,
Madison y Gay, para enterarse de que éstos pudieron leer y escribir mejor que nosotros o que
nuestros dirigentes de hoy en día. Si ustedes revisan los planes de estudios de los colegios
coloniales, podrán descubrir por qué fue así. Descubrirán que una vez se dio educación liberal en
93
este país. Es verdad que no todos la recibieron. La democracia no había madurado aún hasta el
punto de difundir la educación popular.
Aún hoy puede ser cierto que alguna parte de la población esté educada vocacionalmente,
mientras que la otra parte lo está liberalmente. Porque hasta una democracia debe tener dirigentes,
y su seguridad depende del calibre y del liberalismo de éstos. Si no deseamos tener líderes que se
jacten de pensar con su sangre, debemos educar y, más aún, cultivar un respeto por aquellos que
pueden pensar con sus mentes, liberadas por la disciplina.

Un punto más. Se habla mucho hoy en día, entre los educacionistas liberales que temen el
auge del fascismo, de los peligros de la regimentación de la enseñanza. Ya he señalado que
muchos de ellos confunden disciplina con ejercicios militares prusianos y con paso de ganso.
Confunden autoridad, que no es otra cosa que la voz de la razón, con autocracia o tiranía. Pero el
error que cometen en lo que a enseñanza se refiere es el más lamentable de todos. Ellos, y con la
mayor parte de nosotros sucede lo mismo, no saben qué es docilidad.

Ser dócil significa ser educable. Para ser educable es necesario poseer el arte de ser
enseñado y practicarlo activamente. Cuanto mas actividad se despliegue para aprender de un
maestro, muerto o vivo, y cuanto más arte se dedique a dominar lo que el maestro tiene que
enseñar, más dócil es el que aprende. La docilidad es, en síntesis, justamente el polo opuesto de la
pasividad y de la credulidad. Aquellos que carecen de docilidad –los estudiantes que quedan
dormidos durante la clase– son los más aptos para ser enseñados. Careciendo del arte de ser
instruidos, ya resida éste en la habilidad para escuchar o para leer, no saben ser activos al recibir lo
que se les comunica. Por consiguiente, o no reciben nada en absoluto, o lo que reciben no lo
absorben críticamente.

Menospreciando a las tres Erres en su comienzo, y desdeñando las artes liberales casi por
completo en su terminación, nuestra educación actual es esencialmente iliberal. En lugar de
disciplinar y educar, enseña. Nuestros estudiantes son instruidos en toda índole de prejuicios
regionales y papillas digeridas artificialmente. Los demagogos han hecho presa de ellos,
engordándolos y trayendo flaccidez a sus intelectos. Su resistencia a la autoridad especiosa, la
cual no es otra cosa que la presión de una opinión, ha sido disminuida. Llegan hasta la
propaganda insidiosa que aparece en los títulos de algunos diarios locales.
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Hasta cuando las doctrinas que imponen son auténticamente democráticas, las escuelas
fracasan en su empeño de cultivar el juicio libre, porque han renegado de la disciplina. Dejan a
sus estudiantes expuestos a la enseñanza contraria que auspician oradores más poderosos, o lo que
es peor aún, a la influencia de sus más bajas pasiones.

La nuestra es una educación demagógica más bien que democrática. El estudiante que no ha
aprendido a pensar críticamente, que no ha llegado a respetar a la razón como el único árbitro de la
verdad en las generalizaciones humanas, que no se ha visto elevado por encima de las tenebrosas
callejuelas de las jeringonzas y santos y señas locales, no podrá ser salvado por el orador de las
aulas, y luego sucumbirá ante el orador de barricada y ante la prensa.

Para lograr salvarnos, debemos cumplir los preceptos del “Libro ritual de la secta episcopal”.
“Lee, toma notas, aprende, y asimila interiormente”
.
CAPITULO VI

SOBRE LA AUTOAYUDA

–1–

He puesto ya todas mis cartas sobre el tapete. Ahora conocen ustedes el motivo ulterior que
me impulsé a escribir un libro que tiene por objeto el ayudar a la gente a aprender a leer. Durante
años he vigilado el círculo vicioso que perpetúa este estado de cosas y he pensado cómo podría
rompérsele. Parecería un callejón sin salida. Los maestros de hoy fueron enseñados por los de
ayer, y a su vez enseñan a los de mañana. El público de hoy ha sido educado en las escuelas de
ayer y de hoy: no puede esperarse de él que exija que las escuelas cambien mañana, ni que
presente reclamaciones, “si” no conoce íntimamente, como resultado de su propia experiencia, la
diferencia que existe entre la verdadera educación y todas las imposturas corrientes. Aquél “si’ me
dio la clave del problema. ¿Por qué razón el público no podría actuar, tomando como base su
propia experiencia, en lugar de verse obligado a confiar en rumores y en todas las corrientes
contrarias e ideas encontradas de las conversaciones sostenidas por los expertos controversistas?

Podría hacerse. Si, de algún modo, fuera de la escuela y luego de haberse graduado, la gente
en general pudiese obtener algo de la educación que no logró en la escuela, tendría razones con las
que no cuenta ahora, para quejarse del sistema escolar. Y podría obtener la educación que no
recibió, si pudiese leer. ¿Me siguen ustedes en este razonamiento? El círculo vicioso se rompería si
el público en general estuviera mejor educado que el producto corriente de las escuelas y colegios.
Se rompería en el lugar en que éste supiese verdaderamente, y sin influencias externas, cuál es la
clase de instrucción que desearía que recibiesen sus hijos. Toda la soflama corriente que imparten
los educacionistas no podría disuadirlo.

A nadie que no colabore es posible enseñarle a leer, o a dominar cualquier otra habilidad. La
ayuda que yo, o cualquier otra persona en mis condiciones pueda ofrecer, es insuficiente. Es,
cuando más, una guía remota. Consiste en reglas, ejemplos y consejos de toda índole. Pero
ustedes deberán estar dispuestos a
96
“aceptar” consejos y a “obedecer” las reglas. No podrán llegar más lejos que lo que ustedes
quieran. Por consiguiente, mi diabólico plan no llenará su objeto si ustedes no cooperan conmigo
desde sus comienzos. Una vez que hayan ustedes empezado a leer, dejaré que la naturaleza haga
el resto, y esperaré confiado los resultados finales.

Tengo la profunda convicción de que cualquiera que tuviese presente la índole de educación
por la que está luchando Mr. Hutchíns, y la que está tratando de implantar ‘St. John’’, se la
desearía a los demás. Indudablemente, querría que la recibiesen sus hijos. No resulta paradójico el
que la más violenta oposición al programa provenga de educacionistas profesionales que parecen
haber tenido el menor contacto personal con este tipo de educación.

Algo más que la reforma educacional está en juego. La democracia y las instituciones
liberales que tanto hemos fomentado en este país desde su fundación están también en la balanza.
Cuando Mr. Walter Lippmann descubrió por primera vez un libro sobre “La educación de los
padres fundadores de la república”, se sorprendió de que los hombres que construyeron el mundo
moderno hubiesen sido educados de este modo tan anticuado”. El modo anticuado es el camino de
las artes de leer y escribir, el camino que conduce a la lectura de los grandes libros.

Mr. Lippmann, que pasó por Harvard con muchos honores, atribuía su sorpresa al hecho de
que, muy lógicamente, él nunca había desafiado a los clásicos de su generación. Debemos decir a
favor suyo, sin embargo, que desde que salió de Harvard ha leído muchos grandes libros. Esto ha
influido en su criterio.

Comencé a pensar que tal vez fuese algo muy significativo el que hombres educados así
hubiesen fundado nuestras libertades y que nosotros que estamos educados de distinto modo
estuviésemos administrando mal nuestras libertades y corriendo el riesgo de perderlas.
Gradualmente, he llegado o, creer que este hecho es la clave principal del enigma de nuestra
época, y que los hombres están dejando de ser libres porque ya no se los educa en las artes de los
hombres libres.

¿Se dan ustedes cuenta de por qué pienso yo que hay dinamita en la lectura, en una cantidad
suficiente no sólo para volar el sistema escolar sino hasta para surtir el arsenal que proteja nuestras
libertades?
97
–2–

He titubeado algún tiempo antes de hablar de la autoayuda. A decir verdad, he titubeado


algún tiempo antes dé escribir este libro, porque tengo un prejuicio, que tal vez sea algo irracional,
contra los libros sobre autoayuda. Siempre me han parecido algo similar a los remedios
patentados. Si ustedes toman éste o aquél en pequeñas dosis a intervalos regulares, todas son
enfermedades desaparecerán. En mí serenidad académica, yo me hallé una vez muy por encima y
lejos de tales artimañas. Cuando se escribe para los eruditos iguales a uno, no se emplean tales
recursos, probablemente porque uno nunca esperaría que ellos se autoayudasen.

Dos cosas me han hecho descender de mi torre. En primer lugar, tal vez la atmósfera sea
muy serena allá arriba, pero después de que los ojos se hayan abierto al fingimiento y al engaño
que perpetúan la serenidad, ésta se asemeja más a la calma que a veces reina en un manicomio. En
segundo lugar, he visto los frutos de la educación de los adultos. Puede llevarse a cabo. Y
cualquiera que haya trabajado en la educación de los adultos sabe que debe solicitar la autoayuda.
No hay monitores que cuiden a los adultos mientras éstos estudian. No hay exámenes ni grados,
nada de la maquinaria de la disciplina externa. La persona que aprende algo fuera de la escuela
está autodiscíplinada. Trabaja por el mérito ante sus propios ojos, no para acreditarse ante el
archivero.

Sólo debo agregar una advertencia para preservar la honestidad de los procedimientos.
Aquellos libros de autoayuda que prometen más de lo que pueden dar son falsos. Ningún libro
como ya lo he dicho anteriormente, puede guiarles a ustedes en la adquisición de una habilidad
con tanta eficiencia como el tutor o entrenador, que los toma de la mano y los dirige en los
diversos movimientos a realizar.

Definiré aquí, simple y brevemente, las condiciones bajo las cuales pueden ustedes ayudarse
a si mismos con eficacia. Cualquier arte o habilidad es poseído por aquellos que tienen formado el
hábito de actuar según las reglas. En realidad, el artista o artesano en cualquier terreno difiere así
del que carece de su habilidad. Posee un hábito que el otro no tiene. Ustedes saben lo que yo
quiero decir aquí con la palabra hábito. No quiero significar el vicio de los narcóticos o de las
drogas. La habilidad que ustedes posean para jugar al tenis o al golf, la técnica que emplean para
98
manejar un auto o cocinar una sopa, es un hábito. Ustedes lo han adquirido realizando los actos
que constituyen la operación completa.

No existe otra forma de crearse un hábito de actuar que no sea actuando. Esto es lo que se
significa cuando se dice que uno aprende a hacer, haciendo. La diferencia entre su actividad antes
y después de que ustedes hayan contraído un hábito radica en la facilidad y prontitud. Pueden
hacer la misma cosa mucho mejor que cuando empezaron a aprender. Esto es lo que se quiere
significar cuando se dice que la práctica trae consigo la perfección. Lo que se hace
imperfectamente al principio se llega a hacer de un modo gradual con esa especie de perfección
automática que implica una acción instintiva.

Ustedes hacen algo como si hubieran nacido haciéndolo, como si la actividad les resultase tan
natural como caminar o comer. Esto es lo que significa el dicho de que el hábito es una segunda
naturaleza.

Una cosa está bien clara. Conocer las reglas de un arte no es lo mismo que poseer el hábito.
Cuando hablamos de un hombre y decimos que es diestro en algo, no queremos significar que
conozca las reglas de hacer algo, sino que domina el habito de hacerlo. Por supuesto, es cierto que
el conocimiento de las reglas, más o menos explicito, es una condición necesaria para adquirir la
destreza. No es posible seguir reglas que se desconocen; ni adquirir un hábito artístico –cualquier
arte u oficio– sin seguir reglas. El arte como algo que puede ser enseñado, consiste en el hábito
que proviene de actuar según las reglas.

Todo lo que he dicho hasta ahora acerca de la adquisición de la destreza es aplicable al arte de
leer. Pero existe una diferencia entre la lectura y otras habilidades. Para adquirir cualquier arte es
necesario conocer las reglas con el objeto de seguirlas. Pero no es indispensable en todos los
casos el comprender las reglas, o por lo menos no lo es en el mismo grado. De este modo, al
aprender a conducir un automóvil, ustedes deben conocer las reglas, pero no es necesario que
conozcan los principios de la mecánica automotriz que las establecen. En otras palabras, el
“comprender” las reglas es “saber más” que las reglas. Es conocer los principios científicos que
las sustentan. Si ustedes deseasen ser tan capaces de reparar sus autos como de manejarlos
personalmente, tendrían que conocer sus principios mecánicos, y comprenderían las reglas de
manejar mejor de lo que lo hacen la mayoría de
99
los conductores. Si el comprender las reglas fuese una parte de la prueba para obtener una licencia
para conducir, la industria automotor sufriría una depresión que haría que la última pareciese una
prosperidad repentina.

La razón de esta diferencia entre leer y conducir estriba en que una corresponde a un arte
intelectual y la otra a uno manual. Todas las reglas de un arte ocupan la mente en la actividad que
gobiernan, pero la actividad puede no ser principalmente una actividad propia de la mente, como
lo es la lectura. Leer y escribir, las investigaciones científicas y la composición musical, son artes
intelectuales. Por esto es más necesario que los que las practican no sólo conozcan las reglas, sino
que las entiendan.

Es más necesario, pero no es absolutamente indispensable. Podría decirse con más exactitud
que es un asunto de grados. Hay que comprender “algo” las reglas de la lectura, si se desea formar
inteligentemente el hábito de esta operación intelectual. Pero no es necesario comprenderlas
perfectamente. Si fuera esencial una completa comprensión, este libro seria un engaño. Para
comprender de un modo total las reglas de la lectura, sería necesario poseer las ciencias de la
gramática, retórica y lógica con una exactitud consumada. Así como la ciencia de la mecánica
automotor sustenta las reglas para conducir y reparar autos, del mismo modo las ciencias liberales
que recién he nombrado sustentan las reglas del arte liberal que gobierna tales cosas corno la
lectura y la escritura.

Tal vez hayan ustedes observado que a veces me refiero a las artes de leer y escribir como si
fuesen artes liberales, y a veces digo que las artes liberales son la gramática, la retórica y la lógica.
En el primero de los casos, aludo a las operaciones por las cuales las reglas nos dirigen para que
las hagamos bien; en el segundo, me refiero a las reglas mismas que gobiernan tales operaciones.
Además, el hecho de que la gramática y la lógica sean a veces consideradas ciencias y otras veces
artes, significa que las reglas de operación que las artes prescriben, pueden resultar comprensibles
gracias a los principios que sustentan dichas reglas, los que son discutidos por la ciencia.
Sería necesario un libro diez veces mayor que éste para exponer las ciencias que hacen que
las reglas que rigen a la lectura y a la escritura resulten inteligibles. Si ustedes comenzasen a
estudiar las ciencias con el único objeto de comprender las reglas y formar los hábitos,
posiblemente nunca llegarían a dominar a
100
ninguno do ellos. Esto es lo que sucede a muchos lógicos y gramáticos que han dedicado sus
vidas al estudio de las ciencias. No aprenden a leer y a escribir. Es por esto que los cursos de
lógica como ciencia, aunque fuesen implantados para todos los estudiantes de colegios, no
resolverían el problema. He conocido muchos estudiantes que han pasado años verdaderamente
dedicados a la ciencia de la lógica, quienes no podían leer ni escribir medianamente bien; en
realidad, ni siquiera conocían las reglas del arte, para no decir nada del hábito de la buena
actuación según las reglas.
Se impone una solución de este acertijo. Comenzaremos con las reglas, o sea los preceptos
que regulan más directa e íntimamente los actos que deben ustedes realizar para leer bien. Trataré
de hacer a las reglas lo más inteligibles que pueda en una breve exposición, pero no me sumergiré
en las intrincadas sutilezas de la gramática o de la lógica científica. Bastará con que ustedes
comprendan que queda mucho más por saber acerca de las reglas luego de aprender lo que enseña
este libro, y que cuanto más se empapen ustedes de los principios que las sustentan, mejor llegarán
a conocerlas. Tal vez, si ustedes aprenden a leer leyendo este libro, serán capaces de leer libros
que tratan de las ciencias de la gramática de la lógica y la retórica.

Creo poder decir con satisfacción que éste es un procedimiento sensato. Puede no serlo así en
general, pero debe resultar así en el caso de la lectura. Si ustedes, para empezar, no saben leer
muy bien, no pueden aprender a hacerlo comenzando con libros científicos acerca de gramática y
de lógica porque no pueden leer lo suficientemente bien para comprenderlos en si, o para derivar
de ellos aplicaciones prácticas formulando reglas de actuación para ustedes mismos. Al dejar bien
en claro este aspecto de nuestra empresa, eliminamos otra posibilidad de deshonestidad o
simulación. Siempre trataré de decirle si mí explicación sobre una regla es superficial o
inadecuada, como algunas de ellas tienen, necesariamente, que serlo. Debo prevenir a ustedes
contra otra cosa. No van a aprender a leer sólo con leer este libro, como no aprenderían a conducir
un automóvil leyendo detenidamente un manual para conductores. Estoy seguro de que ustedes
comprenden la necesidad dc la práctica. Pero pueden ustedes pensar que les será posible empezar
al punto este asunto de la lectura, en cuanto conozcan las reglas. Si ustedes lo creen así, se
llevarán una desilusión. Deseo prevenirlos porque tales decepciones pueden
101
conducirles a abandonar la empresa perdiendo todas las esperanzas.

No tomen la lista de reglas en una mano, y un libro para leer en la otra, y no traten de hacerlo
de inmediato como si poseyesen habitualmente esa habilidad. Esto sería tan peligroso para la
salud mental de ustedes como lo sería para la integridad física del que lo hiciese el entrar a un auto
por primera vez, con la rueda del volante en una mano y un manual de conductor en la otra. En
ambos casos, una operación que es al principio torpe aislada, tediosa y dolorosa, llega a ser airosa
y simple, fácil y placentera, únicamente gracias a muchas horas de práctica. Si al empezar no
tienen éxito, el premio que trae consigo la práctica, los inducirá a probar nuevamente.

Mr. Aaron Copland escribió recientemente un libro sobre “Qué hay que oír en música”. En su
párrafo inicial, decía:

Todos los libros sobre la comprensión de la música están de acuerdo en un punto: no es


posible desarrollar una mejor valoración del arte sólo con leer un libro que de él se ocupe. Si
ustedes desean comprender mejor a la música, no pueden hacer nada más importante que
escucharla. Nada puede en absoluto, ocupar el lugar del acto de escuchar música. Todo lo que
tengo que decir en este libro está dicho acerca de una experiencia que solamente podrán ustedes
adquirir fuera de este libro. Por consiguiente, es probable que ustedes estén desperdiciando su
tiempo al leerlo, si no toman la firme resolución de oír mucha más música que la que han
escuchado hasta hoy. Todos nosotros, profesionales y no profesionales, estamos perpetuamente
empeñados en la tarea de profundizar nuestro entendimiento del arte. El leer un libro puede, a
veces, ayudarnos. Pero nada puede reemplazar la consideración primordial: escuchar a la música
misma.

Sustituyamos las palabras “música” por “libros”, y “leer” por “escuchar” y tendremos la
primera y la última palabra de consejo acerca del uso de las reglas que voy a exponer. El aprender
las reglas puede ayudar, pero nada puede reemplazar la consideración primordial, que es: leer
libros.

Ustedes pueden preguntar: ¿Cómo sabré si estoy realmente siguiendo las reglas cuando leo?
¿Cómo podré comprender si estoy en realidad realizando la cantidad requerida de esfuerzo para
evadirme de la rutina de la lectura pasiva y chapucera? ¿Cuales son las señales que indicarán que
estoy progresando hacía la lectura más inteligente?
102
Hay muchos modos de contestar a tales preguntas. Por un lado, ustedes deberían ser capaces
de discernir si están elevándose gracias a la comprensión de algo que antes les parecía
ininteligible. Por el otro, si conocen las reglas, siempre podrán controlar sus lecturas, como se
controla la suma de una columna de cifras. ¿Cuántos pasos que prescriben las reglas han dado?
Pueden medir sus éxitos en función de las técnicas que hubiesen utilizado para actuar con un libro
superior a ustedes por medio del cual se elevasen ustedes mismos hasta su nivel.

El signo más directo de que ustedes han llevado a cabo la tarea de leer es la “fatiga”. La
lectura que es lectura implica la actividad mental más intensa. Si no se encuentran agotados, no
han hecho el trabajo. Lejos de ser pasiva y descansada, siempre he encontrado a toda la lectura
que he hecho la ocupación más ardua y activa. Con frecuencia no puedo leer más que unas pocas
horas seguidas, y rara vez leo mucho en ese tiempo. Generalmente me resulta la lectura una tarea
pesada y lenta. Puede ser que haya personas que lean ligero y bien, pero yo no soy una de ellas.
El asunto de la velocidad no viene al caso. Estoy seguro de que es un punto sobre el que muchos
difieren. Lo importante es la actividad. El leer libros pasivamente no alimenta una mente. La
convierte en un papel secante.

–3–

Según mis normas acerca de la buena lectura, no creo haber leído muchos libros.
Naturalmente, he obtenido informaciones de muchos libros, pero no he luchado para instruirme
con muchos. He releído algunos de éstos muy a menudo. Tal vez ustedes me comprendan si les
digo que en la actualidad es posible que no lea más que diez libros por año para aumentar mis
conocimientos, esto es, libros que no haya leído anteriormente. No he contado con el tiempo con
que contaba antes. Esta ha sido siempre, y lo es aún, la tarea más ardua que haya realizado. Muy
raras veces leo en la salita sentado en una cómoda poltrona, por temor de que la postura me
induzca al reposo y éste al sueño. Lo hago sentado en mi escritorio, y casi siempre con un lápiz y
un anotador al alcance de la mano.
Esto sugiere otra señal por la cual es posible discernir si ustedes están llevando a cabo la
tarea de leer. Esta debe, no solamente cansarles, sino que es necesario que sea un producto
perceptible
103
de su actividad mental. El pensamiento tiende, por lo general, a expresarse abiertamente por
medio del lenguaje. Se tiende a verbalizar ideas, preguntas, dificultades, juicios que aparecen en
el curso del pensamiento. Sí ustedes han estado leyendo, deben haber estado pensando; poseen
algo que pueden expresar con palabras. Una de las razones por las cuales encuentro que el de la
lectura es un proceso lento, reside en que llevo un pequeño registro de lo que pienso, por poco que
sea. No puedo proseguir con la lectura de la página siguiente si no dejo constancia de algo que se
me ocurrió al leer ésta. Algunas personas son capaces de usar su memoria de un modo tal que no
necesitan molestarse tomando notas.

Nuevamente, es éste un asunto de diferencias individuales. A mi me parece más eficaz no


recargar mi memoria mientras leo y en cambio utilizar los márgenes del libro anotador. La tarea
de la memoria puede, y debe, emprenderse más tarde. Pero yo creo que es más fácil no mezclarla
con la del entendimiento, que constituye la parte principal de la lectura. Si ustedes son como yo –
en lugar de ser como aquellos que pueden leer y recordar al mismo tiempo– podrán saber si han
estado leyendo activamente con sólo mirar los apuntes que han tomado.

Algunas personas gozan tomando notas en las cubiertas de los libros, o en las hojas que
quedan en blanco al final. Les parece, como a mí, que esto a menudo les evita la molestia de una
lectura extra para redescubrir los puntos principales que han resuelto recordar. El hecho de
manchar un libro o escribir en sus hojas en blanco puede disponer mal a una persona a prestar sus
libros. Estos se han convertido en documentos para su autobiografía intelectual, y puede no
desearse confiar tales registros a nadie, con excepción de los mejores amigos. Yo rara vez siento
deseos de confesar tanto acerca de mi mismo, ni aun a mis amigos. Pero el asunto de tomar notas
mientras se lee es tan importante que ustedes no se deben privar de hacerlo escribiendo en un
libro, por temor a las posibles consecuencias sociales.

Si, por la razón mencionada o por otra cualquiera, abrigan ustedes prejuicios contra la
escritura en un libro, utilicen un anotador. Sí ustedes leyesen un libro prestado, tendrían que usar
un anotador. Luego se presenta el problema de guardar las notas para que sirvan de referencia en
el futuro, sobreentendiendo, por supuesto, que ustedes hayan llevado un registro significativo de
sus lecturas. Yo pienso que escribir en el libro mismo es el pro
104
cedimiento más eficaz y satisfactorio a seguir durante la primera lectura, aunque a menudo es
necesario ampliar luego las notas en hojas separadas. El último sistema es indispensable si se está
organizando un sumario bastante detallado del libro.

Sea cual fuese el procedimiento que ustedes elijan, pueden medirse como lectores al
examinar las notas que hayan tomado durante el curso de la lectura de un libro. No olviden que
aquí, como en todo, hay algo más importante que la cantidad. Así como hay lecturas y lecturas,
también hay diversos modos de tomar notas. No recomiendo la clase de notas que la mayoría de
los estudiantes toman durante una conferencia. En éstas no se registran pensamientos. Cuando
más, son una cuidadosa trascripción. Luego se transforman en la ocasión que da lugar a lo que ha
sido bien descrito como ‘hurtos legalizados y plagios escolares”. Cuando se las deja de lado al
terminar los exámenes, no se pierde nada con ello. El tomar notas inteligentemente es, con toda
probabilidad, algo tan duro de realizar como el leer del mismo modo. En realidad, una cosa debe
ser un aspecto dela otra, si las notas que se toman durante la lectura constituyen un registro del
pensamiento.

Cada diferente operación relacionada con la lectura requiere un paso diferente dado por el
pensamiento, y de aquí que las notas tomadas en las diversas etapas del proceso deberían reflejar
la variedad de actos intelectuales que han sido llevados a cabo. Si se está tratando de captar la
estructura de un libro, pueden hacerse diversos bosquejos experimentales de sus partes principales
en el debido orden antes de que la impresión del conjunto llegue a satisfacer. Bosquejos
esquemáticos y diagramas de toda índole son útiles para desligar los puntos principales de los
asuntos subordinados y tangenciales. Si se desea y se puede señalar algo en cl libro, resulta una
ayuda el subrayar las palabras y frases importantes a medida que éstas aparezcan. Más aún, se
debieran tomar notas de los cambios de significado numerando los lugares en que las palabras
importantes son usadas sucesivamente en diferentes sentidos. Si parece que el autor se contradice,
deben anotarse los sitios en los cuales tienen lugar las afirmaciones inconsistentes, y el texto
debería ser señalado en la posibilidad de que la contradicción sea sólo aparente.
No tiene objeto el seguir enumerando la diversidad de notas o señales que pueden hacerse.
Es evidente que hay tantas como cosas que hacer en el transcurso de la lectura. La clave consiste
105
simplemente en que sean ustedes capaces de descubrir si están haciendo lo que deben al tomar las
notas o señalar los puntos que han acompañado a la lectura que realizaron.

Un ejemplo de anotación puede ser en este caso de utilidad. Si yo estuviese leyendo los
primeros capítulos de esta obra, hubiese diseñado el siguiente diagrama para aclarar el significado
de las palabras “lectura” y “aprendizaje”, y para verlos en relación con otra u otras cosas:

Tipos DE LECTURA:

I. — Para distraerse.
II. — Para adquirir conocimientos.
A. — Para obtener información.
B. Para obtener entendimiento.

Tipos DE APRENDIZAJE:

I. —Por descubrimiento: sin maestros.


II. Por instrucción: ayudado por maestros.
A. — Por medio de maestros siguientes: conferencias; escuchando.
B. Por medio de maestros muertos: libros, lectura.

En consecuencia Lectura II (A y B) es Aprendizaje II (B)

Pero los libros son también de diversas categorías:

Tipos DE LIBROS:
I. —Compendios y repeticiones de otros libros.
II. — Comunicaciones originales.
De lo que se deduce que:

LECTURA II (A) está más íntimamente relacionado con LIBRO I.

LECTURA II (B) con LIBROS II.

Un esquema de esta índole me proporcionaría una comprensión primordial de las distinciones


más importantes que el autor estableciese. Tendría ante mi, mientras leyera, un diagrama
semejante a éste, para así descubrir cuanto más me fuera posible irle agregando a medida que el
autor procediese a multiplicar las
106
distinciones y a deducir conclusiones de las premisas que construyese en función de estas
distinciones. De este modo, por ejemplo, la distinción entre maestros primarios y secundarios
podría ser ampliada al correlacionarla con los dos tipos de libros.

–4–

Ahora nos hallamos en condiciones de proseguir con la próxima parte de este libro, en la cual
serán discutidas las reglas de la lectura. Si ustedes examinaron cuidadosamente el índice antes de
comenzar, saben lo que les espera. Si se asemejan a muchos lectores que yo conozco, no prestaron
la menor atención al índice o, cuando más, le echaron una rápida mirada. Pero los índices son
como los mapas. Son tan útiles para leer un libro por vez primera como lo es plano de carreteras
para hacer turismo en un territorio desconocido.

Supongamos que miren de nuevo el índice. ¿Qué encuentran en él? Que la primera parte de
este libro, que han ustedes finalizado, es un estudio general sobre la lectura; que la segunda parte
está dedicada por entero a las reglas; que la tercera parte considera a la lectura en cuanto se
relaciona con otros aspectos de nuestra vida. (Esto también lo hallarán en el prefacio)
Pueden ustedes hasta adivinar que en la próxima parte cada uno de los capítulos, exceptuando
el primero, será dedicado al planteo y explicación de una o más reglas, con ejemplos de su uso.
Pero no podrán deducir de los títulos de estos capítulos como las reglas estaban agrupadas en
subseries y cuál era la relación de las varias series subordinadas entre si. Este, a decir verdad, será
el tema en el primer capitulo de la próxima parte. Pero puedo adelantarles esto aquí. Las diversas
series de reglas se refieren a los diferentes modos por los cuales un libro puede ser encarado; en
función de ser éste una complicada estructura de partes, que tienen alguna unidad de organización,
en función de sus elementos lingüísticos; en función de la relación entre el autor y el lector, como
si éstos estuviesen sosteniendo una conversación.

Finalmente, puede interesarles a ustedes el saber que existen otros libros sobre la lectura, y en
qué se relacionan con éste. Mr. J. A. Richards ha escrito un extenso libro, al cual ya me he
referido, y que se titula Interpretación en el aprendizaje. Se refiere primordialmente a las reglas
de la segunda especie, y trata de llegar mucho más lejos que este libro en los principios de la
gramática
107
y la lógica. El profesor Tenney de Cornell, quien asimismo ha sido mencionado, escribió
recientemente un libro llamado Lectura Inteligente, el cual también se ocupa con preferencia de
las reglas de la segunda clase, aunque presta alguna atención a las de la lectura. Su libro sugiere
varios ejercicios en la ejecución de tareas gramaticales relativamente simples. Ninguno de estos
libros considera a las reglas de la primera clase, lo que significa que ninguno de ellos encara el
problema de “cómo leer un libro entero”. Más bien se ocupan de la interpretación de pequeños
extractos y pasajes aislados.

Alguno podría sugerir que los libros recientes sobre semántica podrían también resultar
útiles. Yo abrigo algunas dudas que ya he expuesto. Hasta diría que la mayoría de ellos sólo son
útiles para enseñar cómo no se lee un libro. Encaran el problema como si la mayor parte de los
libros no fuesen dignos de ser leídos, especialmente los grandes libros del pasado, o aun aquellos
del presente de autores que no han sido purificados por la semántica. Esto me parece un modo
erróneo de encarar el asunto. El axioma correcto es como el que rige el juicio de criminales.
Debemos dar por sentado que el autor es inteligible hasta que se demuestre lo contrario, no que es
culpable de tontería y que debe probar su inocencia. Y el único modo de determinar la
culpabilidad de un autor consiste en realizar los mayores esfuerzos que estén a nuestro alcance
para comprenderlo. Y hasta que no se haya hecho tal esfuerzo con la ayuda de toda la destreza
disponible, no se tiene derecho de dictar un veredicto final en dicha causa. Si ustedes fuesen
autores, comprenderían por qué es ésta la regla de oro para la comunicación entre los hombres.
SEGUNDA PARTE
LAS REGLAS
CAPITULO VII
DE MUCHAS REGLAS A UN HÁBITO

–1 –

Mientras se hallen ustedes en la etapa de aprendizaje de la lectura, tendrán que releer un libro
más de una vez. Si éste es digno de ser leído tiene derecho a que lo lean por lo menos tres veces.

Con el objeto de que ustedes no se alarmen ante las demandas que se les van a hacer, me
apresuro a decirles que el lector experto puede llevar a cabo estas tres lecturas al mismo tiempo.
Lo que yo he clasificado como “tres lecturas” no tienen que serlo necesariamente en cantidad.
Son, hablando con exactitud, tres modos de leer. Hay tres “maneras” de leer un libro; para que sea
bien leído, cada libro debe leerse en estos tres modos cada vez que lee. EL número de veces
diferentes que puedan ustedes leer con provecho algo depende en parte del libro y en parte de las
condiciones de ustedes como lectores de su ingenio y aplicación.

Repito que sólo al principio deben llevarse a cabo separadamente los tres modos de leer un
libro. Antes de ser experto, no les será posible unir una cantidad de actos diferentes y obtener una
acción compleja y armoniosa. No se pueden poner las diversas partes de la tarea, una dentro de la
otra, de modo que coincidan y se fusionen íntimamente. Cada una merece una atención completa
mientras se realiza; luego de haber practicado las partes por separado, no sólo les será posible
llevarlas a cabo con mayor facilidad y menor atención, sino que también, gradualmente, podrán
coordinarlas y obtener un todo que funcione satisfactoriamente.

Nada de lo que estoy diciendo en este caso deja de ser conocimientos generales acerca de una
destreza compleja. Sólo deseo asegurarme de que ustedes comprenden que aprender a leer es algo
cuando menos tan complejo como aprender a escribir a máquina o a jugar al tenis. Si pueden
ustedes traer a su memoria la paciencia que tuvieron en cualquier otra cosa que aprendieron, tal
vez se sientan inclinados a ser más tolerantes con un maestro que en breve les va a enumerar una
larga lista de reglas para la lectura.
112
Los psicólogos experimentales han puesto al proceso de aprender bajo un cristal para que
cualquiera pueda examinarlo. Las curvas del aprendizaje que han urdido en laboratorios, en
incontables estudios realizados sobre toda índole de habilidad manual, demuestran gráficamente
los progresos de un grado de práctica a otro. Deseo atraer la atención de ustedes hacia dos de sus
descubrimientos.

El primero se llama “la meseta del saber”. Durante una serie de días, en los cuales se ejecuta
una acción tal como escribir a máquina o recibir informes telegráficos en el sistema Morse, la
curva señala mejoras tanto en rapidez como en la reducción de errores. Luego, súbitamente, la
curva toma la posición horizontal; durante algunos días, el alumno no puede realizar progresos.
Su dura tarea no parece obtener resultados sustanciales, ya sea en velocidad o en precisión. La
regla que afirma que cada partícula de práctica contribuye a la perfección del todo, parecería fallar
en este caso. Entonces del mismo modo brusco, el alumno emerge de la meseta y comienza a
ascender nuevamente. La curva que registra sus progresos vuelve a reflejar nuevos progresos de
día en día; y esto continúa así; aunque tal vez con una aceleración levemente disminuida, hasta que
el que aprende llega a otra meseta.

Las mesetas no se encuentran en todas las curvas del aprendizaje, sino únicamente en
aquellas que registran la marcha a recorrer para la consecución de una habilidad compleja. En
realidad, cuanto más compleja sea la acción a ser aprendida, mayor es la frecuencia con que
aparecen tales períodos estacionarios. No obstante, los psicólogos han descubierto que el
aprendizaje prosigue durante estos periodos, pese a hallarse oculto en el sentido de no poner de
manifiesto sus efectos prácticos en ese momento. El descubrimiento de que “unidades más
elevadas” de habilidad están entonces en gestación, es el segundo de los dos a que me referí
anteriormente. Mientras el alumno progresa al escribir a máquina letras aisladas, adelanta en
velocidad y exactitud. Pero tiene que formar el hábito de escribir sílabas y palabras como
unidades, y más tarde frases y oraciones.

La etapa durante la cual el alumno está pasando de una unidad inferior de destreza a una
superior, parece no implicar ningún progreso en eficiencia porque el alumno debe desarrollar un
cierto número de “palabras unidades” antes de que pueda actuar en ese nivel. Cuando domina una
cantidad suficiente de estas unidades, hace un nuevo esfuerzo supremo hacia el progreso hasta que
tiene
113
que pasar a una más alta unidad superior de operaciones. Lo que al principio consistía en un gran
número de actos individuales –los de mecanografiar cada letra por separado– se convierte
finalmente en un acto complejo –el de escribir una frase entera. El hábito sólo está perfectamente
formado cuando el alumno ha llegado a la máxima unidad de acción. Donde antes parecían haber
muchos hábitos, que resultaban difíciles de hacer coincidir, hay ahora un solo hábito en virtud de
la organización de todos los actos separados coordinados para formar una acción fluida y grácil.

Los hallazgos de los laboratorios meramente confirman lo que yo creo que la mayoría de
nosotros ya sabe por experiencia propia aunque puede ser que no hayamos reconocido en la
meseta a un período en el cual se está gestando ocultamente el saber. Si ustedes aprenden a servir
la pelota, a recibir el servicio de su oponente o a contestar, a jugar en la red, o en media cancha y
en la línea de base, cada uno de estos actos forma parte del total de la habilidad. Al principio, cada
uno debe ser dominado por separado, porque existe una técnica para llevar a cabo cada uno de
ellos; pero ninguno de éstos en si es el juego del tenis. Ustedes tienen que pasar de estas unidades
inferiores a la unidad superior en la cual todas las habilidades separadas se unen y forman una
habilidad compleja. Tienen que ser capaces de pasar de un acto a otro tan rápida y
automáticamente como para que su atención quede en libertad para dedicarse a la estrategia del
juego.

Sucede de modo similar en el caso de manejar un automóvil. Al principio, ustedes aprenden


a conducir, a hacer los cambios o a aplicar los frenos. Gradualmente, estas unidades de actividad
son dominadas y pierden su estado de separación en el proceso de la conducción. Ustedes han
aprendido a manejar cuando saben hacer todas estas cosas juntas sin pensar en ellas,

Aquel que tenga experiencia de haber adquirido una destreza compleja sabe que no debe
temer el aparato con que las reglas se presentan a si mismas al comienzo de algo nuevo a ser
aprendido. Sabe que no tiene que preocuparse por saber cómo todos los diferentes actos, que debe
dominar por separado, van a coordinarse. El saber que las mesetas en el aprendizaje son períodos
de progreso oculto puede evitar el descorazonamiento. Las unidades más elevadas están en
gestación aunque no aumentan de actividad la eficiencia en el momento.

La multiplicidad de reglas indica la complejidad de un hábito a formarse no la pluralidad de


distintos hábitos. Los actos-
114
partes se unen entre si a medida que cada uno llega a la etapa de la ejecución automática. Cuando
todos los actos subordinados puedan ser llevados a cabo más o menos automáticamente, ustedes
tendrán el hábito de la acción total. Entonces podrán pensar en vencer a sus adversarios en el
tenis, o en conducir sus automóviles en el campo. Este es un punto importante. Al comienzo, el
alumno se presta atención a si mismo y a su habilidad para realizar los actos separados. Cuando
los actos han perdido su estado de separación en la destreza de la acción total, el alumno puede por
fin prestar su atención a la meta que la técnica que ha adquirido le capacite a alcanzar.

–2–

Lo verdadero en materia de tenis o conducción de vehículos es aplicable a la lectura, no


simplemente a los rudimentos de las escuelas primarias, sino también al tipo más elevado de
lectura para ampliar conocimientos. Cualquiera que reconozca que tal lectura es una actividad
compleja, estará de acuerdo en esto. He dejado esto bien en claro para que ustedes no vayan a
creer que las exigencias que se les van a hacer aquí son más exorbitantes o exasperantes que en
otros campos del saber.

Al seguir cada una de las reglas no sólo irán ustedes adquiriendo eficiencia, sino que
también irán cesando gradualmente de preocuparse por las reglas por separado y de los actos
aislados que éstas regulan. Confiando en que las partes se cuidarán a si mismas, Ustedes estarán
realizando una tarea mucho mayor; ya no se prestarán tanta atención a ustedes mismos como
lectores, y podrán dedicar todas sus potencias mentales al libro que están leyendo.

Pero por el momento debemos ocuparnos de las reglas separadas. Estas se dividen en tres
grupos principales, cada uno de los cuales está dedicado a uno de los tres modos indispensables en
que un libro debe ser leído. Ahora trataré de explicar por qué debe haber tres lecturas.
En primer lugar, deben ser capaces de captar lo que se ofrece como conocimiento. En el
segundo lugar, deben juzgar si lo que se ofrece les resulta a ustedes realmente aceptable como
conocimiento. En otras palabras, primero se halla la tarea de “comprender” el libro, y luego la de
“hacer su crítica”. Estas dos son completamente independientes, como lo verán cada vez mejor.
115
El proceso de entendimiento puede ser aún más dividido.
Para entender un libro, hay que encararlo primero, como un todo, que tiene una unidad y una
estructura de partes; y segundo. En función de sus elementos, sus unidades de lenguaje y de
pensamiento.

De este modo, existen tres lecturas distintas, las cuales pueden ser directamente
nombradas y descriptas así:
I. — La primera lectura puede ser llamada “estructural” o analítica. Aquí el lector procede
del todo a sus partes.
II. — La segunda lectura puede ser llamada “interpretativa” o sintética. Aquí el lector
procede de las partes al todo.
II. — La tercera lectura puede ser llamada “crítica” o evaluativa. Aquí el lector juzga al
autor, y decide si está o no de acuerdo con él.

En cada una de estas tres divisiones principales, deben darse varios pasos, y por consiguiente
hay varias reglas. Ustedes ya conocen tres de las cuatro reglas para llevar a cabo la segunda
lectura: (1) deben descubrir e interpretar las “palabras” más importantes del libro; (2) deben hacer
lo mismo con las “frases” más importantes, y (3) análogamente con los “párrafos” que expresen
argumentos. La cuarta regla, que aún no he mencionado, consiste en saber cuáles de sus
problemas solucionó el autor, cuáles no logró solucionar. Para llevar a cabo la primera lectura
deben ustedes saber (1) qué índole de libro es el que leen vale decir, cuál es su asunto tema.
Deben también saber (2) qué es lo que el libro en conjunto trata de expresar, (3) En qué partes está
dividido dicho conjunto, y (4).Cuáles son los principales que el autor está tratando de solucionar.
En este caso, también, hay cuatro pasos y cuatro reglas. Tengan en cuenta que las partes a las
cuales llegan ustedes al analizar el todo en esta primera lectura, no son exactamente las mismas
que las partes con las que comenzaron para construir el todo en la segunda lectura. En el primero
de los casos, las partes son las divisiones fundamentales del tratamiento del autor de su asunto
tema o problema. En el segundo, las partes son cosas tales como términos, proposiciones y
silogismo; esto es, las ideas, aseveraciones y argumentos del autor.

La tercera lectura también implica una cantidad de pasos. Primero hay varias reglas
generales acerca de cómo debe emprenderse la tarea de la crítica, y luego vienen algunos puntos
críticos que pueden ustedes hacer (cuatro en total). Las reglas para la tercera
116
lectura les explican a ustedes en que deben esmerarse para lograr su objeto y cómo hacerlo.

En este capitulo voy a tratar todas las reglas en general. En los próximos capítulos me
ocuparé de ellas por separado. Si ustedes desean ver una reducción a tabulador de todas estas
reglas, compendiadas de modo aislado, la encontrarán al comienzo del capítulo catorce.

Aunque más tarde lo comprenderán mejor, es posible demostrarles a ustedes en este caso
cómo estas diversas lecturas llegarán a fundirse en una, especialmente las dos primeras. Esto ya
ha sido sugerido por el hecho de que ambas tienen que hacer con el todo y las partes en algún
sentido. El saber de qué trata todo el libro y cuáles son sus principales divisiones les ayudará a
descubrir sus términos y proposiciones principales. Si pueden descubrir cuáles son los más
importantes argumentos del autor y cómo los mantiene por medio de controversias y pruebas,
tendrán una ayuda para definir el tenor general de su tratamiento, y sus divisiones principales.

El último paso en la primera lectura consiste en definir el o los problemas que el autor está
tratando de solucionar. El último paso en la segunda lectura reside en decidir si el autor ha
resuelto estos problemas o cuáles ha solucionado y cuáles no. De este modo, ven ustedes cuán
íntimamente están relacionadas las dos primeras lecturas, las que, por así decirlo, convergen en sus
pasos finales.

Cuando ustedes sean más expertos, podrán realizar estas dos lecturas juntas. Cuanto mejor
las puedan hacer juntas, más se ayudarán entre si para hacerlas. Pero la tercera lectura nunca
podrá ser ni llegará a ser absolutamente simultánea con las otras dos. Hasta el lector mas experto
tiene que hacer las dos primeras y la tercera algo aisladamente. El comprender a un autor debe
siempre preceder al criticarlo o al juzgarlo.

He conocido muchos “lectores” que hacen la tercera lectura primero. Y peor aún que esto,
no consiguen hacer las dos primeras de ningún modo. Cogen un libro y al poco tiempo, empiezan
a encontrarle fallas. Están llenos de opiniones y utilizan el libro como un mero pretexto para
expresarlas. Casi no pueden ser llamados “lectores” en absoluto. Se asemejan más a algunas
personas que uno conoce, quienes creen que una conversación es una ocasión para hablar pero no
para escuchar. Estas personas no sólo no son merecedoras de los esfuerzos que ustedes realizan
para
117
hablar, sino que por lo general tampoco son dignas de ser escuchadas.

La razón por la cual las dos primeras lecturas pueden crecer a la par es que ambas son tentativas
para comprender el libro, mientras que la tercera sigue siendo independiente porque implica
críticas después de que el entendimiento ha sido logrado. Pero aún después de que las dos
primeras lecturas se hayan fusionado habitualmente, pueden ser analíticamente separadas. Esto es
importante. Si ustedes tuviesen que verificar y marcar su lectura de un libro, se verían obligados a
dividir todo el proceso en sus partes. Tal vez tendrían que reexaminar por separado cada paso que
dieron, aunque en el momento en que lo dieron no lo tomaron aisladamente, tan habitual se había
convertido el proceso de leer.

Por este motivo, es importante el recordar que las diversas reglas permanecen distintas unas
de otras como reglas pese a que tienden a perder su diferenciación a los ojos de ustedes,
llevándoles a formar un hábito solo y complicado. Dichas reglas no podrían ayudarles a controlar
su lectura si no las consultasen como a otras tantas reglas diferentes. El maestro de composición
inglesa, revisando un ensayo con un estudiante y explicándole sus observaciones, señala a tal o
cual regla que el estudiante ha transgredido. En esa oportunidad, al estudiante deben recordársele
las diversas reglas, pero el maestro no desea que su alumno escrita con un reglamento ante él.
Desea que éste escriba bien por costumbre, como si las reglas fueran parte integrante de su
naturaleza. Lo mismo rige en la lectura,
–3–
Ahora nos encontramos con una complicación adicional. No sólo deben ustedes leer un libro
de tres maneras (y al comienzo y puede esto significar tres veces), sino que también deben ser
capaces de leer dos o más libros relacionados entre sí con el objeto de leer bien cualquiera de ellos.
No quiero decir que ustedes deben poder leer “cualquier” colección de libros, simultáneamente.
Sólo pienso en libros que estén relacionados porque éstos se ocupan del mismo asunto tema o
tratan el mismo grupo de problemas. Si no, pueden leer muy bien ninguno de ellos. Si los autores
dicen las mismas o diferentes cosas, si están o no de acuerdo, ¿qué seguridad pueden ustedes tener
de que entienden uno
118
de ellos si no reconocen tales solapaduras y divergencias, tales acuerdos y desacuerdos?

Este punto requiere distinción entre lectura “intrínseca” y “extrínseca”. Abrigo la esperanza
de que estas dos palabras no sean engañosas. No conozco otro modo de nombrar la diferencia.
Por “lectura intrínseca” quiero significar leer un libro en si mismo, totalmente aparte de todos los
otros libros. Por “lectura extrínseca quiero significar leer un libro a la luz de otros libros. Los
otros libros pueden, en algunos casos, ser sólo libros de consulta, tales como diccionarios,
enciclopedias, almanaques. Pueden ser libros secundarios los que son comentarios o compendios
útiles. Pueden ser otros grandes libros. Otra ayuda extrínseca para la lectura es la experiencia
apropiada. Las experiencias a las que puede tenerse que acudir con el objeto de entender un libro
pueden ser de la índole de las que tienen lugar solo en un laboratorio. La lectura intrínseca y
extrínseca tienden a fusionarse en el actual proceso de entendimiento o aun de crítica de un libro.

Lo que he dicho anteriormente acerca de la capacidad para leer libros afines relacionados
entre si es aplicable especialmente a los grandes libros. Con frecuencia, en mis conferencias sobre
educación, me ocupo de los grandes libros, y personas de mi auditorio me escriben por lo general
después de ellas para solicitarme una lista de tales libros. Yo les aconsejo que consigan la lista que
ha publicado la “American Líbrary Associatíon” bajo el titulo de “Clásicos del mundo occidental”,
o la que publicó el St. John’s College de Annapolis, Maryland, como parte de su prospecto. Luego
he sido informado por estas personas de que experimentan grandes dificultades durante la lectura
de los libros. El entusiasmo que los impelió a pedirme la lista y a comenzar a leer ha sido
reemplazado por un sentimiento desesperado de ineficiencia.
Hay dos razones para esto. Una, por supuesto, es que no saben leer. Pero esto no es todo.
La otra razón es que ellos creen que podrían ser capaces de entender el primer libro que
escogiesen, sin haber leído los otros con los cuales está aquél íntimamente relacionado. Tal vez
tratan de leer Los Ensayos Federalistas sin haber leído los Artículos de la Confederación y la
Constitución; o pueden tratar de leer todos éstos sin haber leído El Espíritu de las Leyes de
Montesquieu, el Contrato Social de Rousseau, y el ensayo de John Locke Del Gobierno Civil.
119
Muchos grandes libros no sólo son afines entre si sino que han sido en realidad escritos en un
cierto orden, que no debería ser ignorado. Un escritor subsecuente ha sido influenciado por uno
anterior. Si ustedes leen primero el anterior, él puede ayudarles a comprender el libro posterior. El
leer libros afines en relación entre si y en un orden que haga a los subsecuentes mas inteligibles es
una reda básica de lectura extrínseca.

Me ocuparé de discutir las ayudas extrínsecas en este capítulo catorce. Hasta entonces,
solamente nos referiremos a las reglas de lectura intrínseca. Debo recordarles nuevamente que
debemos hacer tales separaciones en el proceso del aprendizaje, aún cuando el aprendizaje sólo
está completo al desaparecer las separaciones. El lector experto tiene presente en su imaginación a
otros libros, o a experiencias pertinentes, mientras lee un libro en particular con el cual están
relacionadas estas cosas. Pero por el momento, ustedes deben prestar atención a los pasos para
leer un solo libro, como si este libro fuese todo un mundo en sí mismo. No quiero decir,
naturalmente, que su propia experiencia pueda nunca ser excluida del proceso de entendimiento de
lo que un libro dice. Esta dosis de referencia extrínseca fuera del libro es absolutamente
indispensable, como ya lo veremos. Después de todo, ustedes no pueden penetrar en el mundo de
un solo libro sin traer a su memoria, al mismo tiempo, todo el conjunto de su experiencia anterior.

Estas reglas de lectura intrínseca no sólo se aplican a la lectura de un libro sino a cuando se
sigue un ciclo de conferencias. Estoy seguro de que más de una persona que pudiese leer bien
todo un libro obtendría más beneficios de un ciclo de conferencias que los que obtienen la mayoría
de las personas dentro o fuera del colegio. Las dos situaciones son en gran manera similares,
aunque el seguir una serie de conferencias puede exigir dificultad en lo que concierne a las
conferencias. Es posible leer un libro tres “veces” si hay que leerlo separadamente en casa en cada
una de las tres maneras. Esto no puede hacerse con las conferencias. Las conferencias pueden ser
muy buenas para aquellos que son expertos en recibir comunicación, pero les resultan muy
difíciles a los que carecen de preparación.

Esto sugiere un principio educacional: tal vez sería sensato asegurarse de que la gente sabe
leer un libro entero antes de darle ánimos para que asistan a un ciclo de conferencias. No sucede
así
120
ahora en los colegios, ni tampoco en la educación de los adultos. Muchos creen que asistir a
un curso de conferencias es un atajo para llegar a obtener lo que no son capaces de leer en libros.
Pero no es un atajo que conduzca a la misma meta. En realidad, podrían lo mismo tomar la
dirección contraria.
–4–
Hay una limitación en la aplicabilidad de estas reglas, que debería ya ser evidente. He
recalcado repetidas veces que el objeto de éstas es ayudar a ustedes a leer un libro “entero”. Por lo
menos, éste es su fin primordial, y se abusaría de ellas si se aplicaran principalmente a extractos o
a pequeñas partes de un texto. No es posible aprender a leer haciéndolo quince minutos diarios en
la manera prescrita por el libro de instrucciones que acompaña a los Clásicos de Harvard.

No se trata sólo de que quince minutos diarios sean insuficientes, sino que ustedes no
deben leer un trocito aquí y un pedacito allí, como recomienda el libro de instrucciones. La
estantería de cinco pues contiene muchos de los grandes libros, aunque también incluye a algunos
que no son tan grandes. En muchos casos, están incluidos libros enteros, en otros, sustancialmente
grandes extractos. Pero a ustedes no les indican que lean un libro entero o la mayor parte de uno.
Se les dice que prueben una pequeña cantidad de néctar acá, y que huelan algo de miel allá. Esto
los convertirá en picaflores literarios, pero no en lectores competentes.

Por ejemplo, un día ustedes deberán leer seis páginas de la Autobiografía de Benjamín
Franklin; al día siguiente once páginas de las primeras obras líricas de Milton, y al siguiente diez
páginas de Cicerón sobre la amistad. Otra sucesión de días encuentra a ustedes leyendo ocho
páginas de Los Ensayos Federalistas de Hamilton, luego observaciones de Burke sobre el gusto,
que ocupan quince páginas, y luego doce páginas del Discurso sobre la Desigualdad de Rousseau.
Lo único que determina el orden es la ilación histórica entre el tema a leer y un día en especial del
mes. Pero el calendario es una consideración de escasa importancia.

No solamente los extractos son excesivamente breves para un esfuerzo de lectura


sostenido, sino que el orden en el cual una cosa sigue a la otra hace imposible el captar ningún
todo auténtico en sí mismo o el comprender una cosa en relación con otra. Este plan para la
lectura de los Clásicos de Harvard debe hacer a
121
los grandes libros tan ininteligibles como a un curso de colegios bajo el sistema electivo. Tal vez
el plan fue ideado para honrar al Dr. Eliot, el patrocinador del sistema electivo y de la “Estantería
de cinco pies”. En cualquier caso, nos ofrece una buena lección objetiva de qué es lo que no
debemos hacer si deseamos evitar un baile de San Vito intelectual.

–5–
Aún hay una limitación más para el uso de estas reglas. A nosotros nos incumbe en este caso
sólo uno de los fines principales de la lectura, y no el otro: nos interesa la lectura para aprender de
la lectura como distracción. Este fin está no sólo en el lector sino también en el escritor. Nos
ocupamos de libros cuyo objeto es enseñar, que tratan de impartir conocimientos. En capítulos
anteriores he establecido una distinción entre lecturas para obtener conocimientos y lecturas
recreativas, y he restringido nuestra discusión a la primera. Ahora debemos avanzar un paso más
aún y distinguir dos grandes categorías de libros que difieren según la intención del autor así como
según la satisfacción que de su lectura pueden derivar los lectores. Debemos hacerlo así porque
nuestras reglas son aplicables estrictamente a un tipo de libro y a un tipo de fin en la lectura.

No existen nombres reconocidos, convencionales, para estas dos clases de libros. Siento la
tentación de llamar, a una especie, poesía o ficción, y a la otra, exposición o ciencia. Pero la
palabra “poesía” significa hoy en día, por lo general, obras líricas en lugar de denominar toda la
literatura imaginativa, o lo que es a veces llamado Belles lettres. De un modo similar, la palabra
“ciencia” tiende a excluir la historia y la filosofía, aunque amabas son exposiciones de saber.
Dejando los nombres de lado, la diferencia es captada en función de la intención del autor: el
poeta, o cualquier escritor que sea un artista “selecto”, tiene como meta el complacer o deleitar, tal
como lo hacen el músico y el escultor, creando obras hermosas para ser admiradas. El hombre de
ciencia, o cualquier hombre de sabiduría que sea un artista “liberal”, trata de instruir diciendo la
verdad.

El problema de aprender a leer bien obras poéticas es cuando menos tan difícil como el de
aprender a leer para adquirir conocimientos. Es también radicalmente diferente. Las reglas que he
enumerado brevemente y que dentro de poco voy a tratar en
122
detalle, son instrucciones para leer con el objeto de aprender, no para disfrutar de un modo
adecuado de una exquisita obra de arte. Las reglas para la lectura de poesía tienen necesariamente
que diferir,. Su exposición y explicación requeriría un libro tan largo como éste.

En su plan básico general, podrían asemejarse a las tres divisiones de las reglas para la lectura
de obras científicas o expositivas. Habría reglas a propósito de la apreciación del conjunto en
función de ser éste una estructura de partes unificada. Habría reglas para discernir los elementos
lingüísticos e imaginativos que constituyen un poema o un cuento. Habría reglas para hacer
juicios críticos sobre la bondad o la deficiencia de la obra, reglas que ayudasen a desarrollar el
buen gusto y el discernimiento. Sin embargo, más allá de esto, el paralelismo cesaría, porque la
estructura de un cuento y de una ciencia son muy diferentes; los elementos lingüísticos son usados
de distinto modo para evocar imaginación y para comunicar pensamiento: los criterios de la crítica
no son los mismos cuando es una belleza más bien que una verdad lo que debe ser juzgado.

La categoría de libros que deleitan o divierte, tiene en sí tantos niveles de cualidad como la
categoría de libros que instruyen. La que es llamada “fricción frívola” requiere tan poca capacidad
para leer, tan poca habilidad o actividad, como los libros que son meramente informativos, y no
nos requieren un esfuerzo para comprender. Podemos leer los cuentos de una revista mediocre tan
pasivamente como leemos sus artículos.

Así como hay libros expositivos que sólo repiten o compendian lo que es mejor aprendido en
las fuentes primarias de ilustración, así hay poesía de segunda mano de toda índole. No quiero
decir simplemente la narración repetida, pues todas las buenas narraciones son relatadas muchas
veces. Quiero decir más bien el libro narrativo o lírico que no altera nuestros sentimientos o
moldea nuestra imaginación. En ambos campos, los grandes libros, los libros primarios, son
similares por ser obras originales y nuestros superiores. Como en uno de los casos el gran libro es
capaz de elevar nuestro entendimiento, en el otro el gran libro nos inspira, profundiza nuestra
sensibilidad hacia todos los valores humanos, aumenta nuestra humanidad.

En ambos campos de la literatura, sólo los libros que son mejores que nosotros requieren
destreza y actividad para ser leídos. Podemos leer el otro material pasivamente y con poca efic-
123

iencia técnica. Las reglas para leer literatura imaginativa, por consiguiente, tienen por objeto
principal el ayudar a las personas a leer las grandes obras de las bellas letras –los grandes poemas
épicos, los grandes dramas, novelas y obras líricas–, tal como las reglas para la lectura para
aprender, se ocupan primordialmente de las grandes obras históricas, científicas y filosóficas.

Lamento que ambas series de reglas no puedan ser tratadas adecuadamente en un solo
volumen, no sólo porque ambas categorías de lectura son necesarias para una capacidad razonable
para leer y escribir, sino porque el mejor lector es aquel que posee ambas clases de capacidad. Las
dos artes de lectura se profundizan y apoyan entre sí. Rara vez llevamos a cabo una clase de
lectura sin tener que hacer un poquito de la otra al mismo tiempo. Los libros no son simples y
puros paquetes de ciencia o poesía.

Los libros más grandes combinan con frecuencia, estas dos dimensiones básicas de la
literatura. Un diálogo platónico tal como La República, debe ser leído tanto como un drama que
como un discurso intelectual. Un poema como La Divina Comedia de Dante, no es sólo una
narración magnífica sino una disquisición filosófica. El saber no puede ser impartido sin ser
apoyado por la imaginación y el sentimiento; y el sentimiento y la fantasía están inveteradamente
infectados con el pensamiento.

No obstante, queda en pie el caso de que las dos artes de la lectura son distintas. Sería
totalmente confuso el proseguir como si las reglas que fuésemos a exponer, se aplicasen “por
igual” a la poesía y a la ciencia. Estrictamente, se aplican solo a la ciencia o a los libros que
comunican conocimientos. Se me ocurren dos modos de compensar la deficiencia de este limitado
tratamiento de la lectura. Uno consiste en dedicar luego un capítulo al problema de leer literatura
imaginativa. Tal vez, después que ustedes se hayan familiarizados con las reglas detalladas para la
lectura de libros que no son de ficción, sea posible indicar brevemente las reglas análogas para leer
ficción y poesía. Trataré de hacerlo en el capítulo quince. En realidad, iré más lejos aún, y haré
allí el esfuerzo de generalizar las reglas de modo tal que puedan aplicarse a “cualquier” lectura. El
otro remedio consiste en sugerir libros para la lectura de poesía o ficción. Nombraré algunos acá,
y otros más en el capítulo quince.

Los libros que tratan de la apreciación o crítica de la poesía son en sí mismos libros
científicos. Son exposiciones de una cierta índole de saber llamada a veces “crítica literaria”;
conceptuales
124
más generalmente, son libros como éste, que tratan de instruir en un arte –en realidad, un aspecto
diferente del mimo arte, el arte de leer. Ahora bien, si este libro les ayuda a ustedes a aprender a
leer cualquier índole de libro expositivo, podrán ustedes leer estos otros libros sin ayuda exterior y
ser ayudados por ellos para leer poesía o bellas artes.
El gran libro tradicional de esta categoría es Arte Poética de Aristóteles. Más modernos,
están los ensayos de Mr. T. S. Eliot, y dos libros de Mr. I. A. Richards, Los Principios de La
Crítica y Crítica Práctica. Los Ensayos Críticos de Edgar Allan Poe son dignos de ser
consultados, especialmente el que trata sobre El principio Poético. En su análisis de La
Experiencia Poética, Fr. Thomas Gilby ilustra el objeto y la manera de los conocimientos poéticos.
Willian Empson ha escrito sobre Siete Tipos de Ambigüedad de un modo que resulta
particularmente útil para leer poseía lírica. Y recientemente, Gordon Gerould ha publicado un
libro sobre Cómo leer ficción. Si ustedes estudian estos libros, ellos los conducirán hacia otros.

En general, encontrarán una gran ayuda en aquellos libros que no sólo formulan las reglas
sino que las ilustran con ejemplos en la práctica discutiendo literatura apreciativa y críticamente. .
En este caso, más que en el caso de la ciencia, ustedes necesitan ser guiados por alguien que en
realidad les demuestre cómo se debe leer haciéndolo por ustedes. Mr. Mark Van Doren acaba de
publicar un libro titulado simplemente Shakespeare. En él está “su” lectura de las obras de
Shakespeare. No hay en él reglas de lectura, pero ofrece un modelo a seguir. Ustedes hasta
pueden ser capaces de descubrir las reglas que gobernaron al autor al verlas actuar. Hay otro libro
que desearía mencionar porque señala la analogía entre la lectura de literatura imaginativa y
expositiva. Poesía y Matemáticas de Scott Buchanan ilustra el paralelo entre la estructura de
ciencia y la forma de ficción.
–6–
Pueden ustedes poner reparos a todo esto. Pueden aducir que yo he traído por la fuerza una
distinción donde ninguna surgiría espontáneamente. Puede decir que hay sólo un modo de leer
todos los libros, o que cualquier libro puede ser leído en todos los sentidos, si es que existen
muchos sentidos.
125
He anticipado esta objeción al indicar que la mayoría de los libros tiene diversas
dimensiones, ciertamente una poética y una científica. Hasta he llegado a decir que la mayoría de
los libros, y en especial de los grandes libros, debe ser leída de ambas maneras. Pero esto no
significa que las dos índoles de lectura deban ser confundidas, o que debamos ignorar por
completo nuestro propósito primordial al leer un libro o la intención principal del autor al
escribirlo. Creo que la mayoría de los autores sabe si son fundamentalmente poetas u hombres de
ciencia. Los grandes, por cierto, lo saben. Cualquier buen lector debería tener conciencia de lo
que quiere cuando acude a un libro: primordiales conocimientos, o deleite.

El punto adicional es sencillamente que uno debiera satisfacer su propósito al acudir a un


libro escrito con una intención similar. Si lo que se busca es saber, parece ser más sabio el leer
libros que ofrecen instrucción, si tales hubiese, que libros que narran cuentos. Si se buscan
conocimientos acerca de un cierto asunto tema, lo mejor es apelar a libros que tratan de este tema
más bien que a otros. Parece un error leer una historia de Roma, si lo desea aprender es
astronomía.

Esto no significa que un mismo libro no pueda ser leído de diferentes maneras y según
diversos fines. El autor puede tener más de una intención, aunque creo que posiblemente una sea
la primordial y que ésta imponga el carácter evidente del libro. Así como un libro puede tener un
carácter primario y uno secundario –así como los diálogos de Platón son primariamente filosóficos
y secundariamente dramáticos y La divina Comedia es primariamente narrativa y secundariamente
filosófica– del mismo modo el lector puede encarar el libro según el caso. Hasta puede, si así lo
desea, invertir el orden de los propósitos del autor, y leer los diálogos de Platón principalmente
como un drama, y la Divina Comedia, principalmente como filosofía. Esto no deja de tener
paralelos en otros terrenos. Una pieza de música que ha tenido por objeto el ser disfrutada como
una obra exquisita de arte puede ser usada para hacer dormir al bebé. Una silla ideada para que se
sienten encima de ella puede ser colocada detrás de cordones en un museo y admirada como un
objeto de belleza.

Tal duplicidad de propósito y tales transmutaciones de carácter primario y secundario dejan


inmutables al punto principal. Sea lo que fuese lo que ustedes hagan con respecto a la lectura,
cualquiera sea el propósito que pongan en primero o en segundo.
126
término, deben saber qué es lo que están haciendo y deben obedecer las reglas para hacer tal cosa.
No es un error leer un poema como si fuese filosofía, o ciencia como si fuese poesía, mientras
sepan ustedes qué es lo que están haciendo en un momento dado y cómo hacerlo bien. No
supondrán, entonces, que están haciendo otra cosa, o que no tiene importancia cómo hacen
cualquier cosa que estén haciendo.

Hay, sin embargo, dos errores que deben ser evitados. A uno de ellos lo llamaré “purismo”.
Este error de suponer que un libro dado puede ser leído sólo de un modo. Es un error porque los
libros no son puros en carácter, y esto a su vez se debe al hecho de que la mente humana que los
escribe o los lee, está arraigada en los sentidos y en la imaginación y conmueva o es conmovida
por las emociones y el sentimiento.

Al segundo error le llamo “oscurantismo”. Este es el error de suponer que “todos” los libros
pueden ser leídos sólo de una manera. De este modo, existe el extremo del esteticismo, el cual
encara a todos los libros como si fuesen poesía, negándose a distinguir otros tipos de literatura y
otros modos de leer. El otro extremo es el del intelectualismo, el cual trata a todos los libros como
si fuesen instructivos, como si nada pudiese encontrarse en un libro con excepción de
conocimiento. Ambos errores son resumidos en una sola línea por Keats –“La belleza es verdad,
la verdad, belleza”– cuya línea puede contribuir al efecto de su oda, pero que es falsa como un
principio de crítica o como una guía para leer libros.

Ya han sido ustedes suficientemente prevenidos acerca de lo que debe y de lo que no deben
esperar de las reglas, que serán discutidas en detalle en los próximos capítulos. No van a verse a
menudo en el caso de hacer uso equivocado de ellas, porque encontrarán que no actúan fuera de su
correcto y limitado campo de aplicabilidad. El hombre que les vende a ustedes una sartén casi
nunca les advierte que no les será útil como refrigerador. Sabe que puede confiar en que eso lo
descubrirán por sí mismos.
CAPITULO VIII
CAPTANDO A TRAVES DEL TITULO
–1–
Solamente por sus títulos, tal vez no podrían ustedes discernir en el caso de Calle Principal y
Pueblo Central cuál de ambas era ciencia social y cuál era ficción. Aún después de haber leído
los dos pueden titubear. Hay tanta ciencia social en algunas novelas contemporáneas, y tanta
ficción en la mayor parte de la sociología, que es difícil mantenerlas desvinculadas. (Por ejemplo,
fue anunciado recientemente, que Viñas de Ira había sido implantado como lectura obligatoria en
los cursos de ciencia social de varios colegios).

Como dije anteriormente, los libros pueden ser leídos de diversos modos. Es comprensible
que algunos críticos literarios escriban una crítica sobre una novela de Dos Passos o de Steinbeck
como si la considerasen un descubrimiento científico o una pieza de oratoria política; o por qué
algunos sienten la tentación de leer el libro de Freud sobre Moisés como una obra de ficción. En
muchos casos, la falta reside en el libro y en el autor.

Los autores tienen, a veces, motivos mixtos. A semejanza de otros seres humanos, están
sujetos a la flaqueza de querer hacer demasiado cosas al mimo tiempo. Si se ven confundidos en
sus intenciones, el lector no puede ser culpado si no sabe qué par de anteojos para leer debe
ponerse. Las mejores reglas para la lectura no surtirán efecto sobre los malos libros excepto, tal
vez, para ayudarles a ustedes a darse cuenta de que son malos.

Dejemos de lado a ese extenso grupo de libros contemporáneos que confunden ciencia y
ficción, o ficción y oratoria. Existen suficientes libros –los grandes libros del pasado y muchos
contemporáneos– que son perfectamente claros en su intención y, por consiguiente, merecen que
los hagamos objeto de una lectura preferente. La primera regla de lectura nos exige que actuemos
con discernimiento. Debería decir la primera regla de la primera lectura. Esta puede definirse así:
ustedes deben saber qué clase de libro están leyendo, y debieran saberlo lo antes posible, con
preferencia antes de comenzar a leer.
128
Deben saber, por ejemplo, si están leyendo ficción: una novela, una obra teatral; épica o
lírica o si es ésta una obra expositiva de alguna índole, un libro que comunique fundamentalmente
conocimientos. Imagínese la confusión de una persona que se afana leyendo una novela, y
suponiendo todo el tiempo que es ésta una plática filosófica; o de una que medita acerca de un
tratado científico como si fuese una obra lírica. No pueden ustedes imaginarlo, porque yo les he
pedido que hagan algo casi imposible. En su mayoría, la gente sabe la clase de libro que va a leer,
antes de comenzarlo. Lo escogieron para leerlo porque era de esa índole. Esto es verdaderamente
cierto en lo que respecta a la distinción esencial en tipos de libros. La gente sabe si desea
diversión o instrucción, y rara vez acude a la fuente equivocada para obtener lo que desea.

Desgraciadamente, hay otras distinciones que no son reconocidas de un modo tan simple y
común. Puesto que hemos excluido por el momento a la literatura imaginativa de nuestra
consideración, nuestro problema en este caso reside en las distinciones subordinadas dentro del
campo de los libros expositorios. No es solo una cuestión de saber qué libros son
fundamentalmente instructivos, sino distinguir cuáles son instructivos de un modo especial. Las
clases de información o ilustración que proporciones una historia y un libro filosófico no son las
mismas. Los problemas tratados en un libro de física y en uno de moral social no son similares, ni
tampoco lo son los métodos que emplean los escritores para solucionar problemas tan diferentes.

No es posible leer libros que difieren así, del mismo modo. No quiero decir que las reglas
de la lectura sean aquí tan radicalmente diferentes, como en el caso de la distinción básica entre
poesía y ciencia. Todos estos libros tienen mucho en común; se ocupan del saber. Pero también
son diferentes, y para leerlos bien debemos leerlos de una manera apropiada a sus diferencias.

Debo confesar que en este punto, me siento como un vendedor que, habiendo acabado de
persuadir al cliente de que el precio no es demasiado elevado, no puede evitar el mencionar el
impuesto a la venta que es adicional. El entusiasmo del cliente comienza a disminuir. El vendedor
vence este obstáculo con algo más de adulación, y luego se ve obligado a decir que no puede hacer
el envío hasta dentro de varias semanas. Si el comprador no lo deja plantado en este momento,
puede considerarse afortunado. Ahora bien, no acabo yo de persuadir a ustedes de que-

129
ciertas distinciones son dignas de ser tenidas en cuenta, cuando tengo que agregar: “Pero hay más
aún”. Espero que ustedes no me abandonarán. Les prometo que alguna vez tendrán fin las
distinciones en tipos de lecturas. El fin está en este capítulo.

Repetiré nuevamente la regla: “ustedes deben saber qué clase de libro (expositorio) están
leyendo, y deberían saberlo lo antes posible en el proceso, con preferencia antes de comenzar a
leerlo”. Todo está en claro excepto la última frase. ¿Cómo, se preguntarán ustedes, puede
pedírsele al lector que sepa que clase de libro está leyendo antes de empezar a leerlo?

Me tomo la libertad de recordar a ustedes que un libro siempre tiene titulo y, más aún, por
lo general tiene un subtitulo, un índice, un prefacio o una introducción del autor. Desdeñare el
panegírico del editor. Después de todo, pudiera ocurrir que tuviesen ustedes que leer un libro que
hubiese perdido su cubierta.

Lo llamado convencionalmente el “asunto fachada”, es, por lo general, suficiente de todos


modos para el fin de la clasificación. El asunto fachada consiste en el título, subtítulo, índice, y
prefacio. Estas son las señales que el autor enarbola para hacerles saber a ustedes de qué lado
sopla el viento, no es culpa suya si ustedes no acceden a detenerse, mirar y escuchar.
– 2–

La cantidad de lectores que no prestan atención a las señales es mayor que lo que ustedes
pudiesen imaginarse, a menos que sean de aquellos que son lo suficientemente honrados para
admitirlo. He tenido experiencia en repetidas oportunidades con estudiantes. Les he preguntado
de qué trataba un libro. Les he pedido que me dijeran, en términos generales, qué clase de libro
era. Este, según he descubierto, es un buen modo, casi un modo indispensable, de comenzar una
discusión.

Muchos estudiantes son incapaces de contestar esta primera y sencillísima pregunta sobre el
libro. A veces Se disculpan diciendo que todavía no han terminado de leerlo, y que por
consiguiente, no lo saben. Esta no es ninguna excusa, señalo yo. ¿Miraron el título? ¿Estudiaron
el índice? ¿Leyeron el prefacio o introducción? No, no lo hicieron. El frente de un libro parece
ser algo semejante al tic-tac de un reloj, algo que sólo se nota cuando no está allí.
130

Una razón por la cual los títulos y prefacios son ignorados por tantos lectores es que ellos no creen
importante el clasificar el libro que leen. No obedecen esta primera regla. Sí trataran de hacerlo,
sentirían gratitud hacia el autor por tratar de ayudarles. Evidentemente, el autor cree que es
importante para el lector el saber qué clase de libro se le ha dado. Este es el motivo por el cual se
toma la molestia de ponerlo bien en claro en el prefacio, y generalmente trata de que su titulo sea
más o menos descriptivo. De este modo, Einstein e Infeid, en su prefacio a La Evolución de la
Física le dicen al lector que esperan de él que sepa “que un libro científico, aunque sea popular, no
debe ser leído del mismo modo que una novela”. También idean, como lo hacen muchos autores,
un índice analítico para aconsejar al lector de antemano acerca de los detalles de su tratamiento.
En cualquier caso, los encabezamientos de los capítulos registrados al comienzo sirven al
propósito de amplificar el significado del título principal.

El lector que ignora todas estas cosas sólo debe culparse a sí mismo si la siguiente
pregunta lo turba: ¿Qué clase de libro es éste? Y va a estar más perplejo aún. Si no puede
contestar esa pregunta, y si nunca se la hace a sí mismo, no va a estar capacitado para preguntar o
responder a una cantidad de otros interrogantes acerca del libro.

Recientemente, Mr. Hutchins y yo estábamos leyendo dos libros junto con una clase de
estudiantes. Uno era de Maquiavelo y el otro de Santo Tomás de Aquíno. En la discusión inicial
Mr.Hutchins preguntó si ambos libros eran de la misma índole. Dio la casualidad de que escogió a
un estudiante que no había terminado de leerlos. Este utilizó este motivo como una excusa para
evitarse la respuesta. "Pero", dijo Mr. Hutchins, "¿qué me dice usted de sus títulos?". El
estudiante había omitido fijarse en que Maquíavelo había escrito sobre El Príncipe, y Santo Tomás
acerca de La Autoridad de los Príncipes. Cuando la palabra "príncipe" fue escrita y subrayada en
el pizarrón, el estudiante se sentía predispuesto a adivinar que ambos libros trataban el mismo
problema.

"¿Pero qué clase de problema es?", insistió Mr. Hutchins. "¿Qué clase de libros son
éstos?": El estudiante creyó ahora ver una salida, e informó que había leído los dos prefacios. "¿Y
en qué le ayuda eso a usted?", preguntó Mr. Hutchins. "Pues bien", dijo el estudiante,
"Maquiavelo escribió su pequeño manual so-
131
bre cómo ser un dictador y salirse con la suya, para Lorenzo de Medicis, y Santo Tomás escribió el
suyo para el rey de Chipre".

No lo interrumpimos en aquel punto para corregir el error de esta afirmación. Santo Tomás
no trataba de ayudar a los tiranos a salirse con la suya. El estudiante había usado sin embargo una
palabra qué casi contestaba la pregunta. Cuando se le preguntó qué palabra era, él no lo sabía.
Cuando le dijeron que ésta era "manual" no comprendió la significación de lo que había dicho. Le
pregunté si sabía en términos generales qué clase de libro era un manual. "¿Era un libro de recetas
culinarias? ¿Era un tratado de moral? ¿Era un libro sobre el arte de escribir poesías?" Contestó
afirmativamente a todas estas preguntas.

Le recordamos que en clase se había establecido una distinción entre libros teóricos y
prácticos. "Oh", dijo, viendo claro súbitamente, "éstos son ambos libros prácticos, libros que
enseñan qué es lo que se "debería" hacer más bien que cuál "es" el caso". Al cabo de otra media
hora, con otros estudiantes inducidos a intervenir en la discusión, conseguimos por ultimo
clasificar a los dos libros como obras "prácticas" sobre "política". El resto del período transcurrió
tratando de descubrir si ambos autores interpretaban a la política del mismo modo y si sus libros
eran igualmente prácticos o prácticos del mismo modo.

Relato esta anécdota no solamente para corroborar mi afirmación sobre el desdén general
hacía los títulos, sino también para aseverar algo más aún. Los títulos más claros del mundo, el
asunto frente más explícito, no les ayudarán a ustedes a clasificar un libro, aunque presten atención
a estas señales, si no tienen ya presentes las amplias líneas de clasificación.

No sabrán en cuál sentido los Elementos de Geometría, de Euclides, y los Principios de


Psicología, de William James, son libros de la misma índole, si no saben que tanto la psicología
como la geometría son ciencias técnicas; ni serán más adelante capaces de distinguirlos, si no
saben que hay diferentes clases de ciencia. De un modo similar, en el caso de la Política, de
Aristóteles, y de La riqueza de las Naciones, de Adan Smith, sólo pueden ustedes discernir cómo
son estos libros semejantes y diferentes si saben qué es un problema práctico, y que son las
diferentes clases de problemas prácticos.

Los títulos facilitan a veces la agrupación de libros. Cualquiera sabría que los Elementos,
de Euclides, la Geometría, de Descartes, y los Fundamentos de la Geometría, de Hilbert, eran

132
tres libros de matemáticas, más o menos relacionados en su asunto tema. Este no es siempre el
caso. Podría no ser fácil deducir por los títulos que la Ciudad de Dios, de San Agustín, el
Lewatán, de Hobbes, y el Contrato Social, de Rousseau, son tratados de política, a pesar de que un
estudio cuidadoso del encabezamiento de sus capítulos revelaría el problema común a estos tres
libros.

No obstante, no es suficiente el agrupar libros como si fuesen de la misma clase. Para


seguir esta primera regla de lectura deben ustedes saber cuál es aquella clase. El título no se lo
dirá, ni todo el resto del asunto frente, ni siquiera el libro entero, algunas veces, si no cuentan con
algunas categorías que puedan aplicar para clasificar libros inteligentemente. En otras palabras,
esta regla tiene que hacérseles a ustedes un poco más inteligible si van a seguirla. Esto sólo puede
lograrse por medio de una breve discusión de las clases principales de libros expositivos.

Tal vez lean ustedes los suplementos literarios semanales. Estos clasifican los libros
recibidos esa semana bajo una serie de encabezamientos, tales como: poesía y ficción o bellas
letras; historia y biografías; filosofía y religión; ciencia y psicología; economía y ciencias sociales;
y por lo general, hay una larga lista bajo el nombre de "misceláneas". Estas categorías son
correctas como aproximaciones burdas, pero no logran establecer algunas distinciones básicas y
asocian libros que deberían estar separados.

No son tan malas como un letrero que he visto en cierta librería, el cual indicaba las
estanterías donde había libros de "filosofía, teosofía, y nuevos pensamientos". No son tan buenas
como el plan corriente de clasificación de bibliotecas, que es más detallado, pero ni aún aquél es
totalmente apropiado a nuestros fines. Necesitamos un plan de clasificación que agrupe libros
teniendo en cuenta los problemas de la lectura, y no tenga por objeto el venderlos o el ponerlos en
estanterías.

Voy a proponer, primero, una distinción mayor, y luego diversas distinciones subordinadas
a la principal. No les molestaré con distinciones carentes de importancia en lo que respecta a la
habilidad de ustedes para la lectura,

–3–

La distinción mayor es la de libros teóricos y prácticos. Todos usan las palabras "teóricos" y
"prácticos". Pero pocos saben qué significan, y menos que nadie, lo sabe el perspicaz hombre
práctico que desconfía de todos los teorizadores, especialmente si forman parte del gobierno. Para
muchos, significa visionario o aun místico, y "práctico" significa algo que actúa, algo que
proporciona una compensación inmediata. Hay algo de cierto en esto. Lo práctico está de algún
modo relacionado con lo que "actúa" en alguna manera de inmediato o a la larga. Lo teórico le
concierne a algo a ser visto o comprendido. Si pulimos la basta verdad que es aquí captada,
llegamos a la distinción entre conocimientos y acción como los dos fines que un escritor puede
haber contemplado.

Pero, dirán ustedes, ¿no tratamos aquí de libros que comunican conocimientos? ¿En qué
interviene la acción? Se olvidan de que la acción inteligente depende de los conocimientos. Estos
pueden ser utilizados de muchas maneras, no sólo para controlar a la naturaleza e inventar útiles
maquinarias sino también para dirigir a la conducta humana y regular las acciones del hombre en
diversos campos de la destreza. Lo que tengo aquí presente está ilustrado por la distinción entre
ciencia pura y aplicada o, como es a veces incorrectamente definida: ciencia y tecnología.

Algunos libros y algunos maestros sólo están interesados en la ciencia en sí, que ellos
tienen que comunicar. Esto no quiere decir que nieguen su utilidad, o que insistan en que la
ciencia es buena "solamente" por sí misma. Simplemente se limitan a una clase de enseñanza, y
dejan la otra clase para los demás. Se preocupan de los problemas de la vida humana que puedan
ser solucionados por la ciencia. Comunican conocimientos, también, pero siempre con un énfasis
sobre su aplicación.
Para hacer que la ciencia sea práctica debemos convertirla en reglas de acción. Debemos pasar del
saber cuál es el caso al saber qué hacer en él si queremos lograr algo. Puedo compendiar esto
recordándoles a ustedes una distinción que ya han conocido en este libro, entre saber "qué" y saber
"como". Los libros teóricos enseñan "que" algo “es" el caso. Los prácticos enseñan "cómo" hacer
algo que ustedes creen que "deberían" hacer.

Este libro es práctico, no teórico. Cualquier "manual", para hacer uso de la expresión del
estudiante, es un libro práctico. Cualquier libro que enseña ya sea lo que ustedes "deberían" hacer
o "cómo hacerlo”, es práctico de este modo pueden ver que la categoría de libros prácticos incluye
todas las exposiciones de artes a ser aprendidas, todos los manuales de práctica en cualquier terre-

134
no, tales como ingeniería o medicina o cocina, y tratados que son convencionalmente clasificados
como de moral, tales como libros sobre problemas económicos, éticos o políticos.

Mencionaré otro ejemplo más de escritura práctica. Una oración –un discurso político o
una exhortación moral– evidentemente trata de comunicar qué es lo que se debería hacer o cómo
se debería sentir acerca de algo. Todo el que escribe prácticamente sobre algo no sólo trata de
aconsejar sino también de que sigan sus consejos. Por consiguiente, en todo tratado mural hay un
elemento de oratoria. Este se halla también presente en libros que tratan de enseñar en arte, a
semejanza de éste. Yo, por ejemplo, he tratado de persuadir a ustedes de que hagan el esfuerzo de
aprender a leer.

Aunque todo libro práctico es algo oratorio —o tal vez, como diríamos hoy en día, realiza
una propaganda— no hace que la oratoria sea coextensíva con-la práctica. Ustedes conocen la
diferencia entre una arenga política y un tratado sobre política, o entre propaganda económica y un
análisis de problemas económicos. El Manifiesto Comunista es un trozo de oratoria, pero El
Capital es mucho más que eso.

A veces es posible descubrir que un libró es práctico a través de su título. Si éste contiene
frases cómo "el arte de", o "cómo hacer", se lo puede localizar de inmediato. Si el título nombra
terrenos que ustedes saben que son prácticos, tales como ciencias económicas o políticas,
ingeniería o negocios, leyes o medicina, podrán fácilmente clasificar los libros.
Hay todavía más huellas a seguir. Una vez le pregunté a un estudiante si podía decir,
juzgando por los títulos, cuál de los dos libros de John Locke era práctico y cuál era teórico. Los
dos títulos eran: Un Ensayo Acerca del Entendimiento Humano y Un Ensayo Sobre el Origen,
Alcance y fin del Gobierno civil, El estudiante había caído en la cuenta por los títulos; dijo que los
problemas gubernamentales eran prácticos y que el análisis del entendimiento era teórico.

Dijo más aún. Dijo que había leído la introducción del libro de Locke sobre
entendimiento, escrita por el autor. En ésta, Locke expresaba que su idea era la de inquirir el
"origen, certeza y alcance de los conocimientos humanos". El estilo de la frase se asemejaba al del
título del libro sobre gobierno, con una importante diferencia. Locke se ocupaba de la "certeza" o
validez de los conocimientos en uno de los casos, y del "fin" del gobier-
135

no en el otro. "Ahora bien", dijo el estudiante, "las preguntas acerca de la validez de algo son
teóricas, mientras que el promover interrogantes acerca del fin de algo, del propósito que sirve, es
práctico".

Aquel estudiante tenía varios modos de captar la clase de libro que estaba leyendo y, debo
agregar, era un lector superior a la mayoría. Hago uso de este ejemplo para- ofrecerles a ustedes
un buen consejo. Encaminen sus primeros esfuerzos para diagnosticar un libro a través de su título
y el resto del asunto principal. Si esto resultase insuficiente deberán depender de los rastros que
hallen en el cuerpo principal del libro. Prestando atención a las palabras y teniendo presentes las
categorías básicas, debieran ser capaces de clasificar un libro sin necesidad de llegar muy lejos en
su lectura.

Un libro práctico pronto delatará su carácter por medio de la aparición frecuente de


palabras tales como "debería", "debiese", "bueno", "malo", "fines", y "medios". La afirmación
característica en un libro práctico es la que dice que algo debería ser hecho; o que éste es él modo
correcto de hacer algo; o que una cosa es mejor que otra como un fin a ser buscado, o como un
medio a ser elegido. Contrastando con esto, un libro teórico dice repetidamente "es” en lugar de
"debería" o "debiese"; trata. de demostrar que algo es verdad, que éstos son los hechos; no que las
cosas serían mejor sí fuesen de otra manera, y que éste es el modo de mejorarlas.
Antes de ocuparnos de la subdivisión de los libros teóricos, me permitiré advertirles a
ustedes del peligro de suponer que el problema es tan sencillo como discernir si están bebiendo té
ó café. Me he limitado a sugerir algunas pistas que pueden ayudarles a hacer estas distinciones.
Cuanto mejor entiendan todo lo que está involucrado en la diferencia entre lo teórico y lo práctico,
más capaces serán de utilizar los rastros a seguir.

Aprenderán a desconfiar de los nombres y, por supuesto, de los títulos. Encontrarán que
aunque la economía sea primordial y habítualmente una materia práctica, existen sin embargo,
libros sobre economía que son puramente teóricos. Encontrarán autores que desconocen la
diferencia entre teoría y práctica, así como hay novelistas que desconocen la diferencia entre
ficción y sociología. Encontrarán libros que aparentan ser en parte de una clase, y en parte de otra,
tales como la Etica, de Spinoza. Sin embargo, queda librado a la capacidad de ustedes como lec
136
tores el descubrir el modo en que el autor encara su problema. A este fin, la distinción entre
teórico y práctico es fundamental.
–4–
Ya conocen ustedes la subdivisión de libros teóricos en historia, ciencias y filosofía.
Todos, con excepción de los profesores de aquellas materias, conocen las diferencias en líneas
generales. Es sólo cuando se trata de refinar lo evidente, y de dar gran precisión a las distinciones,
que se encuentran en dificultades; puesto que yo no deseo que ustedes se encuentren tan
confundidos como los profesores, trataré de "definir" qué es historia, o ciencia o filosofía. Una
aproximación relativa bastará para capacitarnos para distinguir si los libros teóricos que leemos
pertenecen a una u otra clase.

En el caso de la historia, el título, por lo general, da la pauta. Si la palabra "historia" no


aparece en el título, el resto del asunto frente nos informa que éste es un libro sobre algo que
sucedió en el pasado, no necesariamente en la antigüedad, porque esto puede haber sido sólo ayer.
Recuerden al escolar que caracterizaba al estudio de la aritmética por la pregunta a menudo
repetida: "¿Qué cabe en...?" La historia puede ser caracterizada de modo similar por: "¿Qué
sucedió luego?" La historia es el conocimiento de acontecimientos o cosas determinadas .que no
sólo existieron en el pasado sino que sufrieron una serie de cambios en el curso del tiempo. El
historiador relata estos sucesos y a menudo ilustra su narración con algún comentario sobre la
importancia de los acontecimientos, o alguna idea acerca de éstos.

La ciencia no se ocupa del pasado como tal. Trata de asuntos que pueden suceder en
cualquier tiempo o lugar. Todos saben que el hombre de ciencia busca leyes o generalizaciones;
desea averiguar cómo suceden las cosas en la mayoría o en el total de los casos, y no, como el
historiador, cómo sucedieron en el pasado algunas cosas en particular en un tiempo y lugar
determinados.

El título nos capacita para decir si un libro nos ofrece instrucción en ciencias menos
frecuentemente de lo que lo hace en el caso de la historia. La palabra "ciencia" aparece a veces,
pero por lo general se ve el nombre del asunto tema, tal como psicología, o geología, o física.
Luego debemos saber si aquel asunto tema corresponde al hombre de ciencia, como lo hace
claramente la geología, o al filósofo, como la metafísica. La dificultad la
137

ofrecen los casos que no son claros, tales como física y psicología, las cuales han sido reclamadas,
en varias oportunidades, tanto por hombres de ciencia como por filósofos. Hasta por las palabras
"filosofía" y "ciencia" hay desaveniencias, porque han sido usadas de diversos modos. Aristóteles
llamó tratado científico a un libro sobre "Física", aunque según el uso corriente deberíamos
considerarlo filosófico; y Newton tituló a su gran obra Principios Matemáticos de Filosofía
Natural, aunque ésta es para nosotros una de las obras maestras de la ciencia.

La filosofía es como la ciencia y difiere de la historia en que busca verdades generales más
bien que un informe sobre sucesos pasados en particular. Pero el filósofo no formula la misma
índole de preguntas que el hombre de ciencia, ni emplea la misma clase de método para
contestarlas.

Si tienen ustedes interés en proseguir más aún con el tema, les recomiendo que traten de
leer Los Grados del Conocimiento, de Jacques Maritain, el cual ofrece un sensato concepto del
método y del fin de la ciencia moderna, así como una valiosa comprensión del alcance y la
naturaleza de la filosofía. Solamente un escritor contemporáneo puede tratar esta distinción de un
modo adecuado, porque es sólo en las últimas centurias que hemos apreciado completamente qué
está involucrado en el problema de distinguir y relacionar a la filosofía con la ciencia. Y entre los
escritores contemporáneos, Jacques Maritain es una excepción por ser capaz de hacer justicia tanto
a la ciencia como a la filosofía.

Puesto que no es probable que los títulos y los nombres de los asuntos que se tratan nos
ayuden a discernir si un libro es filosófico o científico, ¿cómo podremos saberlo? Tengo un criterio
que ofrecer, el cual creo que tendrá éxito, aunque tengan ustedes que leer una gran parte del libro
antes de que puedan aplicarlo. Si un libro teórico se refiere a cosas que están situadas fuera del
alcance de la rutina diaria normal, es una obra científica.

Ilustraré lo dicho. Las dos Nuevas Ciencias, de Galileo, les exige a ustedes que imaginen,
o que vean ustedes mismos en un laboratorio, el experimento del plano inclinado. La Óptica, de
Newton, se refiere a experiencias en cuartos oscuros con prismas, espejos y rayos de luz
especialmente controlados. La experiencia en particular a la cual alude el autor puede no haber
sido lograda por él en un laboratorio. Ustedes también pueden tener que verse obligados a viajar
por todas partes para obtener esa

138
índole de experiencia; los hechos que Darwin registra en El Origen de las Especies, fueron por él
observados en el transcurso de muchos años de trabajo en el terreno; sin embargo son hechos que
pueden ser –y lo han sido– vueltos a verificar por muchos otros observadores que realizaron un
esfuerzo similar. No son los actos que puedan ser verificados en función de la experiencia diaria
común del hombre corriente.

En contraste, un libro filosófico no apela a hechos a observaciones que estén situados fuera
de la experiencia de, un hombre corriente. Un filósofo remite al lector a su propia, normal y
común experiencia, para la verificación o apoyo de cualquier cosa que él quiera decir. De este
modo el Ensayo Acerca del Entendimiento Humano, de Locke, es una obra filosófica sobre
psicología, mientras que los escritos, de Freud son científicos. Locke logra todo su objeto en
función de la experiencia que tienen ustedes de sus propios procesos mentales. Fread puede lograr
la mayoría de sus objetos sólo con informarles lo que él ha observado bajo las condiciones clínicas
del consultorio del psicoanalista, cosas acerca de las cuales la mayoría de la gente nunca llega a
soñar, o si lo hace, no lo es del modo en que el psicoanalista las contempla.

La distinción que he sugerido es admitida popularmente cuando decimos que la ciencia es


experimental o que depende de esmeradas investigaciones u observaciones, mientras que la
filosofía es, en realidad sólo el acto de pensar sentado en un sillón. El contraste no tiene intención
denigrante. Hay algunos problemas que pueden ser solucionados en un sillón por un hombre que
sabe cómo pensar en ellos a la luz de una experiencia humana y corriente. Hay otros problemas,
por supuesto, que no pueden ser solucionados ni con la dosis máxima de pensamiento en el mejor
sillón. Lo que se necesita es investigación de alguna clase –experimentos o indagaciones en el
terreno– para ampliar la experiencia más allá de la ratina normal diaria; se requiere una
experiencia especial.

No quiero significar que un filósofo sea sólo un pensador y que el hombre de ciencia sea
meramente un observador. Ambos tienen que observar y que pensar pero piensan acerca de
diferentes clases de observaciones. Uno tiene que hacer especialmente las observaciones, bajo
condiciones especiales, etcétera, antes de poder pensar para solucionar el problema. El otro puede
confiar en su experiencia corriente.
139
Esta diferencia en el método siempre se pone de manifiesto en los libros filosóficos y
científicos, y es así como es posible deducir qué clase de libro se está leyendo. Si ustedes notan la
clase de experiencia a que se está haciendo referencia como una condición para entender lo que se
está diciendo, sabrán si el libro es científico o filosófico. Las reglas de lectora extrínseca son más
complicadas en el caso de los libros científicos. Pueden ustedes, en realidad, tener que presenciar
un experimento o ir a un museo, si no pueden hacer uso de la imaginación para idear algo que
nunca hayan observado y que el autor está describiendo como la base para sus más importantes
declaraciones.

No sólo las condiciones extrínsecas para la lectura de libros científicos y filosóficos son
diferentes; también las reglas de lectura intrínseca están sujetas a diferente aplicación en ambos
casos. Los hombres de ciencia y los filósofos no piensan exactamente del mismo modo. Su estilo
para argüir es diferente. Ustedes deben ser capaces de encontrar los términos y proposiciones que
constituyen esta diferente clase de argumentación. Es por esto que reviste tanta importancia el que
sepan la clase de libro que están leyendo.

Lo mismo reza con la historia.


Los enunciados históricos son diferentes de los científicos y de los filosóficos; un
historiador arguye e interpreta los hechos de diferente manera. Más aún, la mayoría de los libros
de historia están escritos en estilo narrativo. Y una narración es una narración, ya sea ésta de
hechos reales o de ficción. El historiador debe escribir poéticamente; con esto quiere significar
que debe obedecer las reglas para contar un buen relato. Las reglas intrínsecas que hay que seguir
para leer un libro de historia son, por lo tanto, más complicadas que para uno de ciencia o de
filosofía, por que hay que combinar la clase de lectura que es apropiada a los libros expositivos
con la clase adecuada a la poesía o a la ficción.
–5–
Hemos descubierto algo interesante en el curso de esta discusión. La historia presenta
complicaciones para la lectura intrínseca, porque combina de un modo singular dos tipos de
lectura. La ciencia presenta complicaciones en la lectura extrínseca, porque requiere que el lector
siga de algún modo el informe de experiencias especiales. No quiero decir con ello que sean éstas
las únicas
140
complicaciones en las lecturas intrínsecas o extrínsecas; luego encontraremos otras. Pero en lo
que a las dos mencionadas se refiere, la filosofía parecería ser la clase de lectura más sencilla.
Sólo lo es en el sentido de que un dominio de las reglas para la lectura de obras expositivas es por
sí mismo más conducente al dominio de los libros filosóficos.

Pueden ustedes objetar a todas estas distinciones sobre distinciones, aduciendo que carecen
de importancia para aquel que desea aprender a leer. Creo que puedo refutar esas objeciones,
aunque esto requiera más argumentos de los que pueda ofrecerles ahora para convencerles
plenamente. En primer lugar, les recordaré que ustedes han admitido la razón para distinguir entre
poesía y ciencia. Comprendieron que no es posible leer obras de ficción y de geometría del mismo
modo. Las mismas reglas no regirán a ambas clases de libros, ni actuarán de la misma manera
para con diferentes clases de libros instructivos, tales como obras de historia y de filosofía.
En segundo lugar, llamare la atención de ustedes sobre un hecho evidente. Si ustedes
entrasen en un aula en la cual un maestro estuviese conferenciando o instruyendo a sus alumnos de
cualquier otro modo, podrían discernir muy rápidamente, creo yo, si la clase era sobre historia,
ciencias, o filosofía. Habría algo en el modo de actuar del maestro, en la clase de palabras que
usase, el tipo de argumentos que emplease, la índole de los problemas que propusiese, que lo
delataría como perteneciente a un departamento de enseñanza o a otro. Y establecería una gran
diferencia para ustedes el saber esto, si es que estuviesen dispuestos a escuchar inteligentemente lo
que iba a decirse. Afortunadamente, la mayoría de nosotros no somos tan torpes como el
muchacho que asistió durante medio semestre a una clase de filosofía sin saber que el curso de
historia, para el cual él se había inscripto, se dictaba en otra parte.

Abreviando, los métodos para enseñar las diferentes clases de asuntos temas son
diferentes. Cualquier maestro lo sabe. A causa de la diferencia en el método y en el asunto tema,
el filósofo encuentra, por lo general, más fácil el enseñar a estudiantes que no han sido
previamente instruidos por sus colegas, mientras que el hombre de ciencia prefiere al estudiante a
quien sus colegas ya han preparado. Los filósofos, por lo común, encuentran más difícil enseñarse
entre sí que los hombres de ciencia; menciono estos hechos bien conocidos para indicar qué es lo
que quiero sig-

141
níficar por la inevitable diferencia al enseñar filosofía y ciencia.

Ahora bien, sí hay una diferencia en el arte de enseñar, en los diversos terrenos, debe haber
una diferencia recíproca en el arte de ser enseñado. La actividad del estudiante debe de algún
modo corresponder a la actividad del instructor. La relación entre los libros y sus lecturas es la
misma que aquélla entre los maestros vivientes y sus alumnos. Por consiguiente, como los libros
difieren en las clases de conocimientos que tienen que comunicar, estos proceden a instruirnos
diferentemente; y, si pensamos seguirlos, debemos aprender a leer cada clase de una manera
apropiada.

Habiéndome tomado toda la molestia de dedicar este capítulo a lograr mi objeto, ahora voy
a abandonarlos. O, tal vez, les sirva a ustedes de alivio el saber que en los próximos capítulos que
tratan de las restantes reglas sobre la lectura, voy a ocuparme de todos los libros que comunican
conocimientos, y los que leemos para obtener información e ilustración, como si fuesen de la
misma clase. Son de la misma clase "en el modo más general"; son todos más expositivos que
poéticos. Y es necesario presentarles a ustedes estas reglas, primero en el modo más general, antes
de calificarlas para su aplicación en las clases subordinadas de la literatura expositiva.

Las clasificaciones sólo serán inteligibles cuando ustedes hayan captado las reglas en
general. Por lo tanto, trataré de posponer cualquier discusión más detallada de las clases
subordinadas hasta el capítulo catorce. A esta altura ya habrán ustedes estudiado todas las reglas
de la lectura y comprendido algo de su aplicación a cualquier clase de libro que comunique
conocimientos. Entonces será posible sugerir cómo las distinciones que hemos hecho en este
capítulo requieren las calificaciones en las reglas.

Cuando hayan ustedes concluido podrán ver, mejor de lo que lo hacen ahora, por qué esta
primera regla de la primera lectura de cualquier libro consiste en saber qué clase de libro es.
Espero que lo hagan, porque estoy seguro de que el lector experto es un hombre de un grande y
exquisito discernimiento.
CAPÍTULO IX
EXAMINANDO EL ESQUELETO

Todo libro tiene un esqueleto oculto entre sus tapas. La tarea de ustedes es encontrarlo; un libro
llega a ustedes con carne sobres sus huesos desnudos y ropas sobre su carne. Está totalmente
vestido de etiqueta. No voy a pedirles que sean descorteses o crueles. No tienen que desvestirlo
ni arrancar la carne de sus miembros para llegar a la firme estructura que yace bajo la suave
superficie. Pero deben leer el libro con rayos X, pues es una parte esencial de la primera
comprensión de cualquier libro el captar su estructura.

Ustedes saben cuán violentamente se oponen algunas personas a la vivisección. Hay otras
que sienten lo mismo hacia un análisis de cualquier índole. Sencillamente les disgusta que las
cosas sean desarmadas, aun cuando el único instrumento usado para seccionar sea la mente. Por
alguna razón sienten que algo está siendo destruido por el análisis; esto es particularmente cierto
en el caso de las obras de arte. Si ustedes tratan de mostrarles la estructura interior, la articulación
de las partes, el modo en que las coyunturas encajan, reaccionan como si ustedes hubiesen
asesinado al poema o a la pieza de música.

Es por esto que he usado la metáfora de los rayos X. No se le causa daño alguno al
organismo viviente iluminando su esqueleto; el paciente no llega siquiera a sentir como si su
intimidad hubiese sido violada. Sin embargo el médico ha descubierto la disposición de las partes;
tiene un mapa visible de todo plan; tienen un plano básico de arquitecto. Nadie duda de la utilidad
de tales conocimientos para ayudar a las más amplias operaciones en el organismo viviente.

Pues bien, de la misma manera pueden ustedes penetrar bajo la superficie móvil de un libro
y llegar a su rígido esqueleto. Pueden ver cómo tienen cohesión, y la cuerda que las une formando
un todo. Pueden hacer esto sin menoscabar en lo más mínimo la vitalidad del libro que están
leyendo; no deben temer que el títere quede destrozado, y que nunca sea posible reconstruirlo. El
143
todo puede seguir animado mientras ustedes procedan a descubrir qué es lo que hace mover al
mecanismo.

Cuando era estudiante tuve una aventura que me enseñó esta lección. A semejanza de
otros muchachos de mi edad, yo creía que podía escribir poesía lírica; hasta puedo haber llegado a
pensar que era poeta. Tal vez es por esto que reaccioné tan violentamente contra un maestro de
literatura inglesa, que insistió en que nosotros fuésemos capaces de afirmar la unidad de todos los
poemas en una frase única, y que luego diésemos un prosaico catálogo de su contenido por medio
de una ordenada enumeración de todas sus partes subordinadas.

Hacer esto con el Adonaís de Shelley o con una oda de Keats me parecía poco menos que
robo y mutilación criminal. Cuando tal carnicería realizada a sangre fría estuviese terminada, toda
la “poesía” habría desaparecido. Pero llevé a cabo la tarea que se m e había encomendado y, luego
de un año de análisis, descubrí que pensaba de otra manera. Un poema no se destruía con tal
táctica para su lectura; por lo contrario, el mayor discernimiento que resultaba parecía hacer que el
poema se asemejase más a un organismo vital. En lugar de ser un inefable trazo confuso, peste se
movía ante uno con la gracia y proporción de un ser humano.

Esta fue mi primera lección de lectura. De ellas aprendí dos reglas que son la segunda y la
tercera reglas para la primera lectura de cualquier libro. Digo “cualquier libro”. Estas reglas son
aplicables tanto a la ciencia como a la poesía, y a cualquier índole de obra expositiva. Su
aplicación será, por supuesto, algo diferente, según la clase de libro en que se unen. La unidad de
una novela no es la misma que la unidad de un tratado de política; ni son las partes de la misma
clase, u ordenadas del mismo modo. Pero todo libro digno de ser leído tiene una unidad y una
organización de partes. Un libro que no las tuviese sería una confusión relativamente ilegible, tal
como lo son los malos libros.

–2–
Voy a enunciar estas dos reglas todo lo más sencillamente que me sea posible. Luego
Las explicaré e ilustraré. (La primera regla, que discutimos en el capítulo anterior, era:
“Clasificar el libro según la clase y el asunto tema”)
La segunda regla digo “segunda” porque deseo mantener
144
la numeración de las cuatro reglas que comprenden el primer modo de leer– puede ser expresada
como sigue: “Enunciar la unidad de todo libro en una sola frase, o cuando más en varias frases”
(un breve párrafo).

Esto significa que ustedes deben poder decir acerca de qué es el todo, lo más concisamente
que puedan. Decir cuál es el tema del libro no es lo mismo que decir qué clase de libro es. La
palabra “acerca” de qué tema, puede en este caso inducir a error, en un sentido, un libro es
“acerca” de un cierto tipo de asunto tema el cual trata de un cierto modo. Si ustedes saben esto,
saben qué “clase” de libro es. Pero hay otro sentido tal vez más familiar de la palabra “acerca”.
Preguntamos a una persona acerca de qué se preocupa, qué está haciendo. Así podemos especular
sobre qué es lo que el autor está tratando de hacer. El descubrir “acerca” de qué trata un libro en
este sentido es descubrir su “tema” o “punto” principal.

Todos según creo, admitirán que un libro es una obra de arte. Más aún, estarán de acuerdo
conmigo en que en la medida en que éste sea bueno, como libro y como obra de arte, tiene una
más perfecta y penetrante unidad. Saben que esto es cierto en lo que respecta a la música y a la
pintura, a las novelas y a las obras de teatro. No es menos cierto en lo referente a los libros que
comunican conocimientos; pero no es suficiente reconocer este hecho vagamente; la unidad debe
ser captada con certeza. Deben ustedes ser capaces de discernir por ustedes mismos o para
cualquier otra persona qué es la unidad, y expresarlo concisamente. No se satisfagan con “sentir la
unidad” que no pueden expresar. El estudiante que dice “Sé qué es, pero no puedo decirlo” , no
engaña a nadie, ni siquiera a sí mismo.

La tercera regla puede ser expresada como sigue: “Exponer las partes principales del libro,
y demostrar cómo están organizadas para formar un todo al ser coordinadas entre sí y con la
unidad del todo”:
La razón para esta regla debería ser obvia. Si una obra de arte fuera absolutamente simple,
por supuesto no tendría partes, pero éste no es el caso. Ninguna de las cosas físicas sensibles que
el hombre conoce es simple en este modo absoluto; no lo es ninguna producción humana. Todas
son unidades complejas. Ustedes no han captado una unidad compleja si todo lo que saben acerca
de ella es cómo es una; deben saber también cómo son muchas, no un mucho que consiste en una
cantidad de cosas separadas.
145
sino un mucho organizado. Si las partes no estuvieran orgánicamente relacionadas el todo que
ellas formasen no sería uno. Hablando estrictamente, no habría todo en absoluto, sino sólo una
colección.

Ustedes saben la diferencia entre un montón de ladrillos, por un lado, y la casa individual
que éstos pueden formar, por el otro. Saben la diferencia entre una casa y una colección de casas.
Un libro es como una casa; es una mansión de muchas habitaciones de diferentes perspectivas,
habitaciones con diferentes funciones a realizar. Estas habitaciones son en parte, independientes;
cada una tiene su propia estructura y decoración interior, pero no son absolutamente
independientes y separadas; están unidas por puertas y arcadas, por corredores y escaleras.

Porque están unidas, la función parcial que realiza cada una contribuye con su parte a la
utilidad de toda la casa. De otra manera la casa no sería genuinamente habitable.

La analogía arquitectónica es casi perfecta. Un buen libro como una buena casa, es un
ordenado arreglo de partes; cada parte principal goza de una cierta dosis de independencia. Como
veremos, puede tener una estructura interior propia; pero también debe estar unida a las otras
partes esto es, relacionada funcionalmente con ellas puesto que de otro modo no podría contribuir
con su parte a la comprensibilidad del todo.

Así como las cosas son más o menos habitables, del mismo modo los libros son
más o menos legibles. El libro más legible es una proeza arquitectónica realizada por el autor.
Los mejores libros son aquellos que tienen la estructura más inteligible y, podría agregar, más
clara; aunque son por lo general más complejos que los libros más inferiores, su mayor
complejidad es, por alguna razón, también una mayor simplicidad, porque sus partes están mejor
organizadas, más unificadas.

Esta es una de las razones por las cuales los grandes libros son más legibles. Las obras
menores son, en realidad, más fastidiosas para leerlas; sin embargo, para leerlas bien esto es, todo
lo bien que puedan ser leídas deben ustedes tratar de descubrir algún plan de ellas. Habrían sido
mejores si el autor mismo hubiese vista el plan algo más claramente. Pero si es que tienen alguna
cohesión, si son una unidad compleja hasta cierto punto, debe haber un plan y debe ustedes
encontrarlo.
146
–3–
Volveré ahora a la segunda regla que exige que ustedes expongan la unidad. Algunas
ilustraciones de esta regla en acción pueden guiarles para ponerla en práctica. Comienzo con un
caso famoso. Muchos de ustedes han leído, probablemente. La Odisea de Homero, en la escuela.
Indudablemente, la mayoría conoce la historia de Ulises, el hombre que tardó diez años en regresar
del sitio de Troya, y que encontró a su fiel esposa Penélope asediada por pretendientes. En ésta
una narración detallada, según la relata Homero, llena de emocionantes aventuras en mar y en
tierra, repleta de episodios de toda índole y con muchas complicaciones en su trama. Como es un
buen relato, tiene una sola unidad de acción, un hilo principal en su argumento, que une a todo.

Aristóteles, en su Poética, insiste en que ésta es la característica de toda buena narración,


novel u obra teatral. Para apoyar su teoría, demuestra cómo la unidad de la Odisea puede ser
compendiada en pocas frases:

Cierto hombre está ausente muchos años de su hogar: es vigilado celosamente por Neptuno,
y dejado abandonado. Mientras tanto, su hogar se halla en lamentables condiciones: los
pretendientes están disipando sus bienes y conspirando contra su hijo. Finalmente, arrojado por la
tempestad, llega; se da a conocer a ciertas personas; ataca a los pretendientes con su propia mano,
y se salva mientras los aniquila.

“Esta”, dice Aristóteles, “es la esencia del argumento; el resto es digresión”


Luego de conocer el argumento de este modo, y por medio de éste la unidad de toda la
narración pueden ustedes poner las partes en sus correspondientes lugares. Puede resultarles un
buen ejercicio el probar esto con algunas novelas que hayan leído. Pruébenlo con algunas novelas
grandes, tales como Tom Jones o Crimen y Castigo o el moderno Ulises. Una vez, durante una
visita de Mr. Clifton Fadiman a Chicago, Mr. Hutchins y yo le pedimos que presidiera nuestra
clase en la discusión del Tom Jones de Fielding. Este redujo el argumento a la fórmula familiar:
un muchacho conoce una chica, el muchacho desea la chica, y la obtiene. Esta es la trama de toda
novela. La clase aprendió qué significa decir que hay sólo un corto número de
147
argumentos en el mundo; la diferencia entre ficción buena y mala que tenga el mimo argumento
esencial reside en lo que el autor haga con éste, en cómo vista de etiqueta a los huesos desnudos.

Otro ejemplo uno más apropiado porque es a propósito de obras que no son de ficción:
tenemos los primeros seis capítulos de este libro. Espero que a esta altura ya los hayan leído una
vez. Tratándolos “como si fuesen” un conjunto completo, ¿pueden ustedes enunciar su unidad? Si
a mí me pidieran que lo hiciese, lo haría del siguiente modo: este libro trata de la naturaleza de la
lectura en general, de las diversas clases de lectura, y la relación del arte de leer con el arte de ser
enseñado dentro y fuera de la escuela. Considera, por lo tanto, las graves consecuencias del
descuido de la lectura en la educación contemporánea, sugiriendo como una solución que los
libros pueden sustituir a los maestros vivientes si las personas se ayudan a sí mismas a aprender a
leer. He aquí la unidad, tal como yo la veo, definida en dos frases. Titubeo antes de pedirles que
relean los primeros seis capítulos para verificar la exactitud de mi aserto.

Algunas veces un autor les dice a ustedes bondadosamente, en la portada, cuál es la


unidad. En el siglo dieciocho los escritores tenían el hábito de idear títulos detallados que decían
al lector cuál era el tema de todo el libro. He aquí un título de Jeremy Collier, un teólogo inglés,
que atacaba la obscenidad del drama de la Restauración con mucha más cultura que la empleada
recientemente por la Liga de Moralidad para atacar las películas cinematográficas: “Una breve
opinión sobre la inmoralidad y profanidad de la escena inglesa, junto con el sentido de antigüedad
sobre este argumento”. De esto pueden deducir que Collier ofrece muchos flagrantes ejemplos de
abusos contra la moral pública y que va a apoyar su protesta citando textos de aquellos que, en la
antigüedad, argüían, como lo hacía Platón, que las tablas corrompen a la juventud, o, como lo
dijeron los primeros Padres de la Iglesia, que las obras teatrales son seducciones de la carne y del
demonio.

A veces el autor dice que la unidad de su proyecto está en su prefacio. En este respecto,
los libros expositivos difieren radicalmente de los de ficción. Un escritor científico o filosófico no
tiene ningún motivo para mantener el suspenso. En realidad, cuanto menos en suspenso mantenga
a ustedes un autor, más probable será que puedan mantener el esfuerzo de leerlo íntegramente. A
semejanza de un cuento en un periódico, un libro expo–
148
sitivo puede compendiarse a sí mismo en su primer párrafo.

No tengan reparos en aceptar la ayuda del autor si éste la ofrece, pero no se fíen demasiado
completamente en lo que dice en el prefacio. Los proyectos mejor enunciados de los autores,
como “los de otras ratas y hombres” suelen tomar el mal camino. Guíense algo por el prospecto
que les da el autor, pero recuerden siempre que la obligación de encontrar la unidad corresponde al
lector, tanto como la de tenerla corresponde al escritor. Sólo pueden ustedes cumplir con esa
obligación honestamente, leyendo el libro entero.

El párrafo inicial de la historia de la guerra entre griegos y personas, de Herodoto, ofrece


un excelente sumario del todo; dice así:
Estas son las investigaciones de Herodoto de Halicarnaso, con el objeto de que los actos de
los hombres no sean borrados por el tiempo ni las grandiosas y maravillosas proezas llevadas a
cabo por los griegos y bárbaros sean privadas de renombre; y por lo demás, por qué causa se
hicieron la guerra los unos a los otros.

Este es un buen comienzo para ustedes, como lectores; les dice sucintamente de qué trata el
libro entero.

Pero mejor será que no se detenga aquí; luego de haber leído las nueve partes,
probablemente les parecerá necesario detallar aquel enunciado para hacerles justicia al todo.
Pueden desear mencionar a los reyes persas Ciro, Darío, y Jerjes, los héroes griegos de Salamina y
las Termópilas, y los sucesos principales el cruce del Helesponto y las batallas decisivas de esa
guerra.

Todo el resto de los detalles fascinantes, con los cuales Herodoto los prepara a ustedes de
un modo exquisito para llegar a esta culminación, pueden ser omitidos en el argumento. Tengan
en cuenta, en este caso, que la unidad de una historia es un solo hilo de trama, muy parecido a lo
que sucede con los libros de ficción. Esto es parte de lo que quise significar en el capítulo anterior
al decir que la historia es una amalgama de ciencia y poesía. En lo que respecta a la unidad, esta
regla de la lectura provoca la misma clase de respuesta en historia y en ficción. Pero hay otras
reglas de lectura que requieren la misma clase de análisis en historia que en ciencia y en filosofía.

Unos pocos ejemplos más bastarán. Primero encararé un libro práctico. La Ética de
Aristóteles es un estudio de la naturaleza de la felicidad humana, y un análisis de las condiciones
149
bajo las cuales la felicidad puede ser ganada o perdida, con una indicación de cómo debe ser la
conducta de los hombres y cómo deben pensar llegar a ser felices o para evitar la desdicha
acentuando la importancia, en especial, del cultivo de las virtudes morales e intelectuales, aunque
también reconocen otros bienes necesarios, tales como salud, riqueza, amigos, y una sociedad justa
en qué vivir.

Otro libro práctico es la Riqueza de las Naciones de Adam Smith. En este caso el lector es
ayudado por la propia enunciación del autor del “plan de la obra” justo al comenzar ésta. Pero
esto ocupa varias páginas. La unidad puede ser más brevemente expuesta como sigue: “Este es
un estudio de las fuentes de riqueza nacional en cualquier economía, la cual está edificada sobre
una división de labor, considerando la relación de los salarios, trabajo pagado, los beneficios
devueltos al capital, y la renta debida al terrateniente, como los factores primordiales en el precio
de los artículos de primera necesidad. Discute los diversos modos en los que el capital puede ser
más o menos ventajosamente empleado y relaciona el origen y uso del dinero con la acumulación
y empleo del capital. Examinando el desenvolvimiento de la opulencia en diferentes naciones y
bajo diferentes condiciones, compara los diversos sistemas de economía política y aboga por los
beneficios del libre intercambio. Si un lector entendiese así la unidad de la Riqueza de las
Naciones, y del mimo modo a El capital de Carlos Marx, se hallaría muy en camino de ver la
relación entre dos de los libros más influyentes de los tiempos modernos”

El Origen de las Especies de Darwin, nos ofrecería un buen ejemplo de la unidad de un


libro teórico de ciencia. Lo expondría así: “Este es un informe de la variación de seres vivientes
durante el curso de innumerables generaciones y el modo por el cual dicha variación tiene como
resultado nuevas agrupaciones de plantas y animales; trata de la variabilidad de los animales
domésticos, y de ésta, bajo condiciones naturales, demostrando cómo factores tales como la lucha
por la existencia y la selección natural, actúan para acusar y mantener tales agrupaciones; sostiene
que las especies no son grupos fijos e inmutables, sino que son sólo variedades en transición de
una posición relativa menos definida a una más definida, apoyando este argumento con pruebas de
animales extintos encontrados en la corteza de la tierra, de la distribución geográfica de las cosas
vivientes, y de la embriología y anatomía comparativa”. Esto puede parecerles a ustedes un
bocado muy
150
grande, pero el libro lo era mucho mayor aún para ser tragado en el siglo diecinueve.

Por último, tomaré el Ensayo sobre el Entendimiento Humano de Locke, como un libro
teórico de filosofía. Tal vez recuerden que en el último capítulo locke mismo compendiaba su
obra diciendo que era “un estudio del origen, certeza y alcance del saber humano junto con las
bases y grados de creencia, opinión y asenso”. No discutiría una enunciación de proyectos tan
excelente hecha por el autor, excepto para agregar dos calificaciones subordinadas para hacer
justicia a las partes primera y tercera del ensayo; se probará, diría yo, que no hay ideas innatas sino
que todo el saber humano es adquirido por medio de la experiencia; y el idioma será discutido
como un medio para expresar el pensamiento, sus usos adecuados y la indicación de los abusos
más comunes.

Hay dos cosas que deseo que ustedes observen antes de que prosigamos. La primera es
cuán frecuentemente pueden esperar del autor, en especial de uno bueno, que les ayude a enunciar
el plan del libro. Pese a esto, la mayoría de los estudiantes se hallan casi desconcertados cuando
se les pide que digan brevemente acerca de qué es el libro. En parte puede deberse a su falta de
capacidad general para decir frases concisas en inglés. En parte a su descuido de esta regla de
lectura; pero esto indica evidentemente que les prestan tan poca atención a las palabras proemiales
del autor como a su título. No creo incurrir en una conclusión precipitada al decir que lo que se
aplica a los estudiantes en la escuela reza también con la mayoría de los lectores en cualquier
método de vida. Los lectores de esta índole, si pueden ser así llamados, parecen desear que un
libro siga siendo lo que, según William James, es el mundo para un bebé: una enorme, hartante y
zumbadora confusión
El segundo punto es un alegato que hago yo en defensa propia. Por favor, no tomen a los
sumarios de muestra que les he dado como si yo quisiese que, en cada caso, fuesen una
formulación definitiva y absoluta de la unidad del libro. Una unidad pueden ser diversamente
enunciada; no existe un criterio sencillo del bien y del mal en este asunto. Una exposición es
mejor que otra, por supuesto en la proporción en que ésta sea de breve, exacta y amplia. Pero
exposiciones completamente diferentes pueden ser igualmente buenas, o igualmente malas.

A menudo he enunciado la unidad de un libro de un modo


151
totalmente distinto de cómo la expresó el autor, y esto sin presentarle mis excusas. Del mismo
modo pueden ustedes diferir conmigo; después de todo, un libro es algo diferente para cada lector.
No me sorprendería que aquella diferencia se expresase a sí misma en el modo en que el lector
enunciase su unidad. Esto no quiere significar que todo sea admisible. Aunque los lectores sean
diferentes, el libro es el mismo y puede haber un control objetivo de la exactitud y fidelidad de los
enunciados que cualquiera haga acerca de él.
–4–
Ahora podemos dirigirnos a la otra regla estructural, la regla que nos exige que
expongamos las partes principales del libro en su orden y relación. Esta tercera regla está
íntimamente relacionada con la segunda que acabamos de discutir. Tal vez ya hayan ustedes visto
cómo una unidad bien enunciada indica las partes principales que forman el todo. No es posible
comprender un todo sin ver de algún modo sus partes; pero también es cierto que sólo captando la
organización de sus partes es posible conocer y comprender el todo.

Por lo tanto, pueden ustedes preguntarse por qué he hecho aquí dos reglas en lugar de una.
Es, fundamentalmente, un asunto de comodidad. Es más fácil captar una estructura compleja y
unificada, en dos pasos que en uno. La segunda regla atrae la atención de ustedes hacia la unidad,
y la tercera hacia la complejidad de un libro. Hay otra razón para esta separación; las partes
principales de un libro pueden verse en el momento en que ustedes capten su unidad. Pero estas
partes son, por lo general, complejas en sí mimas y tienen una estructura interior que deben ver.
De aquí que la tercera regla implique algo más que una enumeración de las partes. Significa tratar
las partes como si fuesen conjuntos, subordinados cada una con una unidad y una complejidad
propias.
Puedo transcribir la fórmula para actuar según esta tercera regla. Porque es ésta una
fórmula, puede guiarles a ustedes de un modo general. Según la segunda regla, recordarán
ustedes, teníamos que decir: el libro entero es acerca de esto y aquello, y tal y cual cosa. Hecho
esto, podemos proseguir como sigue: (1) el autor desarrolló su plan en cinco partes principales, de
las cuales la primera parte es acerca de esto y aquello, la segunda es acerca de tal y cual cosa, la
tercera acerca de esto, la cuarta acerca de
152
aquello, y la quinta es todavía acerca de otra cosa más.(2) La primera de estas partes principales
está dividida en tres secciones, de las cuales la primera considera a X, la segunda a Y, y la tercera a
Z. Cada una de las partes principales está dividida de modo similar. (3) En la primera sección de
la primera parte el autor establece cuatro puntos, de los cuales el primero es A, el segundo B, el
tercero C, y el cuarto D. Cada una de las otras secciones es igualmente analizada, y esto se hace
con cada una de las secciones de cada una de las otras partes principales.
¿Es esto aterrador? Ya veo por qué puede serlo; ustedes dirán: “¿Hacer todo esto, y en la
que es sólo la primera lectura de un libro? Llevaría toda una vida leer un libro de esta manera”. Si
ustedes lo creen así puedo ver que todas mis advertencias no han surtido ningún efecto. Expuestas
de este modo por medio de una fórmula fría y exigente, las reglas parecen demandarles a ustedes
una tarea casi imposible de llevar a cabo. Pero han olvidado que el buen lector hace esto
habitualmente y por consiguiente con facilidad y naturalidad. Tal vez no lo escriba, quizá ni
siquiera cuando lo lee lo aclare verbalmente; pero sí se le pidiese un informe sobre la estructura de
un libro, haría algo aproximado a la fórmula que he sugerido.

La palabra “aproximación” debería disminuir la inquietud de ustedes. Una buena regla


siempre describe la actuación ideal; pero un hombre puede ser muy hábil en un arte sin ser el
artista ideal; puede ejercer bien una profesión si solamente se aproxima a la regla. He anunciado
aquí la regla para el caso ideal; estaría satisfecho y lo mismo lo estarán ustedes mismos, si
lograsen una relativa aproximación a lo que es requerido. Aun cuando obtengan más práctica no
desearán leer todos los libros con el mismo grado de esfuerzo; no encontrarán provecho el gastar
toda la habilidad que posean en ciertos libros.
He tratado de ofrecer una aproximación exacta a los requerimientos de esta regla en el caso
de, relativamente, pocos libros en otros casos, vale decir en la mayor parte de ellos, me satisfaré
con tener noción relativamente aproximada de la estructura del libro. Encontrarán, como yo lo he
hecho, que el grado de aproximación que ustedes deseen alcanzar varía con el carácter del libro y
el fin que persigan al leerlo. Prescindiendo de esta variabilidad, la regla permanece inmutable;
ustedes deben saber seguirla, ya sea que la sigan exacta y estrictamente, o sólo de un modo
superficial.
153
El aspecto prohibitivo de la fórmula para enunciar el orden y la relación de las partes
pueden ser algo atenuado por medio de algunos ejemplos de la regla en acción.
Desgraciadamente, es más difícil de ilustrar esta regla que la otra que enuncia la unidad. Una
unidad, después de todo, puede ser expuesta en una frase o dos, cuando más aún en un párrafo.
Pero en el caso de cualquier libro grande y complejo, una relación cuidadosa y adecuada de las
partes, y sus partes y las partes de “sus” partes hasta las unidades estructurales menores, ocuparán
por escrito muchísimas páginas.

Algunos de los más grandes comentarios medioevales sobre las obras de Aristóteles son
más extensos que los originales. Naturalmente, incluyen algo más que un análisis estructural,
puesto que acometen la tarea de interpretar al autor frase por frase. Lo mismo reza con ciertos
comentarios modernos, tales como los más grandes de La Crítica de la Razón Pura, de Kant.
Sugiero que ustedes hojeen un comentario de esta índole si desean ver esta regla seguida a la
perfección. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, comienza cada sección de su comentario con un
hermoso bosquejo de los conceptos de Aristóteles en aquella parte de su obra: y siempre dice con
claridad cómo esa parte encaja en la estructura del conjunto, especialmente en relación a las partes
que vienen antes y después.

Pensándolo bien, tal vez no deban ustedes leer los comentarios magistrales. Un
principiante en la lectura podría sentirse deprimido por su perfección; podría sentirse como el
novato alpinista se siente al pie del “Jungfrau”. Un ejemplo mediocre y breve de análisis que yo
les ofrezca puede resultarles más animador, aunque por cierto los eleve menos. Es muy bueno
enganchar el coche a una estrella, pero es mejor comprobar antes de empuñar la dirección que está
bien lubricado.
–5–
Existe otra dificultad para ilustra esta regla. Debo elegir algo de lo que pueda estar
relativamente seguro de que la mayoría de ustedes lo haya leído. De otra manera no podrían
derivar mayores beneficios del análisis muestra como guía. Para comenzar por consiguiente,
tomaré nuevamente los seis primeros capítulos de este libro. Debo advertirles de inmediato que
éste no es un libro muy bueno. Su autor no tiene lo que yo llamaría una gran
154
mentalidad. El libro tiene una estructura muy floja; las divisiones de sus capítulos no
corresponden a las divisiones básicas de todo el tratamiento. Y dentro de los capítulos la
progresión de puntos es a menudo desordenada e interrumpida por divagaciones. Pueden ustedes
haber creído que era un libro fácil de leer, pero el análisis probará que en realidad, no es muy
legible.

He aquí un análisis de los primeros seis capítulos, abarcando a la Primera parte, tratado
Como un todo.
1. – Este libro (parte I) está dividido en tres partes principales:
A. – La primera trata de la naturaleza y clases de lectura, el sitio que ocupa la lectura
en la educación
B. – La segunda trata del fracaso de la educación contemporánea con respecto a la lectura.
C. – La tercera trata de demostrar cómo la situación educacional contemporánea puede ser
remediada.
2. – La primera parte (A) está dividida en las secciones siguientes:
a. – Una primera se ocupa de las variedades y grados de la capacidad para leer.
b. – Una segunda se ocupa de las distinciones principales.
c. – Una tercera se ocupa de la distinción, en la lectura como instrucción, entre información
y entendimiento.
d. – Una cuarta se ocupa de la relación entre esta última distinción con una entre lectura activa y
pasiva.
e. – Una quinta define la clase de lectura a ser discutida como la recepción de comunicaciones que
impliquen conocimiento.
f. – Una sexta que relaciona a la lectura con el aprendizaje, al distinguir entre aprendizaje por
descubrimiento y aprendizaje por instrucción;
g. – Una séptima que trata de la relación entre libros y maestros, distinguiéndolos como muertos y
vivos, y demuestra que leer es aprender de maestros muertos;
h. – Una octava que distingue entre maestros primarios y secundarios, vivos, y muertos, y define a
los grandes libros como comunicaciones originales, y por consiguiente maestros primarios.

La segunda parte (B) está dividida en las siguientes secciones:


155
a. – Una primera en la cual son enumeradas varias pruebas, citando el autor su experiencia
personal en lo que a la falta de capacidad para leer de los estudiantes se refiere;
b. – Una segunda en la que es discutida la relación de la lectura con otras habilidades tales como la
escritura y la oratoria con respecto a los defectos educacionales corrientes;
c. – Una tercera en la cual son enunciados los resultados de las medidas educacionales científicas
demostrando la falta de estas habilidades en los graduados en nuestras escuelas;
d. – Una cuarta en la cual se ofrecen otras pruebas, especialmente de editores de libros,
corroborando estos descubrimientos;
e. – Una quinta en la cual se trata de explicar el porqué del fracaso de las escuelas.
La tercera parte (C ) está dividida en las siguientes secciones:
a. – Una primera en la cual se demuestra que cualquier arte o habilidad pueden ser adquiridos por
aquellos que los practiquen según las reglas;
b. – Una segunda en la cual se indica cómo podría adquirirse el hábito de leer en el caso de
aquellos que no aprendieron a hacerlo en la escuela;
c. – Una tercera en la cual se sugiere que, al aprender a leer, la gente puede compensar los defectos
de su educación;
d.– Una cuarta en la cual se expresa la esperanza de que la gente, en general, comprendiese lo que
debería ser una educación, por medio del aprendizaje de la lectura y por medio de la lectura
misma, y tomara serias medidas para reformar el fracaso sistema escolar.
3. – En la primera sección de la primera parte de lee lo siguiente:
(1)Que los lectores de este libro deben ser capaces de leer en un sentido, aunque tal vez no en otro.
(2)Que las personas difieren en su habilidad para leer, tanto según sus dotes naturales como según
sus privilegios educacionales;
(3)Que la mayoría de la gente no sabe qué está involucrado en el arte de la lectura.
Y así sucesivamente.
Me detengo aquí porque podrán ver cuántas páginas llevaría si realizase la tarea en
detalle. Tendría que enumerar los puntos
156
dados en cada una de las secciones de cada una de las partes principales. Notarán que he
enumerado aquí los tres pasos principales de análisis para que correspondan a las tres partes de la
fórmula que les di algunas páginas atrás. El primero es el enunciado de las partes principales, el
segundo es su división en secciones; el tercero es la enumeración de puntos en cada sección.
Completé las dos primeras etapas del análisis, pero no así la tercera.

Más aún, si releen los seis capítulos que he analizado así, notarán que no están
también estructurados, ni son tan claros y ordenados como los he hecho aparecer. Algunos de los
puntos ocurren fuera de orden, algunos de los capítulos se sobreponen en su consideración del
mismo punto o su tratamiento del mismo tema. Tales defectos de organización son los que quise
significar cuando dije que no era éste un libro muy bueno. Si ustedes tratan de completar el
análisis que yo he comenzado lo descubrirán por sí mimos.

Podré darles unos cuantos ejemplos más de la aplicación de esta regla, si no trato de
poner en practica el proceso con todos sus detalles. Tomemos la Constitución de los Estados
Unidos de Norteamérica. Este es un documento interesante y práctico, y una pieza literaria muy
bien organizada, por cierto. Ustedes no deberían encontrar dificultades para ubicar sus partes
principales. Están muy claramente indicadas, aunque tengan ustedes que hacer algún análisis para
definir las divisiones principales. Sugiero lo siguiente:
PRIMERO: El preámbulo, manifestando la finalidad de la Constitución;
SEGUNDO: El primer artículo, que trata del departamento legislativo del gobierno.
TERCERO: El segundo artículo, que trata del departamento ejecutivo del gobierno;
CUARTO: El tercer artículo, que trata del departamento judicial del gobierno;
QUINTO: El cuarto artículo, que trata de las relaciones entre los gobiernos estaduales y el
federal;
SEXTO: Los artículos quinto, sexto, séptimo, que tratan de las reformas de la Constitución, su
status como la ley suprema de la tierra, y medidas para su ratificación;
157
SÉPTIMO: Las diez primeras reformas, que constituyen la declaración de derechos;
OCTAVO: Las reformas restantes hasta el día de hoy.

Este es sólo un modo de llevar a cabo la tarea; hay muchos otros. Por ejemplo, los primeros
tres artículos podrían ser agrupados juntos en una división; o, en lugar de dos divisiones con
respecto a las reformas, podrían agregarse más divisiones, agrupando las reformas según los
problemas de que traten. Sugiero que hagan ustedes la prueba de hacer su propia división de la
Constitución en sus partes principales. Vayan más lejos de lo que yo fui, y traten de exponer
también las partes de las partes. Tal vez hayan leído la Constitución muchas veces antes de ésta,
pero si ponen en práctica esta regla al leerla otra vez, encontrarán muchas cosas que nunca vieron
antes de ahora.

Voy a ofrecerles un ejemplo más, muy brevemente. Ya he enunciado la unidad de La


Ética, de Aristóteles; ahora les daré una primera aproximación de su estructura. El todo está
dividido en las siguientes partes principales: una primera que trataba de la felicidad como fin de la
vida, y se ocupa de ella en relación a todos los otros bienes accesibles; una segunda que trata de la
naturaleza de la acción voluntaria, y su relación con la formación de hábitos virtuosos y viciosos;
una tercera, que se ocupa de las virtudes y vicios diversos, tanto morales como intelectuales; una
cuarta, que trata de los estados morales que no son ni virtuosos ni viciosos; una quinta, que trata de
la amistad; y una sexta y última que se ocupa del placer y complementa el cómputo de la felicidad
humana comenzado en la primera parte.

Estas divisiones, evidentemente, no corresponden a los diez libros de La ética. De este


modo la primera parte se cumple en el primer libro; la segunda recorre el segundo libro y la
primera mitad del tercero, y la tercera se extiende desde el resto del tercer libro hasta el final del
sexto; la discusión del placer tiene lugar al final del séptimo libro y nuevamente al comienzo del
décimo.

Menciono todo esto para demostrarles que no es necesario seguir la estructura aparente de un libro
tal como está indicada en las divisiones de sus capítulos. Naturalmente, puede ser superior al
ensayo que ustedes hagan, pero también puede ser peor; en cualquiera de los casos lo importante
es que el ensayo les pertenece a ustedes. El autor hizo el suyo con el fin de escribir
158
un buen libro; ustedes hacen el suyo con el fin de leerlo bien. Si él fuera autor perfecto y ustedes
lectores perfectos, se descuenta que ambos serían iguales. En la medida en que el lector o el autor,
o ambos, se alejen de la perfección, el resultado inevitable será toda índole de discrepancias.

No quiero significar que deban ustedes ignorar totalmente los encabezamientos de los
capítulos y las divisiones seccionales hechas por el autor. Estas tienen por objeto el ayudarles, al
igual que los títulos y prefacios; pero deben usarlos como guías para su actividad propia y no
descansar pasivamente en ellos. Existen pocos autores que ejecutan su plan a la perfección, pero
hay a menudo más plan en un gran libro que lo que se descubre a simple vista. La superficie
puede ser engañosa. Deben mirar por debajo de ésta para descubrir la verdadera estructura.
–6–
En general, estas reglas para la lectura que hemos estado discutiendo, parecería serlo
también par la escritura. Por supuesto que lo son. La lectura y la escritura son recíprocas, como lo
es enseñar y ser enseñado. Si los autores o maestros no organizasen sus comunicaciones, si no
lograsen unificarlas y ordenar sus partes, no tendría objeto el dirigir a los lectores o a los oyentes
en la búsqueda de la unidad y el descubrimiento de la estructura del conjunto.

Pese a que hay reglas recíprocas en ambos casos, no se siguen del mismo modo. El lector
trata de “destapar” el esqueleto que oculta el libro. El autor “sobresaltado”, trata de “cubrirlo”. Su
fin es ocultar el esqueleto artísticamente, o, en otras palabras, cubrir con carne los huesos
desnudos. Si es un buen escritor, no sepulta a un diminuto esqueleto bajo una masa de grasa. Las
articulaciones no deberían verse en los sitios en que la carne es delgada, pero si se evita la
flaccidez se podrán anotar las coyunturas, y el movimiento de las partes revelará a las
articulaciones.

Años atrás, cometí un error que resultó instructivo en lo referente a este punto. Escribí un
libro en forma de bosquejo. Estaba tan obsesionado con la importancia de la estructura, que
confundí las artes de leer y escribir. Bosquejé la estructura de un libro y la publiqué. Como es
natural, a la mayoría de los lectores que se respetaban a sí mismos y que se creían capaces de
llevar a cabo su tarea, si yo podía realizar la mía, mi obra les resultó repelente. Supe por sus
reacciones que les había dado a
159
leer un libro que yo no había escrito. Los escritores deberían escribir libros y dejar los
comentarios para los lectores.

Sintetizaré todo esto recordándoles la antigua máxima queresa que un escrito debe poseer
unidad, claridad y coherencia. Es esta una máxima básica del buen escribir. Las dos reglas que
hemos tratado en este capítulo se ajustan a escritos que siguen aquella máxima. Si el escrito tiene
unidad, debemos encontrarla; si tiene claridad y coherencia debemos apreciarlas encontrando el
orden y la distinción y claridad de sus contornos. Lo que es coherente tiene cohesión en una
ordenada disposición de partes.

Podría añadir que estas dos reglas pueden ser usadas para leer cualquier parte de un libro
expositivo, así como para el todo. Si la parte escogida es en sí una unidad compleja, relativamente
independiente, su unidad y complejidad deben discernirse para que sea bien leída. He aquí una
diferencia significativa entre los libros que comunican conocimientos y obras poéticas, de teatro y
novelas. Las partes de la primera pueden ser mucho más autónomas que las partes de la última.
El estudiante que se supone que ha leído una novela, y que dice que ha “leído lo suficiente como
para captar la idea”, no sabe qué es lo que está diciendo. Si la novela tiene algo de bueno, la idea
está en el todo, y no puede encontrarse a menos de leer el libro entero. Pero ustedes pueden
“captar” la idea de La Ética de Aristóteles, o del Origen de las especies, de Darwin, leyendo
algunas de sus partes cuidadosamente.
–7–
Hace tanto tiempo que tal vez lo hayan ustedes olvidado, mencioné una cuarta regla para
completar el primer modo de leer un libro. Esta puede enunciarse brevemente; requiere pocas
explicaciones y ningún ejemplo; en realidad, repite en otra forma lo que ya han hecho si es que
han aplicado la segunda y tercera reglas. Pero es una repetición útil porque muestra al todo y a sus
partes bajo otra luz.

Esta cuarta regla exige que “descubran” cuáles son los problemas del autor. Esta regla, por
supuesto, es muy a propósito para los grandes libros. Si recuerdan que éstos son comunicaciones
originales, comprenderán que el hombre que los escribió comenzó con problemas y concluyó con
la solución de éstos. El libro contiene ostensiblemente una o más respuestas a ésta.

El escritor puede decirles o no decirles a ustedes cuáles eran


160
las preguntas así como darles las respuestas que son los frutos de su labor. Si lo hace o no, o
especialmente si no lo hace, es tarea de ustedes como lectores la de formular el problema con toda
la preescisión que les sea posible. Deberían ser capaces de enunciar el o los problemas principales
que el libro trata de contestar; y de exponer los problemas subordinados si las preguntas
principales son complejas y tienen muchas partes. Deberían no sólo poseer un concepto
relativamente adecuado de todas las preguntas involucradas, sino también poder colocar las
preguntas en un orden inteligible. ¿Cuáles son primarias, cuáles secundarias? ¿Cuáles preguntas
deben ser contestadas primero, si es que otras deben ser contestadas después?

Verán cómo esta cuarta regla duplica, en un sentido, la tarea que ya ustedes han realizado
al enunciar la unidad y encontrar sus partes. Sin embargo, puede ayudarles a hacer tal tarea; en
otras palabras, el seguir la cuarta regla es una conducta útil junto con la obediencia a las otras dos.

Si ustedes conocen la clase de preguntas que “cualquiera puede hacer acerca de cualquier cosa”, se
convertirían en peritos en el descubrimiento de los problemas del autor. Estos pueden ser
expresados brevemente. ¿Existe algo? ¿Qué clase de cosa es? ¿Qué provocó su existencia?
¿Cuáles son sus propiedades características, sus rasgos típicos? ¿Cuáles son sus relaciones con
otras cosas de una índole similar? ¿Cómo actúa?. Las precedentes son todas preguntas teóricas?
¿Las siguientes son prácticas? ¿Qué fines deben ser buscados? ¿Qué medios deben ser elegidos
para un fin dado? ¿Qué cosas deben hacerse para logra un objetivo determinado, y en qué orden?
Bajo estas condiciones, ¿qué es lo que se debe hacer correctamente, o qué es lo mejor antes que lo
peor? ¿Bajo cuáles condiciones sería mejor hacer esto que aquello?

Esta lista de preguntas está lejos de ser completa o analíticamente refinada, pero representa
los tipos de las preguntas más frecuentes en la prosecución de conocimientos teóricos o prácticos.
Puede ayudarles a descubrir los problemas que un libro ha tratado de solucionar.
Cuando hayan seguido las cuatro reglas enunciadas en este capítulo y en el anterior,
pueden dejar reposar por un momento el libro que tienen entre manos. Y pueden suspirar
diciendo:
“¡Aquí finaliza la primera lectura!”.
161
CAPÍTULO X
LLEGANDO A UNA TRANSACCIÓN

–1–
¿En dónde estamos?
Hemos visto que cualquier buen libro es digno de ser leído tres veces. Estas tres lecturas
tienen que ser realizadas separadas y conscientemente, cuando estamos aprendiendo a leer, pese a
que pueden hacerse las tres juntas e inconscientemente cuando ya somos expertos. Hemos
descubierto que hay cuatro reglas para la lectura primera o analítica. Son éstas: (1) clasificar el
libro según la clase y el asunto tema; (2) enunciar el tema del libro entero con la máxima
brevedad; (3) definir sus partes principales en su orden y relación y analizar estas partes como ya
han analizado el todo; (4) definir el problema o los problemas que el autor trata de solucionar.

Ahora están ustedes preparados para proseguir con la segunda lectura, y sus cuatro reglas.
Ya están algo familiarizados con la primera de estas reglas, expuesta en el segundo capítulo de este
libro: localizar las palabras importantes que usa el autor y hallar el modo en que las usa. Luego
ponemos en acción esta regla, agotando los diversos significados de palabras tales como: “leer” y
“aprender”. Cuando en cualquier contexto lleguen a saber con toda exactitud qué es lo que yo
quise significar cuando usé estas palabras, habrán ustedes “llegado a una transacción” conmigo.

El llegar a una transacción es casi la última etapa en cualquier negocio exitoso. Todo lo
que resta por hacer es firmar sobre la línea de puntos. Pero en la lectura de un libro, llegar a una
transacción es sólo la primera etapa de la interpretación. A menos que el lector llegue a una
transacción con el autor, la comunicación de conocimientos de uno al otro no tiene lugar. Un
término, como pronto verán, es el elemento básico de los conocimientos comunicables.

Pero de inmediato pueden ver que un “término” no es una “palabra”, por lo menos, no sólo
una palabra sin importancia posterior. Si un término y una palabra fueran exactamente lo mismo,
sólo sería necesario encontrar las palabras importantes en
162
un libro para conocer en seguida sus términos básicos. Pero una palabra puede tener muchos
significados especialmente si es importante. Si el autor usa una palabra en un sentido y el lector la
lee en otro, han cambiado palabras entre ellos, pero no han llegado a una transacción. Donde hay
una ambigüedad sin solucionar en la comunicación, no hay comunicación, o, cuando más, ésta es
incompleta.

Consideremos por un instante la palabra “comunicación”. Su raíz está relacionada con la


palabra “común”; hablamos de una comunidad cuando la gente tiene algo en común. La
comunicación es un esfuerzo por parte de un hombre tendiendo a compartir algo con otro: su
saber, sus decisiones, sus sentimientos. Sólo logra su objeto cuando este esfuerzo da como
resultado un algo común, como algo de conocimientos que ambos hombres tienen en común.

Ahora bien, cuando hay ambigüedad en la comunicación, todo lo que hay en común son las
palabras, que un hombre dice o escribe y otro oye o lee. Mientras continúe la ambigüedad no hay
significado en común entre escritor y lector. Para que la comunicación sea completada
exitosamente es necesario, por consiguiente, que las dos partes usen las mismas palabras con los
mismos significados. Cuando aquello ocurre tiene lugar la comunicación, el milagro de dos
mentes y un solo pensamiento.

Un término puede definirse como una palabra no ambigua. Esto no es totalmente exacto
puesto que no hay palabras no ambiguas.

Lo que debería haber dicho es que un término es una palabra “usada de modo no
ambiguo”. El diccionario está lleno de palabras; casi todas ellas son ambiguas en el sentido de que
tienen muchos significados. Busquen “cualquier” palabra y averigüen esto por ustedes mismos, si
creen que existen muchas excepciones para esta generalización. Pero una palabra que tiene
muchos significados puede ser usada cada vez con un sentido. Cuando ustedes y yo juntos, como
lectores y escritor, logramos de algún modo por un tiempo una palabra dada con un significado,
entonces durante esa época de utilización no ambigua, hemos llegado a una transacción. Creo que,
por ejemplo, conseguí llegar a una transacción en el asunto de leer y aprender.

No es posible hallar términos en los diccionarios, aunque los materiales para su


construcción estén allí; los términos sólo ocurren en el proceso de comunicación; ocurren cuando
un escritor
163
trata de evitar ambigüedad, y un lector le ayuda tratando de seguir el uso que éste hace de las
palabras. Por supuesto, hay muchos grados de éxito en este asunto. Llegar a una transacción es el
límite ideal al cual deberían esforzarse en llegar escritores y lectores. Puesto que es ésta una de las
proezas fundamentales en el arte de leer y escribir, podemos pensar de los términos que son un uso
artístico de las palabras, y un uso experto de palabras con el objeto de comunicar conocimientos.

Volveré a enunciarles la regla. Según la expuse originariamente, era: localizar las palabras
importantes y hallar el modo en que el autor las usa. Ahora puedo agregar a esto algo más preciso
e importante: “encontrar las palabras importantes” y por medio de ellas, “llega a una transacción
con el autor”. Hago notar que la regla tiene dos partes. El primer paso consiste en localizar las
palabras que establecen una diferencia; el segundo, en determinar sus significados al ser usados
con precisión.

Esta es la primera regla para el segundo modo de leer, la lectura interpretativa. Las otras
reglas a ser discutidas en el próximo capítulo, son semejantes a la primera en lo que se refiere a un
punto importante. Ellas también obligan a dar dos pasos; uno que trata del idioma como tal, y un
paso más allá del idioma, hacia el pensamiento que está más allá de éste.

Si el idioma fuese un medio puro y perfecto para expresar el pensamiento, estos pasos no
serían separados. Si cada palabra tuviese sólo un significado, si las palabras no pudiesen ser
utilizadas ambiguamente, si, abreviando, cada palabra fuese un término ideal, el idioma sería un
medio ideal y diáfano. El lector vería directamente, a través de las palabras del escritor, el
contenido de su mente. Si tal fuese el caso, este segundo modo de leer resultaría absolutamente
innecesario. “La interpretación sería innecesaria”.

Pero, qué lejos está éste de ser el caso. No tiene objeto llorar por este motivo ni lo tiene el
fingir proyectos imposibles para un idioma ideal, como han tratado de hacerlo el filósofo Leibnitz
y algunos de sus discípulos. Lo único que queda por hacer es sacar el mejor partido del idioma tal
como es, y el único modo de conseguirlo consiste en usar el idioma lo más expertamente posible.
Como el idioma es imperfecto como medio, resulta un obstáculo para la comunicación.
Las reglas de lectura interpretativa
164
están encaminadas a vencer aquel obstáculo. Podemos esperar de un buen escritor que haga todo
lo que está a su alcance para llegar a nosotros atravesando la barrera que el idioma levanta, pero no
debemos esperar que lo haga todo. En realidad, debemos encontrarlo a mitad de camino.
Nosotros, como lectores, debemos tratar de excavar el túnel desde nuestro lado. La probabilidad
de un encuentro de mentes “por medio” del idioma, depende de la buena voluntad, tanto del lector
como del escritor, para dirigirse uno hacia el otro. Así como el enseñar no resulta beneficioso si
no existe una actividad recíproca de ser enseñado, del mismo modo ningún autor, prescindiendo de
su habilidad para escribir, puede lograr comunicación sin una habilidad recíproca por parte de los
lectores. La reciprocidad se funda, en este caso, en el hecho de que las reglas del buen escribir y
leer son las mismas, en principio. Si esto no fuera así, las diversas habilidades de escribir y leer no
pondrían a las mentes en contacto, por más esfuerzo que se hiciese, como tampoco los hombres
que perforan un túnel desde los lados opuestos de una montaña, podrían jamás encontrarse si no
hiciesen sus cálculos según los mismos principios de ingeniería.

Ustedes habrán notado que cada una de las reglas de lectura interpretativa involucra dos
pasos. Pasaré de la similitud de la ingeniería a explicar cómo están relacionados. Pueden
compararse a los dos pasos que da un detective para perseguir al asesino. De todas las cosas que
rodean la escena del crimen, él debe escoger aquellas que ofrezcan una probabilidad de convertirse
en “indicios”. Luego debe usar estos indicios para acorralar al criminal. El interpretar un libro es
una especie de trabajo detectivesco. El encontrar las palabras importantes significa localizar los
indicios, y el llegar a una transacción por medio de ellos es acorralar el pensamiento del autor.

Si, por un momento, fuera a expresarme técnicamente, diría que estas reglas tienen un
aspecto gramático y otro lógico. El paso gramático es el que trata de las palabras; el lógico, el que
trata de sus significados o, con más exactitud, de los términos. En lo que concierne a la
comunicación, ambos pasos son indispensables. Si el idioma es usado sin pensamiento, no se
comunica nada; y pensamiento o ciencia no pueden ser comunicados sin idioma. Como artes, la
gramática y la lógica atañen al idioma en relación al pensamiento y al pensamiento en relación al
idioma. Es por esto que dije antes que la habilidad para leer y escribir
165
se obtiene por medio de estas artes liberales, especialmente gramática y lógica.

Este asunto del idioma y del pensamiento en particular la distinción entre palabras y
términos es tan importante que voy a correr el riesgo de incurrir en repeticiones para estar seguro
de que comprenden bien el punto principal. Dicho punto es que “una” palabra puede ser el
vehículo de “muchos” términos. Ilustraré esto esquemáticamente de la siguiente manera: la
palabra “leer” ha sido usada en muchos sentidos en el curso de nuestra discusión. Tomemos tres
de los significados: (1) leer en el sentido de obtener diversión; (2) leer en el sentido de obtener
información, y (3) leer en el sentido de ganar en percepción.

Simbolicemos ahora a la palabra “leer” con la letra X, y a los tres significados con las
letras a, b y c. Entonces, lo que simbolizan Xa, Xb, y Xc, no son tres palabras, puesto que X sigue
siempre siendo la misma. Pero son tres términos, con la condición, naturalmente, de que ustedes y
yo sepamos cuándo es usada X en un sentido definido y no en otro. Si yo escribo Xa en un sitio
dado, y ustedes leen Xb, estamos escribiendo y leyendo la misma palabra, pero no del mismo
modo. La ambigüedad impide la comunicación. Sólo cuando ustedes piensen la palabra como yo
la pienso, tendremos un pensamiento en común entre nosotros. Nuestras mentes no pueden
encontrarse en X, sino únicamente en Xa, o Xb, o Xc. De este modo hemos llegado a una
transacción.

–2–
Abrigo la esperanza de que ahora estén ustedes preparados para considerar la regla requerida
para que los lectores lleguen a una transacción. ¿Cómo hay que prepararse para dar el primer
paso? ¿Cómo se encuentran las palabras importantes en un libro?.

Pueden estar seguros de una cosa. No todas las palabras que un autor usa son importantes;
más aun, pueden estar seguros de que la mayoría de sus palabras no lo son. Sólo aquellas palabras
que él usa de un modo especial, son importantes para él, y para nosotros como lectores.
Naturalmente, éste no es un asunto absoluto, sino un asunto de grados. Las palabras pueden ser
más o menos importantes. Nuestra única preocupación debe consistir en el hecho de que algunas
palabras en un libro son más importantes que otras. En uno de los extremos se hallan las palabras
que el autor usa como lo hace el proverbial hombre de la calle.
166
Puesto que el autor está usando estas palabras como lo hacen los hombres comunes en
conversaciones comunes, el lector no debería encontrar dificultades en ella. Está familiarizado
con su ambigüedad y se ha acostumbrado a la variación en sus significados, según aparecen en
éste o en aquel contexto.

Por ejemplo, la palabra “leer” aparece en el hermoso libro de Sir Arthur Eddington sobre
La Naturaleza del mundo Físico. Habla de la “lectura de indicaciones” la lectura de diales y
manómetros de instrumentos científicos. Usa la palabra “lectura” en uno de sus sentidos comunes;
ésta no es para él una palabra técnica. El puede confiar en el uso ordinario para comunicar lo que
quiere significarle al lector. Aunque usase la palabra “lectura” en un sentido diferente en alguna
otra parte de su libro digamos en una frase tal como “lectura de la naturaleza” podría confiar en
que el lector notase la desviación hacia otra de las acepciones comunes de la palabra. El lector que
no pudiese hacer esto tampoco podría hablar con sus amigos o llevar adelante sus negocios diarios.

¡Pero Sir Arthur no puede usar la palabra “causa” tan atolondradamente! Esta puede ser
una palabra común, pero sir Arthur la usa en un sentido definitivamente especial cundo de
casualidad discute la teoría. Como debe entenderse, aquella palabra establece una diferencia
que, tanto a él cómo al lector, debe preocupar. Por la misma razón, la palabra “lectura” es
importante en este libro; no podemos proseguir sin usarla de un modo común.

Repito que un autor usa la mayoría de las palabras como la gente hace corrientemente al
conversar, con una esfera de significados, y confiando en que el contexto indicará las
desviaciones. El conocimiento de este hecho debería ayudarles a encontrar las palabras más
importantes; hay para esto un requisito. Un contemporáneo como Eddington, o como yo,
empleará la mayoría de las palabras tales como se usan corrientemente “hoy”, y ustedes sabrán
cuáles son éstas porque hoy se hallan con vida. Pero al leer los grandes libros del pasado,
puede resultar más difícil encontrar las palabras que el autor está usando como la mayoría de
los hombres lo hizo en el lugar y época en que las escribía. La traducción de libros de idiomas
extranjeros complica aún más el asunto.
Esto les mostrará por qué la eliminación de palabras comunes puede ser un modo
preparatorio de discernir. Sin embargo, sigue siendo cierto que la mayor parte de las palabras
de cualquier
167
libro puede ser leída tal como uno las usaría para hablar con un amigo. Tomen cualquier
página de este libro y cuenten las palabras que estamos usando de esa manera: todas las
preposiciones, conjunciones y artículos, y, por descontado, la mayoría de los verbos,
sustantivos y adjetivos. En este capítulo hasta aquí, diría que sólo ha habido unas pocas
palabras importantes: “palabra”, “término”, “ambigüedad”, “comunicación”, “importante”; de
entre éstas, “término” es claramente la más importante. Todas las otras lo son por su relación
con ella.

No es posible localizar las palabras importantes sin hacer un esfuerzo por comprender el
pasaje en el cual aparecen. Esta situación es algo paradójica; si ustedes entienden el paisaje,
sabrán, por supuesto, cuáles palabras son en él las más importantes. Si no comprenden
completamente el pasaje es muy probable que así suceda porque no saben de qué modo el
autor usa ciertas palabras. Si señalan las palabras que les causan dificultades, es posible que
acierten con las que el autor está usando especialmente. Se deduce que es probable que así
suceda, del hecho de que ustedes no deberían experimentar dificultades con las palabras que el
autor usa de un modo ordinario.

Desde el punto de vista de ustedes, como lectores, las palabras más importantes son
aquellas que más trabajo les dan. Como he dicho, es probable que estas palabras sean también
importantes para el autor. Naturalmente que puede suceder lo contrario. Pueden no serlo.

También es posible que las palabras que son importantes para el autor no les molesten a
ustedes, y que sea así precisamente porque las entienden. En tal caso ustedes ya han llegado a
una transacción con el autor. Solamente donde no logren llegar a una transacción, tendrán aún
trabajo por hacer.
–3–
Hasta ahora hemos venido procediendo negativamente al eliminar las palabras comunes.
Ustedes descubrirían algunas de las palabras importantes por el hacho de que no son
“comunes para ustedes”. Por esto les molestan. Pero, ¿Hay algún otro modo de localizar las
palabras importantes? ¿Hay algunas señales positivas que las identifiquen?

Hay señales positivas que yo puedo sugerirles. La primera y más evidente es el énfasis
explicito que un autor coloca sobre
168
ciertas palabras y no sobre otras. Puede hacer esto de muchas maneras; puede utilizar recursos
tipográficos tales como comillas o letras itálicas para señalarles a ustedes la palabra; puede
atraer la atención de ustedes hacia la palabra, claramente, discutiendo sus varios sentidos y el
modo en que la va a usar aquí y allí. O puede acentuar la importancia de la palabra definiendo
el objeto al cual la palabra da nombre.

Nadie puede leer a Euclides e ignorar que palabras tales como “punto”, “línea”, “ángulo”,
“figura”, “paralelo”, etcétera, son de importancia fundamental. Son éstas las palabras que
nombran entidades geométricas que Euclides define. Hay otras palabras importantes tales
como: “igualdades”, “total”, “parte”, pero éstas no nombran nada definido. Ustedes saben que
son importantes porque aparecen en los axiomas. Euclides les ayuda a ustedes en este caso,
aclarando exactamente sus proposiciones fundamentales al comienzo. Ustedes pueden
adivinar que los términos que forman tales proposiciones son básicos; y aquello les subraya las
palabras que expresan estos términos. Tal vez no tengan dificultades con estas palabras,
porque son palabras de uso común, y parece que Euclides las usa de ese modo.

Si todos los autores escribiesen como lo hizo Euclides, podrían replicar ustedes, este
asunto de la lectura sería mucho más fácil. Desgraciadamente, esto no es posible; aunque
algunos hombres han pensado que cualquier tema puede ser expuesto de manera geométrica.
No trataré de explicar por qué el procedimiento el método de exposición y prueba que es
aplicable en matemáticas, no lo es en otros campos del saber. Para nuestro objeto, es
suficiente destacar lo que es común a toda índole de exposición. Todo campo del saber tiene
su vocabulario propio; Euclides deja el suyo bien definido desde el comienzo; lo mismo reza
con cualquier escritor, tal como Newton o Galileo, que escriba de modo geométrico. En libros
escritos de otra manera, o en otros terrenos el vocabulario técnico debe ser descubierto por el
autor.

Si el autor no ha puesto de relieve las palabras por sí mismo, el lector puede ubicarlas
por medio de algún conocimiento previo del asunto–tema. Si el lector conoce algo de biología o
economía política antes de empezar a leer a Darwin, o a Adam Smith, cuenta, por cierto, con
algunos puntos de apoyo para distinguir las palabras técnicas. Los varios pasos de la primera
lectura pueden ser útiles aquí; si ustedes saben qué clase de libro es, y de qué trata en conjunto, y
cuáles son sus partes principales
169
se verán muy auxiliados para separar el vocabulario técnico de las palabras comunes. El título
puesto por el autor, los encabezamientos de los capítulos y el prefacio, pueden serles muy útiles en
este sentido.

Ahora ya saben que “riqueza” es una palabra técnica para Adam Smith, y “especies” lo es
para Darwin. Y como una palabra técnica lleva a otra, es inevitable que descubran otras palabras
técnicas de un modo similar. Pueden hacer, en poco tiempo, una lista de las palabras importantes
usadas por Adam Smith; labor, capital, tierras, salarios, beneficios, renta, mercancía, precio, canje,
productivo, improductivo, dinero, etcétera. Y he aquí algunas que no podrán dejar de encontrar en
Darwin: variedad, género, selección, supervivencia, adaptación, híbrido; la más adecuada es:
creación.

Donde un campo de ciencia tiene un vocabulario técnico bien definido, la tarea de localizar
las palabras importantes en un libro que trata de aquel asunto–tema es relativamente fácil. Pueden
distinguirlas “positivamente” por tener algún conocimiento del terreno o “negativamente” por
saber qué palabras deben ser técnicas desde que no son ordinarias. Desgraciadamente, hay
muchos terrenos en los cuales un vocabulario técnico no está bien definido.

Los filósofos son famosos por sus vocabularios privados. Por supuesto, hay algunas
palabras que tienen una reputación tradicional en filosofía. Aunque éstas puedan no ser usadas por
todos los escritores en el mismo sentido, son, sin embargo, palabras técnicas en la discusión de
ciertos problemas. Pero los filósofos, a menudo, encuentran necesario acuñar nuevas palabras o
tomar alguna palabra de uso común y convertirla en una palabra técnica. Esta última conducta
corre el riego de resultar muy engañosa, para el lector que supone conocer qué es lo que la palabra
significa, y por consiguiente, la trata como una palabra común.

Con respecto a esto, una pista para llegar a una palabra importante es que el autor se pelee
con otros escritores a causa de ella. Cuando un autor les dice cómo una palabra en particular ha
sido usada por otros, y por qué prefiere utilizarla él de un modo diferente, pueden ustedes estar
casi seguros de que, para él esa palabra reviste gran importancia.

He recalcado el valor de la noción del vocabulario técnico, pero no deben tomar esto
demasiado al pie de la letra. El grupo relativamente pequeño de palabras que expresan las ideas
170
principales del autor, sus conceptos sobresalientes, constituye su vocabulario especial; son éstas
las palabras que llevan consigo su análisis. Si él está haciendo una comunicación original, algunas
de estas palabras serán probablemente usadas por él de un modo muy especial, aunque pueda usar
otras de manera que se haya hecho tradicional en aquel terreno. En cualquiera de los casos, éstas
son las palabras más importantes “para él”. También deberían ser importantes “para ustedes”
como lectores; pero, además, cualquier otra palabra cuyo significado no les resulte claro, es
importante para ustedes.
–4–
Lo malo de la mayoría de los lectores es que sencillamente no prestan suficiente atención a
las palabras para localizar sus dificultades. No logran distinguir las palabras que no comprenden
suficientemente, de aquéllas que entienden. Todo lo que he sugerido para ayudarles a encontrar las
palabras importantes en un libro, no les resultará de provecho si no hacen un esfuerzo deliberado
para señalar las palabras con las que deben actuar para encontrar los términos que comunican. El
lector que no logra estudiar, o por lo menos señalar las palabras que no comprenden es probable
que termine tan mal como el maquinista de la locomotora que pasa sin parar, frente a las señales
rojas, con la esperanza de que la congestión del tráfico se arregle sola.

Si están ustedes leyendo un libro que puede aumentar su comprensión, es lógico que todas
sus palabras no sean igualmente inteligibles. Si proceden como si todas fueran palabras comunes,
todas en el mismo nivel de comprensibilidad general, como las palabras de un artículo
periodístico, no darán el primer paso hacia una lectura interpretativa. Lo mismo podrían estar
leyendo un diario, porque el libro no puede ilustrarles si no tratan de entenderlo.

Sé bien cuán inveteradamente la mayoría de nosotros somos adictos a la lectura pasiva. El


defecto principal del lector pasivo es su falta de atención hacia las palabras, y sus consiguientes
fracasos para llegar a una transacción con el autor. Hace algunos años, el profesor Malcolm Sharp,
de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chicago, y yo, dictamos un curso especial para
estudiantes que proyectaban seguir derecho. Uno de nuestros fines era enseñarles a leer y a
escribir; un abogado debería
171
poseer estas habilidades. La dirección de la Escuela de Derecho había llegado a sospechar que no
podía contarse con los colegios para desarrollar estas destrezas. Nuestra experiencia con estos
estudiantes, que habían llegado al penúltimo año, demostró que su sospecha estaba bien fundada.

¡Pronto descubrimos cuán pasivamente leían! Había sido asignado el segundo ensayo de
John Looke: Del gobierno civil, y había dispuesto de algunas semanas para leer alrededor de un
centenar de páginas. Tuvo lugar la clase. Mr. Sharp y yo hicimos preguntas relativamente simples,
para encaminarlos, sobre los puntos de vista de Locke sobre el gobierno, la relación de los
derechos naturales y civiles, la naturaleza de la libertad, etcétera. Contestaron a estas preguntas,
pero no de un modo que demostrase ningún conocimiento de Locke. Podrían haber respondido lo
mismo si nunca hubiesen abierto el ensayo de Locke.

¿Habían leído el libro? Nos aseguraron que sí. Hasta llegamos a preguntarles si no habían
cometido el error de leer el primer ensayo, en lugar del segundo. Parecía no haber habido ningún
error. Lo único que quedaba por hacer era demostrarles que aunque hubiesen “mirado” todas las
páginas, no habían “leído” el libro.

Pasé al pizarrón y les pedí que nombrasen las palabras más importantes en el ensayo. Dije
que quería que fuesen ya aquellas palabras más importantes para Locke, o aquellas que les
hubiesen costado más comprender. Al principio no hubo respuestas. Sólo después de que yo hube
puesto palabras tales como “natural”, “civil”, “propiedad” e “igualdad” en el pisaron, pude
conseguir que contribuyesen. Finalmente logramos formar una lista que incluía “libertad”,
“despotismo”, “consentimiento” (de los gobernados), “derechos”, “Justicia”, etcétera.

Antes de proseguir, hice una pausa para preguntar si estas palabras les eran totalmente
extrañas. No, todas eran palabras familiares y comunes, según dijeron. Un estudiante indicó que
algunas de estas palabras aparecían en la Declaración de la Independencia. Se dijo allí que
resultaba patente que todos los hombres eran creados “igual”, que fueron dotados de ciertos
“derechos” inalienables, que los “justos” poderes del gobierno se derivan del “conocimiento” de
los gobernados. Encontraron otras palabras, tales como “despotismo”, “usurpación”, y “libertad”
las cuales, según ellos creían, usaron Locke y los padres fundadores de un modo similar.
172
Aquello nos dió pie para estar de acuerdo con ellos en que los escritores de la Declaración
y los que proyectaron la Constitución habían popularizado extremadamente la tradición de la
discusión política norteamericana. Mr. Sharp añadió que probablemente muchos de ellos habían
leído el ensayo de Locke y que habrían seguido el uso que de ellas hacía el autor. ¿Cómo las
usaba Locke? ¿Cuáles eran sus significados, no en general ni en el lenguaje popular, sino en la
teoría política de Locke? Y en los grandes documentos norteamericanos ¿cuáles pueden haber
sido influenciados por Locke?

Fui nuevamente al pisaron para anotar los significados de las palabras, a medida que ellos
las sugerían. Pero muy pocas sugestiones se oyeron y rara vez ofreció un estudiante una serie de
significados. Muy pocos habían descubierto la ambigüedad fundamental de las palabras
importantes. Mr. Sharp y yo hicimos luego una lista de los significados de las palabras, no un
significado para cada una, sino varios. Contrastando los significados de “natural” y “civil”,
tratamos de demostrarles las distinciones de Locke entre igualdad “natural” y “civil”; libertad
“natural” y “civil”; y derechos “naturales” y “civiles”.

Al cabo de una hora, les pregunté si todavía creían que había leído el libro. Un poco
tímidamente admitieron que no lo habían hecho. Lo leyeron, por supuesto, como si leyesen el
diario o un libro de texto, pasivamente, sin prestar atención a las palabras y a los significados.
Para el objeto del entendimiento de lo que Locke tenía que decir, esto era lo mismo que no leer en
absoluto. Aquí teníamos un grupo de futuros abogados que no sabían el significado de las
palabras principales de la Declaración de la Independencia, o del preámbulo de la Constitución.

Mi objeto, al contarles esta historia, es el de demostrarles que hasta que se vence la lectura
pasiva, el lector procede como si supiese lo que significan todas las palabras, especialmente si está
leyendo algo en lo cual las palabras importantes también son de uso popular. Si estos estudiantes
hubiesen desarrollado el hábito de la lectura activa, habrían notado las palabras que he
mencionado. En primer lugar, habrían sabido que tales palabras no sólo son populares, sino que
pertenecen al vocabulario técnico de la teoría política. Percibiendo aquello, habrían pensado en
segundo lugar, en cuáles podían ser sus significados técnicos. Y, por últimos, si hubiesen tratado
de determinar su importancia, habrían encontrado a Locke usando palabras en diversos sentidos.
173
Entonces habrían podido comprender la necesidad de llegar a una transacción con el autor.

Debería agregar que la lección fue aprendida. Con estos mismos estudiantes, leímos más
adelante libros más difíciles que el ensayo de Locke. Se presentaron a clase mejor preparados para
la discusión, porque habían señalado las palabras que establecían una diferencia crucial. Habían
perseguido las palabras importantes a través de las desviaciones de sus significados. Y, lo que es
más habían comenzado a disfrutar de una nueva experiencia la lectura activa de un libro. Llegó
algo tarde en su vida estudiantil, pero la mayoría de ellos reconoció con gratitud que más valía
tarde que nunca.
–5–
Recuerden que localizar las palabras importantes es sólo el comienzo de la tarea. Este acto se
limita a dar con los sitios del texto donde tienen ustedes que trabajar. Hay otro paso para llevar
hasta el fin esta primera regla de lectura interpretativa. Ocupémonos de él ahora. Supongamos
que han marcado las palabras que les resultan difíciles. ¿Qué viene después?

Hay dos posibilidades principales. O el autor está usando estas palabras en un solo sentido
durante todo el libro, o las está usando en dos o más sentidos, desviando su significado en cada
parte. En la primera alternativa, la palabra representa un solo término. En Euclides encontramos
un buen ejemplo del uso de las palabras importantes de un modo tal que están limitadas a un solo
significado. En la segunda alternativa, la palabra representa varios términos: éste es el caso más
usual, y está ilustrado por el uso que se le da en el ensayo de Locke.

A la luz de estas alternativas, la conducta de ustedes debería ser la siguiente: tratar de


determinar si la palabra tiene un significado o muchos significados. Si tiene muchos, tratar de
averiguar si están relacionados entre sí, y cómo. Finalmente, señalar los lugares donde la palabra
es usada en uno y otro sentido, y ver si el contexto da pie a la razón del cambio de significado.
Esto último los capacitará para seguir a la palabra en sus cambios de significado con la misma
flexibilidad que caracteriza su uso por el autor.

Pero ustedes pueden quejarse, diciendo que todo está en claro menos lo principal. ¿Cómo se
descubre cuáles son los significados? Sólo hay una contestación a esto, y me temo que no la
encuentren
174
muy satisfactoria. Pero la paciencia y la práctica les probarán lo contrario. La respuesta es que
para descubrir el significado de una palabra que no entiendan tienen que usar los significados de
todas las otras palabras que ustedes comprendan en el contexto. Este debe ser el modo, aunque
piensen al principio que se asemeja a un tiovivo.

El modo más sencillo de ilustrar esto es considerar una definición, y una definición está
enunciada con palabras. Si ustedes no comprenden ninguna de las palabras usadas en la
definición, es evidente que no comprenden el significado de la palabra que nombra el objeto a ser
definido. La palabra “punto” es una palabra básica en geometría. Pueden ustedes saber qué
significa, pero Euclides desea asegurarse de que la usan de un solo modo. Les dice qué significa
definiendo al principio el objeto que luego va a usar la palabra como nombre. Dice: “Un punto es
aquello que no tiene partes”
¿Cómo logra esto que ustedes lleguen a una transacción con él? El da por descontado que
ustedes saben cuándo una palabra significa sí y otra no, en la frase, con suficiente precisión.
Saben que lo contrario de complejo es simple. Ser simple es lo mismo que carecer de partes.
Saben que el uso de las palabras “es” y “aquel que” significa que el objeto referido debe ser una
entidad de alguna índole. Hasta pueden saber que no hay cosas físicas sin partes, y, por
consiguiente, que un punto según Euclides habla de él no puede ser físico.
Este ejemplo es típico del proceso por el cual ustedes obtienen significados. Ustedes actúan
con significados que ya poseían; si cada palabra que fuese usada en una definición tuviese que ser
definida ella misma, nunca podría definirse nada. Si cada palabra en un libro que ustedes
estuviesen leyendo les resultara totalmente extraña, como sucede en el caso de un idioma
completamente extranjero, no podrían progresar en absoluto.

Me imagino que esto será lo que la gente quiere significar cuando dice que un libro es griego
para ella. Simplemente no ha tratado de comprenderlo; la mayoría de las palabras de cualquier
libro inglés son palabras familiares. Estas palabras rodean a las que nos son extrañas, a las
técnicas, a las que pueden traerle dificultades al lector. Las palabras circundantes son el
“contexto”para las palabras a ser interpretadas. El lector cuenta con todos los materiales que
necesita para llevar a cabo la tarea.
175
No pretendo decir que la tarea sea fácil. Sólo insisto en que no es imposible de realizar. Si lo
fuese, nadie podría leer un libro para aumentar su entendimiento. El hecho de que un libro pueda
proporcionar nuevos puntos de vista, o ilustrar, indica que éste, probablemente, contiene palabras
que puedan resultar poco fáciles de comprender. Si usted no pudiese llegar a entender estas
palabras por su propio esfuerzo, la lectura de que estamos hablando sería imposible. Sería
imposible pasar del menor al mayor entendimiento por medio de sus propios actos con un libro.

Si no es imposible “y no lo es” entonces la única solución es la que he indicado. Como


ustedes entienden algo para comenzar, pueden emplear su fondo de significados para interpretar
las palabras que les desafían. Cuando hayan tenido éxito, se habrán elevado a ustedes mismos en
entendimiento. Habrán llegado o se habrán aproximado al entendimiento con que comenzó el
autor.

No hay regla empírica para hacer esto. El proceso se asemeja al método experimental para
armar un rompecabezas. Cuantas más partes se pongan juntas más fácilmente calzan las partes
restantes. Un libro llega a las manos de ustedes con una gran cantidad de palabras ya en su lugar.
Una palabra en su lugar es un término. Está ubicada definitivamente por el significado que
ustedes y el autor comparten al usarla. Las partes restantes deben ser puestas en su lugar; esto
tratando de hacerlas calzar de este modo o del otro. Cuanto mejor comprendan el cuadro, que las
palabras ya ubicadas revelen de modo incompleto, más fácil les será completar la imagen
convirtiendo en términos a las palabras restantes. Cada palabra puesta en su lugar facilita el
próximo arreglo.

Naturalmente, cometerá errores en el proceso. Creerán que han logrado encontrar el lugar de
una palabra y cómo colocarlas allí, sólo para descubrir más tarde que la colocación de otra les
obliga a hacer toda una serie de arreglos. Los errores se corregirán, porque mientras no se
encuentren, la imagen no podrá completarse. Una vez que hayan conseguido ustedes alguna
experiencia, en esta tarea de llegar a una transacción, pronto estarán capacitados para controlarse
ustedes mismos. Sabrán si han tenido éxito o no, sin creer alegremente que entienden cuando no
lo hacen.

Al comprar un libro con un rompecabezas he hecho una suposición que no es sencilla ni


universalmente cierta. Un buen rompecabezas es, por supuesto, aquél en el que calzan todas sus
176
partes. El cuadro puede ser perfectamente completado; lo mismo reza con el libro idealmente
bueno. Pero hay pocos libros de esta índole. En la medida de lo buenos que sean, sus términos
estarán también hechos y coordinados por el autor que el lector podrá llevar a cabo la tarea de
interpretación fructíferamente. Aquí, como en el caso de todas las reglas de lectura, los malos
libros son menos legibles que los buenos. Las reglas no actúan sobre ellos, salvo para demostrar
lo malos que son. Si el autor usa palabras de modo ambiguo, no es posible descubrir con exactitud
qué es lo que está tratando de decir. Sólo puede averiguarse que no ha sido preciso.

Pero, preguntarán ustedes, un autor que usa una palabra en más de un sentido ¿no la usa
ambiguamente? ¿Y no dijo usted que la costumbre habitual de los autores es usar palabras en
varios sentidos, especialmente sus palabras más importantes?

La respuesta a la segunda pregunta es “Si”, a la primera “No”. Usar una palabra de modo
ambiguo es usarla en varios sentidos sin distinguir o relacionar estos significados. (Por ejemplo,
yo he usado probablemente, la palabra “importante” ambiguamente en este capítulo, sin dejar
nunca por completo en claro si quería significar importante para el autor o para ustedes). El autor
que hace esto no facilita el camino para un entendimiento con el lector. Pero el autor que distingue
los diversos sentidos en los cuales está usando una palabra crítica y permite que el lector lleve a
cabo el discernimiento correspondiente, está ofreciendo facilidades.

No deben olvidar que una palabra puede representar a varios términos. Un modo de recordarlo
es distinguir entre el “vocabulario” técnico del autor y su “terminología” analítica. Si ustedes
hacen una lista en una columna de las palabras importantes, y en otra de sus diversos significados,
verán la relación entre el vocabulario y la terminología.
–6–
Hay varias ampliaciones más. En primer lugar, una palabra que tiene varios significados
diferentes puede ser usada ya sea en un solo sentido o en una combinación de sentidos. Tomaré
nuevamente como ejemplo la palabra “lectura”. En algunos lugares la he usado para representar la
lectura de libros instructivos más bien que de entretenimiento. Es otros más, la he usado para
representar a la lectura que ilustra más bien que informa.
177
Ahora bien, si simbolizamos aquí como lo hicimos anteriormente a los tres significados
distintos de “lectura” con Xa, Xb, y Xc, podrán ustedes ver que el primer uso recién mencionado
es Xabc, el segundo Xbc, y el tercero Xc. En otras palabras, si tres significados se relacionan
entre sí, se puede usar una palabra que los represente a todos, a algunos o solamente a uno por vez.
Mientras cada uso sea definido, la palabra así usada es un término.

En el segundo lugar, está el problema de los sinónimos. Ustedes saben en general que los
sinónimos son palabras que tienen el mismo significado o muy poca diferencia en éste. Un par de
sinónimos es exactamente lo contrario de una sola palabra usada de dos modos. Sinónimos son
dos palabras usadas del mismo modo. De aquí que un término idéntico pueda ser representado por
dos o más palabras usadas sinónimamente.

Podemos indicar esto simbólicamente, como sigue: Dejemos que X, e Y, sean dos palabras
diferentes tales como “ilustración” y “discernimiento”: que la letra “a” represente el mismo
significado que cada una pueda expresar, vale decir, un adelanto en entendimiento. Entonces Xa, e
Ya, representan el mismo término aunque son palabras distintas. Cuando hablo de lectura “para
discernimiento” y lectura “para ilustración”, me refiero a la misma clase de lectura, porque las dos
frases son usadas con el mismo significado. Las palabras son diferentes pero sólo hay aquí un
término que deben ustedes captar como lectores.

Pueden ver la importancia de esto. Si suponían que cada vez que un autor cambiaba sus
palabras, estaba cambiando sus términos, cometían un error tan grande como el de suponer que
cada vez que usaba las mismas palabras, los mismos términos continuaban inmutables. Conserven
esto en la memoria cuando hagan la lista (en columnas aparte), del vocabulario y de la
terminología del autor. Por un lado, una sola palabra puede estar relacionada con diversos
términos. Por el otro, un solo término puede estar relacionado con diversas palabras.

Que éste es el caso, por lo general, se deduce de la naturaleza del idioma en relación al
pensamiento. Un diccionario es un registro del uso de las palabras. Muestra cómo los hombres
han usado la misma palabra para referirse a cosas diferentes, y palabras diferentes para referirse a
la misma cosa. El problema del lector consiste en saber qué es lo que el autor hace con las
palabras en cualquier lugar del libro. El diccionario puede, a veces,
178
ayudar, pero si el escritor se separa en lo más mínimo del uso común, el lector debe arreglárselas
solo como pueda.

En tercer lugar, y por último, se halla el asunto de las frases. Una frase, como ustedes saben,
es un grupo de palabras que no expresa un pensamiento completo como lo hace una oración. Si la
frase es una unidad, esto es, si es un todo que puede ser el sujeto o predicado de una oración, es
como una sola palabra. Y, como una sola palabra puede referirse a algo de que se hable del mismo
modo.

Por consiguiente, se deduce que un término puede ser expresado por una frase lo mismo que
por una palabra. Y todas las relaciones que existan entre palabras y términos se mantienen
también entre términos y frases. Dos frases pueden expresar los mimos términos, y una frase
puede expresar varios términos, según el modo en que sean usadas sus palabras constitutivas.

En general, una frase tiene menos probabilidades de ser ambigua que una palabra. Como ésta
es un grupo de palabras, cada una de las cuales está en el contexto de las otras, las palabras solas
tienen más probabilidades de tener significados restringidos. Es por esto que un escritor suele
sustituir a una frase muy elaborada por una sola palabra, si es que desea estar seguro de ser
comprendido.

Con un ejemplo debería bastarnos. Para estar seguro de que ustedes llegarán a una transacción
con migo, en materia de lectura, substituyo la frase “lectura para ilustración” por la palabra
“lectura”. Para estar doblemente seguro, puedo hasta llegar a sustituir una frase más complicada,
tal como “el proceso de pasar del menor al mayor entendimiento por la acción de su mente sobre
un libro”. Hay aquí solo un término, vale decir la referencia a una clase de lectura de la cual estoy
tratando de hablar. Pero aquel término ha sido expresado por una sola palabra, una frase breve y
una más extensa

Este ha sido, probablemente, el capítulo más difícil de leer de cuantos han ustedes leído; yo sé
que para mí fue el más difícil de escribir, y creo que sé a qué se debió dicha dificultad. La regla de
lectura que hemos tratado no puede llegar a ser totalmente comprensible sin entrar en toda índole
de explicaciones gramáticas y lógicas acerca de términos y palabras.

Les aseguro que les he explicado muy poco. Una información adecuada sobre estos asuntos
llevaría muchos capítulos. Les digo esto para advertirles que sólo he tocado los puntos más esen–
179
ciales. Espero haber dicho lo suficiente para hacer de la regla una guía útil en la práctica. Cuanto
más la pongan en práctica más comprenderán lo intrincado del problema. Desearán saber algo
más acerca del uso literal y metafórico de las palabras; sobre la distinción entre palabras abstractas
y concretas, o entre nombres propios y comunes. Se les despertará el interés por todo el asunto de
las definiciones: la diferencia entre definir palabras y definir objetos; por qué algunas palabras son
indefinibles, y sin embargo tienen significados definidos, etcétera. Buscarán luz acerca de lo que
es llamado “el uso emotivo de las palabras”, esto es, el uso de palabras para cambiar sus mentes,
como diferentes de la comunicación de conocimientos.

Si la práctica de la lectura despierta estos futuros intereses, se encontrarán en situación de


satisfacerlos leyendo libros sobre estos temas especiales. Y derivarán más beneficios de la lectura
de tales libros porque irán hacia ellos con preguntas nacidas de su propia experiencia en la lectura.
El estudio de la gramática y la lógica, las ciencias que son la razón fundamental de estas reglas de
interpretación, es práctico sólo en cuanto pueden relacionarlo con la práctica.
CAPÍTULO XI
QUÉ ES LA PROPOSICIÓN Y POR QUÉ

–1–
No solamente el llegar a una transacción, sino también el hacer proposiciones, tiene lugar entre
comerciantes, así como en el mundo de los libros. Lo que un comprador o vendedor quiere
significar con una proposición, es alguna índole de propuesta, alguna clase de oferta o de
aceptación. En negocios honrados, el hombre que hace una proposición en este sentido está
declarando su intención de actuar de cierto modo. Para realizar negociaciones exitosas se
requiere algo más que honestidad. La proposición debería ser clara, y, por supuesto, atractiva,
porque así los comerciantes pueden llegar a una transacción.

En un libro, una proposición es también una declaración. Es una expresión del juicio del
autor acerca del algo que cree cierto, o niega algo que considera falso. Asegura que esto o aquello
es un hecho. Una proposición de esta índole es una declaración de conocimientos, no de
intenciones. El autor puede decirnos sus intenciones, al comienzo, en un prefacio. En un libro
expositivo, por lo general, prometer instruirnos acerca de algo; para averiguar si cumple aquellas
promesas debemos esperar sus proposiciones.

El orden de la lectura invierte algo el orden de los negocios. Los hombres de negocios
llegan a una transacción, luego de descubrir qué es la proposición. Pero, habitualmente, el lector
debe llegar primero a una transacción con el autor, antes de que pueda averiguar qué es lo que el
autor está proponiendo, qué juicios está declarando. Es por esto que la primera regla de
interpretación trata de palabras y términos, y la segunda, que vamos a discutir ahora, trata de
oraciones y proposiciones.

Hay una tercera regla de interpretación relacionada íntimamente con la segunda. El autor
puede ser honesto al confesarse en asuntos de hechos de conocimientos. Por lo general, nosotros
actuamos en esa confianza; pero la honestidad no es suficiente. Sólo si estamos exclusivamente
interesados en la personalidad del autor, podemos declararnos satisfechos con saber cuáles son sus
opiniones. Sus proposiciones no son más que ex
181
presiones de opinión, si no hay en ellas alguna razón que las justifique. Si estamos interesados
por el asunto–tema de un libro, y no sólo en el autor, deseamos saber no solamente cuáles son las
proposiciones, sino por qué lo son.

La tercera regla, por consiguiente, trata de argumentos de toda índole. Hay muchas clases
de razonamientos, muchas maneras de mantener lo que se dice. A veces es posible argüir que algo
es cierto; a veces no puede defenderse más que una probabilidad. Pero toda especie de
controversia consiste en una cantidad de afirmaciones relacionadas entre sí, en cierto modo. Esto
es dicho “a causa” de “aquello”. “A causa”, en este caso, significa una razón dada.

La presencia de argumentos es indicada por otras palabras que se refieren a afirmaciones,


tales como: “si” esto es así, “entonces” aquello; o “puesto que”, esto, por consiguiente “aquellos”;
o se “deduce” de esto que “aquel” es el caso. En el curso de capítulos anteriores, tuvieron lugar
tales encadenamientos. Yo dije: si pensar es usar nuestras mentes para obtener conocimientos sólo
de dos maneras, ya sea al ser enseñado o al investigar, entonces, dije, debemos llegar a la
conclusión de que todo lo que pensamos tiene lugar en el curso de una u otra de estas actividades.

Un argumento es siempre un grupo o una serie de afirmaciones de las cuales algunas


proporcionan las bases o razones para lo que deberá ser deducido. Por consiguiente, es necesario
un párrafo, o cuando menos un conjunto de oraciones, para expresar un argumento. Las premisas
o principios de un argumento pueden no ser siempre expuestos en primer lugar, pero son, sin
embargo, la fuente de la conclusión. Si el argumento es válido, la conclusión viene después de las
premisas. Esto no implica necesariamente que la conclusión sea cierta, porque las premisas (una o
todas ellas) que defienden, pueden ser falsas.

Tal vez ya hayan ustedes observado algo acerca de la ilación de estas tres reglas. Vamos de
los términos a las proposiciones y de éstas a los argumentos, al ir de palabras (y frases) a oraciones
y a series de oraciones o párrafos.
Cuando todavía se enseñaba gramática en las escuelas, todos estaban familiarizados con
estas unidades. Un escolar sabía que una secuencia ordenada de oraciones formaba un párrafo.
Mi experiencia con estudiantes de colegios en los últimos diez años me induce a dudar de que siga
siendo común esta sencilla ciencia. No parece que estos estudiantes sean capaces de escribir o
hablar
182
oraciones y párrafos, y esto me ha hecho dudar de si podrían reconocerlos en los libros que lean.

Además, verán que ahora, luego de las más simples, avanzamos hacia la construcción de unidades
más complejas. El más pequeño elemento significativo en un libro es, por supuesto, una palabra.
Sería cierto pero no adecuado decir que un libro consiste en palabras. También consiste en grupos
de palabras tomadas como unidad, y, asimismo, en grupos de oraciones, tomadas como unidad.
El lector que sea más bien activo que pasivo, prestará atención no sólo a las palabras, sino también
a las oraciones y párrafos. No existe otra manera de descubrir los términos del autor, sus
proposiciones y argumentos.

El movimiento de esta lectura interpretativa o segunda, parece llevar la dirección opuesta


al movimiento de la primera o estructural. Allí pasamos del libro como todo a sus partes
principales, y luego a sus divisiones subordinadas. Como pueden suponer, los dos movimientos se
encuentran en alguna parte. Las partes principales de un libro, y aun sus divisiones principales,
contienen muchas proposiciones y, por lo general, varios argumentos. Pero si ustedes continúan
dividiendo el libro en partes, finalmente tienen que decir: “En esta parte se establecen los
siguientes puntos”. Ahora bien, es posible que cada uno de estos puntos sea una proposición, y
algunos de ellos, tomados en conjunto, probablemente formen un argumento.

De este modo, se encuentran los dos procesos que hemos denominado primera y segunda
lectura. Ustedes descienden hasta las proposiciones y argumentos al dividir el libro en sus partes;
y ascienden hacia los argumentos al ver cómo están compuestas de proposiciones y, en su esencia,
de términos. Cuando hayan completado estas dos lecturas, podrán en verdad, decir que conocen el
contenido del libro.

–2–
Hay algo más, digno de atención en lo que se refiere a las reglas que vamos a tratar en este
capítulo. Como en el caso de la regla sobre palabras y términos, aquí también nos ocupamos de la
relación de la palabra con el pensamiento. Las oraciones y los párrafos son unidades gramaticales,
son unidades de idioma. Las proposiciones y los argumentos son unidades de lógica, o sea de
pensamiento y conocimiento.

Si recuerdan cuál era nuestro problema principal en el capítulo


183
anterior estarán preparados para afrontar uno similar aquí. Por que el idioma no es un medio
perfecto para la expresión del pensamiento, porque una palabra puede tener muchos significados y
dos o más palabras pueden tener el mismo significado, vemos qué complicada es la relación entre
el “vocabulario” de un autor y su “terminología”. Una palabra puede representar varios términos,
y un término puede ser representado por varias palabras.

Los matemáticos describen la relación entre los botones y los ojales de un saco bien
confeccionado como la perfecta relación entre parte por parte. Hay un botón para cada ojal, y un
ojal para cada botón. Pues bien, el punto está en que palabras y términos “no” se hallan en una
situación semejante. El más grande error que puedan cometer al aplicar estas reglas es el de
suponer que exista una relación de parte por parte entre los elementos del idioma y aquellos del
pensamiento o de los conocimientos.

De inmediato les demostraré esto en el caso de las oraciones y las proposiciones. No todas las
oraciones expresan en un libro una proposición, pues algunas oraciones expresan preguntas. Más
bien plantean problemas que los resuelven. Las proposiciones son las respuestas a preguntas, son
declaraciones de conocimientos o de opinión. Es por esto que llamamos declarativas a las
oraciones que las expresan, y distinguimos a las oraciones que hacen preguntas con el nombre de
interrogativas. Otras oraciones expresan deseos o intenciones, y pueden proporcionarnos algún
conocimiento del propósito del autor, pero no comunican los conocimientos que él trata de
exponer.

Más aún, no todas las oraciones declarativas pueden ser leídas como si cada una expresara una
proposición. Hay por lo menos dos razones para esto. La primera es el hecho de que las palabras
son ambiguas y pueden usarse en varios sentidos. De aquí que sea posible que la misma oración
exprese diferentes proposiciones si hay un cambio en los términos que las palabras expresan.
“Leer es aprender” es, por cierto, una oración simple. Pero si en un lugar yo quiero con
“aprender” significar la adquisición de información, y en otro el desarrollo del entendimiento, la
proposición no es la misma, porque los términos son diferentes. Sin embargo, verbalmente la
oración es la misma.

La segunda razón es que todas las oraciones no son tan simples como “leer es aprender”. Tal
vez recuerden de la escuela elemental, si es que pertenecieron a una generación más afortunada, la
distinción entre oraciones simples, por un lado, y oraciones complejas
184
por el otro. Cuando sus palabras son usadas de un modo no ambiguo, una oración simple expresa,
por lo general, una sola proposición. Pero hasta cuando sus palabras son usadas de un modo no
ambiguo, una oración compuesta es en realidad un conjunto de oraciones, unidas por palabras tales
como “y”, “si”, y “luego”, o “no sólo” y “pero también”. Pueden ustedes deducir, no sin razón,
que debe ser muy difícil trazar una línea entre una larga oración compuesta y un breve párrafo.
Una oración compuesta puede expresar una cantidad de proposiciones relacionadas entre sí en la
forma de un argumento.

Las oraciones complejas son las más difíciles de interpretar. No hay duda de que las oraciones
compuestas expresan varias proposiciones relacionadas de algún modo; pero una oración compleja
puede expresar tanto una proposición como varias. Tomaré una oración interesante de El
Principe, de Maquiavelo, para ilustrar mi aserto:

“Un príncipe debería inspirar temor de un modo tal, que si no conquistase amor, evitase el
odio; porque él puede muy bien soportar el ser temido mientras no sea odiado, lo que siempre será
hasta tanto se abstenga de la propiedad de sus ciudadanos y de sus mujeres”.

Esta es, gramaticalmente, una “sola” oración, aunque sea compuesta y compleja. El punto y
coma y el “porque” indican la interrupción principal que hace que la oración sea compuesta. La
primera proposición es que un príncipe debería inspirar temor de cierto modo.

Comenzando con la palabra “porque” tenemos una oración compleja. Podría hacérsela
independiente: “La razón para esto es que él puede soportar”, etcétera. Esta oración compleja
expresa por lo menos, dos proposiciones: (1) la razón por la cual el príncipe debería inspirar temor
de cierto modo, es que puede soportar el ser temido mientras no sea odiado; (2) puede evitar el ser
odiado sólo absteniéndose de la propiedad de sus ciudadanos y de sus mujeres.

Podría ver qué es tan importante distinguir las diversas proposiciones que contiene una larga
oración compuesta y compleja. Para estar ustedes de acuerdo o no con Maquiavelo, deben
entender primero qué es lo que dice. Pero él dice tres cosas en esta única oración. Pueden estar en
desacuerdo con una de ellas y de acuerdo con las otras; pueden pensar que Maquiavelo hace mal
en recomendar el terrorismo a un príncipe bajo cualquier principio;
185
pero pueden reconocer su sagacidad al decir que el príncipe haría bien en no despertar odio a la
par que temor, y puede también estar de acuerdo en que el conservar sus manos fuera de las
propiedades y mujeres es una condición indispensable para no ser odiado. Sólo si reconocen las
diferentes proposiciones en una oración complicada, podrán juzgar con discernimiento lo que el
escritor dice.

Los abogados conocen muy bien este hecho. Tienen que examinar las oraciones
cuidadosamente para ver lo que el demandante alega, o lo que niega el demandado. La oración:
“John Doe firmó la escritura de arrendamiento el 24 de marzo”, parece bien simple, pero, sin
embargo, dice varias cosas, una de las cuales puede ser cierta y otra falsa. John Doe puede haber
firmado la escritura, pero no el 24 de marzo, y el hecho puede ser importante. Abreviando, hasta
una oración gramaticalmente simple expresa a veces dos o más proposiciones.

–3–
He dicho lo suficiente para indicar qué es lo que quiero significar por la diferencia entre
oraciones y proposiciones. No se relacionan de parte por parte. No sólo puede una sola oración
expresar varias proposiciones, ya sea por medio de ambigüedad o complejidad, sino que una
idéntica proposición puede ser expresada por dos o más oraciones diferentes. Si ustedes captan
mis términos a través de las palabras y frases que uso sinónimamente, sabrán que estoy diciendo la
misma cosa cuando digo: “Enseñar y ser enseñado son funciones correlativas, “e” iniciar y recibir
comunicación son procesos afines”.
Voy a dejar de explicar los puntos gramaticales y lógicos involucrados, para ocuparme de las
reglas. La dificultad en este capítulo, como en el último, estriba en dejar de explicar. Tal vez deba
yo dar por sentado que en la escuela a que ustedes concurrieron les enseñaron algo de gramática.
Si así fue, podrán ver ahora por qué todo este asunto de la sintaxis, de analizar, y hacer diagramas
de las oraciones, no era una rutina sin objeto, inventada por maestros anticuados para oprimir el
espíritu juvenil. Todo esto ayuda a conseguir destreza para leer y escribir.

En realidad, debería decir que es casi indispensable. No es posible comenzar a tratar de


términos, proposiciones y argumentos los elementos del pensamiento hasta que se penetran bajo
186
la superficie del idioma. Mientras las palabras, oraciones y párrafos sean opacos y sin analizar,
constituirán una barrera más bien que un medio de comunicación. Ustedes leerán palabras, pero
no recibirán conocimientos.

He aquí las reglas. La primera regla, lo recordarán del capítulo anterior, es: “Encontrar las
palabras importantes y llegar a una transacción”. La segunda regla es: “Señalar regla es: “Señalar
las oraciones más importantes en un libro y descubrir las proposiciones que éstas contienen”. La
tercera regla es: “Localizar o componer los argumentos básicos en el libro, encontrándolos en la
ilación de oraciones”. Verán más tarde por qué no dije párrafos en la formulación de esta regla.

Ya conocen ustedes la segunda y tercera reglas. En capítulos anteriores señalamos la oración


“leer es aprender”, destacando su importancia, porque ésta expresaba una proposición básica en
esta discusión. También notamos varias clases diferentes de argumentos; una prueba de que los
grandes libros son los más legibles, y un conjunto de pruebas para demostrar que las escuelas han
fracasado en la tarea de enseñar las artes de leer y escribir.

Nuestra tarea actual consiste en obtener más luces sobre cómo actuar según las reglas. ¿Cómo
se localizan las oraciones más importantes en un libro? ¿Cómo, entonces, se las interpreta para
descubrir la proposición o las proposiciones que contienen?

Nuevamente tenemos este énfasis sobre lo que es “importante”. Decir que sólo hay un número
relativamente pequeño de oraciones importantes en un libro, no quiere significar que no se deba
prestar atención a todo el resto. Es evidente que tienen ustedes que aprender a entender todas las
oraciones; pero la mayoría de éstas, como la mayoría de las palabras, no les acarrearía dificultades.
Desde el punto de vista de ustedes como lectores, las oraciones importantes “para ustedes” son
aquellas que requieren un esfuerzo interpretativo, porque, a primera vista, no son perfectamente
inteligibles. Se las comprende solo lo suficiente como para saber que hay más que comprender.
Estas pueden no ser las oraciones que revistan más importancia “para el autor”, pero es probable
que lo sean, porque es de esperar que las dificultades mayores provengan de las cosas más
importantes que el autor tiene que decir.

Desde el punto de vista del autor, las oraciones importantes son aquellas que expresan los
juicios sobre los cuales reposa todo su argumento. Por lo general, un libro contiene mucho más
que
187
la exposición escueta de un argumento; el autor puede explicar cómo llegó al punto de vista que
ahora mantiene, o por qué cree que su posición tiene graves consecuencias. Puede discutir las
palabras que va a usar; puede comentar las obras de otros; puede dar rienda suelta a toda índole de
discusiones defensivas y circundantes. Pero el corazón de su comunicación se encuentra en las
afirmaciones y negativas principales que esté haciendo, y las razones que dé para hacerlo así.

Por consiguiente, para habérselas con las oraciones principales tienen ustedes que mirarlas
como si surgieran de la página en un alto relieve.

Algunos autores ayudan a hacerlo; subrayan las oraciones; para beneficio de ustedes, les dicen
que ése es un punto importante cuando lo definen, o bien usan uno y otro recurso tipográfico para
destacar sus oraciones principales. Por supuesto, nada ayuda a aquellos que no quieren
mantenerse despiertos mientras leen. He conocido muchos estudiantes que no prestaban atención
a tales señales; preferían continuar leyendo más bien que detenerse y examinar cuidadosamente las
oraciones importantes. Sabían, algo inconscientemente, que el autor no trataba de ayudarles;
trataba de obligarles a realizar alguna tarea mental donde era más necesario.

Hay unos cuantos libros en los cuales las proposiciones principales son presentadas en
oraciones que ocupan un lugar especial en el orden y estilo de la exposición. Euclides,
nuevamente, nos da el ejemplo más evidente de esto. No sólo enuncia sus definiciones, sus
postulados y axiomas sus proposiciones principales, al comienzo, sino que clasifica todas las
proposiciones a ser probadas. Pueden ustedes no entender sus afirmaciones, pueden pasar por alto
las oraciones importantes o el agrupamiento de oraciones para el enunciado de las pruebas. Todo
aquello lo tienen ya hecho.

La Suma Theológica de Santo Tomás de Aquino, es otro libro cuyo estilo de exposición pone
las oraciones principales en alto relieve. Actúa provocando preguntas. Cada sección está
encabezada por una pregunta; hay muchas indicaciones de la respuesta que Santo Tomás está
tratando de defender. Toda una serie de objeciones a la respuesta está enunciada. El lugar donde
Santo Tomás comienza a argüir su punto, está marcado con las palabras: “Yo respondo aquello”.
No hay excusas de falta de capacidad para localizar las oraciones importantes en tal libro,
188
aquellas que expresan las razones, así como las conclusiones; sin embargo, debo informarles que
todo esto es un borrón para los estudiantes que tratan todo lo que leen como si revistieran la misma
importancia. Esto, por lo general, quiere significar que todo carece por igual de importancia.
–4–

Descontando a los libros cuyo estilo o formato llama la atención hacia lo que necesita más
interpretación de parte del lector, la de señalar las oraciones es una tarea que el lector debe llevar a
cabo por sí mismo. Hay varias cosas que puede hacer, y ya he mencionado una. Si es sensible a la
diferencia entre los pasajes que puede entender fácilmente y aquellos que no puede comprender,
probablemente será capaz de localizar las oraciones que soportan el peso principal del significado.
Tal vez ustedes comiencen a ver qué parte esencial de la lectura es el estar perplejo y saberlo. La
extrañeza es el comienzo de la sabiduría, en el aprendizaje de libros, así como en el de la
naturaleza. Si ustedes nunca se hacen preguntas a ustedes mismos acerca del significado de un
pasaje, no pueden esperar que el libro les dé una idea que ustedes ya no poseen.

Otra pista que conduce a las oraciones importantes se halla en las palabras que las
componen. Si ya han señalado las palabras importantes, éstas deberían llevarlos hacia las
oraciones que merecen más atención. De este modo el primer paso en la lectura interpretativa
prepara para el segundo. Pero también puede suceder a la inversa; puede ser que ustedes señalen
ciertas palabras sólo después de encontrarse confusos a causa del significado de una oración. El
hecho de que haya expuesto estas reglas en un orden fijado no quiere significar que deban ustedes
seguirlas en aquel orden. Los términos constituyen proposiciones; las proposiciones contienen
términos. Si ustedes conocen los términos que expresan las palabras, han captado la proposición
en la oración. Si entienden la proposición comunicada por una oración, también han llegado a los
términos.

Esto sugiere una pista más hacia la ubicación de las principales proposiciones; ellas deben
pertenecer a los argumentos principales del libro. Deben ser, o premisas o conclusiones; por
consiguiente, si pueden ustedes descubrir estas oraciones que parecen formar una secuencia, una
secuencia en la cual hay un principio
189
y un fin, probablemente habrán puesto el dedo en oraciones que son importantes.

Dije una secuencia en la cual hay un principio y un fin. Todo argumento que el hombre
pueda expresar con palabras reclama tiempo para ser expuesto, evidentemente más tiempo que si
fuese una sola oración. Se puede decir una oración sin volver a tomar aliento, pero en un
argumento hay pausas. Hay que decir primero una cosa, luego otra; y todavía otra más. Un
argumento comienza en alguna parte, va a alguna parte, llega a alguna parte. Es un movimiento
del pensamiento; puede comenzar con lo que es realmente la conclusión y luego proceder a dar las
razones para ello. O puede empezar con las pruebas y razones y traernos a la conclusión que sigue
de allí.

Naturalmente, aquí, como en cualquier otra parte, la pista no conducirá a ningún lado a
menos que sepan usarla. Tienen ustedes que reconocer un argumento cuando lo vean. Pese a
algunos desengaños experimentados en la enseñanza, todavía persisto en mi opinión de que la
mente humana es tan sensible por naturaleza a los argumentos, como la vista a los colores. Los
ojos no verán si no se los mantiene abiertos, y la mente no seguirá un argumento si no se halla
despierta. Explico mi desengaño con los estudiantes, en lo que a esto se refiere, diciendo que la
mayoría de ellos están dormitando mientras leen libros o asisten a una clase.
Hace varios años, Mr. Hutchins y yo comenzamos a leer algunos libros con un nuevo
grupo de estudiantes. Estos no tenían casi ninguna práctica y habían leído muy poco cuando los
conocimos. Uno de los primeros libros que leímos fue: La Naturaleza de las cosas, de Lucrecio;
pensamos que les resultaría interesante, pues la mayoría de nuestros estudiantes son
extremadamente materialistas y esta obra de Lucrecio es una poderosa exposición de la posición
materialista extrema. Es el informe más extenso que tenemos sobre la posición de los antiguos
atomistas griegos.
Porque eran principiantes en la lectura (aunque en su mayoría fuesen alumnos de los
últimos años del colegio), leímos el libro lentamente, a un promedio de treinta páginas por vez.
Aun así tenían dificultades para saber qué palabras debían señalar, y que oraciones subrayar. Todo
lo que Lucrecio decía parecíales de igual importancia. Mr. Hutchins decidió que sería un buen
ejercicio para ellos “solo” las conclusiones a que llegara
190
Lucrecio, o las que tratara de probar en la próxima parte; “no nos digan”, expresó, “qué es lo que
Lucrecio piensa acerca de los dioses o acerca de las mujeres, o qué es lo que ustedes piensan de
Lucrecio. Queremos el argumento condensado, y esto significa que primero deben encontrar las
conclusiones”.

El argumento principal, en la sección que debían leer, era una tentativa por demostrar que
los átomos sólo diferían en forma, tamaño, peso y velocidad de movimiento. No tenían calidades
en absoluto, ni colores, u olores, o tejidos. Todas las calidades que experimentamos son
enteramente subjetivas en nosotros más bien que en las cosas.

Las conclusiones podían haberse escrito en unas cuantas proposiciones; pero ellos
produjeron enunciados de toda índole. Su fracaso para extraer conclusiones de todo lo demás no
se debió a la falta de práctica en la lógica. No tenían dificultades en seguir la línea de un
argumento una vez que se les presentara; pero debían tener el argumento ya sacado del libro para
verlo. No eran lectores suficientemente buenos todavía para hacerlo por sí mismos. Cuando Mr.
Hutchins realizó la tarea, ellos vieron cómo los enunciados escritos en el pisaron formaban un
argumento. Pudieron ver la diferencia entre las premisas las razones o pruebas y las conclusiones
que éstas mantenían. Abreviando, había que enseñarles a leer, no a razonar.
Repito, no tuvimos que enseñarles lógica o explicarles en detalle qué era un argumento;
podían reconocer cada uno en cuanto se lo ponían en el pisaron en unas pocas exposiciones; pero
no podían encontrar argumentos en un libro. Porque todavía no habían aprendido a leer
“activamente”, a desligar las oraciones importantes del resto, y a observar la ilación que mantenía
el autor. Al leer a Lucrecio como si fuese un periódico era natural que no estableciesen tales
discriminaciones.
–5–

Supongamos ahora que ustedes han localizado las oraciones principales. La regla exige
otro paso: deben descubrir la proposición o las proposiciones que contiene cada una de estas
oraciones. Este es sólo otro modo de decir que deben saber qué significa la oración. Ustedes
descubren términos al descubrir qué significa una palabra en un uso dado; del mismo modo
descubren propo–
191
siciones al interpretar todas las palabras que forman la oración y, especialmente, sus palabras
principales.

Evidentemente, no pueden hacer esto si no saben algo de gramática. Deben conocer el rol
que desempeñan los adjetivos y adverbios, cómo funciona el verbo en relación a los sustantivos,
cómo las palabras y cláusulas modificantes restringen o amplían el significado de las palabras que
modifican, etcétera; deben poder analizar una oración según las reglas de la sintaxis. He dicho
anteriormente que iba a dar por descontado que ustedes sabían todo esto de gramática. No puedo
creer que no lo sepan, aunque los conocimientos que posean puedan haberse oxidado un tanto por
falta de práctica en los rudimentos del arte de leer.

Sólo hay dos diferencias entre encontrar los términos que expresan las palabras, y las
proposiciones en oraciones. Una es que el segundo caso se emplea un texto más grande. Se
reúnen todas las oraciones que la rodean para dominar la oración en cuestión, tal como se usaron
las palabras que la rodeaban para interpretar una palabra en particular. En ambos casos, se
procede desde lo que ustedes entiendan a la elucidación gradual de lo que es, al principio,
relativamente ininteligible.
La otra diferencia reside en el hecho de que las oraciones complicadas, por lo general,
expresan dos o más proposiciones. No está completa la interpretación de una oración importante
mientras no se hayan separado de ella todas la proposiciones diferentes que contenga, aunque éstas
sean afines. La habilidad para hacer esto se obtiene fácilmente. Tomen alguna de las oraciones
complicadas que tiene este libro y traten de enunciar con sus propias palabras cada una de las
cosas que allí se afirman. Enumérenlas y las relaciónenlas

“¿Enúncielas con sus propias palabras!” Esto sugiere la mejor prueba que conozco para
averiguar si ustedes han comprendido la proposición o las proposiciones en la oración. Si cuando
se les pide que expliquen lo que el autor quiere decir en una oración en particular, todo lo que
ustedes pueden hacer es repetir sus mismas palabras, con algunas alteraciones de menor cuantía en
el orden en que las dicen, será bueno que sospechen que no saben qué quiere significar.
Idealmente, deberían poder decir la misma cosa con palabras completamente diferentes. Al ideal,
por su puesto, es posible aproximarse gradualmente; pero si no pueden omitir en absoluto las
palabras del autor, se habrá probado que “sólo palabras” han pasado de él a ustedes, “no así
192
pensamientos o conocimientos”. Conocen sus palabras, no su mente. El trataba de comunicarles
conocimientos, y ustedes sólo recibieron palabras.

El proceso de traducción de un idioma extranjero al inglés es muy indicado para ilustrar la


prueba que he sugerido. Si ustedes no pueden exponer, en una oración en inglés, lo que dice una
oración en francés, saben que no comprenden el significado del francés. Tal traducción está por
entero en nivel literal, porque aun cuando ustedes hayan construido una réplica fiel en inglés,
todavía pueden no saber qué trataba de comunicar el autor de la oración en francés. He leído una
cantidad de traducciones que revelan tal ignorancia.

Sin embargo, la traducción de una oración en inglés a otra no es meramente literal. La


nueva oración que ustedes han formado no es una réplica literal de la original. Si es exacta, sólo
será fiel al pensamiento; es por esto que la mejor prueba a que se puedan dedicar es la de hacer
tales traducciones, si es que desean estar seguros de haber captado la proposición, y no únicamente
tragado las palabras. Lo he experimentado innumerables veces con estudiantes. Nunca falla
cuando se quiere descubrir la falsificación de entendimiento. El estudiante que dice saber lo que el
autor quiere significar, pero que sólo puede repetir la oración del autor para demostrarlo no sería
capaz de reconocer la proposición del autor si se la presentasen con otras palabras.

El autor mismo puede expresar la misma proposición con diferentes palabras en el curso de
sus escritos. El lector que no ha visto, a través de las palabras, la proposición que comunican,
tratará, probablemente, a las oraciones equivalentes como si fuesen enunciadas de diferentes
proposiciones. Imagínense a una persona que no supiese que: “2+2 = 4 y 4 2 = 2” eran
numeraciones escritas de la misma relación aritmética relación de cuatro como el doble de dos, o
de dos como la mitad de cuatro.

Tendrían que llegar a la conclusión de que aquella persona, sencillamente, no entendió la


ecuación. La misma conclusión es aplicable por fuerza a ustedes, o a cualquier otra persona que
no puede explicar cuándo se hacen enunciados equivalentes de la misma proposición, o a quien no
puede ofrecer por sí mismo un enunciado equivalente cuando dice entender la proposición que una
oración contiene.

Estos conceptos tienen relación con el problema de leer dos libros sobre el mismo asunto.
Con frecuencia, diferentes autores
193
dicen la misma cosa con distintas palabras, o cosas diferentes usando casi las mismas palabras. El
lector que no pueda ver, a través del idioma, los términos y proposiciones, nunca llegará a ser
capaz de comparar tales obras afines. Por causa de sus diferencias verbales, es probable que lea
erróneamente a los autores creyendo que están en desacuerdo, o que ignore sus verdaderas
diferencias a causa de las semejanzas verbales de sus enunciados. Yo llegaría más lejos aún y diría
que una persona que no puede leer dos libros afines con discernimiento, no puede leer ninguno de
los dos por separado.

Hay otra prueba para determinar si ustedes entienden la proposición en una oración que
han leído. ¿Pueden señalar alguna experiencia que hayan tenido que la proposición describa, o
con la cual la proposición esté relacionada de algún modo? ¿Pueden ejemplificar la verdad
general que ha sido enunciada refiriéndose a algún ejemplo de ella en particular? A menudo es tan
bueno el imaginar un caso posible como informar sobre uno verdadero. Si no pueden hacer nada
en absoluto para ejemplificar o ilustrar la proposición, ya sea imaginariamente o por referencias a
sucesos verdaderos, deberían sospechar que no saben lo que se está diciendo.

Todas las proposiciones no son por igual susceptibles a esta prueba. Puede ser necesario
tener la experiencia especial que sólo un laboratorio es capaz de proporcionar, para estar seguro de
que se han captado ciertas proposiciones científicas. Más adelante volveremos a este punto en la
discusión de lectura de libros científicos; pero aquí, el punto principal está bien en claro. Las
proposiciones no existen en el vacío; se refieren al mundo en que vivimos. Y a menos que puedan
ustedes demostrar algún conocimiento de hechos verdaderos o posibles a los cuales se refiere la
proposición, o es de algún modo pertinente, ustedes se hallan “jugando con palabras”, no tratando
con pensamientos y saber.

Les daré un ejemplo. Una proposición básica en metafísica está expresada por las siguientes
palabras: “Nada actúa excepto lo que es actual”. He oído a muchos estudiantes repetirme estas
palabras con un aire de sabiduría satisfecha. Han pensado que estaban cumpliendo su deber para
conmigo, y para con el autor, con una repetición literal tan perfecta. Pero la falsa era demasiado
evidente. Primero les pediría yo que enunciasen la proposición con otras palabras; rara vez podían
decir, por ejemplo, que si algo no existe no puede hacer algo. Sin embargo, ésta es una traducción
directamente clara — clara, cuando menos, para cual–quiera que comprendiese la proposición en
la oración original.

Si no lograra obtener una traducción, les pediría que me ejemplificaran la proposición. Sí


alguno de ellos me dijese que la gente no huye de lo que es meramente posible —que un partido
de béisbol no se suspende a causa de "posibles" lluvias— yo sabría de inmediato que la
proposición había sido captada,

El vicio del "Literalismo" puede definirse como un mal hábito de usar palabras sin cuidarse de los
pensamientos que éstas deberían comunicar y el conocimiento de las experiencias a que ellas
deberían referirse. Es jugar con palabras. Como las dos pruebas que he sugerido lo indican, el
"literalismo" es el pecado que acosa a quienes no logran leer interpretativamente. Tales lectores
nunca llegan más allá de las palabras; poseen lo que leen como una memoria verbal que pueden
recitar vacíamente. Por extraño que parezca, una de las acusaciones hechas por educadores
progresistas contra las artes liberales, es la de que éstas tiende a al literalismo, cuando los hechos
prueban claramente que es el descuido en que la educación progresista tiene a las "tres erres" el
que trae exactamente ese resultado. El fracaso en la lectura —el literalismo imperfecto de aquellos
que no lo han sido instruidos en las artes de la gramática y la lógica, demuestra cómo la falta de tal
disciplina da por resultado la esclavitud a manos de las palabras, más bien que su dominio.
–6–
Hemos dedicado tiempo suficiente a las proposiciones. Ocupémonos ahora de la tercera
regla, que exige al lector que trate de los conjuntos de oraciones. Dije, anteriormente, que había
una razón para no formular esta tercera regla que indica que el lector debería encontrar los
párrafos más importantes. La razón es que no hay convenios establecidos entre escritores sobre
cómo construir párrafos. Algunos grandes escritores, tales como Montaigne y Locke, escriben
párrafos extremadamente largos; otros, tales como Maquiavelo y Hobbes, los escriben
relativamente breves. En la actualidad, bajo la influencia del estilo de periódicos y revistas, la
mayoría de los escritores tienden a cortar sus párrafos para acomodarse a la lectura rápida y fácil.
Debo confesarles que, en el curso de la escritura de este libro, a menudo he hecho dos párrafos de
lo que a mí me parecía ser más naturalmente uno,
195

porque se me ha dicho que a la mayor parte de los lectores les gustan los párrafos breves. Este
párrafo, por ejemplo, es probablemente demasiado largo. Si yo hubiese deseado mimar a mis
lectores, habría comenzado uno nuevo con las palabras "Algunos grandes escritores..."

No se trata meramente de una cuestión de extensión. El punto fastidioso en este caso se


refiere a la relación entre idioma y pensamiento. La unidad lógica hacia la cual la tercera regla
dirige nuestra atención es el argumento —una secuencia de proposiciones, algunas de las cuales
dan razón para otras—. Esta unidad lógica no está únicamente relacionada con ninguna unidad de
escritura reconocible, como los términos están relacionados con palabras y frases, y las
proposiciones con oraciones. Un argumento, como hemos visto, puede ser expresado en una sola
oración complicada; o puede expresarse en un número de oraciones que son sólo parte de un
párrafo. Algunas veces un argumento puede coincidir con un párrafo, pero también puede suceder
que un argumento recorra varios párrafos.
Aun hay una dificultad. Hay muchos párrafos, en cualquier libro, que no expresan en
absoluto ningún argumento —tal vez ni siquiera una parte de alguno—. Pueden éstos consistir en
un conjunto de oraciones que detallan pruebas o que informan sobre cómo las pruebas fueron
obtenidas. Así como hay oraciones que son de importancia secundaria, porque son simplemente
digresiones u "observaciones" marginales, también pueden haber párrafos de esta índole.

Por todo esto, sugiero la siguiente regla: Encuentren, si pueden, los párrafos en un libro
que enuncie sus argumentos importantes; pero si los argumentos no están así expresados, la tarea
de ustedes consiste "en construirlos", tomando una oración de este párrafo, y una de aquél, hasta
que hayan reunido en conjunto la secuencia de oraciones que enuncian las proposiciones que
componen el argumento.

Luego que hayan descubierto las oraciones principales, la construcción de los párrafos
debería ser relativamente fácil. Hay varios modos de hacerlo. Pueden apuntar en un anotador las
proposiciones que, juntas, forman un argumento; o pueden poner un número en el margen para
indicar el lugar donde se presentan las oraciones que deberían ser aunadas en una secuencia. Los
autores ayudan más o menos a sus lectores en este asunto de aclarar los argumentos. Los buenos
autores tratan de revelar, no de ocultar,
196
su pensamiento; sin embargo, ni siquiera todos los buenos autores actúan del mismo modo.
Algunos, tales como Euclides, Galileo, Newton (autores que escriben en estilo geométrico o
matemático), se aproximan mucho al ideal de hacer de un sólo párrafo una unidad demostrativa.
Con la excepción de Euclides, no hay casi ninguno que haga de cada párrafo un argumento. El
estilo de la mayoría de los que escriben en campos científicos, que no son matemáticos, tiende a
presentar dos o más argumentos en un solo párrafo o hacer que un argumento recorra varios de
ellos.

En la medida en que un libro esté más flojamente construido, los párrafos tenderán a ser
más difusos. Con frecuencia tienen ustedes que buscar a través de todos los párrafos de un
capítulo para encontrar las oraciones que pueden construir en el enunciado de un solo argumento.
He leído libros que obligan, a buscar en vano, y algunos que ni siquiera fomentan dicha búsqueda.
Un buen libro, por lo general, se compendia a sí mismo a medida que se desarrollan sus
argumentos. Si el autor resume sus argumentos, para beneficio de ustedes, al final de un capítulo,
o al final de una detallada sección, ustedes deberían ser capaces de releer las páginas anteriores y
encontrar los materiales que él hubo reunido en el sumario. En El Origen de las Especies, Darwin
compendia todo su argumento, para el lector, en el último capítulo, titulado "Recapitulación y
conclusión". El lector que ha atravesado el libro a fuerza de trabajo, merece esta ayuda. El que no
lo ha hecho, no puede hacer uso de ella.

Otra diferencia, entre un buen y un mal escritor, reside en la omisión de pasos en un


argumento. A veces éstos pueden ser omitidos sin perjuicio ni inconvenientes, porque las
proposiciones omitidas pueden, generalmente, ser–suplidas con los conocimientos comunes de los
lectores. Pero otras veces su omisión conduce a conclusiones erróneas y hasta puede ser hecha
con la intención de engañar. Una de las artimañas más comunes entre oradores y propagandistas
consiste en dejar de decir ciertas cosas, cosas que son de gran importancia para el argumento, pero
que pueden ser contradichas si se ponen en claro. Pese a que no esperamos tales recursos en un
autor honrado, cuya meta es instruirnos, no deja de ser una meta sensata del bien leer
cuidadosamente, dejar bien en claro cada paso de un argumento.

Sea cual fuese la clase del libro, la obligación de ustedes, como lectores, permanece
inmutable. Si el libro contiene argumentos, ustedes deben saber cuáles son, y esto compendiado.
Cualquier
197
buen argumento puede ser resumido. Hay, por supuesto argumentos construidos sobre
argumentos; en el curso de un análisis detallado, una cosa puede probarse con el fin de probar otra,
y esta puede a su vez ser usada para hacer afirmación más aún. Las unidades de razonamiento
son, sin embargo, argumentos simples. Si pueden encontrarlos en cualquier libro que estén
leyendo que pasen por alto las oraciones más grandes.

Pueden ustedes objetar que todo esto es muy fácil decirlo, pero que a menos que sepa la
estructura de un argumento, como lo hacen un lógico, ¿cómo puede esperarse encontrarlos en un
libro, o peor aún, construirlos cuando el autor no los enuncia sólidamente en un solo párrafo?
Puedo responder a esto indicando por qué debe ser evidente que ustedes no tienen que
saber acerca de los argumentos “lo que sabe un lógico". No sé si, para bien o para mal, hay
relativamente pocos lógicos, en el mundo. La mayoría de los libros que comunican conocimientos
y que pueden instruirnos, contienen argumentos. Están destinados al lector común, no a los
especialistas en lógica.

Yo, por mi parte, no creo que la gran competencia lógica sea necesaria para leer estos
libros. Repito lo que dije anteriormente, que la naturaleza de la mente humana es tal que si actúa
durante el proceso de la lectura, si llega a una transacción con el autor y capta sus proposiciones,
también verá sus argumentos.

No obstante, hay algunas cosas, que yo podría decir, que les resultarán a ustedes útiles para
poner en práctica esta tercera regla. En Primer lugar, se debe recordar que todo argumento ha de
involucrar una cantidad de enunciados. De éstos, algunos dan las razones por las cuales ustedes
deberían aceptar una conclusión que el autor propone. Si ustedes encuentran primero la
conclusión, busquen luego las razones; si encuentran primero las razones, vean a dónde conducen.

En segundo lugar, deben discernir entre la índole de argumentos que señala a uno o más
hechos en particular, como prueba para alguna generalización, y la índole que ofrece una serie de
enunciados generales, para probar alguna generalización más. Las proposiciones generales a las
cuales se les llama evidentes por si mismas, o axiomas, son proposiciones que conocemos como
ciertas tan pronto como comprendemos sus términos. Tales proposiciones son, en su esencia,
derivadas de nuestra experiencia de particulares.
198
Por ejemplo, cuando ustedes entiendan qué es cualquier “todo físico”, y cuando entiendan
qué es lo que significa para algo el ser parte de “tal” todo, sabrán de inmediato que el todo es
mayor que cualquiera de sus partes. Por medio de la comprensión de tres términos todo, parte y
mayor que conocerán de inmediato una proposición verdadera. El paso mas importante para llegar
a aquella verdad consiste en limitar el significado de la palabra “todo” por medio de la calificación
“físico”. La proposición de que el todo es mayor que una parte no es cierta para toda índole de
“todos”. Pero cuando ustedes usen estas palabras con significados restringidos, llegarán a
términos que son evidentemente afines en cierto modo. Lo que resulta evidente, de este modo, es
un axioma familiar, una proposición que los hombres han admitido como verdadera durante
muchos siglos.

Algunas veces, tales proposiciones son llamadas tautologías. El nombre no tiene mayor
importancia, salvo para indicar cómo se siente acerca de la proposición cuya verdad es clara sin
prueba una generalización que es argüida directamente de particulares. Cuando en los tiempos
modernos las verdades autoevidentes han sido llamadas “tautologías”, el sentimiento que las
respalda es, a veces, el de desdén por lo trivial, o una sospecha de prestidigitación. Los consejos
se extraen de un sombrero. Ustedes ponen la verdad adentro al definir las palabras, y luego la
sacan como si estuvieran sorprendidos de encontrarla allí. Sin embargo, tengan en cuenta que no
es éste el caso. Limitar el significado de una palabra no es definir una cosa; todos y partes son
cosas, no palabras; no las definimos; en realidad, no podemos hacerlo. Lo que hicimos fue limitar
nuestras palabras de modo que se refiriesen a un cierto tipo de cosa, con la cual estamos
familiarizados. Una vez que esto fue hecho, descubrimos que sabíamos algo que nuestras palabras
limitadas podían expresar.

En la literatura científica se observa la distinción entre la prueba de una proposición por


razonamiento, y su establecimiento por experimento. Galileo, en su obra Dos Nuevas Ciencias,
habla de ilustrar, por experimentos, conclusiones a las cuales ya se ha llegado por demostración
matemática. Y en un capítulo final, el gran filósofo Harvey escribe: “Ha sido demostrado por
razón y experimentos que la sangre por el latido de los ventrículos fluye a través de los pulmones
y corazón, y es bombeada hacia todo el cuerpo” A veces es posible mantener una proposición,
tanto por el razonamiento de otras verdades generales, como por el

199
ofrecimiento de pruebas experimentales. A veces sólo es asequible un método de argumento.

En tercer lugar, se debe observar qué es lo que el autor da por sentado, qué dice que pueda
comprobarse o presentar pruebas, y es lo que no necesita ser probado, por ser evidente en sí
mismo. Puede tratar honestamente de decirles a ustedes cuáles son sus suposiciones, o puede sólo
(y con la misma honestidad), dejar que ustedes las encuentren por su cuenta. Evidentemente, todo
no puede probarse, así como todo no puede definirse. Si toda proposición tuviese que ser probada,
no podría llegarse a ninguna prueba. Cosas tales como axiomas, o proposiciones de algún modo
provocadas por la experiencia, y suposiciones, o postulados, son necesarias para la prueba de otras
proposiciones.

Si estas otras son aprobadas, pueden, por supuesto, ser usadas como premisas en futuras
pruebas.
–7–

Estas tres reglas de lectura —acerca de términos, proposiciones, y argumentos— pueden encontrar
su culminación en otra regla, cuarta y final. Esta cuarta regla gobierna el último paso en la
segunda lectura de un libro. Aún más que esto, une a la segunda lectura con la primera.

Tal vez ustedes recuerden que el último paso en la primera lectura era el descubrimiento de
los problemas principales que el autor trataba de solucionar en el curso de su libro. Ahora bien:
después de que ustedes hayan llegado a una transacción con el autor, captando sus proposiciones y
argumentos, pueden controlar lo que han descubierto contestando las siguientes preguntas: ¿Cuáles
de los problemas que el autor "trató" de solucionar "logró" hacerlo? ¿En el curso de la solución de
éstos, se embarcó en otros nuevos? De los problemas que no logró solucionar, antiguos o nuevos,
¿en cuáles supo el autor que había fracasado? Un buen escritor, como un buen lector, debería
saber si un problema ha sido, solucionado aunque puedo ver cómo podría causarle al lector menos
molestias el reconocer el fracaso.

Cuando sean ustedes capaces de responder a estas preguntas, podrán sentirse


razonablemente seguros de haber logrado comprender el libro. Si comenzaron con un libro que
estaba por encima de ustedes –y por consiguiente, uno que podía enseñarles algo– han dado un
gran paso adelante.
200

Más aún, están ahora capacitados para completar la lectura del libro.
La tercera y última etapa de la tarea será relativamente fácil. Han estado ustedes
manteniendo sus ojos y mentes abiertos y sus bocas cerradas. Hasta aquí, han seguido al autor. De
aquí en adelante, van a tener una oportunidad de discutir con el autor
y de expresarse ustedes mismos.
CAPÍTULO XII
EL CEREMONIAL DE LA CONTRADICCIÓN

–1–

Al finalizar el capítulo anterior dije que habíamos recorrido un largo camino. Hemos
aprendido lo que se espera de nosotros en la primera lectura de un libro; ésta es la lectura en la
cual analizamos la estructura del libro. También hemos aprendido cuatro reglas para llevar a cabo
una segunda lectura del mismo libro —una lectura interpretativa—. Las cuatro reglas son: (1)
llegar a una transacción con el autor al interpretar sus palabras básicas; (2) captar las proposiciones
importantes del autor mediante la búsqueda de sus oraciones importantes; (3) conocer los
argumentos del autor encontrándolos en secuencias de oraciones, o construyéndolos con dichas
secuencias; (4) determinar, entre sus problemas, cuáles solucionó el autor y cuáles no, y de estos
últimos, decir cuáles supo el autor no había logrado solucionar

Ahora están ustedes en condiciones de leer del tercer modo el mismo libro. Aquí recibirán
la recompensa de todos los esfuerzos que realizaron anteriormente.

Leer un, libro es como una especie de conservación. Ustedes pueden creer que no es así,
porque el autor lo dice todo y a ustedes no les queda nada por decir. Si lo creen así no se dan
cuenta de las oportunidades y obligaciones de un lector.

En realidad, el lector tiene la última palabra. El autor ha dicho lo que deseaba, y entonces
le toca el turno al lector. La conversación entre un libro y podrá parecer algo muy ordenado, con
cada parte hablando por turno sin interrupciones, etcétera. Sin embargo, sí el lector es disciplinado
y descortés, puede ser todo menos ordenado. El pobre autor no puede defenderse. No puede
decir: "¡Eh!, aguarden a que yo acabe, para; comenzar a discrepar conmigo". No puede protestar
porque el lector no haya comprendido el verdadero sentido de sus palabras.

Las conversaciones corrientes entre personas que se enfrentan son buenas sólo cuando se
mantienen decentemente. No estoy pensando meramente en la decencia según los
convencionalismos sociales, en lo que a cortesía se refiere. Hay, además, un protocolo intelectual
que debe ser observado. Sin él, la conversación
202
es una guerra de palabras, en lugar de ser una comunicación provechosa. Naturalmente, aquí doy
por descontado que la conversación es acerca de un asunto grave sobre el cual puede estarse, o no,
de acuerdo. Entonces es importante que los que la mantienen se conduzcan bien. De otro modo,
no se obtienen beneficios de esta empresa. El beneficio de la buena conversación reside en lo que
de ella se aprende.

Lo que reza con la conversación común es más aplicable aún a la situación un tanto
especial, en la que un libro le ha hablado al lector y el lector le responde. Por el momento,
daremos por sentado que el autor es bien disciplinado; puede deducirse que ha conducido bien su
parte de conversación en el caso de los grandes libros. ¿Qué "puede" hacer el lector para estar a la
recíproca? ¿Qué "debe" hacer para mantener bien sus teorías?

El lector tiene una obligación así como una oportunidad de responder. La oportunidad es
bien evidente. Nada puede evitar que el lector abra juicio. Las raíces de la obligación, sin
embargo, están un poco más profundas en la naturaleza de las relaciones entre libros y lectores.

Sí un libro pertenece a la índole de los que comunican conocimientos, el fin del autor era
instruir. Ha tratado de enseñar; ha tratado de convencer o de persuadir a su lector acerca de algo.
Sus esfuerzos son coronados por el éxito sólo si el lector dice finalmente: “He sido enseñado.
Usted me ha convencido de que tal y tal cosa es verdad, o me ha persuadido de que es probable".
Pero aun si el lector no está convencido o persuadido, la intención y el esfuerzo del autor deberían
respetarse. El lector le debe un juicio considerado; si no puede decir "Estoy de acuerdo", debe
cuando menos tener una base para disentir o para suspender su juicio sobre el asunto.

Sólo digo que un buen libro merece ser leído activamente. La actividad en la lectura no
concluye con la tarea de comprender lo que un libro dice. Debe ser completada con la tarea de
crítica, de juicio. El lector pasivo peca contra este requisito, probablemente más aún que contra
las reglas de análisis e interpretación. No sólo no realiza esfuerzos para comprender; descarta un
libro dejándolo simplemente de lado u olvidándolo. Hace algo peor que alabarlo tímidamente: lo
condena al no hacerle consideraciones críticas de ninguna índole.
203
–2–
Lo que quiero significar con responder, como podrán ver ahora, no es algo independiente de la
lectura. Es el tercer modo en que un libro debe ser leído. En este caso, como en el caso de las
otras dos lecturas, existen reglas. Algunas de éstas son máximas generales de etiqueta intelectual.
Nos ocuparemos de ellas en este capítulo; otras son criterios más determinados para definir los
puntos de crítica, y serán discutidos en el próximo capítulo.

Hay una tendencia a pensar que un buen libro se halla por encima de la crítica del lector
común. El lector y el autor no son iguales. El autor sólo puede juzgar por un jurado formado por
sus iguales. Recuerden la recomendación de Bacon al lector: “Lean, no para contradecir y refutar;
no para creer y dar por supuesto; no para encontrar temas de conversación y de raciocinio; sino
para pesar y considerar”. Sir Walter Scott reprende aún más directamente a aquellos que leen para
durar o leen para escarnecer.

Hay aquí algo de verdad, como lo veremos, pero no me place el halo de impecabilidad que
así rodea a los libros, y la falsa piedad que ésta engendra. Los lectores pueden no asemejarse a
niños, en el sentido en que los grandes autores pueden enseñarles, pero esto no significa que no se
les deba prestar atención. Estoy, seguro de que Cervantes tenía razón cuando decía: “No hay libro
tan malo que no se le pueda encontrar algo bueno”. Sin embargo, creo que no existe un libro tan
bueno que en el no pueda hallarse una falta.

Es cierto que un libro capaz de ilustrar a sus lectores, y en sentido es su superior, no


debería ser criticado por ellos hasta que lo comprendiesen. Cuando así lo hagan, se habrá elevado
casi hasta igualarse con el autor. Ahora se encuentran en condiciones de ejercer los derechos y
privilegios de su nueva posición. A menos que ejerzan ahora sus facultades críticas, le están
haciendo una injusticia al autor. El ha hecho lo que ha podido para poner a sus lectores a su
mismo nivel, y es digno de que ellos actúen como iguales suyos, de que traben conversación con
él, de que le respondan.
Como lo indiqué anteriormente por lo general la docilidad es confundida con la
subordinación. (Tenemos una tendencia a olvidar que la palabra "dócil" se deriva de la raíz latina
que significa enseñar o ser enseñado). Una persona es erróneamente

204
considerada dócil sí es pasiva y manejable. Por el contrario, la docilidad es la virtud
extremadamente activa de ser enseñable. Nadie que no ejerza libremente su poder de juzgar con
independencia puede ser realmente enseñable. El lector más dócil es, por lo consiguiente, el más
crítico. Es el lector que finalmente responde a un libro con el mayor esfuerzo para decidir su
opinión sobre los asuntos que el autor ha tratado.

Digo "finalmente", porque la docilidad requiere que un maestro sea oído por completo y,
más aún que eso, comprendido antes de ser juzgado. También debería agregar que una cantidad de
esfuerzo no es un criterio adecuado de docilidad por sí sólo. El lector debe saber juzgar un libro,
así como debe saber llegara un entendimiento de su contenido. Este tercer grupo de reglas para la
lectura es una guía para la última etapa del ejercicio disciplinado de la docilidad.

Hemos encontrado en todas partes una cierta reciprocidad entre el arte de enseñar y el de
ser enseñado, entre la destreza del autor, que lo convierte en un escritor considerado, y la del lector
que lo induce a manejar un libro con consideración. Hemos visto cómo los mismos principios de
gramática y lógica son la razón fundamental de las reglas del bien escribir, así como de las reglas
del bien leer. Las reglas que hemos tratado hasta ahora se refieren al logro de inteligibilidad por
parte del escritor, y de comprensión por parte del lector. Este último grupo de reglas sobrepasa al
entendimiento para llegar al juicio crítico. Aquí es donde la retórica entra en juego.

Hay, por supuesto, muchas ocasiones de usar la retórica. Por lo general pensamos en ella
en relación con el orador o con el propagandista. Pero en su significado más común, la retórica
está involucrada en toda situación en la cual la comunicación tiene lugar entre hombres. Sí
nosotros somos los oradores, deseamos no sólo que nos entiendan, sino también que estén de
acuerdo con nuestras palabras, en algún sentido. Si nuestro propósito es serio al tratar de
comunicar algo, deseamos convencer o persuadir—más exactamente, convencer— acerca de
asuntos teóricos y persuadir acerca de asuntos que en su esencia afectan a la acción o al
sentimiento.

Para ser igualmente serios al recibir tal comunicación, se debe ser no sólo un agente
interesado, sino también responsable. Se es interesado cuando se sigue lo que ha sido dicho y se
nota la intención que impulsa a decirlo. Pero también se tiene la res–
205

ponsabilidad de tomar una posición. Cuando ustedes la toman, es de ustedes, no del autor.
Considerar responsable de sus juicios a alguien que no sea ustedes, es ser un esclavo, no un
hombre libre.

Por parte del orador, o del escritor, la habilidad retórica consiste en saber cómo convencer
o persuadir. Puesto que éste es el fin último a tener en cuenta, todos los otros aspectos de
comunicación deben servirle. La habilidad gramatical y lógica para escribir clara e
inteligiblemente tiene virtud en sí misma pero es también un medio para llegar a un fin.
Recíprocamente, por parte del lector u oyente, la habilidad retórica cosiste en saber cómo
reaccionar ante cualquiera que trate de convencernos o persuadirnos. Aquí, la habilidad gramatical
y lógica, que nos capacita para comprender lo que se dice, también prepara el terreno para una
reacción lógica.
–3–
De este modo ven ustedes cómo las tres artes, gramática, lógica, y retórica, cooperan para
regular los procesos de leer y escribir. La habilidad en las primeras dos lecturas provienen de una
maestría en la gramática y en la lógica. La habilidad en la tercera depende del arte restante. Las
reglas de esta tercera lectura se apoyan en los principios de retórica, concebidos en su más amplio
sentido. Las consideraciones como un código de etiqueta para hacer al lector, no sólo cortés, sino
efectivo en sus respuestas.

Probablemente ustedes también verán qué es lo que será la primera regla. Ya lo he


insinuado varias veces. Es sencillamente que no deben ustedes comenzar a responder hasta que
hayan escuchado atentamente y estén seguros de haber comprendido. Hasta que estén
honestamente satisfechos de haber llevado a cabo las dos primeras lecturas, no deberían sentirse en
libertad de expresarse. Cuando lo hayan hecho, no sólo pueden abrir juicio crítico, sino que deben
hacerlo.

Esto significa que la tercera lectura debe seguir siempre, a su debido tiempo, a las otras dos
primeras lecturas se compenetran entre sí. Son separadas en tiempo, sólo para el principiante y
aún puede éste combinarlas de alguna manera. Ciertamente, el lector experto puede descubrir el
contenido de un libro al analizar el todo en sus partes y, al mismo tiempo, al construir el todo con
sus elementos de pensamiento y conocimiento, sus términos, proposiciones y argumentos.
206
Pero el experto, al igual que el principiante, debe aguardar hasta que comprenda antes de criticar
con justicia.

Volveré a exponer esta primera regla de lectura crítica del siguiente modo: "Ustedes deben
ser capaces de decir, con una certeza razonable, "comprendo", antes de que puedan decir
cualquiera dé las cosas siguientes: "estoy de acuerdo", o "disiento", o "suspendo juicio". Estas tres
observaciones agotan todas las posiciones críticas que puedan ustedes adoptar. Espero no haber
cometido el error de suponer que criticar es siempre disentir. Esta es una mala interpretación,
desgraciadamente muy común. Estar de acuerdo es tan ejercicio de juicio crítico, por parte de
ustedes, como disentir. Pueden estar justamente tan equivocados al asentir como al disentir.
Asentir sin comprender es de mentecatos. Disentir sin comprender es impúdico.

Aunque pueda no resultar tan evidente al principio, la suspensión de juicio es también un


acto de crítica. Es adoptar la posición de que algo no ha sido demostrado.

Esta regla parece dictada por el sentido común de un modo tan evidente que puede
extrañarles a ustedes el que yo me haya tomado la molestia de exponerla tan claramente. Tengo
dos razones. En primer lugar, muchas personas cometen el error, antes mencionado, de identificar
a la crítica con el desacuerdo. En segundo lugar, aunque esta regla parece evidentemente sensata,
mi experiencia me dice que pocas personas la observan en la práctica. A semejanza de la regla de
oro, ésta exige más servicio labial que obediencia inteligente.
He tenido la experiencia compartida por todos los autores, de sufrir los juicios de críticos
que no se sintieron obligados a realizar en primer término la primera lectura. El crítico piensa con
demasiada frecuencia que no tiene que ser lector, desde que es juez. También me ha sucedido, al
dictar conferencias, tanto en la universidad como en plataformas públicas, que se me hayan hecho
preguntas críticas que no estaban basadas en nada de lo que yo había dicho; (por una "pregunta
crítica" quiero significar ese recurso retórico por medio del cual alguien entre el público trata de
"arrancar la careta" al orador). Y tal vez recuerden ustedes una ocasión en la cual alguien le dijo a
un orador: de un resuello o cuando más de dos. "Yo no sé qué es lo que usted quiere decir, pero
creo que está usted equivocado".

He aprendido gradualmente que no tiene objeto responder a críticas de esta índole. Lo


único cortés que se puede hacer es
207
pedirles que expongan, en nombre de ustedes, la posición que están desafiando, y a la que creen
tener derecho; si no pueden hacerlo satisfactoriamente, si no pueden repetir lo que ustedes han
dicho "con sus propias palabra” ustedes sabrán que no han entendido, y estarán enteramente
justificados al ignorar sus críticas. Estas no vienen al caso y están fuera de lugar, como deben
estarlo todas las que no se basen sólidamente en el entendimiento. Cuando ustedes encuentren a la
persona extraordinaria, que demuestre que entienden lo que ustedes están diciendo tan bien como
ustedes mismos, entonces podrán gozar con su aprobación, o preocuparse seriamente si ella
disiente.
En años de leer libros con estudiantes, he descubierto que esta regla es más honrada en la
violación que en la observancia. Los estudiantes que, sencillamente, no saben que dice el autor,
parecen no hesitar en erigirse en sus jueces. No sólo disienten con algo que no comprenden, sino
lo que es igualmente malo, que a menudo están de acuerdo con una posición que no pueden
expresar inteligiblemente por su cuenta. Su discusión, como su lectura, es toda palabras, palabras,
palabras. Cuando el entendimiento no se halla presente, las afirmaciones y las negaciones son
igualmente carentes de sentido e inteligencia. Ni tampoco una posición de duda o despego denota
más inteligencia en un lector que no sabe acerca de qué está suspendiendo juicio.

Aún hay otros puntos que tener en cuenta, en lo que concierne a la observancia de esta
regla. Si ustedes están leyendo un gran libro deberían hesitar antes de decir “comprendo”. Se
supone que tendrían que trabajar muchísimo antes de poder hacer esa declaración con toda
honradez y certeza. Por su puesto, ustedes deben ser sus propios jueces en este asunto, y esto hace
que la responsabilidad sea mayor aún

Decir "no comprendo", es, naturalmente, abrir un juicio crítico, pero sólo después de que
hayan tratado de esforzarse lo más que puedan se refleja éste, en el libro más que en ustedes
mismos. Si han hecho todo lo que de ustedes podía esperarse y todavía no entienden, esto puede
esto puede atribuirse a que el libro sea incomprensible. La presunción es, sin embargo, en favor
del libro, especialmente sí es éste un gran libro. Al leer grandes libros, el fracaso en el
entendimiento es, por lo general, culpa del lector. Por consiguiente éste se ve obligado a proseguir
con la tarea de las primeras dos lecturas durante un largo lapso antes de comenzar la tercera.
Cuando ustedes dicen “no comprendo”, presten aten–
208

ción al tono de su voz. Estén seguros de que éste admite la posibilidad de que la culpa no sea del
autor.

Hay otras dos condiciones bajo las cuales la regla exige un cuidado especial. Si ustedes
están leyendo sólo una parte del libro, es más difícil estar seguros de que entienden, y, por lo tanto,
deberían vacilar más antes de criticar. Algunas veces un libro está relacionado con otros del
mismo autor, y depende de ellos para su significado total. En esta situación, también, deberían
ustedes ser más circunspectos al decir "entiendo", y más lentos para empuñar su lanza crítica.

El mejor ejemplo de impetuosidad, en lo que a esto último se refiere, lo ofrecen los críticos
literarios que han estado o no de acuerdo con La Poética, de Aristóteles, sin comprender que los
principios más importantes en el análisis de la poesía de Aristóteles dependen, en parte, de puntos
hechos en otras de sus obras, sus tratados sobre psicología, lógica y metafísica. Han asentido y
disentido sin comprender de qué se trataba.

Lo mismo reza con otros escritores, tales como Platón y Kant, Adam Smith y Carlos Marx,
quienes no han sido capaces de decir todo lo que pensaron o supieron en una sola obra. Los que
juzgan a La Crítica de la Razón Pura, de Kant, sin leer su Crítica de la Razón Política, o La
Riqueza de las Naciones, de Ádam Smith, sin leer su Teoría de los Sentimientos Morales; o El
Manifiesto Comunista sin El Capital, de Marx, tienen muchas probabilidades de asentir o de
disentir con algo que no entienden totalmente.
–4–
La segunda máxima general de lectura crítica es tan obvia como la primera, pero, sin
embargo, necesita ser enunciada claramente por la misma razón. Esta es que: "no tiene objeto el
ganar un argumento si ustedes saben o sospechan que están equivocados". Prácticamente puede,
por supuesto, dicho triunfo colocarles en una posición prominente en el mundo por un corto
tiempo. Pero a la larga, la honradez es la mejor política.

Enunciada de este modo, aprendí la máxima, de labios de Mr. Beardsley Rumi, en la época
en que éste era decano de la "División de ciencia social" en Chicago. La expuso a la luz de
muchas tristes experiencias, tanto en el mundo académico como fuera de él. Desde entonces se ha
convertido en un líder del mundo mercantil y todavía sigue viendo confirmada su teoría, de que
209
muchas personas piensan que una conversación es una ocasión para el engrandecimiento personal.
Creen que lo que interesa es ganar una discusión, no aprender una verdad.

Aquel que considera a la conversación como una batalla sólo puede ganar siendo un
antagonista, sólo estando en desacuerdo exitosamente ya sea que tenga razón o que esté
equivocado. El lector que encara un libro con este espíritu, lee sólo para encontrar algo con qué
disentir. Para el disputador y el contencioso, siempre hay un hueso que roer. No tiene importancia
que el hueso sea, en realidad, una astilla del hombro de su contrincante. Lo que busca es un casus
belli —como un incidente en el Lejano Oeste o en la Europa Central.

Ahora bien, en una conversación que el lector mantiene con un libro en la intimidad de su
propio estudio, no hay nada que le impida ganar la controversia. Puede dominar la situación; el
autor no está allí para defenderse. Si todo lo que desea es la frívola satisfacción de pensar que
desenmascara al autor, puede dársela fácilmente. Apenas tiene necesidad de leer todo el libro para
encontrar una oportunidad. Una ojeada a las primeras páginas le bastará.
Pero si se da cuenta de que el único beneficio de la conversación con maestros vivos o
muertos, se deriva de lo que se pueda aprender de ellos; sí comprende que sólo se gana obteniendo
conocimientos, no humillando al contrincante, puede ver la futilidad del espíritu de contradicción.
No digo que un lector no debiese, en el fondo, estar en desacuerdo y tratar de demostrar dónde está
equivocado el autor. Sólo digo que debería estar tan preparado para asentir como para disentir.
Cualquiera de las dos cosas que haga deberían estar motivadas por una sola consideración—los
hechos y la verdad en lo que a ello ser refiere.

Aquí se requiere algo más que honradez. Se sobreentiende que un lector debería admitir
un punto cuando lo ve; pero tampoco debería “sentirse” vapuleado al tener que estar de acuerdo
con el autor en lugar de disentir. Si se siente así, es crónicamente sentencioso. A la luz de esta
segunda máxima, le aconsejaría visitar a un psicoanalista antes de tratar de leer muchas lecturas
serias.
210
La tercera máxima está relacionada íntimamente con la segunda. Enuncia otra condición
previa al comienzo de la crítica; recomienda "que se considere a los desacuerdos como
solucionables". Mientras que la segunda regla les exigía a ustedes no disentir "disputadoramente",
ésta otra les previene contra el desacuerdo "sin esperanza". Uno se siente desesperanzado acerca
dela fecundidad de la discusión si no reconoce que todos los hombres racionales pueden
entenderse. Noten que dije "pueden entenderse". No dije que todos los hombres racionales "se
entienden". Digo que aún cuando no se entiendan, pueden hacerlo. Y lo que estoy tratando de
dejar sentado es que el desacuerdo es una agitación fútil, si no se encara con la esperanza de que
pueda conducir a la resolución del problema.

Estos dos hechos —que los hombres no se entienden y que pueden entenderse— emanan
de la complejidad de la naturaleza humana. Los hombre son animales racionales; su racionalidad
es la fuente de su poder para concordar. Su animalidad, y las imperfecciones de su razón que ésta
origina. Son la causa de la mayoría de los desacuerdos que tengan lugar. Hay criaturas de pasión
y de prejuicio. El idioma que deben usar para comunicarse es un medio imperfecto, nublado por la
emoción y coloreado por el interés, así como inadecuadamente transparente para el pensamiento.
Sin embargo, en la medida en que los hombres son racionales, estos obstáculos para su mutua
comprensión pueden ser vencidos. La índole de desacuerdo que es sólo aparente y deriva de
errores de interpretación es, por cierto, curable.

Hay, por supuesto, otra clase de desacuerdo, que es debido a desigualdades de


conocimiento. El ignorante disiente a menudo tontamente con el instruido acerca de asuntos que
sobrepasan sus conocimientos. El más instruido, sin embargo, tiene derecho a criticar errores
cometidos por aquellos que carecen de conocimientos pertinentes. Los desacuerdos de esta índole
también pueden ser corregidos. La desigualdad de conocimientos es también curable por medio de
la instrucción.

En otras palabras, digo que todos los desacuerdos humanos pueden ser solucionados por
medio de la eliminación de malas inteligencias o de la ignorancia. Ambas curas son siempre
posibles, aunque a veces resulten difíciles. Por lo tanto, el hombre que, a cualquier altura de la
conversación, disiente, debería cuando me–
211
nos tener la esperanza de llegar a un acuerdo al final. Debería estar tan preparado para cambiar de
opinión como para tratar de que otro la cambiase. Siempre debería tener presente la posibilidad de
no comprender bien, o de que en algún punto es ignorante. Nadie que considere a un desacuerdo
como una ocasión para enseñar a otro debería olvidar que también es una ocasión de ser enseñado.

Pero la dificultad reside en que mucha gente considera a los desacuerdos como no
relacionados con enseñar o ser enseñado. Creen que todo es sólo cuestión de opiniones. Yo tengo
la mía. Ustedes tienen la suya. Nuestro derecho a tener nuestras opiniones es tan inviolable como
nuestro derecho a la propiedad privada. Bajo tal punto de vista, la comunicación no puede ser
provechosa si el beneficio a obtener es un aumento de conocimientos.

La conversación es apenas algo mejor que un partido de ping pong de opiniones contrarias,
un partido en el cual nadie lleva cuenta de los tantos, nadie gana, y todos están satisfechos por–que
concluyen manteniendo las mismas opiniones con que comenzaron.

Yo no puedo pensar así. Creo que los conocimientos deben ser comunicados y que la
discusión puede acabar en aprendizaje. Si es saber, y no opinión, lo que está en juego, el
desacuerdo es sólo aparente, y desaparecerá al llegar a una transacción y a una reunión de mentes;
o, sí es real, entonces los problemas genuinos pueden siempre ser resueltos —a la larga, por
supuesto— haciendo un llamamiento a los hechos y a la razón. La máxima de la racionalidad en
lo que respecta a los desacuerdos es ser paciente a la larga. Digo, en síntesis, que los desacuerdos
son asuntos discutibles. Y un argumento es vacío y maligno si no se comienza sobre la suposición
de que hay una verdad asequible, la cual, cuando es alcanzada por la razón a la luz de toda la
evidencia pertinente, resuelve los problemas originales.

¿Cómo se aplica esta tercera máxima a la conversación entre lector y autor? Esta trata de
la situación en la cual el lector se halla al disentir con algo en un libro; requiere que primero esté
seguro de que el desacuerdo no se debe a una mala inteligencia. Supongamos que el lector ha
tenido el cuidado de observar la regla que establece que él no debe comenzar una lectura crítica
hasta que entienda, y esté, por consiguiente, satisfecho al ver que no hay en este caso malos
entendidos. Y luego ¿que? esta máxima le exige entonces que distinga entre conoci–
212
mientos y opinión, y que considere a un problema que concierne al conocimiento como algo
solucionable. Si continúa más adelante con el asunto, puede ser instruido por el autor sobre puntos
que alterarán sus conceptos. Sí aquello no sucediese, puede verse justificado en su crítica, y,
metafóricamente cuando menos, ser capaz de instruir al autor. Puede por lo menos tener la
esperanza de que sí el autor estuviese vivo y presente, su opinión podría ser cambiada.

Tal vez ustedes recuerden algo que fue dicho en el capítulo anterior. Si un autor no da
razones para sus proposiciones, éstas sólo pueden ser tratadas como expresiones de opinión por
parte suya. El lector que no distingue entre la exposición razonada de conocimientos y la insulsa
expresión de opiniones, no está leyendo para aprender. Cuando más, está interesado en la
personalidad del autor y usa el libro como un caso de historia. Tal lector, por supuesto, ni estará de
acuerdo ni disentirá; no juzgará el libro sino el hombre.

Si, no obstante, el lector está fundamentalmente interesado en el libro y no en el hombre —


si, tratando de aprender, busca conocimientos y no opiniones— debería tomar en serio sus
obligaciones críticas. La distinción entre conocimientos y opinión es aplicable a él, así como al
autor. El lector debe hacer más que abrir juicios de acuerdo o, desacuerdo. Debe dar razones. | En
el primero de los casos, naturalmente, basta con que comparta activamente las razones del autor
sobre el punto acerca del cual están ambos de acuerdo. Pero cuando disiente, debe dar sus propios
motivos para hacerlo así. De otro modo, está tratando a un asunto de conocimientos como sí fuera
de opinión.

Compendiaré ahora las tres máximas generales que he tratado. Las tres juntas enuncian las
condiciones de una lectura crítica y la manera en la cual el lector debería proceder a contestar.

La primera exige del lector que complete la tarea de entendimiento antes de entrar
precipitadamente en la lectura. La segunda le ruega que no sea disputador o contencioso. La
tercera le pide que encare los desacuerdos sobre asuntos de conocimientos como algo remediable.
Llega más lejos aún: le orden que dé razones para sus discrepancias de modo tal que los problemas
no sean meramente enunciados, sino también definidos. Es en esto que reside toda la esperanza de
resolverlos.
213

CAPÍTULO XIII
LAS COSAS QUE EL LECTOR PUEDE DECIR

–1–

Lo primero que un lector puede decir es que entiende o que no entiende. En realidad, debe decir
que entiende, con el objeto de decir más. Si no entiende, debe tener paciencia y volver a leer dos
veces el libro.

Hay una excepción a la severidad de la segunda alternativa. "No entiendo” puede ser, en
sí, una observación crítica. Para que así lo sea, el lector debe ser capaz de mantenerla. Si la falta
reside en el libro más bien que en él mismo, el lector ha de localizar los orígenes de la dificultad.
Debe poder demostrar que la estructura del libro es desordenada, que sus partes no tienen
cohesión, que algo en éste carece de pertinencia. O, tal vez, que el autor se equivoca en el uso de
palabras importantes, con toda una cadena de confusiones que esto trae como consecuencia. En la
medida en que un lector pueda mantener su cargo de que un libro es inteligible, no tiene más
obligaciones críticas.

Supongamos, sin embargo, que ustedes están leyendo un libro. Esto significa que es un
libro relativamente inteligible. Y supongamos que, finalmente, pueden decir “entiendo”. Si
además de entender el libro, están ustedes totalmente de acuerdo con lo que dice el autor, la tarea
ha concluido; ustedes han sido ilustrados y convencidos, o persuadidos. Es evidente que sólo
tendremos pasos adicionales por considerar, en el caso de discrepancia o suspensión de juicio. El
primero es el caso más común. Nos ocuparemos especialmente de él en este capítulo.

En la medida en que los autores arguyen con sus lectores y esperan de sus lectores que a su
vez les contesten, el buen lector debe estar familiarizado con los principios del argumento. Debe
ser capaz de mantener una controversia cortés, así como inteligente. Es por esto que un capítulo
de tal índole resulta necesario en un libro sobre lectura. No simplemente “siguiendo” los
argumentos de un autor, sino también “encontrándolos”, puede el lector llegar finalmente a un
acuerdo o desacuerdo importante con sus autores.
214

El significado del acuerdo y desacuerdo merece un momento más de consideración. El


lector que llega a una transacción con un autor y capta sus proposiciones y razonamientos, está en
rapport con la mente del autor. En realidad todo el proceso de interpretación está encaminado a
un encuentro de mentes mediante el idioma. Puede describirse el entendimiento de un libro como
una especie de acuerdo entre escritor y lector. Están de acuerdo acerca del uso del idioma para
expresar ideas. Por este acuerdo, el lector puede ver, a través del idioma del autor, las ideas que
éste trata de expresar.

Si el lector entiende un libro, ¿cómo puede disentir con él? La lectura crítica le exige que
se decida; pero su mente y la del autor se han identificado a través de su éxito al entender el libro.
¿Qué mente le queda para resolver independientemente?

Hay algunas personas que cometen el error que motiva esta aparente dificultad. No logran
distinguir entre los dos sentidos de "acuerdo". En consecuencia, suponen erróneamente que donde
hay entendimiento entre hombres, el desacuerdo es imposible. Dicen que todo desacuerdo se debe
simplemente a malas inteligencias.

El error se corrige en cuanto recordamos que el autor está abriendo juicios sobre el mundo
en que vivimos. Sostiene que nos está dando conocimientos teóricos acerca del modo en que las
cosas existen y se comportan, o conocimientos prácticos acerca de lo que debe hacerse.
Evidentemente, puede estar en lo cierto o equivocado. Su pretensión está sólo justificada en la
medida en que hable verídicamente, o diga lo que es probable a la luz de la evidencia; de otro
modo, su pretensión es infundada.

Si ustedes dicen, por ejemplo, que "todos los hombres son iguales", puede interpretarse
que quieren decir que todos los hombres están igualmente dotados, al nacer, de inteligencia,
fuerza, y otras habilidades. A la luz de los hechos, según yo los conozco, estoy en desacuerdo con
ustedes; creo que están equivocados. Pero supongo que les he entendido mal. Supongo que con
estas palabras quisieron significar que "todos los hombres deberían tenerlos mismos derechos
políticos". Mi desacuerdo estuvo fuera de lugar porque interpreté mal lo que ustedes significaron.
Ahora supongamos que el error está subsanado; quedan aún dos alternativas. Puedo asentir o
disentir, pero si ahora disiento hay un verdadero problema entre nosotros. Comprendo la posición
política de ustedes, pero mantengo una posición contraría.
215

Los problemas referentes a hechos o costumbres —problemas acerca del modo en que las
cosas son o deberían ser— son reales solamente cuando están basados en un entendimiento mutuo
de lo que se está diciendo. Un acuerdo acerca del uso de las palabras es la condición
absolutamente indispensable para un acuerdo o desacuerdo auténtico acerca de los hechos en
discusión. Es a causa de (y no pese a) el encuentro de ustedes con la mente del autor por medio de
una sensata interpretación de su libro, que pueden decirse sobre si deben convenir con la posición
que él ha adoptado, o disentir con ella.

–2–

Consideremos ahora la situación en la cual, habiendo dicho ustedes que entienden,


comienzan a disentir. Si han tratado de obrar de acuerdo con las máximas enunciadas en el
capítulo anterior, disienten porque creen que puede demostrarse que el autor está equivocado en
algún punto. No están sencillamente voceando sus prejuicios o expresando sus emociones.

En una época que ahora me parece a muchos años de distancia, escribí un libro llamado
Dialéctica. Era mi primer libro, y estaba equivocado en muchos sentidos, pero por lo menos no
era tan pretencioso como su título. Trataba del arte de la conversación inteligente, del ceremonial
de la controversia.

Mi error principal consistió en pensar que toda cuestión tiene dos aspectos que pueden
estar igualmente en lo cierto. Entonces no sabía distinguir entre conocimientos y opinión. Pese a
este error, creo que sugerí correctamente tres condiciones que deben llenarse en orden, para que la
controversia sea bien llevada.
Puesto que los hombres son animales y racionales, es necesario admitir las emociones que
conducen a una disputa, o aquellas que surgen en el transcurso de ella. De otro modo es probable
que den rienda suelta a sentimientos en lugar de dar razones. Pueden llegar hasta a creer que
tienen razón cuando todo lo que tiene son sentimientos violentos.

Más aún, deben poner en claro sus propias suposiciones; deben saber cuáles son sus
prejuicios —esto es, sus prevenciones—. De otro modo no es probable que admitan que sus
oponentes puedan tener derecho a suponer algo diferente. Una buena controversia no debería ser
una disputa sobre suposiciones. Si un autor, por ejemplo, les pide a ustedes explícitamente que
den
216
algo por sentado, el hecho de que lo contrarío pueda también ser dado por sentado no debería
impedirles aceptar su pedido. Si los prejuicios de ustedes corresponden al lado opuesto, y si no
admiten que sean prejuicios, no pueden prestar al caso del autor la justa atención debida.

Finalmente, sugerí que una tentativa de imparcialidad es un buen antídoto para la ceguera,
inevitable en el partidarismo es, por supuesto imposible. Pero para estar seguro de que hay más
luz en ella y menos calor, cada uno de los disputadores debería tratar, cuando menos, de encarar el
punto de vista de su oponente. Sí ustedes no han podido leer un libro benévolamente, su
desacuerdo con él es tal vez más contencioso que judicial.

Sigo creyendo que estas tres condiciones son el sine qua non de la conversación
provechosa e inteligente. Son evidentemente aplicables a la lectura a causa de que ésta una
especie de conversación entre lector y autor. Cada una de ellas contiene sensatos consejos para los
lectores que se hallen dispuestos a respetar la honestidad de la discrepancia.

Pero, desde que escribí Dialéctica he crecido. Y soy un poco menos optimista acerca de lo
que puede esperarse de los seres humanos. Lamento tener que decir que la mayoría de mis
desilusiones emanan del conocimiento de mis propios defectos; he violado frecuentemente todas
mis reglas acerca de las buenas maneras intelectuales en las controversias. Me he sorprendido a
mí mismo "atacando" un libro en lugar de "criticarlo", derribando fantoches, denunciando donde
no podía mantener negativas, proclamando mis prejuicios, como si los míos fueran mejores que
los del autor.
–3–

Sin embargo, todavía soy lo suficientemente ingenuo como para creer que la conversación
y la lectura crítica pueden ser bien disciplinadas. Sólo ahora, doce años más tarde, voy a substituir
las reglas de Dialéctica por una serie de prescripciones que pueden resultar más fáciles de seguir.
Estas indican los cuatro modos en que un libro puede ser "adversamente" criticado; mi esperanza
reside en que, si un lector se limita a cumplir estos puntos, tendrá menores posibilidades de dar
rienda suelta a expresiones de emoción y de prejuicio.
217

Los cuatro puntos pueden sintetizarse brevemente imaginando al lector conversando con el
autor, respondiéndole. Después de que el lector ha dicho “entiendo pero disiento", puede hacer las
siguientes observaciones: (1) "Carece usted de información"; (2) “Está usted mal informado”; (3)
"Es usted ilógico, su razonamiento no es convincente"; (4) "Su análisis es incompleto".

Estas objeciones pueden no ser completas, aunque yo creo que lo son. En cualquier caso,
son ciertamente las objeciones principales que un lector que discrepe puede hacer; son algo
independientes. El hacer una de estas observaciones no impide hacer otra; todas y cada una de
ellas pueden hacerse, porque los defectos que tratan no se excluyen mutuamente.

Pero, yo agregaría: el lector no puede hacer ninguna de éstas observaciones sin ser
definitivo y preciso acerca del punto en el cual el autor carece de información, o esta mal
informado, o es ilógico. Un libro no puede carecer de informes o estar mal informado acerca de
"todo". No puede ser totalmente ilógico; más aún, el lector que hace una de estas observaciones
debe no sólo hacerla definitivamente, especificando respecto a qué la hace, sino que siempre debe
probar lo que dice. Debe dar razones.

Las primeras tres observaciones son algo diferentes de la cuarta, como ustedes verán en
seguida. Ocupémonos brevemente de cada una de ellas, y luego pasemos a la cuarta. (1) Decir
que un autor "no esta informado", es decir que carece de algún elemento de Juicio "pertinente" al
problema que él está tratando de solucionar. Nótese, aquí, que a menos que el elemento de juicio
que poseyese el autor hubiese sido "pertinente", no habría motivos para hacer esta observación.
Para mantenerla, deben ustedes poder exponer los conocimientos que le faltan, al autor y
demostrar por qué es pertinente, y como establece una diferencia en lo que a sus conclusiones se
refiere.

Unos pocos ejemplos serán suficientes en este caso. A Darwin le faltaban los
conocimientos sobre genética que ahora proporcionan las obras de Mendel y las de los siguientes
experimentadores. Su ignorancia acerca del mecanismo de la herencia es uno de los principales
defectos de El Origen de las Especies. Gibbon desconocía ciertos hechos que posteriores
investigaciones históricas probaron como influyentes para la caída de Roma. Por lo general, en
ciencia y en historia la falta de información es descubierta en investigaciones posteriores. Una
técnica de observación mejorada y prolongadas investigaciones conducen a que así sea, cómo
sucede en la mayoría de las cosas. Pero en filosofía, puede suceder de otro modo; hay las mismas
probabilidades de perder que de ganar con el transcurso del tiempo. Los antiguos, por ejemplo,
distinguían claramente entre lo que los hombres pueden inferir intuitivamente e imaginar, y lo qué
pueden comprender. Sin embargo, en el siglo dieciocho, David Hume ponía en evidencia su
ignorancia de esta distinción entre imágenes e ideas, pese a que ésta había sido tan bien probada
por trabajos de anteriores filósofos.

(2) Decir que un autor está "mal informado" es decir que él asevera lo que no hace al caso.
Su error puede deberse a falta de conocimientos, pero el error es algo más que eso. Sea cual fuese
su causa, éste consiste en aseveraciones contrarias a los hechos. El autor propone como verdadero
o más probable lo que es en realidad falso o menos probable; pretende poseer un saber del que
carece. Esta índole de defecto debería ser señalado, naturalmente, solo en el caso de que sea
pertinente a las conclusiones del autor. Y para probar la afirmación deben ustedes poder argüir la
verdad o la mayor probabilidad de una posición contraria a la del autor.

Por ejemplo, en un tratado político, Spinoza parece decir que la democracia es un tipo de
gobierno más primitivo que la monarquía. Esto ésto contrario a hechos bien fundados de historia
política. El error de Spinoza a este respecto influyó sobre su argumento. Aristóteles estaba mal
informado acerca del rol que el factor masculino jugaba en la reproducción animal, y, por
consiguiente, llegó a conclusiones imposibles de mantener sobre el proceso de procreación. Santo
Tomás de Aquino suponía erróneamente, que los cuerpos celestes cambiaban sólo de posición, que
de otro modo eran inalterables. Astrofísicos modernos corrigen este error y es así que mejoran la
astronomía antigua y medioeval. Pero hay aquí un error que tiene una importancia relativa; el
cometerlo no afecta al informe metafísico de la naturaleza de todas las cosas sensibles como
compuestas de materia y forma.

Estos dos primeros puntos de crítica están algo relacionados entre sí; la carencia de
información, como hemos visto, puede ser la causa de aseveraciones erróneas. Más aún, cuando
un hombre está mal informado tampoco está informado de la verdad. Pero se establece una
diferencia si el defecto es simplemente negativo, o si es también positivo. La falta de
conocimientos pertinentes hace imposible la solución de ciertos problemas o el mantener ciertas
conclusiones. Las suposiciones erróneas, sin embargó, conducen a conclusiones equivocadas y a
soluciones insostenibles. En conjunto estos dos puntos se imputan a un autor con defectos en sus
premisas. Necesita saber más de lo que sabía; sus pruebas y razones no son suficientemente
buenas, en cantidad o calidad.

(3) Decir que un autor es "ilógico" es decir que ha cometido una falacia al razonar. En
general las falacias son de dos índoles. Está la non sequitur, que significa que lo que se saca en
conclusión sencillamente no proviene de las razones ofrecidas. Y esta el caso de "inconsistencia",
que significa que dos cosas que el autor ha tratado de decir son incompatibles. Para hacer
cualquiera de estas críticas el lector ha de poder señalar el punto exacto en el cual el argumento del
autor carece de fuerza lógica o moral. Una de estas críticas se refiere a este defecto sólo en la
medida en que las conclusiones principales se ven afectadas por ella. Un libro puede carecer de
fuerza moral en puntos sin importancia.

Es más difícil ilustrar este tercer punto, porque pocos autores de grandes libros cometen
deslices evidentes al razonar. Cuando éstos tienen lugar están, por lo general, cuidadosamente
ocultos, y hay que ser un lector muy observador para descubrirlos. Pero yo puedo mostrarles una
falacia patente que encontré en una reciente lectura de El Príncipe, de Maquíavelo:
"Las bases principales de todos los estados, tanto nuevos como antiguos, son las buenas
leyes. Como no pueden haber buenas leyes donde el Estado no se halla bien armado, se deduce
que donde están bien armados tienen buenas leyes".

Ahora bien, sencillamente no "se deduce" del hecho de que las buenas leyes dependan de
una fuerza policial adecuada "que" donde la fuerza policial es adecuada, las leyes deban
necesariamente ser buenas. Paso por alto el carácter altamente discutible del primer hecho. Sólo
estoy interesado en el non sequitur en este caso. Es más verídico el decir que la felicidad depende
de la salud (que las buenas leyes dependen de una fuerza policial eficaz), pero no se deduce que
todos los que gozan de buena salud sean felices.

En sus Elementos de Derecho. Hobbes arguye en una parte que todos los cuerpos no son
más que cantidades de materia en movimiento. "El mundo de los cuerpos –dice él–; no posee
cualidades de ninguna especie". Luego, en otro lugar, sostiene que el hombre mismo no es más
que un cuerpo, o una colección de cuerpos atómicos en movimiento; sin embargo, admitiendo la
220
existencia de cualidades sensoriales —colores, olores, gustos, etcétera— llega a la conclusión de
que éstas no son nada más que movimientos de átomos en el cerebro. Esta conclusión es
inconsistente con la posición tomada en primera instancia, esto es, que el mundo de los cuerpos en
movimiento carece de cualidades. Lo que se dijo de "todos" los cuerpos en movimiento debe
aplicarse a cualquier grupo particular de ellos, incluyendo los átomos del cerebro.

Este tercer punto de crítica está vinculado a los otros dos. Un autor puede por supuesto, no
conseguir sacar las conclusiones que sus pruebas o principios denotan; entonces su razonamiento
es incompleto. Pero aquí nos interesa prímordíalmente el caso en el cual él razona pobremente
con buenas bases. Es interesante; pero menos importante, descubrirla faltado fuerza lógica o
moral en el razonamiento de premisas que en sí mismas son falsas, o de evidencias inadecuadas.

Una persona que, de premisas sensatas, llega a una conclusión incapacitadamente, está en
un sentido mal informada. Pero vale la pena distinguir la índole de información errónea debida a
otros defectos, en especial al conocimiento insuficiente de detalles importantes.
–4–
Los tres primeros puntos de crítica que acabamos de considerar tratan de la validez de las
aseveraciones y razonamientos del autor. Ocupémonos ahora de la cuarta objeción que un lector
puede hacer. Esta es acerca de la plenitud de la ejecución del plan del autor —de lo
adecuadamente que cumpla éste la tarea que ha escogido.

Antes de proseguir con esta cuarta aseveración, hay que observar algo. Puesto que ustedes
han dicho que comprenden, su fracaso para mantener cualquiera de estas tres primeras
observaciones les obliga a estar de acuerdo con el autor hasta donde han llegado. No tienen
libertad de decisión acerca de esto. No es el sagrado privilegio de ustedes el de decidir si van a
estar de acuerdo o si van a discrepar.

Puesto que ustedes no han podido demostrar que el autor carezca de información, esté mal
informado, o sea ilógico sobre asuntos importantes, sencillamente no pueden discrepar. Deben
asentir; no pueden decir como muchos estudiantes, y otros, lo hacen, "no encuentro nada
equivocado en sus premisas, y ningún
221
error en sus razonamientos, pero no estoy de acuerdo con sus conclusiones” todo lo que le será
posible significar algo así, es que a ustedes no “les gusta” las conclusiones. No discrepan; están
expresando sus emociones o prejuicios. Si han sido convencidos deben admitirlo. (Si pese a su
fracaso para sostener uno o más de estos puntos críticos, ustedes todavía no se “sienten
honestamente” convencidos, tal vez no deberían haber dicho que entendían, en primer lugar).

Las primeras tres observaciones están relacionadas con los términos, proposiciones y
argumentos del autor. Estos son los elementos que el uso para solucionar los problemas que
iniciaron sus esfuerzos. La cuarta observación la de que el libro es “incompleto”, influye en la
estructura del conjunto.

(4) Decir que el análisis del análisis de un autor “es incompleto”, es decir que éste no ha
solucionado todos los problemas con que comenzó, o que no ha hecho un uso tan bueno de sus
materiales como podía hacerlo, que no vio todas sus complicaciones y ramificaciones, o que no
logró establecer distinciones que son importantes para su empresa. No basta decir que un libro es
incompleto; cualquiera puede decir esto de cualquier libro. Los hombres son finitos, y así lo son
todas sus obras, sin excepciones. No tiene objeto, por consiguiente, el hacer esta observación, si el
lector no puede definir con exactitud lo inadecuado, ya sea por su propio esfuerzo o mediante la
ayuda de otros libros.

Ilustraré este punto brevemente. El análisis de tipo de gobierno en La Política de


Aristóteles es incompleto. A causa de las limitaciones de su época y de su errónea aceptación de la
esclavitud, Aristóteles deja de considerar, o, a decir verdad, hasta de concebir, la constitución
verdaderamente democrática que está basada en el sufragio universal masculino; no puede
imaginar ni al gobierno representativo ni a la forma moderna de Estado Federal. Su análisis
tendría que haber sido ampliado, para aplicarlo a estas realidades políticas. Los Elementos de
Geometría de Euclides, son un informe incompleto, por que dejo de considerar otros postulados a
cerca de la relación de las líneas paralelas. Las Obras Geométricas modernas, haciendo estas otras
suposiciones, suplen las deficiencias. El libro de Dewey Cómo Pensamos, los señalé ya
anteriormente, es un análisis incompleto del pensamiento, por que deja de ocuparse de la índole de
pensamiento que tiene lugar a leer o al aprender por instrucción, además, de la índole que aparece
en investigaciones y descubrimientos. Para un cristiano,

222

que cree en la inmortalidad personal, La Ética de Aristóteles, es un informe incompleto de la


felicidad humana por que se limita a la felicidad en esta vida.

Este cuarto punto no es estrictamente una base para desacuerdo. Es críticamente adverso
sólo en la medida en que señala las limitaciones de la realización del autor. Un lector que asiente
en parte a lo que dice un libro —porque no encuentra razón para hacer ninguna de las otras
objeciones de la crítica adversa— puede no obstante, suspender juicio sobre el conjunto, a la luz
de este cuarto punto acerca del estado incompleto del libro. La suspensión de juicio de parte del
lector, responde al fracaso del autor para solucionar perfectamente sus problemas.

Los libros relacionados entre sí en el mismo terreno, pueden compararse críticamente


enguanto a estos cuatro criterios. Uno es mejor que otro en la proporción en que diga más la
verdad y cometa menos errores. Si leemos para obtener conocimientos, el mejor es,
evidentemente, aquel libro que trata más adecuadamente un tema dado. Un autor puede carecer de
la información que otro posee; uno puede hacer suposiciones erróneas de las cuales otro se halla
libre; uno puede ser menos convincente que otro al razonar sobre bases similares. Pero la
comparación más profundase hace con respecto a la plenitud del análisis que cada uno presente.
La medida de tal plenitud se encontrara en el número de distinciones válidas e importantes que los
informes comparados contengan. Puede ahora ustedes ver cuan útil es tener un concepto de los
términos del autor; el número de términos distintos es correlativo con el número de distinciones.

Pueden ver también cómo la cuarta observación crítica encadena a las tres lecturas de
cualquier libro. El último paso en la primera lectura consiste en conocer los problemas que el
autor trata de solucionar. El último paso en la segunda lectura consiste en saber cuáles problemas
de éstos solucionó el autor, y cuáles no. El paso final de la crítica es el punto acerca de la plenitud.
Concierne a la primera lectura en lo que ésta considera cuan adecuadamente el autor expuso sus
problemas, y a la segunda lectura en lo que esta mide cuan satisfactoriamente los solucionó.
223
–5–
Hemos completado, ahora, de un modo general, la enumeración y discusión de las reglas
de la lectura. Cuando hayan ustedes leído un libro según estas reglas, habrán hecho algo; no
necesito decirlo. Ustedes lo comprenderán sin ayuda exterior. Pero tal vez debería recordarles que
estas reglas describan una actuación ideal; pocas personas han leído jamás un libro de esta manera
ideal, y los que lo han hecho, probablemente leyeron muy pocos libros así. Sin embargo, el ideal
sigue siendo la medida de la proeza. Ustedes son buenos lectores en la medida en que se
aproximan a él.

Cuando hablamos de alguien como "bien leído" deberíamos tener presente este ideal. Temo
que usemos demasiado a menudo esta frase para significar la cantidad más bien que la calidad de
lectura. Una persona que ha leído ampliamente (pero no bien), merece más ser compadecido que
alabado, pues tanto esfuerzo ha sido extraviado e infructuoso.

Los grandes escritores han sido siempre grandes lectores, pero esto no significa que
leyeron "todos" los libros que en su época eran considerados grandes e indispensables. En muchos
casos, leyeron menos libros que los que ahora se exigen en algunos de nuestros mejores colegios,
pero aquellos los leyeron bien. Porque habían dominado tales libros se igualaron a sus autores.
Adquirieron el derecho a convertirse en autoridades en su propio derecho. En el curso natural de
los acontecimientos, un buen estudiante llega con frecuencia a maestro, y de este modo, un buen
lector llega a ser autor.

Mi intención en este caso no consiste en conducir a ustedes de la lectura a la escritura. Mas


bien consiste en recordarles que uno se aproxima al ideal de buena lectura al aplicar las reglas que
he descrito en la lectura de un solo libro y no al tratar de familiarizarse superficialmente con una
gran cantidad de ellos. Existen, por supuesto, muchos libros dignos de ser bien leídos. Hay un
número mucho mayor que debería ser sólo escudriñado y examinado superficialmente. Para que
un libro llegue a ser bien leído en el más amplío sentido de la palabra, debe saberse usar cualquier
habilidad que se posea con discriminación —leyendo cada libro según sus méritos.
224

CAPÍTULO XIV
Y TODAVÍA MAS REGLAS
–1–

Dice el predicador: “El hacer muchos libros no tiene límites y el mucho estudio es cansancio
de la carne". Ustedes probablemente sentirán ahora lo mismo respecto a la lectura de libros y a las
reglas para realizarla. Me apresuro a decir, por lo tanto, que este capítulo no va a aumentar el
número de reglas de las que tendrán ustedes que preocuparse. Todas las reglas básicas han sido
formuladas en general.

Aquí voy a tratar de ser más particular, considerando las reglas en su aplicación a las
distintas clases de libros. Y volveré brevemente, al problema de la lectura extrínseca. Hasta ahora
hemos conservado nuestra nariz en el libro. Hay unas pocas observaciones que hacer acerca de la
utilidad de mirar hacia afuera del libro que están ustedes leyendo, a fin de leerlo bien.

Antes de cometer cualquiera de estos asuntos, puede resultar útil presentar todas las reglas
en una sola tabla, escrita cada una de ellas en la forma de una simple prescripción.

I. "El análisis de la estructura de un libro".


(1). "Clasifiquen el libro conforme a la índole y materia".
(2) "Consignen de qué trata todo el libro con la mayor brevedad".
(3) "Enumeren las partes principales en su orden y relación, y analicen estas partes como han
analizado el todo".
(4) "Definan el. problema o problemas que el autor está tratando de resolver".

II. "La interpretación del contenido de un libro".


(1) "Pónganse de acuerdo con el autor mediante la interpretación de sus palabras básicas".
(2) "Capten las proposiciones dominantes del autor, tratando con sus frases más importantes".
(3) "Conozcan los argumentos del autor, encontrándolos
225
en encadenamientos de frases o construyéndolos a expensas de ellos".
(4) "Determinen cuál de sus problemas resolvió el autor y cuál no, y de los últimos decidan cuál
de ellos sabía el autor que no había logrado resolver".

III. "La crítica de un libro como comunicación de saber".


A. "Máximas generales".
(1) "No comiencen la crítica hasta que no hayan terminado el análisis y la interpretación. (No
digan que están de acuerdo o en desacuerdo, oque suspenden juicio, hasta que no puedan decir
"Entendemos)".
(2) "No discrepen dísputativamente o contenciosamente",
(3) "Respeten la diferencia entre el conocimiento y la opinión, teniendo razones para cualquier
juicio crítico que hagan".

B. "Criterios específicos para los puntos de crítica".


(1) "Indiquen dónde el autor carece de información".
(2) "Indiquen dónde el autor está mal informado".
(3) "Indiquen dónde el autor es ilógico".
(4) "Indiquen dónde el análisis o relación del autor es incompleto".

"Nota: "De éstos, los tres primeros son criterios para la discrepancia. Fracasando en todos
éstos, ustedes deben estar de acuerdo, al menos en parte, aunque pueden suspender el juicio acerca
del todo, a la luz del cuarto punto".

En cualquier arte o campo de práctica, las reglas tienen un modo decepcionante de ser
demasiado generales. Cuanto más generales, naturalmente, más escasas, y ésta es una ventaja.
Pero también es cierto que cuanto más generales son, más lejos están de los embrollos de la
situación real en la que ustedes tratan de seguirlas.
He establecido reglas lo suficientemente generales como para que sean aplicables a
cualquier libro instructivo; pero no se puede leer un libro en general. Se lee este libro o aquél, y
cada libro en particular es de una índole particular. Puede ser a historia o un libro de matemáticas,
un tratado de política o una obra de ciencia natural. Por consiguiente, ustedes deben tener cierta
flexi–
226
bilidad y adaptabilidad al seguir estas reglas. Yo creo que ustedes adquirirán gradualmente la
sensación de cómo obran sobre las diferentes clases de libros, pero pueden estar capacitados para
acelerar algo el proceso mediante unas pocas indicaciones acerca de qué es lo que hay que esperar.

En el capítulo VII excluimos de la consideración todas las bellas letras: las novelas, las
piezas de teatro y las obras líricas. Estoy seguro de que ustedes comprenderán ahora que "estas"
reglas no rigen para la ficción. (Hay naturalmente, una serie paralela de reglas que trataré de
sugerirles en el próximo capítulo). Luego, en el capítulo VIII, vimos que la división básica de los
libros expositivos es en prácticos y teóricos—en libros que se ocupan de los problemas de la
acción y libros que se ocupan solamente de que algo se sepa—. Propongo ahora, que avancemos
un poco más en el examen de la naturaleza de los libros prácticos.

–2–

Lo más importante, con respecto a cualquier libro práctico, es que no puede nunca
"resolver" los problemas prácticos de los cuales se ocupa. Un libro teórico puede resolver sus
propios problemas. Las preguntas acerca de la naturaleza de algo pueden ser contestadas
completamente en un libro. Pero un problema práctico puede ser resuelto solamente por la acción
misma. Cuando el problema práctico de ustedes sea como ganarse la vida, un libro sobre cómo
conquistar amigos e influenciar a la gente no puede resolverlo, aunque puede sugerir que se hagan
ciertas cosas. Nada carente de acción soluciona el problema; sólo se lo soluciona ganándose la
vida.

Tomen ustedes este libro, por ejemplo. Es un libro práctico; sí el interés de ustedes por él
es práctico, querrán solucionar el problema de aprender a leer. Ustedes no considerarían el
problema como resuelto o eliminado hasta que no aprendiesen realmente. Este libro no puede
solucionarles a ustedes el problema. Sólo otra persona exactamente en la misma situación podría
hacerlo.
Los libros prácticos pueden, sin embargo, formular reglas más o menos generales, que
rigen a una cantidad de situaciones particulares, de la misma índole. Quienquiera que trate de usar
tales libros debe aplicar las reglas que rigen a casos particulares y, por lo tanto debe ejercitar el
juicio práctico al hacerlo. En otras palabras, el lector mismo debe añadirle algo al libro para
227

hacerlo aplicable en la practica. Debe sumar su conocimiento de la situación particular y su juicio


acerca de cómo la regla rige el caso.

Todo libro que contenga reglas —prescripciones, máximas o cualquier clase de


orientaciones generales— lo reconocerán ustedes inmediatamente como un libro práctico; pero un
libro práctico puede contener más que reglas. Puede tratar de formular los principios que se hallan
involucrados en las reglas y hacerlos inteligibles. Por ejemplo, en este libro práctico acerca de la
lectura, he tratado, aquí y allí, de explicar las reglas mediante breves exposiciones de principios
gramaticales y lógicos. Los principios que se hallan comprendidos dentro de las reglas son,
generalmente, científicos en si mismos, vale decir que son partes del conocimiento teórico.
Tomados en conjunto, ellos son la teoría del asunto.

Así, hablando de la teoría de la construcción de puentes o de la teoría del bridge whist.


Nos referimos a los principios teóricos que hacen de las reglas de buen procedimiento lo que son.

Los libros prácticos pertenecen a dos grupos principales. Algunos, como este, el libro de
cocina, y el manual del conductor, son esencialmente presentaciones de reglas; cualquiera otra
discusión que contengan tiene por objeto las "reglas". No conozco ningún gran libro de esta
índole. La otra clase de libros prácticos concierne esencialmente a los “principios que engendran
reglas” todos los grandes libros de economía política y moral son de esta índole.

No quiero decir que la distinción sea neta y absoluta; tanto los principios como las reglas
pueden encontrarse en el mismo libro. La cuestión es solamente, de una importancia relativa;
ustedes no tendrán dificultad alguna en clasificar los libros en esos dos grupos. El libro de reglas
de cualquier campo será siempre inmediatamente reconocible como práctico. El libro de
principios prácticos puede parecer a primera vista un libro teórico; en cierto sentido lo es, como lo
hemos visto. Trata de la teoría de una clase particular de práctica; ustedes podrán considerarlo
siempre, no obstante ello, como práctico; la naturaleza de sus problemas lo pone en evidencia.
Versa siempre sobre el campo de la conducta humana en el cual los hombres pueden mejorar o
empeorar.

Al leer un libro que es esencialmente un libro de reglas, las principales proposiciones que
hay que buscar son naturalmente las reglas. Una regla es expresada más directamente por una
frase
228
imperativa que por una declarativa. Es una orden. Dice: "Ahórrense nueve, dando una puntada a
tiempo". Se la puede también expresar declaratívamente, como cuando decimos: "Una puntada a
tiempo ahorra nueve". Ambas formas de proposición sugieren —la imperativa un poco más
categóricamente— que vale la pena ser diligente a fin de ahorrarse nueve puntadas.

Sea que se la formule declarativamente o en forma de orden directa, ustedes siempre


podrán reconocer una regla, porque ella recomienda algo afirmando que vale la pena hacerlo para
alcanzar un fin determinado. Así, la regla de lectura que les ordena transar, puede también
formularse como una recomendación: la buena lectura involucra a la transacción. La palabra
"buena" es lo expreso en este caso. Que vale la pena llevarla a cabo va implícito.

Los argumentos de un libro práctico de esta índole serán tentativas de demostrar a ustedes
que las reglas son válidas. El escritor podrá tener que recurrir a los principios para persuadirlos de
que las reglas son válidas, o podrá simplemente ilustrar su validez mostrándoles como obran en
casos concretos. Busquen ustedes ambas clases de argumentos. El recurrir a los principios es
generalmente menos persuasivo, pero tienen una ventaja: puede explicar la razón de las reglas
mejor que los ejemplos de su uso. En la otra clase de libros prácticos, que tratan principalmente
de los principios involucrados en las reglas, las proposiciones y los argumentos más importantes
parecerán, por supuesto, exactamente iguales a los de un libro puramente teórico. Las
proposiciones dirán que algo es cierto y los argumentos tratarán de demostrarlo. Pero hay una
diferencia importante entre la lectura de ese libro y la de un libro puramente teórico. Desde que
los problemas últimos a resolverse son prácticos –problemas de acción– un, lector inteligente de
tales libros, acerca de los principios prácticos'', siempre lee entre líneas o en los márgenes; trata de
verlas reglas que pueden, no estar expresadas pero que sin embargo, pueden ser deducidas de los
principios. Puede ir aún más allá; tratando de imaginarse cómo deberían aplicarse las reglas en la
práctica.

Salvo que se lo lea así, un libro práctico no es leído "como práctico". No lograr leer un
libro práctico “como práctico” es leerlo pobremente. En realidad, no lo comprenden ustedes, y
seguramente no podrán criticarlo adecuadamente de ninguna otra
229
manera. Si la inteligibilidad de las reglas se encuentra en los principios, no es menos cierto que
significado de los principios prácticos se encuentra en las reglas a que conducen en las acciones
que recomiendan.

Esto indica qué deben hacer ustedes para comprender cualquier clase de libros prácticos.
Indica, también, los criterios últimos para el juicio crítico. En el caso de los libros puramente
teóricos, los criterios para el acuerdo o el desacuerdo se relacionan con la verdad de lo que se está
diciendo. Pero la verdad práctica es diferente de la verdad teórica. Una regla de conducta es
prácticamente cierta con dos condiciones: una es que se cumpla; 1a otra, que su cumplimiento los
conduzca al fin que corresponde, a un fin que ustedes justamente deseen.

Supongan que el fin que el autor cree que ustedes deben buscar no les parezca el legítimo.
Aunque sus recomendaciones pueden ser prácticamente sanas, en el sentido de que los conducen a
ese fin, no estarán ustedes de acuerdo con él en definitiva. Y el Juicio de ustedes sobre si su libro
es prácticamente cierto o falso lo formularán con arreglo a esto. Si no creen que vale la pena leer
cuidadosa e inteligentemente, este libro contiene poca verdad práctica para ustedes, por más sanas
que puedan parecer mis reglas.

Dense cuenta de lo que esto significa. Al juzgar un libro teórico, el lector debe observar la
identidad o la discrepancia entre sus propios principios o suposiciones fundamentales y los del
autor. Al juzgar un libro práctico, todo depende de los fines u objetivos. Si ustedes no comparten
el fervor de Carlos Marx acerca de la justicia económica, su doctrina económica y las reformas
que ella sugiere les parecerán, quizá, prácticamente falsas e inadecuadas. Pueden ustedes creer
que conservar el status qúo es un objetivo más deseable que la supresión de las iniquidades del
capitalismo. En ese caso probablemente pensarán en los documentos revolucionarios son
absurdamente falsos. El juicio principal de ustedes lo formularán siempre en función de fines, no
de los medios; no tenemos ningún interés práctico ni siquiera en los medios más ortodoxos para
alcanzar fines que no nos interesan.
–3–

Esta breve discusión les da a ustedes una clave para las dos preguntas principales que deben
hacerse al leer cualquier clase de libros prácticos. La primera es: ¿Cuales son los objetivos del au–

230
tor? La segunda es: ¿Qué medios propone? Puede ser más difícil contestar estas preguntas en el
caso de un libro sobre principios que en el caso de uno sobre reglas; los fines y los medios serán
probablemente menos evidentes. Sin embargo, el responder a ellas, en uno u otro caso, es
necesario para la comprensión y la crítica de un libro práctico.

Ello también ha de recordarles un aspecto de la escritura práctica que señalamos


anteriormente; hay una mezcla de oratoria o propaganda en todos los libros prácticos. Nunca he
leído un libro político por más teórico que parezca, por más "abstractos" que sean los principios de
que trata— que no intentase persuadir al lector acerca de la “mejor forma de gobierno”.
Análogamente, los tratados de moral tratan le persuadir al lector acerca de la "buena vida", así
como de recomendarle modos de vivirla. Pueden ustedes ver por qué el autor práctico debe tener
siempre algo de orador o propagandista. Desde que el juicio definitivo de ustedes sobre su obra va
a llevarlos hacia su aceptación de la meta para la cual él está proponiendo medios, depende de él el
ganar a ustedes para sus fines. Para hacerlo, tiene que argüir de manera tal que haga un
llamamiento tanto a los corazones como a las mentes de ustedes. Puede tener que actuar sobre sus
emociones y obtener la dirección de sus voluntades; es por ello que lo llamo un orador o
propagandista.

No hay nada de malo o de vicioso en esto. Es de la naturaleza misma de los asuntos


prácticos que los hombres tengan que ser persuadidos de que piensen y obren de una manera
determinada. Ni el pensamiento práctico ni la acción son sólo asuntos de la mente; no puede
prescindirse de los intestinos. Nadie formular juicios prácticos serios, o entra en acción, sin
sentirse algo conmovido más abajo del cuello. El escritor de libros prácticos que no comprenda
esto será ineficaz. AI lector de ellos que no lo comprenda, probablemente le venderán una factura
de mercaderías sin que lo sepa.

La mejor protección contra la propaganda de cualquier índole es el completo


reconocimiento de ella tal cual es. Sólo la oratoria escondida y no descubierta es insidiosa; lo que
llega al corazón sin pasar a través de la mente es probable que rebote y elimine a la mente del
asunto. La propaganda tomada así es como una droga que ustedes no saben que ingieren. El
efecto es misterioso; ustedes no saben después por qué sienten o piensan de la manera en que lo
hacen. Pero el poner alcohol en la bebida en un dosis
231
reconocida les dará una ayuda que ustedes necesitan y saben cómo usar.

La persona que lee un libro práctico inteligentemente, que conoce sus términos,
proposiciones y argumentos fundamentales, estará siempre en condiciones de descubrir su
oratoria. Señalará los pasajes que hacen un "uso emotivo de las palabras". Sabiendo que debe ser
sujeto a persuasión, podrá hacer algo en lo que respecta a la estimación de los llamamientos.
Tiene resistencia a las ventas. Pero no cometan ustedes el error de suponer que la resistencia a las
ventas debe ser el cien por cien; es buena cuando les evita comprar apresuradamente y sin
pensarlo. Pero no debería alejarlos completamente del mercado. El lector que supone que él
debería ser totalmente sordo a todos los llamamientos, puede dejar de leer libros prácticos.

Hay otro punto más que señalar. Debido a la naturaleza delos problemas prácticos y
debido a la mezcla de la oratoria con toda la escritura práctica, la "personalidad" del autor es más
importante en el caso de los libros prácticos que en el de los teóricos. Tanto con el objeto de
comprender, como para juzgar un tratado de moral, un tratado político, o una discusión económica,
deberían ustedes saber algo acerca del carácter del autor, algo sobre su vida y época. Al leer La
Política, de Aristóteles, es sumamente adecuado saber que la sociedad griega se basaba en la
esclavitud. Análogamente, se arroja mucha luz sobre El Príncipe conociendo la situación italiana
en tiempos de Maquiavelo, y su relación con los Médicis; o, en el caso del Leviatan, de Hobbes,
saber que Hobbes, que vivió durante las guerras civiles inglesas, fue patológicamente angustiado
por la violencia y el desorden sociales
A veces el autor les habla de sí mismo, de su vida y época. Generalmente no lo hace tan
explícitamente, y cuando lo hace, su deliberada revelación de sí mismo es rara vez exacta o digna
de crédito. Por lo tanto, leer su libro y nada más, puede no bastar. Para comprenderlo y juzgar
puede ser necesario leer otros libros acerca de él y de su tiempo, libros que él mismo leyó por los
cuales fue influenciado.

Cualquier ayuda a la lectura que yazga fuera del libro que se está leyendo, es extrínseca.
Quizá recuerden ustedes que distinguí entre reglas intrínsecas y ayudas extrínsecas, en el capítulo
VII. Pues bien; la lectura de "otros" libros es una de las más evidentes ayudas extrínsecas en la
lectura de un determinado libro.
Permítanme sintetizar mi punto de vista a este respeto diciendo
232
simplemente que la lectura extrínseca acerca del autor es mucho más importante para interpretar y
criticar los libros prácticos que los teóricos. Recuerden ustedes esto como una regla adicional que
los guiará en la lectura de los libros prácticos.
–4–
Ahora y volvamos hacia la gran clase de libros teóricos, y veamos si hay en este caso algunas
reglas adicionales. Debo descomponer esta gran clase en tres divisiones principales que he
denominado y discutido ya en el Capítulo VIII: “la historia”, “la ciencia”, y la filosofía". A fin de
tratar brevemente una materia complicada, discutiré solamente dos cosas relacionadas con cada
uno de estos tipos de libros. Consideraré primeramente todo lo peculiar a los problemas de ese
tipo de libros —sus términos, proposiciones y argumentos —y luego discutiré todas las ayudas
extrínsecas que sean pertinentes.

Ustedes saben ya que un libro de historia es una combinación de conocimientos y de


poesía. Todas las grandes obras históricas son narraciones; ellas cuentan una historia. Cualquiera
historia debe tener un argumento y personajes; tiene que tener episodios, complicaciones en la
acción, una culminación y un resultado. Estos son los elementos de una historia, encarados como
una narración —no términos, proposiciones y argumentos—. Para comprender una historia en su
aspecto poético, deben ustedes, por lo tanto, saber leer las ficciones. No he analizado aún las
reglas para hacerlo, pero de cualquier modo la mayor parte dela gente puede realizar esta clase de
lectura con cierta habilidad. Saben cómo seguir una historia; conocen también la diferencia entre
una buena .y una mala historia. La historia puede ser más rara que la ficción, pero, no obstante
ello, el historiador debe lograr que lo sucedido parezca plausible. Si no lo hace, cuenta una mala
historia, una historia aburrida y aun absurda.

Examinaré el próximo capítulo las reglas para leer la ficción. Tales reglas pueden
ayudarlos a interpretar y criticar las historias en su dimensión poética como narraciones. Aquí me
limitaré a las reglas lógicas que ya hemos discutido; aplicadas a las historias, ellas requieren de
ustedes que distingan dos clases de afirmaciones que encontrarán. En primer lugar, están todas las
proposiciones acerca de cosas particulares hechos, personas o instituciones. Estos son, en cierto
sentido, la materia de la
233
historia, la sustancia de lo que se está narrando. En la medida en que tales afirmaciones están
sujetas a discusión, el autor puede tratar de darles, en su texto –o en sus notas al píe de él–, las
pruebas para inducirlos a creer que las cosas sucedieron de esta manera más bien que de otra.

En segundo lugar, el historiador puede tener alguna interpretación general de los hechos
que está narrando. Esta puede ser expresada poéticamente en la manera cómo cuenta la historia –a
quién hace héroe, donde sitúa la culminación, cómo desenvuelve el resultado–. Pero puede
también ser expresada en ciertas generalizaciones que él enuncia. Ustedes deben buscar
proposiciones generales de esta índole. Herodoto en su historia de las guerras persas, les revelará
bien pronto cuál es su concepción principal.

Las ciudades que antiguamente eran grandes, se han vuelto en su mayor parte
insignificantes; y las que actualmente son poderosas, fueron débiles antaño. Por lo tanto, hablaré
igualmente de ambas, convencido de que la prosperidad nunca permanece mucho tiempo en un
lugar.

o más buenas historias de los mismos acontecimientos netamente ejemplifica una y otra vez el
curso de su historia. El no trata de probar la proposición; está satisfecho con mostrar incontables
ejemplos donde aquélla aparecer como cierta. Esa es, generalmente, la manera en que los
historiadores arguyen en pro de sus generalizaciones.
Hay algunos historiadores que tratan de argüir a favor de sus conceptos generales, acerca
del curso de los asuntos humanos. El historiador marxista no solo escribe de manera tal que la
lucha de clases está siempre claramente ejemplificada; frecuentemente arguye que esto debe
suceder en función de su “teoría de la historia”. Trata de demostrar que la interpretación
económica es la única; otro historiador, Carliyle, trata de demostrar que los asuntos humanos los
controla la acción de los líderes. Esta es la teoría de la historia del "gran hombre".

Para leer críticamente una historia, por consiguiente, deben descubrir ustedes la
interpretación que un escritor atribuye a los hechos; deben conocer su “teoría”, vale decir, sus
generalizaciones y, si es posible, las razones de ellas. No hay otra manera por la cual puedan
ustedes decir por qué algunos hechos son relacionados y otros omitidos, por qué se le da
importancia a éste y no a aquél
234
la manera más fácil de captar es leer dos historias de la misma cosa, escrita desde diferentes
puntos de vista. (Una de las cosas que distinguen a la historia de la ciencia es que pueden haber
dos o más buenas historias de los mismos acontecimientos (netamente divergentes aunque
igualmente persuasivas y dignas de crédito; de una materia dada, hay en cualquier tiempo sólo una
buena explicación científica).

La lectura extrínseca es pues una ayuda para comprender y juzgara los libros de historia;
pueden ustedes ir a otras historias, o a libros de consulta, para comprobar los hechos; pueden hasta
llegar a interesarse lo suficiente como para examinar los documentos de los cuales recogió pruebas
el historiador. La lectura de otros libros no es la única ayuda extrínseca para la comprensión de l
historia. Pueden ustedes hasta llegar a interesarse también en visitar los lugares donde las cosas
sucedieron, o contemplar los monumentos y otras reliquias del pasado. La experiencia de caminar
alrededor del campo de batalla de Gettysburg me hizo comprender cuánto mejor entendería la
relación de la invasión de Aníbal si hubiese cruzado alguna vez los Alpes a lomo de elefante.

Quiero señalar la lectura de otras grandes historias de los mismos hechos como la mejor
manera de captar la parcialidad de un gran historiador. Pero hay a menudo más que parcialidad en
una historia; hay propaganda. Una historia de algo remoto, en el tiempo o en el espacio, es
también, con frecuencia, una especie de anatema o diatriba para las gentes locales, como lo fue la
relación de Tácito sobre los germanos y la explicación de Gibbon sobre por qué “cayo” Roma.
Tácito exagero las primitivas virtudes de las tribus teutónicas, para avergonzar á sus compatriotas,
los romanos, por su decadencia y afeminación. Gibbon subrayó el papel que un naciente
cristianismo había desempeñado en una Roma que se derrumbaba para apoyar a los
librepensadores y anticlericales de su época contra los eclesiásticos establecidos.
De todos los libros teóricos, una historia es más parecida a los libros prácticos en ese
sentido. Por consiguiente, el consejo al lector es igual; averigüen algo acerca del carácter del
historiador y las condiciones locales que puedan haberlo motivado. Hechos de esta índole no sólo
explicarán su parcialidad sino que los prepararán a ustedes para las lecciones de moral que él les
dice que la historia enseña.
235
–5–
Las reglas adicionales para la lectura de obras científicas son las más fáciles de formular.
Entiendo por obra científica el informe acerca de descubrimientos o conclusiones en algún campo
de la investigación, que se haya llevado a cabo experimentalmente en un laboratorio, o mediante
observaciones de la naturaleza en bruto. El problema científico consiste siempre en describir los
fenómenos lo más exactamente posible y en indagar las interconexiones entre las diferentes clases
de fenómenos

En las grandes obras de la ciencia no hay ni oratoria ni propaganda, aunque puede haber
parcialidad en el sentido de las presuposiciones iniciales. Ustedes descubrirán esto y tomarán nota
de ello, distinguiendo lo que el autor supone de lo que establece por medio de argumentos. Cuanto
más "objetivo" sea un autor científico, más les rogará expresamente que tomen esto o aquello por
admitido. La objetividad científica no es la ausencia de la parcialidad inicial. Se la alcanza
mediante la franca confesión de ella.

Los términos principales de una obra científica son expresados generalmente mediante
palabras poco comunes o técnicas; éstas son relativamente fáciles de localizar y a través de ellas
ustedes asimilan fácilmente las proposiciones. Las principales proposiciones son siempre
generales; un hombre de ciencia, a la inversa de un historiador, trata de evadirse del localismo en
el tiempo y en el espacio; trata de decir cómo son las cosas generalmente; como se conduce
generalmente. El único punto difícil es el referente a los argumentos; la ciencia, como ustedes
saben, es esencialmente inductiva. Esto significa que sus argumentos fundamentales son aquellos
que sientan una proposición general mediante la referencia a pruebas observables –un caso aislado
creado por un experimento o una vasta formación de casos recogidos por la paciente investigación.
Hay otros argumentos de esta índole que son llamados deductivos; éstos son argumentos en los
cuales una proposición es “aprobada” por otras proposiciones ya sentadas de algún modo; en lo
que se refiere a la prueba, la ciencia no se diferencia mucho de la filosofía. Pero el argumento
inductivo es privativo de la ciencia.

Para comprender y juzgar los argumentos inductivos de una obra científica, ustedes tienen
que estar en condiciones de seguir las pruebas que el hombre de ciencia consigna como bases
236
de aquellos. A veces, la descripción por parte del hombre de ciencia de un experimento realizado
es tan vivida y clara, que ustedes no tienen dificultades; a veces un libro científico contiene
ilustraciones y diagramas que les ayudan a trabar conocimiento con los fenómenos descritos.

Si estas cosas fallan, el lector no tiene más que un recurso. Debe adquirir por sí mismo
directamente la necesaria experiencia especial. Puede tener que presenciar una demostración de
laboratorio; puede tener que examinar y manejar trozos de aparatos similares a aquellos a los
cuales se refiere el libro; puede tener que ir a un museo y observar ejemplares o modelos.

Esa es la razón por la cual el St. John’s College de Anápolis, donde todos los estudiantes
leen grandes libros, exige también cuatro años de trabajo en el laboratorio a todos los estudiantes;
el estudiante no sólo debe aprender a usar los aparatos para las mediciones precisas y
construcciones de laboratorio, sino que, por medio de la experiencia directa, debe trabar
conocimiento con los experimentos cruciales en la historia de la ciencia. Hay experimentos
clásicos, así como hay libros clásicos; los clásicos científicos les resultan más inteligibles a
aquellos que han visto con sus propios ojos y hecho con sus propias manos lo que un gran hombre
de ciencia describe como el procedimiento por medio del cual llegó él a sus concepciones.

Así, como ustedes ven, la principal ayuda extrínseca en la lectura de los libros científicos
no es la lectura de otros libros, sino más bien el conseguir familiarizarse directamente con los
fenómenos involucrados. Cuanto más altamente especializada sea la experiencia a obtenerse, más
indispensable y a la vez más difícil de lograr será.

No quiero decir, por supuesto que la lectura extrínseca no pueda ser útil también. Otros
libros acerca del mismo tópico pueden arrojar luz sobre los problemas y ayudarnos a ser críticos
del libro que estamos leyendo. Ellos pueden localizar puntos de información errónea, de falta de
pruebas, de análisis incompletos. Pero todavía creo que la ayuda esencial es la que arroja luz
directa sobre los argumentos inductivos que son el alma de todo libro científico.
237
–6–
La lectura de obras filosóficas tiene aspectos especiales, relacionados con la diferencia que
hay entre la filosofía y la ciencia. Aquí estoy considerando solamente obras teóricas de filosofía,
tales como tratados metafísicos o libros acerca de la filosofía de la naturaleza, porque los libros
éticos y políticos ya han sido tratados. Ellos constituyen la filosofía práctica.

El problema filosófico consiste en explicar y no en describir la naturaleza de las cosas.


Indaga más allá de las relaciones entre los fenómenos; busca de penetrar hasta las causas y
condiciones últimas de las cosas existentes y mutables. Tales problemas se solucionan solamente
cuando las respuestas a ellos son claramente demostradas.

El principal esfuerzo, en este caso, tendrá que realizarlo el lector con respecto a los
términos y a las proposiciones iniciales. A pesar de que el filósofo también tiene una terminología
técnica, las palabras que expresan sus términos son tomadas a menudo del lenguaje común y
usadas en un sentido muy especial. Esto le exige al lector un cuidado especial; si no se sobrepone
a la tendencia a usar palabras familiares de un modo familiar, es muy probable que no cometa más
que tonterías faltas de sentido con el libro. He visto a muchas personas dejar de lado a un libro
filosófico con disgusto e irritación, cuando la culpa era de ellos, no del autor. Ni siquiera trataron
de llegar a una transacción.

Los términos básicos de la discusión filosófica son, por supuesto, abstractos; pero lo
mismo sucede con la ciencia. Ningún conocimientos general es expresable salvo en términos
abstractos; no hay nada peculiarmente difícil en lo que respecta a las abstracciones; las usamos
todos los días de nuestra vida y en toda índole de conversación. Si substituyen ustedes la
distinción entre lo particular y lo general por aquella entre lo concreto y lo abstracto, temerán
menos a las abstracciones.

Siempre que hablen generalmente acerca de algo, estarán usando abstracciones; lo que
ustedes pueden percibir mediante sus sentidos es concreto y particular; lo que piensan con su
mente es siempre abstracto y general. Comprender una “palabra abstracta” es captar la idea que
esta expresa; "tener una idea" es sólo otro modo de decir que se conoce un aspecto general de algo,
a lo cual la mente puede referirse. Ustedes no pueden ver o tocar, o ni siquiera imaginar el aspecto
que así ha sido aludido; si pu
238
diesen hacerlo no existiría diferencia alguna entre los sentidos y la mente. La gente que trata de
“imaginarse" a qué se refieren las ideas, se ofusca y acaba experimentando esa sensación de
desesperanza acerca de todas las abstracciones.

Así como los argumentos inductivos deberían ser el punto que concentrase la atención del
lector, en el caso de los libros científicos, aquí ustedes deberían prestar la más cuidadosa atención
a los principios del filósofo. La palabra principio significa un comienzo. Las proposiciones con
las cuales un filósofo comienza son sus principios. Estos pueden ser o cosas que él les pide a
ustedes que supongan con él, o asuntos que él intitula autoevidentes.

El problema de las suposiciones no existe. Formúlenlas para ver qué resulta, aunque
ustedes tengan conjeturas contrarias. Cuanto más claros sean ustedes acerca de sus propios
prejuicios, más probable será que no juzguen erróneamente a los de los demás.

Sin embargo, es la otra clase de principios la que puede acarrearles dificultades. No


conozco un solo libro filosófico que no cuente con algunas proposiciones iniciales que el autor
considera autoevidentes. Estas proposiciones son, en cierto modo, semejantes a las introducciones
del hombre de ciencia; son extraídas directamente de la experiencia más bien que probadas por
otras proposiciones
La diferencia reside en la experiencia de la cual se derivan. El filósofo apela a la
experiencia común de la humanidad, no actúa en laboratorios ni investiga en campos de su
especialidad. Por consiguiente, para comprender y comprobar los principios más importantes de
un filósofo, ustedes no necesitan la ayuda extrínseca de una experiencia especial; él los remite a
ustedes al sentido común y a la observación diaria del mundo en el cual viven.

Una vez que han captado los términos y principios de un filósofo, el resto de la tarea de
leer su libro no provocará dificultades especiales. Deben, naturalmente, seguir las pruebas; deben
notar cada paso que da el progreso de su análisis —sus definiciones y distinciones, su
ordenamiento de términos—. Pero lo mismo reza en el caso de un libro científico. El
conocimiento de la evidencia en uno de los casos, y la aceptación de los principios, en el otro, son
las condiciones indispensables para seguir todos los restantes argumentos. Una buena obra
"teórica” de filosofía está tan libre de oratoria y propaganda como un buen tratado científico.
Ustedes no tie–
239
nen que preocuparse de la "personalidad" del autor, o investigar su posición social y económica.
No obstante, es útil realizar lecturas extrínsecas relacionadas con un libro filosófico; ustedes
debería leer las obras de otros grandes filósofos que se ocuparon de los mismos problemas. Los
filósofos han mantenido una larga conversación entre ellos en la historia del pensamiento. Será
bueno que ustedes presten oídos a dicha conversación antes de adoptar una decisión sobre lo que
dice uno de ellos.

El hecho de que los filósofos discrepen no los diferencia de otros hombres. Al leer libros
filosóficos, deben recordar sobre todo, la máxima de respetar la diferencia entre conocimiento y
opinión; el hecho del desacuerdo no debe inducirles a suponer que todo es sólo un asunto de
opiniones. Los desacuerdos persistentes a veces localizan los grandes problemas aún no
solucionados, y tal vez insolubles. Señalan los misterios. Pero donde los problemas son
genuinamente discutibles por el conocimiento, ustedes no deben olvidar que los hombres "pueden"
estar en desacuerdo si hablan entre ellos el tiempo suficiente.

No se preocupen del desacuerdo ajeno. La responsabilidad de ustedes consiste en tomar


las propias decisiones. Ante una larga conversación mantenida por los filósofos por intermedio de
sus libros, deben juzgar qué es cierto y qué es falso. Cuando hayan leído bien un libro filosófico
—y esto significa lectura extrínseca suficiente, así como interpretación hábil— se hallarán en
posición de juzgar.

El signo más privativo de las preguntas filosóficas es que cada uno debe responder por sí
mismo. Tomar las “opiniones” de otros no es solucionarlas sino evadirlas; sólo los conocimientos
dan las soluciones y deben ser los conocimientos de ustedes. Pueden confiar en los testimonios de
los expertos, como pueden verse obligados a hacerlo en el caso de la ciencia.

Hay dos puntos más cerca de la lectura extrínseca en relación con los libros filosóficos.
No pasen todo su tiempo leyendo libros sobre filósofos, sus vidas y opiniones. Traten de leer a los
filósofos mismos relacionados entre sí; y al leer a los filósofos antiguos y medioevales, o aun a los
modernos, no se sientan confusos por los errores o insuficiencias en los conocimientos científicos
que revelen sus libros.

Los conocimientos filosóficos descansan directamente sobre la experiencia común y no


sobre los descubrimientos de la ciencia, ni los resultados de investigaciones especializadas.
Ustedes verán-
240

si siguen cuidadosamente las controversias, que la carencia de información o la información


errónea en lo concerniente a asuntos científicos no viene al caso.

Este segundo punto hace que sea importante tener en cuenta la época del filósofo que están
leyendo. Esto no sólo lo situará correctamente en la conversación con los que lo precedieron y
sucedieron, sino que los preparará a ustedes para la índole de imaginería científica que empleará
para ilustrar algunos de sus puntos. La misma urbanidad que los hace a ustedes indulgentes con
quienes hablan un idioma extranjero, debería inducirlos a cultivar una tolerancia hacía los sabios
que no conocían todos los hechos de que ahora estamos enterados. Tanto los unos como los otros
pueden tener algo que decir, y nosotros seríamos unos tontos si no los escuchásemos, simplemente
a causa de nuestro provincialismo.

–7–
Hay dos clases de libros que especialmente he omitido. Una es de matemáticas, la otra de
teología. La razón que me impulsó a hacerlo así es que en un nivel de lectura estos libros no
presentan problemas especiales; y en otro, los problemas que presentan son demasiado
complicados y difíciles para que yo los trate aquí. No obstante, tal vez pueda decir algunas cosas
sencillas acerca de ello.

En general, el tipo de proposición y el tipo de argumento en una obra matemática son más
bien filosóficos que científicos. El matemático como el filósofo es un pensador de sillón; no lleva
a cabo experimentos; no emprende observaciones especiales. En base a principios que son o
autoevidentes o supuestos, prueba sus conclusiones y soluciona sus problemas.

La dificultad en la lectura de libros matemáticos emana en parte de la índole de símbolos


usados por el matemático; éste escribe en un idioma especial, no en el hablar corriente; posee una
gramática especial, una sintaxis especial, y reglas de acción especiales. En parte, también, el
método preciso de demostración matemática es peculiar a este asunto–tema. Ya hemos visto
muchas veces que Euclides, y otros que escriben matemáticamente, tienen un estilo definidamente
distinto del de todos los otros autores.

Deben ustedes conocer la gramática y la lógica especial de los matemáticos, si esperan


llegar a ser lectores consumados de libros matemáticos. Las reglas generales que hemos discutido
241
pueden ser aplicadas inteligentemente a este tema, sólo mediante el conocimiento de ellas a la luz
de principios especiales. Podría agregar que la lógica del argumento científico y la de la prueba
filosófica son también diferentes; no sólo de las matemáticas sino también entre sí. El concepto
que yo desearía imbuirles a ustedes en este caso es que hay tantas gramáticas y lógicas especiales
como aplicaciones específicamente diferentes de las reglas de lectura a diferentes índoles de libros
y temas.

Una palabra sobre teología. Esta difiere de la filosofía en que sus primeros principios son
artículos de fe a los que adhieren los adeptos a alguna religión. El razonamiento que descansa
sobre premisas a las cuales la razón misma puede alcanzar es filosófico, no teológico. Un libro
teológico siempre depende de los dogmas y de la autoridad de una iglesia que los proclame. Si
ustedes no son de la fe, si no pertenecen a la iglesia, pueden, sin embargo, leer "bien" un libro
teológico, que trata de sus dogmas, con el mismo respeto con que tratan ustedes las suposiciones
del matemático. Pero deben recordar que un artículo de fe no es algo que el creyente “suponga”.
La fe, para aquellos que la poseen, es la forma más cierta de conocimiento, no una opinión
aventurada. Hay una clase de lectura extrínseca peculiar a las obras teológicas. Quienes tienen fe
creen en la palabra revelada de Dios como está contenida en una Sagrada Escritura. De este modo,
la teología judaica requiere que sus lectores estén familiarizados con el Antiguo Testamento, la
teología cristiana con el Nuevo, la mahometana con el Corán, etc.

Aquí debo detenerme. El problema de leer El problema de leer el Libro Sagrado –si
ustedes tienen fe en que éste contenga la palabra de Dios– es el problema más difícil en todo el
campo de la lectura. Ha habido más libros escritos acerca de cómo leer las Escrituras que, acerca
de todos los otros aspectos de la lectura en su totalidad. La palabra de Dios es evidentemente la
escritura más difícil que puedan leer los hombres. El esfuerzo del creyente ha sido debidamente
proporcional a la dificultad de la tarea. Creo que sería verdad decir que, por lo menos en la
tradición europea, la Biblia es “el” libro en más de un sentido. Es el que ha sido no sólo más
universalmente, sino más cuidadosamente leído.
242

–8–
Finalizaré este capítulo con un breve resumen de la ayuda extrínseca a la lectura. ¿Qué
hay detrás del libro que están ustedes leyendo? Tres cosas, en mi opinión, que son especialmente
pertinentes: experiencia, común o especial, otros libros, y discusiones vivientes. El rol de la
experiencia como factor extrínseco es, creo, suficientemente claro. Otros libros pueden ser de
diversas índoles; pueden ser libros de consulta, secundarios, y comentarios, u otros grandes libros
que traten del mismo tema o de alguno que se le relacione.

Rara vez es suficiente seguir todas las reglas de lectura intrínseca para leer bien cualquier
libro, ya sea interpretativa o críticamente. La experiencia y otros libros constituyen una ayuda
extrínseca indispensable. Al leer libros con estudiantes, me impresiona con frecuencia el hecho de
que no utilizan esas ayudas aunque no sean capaces de leer el libro sin apoyo exterior.
Bajo el sistema electivo, un estudiante sigue un. curso como si éste fuese algo totalmente
independiente. Un curso no tiene nada en común con otro, y ningún curso parece tener nada que
ver con los asuntos corrientes del estudiante, con sus problemas vitales, con su experiencia diaria.
Los estudiantes que toman así un curso, leen libros del mismo modo; no realizan esfuerzos para
relacionarlos entre sí, aun cuando estén muy evidentemente relacionados, o para aplicar lo que el
autor dice a su propia experiencia. Leen acerca del fascismo y del comunismo en los periódicos;
oyen defensas de la democracia por la radio; pero nunca parece ocurrírseles, a la mayoría de ellos,
que el gran tratado político que puedan estar leyendo encare los mismos problemas, pese a que el
lenguaje empleado sea un poco más elegante.

El año pasado, Mr. Hutchins y yo leímos una serie de obras políticas con algunos
estudiantes. Al principio, éstos tendían a leer cada libro como si éste existiese en un vacío. No
obstante el hecho de que los diversos autores estaban llanamente arguyendo acerca del mismo
tema, ellos no parecían creer que valía la pena mencionar un libro al leer otro. Pero los buenos
estudiantes podían referirse a ellos cuando se les pedía que lo hiciesen. Una de nuestras horas de
clase más emocionantes fue aquella en la que Mr. Hutchins preguntó si Hobbes habría defendido a
Hitler por haber encerrado al Pastor Niemöller en un campo de concen
243

tración. ¿Habría tratado Espinosa de liberarlo? ¿Qué habrían hecho Locke, y John Stuart Mill?

Los problemas de palabras y conciencias libres hicieron que los autores muertos hablasen
de sucesos vivientes. Los estudiantes se dividieron en dos bandos en el asunto Níemöller, y lo
mismo sucedió con los libros –Mill contra Hobbes, y Locke contra Espinosa–. Aunque los
estudiantes no pudieron ayudar al Pastor Niemöller, su caso había contribuido a localizar la
oposición de principios políticos a la luz de sus consecuencias prácticas. Aunque al principio no le
habían encontrado nada mal a Hobbes y a Espinosa, comenzaron a dudar de sus juicios anteriores.

La utilidad de la lectura extrínseca es simplemente una extensión del valor del contexto al
leer un libro por si solo. Hemos visto como el contexto debe ser usado para interpretar palabras y
oraciones que nos ayuden a hallar términos y proposiciones. Así como el libro entero es un
contexto para cualquiera de sus partes, del mismo modo los libros relacionados ofrecen un
contexto más grande que les ayudara a interpretar el que estén leyendo.

Me place considerar a los grandes libros como involucrados en una prolongada


conversación acerca de los problemas básicos de la humanidad. Los grandes autores fueron
grandes lectores, y un modo de entenderlos consiste en leer los libros que ellos leyeron. Como
lectores, ellos mantuvieron una conversación con otros autores, tal como cada uno de nosotros
mantiene una conversación con los libros leídos, aunque no lleguemos tal vez a escribirlos.

Para iniciar esta conversación debemos leer los grandes libros relacionados entre sí, y en
un orden que respete en algo a la cronología. La conversación de los libros tiene lugar en el
tiempo, el tiempo es aquí la esencia y no debe ser desdeñado. Los libros pueden ser leídos desde
el presente hacia el pasado, o desde el pasado hacia el presente. Aunque yo creo que el orden de
pasado a presente ofrece ciertas ventajas, por ser mas natural, el requisito de la cronología puede
ser cumplido de cualquiera de los dos modos.

El aspecto correspondiente a la conversación de la lectura (los autores que conversan entre


ellos, y cualquier lector que conversa con su autor), explica el tercer factor extrínseco que
mencioné anteriormente, esto es la discusión viviente. Por discusión viviente, sólo quiero
significar la conversación que ustedes y yo podamos mantener acerca de un libro que hayamos
leído en común.
244
Pese a que esta ayuda no le es indispensable a la lectura, constituye un gran apoyo. Es por
esto que Mr. Hutchins y yo conducimos nuestro curso de lectura de libros mediante reuniones con
los estudiantes, para discutirlos. El lector que aprende a discutir bien un libro con otros lectores,
puede, de tal modo, llegar a mantener mejores conversaciones con el autor cuando se halle a solas
con él en su estudio. Puede hasta llegar a apreciar mejor la conversación que los autores
mantienen entre si.
TERCERA PARTE

EL RESTO DE LA VIDA DEL LECTOR


CAPÍTULO XV
LA OTRA MITAD

–1–

Esta es solamente la mitad de un libro sobre la lectura, y quizá hasta debiera decir que hasta aquí el
libro se ha preocupado solamente de la mitad de lo que la mayor parte de la gente lee. Aun ésa
podría ser una apreciación demasiado liberal: no soy tan ingenuo como para suponer que el lector
invertirá la mayor parte de su vida leyendo grandes libros. Probablemente la mayor parte del
tiempo de que cualquiera dispone para leer, se emplea en diarios y revistas. Y en lo que respecta a
los libros, la mayoría de nosotros leemos más obras de ficción que de otra índole. Es verdad que
las listas de los libros que más se venden están divididas en dos mitades, ficción y lo que no es
ficción. Pero aunque los libros que no son de ficción alcanzan a menudo grandes públicos, su
público total es algo menor que el público de la ficción buena o mala. De los libros que no son de
ficción frecuentemente los más populares son aquellos que, como los diarios y revistas, tratan de
asuntos de interés contemporáneo.

No los he engañado a ustedes en lo que respecta a las reglas adelantadas en capítulos anteriores.
En el capítulo VII, antes de emprender una discusión detallada acerca de las reglas expliqué que
tendríamos que limitarnos a la tarea de los libros serios; de los que no son de ficción. Exponer "al
mismo tiempo" las reglas para leer literatura imaginativa y para leer literatura expositiva, induciría
a confusión, y una adecuada exposición de la lectura de ficción, o de la poesía, no podrá realizarse
en menos espacio que el que ocupó el discutir las reglas acerca de lo que no es ficción. Yo parecía
enfrentado a la elección entre tener que escribir un libro mucho más extenso, quizá hasta otro
libro, o ignorar a la mitad de lo que la gente lee. En aras de la claridad, opté por la segunda
alternativa mientras escribía la parte precedente de este libro. Pero ahora, cuando considero el
resto de la vida del lector, no puedo ignorar por más tiempo los otros tipos de lectura. Trataré de
suplir esas deficiencias, a pesar de que sé que un solo capítulo dedicado a todas las otras clases de
lectura tiene que ser inadecuado.
248
Estaría muy lejos de ser franco si les hiciera creer a ustedes que la falta de espacio es mi única
falla. Debo confesar que tengo mucha menos competencia para la tarea que este capítulo
comprende, aunque podría agregar, como atenuante, que el problema de saber leer literatura
imaginativa es intrínsecamente mucho más difícil. Sin embargo, pueden ustedes pensar que la
necesidad de formular reglas para la lectura de ficción es menos urgente, porque son más los que
parecen saber leer la ficción, y sacar algún provecho de ella, que los que leen lo que no es ficción.

Observen aquí la paradoja. Por un lado digo que la habilidad en la lectura de ficción es más difícil
de analizar; por el otro parece ser un hecho que tal habilidad es más ampliamente poseída que el
arte de leer ciencia y filosofía, política, economía e historia. Puede ser, naturalmente, que la gente
se engañe a sí misma acerca de su habilidad para leer novelas inteligentemente; si no es así, creo
que puedo explicar la paradoja de otra manera. La literatura imaginativa, en primer lugar, más
bien deleita que instruye; es mucho más fácil ser deleitado que instruido, pero mucho más difícil
saber por qué es uno deleitado. La belleza es más esquiva, analíticamente, que la verdad. Por mi
experiencia docente sé cómo se les traba la lengua a las personas cuando se les pide que digan qué
les ha gustado de una novela.

Comprenden perfectamente que les gustó, pero no pueden explicar mucho su deleite o
decir qué les causó placer de lo que el libro contenía. Esto indica, pueden ustedes decir, que es
posible ser buen lector de ficción sin ser buen crítico. Sospecho que esto es, a lo sumo, semi–
verdadero. Una lectura crítica, de cualquier cosa, depende de la amplitud de la comprensión de
cada cual. Los que pueden decir qué es lo que les gusta de una novela, probablemente no la habrán
leído más profundamente que hasta sus contornos más evidentes. Aclarar este último punto
requeriría una explícita formulación de todas las reglas para la lectura de literatura imaginativa.
Faltándome para hacerlo, tanto espacio como competencia, les ofreceré a ustedes dos atajos. El
primero procede por "vía de negación", formulando los obvios "no se debe" en vez de las reglas
constructivas. El segundo procede por "vía de analogía" traduciendo brevemente las reglas para
leer lo que no es ficción a sus equivalentes para la lectura de la ficción. Usaré la palabra "ficción"
para denominar a toda la literatura imaginativa, incluyendo a la poesía lírica, así como a las
novelas y obras de teatro. La poesía lírica merece realmente una discusión por

249
separado y detallada. En realidad, así como en el caso de los libros expositivos, en los que las
reglas generales deben particularizarse con la historia, la ciencia y la filosofía, así en este caso un
estudio apropiado tendría que considerar los problemas especiales involucrados en la lectura de la
novela, del drama y de la lírica. Pero tendremos que darnos por satisfechos con mucho menos.

Para avanzar por el camino de la negación, es necesario antes que todo comprender
claramente las diferencias básicas entre la literatura expositiva y la imaginativa. Esas diferencias
explicarán por qué no podemos leer una novela como si fuera una controversia filosófica, o una
obra lírica como si fuera una demostración matemática.

La diferencia más evidente, ya mencionada, se refiere a los fines de las dos clases de escritura.
Los libros expositivos tienden en primer lugar a instruir, los imaginativos a deleitar. Los primeros
tratan de transmitir el conocimiento —el conocimiento acerca de hechos que, o le sucedieron al
autor, o pudieron sucederle. Los últimos tratan de comunicar el hecho mismo —un hecho que el
lector puede conocer solamente leyendo— y si lo logran dan al lector algo con qué deleitarse.
Debido a sus intenciones diferentes, las dos clases de obras llaman de diferente manera al intelecto
y a la imaginación.

Nosotros experimentamos las cosas por medio del ejercicio de nuestros sentidos e imaginación.
Para saber cualquier cosa debemos usar nuestras facultades de juicio y de raciocinio, que son
intelectuales. No quiero decir que podamos pensar sin usar nuestra imaginación, o que la
experiencia sensorial esté siempre divorciada de alguna reflexión racional; se trata solamente de
una cuestión de énfasis. La ficción llama en primer término a la imaginación; ésa es la razón por
la cual se le llama literatura imaginativa, por oposición a la ciencia y a la filosofía que son
intelectuales.

Hemos estado considerando a la lectura como una actividad por la cual nos ponemos en
comunicación con otros. Si le miramos ahora un poco más profundamente veremos que los libros
expositivos "realmente" comunican lo que es eminente y esencialmente comunicable —"el
conocimiento abstracto"; mientras que los libros imaginativos “tratan” de comunicar lo que es
esencial y pro-
250

fundamente incomunicable— "la experiencia concreta". Hay algo de misterioso en esto. Sí la


experiencia concreta es realmente incomunicable, ¿por qué magia esperan el poeta o el novelista
transmitir a ustedes, para el deleite de cada cual, un hecho del cual ellos han gozado?

Antes de contestar esta pregunta debo estar seguro de que ustedes comprenden plenamente
la incomunicabilidad de la experiencia concreta. Todos han experimentado alguna intensa crisis
emocional —la rápida ola de la ira, una prolongada ansiedad con respecto a un desastre inminente,
el ciclo de la esperanza y la desesperación en el amor—. ¿Han tratado ustedes alguna vez de
contarle eso a sus amigos? Pueden contarles todos los hechos sin mayores dificultades, porque los
hechos externos y observables son materia del conocimiento común y pueden ser fácilmente
comunicados. Pero, ¿pueden ustedes darles el hecho mismo en toda su concreta naturaleza interior
—el hecho que encuentran ustedes difícil hasta recordar en toda su plenitud e intensidad? Si el
propio recuerdo que conservan ustedes de él es pálido y fragmentario, ¡cuánto más lo será la
impresión que están ustedes transmitiendo verbalmente! Al observar los rostros de quienes los
escuchan podrán decir que ellos no experimentan aquello de lo cual están ustedes hablando. Y
pueden comprender entonces que ello requiere más arte narrativo del que ustedes poseen— un arte
que es patrimonio característico de los grandes escritores imaginativos.

En cierto modo, naturalmente, ni siquiera el más grande escritor puede comunicar los hechos que a
él mismo le sucedieron. Ellos son exclusivamente suyos a través de toda la eternidad. Un hombre
puede compartir su experiencia con otros, pero no puede compartir las pulsaciones reales de su
vida. No pudiéndose comunicar la experiencia única y concreta, el artista hace lo mejor después
de eso; crea en el lector lo que no puede transmitir; usa palabras para producir una experiencia de
la que el lector pueda disfrutar, una experiencia que el lector siente de una manera similar y
proporcional a la del escritor. Su lenguaje obra sobre las emociones y la imaginación de cada
lector de modo que cada cual a su turno experimente lo que nunca había experimentado antes,
aunque durante el proceso puedan evocarse recuerdos. Esas nuevas experiencias, distintas para
cada lector según su propia naturaleza individual y sus recuerdos, son, sin embargo, parecidas,
porque todas han sido creadas conforme a un mismo modelo —las incomunicables experiencias en
las que se inspira el escritor. Somos
251

como muchos instrumentos que él puede tocar, cada uno con sus armonías y resonancias, pero la
música que él toca de modo tan diferente en cada uno de nosotros sigue una misma partitura. Esa
partitura es transcripta a la novela o al poema; al leerla nosotros, parece que comunicara, pero
realmente crea, una experiencia. Esa es la magia de la buena ficción que forja imaginativamente la
similitud de una experiencia real.

No puedo confirmar lo que he dicho citando una novela o una obra de teatro enteras. Sólo
puedo pedir al lector que recuerde y que viva lo que le sucedió mientras estaba leyendo una ficción
que lo conmovió profundamente. ¿Aprendió hechos acerca del mundo? ¿Siguió las discusiones y
las pruebas? ¿O pasó por la experiencia de novela creada realmente en su imaginación durante el
proceso de la lectura?

Sin embargo, puedo citar unos pocos, cortos, y sencillos poemas líricos, sumamente
conocidos. El primero es de Robert Herrick: (1)

Cuando mi Julia va envuelta en sedas entonces, entonces, pienso cuan dulcemente fluye
esa licuefacción de sus ropas.

Luego, cuando fijo mis ojos y veo esa brava vibración, en cada senda libre,
¡Oh, cómo me conmovía ese resplandor!

El segundo es de Percy Bysshe Shelley: (2)

(1) El texto original en inglés es el siguiente.—(N. del T.):

When, in silks my Jolia goes,


Then, then, methinks, how sweetiy flowg
Thet liquefactíon of her clothes.

Next, when I cast mine eyes, and see That bravo vibration eech way free,
O, how that glittering taketh me!

(2) El texto original en inglés es el siguiente. — (N. del T.)S


Music, when soft voices die, Vibrates in the memory —

Odora, when sweet violets sicken, Live within the sense they quicken.

252

La música, cuando las voces suaves mueren,

Vibra en la memoria.
Los olores, cuando las dulces violetas enferman,
Viven hasta donde alcanza el sentido que excitan.
Las hojas de la rosa, cuando la rosa ha muerto
Son amontonadas para el lecho de la amada;
Y así vuestros pensamientos, cuando os hayáis ido,
El amor mismo los adormecerá. i

El tercero es de Gerard Manley Hopkins: (3)


Gloria a Dios por las cosas salpicadas de manchas
Por los cielos bicolores como una vaca mosqueada;
Por los lunares rosados como un moteado
sobre la trucha que nada;
Caídas de castañas en el fresco carbón de leña; alas
de pinzones;
Panorama parcelado y fragmentado — rebaño,
Barbecho y arado;
Y todos los comercios, su mecanismo, lucha y arreglos.
Todas las cosas opuestas, originales, disponibles, raras;
Todo lo que es voluble, moteado, (¿quién sabe cómo?)
Rose leaves, when the rose is dead,
Are hasped for the beloved's bed;
And so thy thoughts, when thoud art gone,
Love itself shall sumbar on.

(3) El texto original en inglés es el siguiente.—(N. del T.):


Glory be to God for Dappled things—

For skies of couple-color as a brindied cow;


For rose-moles all in stipple upon trout that swim;
Fresh-firecoal chestnut-falls; finche's wings;
Landscape plotted and pieced-fold; fallow, and plough;
And all trades, their gear and tackle and trim.

All things counter, original, spare, strange

Whatever is fickle, frockled (who knows how?)

With swift; slow; sweet, sour; adazzle, dim;


He fathers-forth whose beauty is past change:
Praise him,
253

Con rápido, lento; dulce, agrio; deslumbrante, opaco;


El, cuya belleza está al margen del cambio; prolija a través del tiempo
Alabadle.

Distintos en sus objetos y en la complejidad de las emociones en ellos referidas, estos


poemas líricos obran sobre nosotros de la misma manera. Actúan sobre nuestros sentidos
directamente mediante la música de sus palabras, pero más que eso, evocan cosas imaginadas y
recuerdos que se funden en un único todo de significativa experiencia. Se cuenta con que cada
palabra desempeñará su papel, no sólo musicalmente en la pauta de los sonidos, sino también
como una orden de recordar o de imaginarse. El poeta ha dirigido de tal modo nuestras facultades
que, sin que nos diésemos cuenta de como sucedía, gozamos de una experiencia que no hemos
elaborado nosotros sino él. No hemos recibido algo de él, como recibimos "saber" de un escritor
científico; más bien nos hemos resignado a ser el medio de su creación. El ha usado palabras para
penetrar en nuestros corazones y fantasías e inducirlos a que experimenten algo que refleje lo que
él mismo experimentó así como un sueño puede parecerse a otro. En realidad, por alguna extraña
clase de emanaciones, el sueño del poeta es soñado de diferente manera por cada uno de nosotros.

La diferencia básica entre la literatura expositiva y la imaginativa —que la una instruye


comunicando, mientras que la otra deleita recreando lo que no puede comunicarse— conduce a
otra diferencia. Debido a sus fines radicalmente distintos, esas dos clases de escrituras usan
necesariamente el idioma de diferente manera. El escritor imaginativo trata de llevar al máximo
las latentes antigüedades de las palabras para obtener con ellas toda la riqueza y fuerza que son
inherentes a sus múltiples significados. Usa las metáforas como las unidades de su construcción,
del mismo modo en que el escritor lógico usa palabras aguzadas en forma tal que tengan un solo
significado. Lo que dice el Dante de la Divina Comedia de que debe ser leída atribuyéndole cuatro
significados distintos aunque relacionados, se puede aplicar generalmente a la poesía y a la
ficción. La lógica de la literatura expositiva aspira a un ideal de inequívoca claridad. Nada debe
dejarse entre líneas. Todo lo que es relevante y susceptible de ser claramente expresado debe
decirse lo más explícita y claramente que sea posible. En cambio, la literatura imaginativa confía
más bien en lo que
254

va implícito que en lo que se dice. La multiplicación de las metáforas pone más contenido entre
las líneas que en las palabras que las componen. El poema o la novela enteros dicen algo que
ninguna de sus palabras dice o puede decir; expresa la incomunicable experiencia que ha recreado
para el lector.

Tomando la poesía lírica y las matemáticas como las formas ideales, o quizá debería decir
las dos formas extremas de la literatura imaginativa y de la expositiva, podemos percibir otra
diferencia lógica entre las dimensiones poéticas y las dimensiones lógicas de la gramática. Una
aserción matemática es indefinidamente traducible a otras aserciones que expresan la misma
verdad. El gran hombre de ciencia francés Poincaré dijo una vez que las matemáticas eran el arte
de decir la misma cosa en cuantas diferentes maneras fuese posible. Cualquiera que haya
observado cómo una ecuación sufre las incontables transformaciones a que está sujeta
comprenderá esto. En cada etapa, los símbolos usados pueden ser distintos o estar en un orden
diferente, pero se expresa la misma relación matemática. En cambio, una aserción poética es
absolutamente intraducible, no solamente de un idioma a otro sino dentro de un mismo idioma de
un grupo de palabras a otro. No pueden ustedes decir lo que se dice con las palabras "la música,
cuando las suaves voces mueren, vibra en la memoria" de ninguna otra manera con otras palabras
inglesas. En este caso no hay proporción que pueda expresarse con muchas frases equivalentes,
que expresen todas la misma razón. Se usan en él las palabras para conmover la imaginación, no
para instruir la mente; por consiguiente, sólo estas palabras, y en este orden, pueden hacer aquello
para lo cual las urdió el poeta. Cualquier otra forma de palabras creará otra experiencia — mejor
o peor pero en todos los casos distinta.

Pueden ustedes objetar que he trazado demasiado netamente la línea entre las dos clases de
literatura.

Pueden ustedes insistir, por ejemplo, en que podemos ser tanto instruidos como deleitados
por la literatura imaginativa. Naturalmente que sí, pero no de la misma manera que como nos
enseñan los libros científicos y filosóficos. Aprendemos de la experiencia –la experiencia que
adquirimos en el decurso de nuestras vidas cotidianas–. Así que, también, podemos aprender de
las experiencias sucedáneas o artísticamente creadas que la ficción produce en nuestra
imaginación. En este sentido, la poesía y las novelas instruyen y deleitan a la vez. El sentido en el
cual la
255

ciencia y la filosofía nos enseñan es distinto. Los libros expositivos no nos suministran
experiencias de novela; ellos comentan hechos de la índole de los que nosotros hemos ya
experimentado o podemos experimentar. Es por ello que parece que corresponde afirmar que los
libros expositivos tienen como principal objeto enseñar mientras que los libros imaginativos
enseñan sólo incidentalmente, si llegan a enseñar, creando experiencias de las cuales podemos
aprender. Para aprender con libros de esa índole tenemos que elaborar nuestro propio pensamiento
acerca de la experiencia; para aprender lo que enseñan los hombres de ciencia y filósofos,
debemos primeramente tratar de comprender lo que ellos han pensado.

He recalcado esas diversas diferencias con el objeto de formular unas pocas reglas
negativas. Ellas no les indican a ustedes cómo se lee la ficción. Les dicen a ustedes simplemente
lo que no debe hacerse, porque la ficción es distinta de la ciencia. Todos estos "no se debe" se
reducen a un sencillo concepto: no lean ustedes la ficción como si fueran hechos; no lean una
novela como si fuera una obra científica, ni siquiera como si fuera ciencia social o psicología.
Este concepto único es variadamente expandido por las siguientes reglas:
(1) No traten de encontrar un mensaje en una novela, obra de teatro, o poema. La
literatura imaginativa no es originariamente didáctica. Ninguna gran obra de ficción es la
propaganda azucarada que algunas críticas recientes quisieran hacernos creer que son todas. (Si
La Cabaña del Tío Tom y Viñas de Ira son buenas ficciones, lo son a pesar de lo que predican, no
debido a lo que predican). No estoy haciendo aquí una división categórica entre el arte y la
propaganda, porque sabemos que la ficción puede impulsar a los hombres a la acción, a menudo
más efectivamente que la oratoria. Mi punto de vista es más bien que la ficción tiene esta fuerza
solamente cuando es buena como ficción, no cuando es un sermón o arenga ligeramente envuelto
por una fábula pobremente relatada. Si el precepto general es sensato —que deben ustedes leer un
libro por lo que es— busquen entonces ustedes la historia, no el mensaje, en los libros que se
ofrecen como narraciones.
Las obras teatrales de Shakespeare han sido minuciosamente analizadas por espacio de
siglos para descubrir su mensaje escondido como si Shakespeare tuviese una filosofía secreta que
ocultase dentro de sus obras. La búsqueda ha sido infructuosa; su
256

fracaso debería de ser una clásica advertencia contra la lectura equivocada de la ficción. Cuanto
más sana es la vía de acceso que encuentra en cada pieza un nuevo mundo de experiencias que
Shakespeare nos abre. Marco Van Doren, en su reciente libro sobre Shakespeare, comienza
diciéndonos sensatamente que él encuentra "creaciones", y no pensamientos o doctrinas, en las
obras de teatro.

La grande y central virtud de Shakespeare fue alcanzada por el pensamiento seductor, pues el
pensamiento no puede crear un mundo. Sólo puede comprender un mundo, cuando ha sido
creado. Shakespeare, partiendo del mundo que ningún hombre ha hecho, y no abandonándolo por
cierto nunca, hizo muchos mundos dentro de él.

Mientras leemos una pieza de Shakespeare estamos con él. Podemos ser introducidos
rápidamente o lentamente dentro de él —en la mayoría de los casos rápidamente— pero una vez
que estamos allí nos encontramos encerrados. Ese es el secreto, y es todavía el secreto del poder
de Shakespeare para interesamos. El nos condiciona a un mundo particular antes de que nos
demos cuenta de que existe; luego nos sume en sus particularidades.
La manera como Mr. Van Doren lee las obras de Shakespeare suministra un modelo para la
lectura de cualquier ficción merecedora del hombre,
(2) No busquen términos, proposiciones y argumentos en la literatura imaginativa. Tales
cosas son recursos lógicos, no poéticos. Corresponden a ese uso del lenguaje que aspira a la
comunicación del conocimiento y de las ideas, pero son enteramente extrañas cuando el lenguaje
sirve como intermediario para lo incomunicable, cuando se lo emplea creativamente. Como dice
Mr. Van Doren: "En la poesía y en el drama, la afirmación es uno de los medios más obscuros".
Yo creo que iría más allá y diría que en la ficción no hay aserciones en absoluto ni declaraciones
verbales de las creencias del escritor. Lo que un poema lírico "afirma", por ejemplo, no puede
encontrarse en ninguna de sus frases. Y el todo comprendiendo todas sus palabras en sus
reacciones recíprocas, dice algo que no puede nunca encerrarse dentro de la camisa de fuerza de
las proposiciones.
(3)- No critiquen la ficción según las normas de la verdad y de la consistencia que
corresponden adecuadamente a la comunicación del conocimiento. La "verdad" de una buena
historia es su verosimilitud, su intrínseca probabilidad o plausibilidad. Debe ser una historia
probable, pero no es necesario que describa
257

los hechos de la vida o de la sociedad de una manera que sea verificable mediante experimento o
investigación. Hace siglos, Aristóteles señaló que "la pauta de la corrección no es igual en la
poesía que en la política", o en física o psicología en lo que respecta a esta cuestión. Las
inexactitudes técnicas acerca de la anatomía o los errores en geografía e historia deben ser
criticados cuando el libro en el cual aparecen se presenta como un tratado sobre esas materias.
Pero las afirmaciones erróneas respecto a hechos no malogran una historia si quien la cuenta logra
rodearlos de plausibilidad. Cuando leemos una biografía queremos la verdad acerca de un hombre
determinado; cuando leemos una novela queremos una historia que debe ser cierta solamente en el
sentido de que "pudo haber sucedido" en el mundo de personajes y de hechos que el novelista ha
creado.
(4) No lean todos los libros imaginativos como si fueran iguales. Exactamente como en el caso
de la literatura expositiva, en este caso, también hay diferencias en la clase de obras –la lírica, la
novela, la obra de teatro– que requieren lecturas adecuadamente diferentes.
Para hacer más útiles esos "no se debe", ellos deben ser complementados por sugestiones
constructivas. Mediante el desarrollo de la analogía entre la lectura de libros de hechos y de libros
de ficción, estaré en condiciones de llevar a ustedes por otro atajo a las reglas para leer los últimos.
–3–
Hay, como hemos visto, tres grupos de reglas para la lectura de los libros expositivos. El
primer grupo lo forman las reglas para el descubrimiento de la unidad y de las estructuras, parcial
y total; el segundo está constituido por reglas para el análisis del todo en sus términos
componentes, proposiciones y argumentos; el tercero está formado por reglas para la crítica de la
doctrina del autor, de modo que podamos llegar a un inteligente acuerdo o desacuerdo con él.
Hemos llamado a estos tres grupos de reglas "estructurales", "interpretativas" y "críticas". Si hay
alguna analogía entre la lectura de los libros expositivos y la de los imaginativos, deberíamos estar
capacitados para encontrar grupos de reglas similares que nos guiasen en el último caso.

Primero, ¿cuáles son las reglas estructurales para la lectura de ficción? Si pueden ustedes
recordar las reglas de esta índo-
258
le que ya hemos discutido (y sí no pueden ustedes hacerlo, las encontrarán sintetizadas en la parte
inicial del capítulo XIV) las traduciré ahora brevemente a sus análogas de la ficción:
(1) Deben ustedes clasificar un trozo de literatura imaginativa de acuerdo con su clase.
Deben saber si es una novela o una pieza de teatro o un poema lírico. Una obra lírica cuenta su
historia esencialmente en función de una sola experiencia emocional, mientras que las novelas y
piezas de teatro tienen tramas mucho más complicadas, que comprenden a muchos personajes, sus
acciones y reacciones recíprocas, así como las emociones que experimentan en el transcurso de la
obra. Todo el mundo sabe, además, que una obra de teatro se diferencia de una novela en razón
del hecho de que narra enteramente por medio de actos y discursos. El autor no puede nunca
hablar en nombre propio, como puede hacerlo, y a menudo lo hace, en el curso de una novela.
Todas estas diferencias en el modo de escribir requieren diferencias en la receptividad del lector;
por consiguiente, deberían ustedes reconocer inmediatamente la clase de ficción que están
leyendo.

(2) Deben ustedes asir la unidad de todo el trabajo. Si lo han hecho o no, puede
comprobarse verificando si están ustedes en condiciones de expresar esa unidad en una o dos
frases. La unidad de un libro expositivo reside, en última instancia, en el problema principal que
trata de solucionar. Por lo tanto su unidad puede establecerse mediante la formulación de esta
pregunta, o mediante las proposiciones que responden a ella. Pero la unidad de la ficción está
siempre en su argumento. No puedo recalcar demasiado la diferencia entre "problema" y "trama"
como fuentes de la unidad en la literatura expositiva y en la imaginativa respectivamente. No
habrán ustedes captado toda la historia mientras no puedan sintetizar su argumento en una breve
narración –no en una proposición o argumento–. Sí tienen ustedes a mano una edición anticuada
de Shakespeare, podrán comprobar que cada pieza trae como prefacio un párrafo que se llama "el
argumento". Este párrafo contiene nada más que la historia sintetizada: una condensación del
argumento. En esto reside la unidad de la obra.

(3) Deben ustedes no sólo reducir el todo a su unidad más simple, sino que deben también
descubrir cómo está construido el todo en todas sus partes. Las partes de un libro expositivo están
relacionadas con partes del problema total, contribuyendo las
259

soluciones parciales a la solución del todo. Pero las partes de la ficción son los diversos pasos que
el autor da para desenvolver su trama – los detalles de la representación y de los episodios. La
manera cómo las partes son arregladas difiere en los dos casos; en la ciencia y en la filosofía deben
ser ordenadas lógicamente; en una historia, las partes deben encajar en un plan temporal, un
avance desde un principio a través de la parte media hasta su fin. Para conocer la estructura de
una narración deben ustedes saber dónde comienza, por qué pasa, y dónde termina. Deben conocer
las diversas crisis que conducen hasta la culminación, dónde y cómo tiene lugar la culminación y
qué sucede en la parte final.

Una serie de consecuencias se derivan de los puntos que acabo de señalar. Por un lado las
partes o sub-totales de un libro expositivo es más probable que sean más independientemente
legibles que las partes de la ficción. El primer libro de los trece de Euclides, aunque es una parte
de la obra entera, puede leerse por separado. Eso es, más o menos, lo que sucede con todos los
libros expositivos bien organizados; sus secciones o capítulos, tomados separadamente o en
subgrupos, tienen sentido; pero los capítulos de una novela, o los actos de una pieza de teatro, se
vuelven relativamente carentes de significado si se los arranca del todo.
Por otra parte, el escritor expositivo no necesita conservar a ustedes en suspenso. Puede
decirles precisamente en su prefacio o en los párrafos iniciales, qué va a hacer, y cómo va a
hacerlo. Tal información adelantada no apaga el interés de ustedes; por el contrario, ustedes
agradecen la guía. Pero la narración, para ser interesante, debe sostener y elevar la incertidumbre.
Aquí la incertidumbre es esencial. Aun conociendo ustedes de antemano la unidad de la trama,
pues eso puede ser anunciado por el "argumento" que prologa una obra de Shakespeare, todo lo
que crea incertidumbre debe permanecer oculto. No deben ustedes estar en condiciones de
adivinar exactamente los pasos por medio de los cuales se llega a la conclusión; por más reducido
que sea el número de los argumentos originales, el buen escritor logra novedad e incertidumbre
mediante la habilidad con la cual oculta los giros que toma la narración al cubrir el terreno
familiar.

Segundo, ¿cuáles son las reglas interpretativas para la lectura de ficción? Nuestra precedente
consideración de la diferencia entre un uso poético y un uso lógico del lenguaje nos prepara para
260
hacer una traducción de las reglas que nos dirigen para encontrar los términos, las proposiciones y
los argumentos. Sabemos que no deberíamos hacer eso. Pero, ¿qué debemos buscar si tratamos
de analizar la ficción?

(1) Los elementos de la ficción son sus episodios e incidencias, sus personajes y los
pensamientos, discursos, sentimientos y actos de éstos. Cada uno de ellos es una parte elemental
del mundo que crea el autor; mediante la manipulación de estos elementos el autor cuenta su
historia; ellos son como los términos en el discurso lógico. Así como ustedes deben ponerse de
acuerdo con un escritor expositivo, en este caso ustedes deben trabar conocimiento con los detalles
del episodio y de la representación. No habrán captado una historia hasta que no se hayan
familiarizado realmente con sus personajes, hasta que no hayan experimentado sus hechos

(2) Los términos están relacionados en proposiciones. Los elementos de la ficción están
vinculados por la escena total, o fondo, contra el cual se destacan en relieve. El escritor
imaginativo, como hemos visto, crea un mundo en el cual sus personajes "viven, se mueven y
tienen su existencia propia". La regla concerniente a la ficción análoga a la que los dirige a
ustedes para encontrar las proposiciones del autor puede, por consiguiente, formularse como sigue:
"lleguen ustedes a encontrarse como en su casa en este mundo imaginario; conózcanlo como si
fueran ustedes observadores situados en el escenario; conviértanse en miembros de su población,
deseosos de hacerse amigos de sus personajes y capacitados para participar en sus conocimientos
mediante una comprensión simpática, como lo harían ustedes con los actos y sufrimientos de un
amigo. Si pueden hacer esto, los elementos de la ficción dejarán de ser como peones aislados
movidos mecánicamente sobre un tablero de ajedrez. Habrán encontrado ustedes las relaciones
que los vitalizan, convirtiéndolos en miembros de una sociedad viviente.

(3) Si hay algún movimiento en un libro positivo, es el movimiento de la argumentación,


una lógica transición de las pruebas y las razones a las conclusiones que las sustentan. En la
lectura de tales libros es necesario seguir la argumentación. Por lo tanto después que hayan
ustedes descubierto los términos y proposiciones, les corresponde analizar su razonamiento. Un
último paso análogo en la lectura interpretativa de la ficción. Han trabado ustedes conocimiento
con los personajes; los han acom-

261

pañado en el mundo imaginario en el cual moran, han admitido las leyes de su sociedad, han
respirado su aire, han probado su comida, han viajado por sus carreteras. Ahora deben seguirlos a
través de sus aventuras; el escenario o fondo, el marco social, es, (como la proposición), una
especie de vinculación "estática" de los elementos de la ficción. El desmarañamiento de la trama
(como los argumentos o el raciocinio) es la conexión dinámica. Aristóteles dijo que el argumento
es el alma de una historia. Es su vida. Para leer bien una historia deben ustedes tener el dedo
sobre el pulso de la narración, sensible a todos sus latidos.

Antes de abandonar estos equivalentes correspondientes a la ficción, por las reglas


interpretativas de la lectura, debo prevenir a ustedes para que no examinen demasiado
minuciosamente la analogía. Una analogía de esta índole es como una metáfora que se
desintegrará si le exigen ustedes demasiado. La he usado solamente para darles la sensación de
cómo debe leerse analíticamente la ficción. Los tres pasos que he sugerido delinean el camino en
el cual uno va dándose progresivamente cuenta de la realización artística de un escritor
imaginativo. Lejos de malograr el disfrute de una novela u obra de teatro, ellos deben capacitar
para enriquecer el placer mediante el conocimiento íntimo de las fuentes del deleite que
experimentan. No sólo sabrán ustedes qué les gusta, sino por qué les gusta.

Otra advertencia: las reglas precedentes rigen principalmente las novelas y las obras de teatro,
y también a los poemas líricos que tienen una cierta línea narrativa. Ellas se aplican también a la
lírica. Pero el corazón de una obra lírica yace en cualquier otra parte; realmente se necesitaría un
conjunto especial de reglas para conducir a ustedes al secreto de ella. La lectura interpretativa de
la poesía lírica es un problema especial que no tengo ni competencia ni espacio para considerar.
He mencionado ya (en el capítulo VII) algunos libros que pueden ayudar en este asunto. A ésos
podría añadir los siguientes: el prefacio de Wordsworth a la primera edición de las Baladas
Líricas; los Ensayos sobre la Crítica, de Matthew Arnold; los ensayos de Edgard Allan Poe sobre
El Principio Poético, y La Filosofía de la Composición; la obra de T. S. Eliot sobre El Uso de la
Poesía; la Forma en la Poesía Moderna de Herbert Read, y el prefacio de Mark Van Doren a Una
Antología de la Poesía Inglesa y Americana.

Mientras estoy recomendando libros, quizá debería también mencionar unos pocos que
pueden ayudarles a desarrollar los po-
262

deres analíticos en la lectura de novelas: El Arte de la Ficción de Percy Lubbock, los Aspectos de
la Novela de E. M. Forster, La Estructura de la Novela de Edwin Muir, y los prefacios de Henry
James, reunidos bajo el título de El Arte de la Novela. Para la lectura del drama, nada ha
remplazado al análisis de la tragedia y la comedia que Aristóteles hace en las Poéticas. Donde sea
necesario completarlo con orientaciones modernas en el arte del teatro, pueden ser consultados
libros como el ensayo de George Meredith Sobre la comedia, y La quintaesencia del Ibsenismo de
Bernard Shaw.

Tercero, y último; ¿cuáles son las reglas críticas para la lectura de la ficción? Pueden
ustedes recordar que distinguimos, en el caso de las obras expositivas, entre las máximas generales
que rigen a la crítica y un cierto número de puntos particulares – de observaciones críticas
específicas. Con respecto a las máximas generales, la analogía puede deducirse suficientemente
mediante una traducción. Donde, en el caso de las obras expositivas, el consejo era no criticar un
libro– no decir si están ustedes de acuerdo o en desacuerdo con él –si no pueden decir
primeramente que lo comprenden, así en este caso la máxima es; no critiquen ustedes la literatura
imaginativa hasta que no aprecien plenamente qué ha tratado de hacerles experimentar el autor.

Para explicar esta máxima, debo recordarles el hecho obvio de que no estamos de acuerdo o
en desacuerdo con la ficción. O nos gusta o no nos gusta. Nuestro juicio crítico en el caso de los
libros expositivos atañe a su "verdad", mientras que al criticar las belles lettres, como la palabra
misma lo sugiere, consideramos su "Belleza". La belleza de cualquier obra de arte está
relacionada con el placer que nos proporciona cuando la conocemos bien.

Ahora bien, hay una importante diferencia entre la crítica lógica y la estética. Cuando
estamos de acuerdo con un libro científico, una filosofía, o historia, lo estamos porque creemos
que dice la verdad. Pero cuando nos gusta un poema, una novela, o una obra de teatro, debemos
vacilar, por lo menos un momento, antes de atribuirle belleza o bondad artística, a la obra que nos
agrada. Debemos recordar que en materia de gustos hay mucha divergencia entre los hombres, y
que algunos, debido a una mayor cultura, tienen mejor gusto que otros. Mientras es altamente
probable que lo que le place a un hombre de gusto verdaderamente bueno sea en sí mismo una
bella obra, es mucho menos probable que lo que les gusta o no a los incultos signifique
perfecciones
263
o fracasos artísticos. Debemos distinguir, en síntesis, entre la expresión de gusto que indica
meramente que algo gusta o no gusta y el juicio crítico último que concierne a los méritos
objetivos de la obra.

Permítanme ustedes, pues, volver a formular las máximas de la siguiente manera. Antes de
que expresen ustedes lo que les gusta o lo que no les gusta, deben estar seguros de que han hecho
un esfuerzo honesto para apreciar la obra. Mediante la apreciación, quiero decir experimentando
lo que el autor trató de que experimentaran obrando sobre las emociones e imaginaciones de
ustedes. No pueden "apreciar" una novela, leyéndola pasivamente, mas de lo que pueden
"comprender" de esa manera un libro filosófico. Para lograr la apreciación, como la comprensión,
deben leer activamente y eso significa realizar todos los actos de la lectura estructural y analítica
que he esbozado brevemente.
Luego que hayan realizado tales lecturas serán competentes para juzgar. El primer juicio
será, naturalmente, de gusto. Dirán que les gusta o no e! libro, y por qué les gustó o no les gustó.

Las razones que den tendrán, por supuesto, algo de crítica a propósito del libro mismo, pero
en su primera expresión es probable que sean acerca de ustedes –de sus preferencias y prejuicios
que acerca del libro. Por consiguiente, para llevar a cabo la tarea de la crítica, deben objetar sus
reacciones señalando esas cosas del libro que las causaron. Deben pasar de decir que les gusta o
no les gusta y por qué, a decir qué tiene de bueno o de malo el libro y por qué.
Hay aquí una verdadera diferencia. Nadie puede estar en desacuerdo con un hombre acerca
de lo que a él le gusta o no le gusta. La absoluta autoridad de su propio gusto es una prerrogativa
de todo hombre; pero otros pueden estar en desacuerdo con él acerca de si el libro es bueno o
malo. El gusto puede no ser susceptible de discusión pero las valoraciones críticas pueden ser
atacadas y defendidas; debemos acudir a los principios de la crítica estética o literaria sí deseamos
apoyar nuestros juicios críticos.

Si los principios de la crítica literaria estuviesen firmemente establecidos y hubiese acuerdo


general sobre ellos, sería fácil enumerar brevemente las principales observaciones críticas que un
lector pudiese hacer acerca de un libro imaginativo. Desgraciadamente, o afortunadamente, no es
así; y simpatizarán ustedes con mi discreción al vacilar en entrar precipitadamente en materia. Me

264

arriesgaré sin embargo, a sugerir cinco preguntas que ayudarán a cualquiera a formar un juicio
crítico sobre la ficción. (1) ¿Hasta qué punto tiene unidad la obra? (2) ¿De qué magnitud es la
complejidad de las partes y elementos que la unidad abarca y organiza? (3) ¿Es una historia
probable, esto es, tiene la inherente plausibilidad de la verdad poética? (4) ¿Los eleva a ustedes de
la ordinaria semiconciencia de la vida diaria a la claridad de la intensa vigilia, excitando las
emociones y llenando las imaginaciones de ustedes? (5) ¿Crea un nuevo mundo en el cual son
ustedes introducidos y en el cual parece que viven con la ilusión de que están viendo la vida
constante y totalmente?

No defenderé estas preguntas sino diciendo que cuanto más puedan ser contestadas
afirmativamente, más probable será que el libro en cuestión sea una gran obra de arte. Creo que
ellas podrán ayudarlos a discriminar entre la buena y la mala ficción así como para volverse más
articulados en la explicación de lo que les gusta; aunque no deben olvidar nunca la posible
discrepancia entre lo que es bueno en sí mismo y lo que les agrada, deben estar capacitados para
evitar la extrema sandez de la observación: “No sé nada de arte, pero sé qué es lo que me gusta".
Cuanto mejor puedan discernir reflexivamente qué es lo que les causa placer en la lectura de
la ficción, más se acercarán al conocimiento de las virtudes artísticas de la obra literaria misma.
Así se desarrollará gradualmente en ustedes una pauta para la crítica; y salvo en el caso de que
sean críticos literarios profesionales –torturados por la necesidad de expresar los mismos pocos
conceptos de diferente manera para cada libro, y arrastrados por la competencia a evitar lo obvio–
encontrarán una gran compañía de hombres de gusto similar con quienes compartir esos juicios
críticos de ustedes. Pueden hasta descubrir lo que creo que es cierto, que el buen gusto en
literatura lo adquiere cualquiera que aprenda a leer.
– 4–

Habiendo llegado tan lejos hacia la generalización del arte de la lectura, mediante la traducción
de las reglas expositivas a sus equivalentes en la ficción, me veo impelido a dar el último paso y
terminar la tarea. Tienen ustedes reglas para leer "cualquier libro". Pero, ¿qué hay de las reglas
para leer "todo lo que es apto para imprimirse"? ¿Qué hay de la lectura de diarios y
265

revistas, ejemplares de avisos, propaganda política? ¿Pueden formularse las reglas tan
generalmente que se apliquen a todo?

Creo que sí. Necesariamente, al volverse más generales, las reglas se reducen en número y
se vuelven menos específicas en su contenido. En lugar de tres grupos de reglas, cada uno de los
cuales incluye tres o cuatro, las directivas "para leer cualquier cosa" pueden sintetizarse en cuatro
preguntas. Para leer bien cualquier cosa, deben ustedes estar en condiciones de contestar estas
cuatro preguntas al respecto. A la luz de toda la discusión que ha precedido, las preguntas
necesitan poca explicación. Ustedes saben ya qué pasos deben dar para responder a estas
preguntas.

Pero, primero, permítanme que les recuerde la distinción básica entre la lectura para
informarse y para comprender, que se halla involucrada en todo lo que he dicho respecto a la
lectura. En la mayoría de los casos leemos los diarios y revistas y aún la parte de avisos, por la
información que contienen. La cantidad de ese material es vasta, tan vasta que hoy en día nadie
tiene tiempo para leer más que una pequeña fracción de las fuentes de información disponibles.
La necesidad ha sido la madre de varios buenos inventos en el campo de esa lectura; las así
llamadas revistas de noticias, tales como Times y Newsweek, realizan una función inestimable
para la mayoría de nosotros, leyendo la noticia y reduciéndola a sus elementos esenciales de
información. Los hombres que escriben estas revistas son esencialmente lectores; ellos han
desarrollado el arte de leer para informar hasta un punto que sobrepasa ampliamente la
competencia del lector común.

Lo mismo reza con respecto al Reader's Digest que se ha arreglado para reducir casi todo lo
que de las revistas corrientes merece nuestra atención al compacto espacio de un solo pequeño
volumen. Naturalmente, los mejores artículos, como los mejores libros, no pueden resumirse sin
que pierdan. Si los ensayos de Montaigne o Lamb apareciesen en un periódico corriente,
difícilmente nos satisfaría leer un digesto de ellos. Una síntesis en este caso solamente
funcionaría bien sí nos impulsase a leer el original. Para el artículo corriente, sin embargo, una
condensación es generalmente adecuada y a menudo hasta mejor que el original, porque el
artículo corriente es esencialmente informativo. La habilidad que produce el Reader's Digest
cada mes es, antes que nada, una habilidad para la lectura, y sólo luego una habilidad para escribir
sencilla y claramente. No hace lo que pocos de nosotros tenemos, la técnica –no solamente el
tiempo– necesa-
266
ríos para hacerla nosotros mismos. Penetra en la esencia de la información sólida, sacándola de
páginas de material menos substancial.

Pero, después de todo, todavía tenemos que leer los periódicos que realizan estos
extraordinarios compendios de noticias e información corriente. Si queremos ser informados, no
podemos evitar la tarea de leer, por más buenos que sean los digestos; y la tarea de leer los
digestos es, en último análisis, una tarea igual a la que llevan a cabo los editores de estas revistas
con los materiales originales que hacen accesibles en una forma más compacta. Ellos nos han
ahorrado trabajo, en lo que se refiere a la extensión de nuestra lectura, pero no nos han ahorrado
completamente la molestia, ni pueden hacerlo. En cierto modo la función que realizan nos
aprovecha solamente si podemos leer sus digestos de información tan bien como ellos han leído
precedentemente a fin de darnos los digestos.

Las cuatro preguntas que a continuación formularé como guías para la lectura de cualquier
cosa son igualmente aplicables al material que puede informarnos o ilustrarnos. Para usar
inteligentemente estas preguntas como un conjunto de orientaciones, deben ustedes saber,
naturalmente, qué es lo que persiguen; si están leyendo con un propósito o con el otro. Si son
sensatos, el propósito de ustedes concordará adecuadamente con la naturaleza de la cosa a leerse.
He aquí las cuatro preguntas con un breve comentario:

I. "¿Qué se dice en general?" (Para contestar esta pregunta deben ustedes dar todos los pasos
de la lectura estructural, según las reglas ya establecidas).
II. "¿Qué se dice en particular?" (Ustedes no pueden descubrir plenamente lo que se está
diciendo si no penetran por debajo del lenguaje hasta el pensamiento. Para hacer esto deben
observar cómo se usa el idioma y cómo se ordena el pensamiento. En este caso, por consiguiente,
deben seguir todas las reglas de la lectura interpretativa).
III. "¿Es cierto?" (Sólo después de que sepan lo que se dice, y cómo, podrán considerar si es
cierto o probable; esta pregunta requiere el ejercicio del juicio crítico. Deben decidir si aceptarán
o rechazarán la información que se les ofrece; deben estar especialmente alertas para descubrir las
deformaciones de la propaganda al suministrar las noticias. Al leer para ilustrarse, deben decidir
si están de acuerdo o en desacuerdo con lo que han llegado a enten-

267.

der. Las reglas que deben ustedes seguir en este caso son las de la tercera lectura o lectura crítica).

IV. "¿Y eso qué importa?" (Salvo que lo que hayan leído sea cierto en algún sentido, no necesitan
ustedes avanzar más. Pero si lo es, deben ustedes encarar esta pregunta; no pueden leer
inteligentemente para informarse sin determinar qué significado se atribuye, o debiera atribuirse, a
los hechos presentados. Los hechos rara vez vienen a nosotros sin alguna interpretación, expresa o
implícita. Esto es especialmente cierto si están ustedes leyendo digestos de información que
necesariamente seleccionan los hechos conforme a alguna valoración de su significado, o algún
principio de interpretación. Si están leyendo para ilustrarse, la investigación que en cada etapa del
saber es renovada por la pregunta. "¿Y eso qué importa?", no tiene en realidad límites).

Estas cuatro preguntas sintetizan todas las obligaciones de un lector; las tres primeras
indican, además, por qué hay tres maneras de leer cualquier cosa. Los tres grupos de reglas
responden a algo que está en la naturaleza misma del discurso humano. Sí las comunicaciones no
fuesen complejas, el análisis estructural sería innecesario; si el lenguaje fuese un medio perfecto
en vez de ser relativamente opaco, no habría necesidad de interpretación. Si el error y la
ignorancia no rodeasen a la verdad y el conocimiento, no tendríamos que ser críticos. La cuarta
pregunta gira hacia la distinción entre información y comprensión. Cuando el material que han
leído es en sí mismo esencialmente informativo, son ustedes desafiados a avanzar más y a buscar
la ilustración. Hasta cuando hayan sido algo ilustrados por lo que han leído, se los insta a que
continúen la búsqueda del significado.
Conocer estas preguntas, naturalmente, no basta. Deben acordarse de hacérselas mientras
leen y más que nada, deben ustedes estar en condiciones de contestarlas exacta y correctamente;
en pocas palabras, la capacidad para hacer precisamente eso es el arte de la lectura.
–5–
La capacidad para leer bien cualquier cosa puede ser la meta, pero la meta no señala el mejor
lugar para empezar a adquirir el arte. Ustedes no pueden comenzar a adquirir los hábitos correctos
leyendo cualquier clase de material; quizá debería decir que cierta clase de materiales facilitan más
la adquisición de la disciplina que otros. Es demasiado fácil, por ejemplo, sacar algo de
268

los diarios, revistas y extractos, hasta cuando se los lee pobre y pasivamente. Además, todos
nuestros malos hábitos de lectura superficial están asociados con estos materiales familiares. Es
por ello que a lo largo de este libro he insistido en que, tratar de leer para comprender más bien
que para informarse –porque es más difícil, y menos usual–, les suministra a ustedes una mejor
ocasión para desenvolver su habilidad.

Por la misma razón, la lectura de buenos libros, o mejor, de los grandes libros, es la
fórmula para los que quieran aprender a leer. No es que los rigores de la lectura difícil sean el
castigo que corresponde al crimen de los hábitos chapuceros; más bien desde el punto de vista de
la terapéutica, que los libros que no pueden ser comprendidos en absoluto si no se los lee
activamente son la prescripción ideal para cualquiera que sea aún una víctima de la lectura pasiva.
Tampoco creo que esta medicina sea como esos remedios drásticos y enérgicos de los cuales se
calcula que matarán o curarán al paciente. Pues en este caso, el paciente puede determinar la
dosis. El puede aumentar la cantidad de ejercicio que toma en fáciles etapas, el remedio
comenzará a obrar en cuanto él empiece, y cuanto más obre, más podrá tomar.

El lugar para empezar es, pues, los grandes libros. Ellos son tan aptos para el fin, que es
casi como si fuesen escritos con el objeto de enseñar a la gente a leer; ellos están casi en la misma
relación, con el problema de aprender a leer, que el agua con el asunto de aprender a nadar. Hay
una importante diferencia: el agua es indispensable para nadar. Pero después de que hayan
aprendido ustedes a leer practicando en los grandes libros, podrán transferir sus habilidades a la
lectura de buenos libros, a la lectura de cualquier clase de libros, a la lectura de cualquier cosa. El
hombre que puede mantenerse a flote en los lugares profundos no necesita preocuparse de las
partes poco profundas.
CAPÍTULO XVI
LOS GRANDES LIBROS

–1–

Se hacen libros ilimitadamente; tampoco parece que haya un límite en la confección de listas
de libros. Lo uno es causa de lo otro; siempre ha habido más libros que los que nadie pudiera leer,
y como se han multiplicado en una proporción siempre creciente a través de los siglos, ha habido
que hacer más y más listas honoríficas. Es tan importante saber qué hay que leer cómo saber
cómo hay que leer. Cuando hayan aprendido ustedes a leer, tendrán, espero, una larga vida para
emplear en la lectura; pero, en el mejor de los casos, podrán ustedes leer solamente unos pocos
libros de todos los que se han escrito, y los pocos que lleguen a leer deberían incluir a los mejores.
Pueden regocijarse en el hecho de que no hay demasiados grandes libros para leer; parece que hay
menos libros mejores que familias de alcurnia, seguramente menos de "cuatrocientos" como lo
indica la frase "los cien mejores libros" que se ha convertido en un grito de combate. Aunque no
debería ser tomada demasiado en serio, la frase es sugestiva; el número es relativamente pequeño.
Si bien ese número es pequeño, quiero repetir una vez más lo que he dicho acerca de la cantidad
en la lectura. De lo contrario podrían ustedes interpretar mal la enumeración de títulos que tendrá
lugar en este capítulo y las listas de grandes libros que figuran en el Apéndice. Podrían ustedes
suponer que la recomendación de estos libros implica la conveniencia de leerlos todos. En un
sentido, naturalmente que sí. Idealmente uno debería leer muchos o hasta todos los grandes libros,
pero el ideal está siempre en el infinito y sólo será posible aproximarse a él. Y lo más importante
que hay que saber es que se aproximan ustedes más genuinamente a él leyendo unos pocos libros
bien que muchos pobremente; la clave está en leer bien antes de leer mucho. Es mejor leer un
pequeño número de grandes libros efectivamente, que todos ellos inefectivamente, pues se obtiene
poco o ningún provecho de una gran cantidad de lectura rutinaria.
Si tienen ustedes en cuenta esto, estoy seguro de que no se asustarán del número de libros que
se mencionan o de los títulos que indican campos con los cuales no han trabado ustedes cono-
270
cimiento. En el curso de este capítulo trataré de agrupar a los libros conforme a las materias de
sus temas y sus principales puntos de interés, de modo que estarán ustedes en condiciones de
empezar a leer dondequiera que convenga mejor a las inclinaciones de cada cual. Un libro
conducirá a otro y así, comenzando por aquellos que están en ese momento más a su alcance
podrán ustedes orientarse hacia más amplios y más remotos círculos. Ustedes pueden englobar
finalmente toda la lista, pero lo más importante en lo que respecta a cualquier lista de libros es que
debe suministrar un buen comienzo.

La catalogación de los grandes libros es tan vieja como la lectura y la escritura. Los
maestros y bibliotecarios de la antigua Alejandría la realizaron; sus listas de libros fueron la
columna vertebral de un plan de estudios educacional. Quintiliano la llevó a cabo para la
educación romana, seleccionando como dije, tanto clásicos antiguos como modernos. Fue hecha
una y otra vez en la Edad Media por los mahometanos, judíos y cristianos con un propósito
similar; en el Renacimiento, líderes del reavivamiento de la ciencia como Montaigne y Erasmo
hicieron listas de los libros que leyeron; ellos se ofrecieron como modelos de caballerosa
capacidad para leer y escribir. La educación humanística fue construida sobre una base de "letras
humanas" como decía la frase. La lectura proscripta estaba originariamente en las grandes obras
de la literatura romana, en su poesía, biografía e historia y en sus ensayos sobre moral.

En el siglo decimonono había aún otras listas de libros. Sí quieren ustedes saber qué libros
integraban la formación de un dirigente liberal de su época, fíjense en la Autobiografía, de John
Stuart Mili. Quizá la más famosa lista de libros que se confeccionó en el siglo pasado fue la de
Augusto Comte. Comte fue el pensador francés que sintetizó la devoción del siglo decimonono
por la ciencia y por el progreso a través de la ciencia. Es de esperar, por supuesto, que la selección
de "mejores libros" cambiará con los tiempos; sin embargo, hay una sorprendente uniformidad en
las listas que representan las mejores elecciones de cualquier período. En todas las épocas, tanto
A. C. como D. C., los que confeccionan las listas incluyen tanto libros antiguos como modernos en
sus selecciones y siempre se preguntan si los modernos están a la altura de los grandes libros del
pasado. Los cambios que cada época posterior introduce son principalmente adiciones más que
sustituciones. Naturalmente, la lista de grandes libros crece en el
271
decurso del tiempo, pero sus raíces y contornos parece que permanecen iguales; nuevas ramas se
suman al árbol.

Esto se debe a que las listas famosas son genuinamente variadas; ellas tratan de incluir
todo lo que es grande en la tradición humana. Una mala selección lo sería aquélla motivada por un
prejuicio sectario, dirigida por alguna clase de alegación especial. Ha habido listas de esta índole,
que escogían solamente los libros que probasen un determinado punto; tales listas omiten muchos
grandes libros; la tradición europea no puede ser abofeteada así. Ella incluye muchas cosas que
deben, necesariamente, parecer falsas o extraviadas si se las juzga desde cualquier punto de vista
particular. Dondequiera que encontremos la verdad ella estará siempre acompañada de grandes
errores. Para catalogar adecuadamente los grandes libros se deben incluir todos los que han
resultado importantes, no sólo aquellos con los cuales se está de acuerdo o que se aprueban.

Hasta hace treinta o cuarenta años, un curso de colegio se construía en torno a un conjunto
de lecturas obligatorias. Bajo la influencia del sistema electivo y de otros cambios educacionales,
las exigencias en este país se relajaron gradualmente hasta un punto en que el grado de bachiller
no implicó ya una capacidad general para leer y escribir. Los grandes libros aparecían aún aquí y
allá, en este curso y en aquél, pero rara vez eran leídos y seleccionados entre sí; frecuentemente se
los hacía suplementarios de los libros de texto que dominaban el plan de estudios.

Las cosas habían llegado a lo peor cuando yo ingresé al colegio al comenzar el año veinte.
Como ya he informado, vi también empezar el curso superior. John Erskine había persuadido al
cuerpo de profesores de Columbia de que instituyese un curso de honores, dedicado a la lectura de
grandes libros. La lista, que tuvo la gran gentileza de componer, incluía entre sesenta y setenta
autores, que representaban todos los campos del saber y todas las clases de la poesía; difería de
otras selecciones corrientes en que tenía un patrón de selección más elevado, y también en que
trataba de incluir todos los grandes libros, no solamente los de un período determinado o de cierta
índole. Era una lista más amplia que las que se usaban en los cursos de lectura de Oxford, por
ejemplo, en que un estudiante se especializaba en "grandes antiguos" o en "grandes modernos".
La lista de Erskine ha sido revisada y modificada muchas veces desde que se hizo; Mr.
Hutchins y yo la hemos usado con

272

algunas alteraciones en la Universidad de Chicago. El programa de lectura del St. John's College,
que comprende cuatro años, es sustancialmente la misma lista, aunque ha sido enriquecida por
adiciones provenientes de los campos de las matemáticas y de las ciencias naturales. Una lista
similar, aunque algo más corta, se usa actualmente en Columbia en un curso obligatorio para todos
los estudiantes de primer año. Creo que la lista de Erskine, con algunas adiciones y cambios, es
una expresión bastante exacta de lo que cualquiera llamaría hoy en día las grandes obras de la
cultura occidental.

A mí me ocurrió algo que me permitió captar este asunto de catalogar los grandes libros;
yo desempeñé el cargo de secretario del cuerpo de profesores que dictó el curso de honores en
Columbia durante los años en que se revisaba la lista original. Varios miembros del cuerpo de
profesores habían expresado su desconformidad; querían omitir a algunos autores e incluir a
otros. Para arreglar el asunto, construimos una gran lista de alrededor de trescientos libros,
muchos más de los que cualquiera hubiese deseado que se incluyesen, pero lo suficientemente
larga como para contener cualquier autor que cualquiera pudiera nombrar.

Procedimos entonces a votar, excluyendo gradualmente los libros o autores sobre los
cuales la votación indicase que no había acuerdo general. Luego de mucha votación obtuvimos
una lista que satisfizo a todos. Tenía ochenta ítems, sólo alrededor de quince más que la
enumeración de Erskine; contenía casi todos los títulos de la lista original. De esos dos años de
revisión aprendí hasta qué punto hay unanimidad de juicio acerca de los grandes libros; se
evidenció claramente que sería difícil confeccionar una lista de mucho más de cien autores, sobre
los cuales se pudiese obtener ese acuerdo universal; si se iba más allá de eso se proveería a los
intereses de los especialistas en este período o en esta materia.

No voy a tratar de hacerles una nueva lista de grandes libros. Creo que las listas de que se
puede disponer hoy en día son completamente satisfactorias; como he indicado, la lista revisada
de Columbia ha sido publicada por la Asociación Norteamericana de Bibliotecas, bajo el título de
Clásicos del Mundo Occidental, y se puede comprar por menos de un dólar. La lista que se usa
actualmente en el St. John's College en Annapolis, que es ligeramente más larga, puede
conseguirse fácilmente de ese colegio.

Pero voy a ahorrarles la molestia de conseguir esas listas. En el Apéndice encontrarán


ustedes una enumeración bastante ade-
273

cuada; es una selección de autores y títulos de todas las listas que he mencionado. He usado dos
criterios al hacer esta selección; primero, que el libro se pueda realmente conseguir en inglés;
segundo, que sea legible para cualquiera sin ayuda de una instrucción especial. Sé, por supuesto,
que el segundo criterio es aplicable en un mínimo a los clásicos matemáticos y menos aplicables a
los grandes libros científicos que a los demás. Sin embargo, vale hasta para ellos con una
condición: la de que esos libros sean leídos en su orden histórico; un trabajo anterior ayuda, pues,
a prepararse para uno posterior y a explicarlo.

Hablando estrictamente, un catálogo no es algo para leer; tiene por objeto servir de referencia.
Es por ello que he puesto el largo inventario cronológico de los libros en el Apéndice. En este
capítulo voy a tratar de dar vida a esa lista hablando sobre los libros.

Trataré aquí, por consiguiente, de compilar los grandes libros en grupos más pequeños, cada
uno de los cuales participará en una conversación acerca de algún problema particular en el cual
puedan ustedes estar ya interesados. En algunos casos las conversaciones sobre un problema
conducirán a otro; así, en vez de yacer uno junto al otro como en hilera de cementerio, los libros se
les aparecerán a ustedes como corresponde: como los vivaces autores de una tradición viviente.
Probablemente no nombraré todos los libros en este capítulo, pero podré hacer que se entable una
conversación entre un número suficiente de ellos como para que puedan ustedes imaginar que la
tarea ha sido realizada por completo. Si son ustedes inducidos a participar en la conversación
mediante la lectura de algunos de esos libros, ellos se encargarán del resto.
– 2–
Antes de empezar, sin embargo, puede ser prudente decir algo más acerca de lo que es un
gran libro. He usado la frase una y otra vez, con la esperanza de que lo que dije en el capítulo
cuarto sobre los grandes libros como comunicaciones originales, sería suficiente por el momento.
En el capítulo octavo sugerí que entre las obras poéticas había una distinción del paralelo. Así
como los grandes libros expositivos son aquellos que pueden aumentar nuestro entendimiento más
que los demás, así las grandes obras de la literatura imaginativa elevan nuestro espíritu y ahondan
nuestra humanidad.
274

En el decurso de otros capítulos, puedo haber mencionado otras cualidades que poseen los
grandes libros. Pero ahora quiero reunir en un solo lugar todos los signos por los cuales los
grandes libros pueden reconocerse, repitiendo algunos, añadiendo nuevos; éstos son los signos que
todo el mundo usa al hacer listas o selecciones. Los seis que voy a mencionar pueden no ser todos
los que hay, pero son los que algunos de nosotros —el decano Buchanan y el presidente Barr en St.
John's, y Mr. Hutchins y yo en Chicago– hemos encontrado más útiles en la explicación del
otorgamiento de la cinta azul de biblioteca.

(1) Yo solía decir en broma que los grandes libros eran aquellos que todo el mundo
recomienda y nadie lee, o los que todo el mundo tiene la intención de leer y no lee nunca. La
broma (que en realidad es de Mark Twain) puede tener gracia para algunos de nuestros
contemporáneos, pero la observación es falsa para la mayoría. En realidad, los grandes libros son
probablemente los que se leen más; no son de los que más se venden durante un año o dos; lo son
permanentemente. Lo que el viento se llevó ha tenido relativamente pocos lectores comparado con
las obras teatrales de Shakespeare o con Don Quijote. Sería razonable estimar, como lo hizo un
reciente escritor, que La Ilíada, de Hornero, ha sido leída por 25.000.000 de personas en los
últimos 3.000 años. Si cuentan ustedes el número de idiomas a los cuales estos libros han sido
traducidos y el número de años durante los cuales han sido leídos, no pensarán que un número de
lectores que llega a varios millones es exagerado.

No debe inferirse, por supuesto, que todos los libros que alcanzan un formidable público se
elevan a la categoría de clásicos en razón de ese solo hecho. Tres Semanas, Quo Vadis y Ben Hur,
para mencionar solamente ficciones, son casos que vienen a propósito. No quiero decir tampoco
que un gran libro tenga que ser el que más se venda en su propia época. Le puede llevar tiempo
acumular su público último; el astrónomo Kepler, cuya obra sobre los movimientos planetarios es
ahora un clásico, se informa que dijo de su libro que "puede esperar un siglo a un lector, como
Dios ha esperado 6.000 años a un observador".

(2) Los grandes libros son populares, no pedantescos; no los escriben especialistas sobre
especialidades para especialistas; sean de filosofía o de ciencia, o historia o poesía, tratan de
problemas humanos, no académicos. Se escriben para hombres, no para profesores. Cuando digo
que son populares, no quiero decir que sean
275

popularizaciones en el sentido de simplificación de lo que puede encontrarse en otros libros.


Quiero decir que fueron escritos inicialmente para un público popular; se los escribió con la
intención de que los leyesen los principiantes. Esto, como lo señalé anteriormente, es una
consecuencia de que sean comunicaciones originales. Con respecto a lo que estos libros tienen
que decir, la mayor parte de los hombres son principiantes.

Para leer un libro de texto para estudiantes adelantados, tienen ustedes que leer primero un
libro de texto elemental. Pero r los grandes libros son todos elementales; tratan los elementos de
cualquier materia; no están relacionados entre sí como una serie de libros de texto escalonados en
la dificultad o en el tecnicismo de los problemas que tratan. Esto es lo que quería decir al afirmar
que son todos para principiantes, aunque no todos comienzan en el mismo lugar en la tradición del
pensamiento.

Hay una clase de lectura previa, sin embargo, que realmente ayuda a leer un gran libro, y es
la de los otros grandes libros que el autor mismo leyó. Si empiezan ustedes donde comenzó él
estarán mejor preparados para la nueva partida que él va a realizar. Este es el punto que sugerí
antes cuando dije que hasta los libros matemáticos y científicos pueden leerse sin una instrucción
especial.

Permítanme que los ilustre a este respecto tomando los Elementos de Geometría, de Euclides,
y los Principios Matemáticos de la Filosofía Natural, de Newton. Euclides no requiere estudios
previos de matemáticas; su libro es genuinamente una introducción a la geometría, así como a la
aritmética. No puede decirse lo mismo de Newton, porque Newton usa las matemáticas en la
solución de problemas de física; el lector debe estar capacitado para seguir su razonamiento
matemático, para poder comprender cómo éste interpreta sus observaciones. Newton dominaba a
Euclides. Su estilo matemático demuestra cuan profundamente se hallaba influenciado por el
tratamiento euclidiano de la relación y de las proporciones. Su libro no es, por consiguiente,
fácilmente legible –ni aún para los más competentes hombres de ciencia– si no se ha leído antes a
Euclides. Pero con Euclides de guía el j esfuerzo de leer a Newton o a Galileo deja de ser estéril.

No estoy afirmando que esos grandes libros científicos puedan leerse sin esfuerzo; estoy
diciendo que si se los lee en un orden histórico, el esfuerzo será premiado. Así como Euclides
ilumina a Newton y a Galileo, así ellos a su vez ayudan a hacer inteligibles a Maxweil y a
Einstein. Lo dicho no se limita a las obras

276

matemáticas y científicas; se aplica asimismo a los libros filosóficos. Sus autores les dicen a
ustedes qué deberían haber leído antes de llegar a ellos. Dewey quiere que hayan leído ustedes a
Mili y a Hume; Whitehead quiere que hayan leído a Descartes y a Platón.

(3) Los grandes libros son siempre contemporáneos: en cambió los libros que llamamos
"contemporáneos" porque son corrientemente populares, duran sólo un año o dos, o diez a lo
sumo; pronto se vuelven anticuados. Ustedes no podrán probablemente recordar los nombres de
los libros que más se vendieron en el año anterior. Si les fuesen recordados, probablemente no
estarían ustedes interesados en leerlos. Especialmente en el campo de los libros que no son de
ficción, querrán ustedes el último producto "contemporáneo". Pero los grandes libros no son
nunca puestos fuera de moda por el movimiento del pensamiento o de los mudables vientos de la
doctrina y de la opinión; por el contrario, un gran libro tiende a intensificar la significación de
otros sobre el mismo tema así El capital de Marx. y La Riqueza de las Naciones, de Adam Smitht
se iluminan recíprocamente y lo mismo hacen obras tan distantes como la Introducción a la
Medicina Experimental, de Claude Bernard, y los escritos médicos de Hipócrates y Galeno.
Schopenhauer dijo claramente: "Echando un vistazo a un gran catálogo de libros nuevos, se podrá
llorar pensando que cuando hayan transcurrido diez años no se oirá hablar ni de uno de ellos". La
explicación que da más adelante vale la pena de ser seguida:

"En todas las épocas se desarrollan dos literaturas, que corren a la par pero que se conocen
mutuamente muy poco; la una real, la otra sólo aparente. La primera se convierte en literatura
permanente; la siguen aquellos que viven para la ciencia o la poesía; su curso es sobrio y
tranquilo, pero extremadamente lento, y produce en Europa apenas una docena de obras por siglo;
éstas, sin embargo, son permanentes. La otra clase la siguen las personas que viven de la ciencia y
de la poesía. Va al galope, con mucho ruido y griterío de partidarios. Todos los años pone mil
obras en el mercado. Pero luego de unos pocos años uno se pregunta: ¿Dónde están? ¿Dónde está
la gloria que vino tan pronto y produjo tanto clamor? A esta categoría podría llamársela literatura
efímera y a la otra literatura permanente".
277

"Permanente" y "efímero" son buenas palabras para denominar los grandes libros
persistentemente contemporáneos y los corrientes que pronto se vuelven anticu
dos.
Porque son contemporáneos y deben leerse como tales, la palabra “clásico” debe evitarse.
Mark Twain, como ustedes recordarán, definió a un clásico como "algo que todo el mundo
quiere haber leído y nadie quiere leer". Me temo que ni siquiera esto sea cierto en lo que
respecta a la mayoría de la gente. "Clásico" ha llegado a significar un libro antiguo y
anticuado. La gente considera a los clásicos los grandes libros que fueron, los grandes libros
de su época. "Pero nuestros tiempos son diferentes", dicen ellos; desde este punto de vista, el
único motivo para leer los clásicos es un interés histórico o filosófico. Es como escarbar entre
los algo mohosos monumentos de una cultura pasada. Los clásicos, así encarados, no pueden
ofrecer instrucción a un hombre moderno, excepto, naturalmente, acerca de las peculiaridades
de sus antepasados. Pero los grandes libros no son glorias marchitas: no son polvorientos
restos para la investigación de los eruditos; son más bien las más potentes fuerzas
civilizadoras del mundo de hoy.

Naturalmente, se progresa en algunas cosas. Nadie quiere conducir un modelo anticuado


luego de que los nuevos autos están en el mercado; nadie sugiere que renunciemos a la luz
eléctrica, las cañerías y los aspiradores de un departamento moderno por los espaciosos
inconvenientes de un palacio anticuado. Se progresa en todas las cosas útiles que el hombre puede
inventar para hacer más eficientes y más fáciles los movimientos de su vida; se progresa en
asuntos sociales, de la índole regularizada por el advenimiento de la democracia en la época
moderna; y se progresa en el conocimiento y aclaración de los problemas y de las ideas.

Pero no se progresa en todo. Los problemas humanos fundamentales siguen siendo los
mismos en todas las épocas. Cualquiera que lea los discursos de Demóstenes y las cartas de
Cicerón o, si ustedes prefieren, los ensayos de Bacon y Montaigne, verá qué constante es la
preocupación de los hombres por la felicidad y la justicia, por la virtud y la verdad, y aun por la
estabilidad y el cambio mismos. Podemos lograr acelerar los movimientos de la vida pero parece
que no podemos cambiar las sendas aprovechables para sus fines.

No es sólo en materia de moral o de política que el progreso es relativamente superficial; aun


en el conocimiento teórico, aun
278

en ciencia y en filosofía, donde el saber aumenta y el entendimiento puede profundizarse, los


avances que cada época ha hecho se basan en un fundamento tradicional. La civilización crece
como una cebolla, capa sobre capa. Para comprender a Einstein, deben ustedes, como él mismo se
los dice, comprender a Galileo y a Newton. Para comprender a Whitehead deben ustedes, como
también él se los dice, conocer a Descartes y a Platón. Si algunos libros contemporáneos son
grandes porque tratan de asuntos fundamentales, luego todos los grandes libros son
contemporáneos porque están envueltos en la misma discusión.

(5) Los grandes libros son los más legibles. Esto lo he dicho antes y significa varías cosas. Si
las reglas de la lectura experta están algo relacionadas con las reglas de la escritura experta,
luego éstos son los libros mejor escritos; si un buen lector es perito en las artes liberales,
¡cuánto más las dominará un gran escritor! Esos libros son "obras maestras" del arte liberal.
Al decir esto, me refiero en primer lugar a las obras expositivas. Las grandes obras de la
poesía o de la ficción son obras maestras de las bellas artes; en ambos casos el escritor
domina el idioma para bien del lector, sea que tenga por fin la instrucción o el deleite.
Decir que los grandes libros son los más legibles equivale a decir que no los defraudarán a
ustedes si tratan de leerlos bien. Pueden ustedes observar las reglas de la lectura hasta la máxima
habilidad que tengan, y ellos, a diferencia de obras más pobres, no cesarán de pagar dividendos.
Pero es igualmente cierto decir que hay en ellos realmente mucho más material de lectura. No se
trata meramente de cómo están escritos, sino de lo que tienen que decir, tienen más ideas por
página que las que la mayor parte de los libros tienen en su totalidad. Es por ello que pueden
ustedes leer un gran libro una y otra vez sin agotar nunca su contenido, y probablemente jamás
podrán ustedes leer con la suficiente maestría como para dominarlo por completo. Los libros más
legibles son indefinidamente legibles.

Son legibles por otra razón. Pueden leerse a muchos niveles distintos de entendimiento, así
como con una gran diversidad de interpretaciones. Los ejemplos más evidentes de los muchos
niveles de lectura pueden hallarse en libros tales como Los Viajes de Gulliver, Robinson Crusoe y
la Odisea. Los niños pueden leerlos con placer, pero no logran encontrar en ellos toda la belleza
y significación que deleitan a una mente adulta.
(5) También he dicho antes que los grandes libros son
279

los más instructivos, los que más ilustran. Esto se deriva, hasta cierto punto, del hecho de que son
comunicaciones originales, de que contienen lo que no puede encontrarse en otros libros. Estén
ustedes en definitiva de acuerdo o en desacuerdo con sus doctrinas, éstos son los maestros
originarios de la Humanidad, porque han aportado las contribuciones básicas al saber y al
pensamiento humanos.

Es casi innecesario añadir que los grandes libros son los que ejercen más influencia. En la
tradición de la lectura, ellos han sido muy discutidos por lectores que han sido también escritores.
Estos son libros sobre Íos cuales hay muchos otros libros. Son incontables y han sido en su
mayoría olvidados, los libros que se han escrito acerca de ellos –los comentarios, digestos, o
popularizaciones.

(6) Por último, los grandes libros tratan de los persistentemente no resueltos problemas de la vida
humana. No basta decir de ellos que han resuelto importantes problemas, total o parcialmente.
Ese es sólo un aspecto de su proeza. Hay verdaderos misterios en el mundo que señalan los
límites del conocer y del pensar humanos; la indagación no solamente empieza con la duda, sino
que generalmente termina también con ella.

Las grandes mentes no desprecian, como las más estrechas, los misterios, o huyen de ellos;
los reconocen francamente y tratan de definirlos mediante la más clara exposición de alternativas
en definitiva imponderables. La sabiduría es fortificada, no destruida por la comprensión de sus
limitaciones; la ignorancia no hace tontos tan seguramente como el autoengaño.
– 3–
Pueden ustedes ver ahora cómo estos seis criterios se mantienen unidos, cómo se derivan los
unos de los otros y se apoyan mutuamente. Pueden ustedes ver por qué, si éstos son los requisitos,
la exclusiva sociedad de los grandes autores tiene menos de cuatrocientos miembros. De la
brevedad de la lista de Erskine o de la de St. John, no se puede escapar cuanto estos criterios dan
las normas a seguir.

Quizá puedan ustedes comprender también por qué leer los grandes libros más bien que los
libros acerca de ellos, o los libros que tratan de destilárselos a ustedes. "Algunos libros", dice
Lord
280

Bacon, "pueden leerse por delegación, y pueden leerse selecciones extraídas de ellos por otras
personas; pero eso sería solamente en lo que respecta a los argumentos menos importantes y a una
categoría mezquina de libros".

Con respecto a los otros, "los libros destilados son como las aguas destiladas comunes,
cosa de relumbrón". La misma razón que envía a los hombres al salón de conciertos y a la galería
de arte debería enviarlos a los grandes libros más bien que a reproducciones imperfectas. Se
prefiere siempre el testigo originario al rumor fragmentario. Un buen cuento puede ser malogrado
por un mal relator.

La única excusa que los hombres han dado siempre por leer libros acerca de estos libros no
cuadra aquí más que en el caso de la música envasada o las reproducciones baratas de pintura y
escultura. Ellos saben que es más fácil, así como mejor, encontrar el cultor de una de las bellas
artes en su propia obra que en sus imitaciones; pero creen que a los grandes maestros no se los
puede encontrar en sus propias obras. Creen que son muy difíciles, que están muy por encima de
ellos, y por consiguiente se consuelan con sustitutos. Esto, como he tratado de ponerlo de
manifiesto, no es así. Lo repito, los grandes libros son los más legibles para cualquiera que sepa
leer; la pericia para leer es la única condición para el ingreso en esta buena compañía.

Por favor, no miren ustedes la lista de grandes libros como otra de esas listas que los
hombres hacen para la isla desierta en la cual van a naufragar. Para leer los grandes libros no
necesitan ustedes la idílica soledad, con la cual los hombres modernos pueden soñar solamente
como la ventaja de un desastre. Si tienen ustedes algún tiempo disponible, pueden usarlo leyendo.
Pero no cometan el error del hombre de negocios que primero dedica todas sus energías a hacer su
montón y supone que sabrá cómo usar sus horas libres cuando se retire. La holganza y el trabajo
deberían ser componentes de todas las semanas, no divisiones del lapso de la vida.

La prosecución del saber y de la ilustración a través de los grandes libros puede aliviar el
tedio de la tarea y la monotonía de los negocios tanto como la música y las otras bellas artes. Pero
el tiempo libre debe ser genuinamente tiempo libre; debe haber tiempo libre de los niños y de la
radio, así como no ocupado por el lucro. No sólo los ampliamente recomendados quince minutos
por día ridículamente insuficientes –creería alguien a quien le
281

interesan el golf o el bridge que quince minutos bastan siquiera para entrar en calor y comenzar–,
sino que el tiempo empleado en la lectura no debe compartirse con balancear a Teddy en la rodilla,
contestar las preguntas de Mary o escuchar a Jack Benny y a Charles Me. Carthy.

Sin embargo, en la selección de libros que los hombres hacen para un posible naufragio hay
un punto; cuando se ven enfrentados a tener que elegir un número muy pequeño, tienden a elegir
los mejores. Olvidamos la cantidad total de tiempo libre que podemos rescatar de nuestras
ocupadas vidas es probablemente no mayor que unos pocos años en una isla desierta. Si
comprendiésemos eso, podríamos confeccionar una lista de lecturas para el resto de nuestras vidas
tan cuidadosamente como la haríamos para una isla desierta. Como no tenemos que empaquetar
los libros en una funda impermeable, podemos planear sobre la base de más de diez. Sin embargo,
no podemos contar con la eternidad; la campana sonará bien pronto; la escuela habrá terminado, y
salvo que hayamos trazado bien nuestros planes y los hayamos seguido, encontraremos,
probablemente, cuando el tiempo para leer haya concluido, que lo mismo podríamos haber jugado
al golf o al bridge, para el bien que hizo a nuestras mentes.

La lista de lectura del Apéndice es una sugestión para los que puedan captarla; no es
demasiado larga para el tiempo disponible del hombre común ni demasiado corta para los que
pueden arreglárselas para encontrar más tiempo. Por mucho que hagan ustedes de ella, estoy
seguro de una cosa. Ningún tiempo será desperdiciado. Ya sea la economía de ustedes de
abundancia o de escasez, encontrarán que cada ítem de esta lista es una provechosa inversión de
horas y energías.
–4–
Dije antes que iba a hacer agrupaciones más pequeñas de libros según que sus autores
pareciesen estar hablando acerca de los mismos problemas y conversando entre sí. Comencemos
en seguida. El modo más fácil de empezar es con los temas que dominan nuestra conversación
cotidiana; los diarios y la radio no nos dejarán olvidar la crisis del mundo y nuestro papel nacional
en ella. Hablamos en la mesa y a la tarde y aun durante las horas de oficina, acerca de la guerra y
la paz, acerca de la democracia contra los regímenes totalitarios, acerca de las economías dirigí-

282

das, acerca del fascismo y del comunismo, acerca de la próxima elección nacional, y por lo tanto,
acerca de la Constitución, que ambos partidos van a usar como plataforma y como una tabla con la
cual golpearán en la cabeza al adversario.
Si hacemos más que mirar los diarios y escuchar la radio, podemos haber leído libros tales como
La Buena Sociedad, de Walter Lipmann, o Espadas y Símbolos, de James Marshall. Podemos
hasta haber sido inducidos por estos libros y otras consideraciones a examinar la Constitución
misma. Si los problemas políticos de que tratan los libros corrientes nos interesan, tenemos
mucho más que leer en relación con ellos y la Constitución. Estos autores contemporáneos
probablemente leen algunos de los grandes libros, y los hombres que escribieron la Constitución
seguramente los leyeron. Todo lo que tenemos que hacer es seguir el camino y la pista se
desenmarañará por sí sola.
Primero vayamos a los otros escritos de los hombres que bosquejaron la Constitución; la
más clara de todas es la colección de trozos que arguyen en pro de la ratificación de la
Constitución, publicada mensualmente en The Independen! Journal y en cualquier otra parte por
Hamilton, Madison y Jay. Para comprender los Ensayos Federalistas, deberían ustedes leer no
sólo los Artículos de la Confederación que la Constitución tenía por objeto suplantar, sino también
los escritos del mayor adversario de los federalistas en muchos puntos. Thomas Jefferson.
Recientemente se ha confeccionado y publicado una selección de sus declaraciones políticas.

Desgraciadamente, es más difícil conseguir los escritos de otro gran participante en la


discusión, John Adams; pero encontrarán ustedes sus obras recopiladas en la biblioteca. Examinen
ustedes especialmente su Defensa de las Constituciones de Gobierno de los Estados Unidos,
escrita en respuesta a un ataque del economista y hombre de estado francés, Turgot; y también sus
Discursos sobre Dávila. Los escritos de Tom Paine se pueden conseguir en muchas ediciones; su
Sentido Común y sus Derechos del Hombre arrojan luz sobre los problemas del momento y las
ideologías que dominaban a los adversarios.

Estos escritores, porque son también lectores, nos conducen a los libros que influyeron
sobre ellos. Están "usando" ideas, la exposición más extensa y desinteresada de las cuales puede
encontrarse en cualquier otra parte. Las páginas de los Ensayos Federalistas y los escritos de
Jefferson, Adams y Paine nos dirigen a
283

los grandes pensadores políticos del siglo XVIII y de fines del siglo XVII de Europa. Deberíamos
leer El Espíritu de las Leyes, de Montesquieu, los ensayos de Locke Sobre el Gobierno Civil, el
Contrato Social, de Rousseau. Para saborear el racionalismo de esta Era de la Razón debemos
también leer aquí y allí en los voluminosos escritos de Voltaire. Pueden ustedes suponer que el
individualismo del laissez-faire, de Adam Smith, pertenece también a nuestro fondo
revolucionario, pero recuerden que La Riqueza de las Naciones fue publicada por primera vez en
1776. Los padres fundadores fueron influenciados en sus ideas acerca de la propiedad, del reparto
de tierras y del comercio libre, por John Locke y los economistas franceses contra los cuales
escribió Adam Smith posteriormente.
Nuestros padres fundadores eran muy versados en historia antigua; se inspiraban en los
anales de Grecia y Roma para muchos de sus ejemplos políticos. Leyeron las Vidas, de Plutarco, y
la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides –la guerra entre Esparta y Atenas y sus
aliados– Siguieron la fortuna de las diversas federaciones griegas por lo que pudieron arrojar de
luz en la empresa que estaban a punto de acometer. No eran sólo versados en historia y en
doctrina política, sino que fueron a la escuela con los antiguos oradores. Revelan la influencia de
los discursos de Cicerón; como consecuencia de ello su propaganda política no solamente está
magníficamente orientada, sino que es asombrosamente efectiva aún hoy en día. Con excepción
de Lincoln (que había leído muy bien unos pocos grandes libros), los estadistas norteamericanos
de una época posterior ni hablan ni escriben tan bien.

La pista conduce más allá. Los escritores del siglo XVIII han sido influenciados a su vez
por sus antecesores en el pensamiento político. El Leviatán, de Thomas Hobbes, y los opúsculos
políticos de Spinoza tratan los mismos problemas de gobierno– la formación de la sociedad por
contrato, las justificaciones de la monarquía, de la oligarquía y de la democracia, el derecho de
rebelión contra la tiranía. Locke, Spinoza y Hobbes son, en cierto, sentido, envueltos en una
conversación sobre ellos. Locke y Spinoza habían leído a Hobbes Spinoza, sobre todo, había leído
El Príncipe, de Maquiavelo, y Locke en todas sus partes se refiere al "juicioso Hooker" y lo cita; el
Richard Hooker que escribió un libro sobre El Gobierno Eclesiástico en las postrimerías del siglo
XVI y cuya vida escribió Isaac Walton, el pescador,
284

Menciono a Hooker porque él, más que los hombres de una generación posterior, había leído a
los antiguos, especialmente la Etica y la Política, de Aristóteles. Habíalos leído seguramente
mejor que Thomas Hobbes, si podemos juzgar por las referencias que se encuentran en la obra de
este último. La influencia de Hobbes sobre Locke explica parcialmente la diferencia entre Locke
y Hobbes en muchas cuestiones políticas.

Otra corriente de influencia sobre nuestros padres fundadores vino a través de un pensador
político católico del siglo XVI, Robert Bellarmine. Como Locke, él refutó la teoría del derecho
divino de los reyes. Madison y Jefferson conocían los argumentos de Bellarmine. Menciono a
Bellarmine por la misma razón que mencioné a Hooker, porque fue por intermedio de él que otros
libros aparecieron en escena. Bellarmine reflejó las grandes obras medioevales sobre teoría
política, especialmente los escritos de Santo Tomás de Aquino, que fue un sostenedor de la
soberanía popular y de los derechos naturales del hombre.

La conversación sobre temas políticos corrientes se amplía así para abarcar dentro de sí la
totalidad del pensamiento político europeo. Si retrocedemos hasta la Constitución y los escritos
del 76, nos vemos inevitablemente conducidos más allá pues cada escritor revela ser a su vez un
lector. Poco se ha omitido. Si añadimos la República y las Leyes, de Platón, que Aristóteles leyó
y contestó, y la República y las Leyes, de Cicerón, que fueron leídas por juristas romanos y que
por intermedio de ellos influyeron sobre el desenvolvimiento del Derecho en toda la Europa
medioeval, casi todos los grandes libros sobre política han sido incluidos.

Eso no es enteramente cierto. Volviendo a la conversación original y tomando un nuevo


punto de partida, podemos descubrir las pocas omisiones mayores. Supongamos que hay un nazi
en medio de nosotros y que nos cita Mi Lucha. No siendo seguro que Hitler haya leído alguna
vez los grandes libros, las declaraciones políticas de Mussolini pueden orientar mejor. Giremos
hacia el fascismo. Podemos estar en condiciones de descubrir la influencia del filósofo francés
Sorel, que escribió Reflexiones Sobre la Violencia. Podemos recordar que Mussolini, en un
tiempo, fue socialista. Si seguimos esas líneas en todas sus ramificaciones, otros libros se
introducirán inevitablemente en la conversación

285

Estarían la Filosofía de la Historia y la Filosofía del Derecho. Aquí encontraríamos la


justificación del absolutismo del Estado, la deificación del Estado. Habría también escritos de
Nietzsche, especialmente libros tales como Así Hablaba Zaratustra, Más allá del Bien y del Mal y
La Voluntad de Poderío. Aquí encontraríamos la teoría del superhombre que está por encima de
los cánones del bien y del mal, la teoría de un exitoso uso del poder como su propia justificación
última. Y, detrás de Hegel, por un lado, y de Nietzsche, por el otro –en el último caso a través de
la influencia de Schopenhauer– estaría el más grande de los pensadores alemanes, Emmanuel
Kant. Cualquiera que lea la Filosofía del Derecho, de Kant, verá que no puede hacérsele
responsable de las posiciones de sus secuaces generalmente más influyentes.

Puede haber también un comunista sentado a nuestra mesa, o un trotskísta, o un stalinista.


Ambas especies juran por el mismo libro. La conversación no llegará muy lejos sin que se
mencione a Carlos Marx. Su gran obra El Capital sería también citada, aunque nadie la hubiese
leído, ni siquiera el comunista; pero si alguien hubiese leído El Capital y otra literatura
revolucionaria, habría encontrado una huella que conducía, por un lado, a Hegel nuevamente –un
punto de partida tanto para el comunismo como para el fascismo— y por el otro lado a los grandes
teorizadores económicos y sociales de Inglaterra y Francia, a La Riqueza de las Naciones de Adam
Smith, a los Principios de la Política Económica y del Impuesto de Ricardo y a la Filosofía de la
Pobreza de Proudhon.

Un abogado que se hallase presente podría apartar la conversación de la teoría económica,


haciéndola girar hacia los aspectos legales de los negocios y del gobierno. Puede haber leído
recién el libro de Mr. Thurman Arnold sobre El Folklore del Capitalismo, o su libro anterior sobre
Los Símbolos del Gobierno. Eso podría recordar a alguien que Mr. Jerome Frank ha escrito
también un libro llamado El Derecho y la Mente Moderna. Estos libros traerían otros a su zaga, si
hubieran sido leídos teniendo en cuenta los libros escondidos en su fondo.
Habiéndonos interesado en estos asuntos legales, podríamos pronto dejar a Arnold y a Frank
por la compañía del difunto juez Holmes y de ese gran reformador del Derecho inglés, Jeremy
Bentham. Iríamos especialmente a la Teoría de la Legislación de Bentham y a su Teoría de las
Ficciones. Bentham recordaría
286

a todo el movimiento utilitarista y a sus estudiantes laureados, John Austin y John Stuart Mill. La
Jurisprudencia de Austin y los ensayos de Mili sobre La Libertad y sobre El Gobierno
Representativo, son parafraseados todos los días, aprobándolos o desaprobándolos, por hombres
que no los han leído, tanto han llegado a incorporarse a la controversia contemporánea sobre el
liberalismo. Bentham puede también revivir a Blackstone, y con él a los principios básicos del
Derecho consuetudinario.
Blackstone, como ustedes recordarán, escribió los Comentarios sobre las Leyes de
Inglaterra, que Lincoln estudió tan cuidadosamente. Bentham lo atacó sin piedad en un libro
titulado Comentarios sobre los Comentarios. Si esta línea se siguiese más adelante, volveríamos
al Diálogo de las Leyes no Escritas de Hobbes y a los grandes escritos medioevales y antiguos
sobre el Derecho y la justicia. Nuevamente encontraríamos a Platón y Aristóteles, Cicerón y
Aquino en el fondo.

Nuestro interés por el libro de Mr. Frank puede conducirnos todavía en otra dirección. El
libro de Mr. Frank tiene mucho que decir acerca de la neurosis de los legisladores y jueces. El
había leído a Freud, y si partiéramos de eso, toda la historia de la sociología podría encerrarse en
otra lista de grandes libros, incluyendo la obra de Paviov sobre Los Reflejos Condicionados, los
Principios de Psicología de William James, la Filosofía de los Inconscientes de Hartmann, el
Mundo como Voluntad e Idea de Schopenhauer, el Tratado sobre la Naturaleza Humana de Hume,
la obra de Descartes sobre Las Pasiones del Alma y así sucesivamente. Si siguiéramos a Mr.
Arnold hasta sus fuentes, hallaríamos una tangente distinta. El no está influenciado solamente por
Bentham como abogado, por la teoría del lenguaje y de los símbolos de Bentham. Bentham, como
ustedes recordarán, es el padre de los semánticos de la actualidad, Ogden y Richards, Korzybski y
Stuart Chase. Si persiguiésemos ese interés, todas las grandes obras de las artes liberales tendrían
que ser eventualmente redescubiertas, pues los trabajos son insuficientes como análisis del
lenguaje y de las artes de la comunicación.

Una lista de lecturas obligatorias para semánticos aficionados incluiría el Ensayo sobre el
Entendimiento Humano de Locke, especialmente el libro III sobre el lenguaje; el Leviatán de
Hobbes, especialmente el primer libro, y su Retórica, que sigue estrechamente a la Retórica de
Aristóteles. Debería de incluir también los Diálogos de Platón sobre el lenguaje y la oratoria
(Cratilo,
287

Gorgias y Feáro especialmente) y dos grandes obras medioevales sobre el enseñar y el ser
enseñado, una de San Agustín y una de Santo Tomás, llamadas ambas Del Maestro. No me atrevo
a empezar con las obras lógicas, porque la lista podría ser demasiado larga, pero el Sistema de
Lógica de John Stuart Mili, las Leyes del Pensamiento de Boole, el Novum Organum de Bacon y el
Organon de Aristóteles deben ser mencionados.
Otra dirección es posible. La consideración de principios políticos y económicos tiende a
hacer surgir problemas éticos básicos sobre el placer y la virtud, sobre la felicidad, los fines de la
vida, y los medios para alcanzarlos. Alguien puede haber leído La Libertad en el Mundo Moderno
de Jacques Maritain y advertido lo que este moderno secuaz de Aristóteles y Aquino tiene que
decir de los problemas contemporáneos, especialmente de los aspectos morales de los principios
políticos y económicos corrientes. Eso no solamente nos retrotraería a los grandes' tratados de
moral del pasado –la Etica de Aristóteles y la segunda parte de la Suma Teológica de Aquino– sino
que podría también introducirnos en una disputa multilateral. Para ponerle término tendríamos
que consultar el Utilitarismo de Mili, la Crítica de la Razón Práctica de Kant y la Etica de
Spinoza. Hasta podríamos volver a los estoicos y epicúreos romanos, a las Meditaciones de Marco
Aurelio y a la obra de Lucrecio Sobre la Naturaleza de las Cosas.

–6–

Ustedes deberían haber observado muchas cosas en esta ramificación de la conversación o de


la reflexión acerca de problemas corrientes. No sólo un libro conduce a otro sino que cada uno
contiene implícitamente una gran diversidad de orientaciones. Nuestra conversación o nuestro
pensamiento puede ramificarse en muchas direcciones y cada vez que lo hace otro grupo de libros
parece ser atraído. Adviertan ustedes, además, que a los mismos autores se los representa con
frecuencia en distintas relaciones, pues han escrito generalmente acerca de muchos de estos
tópicos relacionados, a veces en diferentes libros pero a menudo en la misma obra.

No es tampoco sorprendente que, al retroceder uno hasta los mundos medioeval y antiguo, los
mismos nombres sean repetidos
288

muchas veces. Aristóteles y Platón, Cicerón y Aquino, por ejemplo, encabezan las fuentes. Han
sido leídos y discutidos por los escritores de la época moderna, que han estado de acuerdo o en
desacuerdo con ellos; y cuando no han sido leídos, sus doctrinas se han filtrado de muchas
maneras diferentes, a través de hombres como Hooker y Belarmino.
Hasta aquí hemos tratado principalmente asuntos prácticos –política, economía, moral–
aunque ustedes habrán observado una tendencia hacía lo teórico. Giramos hacia la psicología por
vía de la influencia de Freud sobre los abogados. Sí se hubiese llevado la controversia ética un
poquito más adelante, habríamos llegado muy pronto a la metafísica. En realidad, estábamos en
ella, con la discusión de Maritain sobre el libre albedrío y con la Etica de Spinoza. La Critica de
¡a Razón Práctica, de Kant, pudo habernos conducido a su Crítica de la Razón Pura, y a todas las
cuestiones teóricas acerca de la naturaleza del conocimiento y de la experiencia. Supongamos que
consideramos brevemente algunas cuestiones teóricas. Nos hemos interesado por la educación a
lo largo de todo este libro. Alguien que haya leído el libro de Mr. Hutchins Los Estudiantes
Superiores en Norteamérica o la Idea de una Universidad del Cardenal Newman, podría plantear
una cuestión acerca de la metafísica y su lugar en la educación superior. Eso generalmente inicia
una discusión acerca de qué es la metafísica; y generalmente alguien dice allí que no existe tal
cosa. Probablemente se nos remitirá a Democracia y Educación de John Dewey y a su Búsqueda
de la Certidumbre para comprobar que todo conocimiento válido es científico o experimental. Si
se siguieran todas las orientaciones allí contenidas, podríamos encontrarnos muy pronto con que
habíamos regresado a las fuentes de la tendencia antimetafísica corriente; la Filosofía Positiva de
Augusto Comte, la Indagación acerca del Entendimiento Humano de Hume, y quizás hasta los
Prolegómenos a Cualquier Metafísica Futura de Kant. Alguien que haya leído los libros recientes
de Whitehead, tales como su Proceso y Realidad y su obra La Ciencia y el Mundo Moderno o el
Reino de la Esencia y el Reino de la Materia de Santayana, o los Grados del Conocimiento de
Maritain, podría objetar la supresión de la física. El protagonista podría defender las pretensiones
de la filosofía teórica para darnos un conocimiento acerca de la naturaleza de las cosas, de una
índole diferente y apartado de la ciencia. Si hubiese leído bien esos libros, habría sido retrotraído
a las gran-
289

des obras especulativas de los tiempos modernos y antiguos: a la Fenomenología del Espíritu de
Descartes, al Discurso sobre la Metafísica de Leibnitz, a la Etica de Spinoza, a los Principios de
la Filosofía de Descartes, y a la Monadología de Leibnitz, a la pequeña obra de Aquino sobre El
Ser y la Esencia, a la Metafísica de Aristóteles y a los diálogos de Platón, el Timeo, el Parmenides
y el Sofista.
O supongamos que nuestros intereses teóricos giren más bien hacia las ciencias naturales que
hacia la filosofía. Ya he mencionado a Freud y a Paviov. Los problemas de la conducta humana y
de la naturaleza humana derivan hacia una cantidad de otra índole, de la índole de los tratados
recientemente por Alexis Carrel y J. B. S. Haldane. No sólo nos interesarían la naturaleza humana
sino su lugar en la Naturaleza. Todos estos caminos llevan al Origen de las Especies de Darwin, y
por consiguiente, por sendas, a La Antigüedad del nombre de Lyell y al Ensayo sobre la Población
de Malthus. Recientemente, como ustedes saben, ha habido una cantidad de libros acerca del
ejercicio de la medicina y unos pocos acerca de la teoría de ella. La hipocondría normal del
hombre hace que se interese anormalmente por los doctores, por la salud y por el funcionamiento
de su propio cuerpo. Aquí hay muchas rutas para la lectura, pero todas pasarían probablemente a
través de la Introducción a la Medicina Experi|mental de Claude Bernard y del libro de Harvey
sobre El Movimiento del Corazón, recorriendo todo el camino que nos lleva de vuelta a las
Facultades Naturales de Galeno y a las asombrosas formulaciones de medicina griega de
Hipócrates.

El reciente libro de Einstein e Infeld sobre La Evolución de la Física nos remite a las grandes
piedras miliares en el desarrollo del conocimiento experimental del hombre. En este caso
profundizaríamos nuestra lectura si examinásemos los Fundamentos de la Ciencia de Poincaré y el
Sentido Común de las Ciencias Exactas de Clifford. Ellos a su vez nos llevarían a obras tales
como las Investigaciones Experimentales sobre Electricidad de Faraday, y El Químico Escéptico
de Boyle; quizás hasta la Óptica de Newton, las Dos Nuevas Ciencias de Galileo y las Libretas de
Apuntes de Leonardo de Vinci.

Las ciencias más exactas son no solamente las más experimentales sino también las más
matemáticas. Si nos interesa la física no podemos evitar el considerar las matemáticas. Aquí
también, ha habido algunos libros recientes, tales como las Matemáti-
290

cas para el Millón de Hogben, pero creo que ninguno tan bueno como una pequeña obra maestra
de Whitehead llamada Una Introducción a las Matemáticas. La obra más grande de Bertrand
Russell sobre Los Principios de las Matemáticas acaba también de ser nuevamente publicada.
Si leyésemos estos libros, hasta podríamos atrevernos a abrir los Fundamentos de la
Geometría, la Teoría de los Números de Dedekind y el Tratado de Algebra de Peacock. A través
de ellos no podríamos evitar volver a los puntos de partida de la matemática moderna, la
Geometría de Descartes y las obras matemáticas de Newton y Leibnitz. Las Conferencias
Matemáticas de Barrow, maestro de Newton, nos ayudarían extremadamente, pero creo que
encontraríamos necesario ver el conjunto de la matemática moderna a la luz de su contraste con lo
realizado por los griegos, especialmente con los Elementos de Geometría de Euclides, la
Introducción a la Aritmética de Nicómaco y el Tratado de las Acciones Crónicas de Apolonio.

Las relaciones entre los grandes libros y la versatilidad de sus autores, puede aparecer ahora
más claramente que antes. Leibnitz y Descartes eran ambos matemáticos y metafísicos. El
Ensayo sobre la Población de Malthus no fue solamente una obra de ciencia social sino que
influyó sobre las nociones de Darwin acerca de la lucha por la existencia y la supervivencia del
más apto. Newton fue no sólo un gran físico experimental sino también un gran matemático. Las
Libretas de Apuntes de Leonardo contienen tanto su teoría de la perspectiva en pintura como él
registro de sus investigaciones e invenciones mecánicas.
– 7–
Voy a dar un paso más hacia adelante. Aunque nos hemos interesado originalmente por las
obras expositivas, una recitación de los grandes libros sería penosamente deficiente si las obras
maestras de las bellas letras no fuesen mencionadas. En este caso, también las obras
contemporáneas podrían generar un interés por sus antecesoras. La novela moderna tiene una
variada historia que se inicia cuando volvemos de Proust y Thomas Mann, James Joyce y
Hemingway, a las formas de narración que ellos han tratado de modificar. Proust y quizás Andró
Gide nos conducen a Flaubert, Zola y Balzac, y a los grandes rusos Dostoievsky y Tolstoi. No nos
olvidaremos tampoco de nuestros Mark Twain, Hermán
291

Melville y Henry James, o de Hardy, Dickens y Thackeray. Detrás de todos éstos yacen las
grandes novelas del siglo XVIII de Defoe y Fielding; Robinson Crusoe y Tom Jones, nos
recordarían muchos otros, incluso al Gulliver de Swift. Nuestros viajes no estarían completos por
supuesto, hasta que no llegásemos al Don Quijote de Cervantes y al Gargantúa y Pantagruel de
Rabelais.
Las obras de teatro, tanto agradables como desagradables, de Shaw y otros
contemporáneos, siguen una tradición de literatura dramática más larga aún. Estarían no
solamente las modernas obras de teatro de Ibsen, que influyó considerablemente sobre Shaw, y las
comedias anteriores a ellas de Sheridan y Congreve, Dryden y Molière, sino que detrás de las
tragedias de Racine y Corneille y de las obras de teatro de Shakespeare y otros isabelinos, se
encuentran las comedias griegas de Aristófanes y las grandes tragedias de Eurípides, Sófocles y
Esquilo.

Por último, están los largos poemas narrativos, las grandes epopeyas: el Fausto de Goethe,
el Paraíso Perdido de Milton, los Cuentos de Canterbury de Chaucer, la Divina Comedia de
Dante, la Canción de los Nibelungos, la Canción de Rolando, las leyendas escandinavas, la Eneida
de Virgilio, y la Ilíada y la Odisea de Hornero.

No he mencionado todos los grandes libros y autores, pero me he referido a un gran


número de ellos como podrían agruparse en el decurso de la conversación, o en la prosecución de
intereses suscitados por los problemas contemporáneos o por los libros corrientes. No hay
barreras fijas entre esos libros; los unos desembocan en los otros a cada instante.

Esto no es cierto solamente respecto a materias tan evidentemente relacionadas como la


política y la ética, la ética y la metafísica, la metafísica y las matemáticas, las matemáticas y la
ciencia natural. Aparece en conexiones más remotas; los escritores de los Ensayos Federalistas se
refieren a los axiomas de Euclides como a un modelo para los principios políticos. Un lector de
Montaigne y Maquiavelo, así como por supuesto de Plutarco, encontrará sus sentimientos e
historias, hasta su lenguaje, en las obras teatrales de Shakespeare. La Divina Comedia refleja la
Suma Teológica de Santo Tomás, la Etica de Aristóteles y la astronomía de Ptolomeo. Y sabemos
cuan frecuentemente Platón y Aristóteles se refieren a Homero y a los grandes poetas trágicos.
292

Quizás comprendan ustedes ahora por qué he dicho con tanta frecuencia que los grandes
libros deben leerse relacionándolos entre sí y en las más variadas clases de relaciones. Así leídos,
ellos se apoyan mutuamente, se iluminan recíprocamente; intensifican los unos la significación de
los otros. Y, naturalmente, se hacen recíprocamente más legibles. Recitando sus nombres y
rastreando sus relaciones, he retrocedido desde los libros contemporáneos, dando cada paso en
función de los libros que el propio autor leyó. Eso les ha demostrado a ustedes cómo está de
involucrada en nuestra vida actual toda la tradición de los grandes libros.

Pero si desean ustedes usar un gran libro para que les sirva de ayuda en la lectura de otro,
sería mejor leerlos del pasado hacia el presente, más bien que a la inversa. Si ustedes leen primero
los libros que un autor leyó, lo comprenderán mejor. Las mentes de cada uno de ustedes han
crecido como creció la suya, y por consiguiente están más capacitados para ponerse de acuerdo
con él, para conocerlo y comprenderlo. Avanzar en otra dirección es a veces más emocionante; es
como realizar el trabajo de un detective, o jugar a la liebre y los perros. Hasta cuando se extrae
esta emoción de las lecturas retrospectivas de libros, tendrán ustedes que comprenderlos, sin
embargo, en la dirección adelantada. Esa es la manera cómo sobrevinieron, y no pueden ser
comprendidos de otra.

Nuestro errar entre los grandes libros me ayuda a hacer otra aserción. Es difícil decir, de
cualquier libro contemporáneo, que es un gran libro. Estamos demasiado cerca de él para formular
un juicio sereno. Algunas veces podemos estar relativamente seguros, como en el caso de la obra
de Einstein o de Freud, las novelas de Proust y Joyce, o la filosofía de Dewey, Whitehead y
Maritain. Pero, la mayor parte de las veces debemos abstenernos de tales elecciones. El salón de
la fama es un lugar demasiado angosto para que le enviemos nuestros candidatos vivientes, sin
incluir franqueo de retorno. Pero los libros corrientes pueden ciertamente ser buenos, aunque no
podamos estar seguros de que sean grandes. La mejor señal que yo conozco de que un libro
corriente es bueno, y de que hasta puede ser considerado grande algún día, es la evidencia de su
relación con los grandes libros. Tales libros son atraídos, y nos atraen a nosotros, a la
conversación que los grandes libros han sostenido. Necesariamente, sus autores son bien
293

leídos; pertenecen a la tradición, sea cual fuere su opinión acerca de ella, o por mucho que
parezcan revolucionarla. Y la mejor manera de leer tales buenos libros contemporáneos es a la luz
de los grandes libros. Como habrán ustedes observado, las conversaciones comenzadas por estos
libros tienden naturalmente a ampliarse y a abarcar otros, especialmente los grandes libros. Eso
indica la clase de lectura que esos buenos libros merecen.
Permítanme ustedes formular otra conclusión más. Sufrimos hoy en día no solamente de
nacionalismo político sino de provincialismo cultural. Hemos desarrollado el culto del momento
presente. Leemos sólo libros corrientes en su mayor parte, si leemos alguno. No solamente no
lograremos leer bien los "buenos" libros de este año, si leemos sólo esos libros, sino que no poder
leer los grandes libros nos aísla del mundo del hombre, tanto como una ilimitada adhesión a la
svástica lo hace a uno primero alemán y después hombre –si llega a serlo. Es nuestro más
sagrado privilegio humano ser primeramente hombres y en segundo término ciudadanos o
nacionales. Esto es tan cierto en la esfera cultural como en la política. No hemos sido dados en
prenda a nuestro país o a nuestro siglo.

Es un privilegio para nosotros pertenecer a la más grande hermandad del hombre que no
reconoce límites nacionales, ni ningún fetiche local o tribal. En realidad, diría que es nuestro
deber. No sé cómo escaparme de la camisa de fuerza del nacionalismo político, pero sí sé cómo
podemos convertirnos en ciudadanos del mundo de las letras, en amigos del espíritu humano en
todas sus manifestaciones, indiferente al mundo y al lugar.

Pueden ustedes adivinar la respuesta. Es leyendo los grandes libros. Así la mente humana,
dondequiera que esté situada, puede ser liberada de los aprietos corrientes y de los prejuicios
locales, por medio de su elevación al plano universal de la comunicación. Allí se apodera de las
verdades generales, a las cuales toda la tradición humana sirve de testigo.

Aquellos que saben leer bien saben pensar críticamente. En este sentido se han convertido
en mentes libres. Si han leído los grandes libros –y quiero decir si "realmente" los han leído–
tendrán libertad para moverse en cualquier parte del mundo humano. Sólo pueden vivir
plenamente la vida de la razón los que, aunque vivan en un tiempo y lugar, no pertenecen
completamente a ellos.

CAPÍTULO XVII
MENTES LIBRES Y HOMBRES LIBRES

No nos confundamos respecto a los medios y a los fines. Los grandes libros no se leen
para hablar de ellos. El mencionarlos por su nombre puede dar a ustedes la apariencia de
capacidad para leer y escribir, pero no tienen que leerlos para participar en los deportes de salón o
sobrepasar en brillo a la plata en una cena. Espero haber aclarado que hay mejores razones para
leer –realmente leer– los grandes libros. En lo que atañe a la conversación, es todo lo contrario.
He recomendado la discusión como ayuda para la lectura, no la lectura para poder sostener una
"brillante" conversación. La conversación entre el lector y el autor, que es parte integrante de la
buena lectura, del leer bien, no puede tener lugar si el lector no está habituado a la discusión de los
libros. Si tiene amigos con quienes habla sobre libros, es más probable que discuta a los libros
mismos.

Pero hay otro punto más importante. Aun leer los grandes libros no es un fin en si mismo;
es un medio tendiente a vivir una vida humana decorosa, la vida de un hombre libre y de un
ciudadano libre. Este debería ser nuestro objetivo último. Es el tema último de este libro; volveré
a él al final de este capítulo. Por el momento, quiero prestarle un poco más de atención al
problema de la discusión con relación a la lectura.

Ustedes, naturalmente, pueden conducir una conversación con un solo libro; pero eso le
parecerá a la mayoría de la gente como hablar consigo mismo. Para una conversación animada
necesitan ustedes más que libros y la habilidad para leerlos; necesitan amigos y habilidad para
hablar y escuchar. Desgraciadamente, sólo tener amigos no es suficiente; todos tenemos amigos.
Pero supongamos que a nuestros amigos no les gusta leer libros, y que no saben ni leerlos ni hablar
acerca de ellos. Supongamos que son amigos de la cancha de golf o de la mesa de bridge, amigos
de la música o del teatro, o de cualquier cosa excepto de los libros. En ese caso, la clase de
conversaciones que imaginé en el último capítulo no tendrá lugar.
295

Pueden ustedes sostener conversaciones que comiencen igual sobre tópicos corrientes o
libros recientes; alguien recita el epígrafe del diario o las últimas noticias de la estación
radiotelefónica. La gran noticia de esos días está llena de problemas; contiene las semillas para
incontables conversaciones. Pero, ¿se desarrollan estas semillas? ¿Abandona la conversación el
nivel del diario y de la radio? Si no lo hace, todos encontrarán pronto aburrida la conversación y
cansados de repetir los mismos viejos temas decidirán ustedes jugar a las cartas, ir al cine o hablar
acerca de los vecinos. No se requiere para esto una gran capacidad para leer y escribir.

Alguien puede haber leído un libro, probablemente uno del cual se habla actualmente en los
círculos bien informados; he ahí otra oportunidad para empezar una conversación, pero ésta
vacilará y se extinguirá pronto salvo que por fortuna llegue a haber otros lectores del mismo libro.
Lo más probable es que los otros intervengan mencionando otros libros que han leído
recientemente; no se establecerá ninguna vinculación; cuando todos hayan dado y recibido
recomendaciones acerca del próximo libro a leer, la conversación se desviará hacia las cosas que la
gente cree que tiene en común. Aún estando presentes varias personas que han leído el mismo
libro, la conversación tiende a sofocarse debido a su incapacidad para discutirlo de modo que
conduzca a alguna parte.

Quizá esté exagerando algo la situación de ustedes, pero hablo por mi propia experiencia de
muchas tertulias sociales interminablemente aburridas. No parece que hubiese suficiente cantidad
de personas que tuviesen un fondo común de lectura; se ha vuelto de buen tono usar la frase
"marco de referencia". Para una buena conversación se requiere que todos los que intervengan en
ella hablen dentro del mismo marco de referencia; la comunicación no sólo termina en algo
común; generalmente necesita un fondo común para empezar. Nuestros fracasos en la
comunicación se deben tanto a la falta de una comunidad inicial de ideas como a nuestra ineptitud
para hablar y para escuchar.

Lo que estoy diciendo puede sonar como si involucrase inferencias drásticas; no solamente
quiero que aprendan ustedes a leer, sino que ahora les estoy pidiendo que cambien de amigos. Me
temo que hay algo de verdad en eso; o bien no cambiarán ustedes mismos mucho, o bien deben
cambiar ustedes de amigos. Estoy solamente diciendo lo que todo el mundo sabe, que la
296
amistad depende de una comunidad de intereses. Si leen ustedes los grandes libros, necesitarán
amigos con quienes discutirlos; no tienen ustedes que encontrar nuevos amigos si pueden
persuadir a los viejos de que lean con ustedes.

Recuerdo lo que dijo John Erskine cuando lanzó al grupo de estudiantes a que yo
pertenecía a la lectura de los grandes libros. Nos contó que algunos años atrás había notado que
los estudiantes secundarios no podían hablar entre ellos inteligentemente. Bajo el sistema
colectivo, iban a diferentes clases, encontrándose sólo de vez en cuando y leyendo solamente este
o aquel libro de texto en común; los miembros del mismo año escolar no eran amigos
intelectuales. Cuando él fue a Columbia a comienzos de siglo, todos seguían los mismos cursos y
leían los mismos libros, muchos de ellos grandes libros. La buena conversación había florecido y,
más que eso, había habido amistades en lo que respecta a ideas, así como en el campo de juego o
en las fraternidades.

Uno de los motivos de que instituyese el curso de honores fue el de reavivar la vida del
colegio como comunidad intelectual. Si un grupo de estudiantes leía los mismos libros y se
encontraba semanalmente durante dos años para discutirlos, éstos podían encontrar una nueva
clase de camaradería; los grandes libros no sólo los iniciarían en el mundo de las ideas sino que
suministrarían el marco, de referencia para una ulterior comunicación entre ellos. Sabrían hablar
inteligentemente e inteligiblemente entre sí, no solamente sobre libros, sino a través de los libros
acerca de todos los problemas que ocupan el pensamiento y la acción de los hombres.

En una comunidad semejante, decía Erskine, la democracia estaría a salvo, porque la


democracia requiere una comunicación inteligente acerca de la solución de los problemas
humanos y una participación común en ella. Eso fue antes de que nadie pensara que la
democracia volvería a verse amenazada. Recuerdo que no prestamos mucha atención a la
perspicacia de Erskine en ese entonces; pero ahora estoy seguro de que tenía razón. Estoy seguro
de que una educación liberal es el baluarte más fuerte de la democracia.
– 2–
No sé qué posibilidades hay de cambiar las escuelas y colegios de este país. Se mueven hoy
en la dirección opuesta, lejos de las tres "erres" y de la capacidad para leer y escribir. Es bastante
297
paradójico que las tendencias corrientes en materia de educación, que he criticado, sean también
motivadas por una devoción a la democracia. Pero sé de cierto que algo puede hacerse acerca de
la educación adulta; ella no está aún enteramente bajo el control de los colegios y escuelas de
educación de los maestros. Ustedes y sus amigos están en libertad de hacer planes para ustedes;
no tienen que esperar que venga alguien y les ofrezca un programa;
no necesitan elaborar una maquinaria para establecer uno. Ni siquiera necesitan ustedes maestros.
Reúnanse, lean los grandes libros y discútanlos. Así como aprenderán a leer leyendo, aprenderán a
discutir discutiendo.

Tengo muchas razones para pensar que esto es completamente factible. Cuando fui a
Chicago y comencé a darle un curso de lectura al presidente Hutchins, algunas personas de un
suburbio de las inmediaciones me invitaron a que les hablase del curso. Integraban el grupo
hombres y mujeres maduros, todos egresados de un colegio; algunos de los hombres se hallaban
ocupados en el trabajo profesional, otros en los negocios, muchas de las mujeres se encontraban
envueltas en actividades políticas y educacionales locales así como en el cuidado de su familia.
Ellos decidieron seguir el curso. En el colegio leíamos más o menos sesenta libros en dos años, a
un promedio de uno por semana. Como el grupo suburbano no tendría tanto tiempo (debido a que
se tenían que ocupar de los bebés y de los negocios), solamente podrían leer un libro por mes. Les
tomaría alrededor de ocho años, por consiguiente leer la misma lista de libros. Francamente, no
creía que perseverarían.

Al principio no leían mejor que la mayoría de los egresados de colegios. Comenzaban con
los garrapatos, la delgada capa de garrapatos que una educación de colegio deja. Descubrieron que
sus hábitos de lectura, ajustados al diario y aun al mejor periódico o libro corriente, equivalían
notablemente a la más absoluta carencia de habilidad cuando llegaban a La Iliada, la Divina
Comedia, o Crimen y Castigo, La República de Platón, la Etica de Spinoza o el Ensayo sobre la
Libertad de Mili, la Óptica de Newton o El Origen de las Especies de Darwin. Pero los leyeron
todos y mientras lo hacían aprendieron a leer.

Perseveraron porque sentían que su capacidad crecía año a año y gozaban con la maestría
que la eficiencia suministra. Ahora pueden decir qué es lo que el autor está tratando de hacer, qué
preguntas está tratando de contestar, cuáles son sus conceptos
298

más importantes, qué razones tiene para sus conclusiones, y hasta qué defectos hay en su
tratamiento del tema. La inteligencia de su discusión es claramente mucho mayor que lo que era
hace diez años, y eso significa seguramente una cosa: que han aprendido a leer más
inteligentemente.

Hace ahora diez años que este grupo se mantiene unido. Hasta donde puedo preverlo se
proponen continuar unidos indefinidamente, aumentando el alcance de sus lecturas y releyendo
algunos de los libros que leyeron pobremente en los primeros años. Yo puedo haberlos ayudado
dirigiendo sus discusiones, pero estoy seguro de que ahora podrían continuar sin mi ayuda; en
realidad, estoy seguro de que lo harían. Han descubierto cuánto cambia sus vidas. Eran todos
amigos antes de empezar, pero ahora sus amistades han madurado intelectualmente; la
conversación florece ahora donde antes podría haber pronto languidecido y cedido su lugar a otras
cosas. Han experimentado el placer de hablar inteligentemente sobre serios problemas;
actualmente no cambian opiniones como les place: la discusión se ha vuelto responsable; quien
dice algo debe sostenerlo; las ideas tienen relaciones entre sí y con el mundo de los asuntos
cotidianos. Han aprendido a juzgar proposiciones y argumentos por su inteligibilidad y
pertinencia. Varios años antes de que yo fuese a Chicago, habíamos iniciado un programa similar
de educación de adultos en Nueva York. Mr. Buchanan era entonces director asistente del Instituto
del Pueblo, y él y yo persuadimos a Mr. Everett Deán Martín de que nos dejase tratar de leer los
grandes libros con grupos de adultos. Estábamos proponiendo lo que era entonces un descabellado
experimento en materia de educación adulta; ya no es un experimento. No debimos haber pensado
que lo era entonces, sí hubiésemos recordado los hechos de la historia europea. La discusión de
importantes problemas ha sido siempre el medio por el cual los adultos continúan su educación, y
aquélla rara vez ha tenido lugar sin que fuese contra el fondo común suministrado por la lectura de
importantes libros.

Formamos unos diez grupos alrededor del área de Nueva York. Se reunían en bibliotecas,
gimnasios, salones sociales de las iglesias, y en la Y. M. C. A. Se hallaban integrados por toda
clase de gente; algunos que habían ido al colegio, otros que no habían ido, ricos y pobres, opacos y
brillantes. Los líderes de estos grupos eran jóvenes, la mayoría de los cuales tampoco habían leído
los libros, pero querían probar. Su principal función era
299

la de conducir la discusión, comenzarla haciendo algunas preguntas directrices, impulsarla cuando


se estancaba, aclarar las disputas cuando amenazaban ensombrecer los verdaderos temas de
discusión.

Fue un gran éxito. Se interrumpió sólo porque necesitaba un apoyo financiero que no obtuvo,
para pagar su sostenimiento y manutención. Pero puede ser revivido en cualquier parte y en
cualquier momento por cualquier grupo de personas que decidan leer los grandes libros juntos y
hablar acerca de ellos; todo lo que ustedes necesitan es algunos amigos con quienes comenzar y
serán ustedes mejores amigos antes de haber terminado.

Pueden decir que me he olvidado de una cosa. Tanto en el grupo de Nueva York como en
el de Chicago que he descripto, había líderes responsables de la conducción de la discusión, jefes
que pueden haber tenido un poco más de experiencia que el resto del grupo en la lectura de los
libros. Los lectores adiestrados pueden ayudar a comenzar, lo admito; pero son un lujo, no una
necesidad.
Pueden ustedes proceder de la manera más democrática eligiendo un líder para cada
reunión. Dejen que diferentes personas se turnen en ello; en cada ocasión, probablemente el líder
aprenderá más acerca de la lectura y discusión del libro que los otros. Si todos los miembros del
grupo obtienen sucesivamente esa experiencia, el grupo entero aprenderá más rápidamente que si
importaran un líder del exterior. Hay esta compensación en el plan que estoy sugiriendo, aunque
pueda ser más difícil al principio.

No necesito decirles cómo debe discutirse un libro. Todas las reglas para leer lo indican;
son un conjunto de directivas tanto para discutir un libro como para leerlo. Así como deberían
regular la conversación que sostienen ustedes con el autor, así gobiernan la conversación que
pueden ustedes tener con sus amigos acerca del libro. Y, como he dicho antes, las dos
conversaciones se sostienen mutuamente. Una discusión se conduce haciendo preguntas; las
reglas para leer indican las principales preguntas que pueden hacerse acerca de cualquier libro en
sí mismo o en relación con otros libros. La discusión se sostiene contestando preguntas. Los que
participan en ella deben, por supuesto, comprender las preguntas y hacer observaciones
apropiadas; pero si han adquirido ustedes la disciplina de ponerse de acuerdo con un autor, ustedes
y sus amigos no deben tener dificultades en ponerse de acuerdo entre sí. En realidad es más fácil
porque se puede ayudar mutuamente para llegar a un entendimiento. Estoy suponiendo, natu-
300

ralmente, que ustedes tendrán buenos modales intelectuales, que no juzgarán hasta que no
entiendan lo que el otro individuo está diciendo, y que cuando juzguen darán razones. Toda buena
conversación es una cosa única; no ha sucedido nunca antes de esa manera y no volverá nunca a
suceder. El orden de las preguntas será diferente en cada caso; las opiniones expresadas, el modo
cómo se las impugna y aclara variará de un libro a otro y de un grupo a otro de los que discutan el
mismo libro. Sin embargo, todas las buenas discusiones son iguales en algunos aspectos, se
mueven libremente; se sigue a la controversia a donde quiera que conduzca. La comprensión y el
acuerdo son las metas constantes, a las que se puede llegar por caminos infinitamente variados;
una buena conversación no es ni sin objeto ni vacía. Cuando algo que vale la pena de discutirse
ha sido bien discutido, la discusión no es la cosa vieja e improductiva que la mayor parte de la
gente cree.

La buena discusión de importantes problemas a la luz de grandes libros es casi una completa
ejercitación en las artes del pensar y del comunicarse; solamente escribir queda excluido. Bacon
dijo: "La lectura hace a un hombre completo, la conversación lo hace un hombre preparado, y la
escritura un hombre exacto". Quizás hasta la exactitud puede alcanzarse por medio de la precisión
que una conversación bien regulada requiera. En todo caso, la mente puede ser suficientemente
disciplinada por la lectura, la atención y la conversación.
–3–
La mente adiestrada para leer bien tiene sus poderes analíticos y críticos desarrollados. La
mente adiestrada para discutir bien los tiene aún más agudizados. La una requiere una tolerancia
para los argumentos originada en el tratar con ellos paciente y simpáticamente. El impulso animal
de imponer nuestras opiniones a los demás es así controlado; aprendemos que la única autoridad es
la razón misma –los únicos árbitros en cualquier disputa son las razones y las pruebas. No
tratamos de ganar ascendiente mediante una exhibición de fuerza o contando las narices de los que
están de acuerdo con nosotros. Los verdaderos problemas no pueden ser resueltos por la mera
fuerza de la opinión; debemos apelar a la razón, no depender de grupos de presión.
Todos queremos aprender y pensar rectamente; un buen libro puede ayudarnos mediante los
ejemplos de penetrante per-
301

cepción y de convincente análisis que proporciona. Una buena discusión puede ayudarnos más
aún sorprendiéndonos cuando estamos pensando torcidamente. Si nuestros amigos no nos dejan
salirnos con la nuestra, pronto aprenderemos que el pensar chapucero, como el crimen, quedará
siempre en evidencia. La confusión puede obligarnos a hacer un esfuerzo que nunca habíamos
supuesto que se hallase dentro del alcance de nuestras fuerzas. Si la lectura y la discusión no
refuerzan esas exigencias en pro de un recto y claro pensar, la mayoría de nosotros iremos por la
vida con una asombrosamente falsa confianza en nuestras percepciones y juicios. Pensamos mal la
mayor parte del tiempo, y, lo que es peor, no lo sabemos porque rara vez somos descubiertos.

Los que saben leer bien, oír y hablar bien, tienen mentes disciplinadas; la disciplina es
indispensable para el libre uso de nuestros poderes. El hombre que no tiene el arte de hacer algo se
encuentra amarrado cuando trata de actuar. La disciplina que proviene de la pericia es necesaria
para la destreza. ¿Hasta dónde pueden ustedes llegar en la discusión de un libro con alguien que no
sabe ni leerlo ni discutirlo? ¿Hasta dónde pueden llegar ustedes en la lectura sin una habilidad
adiestrada?

La disciplina, como he dicho antes, es una fuente de libertad. Solamente una inteligencia
adiestrada puede pensar libremente; y donde no hay libertad para pensar, no puede haber libertad
de pensamiento. Sin mentes libres no podemos seguir siendo hombres libres durante mucho
tiempo más.

Quizás ahora estén ustedes preparados para admitir que el aprender puede estar
significativamente relacionado con otras cosas –en realidad, con todo el resto de la vida del lector.
Sus consecuencias sociales y políticas no son remotas, antes de considerarlas, sin embargo,
permítanme que les recuerde una inmediata justificación de que los fastidie para que aprendan a
leer
.
Leer –y con ello el pensar y el aprender— es un motivo de gozo para los que lo hacen bien.
Así como nos resulta grato estar capacitados para usar habilidosamente nuestros cuerpos, podemos
obtener placer de un constante empleo de nuestras otras facultades. Cuanto mejor usemos nuestras
mentes, más apreciaremos lo bueno que es estar capacitados para pensar y aprender. El arte de
leer puede ser elogiado, por consiguiente, como intrínsecamente bueno; tenemos poderes mentales
para usar y tiempo disponible en qué emplearlos desinteresadamente. La lectura es, seguramente,
un modo de ejercitarlos; si este elogio fuera el único,
302

yo no estaría satisfecho. Por más que la buena lectura sea una fuente inmediata de placer, no es
completamente un fin en sí misma. Debemos hacer algo más que pensar y leer para llevar una
vida humana. Debemos obrar. Si deseamos conservar nuestras horas libres para actividades
desinteresadas, no podemos eludir nuestras responsabilidades prácticas. Es en relación con
nuestra vida práctica que la lectura tiene su justificación última.

La lectura de los grandes libros ha sido inútil si no nos interesamos en crear una buena
sociedad. Todos quieren vivir en ella, pero pocos parecen deseosos de trabajar por ella. Déjenme
ustedes decir brevemente lo que considero una buena sociedad. Ella es simplemente la ampliación
de la comunidad en que vivimos con nuestros amigos. Vivimos con nuestros amigos en pacífica e
inteligente asociación. Formamos una comunidad porque nos comunicamos, compartimos ideas y
propósitos comunes. La buena sociedad, en un sentido amplio, debe ser una asociación de
hombres que se han hecho amigos por una inteligente comunicación.
–4–
Donde los hombres carecen de las artes de la comunicación, la discusión inteligente debe
languidecer; donde no hay dominio de los medios para el intercambio de ideas, éstas dejan de
desempeñar un papel en la vida humana. Cuando eso sucede, los hombres son apenas mejores que
los brutos que ellos dominan por la fuerza o por la astucia, y pronto tratarán de dominarse
mutuamente de la misma manera.

A ello sucede la pérdida de la libertad; cuando los hombres no pueden vivir juntos como
amigos, cuando una sociedad entera no se construye sobre una verdadera comunidad de
entendimiento, la libertad no puede florecer. Podemos vivir libremente sólo con nuestros amigos;
con todos los demás, nos sentimos constantemente oprimidos por toda suerte de temores, y
controlados en cada movimiento por la sospecha.
La preservación de la libertad, para nosotros y para nuestra posteridad es, hoy en día, una
de las cosas que más nos interesan. Un formal respeto por la libertad es el corazón del sano
liberalismo. Pero no puedo evitar el preguntarme si realmente nuestro liberalismo es sano. No
parece que conociésemos los orígenes de la libertad o sus fines. Clamamos por toda clase de
libertades –
303

libertad de palabra, de prensa, de reunión– pero parece que no comprendiésemos que la libertad
de palabra es un privilegio vacío y una conciencia libre es sólo un prejuicio privado. Sin ella
nuestras libertades civiles solamente pueden ser ejercitadas de una manera pro forma, y no es
probable que las conservemos mucho tiempo más si no sabemos usarlas bien. Como el
presidente Barr, del St. John's College, ha señalado, el liberalismo norteamericano pide hoy en
días demasiado poco, no demasiado. No hemos exigido, como lo hicieron
nuestros"'antepasados, una mente liberada de la ignorancia, una imaginación despierta y una
razón disciplinada, sin las cuales no podemos hacer uso efectivo de nuestras otras libertades ni
siquiera preservarlas. Hemos prestado atención a los usos exteriores de la libertad más que a su
esencia. El sistema educacional vigente sugiere, además, que no sabemos ya cómo se hacen las
mentes libres, y, por medio de ellas, los hombres libres.

No es sólo un juego de palabras el relacionar liberalismo con educación liberal, o decir


que el adiestramiento en las artes liberales nos liberaliza, nos hace libres. Las artes de leer, de
escribir, de oír y dé hablar, son las artes que nos posibilitan el pensar libremente, porque
disciplinan la mente. Son artes liberadoras. La disciplina que realizan nos libera de los
caprichos de la opinión infundada y de las estricteces del prejuicio local. Liberan a nuestras
mentes de todo dominio que no sea el de la razón misma; un hombre libre no reconoce ninguna
otra autoridad. Los que piden que se les libere de toda autoridad –de la razón misma– son falsos
liberales. Como dijo Milton, "quieren decir licencias cuando gritan libertad".

El año pasado fui invitado por el Consejo Norteamericano de Educación a hacer uso de la
palabra en su reunión anual de Washington. Opté por hablar sobre las consecuencias políticas de
las tres "erres" bajo el título de "El liberalismo y la educación liberal". Traté de poner de
manifiesto cómo el falso liberalismo es el enemigo de la educación liberal, y por qué una
educación verdaderamente liberal es necesaria en este país para corregir las confusiones de este
ampliamente prevalente falso liberalismo. Por falso liberalismo entiendo aquel que confunde
autoridad con tiranía y disciplina con regimentación. Existe dondequiera que los hombres piensen
que todo es sólo cuestión de opinión. Esa es una doctrina suicida que se reduce en último término
a la posición que sólo la fuerza puede legitimar. El liberal que se hace libre de , la razón más que
por ella, se somete al otro único arbitro en los
304
asuntos mas humanos, la fuerza, o lo que Mr. Chamberlain ha llamado “el terrible arbitraje de la
guerra”

Las consecuencias políticas de las tres "erres", o las artes liberales, no hay que buscarlas
muy lejos; si la democracia es una sociedad de hombres libres, debe sostener y extender la
educación liberal o perecer. Los ciudadanos democráticos deben estar capacitados para pensar por
sí mismos; para hacer esto deben estar primero en condiciones de pensar y tener un cuerpo de
ideas con qué hacerlo; deben estar en condiciones de comunicarse claramente entre sí y de recibir
comunicación de toda índole críticamente. Para tales fines la habilidad para leer y para leer los
grandes libros es obviamente sólo un medio.

En el Enrique VI, de Shakespeare, tiene lugar el siguiente discurso:

Habéis corrompido muy pérfidamente a la juventud del reino al erigir una escuela de
gramática; y mientras antes, nuestros antepasados no tenían otros libros que la muesca y la tarja,
habéis hecho que se use la imprenta y contrariamente al Rey, a su corona y dignidad, habéis
construido una fábrica de papel.

La lectura y la escritura parecíanle alta traición al tirano. Este vio en ellas las fuerzas que
podrían sacudirlo de su trono. Y por algún tiempo lo hicieron en la gradual democratización del
mundo occidental por medio de la difusión del estudio y del incremento de la capacidad para leer y
escribir. Pero vemos hoy día que los asuntos humanos toman un giro distinto. Los medios de
comunicación que en un tiempo fueron usados por los libertadores para liberar a los hombres, son
ahora usados por los dictadores para subyugarlos.
Hoy en día la pluma es tan potente como la espada para hacer un déspota. Los tiranos eran
antes grandes generales; ahora son estrategos de la comunicación, seductores oradores o
propagandistas; sus armas son la radio y la prensa, tanto como la policía secreta y los campos de
concentración. Y cuando los hombres están empujados por la propaganda son tan serviles como
cuando son coaccionados por la fuerza bruta. Son muñecos políticos, no hombres libres
gobernados democráticamente.

Hobbes sospechaba de la democracia porque temía a su tendencia a degenerarse en una


oligarquía de oradores. Aunque nuestros propósitos sean diferentes de los suyos, debemos
admitir que
305

la historia reciente apoya su punto de vista. Hemos visto en el extranjero cómo el principal orador
del país puede convertirse en su tirano. Debemos salvar a la democracia de esas debilidades que le
son inherentes, cerrando esos caminos al despotismo. Si estamos siendo oprimidos por
organizaciones de fuerza, luchamos para desarmarlas. Así es que debemos desarmar a los oradores
y debemos hacerlo anticipándonos al día en que su influjo comience a ligar. Hay sólo un modo de
hacer eso en el país donde la libertad de palabra es un privilegio de todos. Los ciudadanos deben
volverse críticos de lo que leen y de lo que oyen; deben ser educados liberalmente; si las escuelas
fracasan en darles tal educación, deben adquirirla por sí mismos aprendiendo a leer y leyendo.

Pero en bien de sus hijos deben finalmente comprender que algo deberá hacerse acerca de
las escuelas.

El hecho de que las mentes liberalmente disciplinadas dificultan la acción de quienes tratan
de hacer un uso indebido de los medios de comunicación, es un punto negativo. Hay asimismo
positivas ventajas; una democracia necesita tantos líderes competentes como secuaces
responsables. Ni unos ni otros son posibles si los hombres no ejercitan el libre juicio y están en
posesión de principios que dirigen la acción hacia los fines legítimos. Un ciudadano democrático
es un sujeto independiente porque depende en última instancia de sus propias libres elecciones.
Un líder democrático gobierna sólo guiando esa libertad, no imponiéndose a ella.
Así como un buen maestro trata de suscitar un aprendizaje activo por parte de sus
estudiantes, así el arte de gobernar en una democracia es el de invitar a los ciudadanos a una activa
participación.

Pero así como el enseñar bien no puede lograrse si los estudiantes no tienen el arte de ser
enseñados –la pericia involucrada en el aprender activamente de su maestro–, así el gobierno
democrático fracasa si los ciudadanos no poseen el arte recíproco de ser gobernados. Sin el arte de
ser enseñados, los estudiantes deben recibir instrucción pasivamente; pueden aprender sólo si se
les adoctrina, en el sentido vicioso de ese término. Como hemos visto, somos apropiadamente
enseñables, o dóciles, solamente en cuanto tenemos la disciplina mental necesaria para aprender
mediante el uso activo y libre de nuestros poderes. Del mismo modo, sin el arte de ser
gobernados, podemos serlo sólo por la fuerza o la imposición.
306

Una democracia, en síntesis, depende de los hombres que pueden gobernarse a sí mismos
porque tienen el arte de ser gobernados. Sea que ocupen las oficinas de gobierno, o meramente el
rango de ciudadanos, esos hombres pueden gobernar o ser gobernados sin perder su integridad o
su libertad. La fuerza bruta y la propaganda insidiosa son males con los cuales están preparados
para lidiar. Mantener la reciprocidad entre el gobernar y el ser gobernado es garantizar la libertad
política y civil. Estas no se ven afectadas porque todos los hombres no estén en el gobierno o
porque las leyes justas deban ser reforzadas. El arte de ser gobernado y el recíproco arte de
gobernar, como las artes de ser enseñado y de enseñar, son artes de la mente; son artes liberales.
El gobernante democrático debe impulsarnos mediante la persuaden racional. Si somos buenos
ciudadanos democráticos, seremos susceptibles de ser impulsados de ese modo, y solamente de ese
modo. El llamado a la realidad y a la razón distingue a la persuasión racional de la propaganda
viciosa. Los hombres que mueven tal persuasión permanecen libres porque se han movido ellos
mismos; han sido persuadidos "a sabiendas".
Saber ser gobernado es pues, la cualidad primaria para la ciudadanía democrática; una
educación liberal es tan necesaria para preparar a los hombres para sus deberes políticos como
para prepararlos para su vida intelectual. El arte de leer está tan relacionado con el arte de ser
gobernado como con el arte de ser enseñado. En ambos casos, los hombres deben de estar en
condiciones de ponerse en comunicación activamente, inteligentemente, críticamente.
El gobierno democrático, más que ningún otro, depende de una exitosa comunicación;
pues, como Walter Lippmann lo ha señalado: "en una democracia la oposición no sólo es tolerada
como constitucional sino que debe ser mantenida porque es indispensable". El consentimiento de
los gobernados sólo se realiza plenamente cuando, a través de un inteligente debate de principios,
todos los colores de la opinión política toman parte en la formación de las decisiones. Todo debate
que no se base en la comunicación de los partidos es especioso. El proceso democrático es una
farsa cuando los hombres no logran entenderse recíprocamente. Debemos estar tan capacitados
para enfrentar a otras mentes en los procesos del gobierno y de la vida social como para hacerlo en
los procesos del aprendizaje. En ambos casos debemos estar en condiciones de tomar una
resolución y obrar conforme a ella.
307

|Debemos obrar, sin embargo. Esa es la palabra final en todas las fases de la vida humana.
No he titubeado en elogiar la lectura y discusión de grandes libros como cosas intrínsecamente
buenas, pero repito que no son los fines últimos de la vida. Queremos la felicidad y una buena
sociedad. En esta concepción más amplia la lectura es sólo un medio para un fin.

Sí, después de haber aprendido a leer y haber leído los grandes libros, obran ustedes
tontamente en asuntos personales o políticos, bien se podrían haber ahorrado ustedes la molestia.
Puede haber sido divertido en el momento, pero la diversión no durará mucho. Si los que leen
bien no pueden actuar bien también, pronto nos encontraremos privados de los placeres que
obtenemos de esos éxitos. La erudición puede ser buena en sí misma, pero la erudición sin acción
adecuada nos conducirá a un mundo en el que la persecución del conocimiento mismo es
imposible, un mundo en el cual los libros son quemados, las bibliotecas cerradas, la búsqueda de la
verdad es reprimida y los ratos de ocio desaprovechados y perdidos.

Abrigo la esperanza de que no sea demasiado ingenuo el esperar lo contrario de la


educación genuinamente liberal, en la escuela y fuera de ella. Tengo ciertas razones para creer que
los que han leído realmente los grandes libros, pensarán probablemente bien y sanamente acerca
de las cuestiones que encaramos hoy en día. El hombre que piensa con claridad respecto a los
problemas prácticos, sabe seguramente que sólo se los soluciona bien por medio de la acción
apropiada. Hasta qué punto respetará la obligación de obrar conforme a dicha acción, está,
naturalmente, más allá de la providencia de las artes liberales. No obstante ello, éstas preparan
para la libertad. Hacen mentes sanas y forman una comunidad de amigos que comparten un
mundo común de ideas. Más allá de eso, depende de nosotros el aceptar o eludir la
responsabilidad de obrar como hombres libres.
APÉNDICE

UNA LISTA DE LOS GRANDES. LIBROS

La siguiente lista no puede conceptuarse como una bibliografía completa de libros dignos de
ser leídos, ni siquiera como un inventario completo de los más grandes libros de la cultura
occidental. Me he limitado sólo a nombrar aquellos grandes libros que son fácilmente obtenibles
en traducciones corrientes al idioma inglés. También me he limitado a consignar los títulos de los
libros que no requieran, en su mayoría, ninguna base o preparación especial.

Estas dos limitaciones, naturalmente, tienden a excluir a algunos de los clásicos de


matemáticas y de ciencias experimentales. En estos dos campos, la obra de traducción al inglés
dista mucho de ser completa, y en muchos casos en los cuales se ha logrado traducir al inglés,
dicha traducción no se ha editado en volúmenes económicos. Más aún, puede ponerse en duda el
hecho de que algunas de las grandes obras científicas y matemáticas puedan ser examinadas
provechosamente por los que carecen de una instrucción adecuada. Ya he respondido
afirmativamente a este interrogante y he sugerido que estos libros son inteligibles si se los encara
en su orden histórico. Aunque estuviese yo equivocado en lo que a esto concierne, como puede
suceder, creo que todos estarán de acuerdo conmigo en que una lista de grandes libros sería
lamentablemente deficiente si en ella se omitiesen todos los libros matemáticos y científicos. Y
hay, por cierto, muchas personas que poseen ya una base suficiente (proporcionada por cursos de
estudio con libros de texto de matemáticas y ciencia) como para garantizarles la revisión de
comunicaciones originales que nunca podrán ser reemplazadas por libros de texto.

La mayoría de los autores y la mayor parte de los títulos suenan, estoy seguro, familiarmente
a nuestros oídos, aun cuando nunca hayamos leído los libros. (En la mayoría de los casos, es
posible adivinar por el título la clase del libro, y el campo a que pertenece). Los nombres
desconocidos para unos pueden serles familiares a otros. Espero que la rareza de algunos de estos
nombres no los descorazone o acobarde a ustedes. No hay aquí nada tan recóndito que sea
esotérico, nada que un poco de valentía no pueda conquistar.
310
Es prudente, por supuesto, el comenzar con aquellos libros que más les interesen a ustedes,
por cualquier motivo. Como lo he dicho tantas veces, lo fundamental en este asunto es leer bien,
no mucho. Una lista de libros no debe ser considerada un "desafío" que sólo puede encararse
dando fin hasta su último detalle; debe considerársela como una "invitación" que pueden ustedes
aceptar gallardamente comenzando por donde mejor les plazca.

Los autores figuran por orden cronológico, según la fecha conocida o supuesta de su
nacimiento. Las diversas obras de un autor en particular también están ordenadas
cronológicamente, dentro de lo posible. He tratado de dar la fecha en que un libro fue publicado
"por vez primera" en el idioma "original" de su autor. Esto es bastante fácil de llevar a cabo con
libros modernos, pero difícil con la mayoría de los antiguos. En este último caso, he utilizado las
fechas designadas por eruditos dignos de confianza, aunque hasta en este asunto los eruditos
discrepan en muchos casos. No debemos preocuparnos por errores insignificantes en las fechas de
obras. Siempre que una fecha de publicación no conste en la lista, esto es debido, sencillamente, a
que no se la conoce, o a que el desacuerdo entre los eruditos a su respecto es demasiado grande.

No he anotado todas las obras de todos los autores. Sólo he citado los títulos más importantes
seleccionándolos, en el caso de libros expositivos, para demostrar la diversidad de la contribución
de un autor a los diferentes campos del saber. En algunos casos, he creído necesario hablar de las
"Obras" del autor y especificar entre paréntesis los títulos especialmente importantes.

Al hacer una lista de esta índole, la mayor dificultad reside siempre en lo que concierne a los
detalles relativamente contemporáneos. Cuanto más se acerca uno a su época, más difícil le
resulta expresar un juicio independiente. En este caso, el juicio propio debe ser semejante a un
tanteo, y existe mucho espacio para dar cabida a diferencias de opinión. Por esta razón he
separado a los contemporáneos de la lista principal. Los "grandes" autores están enumerados
consecutivamente; los "buenos" autores contemporáneos están señalados por las letras del
alfabeto. La separación aquí no tiene lugar entre vivos y muertos, porque algunos autores que
murieron recientemente son tan contemporáneos como los que aún viven.
La discrepancia acerca de inclusiones o exclusiones probablemente se concentrará en la lista
contemporánea. Sólo la ofrezco
311
como una sugestión. Cada uno deberá decidir por sí mismo si estos autores son verdaderamente
grandes y deberían ser agregados a la lista principal. El veredicto de la historia decidirá si el juicio
de ustedes es correcto. En cuanto a la lista principal, también puede haber algunas pequeñas
discrepancias; puedo pensar de inmediato en nombres y títulos que serán sugeridos: el Enéadas, de
Plotinus, las Florecillas, de San Francisco, las obras de Schopenhauer, las novelas de Thomas
Hardy, los escritos apologéticos e históricos de John Henry Newman –para mencionar a unas
pocas de las omisiones más obvias. En algunos casos, tales omisiones se deben a la carencia de
una traducción correcta al inglés; en otros, al juicio que me vi obligado a hacer, que una obra en
especial no era de la misma magnitud de aquellas numeradas; y en otros más aún, a la opinión de
que la importancia de un autor era más atribuible a su vida y actos que a sus escritos. No es
posible abrigar la esperanza de formar una lista de esta índole sin tener que hacer frente a
diferencias de opinión, precisamente por que tales juicios tienen que ser hechos, de un modo u
otro. Sólo puedo esperar que la cantidad de agregados y sustracciones que cualquiera pudiese
desear hacer, constituyan un pequeño porcentaje de la lista total. Si así sucediese, me satisfaría la
idea de que la lista es bastante representativa –que abarca lo que es generalmente considerado
como la tradición europea.

En última instancia, todos deberían hacer su lista propia de grandes libros. Creo que sería
aconsejable, sin embargo, leer algunos de los libros que han sido aclamados por unanimidad, antes
de comenzar. Por supuesto, cuanto más lean, mejor será. Esta lista es un punto de partida.

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